Me Veras Caer. Ernesto Mallo. Extremo Negro

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Me verás volar por la ciudad de la furiadonde nadie sabe de mí y yo soy parte de todos.

Gustavo Cerati, “En la ciudad de la furia”

Pero no son nunca los fuertes, sino los débiles,los que aspiran al poder, y lo alcanzan mediante el efecto

combinado de la astucia y el delirio.

Emile Cioran, La caída en el tiempo

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ADVERTENCIA

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Si bien esta obra de ficción está inspirada en hechos reales, las circunstancias, personajes, cronología y sucesión de hechos, que han sido libremente interpretados, no corresponden a la realidad sino a necesidades narrativas. Los nombres de los per-sonajes han sido cambiados para proteger a los culpables.

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Miguel Beltrán había hecho todo el vuelo tranquilo desde que el MD-83 despegó del Silvio Pettirrosi hasta que, ya des-cendiendo sobre el Río de la Plata, todo cambia. La nave entra en zona de turbulencia y se agita como un pez fuera del agua. A través de la ventanilla, por los claros que dejan las nubes, la tierra cuadriculada se acerca y se aleja violentamente al capri-cho de las térmicas. Un nuevo pozo de aire le pone el estómago en la garganta. El aparato tiembla, emprende un giro abrupto quedando casi perpendicular al suelo, el ala se comba, la cola se menea. Un miedo de aire acondicionado se apodera de la cabina. Aparenta serenidad, pero el instinto es una serpiente que se desenrosca dentro de él y suda en sus manos.

Vamos a caer. Cuando la azafata, con el rostro pintado por un temor sor-

do de quien ya lleva quince años a bordo, le pide que abroche su cinturón de seguridad, nota que sus brazos están agarrota-dos por la tensión con que se aferra a su asiento. Por la venta-nilla, casas, calles y bosques de juguete se acercan a la panza de la máquina. En el aeropuerto se sintió aliviado cuando la empleada de Líneas Aéreas Paraguayas le informó que el vuelo estaba cerrado y que tendría que esperar el próximo. Quizás porque no deseaba regresar a casa, a su mujer, a todos los días.

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Pensó en esos pasajeros que por perder el avión salvan la vida. Ahora se le ocurre que nunca se menciona a quien se estrella por haber tomado el vuelo siguiente. Se le ocurre que tal vez solo vuelva para morir en esta tierra. Quizá todo regreso sea una caída. Este, en cualquier caso, lo es.

En una de esas es mejor así, que todo termine de una vez. Ese pensamiento se impone al instinto, la serpiente se duer-

me y la calma toma su lugar. Junto a él, a la monja que ha hecho el vuelo rosario en mano le tiemblan los labios, reza en silencio.

Si tuviera fe, si pudiera creer… … se dice Beltrán con la nostalgia de lo que nunca se ha

tenido. Se ablanda en el asiento y cierra sus ojos. Exigidos al máximo, los reactores zumban como el enjambre de avispas de un panal violado. Los párpados comienzan a poblarse de imágenes difusas que van haciéndose nítidas con toda lentitud.

Desde que amaneció, los aviones de la marina de guerra estuvieron sobrevolando el río en círculos. Todos creyeron que aguardaban el momento de unirse a un desfile en desagravio a la bandera que había convocado Perón. Se ve a sí mismo, niño, en la terraza de aquel edificio opulento de la Avenida Santa Fe. Allí se habían mudado poco tiempo antes, dejando atrás la barriada obrera de José León Suárez. Lito no se había habitua-do aún al trajín del centro, sin amigos, añoraba la vida rural, pescar ranas o jugar un picado en el potrero, en la ciudad es-taba todo cubierto de cemento. En la azotea, junto a la sala de máquinas, estaba la vivienda del portero, su padre. El sonido de los motores comenzó a hacerse más y más fuerte. Roque lo invitó a salir, excelente oportunidad para mostrarle al hijo sus conocimientos sobre las máquinas de volar. Con una sonrisa, señalando hacia el cielo…

… mirá, Lito, un Beechcraft, aquel es un North American. Mirá, mirá, un Catalina, ese puede bajar en el agua…

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De pronto se puso serio, como presintiendo algo. Las aero-naves lucían una insignia extraña para un avión de guerra: el símbolo de la “V” con una cruz encajada en el vértice, con él los nacionalistas católicos graficaban la consigna “Cristo Vence”. Unos segundos más tarde, desde la Plaza de Mayo llegó el es-truendo de bombas y metralla.

Curas hijos de puta… Su padre lo tomó del brazo, entraron, y encendió la radio.

Una voz cuartelera leía la proclama de los golpistas. Roque quedó paralizado junto al receptor. Su madre hacía llorar al trapo rejilla que estrujaba entre sus manos. Por la tarde, la emisora fue silenciada y la cadena nacional transmitió la voz cascada del General…

… cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos...

Lito creyó que hablaba de los aviones. Un locutor propaló una arenga que abundaba en civiles

indefensos, cobardía y criminales. En el momento en que co-menzó a relamerse con la sangre de los escolares masacrados por las bombas, mamá le ordenó que se fuera a jugar, pero sin salir del edificio. Anduvo un rato por los pasillos, hasta que, aburrido, se metió en el departamento del segundo piso. El olor a flores podridas que aún embalsamaba el ambiente lo envolvió como una mortaja. Allí había vivido una vieja elegan-tísima a quien llamaba La Batata por su piel amarillenta. En las paredes solo quedaban los fantasmas de los cuadros. Los parientes habían arrasado con todo: muebles, adornos, alfom-bras, servicios de plata. Lo único que despreciaron fue una pila de tarjetas de participación fúnebre. A Lito le asombró que alguien pudiera tener tantos apellidos. Jugaba “espejito” con las cartulinas como si fueran figuritas cuando, desde la calle, el batifondo hizo vibrar los cristales de la sala. Salió a curiosear al balcón. Bombos, gritos, tumulto. Una multitud enfurecida,

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armada con piedras y palos ardiendo, insultaba a la distinguida iglesia de San Nicolás de Bari. Un tipo se acercó a los portales con una palanca de tranvía, la clavó entre las hojas y comenzó a forcejear, pero no cedían. Se volvió a la multitud y gritó…

¡Calo!, vení a ayudar… … un muchacho de unos veinticinco años, bajito, delgado,

cabezón y patilludo, al estilo de Facundo Quiroga, corrió a su lado. Otros dos hombres se sumaron a la empresa, y entre los cuatro violaron la cerradura. En tropel, los manifestantes pene-traron el templo. El padre Ubaldo se abrió paso a contracorriente y ganó el centro de la avenida. El tal Calo salió a perseguirlo, pero no logró alcanzarlo. Con la sotana recogida hasta la cintura, el cura huyó por Santa Fe. La nave central fue la caja de resonancia perfecta para la indignación popular. Un disparo impuso el silen-cio que un vozarrón quebró al instante. Con delicadeza, la turba sacó a la vereda las pálidas esculturas de los santos arrancadas de sus pedestales. Reverencial medida de protección, no fuera cosa de atraerse la desgracia y malquistarse con esas figuras a las que con tanta frecuencia se rogaba por salud, dinero y amor. El gentío abandonó la iglesia lentamente y se agrupó en la calle. Tres tipos salieron a las corridas y se agregaron a la multitud expectante. Dos relámpagos amarillos encandilaron la noche convirtiendo a la gente en efímeras imágenes de rayos X. Un grito de unánime sorpresa festejó el estallido. Cuatro lenguas de fuego surgieron del templo tiñendo de humo las paredes del pórtico. La imagen del Cristo doloroso, afichada en una de las columnas, se retorció con un gemido. El espectáculo que se de-sarrollaba diez metros más abajo hipnotizó a Lito. Con supers-ticioso sentido del humor, la muchachada puso a los santos en fila, junto al poste que marcaba la parada del transporte públi-co. Animado por el resplandor de las llamas, San Nicolás, con la mano alzada, parecía estar deteniendo a un trolebús para que los saque del infierno.

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La puesta en escena mental se desvanece cuando Beltrán siente en el coxis que las ruedas del avión tocan tierra. Los pa-sajeros, blancos de miedo todavía, se descargan con un aplauso de júbilo por haber sobrevivido y llegado, precisamente, a esta tierra.

Beltrán deposita sobre el mostrador su documento y el for-mulario de migraciones. Una mujer se acerca al funcionario y se ponen a conversar con total indiferencia por el ciudadano que espera. Después de dos minutos de charla banal vuelve a lo que estaba haciendo. Sella la boleta, la mete en un casillero, cierra el documento que nunca miró, lo desliza por debajo del vidrio y grita:

¡Siguiente!Se pone al final de la cola para hacer aduana. Mira con

envidia a una mujer que, entallada en un dos piezas muy ajus-tado, sostiene con celo un maletín de seguridad. Un changarín la sigue cargando una valija enorme y lujosa. Un tipo se acerca a ella y estira una mano gentil que ofrece portar el bártulo blin-dado. Ella lo rechaza con gesto colérico y se encamina decidida hacia la salida con él trotando detrás. A Beltrán le recuerda al perro que seguía al carro del lechero, allá en su infancia. El trío desaparece por el pasillo lateral, reservado para que ciertas y determinadas personas salgan del aeropuerto sin pasar por las mesas donde los inspectores revisan los equipajes.

En la vereda, donde se arremolinan los taxistas a la caza de turistas, con ese aire policial que nunca pierde, estirando al límite su metro cincuenta y seis, Sansone lo espera. Serio, im-paciente y ansioso, siempre da la impresión de que está a punto de pegarle a alguien. Beltrán se alegra de ver un rostro amigo, de que haya venido a buscarlo. En la cara de Sansone comienza a insinuarse una sonrisa que apaga rápidamente para retomar su habitual ceño malhumorado. Le tiende una derecha enérgi-ca con el brazo extendido que impide cualquier acercamiento.

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Abandonan el aeropuerto en silencio, y en silencio caminan hasta el auto. Sansone conduce reclinado contra la puerta con gesto más cerrado que de costumbre.

¿Vos no tendrías que estar laburando? Tendría… pero nos cagaron. ¿Cómo? Nos rajaron a todos. Cuando llegues a tu casa, te vas a encontrar con el telegrama de despido. ¿Qué pasó? Parece que un grupo compró la empresa, pero la querían vacía. Dicen que es gente de la carpa de Carlos. ¿Montaña no dijo nada? Ni mú, hace una semana nombró a un tipo nuevo en personal y desapareció. Dicen que está en Miami. Y noso-tros, en la calle. Varios ya fueron a ver a un abogado, pero ya sabés cómo son estas cosas. ¿Cómo son? La empresa no es nada más que un membrete, el negocio son los contactos con el gobierno y la marca; fuera de eso, los bienes que tiene no al-canzan ni para pagarle la indemnización al cadete. La hicieron linda. La marca ya la vendieron, ahora seguro que se presenta en quiebra y nosotros, a cantarle a Gardel.

Beltrán observa que la villa, junto a los sórdidos monoblo-ques de la autopista, ha crecido notablemente. En cada puente, en cada recoveco que forma la autopista, han brotado casu-chas de cartón, ranchitos de chapa, refugios de tela plástica. Multitud de miserables cargan atados de papeles o empujan carritos hurtados a los supermercados. Recorren los márgenes de la ruta, atentos a la aparición de cualquier objeto intercam-biable por una moneda. De ida y de vuelta, autos lujosos, rapa-ces y paranoicos serpentean entre los lentos y los débiles para ganarles la punta y salir cuanto antes del paisaje.

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