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MEMORIA DE LA PANDEMIA Colección de textos de autores independientes

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MEMORIA DE LA PANDEMIA La cuarentena, el aislamiento, la interrogación del cuerpo, la ciudad desolada, la vida en común, las dinámicas familiares, el distanciamiento social, lo individual y lo colectivo en tensión ante un mundo incierto, son algunos de los temas que se dan encuentro en Memoria de la pandemia. Desde la crónica y el relato de ficción hasta el diario breve y la elaboración poética, este libro busca aportar una lectura múltiple y honesta de la condición humana frente a un desafío que, aún hoy, rebasa todas las interpretaciones.

Colección de textos de autores independientes

I S B N 978-1-953540-10-2

Somos una editorial creativa, flexible, dedicada a formar autores, hacer libros y encontrar lectores. Unimos la energía del start up con la experiencia sumada de un equipo de talentos en todas las áreas de la gestión editorial. Nuestra especialidad es buscar autores que inspiren, construir contenidos inolvidables y hacer libros de calidad para ser leídos en el mundo. Somos más que una editorial: somos una agencia para autores del futuro.

www.editorialportable.comContacto: [email protected]

@EditPortable

MEMORIA DE LA PANDEMIA

Esta edición fue el resultado de una convocatoria abierta que contó con la participación de un centenar de autores de toda la República Mexicana. Los 23 textos que conforman este libro fueron elegidos bajo criterios de originalidad, calidad literaria y pertinencia testimonial dentro de los márgenes de la contingencia sanitaria ocasionada por la Covid-19. Su intención no es otra que registrar la vida en pandemia: narrar, desde muchas miradas, un presente que se muestra inestable y complejo.

Colección de obras que se aproximan al hecho literario desde la pluralidad y la l iber tad creat iva . Con un espíritu franco y entusiasta, tiene el propósito de abrir camino a nuevas voces en el competido ámbito de la literatura contemporánea. Las historias genuinas, el ejercicio de la imaginación y el contraste de distintas formas de ver el mundo son los pilares que sostienen su razón de ser: conectar autores con lectores exigentes y curiosos.

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MEMORIA DE LA PANDEMIA

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MEMORIA DE LA PANDEMIA

Colección de textos de autores independientes

I d n a r R a m o • J e s ú s L l a n e s • H i r a m D o m í n g u e z M a r c o V a l l e j o • I v o n n e M a r t í n e z • F r a í n e C h á v e z

M ó n i c a J i g ó • G e o r g i n a M e n d o z a • F r a n c i s c o C a n a l e • M a r í a d e l a L u z D o r a n t e s • A l b e r t o G u t i é r r e z • C a r m e n Q u i r o z • A r i a d n e C o r o n a

J e s ú s A l m a n z a • S a l v a d o r C r i s t e r n a • P a u l a P e c h A r t u r o M a r t í n e z • A u r o r a C a s t i l l o • M a r i a n a

H e r n á n d e z • D a n i e l A r e l l a n o • M i g u e l J i m é n e z A n d r e a Z a l l e s • M o n t s e r r a t G a r c í a

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©Primera edición 2020 por Grupo Editorial Portable, un sello de Portable Publishing Group LLC, 30 N Gould St, Ste R, Sheridan,

WY 82801, Estados Unidos de América.

De los textos © 2020: Idnar Ramo, Jesús Llanes Esquivel, Hiram Ramsés Domínguez Balcázar, Marco Iván Vallejo Valencia, Ivonne Adriana Martínez

Uribe, Fraíne Adaly Chávez Gutiérrez, Mónica Jigó, Georgina Mendoza Zertuche, Francisco Canale Zambrano, María de la Luz Dorantes, Alberto Isaac Gutiérrez Martínez, Carmen Thonallich Quiroz Espinoza, Ariadne Iveth Corona Palma, Jesús Salvador Almanza León, Salvador Cristerna,

Paula Ireri Pech Marín, Arturo E. Martínez, Aurora Castillo, Mariana Karina Hernández Carrero, Daniel Arellano González, Miguel Jiménez, Andrea

Zalles, Montserrat García Morales.

www.editorialportable.com

Portable Publishing Group LLC es una editorial con vocación global que respalda la obra de autores independientes. Creemos en la diversidad

editorial y en los nuevos creadores en el mundo de habla hispana. Nuestras ediciones digitales e impresas, que abarcan los más diversos géneros, son

posibles gracias a la alianza entre autores y editores, con el fin de crear libros que crucen fronteras y encuentren lectores.

La reproducción, almacenamiento y divulgación total o parcial de esta obra por cualquier medio sin la atribución expresa a sus autores y editores,

quedan expresamente prohibidos. Gracias por valorar este esfuerzo conjunto y compartir este libro bajo el respeto de las leyes del Derecho de Autor.

Edición: Zakarías ZafraCoordinación editorial: Ruth Mora, Anairene Asuaje

Corrección de estilo: Francisco Morales ArdayaDiseño: Alexander Jans

ISBN: 978-1-953540-10-2

Impreso en México – Printed in Mexico

MEMORIA DE LA PANDEMIA

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Í N D I C E

S Í N T O M A S

Idnar ramoSíntomas

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Jesús LLanes esquIveLPuede esperar

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HIram ramsés domínguez BaLcázarEn la sala de espera

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marco Iván vaLLeJo vaLencIaSalud colectiva

23

Ivonne adrIana martínez urIBePausa de vida para mí

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Fraíne adaLy cHávez gutIérrez Ojos color sol

31

mónIca JIgóUn encuentro irremplazable

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C O N T A G I O S

georgIna mendoza zertucHeLa violencia no está en cuarentena, pero se queda en casa

41

FrancIsco canaLe zamBrano17 mil un muertes

45

maría de La Luz dorantesDía N: seguimos en cuarentena

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aLBerto Isaac gutIérrez martínezEl ocaso de la economía de mercado

53

carmen tHonaLLIcH quIroz espInoza Voces de la pandemia

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E N F E R M E D A D

arIadne IvetH corona paLma Familia Corona

63

Jesús saLvador aLmanza LeónDía 1

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saLvador crIsternaTres escenarios del miedo

71

pauLa IrerI pecH marínBichos

75

arturo e. martínezEl abrazo esencial

77

aurora castILLoArraigo

81

A L I V I O

marIana KarIna Hernández carrero9 mil 800 kilómetros a un suspiro de distancia

85

danIeL areLLano gonzáLezUn mundo sin futbol

91

mIgueL JIménez¿Dónde están todos?

95

andrea zaLLesParte de un todo

99

montserrat garcía moraLesLas estaciones doradas

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A U T O R E S107

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Aún sin noticiade aquellos días

que, dándose paso unos a otros, se consumieron fogosamente

y nos laceraron: la llaga que deja la dicha

se torna estigma, no cicatriz. De ello no quedaría noticia

si tu decirno le brindara permanencia:

la palabra poetizadaes sede que ampara y no guarida.

Hannah Arendt

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S í n t o m a s

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S í n t o m a sIdnar Ramo

Hondo hallo el aire. Soy un silbido ciego que cae. Algo en mí tiembla a fuego lento. Tengo en la garganta papel y en el pecho un agite de tierra.

¿Será que me hago la prueba?¿Qué emite estas ondas dulces mientras los pulmones maniobran,

mientras el vientre descubre un vértigo mucho más poderoso que el derrumbe? ¿Puede ser una asfixia que fluye? ¿La densidad del descenso? ¿Serán estos mis últimos recuerdos?

No contestes. No te toques los ojos. Asegúrate de que el alcohol dice 70%.

¡Aléjate un poco! ¿No vez que estoy arañando el oxígeno?Quiero y no floto como la huella del viento.¿Seré ya el paso hundido? ¿El cuerpo sepultado bajo una ciudad

de agua? ¿Será este vacío un ahogo que se escurre y regresa para hacerse oscuro en otra orilla? ¿Por qué su presión me comprime en la superficie?

El crujir de la escafandra que es mi cuerpo es cosa antigua, pero se renueva cada mañana. Toso sobre algo y me congelo sobre una brasa entumecida. Me sumerjo con la duda a lo más hondo para ver si allá hay por lo menos aire.

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P u e d e e s p e r a rJesús Llanes Esquivel

Viajaba de Monterrey a Guadalajara. Iba a un encuentro con escritores jaliscienses. El coronavirus, dragón de las microgotículas, quemaba a los ciudadanos de Wuhan, en China. Ya circulaba en redes la teoría del shock, de la manipulación del virus y su violenta mutación: la guerra biológica.

—Paralizará al mundo —decían. A través de los siglos, pestes, hecatombes y hasta ardorosos

hombres lo han intentado. Pero parar el mundo es un instante eterno. —¿Habitación doble? —me preguntó la recibidora del Hotel

Parque.Casi estallo. Iba a desarrollar un discurso ardiente acerca del

divorcio y quince años de extrema soltería. Apreté los labios, cogí las llaves y busqué mi habitación.

Arrojé la mochila y salí del cuarto. Bajé por avenida Vallarta. Guadalajara es un bufé a la mirada. Los centenarios edificios de la UDEG, su moderna rectoría, la catedral, el Templo Expiatorio, la Iglesia San Juan de Dios, el Mercado, todo ese gentío con sus talentosos artistas callejeros y todos sus humores, me hicieron sentir en el Parnaso; y sólo hoy, que la pandemia carcome a la humanidad, reparo en el roce de aquellas pieles.

Antes de regresar al hotel compré, no sé por qué, siete rosas para ofrendarlas a las seis escritoras que asistirían a la reunión. Descansé, hice llamadas, me bañé, me vestí, ensayé frente al espejo mi aparición en el evento. Hice gesticulaciones, algún lenguaje corporal, modelé de lado, de otro; saqué el pecho, las pompis; hice flexión de bíceps; sonreí así asá, me puse grave. Me tomé selfies, hasta grabé un tiktok.

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Camino al restaurant Casa de los Arrayanes tuve pensamientos de muerte. Recuperé la figura e hice presencia. Decir “es una joya” es poco, refiriéndome a la escritora, editora, dramaturga, poeta y anfitriona que me recibió con calor.

Fui solicitado dos veces. No puedo hablar sin ser enfático, vehemente. Creo que mencioné a Cortázar, Bukowski, casi aplaudo al terminar. Hasta entonces la vi.

Al terminar, a cada escritora su rosa; a Gloria, dos. Cuando acordé, bajábamos por Vallarta hasta Chapultepec. Durante la magia del crepúsculo se trenzaron nuestras manos. Quizá porque la epidemia aún estaba al otro lado del mundo, nos besamos. Fue un prolongado y sabroso intercambio de bacterias. Paramos el mundo.

Un paso delante del otro nos metimos en la noche. Nos tomamos una fotografía iluminada por las puertas del paraninfo de la Universidad de Guadalajara. En el lobby del hotel sorbimos nieve. Me leyó la mano. Escuchamos poesía.

—Eres muy extraño, pero así me gustas —dijo.Mientras fingía mirar el monitor, lloré. Tal vez de placer, o quizá

por las delirantes noticias de China. Al amanecer, el mejor café de mi historia. Ella me dio la mano. Pero la soltó para subir al taxi. Me dijo adiós con esa mano. Comencé a toser.

Seguí tosiendo en Monterrey. Entonces vi como la pandemia ruñía a la humanidad. Continué tosiendo hasta sangrar; hasta dolerme el pecho, la espalda, la cabeza, los brazos, las manos, los dedos; hasta el desmayo, casi.

Regresé el 8 de marzo. El 11 se anunció el primer caso de COVID-19 en la ciudad. Temí a las llamas de la fiebre, a que el coronavirus se instalara en mis pulmones. Tuve pavor a esos tubos que atraviesan los bronquios, si es que hubiese un ventilador para mí. No quería estar contagiado ni contagiar a nadie.

Fue hasta el 17 de marzo que me recibió un médico.

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—Si no has viajado a China, Italia, España, no hay pedo —me aseguró el hijo de Hipócrates, abanicando los brazos.

De la computadora al televisor, del televisor al celular, del celular a la computadora; un triángulo dramático. Una tos rabiosa me atacó de repente. Algo salió mal. En España, un repunte. Italia, de rodillas. Nueva York se derrumba entre las manos de Trump. Guayaquil, otro averno. Ahora las bestias se pasean por nuestros centros comerciales, los peces invaden las playas, los gallinazos esperan afuera de nuestras puertas; las naciones claman desde sus balcones. ¿Seremos hermanos?

Gloria Patricia no aparece. Cada minuto les exijo a mis ojos que puedan ver el puntito verde junto a su foto de perfil para saber si está activa. No responde el teléfono. Mientras tanto, las noticias que llegan solo advierten sobre COVID-19, hospitales colapsados, cadáveres quemados en las calles, gente tirándose desde edificios, contingencia, encierro, emergencia sanitaria, cierre de industrias, comercios, muertos, más muertos. Hay cientos tosiendo en la ciudad, pero el coronavirus no ha logrado parar el mundo.

—Gloria, quédate en casa. La humanidad, no importa la lengua o el color, es una misma raza. Le quitaremos la corona a ese iracundo virus. Un beso puede esperar.

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E n l a s a l a d e e s p e r aHiram Ramsés Domínguez Balcázar

De repente, algo cambió aquella mañana, lo sentí en las palabras vomitadas a través de WhatsApp.

Dices que he cambiado. En realidad, algo cambió en ti. Es cierto que últimamente el distanciamiento al que nos obliga la pandemia ha puesto un paréntesis a lo que sea que haya entre nosotros dos. Todavía me sigo preguntando: ¿Qué somos?

La respuesta es: Somos aquello que iniciamos hace dos meses, en ese punto exacto en que nos encontramos; ni antes, ni después, y que no nos atrevemos a pronunciar. Somos dos perfectos desconocidos que coincidieron en algún momento de la vida y llegaron a amarse.

Estamos condenados a vivir un amor en pausa, en una sala de espera, aguardando que el destino nos llame para continuar lo que alguna vez comenzó. Estoy seguro de que ese comienzo fue mucho tiempo antes de que cruzáramos nuestras primeras palabras. Siete años antes, tal vez ocho, o diez.

Alguna vez nos saludamos con una sonrisa tímida, pero cada quien siguió por su lado. Por mi mente nunca pasó que te hacías preguntas sobre de mí. Si supieras que mi seriedad ocultaba los nervios que sentía cerca de ti, mientras te veía caminar con esa sonrisa que refleja tu alma luminosa. Entonces pensaba que eras presumida.

¡Cuánta historia se escribió desde entonces entre nosotros! Apenas cobró vida hace poco, cuando te animaste a escribirme, sin esperar que pasara más que una simple plática en un café y una bonita amistad.

Ninguno de los dos imaginó que nos atraparíamos el uno al otro con cariños y palabras susurradas al oído; caricias y besos a escondidas.

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Un mes fue como toda una vida y, de repente, ya sabía que tu comida favorita es el pozole, y que prefieres las novelas de Bianca y Harlequin.

Aprendí tus miedos y fantasías como si te conociera de toda la vida.

Maldigo la crueldad del destino, y al chino que no coció bien su murciélago. Pues, mientras te conocía, una densa sombra se cernía sobre el mundo.

La miserable pandemia me arrebató las noches en que había de consumar este amor prohibido, dejando un incendio inapagable entre los dos. Nos limitó a escribirnos diariamente lo mucho que deseamos estar el uno junto al otro; a soñar con caricias y besos; a sentirnos como un par de estudiantes tórtolos que aún no se animan a darse la prueba de amor.

Llevamos poco más de un mes escribiéndonos, en espera de volver a vernos para comernos a besos. Con la esperanza de que, cuando esta pesadilla termine, tal vez podamos continuar nuestra vida furtiva que solo el cielo conoce. Sin embargo, algo me dice que ya no será posible. He detectado densos nubarrones de incertidumbre en ti, miedo, desesperanza, desasosiego.

El coronavirus te ha puesto los nervios de punta, y temes por los tuyos, por tus hijos, tu familia. Cada palabra sale de ti distorsionada. Imagino las letras con una temblorina y me sueltas de golpe tu sentencia: “Ya no creo”.

Ya no crees en el “te quiero”, ni en los emoticones de corazón o de rosas, porque de repente te diste cuenta que tu lugar está con tu familia. Decidiste no ser egoísta y dejar que yo siga mi camino, que espere mi propio camión hacia mi destino, sin ti. Aplaudo que hayas tomado esa decisión, no podría ser más sensata.

Es que esta maldita pandemia nos ha enseñado a todos que somos vulnerables, y que estamos en esta vida de paso. Ha sido un placer

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haber pasado por tu vida, aunque sea un breve tiempo. Es como tú dices: “Nos conocimos en el momento exacto, ni antes, ni después. Estuvimos ahí, acompañándonos, porque tal vez ambos necesitábamos a alguien que nos enseñara que la vida no se acaba con la edad sino cuando se deja de disfrutar”.

Estoy aquí sentado, haciendo escala en este momento de mi vida. Frente a mi laptop, esperando que mi tren salga de nuevo. Afuera solo reina el silencio. Los vecinos, antaño muy pachangueros, hoy duermen temerosos. O tal vez, al igual que yo, esperan que sus vidas retomen el rumbo, esperan su propio tren.

Cuando el mundo vuelva a girar, y sigamos como locos corriendo apresurados por las calles, quizá te vuelva a encontrar. Entonces volveremos a saludarnos con nuestras mismas sonrisas de hace años.

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S a l u d c o l e c t i v aMarco Iván Vallejo Valencia

31 de diciembre del 2019Mientras leía las noticias en internet, vi una sobre la aparición de un

nuevo virus en China que ha afectado ya a 27 personas. ¡Qué miedo! Espero que su trabajo con el virus no tenga la calidad de algunos de sus productos.

7 de enero del 2020Poco a poco veo que sale más información sobre este nuevo virus

al que llamaron 2019-nCoV (coronavirus de Wuhan) por el año en que se descubrió, el lugar y el grupo de virus al que pertenece. Me recuerda esa película que vi hace poco, 93 days, creo que se llamaba.

13 de enero del 2020Estaba en el tren y escuché a unas personas diciendo que se había

detectado el primer caso fuera de China, una persona con coronavirus en Tailandia. Lo comprobé con un solo clic en mi celular.

Encontré un juego anunciado que se ha hecho popular. Creo que trata sobre controlar un virus.

14 de enero del 2020Prendí la tele hasta la tarde, pues me pasé toda la noche jugando,

y me llevé la sorpresa de que ahora hay un caso en Japón.Si algo aprendí jugando es que uno se vuelve muchos.

Mi nerviosismo está en aumento, no me esperaba algo como esto.

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21 de enero del 2020Desperté repleto de noticias en el celular sobre numerosos casos

confirmados en Estados Unidos. Cada vez se acerca más. Me preocupa, pues cuando menos lo crea llegará a aquí.

Decidí apagar el celular y no saber nada más en todo el día.

29 de enero del 2020La gente comienza a desesperarse, los rumores no paran, noticias

por todos lados. Las personas compran víveres por si las cosas se ponen feas. El coronavirus ha infectado abundantes países y lleva 169 muertes confirmadas.

Yo prefiero no moverme.

30 de enero de 2020Ni un día de descanso. La OMS ha declarado emergencia de salud

internacional por los múltiples brotes del “coronavirus de Wuhan” o SARS-CoV-2 que están apareciendo alrededor del mundo.

Me siento fatal, fui al supermercado a comprar cosas que realmente no necesitaba. Empiezo a ver un poco borroso.

13 de febrero del 202046 mil 977 casos y mil 339 muertes.Me duele demasiado la cabeza, no encuentro muchas cosas que me

entretengan, supongo que descansaré por ahora.

11 de marzo del 2020Hoy la OMS ha declarado al COVID-19 como pandemia (le

cambiaron el nombre). La gente está aterrorizada por la noticia, las compras de pánico han producido una escasez de productos y los índices de robo al igual que el de los homicidios van en aumento.

Me encuentro con total salud.

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24 de marzo del 2020En México se ha declarado la fase 2 de la pandemia, las personas

se han relajado por no creer en las evidencias de los demás países y nuestro presidente se ha encargado de mantener a las personas en la ignorancia. Los esfuerzos de las organizaciones se nulifican por las palabras del político.

Me encuentro saludable, pero el aumento de peso por falta de actividad física ha sido inevitable y me consume un calor insoportable. Estar tanto tiempo encerrado me hace sentir en el mismísimo infierno.

Estoy harto y no le veo fin al asunto.

21 de abril del 2020La fase 3 ha llegado. Todos estábamos avisados, solo que muchas

personas deben asistir a sus oficinas, otras no tienen hogar. Así que simplemente no tienen la posibilidad de cuidarse. Sin embargo, algunas sin razón coherente hicieron caso omiso de los llamados a estar en casa, mientras los hospitales están llegando a su máxima capacidad y el sistema de salud colapsa.

Observo sangre en el suelo, tras un sonido seco que provoqué al caer. Me siento solo, con el cuerpo sudoroso, y un sentimiento triste y ardiente. Mi cuerpo no responde, mis párpados se caen. Finalmente,

todo fue para nada.

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P a u s a d e v i d a p a r a m íIvonne Adriana Martínez Uribe

Cuando era niña, llevaba un diario para hacer un recuento de lo que me acontecía. Dejaba constancia de lo que me había hecho feliz, lo que me enojaba, lo que me entristecía, lo que planeaba hacer para los siguientes días. En fin, amaba expresar en papel mi estado de ánimo y, sobre todo, me encantaba leer semanas después lo que me había sucedido y sonreír en aquellos pasajes donde la tristeza o la ira habían sido las protagonistas de ese momento.

Hoy tengo 46 años y ya no llevo un diario. Como bien dice Mafalda: “Lo urgente no deja tiempo para lo importante”. De vez en vez, el muro del Facebook es el papel y lápiz de mi niñez. Me inspira, y resurge en mí esa niña escritora que hace un breve recuento de lo que llena mi alma, me entristece el corazón o cabrea mis sentidos. En esta pausa de vida (no me gusta la palabra encierro o pandemia, son palabras rudas que me hacen automáticamente un hueco en la panza) he pasado por tantos estados de ánimo que ni yo misma sabía que era capaz de generar.

La primera sorpresa fue escuchar en las noticias cómo el virus se desarrollaba y se expandía en muchas ciudades tan lejanas, mientras aquí seguíamos haciendo una vida normal; y, de súbito, de un día para otro, todos estábamos en casa por recomendación oficial. En ese momento creí que solo necesitaríamos un par de semanas y nuestra vida volvería a ser como antes. ¡Ja!

El miedo la segunda. Los medios de comunicación son tantos y hacen tan bien su chamba, que solo necesitas tiempo libre (hoy tengo de sobra) para hacer un recorrido de cabo a rabo para enterarte de

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cómo la están pasando en el mundo entero, incluyendo tu país. Cuántos contagiados, cuántos muertos, cuántas formas de contagiarte, cuánto desempleo, cuánta falta de información, cuánta indolencia, cuánta indiferencia y cuánto tiempo más se extiende esta pausa de vida.

La frustración asoma la nariz y caes en cuenta de cuanto añoras salir, lo improbable que es hoy reunirte con quienes amas, caminar por tu barrio, sentarte en cualquier café, ir y venir a voluntad, salir a pasear más de tres veces al día con tu perrita, comer cualquier chuchería en la calle, o simplemente practicar esa libertad que no valoras, hasta que llega un virus llamado COVID-19 y te la arrebata, al menos por un tiempo.

El enojo hace acto de presencia y emana de vez en vez por los poros sin siquiera identificarlo. Te enojas, aunque tu digas que no. No es fácil reconocerte cabreado por algo que antes te hubiese dado igual. Identificar que tu vida dio un giro de 180 grados sin que lo hayas decidido, Todo eso te vuelve vulnerable y te enfrenta a rutinas, hábitos, sentimientos y sensaciones.. El enojo también es bueno, porque reconoces cuánto valoras y amas a quien convive contigo, pues mostrarle tu lado más oscuro y que, a pesar de ello al llegar la noche envuelva sus pies a los tuyos, es el mejor acto de amor y la mejor señal de paz que existe en esta trinchera llamada hogar.

Llega a ti la aceptación. Te queda claro que volver a tu vida habitual será más que imposible, y que volver a ser el de antes es como haber permanecido dormido todo este tiempo. Esta pausa de vida merece que le demos reset a muchas de las cosas que nos estancan, que nos limitan, que nos paralizan para hacer, para ser y para llevar a cabo la única tarea que nos fue encomendada al momento de nacer: ser lo más felices posible. Sin tanto adorno, sin tanta falsedad. Esa felicidad que a veces nos es dada en regalos majestuosos y otras veces en regalos mal envueltos; pero que son, queramos o no, obsequios de vida que nos

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forjan a base de cariños o fregadazos. Todo dependerá de la bendita envoltura y del tiempo que tardemos en descubrir para qué nos fueron dados.

Hay un estado de ánimo que hoy amarro a la ventana para que no se esfume, para no olvidarlo, para que ondee cual bandera en mi balcón, y que el sol lo ilumine cada mañana. Ese estado de ánimo llamado esperanza que me hace recordar a esa niña reservada de cabello corto, con lentes, chimuela, amante del café desde los 5 años, y con actitudes de adulta por vivir rodeada de ellos. Esa niña que se encerraba en su cuarto llorosa, miedosa, nerviosa o feliz para contarle a un puñado de papel como había sido su día y días después, volvía a leerlo con esa tranquilidad que solo el tiempo da y acomoda toda emoción en su justo lugar.

Escribo esto con la esperanza de que mañana, cuando lo vuelva a leer, todo aquello que hoy se amontona en mí, solo sea una anécdota; un diario que, al volverlo a hojear, constate lo viva que sigo, lo imperfecta que soy y, sobre todo, la oportunidad que cada día y que cada estado de ánimo me dará para ser una mejor persona en esta pausa de vida, crudamente llamada pandemia.

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O j o s c o l o r s o lFraíne Adaly Chávez Gutiérrez

El silencio se rompe con los ladridos de los perros del barrio.Locky, mi compañero de cama, se despierta, corre para hacer

guardia junto a la entrada. Son varias noches durante las cuales las mascotas de la cuadra están inquietas. No comprendo la puntualidad, miro con hastío el celular: 3:30 a. m. Regreso a la cama seguida de Locky. Sin expresar nada, cada uno toma su lugar.

Me da envidia su facilidad para quedarse dormido. Me despierta el gato del vecino, al caer desde la barda al techo de mi auto. El sobresalto deja un dolor persistente en mi cabeza. Me quedo inmóvil, esperando que Locky despierte. Sin inmutarse, levanta la mirada unos segundos, y se queda acostado.

La brisa mañanera mueve la cortina, filtra una luz dorada que se refleja sobre la lámpara. Alcanzo el celular, respiro profundo, 6:05 a. m. ¡No me quiero levantar!

De nuevo, ahí está, ese zumbido que condena el tiempo. Acaso, ¿nadie más lo escucha?

Salgo de la cama sin apuros, pongo de puntas mis pies en el suelo, respiro profundamente, levanto mis brazos, traigo el recuerdo de mis padres y agradezco nuestra conexión entre el cielo y la tierra.

Segundos después, descubro a Locky mirando en silencio cada uno de mis movimientos. Creo que está enamorado. Se estira, me saluda y se va.

Cada mañana me pertenece. Leer, escribir, diseñar, bailar, marketing, café, ventas, cobrar sin dejar de escuchar y darle empatía a quien la necesite. Se llega la tarde, me cambio de ropa, apresurada, tomo las llaves, cierro la puerta y salgo por mis hijas a sus trabajos.

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Saludo al entrar. Mi hija menor dice que va a salir tarde, su jefa tiene que decirles algo. La esperamos, ambas nos miramos sabiendo lo que va a decir. Hace días las tres lo platicamos.

El día siguiente miro mi agenda, las ventas bajaron desde hace días. Muchas empresas cerraron. Todo se paralizó. Las noticias declaran la cuarentena Nacional, y el caos colectivo se alimenta del miedo.

Mis hijas y yo planeamos estrategias. Con los sueldos de ellas a la mitad, yo sin ventas. Pidiendo prórrogas en general. Sugiero conseguirme un trabajo. Ante la incertidumbre de que tengo que salir, el silencio es la respuesta.

Las noticias hablan de gente que hace compras compulsivamente, de cuántos infectados hay, de la vacuna, el petróleo, la gasolina; la economía mundial. Que la solución es la higiene; los diferentes tipos de síntomas; quiénes son más vulnerables.

¡Solo “no, no, no”! “No dar abrazos. No saludar de mano. No salir de casa”.

Por un tiempo olvidé los zumbidos, los desvelos, las ventas, los pagos, incluso los ladridos. No es para menos. Tengo que encontrar alternativas económicas.

Me solidarizo con las familias que son sostenidas por mujeres y hombres que trabajan por su cuenta, que son emprendedores, auto empleados; que trabajan por comisiones, por cualquiera cuya economía dependa de la venta del día. Porque sé, que en su momento debieron decidir, ya sea por edad, falta de estudios, por estar con sus hijos menores de edad; o para cuidar a sus padres enfermos o con senectud.

Sé de personas que por el “error” en el Registro Civil se quedaron sin papeles y sin identidad, y tienen que pagar un juicio para solucionar algo que es equivocación de terceras personas.

¿Que da más miedo? ¿Que la familia no tenga alimento o que puedas ser contagiado? Ninguna de las dos circunstancias genera

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tranquilidad. Algunas personas estamos renuentes a dejar de trabajar. La mayoría no tenemos el privilegio de quedarnos en casa. “¡Ahorros! ¿Qué es eso?”

Hace casi un año que mi trabajo solo cubre la parte de los gastos mensuales de la cirugía por aneurisma cerebral de mi hija mayor. Definitivamente, cada uno y sus circunstancias.

Extraño el aire, abrazar, caminar tomada de la mano de mi hija. Salir las tres juntas. La sonrisa y el saludo amable del transeúnte. El poder de la COVID-19 logró opacar lo que quedaba en el humano. Ya no sonríen ni con la mirada. De la empatía queda poco. Miro a personas jóvenes alzando la voz al adulto mayor, sin recordar que ellos son una generación de filas cercanas, de estar reunidos en familia. Donde comen dos pueden comer tres.

Tengo esta locura de no dejarme llevar por las noticias. De tener paciencia, calma, moderación, prudencia, persistencia, bondad; fe, la enseñanza de mi padre. Y, prefiero flores en vida, porque el muerto al pozo y el vivo al gozo, la frase de mamá.

Porque hoy es un día importante. ¡El primero del resto de mi vida! Por eso, al salir a trabajar, cubro mi rostro con mis mejores armas: una sonrisa en la mirada y un tapabocas.

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U n e n c u e n t r o i r r e m p l a z a b l eMónica Jigó

—Te lo dije, Any, te dije que ya nada sería igual. Ha llegado nuestra transformación.

—¡Mentira!, jamás lo mencionaste, nunca te escuché decirlo.—¡Exacto! Nunca me escuchabas.—No es fácil este encierro. —Tampoco lo fue para mí —mencionó.—Tengo tantas ganas… —¿De qué tienes ganas, mi niña?—La verdad ya no sé ni de qué. Mi pelo casi completa el

descubrimiento de las canas, ¿para qué tomarme fotos? No estoy en lugares donde apetezca estar, veo tiradero por toda la casa, el silencio y la incertidumbre me acompañan en mis noches en vela. ¿Noticias? No hay otro tema, la pandemia es lo de hoy, es lo actual, está en Vogue. Extraño llegar a una cafetería y darle un sorbo a ese rico capuchino, acompañado de las historias de mi gran amiga. Había planeado con tanta emoción desde hace un año la celebración número cuarenta de mi cumpleaños. Jamás pensé que esto ocurriría —dije.

—Siempre se puede celebrar algo. Estaré contigo regocijándome de ese gran momento, así como cada segundo que he pasado a tu lado. Siempre he sido fiel. Mi fidelidad no caduca.

—¿Seguro siempre has estado allí? ¿Siempre fiel? —pregunté.—Siempre. La pregunta es: ¿Tú lo has sido a mí, Any?—No sé qué responderte. Lo que sé es que en este encierro tengo

ganas de conocerte, conversar, descubrir lo que esperas de mí.—No espero nada de ti, solo permito que ocurran las cosas. No

sabes cómo pensé en este momento. Necesitaba salir de mi encierro,

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pero jamás dudé de que llegaría este caos para poder conectar contigo —me dijo.

—No sé qué pasa, pero me haces bien —mencioné y continué—. Me haces mucho bien. A pesar de todas las cosas y situaciones inmundas que te comento, ahora valoro un buen abrazo de mis hijos. Te juro que ya no sabía lo que era oler con pasión el preticor y después reunirme en la recámara para ver una buena película acompañada de mis hijos y mi esposo sin tener la prisa de pensar en la junta que tendría al día siguiente. Creo que estoy comprendiendo el mundo, he descubierto mucho en mí, tengo miedo.

—El miedo es parte de la vida, es caminar por senderos donde aún no has caminado.

—¿Y si ese sendero no está iluminado? —pregunté.—Si no está iluminado, no significa que tú no puedas llevar tu luz.—Muy cierto. Gracias, ahora comienzo a respirar —le dije.—En este período, muchos hemos resoplado. ¿Tú cómo lo has

hecho, Any?—Mi pelo natural respiró —respondí—. Mi rostro, después de

usar tanto maquillaje lo hizo, mis pies respiraron al tocar las sábanas durante más tiempo del debido, mis ojos respiraron al dejar de ver tanta computadora, mis oídos también, al no escuchar ideas tercas, innecesarias, ausentes de amor, mi corazón respiró al darme tiempo para sentir sus latidos, tal y como lo debe hacer. Respiraste tú.

—¡Mencionaste tiempo! ¡Qué palabra tan valiosa! —exclamó—. El tiempo vale oro cuando le das ese valor, de lo contrario, puedes menospreciarlo. Lo cierto es que el tiempo, cuando necesita ser estimado, de alguna o de otra manera, toma acción y su poder es irrevocable, impetuoso, nunca apático.

—¡Te entiendo! ¡Comprendo todo lo que dices! Todo esto debía pasar. A veces, inconscientemente, pedimos cosas para poder respirar. ¡Es tiempo de seguir conociéndonos! ¡Ahora me reconozco a mí!

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Ahora respiro.Se sintió un gran silencio.—Gracias por liberarme, Any —dijo ella.—Yo era quien estaba encerrada. Ahora, en este encierro,

incongruentemente estoy rescatada. Gracias, mi querida e inherente alma.

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C o n t a g i o s

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L a v i o l e n c i a n o e s t á e n c u a r e n t e n a ,

p e r o s e q u e d a e n c a s aGeorgina Mendoza Zertuche

Ana tenía 13 años cuando la asesinaron. Sucedió durante la pandemia, cuando las autoridades nos mandaron a permanecer en casa para evitar contagios.

Las clases se cancelaron un 17 de marzo, y casi un mes después, mientras su madre salió a hacer compras de víveres, un hombre entró a su casa y la asesinó luego de abusar sexualmente de ella. Según dijo cuando lo detuvieron, su plan era robar, pero se encontró con que había una niña ahí, y decidió tomar su cuerpo y luego su vida.

Los feminicidios son tema de todos los días en los medios de comunicación. Muchos de ellos revictimizan a la mujer, culpándola por estar fuera a altas horas de la noche, por no ir acompañada de un hombre, por usar ropa “provocativa”, o por querer divertirse con sus amigas tomando unos tragos el fin de semana.

Cuando inició la cuarentena, todos tuvimos que quedarnos en casa, incluidas las niñas que están teniendo clases online. Uno pensaría que si la mujer es la culpable de que la maten en la calle, en su casa no debería correr peligro. Sin embargo, las cifras de reportes de violencia familiar y de pareja se han disparado en estos cuatro meses que van del año 2020.

Más de tres mil mujeres al día se comunican al número de emergencias para pedir ayuda porque en casa residen sus violadores, abusadores y golpeadores. Más de 22 mil llamadas se han recibido durante la pandemia para pedir auxilio. Vivimos un nivel sin precedentes de violencia contra la mujer en México.

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Ellas no están saliendo a altas horas de la noche, no se visten provocativamente o salen a bailar a los antros. Ellas están en casa, un lugar que debería ser un espacio seguro donde no te van a matar por ser mujer. Sin embargo, las cifras siguen en aumento.

Más de 250 mujeres han sido víctimas de feminicidio entre marzo y abril. El problema reside entonces en que los feminicidas, los abusadores y los violadores son los padres, hermanos, tíos o abuelos que se encuentran en el hogar. Por ello, las solicitudes de ingreso a refugios para mujeres violentadas han aumentado drásticamente en estas fechas. Están tratando de salvar sus vidas.

Un político llamó a este problema “la pandemia silenciosa”. El confinamiento se ha vuelto un estado de riesgo para las mujeres y sus hijos, más peligroso que el virus del COVID.

Y esto no sucede solo en México. En Argentina, por ejemplo, la policía recibió una llamada de auxilio de quien escuchó cómo su vecino violentaba a su esposa. Al llegar, lo encontraron dándole martillazos a su víctima.

Otro feminicida mató a su esposa y a su hija, y las enterró en un lugar de la casa, abrazadas.

Las mujeres que viven violencia intrafamiliar, normalmente crean una red de apoyo que se conforma de vecinas, amigas y compañeras de trabajo. Ellas las protegen permitiendo que duerman en su casa de vez en cuando, o acudiendo a su llamado cuando sus esposo o parejas llegan alcoholizados; con ganas de violarlas y golpearlas a ellas o a sus hijos. Sin embargo, esta condición de no salir de casa las ha hecho perder esta red, y ahora tienen que pasar un infierno de 24 horas en compañía de sus agresores.

Guanajuato es el estado que más ha sufrido con los feminicidios. Más de 83 mujeres han sido asesinadas este año. Hasta finales de abril, estas son más muertes que las que ha generado el Coronavirus, que solo se ha llevado a 6 personas en el estado.

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En Yucatán y en algunas alcaldías de la Ciudad de México impusieron una ley seca para disminuir los casos de violencia familiar, pues es común que la violencia se acompañe de bebidas alcohólicas. Lo sabemos porque el problema de la violencia contra la mujer en México y el mundo tiene ya años en aumento. La cuarentena solo lo está empeorando.

El aislamiento social ha sido un tiempo difícil para todos en el mundo entero. No estamos acostumbrados a estar encerrados, y eso nos genera ansiedad, miedo e incertidumbre. Pero vivir con un abusador sexual, un violador o un golpeador hace que este confinamiento sea un sufrimiento extremo, el terror constante a perder la vida en cualquier momento. Sin mencionar el sufrimiento de estar siendo violentada de diversas maneras y constantemente durante el día.

Diversos colectivos feministas se están uniendo para crear albergues que abriguen, junto a sus hijos, a aquellas mujeres cuyas vidas corren riesgo en casa. Generamos nuevas y diferentes redes de apoyo para ayudar a las que viven en ambientes peligrosos.

Las mujeres que acuden a estos albergues pierden todo a cambio de salvar su vida. Se quedan sin hogar, tal vez sin trabajo. Sus hijos pierden contacto con sus amistades y familiares; y qué decir del ciclo escolar, cero posibilidades de acceder a clases en línea.

Estos mismos colectivos están solicitando a las autoridades que, ante las llamadas de auxilio, retiren de la casa al agresor para que no sea la mujer y los niños quienes se queden a la deriva. Mientras tanto, no podemos quedarnos esperando a ver qué sucede, no queda más que apoyarnos como sociedad y tender una mano a quien la necesita.

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1 7 m i l u n m u e r t e sFrancisco Canale Zambrano

Una muerte es una tragedia, un millón de muertes es una estadística.

Iosif Stalin

El cáncer es una enfermedad que causa millones de fallecimientos al año a escala mundial. 9 millones seiscientos mil muertes se le atribuyeron en 2018. Se estima que hoy en día de los 7 mil setecientos millones de habitantes del planeta Tierra, 43 mil ochocientos tienen un diagnóstico de cáncer reciente. Uno de cada 5 hombres y una de cada 6 mujeres lo desarrollarán a lo largo de su vida; un hombre de cada 8 y una mujer de cada 11 morirán a causa del mismo.

En México el cáncer de mama es la neoplasia maligna más frecuente en las mujeres. También la causa de muerte por cáncer más común en ellas. Se estima una incidencia de 22.56 por 100 mil habitantes mayores de 10 años, y existen más de 60 mil mujeres que la padecen actualmente.

Recuerdo ese número. Hace varios años, como preparación para el Examen Nacional de Aspirantes a Residencias Medicas (ENARM), me macheteé ese 60 mil. “Cáncer de mama —pensé—. Seguro que me lo preguntan.” Pero no fue así, no lo preguntaron.

En octubre del año pasado le confirmaron una recaída a mi cuñada, la esposa de mi hermano mayor. Volvía a ser parte de esa estadística. El cáncer de mama que venció hace menos de 2 años reapareció en metástasis a mediastino. A pesar de no recordar los estadios ni el pronóstico que me aprendí para aquel examen, me cosquillearon las tripas y sentí como si el estómago me aplastara la garganta por dentro.

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“El mediastino siempre complica las cosas”, pensé. Y sí. Le dieron unos cuantos meses de vida. Una segunda opinión

médica coincidió: —El tratamiento es paliativo. Al igual que una tercera: —Lo mismo, el tiempo se acaba. El tiempo se le acaba y no

podemos hacer nada.En estos días de coronavirus, como muchos mexicanos, solo veo

a mi familia a través de una pantalla por videoconferencia, y así es difícil apoyar a los tuyos. Durante las llamadas, mis hermanos y yo no logramos ocultar el miedo de que nuestros padres enfermen —ambos pasan de los 70 años y tienen varias comorbilidades. Nos mandamos mensajes en privado para planear cómo debemos cuidarlos. En uno de los rectángulos de la videollamada está el rostro inmóvil de mi hermano mayor. Por más que intenta ocultarlo (somos una familia negadora que poco habla de sus sentimientos), sus ojos delatan la angustia de saber que lo peores días de su vida están a la vuelta de la esquina, y nada tienen que ver con el coronavirus. Él y su esposa tienen dos hijos: mi sobrino de 11 y mi sobrina de 9.

El ENARM de este año se presentará a inicios de septiembre, pero desde hace meses hay miles de estudiantes preparándose, pensando lo mismo que yo: “cáncer de mama, de seguro lo preguntan”, y machetean una y otra vez ese 60 mil, o probablemente 65 mil, si ya se reeditó el libro y se actualizaron las cifras. 60 mil o 65 mil pero nunca 60 mil uno. Mi cuñada nunca será ese uno. No recuerdo ningún libro que marque la incidencia de determinada enfermedad finalizando en un dígito que no sea cero. Y aunque para los miles de estudiantes que se preparan, mi cuñada no será ni siquiera un número, para mí y, principalmente, para mi hermano ese uno vale más que los otros 60 mil juntos.

Esta parvada de cifras estuvo volando alrededor de mi cabeza cuando me vi reflejado en el televisor con el Subsecretario López-

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Gatell de fondo, aventándome datos a la cara como si fueran dardos. En México, al día de hoy, 9 de abril, van 3 mil 181 casos de coronavirus confirmados y 174 muertes. Según el método centinela se estima que para conocer el número real hay que multiplicar por 8. Eso arroja 25 mil 448 infectados. De las muertes dijeron poco, a nadie le gusta hablar de eso.

Las 174 muertes no me impactan mucho. Quiero decir, es obvio que no me gusta que sucedan y me desagrada pensar en esa cantidad de gente muerta, pero me resulta fácil disfrazar los muertos con números y así desarmar a la parca. Repito, a nadie le gusta hablar de la muerte.

En la esquina inferior de la pantalla, en letras pequeñas, aparecen las cifras de Estados Unidos que rondan por las 16 mil muertes. Después las de Italia que van por 19 mil; y las España, 16 mil. No veo cómo podríamos evitar que en México andemos por las 17 mil o 18 mil en unos meses.

Estas cifras tampoco me impactan como para que se me revuelvan las tripas. Lo que sí me petrifica es una imagen que me brota burbujeante desde el fondo de mi cerebelo: 17 mil uno se asoma en mi cabeza como subiendo por unas escaleras eléctricas. El uno es alguien cercano a mí. Entonces, el estómago me vuelve a apretujar la garganta por dentro. Mi mente se pierde entre imágenes de mi padre o mi esposa aislados en un cuarto de hospital, con un tubo atravesando su tráquea. Los “bip-bip-bip” de los monitores suenan de fondo, y los médicos corren de aquí para allá y de allá para acá con caretas y tapabocas N95 cubriéndoles el rostro, sin saber si ríen o lloran.

Hay a quienes sí les gusta hablar de la muerte, a los existencialistas. Irvin Yalom, psiquiatra y psicoanalista reconocido como el mayor exponente a nivel mundial de la Terapia Existencial, determinó 4 elementos de la condición humana como los principales agentes de ansiedad: muerte, libertad, incertidumbre y soledad. Sobre ello apunta la siguiente metáfora: “Todos somos como barcos solitarios en un

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oscuro océano. Vemos las luces de otros barcos que no podemos alcanzar, pero cuya presencia a nuestro alrededor nos brinda un gran consuelo”.

El coronavirus, además de quitarnos la vida, nos está arrancado ese consuelo. A diario, en los hospitales mueren miles de personas aisladas por el riesgo de infección, rodeados de médicos con su luz ensombrecida entre tapabocas, gafas de protección y caretas.

—No podemos tomarlos de la mano para reconfortarlos. Los pacientes infectados con COVID-19, desde que entran al hospital hasta que se mueren, solo ven rostros enmascarados ―dijo un médico de Nueva York.

En la situación actual de México, con casos confirmados creciendo día a día exponencialmente, si en los próximos meses muere alguien de mi familia por COVID-19 en estas circunstancias de soledad y abandono forzado, lo más probable es que para ti que lees esto no signifique nada. Sin embargo, para mí sería la peor de las tragedias. Tú tampoco te salvas, tu muerte en soledad sería para mí y para la gran mayoría de los mexicanos un número desvanecido entre los tres ceros de 17 mil o 18 mil.

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D í a N : S e g u i m o s e n c u a r e n t e n aMaría de la Luz Dorantes

Día “N” de la cuarentena, no he llevado la cuenta. Estoy en la habitación acondicionada como oficina en mi nuevo departamento. Acabamos de mudarnos mi esposo y yo, y aún hay muchas cosas por acomodar en su lugar. No hay prisa, estos días lo permiten.

El ritmo de la vida en casi todo el mundo se ha vuelto más lento. Para algunos, de hecho, prácticamente ha parado en seco, se han quedado sin trabajo de un día para otro. No hay mucho por hacer en lo inmediato que garantice un ingreso. El ingreso, una de las más grandes preocupaciones de la mayoría en un país como el nuestro, México, donde no tenemos seguro por desempleo ni ningún tipo de apoyo para recibir dinero ante una contingencia de esta naturaleza, ni de muchas otras. A consecuencia de la falta de dinero, vendrá más delincuencia, violencia e inseguridad.

La ventana de la oficina deja ver la vialidad más transitada para ir de sur a norte de la ciudad. Continuamente se escucha el pasar de los vehículos: “¿No debería la gente estar en casa?” “Pero, ¿cómo? Si todos estamos buscando salir adelante ante esta incertidumbre”.

Los anuncios de todos los medios dicen claramente: “Si no tienes que salir, por favor, #QuédateEnCasa”.

Pero hay mucha gente que vive al día; si no trabaja, no come. Es un ejemplo, entre muchos otros, donde es necesario salir. Los empresarios, por su lado, tratan de proteger a sus empleados, no declararse en quiebra y perder la menor cantidad de dinero. Son inevitables los recortes de personal y los despidos, algunos con paga; otros, sin ella.

En esta temporada de cuarentena las emociones continuas y cíclicas que he experimentado han ido desde el escepticismo y la confusión,

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hasta la tristeza. También desilusión, decepción y enojo debido a la falta de solidaridad, conciencia, empatía y civismo que percibo de algunas personas cercanas.

Quizá a la primera en faltarle empatía sea a mí, al juzgar, criticar y no aceptar ni respetar que otros actúen de forma distinta a la mía, y a la manera que yo esperaría o quisiera que actuaran. Se supone que cada quien hace lo mejor que puede desde el lugar en que está, aunque a mí me resulte, en ocasiones, difícil creerlo.

Por casi tres semanas estuve afectada tratando de acomodar mis emociones y encontrar una explicación para entender a un grupo de amigas, como decimos acá, “de toda la vida”, porque han seguido teniendo una vida social muy activa. En ese tiempo se han juntado a comer en alguna casa una vez por semana, con el simple pretexto de celebrar la vida.

A mediados de marzo las escuelas suspendieron clases y empezaron a llegar los mensajes que solicitaban salir menos de casa. Mi esposo, mi mamá y yo asistimos a la boda de una sobrina el 21 de marzo, y en ese momento me sentí un poco apenada de reconocerlo, pensando que quizá ya no era muy pertinente. A la semana siguiente fue formal la solicitud de “QuédateEnCasa”. Una de esas amigas también estuvo invitada a la boda, pero tres días antes canceló su asistencia. Cuando me lo comentó, dijo que era debido a la contingencia. Ahora que me di cuenta de que anda del “tingo al tango”, lo único que se me vino a la cabeza fue pensar que ella tiene otros datos. Ja, ja, ja, prefiero reír que llorar.

Hasta ahora no me he animado a preguntarle qué cambió desde la boda para acá que ya no hay motivo, desde su punto de vista, para quedarse en casa. Estoy casi segura de que no me gustará y no estaré de acuerdo con la razón que argumentaría. Por eso prefiero no preguntar. Reconozco que el hecho de discordar tanto con estas amigas, que son desde la infancia, es lo que más me ha dolido y afectado en todo este proceso de encierro.

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Hasta donde he logrado entender, hay enfermedades con índices de mortalidad mucho más altos. Quedarnos en casa obedece a ayudar a que los sistemas de salud no colapsen y puedan atender a todos quienes requieran ser hospitalizados, dado que la tasa de contagio es muy alta y no hay vacuna aún. La inmunidad colectiva o de rebaño no puede darse, ya que no hemos llegado al porcentaje de contagio necesario en la población. El sentido de este encierro es para cuidarnos unos a otros y, sobre todo, a los más vulnerables. Yo, en lo personal, estoy cerca de mis papás porque necesitan ayuda, tienen casi 80 años. “¿Por qué es tan difícil prescindir de actividades que no son prioritarias por un tiempo? Esto también pasará”, pienso. Desde mi punto de vista, hay personas muy poco resilientes, egoístas e inconscientes. ¿Y lo colectivo? Vivimos en comunidad, todos necesitamos de todos.

Las informaciones de los medios van desde las medidas de higiene hasta el proceder del gobierno, de este, y de otros países. Todos estamos afectados, de una u otra forma. El virus no discrimina a nadie.

Los intereses políticos y económicos están detrás. Que si el virus comenzó en China, que fue en Italia; que fue por comer murciélago, que contrataron a un médico para que lo desarrollara… No sé qué creer. Todo esto mueve y desequilibra mi vida, y la de la mayoría, sin control. Y, al final, qué tan relevante es lo que crea o lo que haya detrás de esto, ante una realidad inminente donde por más que lea o decida ya no querer informarme, no alcanzo a ponerme al día ni a terminar de crear un criterio que me deje tranquila y convencida. No hay nada que me defienda y resuelva lo que acontece. Sucesos y opiniones vienen y van; puntos de vista y prácticas diferentes que se adaptan a las distintas condiciones, de los países y las sociedades.

Hoy es primero de mayo. Había estado bastante tranquila con el “QuédateEnCasa”. En principio, quedarnos en casa no implica un cambio drástico del estilo de vida que llevamos mi esposo y yo. Trabajamos por nuestra cuenta y hacemos home office. No tenemos hijos, por lo cual

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las rutinas y horarios muy estrictos no son parte de lo cotidiano. Sin embargo, la falta de una actividad remunerada constante y la misma situación en sí, con todo lo que ello implica, empezaron a suscitar en mí, desánimo, sinsentido y falta de creatividad.

Ha empezado a ser común escuchar y decir que debemos reinventarnos, que habrá un cambio definitivo en nuestras formas de relacionarnos, de vivir, de hacer negocios. ¡Vaya reto! No han llegado ideas brillantes a mi cabeza. He procurado vivir en el presente y agradecer lo que tengo hoy, para no asustarme de lo que viene en el futuro. Trato de ser consciente de mi respiración, cada que me acuerdo respiro hondo y profundo. Dentro de todo, sigo viva.

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E l o c a s o d e l a e c o n o m í a d e m e r c a d o

Alberto Isaac Gutiérrez Martínez

—Eligieron el momento preciso para liberar al COVID. Decidieron dificultarme el paso —le dijo Donald Trump a Robert Bauhaus, un inversionista británico conocido en el medio financiero como el Asesor de Príncipes.

Bauhaus miró a su invitado con una sonrisa burlona, para después darle indicaciones a Peter Johnson, su asistente, de que le trajera un expreso a la brevedad. No pasó más de un minuto cuando el ayudante regresó a la sala, colocando una taza pequeña de color gris sobre la mesa. Tras dar el primer sorbo, Bauhaus dijo a sus adentros: “Café de civeta, el más agresivo, el más costoso, el mejor”; y sin tiempo que perder, pues tenía otra reunión a las nueve de la noche, le hizo saber al mandatario algunos de los pormenores de la agenda, y sobre todo cuál sería el destino del mundo en los años venideros:

“Señor Trump, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, a ustedes les fueron entregadas las riendas del planeta, convirtiéndose en el modelo económico-político al que todos los países debían alinearse y rendir pleitesía. Una célebre economía de mercado con injerencia mínima de los Estados; y ya va siendo hora de que eso llegue a su fin. He de ser enfático de que el paradigma de mercado, que involucra una forma particular de producir, distribuir, consumir, pensar, inclusive sentir, marchó a la perfección como estaba previsto en las directrices del Plan General Internacional, creando condiciones propicias que permitieron que muchos de mis clientes se fortalecieran, que se definieran los liderazgos corporativos mundiales, que se compitiera a

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niveles nunca antes vistos en la historia planetaria y que se compraran gobiernos a diestra y siniestra. Sin embargo, tras estos tiempos de bonanza, de expectativas altas de desarrollo económico, ha llegado el momento de nuestra historia de instituir lo impensable, algo que a la mismísima Thatcher o al zoquete de Reagan les hubiera provocado un cuadro diarreico severo: la necesidad de ir cercenando la mano invisible del mercado para ir imponiendo una mano visible de hierro.

Está de más explicarle, señor Trump, que la idea de libre mercado y su respectivo cuerpo de valores son cuestiones bellísimas o cuasi poéticas, como usted puede atestiguar en infinidad de textos de economía de la Biblioteca del Congreso. Pero a largo plazo, la economía de mercado es un modelo que al extenderse se vuelve insostenible, bastante costoso y con limitaciones en cuanto al control de los recursos… y por recursos me refiero a insumos e individuos —enfatizó Bauhaus mirando fijamente a su invitado—. La dinámica de mercado podría perpetuarse, pero la verdad es que existen varias razones de peso que nos llevan a querer clausurar o dar por terminado el proyecto: 1) Los liderazgos basados en la participación mayoritaria en el mercado ya están definidos. En consecuencia, la competencia se torna algo inútil o irrisoria en ciertos niveles de la jerarquía mundial. 2) Los recursos planetarios se encuentran en estado crítico como un corolario de la extensión del modelo económico que ustedes representan. 3) El viejo tema de la alta densidad poblacional o sobrepoblación”.

El asesor de Príncipes hizo una breve pausa para terminar su café y después continuar con su monólogo.

“Es cierto que hemos tomado medidas para aplazar lo inevitable, que corresponden a las dos últimas situaciones referidas, pero han sido acciones insuficientes, por lo cual la población requiere de una mayor vigilancia, de mayor control. Es por esto que el modelo que mejor responde a las necesidades del mundo moderno es el paradigma chino, un experimento que financiamos a partir de la segunda mitad del siglo

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XX, y en el que se observa un intento de solución bastante prometedor, previo a la implementación de un gobierno internacional”.

El desconcierto no abandonaba el rostro de Trump, quien creía saber lo suficiente. Luego de aclarar la garganta con un carraspeo discreto, Bauhaus volvió a la carga.

“En resumen, así como todos miraron a Norteamérica en su momento como el referente del “deber ser”, la meta de todo proyecto o iniciativa nacional, hemos llegado al punto en el que queremos que el mundo mire temporalmente hacia Oriente, con la finalidad de implementar economías híbridas o mixtas, que tendrán un poco de mercado, evidentemente; pero también Estados firmes con funciones reguladoras-administrativas que respondan directamente a nuestras directrices.

Somos conscientes de que toda transición rara vez ocurre de manera pacífica. Usted lo sabe más que nadie, Donald. Se requiere tirar dinero y derramar sangre, los dos mejores lubricantes que se pueden conseguir en el mercado. El virus, el llamado COVID-19, marca el inicio de este proceso, creando un poco de revuelo en la escena internacional. Hasta el momento puedo aseverarle que todo está marchando de acuerdo con lo estipulado. Los Estados-nacionales se volverán fuertes en apariencia, pues ya fueron adquiridos, inclusive algunos ya recibieron instrucciones para ir cediendo terreno a los internacionalistas, como pronto le ocurrirá a usted. Pero no tiene por qué mostrar preocupación por lo que viene. Tendrá propuestas importantes en los años venideros, aunque me temo que las masas no podrán decir lo mismo cuando el minimalismo se convierta en la norma de este nuevo mundo que estamos construyendo. No olvide que nuestro sentido común difiere del sentido común del resto, y eso es lo que nos dota de capacidades y poderes extraordinarios”.

Robert Bauhaus terminó su explicación con una sonrisa y se levantó de su asiento para dar por concluida la sesión. Trump hizo

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lo propio para después extender su mano en posición sumisa, una situación atípica en él, si tomamos en consideración su forma de proceder cuando interactúa con otros individuos o mandatarios de otros países. El poder del asesor de Príncipes era más que evidente, propio de un dios terrenal que valía billones de dólares, además de que conocía a las personas más influyentes del planeta.

Donald salió sin dificultad del edificio y no tardó mucho en llegar al estacionamiento. En cuanto el chofer salió de la limosina para abrirle la puerta, recordó a su abuelo paterno, quien murió hace ya varias décadas. Pensó que, de contarle lo que acababa de escuchar, aquel no podría creerle que el mundo estaba a punto de atestiguar el ocaso o, mejor dicho, el asesinato del mercado, la institución que había forjado la identidad y condensado los sueños del pueblo norteamericano. Se trataba de una información demasiado polémica, pero sería absurdo ir contra la lógica de las cosas. Todo tenía bastante sentido, y ante los poderes fácticos solo quedaba cerrar la boca y acatar. Trump no pudo evitar sentirse incómodo al saber que había situaciones que estaban fuera de su injerencia, y que la humanidad estaba por recibir un millar de bombas cuyas detonaciones marcarían el inicio de lo impostergable.

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V o c e s d e l a p a n d e m i aCarmen Thonallich Quiroz Espinoza

El 16 de marzo de 2020 cambió mi vida. Pensé que era algo lejano, y cuando llegó no pensé que iba a enfrentar tantas cosas en un solo lugar: mi casa.

Mi rutina no era extraordinaria. Me levantaba, ponía a calentar el agua para bañarme, luego me vestía con mi traje para ir a la oficina, tomaba un café con unas galletas, y luego salía de mi casa a tomar el camión para dirigirme al metro.

En el metro tenía que pelearme con la gente que quería ocupar un lugar en el vagón, llegaba a la estación, me bajaba del tren, salía de la estación y caminaba dos cuadras para llegar a mi oficina. Ahí pasaba ocho horas, con un descanso para comer, y de regreso era exactamente igual.

No tenía ningún interés sentimental. Estoy soltero. De vez en cuando iba a algún bar y platicaba con alguna chica, le invitaba unos tragos y luego le daba mi número para que me mandara mensajes y nos volviéramos a citar. Con algunas, aceptaba una segunda cita; a otras las bloqueaba, no sentía la necesidad de un compromiso.

Vivo solo en una casa que me heredaron mis abuelos que arreglaba los fines de semana, siempre he sido muy hogareño, aunque a veces iba al supermercado, al cine, a comer con amigos o ir a algún bar o fiesta.

Tal vez tenga una vida aburrida pero no quiero olvidarla. Por eso estoy escribiendo, siento que perderé la razón. En la oficina nos dijeron que íbamos a tener que adaptar nuestro hogar como nuestro

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espacio de trabajo; afortunadamente tengo una computadora y acceso a internet, por lo que el trabajo en casa no fue una dificultad.

Mi jefe es una persona que tenía una posición económica bastante cómoda, siempre que podía nos presumía a dónde se iba de vacaciones. La última vez su destino fue España, y regresó contagiado de COVID-19. Fue diagnosticado el 3 de marzo, después de realizarse unos análisis..

Todo estaba bastante bien, me sentía cómodo al principio, dormía un poco más de lo habitual; desayunaba mejor porque me daba tiempo de hacerlo; en las noches, aparte de hacer una cena abundante, podía ver la televisión, o leer un buen libro. Todo era bastante productivo, incluso podría decir que mejor que cuando iba al trabajo. Igualmente, a veces les hablaba a mis familiares y a mis amigos, aunque con quienes más hacia videollamadas eran mis compañeros de trabajo.

Pasaron dos semanas y entramos a fase 2, mi jefe nos hizo una llamada para decirnos que se había puesto más grave, que quizá no sobreviviría a la enfermedad; que nos cuidáramos, que fuéramos solidarios con nosotros, y que aprendiéramos de su error. Que en el hospital había aprendido que, a pesar de tener muchos lujos, no tenía verdaderos amigos, y que hiciéramos lazos fuertes, porque nunca sabes cuándo necesitarás del otro.

Sólo me quedó desearle que se recuperara pronto. Desde ahí no podía dormir bien, no encontraba nada con lo que lograra conciliar el sueño.

Durante ese mes, una compañera de trabajo comenzó a alejarse de nosotros, cada vez notábamos que no entregaba nada, cuando llegaba a entrar a las juntas bloqueaba la cámara y su voz era débil.

Ella era muy entusiasta, con muy buenas ideas y sabía trabajar en equipo. A finales del mes vi una noticia de una mujer a la que habían asesinado. No me sorprendí. Sin embargo, al enterarme de que había sido ella, mis sentimientos se encontraron. Una de sus amigas del trabajo nos comentó que tenía un novio que la maltrataba y en una

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pelea le enterró un cuchillo y se desangró. Por primera vez lloré sin parar, ella no merecía ese infierno.

Mi sueño era menor, casi no comía, no me concentraba; cuando había juntas virtuales, mis compañeros me sugerían ir al doctor. No obstante, no quería salir. La gente no se cuidaba, y quien lo hacía era objetivo de burlas de la colonia.

El 2 de abril de 2020 comenzó. Me puse la pijama, me acosté en mi cama para intentar dormir, pero un escalofrío recorrió mi cuerpo, empecé a escuchar ruidos extraños. Al principio pensé que eran ruidos de la casa porque es vieja, pero luego escuché un susurro en mi oreja de una anciana:

—Hijo, ven conmigo. Otra voz joven decía:—Compañeros, cuídense.Y una más que murmuraba:—Compañero, ayúdame, me van a matar. ¡No! Sabía que no era normal; eran voces de muertos, personas que

yo conocía, que ignoré y jamás les brindé una ayuda sincera porque pensaba: “No es mi asunto”.

Cada noche iban aumentando las voces, cada vez eran más penetrantes, y llegaban otras que no recordaba totalmente.

—Compañero, ayúdame, por favor, tengo miedo de llegar a mi casa, ¡te lo suplico!

—Hijo, ven conmigo.—Mi amor, no te vayas, no me dejes. Mi vecino está loco y me

matará.—Compañero, fue un placer ser tu jefe.Hoy, 17 de abril de 2020, no sé qué va a pasar conmigo. He

olvidado el trabajo pendiente. He dejado de comer porque veo sangre o las caras gusaneadas de mis abuelos. He dormido poco, porque no dejo de escuchar esas voces.

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Tengo unas cortadas en mis venas que no recuerdo haberme hecho. Ya no sé quién me controla, y tengo miedo de lo que pasa afuera de casa. No sé qué más hacer, y tampoco sé que pasará. Sólo espero poder sobrevivir a esta situación.

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E n f e r m e d a d

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F a m i l i a C o r o n aAriadne Iveth Corona Palma

Hace no mucho tiempo, vivía en paz. Rodeada de mis amigos, mis compañeros de clase, mis familiares, incluso mi mascota siempre dormía conmigo. Debo admitir que, como en aquellos tiempos era más sencilla mi vida, estudiaba la licenciatura de mis sueños, tenía a los dos mejores amigos del mundo, los chicos y chicas de mi salón no eran tan insoportables como en cursos anteriores, mis padres eran la envidia de todos, y mis hermanas eran mi todo. Pero un día:

“Últimas noticias: En China ya son más de 70 mil muertos por COVID-19.”

“De último momento: El aislamiento por el Coronavirus ha comenzado en España.”

“‘Es solo una persona que vino de China y lo tenemos bajo control. Todo va a estar bien.’ El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, declara ante la CNBC.”

Las noticias comenzaron a invadir los noticieros y los periódicos. En la red ya circulaban las imágenes y los videos de miles de infectados: casos sospechosos de haber contraído el tan temido virus, personal de salud agredido por temor a esto.

Cada gobernador de cada estado tomó sus medidas, mientras que el presidente de la nación presumía sus amuletos contra la enfermedad. La gente se volvió terca ante la advertencia. Ya habían informado, tanto conductores de televisión, noticieros, como figuras gubernamentales, que el virus era completamente real. Aun así, gran parte de la población mexicana decidió dejar todo en manos a una figura espiritual invisible y continuar con las misericordiosas celebraciones.

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“Se celebra el Domingo de Ramos pese al Coronavirus en Venustiano Carranza, Chiapas.”

“En San Cristóbal de las Casas, Chiapas, más de 300 indígenas desafían al COVD-19 conmemorando la Semana Santa.”

“Templos en Arquidiócesis de Morelia mantendrán sus puertas abiertas por contingencia.”

En un principio, estaba convencida de que no pasaría nada. Pensé que como mi familia tiene muy buen sistema inmunológico, no se infectarían. Pensé que si seguíamos con nuestra vida normal, sencilla y feliz el coronavirus no se fijaría en nosotros. ¡Pfft!, error de cálculo, supongo.

Vivo en la desértica ciudad municipal del estado más grande de México. He vivido los últimos 27 años en la misma ciudad que me vio nacer. Mi nombre es Ariana, y actualmente la contingencia por la pandemia del pasado año 2020 sigue atormentándome.

Los meses tan agobiantes y estresantes que viví hace 9 años, me hicieron darme cuenta de cosas, cosas que jamás en mi vida hubiese deseado con tanta fuerza, ni en mi peor momento antes de un examen final; o peor, en un examen sorpresa.

De no ser por el único ser humano que pudo comprender mi estado en ese entonces, nunca me hubiera atrevido a hablar de aquella experiencia..

Exactamente el 21 de abril de hace 9 años, yo estaba haciendo tarea para entregar en mis clases en línea, pues el Gobierno Federal había validado el precepto de comenzar clase con la cuarentena, aunque aún estaba prohibido a la mayoría de la población salir a las calles. Era obligatorio quedarse en casa.

Muchos hacían cuenta en gracia de ellos. Publicaban en las redes imágenes divertidas como: “Yo acostada, viendo como salvo el mundo desde mi casa”, o “Me pregunto cuando EUA salvará al mundo como en sus películas”; también “Recuerdo cuando en las películas siempre había un virus que destruía al mundo y ese mundo era Estados Unidos”. Me agradaba leer y ver que la población en México se reía de sus desgracias,

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pues es parte de nosotros, pero no todo el tiempo todo debe ser chistes y risas.

La gente, sin saber cuándo por fin podríamos regresar a la “normalidad”, comenzó a volverse loca. El descenso de la economía mexicana iba, increíblemente, cada vez más abajo. De por sí ya nos consideraban un país tercermundista, ahora el quiebre del Banco Nacional nos perjudicó de mal a peor.

Los casos positivos por COVID-19 dispararon la línea hacia arriba en todos los rincones de México. Era casi inevitable, el virus no discriminaba especies, así que incluso hubo animales que murieron por neumonías severas. Y, lamentablemente, por no cuidarnos, mi familia lo contrajo.

Comenzó con mi abuela, con quien empecé a vivir 4 meses antes de cumplir la mayoría de edad. Primero un calor inmenso, decía que tenía la harta necesidad de echarse agua con hielos encima; algo extraño considerando que ella siempre prefirió el clima templado. Supusimos que era una fiebre, y se tomó unas cuantas pastillas. Después de unas horas comenzó a toser, incontrolablemente. No podía parar, era tan fuerte la tos que apenas la dejaba respirar, fue horrible.

Al día siguiente, mis padres me informaron que mis hermanas habían sido hospitalizadas en el trabajo de mi padre, el IMSS. Agarrando a mi abuela del brazo, corrimos al auto y con la licencia de Dios manejé al hospital del canal. Cuando llegamos, corrí casi primitivamente hacia mis padres para ver a las niñas tendidas en dos camillas con, por lo menos, 3 metros de separación en el área de Pediatría. ¡Fue desgarrador! No podía contenerme. Las lágrimas se cristalizaban en mis párpados, verlas respirar por un tubo insertado en la boca y sujetado con una cinta blanca quizá fue la entrada a lo que vendría.

Ellas, al mismo tiempo, arrancaron con una tos tremenda, como la que le dio mi abuela. Su nariz no paraba de rezongar, la excesiva mucosidad no les permitía respirar, ni la tos.

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A la más pequeña le comenzó con una fiebre alta; y la mediana de las tres, sentía que cada vez que iba al baño la diarrea le desgarraba por completo el ano. Severamente preocupados, mi madre decidió llevarlas con mi padre. A mi abuela la internaron luego de comenzar de nuevo con su episodio de tos.

Los días pasaban, tres de mis seres más queridos ya se veían afectados por el maldito Coronavirus. Mi madre hablaba continuamente con mi padre, que, por desgracia y al estar en contacto directo con mi abuela y hermanas, terminó por contagiarse. Otros pocos días, mi madre también se infectó. No, esto no podía estar pasando. Seguía yo, ya teníamos el Corona en el apellido, pero el virus jamás lo deseamos..

El dolor, la impotencia, el calvario, el deseo incontrolable de echarle en cara a alguien la culpa, todo parecía mezclarse, como en una licuadora, donde de tanto licuar y licuar sólo queda una mezcla homogénea de lo que sea se haya echado; así quedé yo. Me desmoroné completamente. Sola. Tenía 18 años. Apenas había comenzado a estudiar y no tenía los recursos suficientes para pagar cinco funerales.

Así que fui a verlos. Rogué para que me dejaran hacerlo, pataleé, manoteé, grité incesablemente. Quería contagiarme yo también. Parecía… no sé qué parecía. Lo cierto es que caí en una profunda depresión que me hubiese llevado al borde del suicidio. Hasta que la vi. ¡Una salida, por fin!

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D í a 1Jesús Salvador Almanza León

Amanece en la habitación con una luz peculiarmente cálida y burlesca, como si supiera de mi incapacidad para poder salir y de que mi corazón salga y lo abrace cual gazania que ha esperado su llegada.

Día 1Parece que la alacena está ávida de cualquier vestigio de miga de pan,

por la que batallaría con el grupo más feroz de hormigas que tengo por intrusas.

Día 1Con las maracas que tengo por manos, intento tomar un cuadro

sin romperlo, limpiándolo con un paño húmedo y, mientras lo hago, admiro por un instante la pintoresca imagen familiar de aquel grupo de desconocidos. Sin embargo, no me interesa saber su origen, únicamente que no esté sucio.

Día 1Postrado en la silla, estático, tomo de entre la lejanía de mi mano y

la mesa de noche, el remoto que me permita encender el desactualizado televisor. Aunque eso es lo de menos, pues a pesar de sus imágenes borrosas y el sonido apenas audible, el aparato sirve para romper el monótono silencio.

Día 1En la tarde de aquel día, lo único diferente a cualquiera de los vividos

con antelación, fue la visita de un extraño, quien raramente aseguraba y

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juraba conocerme de una manera muy personal, que lo hacía alguien realmente familiar para mí.

Para ser honesto, me incomodó tanto su presencia que supliqué su retirada. Lo hizo, pero no sin antes haberme dado un abrazo estrujante e innecesario.

Día 1La noche cae, al igual que la insaciable y apabullante vida nocturna de

la ciudad. Mi mente me impide recordar si alguna vez fue de esa manera. Silencio, sólo silencio. El sonido más hermoso e incomprendido que la tierra nos ha obsequiado.

Día 1Camino a mi recinto de descanso, un aplastante malestar se apodera

de mí, algo fuera de lo común, algo que me hace perder mi fuerza en su totalidad y que no me permite llegar a la comodidad de mi cama, dejándome postrado en el piso, cual pedazo de carne inerte y a la espera de su ya conocido final.

Día 1Amanecí en el crudo y frío piso de mármol de la casa. Tal parece que

me he desmayado por un instante, ya que veo por la ventana que aún es de noche. La silla de ruedas se encuentra muy alejada de mí, sigo tirado en el piso y mi única opción es arrastrarme para poder llegar a la cama. Al llegar a ella, mi arrugado y endeble cuerpo no tiene la capacidad de trepar a mi dulce y anhelado lecho.

Ante tal incapacidad, lo único que hago es moverme de tal manera que quedo mirando hacia el techo. Mi respiración se torna dura y difícil, cuando de pronto, un escalofriante miedo se apodera de mí, como si fuera el preámbulo a lo inevitable.

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Tan inevitable como querer recordar la agridulce vida que estoy a punto de dejar. Pero mientras eso sucede, las lágrimas cálidas son la expresión corporal de la impotencia y la desesperación que me invaden. Deseo con cada una de mis últimas fuerzas que alguien recuerde mi nombre, porque yo hace tiempo que no lo sé.

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T r e s e s c e n a r i o s d e l m i e d oSalvador Cristerna

1. Un departamento cualquiera

No entiendo qué es una “padnemnia”, o como se diga. Hay un montón de palabras que nunca puedo pronunciar. Desde niña tartamudeo cuando tengo miedo. Palabras que para otros son comunes, en mi boca se vuelven impronunciables. Como si fueran de otro idioma. Uno que no sé. No importa. Solo sé que esa palabra significa encierro, y que encierro significa miedo y dolor, en ese orden.

Más ahora que está aquí todo el día. Todos los días. Antes al menos podía quedarme sola un rato. Estar tranquila. Ahora estoy más indefensa que de costumbre. Mi madre dice: «Es tu cruz. Tú lo elegiste». Mi padre y mi hermano son iguales a él. Para ellos es normal: «Te pega porque te quiere. Para corregirte». Yo no entiendo ese tipo de afecto. Tampoco aguanto más. Desde hace una semana es a diario. Ahora comenzó a apagarme los cigarros en la espalda. ¡Qué me hará después!

Decidí denunciarlo antes de saber. ¡Los interrogatorios telefónicos se hacen tan largos en las emergencias cuando se tartamudea! Tuve que colgar. Lo escuché acercarse. Muy tarde. Escuchó la llamada. Está furioso. Viene corriendo hacia mí con la cara enrojecida y un puño apretado. En el otro trae algo en ristre. No alcanzo a ver qué. No importa. No hay a dónde ir. ¿Gritar? ¡Para qué! Los vecinos solo subirán el volumen de la radio. Como siempre, cierro los ojos y aprieto los dientes.

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2. Bajo el puente

Unos traen cubrebocas, otros se frotan las manos con alcohol todo el día. ¡Qué pinche risa! La mayoría se pasan por los huevos todo. Dicen que son pendejadas. Inventos. Siguen escupiendo en la calle. Tosen o estornudan sin taparse el puto hocico. Ni qué decir de la “sana distancia”. Están todos condenados. Más o igual que quienes vivimos en la calle. Punta de pendejos.

Tampoco están mejor quienes se quedan adentro de sus casas porque tienen miedo. Unos por lo que ocurre en el encierro, más que por lo que pasa afuera. Esos pueden sentir un poco lo que yo a diario. Ese pinche miedo permanente de que no sabes si te puede o no cargar la chingada, ni en qué momento.

A mí el pinche virus me vale verga. ¿Miedo a enfermarme? ¡Ja, ja, ja! Los que vivimos en la calle todo el tiempo estamos enfermos o tenemos miedo. Miedo a morir de frío, o de calor, según esté el tiempo. Miedo, cada fin de semana, de que un grupito de juniors hijos de puta bajen de un auto de lujo, regresando de la peda, y te den una madriza, solo por deporte. De que algún ojete te dé un sándwich con vidrio molido o veneno para ratas. De que un culero te drogue y te viole. De que te levanten para robarte los órganos y luego te boten por ahí, como un saco vacío. De que te dé una puta gripa y no tengas ni para un par de aspirinas. ¡Esos sí son miedos, no mamadas! Hay una pandemia más cabrona que cualquier otra, que ha existido desde siempre, tal vez por eso es invisible. Se llama pobreza y no hay vacuna, cubrebocas ni gel que sirvan contra ella.

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3. UCI

A veces tomamos decisiones en un instante. Sin pensarlas. Sin imaginar que pueden afectar nuestra vida para siempre. En mi caso no había mucho que pensar. Las opciones eran salir o morir de hambre. Quién iba a decir que al hacerlo me iba a convertir en víctima y asesino a la vez. Y es que, en el taxi, ¿cómo saber quién me contagió o a quién contagié?

Y aquí estoy, en la Unidad de Cuidados Intensivos. En una realidad peor de la que tenía: moribundo. Solo. Mi familia, angustiada y con hambre. Al menos podría estar con ellos. Despedirme. Decirles algo que quedó pendiente. “Perdóname por ese día que…” “Nunca te dije cuánto me gustaba…” “Te amo.”

Lo último que escucharon de mí fue un acceso de tos, detrás de un improvisado cubrebocas, cuando los paramédicos me sacaron de la casa, donde seguramente también los contagié. ¡Dios, qué angustia!

Procuro no pensar en eso. No tiene sentido. Miro a la enfermera e intento sonreírle con gratitud. No sé si lo hago o todo está en mi cabeza por la fiebre. No puedo hablar. Odio los dramas y ahora soy el protagonista de uno. ¡Pinche puta vida! Siempre burlándose. ¡Y pensar que hay quien pudiendo estar en su casa prefiere salir! Quisiera saber el nombre de la enfermera, decirle que si salgo de esta le voy a dar servicio gratis por siempre. Decirle que no me juzgue. Que tenía que salir a trabajar. Ella parece entender. Sus ojos me sonríen. Eso creo. Son compasivos. También dejó a los suyos para estar conmigo.

¿Qué hora será? ¿Qué día? Aquí se pierde la noción del tiempo. Tengo miedo. Ya van dos personas que sacan en bolsas. ¿Y si fuera yo el siguiente? ¿A dónde me llevarán? No importa. En este momento solo importa la siguiente respiración.

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B i c h o sPaula Ireri Pech Marín

Mirando por la ventana, me pregunto cuál es el destino que le depara a la humanidad.

Hace mucho tiempo decían que lo que nos mataría sería una plaga o un diluvio; un castigo divino por portarnos mal. Que vendrían grandes bichos desde las profundidades de la tierra a juzgarnos. Dijeron después que la guerra entre naciones traería el fin de los tiempos. ¡Y vaya que ha estado cerca! Pero a nadie se le ocurrió que lo que significaría el fin de la vida como la conocemos, sería un bicho. Un bicho muy pequeño que no podemos ver a simple vista.

Afuera, la lluvia repiquetea contra la ventana. El cielo encapotado es gris como el humor de la gente, y la noche se augura fría y húmeda. La calle está desierta desde hace mucho, ni siquiera los perros salen ya de sus escondites. Largo tiempo atrás dejaron de pasar los soldados y policías preguntando por las familias. El mundo se ha detenido, y probablemente quede poco antes del fin.

Me acerco a la sala y observo a mi familia. Caras tristes para tiempos tristes. Mucho antes de que todo iniciara, no hablaban mucho, y el aislamiento solo lo ha empeorado. La televisión dejó de transmitir noticias tiempo atrás; mas ellos aún se concentran a su alrededor, esperanzados de escuchar la noticia de que la pandemia ha llegado a su término.

Los bichos se han refugiado dentro de la casa, y no los bichos malos, sino los curiosos: se han adaptado a la rutina familiar. Comen en nuestra mesa, duermen en nuestras camas, se bañan con la misma agua, y hasta juegan con nosotros. Mi hermana solía poner mala cara

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al verlos, pero ahora parece que se ha acostumbrado a ellos. Menos mal, porque los bichos se han traído a sus familias. Ahora son miles de ellos, de todas formas, colores y tamaños.

Esto de la pandemia me ha hecho crecer, y no solo en altura. Ahora entiendo que la vida no es fácil. Pero, ¿cómo he de saber lo que pasará mañana? No veo el futuro. Si fuese así, todo sería más sencillo, como en los cuentos. Podría ver qué sucedería, o si el mundo volverá a ser el de antes.

Estar sin salir de la casa me ha dado la oportunidad de leer todo tipo de libros: desde los cuentos infantiles hasta las novelas de mi hermana. Tal vez de grande sea escritor, o pirata, todavía no me decido. Quedan pocos libros para disfrutar, pero no me importaría darles una segunda leída. He aprendido también a racionar la comida: un poquito para mí, un poco para mamá y papá, un poco para mi hermana; y, si sobra, hasta los bichitos pueden comer. Aunque he notado que a ellos les gusta otro tipo de alimentos. Mejor para mí.

Cuando termino de cenar, me acerco a la sala para estar con mi familia. Extraño sus voces, sus sonrisas y sus abrazos, sobre todo los de mamá: eran la promesa de un mejor mañana. Mientras mamá estuviera aquí, nada podría hacerme daño. Creo que esa ha sido la parte más dolorosa de crecer: saber que mamá no es eterna.

Me monto al sofá, dejo caer la cabeza en su regazo, y lloro un poquito. Los bichitos comienzan a salir de todas partes de mamá: ojos, oídos, nariz, boca. De papá solo quedan los huesos; y de mi hermana, poca carne. Es lo que queda de mi familia, y lo poco que queda de lo que fui alguna vez. Solo estamos yo y los bichos, y así será hasta que yo mismo me transforme en alimento para ellos.

Con un estornudo y el dolor de cabeza que me aflige, tengo la certeza de que no pasará mucho tiempo antes de ver a mamá de nuevo.

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E l a b r a z o e s e n c i a lArturo E. Martínez

“Dios aprieta, pero no ahorca.” Era la frase que mi abuela usaba como consuelo a cada complejidad que desde la infancia venimos arrastrando. Digo arrastrar porque sí que pesan. En 2016, mi abuela murió. Lo sentí como un alivio. Con 22 años, la vida me parecía cada vez más cansada y compleja. No podía entender cómo ella, con 89 años, incluso en sus últimos días seguía procurando hacer hogar en una casa donde cada día nos alejábamos más de ser una familia.

Su muerte, sin desearla, ya la esperábamos. No veíamos mejoría en su caminar. Su lucidez era cada vez menor, y sus necesidades aumentaban. No lloré ni me lamenté, mi abuela había vivido incluso más de lo que considero suficiente. Decidieron incinerar su cuerpo y omitir el ritual que, reconozco, le hubiese gustado que hiciéramos: el novenario.

En ese entonces lo justificamos debido a la falta de dinero y tiempo. Hoy sé que nada de eso era verdad. Nos faltaron ganas y agradecimiento. Nos faltó disposición para honrar su memoria, y nos sobró egoísmo para no dedicarle nueve días a sus casi 90 años de vida.

Lo sé, porque cuatro años después mi madre murió, y a diferencia de mi abuela, fue repentina su partida. Llegar a la casa y encontrarle tirada me causó desesperación. No quería corroborar sus signos vitales. Esperaba que alguien más lo hiciera por mí, y que, al creerla muerta, mi instinto me estuviese traicionando. Pero no fue así, desafortunadamente no.

No obstante, me sentí tranquilo. Ya sabía qué hacer, a quién llamar, cómo iniciar los trámites y el proceso de defunción. Pero esa tranquilidad desapareció al hacer las llamadas.

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Morir en medio del confinamiento a causa de una pandemia mundial, y en el inicio de la fase 3 en nuestro país, me trajo confusión y regresé a mi estado de desesperación. Con casi tres meses sin trabajo, mis posibilidades de decidir qué hacer se reducían a los consejos y palabras de apoyo de las personas que llegaron inesperadamente. No elegí nada, no tenía cómo hacerlo, y además nos prohibieron todo lo que implicara aglomeración de más de 30 personas. De pronto nada era opción. Lo justificaban como protocolos de prevención, mientras yo solo los traducía como falta de sensibilización. Mis necesidades no eran parte de la lista de “actividades esenciales”, mi presencia demacrada molestaba; era evidente el desprecio y temor por verme así; irresponsable por no quedarme en casa, por no seguir las recomendaciones mínimas de higiene. El acceso restringido en cada lugar al que tenía que entrar a pedir informes o realizar un trámite me hizo darle otro valor a una moneda de diez pesos. Ese precio me condicionaba para decidir entre agilizar un trayecto pagando un pasaje de camión, o comprar el maldito tapabocas que me exigían en cada puerta; y al verme de arriba a abajo agradecían que no lo llevara para prohibirme la entrada sin remordimiento.

Mi olor impregnado ya de días sin bañarme desprendía aromas desagradables. Lo sabía, claro que lo sabía, pero nada de eso era importante para mí, más que asegurar una despedida digna para mi madre. Decidí comprar el tapabocas y rogar porque me rebajaran cinco pesos, el más barato era de quince. “¡Qué tontería pagar por eso!”, pensé al ver las características escritas en una cartulina de otros modelos, más caros y que aseguraban el 100% del cuidado de la salud. El anuncio cerraba la promoción invitando a cuidar a tu familia, como si a alguien le importara la mía.

La tarde siguiente estábamos afuera de la iglesia. La única que accedió (con una cooperación de por medio) a permitirnos llevar el

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cuerpo de mi madre al patio, y ahí, al aire libre, recibir la bendición y palabras de despedida del sacerdote. Las misas estaban prohibidas. ¡Qué más daba cerrar las puertas de un lugar que hasta entonces llevaba años sin visitar! Eso no me conmovía. Conmoción la que tuve cuando llegaron las personas que habían conocido a mi madre, y no poder abrazarlas. Tuve que contener la necesidad de recibir un consuelo más allá de las palabras. ¿Quién, en un momento así, podría sentirse acompañado con una distancia marcada por el rumor de una muerte asociada al contagio del virus? ¿Y si fuera verdad? ¿Tendría yo que estar en cuarentena y no aquí? Estas y otras preguntas pasaban por mi mente, agobiándome durante los tres minutos de discurso del sacerdote, el cual no entendí.

Esa misma sensación de hace cuatro años volvió. Otra vez me encontraba frente a un ataúd, otra vez sin flores; otra vez sin gente, porque la que estaba no era toda la que debía estar. Y parecía dar lo mismo que estuviesen; su ausencia no era física, era emocional; sus miradas no eran empáticas, reflejaban preocupación, temor e intriga por saber qué había pasado; sus gestos hablaban por ellos. Nadie se atrevió a preguntar, y aunque lo hubiesen hecho, yo tampoco tenía la respuesta.

Me sentí indigno y desgraciado, me sentí inhumano. Culpé a mi madre de aquello ¿Cómo se le ocurrió morir durante la pandemia? ¿Por qué no esperó a que consiguiera otra vez trabajo? Así, al menos, hubiese podido vestir un traje y zapatos negros, y no que este pantalón, que ni oscuro es.

No sé cuánto tiempo pasó, pero ya se habían ido todos, solo quedábamos mi hermano y yo. Sin tener contacto visual comenzamos a caminar de regreso a la casa. Hasta entonces no había llorado, fueron sus palabras las que me hicieron doblarme. Él, más que yo, no lograba entender lo que estaba pasando; siempre ha estado como, y su mente

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no da para razonar como la de los demás. Jamás me había preguntado algo que llamara mi atención, y ahora lo hacía con la inocencia de su incomprensión.

¿Cómo le hago para revivir a mamá? Ella me compra siempre el pastel para mi cumpleaños.

Mi reacción inmediata fue un suspiro, un suspiro de nostalgia y frustración, pero lo suficientemente profundo para darme fuerza, voltear a verlo y decidir darme ese abrazo que tanta falta me hacía. Mi hermano, sin saber o pretenderlo, me estaba dando esas palabras que deseaba escuchar; ese discurso que nadie, ni una misa, estoy seguro, pudo haberme consolado. Ese abrazo, aun siendo un acto sin sana distancia, irónicamente sanó mi mente. Antes de soltarlo, le respondí:

—¡No te preocupes! Dios aprieta, pero no ahorca.

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A r r a i g oAurora Castillo

Había vivido en ese pueblo durante toda su vida. Conocía de memoria cada sinuosidad del camino, y las historias de sus habitantes; vio crecer cada árbol. Su existencia estaba atada a ese lugar, pero nunca imaginó hasta qué grado.

Cuando inició la pandemia, en un pueblo lejano al otro lado del mundo, no pudo evitar contemplar ese pueblo con satisfacción. Eran afortunados por estar perdidos entre las montañas. Con mucho esfuerzo llegaban las noticias del exterior, así que era imposible que un virus tan lejano los pudiera tocar. Pero los tocó, y no directamente, pues en realidad ningún habitante del pueblo había sido diagnosticado. Sin embargo, el poco contacto con el exterior fue menguando con el pasar de los días.

El único camión que transportaba pasajeros del pueblo a la capital dejó de llegar sin aviso. Los camiones que transportaban víveres lo hicieron casi al mismo tiempo. El pueblo se sumió en un letargo, una mezcla de tristeza e incertidumbre.

El éxodo llegó lentamente. A medida que los días pasaban, una a una las casas amanecían cerradas, los vecinos subían sus escasas posesiones a sus carretas y se iban a enfrentar el virus mortal, para no sucumbir ante el hambre.

El último día, la vieja Antonia salió a dar comida a sus gallinas. Las contemplaba fijamente cuando el silencio marcó su presencia. Un presentimiento extraño le hizo soltar el cuenco de maíz, se asomó por el portal del patio y observó: el parque desierto, la iglesia cerrada, las calles vacías de vida.

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Permaneció sentada en la banqueta el resto del día. Más allá de la tristeza su mirada reflejaba el orgullo de quien resiste el embate del infortunio sin darse por vencido.

—Cobardes —dijo al fin.Escupió hacia la calle con desprecio y cerró las puertas de su casa,

para no volver a abrirlas nunca más.

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A l i v i o

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9 m i l 8 0 0 k i l ó m e t r o s a u n s u s p i r o d e d i s t a n c i a

Mariana Karina Hernández Carrero

Con una mano sujetando su tercera taza de té del día, y otra sosteniendo su placer culposo —un yogurt con extravagante sabor a limón que solo los supermercados en la frontera de Bélgica pueden ofrecerle—, se dispone a ir al ventanal, justo a la hora en la que un tenue rayo de luz baña con delicadeza el edificio de enfrente, y logra apenas acariciar sus hombros, lo que la hace sentir dichosa.

Consigue colgar sus piernas por el barandal, y balancearlas unos metros arriba de los osados corredores que han decidido salir a cumplir su meta; y los tres repartidores de comida en motocicleta que trazan una ruta paralela, buscando facilitar la vida de las personas cuyos problemas son las habilidades culinarias.

Se limita a contemplar los árboles a su alrededor y dejarse llevar por el canto de los pájaros. Saluda con una sonrisa al señor mayor del departamento de enfrente, quien, por el libro que lleva bajo su brazo, seguramente le hará compañía silenciosa durante un rato.

Los chicos del departamento de al lado del señor, hacen su mejor intento por jugar tenis de mesa sin que la pelota se escape de su balcón. A lo lejos, se escucha el sonido familiar de una sirena de ambulancia, la cual, casi por instinto, le hace cerrar los ojos y pedir que todo esté bien.

A un suspiro de distancia, da un sorbo a su té y echa una mirada rápida al reloj: diez minutos para las ocho. Toma de la mesa su libro de Historia del arte y comienza a pasar las páginas. Pero un pequeño pájaro, posado a unos centímetros de ella, llama su atención; y por

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un momento, una extraña sensación hace que cierre los ojos como si tratara de retener ese pequeño detalle que se está pasando. Intenta recordar cuándo fue la última vez que se sintió igual de libre que ese pájaro.

Puede sentir el viento golpeando con fuerza su rostro, alborotando su cabello, mientras esquiva profesores y estudiantes, ansiosa por salir de la facultad y tomar el primer metro que la lleve al centro histórico a tiempo para encontrarse con sus amigos. Aún recuerda esa sensación de plenitud al percibir el aroma de café recién hecho que se desprende de un pequeño restaurante con una fachada pintoresca. Se encuentra con su grupo frente a uno de los templos a los que ella clasifica como una de las arquitecturas más maravillosas del mundo. Sin saberlo, ese sería su último día en el exterior de la prodigiosa ciudad de Lille.

Aún recuerda la voz de Macron, presidente de Francia, en el televisor aquel 16 de marzo, anunciando el inicio del confinamiento, y que a la mañana siguiente ya no asistió más a la escuela. Ya no había restaurantes por visitar, ni museos.

Recuerda cómo de un segundo a otro, la ilusión de estar en un país diferente al suyo se transformó en una cruda incertidumbre. Recuerda los años que le había tomado ahorrar y planear ese intercambio que representaría una mejor oportunidad para su formación académica; y de un instante a otro, ese plan comenzaba a tornarse en algo completamente diferente.

Recuerda aquella mañana, en donde el clima mismo era su mayor obstáculo, interfiriendo con su caminata por la ciudad. Deseaba con todas sus fuerzas haberse dejado empapar por la lluvia. Recuerda las tardes con sus amigas, sentadas en alguno de esos hermosos restaurantes del centro, y trata de atesorar cada momento, como si de joyas se tratase.

A pesar de que han sido pocos días, parecen una eternidad. Algo en ella ha cambiado. Después de un intento casi abismal por entender

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la raíz de un problema que no podía controlar, ha descubierto de lo que es capaz; pero también ha entendido que en estos momentos solo se tiene a ella misma.

Sí, hubo días difíciles en los que sentía que una nube de depresión y ansiedad se posaba sobre ella. Aún puede sentir esa nube amenazante a distancia. Después de todo, nadie está preparado para algo así, nadie ha escrito aún un manual que indique cómo sobrellevar semejante crisis.

Hubo días en los que colapsaba inundada por el pánico de tantas noticias que veía. Incluso llegó a pensar que podría estar contagiada. También días en los que las lágrimas y la desesperación se disolvían para transformarse en optimismo. Por supuesto, algunos otros estaban más cargados de nostalgia por lo que había sido su vida semanas atrás. Durante esos, prefirió ponerse un escudo protector que le permitiera estar tranquila, y decidida a ignorar las noticias y la información abrumadora. Poco a poco entendió que los días no deberían ser tan malos. Los siguientes se guiaron por un tremendo sentimiento de agradecimiento que la inundaba, pese a las circunstancias. Agradecimiento por estar a salvo, porque sus amigos y familia también lo estaban; por tener un refugio y alimento, y por la oportunidad de haber realizado ese viaje que le había ayudado a descubrir cosas nuevas.

Recuerda que por primera vez se permitió contemplar lo que había más allá de esas cuatro paredes que se convirtieron en su segundo hogar. Recuerda la sensación al asomarse desde su ventana a mirar un mundo desconocido.. Lo estremecedora y agradable que era la brisa proveniente de los árboles, acurrucándola en una sensación de paz, que, por primera vez, sentía desde hace tiempo. Tiene que reconocer que ha sido fuerte. Fuerte en circunstancias que quizá la aterraban.

Recuerda lo pavorosa que le parecía la idea de salir a una calle completamente vacía a comprar víveres, mientras sujetaba con fuerza el papel de permiso del gobierno francés en su mano y su pasaporte

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mexicano en la otra, después de pararse de puntitas para verse por última vez en el espejo, ajustar su cubrebocas y peinar su cabello.

Recuerda llegar con timidez al supermercado y ubicarse a un metro distancia de una desconocida que ha decidido no usar cubrebocas, lo cual la aterraba aún más; y recuerda que días atrás, le atemorizaba justamente lo contrario.

Después de trotar un kilómetro de vuelta a su edificio, para no perder la condición, se dispone a desenrollar su tapete de yoga y comenzar sus treinta minutos diarios, aferrándose al efecto instantáneo de tranquilidad y bienestar. Ha aprendido a transformar todo ese miedo, inquietud y tristeza en esperanza, y en un punto hasta de calma.

A veces ha intentado ser fuerte frente a una cámara web que le permite hablar con su familia, acortando mágicamente los 9 mil 800 kilómetros de distancia que los separan. Por alguna extraña razón, se le viene a la mente el sabor de los tacos, de las enchiladas preparadas por su mamá, o de las garnachas que vendían frente a su universidad. Recuerda con cariño todo el sabor que tiene su querido México, y no puede evitar cuestionarse sobre qué hace su país en estos momentos. Probablemente, están cantando una canción y bailando para sacarse una sonrisa unos a otros. No hay día en el que no añore a su familia, a su país, a su gente.

En Francia las personas prefieren guardar silencio en señal de respeto. Sin embargo, se considera afortunada de sentirse parte de una cultura diferente a la suya, que la acogió y con la que ahora lucha codo a codo. Una nación a la que admira plenamente por sus ganas de salir adelante.

El reloj marca las ocho en punto, su hora favorita del día. Intenta reprimir una lágrima. Se incorpora y comienza a juntar sus palmas desenfrenadamente, a ella se le une el señor mayor de enfrente, la señora que adorna sus aplausos con el sonar de una campana, el niño

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con su padre que alegre aplaude sin parar. Sus amigas a una ventana de distancia, los chicos a dos edificios. Los aplausos se convierten en un sonido unísono, en un ritmo constante, en un corazón latiendo, en una señal de agradecimiento a los médicos, en un signo de unión, en una oleada de esperanza para quien lo escucha; no importa si es de Francia, de México o de cualquier parte del mundo: es esperanza, al fin y al cabo.

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U n m u n d o s i n f u t b o lDaniel Arellano González

—¿Puedes creer que el Pollo Saldívar volvió a fallar? Fue el último partido que vi antes de la pandemia. Sí. Se quedó

parado como tonto en la portería. Nomás vio cómo el balón rebotó en la red. Gol de tu América. Viernes por la noche. Estadio Olímpico Universitario. Uno a uno ¡Puta madre, no puede ser! Pero el segundo tiempo era nuestro: Pablito Barrera, Alan Mozo, y hasta el zonzo de Malcorra estaban encendidos. Paco Memo salvó al Ame varias veces. Yo brinqué del sillón y espanté a Paolo: “¡Ze, pequeño!”, como le digo por cariño.

Pero de nuevo el Pollo Saldívar hizo el oso. Le entregó el balón al delantero del América en forma ridícula. Gol. Lo maldije mil veces.

—¡Pinche vendido! —grité, y la vecina me oyó, estaba la puerta abierta—. Es por el futbol, disculpe —le dije sonriendo.

Afortunadamente para nuestros Pumas, el empate llegó rápido. Malcorra, el malquerido, se coló en el área, y gol. ¡A huevo, carajo! Agité las manitas de Paolo en su carriola. Se rio mucho. Debiste verlo.

—¡Goya! ¡Goya! ¡Goya! —le grité, y me enseñó sus primeros dos dientes.

—¡Ya oí su escándalo! —gritó Mary desde arriba. Luego otro gol de nuestro delantero argentino. Pero en el último

minuto, América nos empató, y quedamos con un sabor amargo en la boca. ¡Partidazo! Fue increíble. Paolo lo vio todo mordiendo un changuito de peluche.

Poco tiempo después llegó la pandemia a México. Una gripa que mata ancianos, diabéticos e hipertensos. Eso dicen los periódicos. Esto no me lo creerías: la liga italiana, inglesa, española, todas suspendidas.

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El mundo está muerto. Sin futbol, ¿cómo quieren que vivamos? Solo tú y yo lo entendemos. ¿De qué podríamos hablar cuando nos veamos si no es de futbol?

También el Tony lo dejó. Se suspendió la liga donde jugaba. Ahora solo toma caguamas, nada de dribles ni chilenas. El mundo se está apagando. Todos dicen que vamos a sobrevivir. Yo digo que, sin futbol, estamos como muertos en vida. Sé que piensas lo mismo.

El Bellavista jugó su último partido la semana pasada y Tony metió cuatro goles. Fue todo, lo puso en su Facebook. Con esta emergencia ya solo sube fotos en las escaleras de su edificio, tomando. ¡Carta Blanca, ya sabes! Desde ahí empecé con esta depresión. ¿Qué quieren que hagamos sin futbol?

Ya le abrí los baloncitos de goma que la tía Chelín le regaló a Paolo. Los ama. Ahorita solo los muerde, pero todo el día estamos juntos jugando futbol. Te digo que no podemos salir ni a la esquina. Mary y él se quedan en casa cuando voy al súper a comprar comida. Todo mundo anda con cubrebocas. ¡Puff! Todas las veces que salgo buscos algunos niños, algún loco que esté jugando. ¡Nada! También nos prohibieron las cascaritas. Según esto, la gripa se pega muy fácil así, eso dicen.

Yo de camino pateo algunas piedras y meto gol en las coladeras. Lo peor: acabo de ver que, si algún día el futbol regresa, se va a castigar a quien escupa. Eso va a ser difícil. Tú que metiste miles de goles en el llano, bien lo sabes.

Por lo pronto le puse dos peluches a Ze Pequeño en su cuna, a manera de portería. Desde ahí, lanza la bola con fuerza. Tiene nueve meses, pero la otra vez como que despejó el balón. Le hice fiestas y grité: “¡Goool!”. Debiste ver su risa. Pensé que era buen momento para explicarle las ventajas de ser delantero o media punta. No te quiero emocionar, pero igual y resulta un diez, como tú. De esos que arman las jugadas en el medio campo. De esos que ya están extintos.

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No te preocupes, ya le expliqué quién fue Maradona y Riquelme. Hasta le puse un video en el celular.

También le aseguré que, si deseaba ser defensa central, no tuviera pena. Son de fuerte carácter y nada los doblega. ¡Chance, y es como Darío Verón! Pero apuesto a que, por la forma en que despejó, lo suyo va a ser el medio campo. No te apures.

La pandemia no acaba y seguimos tratando de respirar sin nuestro deporte. Dicen que el futbol es la cosa más importante dentro de las cosas menos importantes de la vida. Pero ya vi que no. Es una algo mucho más vital. No pensé que lo necesitara tanto. No temo a la enfermedad porque tengo algo más grave, me falta el futbol.

Hace un año te fuiste. El cáncer se nos interpuso. Pero muchos viejos siguen contando tus fantasías en la cancha. Tus goles olímpicos, tus pases de cincuenta metros. Ahora vives para siempre. Me queda una sonrisa porque sé que allá, donde estás, seguro estás chutando, haciendo fintas, eligiendo a los mejores para armar un buen cuadro. Yo a todo mundo le digo: mi papá es el futbol.

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¿ D ó n d e e s t á n t o d o s ?Miguel Jiménez

Abrió los ojos poco a poco. Reinaba una extraña quietud. Los primeros rayos del sol comenzaban a iluminar el horizonte y el trinar de los pájaros se escuchaba más fuerte de lo normal. Levantó la cara y en su olfato comenzó a sentir la frescura del día. Debajo de aquella vieja banca del parque permaneció echado por unos instantes, observando atentamente a su alrededor.

Algo no estaba bien. Su amigo, que normalmente lo despertaba con esos lengüetazos cariñosos en la cara, y que salía acompañado por esa linda chica que lo llevaba todos los días al parque, no estaba por ningún lado. Pero ellos no eran los únicos. Una vez que se puso de pie, salió de debajo de la banca y se sacudió fuertemente, se dio cuenta de que el parque estaba vacío.

Caminó hacia la fuente y bebió un poco de agua antes de dirigirse, como todos los días, al lugar donde un hombre mayor lo recibía siempre con una enorme sonrisa. Después de un par de caricias, este le daba un plato con leche y comida, y se quedaba platicando con él hasta que se lo terminaba. Sin embargo, esa mañana, el hombre no estaba. Olfateó buscando alguna señal, e incluso rascó la puerta de madera que permanecía cerrada, pero no obtuvo ninguna respuesta. Permaneció sentado afuera de la casa por si su viejo amigo salía en algún momento. Tras un rato, empezó a sentir mucha hambre y decidió ir en busca de alimento.

Todo era muy extraño. Los lugares por donde iba caminando estaban vacíos; incluso podía cruzar las calles sin temor a ser golpeado por esos enormes aparatos de metal que le daban tanto miedo.

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Estuvo deambulando algunas horas hasta que encontró una bolsa de basura recargada en un poste. El hambre ya era mucha, por lo que decidió rasgarla con sus dientes y ver si encontraba algo para comer. Después de remover todo, apenas encontró un pedazo de pan duro y algunos huesos de pollo prácticamente sin carne.

Mientras comía, uno de esos monstruos de metal pasó rápidamente por la calle, haciendo un sonido muy fuerte y con una luz en la parte de arriba que cambiaba de colores. El susto fue tal que dejó de comer y empezó a correr sin rumbo fijo.

Detrás de un enorme cristal, las imágenes que salían de unas cajas muy extrañas lo hicieron detenerse después de haber corrido unas cuantas calles. En todas ellas podía reconocer a varios de esos seres como aquel que le daba de comer o la chica que salía a pasear con su amigo al parque. Todos usaban unos pedazos de tela muy extraños en la cara y parecían estar encerrados en unos cuartos muy pequeños. No podía comprender nada.

El sol apretaba, así que buscó una sombra bajo la cual protegerse. La encontró en una parada de autobuses que normalmente estaba llena de gente; pero que, en esos momentos, lucía igual de vacía que el resto de la ciudad. Echado, cerró sus ojos y se quedó dormido.

Un ruido lo despertó. Era el portazo de un hombre que bajó de su carro y anduvo de prisa hacia la entrada de su casa. Se puso de pie y corrió hacia él, pero no pudo alcanzarlo. El hombre cerró la puerta sin siquiera fijarse.

El día había avanzado, porque la luz del sol comenzaba a desaparecer detrás de los edificios de la ciudad. Volvió a ponerse en marcha, y tras otro buen rato caminando, vio la figura de un niño que desde una ventana miraba hacia la calle. Cuando estuvo frente a él, el pequeño volteó hacia el interior de su casa como llamando a alguien. Sin embargo, después de insistir, nadie le hizo caso, y regresó

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la mirada hacia la calle. Esta vez, en su rostro se veían algunas lágrimas. El chico se hincó y puso la mano sobre la ventana, mientras, desde afuera, una patita se posaba en el cristal, a la misma altura de su mano. La noche había caído y el cielo estaba cubierto de estrellas. Después de haber vagado durante todo el día estaba de regreso en el parque. Afortunadamente, el pequeño le había arrojado desde la ventana algo de comer, por lo cual no tenía el estómago vacío. Bebió un poco de agua en la fuente y caminó hacia la misma banca de todas las noches.

Se dejó caer debajo de la estructura de madera y dejó escapar un fuerte suspiro. Sus ojos se cerraron lentamente, y una pequeña lágrima rodó desde uno de ellos hasta el pasto. Se fue quedando dormido, deseando que, al despertar, todo volviera a ser como antes.

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P a r t e d e u n t o d oAndrea Zalles

El aire era fresco y puro. La brisa rozaba mi cara suavemente como una caricia con ternura, y mi pelo ondeaba a su merced. Las aves volaban y cantaban creando una armoniosa melodía junto al sonido de las hojas que se movían con el soplar del viento. Una sensación de infinita paz llenaba mi alma. Abrí los ojos lentamente temiendo perder esa añorada tranquilidad que no había sentido hace tanto tiempo. Me encontré sentado en una roca en las alturas de una colina, desde donde podía apreciar un escenario maravilloso: un cuerpo de agua profundo e indescriptiblemente cristalino; una serie de montañas que se perdían una tras otra en el lejano horizonte, recubiertas de árboles frondosos, verdes y sanos, que albergaban a quién sabe cuántas especies de animales; un cielo intensamente celeste en el que las nubes, blancas y ligeras, bailaban lentamente, coqueteando con el sol. Un ambiente que vivía en completo equilibrio y armonía, del que yo no me sentía un ente ajeno; más bien sentía que era parte de él, que coexistía.

Empecé a caminar disfrutando cada paso que daba y, al llegar a la cima de la montaña, una población apareció ante mis ojos. Pero ésta no era una ciudad como las que yo conocía. Lejos de ser una urbe gris, era verde; predominaban los árboles y las plantas.

La curiosidad me invadió y bajé corriendo por el sendero que se dibujaba zigzagueante. Llegué a una civilización de la que jamás había escuchado hablar o que, probablemente, era fruto de mi imaginación. Una ciudad inmersa en el mismo ambiente armonioso que me tenía tan asombrado. Los edificios estaban construidos de un material que parecía emerger de la tierra con el propósito de generar esos ambientes

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habitados por personas. Las calles y veredas, perfectamente alineadas y mantenidas, también parecían ser de un componente orgánico. La gente se movía a pie, en bicicleta o dentro de unas cápsulas que flotaban a unos decímetros del piso sin emitir sonido alguno. Era como ver personas dentro de burbujas de diferentes tamaños que se movían fugazmente sobre unas vías que se iluminaban a su paso, generando electricidad para ser utilizada en toda la ciudad.

Recorrí todas las calles que pude, observando cada detalle y rincón, y analizando el estilo de vida de aquellos humanos. La esencia de esa sociedad parecía ser la misma o muy parecida a lo que yo conocía: edificios residenciales y comerciales, transporte público y privado, parques, templos religiosos, colegios, universidades, bancos, monumentos, anuncios publicitarios, ambulancias, patrullas… El mismo concepto de ciudad. Sin embargo, la diferencia radicaba en su funcionamiento.

Llegué a lo que parecía ser la plaza principal, y un ventanal gigantesco e iluminado llamó mi atención. Me acerqué lentamente a ese edificio monumental, cuya entrada era una prominente escalinata. Me atreví a subirla y, cada tres peldaños, miraba a mi alrededor para asegurarme que no estaba entrando a un lugar restringido, pero nadie se inmutaba ante mi presencia. Cuando llegué al portal cristalino, me deslumbró un vestíbulo que nunca antes había visto. Atravesé las puertas para analizar con detenimiento el centro focal de esa antesala, de ese edificio y de toda la ciudad: un paisaje encapsulado en una enorme esfera de cristal. Se parecía mucho al lugar donde estuve antes de descubrir esta fascinante ciudad; era un ambiente vivo. En el centro de la cápsula, como elemento fundamental, se elevaba un árbol, el cual parecía ser el núcleo y eje de funcionamiento de todo ese ecosistema. Rodeé esa joya sin despegar mi vista de ella, hasta que noté unos números flotando en la parte posterior del vestíbulo. Eran cifras

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que variaban irregularmente, y gracias a un símbolo me percaté que se trataba de su divisa. Desde el momento en que me encontré sentado en la roca, viendo y siendo parte de ese ambiente perfectamente equilibrado, sentí una energía que recorría todo mi cuerpo, la cual me hizo sentir parte de ese ecosistema y se intensificó estando en ese vestíbulo. Esa misma energía fue la que me permitió entender todo y descubrir el secreto de esa sociedad desconocida: la reintegración del ser humano a la naturaleza. Los habitantes de esa ciudad generaban valor por medio de su actividad sostenible, y la misma naturaleza les otorgaba valía por medio de energía como agradecimiento por sus actos, generándose así una reciprocidad. Esta energía, que en nuestro lenguaje sería moneda, se almacenaba en su cuerpo y podía ser intercambiada por bienes o servicios con otras personas por medio de una transferencia voluntaria llamada ósmosis. El valor de esta moneda se determinaba por el estatus y sanidad del medio ambiente: mientras más equilibrado estaba el ecosistema, más valía su moneda, y la crisis económica se suscitaba al haber peligro y deterioro ambiental.

De esta manera, vivían bajo un régimen donde el uso de los recursos era responsable y la sostenibilidad era proporcional al crecimiento y desarrollo. Un nuevo sistema económico, desarrollado por humanos y regido por la naturaleza a través de la tecnología y la energía que nos conecta como seres vivos, porque somos parte de un mismo ecosistema conformando un todo.

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L a s e s t a c i o n e s d o r a d a sMontserrat García Morales

Todo cae en el tiempo sin tiempo, como hojas de otoño en el vientovagan en el silencio del concreto las memorias y los anhelosde lo que no se pudo ver.

El suspiro en pausa de los amantes,la promesa del fundir de sus cuerpos, en la indiferencia de un beso a la distancia;se consumen en los sueños sus minutos sin segundos.

Son plegarias al unísono,en los congelados céfiros del viejo Occidenteque con miedo lloran en el piso,asumiendo su naufragio sin fe.

¿Y qué será de ellos?En hambrunas y supervivencia,sus infancias en guerra y pobreza,cediendo el soplo de su sepulcro a las necias primaveras.Como lluvia en calor de verano se confrontan sensaciones en la pareden el delirio de ellos, y la esperanza de nosotrosfundiendo el sueño surrealista,la revolución de volver a ser.

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Pero son los gritos de las jacarandas de marzo,el brillo de ojos infantes,las manos desgastadas de la jornada,el bisonte de la montaña descubiertalos murmullos que de la tierra sucumbenel cielo de estelíferas añoranzas.bañados en el chorro de la primavera dorada.

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A u t o r e s

Idnar Ramo (Los Ángeles, California). Redactor creativo, guionista y publicista. Estudió escritura de guion en la Universidad de California Los Ángeles (UCLA) y Comunicación Social en la Universidad Santa María, en Venezuela. Ha trabajado como creativo para diversas organizaciones FORBES 500 en Estados Unidos. En la actualidad escribe y produce el documental Try Again, la historia de un hombre que luego de vivir en la calle pasó a competir en una dura prueba de triatlón.

Jesús Llanes Esquivel (Monterrey, Nuevo León). Se ha destacado como escritor en varios concursos, publicaciones y conferencias de producción literaria. En 2001 ganó una mención honorífica en el Certamen Nacional de Poesía de la Universidad de Monterrey (UDEM). En 2002 trabajó como editor de la revista El Caracol. En 2003 ganó el primer lugar estatal del certamen literario Cuento Sobre Rieles, en Monterrey. En 2004 obtuvo una beca para cursar un taller de narrativa con la escritora Patricia Laurent Kullick. En 2009 publicó el libro de cuentos Ciudad Ideal.

Hiram Ramsés Domínguez Balcázar (Cárdenas, Tabasco). Estudió Comercio y Finanzas Internacionales en la Universidad Popular de la Chontalpa, y desde la preparatoria comenzó a escribir poesía. En 2018 escribió y publicó por su cuenta su novela La Chica de Paraíso. Trabaja como asesor de crédito en el sector bancario, mientras prepara su próxima historia. Escribe cuentos para la revista literaria Pluma y promociona su página de literatura en Facebook: Editorial Top Secret.

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Marco Iván Vallejo Valencia (Zapopan, Jalisco). Aspirante a tecnólogo químico en fármacos en el Centro de Enseñanza Técnico Industrial. En 2018 obtuvo su primer logro por un escrito suyo con la medalla de plata en la feria de divulgación científica Infomatrix, el cual le hizo tener un lugar dentro de la antología de cuentos científicos Porque escribir también es ciencia, publicado con Conacyt, con su cuento El cronómetro del tiempo.

Ivonne Adriana Martínez Uribe (Ciudad de México). Administradora titulada por la UAM-Xochimilco. Escritora de emociones y apasionada en dejar un buen sabor de boca con sus textos en quienes la rodean. Combina sus roles cotidianos, laborales y familiares con una creación literaria aún en exploración.

Fraíne Adaly Chávez Gutiérrez (Chihuahua, Chihuahua). Escritora desde la infancia, empezó a participar en múltiples concursos estatales a partir de la secundaria, con poemas y cuentos de su autoría. Fue partícipe en eventos de escritores en diversos foros de su ciudad, en el congreso del estado y como invitada en la radio de la UACH (Universidad Autónoma de Chihuahua). Actualmente continúa con su preparación académica.

Mónica Jigó (León, Guanajuato). Comenzó a trabajar como maestra de Literatura en una preparatoria con estudiantes con poca motivación para salir adelante, lo cual la impulsó a despertarles el interés en escribir historias. Fue columnista del Periódico am de León, y ha colaborado en la revista Maxwell. Una de sus obras fue seleccionada en el Seminario para las Letras Guanajuatenses, y recibió una beca para estudiar como novelista. Hoy en día, además de sus clases de Literatura, ofrece consultas y charlas como coach de vida.

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Georgina Mendoza Zertuche (Ciudad de México). Licenciada en Ciencias de la Comunicación con una especialidad en diseño editorial y en fotografía publicitaria. Es fotógrafa y escritora en su tiempo libre.

Francisco Canale Zambrano (Hermosillo, Sonora). Estudió Medicina y la especialidad en Psiquiatría y Psicoterapia en la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). Cursa el Diplomado en Escritura Literaria, en Literaria Centro Mexicano de Escritores. Fue semifinalista en el concurso YOBIFilm Contest con el guion y dirección del cortometraje Bonsai (Montreal, Canadá, 2008), y ganador del concurso de Guion o Tratamiento Cinematográfico de Escena Uno Toma Uno, con el guion La Chata (Monterrey, México, 2011).

María de la Luz Dorantes Montes de Oca (León, Guanajuato). Licenciada en Ingeniería Civil y Maestra en Administración Organizacional por la Universidad Iberoamericana León, en 1996 y 2009, respectivamente. Estudió la carrera técnica de Fotografía en la Escuela Activa de León en 2001. Actualmente se encuentra escribiendo su primera novela. Profesionalmente está involucrada en temas de energía solar y tecnologías sustentables, así como en administración inmobiliaria. También es consteladora familiar y hace talleres y terapias individuales en esta línea.

Alberto Isaac Gutiérrez Martínez (San Luis Potosí, San Luis Potosí). Licenciado y Maestro en Antropología Social, egresado de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí y de El Colegio de San Luis A.C. A partir de 2019 comenzó a escribir textos sociológico-literarios que han sido publicados en diversos medios y revistas digitales. Fue ganador de un concurso local de mini relatos en 2020, y su proyecto

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Escritos en el limbo fue una de las propuestas ganadoras de la Convocatoria de Apoyo a Proyectos en Línea durante la Contingencia Sanitaria de la Secretaría de Cultura del Estado de San Luis Potosí (2020). Actualmente, se desempeña como asesor e investigador en dependencias gubernamentales enfocadas al rubro cultural.

Carmen Thonallich Quiroz Espinoza (Ciudad de México).

Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas, egresada de la Universidad Nacional Autónoma de México en la Facultad de Filosofía y Letras. En 2002 participó en el concurso Ellos también cuentan, con su cuento El rey y la reina de las flores, que fue publicado. Algunos de sus escritos se encuentran publicados en medios digitales, como el cuento corto AZ827/3097 y su ensayo Guanajuato Verde. Actualmente es tesista y maestra particular de inglés y español.

Ariadne Iveth Corona Palma (Chihuahua, Chihuahua). Estudiante de Criminología en el Claustro Universitario, campus Chihuahua. Actualmente se encuentra trabajando en los procesos creativos de varios proyectos.

Jesús Almanza León (Irapuato, Guanajuato). Escritor en ciernes, motivado por su propia vida después de superar el Síndrome de Gilliam Barré, que lo cambió radicalmente. Luego de quedar parapléjico, se aferró a los libros, a los mundos y experiencias que vive a través de ellos, como herramienta de superación e inspiración. Desde entonces, se estableció como propósito leer mucho más y crear historias que ayuden a otras personas en el momento correcto.

Salvador Cristerna Romo (Ciudad de México). Licenciado en Ciencias de la Comunicación, egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde imparte cátedra en la

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especialidad de Periodismo. Concluyó la Maestría en Filosofía de la Ciencia en la misma casa de estudios. Cuenta con un diplomado en Literatura y Análisis de Textos Dramáticos, por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura. Escribió reseña literaria y crítica de teatro en los diarios El Día y El Nacional. Fue fundador y coordinador de la sección ConCiencia, en el periódico El Universal. Ha publicado cuentos, artículos y ensayos en revistas dentro y fuera de México, como Complot, Examen, Sinfín, Digresiones, Solaris (Uruguay), entre otras.

Paula Ireri Pech Marín (Chetumal, Quintana Roo). Es estudiante de la licenciatura en Medicina de la Universidad de Quintana Roo, y se encuentra cursando el internado médico de pregrado en el Hospital General de Chetumal. Es aficionada de la literatura de ficción. Algunos de sus cuentos han formado parte de publicaciones como Antología de escritoras de Quintana Roo (2014) y Primera Antología de Cuento Fondo Blanco (2017).

Arturo E. Martínez Rodríguez (San Luis Potosí, San Luis Potosí). Licenciado en Relaciones Internacionales. Su experiencia laboral se ha enfocado en el desarrollo social y humano. Actualmente colabora en el diseño de proyectos sociales, a través de organismos y agencias de cooperación internacional. La literatura ha sido su forma de conectar con el mundo y generar conciencia.

Aurora Castillo Albores (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas). Licenciada en Contaduría Pública, egresada de la Universidad Autónoma de Chiapas. Miembro activo del club de escritores “Alquimia literaria”, desde noviembre 2018 en la ciudad de Mérida, Yucatán, donde actualmente reside. En Julio de 2020 publicó la antología Días de Guardar, en la que participó junto a 14 escritores. Autora y creadora del blog Lluvia de abril. Actualmente trabaja en su primer libro de cuentos.

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Mariana Karina Hernández Carrero (Ciudad de México). Estudiante de Ciencias de la Comunicación en la Universidad De La Salle Bajío, en su actual ciudad de residencia, León, Guanajuato. Desde pequeña comenzó a escribir historias como hobby, para luego pasar por el popular formato fanfiction y relatos cortos de ficción y romance. Actualmente, aparte de ser universitaria, cuenta con un canal en YouTube en el que habla de series, películas, música y libros.

Daniel Arellano González (Cuautitlán Izcalli, Estado de México). Licenciado en Comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es Gerente de Desarrollo de Recursos en Hábitat para la Humanidad A.C. y consultor en recaudación de fondos. Ha sido colaborador de la revista Médica de Arte y Cultura, y editor de la revista Énfasis Comunicaciones. Es cronista y cuentista, apasionado del realismo mágico. Publicó en 2016 su primer libro de cuentos, Infancia y cosas peores.

Miguel Ángel Jiménez Lubaggi (Cancún, Quintana Roo). Licenciado en Ciencias de la Comunicación, egresado del Tecnológico de Monterrey, Campus Querétaro. En 2018 publicó su primer libro: Huellas, un camino que lleva a Santiago, la crónica del recorrido que hizo por las reconocidas rutas de peregrinación. Algunos de sus textos han aparecido en medios digitales como Una imagen. Cien palabras, Alan X el mundo, Las Historias. Fue premiado con el 3er lugar en el II Concurso Regional de Literatura Erótica Villahermosa Apassionata.

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Andrea Beatrix Zalles Sorta (Querétaro, Querétaro). Estudió Diseño Industrial en Querétaro, adonde se mudó tras dejar su país, Bolivia. Fundó un despacho de diseño con dos compañeras de la universidad. En 2017 se fue a Barcelona, España, a estudiar un máster en Innovación y Emprendimiento. Allí encontró gran parte de la inspiración para escribir su primera novela, titulada Una historia entre batallas, publicada en México en septiembre de 2019.

Montserrat García Morales (Toluca, Estado de México). Licenciada en Comunicación por la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMéx). Ha trabajado como correctora de estilo en el Centro de Escritura de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la misma casa de estudios. También ha participado como juez en el concurso de ensayo literario “Motívate a leer”, de la LXI Legislatura del Estado de México.

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MEMORIA DE LA

PANDEMIA

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La publicación de Memoria de la pandemia, cuya distribución es y será gratuita en todos los formatos, fue posible gracias al

fondeo colaborativo entre los escritores seleccionados y a la red de alianzas editoriales y creativas del Grupo Editorial Portable.

Se terminó de imprimir el 14 de septiembre de 2020 en la Ciudad de México, a 440 años exactos del nacimiento de

Francisco de Quevedo, y con todas las medidas necesarias para acelerar el fin de la pandemia.

El tiraje fue de 350 ejemplares.

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MEMORIA DE LA PANDEMIA La cuarentena, el aislamiento, la interrogación del cuerpo, la ciudad desolada, la vida en común, las dinámicas familiares, el distanciamiento social, lo individual y lo colectivo en tensión ante un mundo incierto, son algunos de los temas que se dan encuentro en Memoria de la pandemia. Desde la crónica y el relato de ficción hasta el diario breve y la elaboración poética, este libro busca aportar una lectura múltiple y honesta de la condición humana frente a un desafío que, aún hoy, rebasa todas las interpretaciones.

Colección de textos de autores independientes

I S B N 978-1-953540-10-2

Somos una editorial creativa, flexible, dedicada a formar autores, hacer libros y encontrar lectores. Unimos la energía del start up con la experiencia sumada de un equipo de talentos en todas las áreas de la gestión editorial. Nuestra especialidad es buscar autores que inspiren, construir contenidos inolvidables y hacer libros de calidad para ser leídos en el mundo. Somos más que una editorial: somos una agencia para autores del futuro.

www.editorialportable.comContacto: [email protected]

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MEMORIA DE LA PANDEMIA

Esta edición fue el resultado de una convocatoria abierta que contó con la participación de un centenar de autores de toda la República Mexicana. Los 23 textos que conforman este libro fueron elegidos bajo criterios de originalidad, calidad literaria y pertinencia testimonial dentro de los márgenes de la contingencia sanitaria ocasionada por la Covid-19. Su intención no es otra que registrar la vida en pandemia: narrar, desde muchas miradas, un presente que se muestra inestable y complejo.

Colección de obras que se aproximan al hecho literario desde la pluralidad y la l iber tad creat iva . Con un espíritu franco y entusiasta, tiene el propósito de abrir camino a nuevas voces en el competido ámbito de la literatura contemporánea. Las historias genuinas, el ejercicio de la imaginación y el contraste de distintas formas de ver el mundo son los pilares que sostienen su razón de ser: conectar autores con lectores exigentes y curiosos.