Mis cortos cuentos favoritos finales sorprendentes, cuentos para pensar - Laura Pérez Caballero.pdf

8/17/2019 Mis cortos cuentos favoritos finales sorprendentes, cuentos para pensar - Laura Pérez Caballero.pdf

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Para las per sonas más

mpor tantes de mi vida, mis

padres, mis hermanos y por

supues to mi mar ido y mi hi ja.



Laura Pérez Caball ero



Dale a compart ir

Toda su vida había s ido uncompartir e intercambiar.

Compartieron sus cumpleaños ,

porque nacieron el mismo día.

Compartieron hospi tal y has ta

habitación.

A los s iete años



ntercambiaron su sa l iva, con una

promesa, en la palma de sus

manos y a l os doce , más

val ientes , se l laron de igual forma

su amistad pero con sangre.

Compar tieron escuela, c lase y

profesores. Compartieron juegos,

compar tieron trampas , pel eas y

reconciliaciones.

A los quince intercambiaron de



nuevo su sal iva pero, es ta vez, de

boca a boca. A los dieciocho

ntercambiaban fluidos

corporales y a l os treinta anil los

Compartieron piso, cama y

facturas . Problemas , dinero y

disgustos, penas y al egrías .

Intercambiaron ayudas cuando

más se neces i taron el uno al otro

Compar tieron despedidas y



viaj es. Dolores y pérdidas.

Intercambiaron lecturas , ideas

y opiniones .

Compartieron amigos y

enemigos e intercambiaron fies ta

por descansos cuando fueron

pasando los años.

Compar tieron el vér tigo del

pr imer hi jo, baberos y pañales

sucios.



Intercambiaron cr í ticas

despiadadas en salvajes

discusiones.

Compartieron noches en vela,

anécdotas y reproches .

Intercambiaron papeles, pero

nunca hubo terceros .

Compartieron el masticar lento

de los días amargos que parecí an

destinados a separarl os.



Intercambiaron la solución a

su rutina y volvieron a comparti r

a pasión que les había unido.

Y, a l final , cuando ya rayaban

os noventa y el la apenas podía

compartir más que unos pocos

recuerdos le janos, robados al

al zhéimer, él quiso que su vida

acabara como había empezado,

compartiendo e intercambiando.



Por la noche, cuando el hi jo se

había ido tras l a visi ta a l a que

su padre l e había invi tado, él

metió l a estufa de gas en la

habitación.

Acos tó a su mujer en la cama y

uego dejó abierta la espi ta por

a que se escapaba susurrante el

gas.

Se tumbó al lado de su mujer,



metiéndose entre las sábanas

frí as del invierno.

Entonces , sin deci r palabra y

hasta que les venció el sueño

ntercambiaron sus miradas.

Luego, como dos colegiales en

su primer día de clase,

compar tieron su úl timo viaje a lo

argo de la avenida que les

levaba a su nuevo hogar.



El olor de la muerte

Olía l a muer te. Desde niña.Era un olor cí tri co, casi como si

ol iera a l impio. Llenaba su

pi tui tar ia en el momento más

nesperado, si empre cerca de

alguien que iba a mor i r.

Alguno podr ía considerar lo un



don. El la lo veía más como un

castigo. Odiaba tener que dar l a

mano a las personas que l e

presentaban, viajar en tren o

autobús y, sobre todo, as istir a

funerales repletos de personas de

avanzada edad.

Había predicho la muer te de su

padre y uno de sus hermanos,

esas entre las más cercanas y



dolorosas. El res to, sería

mposible contar las.

Cuando el olor l legaba, l o

lenaba todo, tapaba cualquier

otro, no daba la posibi li dad de

escapar de él . No importaba lo

que el la se apartara, acababa

sucediendo. Tuvo que aceptar lo;

no era l a culpable.

Y, cada vez, su ol fato se



volvía más fino.

Si la dej aran en un campo de

batal la perdería el ol fato, tal

ser ía la saturación.

Todos veían la muer te como

una acefal ía, s in orden ni

concier to, pero el la sabí a que no

era así que, ésta, por taba

consigo una agenda, inamovible

fluida, para no olvidarse nunca



de quién iba pr imero que quién.

A veces, a lgunos se colaban.

La l lamaban con tal fuerza y

desesperación, que, a pesar de

ener esa fama de mal igna, e l la se

compadecía y les hacía un hueco

entre sus apretadas ci tas. Si de

verdad era su hora , si no les

sentía dudar en el úl timo

momento, el la no dej aba de



pasarse a corresponder a sus

ruegos. Luego, seguía implacable

en su trabajo.

Si en algo nos hacía iguales

era en el hecho de que,

ndefectiblemente, fuera persona,

animal o planta, todo ser vivo

acababa perteneciéndole.

Desnuda, de noche, en su

echo de sábanas color azul y



uegos apasionados, e l olor se

coló en su nar iz y la hizo

abrazarse a l cuerpo que

reposaba, ignorante de todo, a su

ado después de haber la amado.

Le parecía que había s ido suyo

durante muy poco tiempo. No

podía l levárselo tan pronto.

Preguntar por qué, no iba a

servi rl e de nada, tampoco



suplicar. Lo sabía.

Tan sólo apretó su cuerpo

contra el de él , aún vivo y

apetecible, tratando de re tener le

unto a ella en un intento

desesperado de ganar a quien

nadie podía vencer.

Rayando el amanecer, cuando

a no l e quedaban lágrimas, e l

olor se fue intensi ficando. Y sólo



entonces , agradecida, se dio

cuenta, ya desvaneciéndose como

el humo en el ai re, de que no era

el olor de él el que estaba

respirando.



El correo

El hombre se l evantó de lacama del hospi tal . Por fin, el

médico había decidido dar le el

alta y podía volver a casa.

Amenazaba tormenta y su

madre había venido para

acompañarl e a casa, a pesar de



que, él , había i nsi stido en que no

hacía fal ta.

Le habían amputado el brazo

derecho a l a al tura del codo y

dos dedos de l a mano izquierda:

el índice y el meñique. Todo e l lo

genti leza de un regal i to acopl ado

a l a puer ta de entrada de su casa.

— ¿Cómo vas a apañarte

ahora?— preguntó agónica la



madre. Por eso, él no quer ía que

estuviera all í .

— No voy a labrar campos con

azada, madre— bromeó él .

Se apañó bas tante bien para

sacar la pequeña bolsa de lona

del armar io, es trecho y oxidado,

dejar la sobre la cama. Le costó

más convencer a su madre para

que le dej ara recoger y ocuparse



de sus cosas.

Fue al baño y recogió con

dedos débi les y temblorosos,

cubier tos de vendas que ol ían a

des infectante, l a pasta de dientes

el cepi l lo y un frasco de

desodorante. Se vio reflejado,

durante un segundo, en el espejo

del baño y apartó rápidamente l a

mirada.



La madre l e ayudó a ponerse e

abr igo con cuidado.

A la puer ta de l hospi tal , el la

nsistió en que cogieran un taxi,

pero él le di jo que prefer ía i r

andando a casa.

— Está destrozada, tendrás qu

quedar te un tiempo en la mía.

Además, así como estás…

Al fin, él cedió para no



preocupar la más y, a cambio, le

pidió que le dejara visi tar solo

su casa reventada.

A regañadientes , l a madre se

cogió un taxi y él caminó

entamente, sintiendo el ai re

fresco contra su piel por pr imera

vez en muchos días.

Llegó a su bar r io, a su por tal ,

a l a pl aca del buzón con su



nombre escr i to.

Forcejeó como pudo con la

lave en la cer radura hasta

conseguir abr i rl o; no era fácil

con sólo tres dedos en la mano

zquierda y, encima, siendo

diestro.

El buzón es taba a tes tado de

facturas y propagandas. Entre los

papeles, destacaba uno de color



crema, con aspecto sucio.

El hombre lo desdobló y

observó las grandes l etras

escr i tas con rotulador negro.

Él, que s iempre había si do un

hombre de costumbres y rutinas ,

recordaba cómo, aquel día, al

contrar io que los demás, no se

había detenido a abr i r el buzón

para recoger el correo antes de



subir a casa . Ese día tenía pri sa

, hoy, ni siquiera sabía por qué.

No se dio cuenta de que

loraba has ta que una l ágrima

cayó sobre e l papel , di luyendo

entamente, la tinta que formaba

a palabra: bomba.

El chico con camiseta verde



— ¡Mamá!

La madre desper tó asustada y

uvo que centrarse antes de darse

cuenta de que era su hi ja l a que

lamaba desde su habi tación.

Avanzó un poco mareada por e

pasi l lo y al l legar vio a la niña

ncorporada en la cama. Había

encendido l a l uz. Llevaba un par

de días enferma y cada vez tenía



más fiebre.

— ¿Qué pasa, amor?

La niña apuntó hacia los pies

de l a cama.

—Ese chico, que está

empeñado en que me vaya con él .

La madre gi ró l a cabeza hacia

el lugar de forma instintiva. No

había nadie, claro.

— ¿Qué chico?—Preguntó por



nercia.

—Pues, ése, ¿no le ves? Lleva

una camise ta verde.

“Es la fiebre”, pensó la madre

pero no pudo evi tar un

escalofrío.

—Anda, acuéstate—le di jo

empujando suavemente sus

hombros y tapándola con las

mantas—.Estás ardiendo, voy por



a medicina, verás cómo te pones

mejor.

La madre sa l ió de l a

habi tación. Dejó l a luz

encendida, no quer ía que l a niña

se durmiera has ta que no tomara

a medicación. Al enfi lar el

pasi l lo se detuvo en seco. El

corazón le subió hasta la boca.

Había a lguien al fondo. Encendió



a luz y la forma se transformó en

el perchero de pie. ¡Qué tonta

había s ido! La historia de la niña

e había influido demasiado.

De vuel ta a l a habi tación de l a

niña, encontró l a cama vacía. Por

más que buscó no hal ló ras tro.

Tampoco la pol icía. Al cabo de

un mes ya apenas buscaban, e l

caso se i ba apagando.



La madre tomó la decisión a

medianoche. Se levantó de su

cama y se metió en la de l a

pequeña. Se quedó quieta,

agazapada entre las mantas y

atenta a los pies de la cama

has ta que aparec ió un muchacho.

Llevaba una camiseta verde y

sólo l e di jo: Ven.



Rut inas que matan

Ell a se bajó del tren y caminópor el andén número seis hacia

él , que esperaba impaciente,

mirando a su al rededor de forma

ndiscreta, tratando de

ocali zarl a entre el barull o de

gente.



Tuvo que l legar a su lado para

que él posara sus ojos sobre el la

, aún así , no dio señales de

reconocerla.

—Miguel , soy yo, Verónica—

se rió el la.

Él enarcó las cej as i ncrédulo.

Se dejó abrazar y arrastrar

por aquel la mujer que decía ser

Verónica , l a misma que le había



abandonado tres años antes , sin

una sola expl icación y, hacía

cuatro días, lo había l lamado

contándole que volvía a la c iudad

que l e gustaría darl e otra

oportunidad.

Él no lo había dudado, nunca

había si do un hombre

voluntar ioso y el la ni tan siquier

e había preguntado si había



rehecho su vida con otra persona

¿Para qué? El la sabía que no, era

así de simple.

Verónica ya no era castaña,

ahora su pelo era rubio platino,

sus ojos parecían mucho más

grandes con aquel la raya negra

pintada y sus labios eran mucho

más carnosos. Había adelgazado

vestía mucho más provocativa



que hacía tres años . Mucho más ,

observó Miguel .

Subieron en el coche de é l y

el la no dejó de par lotear en todo

el trayecto hacia la casa. Que

cómo había cambiado esto, que

cómo había cambiado lo otro…

Parecía entusiasmada y no dejó

de sonreí r hasta que Miguel abr ió

a puerta del pi so.



Ahí, su cara cambió. Su boca

nueva se abr ió como si se le

fuera a caer al suelo e l l abio

nfer ior y, con un hi l i l lo de voz,

sentenció.

—Aquí no ha cambiado nada.

Comenzó a deambular por el

piso con ojos de espantada,

observando el j ar rón con las

flores , marchi tas , que él le había



regalado para su cumpleaños de

hacía tres años, como todos los

cumpleaños. En la cocina, e l

mismo cal endar io del día que se

había marchado, del año y del

mes . En la habi tación la cama

deshecha, las sábanas… Verónica

se tapó l a boca en un ges to

asqueado y l leno de horror.

Se acercó a la cabecera para



evantar la almohada del lado en

el que e l la dormía. Sacó un trozo

de papel y leyó pál ida la primera

es trofa: “Quer ido Miguel , me

ahogo aquí , neces i to que algo

cambie, estoy har ta de esta

rutina…”

Verónica sal ió de la

habi tación dando traspiés, pasó

frente a Miguel s in mediar



palabra y abandonó la casa.

Miguel cer ró la puer ta que e l la

había dejado abier ta, fue a l a

habi tación y recolocó l a

almohada que aquella impostora

había movido. Se alegró de que

se hubiera ido,no le hubiera

gustado que Verónica hubiese

legado a casa en aquel momento

se hubiera encontrado al l í a



aquel la mujer. Desde l uego,

habr ía estropeado todo después

de tanto empeño como é l había

puesto en mantener todo igual

para cuando el la volviera.

El ángel de la guarda

Vivía en un poblado, en una

pequeña chabola destar talada y



raquí tica a l as afueras del

érmino municipal ; abandonada

por la sociedad y recogida por la

suciedad de unos padres que no

habían conocido más que

miserias.

Ella apenas tenía sei s años y

a sabía que aquel las his tori as

que contaba su padre sobre su

estancia en lejanos y exóticos



ugares como la pampa o el

Kil imanjaro no eran más que

fruto de sus a lucinaciones

alcohól icas, al igual que todos

aquel los concier tos que había

dado en la orques ta s infónica con

aquel viejo violín recogido en

cualquier escombrera plagada de

basura, o todas aquel las

pel igrosas aventuras de las que



siempre sal ía i l eso gracias a l a

protección de su ángel de la

guarda.

—Pero ¿de verdad existe?—

preguntaba la niña abr iendo

mucho los ojos. Aquel la e ra l a

parte de las histor ias que más le

gustaba, cuando e l padre hablaba

del ángel . Aquel ser aparecía

ante sus ojos como el salvador de



su mísera vida, como la figura

que conseguirí a sacar les de

aquel la vida sucia, entre gri tos y

peleas porque nunca tenían nada

para comer. El poco dinero que

conseguían se iba en vino.

—Claro que sí— aseguraba el

padre—. Lo que pasa es que no

es como siempre nos lo han

contado. No tiene alas ni nada de



eso, es como nosotros y por eso

hay que estar muy atento para

poder reconocerlo al ver lo.

A la madre no le gustaban

aquel las his tori as. Ni l as

histori as ni las noches en las que

el padre ll egaba a la chabola

dispuesto a contar las.

Ella era una mujer avar iciosa,

amaba las cosas br i ll antes y



val iosas como una buena ave de

rapiña y enviaba a l a niña a la

ciudad a menudo, a pedi r algunas

monedas, con la excusa de que

el la tenía que quedarse en el

poblado a cuidar de los más

chicos.

—Un día le va a pasar algo—

se quejaba el padre— o la

detendrán las autoridades.



—No tendría que i r s i tú no te

o gastaras todo en vino— le

reprochaba ella.

—No me va a pasar nada,

papá, mi ángel me cuida— decía

el la mientras marchaba

convencida. No le gustaba l a cara

de su padre cuando l a madre l e

nombraba el vino.

En la ciudad, parada en la



acera, en cualquier esquina,

estaba atenta a cada cara, a cada

par de ojos que la miraba, cada

mano que rozaba la suya al dejar

sobre el la alguna moneda.

Y justo ese día, la pil ló

desprevenida. Estaba limpiando

una de sus viejas botas. Mojaba

su dedo índice en sal iva y lo

pasaba sobre las salpicaduras de



barro, notando cada vez, el

sabor de l a tier ra amarga en su

engua, cuando vio el bi l lete,

grande y valioso, extendido

frente a sus ojos.

Ella levantó la vi sta

emocionada.

— ¿Eres tú mi ángel de la

guarda?

El hombre sonreí a mostrando



dos fundas de oro.

— Sí , y tú vas a ser una niña

buena ¿verdad?



cinco años, cuando el la tenía

rece y, ahora, hacía unas doce

horas que su abuela lo había

seguido.

Entró en su habi tación y

comenzó a desves ti rse . Estaba

cansada. La abuela había pasado

sus úl timos días consumida

dentro de su camisón de hospi tal

había sido agotador para el la y



para su madre. El entierro se

celebraba al día siguiente, a l as

diez de la mañana, y ya era tarde

Se quitó la ropa, se puso e l

pi jama y escuchó cómo su madre

picaba verduras en la cocina, en

a pl anta infer ior.

Tac , tac, tac, un sonido

rítmico y soporífero.

“Buscaré a mamá, l e pedi ré



que se acues te hoy aquí conmigo,

sino no se echará a descansar”

pensó Roberta. Echó el edredón

hacia atrás y acar ic ió las sábanas

frías.

Tac, tac , tac…

Roberta salió de l a habitación

al pasar frente a l a puer ta de l a

de los abuelos se detuvo. Se

quedó escuchando. Tac , tac ,



ac…

Cogió el pomo de la puer ta y

empujó. Se echó hacia atrás

mientras el cal ambre recorrí a su

cuerpo al parecerl e ver a alguien

en la oscuridad.

Encendió l a luz.

Estaba sentada en la cama, de

espaldas a el la.

A Roberta se le secó la boca



en el momento. Su lengua se

volvió de paj a punzante. Su

cuerpo pareció perder todo su

peso y, a pesar del miedo, bordeó

a cama y se enfrentó a su abuela

o podía creer que hubiera luz y

su abuela siguiera al lí .

Tac , tac , tac… Su madre seguía

picando verduras. En la cocina.

Sola . Ell as dos, en cambio,



estaban all í arr iba.

La abuela tenía los ojos

abier tos, pero no miraba nada , no

parecía ver la. Estaba vestida con

su traje granate y l levaba puestos

os zapatos negros que Rober ta y

su madre l e habían regalado

hacía dos navidades .

Rober ta al argó temblorosa su

mano derecha haci a e l cabell o de



su abuela.

Tac, tac , tac…

Le hubiera gustado que l a

abuela s iguiera el movimiento de

su mano, pero no lo hizo.

Tac, tac , tac…

Cinco centímetros, cuatro ,

res…

—Aaaah!

El gri to atravesó el suelo de la



habi tación desde el techo de la

cocina.

Roberta corr ió escal eras

abajo. Su madre envolvía un dedo

en papel de cocina y Rober ta se

abrazó a ella.

—Sólo me he cortado— di josorprendida.

—La abuela está arr iba— di joRoberta.

La madre l a miró en si lencio,



sonrió mientras le temblaba de un

ado el labio super ior y luego se

diri gió a las escaleras.

—¡No, mamá, no subas!

Cuando regresó de la planta

super ior se apoyó en la encimera

de la cocina con una mano

apando su boca.

—Hoy dormiremos abajo, en lasala.

Un si l lón para cada una.



En su mente e l sonido del reloj .

Y, si n más , entre el tic, tac, otro

sonido se coló en su mente ¡krac!

El crujido del primer escalón al

pisar sobre él .

El zumbido se apoderó de los

oídos de Roberta, el calambre de

su vientre, el miedo de sus

movimientos y se encogió en el

si l lón. ¡krac! Otro escalón.



Silencio y oscuridad. Nada más.

La tensión la rompió. Gri tó

aterrorizada.

—Es un sueño, Roberta, es un

sueño— trataba de tranqui l izar la

su madre. Ella misma transpiraba

miedo y cuando iba a volver a

apagar la luz Roberta le pidió

que la dej ara encendida y el la

aceptó.



Por la mañana subieron a

mirar. La abuela seguía al l í , a

plena luz del día.

—¿Por qué no se va?— se

preguntó Roberta.

— No lo sé, quizá después del

funeral…

En la iglesi a no perdieron de

vista el ataúd. Lo vi eron hundi rse

en la fosa.



En casa se tomaron un tiempo

para comer, acompañadas tan

sólo por el tic, tac del r eloj .

Al terminar subieron a

comprobar lo. Seguía al l í .

Por la noche juntaron los

si l lones y se sentaron una junto a

a otra. Dejaron la luz encendida

De nuevo comenzó a orbi tar todo

al rededor del tiempo. Tic, tac,



ic, tac… Roberta atenta, con el

oído hipervigi lante y, ya l legando

a luz del alba, una voz resonó en

el patio de l a casa.

— ¡Carmela, Carmela!

Aquel la voz, ronca y potente,

era inconfundible para Rober ta.

Porque el la nunca había tenido

otro padre más que su adorado

abuelo.



Antes de que su madre pudiera

retenerl a se l evantó del si l l ón

cuando escuchó el golpe de l a

puerta de entrada a la casa.

— ¡Carmela!

—Roberta, no— susurró su

madre aterrada.

Pero el la abr ió la puerta a

iempo de ver la huesuda y vieja

silueta de su abuelo comenzando



a subir las escal eras. Los

peldaños cruj ían bajo el peso del

fantasma.

Cuando Rober ta l legó a l

rel lano de la escal era su abuelo

había pues to la mano en el pomo

de l a puer ta de l a habi tación que

había compartido con su mujer

durante casi sesenta años.

—¡Abuelo!— gri tó con la voz



rota por el l lanto.

El fantasma se detuvo un

momento y giró l a cabeza hacia

el la. Tenía la misma mirada que

a abuela, fi ja en ninguna par te,

pero Roberta estaba segura de

que, al lá donde estuviera, l a

había oído.

Entró en la habi tación y cerró

a puer ta tras de sí .



De nuevo e l si lencio. Tic, tac,

ic tac…Dos, tres , diez minutos

en el rel lano de la escalera.

Cuando abr ieron la puer ta de

a habi tación, nada. La habi tación

vacía, l lena de luz artifici al de

una vieja bombi l la.

Rober ta comenzó a l lorar en

si lencio y su madre l e pasó un

brazo sobre los hombros.



— La pobre tenía una

or ientación tan mala…ya sabes ,

nunca iba a ningún lado sin que

él la acompañara.



El astrolabio

Candela se l as sabía todas.Además era guapa y l ista. Pero

nadie l a envidiaba, quizá, todo lo

más, como decían en muchos

anuncios , una de cada tres la

admiraba, pero sólo hasta que

descubr ía que no tenía madre y



que su padre l a mal trataba.

Era un secre to a voces, pero

nadie hací a nada. Bueno, e ran

otros tiempos , di r ían muchos. Es

verdad, l o eran.

Eran aquel los tiempos en los

que en el col egio los más

desfavorec idos en casa sol ían

ocupar si empre e l mismo lugar, e

último.



All í se sentaba Candela, con

su pelo cobr izo y r izado, suel to

siempre , resbalando por su

espalda hasta la al tura de l a

cintura . Dejaba r esbalar su culo

en la si l la hasta que su barbi l la

cas i tocaba la mesa del pupi tre y

esperaba a que, ineludiblemente,

alguna de l as profesoras l a

ncrepara para que se sentara



derecha.

A veces, l a sacaban a la

pizarra. Candela avanzaba por el

pasi l lo formado por los pupi tres,

con sus ropas anticuadas , viejas

cas i siempre de tall a más

pequeña a la que le correspondía

con un as trolabio colgado al

cuel lo de una cadena y se

imi taba a quedarse al l í , con una



iza en la mano, l a cara cas i

pegada a la piedra negra,

dispuesta a escr ibir pero sin

legar nunca a hacer lo.

_ Siéntate_ decía entonces,

desesperada, la profesora de

urno. Y Candela volvía despacio

a su si tio, desafiándonos con la

mirada a las demás alumnas

mientras todas baj ábamos la



vista.

Pero luego, en el patio, bajo

os arcos o en el solar , Candela

se transformaba. Las demás nos

ar remol inábamos en torno a el la

dej ábamos que nos empapara

con sus histori as adul tas , sin

perder un solo detal le. Porque

Candela conocía secretos y

mis teri os de la vida de los



mayores que nosotras no nos

podíamos ni imaginar.

“¿Cómo lo sabe?” pregunté

ngenua un día, y otra de las

niñas contes tó “Porque su padre

no sólo l a pega”

Algo se rompió en mí . Deseé

no haber preguntado nada.

Por las noche, a rropada en mi

cama y si ntiéndome quer ida y



segura, pensaba a menudo en

Candela.

Una vez, nos había contado que

aquel astrolabio que l levaba

colgado al cuel lo siempre, se l o

había regalado su abuelo. Nos

di jo, orgul losa , que había

pertenecido ya a su tatarabuelo y

que era una rel iquia val iosa.

Luego, añadió que lo defender ía



con su vida s i fuera necesar io, de

o cual deduje que debía de habe

quer ido mucho a su abuelo.

Cuando estábamos en el úl timo

curso de primar ia ya cas i

ninguna de nosotras se reunía con

Candela.

Ella no parecía afectada, pero

en el úl timo trimestre de jó de

venir a clase.



Nadie supo o nadie nos quiso

expl icar por qué.

Al año siguiente, muchas

comenzamos el bachi l ler y el

recuerdo de Candela se fue

di luyendo entre las nuevas

amistades y la e tapa que

estrenábamos.

Por eso, no me extrañó cuando

aquel día, volviendo a casa con



otras amigas, al doblar la esquina

darnos de bruces con el

escaparate de l a casa de

empeños , ninguna pareciera

sorprendida.

Sin embargo, yo aún recuerdo

el pánico que me inundó al ver,

sobre el tapete verde, entre l os

demás objetos en exposición, e l

as trolabio que en su día Candela



había jurado defender has ta l a

muerte.



Sonámbula

A menudo, se levantaba condolor de cabeza, como si tuviera

resaca, y no recordaba nada, pero

su madre l e contaba que esa

noche había vuelto a caminar

dormida.

—Encendiste y apagaste la luz



de mi cuar to a l menos diez o

quince veces , as í , sin más , de

seguido y sin mediar pal abra.

La niña se reí a. Nunca

recordaba nada, no era ell a en

aquel los trances . Pero pensaba

que tenía que ser diver tido ver a

alguien dormido haciendo ese

ipo de sandeces. A su madre l e

aterraba.



Una vez, le había dejado caer

un ALUVIÓN de arroz encima.

El la se había a tragantado con uno

que se le había colado en la

boca y había comenzado a toser

de tal forma que temió

desper tarl a. El pánico la i nvadía

sólo de pensar que pudiera

pasar le algo, estaba har ta de

escuchar histor ias acerca de todo



o que podía suceder si se

desper taba a un sonámbulo.

Cada noche, levantaba dos

barreras en cada lado de la cama

a modo de tr incheras , como si

eso fuese a evi tar que l a

chiquil la se pasease a sus anchas

por la casa l levando a cabo todo

aquel lo que di scurr ía por su

mente dormida.



Su madre había probado de

odo, incluso a i nyectar le

ranqui l izantes pese a la

negativa de su médico. Tenía

razón, no servía de nada.

Llevaba una temporada buena,

sin sobresal tos y durmiendo en su

cama, a pesar de que se le

pudiera escapar alguna palabra o

gri to mientras soñaba cuando,



aquel año, en su cumpleaños, l e

regalaron la típ ica figura de

cerámica del niño Jesús en un

pesebre.

—Es precioso ¿verdad? —

sonre ía la niña mirándolo

embobada. Y su madre decía que

sí mientras le colocaba l a manta

blanca y peluda que

acolchaba el duro pesebre .



en los cajones.

Los ojos del niño Jesús la

contemplaban acusadores

mientras volvía a unir le e l brazo

al cuerpo y, e l la, tuvo que apar ta

a mirada.

A la mañana siguiente,

amaneció s in brazo izquierdo. Y,

siguiendo el mismo r i tmo,

amaneció dos días más con dos



durmiese; luego, cogió al niño y

se lo l levó a su cuar to. Con

cuidado lo colocó entre unas

oal la, dentro del armar io. Pero

cuando se l evantó por la mañana

acudió a buscar lo, Jesusi to ya

no estaba al lí .

Mientras corrí a a la habi tación

de l a niña l a imagen de aquel los

ojos acusadores acudían a su



La fuerza del dest ino

_He visto tu muerte_ di jo lamujer incorporándose de golpe en

el l echo, con la respi rac ión

agi tando su pecho, sudorosa y

mirando al infini to.

El muchacho, a su lado,

conver tido desde hací a meses en



amante de la hechicera, notó

cómo la angustia hacía que se l e

ensaran todos los músculos.

_ ¿Qué he de hacer?_ preguntó

agobiado. Tenía una fe plena en

a mujer con la que compartía

cama. Veía pasar, cada día, a los

cl ientes buscando remedios a

odo tipo de males .

Todos volvían, unos para



buscar nuevas soluciones, otros

con regalos de agradecimiento

para la hechicera.

_Tráeme una culebra y un

vel lón de oveja_ pidió la mujer.

_ ¿Una culebra? No me será

fáci l encontrar una.

_Te va la vida en el lo_

contestó el la.

El muchacho se vi stió



apresurado y sa l ió al monte. El

vel lón no le preocupaba, pero l a

culebra era un tema más di fíci l y

sabía que l e l levar ía un tiempo.

Caminó por parajes húmedos y

embarrados buscando una

culebr il la de agua que pudiera

salvarl e la vida, porque la

hechicera har ía un conjuro y

apar tar ía a la muer te de su lado,



se lo había vi sto hacer muchas

veces con otros cl ientes.

Cuatro horas l e l levó el

encargo pero, finalmente, r egresó

riunfante.

Abrió la puer ta de golpe,

dejando entrar la luz del sol en la

cabaña y, l a hechicera, tuvo que

hacerse pantal la con la mano par

no recibi r la di rectamente en los



ojos. Observó al muchacho bajo

el quicio de l a puer ta, con las

ropas embarradas y los cabel los

despeinados.

_Ya lo tengo_ clamó el

muchacho levantando la mano

para mostrar le la culebra

destripada y el vell ón de oveja.

La hechicera se gi ró despacio

para desaparecer tras la cortina



que hacía l a vez de puer ta

separando una habi tación de otra

dentro de la cabaña. Al momento,

volvió a acompañada por una

muchacha amordazada que

avanzaba dando traspiés

horrorizada.

El muchacho dejó caer al suelo

a culebra y el vel lón,

momentáneamente olvidado de la



fatali dad que l e deparaba el

destino.

En la mano de la hechicera un

puñal largo y afi lado con un

precioso mango labrado.

_Este es el úl timo paso del

conjuro, lo que falta para

cambiar tu sino_ di jo tendiéndole

el arma para que él cumpl iese

aquel la parte.



El muchacho miró deshecho a

a chica con la que había es tado

urnando a la hechicera durante

as úl timas semanas y comprendió

que, esta vez, más que nunca, que

se cumpl iera o no la predicción

de la hechicera es taba única y

exclusivamente en su mano.



Bout ique de moda

—Manos arr iba, esto es un

atraco.Menos mal , se di jo la

dependienta, ya pensaba que no

ba a entrar nadie en mi pr imer día.

La estet icién



En la rueda de reconocimiento

ante el asombro de los presentes ,pidió ver las manos y no la cara

del supuesto agresor.

El teniente dio orden de que loschicos las pegaran al cri stal ,

pr imero por un lado, luego, por

otro.—Ése es

—¿Segura?

Ell a as intió. En su cabeza la

magen de aquel la mano

apretando uno de sus pechos, las



medias lunas de sus uñas de un

color parduzco, azulado,

nolvidables.



ay una grieta en la luna

El hombre entró en casa. Los

puños apretados y el rostro

congestionado.

La madre se dio cuenta, al

nstante, y cogió al pequeño y lo

levó a su habi tación.

No salgas , voy a hablar con tupadre.

Antes de que cer rara la puer ta e l

niño aún alcanzó a oí rl es.



—Hay una gr ieta en la luna.

—Te juro que yo no he sido—

escuchó a la madre.Luego los gr i tos y los golpes de

siempre. Mamá volvió y le

rescató del suelo entre sus brazosmientras le mecía para

ranquilizarle.

—No l lores, verás como todo searregla.

Al niño l e hubiera gustado

creer la , pero ¿cómo se arregla

una cosa as í?



Venganza

La compañera del trapecista

estaba nerviosa. Casi podía

asegurar que él la había vi stobesándose con el domador de

igres . Llegó a su lado, con ges to

afable , y la cogió cari ñoso por l a

cintura, haciéndola dudar.

—Hoy actuaremos sin red— le



susurró despacio al oído.

Otro lugar

—Dímelo, o vendrán y te l levarán

muy lejos—tra taba de asustar le

su madre.

El niño miraba l a c iudad;

der ruida y bombardeada.—¿Muy lejos?



Mensaje en una botel la

Vuelve.

Amantes

—Si alguien tiene algo que

objetar que hable ahora o cal le



para siempre.

Los ojos de la novia quedaron

suspensos en los de l padr inodurante unos segundos

nterminables.



Prórroga y penal t i s

También es mala suer te, con lopoco que me gusta el fútbol me

iene que tocar el psi cópata que

decide s i me asesina o me dej avivo en función de que gane o

pierda su equipo este estúpido

partido.

Yo al borde de un infar to; encima

van y empatan.



Viuda

o sé su nombre, pero cada dí a

me sonríe y saluda desde suesquina, sentado sobre un cartón

con la mano extendida.

—Buenos días, boni ta.—Buenos días.

Hace tres semanas que no está.



Camino turbada a cumpl i r con

mis obl igaciones . Algo fal ta en

mí .Hoy, otro ocupa su lugar. Me

sonríe abier tamente, pero yo

apar to la vi sta, aún no me sientopreparada.



Tenía que probar

La pr imera noche, el viejo le dio

una buena pal iza.Por la mañana, fue a casa de su

mamá y por toda respues ta

escuchó "te acostumbras , yaverás"

Tres años después , no se

acostumbraba.

Esta vez, acudió a casa de La

China, que todo el bar ri o sabía



que había es tado s iete años en

chirona, y la preguntó cómo era

aquel lo. "Te acostumbras" lacontestó.

Con eso la bastaba.

Camufladas

Me di je que s i veía en él unges to, por mínimo que fuera, de

afli cción, l e perdonarí a.



o sé, quizá eran lágrimas,

rataba de engañarme mi cerebro

mientras me alejaba ,decepcionada, bajo la tormenta.



Invisible

Cuando el padre se acercaba a

casa, tambaleante a l o largo delcal le jón, la madre se retir aba de

a ventana y se di rigía a e l los.

—Amenaza tormenta, ya losabéis, invisibles.

A él se le e ri zaba la pi el de l a

nuca.

Desapareció un día, años

después , justo antes de que



re luciese el pr imer re lámpago en

el cielo.

Plan tormentoso

Llevaba días siguiendo e l par tedel tiempo. Su mujer le miraba y

movía l a cabeza de un lado a otro

en un ges to de desaprobación.Dejó de moverla l a noche que él

a hizo troci tos junto a la



alcantari l l a de desagüe del patio

completamente desnudo bajo la

uz de la luna.Metió los trozos en tres bol sas de

basura y se sentó a esperar.

La descomunal tormenta quelevaban días anunciando se l levó

por el sumidero todo rastro de

vísceras y sangre .Un trabajo l impio, con un sólo

cómplice.



En casa

El hombre se desl izó sigi loso

has ta l a ventana donde se apostócon el fusi l .

Al senti r el roce leve en su

hombro se volvió y vio a l a niña.— Papá ¿qué haces?

La chiqui l la retiró suavemente de

a ventana el bastón que su padre

usaba desde la lesión de guerra y

con el que ahora apuntaba a los



ranseúntes.

—¿Es verdad? ¿Estoy aquí?

— Sí , papá, es verdad.— Soñé tantas otras veces que

había vuel to...

El gato

Después de sei s a tentados contra



su vida y tener que ser ingresado

en una c l ínica, aquejado de una

fuerte cr is is paranoica , l aenfermera tra taba de convencerlo

para que se bajara de aquel árbol

mientras, él , se negabaasegurando que sólo l e quedaba

una vida.



Muerta de miedo

La culpa fue mía, por noperdonarle pr imero. Mira que me

o había contado veces mi mamá,

as a lmas en pena sólo vuelvenpara vengarse o para que las

perdonen.



Mambrú

La madre desde casa trató de

abrir la puerta a l a call e, pero

estaba cer rada con ll ave. El hij o

escuchó ruido y acudió en su

ayuda. Con una paciencia i nfini taa acompañó de nueva al sofá.

—¿A dónde iba, madre?

—A la estación, tu padre l legadel frente hoy.

—Madre, hace años que acabó la



guerra.

—Años...—levantó los ojos

confundidos hacia e l hi jo— ¿y,entonces, dónde ha es tado tu

padre todo este tiempo?



No es posible

—¿Cuándo dice que fue?—Ayer

—Imposible—dijo la mujer.

Al mismo tiempo recordó, comoen un sueño, lo extraños que

había encontrado sus ojos cuando

se despidió de el la la noche

anterior.



Puertas

— Pero ¿tú sabes a lo que me

dedico? — preguntó la be ll a

dama de la guadaña.— Y tú ¿sabes a cuántas puertas

he l lamado pr imero? — contes tó

él enseñándole sus nudi l losensangrentados.



El úl t imo part ido

El balón pasaba de bota en bota.Dejaba un ras tro de polvo en el

campo y parec ía extender humo a

elevarse en el ai re.Teresa había vuel to a coser el

balón después de introduci r las

cenizas de su mar ido.

Todo el equipo quiso partici par

en el par tido, cumpl iendo, as í , su



úl timo deseo.

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