Memoria y Ficción en La Casa Grande Por JRodríguez
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Por: H. James Rodríguez Historia, memoria e identidad Profesor: Guillermo Bustos
Sobre la memoria reconstruida en la ficción. La masacre de las bananeras en La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio
…repudiaban la patraña de los trabajadores acorralados en la estación, y del tren de doscientos vagones cargados de muertos, e inclusive se obstinaban en lo que después de todo había quedado establecido en los expedientes judiciales y en los textos de la escuela primaria: que la compañía bananera no había existido nunca.
Gabriel García Márquez. Cien años de soledad.
En una Historia como la Colombiana, en la que el olvido es una sistemática y
macabra herramienta del poder instituido de la oligarquía, la literatura es la encargada, en
muchas ocasiones, de hacer entrar en la memoria los eventos históricos que a las
instituciones se les quedan extrañamente por fuera. Es bastante sistemático que esos
eventos olvidados pertenezcan indefectiblemente a la historia de las luchas sociales: no
tenemos en este país una historia revolucionaria como la mexicana, ni una figura de
referencia tan fuerte como Eloy Alfaro en Ecuador. A Jorge Eliécer Gaitán (héroe real de
esta historia que parece de ficción1) la memoria histórica le concedió un lugar miserable en
los billetes colombianos de más baja denominación, una pequeña placa en una fachada de
la av 7ª de Bogotá y el nombre de un teatro capitalino. “La masacre de las bananeras”, el
1 Pues fue el abogado defensor y el memorialista de los obreros masacrados.
evento que nos ocupa, yace oculta en las hiperbólicas páginas de Cien años de soledad,
esperando que a algún colombiano se le ocurra dejar de idolatrar al premio Nóbel y le
conceda la lectura de su obra más importante.
Pero, más triste aún, a Álvaro Cepeda Samudio ni siquiera un premio lo salva del
olvido de su obra La casa grande2, a pesar de su vanguardista forma y de la profundidad
de su contenido, que estarían a la orden de un maestro en artes escénicas que pudiera
llevarla a los grandes públicos, o de un docente en educación media comprometido con la
memoria de “su patria” y que se permitiera compartir a sus alumnos la historia olvidada
de los obreros de la United Fruit Company masacrados en 1928. En estas líneas buscaré
aportar algunas reflexiones críticas que nos permitan entender de qué manera(s) la
literatura, y esta novela en particular, pueden conjurar el olvido sistemático y
(des)institucionalizado de al menos este suceso histórico, “la masacre de las bananeras”.
Los marcos sociales de la memoria3 en la novela
Aunque no nos refiramos a seres reales, los personajes de la novela están inscritos
en marcos sociales que les permiten (re)construir su memoria. La familia, el ejército, el
pueblo (como comunidad y como espacio geográfico) enmarcan, en el relato contado en
La casa grande, los mundos de los personajes. La novela está organizada por capítulos
que demarcan claramente estos mundos: “los soldados”, “la hermana”, “el padre”, “el
pueblo”, “el hermano” y “los hijos”; además de los capítulos “el decreto” (en un marco
obviamente jurídico), “jueves”, “viernes” y “sábado” (que terminan de estructurar la
novela en marcos psicológicos).
2 Todas las referencias son tomadas de Álvaro Cepeda Samudio, La casa grande, Barcelona, Plaza y Janés, 1974 3 Maurice Halbwachs, Los marcos sociales de la memoria, Barcelona, Anthropos, 2004.
Cada uno de los personajes está inserto en un espacio-tiempo y en una (o varias)
institución(es) que le permite(n) construir su relato: el de los soldados es el del diálogo
entre dos de ellos, que se refiere constantemente a las órdenes que les dan sus superiores;
la institución del ejército es su marco social más evidente, aunque el diálogo se dé en un
presente que no está reconstruyendo necesariamente un pasado: “–El teniente no sabe
nada. –Eso sí es verdad” (P. 9). El relato de los hermanos, del padre y de los hijos se
enmarcan en la institución de la familia; el del pueblo constituye un marco social general
para todas las voces narrativas de la novela.
Sin embargo, y para no quedarnos en este fangoso mundo de la ficción, de lo que
hablamos es de un ser real, el autor Cepeda Samudio, prestándole a sus personajes una
memoria que se permite fraccionarse para re-crear una memoria individual (el niño que
vivió la masacre a los 8 años en Ciénaga, Magdalena), volviéndola diversa en sus
personajes, y que crea imágenes con el rigor de saberlas inscritas en las instituciones que,
al decir de Halbwachs, “podemos relacionarla(s) con otras instituciones, diferenciar sus
partes y comprender la naturaleza de sus funciones”. Este autor de ficción reconstruye
una memoria que se desarrolla, como la de la Historia o la del relato testimonial, dentro
de unos marcos sociales que, de otra forma no le permitirían funcionar. Pero todo esto es
posible sólo dentro de las reglas de la narrativa de ficción que obvian la cientificidad del
relato, su veracidad, el “yo estuve allí” de Paul Riccoeur4. Pero ¿de qué manera sucede
esto?
El héroe épico, el héroe del dialogismo, el héroe de la metáfora entonacional
4 Paul Riccoeur, “Definición de la memoria desde un punto de vista filosófico” en Varios, ¿Por qué recordar?, Barcelona, Granica, 2002.
El “yo estuve allí” de Cepeda Samudio está documentado en su acta de nacimiento,
en alguna biografía o semblanza, en la memoria histórica del Magdalena o en la de su
amigo y contertulio García Márquez que lo recuerda del grupo de Barranquilla; no así los
personajes de La casa grande que se dan el lujo de ni siquiera tener nombre y a los que
nadie se le ocurriría preguntarles si su relato es verídico. La ficción, aunque sea de la
llamada narrativa histórica, tiene licencia para crear sus verdades desde la verosimilitud
que no desde la cientificidad. Sin embargo la novela en particular tiene la posibilidad de
crear héroes épicos al igual que, según John Beverly5, lo hace el relato testimonial. La
hermana de La casa grande representa, de la misma manera que Rigoberta Menchú, el
drama y la memoria de todo un pueblo. La lucha de los obreros de la United Fruit
Company era la de un pueblo que buscaba el cambio, “la voz de la hermana […] no se
somete a la autoridad del padre cuyo discurso se identifica con el mundo oficial”.6 Al
levantarse contra su padre, terrateniente bananero y por tanto partidario del régimen
establecido, la hermana es la heroína épica de la novela. Es clave la escena en la que
levanta su voz subversiva por primera vez:
“cuando golpeó a la Hermana por segunda vez, había también
sangre del Padre humedeciendo el barro seco y ya rojo que cubría las
correas. No había necesidad de las palabras, pero fueron dichas de todas
maneras: no por el padre; por ella. Como si hubieran estado dentro de ella
hacía mucho tiempo, aún anterior a este tiempo cuando no tenían compañía
y estaban las palabras solas dentro de su cuerpo flaco y tenso. Las dijo una
5 John Beverly, “Anatomía del testimonio”, Del lazarillo al Sandinismo, Minesota. 6 Robert L. Sims, “La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio. Novela, historia y multiplicidad de voces” en Asociación de Colombianistas Norteamericanos, De ficciones y realidades. Perspectivas sobre literatura e historia colombianas, Bogotá, 1989.
por una, calmadamente, creciendo la frase tremenda a medida que le iba
agregando palabras”. (P. 38).
No se levantó sólo una mujer contra su padre, fue el pueblo entero que busca el
cambio, fue la lucha obrera que esperaba mejores condiciones de vida, fue una metonimia
familiar de la realidad de todo un pueblo (de la clase obrera al menos) que esperaba ser
gobernado por el caudillo Jorge Eliécer Gaitán después de un siglo de guerras y de
gobiernos conservadores.
Sin embargo, no sólo la hermana era la heroína (como en la épica clásica un
Aquiles), habría por el contrario un héroe del dialogismo7, de la polifonía, que estaría
representado en la memoria fraccionada del autor, en una clara reproducción de su discurso
ideológico. Esta memoria re-creada está simbolizada en el diálogo de los hijos que deben
decidir sobre cual régimen continuar su vida: si el viejo régimen hacendatario de su abuelo,
reproducido por su tía, o el nuevo que representa su madre sublevada; un héroe
representado además en los soldados en continuo debate: el alienado seguidor de las
órdenes de los superiores o el crítico que se pregunta constantemente por su lugar en la
masacre:
“–No oíste lo que dijo el teniente: no quieren trabajar, se fueron de
las fincas y están saqueando los pueblos.
–Es una huelga.
–Claro: y por eso nos mandaron.
–Eso es lo que no me gusta. Nosotros no estamos para eso.
–No estamos para qué?
7 M. M. Bajtin, Estética de la creación verbal, México, Siglo XXI editores, 1985.
–No estamos para acabar con huelgas.
–Nosotros estamos para todo. A mí me gusta haber venido. Yo no
conozco La Zona. Y estar en comisión es mejor que estar en el cuartel: no
pasan revista, no te llaman a relación, no te pueden meter al calabozo. (P.
8).
La memoria del autor representando creaciones ficcionales que sin embargo
sigue siendo fiel a la memoria del niño que presenció la masacre y tuvo que vivir en
lo sucesivo; que tuvo que imaginar los posibles diálogos y reproducirlos con la
verosimilitud propia de la obra de arte; que debió trabajar su memoria para permitir
la entrada de imágenes que transformaran lo que hasta entonces no podían ser sino
huellas, recuerdos sin forma. El héroe del dialogismo, esta vez en la forma de
narrador omnisciente, tuvo además que reconstruir un espacio geográfico fijado en
recuerdos:
“A medida que el pueblo se aleja de La Estación hacia el
centro, hacia la plaza ancha y la iglesia, las casas y las calles se van
agrandando y la vida se detiene y se aquieta. Alrededor de la iglesia
viven los dueños de las fincas: tres familias que han casado a sus
hijos, y a los hijos de sus hijos, entre sí. Y a cada muerte urge un odio
nuevo y las grandes plantaciones se van desmembrando y las casonas
grandes de gruesas paredes de mampostería se van haciendo más
inquebrantables y se van quedando más solas.” (P. 85).
La reconstrucción del espacio es, como vemos, al mismo tiempo una reconstrucción
de los gestos ideológicos: la sociedad cerrada de los hacendatarios reproduciéndose a la
manera de las dinastías monárquicas. La literatura permite representar, a manera de
metáforas elaboradas, toda la compleja configuración de los marcos sociales de la
memoria. En este caso vemos que sucede a través de descripciones espaciales, pero
también, como se lee en los ejemplos anteriores, en la gestualidad de los soldados, en la
sublevación de la Hermana o en la negación del Hermano a perpetuar la ritualidad del
patriarca (siendo un afeminado resistente que no quiere encargarse de “los negocios de la
familia”). Mientras otros discursos, especialmente el de la historia8, se detienen a mostrar
datos reales que permiten la reconstrucción de una memoria histórica que da cuenta de una
realidad comprobable, la literatura se ocupa del drama humano que está detrás de
situaciones sociales dramáticas y crea para tal caso metáforas gestuales9 que interpretan e
interpelan la realidad más allá de la significación meramente lingüística de las palabras.
Importa el qué se dice, pero también el cómo se dice y, en este caso en particular, también
lo que no se dice o lo que se cambia de la realidad oficial. Veamos:
La literatura en sí misma como institución y como marco social de la memoria
Aunque, como vimos en este análisis de La casa grande, la literatura, a diferencia
de La Historia, se puede permitir una holgada licencia para desentenderse de la veracidad
de los datos proporcionados, es claro que en el caso de la masacre de las bananeras Cepeda
Samudio se toma una licencia aún más audaz que las que se podrían ver en otros ejemplos
de novelas históricas. Se reproduce el decreto con el que los obreros son masacrados
oficialmente, pero varios de los datos del texto original son cambiados o, si se quiere,
ficcionados: el decreto original está fechado el 6 de diciembre de 1928 mientras el de la 8 Por ejemplo sobre los eventos socioeconómicos que explican la huelga ver: Posada Carbó, Eduardo. “Progreso y estancamiento 1850-1950”, en Varios. Meisel Roca, Adolfo ed.. Historia económica y social del caribe colombiano. Uninorte-Ecoe. 9 Ídem. Ver además, M. M. Bajtin, La palabra en la vida y la palabra en la poesía. Hacia una poética sociológica. México, Siglo XXI editores, 2000.
novela es del 18 de diciembre; el original está firmado en Ciénaga y el de La casa grande
en Magdalena. La pregunta es por qué y las respuestas pueden ser tan diversas que podrían
ser cabalísticas o simplemente pensar en una mayor cercanía al final del año10 1928 (con lo
que esta novela sería claramente la representación de un cambio de sistema sustentado en el
tiempo cósmico, el año nuevo como renovación o cambio de tiempo). Esto para el caso de
la fecha. Así mismo, podríamos preguntarnos por qué Magdalena y no Ciénaga. La
respuesta podría ser que la tragedia fue de toda La Zona y no de un pueblo en particular o
que el nombre Guacamayal usado por el narrador en vez de Ciénaga era “más aborigen”
como pensaría alguno de los norteamericanos de la asociación de colombianistas…
Sin embargo, tengo para mí que, como intenta ver Raymond Williams11 para esta
tradición literaria o como afirmaba Octavio Paz12, la literatura vive de su propia tradición y
es una institución en sí misma. Por lo tanto, me atrevo a afirmar que como tal constituye un
marco social y que, aún más, genera una memoria propia para quienes nos inscribimos en
ella como lectores asiduos. Parece más que nada una ironía macabra que en esta novela no
se “respeten” los datos “oficiales” de la historia y que sólo 5 años después de publicada La
casa grande (1962), García Márquez se inventara, en Cien años de soledad (1967), un
aguacero de 4 años que borrara del recuerdo (salvo del que conservara el último Aureliano
Buendía) dicha masacre. Algunos años atrás, otro escritor costeño, Manuel Zapata Olivilla,
había iniciado el relato épico de los pueblos africanos que llegaron al Caribe y no hay, sin
embargo, historia más olvidada que esa. ¿Acaso la literatura de la costa norte colombiana
no es más que una repetición de olvidos condenada a cien años de soledad, a pesar del
premio Nóbel de Gabito? Por lo menos la literatura parece no quererse olvidar a sí misma.
10 De ficciones… 11 Ídem. 12 Octavio Paz, El arco y la lira, México, F.C.E., 1979.