Mensajera del Diablo, de Misterios de la vida diaria por Jorge Ibargüengoitia

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MENSAJERA DEL DIABLO La edad de piedra La edad de piedra a que voy a referirme en este artículo no es la que todos conocemos. Ni es aquella (sic) en la que todos los instrumentos eran de piedra, ni está situada en la antigüedad, ni podemos decir que haya quedado atrás, “excepto por algunos vestigios que todavía existen en la colonia Progreso del Pueblo”. No. La edad de piedra que me interesa por el momento es peor: es recurrente y la piedra del título no tiene nada que ver con los instrumentos que tenemos en las manos, sino con el cerebro que tenemos en la cabeza. La edad de piedra es esa temporadita que nos viene de vez en cuando en la que según toda evidencia tanto nuestra mente como la de las personas con quienes tenemos tratos funcionan como si fueran de piedra. Es decir, no funcionan. Al entrar en la edad de piedra hay quien dice: “¡No doy una!” O bien: “Con cierta clase de personas no se puede entrar ni en baño, porque pierden el jabón”. La edad de piedra es cíclica y probablemente tenga que ver con la posición de los astros. Se manifiesta por la aparición en escena de un personaje que se puede llamar “el Mensajero del Diablo”. Voy a poner ejemplos. Uno de los Mensajeros del Diablo más antiguos que recuerdo era un alma de Dios. Un señor que había conocido a uno de mis compañeros de despacho —eran mis tiempos ingenieriles— nada menos que en misa de ocho. Ambos eran de la Congregación Mariana. El mensajero del diablo era finito, verdioso, tenía un bigotito negro y un saco a cuadros café con leche. Entró en el despacho una tarde a pedir nuestra ayuda. Éramos cuatro los que estábamos sentados en ese momento frente a los restiradores. Cuatro los que lo vimos entrar, cuatro los que lo oímos hablar, y cuando él se fue, los cuatro estuvimos de acuerdo en que el recién salido era un perfecto idiota… Pero aquí entra la influencia de los astros y la fatalidad de la edad de piedra, los cuatro aceptamos el trabajo que nos dio. Consistía en lo siguiente; el hombre había inventado un mueble que, según la posición de sus partes, podía servir alternativamente de sofá, cama, ropero, mesilla de noche, escritorio y mesa de planchar, y quería que nosotros, que éramos estudiantes de ingeniería y que vivíamos de dibujar a destajo, hiciéramos un plano de este aparato, en papel manila y tamaño natural. Una semana pasamos los cuatro agachados sobre una superficie de papel manila que cubría la mitad del piso del despacho, dibujando en rojo lo que correspondía al ropero, en azul lo que era la cama, verde la mesilla de noche, morado el escritorio y así sucesivamente.

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Fragmento de "Misterios de la vida diaria", del periodista, escritor, cuentista y dramaturgo mexicano Jorge Ibargüengoitia. De sus columnas escritas para el periódico El Excélsior (México, D.F.).

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MENSAJERA DEL DIABLO

La edad de piedra La edad de piedra a que voy a referirme en este artículo no es la que todos conocemos. Ni es aquella (sic) en la que todos los instrumentos eran de piedra, ni está situada en la antigüedad, ni podemos decir que haya quedado atrás, “excepto por algunos vestigios que todavía existen en la colonia Progreso del Pueblo”. No. La edad de piedra que me interesa por el momento es peor: es recurrente y la piedra del título no tiene nada que ver con los instrumentos que tenemos en las manos, sino con el cerebro que tenemos en la cabeza. La edad de piedra es esa temporadita que nos viene de vez en cuando en la que según toda evidencia tanto nuestra mente como la de las personas con quienes tenemos tratos funcionan como si fueran de piedra. Es decir, no funcionan. Al entrar en la edad de piedra hay quien dice: “¡No doy una!” O bien: “Con cierta clase de personas no se puede entrar ni en baño, porque pierden el jabón”. La edad de piedra es cíclica y probablemente tenga que ver con la posición de los astros. Se manifiesta por la aparición en escena de un personaje que se puede llamar “el Mensajero del Diablo”. Voy a poner ejemplos. Uno de los Mensajeros del Diablo más antiguos que recuerdo era un alma de Dios. Un señor que había conocido a uno de mis compañeros de despacho —eran mis tiempos ingenieriles— nada menos que en misa de ocho. Ambos eran de la Congregación Mariana. El mensajero del diablo era finito, verdioso, tenía un bigotito negro y un saco a cuadros café con leche. Entró en el despacho una tarde a pedir nuestra ayuda. Éramos cuatro los que estábamos sentados en ese momento frente a los restiradores. Cuatro los que lo vimos entrar, cuatro los que lo oímos hablar, y cuando él se fue, los cuatro estuvimos de acuerdo en que el recién salido era un perfecto idiota… Pero aquí entra la influencia de los astros y la fatalidad de la edad de piedra, los cuatro aceptamos el trabajo que nos dio. Consistía en lo siguiente; el hombre había inventado un mueble que, según la posición de sus partes, podía servir alternativamente de sofá, cama, ropero, mesilla de noche, escritorio y mesa de planchar, y quería que nosotros, que éramos estudiantes de ingeniería y que vivíamos de dibujar a destajo, hiciéramos un plano de este aparato, en papel manila y tamaño natural. Una semana pasamos los cuatro agachados sobre una superficie de papel manila que cubría la mitad del piso del despacho, dibujando en rojo lo que correspondía al ropero, en azul lo que era la cama, verde la mesilla de noche, morado el escritorio y así sucesivamente.

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Como cada operador tenía a su cargo una manifestación del mueble y como cada uno dibujó partiendo de una orilla hacia el centro del papel, no nos dimos cuenta sino hasta el final, de que dos habíamos dibujado el mueble como si lo estuviéramos viendo en un espejo, mientras que los otros dos habían puesto lo que estaba a la izquierda a la derecha y viceversa. Es decir, tuvimos que ir a comprar más papel y repetir el dibujo. Al cabo de dos semanas de trabajo fuimos a entregar el dibujo. Estábamos de tan mal humor que le cobramos a nuestro cliente lo que entonces parecía una fortuna. Al oír nuestro precio, él se puso más verde todavía y las manos le temblaban cuando abrió una cajita de Olinalá en la que guardaba el dinero. Pero no escarmentó. Antes de retirarnos nos encargó otro trabajo, que consistía en dibujar, a escala tres veces la natural, el plano de un apagador de luz eléctrica. No pudimos resistir el pedido y seguimos en la edad de piedra. Los Mensajeros del Diablo tienen manifestaciones muy diferentes. A veces son empleados humildes, a veces millonarios, pero siempre nos mandan a la edad de piedra. Uno de los más admirables que recuerdo era mujer. Yo tenía un empleo que consistía en formar una biblioteca para una escuela de verano. No era gran cosa. Con los libros que había se llenaban tres estantes. Sin embargo, algunas personas insistieron, y yo me dejé convencer, que era indispensable contratar a una persona que se encargara de la biblioteca, hiciera catálogo, pusiera los libros en orden, y que una vez comenzadas las clases, entregara a los estudiantes los libros que pidieran y tuviera cuidado de recogerlos más tarde y volver a ponerlos en su lugar. La persona que contraté era la Mensajera del Diablo. Era una gorda, con el pelo caoba y labios en forma de corazón pintados color magenta. Era experta en biblioteconomía. El primer día que se presentó a trabajar llevaba bajo el brazo un libro de esta materia, que consultaba con frecuencia. Tenía algo en su aspecto que daba mala espina, sin embargo, la dejé trabajar sin interferencia. Dos meses pasó la Mensajera del Diablo abriendo libros, escribiendo numeritos, poniendo etiquetas, etcétera. No me hubiera nunca dado cuenta de las barbaridades que hizo si no es porque lo que me daba mala espina en su aspecto era que lo que parecía gordura era en realidad embarazo. El día en que iniciaron las clases y se inauguró la biblioteca, dio a luz. Mientras la bibliotecaria se “aliviaba” yo me metí en los libros y descubrí que para catalogar los que estaban en aquellos tres estantes había utilizado el sistema usado en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, que permite clasificar los libros hasta en mil maneras. Los casos más notables de esta clasificación que encontré: El Periquillo Sarniento (b-302.0001) (Patología Animal); Crimen y Castigo (H/c-067.00002) (Criminología). (28-vii-72.)