Mujeres en la alborada yolanda colom

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Yolanda Colom MUJERES EN LA ALBORADA Ediciones del Pensativo Colección Nuestra Palabra

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Yolan d a Colom

M UJERES EN LA A LBO R A D A

Ediciones del Pensativo Colección N uestra Palabra

Revolu cionaria y ed u cad ora gu atem alteca con exp e r ien cia d e v a r io s lu s t r o s en d ocen cia n o oficia l n i in stitu cion a l en tre sectores socia les m arg in ad os, op r im id os y exp lotad os.

Du ran te once años m ilitó en el Ejército G u er r ille ro d e los P ob res (EGP) y p or n u eve añ os en O ctu bre Rev olu cion ar io . P o s t e r io r m e n te d e d ica d a a l t r a b a jo ed itorial y d ivu lgativo d e la obra literaria y p o lít ica d e M ario Pay era s, d ir ig en te revolu cionario, filósofo y escritor, fallecid o en 1995. C ofu n d a d ora y m iem b ro d el equ ip o d e form ación d e la Fu nd ación para la D em ocracia M an u el Colom A rgu eta .

A d e m á s d el p r e s e n t e lib r o , h a elaborad o ar tícu los, con feren cias y d ocu ­m en tos, m u ch os d e los cu a les se h an p u b lica d o en p e r ió d ico s y r e v is t a s cu ltu ra les y p o líticas d en tro y fu era d el p aís. En tre ellos: "A p ara tos id eológ icos d e l e s t a d o " (1 9 7 1 ), "C r i t e r io s y m e to d o lo g ía d e a lfa b e t iz a ció n p a r a cap acitar a d ir igen tes y activ istas sociales com o alfabetizad ores" (1974), "In su rgen cia y con trainsu rgencia en Gu atem ala" (1984). T a m b ié n h a e la b o r a d o n u m e r o s a s p onencias y artícu los sobre la obra p olítica y litera r ia d e M ario Pay era s, así com o so b r e la e x p e r ie n cia r e v o lu cio n a r ia gu atem alteca.

MUJERES EN LA ALBORADA

Yoland a Colom

M UJERES EN LA ALBO RAD A

Guerrilla y particip ación fem enina en Guatem ala 1973-1978

Testim onio

Ed icio n es d el P en sa t iv o

Colección N u estra Palab ra

© Ed iciones Artem is Ed inter Prim era ed ición 1998 © Yoland a Colom 1998

© Ed iciones Puerto, Puerto Rico Segu nd a ed ición: 2000 © Yoland a Colom 2000

© Ed iciones d el Pensativo,Tercera ed ición 20075a. Avenid a N orte No. 29 Antigu a Gu atem ala Gu atem ala, Centroam érica Teléfono: (502)7832-0729

Fax: 7832-1477

Correo electrónico: d elp ensativo@gm ail. com Página web: w w w . d elp ensativo. com

© Yoland a Colom 2007Diseño de portad a: H anna C. God oy CóbarPortad a: Arn oldo Ram írez Am aya, noviem bre 26 de 2006ISBN : 99922-65-31-0

Diagram ación: N ancí Franco Luin Correcciones: H anna C. God oy Cóbar Cu id ad o de ed ición: Gabriela Grijalva

A la memoria de los revolucionarios caídos en silencio por la vida y la justicia en Guatemala.

A la memoria de Benedicto, quien me introdujo en mundos de amor, belleza, sabiduría.

A la memoria de M ario Payeras revolucionario universal, por sus sueños y sus ejecutorias.

AG RAD ECIM IEN TO

Este libro no se habría escrito sin la in iciativa y el estím ulo de N orm a Stoltz Chinchilla —Profesora y d irectora del p rograma sobre estu d ios de la m u jer en la Universid ad Estatal de California, en Long Beach — y d e Bobbye Ortiz (+1990) — Ed itora asociada de M onthly Review y destacada activista de Women 's Intemational Resource Exchange, WIRE, de Nueva York —. Para ellas mi p rofundo agrad ecimiento por hacerme ver el valor hum ano, social y p olítico de dar a conocer algo de m i experiencia com o ciu d ad ana y revolu cionaria guatem alteca. Partes com p letas d e este trabajo son respuesta a sus inqu ietud es e in terrogantes.

La autora

N O TA DE LA AUTO RA*

M etam orfosisAsí como los caracoles guard an el eco del mar, así mi corazón ha retenid o sus m em orias, su eños y muertos. En el libro M ujeres en la alborada consigno un fragm ento de esas m em orias, sueños y muertos; una fracción de la gesta revolu cionaria arm ad a en el inicio de su segund o ciclo; una ínfima partícu la de lo acontecid o en las m on ­tañas y selvas del noroeste. La m ayor parte, la epopeya de la población civil de aquella región, que resistió a los em bates del ejército con piedras, palos y m achetes, está por escribirse.

Con la elaboración de este libro cerré un ciclo de m ás de vein te años de m ilitancia vertiginosa e in in te­rru mpid a. En 1973 inicié el aband ono de mi id entid ad para sum ergirm e en el anonim ato y la cland estin id ad . Y sólo com encé a retom arla en enero de 1995, a raíz de la m uerte sorp resiva de mi com pañero. Ese hecho nos sacó abru p ta e inesperad am ente de un anonim ato de lu stros: a él muerto, a mí cuand o vivía esa traged ia personal.

De ahí que lo narrado en este libro fu e vivid o por H ayd eé, Lucía, Manuela y Violeta. Fue escrito por Isabel y Carmen. Y ha sido firm ado por Yoland a.

Irru p ción de la p olítica en mi vid a y op ción por la m i­litan cia revolu cion aria arm ad aLa política irrum pió en mi vida sin buscarla, sin desearla. Con ráfagas vigorosas y bru scas se volvió p reocu p ación temprana, aunque no tenía vocación para ella. Asp iraba a

* Palabras de la au tora en la presen tación de la p rimera ed ición de este libro. Revisad as en enero de 2006.

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u na Gu atem ala d igna y ju sta; a una socied ad más hu m a­na, m ás feliz, más avanzada. Y con la fijación de tal id eal fui u niend o mi d estino al de qu ienes m ás necesitan ese cam bio y al de qu ienes com p arten las m ism as asp iracio­nes. De ahí que mi com prom iso con la gesta revolu cio­naria lo d eterm inó el d ram a social de nu estro país.

En m i exp eriencia fu eron la teoría y la p ráctica revolu cionarias las que me p rop orcionaron el conoci­m iento para com p rend er nu estra realid ad social, y la alternativa para particip ar en su transform ación de m a­nera organizad a.

Pertenezco a u na generación d e revolu cionarios latinoam ericanos forjad a en un p eríod o de terrorism o de Estad o, de crisis d el sistem a p olítico y de lu chas por la d efensa de los más elem entales d erechos hu m anos, laborales y ciu d ad anos que fu eron anegad as en sangre, m u erte y exilio. Pertenezco a una de tantas generaciones guatem altecas que hem os atestigu ad o cóm o los corazo­nes que laten por la ju sticia, la verd ad y la d ignid ad son acosad os a m uerte. Y cóm o el terror, la corru p ción y la in tolerancia de los pod erosos han hecho escuela d entro de nu estra socied ad .

Los revolu cionarios de mi generación nos rebela­mos ante regím enes au toritarios, corrup tos y violentos; nos rebelam os ante el asesinato de miles de guatemaltecos que se ganaban la vida honrada y d ignam ente; nos rebela­mos ante la persecución, tortura y asesinato de centenares de d irigentes, trabajad ores, estu d ian tes e in telectu ales d em ócratas que actuaban d entro del m arco de la ley; nos rebelam os ante un sistem a económ ico que rep rod u ce la m iseria, la ignorancia y la violencia; nos rebelam os ante una socied ad cuyas capas m ed ias y altas p erm anecían ind iferentes — cu and o no ju stificaban — el d esp iad ad o e ind iscriminado atropello de los más elem entales derechos

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hu m anos y ciu d ad anos contra su s com p atriotas. N os rebelam os p or d ignid ad , id eales y sentid o del deber. Y hacerlo im plicó para nosotros entregar m ucho más que la vid a y vivir m u cho m ás que la m uerte; trabajar al lím ite de la resistencia hu m ana p rolongad am ente; arriesgarlo todo, renunciar a todo: a nu estros seres m ás querid os, a nu estra id entid ad y p rep aración p rofesional, a nu estros recu rsos y bienestar material; a nu estro descanso y tran ­quilidad . Lo d im os tod o a cam bio de nad a en beneficio prop io porqu e creíam os en la p osibilid ad de constru ir u na socied ad m ejor para tod os.

Poseem os exp eriencia, cap acid ad de trabajo con vocación de servicio, memoria de nuestros muertos, am or por la vida y la libertad ; y un corazón que sigue latiend o por u n m und o mejor.

Nuestro aliento libertario no se nutre de triunfos o derrotas. Nuestra fuerza reside en las convicciones que nos mueven, en la transparencia con que actuamos y en el empe­ño que ponemos por transformar los sueños en realidad.

Las arm as de fuego, de la cland estin id ad y de la guerra de gu errillas las tom am os, en p rim er lu gar, para d efend er la p rop ia vida. En segu nd o lu gar, para d efen ­der los id eales y d arlos a conocer. En tercer lu gar, para em p u ñarlas con tra los cu erp os rep resivos y aqu ellos p od erosos que recu rrían o p rop u gnaban por la violencia contra qu ienes d isentían de su s p osiciones, in tereses y p rivilegios ilim itad os.

N ingu no de nosotros estábam os locos ni p erver­tidos para segu ir tal cam ino habiend o otras alternativas. Tom ar las arm as y op tar por la vía arm ad a nos violentó en lo más p rofu nd o de nu estra calid ad hu m ana y voca­ción de paz. N os violentó en nuestras relaciones afectivas y asp iracion es p ersonales. N os som etió a n osotros y nu estros seres qu erid os a rigores m ateriales y p síqu i-

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cos ind escrip tibles y d u rad eros, cu yas consecu encias segu im os experim entand o todavía. Pero no d u d am os en dar el paso, ni nos arrep en tim os, n i fue tiem po perd id o, dad as las m otivaciones, las circu nstancias y el m om ento en que lo h icim os.

Rebelarse en armas cuando los detentadores del po­der violan persistente e im punem ente las leyes y nuestros derechos más elementales no es un error ni un crimen. Mucho menos un hecho inm oral, in ju sto o inútil. Para nosotros era un derecho y un deber. Nuestro único delito ha sido atrevernos a abandonar a quienes más queríamos; atrevernos a arriesgar su vida y la nuestra; atrevernos a renunciar a nuestro bienestar y tranquilid ad ; atrevernos a desafiar al sistema imperante con la sola fuerza de nuestros sueños, d ignidad y convicciones "au nqu e sólo fuera para ganarle al magno océano de la ignorancia, la miseria y el horror un palm o" (Mario Payeras).

Cau sas, sign ificad o e in terp retación de las reb elion es socialesEn Gu atem ala han circu lad o d u rante d écad as la versión oficial y los análisis de qu ienes d enostan a los m ovi­m ientos popu lar y revolu cionario con la lu cid ez de la id eología d om inante, inclu id os acad ém icos extran jeros. De m anera que sistem áticam en te han sid o d ivu lgad as y asim ilad as las versiones de lo que ellos qu isieran que fu éram os los revolu cionarios: d elincu entes, resentid os sociales, irresp onsables, fanáticos de id eologías "extra ­ñ as", m an ip u lad ores de los p u eblos ind ígenas y de los jóvenes, p rovocad ores, cobard es.

Pero tales calificativos no correspond en sino a qu ie­nes, d etentand o el pod er y estand o obligad os a d efend er el Estado de Derecho, lo violan para im poner p rivilegios de m inorías, fraud es electorales y financieros, latrocinio,

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crím enes de Estado. De ahí que la responsabilid ad m ayor por las consecu encias de la rebelión social, así com o de la situación actual del país, recae, no cabe d uda, en qu ienes han d etentad o y sigu en d etentand o el pod er.

Ad u cir neu tralid ad o equ ilibrio para ju zgar com o igu alm ente resp onsables al ejército —resp ald ad o p or el ap arato del Estad o y las clases p od erosas— y a las fu erzas rebeld es — exp resión organizad a de los d ébiles y agred id os por aqu ellos — es cond escend er y d efend er al Estad o y a las m inorías acau d alad as que rep resenta. Tal p osición d escontextu aliza h istórica, económ ica, política y socialm ente los hechos. Y no consid era las p rop orcio­nes del d esigual enfren tam ien to, ni los m óviles de uno y otro contend ien te. Pretend er tal enfoqu e es falsear la historia. La sim p lificación que de los hechos con lleva es p ragm ática y fácil, pero no con tribu ye a com p rend er lo su ced id o n i a extraer las enseñanzas ind isp ensables.

Tales enfoques ven la violencia de la acción revolucio­naria y popular. Es más, les ad judican la causa de la violen­cia en general, de los males sociales y del atraso del país. Sin embargo, los generadores históricos y estructu rales de la violencia social y política han sido las clases poderosas y el Estado que ellas han conformad o. Y no sólo lo han sid o de la violencia arm ad a — con su fuerza bruta, tecnológica y de inteligencia contrainsu rgente—, sino peor aún: lo son de la violencia de los salarios de ham bre y de las hu m i­llaciones a la d ignidad de los trabajadores; de la opresión hacia los ind ígenas; del latrocinio y de la intolerancia polí­tica y cultural. Tod as ellas formas de violencia cotid ianas, silenciosas y letales que crean el cald o de cu ltivo para las rebeliones. Pues los levantamientos sociales son reaccio­nes históricas de los débiles cuando los gobernantes no atienden equ ilibradamente las necesidades de los d iversos sectores sociales; y, además, cierran las vías legales y pací­ficas para demand ar el cum plim iento de la ley.

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Las rebeliones sociales son hechos colectivos que trasciend en ind ivid uos, volu ntad es y análisis teóricos. Y que confirm an, u na y otra vez, que no p u ed e haber paz y d esarrollo sin trabajo, ed u cación , ju sticia y d ignid ad para todos.

Las gu errillas em inentem ente cam p esinas e ind í­genas, com o las d escritas en M ujeres en la alborada, no se exp lican por el in flu jo de algu na id eología particu lar, no su rgen de la noche a la m añana, no son p rod u cto de m anip u laciones o engaños. Son la expresión política m ás agud a de una situ ación social exp losiva, p rovocad a por un sistem a económ ico que tiene a la mercancía, al d inero y a la acu m u lación p rivad a de bienes como su razón de ser, y no al bienestar y a la d ignid ad hu m anas.

De ahí qu e las rebeliones, traged ias sociales no d eseables, no pu ed en valorarse n i com p rend erse d esd e el punto de vista de su u tilid ad , m oralid ad , legalid ad , éxito o fracaso.

Nuestra posición an te la derrota revolu cionaria y nu estra in tegración a la vid a legalPara qu ienes v ivim os conscien te y con secu en tem en ­te nu estro com prom iso, acep tar la d errota de la gesta revolucionaria no significa renunciar a nuestros ideales y princip ios. No significa renegar n i avergonzarnos de lo actuad o. No significa aliarnos ni servir al ad versario. No significa creer en el sistema imperante. Significa reflexionar sobre lo actuado y extraer lecciones para el presente y el fu ­turo. Significa reconocer que una de las causas del fracaso rad icó en nuestros propios errores y limitaciones. Significa volver a exponer la existencia por la ju sticia y la d ignid ad ; ahora sin las armas del anonim ato, la clandestinidad , la organización. Significa hacerlo en circunstancias también adversas; pues ser crítico, su stentar p rincip ios y servir causas ju stas es difícil en toda circu nstancia y lugar.

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Si aceptar la derrota revolucionaria requ iere entereza y d ignidad , trabajar por la democracia en las cond iciones actuales lo requ iere de la misma manera. De ahí que nos presentamos con las alas del ideal desp legad as al vien to y con la d ignidad firme ante la aurora detenida. Nos presen­tamos con am or y amistad ante el hijo, a qu ien p rivam os de nuestro cariño, cu idad os y sustento en aras del ideal de ayer, de hoy y de siempre. Nos incorporam os al esfuerzo democratizador con la m isma vocación de servicio y d is­posición para trabajar por toda causa que apunte hacia una sociedad mejor. H an cam biad o las circu nstancias y las formas de lucha; no los ideales, las convicciones, ni las necesid ad es sociales.

Razon es para com p artir estas viven ciasEscribí M ujeres en la alborada m ovid a por el sentid o del deber hacia aquellos que asp iran a un mund o m ejor y creen en las enseñanzas de la experiencia social acu m u ­lada. Para aquellos que saben que los hechos sociales son fenóm enos com plejos y contrad ictorios que trasciend en a ind ivid uos y d irigentes. Y com o aporte al rescate de la mem oria persegu ida, acosada y traicionad a por no pocos. Pero tam bién lo escribí en oposición a los partid arios del "borrón y cuenta nu eva", a los u su rpad ores, d etractores y represores de la palabra rebeld e.

En el libro m e concentro en los años que van de 1973 a 1978. Y m e refiero a la experiencia vivid a en el altip lano occid ental, m ontañas de los Cuchum atanes y selvas de El Ixcán y El Petén. De ahí que los relatos son reflejo de la p rim era época de una gesta que qu iso abrir cam ino hacia algo m ejor para Guatem ala, pero que años d espués perd ió el ru m bo y fracasó por causas m ú ltip les en sus objetivos m edu lares.

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La exp erien cia de escrib ir el lib roEscribir este libro significó volver a vivir los hechos con una in tensidad psíqu ica y em ocional extenuante. Dolor y alegría, miedo y valor, rabia y ternura, od io y amor aflora­ron en mí con fuerza tan desbordante que, con frecuencia, d ebí su spend er su escritu ra por horas, d ías, semanas. Vivir los hechos en aquellos años no im plicó el desgaste de escribirlos. Vivirlos entonces fu e m aravilloso porque nos d esbord aban los sueños, el entu siasm o, las certezas, la ju ventud , el am or. Ad em ás, vivíam os el ascenso de la lucha e ignorábam os la envergad u ra del p recio social y personal que pagaríam os por nu estros id eales y osad ía. Revivirlo lustros después fue du rísim o porque estábamos ante la derrota del sueño, ante el d esencanto de oportu ­nism os y traiciones de excom pañeros, ante el au ge del neoliberalism o y viviend o el exilio y la soled ad política.

Defin itivam ente, la experiencia no es sólo p rod ucto de lo lograd o, de lo aprend id o y de lo vivid o al cabo de una vida; sino tam bién es el cam ino, el p roceso y los es­fuerzos que conllevó llegar a d ond e se está.

Guatem ala, 1998

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PRESEN TACIÓ N

M ujeres en la alborada es uno de los libros que pod em os leer para conocer Guatem ala y entend er su p resente. Es un material im prescind ible para investigar la h istoria de las guatemaltecas. Lo que Yoland a Colom relata es ya parte del pasad o, y en eso rad ica su im portancia, porque es un cap ítu lo fundam ental en las vid as de muchas de esa generación, nacid a a mitad del siglo XX. Es la narración de hechos y m om entos cruciales del país, y de sus mujeres en particu lar.

A m anera de etnografía, sin p retend erlo qu izá, u ne la d escrip ción su bjetiva y el análisis sociológico, para darnos un panoram a muy d etallad o de la com u ni­dad guerrillera y su entorno, del paisaje de la selva, sus habitantes y secretos. Nos lleva a ver m uy de cerca la mentalid ad que muchas jóvenes de entonces com partían a través de id eales, valores y sueños. Entre líneas y a las claras, encontram os descripciones sobre las cond iciones de vida de las mujeres, tanto del cam po como de los cen ­tros u rbanos, y aunque la lente sea personal, no faltan los exámenes objetivos de la realid ad . Su s ap reciaciones y ju icios coinciden con corrientes de pensam iento com unes en la Latinoam érica de entonces. En este sentid o, es una obra de su tiem po.

La Revolu ción , com o form a de vid a y op ción política fue un horizonte moral para qu ienes la convir­tieron en eje de su s vidas. La m ilitancia en cond iciones de cland estin id ad , con las carencias y los riesgos que ello p lanteaba, es expuesta aquí por una de sus p rotagonistas, qu ien la d esmenuza y la rearm a como mosaico. El papel que ella y sus m ás cercanos com pañeros tuvieron dentro de su organización, las d iscusiones, las acciones armad as,

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las políticas p ropuestas, ponen al descubierto u n m und o desconocido u oculto, que hoy es p reciso analizar y cono­cer. En estas páginas hay reflexiones y dudas que están sin resolver. La crítica y la au tocrítica d ejan abierta la puerta a una evalu ación siempre necesaria.

Los testim onios de qu ienes se involu craron en d istintas organizaciones políticas, sea como estud iantes, sind icalistas, cam pesinas u obreras en los años setenta y ochenta, comparten rasgos y escenarios que nos muestran una parte de la historia de Guatem ala que no estaba docu ­mentada. Las anécd otas, la alu sión a costumbres, d ichos, nombres y lugares, nos ubica en una época en la que hubo movilizaciones y cambios sociales que le abrieron la pu er­ta a p rácticas cu ltu rales distintas. El abordaje de la autora, su lenguaje, así com o las vivencias que relata, dan cu enta de un in tento colectivo de constru ir otra Guatemala.

Si bien para entonces ya muchas m ujeres en el m und o luchaban por liberarse de la op resión patriarcal, aquí todavía p red om inaba un sistem a semifeud al, tanto en la estructu ra económ ica, como en la id eología y sus form as de expresión. Parecen increíbles las form as en que se trataba y consid eraba a las mujeres, sobre tod o en los med ios más conservadores. En el cu ad ro que Yoland a pinta con maestría, no faltan las ventas de muchachas, los robos de novias, las golpizas, los abusos. Lo bueno es que éstas se contrastan con las luchas y actitudes que asu m en otras contra la d iscrim inación y por la ju sticia.

Sem ejantes em presas no estu vieron exentas de obstáculos ni de yerros. La marcha hacia la victoria añora­da fue dura, el d esenlace y la derrota, dolorosos. Muchas muertes y pérd id as acom pañaron los pequeños triunfos y avances, el balance que podem os hacer hoy tiene esos referentes. Sin em bargo el esp íritu m ilitante, rebeld e y contestatario, trajo consigo transform aciones ind ivid ua­les y sociales que hoy encontram os en las fam ilias, en las organizaciones y en los movim ientos que sobrevivieron a

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la confrontación con los poderes m ateriales y sim bólicos, cuestionánd olos y retánd olos.

Si vam os ahora a las áreas geográficas que ap a­recen en el libro, los cam bios saltan a la vista: cam inos asfaltados, teléfonos celu lares, construcciones m od ernas y contam inación de los ríos están su stituyend o la belleza de los bosqu es m ilenarios, con sus m arip osas y aves. Poblaciones que una vez abrigaron a fam ilias ind ígenas fueron arrasadas, cientos de cementerios y tumbas queda­ron desperd igados por aquellos parajes naturales. Jóvenes que entonces estaban apenas en la alborad a de sus vid as, dispuestas a todo, hoy son adultas maduras, con una carga acu mulada de saberes y experiencias. La inju sticia contra la que se com batía, la violencia, el d eterioro am biental, la miseria siguen afectand o a la m ayoría de la población. Muchas revolu cionarias que em puñaron las armas antes, hoy tienen en sus manos otras herramientas. La conciencia de tener derechos y la capacidad de luchar por ellos sigue ilum inando el fu turo.

Ana María Cofiño Antigua, marzo 2008

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M ARIPO SAS D EL SUEÑ O

Luego de un p roceso de varios años, tom é la d ecisión de renunciar a m i statu s social, a los títu los universitarios y a mi asp iración de obtener riqueza m aterial. En mis circunstancias personales esa era la ú nica manera de ser consecuente en la p ráctica con lo que ya pensaba y creía. Escogí a cam bio ap rend er fuera de los m arcos conven ­cionales y unir mis esfuerzos con aquéllos que, ju n to al pueblo trabajador, constru ían en mi país el cam ino hacia la emancipación.

Los partid os políticos me decepcionaban. H abían nacid o de la intervención yanqui de 1954 y del fanatism o anticom unista de la guerra fría. Eran politiqu eros y elec­toreros; corrup tos y cóm plices por su silencio, cu and o no d irectam ente responsables, de la rep resión contra el pueblo. N inguno rep resentaba los intereses de obreros, cam pesinos y capas m ed ias trabajadoras. La ad hesión de sus m iem bros era, frecuentem ente, oportunista o coyun ­tural. Los d irigentes de unos y otros se pod ían in tercam ­biar sin que nad a de fond o los modificara. Pues, unos más otros menos, todos eran conservad ores, ajenos a los in tereses popu lares y nacionales. Y los intentos por crear partid os d em ocráticos y con sim patía popu lar eran blo­queados. Por eso asp iraba a incorporarm e al m ovim iento revolu cionario. No veía otra alternativa. Sin em bargo, no sabía cómo ni con qu iénes lo pod ía lograr. No conocía a militantes de entonces y el m ovim iento revolu cionario se encontraba en su prim er reflujo. El com and ante guerrille­ro Luis Turcios Lim a había sido asesinad o en octu bre de 1966, en un provocad o accidente au tom ovilístico; Marco Antonio Yon Sosa lo había sido a manos del ejército mexi­

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cano en m ayo de 1970. Y el terror contrainsu rgente logró desarticu lar bases y guerrillas en el oriente del país.

A com ienzos de la década de los setentas, cu and o volví de una estancia en Europa, gobernaba Gu atem ala el coronel Carlos Arana Osorio, rep resen tan te de los civiles y m ilitares m ás rep resivos y reaccionarios del país. En tonces no ten ía bases objetivas para su p oner que segu ía existiend o el m ovim iento revolu cionario; no conocía acciones ni p ronu nciam ien tos de organ ización alguna. Sin embargo, confiaba en que habían sobrevivid o a la ofensiva contrainsu rgente y que resu rgirían en cu al­qu ier m om ento. Pero el tiem po p asaba y la op ortu nid ad de p articip ar no se p resentaba, así que algu nos am igos que com p artíam os las m ism as inqu ietu d es in tegram os u n p equ eño grup o. N os d ed icam os a estu d iar teoría política, el acon tecer nacional y exp eriencias revolu cio­narias de otros países. Llevábam os poco tiempo de existir cu and o nos abord aron la Organ ización del Pueblo en Arm as — O RPA — y el Ejército Gu errillero de los Pobres— EGP —. Am bas agru p aciones se encon traban en la etapa de trabajo silencioso. N inguna era conocid a y aún faltaba tiem po para qu e in iciaran su activid ad pú blica. Las dos organ izaciones se p rep araban para reivind icar los intereses de sectores sociales que ningún partid o legal rep resentaba d esd e 1954: cam pesinad o pobre, p oblación ind ígena, obreros, sem ip roletarios y sectores de capas m ed ias. Op té por incorp orarm e al EGP.

Pocos años antes me había casad o y por decisión com ún con m i pareja no tuvim os fam ilia de inm ed iato. Por un lado la particu larid ad de nu estras inqu ietud es laborales y p olíticas, y por otra nu estra p recaried ad económ ica, hacían im posible conciliar las p rim eras con la responsabilid ad que entrañan los hijos, especialm ente para la mujer. No habría podido estud iar, viajar y trabajar com o lo hice en esos años cruciales para mi form ación si

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hubiera tenido hijos de inmediato. Ad emás, tenía concien­cia de los riesgos que en Guatem ala conlleva la militancia revolucionaria. No sólo para quien la ejerce, sino para sus seres querid os, au n cuando ellos no tengan nada que ver con las decisiones y activid ad es del militante. A la fecha han sid o asesinad os u obligad os al exilio fam iliares y amigos que eran contrarios a su militancia o que nad a sabían al respecto. Princip alm ente si tales personas eran d em ocráticas o m ostraban sim p atía hacia el lu chad or social. Y esto suced e tam bién con fam iliares y am igos d e activistas y d irigentes del m ovim iento popu lar que nad a tienen qué ver con la revolu ción, pero que son conse­cu entes e ín tegros en su lucha reivind icativa. Y en aquel entonces dudaba d e m í misma en cuanto a si tend ría el valor de seguir activa u na vez tu viera hijos. De ahí que tam bién d ecid iéram os tenerlos sólo cuando estu viéram os id eológicam ente sólid os, de m anera que, pasara lo que pasara, no renunciaríam os a nu estras convicciones n i al com prom iso m ilitante adquirido. Pero no fue fácil p os­poner varios años la maternid ad . La contrad icción nos afloraba periód icam ente, obligánd onos a reiterar u na y otra vez la decisión. Los niños me gustan y tenía ilu sión de tener una familia numerosa. Por otra parte, me decía a mí misma que d ebía tenerlos porqu e la particip ación revolu cionaria no se pued e cond icionar a que seam os o no m ad res, y la mayoría de m u jeres tenem os hijos en al­gún período de nuestra vida. De manera que cuatro años d espués de casad a di a luz un varón. Me alegró mucho que fuera hom bre, pues consid eraba que para él sería menos du ra la vid a en caso me viera forzad a a dejarlo.Y yo tend ría m ás valor para renunciar a él y confiarlo a terceros si esa situación se daba.

Si bien estaba feliz con mi hijo, antes del p rim er mes se me había derrum bad o la im agen id ealizad a de la maternid ad que inconscientem ente había in teriorizad o.

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Me parecía agotad or dar de m am ar frecuentem ente de día y de noche, cam biar pañales a cad a poco, sacar el aire al bebé luego de que comía. Sentía que era la de nu nca acabar, a pesar de que mi madre y mi abuela estaban al lado y que yo no lavaba los pañales ni realizaba tareas domésticas esos días. Pues nos habíam os traslad ad o a casa de mis pad res y allí había personal de servicio. Por ese entonces nosotros vivíam os en el altip lano central. Fue con la maternidad que me d i cu enta cu án acostu m brad a estaba a una activid ad ind epend iente e intensa fuera del hogar; y no d ejaba de sentirm e m aniatad a. Sin embargo, esa situación d u ró poco, porqu e al mes de nacid o ya llevaba a mi hijo conm igo a todas partes. Y si por fuerza mayor no pod ía hacerlo, lo d ejaba al cu id ad o de alguna familiar o amiga. Con cariño y solicitud , pero tam bién con firmeza, lo enseñé desde pequeño a ser sociable y alegre; a no aferrarse a una sola persona, inclu id a yo; a permanecer en la cuna o en el corral la m ayor parte del tiempo, inclu so cuando fam iliares o amigos nos acom ­pañaban. No perm ití que lo acostu m braran al chineo ni que al primer chillid o lo cargaran. En u n lapso pequeño logré que se entretu viera contento en su espacio, hubiera o no gente a su alrededor. Le p laticaba y ju gaba m ucho con él, pero sin sacarlo del encierro. Pronto partiríam os al altip lano, lejos de fam iliares y amigos; trabajábam os y no tend ríamos qu ién nos ayud ara con él, n i con las tareas domésticas. Si nuestro hijo se acostumbraba a ser mimado, sufriría m ucho cuando no lo pud iéram os consentir.

En el cu rso del prim er año de m ilitancia d esem peñé diversas tareas: apoyo logístico y de com unicaciones en función del frente guerrillero en el norte de El Qu iché; apoyo en servicios y seguridad a miembros de la Dirección Nacional y veteranos fichados, en algunas de sus m ovili­zaciones y reuniones de trabajo, aunque entonces no tenía idea de cuáles eran sus funciones ni sus años de militancia.

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Mucho menos cuáles eran sus identidad es y dónde vivían. Siem pre los recogí y d ejé en d iversos puntos de la ciu d ad o del país. Y los apoyaba en locales y con vehícu los que yo misma obtenía para el efecto. Tam bién realizaba activid a­des de formación política y cu ltu ral con com pañeros de extracción obrera y cam pesina p rovenientes de d istin tas partes del país. Varios de ellos habían sido com batientes o colaborad ores en los años sesenta. Trabajaba con d os o tres en grupo si se conocían entre sí y laboraban ju ntos. De lo contrario lo hacía por separad o con cad a uno y en d iferentes sitios. Por otra parte, conociend o la d irección mi experiencia docente, me encom end ó la elaboración de un m étod o de alfabetización qu e pud iera ser im ple- m entado en la montaña. El analfabetism o cam peaba de la mano con la m iseria; pero el deseo de superación era generalizad o y u rgente la necesid ad de elevar el nivel cu ltu ral de nuestros miem bros y bases.

En aquel entonces, cad a qu ien su fragaba los gastos, obtenía los recu rsos y resolvía por sus p rop ios med ios cu anto p roblem a enfrentara en el cu m plim iento de sus funciones. A nadie se nos ocurría ped irle recursos o d inero a la organización. Éramos nosotros quienes la sosteníam os e im pu lsábam os en cu anto pod íam os, y no a la inversa. Y le poníam os em peño a la tarea que fuera: gris, peligrosa, solitaria. La Dirección N acional, conociend o las necesi­d ad es y nuestras capacid ad es, d ecía a cada qu ien lo que debía hacer. Y ello frecuentem ente no coincid ía con los deseos personales. A m enudo d ebíam os subord inar los in tereses fam iliares o laborales a los de la organización. N os p oníam os al servicio del p royecto revolu cionario sin reservas, sin trabas, sin cond iciones. Firm e y cons­cientem ente nos asum íam os parte p rotagónica de él. En aquellos tiempos, acep tar la m ilitancia significaba acep tar ser corresp onsable de los aciertos y errores, de los éxitos y fracasos, de los p eligros y las renuncias. Así se levantó

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el proyecto del EGP en su fase anónim a y en sus p rim eros años de accionar público.

Algunas tareas las realizábam os en com ún con mi compañero, pero otras eran d iferentes para cada uno. En estos casos no conocíam os lo que el otro hacía, d ónd e ni con quiénes. Pero ambos cumplíamos actividades en la ca ­pital y en d iversos puntos del país. El trabajo rem unerad o daba margen para ello. Por eso lo habíamos escogid o entre otras posibilid ad es mejor pagad as y m ás cóm od as, pero que nos ap risionaban en ru tinas y horarios que chocaban con las tareas que teníamos.

A través del trabajo y de las activid ad es m ilitantes conocí d iversas regiones del país. Tam bién me relacioné con p ersonas d e m uy d iversas p roced encias sociales, cu ltu rales y políticas. Y desd e entonces ap rend í a valorar la d iversidad m ilitante y su recíp roca com plem entación; pues d iversas funciones, tareas y circunstancias requ ieren características y capacid ad es d iferentes. Asim ismo, com ­prend í que el trabajo de la organización, para ser eficaz, requería de todos: sentid o de responsabilid ad , d iscip lina de trabajo y p reocu p ación por la segu rid ad ; así com o tam bién respeto mutuo y d iscreción. De lo contrario, el trabajo se atrancaba, se desarticu laba, se dup licaba; y la ind ispensable buena relación entre los militantes se d ete­rioraba, afectand o negativam ente el trabajo del conjunto. En especial, el chism e y los p reju icios son nefastos. Ad e­más, no existe el m ilitante ideal que todo lo puede, que no se equ ivoca, que carece de debilid ad es, que le sim patiza a todos. De una u otra form a fu i ap rend iend o qué quería d ecir "ser de carne y hu eso" y "estar d eterm inad o por la extracción social y el en torno". N inguno entrábam os form ad os com o m ilitantes, sino que nos forjábam os en un proceso con altibajos y contrad icciones y en el que necesitábam os invertir toda la conciencia, el esfu erzo y la sencillez de que fu éram os capaces. El em peño por su ­

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perarse, ad em ás, d ebía ser constante; com o constante es el riesgo de acom odarse, envanecerse, ser rebasad o p or los acontecim ientos.

En el cu rso d e medio año, sin aband onar las otras tareas, elaboré el m étodo de alfabetización que me solici­taron. El trabajo abarcaba dos d im ensiones: la parte moti- vadora e instructiva para aquellos que lo u tilizarían —casi todos cam pesinos, com erciantes am bulantes, artesanos pobres, d irigentes com unales, jóvenes guerrilleros — y la parte prop iam ente metodológica y de contenido ad ecuado para el ám bito de las montañas del noroeste. Para realizar d icha labor me apoyé en los postu lad os de Antón Maká- renko, pedagogo soviético de p rincip ios de siglo, qu ien d io nacim iento al m étod o u niversalm ente conocid o que lleva su nombre. Recién instaurado el pod er de los soviets en la Rusia Zarista, el nuevo gobierno le asignó a este maestro de escuela el gigantesco trabajo —sin recu rsos, sin d inero, sin infraestru ctu ra ad ecu ad a— de reu nir y ed ucar para la vid a y para el trabajo a niños y ad olescen ­tes huérfanos, aband onad os, lad ronzuelos. Muchachos que abund aban como producto del régim en zarista, de la guerra civil y de la p rim era guerra m und ial. Este maestro bolchevique, sin especialización ni asesoría, se entregó de lleno y de por vid a a su nueva responsabilid ad . Su gesta pedagógica está plasmada en varios libros, dos de ellos no­velados: Poema pedagógico y Banderas en las torres. Tam bién recu rrí a Paulo Freire, ed ucad or brasileño com prom etid o con la em ancipación de los sectores popu lares, qu ien d io origen a una nueva pedagogía. Su prim er libro, Pedagogía del oprimido, apareció en 1969; lo leí recién ed itad o y segu í d esd e entonces la evolu ción y la polém ica alred ed or de sus p lanteamientos.

Elaborar ese método fue un reto y una carrera contra reloj, porque esperaba a mi hijo y quería conclu irlo antes de su nacimiento. Lo logré una semana antes. Algunos me­

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ses después, a mediad os de 1974, la d irección me propuso visitar el frente guerrillero para im partir un cu rsillo sobre el método que les había p resentad o. No me lo d ijeron dos veces, inm ed iatam ente acepté. Me parecía una oportu ni­dad m aravillosa. Por un lado conocería algo de la vida revolu cionaria en aquellas latitud es y, por el otro, iba a som eterse a la p rueba de la p ráctica mi trabajo educativo. En ese entonces, nu m erosos revolu cionarios p rocedentes de las capas med ias u rbanas consid erábam os —tal vez por romanticismo y por simplificar la gesta revolucionaria cu bana— que la m ilitancia en la montaña era la máxim a e insu stitu ible exp resión de la realización revolucionaria. Sin embargo, muy pocos vim os colm ad o nuestro sueño porque tam bién había necesidad es de trabajo en la ciudad y en otras partes del país.

Para realizar la visita al frente necesitaba varias sema­nas. Mi hijo estaba pequeñito y debía dejarlo con alguna fam iliar o am iga, sin levantar sospecha alguna sobre la razón que me movía a hacerlo. El trabajo no le perm itía al papá asu mir él solo su cu idad o; pero ju ntos lo resolvim os y com encé los p reparativos.

En esta etapa no fue fácil la convivencia fam iliar. La relación con pad res y herm anos era a m enudo con ­trad ictoria y d ifícil debid o a que desd e chica no segu í los patrones de com portam iento com unes a mi género y m ed io social. Pero el hecho de haber sido bu ena estu ­d iante y responsable en todo cuanto hacía am ortiguaba los choques. Y ellos veían que estaba contenta con mi vida y segura de lo que hacía.

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D ESPERTAR EN LA ZO N A REIN A

Cuando realicé mi p rim era visita al destacam ento gu e­rrillero, llevaba un año con la com pañía inseparable de una cápsu la de cianuro. Se nos daba a los m ilitantes de entonces con la orien tación de ingerirla en caso de caer en manos de los cu erpos represivos. Era vieja historia, aunque no tan absolu ta com o llegó a ser m uy pronto, que en Guatem ala no hay p resos políticos, ni consignad os a los tribunales por acusaciones de rebelión contra el régi­men. El secuestro, la tortu ra y una m uerte atroz eran la respuesta inequ ívoca del régim en para todo d em ócrata, luchador popu lar o m ilitante revolu cionario consecuente y firme. Por eso m e parecía natu ral y necesaria tal com ­pañía, y siem pre tuve el cu id ad o de llevarla a mano y en lugar seguro. Sin embargo, desde que la recibí, me inva­dió una sensación de fatalism o respecto a que mi m uerte era inm inente. No dudaba que me la tragaría si me veía obligada a hacerlo, pero la od iaba tanto como al sistem a contra el que lu chaba, porque am aba la vida y quería servir al pueblo de la única manera en que es posible: viva, sana y libre.

En la semana p revia al viaje observé que la cápsu la cam bió color, tornánd ose de blanca en amarillenta. Me p reocu p aba que no fu era ya efectiva. Pero absorbid a por los p reparativos olvid é p reguntar a qué se debía su transform ación. De tod as m aneras la llevé a la montaña.Y en la p rim era op ortu nid ad que tu ve se la m ostré a uno de los resp onsables del d estacam ento para ver si me despejaba la duda. "Tira esa m ierd a lejos, ahora, y olvíd ate de ella" me d ijo enojado, y prosigu ió: "H abría que tragarla para saber si sirve o no, hasta ahora sólo uno lo ha hecho y por error". Resu lta que cierto com pañero

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cayó en una red ad a policial, p ráctica com ún en la cap ital del país, en la que sin excepción se llevaban detenidos a tod os los hom bres que en un mom ento dado estaban en el área que se había decid ido "lim p iar", supuestam ente de d elincuentes. El compañero tenía su s documentos en ord en y no era conocid o, pero inexperto y sabiénd ose consp irad or, temió ser d escubierto. Así que llegand o a las instalaciones policiales se tragó la cápsula y se sentó en un rincón a esperar la muerte. Estaba sufriend o retor­tijones de estóm ago cuando por altavoz anunciaron que quedaba libre. Con d ificultad y asumiéndose en agonía se paró, recibió sus papeles que habían sido requ isados en la detención y salió a la calle. Desesperad o buscó ayud a con com pañeros, pero la misma no fue necesaria porque los retortijones habían cesado y fuera del susto no tenía nada. Vivió y nunca más tuvo p roblema alguno por haber ingerido el cianuro. Sin embargo, a partir de entonces, las op iniones sobre lo p roced ente o no de u tilizarla se d ivi­dieron. Lo cierto es que tiré mi cápsu la en el m om ento en que el compañero me dijo que lo hiciera. Y desde entonces, salvo en m om entos de peligro, d ejé de sentir el inm enso peso de la muerte.

Dada la form a en que fu i p reparad a para ejercer el magisterio, no concebía el éxito del cu rsillo sin contar con material d id áctico, especialm ente si el cu rso iba a ser breve y los particip antes eran inexp ertos. Ad em ás, qu e­ría dejarles recu rsos para que cad a uno d ispusiera de lo básico en su respectivo lugar de trabajo. Me era inconce­bible, por ejemplo, carecer de p izarrón, ilu straciones y de luz para trabajar de noche. Pero sabiend o que d ebíam os cam inar y que no tenía capacid ad para llevar a cu estas todo lo que necesitaba, p regunté si pod ían resolverlo. La respuesta fu e que pod ía llevar hasta setenta libras de material d id áctico. Ese era el peso que, según el d irigente de la ciudad que me lo d ijo, pod ría cargar el com pañero

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que me cond uciría hacia el cam pam ento guerrillero. Así que p reparé abu nd ante material. El equ ipo personal, in­clu id o un m ecapal, me sería entregad o en el mom ento de viajar. Por experiencia no d ejaban en m anos del novato decid ir qué era lo ind ispensable, pu es todo p rincipiante de origen u rbano consid eraba necesarios objetos que ni él ni nad ie aguantaban a cargar. Entre ellos estaban toallas, papel sanitario, zapatos o botas de repuesto, una tercera mud ad a, desod orante, jabón, pasta dental, baterías de repuesto. Algunos de estos artícu los eran sustitu id os así: la toalla por u n pañuelo paliacate que se retorcía cada vez que se satu raba de agua y que tenía m últip les usos; el papel sanitario por hojas y musgo; la pasta dental, de uso colectivo cuand o la había, por ceniza.

Llegado el d ía de partida me dirigí al sitio acordado. No sabía entonces qu ién o qu iénes llegarían a recogerme, cómo era el vehícu lo ni hacia dónd e nos d irigiríamos. Mucho menos en qué lu gar y a qué hora emprenderíamos la cam inata. Eran m ed id as elem entales de segu rid ad que todos acatábam os con d iscreción y d isciplina. Me reco­gieron puntualm ente. Éram os cu atro, dos hombres y dos mujeres. Tres íbam os al destacamento y uno regresaría a la capital. Desde el anochecer cayó una lluvia torrencial que no cesó sino al amanecer. El viaje fue largo y cu lminó a med ia noche en una localid ad en el norte de El Quiché. Al aproxim arnos al punto se nos orientó descender rá­pido y arreglar las cargas sin hablar y sin encend er luz. Mientras eso hacíam os, de la oscu ridad y del aguacero su rgieron tres compañeros. Dos de ellos volvían a la ciu ­dad , lu ego de una temporad a en el d estacamento, y un tercero sería nuestro guía y qu ien transportaría el mate­rial ed ucativo. Sin em bargo, qu ien me autorizó llevar los recu rsos no tom ó en cu enta que este compañero llegaba a encontram os cansad o y sin haber comido, pues durante dos d ías y sus noches acom pañó a los que salían, en una

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marcha esp ecialm ente lenta, debid o a que uno de ellos se había fractu rad o un tobillo. El com pañero, por lo tanto, sólo tomó parte de las cosas. Por in iciativa propia sumé el resto a mi carga. Partim os en silencio, sin luz, a paso rápido. La lluvia, la oscu rid ad y el terreno tortuoso nos d ificu ltaban el avance, aunque los dos prim eros asegu ra­ban la secretividad de nuestra presencia. H abíamos hecho contacto frente a un puesto de la Guard ia de Haciend a, en ese entonces única representante de los cuerpos represivos en d icho poblado.

Caminando por callejas y veredas siempre en ascenso y empantanad as, pasábam os entre casas cuyos perros nos ladraban agresivos. Había trechos en los que a cada paso las botas se hund ían completamente en el fango, haciendo ventosa, de manera que al intentar dar el siguiente paso el pie se salía del calzad o que quedaba atascado. Entre dos teníamos d ificultad para sacarlo. En otros tramos dábamos dos pasos hacia delante, para luego deslizam os de regreso sin poder su jetarnos a nada. Tod o era lodo, agua y oscu ­ridad . Y para completar el cuad ro nos extraviamos dos horas, al cabo de las cuales nos encontram os en un punto recorrid o con anterioridad . Debim os repetir uno de los trayectos con m ás lodazales para corregir la d irección.

El compañero que llegó a nuestro encuentro y el que venía desde la cap ital eran veteranos del destacamento e iban armados, la compañera y yo, no. La seguridad descan­saba en múltip les factores y no tenía caso que, sin mayor experiencia y en aquellos tiem pos de anonim ato de la organización, portáramos armas en tales circunstancias.

Cam inam os dos noches continuas, d eteniéndonos antes de la alborad a, para escond ernos entre la maleza las horas de luz y reanud ar la m archa al oscurecer. Debía ser así pues atravesábam os sem brad íos de maíz, a los que llegaban a laborar los cam pesinos. Y aunque se había iniciado el trabajo organizativo entre algunos de ellos,

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por segu rid ad no d ebíam os evid enciar la u bicación ni los movimientos del destacamento. De ahí que permanecimos quietos y silenciosos más de doce horas. No com im os y estuvim os en tensión d ebid o a los perros —cada cam pe­sino tiene, cuand o menos, uno que lo acom paña a todas p artes— que varias veces llegaron a m erod ear nuestro escondite. Si un anim al insistía, el dueño atend ería sus ladrid os, seguro de que había encontrad o algo que m e­recía investigación . Afortu nad am ente logram os pasar inadvertidos. Al oscurecer, d espués de que los lu gareños volvieron a sus casas, reanud amos la marcha en d irección inversa a la suya. Un poco antes del segund o am anecer alcanzam os la orilla de la m ontaña, d ond e p od íam os cam inar de d ía y sin riesgo de encontrar gente. Descansa­mos unas horas dentro de un cobertizo aband onad o y al despuntar el d ía, siempre sin probar bocado, prosegu imos nuestro camino. A partir de entonces avanzam os a rumbo, sin segu ir trazo alguno; estábam os en territorio conocido por nuestros com pañeros. Una vez dentro del bosque, qu ien había ido a nuestro encuentro se adelantó, al paso ráp id o propio de los veteranos. El cansancio y el p eso de la carga se m u ltip licaban al avanzar d espacio, pero tod o novato sólo pued e hacerlo así las p rim eras veces. Este silencioso com p añero era cam p esino p obre, ind ígena achí, oriundo de Baja Verapaz, veterano de las bases de Rabinal de los años sesenta y fu nd ad or del destacam ento del EGP. Padecía tubercu losis pu lm onar y sus hijos vivían de lu strar zapatos en la capital. Poco d espués salió tem ­poralm ente de la m ontaña para cu rarse de ese mal.

Al dar aviso en el cam pam ento nuestro guía, dos com pañeros acud ieron a encontrarnos. N os hallaron en una húmeda vereda de mim breros donde el musgo cubría el tronco de los árboles y alfom braba el suelo. Los recién llegad os tom aron nuestras cargas y nos d ieron a beber chocolate frío. Cayend o la noche llegam os a nuestro desti­

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no. Habíamos hecho el recorrid o en el triple de tiempo que u tilizaban los veteranos. Estábamos ap roxim ad am ente a 3, 000 m SN M, en las estribaciones del macizo montañoso de la Zona Reina, parte a su vez del sistem a orográfico de Los Cuchum atanes. Se trataba de un cam pamento en el corazón de un bosqu e trop ical húm ed o y muy frío, instalad o en una pend iente p ronunciad a de exuberante vegetación, d ond e la niebla lo envolvía todo.

Mi estad o físico era calam itoso: dos noches sin dormir, más de 48 horas sin comer, sudad a y enlodada de p ies a cabeza, em papad a de agua helad a, con una uña en cada pie arrancad a de raíz, con dolor de cabeza por la presión del mecapal y con varias mataduras en la espalda, p rod ucid as por el p izarrón que p or falta de experiencia para cargar me coloqué d irectam ente a cuestas. Mi estad o aním ico era insu perable: me sentía feliz. H aber llegado, no im portaba cómo, era lo que contaba.

Por aquel tiempo, y a pesar de estar en guard ia al res­pecto, tenía id ealizada a la agrupación a la que me había incorporado d espués de años de búsqueda. Pensaba que era extensa y estructu rada, y que tenía clarid ad sobre los problemas fundam entales de nuestra sociedad . Nad ie me había dado motivos para consid erarlo así y en el tiem po que llevaba m ilitand o más bien había visto ind icios de lo contrario. Ad em ás, había leíd o sobre d iversas gestas revolu cionarias en la historia de la hum anidad y tod as eran sim ilares en cuanto a la p recaried ad de las organiza­ciones rebeldes. Pero inconscientem ente trocaba realidad por deseos.

Al ver al grupo, gracias a d icha idealización, supu se que era uno entre los muchos que integrarían la orga­nización. Y que habrían en esas inacabables montañas, cuando menos, unos veinte com o ese. Sólo tiem po des­pués, ya incorporad a a la guerrilla conocería la realid ad: era parte im portante del único d estacam ento que tenía la

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organización. Varios de sus integrantes eran fu ndadores de ella y del destacam ento; algunos eran miem bros de la Dirección N acional y veteranos de los años sesenta otros. Conocí a estos com p añeros cu and o tod avía and aban muy rem end ad os, flacos, pálidos. Verlos en tan lam en ­table estado fue im pactante. Sólo haciend o esfuerzos de abstracción lograba persuad irme de que eran mis com p a­ñeros de lucha y uno de los balu artes de la revolu ción en mi país. Pero más desconcertantes fu eron los hechos que p resencié du rante mi estancia. Por ejem plo, cu and o el com pañero ind ígena que nos había conducid o, tod avía con la m ism a m ud ad a y visiblem ente agotad o —había cam inado y cargado, sin com er y casi sin d ormir, m ás de ochenta h oras—, d irigiéndose a la colectivid ad preguntó: "¿Dónd e están los Conciertos de Brandenburgo? " Y luego de que algu ien le extend iera un casete, se tiró en el suelo cu an largo era, a escuchar con d eleite aquellos conciertos de Bach. O cuando otro de ellos, el m ás pálid o y ojeroso, me p id ió con la m ayor sencillez im aginable que al volver a la civilización le hiciera los sigu ientes favores: llevar flo­res a la tumba de su abuela, qu ien lo crió y había muerto cinco años atrás, m ientras él se encontraba ausente; que obtu viera para él la Sinfonía del N uevo M undo de Dvorak y que le m and ara una barra de chocolate.

Con el tiempo supe que el gusto por Bach se debía a dos razones: durante meses sólo habían tenido ese casete de música, llevado por algu ien de la ciudad ; y los violines que se escuchaban en d ichos conciertos les hacían recordar a los compañeros ind ígenas su propia música, interpretada con esos mismos instrum entos de cuerda. Y quien gustaba de Dvorak era amante y conocedor de la música clásica.

Lam entablem ente, mi cabeza no tenía alcance para vincu lar aquellas necesid ad es hum anas con la rebelión armad a, con guerrilleros palú d icos y con bosques cente­narios de niebla y frío perennes.

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Me bastó convivir unas sem anas con ellos para d arm e cuenta que el sentid o del hum or era generalizad o— aunque no faltaban el enojado y el gruñón del grupo — y que poseían destacadas cualidad es humanas y militantes. Muchas de las cu ales sólo se forjan en la defensa p rolon ­gada de id eales bajo circunstancias ad versas. Esas en las que es p reciso renunciar no sólo a la p rop iedad , sino a los seres más querid os, a la id entid ad personal, al sol. Esas en las que se d ejan la salud y la ju ventud para siempre, en el empeño por hacer valer los derechos de los más pobres y de los más oprim id os. El peligro, la enferm e­dad o la m uerte en cu alqu iera de sus expresiones eran sim ples accid entes de trabajo para estos compañeros. Y la pobreza m aterial un resu ltad o norm al del oficio que a ninguno preocupaba.

Fue ante esa realid ad que com encé a com prend er los alcances del com prom iso revolu cionario en un país com o el nuestro. Realidad que no me d esanim ó, sino qu e me motivó para dar todavía m ás de mí, y a respetar p ro­fundam ente a tod os aquellos que se entregan de manera generosa a la causa de los exp lotad os.

A varios se nos orientó u sar gorra pasam ontañas para ocu ltar nu estros rasgos faciales. Y a las horas de com er teníam os el cu id ad o de sen tam os en círcu lo y de espald as hacia el centro para no vernos la cara m ientras comíamos. Realizábam os trabajos d iferentes y no había razón para que por un breve cu rsillo nos id entificáram os entre sí. Era regla elem ental de segu rid ad que frecuente­m ente se violó en tiem pos posteriores.

Los rayos y el calor del sol no penetraban a n ingu ­na hora, aunque el cielo estu viera d espejad o, pues las copas de los árboles se su perponían unas a otras. De ahí que siempre estu viéram os en penu m bra y con la ropa húmeda por el contacto inevitable con la vegetación y la p resencia de lluvia. Los com pañeros que allí habitaban

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llevaban años alim entánd ose de m aíz; pu es esa gram í­nea era lo que cu ltivaba la p oblación en m ayor cantidad . Preparaban u n pu ré con harina gruesa de ese grano. Así abundaba el maíz y su p reparación era más ráp id a que la de las tortillas o los tamales. Sin em bargo, la obtención de u n qu in tal im p licaba la m ovilización de varios com ­pañeros du rante d ías, contand o con el apoyo de la gente. Para acceder al agua se descend ía u na ladera em p inad a y lodosa de doce a qu ince metros de p rofund id ad . Al fon ­do, entre abund antes helechos, se form aba un pequ eño remanso de agua helad a y cristalina que caía en cascad a desde m uy alto.

A la mañana sigu iente de nu estro arribo, lu ego del desayuno, p regunté a uno de los responsables en d ónd e iba a trabajar. "Bu eno, dond e qu ieras. Prepara el lu gar y avísanos cuando estés lista" fue su respuesta. Volví la v ista . a todas partes y cam iné por d iversos ru m bos del cam p a­mento, pero no encontré un metro cuadrad o plano y claro. Todo era en declive y la vegetación tup ida. El suelo d e las cham pas, donde d orm ían varios ju n tos para conju rar el frío, y el área de la cocina, habían sid o ap lanad as a fuerza de arrancarle bocados a la ladera. No había más que hacer otro tanto para el "sa lón " de trabajo. Así que tom é el m a­chete y em pecé a d escom brar un pedazo. Algunos de los com pañeros me observaban a d istancia, callad os y serios. Qu ién sabe qué pensaban. En la cam inata de entrada había usado m achete por p rim era vez en m i vida.

Cuando term iné con el desm onte p roced í a sacarle tierra a la vertiente, para hacer u na terraza de dos por tres metros. Debí arrancar con las m anos pied ras, troncos y raíces. Para entonces un com pañero de los que observaba d esenvainó su m achete, sin decir palabra avanzó hacia donde me encontraba y silencioso me ayud ó a conclu ir el trabajo. Era ind ígena. Tiem po después supe que tam bién era achí, cam pesino pobre, veterano de las bases rabina-

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leras y fu nd ad or del d estacam ento guerrillero. Con la realización de este trabajo com prend í que, com o en otros aspectos de la lucha, había que constru ir tod o desd e el p rincip io y vincu lar el trabajo manual con el intelectual. Y que en aquellas cond iciones realizar cada tarea conllevaba trabajo físico, ad em ás de las capacid ad es específicas.

Con un p iso y un techo de p lástico, el "salón " estu ­vo listo. En la activid ad particip aron cuatro compañeros y dos compañeras. Dos de los hom bres eran d irigentes com unales de los poblados más grandes de la zona ixil; hablaban español tan bien com o su id iom a materno. Los otros dos eran fundadores del destacam ento y trabajaban en organización entre los ixiles. Una compañera, pequeña y frágil, era campesina de la costa sur y veterana del grupo de Yon Sosa; había llegado sólo para recibir el cu rsillo. Luego volvería a sus tareas organizativas en las p lanicies cálid as del su r guatemalteco. La otra com pañera se había incorporado hacía un par de m eses al destacam ento y era veterana de la resistencia u rbana.

Posteriorm en te, el m ater ia l p ara a lfabetizar se reprod ujo en nuestra im prenta cland estina, y se d istri­buyó entre la organización. Pero varios años d espués la experiencia pedagógica sintetizada en él, fue subestimad a y d istorsionad a por com pañeros sin criterio docente, que trabajaban en áreas rurales. En lu gar de enriquecerlo y mejorarlo gracias a la p ráctica, se le empobreció. En 1983 estaba extraviad o o aband onad o m ás por negligencia que por fatalidad . Ese año se m e orientó que hiciera de nuevo el trabajo; pero no se me ap ortó la experiencia de su ap licación ni conté con el material original. Qu ienes me lo demandaron subestimaban el trabajo que conllevaba su elaboración en esas cond iciones. Otras tareas m ilitantes absorbían mi tiem po y no lo hice.

En los ratos libres realicé ejercicios de tiro real por segund a vez en mi vida. La p rim era lo había hecho meses

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atrás en los alred ed ores de la cap ital. Tam bién me ense­ñaron a d esarm ar y arm ar una carabina M-1 con los ojos vend ad os; y me hicieron ver que siempre debía hacerse sobre un pedazo de tela o de plástico, colocando las piezas en el orden que se qu itaban. Este hábito m ostraba su vali­dez en los momentos de emergencia y oscuridad , y cuando el arm a se u tilizaba entre la vegetación. Finalm ente, me d ieron a leer un material sobre táctica militar guerrillera que, a pesar de mis esfu erzos no logré entend er esa vez. Entonces no sabía de teoría militar, salvo lo referente a operaciones de contrainsu rgencia. Durante varios meses, leer y escuchar sobre teoría militar me produ jo el efecto de un somnífero. Y lo m ism o me suced ió, sólo que por más tiempo, con la filosofía. Yo buscaba acción y no es­tud io; pero desde el inicio el segund o fue tan vital com o la reflexión sobre nuestra práctica.

Aband onam os el cam pam ento una tard e de junio. La caminata fue más ráp ida que cu ando entré porque más que nada d escend im os y no llovía; tam poco llevábam os carga y había luna llena. Entre la una y las cu atro de la m ad rugada, luego de nueve horas de marcha, d orm im os en el portal de una cárcel de aldea, dond e nos p rotegieron la niebla y el frío. Antes del am anecer reanud am os la marcha pasand o cerca de casas de mad era y tejam anil, ro­deadas de hermosas hortensias. Tod os dorm ían a nuestro alrededor, y los perros no sin tieron nuestro paso. Entre aroma de flores llegam os a la vera de un cam ino donde nos m udam os de ropa. Luego, las m ujeres abord am os el vehícu lo que llegó a recogernos a la hora convenid a. El compañero guía retornó al cam pam ento y nosotras aban ­donam os la región. Tenía ilusión de ver a mi hijo, qu ien estaba cu m pliendo cinco meses de edad .

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EN SILENCIO Y SECRETO

En aquellos p rim eros años, cuando en la cond u cción d e la organización dom inaban los criterios políticos y los acon ­tecimientos no nos habían desbordado, d irectamente y por d iversos med ios se adquiría información sobre la realidad concreta de los lu gares donde bu scábam os echar raíces. De ahí que, lu ego de trabajar en Qu etzaltenango y Toto- nicapán, con mi com pañero buscáram os un em pleo que nos permitiera instalarnos en Huehuetenango, El Quiché o Alta Verapaz. Nos interesaban los municipios norteños de tales departamentos, pues era donde se irradiaba el trabajo político y organizativo del destacam ento guerrillero del EGP. Y a nosotros nos correspond ía p roporcionar a nu es­tros d irigentes — quienes se encontraban en la m ontaña o cland estinos en las ciud ad es — un panoram a económ ico, político y cu ltu ral de esas zonas.

Logram os establecernos en la zona ixil, localizad a en las m ontañas de Los Cuchum atanes, al norte d e El Qu iché. Su s cabeceras municip ales eran pequeños p obla­dos, com puestos de casas de ad obe y teja o de ranchos de paja, tejam anil y palizadas. Difícilm ente llegaban a tener tres mil habitantes cad a una. La m ayoría de la población vivía d ispersa en d ecenas de aldeas, caseríos y parajes, unidos unos a otros por veredas. Salvo en Cotzal, no había caminos interiores para el tránsito de vehícu los. Tod as las localidad es estaban bordeadas por bosques centenarios de pino, p inabete, encino y cip rés. Son lu gares siem pre verdes, húm ed os y sum am ente quebrad os, donde llueve más de ocho meses al año. En las partes más altas de Los Cuchum atanes, al norte de esas cabeceras, hay un sinfín de quebrad as y ríos que, al unirse en su ru ta hacia la vertiente del golfo, form an los grand es ríos selváticos: el

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Ixcán y el Xaclbal, afluentes del Lacantú n que corre en tierra mexicana; el Copón y el Tzejá, afluentes del Chixoy, río lim ítrofe entre El Qu iché y Alta Verapaz.

El empleo nos daba posibilidades de entablar relacio­nes con au torid ad es y con exponentes del pod er local. Y tam bién nos vincu laba con em p lead os p ú blicos en las áreas de salud , ed u cación y servicios. De m anera que tuvimos acceso a lugares y recu rsos de interés. Por otra parte, consu ltam os estad ísticas, fotografías y m apas que tuvimos al alcance sin llamar a sospecha sobre nuestro tra­bajo militante. La regla de oro fue no mostrar interés por el quehacer político n i por la problemática social. Evitam os y declinamos relaciones con luchadores sociales y población pobre, salvo por razones de vecind ad y cortesía. Estos vínculos los cu ltivaban compañeros ind ígenas, miembros del d estacam ento. Y su trabajo no tenía relación d irecta con el nuestro. Es más, no nos conocíam os entre sí.

Observam os acu ciosam en te la cotid ian id ad , los d ías de mercado, las festivid ad es y su calend arización; el m ovim iento comercial, el ciclo agrícola y migratorio. Recorrimos cabeceras municipales, aldeas y caseríos. No pocas veces, la gente nos tomó por gringos o pastores evangélicos y nos p id ieron "m on i" (money) y "p ích u r" (picture).

Poco a poco desentrañam os cuál era la estructu ra del poder local y cu áles eran sus víncu los con el poder fuera de la región. Pero para lograrlo tuvim os que vivir situaciones desagradables, aparentar valores p rop ios de dominad ores, callarnos la boca.

A pesar de tener conocim iento sobre la rapacid ad y la violencia de quienes se enriquecen a costa del trabajo, la d ignidad y la vid a ajenas, nos resu ltaba golpeante, hasta increíble, ver los niveles que alcanzaba en esas regiones. H abía terratenientes y contratistas que segu ían usando el cepo y el látigo para castigar a los ind ígenas que com e­

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tían alguna falta o que no pagaban pequeñas deudas. Y lo hacían con la m ayor natu ralid ad y certeza de estar en su derecho. H abía u sureros que com o garantía de pago de cantid ad es pequeñas con in tereses leoninos —del 5 al 20 por ciento mensual, incluso sem an al—, exigían joyas ancestrales, p roductos agrícolas, escritu ras o d ocu mentos de casas y terrenos; o d em and aban la servid um bre de es­posa e hijos m ientras se sald aba la cuenta. Personalm ente presencié un caso de estos cu ando, cierto día, pagaba la renta de nuestra casa a la propietaria. Ella era comerciante, p ropietaria de varias fincas y casas, p restam ista. Tenía entonces m ás de sesenta años; era blanca nacid a en la región y viud a de un terrateniente y contratista. Su s hijos eran p rofesionales, vivían en la cap ital y habían viajad o por el mundo. Ella no qu iso salir del poblado dond e nació. H abitaba un caserón de esqu ina, frente a la plaza, acom ­pañad a de fieles servid ores ind ios. En esa oportunid ad vi y escuché cuando un cam pesino m isérrim o le pedía más d ías de plazo para pagarle un préstam o. H abía llegado acompañado de su mujer e hijos pequeños. La usurera res­pond ió que estaba bien, siem pre que le dejara a la esposa y sus niños sirviénd ole en la casa. El hom bre se fue solo. Muchas d eudas eran im posibles de pagar y el ind ígena no sólo perd ía pertenencias, casa, terreno o familia, sino que perm anecía trabajand o de por vida para el acreed or. Algunas deudas eran hered itarias.

Los herm anos Brol Galicia, p rop ietarios de la finca San Francisco en San Ju an Cotzal, habían d espojado de su s tierras a num erosos cam pesinos; tam bién se habían ap rop iad o de tierras com unales, valiénd ose de tram pas, engaños y com p ra de au torid ad es. Desd e años atrás desarrollaron el colonato, pero pasadas varias décadas d ecid ieron d esped ir a los m ozos colonos sin darles in ­d em nización, com p ensación algu na o alternativa. Los trabajad ores su p licaron sin lograr nad a. Los p atrones

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insistieron en que aband onaran los ranchos que habitaban en terrenos de la finca. Los cam pesinos no se m ovieron... ¿A dónd e pod ían ir si nacieron y trabajaron allí toda la vida?; ¿si el salario devengad o no les alcanzó sino para m ed io comer?; ¿en dónd e más pod ían laborar si no había fuentes de trabajo en la zona y la finca u su rpaba tierras com u nales? En resp u esta, los finqu eros d erru m baron las viviend as con todo lo que tenían dentro. Para ello se valieron de empleados de confianza, verdad eros esbirros. Los ind ígenas rescataron lo que pu d ieron de entre los escombros, y construyeron im provisadas cham pas donde habían estado sus viviendas y huertos. Así continuaron su resistencia pacífica, silenciosa, d esesperad a. La rep resión se ensañó entonces en ellos y num erosos d irigentes ind ios de la región fu eron persegu id os y asesinados.

A com ienzos de los setentas, la finca San Francisco ocupaba la m ayor parte del m unicip io de Cotzal. Tenía una extensión ap roxim ad a de 111 caballerías (4, 749. 69 H as. ) y p retend ía expand irse tod avía más. No sólo des­pojaba im punem ente, al igual que otros terratenientes de la región, sino que hacía encarcelar a qu ienes se resis­tieran a aband onar sus tierras y bu scaran form as legales de hacer valer su derecho. La finca p rod ucía alred ed or de 30 m il qu in tales de café y era una de las m ayores productoras de ese grano a escala nacional. Su s p rop ie­tarios com praban au torid ades, violaban m ujeres ind ias y vivían cóm od am ente en cabeceras m unicip ales aled añas o en la capital del país. En el m ed io bu rgués pasaban por personas honorables y d istingu idas. Pero en la zona ixil, cap italistas como ellos p roducían herid as p rofundas que abonaban el terreno para la lu cha de tod os aquellos que no se resignaban a tan injusto destino.

Las m ayores fu en tes de en riqu ecim ien to y m o­vilidad social en la zona eran la contratación de fuerza de trabajo m igratoria y el com ercio. El sistem a de con ­

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tratación fu e in trod ucid o a través de agentes lad inos de origen español, italiano, mexicano, entre otros. Y consistía en que estas personas, que estaban vincu lad as a una o más p lantaciones de la costa y bocacosta, se establecían en regiones apartad as para contratar fuerza de trabajo barata en los period os de cosecha. Cada agente ganaba una com isión p roporcional al núm ero de jornaleros que le aportaba a las fincas. Tal suma de d inero era, en realid ad , una parte del salario de los trabajadores. Estos eran mo- nolingües en su id iom a mayense, analfabetos, no estaban organizados y fácilm ente eran engañad os y m altratad os. Durante décadas, cuand o no había cam inos hacia la re­gión, se d esp lazaron a pie d esd e sus lugares de origen hasta las p lantaciones, recorriend o 150 y m ás kilóm etros por cuenta propia. El sistema de contratación vincu ló esas regiones con el resto del país; generó el acaparam iento de tierras ind ígenas en m anos de lad inas; sentó las bases del em pobrecim iento acelerad o de la población en esas montañas. El cu ltivo del café a escala de exportación sig­nificó para los ind ígenas de esa región peonaje por deuda, colonato a d istancia, palu d ism o, entre otras cosas.

Por su parte, en cam iones prop ios, los com ercian ­tes sacaban p rod uctos agrícolas locales obtenid os a bajo precio para vend erlos al doble o trip le en m ercad os m a­yores; e in trod ucían p roductos ind ustriales y agrícolas p roced entes de las ciud ad es y otras regiones. Visitand o las tiendas principales constatamos que los productos que consum ían los habitantes de esas m ontañas se red ucían a: hilos, telas, tintes textiles, calzad o y artícu los p lásticos; ropa de partid a, sombreros, frazad as; sal, azúcar, panela, chile, refrescos, licor, tabaco, cand elas, fósforos; herra­mientas agrícolas elem entales, clavos, lin ternas, baterías; abonos qu ím icos, lám inas para techar. En aquel tiem po no d etectam os que se vend ieran localm ente rad ios de

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transistores, televisores o bicicletas, por ejemplo. Tampoco vim os farm acias.

En una o dos generaciones, contratistas y comercian ­tes p rosperaban vertiginosamente. Y cuando ya no podían mu ltip licar su riqueza en la zona se trasladaban a la cabe­cera departamental, o a la capital del país. O enviaban a sus hijos a realizar estud ios o a em prender negocios a esos lugares. No pocas familias — de renom bre nacional por su riqueza —, acum ularon así su capital. Basta rem ontarse a los abuelos, si mucho a los bisabuelos, para comprobar esa verdad .

Había ricos que antes de dar trabajo a un ind ígena, que de ello depend ía para sobrevivir, le exigían d isponer de la esposa o de las hijas para tener relaciones sexu ales con ellas. El m estizaje por esas y parecid as razones era numeroso, inequ ívoco y se rem ontaba a finales del siglo pasado, cuando los lad inos em pezaron a llegar.

La masa ind ígena poseía o arrend aba tierras cansa­das, quebradas o en laderas pronunciad as. Trabajaba con su p ropia fuerza para lograr cosechas magras, las que no alcanzaban sino para alim entarse una parte del año. Las fuentes de trabajo escaseaban y en las pocas que existían eran comunes los salarios de ocho, d iez y qu ince centa­vos por jornad a de ocho y más horas, au nque algunos llegaban a ganar hasta cincuenta centavos por jornal. No había sép tim o día, ni pago por horas extras; mucho menos agu inald os o p restaciones laborales. Los ingresos monetarios de la población m ayoritaria nu nca llegaban a vein te quetzales m ensu ales por familia. En esas cond i­ciones el costo de la vida y los im puestos, especialm ente el boleto de ornato, eran resentid os con agud eza por la población pau pérrim a.

En las épocas de m igración a la costa y bocacosta, presenciamos cóm o los trabajadores eran hacinad os de pie, tratados con grosería y tapad os con lonas sucias o

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impregnadas de insecticid a. Así hacían u n trayecto de ocho o más horas entre su localid ad de origen y la finca de destino. Muchos viajaban con su esposa y sus hijos porque todos contribuían al trabajo, o porque no quedaba alimento alguno en la vivienda. El capitalista y su contratista, algunas veces ind ígena y numerosas veces lad ino, no velaban sino por su ganancia. Ni la enferm ed ad ni la debilidad a causa de las cond iciones del transporte liberaban al ind io de su deuda. Y, salvo excepciones, en las fincas los alojaban y alim entaban infrahu m anam ente. Eran altas las tasas de m ortalid ad y de enferm ed ad entre los trabajad ores migratorios. Los ingresos que percibían los em p leaban para adqu irir maíz, sal y ropa principalmente.

La región ixil, agrícola en su totalidad , dejó de ser au tosu ficiente en m aíz desde las p rim eras décad as de este siglo, cuando com enzó el acaparam iento de tierras en manos de los lad inos, qu ienes p rod u jeron para ven ­der fuera de la región. Aunque el poder estaba en m anos de lad inos, habían algunos ind ígenas poderosos aliad os a ellos. Sin em bargo, la estratificación económ ica de la población ind ia era escasa.

En las cárceles de las cabeceras departamentales se encontraban prisioneros num erosos ind ígenas. No pocos estaban detenidos por haber denunciad o la u su rpación de tierras propias o comunales; por haber sido sorpren­didos cortando leña —único com bustible al que tienen acceso — en áreas restringid as o de p ropiedad ajena; por no haber pagad o alguna deuda. Frecuentem ente, estos p risioneros no hablaban español, no conocían las leyes, no tenían defensor ni trad uctor, no conocían su delito. Y podían pasar años encerrados. Mientras tanto, los usu rpa­dores de tierras gozaban de libertad y usu fructuaban sus nuevos dominios; los traficantes de madera sacaban de áreas restringid as o sin au torización, cam iones con trozas de árboles centenarios ante la vista de las autoridades; y los

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usureros expoliaban sin cortap isas a sus deudores. En las zonas norteñas de los departamentos de H uehuetenango, El Qu iché y Alta Verapaz no había hospitales ni centros de salud . En algunas cabeceras m unicipales había una clíni­ca pública pobremente equ ipad a, atend ida por personal lad ino — un méd ico y una enferm era — que no hablaban el id iom a local, que no se auxiliaban de trad uctor y que p roporcionaban una atención rutinaria, d iscriminad ora y, no pocas veces, deshumanizada. Varias veces fui a consulta a estas clínicas a causa de malestares propios o de m i hijo. Invariablemente él y yo éramos los únicos lad inos entre numerosos pacientes ind ígenas. La mayoría eran mujeres, niños y ancianos que llegaban cam inando y sin comer des­de aldeas remotas. Se veían cansad os y tristes. Sus ropas lucían raíd as y sucias. Casi siempre guard aban silencio y con paciencia de siglos hacían fila para ser atend idos, es­peranzados en alguna cura para su mal de miseria. A veces ellos mismos o el personal méd ico me decían que pasara adelante; que no hiciera la cola que hacían todos. A unos y a otros les parecía extraño que agradeciera, pero que no acep tara y esperara mi turno. Al ser recibida me decían cosas como: "H u biera pasado antes, ellos están acostu m ­brad os a esperar"; o "son ind ios, no se p reocupe". Cuando comentaba algún caso grave al méd ico o a la enfermera, me respond ían que no había prisa porque, de todas maneras, no podían hacer nada; que eso era de todos los días. Yo comprend ía lo lim itado de sus recu rsos y el hecho de que eran la ú ltima ramificación de un aparato estatal ineficaz, y dentro de un sistem a exp lotador y d iscrim inador. Pero me ind ignaba su actitud pasiva y conformista y el trato que daban a las personas.

En la región había pocas escu elas p rim arias y la mayoría se localizaba en la cabecera m unicipal y aldeas vecinas. N o pocas veces un solo m aestro atend ía dos y tres grados sim ultáneam ente. N o había textos, material

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d id áctico ni bibliotecas. Los p rofesores solían ser lad inos que no hablaban el id iom a local y que, casi siem pre, eran d iscrim inad ores y terriblem ente m achistas. No existían escuelas secund arias n i técnicas.

Para todo observad or atento era percep tible la p ro­funda d ivisión entre ind ios y lad inos. La opresión de los segund os sobre los p rim eros era evid ente. Dond e casi la totalidad de la población era ind ia, hablaba u n id iom a mayense y era analfabeta, la m ayoría de las au torid ad es eran lad inas, sólo hablaban esp añol y la ed u cación se impartía en castellano. La esp iritualid ad ind ígena era ca­lificada de idólatra, de pagana; sus guías espirituales eran llamados brujos. La fiesta local principal era celebrada por separado y las au torid ades sólo daban apoyo económ ico a los eventos lad inos. Los ind ígenas eran m ayoritariam ente trabajadores manuales, sirvientes, deudores. Los lad inos eran casi siempre autoridades, patrones, grandes y m ed ia­nos p rop ietarios. Los lad inos se com portaban igualad os y confianzudos con las au torid ades; los ind ígenas eran respetuosos, inclu so sumisos ante ellas. Los lad inos eran tratados con deferencia y respeto en oficinas y estable­cim ientos de tod o tipo; los ind ígenas con au toritarism o, desprecio, desgano. Al lad ino se le trataba de usted ; al ind io, de vos. Los pocos ind ígenas que lograban form arse como técnicos, m aestros o p rofesionales em igraban en busca de m ejores oportunidad es.

N uestra activid ad era intensa. Cuando no estába­mos exp lorand o la región, haciend o alguna entrevista u observand o u n hecho, estábam os sistem atizand o la inform ación. Y nuestra jornad a laboral se m u ltip licaba porqu e d ebíam os atend er el trabajo rem u nerad o, las tareas dom ésticas y a nuestro hijo. Sin embargo, d u ran ­te dos o tres horas d iarias contábam os con el apoyo de una joven ixil, qu ien lavaba nu estra ropa y cu id aba por ratos al niño. Fue im posible p rescind ir de sus servicios,

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puesto que todo hogar lad ino tenía, cuando menos, una emplead a. Y la m isma dueña de la casa la llevó sin que se lo d em and áram os. Cata era una m u chacha vivaz, no pasaba de los quince años y vivía en las afueras del poblado. Visitam os a su familia algunas veces invitados por sus pad res. A ella le gustaba llevar a nuestro hijo a la espalda, su jetado con su perraje; y así corretear por callejas y veredas. Al niño le gustaba el ju ego; a mí me daba temor que rodaran los dos por el suelo. Pero luego de varias carreras me acostumbré y para alegría de todos no hubo accidente alguno. Igualm ente felices fueron mis experiencias de recom end ar a mi niño, por uno o más d ías, a vecinas lad inas e ind ígenas. Lo cu id aban con amor y p referencia, pues él era "regalad o": se iba con todas las personas y reía con facilid ad . Tam bién era gord ito, activo y cometón; eso le gustaba a la gente.

Cuand o nos instalam os en la región ixil yo tenía m ás de d iez años de cond u cir vehícu los. Ad olescente aún, aprend í a hacerlo con pericia y en muy d iferentes circunstancias. Y, desde entonces manejé con frecuencia en poblados y carreteras del país. Tenía experiencia e inde­pendencia para hacerlo. Sin embargo, al conocer el tramo entre Sacapu las y los poblados ixiles consideré que no me atrevería a manejar allí; mucho menos de noche, con lluvia o con niebla. Tuve miedo de recorrer sola, o acom pañada de mi hijo, ese cam ino estrecho, lodoso y flanqueado de precipicios. Era una ru ta solitaria que carecía de pobla­ción, señalizaciones, servicios m ecánicos, gasolineras. H abía tram os en los que, al encontrarse con otro vehícu lo— generalm ente cam iones y c a m i o n e t a s -, uno de los dos debía m aniobrar en retroceso d ecenas de metros, hasta localizar un punto donde ju stam ente, entre barranco y paredón, los au tom otores cup ieran uno al lado del otro para continuar su ruta. Pero los vehícu los patinaban en el lodo y con frecuencia la neblina o la lluvia no perm itían

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la visibilid ad más allá de dos o tres metros. El tráfico era escaso, pero suficiente para requerir ese tipo de m aniobra dos o tres veces. Sin embargo, m ás tard é en sentir esos temores que en recorrer ése y peores cam inos.

En poco más de un año transporté a varios m iem ­bros del d estacam ento. Salían a reuniones de trabajo o a curarse. Durante el trayecto conversábam os poco y sobre cuestiones generales, pues no d ebíam os dar evid encias n i preguntar sobre el trabajo, vida y funciones respectivas. El traslado de com pañeros, el trasiego de recursos y el trans­porte de com unicaciones se p rocu raban realizar en viajes d iferentes. Era una regla de oro no ju ntar dos o m ás m i­siones, pues en el caso de tener p roblem as —de la índ ole que fueran — serían más las im plicaciones y d ificu ltades. Los contactos que realicé para llevar a cabo estas tareas fueron puntuales, ráp id os, sin salu d os ni pláticas d e por medio. Eran tareas em inentem ente operativas en las que la d iscip lina, la d iscreción y la p recisión eran fu nd am en ­tales. Las instrucciones las recibía de mi responsable, no del pasajero de turno.

Sólo dos veces tuve d ificultades con los com pañe­ros que transporté. Una de ellas fue con un com pañero ind ígena, fundador del destacamento y veterano de los sesenta. Debíamos hacer el trayecto d esde la capital hasta un punto localizad o entre Sacapulas y Nebaj. Llevábam os dos horas de cam ino cuando él se ap roxim ó a mí y acto seguido me rodeó los hombros con su brazo. Me encabroné y firm e, pero calm ad am ente, le ped í que lo retirara y volviera a su puesto. Él se sonrió y no se movió. Entonces orillé el vehícu lo, paré el motor y m ascando las palabras le d ije que o se corría o allí mismo se bajaba; que yo estaba cumpliendo la tarea de llevarlo a un punto y nada más. Se me quedó mirando con cara de incrédulo, pero se corrió. Mi exp resión de ind ignación no se p restaba a dudas. Tiem po después nos volvim os a encontrar en algunos contactos y

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tareas y, luego, coincid imos en el destacamento. Fu im os buenos compañeros de trabajo. En otra oportunidad , ya estando próximos al punto de descenso, un compañero lad ino m e p id ió que lo cond u jera a otro lu gar. Este quedaba bastante retirado y fuera de la ru ta programada. Le exp liqué que llevaba otras instrucciones, que debía reportarme a determinad a hora en la capital y que ir a dond e él p roponía introd ucía p roblem as de segu rid ad no contem plad os. Pero él insistió. Le d ije entonces que lo lamentaba y lo dejé donde me habían orientado. Se qued ó contrariado y, qu izás, molesto conmigo. Informé sobre el incidente y m e respond ieron que había hecho lo correcto; pues el compañero tomó la iniciativa sólo pensand o en acortar significativam ente su marcha, pero sin consid erar aspectos de segu rid ad míos. Este compañero tam bién era veterano de la lucha.

Eran tiem pos de m ilitancia in tensa, de entrega total a la construcción de la organización y al impulso de la lucha por una Guatemala nueva. Nosotros no éramos excepción, sino expresión de la membresía de entonces, reclutada y p robad a con cuidado. Años después, durante el auge revolu cionario, los criterios y p roced im ientos de reclu tam ien to se relajaron y las com p u ertas de la o rgan ización se libera liza ron . La con secu en cia fu e una cauda de graves errores p olíticos y militares, y el aparecimiento de traidores e infiltrados en nuestras filas.

En un momento dado se nos orientó abandonar la región, habíam os cumplido nuestra misión y no era conveniente que continuáramos allí. Debimos garantizar una retirada normal desde el punto de vista laboral y de sta­tus. Para entonces, gracias al trabajo de otros compañeros, la organización había echado raíces entre la población y se aprestaba a realizar las primeras acciones públicas. Hasta entonces todo había sido hecho en silencio y secreto.

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MUJER N UEVA CO M O G ALLIN A N UEVA

Mi conocimiento sobre la situación de la mujer en el alti­plano se fue dando por oleadas. Fueron aproxim aciones sucesivas en las que mi capacidad de cap tación y reflexión se dio en corresp ond encia con la experiencia que acu ­mulaba sobre la vid a y mi país. Éram os niños cuando mi padre intentó levantar una algodonera en Retalhuleu . En ella pasábam os los meses de vacaciones escolares año con año. Así conocimos de los trabajadores m igratorios que levantaban las cosechas de exportación. A la finca llegaban todosanteros, de la etnia mam. A mí me llam aron la aten ­ción dos costumbres de ellos que entonces no comprendía: que en la calu rosa costa su r usaran sus trajes, propios para tierras muy frías; y que varios fueran polígamos. El traje lo usaban por identidad étnica; pero también porque su pobreza no les permitía obtener ropa apropiad a para el calor. Uno de los trabajadores polígamos se llamaba Diego Pu y anu alm ente llegaba con sus cuatro esposas y toda su prole. Él se instalaba en un rancho próximo a las galeras de los trabajadores que m igraban solos. La primera mujer era la de mayor ed ad y au toridad; ella organizaba y mandaba a las demás. El ambiente doméstico era tranquilo y el modo de d irigirse unas a otras, fraternal. Sus ed ades estaban entre los 15 y los 35 años aproximadamente.

Con m is h erm an os v isitábam os la ran ch er ía porque era el único lugar habitad o a nuestro alcance y allí había otros niños. Y conocíam os por su nom bre a los trabajad ores que llegaban año tras año. Yo veía que todos eran m uy pobres, y movid a por la cu riosid ad le pregunté a Diego Pu por qué tenía tantas esposas e hijos. Me respond ió que las m ujeres sem braban y cosechaban el maíz que cu ltivaban en tierras de la finca para su p ro­

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pia m anutención; que ellas se ayu d aban unas a otras en el oficio de la casa y en el cu id ad o de los niños; y que siendo varias nunca se sentían solas. En cuanto a los hijos m e respond ió que desde pequeños servían para trabajar y más tarde para m antenerlo, cuand o él fuera viejo y no pud iera valerse por sí mismo.

Años m ás tard e tuve oportunid ad de vivir en d i­versos lu gares poblados p rincip alm ente por ind ígenas. Cuando llegué a cada uno de los pueblos donde resid í no tenía am igos n i conocidos. Ad em ás era lad ina y extraña para sus habitantes. Pero fue viviend o en esa región que a mi acend rad o gusto por u sar perrajes, hu íp iles y listones de colores se fue sumand o un sentim iento de id entid ad y solid arid ad con las mujeres ind ígenas que, sin em bargo, no encontró cóm o expresarse de inm ed iato. N i ellas ni yo estábam os organizad as alred ed or de p reocupaciones comunes de ningún tipo, n i el trabajo respectivo nos colo­caba en cond iciones de acercam iento igualitario. A pesar de ello, mientras desarrollé mi labor cu ltivé relaciones con personas y fam ilias ind ígenas d e d istinto nivel social.

Con frecuencia me m ovilizaba en transporte pú bli­co para ir de u n pueblo a otro. Sin tem or a equ ivocarm e afirmaría que los choferes y ayud antes del servicio de transp orte extrau rbano están en tre las p ersonas m ás d iscrim inad oras y verd ad eram ente insolentes hacia los ind ígenas. Y no vi d iferencia en el com portam iento de los lad inos o los ind ígenas lad inizad os que ejercen d ichos oficios. Ord enan, gritan, em pujan, maltratan; se bu rlan, hacinan y no pocas veces engañan a los ind ígenas que pagan por ese servicio. Mientras tanto, con los lad inos, esp ecialm ente si son m u jeres, au torid ad es o p ersonas ad ineradas, son serviles.

Los d om ingos me gu staba viajar a Toton icap án, para recorrer el m ercad o de d icha cabecera d epartam en ­tal. Anteriorm ente lo había visitad o, atraíd a por el colo­

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rido y la belleza de las artesanías que se exhibían; pero también extasiad a por los trajes de la multitud ind ígena que se vestía de pájaros, flores y arcoiris. No obstante, fue hasta que viví en esa región que cobré conciencia de la envergad u ra de la dualidad cu ltu ral de mi país. Me identificaba con ambos mund os. H abía nacid o y crecid o en el lad ino, pero sim patizaba y m e sentía fu ertem ente atraída por el mund o ind ígena. Estaba a gusto en su m e­dio y experim entaba orgu llo por com partir con ellos un mismo suelo. Pero en ese m ercad o y entonces me sentí extranjera en m i tierra. Por m om entos m e d ed icaba a observar y escuchar a las personas que en él estaban. La vista se me p erd ía en todas d irecciones y por largos ratos no lograba ver lad inos. Tod os a mi alred ed or hablaban quiché. Y no faltaba qu ien se d irigiera a mí llam ánd om e gringa con la m ayor natu ralid ad . Este calificativo m e ofendía d oblem ente porque era guatem alteca y me sentía orgu llosa de serlo; y porque rechazaba la política de los Estados Unid os hacia el Tercer Mund o y censu raba la tolerancia o ind iferencia de sus ciu d ad anos para con ella. Pero el hecho de que me su ced iera varias veces m e dejó pensando sobre la realid ad guatemalteca. Y com prend í que para estos com p atriotas era yo tan extraña en su mundo como cu alqu ier extranjero.

Volví a alfabetizar después de varios años de no hacerlo. Esta vez a dos señoras quichés que me lo pid ieron. Vivía en un pueblo ind ígena con pocos lad inos, donde cada grupo étnico realizaba su vid a social por aparte. La segregación era tal que incluso había cementerios separados para u nos y otros. De ah í que el recelo m u tu o fu era acentuado y raras las relaciones in terétn icas en términos de iguald ad y amistad . El hecho de que estas m ujeres me buscaran era un signo de confianza y una oportunid ad para cu ltivar mi acercam iento hum ano y social con ellas, cuyo m u nd o esp ecífico m e era d esconocid o. Eram os

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vecinas. María y Chencha vivían de p reparar comid a y de confeccionar colorid os adornos de papel de china para vend er. N u estra relación había com enzad o alred ed or de d ichas activid ad es, pero p ronto las trascend ió. N os v isitábam os y ap oyábam os m u tu am en te en asp ectos domésticos y de salud . Varias veces compartí con ellas tamalitos y atol de elote en su cocina, mientras conversaba con la familia. La madre de ellas vivía p reocupad a por la salud del esposo, qu ien ya viejo segu ía migrando a las plantaciones de la costa sur. Y cada vez que lo hacía volvía enfermo de paludismo o intoxicado por las fumigaciones y los abonos químicos. Incluso hubo ocasiones en que alguien les avisó que lo fueran a recoger a alguna parte, porque no podía cam inar de la debilid ad . Chencha esperaba a su prim er hijo. María tenía dos patojitos que se llam aban Rafael y Jud ith. Tenían cinco y tres años respectivamente. A d iferencia de numerosos niños en situación de pobreza que había conocido, éstos eran vivaces y desenvueltos. Me visitaban con frecu encia p or su p rop ia in iciativa. Cad a vez que les abría la puerta el varoncito me decía en perfecto español: "Venim os a p laticar". Sus padres no les enseñaban qu iché, aunque era el id iom a que u saban los ad u ltos de la casa para com unicarse entre sí. Tam poco los vestían con sus trajes, mientras que los mayores sí lo hacían. Me di cu enta que numerosos ind ígenas que vivían en los poblad os —comerciantes, maestros, intelectuales entre ellos— razonaban que si los hijos hablaban español y se vestían como lad inos, tend rían mejores posibilid ades de estud io y de trabajo cuando fueran mayores. Y sufrirían menos la d iscrim inación social. Sólo entre la bu rguesía ind ígena, esp ecialm en te la qu etzalteca, y en algu nos sectores med ios encontré personas con una actitud firme por hacer valer sus costumbres y su origen étnico.

Tanto en la región de Quetzaltenango y Totoni- capán como en la zona ixil, a dond e me trasladé a vivir

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al año sigu iente, el ideal de m ujer que prevalecía entre los ind ígenas era que fuera "galan a". Es decir, herm osa, bien dad a, robu sta; que no fuera n i gord a ni delgad a. Pues ello se consideraba signo de salud , de fertilid ad , de capacidad para dar hijos fuertes y d e resistencia para el trabajo. Asimismo, les gustaba que fuera alta y llevara el cabello largo. Y junto a estos aspectos físicos debía tener las siguientes cualidad es: ser virgen, ser "honrad a" (recatada y no coqueta; que no hubiera tenido novio; que no platicara con d iversos muchachos, sino sólo con qu ien iba a ser su marido); que fuera laboriosa y bu ena cocinera. Tam bién debía ser obed iente, paciente y humilde. Era im portante que perteneciera a una "bu ena fam ilia". Es decir a una que su stentara costu m bres acordes a los valores del gru ­po étnico y que fuera de reconocid a honorabilidad . De la mujer casada se decía que se le ad m iraba si era un poco gorda, sin m anchas en la cara; y si tenía numerosos hijos —especialm ente varones— y sus hijas eran trabajad oras.

Se asum ía que toda m ujer d ebe obed iencia y ser­vicios al hom bre, sea éste su pad re, herm ano, m arid o o hijo. Tam bién debía estar bajo su tu tela o au torid ad . Por ejemplo, la mujer campesina sólo se vincu laba a otras p er­sonas a través o acompañad a de ellos. Lo único que pod ía hacer sola era ir al río, a la pila o a la tom a de agua para lavar la ropa o acarrear el líqu id o; hacer leña en el m onte e ir al m olino de nixtam al cuand o lo había. O sea que p o­día ir a dond e estu viera sola o a d ond e sólo frecuentaran las m u jeres y los niños. La m u jer debía concentrarse en atend er los oficios d om ésticos y la familia, al tiem po que debía evitar el trato con personas d esconocid as, esp ecial­mente si eran hombres.

Múltiples veces visité el mercad o de San Francisco el Alto en el d epartam ento de Totonicapán, cu ya activid ad económ ica de los viernes era la m ayor de cuanta plaza había en la zona y donde el m ercad o de anim ales era el

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único en la región. En cierta oportunidad , cuando recorría este último vi a un anciano ind ígena acompañado por una niña. Me llamó la atención porque no tenía anim al alguno para vend er y no parecía estar com prando. Me ap roxim é a él y luego de salu d arlo le com enté algo sobre la intensa activid ad comercial. Al ver que el señor no se encerraba en sí mismo, continu é la plática y le pregunté qué lo traía al mercado. Me d ijo que daba a su nietecita, la niña como de cinco años que estaba a su lad o, a cam bio de un qu intal de maíz. Incrédu la y d esconcertad a le p regunté por qué lo hacía. Ante mis ojos estaba a la venta —realm ente en trueque — un ser hum ano, una niña. ¿En p leno siglo XX y en mi país? No podía creerlo. El hombre me respondió casi llorando que estaban solos, que a él ya nad ie lo em pleaba por estar viejo y enferm o. H acía d ías que no com ían y él consid eraba que ella estaría m ejor con cualqu ier otra p er­sona, pues por lo menos tend ría sustento. Mientras tanto, él pod ría alim entarse algunas sem anas con el maíz que le d ieran a cambio. Este cuad ro ru ral me trajo a la mente los miles de niños y ancianos de ambos sexos que sobrevivían en la cap ital m end igand o, recogiend o d esperd icios en los basu reros, haciend o trabajos hum ild es a cam bio de comida. ¿Cuántos más vivían dramas sim ilares a lo largo y ancho del país? Conocía el m und o de la beneficencia estatal y bu rguesa. En el m ejor de los casos se trataba de p aliativos d esbord ad os p or la envergad u ra de las necesid ad es sociales. Entonces me asaltaron num erosas in terrogantes sobre un sistema económ ico que p roducía miles de casos sim ilares y los d ejaba a la deriva. ¿Quién tenía derecho a ju zgar a este anciano acorralado por el ham bre y la desesp eranza? ¿Una niña, por el hecho de na­cer en un hogar misérrimo, merecía el único destino de ser entregada a qu ien fuera a cambio de ser alimentada? ¿Qué debía y podía hacer yo? Me retiré llena de contrad icciones y sintiendo un od io terrible hacia qu ienes tenían en sus

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m anos la cond u cción del país y vivían en la opu lencia a costa del trabajo ajeno, la especu lación y la ap rop iación de los recu rsos nacionales.

Al lado de ese cuadro de miseria aparecían ante mis ojos otros, los menos, de prosperidad y vitalidad. Y en gene­ral, hechos que mostraban la diversidad del mundo indígena y de las formas en que se percibían a sí mismos y a su cultura quienes pertenecían a él. Bastaba con ver a mi alrededor para captar la complejidad del problema. Por ejemplo, la casa que ocupábamos pertenecía a una familia de la burguesía indíge­na. Sólo nos quisieron alquilar dos piezas con acceso al baño y a la pila. Otra pieza la rentaban a un matrimonio ladino de la localidad y la parte principal de la casa, incluyendo la cocina, permanecía deshabitada la mayor parte del tiempo. Pues cada mes los propietarios viajaban desde Santa Cruz de El Quiché para pasar un fin de semana en la casa. Tenían propiedades y negocios en Totonicapán, El Quiché y la ca­pital. Los hijos habían asistido a colegios católicos privados, y quienes habían terminado la secundaria estudiaban en la universidad nacional. Las mujeres de todas las generaciones usaban sus trajes permanentemente, y todos hablaban con fluidez quiché y español. Un abismo económico entre esta familia y el anciano que cambiaba a su nieta por maíz. Pero ambos casos eran expresión de un mismo grupo étnico. Y la discriminación ladina afectaba a unos y otros.

Tina, en cambio, se absorbía en la lu cha por el d ia­rio vivir. Aunque era joven aparentaba más ed ad de la que tenía. H ablaba poco español y no la d esvelaban los p roblem as de la id entid ad ni de la d iscrim inación. Su energía y p reocupaciones se agotaban en el trabajo por la subsistencia. Ella pasó por la casa ofreciendo sus servicios, pues lavaba ropa ajena. El esposo se encontraba en la costa sur, vend iend o su fuerza de trabajo en las p lan taciones de agroexportación, y tard aría en volver varios m eses. Era la ru tina laboral de ambos, año tras año, sin que sus

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cond iciones de vid a m ejorasen un ápice. No poseían tie­rra y eran analfabetas. Sus ingresos d aban para m alvivir. Con Tina acord am os que lavaría nuestra ropa una vez por semana. Los precios que daba eran: 2 , 5 y 10 centavos por pieza chica, mediana y grande, respectivam ente. Tina tenía dos hijos y cierto día le pregunté por ellos pues nun ­ca los llevaba. Resu ltó que se qued aban solos de lunes a sábado, desde las siete de la m añana hasta la una o dos de la tard e, cuand o ella volvía. Los niños tenían año y medio y cinco años. Le expresé mi inqu ietud por lo peligroso de su medida, pu es m ientras visité las salas de m ed icina y cirugía de niños del H osp ital General de la capital, un alto porcentaje ingresaba por accidentes domésticos. Y las quem ad uras p rovocad as por los fogones dond e se cocina en las viviend as pobres eran frecuentes. Tina respond ió que para evitarles accidentes los d ejaba am arrad os de la cin tu ra a un p ilar del corred or; que la longitud del lazo les permitía m overse sólo donde no había peligro y que la soga del grand ecito era un poco más larga, de manera que alcanzara una jarrilla de atol. El fogón lo d ejaba ap a­gado. Lo d ijo con sencillez y natu ralid ad , exp licánd om e estoicam ente que no tenía otra alternativa. Carecía de familiares, vivía en las afueras del pueblo y su trabajo la llevaba de una a otra casa d u rante cad a jornada.

Con el tiem po Tina me invitó a su hogar. Pasó a buscarm e al term inar de lavar en otra casa. Recorrim os varias calles hasta llegar a un callejón que ascend iend o una ladera se perd ía en los milperos. Su viviend a era la ú ltima; aislad a de las demás. Al entrar había un patio en declive sin p lanta alguna, y al fond o una casa de ad obe y teja con piso de tierra. Vi a los niños am arrad os en el corredor; estaban sucios y sentad os en el suelo. Lo primero que la m ad re hizo fue d esatarlos y abrazarlos am orosa­mente, m ientras les hablaba en su id ioma. Luego vio si habían tom ad o el atol. Los patojitos tenían mirad a triste

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y eran poco expresivos. La pobreza y la soled ad los había permeado qu izás para siempre. Pero Tina estaba resigna­da; su propia infancia no había sid o muy d iferente. No pude sino pensar en la mía y aquélla que esperaba pod er ofrecer a mi hijo. Las nuestras eran las de la m inoría, las deseables para todos; pero que no conocían los miles de niños que crecían silenciosos en los cu atro pu ntos card i­nales del país. Sólo el azar nos hacía nacer en uno u otro mundo. No me era posible ignorar esto, encerrarm e en mi vid a personal y hacer crecer a mi hijo en el pequeño mundo de los privilegiados, dando la espalda a la realidad que nos rodeaba.

A d iferencia de Tina, Chepa p rovenía de las capas medias. Su fam ilia se había d ed icad o por generaciones a la alfarería vid riad a y su especialid ad eran las piezas en miniatura. Esta am iga pertenecía a un red ucid o grupo de ind ígenas conscientes de su situación de d iscriminad os. La mayoría de sus integrantes eran m aestros y d enota­ban d esconfianza hacia el lad ino, d efend ían su cu ltu ra y eran críticos del régim en opresor. Años atrás, Chepa se había recibid o de maestra de ed u cación p rim aria, pero no encontró trabajo en su p rofesión. Se trataba de una muchacha responsable, d iscreta, in teligente. Era bilingüe y usaba su traje con orgullo. Cu and o la conocí laboraba en la tiend a de una cooperativa textil en Quetzaltenango. Originaria de otro poblado, viajaba d iariamente a su lugar de trabajo. No fue fácil ganar su confianza y su am istad . Pero después de num erosos encu entros, unos por trabajo y otros por in iciativa mía, la com u nicación se estableció entre nosotras y Chepa me invitó a su casa. Quería p resen ­tarme con sus papás y mostrarm e el taller de alfarería, por cuyos p rod uctos yo había mostrad o adm iración. Cuand o llegué Chepa me introd ujo con sus pad res, pero p ronto se retiró con su m ad re a la cocina. Fue su papá quien me llevó a conocer el taller que estaba en el mismo pred io de la

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casa. Con entu siasm o me explicó lo referente a la m ateria p rim a y al p roceso de elaboración de las vasijas de barro. En la bod ega, listas para entregar, tenía verd ad eras obras de arte. El señor había trabajado desde niño en ese oficio y conocía en teoría y práctica cada una de su s fases. Por el tiem po que los visité contaban con varios operarios, y el p rop ietario se ded icaba a supervisar y com ercializar la producción.

Al m ed io d ía me pasaron al com ed or d ond e m e sorprend ió ver sólo dos puestos, uno para el señor y el otro para la visitante. Mi am iga y su m ad re nos sirvie­ron en silencio, retiránd ose a la cocina. Allí com ieron al mismo tiempo que nosotros. Me di cu enta de ello desd e el p rincip io y su gerente le d ije al anfitrión por qué no com íam os tod os juntos. No me contestó. Ni siqu iera me volvió a ver cuando le hablé. Aunque era costu m bre en extensos sectores del campo que sólo el jefe de fam ilia comiera y conversara con una visita, yo pensaba que en casa de Chepa ya no era así porque pertenecían a un sector u rbano med io en el que esa p ráctica se estaba aband o­nand o. Ad em ás conocía el pensam iento de Chepa con relación a ciertas costu m bres. Pero estaba equ ivocad a, pues el predom inio m ascu lino en esa casa estaba intacto. Me sentí mal y experim enté incom od id ad al ser atend id a por Chepa y su mam á en esas cond iciones. En ningún m omento de la visita pu de conversar con ellas.

Conocía por lectu ras y narraciones sobre la costu m ­bre existente en num erosos lugares del cam po guatem al­teco de vend er a las niñas y jovencitas en m atrim onio. Las particu larid ad es que revestía esta p ráctica variaban de un lugar a otro, pero la razón de fond o era la misma: el nacim iento de una mujer no era bienvenid o y a las h i­jas se las consid eraba una carga en la econom ía familiar. Mientras tanto, el nacim iento de un varón era m otivo de alegría, de cerem onias especiales y de mejores atenciones

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a la p artu rien ta, esp ecialm ente en su alim entación. El matrimonio concertad o por los pad res es una costu m bre ind ígena y cam pesina, hered ad a por generaciones y tole­rada por el conju nto social. Algunas veces se da libertad a la muchacha para decid ir si qu iere o no casarse con el solicitante; pero generalmente se le induce o presiona para que lo acepte. Las cerem onias y ritos que la caracterizan en cad a lu gar o grupo étnico guard an la m ism a esencia: los pad res del m uchacho, el hom bre m ad uro in teresado, o alguna persona respetad a de la com unid ad en nom bre de ellos, visitan varias veces a los pad res de la muchacha para pedirla, para establecer los p lazos de la entrega y para d eterm inar lo que deberán pagar por ella. El pago puede ser sim bólico o real y hacerse en form a, por ejem ­plo, de chocolate, aguard iente o trabajo. Tam bién pu ed e consistir en una cantid ad de d inero. Entre 1974 y 1977, una m uchacha casad era podía obtenerse en la zona ixil o en el Ixcán por Q60. 00. En el m ism o periodo una vaca costaba Q90. 00 en esa región. Si el pago era en trabajo, el muchacho se trasladaba a vivir a la casa de los pad res de la novia para realizar labores agrícolas y dom ésticas para ellos. El periodo de estancia oscilaba entre seis m eses y dos años. Pero leer y escuchar al respecto no me había revelado el d rama hum ano que frecuentem ente p rotago­nizaba la niña o jovencita involucrada.

Cierto d ía se presentó en mi casa una niña, hija de un matrim onio conocido. Sorp rend id a por la inusual v i­sita le p regunté qué la m otivaba. Seria me d ijo: "d ejam e con vos. Yo te ayud o en la casa y sólo me das com id a". E inm ed iatam ente agregó que la escond iera de sus papás. Pensé que había com etid o alguna falta o perd id o algo de valor. La duda se me despejó cuand o me narró que la noche anterior escuchó que sus pad res tomaron la decisión de vend erla a un hom bre que había mostrad o interés por ella. Su padre decía que ya les había costado mucho dinero

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criarla y que era hora de que algún hombre la mantuviera. La niña tenía doce o trece años. Al term inar de exp licar su situación rom pió a llorar desconsolad am ente, y entre sollozos rep itió que no quería irse con ningún hom bre, que deseaba segu ir en la escuela y que si la iban a vend er p refería irse de su casa y trabajar para sostenerse. Me era im posible ocultarla. La localid ad era pequeña, todos nos conocíamos y ella no podía pasársela elud iendo a qu ienes me visitaran , ni encerrad a entre cu atro paredes. Tam ­poco pod ía asu mir una responsabilid ad que me traería p roblem as con sus pad res, la com unid ad y las au torid a­des. Pero sobre tod o porque la situación de esta niña no era excepcional sino común. Mi valoración personal al respecto no pod ía ni debía ser im puesta; tam poco sería acep tada por el sim ple hecho de exponerla. Pero hablé con los pad res de la niña y ella tam bién lo hizo con ellos. Creo que pensaron un poco más al respecto, pero no los volví a ver ni conocí el desenlace del caso.

En el contexto de las ceremonias de pedida y de casa­m iento, dond e particip an pad res, fam iliares y personas destacadas de la com unid ad , se les dan consejos a los contrayentes. Son reveladoras algunas de las recom end a­ciones d irigid as al novio: a la m u jer no se le debe pegar au nque com eta faltas, porque no es bu eno hacerlo; no se le debe atorm entar; se le debe hablar con buena volu n ­tad , con verdad ; se deben evitar los p leitos y los gritos; el hombre no debe tener querid a ni debe em borracharse; si hay p roblem as entre los dos deben separarse en paz y cada uno buscar otra pareja.

Si la m ujer resu ltaba estéril se le podía devolver y recuperar el d inero pagado por ella. No sé qué criterios u tilizaban para determinar que la esterilidad era femenina y no masculina. De hecho se sancionaba el adu lterio de la mujer, pero se toleraba el del hombre. Definitivam ente se censu raba el casam iento sin el consentim iento de los

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padres. Es más, sin la decisión de ellos. Sin embargo, cad a vez con m ás frecuencia se daban este tipo de m atrim o­nios, especialm ente en capas m ed ias y altas. La m ayoría de mujeres y hom bres tenían a lo largo de su vid a varias uniones matrimoniales. Pero cualquiera fuera el caso, eran numerosos los testim onios sobre m altratos del hom bre hacia la mujer.

La niña que había bu scad o refugio conmigo y miles más, estaban d esahuciad as por el sistem a de op resión heredado de múltip les fuentes —sistem as económ icos, religiones, p rácticas culturales; regím enes políticos, m ise­ria, ignorancia —. A mi ju icio no se trataba de intervenir en soluciones casu ísticas y aislad as que no tocaban el fondo del problema, ni movilizaban a las p rincipales afectadas.

Conocí num erosas mujeres que llevaron una vid a marcada por el maltrato del hombre, y el miedo, la angus­tia y las penalid ad es derivadas de ello. La m ayoría su frió esa situación tod a su vida, algunas op taron por separarse después de años de soportarla. A otras les costó la vid a y el su frimiento ilim itado de los hijos. El caso de Candelaria y su madre llora sangre. Y no pued e qued ar en el silencio porque siguen dándose p roblem áticas similares.

La m ad re de Cand elaria p rovenía del sector qu iché más ad inerado, y su familia poseía grand es extensiones de tierra, comercio, ganado, aves de corral, recuas de mu- las y vehícu los. Y tenía num erosos mozos a su servicio. El pad re de Candelaria, por el contrario, era cam pesino pobre y artesano de la palm a y los sombreros. Aunque se cum plieron todas las costum bres y cerem onias, se habían casado con la oposición de la fam ilia de ella y, de hecho, entre los p arien tes políticos p ersistió el rechazo hacia él, qu ien bebía en exceso y se violentaba. En ese estad o acostum braba a golpear a su esposa. Ad em ás era exigen ­te en el hogar sin aportar para el gasto. La señora había hered ado buena cantid ad de tierra cu ltivable, au nque a

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sus hermanos varones les d ieron bastante más que a ella. Tam bién recibió capital en el m om ento de casarse. Pero reiterad am ente la sorp rend ieron las d isposiciones que el m arid o tomó para acabar con los bienes. Él gastó la he­rencia de ella, y sus p rop ios ingresos, p rincip alm ente en licor, en una amante y en artícu los para su uso personal. De manera que los hijos crecieron en un am biente de em ­pobrecim iento ascendente y conflictos familiares. Luego de separarse tem poralm ente del marid o varias veces y ya em pobrecid a, la m ad re lo aband onó definitivam ente, quedándose con los ocho hijos que procrearon. Esta señora les d ijo a sus hijas que su error había sido d esobed ecer a sus pad res, qu ienes querían casarla con otro hombre.

Estando en cu arto año de p rim aria, Cand elaria fue retirada de la escuela por la m ad re para que le ayud ara en los oficios domésticos y en el cu idado de sus hermanos. Se casó a los quince años fundamentalmente por presiones de la madre, qu ien le decía que ya estaba en ed ad de buscar algu ien que la mantuviera. En el m ed io u rbano d onde vivían ya se daba alguna rebeld ía por parte de las jóvenes ind ígenas ante los padres y las costumbres matrimoniales. Sin embargo, Cand elaria y sus herm anas obed ecieron a la mamá con el razonamiento de que no querían contrariarla. Pero tam bién por escapar de un hogar conflictivo en un medio donde el matrim onio era el único camino accesible para la mayoría de mujeres. De ahí que Cand elaria se hiciera novia de un maestro de ed ucación p rim aria de 23 años que era qu iché y trabajaba. Cuand o la m ad re de Candelaria supo que su p retend iente era p rofesor, se es­meró en atend erlo y le conced ió facilid ad es para ver a su hija. Además, le d io un trato superior del que le daba a los otros yernos, aunque éstos eran trabajadores y respetuo­sos de sus otras hijas. La señora pensaba que el cand id ato de Candelaria era mejor porque tenía estud io.

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El prim er año de vid a en com ú n la pareja m archó bien. Pero pasad o ese tiempo él cam bió su com portam ien­to y em pezó a m altratar a Candelaria. Tam bién com enzó a reunirse con los am igos para beber, a com prarse bu ena ropa y dejó de aportar d inero al hogar. Su agresivid ad aumentó cuando ella le d em and ó el d inero para pagar las rentas atrasad as de la casa y com prar alim entos para los hijos. Él se negó a dar los recu rsos, au nque tenía salario regular. Ante esa situación, Cand elaria decid ió trabajar. Se dedicó a p reparar y vend er arroz con leche en el m er­cado local. Sin em bargo, el marid o la hostilizó porque no quería que saliera de la casa, "y a que podía conocer a otro hom bre". Pero sigu ió sin aportar el su stento fam i­liar, aunque se cu idó de aparentar que era un hom bre responsable. Ad em ás llevó a sus am igos a la casa para que Candelaria les p roporcionara alimentos. Pero cada vez que ella le d ecía que no tenía com id a para darles él se enojaba y la golpeaba. Tam bién la celaba con ellos. Las palizas se volvieron frecuentes y ella se d ejaba pegar. Y siempre que podía, ocu ltaba los hechos ante la fam ilia y la com unid ad . Pero Cand elaria com enzó a beber, sin ­tiendo al m ismo tiem po rem ord im iento por hacerlo. Sin embargo, no descu id ó a los hijos y trabajó sin d escanso para p rocu rarles su alim entación.

Así las cosas, llegaron a tener cuatro hijos. Cuando Candelaria tenía seis meses de embarazo de su quinto hijo y 25 años de edad , el marid o llegó borracho y d iscu tieron. Él la emprend ió a golpes con tal violencia que hizo abortar a su esposa allí mismo. Fam iliares la llevaron al hosp ital departamental, pero no la recibieron aduciendo que estaba grave. Entonces la traslad aron a la cap ital del país, a 170 kilómetros de d istancia. Pero Candelaria murió a las pocas horas de haber sufrido la crim inal golpiza. N ad ie acusó al agresor ante las au torid ad es. Los parientes de la víctim a razonaron que luego de lo que había hecho segu ram ente

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asum iría sus responsabilid ad es fam iliares; mientras que si era encarcelado, los hijos no tend rían de qué vivir. El hom bre no pagó su crim en ni ante la ley ni ante la co­m unid ad ; sigu ió ejerciend o la docencia y no asu mió la responsabilid ad de los hijos. Fue la abuela materna, a la ed ad de setenta años y traumad a por la tragedia, quien los tomó bajo su cu idado.

En esa región, como en muchas otras partes, el hom ­bre tenía derecho a d ecid ir por la mujer, a m and arla, a re­gañarla y golpearla a discreción. Hacerlo o no dependía de cada hombre. Y había qu ienes no lo hacían, estableciendo una relación de respeto, com prensión y cooperación. Pero lo prim ero estaba socialm ente perm itid o. Las agresiones pod ían darse por las más variadas "razones". Por ejem ­plo, si no lo atend ía como y cuando él quería; si le alzaba la voz o d isentía con lo que él afirmaba; si cometía algún error o se atrasaba en sus tareas; si los niños lloraban o se enfermaban. Ya no d igamos si la mujer le reclam aba las borracheras, el descu ido de la familia o la existencia de una amante. No pocas veces tam bién pad res y her­manos proced ían en forma sim ilar con hijas y hermanas respectivam ente. Pues se consideraba que sólo ejerciend o la fuerza el hom bre hace valer su au torid ad y que toda m ujer quiere por las malas. Era com ún que una vez con ­sumada la agresión, a la víctima se le asistiera para aliviar su dolor. Pero no se cu estionaba el hecho violento contra ella, ni se le aconsejaba defenderse, denunciar al marid oo aband onarlo. Más bien se su ponía que algún motivo tend ría éste para agred irla; que "algo" habría hecho la mujer para d espertar su ira. N atu ralmente, en estado de em briaguez la agresivid ad del hom bre aumentaba. Por eso las mujeres solían esconder machetes, instrumentos de labranza, cuchillos y palos en tales circu nstancias. La m a­yoría de ellas le tenía miedo a los hombres y raram ente se defend ía cuando era agred ida. Tem ían que les fuera peor

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y que de tod as maneras el hombre im pusiera su voluntad . Reclamarle una paliza al hombre era ganarse otra.

Cu and o u na m u jer se cansa de tan to m altrato; cuando se defiend e físicamente y d ice sus verdad es al hombre; cuando se hace de amante o aband ona al m ari­do; cuand o busca refugio en casa de sus pad res, no su ele encontrar com prensión ni apoyo a su proceder. De hecho se consid era que debe tener paciencia, pensar en que los hijos "necesitan un p ad re", m antenerse fiel a cu alqu ier precio. En parte estas consid eraciones d escansan en una realidad ap lastante para la m u jer ind ígena cam p esina y, en general, para la mu jer de los sectores pobres: casi siempre está em barazad a o criand o, rod ead a de hijos menores de edad ; no conoce más oficio que el d om éstico; no habla el castellano, no lee ni escribe; no tiene fuentes de capacitación ni de trabajo al alcance; no cu enta con respaldo legal ni con prestaciones sociales; no d ispone de recursos ni ingresos suficientes para sostenerse a sí misma y sacar adelante a los hijos. Pero, con las excepciones del caso, las relaciones maritales tam bién se dan en un marco de valores dual y de preju icios, dentro de una d inám ica de d ominio y som etim iento que se retroalim enta y que no se cuestiona.

Si un hom bre no acostu m braba agred ir a su esposa, se com portaba de manera respetuosa con ella y la consu l­taba, no faltaba quienes lo censu raran. Le d ecían que no era hombre, que llevaba corte en lu gar de pantalón. Entre estas personas había hombres y mujeres. Y hubo casos en que suegras o mad res instigaban al hombre para que le pegara a la hija o a la nuera, d iciénd ole que así debía hacer "p ara tener au toridad ante ella", "p ara que fuera él qu ien mandara en la casa".

En las alcald ías municipales se presentan querellas matrimoniales con frecuencia. La mayoría por maltratos hacia

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la mujer o porque el hombre no aporta el sustento familiar. En aquel entonces estas denuncias eran escuchadas por las autoridades indígenas locales, quienes contribuían con con­sejos y medidas concretas a su tratamiento o solución. Pero en los juzgados de familia de las cabeceras departamentales, atendidos generalmente por personal ladino y masculino, prestaban atención a las denuncias por maltratos a la mujer, sólo cuando ésta se presentaba con quebraduras y verdade­ramente desfigurada por la paliza.

Sólo hasta que m ed ia m ucha confianza las m u je­res exp resan su sentir sobre su situación m atrim onial y sexual. Entre otras cosas m anifiestan que no les gusta llenarse de hijos, que qu isieran p racticar algún método anticoncep tivo aunque el hom bre se opone; que viven con el tem or de qued ar em barazad as de nu evo, pero que se ven obligad as a satisfacer al hom bre; que les son d esagrad ables las relaciones sexu ales con los m arid os que las maltratan.

Otro de los problem as que afecta a la m ujer es el alcoholismo de los hombres, pues es causa de p leitos y agresiones, de m erm a del sustento fam iliar y de recargo de trabajo en ella. Por sus alcances, el alcoholism o cons­tituye un flagelo social. Con el agravante de que debid o a la inm ensa p obreza se consum e princip alm ente cuxa, licor de fabricación casera. Originalm ente, esta bebid a la hacían de panela con maíz, cebad a u otro cereal, en ollas de barro. Pero con el em pobrecim iento acelerad o de las ú ltim as d écad as y la p enetración ind u strial, la cu xa se com enzó a fabricar en toneles de metal oxid able, ferm entánd ola con substancias qu ím icas que acortan el tiem po de p reparación. Esto ha sido dañino para la salu d colectiva porque se abusa en el uso de d ichos recu rsos, sobre cuyo m anejo y riesgos no se tiene el conocim iento ni el control necesarios. Por otra parte, el consum o de

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licor se mu ltip licó a partir de los años ochenta, cu and o las desapariciones, las masacres y los traumas d erivados de ellas afectaron a cientos de com unid ad es ind ígenas. Entonces ya no sólo los hom bres sino tam bién las m u ­jeres y los jóvenes se alcoholizaron. Supe de nu m erosas personas que fallecieron por consum ir en exceso la cuxa fermentada con químicos. Pero la gente decía que había que beber para olvid ar las m atanzas y los su frim ientos y que había que gozar las fiestas porque a lo mejor iban a morir p ronto en manos del ejército.

Pero también conocí, por narraciones de sus protago­nistas, destellos de lucha de mujeres ind ias por abrir cauce a cam bios en su vida. A finales de los años cincuenta, por ejemplo, lograron sus p rim eras conqu istas en el área de Santa Cruz del Qu iché. Pequeñas a la luz de nu estras aspiraciones; inm ensas a la luz de sus puntos de partid a, pues quienes se lanzaron por su consecución debieron sufrir chismes —sobre tod o de m ujeres mayores —, m al­tratos y palizas, así como realizar esfuerzos económ icos. Entre esos p rim eros logros estu vieron los sigu ien tes: poder llevar el nixtam al al m olino eléctrico y liberarse de su m olid a manual; poder arreglarse y peinarse tod os los d ías y no sólo cu ando iban a m isa o al m ercado; usar espejos para verse y arreglarse.

Entre 1964 y 1968 numerosas mujeres de Santa Cruz y sus alred ed ores em pezaron a particip ar en los clubes de amas de casa im pu lsad os por Desarrollo de la Com u ­nidad . Muchos esposos las apoyaron en este p royecto, pero no pocas d ebieron hacerlo a su s espaldas y algunas participaron en d esafío abierto a la oposición de su p are­ja. Los hom bres que se oponían d ecían que sus m u jeres no entend ían e iban a descu id ar sus responsabilid ad es familiares. Pero en realid ad era porque las celaban y no querían que salieran de la casa y particip aran en activi­

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dades, m ayorm ente si ellos no estaban presentes y sí lo estaban otros hombres. Sin embargo, la participación más significativa de las m u jeres se d io alred ed or de los años setenta, en las reuniones mixtas que realizaban los sind i­catos cam pesinos de trabajadores migratorios. Ellas parti­cipaban con entu siasm o, op inand o sobre solu ciones a los problemas que enfrentaban los trabajadores migratorios y su s familias. Mostraban mucha d isposición a realizar todo tipo de tareas y eran portad oras de mayor com bativid ad que los hombres para reclamar, por ejemplo, la libertad de algú n d irigente encarcelado. Destacaban por no m ostrar miedo ante las au torid ades civiles lad inas; querían dar su op inión y d eclarar a favor del detenido. Pero no hablaban español y alegando esa razón la au toridad , siempre lad ina y m onolingüe, no les permitía intervenir.

Supe asimism o que a comienzos de la década del seten ta, la Acción Católica incorp oró a las m u jeres a tareas fuera del hogar y de sus comunidades. Aunque la mayoría eran tareas trad icionalm ente hechas por ellas y en función de eventos religiosos, les d ieron la oportunidad de salir de la casa, visitar otras localidades, conocer a otras personas y proyectar su trabajo hacia la comunidad . Al principio numerosas mujeres no aceptaron, argumentando que no tenían permiso del esposo y no sabían si lo iban a obtener. Esta lim itan te y las qu ejas que algu nas se atrevieron a exp oner respecto al m altrato que recibían de sus marid os, llevaron a que las más audaces y lúcidas p lantearan la necesid ad de organizarse por sí mismas, independientemente de las actividades de Acción Católica. Apoyadas por la iglesia im pulsaron un programa de rad io que logró salir al aire durante un año aproximadamente. Se llam aba Voz de la mujer en el hogar y era d irigid o y transmitido por mujeres ind ígenas en lengua quiché. Los temas abordados fueron: aseo personal, enfermedades de la

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mujer, valoración de sí misma, im portancia de combatir el miedo a los hombres, los derechos de la mujer y recetas de cocina. El impacto del programa trascendió las expectativas de las organizadoras.

N u m erosas m u jeres, in clu so de ald eas lejan as, escuchaban el p rogram a y se las arreglaban para m and ar cartas de felicitación y de agradecimiento, así como solici­tudes y p reguntas sobre d iversos temas. El p rogram a era un estím ulo, u na esperanza, una ventana al mund o; una compañía, una escuela para miles de cam pesinas d isp er­sas en las montañas. Pero algunas mujeres, especialm ente de edad avanzad a, fu eron beligerantes en expresar su desacuerdo con el program a. Consid eraban que estaba d ivu lgando ideas "m alas" porque iban contra las costu m ­bres, contra las obligaciones de la mujer y la au torid ad del hom bre. Tam bién afirm aban que no era honesto que mujeres hablaran por la rad io y ante grupos de personas; que esas actividades correspond ían a los hombres. Decían que, cu and o m ás, las m u jeres p od ían hablar en activi­dades y tem as religiosos. Unos hom bres exp resaron su d esacuerd o con el tema de los d erechos de la m u jer ante el hom bre y la socied ad , "p orqu e el hom bre es la cabe­za de la fam ilia com o Cristo es la cabeza de la iglesia. "Y hubo op ositoras y op ositores que fu eron m ás lejos, p ropagand o que qu ienes im p u lsaban el p rogram a eran p rostitu tas, que estaban dando mal ejem plo a las m u jeres y que sus m arid os no tenían los p antalones puestos. No pocos hom bres d ijeron que el p rogram a era resp onsable de que tu vieran que golpear a su s m u jeres para que d e­jaran de escucharlo. Se generaron tan tos p roblem as que se vieron obligad as a su spend er la em isión.

En las cabeceras m unicip ales de la región ixil, al­gunos hom bres op inaban que p ara casarse p referían a m ujeres de las ald eas, porque eran más trabajad oras, m e­nos exigentes y m ás sum isas que las del pueblo. Au nque

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form alm ente se censu raban las relaciones sexuales extra- matrim oniales y el concu binato, éstos existían. Y com o en tantas partes, se daban más de lo que se acep taba abier­tamente. El concu binato interétn ico, especialm ente entre hom bre lad ino y m ujer ind ígena, era frecuente. N o así el m atrim onio in terétn ico. N um erosas m u jeres d esap roba­ban estas relaciones. Las lad inas porque recelaban de las ind ígenas y veían en ellas una com petencia desleal. Las ind ígenas porque las consid eraban exp resión del abuso y u tilización de los lad inos hacia ellas. Pero se acep taban socialm ente si el hom bre reconocía la relación, asu m ien ­do las responsabilid ad es económ icas para con la m u jer y los hijos que tu vieran. Los hom bres lad inos veían tales relaciones no sólo con tolerancia, sino con complacencia. Incluso las consid eraban m uestra de hombría.

Tam bién conocí casos de p oligam ia de hom bres lad inos e ind ígenas, quienes mantenían a cada una de sus esposas y p roles en el mismo pueblo. La poligam ia en la zona ixil era tolerad a si el hom bre asu m ía la resp onsabi­lid ad económ ica de m antener a cada núcleo fam iliar. Y hacerlo era factor de p restigio social. Y entre los ind íge­nas ricos había algunos que tenían am antes lad inas o se casaban con ellas. En estos casos, los hom bres im ped ían que sus hijos hablaran el id iom a ind ígena y que u saran el traje correspond iente a su grupo étnico.

La violación de m ujeres ind ias a manos de hom bres lad inos era frecuente en la zona ixil. Y generaba amargura, rabia y od io entre los afectad os. Pero no se d enunciaba por razones obvias: los violadores eran los poderosos de la zona y la d enuncia sólo acarrearía m ayores problem as a la víctim a y sus familiares. H abía lad inos ricos, como Enrique Brol en Nebaj, fam osos por la cantidad de hijos que engend raron con m u jeres ind ígenas. Se valían de la fuerza, el chantaje, el engaño y la miseria de la gente. Cuando se establecieron d estacam entos militares en la

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zona las v iolacion es se m u ltip licaron , esp ecialm en te contra m u jeres cu yos fam iliares hom bres m igraban para trabajar o eran persegu id os.

Como fenóm eno social, hasta donde pu de observar y averiguar, en el p rim er lu stro de los setentas no existía prostitución en la región. Alguna vez supe de u na m u jer chaju leña que d iscretam ente ofrecía a una hija jovencita y a una m u jer adulta a hombres que no eran del lu gar a cambio de unos centavos. Y en N ebaj conocí a una joven lad ina que ejercía la prostitución abiertamente. Originaria de otra parte se había instalado allí con su madre y con su pequeño hijo a com ienzos de esa década. Los hom ­bres in teresados la visitaban en su pequeño cuarto que daba d irectam ente a la calle. Sólo la frecuentaban lad inos em plead os tem p oralm ente en la región y guard ias de Hacienda. Por ese tiem po no había d estacam ento m ilitar todavía. Por fu erana, lad ina y p rostitu ta era segregad a y carecía de relación social alguna. Conversé con ella varias veces, pues pasaba frente a su cu arto, en cuyo exterior se paraba largos ratos. Vivía m iserablem ente y era una m u ­jer triste. No se maqu illaba y vestía com o cualqu ier otra mujer pobre del pueblo. Se alegraba cuand o me d etenía a platicar con ella y me demostró su gratitud por hacerlo. Se sentía sola y mal, pero veía con fatalid ad su vida. Supe que años después, cuand o se instaló un d estacam ento militar en el poblad o, se hizo inform ante del ejército. Pa­rad ójicam ente, al poco tiem po fue tortu rad a y asesinad a por los militares.

Alguna vez supe también que, de cuando en cuando, llegaban hombres o mujeres desconocidos buscando jovenci- tas para llevarlas a trabajar a la capital. Ofrecían colocarlas como sirvientas en casas capitalinas. Pero en realid ad las conducían a bu rd eles donde los propietarios les pagaban por llevarlas. Sin embargo, la inform ación era vaga. Me enteré, asimism o, que a finales de los años sesenta había

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varias mujeres ind ígenas que en Santa Cruz del Qu iché ejercían el comercio carnal. Eran señoras aband onad as, separadas o viudas que vivían con sus hijos y llevaban una vida norm al en el pueblo. Pero d iscretam ente introd ucían hombres en sus casas a cambio de d inero. Entre ellos se sabía quiénes eran o ellas contaban con mujeres que les consegu ían clien tes. Pero no había bares, bu rd eles n i p rostitución callejera o profesional.

Sé que, posteriormente, con la presencia m ilitar y la acción contrainsu rgente del ejército la vida de la región se trastrocó; que su acción punitiva conllevó violaciones masivas durante años; que numerosas mujeres, viudas o huérfanas a causa de la represión, fueron objeto de abusos sexuales por parte de la tropa y de hombres de la zona organizad os en Patru llas de Au todefensa Civil; que de esas relaciones resu ltaron cientos de em barazos e hijos no deseados. Y que al poco tiempo de haber comenzado las masacres y la tierra arrasad a en el altip lano surgió la pros­titu ción callejera de mujeres, jovencitas y niñas ind ígenas en la ciudad de Guatemala y en otras partes del país.

Por los d ías en que nos instalam os en la zona ixil un m ilitante ind ígena, m iembro del d estacamento, volvía de la cap ital a d icha zona. Se traslad aba en au tobús público en compañía de una militante lad ina, qu ien se integraría a la guerrilla. Veterana de los años sesenta, tendría alrede­dor de 35 años. Era rubia, de ojos azu les y robusta. Salvo ella, en la cam ioneta todos los viajeros eran ind ígenas. Llevaban buena cobertu ra en caso de topar con un control m ilitar u otro p roblem a de seguridad . Y el com pañero conocía la zona y sabía las cond iciones para m overse con relativa segu ridad en ella. Sin embargo, cuand o llegaron al final de la ru ta, unos com erciantes ixiles que hacían también el viaje se aproximaron al guerrillero. Al igual que ellos, el com pañero tenía d ientes de oro, reloj de pu lsera, buena ropa y pasaba de treinta y cinco años. Creyénd olo

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uno de su oficio le p regu ntaron en tono confid encial: "¿Tu m u jer? " —refiriénd ose a la com pañera —, "Sí" res­pondió seguro nu estro com pañero, hom bre avezad o en situaciones im previstas y sabedor de que ninguna m u jer se movía por ahí con un hom bre que no fuera su marido. "¿Cuánto te costó? " le preguntaron entonces los cu riosos.Pero el veterano de la lucha y fu nd ad or del destacam ento no estaba al día en el precio de las mujeres. Y sus p ará­metros para valorarnos habían cam biad o hacía m uchos años. Sin em bargo, para no d enotar una form a de p ensar d istinta en m om ento tan delicad o, se aventu ró a decir que le había costad o d oscientos quetzales. Pero no tard ó en escu char un com entario inesp erad o: "Te jod ieron , mano", le d ijeron. "¡Si están a sesenta, hom bre, y pu ras patojas! ". Disim ulando su incom od id ad , él se despid ió de ellos. Luego, am bos acom od aron sus pertenencias y a paso ráp id o se perd ieron por las calleju elas del lugar. Caía la noche y les aguard aban largas horas de m archa nocturna. El com ienzo en la zona no fue alentad or para la militante.

Por nuestra parte recorrim os d iversas aldeas de la zona ixil. Debim os hacerlo a pie, pues era la única manera de desp lazarse en esas montañas. En cierta oportunid ad íbamos una compañera de la organización, mi compañero y yo hacia la ald ea Cocop , al este de Nebaj. Cuando había­mos caminado un buen trecho, nos detuvimos en la tiend a de un paraje. El tend ero era un anciano ind ígena.

Ped im os aguas gaseosas y p roced im os a beberías. Mientras nos refrescábamos, d irigiéndose al com pañero el señor le p reguntó si nosotras éramos sus esposas. Él respondió que una era su esposa y la otra una am iga de los dos. Pero el señor se rió denotand o incred u lid ad y repitiend o que am bas d ebíam os ser su s esposas pu es, de lo contrario —observó—, no and aríam os con él por esos lugares. Luego de otra negativa con la consabid a

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explicación, el compañero desistió de persuad irlo y se dedicó a saciar la sed. Sin embargo, el anciano continuó la plática: "vend em e una" le dijo serio. Su interlocu tor, algo molesto, le respond ió que no, porque las mujeres no se vend en ni se compran. El señor, como si nada, le insistió persuasivo: "vend em e u na". Entonces el compañero, ya en p lan de brom ear, le d ijo que estaba bien, pero que quería saber qué le ofrecía a cambio. "Ese gallo que anda allí" respondió, señalando un hermoso gallo colorado. Ese era nuestro valor de cambio, pues no éramos vírgenes ni menores de veinte años. Y el hecho de ser lad inas, sanas y todavía en los veinte no aumentaba nuestro valor ante ese viejo ixil. Mi marid o, señalando a nuestra compañera, le dijo al hombre que se la daba. Pero el anciano, al tiempo que me volteó a ver, rep licó de inmed iato: "N o, vend em e la otra". Por ver hasta donde llegaba el campesino, mi compañero le respondió: "Te engañaría si te doy la que querés, porque seguro se te va y sólo vas a perder tu gallo". Pero el anciano se rió a carcajad as y le d ijo taim ado y seguro: "No... no se va. Mujer nueva como gallina nueva: la amarrás bien a un palo y así le das de comer por varios días hasta que se acostumbre. Con el tiempo la soltás y seguro que se qued a". Y continuó d iciendo, siempre d irigiénd ose al compañero, cómo las mujeres somos buenas frazad as para el frío; que para chamarra del hom bre servimos.

El trabajo revolucionario me parecía p rogresivamen­te más complejo y u rgente por cualqu ier lado que lo viera y el sistem a im perante irrem ed iablem ente pu trefacto. Pero al mismo tiempo veía lo d ifícil y p rolongado de todo cam bio que significara ju sticia, hum anización, felicidad . Dolorosam ente comprobaba que varias generaciones de mujeres com patriotas estaban cond enad as a segu ir su ­friend o, porque no alcanzarían a vivir su emancipación. Si mucho algunas vivirían parte de la lucha por la libe­ración de fu tu ras generaciones. La gesta revolu cionaria

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estaba llena de contrad icciones y altibajos, pues éram os hombres y m u jeres form ad os en el sistem a a transform ar qu ienes im pu lsábam os la lucha. Y las m ujeres éram os muchas veces portad oras de ideas y p rácticas op resivas hacia nosotras mismas.

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PRUEBAS DE FUEG O PARA EL CO RAZÓ N

En abril de 1975, meses antes de incorporarm e al d esta­cam ento gu errillero de las m ontañas del noroeste, la organización m e orientó viajar a la ciudad de México y permanecer en ella varios meses. Debía contribu ir en la cap tación de relaciones políticas y solidarias cuando nuestra organización todavía estaba en el anonimato. Y también colaborar en la form ación política de com patrio­tas, la mayoría m ujeres con hijos, que se integrarían en breve al trabajo en el interior. Diferentes circunstancias de índole familiar, d erivad as de la persecución o asesinato de sus pad res o esposos, las habían llevad o a vivir lejos de Guatemala. Pero estaban al tanto de la realid ad del país, querían volver al terruño y eran recep tivas al mensaje revolucionario de nuestra organización.

Me desped í de algunos fam iliares, arreglé m aletas con lo ind ispensable y partí llevando conmigo a mi peque­ño hijo. Llevaba instrucciones de hosped arm e en un hotel determinado, en dond e me bu scarían los p róxim os d ías. No llevaba n ingu na referencia más, ni conocía a persona alguna en el país vecino.

En esta nueva etapa trabajé bajo la d irección de un veterano de la lu cha revolu cionaria. Era el com pañero Antonio Fernánd ez Izaguirre, qu ien había sido d irigente estud iantil, activista político y escritor en los años del gobierno d em ocrático de Jacobo Arbenz. En aquel en ton ­ces tam bién d irigió el periód ico Vocero Estudiantil En la década de los sesenta participó en la resistencia u rbana y luego fue fund ad or del Ejército Guerrillero de los Po­bres. Estuvo entre los quince com pañeros que integraron el destacamento que se asentó en el norte del Qu iché en 1972. H abía sid o destinado a México para desarrollar el

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trabajo de solid arid ad . Se trataba de un com pañero con am p lia cu ltu ra, de pensam iento político y revolu cionario p rofundo, respetuoso de todos nosotros. Su modo de ser era sencillo, d iscreto, austero; le gustaba la poesía y la música clásica. Su lugar de origen era Cuilco, remoto muni­cip io del d epartam ento de H uehu etenango. Lo conocí acompañad o de su esposa y de sus pequeñas hijas. El 4 de junio de 1981 fue detenido y desaparecido en un operativo de in teligencia en la costa sur. Se p retend ió hacer creer que había caíd o por errores op erativos elem entales en u n retén militar. Pero obviam ente se debió a otras razones: trabajo de infiltración en nuestras filas o traición de algún m iem bro de la organización.

Meses antes de partir, aunque habíam os segu id o trabajand o com o equ ip o para la organización, mi com ­pañero y yo habíam os roto nu estra relación de pareja. Con esa ru p tu ra term inaban cinco años de m atrim onio entre nosotros. N os habíamos conocid o meses antes de m i graduación com o maestra, particip and o en activid a­des de form ación y p royección social en "El Cráter", una agrupación de jóvenes d irigida por religiosos que, a partir de la doctrina socialcristiana, estu d iaba la realid ad social del país. Él tenía las mismas inqu ietud es sociales que yo, estaba p róxim o a conclu ir sus estud ios universitarios y trabajaba. Tam bién me apoyaba en las d iversas activid a­des que yo desarrollaba. Así que com partiendo asp iracio­nes sociales y m anteniend o cad a uno espacios propios, la relación se estableció y avanzó.

N uestro casam iento fue un d olor de cabeza para m i fam ilia. Au nqu e tenía am istad es y me relacionaba socialm ente con num erosas personas, no anuncié mi ca­samiento ni invité a mis amistades. Qu ise algo d iferente de lo que es la costum bre, evitar gastos a nu estras fam i­lias y ahorrar d inero para viajar de inm ed iato a Europa, d ond e mi com pañero estaba becado. Así que realizam os

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nuestro matrimonio en una cap illa modesta sin decorados, sin música y sin trajes de boda. Sólo nos acom pañaron familiares muy próxim os. Cum plim os con lo esencial de las leyes religiosa y civil, sin las convenciones sociales. Respeto y com prend o a qu ienes recu rren a ellas, pero a mí me son ajenas.

A lo largo de nuestra relación compartimos experien- cias felices, p ero tam bién tu v im os d ificu ltad es qu e finalm ente cond u jeron a la rup tu ra definitiva. Así que el viaje a México no sólo era una tarea m ás que asu m ía con resp onsabilid ad , sino que lo consid eraba oportu no en el aspecto personal. N ecesitaba estar lejos de m i excom ­pañero y de la fam ilia, especialm ente porque los m eses sigu ientes al rom pim iento fueron conflictivos, dolorosos, desagradables.

Las tareas en México eran de carácter temporal para mí, porque me habían asignado a la montaña, mod alid ad de militancia a la que siempre había asp irad o. De ahí que emprend iera el viaje con entu siasm o y tranqu ilidad .

En México mis jornad as de trabajo p ronto fueron agotadoras. Cum plía tareas que im plicaban visitar d iver­sas personas, estud iar y preparar reuniones; realizaba ejer­cicios físicos para estar en cond iciones de incorporarm e a la guerrilla; com partía tareas dom ésticas en la casa dond e vivía y atend ía a m i hijo. A él lo llevaba conm igo a todas partes. Pesaba entonces más de 25 libras y yo tenía una mochila especial para llevarlo a la espald a y acom od ar su ropa y alim entos del día. Pero cargarlo de siete de la m a­ñana a siete de la noche d iariam ente resu ltó agotador para ambos. Nos m ovíam os en una ciu d ad grand e y siem pre en au tobuses y m etro rep letos de gente. Por las noches, luego de bañarlo, darle de com er y acostarlo, lavaba los pañales y p reparaba el trabajo del d ía sigu iente.

Vivíam os siete p ersonas —cu atro ad u ltos y tres n iñ os— en un apartam ento de dos d orm itorios en la co­

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lonia Roma. Sobrevivíam os todos con el salario de una com pañera, qu ien trabajaba de secretaria en una oficina. Ella era viud a de un revolu cionario de los años sesenta, secuestrad o por el ejército frente a ella y sus pequeños hijos, una noche lejana en la ciudad de Guatemala. Tortu ­rado y asesinad o apareció días d espués en el oriente del país. Traum ada por el acontecim iento y temiendo por sus hijos, viajó al exterior. H abía sido bailarina y en giras de su grupo conoció d iversos países; también era m aestra de educación primaria. Pero las vicisitud es del exilio la lleva­ron a em plearse varios años com o obrera en una fábrica. Cuando la conocí, sus hijos salían de la adolescencia y me llam ó la atención la form a como se relacionaba con ellos. Había amor inmenso unido a respeto, confianza y amistad. Entre ellos no habían tabúes ni secretos. Eran relaciones de estable suavid ad y sencillez que se m antu vieron en los años posteriores, aun en el marco de una situación familiar y económ ica muy d ifícil, d ram ática no pocas veces. Pero nunca les escuché quejas ni reclamos a la vida m ilitante a la que los tres se entregaron por años. Ejem plarm ente los supo encauzar por el cam ino revolu cionario y el amor a Gu atem ala. H a sido una m u jer eficaz y valerosa en sinfín de tareas operativas de alto riesgo. Con firmeza y m odestia ha pasad o las pruebas del fuego, la p risión y la tortu ra; así como aquellas de las inacabables tareas grises que conlleva una m ilitancia p rolongad a.

En los d ías de México nuestra colectividad consistía en cinco ad u ltos, dos adolescentes y cinco niños m eno­res de seis años. Nos vestíamos fund am entalm ente con ropa usada que nos p roporcionaban algunas relaciones. N uestra alim entación era fru gal, debido a la estrechez económ ica, aunque tom ábamos leche en abundancia, la cual nos era d onad a por una colaboradora. Llevábam os una vida sencilla y laboriosa con paseos dom inicales en los parques de la ciudad .

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Ante m i cúm ulo de trabajo, u na de las com pañe­ras y los dos jóvenes —un hom bre y una m u jer— me ayud aron una tem porad a con el cu id ad o del niño. Pero ellos tam bién necesitaban tiem po para estu d iar y realizar otras activid ad es. Así que al cabo d e algunas sem anas, el responsable del grupo me com entó que había una familia obrera que estaba en d isposición de cu id ar a m i hijo. La propuesta era que él viviera con ella de lu nes a viernes y yo lo tuviera el fin de semana. Le m anifesté mi acu erd o y al día siguiente me acompañó a la casa de d ichas personas. Fue así que conocí a una familia y a un barrio obrero de la ciu dad de México, pues las relaciones que yo atend ía eran in telectuales que vivían en zonas resid enciales al sur de la ciudad .

Se trataba de una familia extensa y muy pobre. Vivían ju ntos abuelos, hijos e hijas casad os y nietos. En un espacio pequeño habían constru id o, poco a poco y con materiales d iversos, varios cuartos que d aban a un patio común. En éste corrían aguas negras a flor de tierra y se criaban ju ntos niños y anim ales d om ésticos. Cuand o vi aquel cu ad ro de pobreza sentí algo terrible de sólo pensar en dejar a mi hijo allí. Temía que enferm ara entre aquella promiscuidad y falta de higiene. H abía d iez niños entre hermanos y primos; el mayor no pasaba de ocho años. Mi hijo sería el más pequ eño, el núm ero once. Durante el d ía permanecían al cu idado de la abuela Sara y de Carmen, su hija menor, qu ien tenía d ieciséis años y asistía a la escuela por las tardes. La familia sabía que éramos revolucionarios guatemaltecos y por eso se solid arizaba con nosotros. Se mostraron felices cuando llegamos y nos invitaron a comer con ellos. Pasam os el d ía juntos. N o sólo no esperaban ni aceptaron ayud a económ ica alguna por los gastos que mi hijo les ocasionaría, sino que d eseaban saber exactam ente qué quería que le d ieran de comer, cuáles eran sus horarios y mis costu m bres para cu id arlo. Yo estaba su friend o un

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choque interno con la realid ad material que veía; pues fue hasta ese m omento que me di cuenta que una cosa era m i d isposición personal a enfrentar esas y peores cond iciones de vid a en aras de la revolución, y otra estar d ispuesta a som eter a mi hijo de año y m ed io a ellas, sobre todo sin estar a su lad o. Sentí que el m und o se m e caía encim a, pero hice esfuerzos enorm es —los su ficientes para tran­quilizarm e y no denotar tem ores—, y traté de razonar con sensatez. Les m anifesté lo m ucho que valoraba su solid arid ad , que agrad ecía su apoyo y que atend ieran a m i hijo exactam ente igual que a los demás niños. Y por dentro me decía persuasivamente: "Si estos d iez pequeños chorreados y vivaces están bien, ¿por qué no lo habría de estar el m ío? ". Sin em bargo, al caer la tard e me d esped í y alejé de la viviend a con un nud o en la garganta.

Era la prueba más dura a la que me sometía hasta ese m omento de m i vida. Pod ía haberla rechazad o, pues no era una obligación sino una propuesta. Las otras com p a­ñeras vivían con sus hijos pequeños al lado y si m is tareas eran más, o yo asumía mayores com prom isos, era porque tenía capacid ad y d isposición para hacerlo. Y de ninguna manera porque me las exigieran o me presionaran.

Ha habid o d iversas formas de participar en el m ovi­miento revolucionario. Se podía colaborar periféricam en ­te, asumiendo tareas que permiten llevar una vida familiar y laboral norm al, por ejemplo. Au nque las contingencias de la lu cha pod ían dar al traste con tal estabilid ad en cualqu ier mom ento. Pero la necesid ad de que hubiera m ilitantes p rofesionales —ded icad os constantem ente a la organización, que acum ularan experiencia en d iversos cam pos del trabajo, que asu mieran tareas y funciones que requ ieren d isponibilid ad permanente, que antep usieran las necesid ad es de la lucha a las p rop ias— caía por su peso. Si los p royectos políticos que se d esarrollan den­tro del sistem a y que d isponen de recu rsos abund antes,

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necesitan un contingen te de p artid arios p rofesionales, la causa revolu cionaria los necesita en mayor nú mero, tiempo y dedicación.

Cad a qu ien decid ía la m odalidad que quería según su d isposición y posibilidades. Sin embargo, era una trad i­ción que las mujeres fuéramos casi siempre colaboradoras. Una especie de retaguard ia de los pad res, los herm anos, los novios, los m arid os, los hijos y hasta los amigos. Y las formas de colaborar se reducían, salvo excepciones, a rea­lizar tareas domésticas, mandados y compras para núcleos de m ilitantes; a criar y ed ucar a los h ijos p rop ios y ajenos; a escribir a máqu ina, rep rod ucir y traslad ar m ateriales escritos; a cu idar enfermos y herid os; a trasladar m ensajes y encubrir activid ad es que otros realizaban. No desprecio esas tareas. Al contrario, sé que son necesarias y las valoro profundamente. Y es estimulante que num erosas m u jeres y hom bres las hagan en fu nción d e la cau sa popu lar y revolucionaria. Pero yo no asp iraba a esa perspectiva. Y la posibilid ad de m ilitar m anteniend o a los hijos consigo no sólo lleva riesgos calcu lad os de caer en manos de los cuerpos represivos ju n to con nuestros seres más querid os, sino que me parecía una decisión inju sta, incluso egoísta para con mi hijo. Pues la m ilitancia revolu cionaria en las cond iciones de cland estin id ad y confron tación qu e se Kan im puesto en Guatem ala es muy dura. Más tem p ra­no que tard e se convierte en inestabilid ad habitacional y laboral, en d esp lazam ientos geográficos, en activid ad es que chocan con la d inám ica fam iliar y social habitu al. Además somete a los niños a una d iscip lina estricta p or razones de seguridad ; y a desatenciones de nuestra parte, forzadas por las p riorid ad es del trabajo organizado. Si tal régim en de vid a es d ifícil para qu ienes lo asum im os conscientem ente, ¿cóm o no lo va a ser para nu estros n i­ños? No quería ese régim en de vid a para m i hijo, p referí buscarle otras alternativas y correr otro tipo de riesgos.

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Sin embargo, la form a en que los m ilitantes resolvem os la situación y perspectiva de nuestros hijos es una deci­sión personal. Cada qu ien p rocede como pued e y mejor le parece. Y respecto a ello existen tantos puntos de vista com o pad res, circunstancias y etapas de la lucha hay.

Tod avía me estremezco cuando me recuerdo de esos momentos. Me dolió y me costó mucho esa decisión, pero no dudé en tomarla. No lo lamento ni me arrep iento. En circunstancias sim ilares lo volvería a hacer. Para mí era una cu estión de consecuencia m ilitante d esde cu alqu ier ángu lo que la enfocara. A mi niño tam bién le costó adap ­tarse. La p rim era sem ana, aunque com ió bien, lloraba mucho por las noches y se bajaba de la cam a que com par­tía con varios niños. Entonces se refu giaba debajo, en un rincón donde d orm ían unos perritos. Allí lo encontraban por las m añanas. La fam ilia me lo d ijo p reocupad a el p rim er fin de semana que llegué por él. Si bien me causó mucho pesar, mantu ve la decisión de que sigu iera con ellos, en la med id a que estaban d ispuestos a p robar otro tiem po. Por mis estud ios sabía que todo cam bio im plica un período de ad ap tación y conocía el lím ite norm al para un niño. Pensé que sólo si mi hijo lo rebasaba tom aría la decisión de regresarlo conmigo y plantearía una reducción de actividades. Pero no fue necesario. En el cu rso de la segund a sem ana dejó de entristecerse, du rmió en la cam a colectiva y se integró al grupo fam iliar sin reservas. Se llenaba de felicidad e im paciencia cuando me veía llegar a recogerlo; pero se quedaba tranqu ilo y ju gand o cu and o lo regresaba. Al conclu ir mi estancia en México lo recogí definitivamente. Se habían encariñad o con él y me pedían que se los dejara, con mayor razón si en breve yo me iría para la montaña. Él tam bién era afectuoso con ellos y había adqu irid o la m aña de que si no era el p rim ero a qu ien la abuela besaba al volver del m andado, le arm aba teatro. Durante esa tem porad a se d esarrolló mucho: aprend ió

a ju gar en grupo, a d efend erse cu and o lo agred ían; a correr, a subir y bajar pequeñas gradas; empezó a tom ar café y a comer poqu itos de chile con tortilla, alim entos que no figu raban en su d ieta anterior. E im itand o a los mayorcitos, dio por ped ir d inero para comprar du lces en la tiend a del barrio. No se enferm ó para nad a y lo recogí tan gord ito y risueño como lo había llevado. Bastó una dosis de antip arasitario para que sacara las lom brices de la panza.

En esta experiencia, como en m uchas otras antes y d esp u és, com p robé la con stan te de gen erosid ad y solid arid ad de las fam ilias trabajadoras, sin d istingo de fronteras ni grupos étnicos. Rasgos sólo com parables en su m agnitu d con la pobreza en que viven. Años d espués la m ilitancia me llevó de nuevo a México y acom pañad a de mi hijo qu ise visitar a esta inolvid able familia obrera. Pero en la transform ad a ciudad de doce años d espués, mi mem oria no fue capaz de localizar la vivienda. Varias veces me d irigí al área y recorrí las calles conocid as sin éxito. Posteriorm ente averigüé que la fam ilia se había d ispersado hacía años y que ningu no de sus m iem bros vivía más en esa d irección.

Cu and o el viaje de regreso a Gu atem ala fue in ­minente, ped í a mis pad res que viajaran a encontrarse conm igo en México. Ellos atend ieron mi llam ad o con prontitud . Entonces les exp liqué mi com prom iso revolu ­cionario, pero les d ije que trabajaría en el exterior para que se p reocuparan menos. Y les pedí que se hicieran cargo de mi hijo por dos años. Ellos sabían que el papá estaría cerca y que lo atend ería con cariño y responsabilid ad ; pero tenía las lim itaciones propias del trabajo remunerado y de la m ilitancia. Por eso necesitábam os de su apoyo.Y yo m e sentiría m ás tranqu ila si se quedaba con ellos, cerca de su papá y en nuestro país. El p lazo de dos años lo establecí a partir de mi id ealism o de entonces. Si bien

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me parecía una eternid ad en el plano de la relación con el niño, tam bién m e parecía una pequeñez en com paración con las necesid ad es de la lu cha y del pueblo trabajador de mi país. Ingenuam ente creía entonces que en ese tiem po, m ás o menos, la revolución habría cobrado fuerza y estaría en las pu ertas del triunfo. O que, por lo m enos, habrían tantos militantes que yo podría conciliar la m ilitancia con la familia. De m anera que retomaría el cu id ad o de m i hijo para no separarm e más de él.

Mis pad res se volvieron al país terriblem ente tristes por esa nueva separación que yo determ inaba; y por la perspectiva de vida por la que me veían optar. Les daba terror que algo me suced iera. Sin em bargo, m i papá m e d ijo que se sentía orgu lloso y que salu d ara los com pañe­ros de su parte. Au nque p reocupad a por el dolor de mis papás, esa y m uchas veces m ás en los años posteriores perm anecí serena y segura de lo que hacía. Confiaba en que se repondrían con el tiempo y me alegraba que m i hijo estu viera cerca d e su papá, qu ien lo quería y extrañaba mucho. Una sem ana después de d esped irm e de ellos en México, volví d iscretamente al país y me alojé en una casa clandestina. Estando allí, el pad re del niño me lo llevó para que lo tuviera conm igo los dos ú ltim os d ías de estancia en la ciudad . Nos separam os con alegría, com o lo haríam os en adelante d espués de cada encuentro.

Al p rogresivo alejam iento de mi m ed io social años atrás, se sumó m i ru p tu ra con tod os los lazos fam iliares. H acia ninguna de esas separaciones me anim aron sen ti­m ientos de rechazo o desapego. Al contrario, d ejaba un mund o donde había sido feliz y privilegiada. Renunciaba a m is seres m ás querid os, a las am istad es y a nu m erosas p ersonas ap reciad as sin d esp ed id as n i exp licaciones. Personas por las cuales mis sentim ientos de afecto siguen in tactos a la vu elta de los años. Pero para entonces mi id entificación y com prom iso con los sectores popu lares

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y la organización pesaban más en m i conciencia. Sin em ­bargo, eventualm ente me sorprendo pensand o en lo feliz que sería encontrarm e de nu evo con fam iliares y amigos. Qu ién sabe cu áles sean sus recuerd os d e nuestra relación; qu ién sabe si tod avía p iensen en mí. Pero me gustaría verlas. En todos estos años no me com u niqu é con ellas; podría haberlo hecho, pero temía exponerlas o generarles inqu ietud es a las que no pod ía responder. Estand o activa en el m ovim iento revolu cionario, esp ecialm ente cu and o estas p ersonas no lo sabían, me parecía u na im p ru d en ­cia que pod ría acarrearles p roblem as. Por eso op té p or romper d e tajo, a sabiend as del dolor, la incom p rensión o el d esconcierto que ello significó p ara no pocos. Y tam ­bién asum í con p lena conciencia las im p licaciones que representaba d ejar u n hijo pequ eñito. N uestro dram a y nuestros problem as no eran m ayores n i m ás im portantes que los del pueblo al cu al me debo.

Pero esas rupturas fueron y siguen siendo dolorosas. Si las realicé y las m antengo es porqu e las características de mi experiencia m ilitante y las circu nstancias políticas de mi país así lo aconsejan. A la fecha han pasad o d ie­ciocho años de separación. Los dos años iniciales se han mu ltip licad o por muchos.

Mi p ad re n o su p o qu e h abía vu elto al p aís, y mucho m enos que estaba en la m ontaña, aunque vivía la incertid um bre de m i ubicación. Murió nueve m eses después de nuestra d esped id a, a la ed ad d e cincuenta y ocho años. Estuvo hosp italizad o de gravedad varios d ías, y no lo su pe porqu e la fam ilia no pod ía localizarm e. Al poco tiem po de su deceso, una de m is cuñad as murió en un accid ente au tom ovilístico. Ad em ás del dolor que esta nueva pérd ida rep resentó para, la fam ilia, para m i mam á implicó hacerse cargo temporalmente de cuatro nietos m e­nores de tres años, incluido mi hijo. Esto le hizo más d ifícil asimilar mi d istanciam iento y m ilitancia política. Ad em ás

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debió enfrentar esa responsabilid ad por varios años sin tener el pensam iento ni la com pañía de mi pad re. Creo que ella tam bién albergó la esperanza de que yo volviera a ver al niño, a qued arm e con él. Pero los años pasaron y no pu de hacerlo. Los acontecim ientos se desenvolvieron con tal complejid ad y vertiginosid ad que m i com prom iso militante se p rofund izó de igual forma.

Mi hijo ha crecido lejos de mí ininterrum pid am ente. Actualmente es u n hombre y forja su destino a través del trabajo, del estud io y de sus propias aspiraciones. No ha heredado ningún recurso material ni financiero de sus pa­dres ni de familiar alguno. Depende de su propio esfuerzo para salir adelante. Sé que le está costando, pero me siento orgu llosa de él. Hasta donde me ha sido posible he estado al tanto de su vida, salud y vicisitud es; aunque no ha po­did o ser con la frecuencia deseada. A d ieciocho años de haberme separado de él creo que ambos hemos sido afortu- nad os. Tanto ha sido así por su desenvolvimiento positivo en todos los aspectos básicos, como por el sinnúm ero de personas —conocid as y d esconocid as, revolu cionariaso no, compatriotas y extranjeras — que le han brind ad o cariño, cu idados, alegrías y bienestar material. Es más, siento un profundo agrad ecimiento hacia todas ellas, pues además de darle lo que yo no he podid o, le han infundido respeto y cariño por mi persona; o cuando menos, se han reservad o ante él sus propias op iniones.

Creo que tengo un hijo que ha sabid o ser fu erte ante la ad versid ad que le ha tocado vivir; que ha sabid o d arse a querer y ad ap tarse a muy d iversas y d ifíciles si­tu aciones; que ha estu d iad o lo su ficiente para cu rsar sus estu d ios sin retrasos, a pesar de los cam bios de fam ilia, escuela, país, id iom a y calend arios escolares. Y, al m ismo tiem po, ha sido cariñoso y respetuoso conm igo, au nque con las contrad icciones y altibajos p rop ios de nuestras

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circunstancias. N uestros breves y ocasionales encuentros han sido felices y las desped id as natu rales, como si nos fuéramos a encontrar de nuevo en pocas horas.

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UNA M AÑ AN A DE O CTUBRE

En el viaje que em prend í hacia el altip lano noroccid ental días después no fui de piloto como en otras ocasiones, sino de acompañante; y sería yo quien descendería del vehícu lo en algún punto. Cond ucía un viejo am igo, com pañero de inqu ietudes sociales y peripecias contestatarias d esde los años estud iantiles. N os habíam os incorporad o al EGP en la misma época. Él p rovenía de una fam ilia oriental, de raigambre cam pesina y comerciante, allegada al MLN, el partido anticom unista más caracterizad o. Pero emigró a la cap ital para realizar estud ios u niversitarios y se había graduado hacía poco tiempo. Instalado defin itivam ente en la u rbe, él y su com pañera op taron por el cam ino de la lucha revolu cionaria.

Eran muy pocos los que, p roviniend o de las ciu ­dades, se incorporaban y persistían en la montaña. Los pocos que lo hacían generalm ente p erm anecían algunas semanas, o meses a lo sumo. No lograban adap tarse a los rigores de la lucha en esas latitudes; y tampoco soportaban la lejanía de sus seres queridos y de la vida citad ina. Pero en la m ontaña había múltip les tareas y activid ad es que era necesario d esp legar y en las cu ales pod ía colaborar. De ahí que estuviera determinada a pasar las pruebas que fueran necesarias como militante y como mujer.

Esa vez llevábamos un lote de armas largas que tenían el mismo destino que yo: el destacamento. Debíamos pasar un puesto de control militar y para esa fecha ya habían tenido lugar las primeras acciones político-militares públicas en El Ixcán y Los Cuchumatanes. íbamos tranquilos pero silencio­sos. Cuando llegamos al retén nos detuvieron como era usual con todo vehículo que pasara, especialmente en horas de oscuridad. Preguntaron a dónde íbamos y, sin pedir que

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descend iéramos o abriéramos el vehículo, alumbraron y observaron su interior por las ventanillas. Nos d ieron paso y continuamos nuestro camino.

Era época de lluvias, pero ese d ía estuvo despejado y la noche se p resentó sin am enazas de agua. Cuando estu vim os p róxim os al lu gar de contacto me qu ité los zapatos, me puse dos pares de calcetines y lu ego botas de hule. Estas eran el calzad o que m ejor resu ltad o daba en las and anzas del destacam ento; a la vez tenía dem and a entre la población de la región porque eran resistentes y baratas. Inm ed iatam ente acom od é mi equ ipo, inclu id a u na mochila, dentro de una sábana m aletera y le coloqué a ésta un mecapal de cuero. La p rim era parte de la m ar­cha sería en área poblada y, si bien era hora en que todos duermen, ocasionalm ente se encontraban por los cam i­nos com erciantes ambulantes, trabajad ores m igratorios u otras personas. Por eso debía vestirm e como lo hacían los cam pesinos ind ígenas de la zona y cargar a la usanza local. Revisé mi arma, una escuad ra 45, y la coloqué en mi cintura, escond id a bajo la camisa. La llevaba cargad a y con seguro. En el cin tu rón de cuero colgué un machete envainado. Poco antes de llegar al punto de d esem bar­co, observam os las señales que significaban p roced er. Respond im os a las mismas y continuam os hasta el lugar exacto. Allí el com pañero detu vo el vehícu lo, apagand o motor y luces. Descend im os ráp id am ente, tomé el equ i­po y me alejé unos metros hacia dond e no fuera visible desde el cam ino. Sim u ltáneam ente el com pañero sacó el armam ento, mientras varios com pañeros que estaban tend idos entre el monte se incorporaron silenciosam ente. Term inad o el descenso de la carga, qu ien me condu jo al punto subió al vehícu lo y se retiró.

N o recon ocí a n ingu no de los com p añ eros con quienes me quedé y p ronto me di cu enta que no eran miembros del destacamento, sino com pañeros de la po­

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blación. Pues hablaban qued am ente en ixil y, en lu gar de trasegar las armas m onte adentro y p reparar con p resteza las cargas, las tom aban de una en u na y se las in tercam ­biaban unos a otros en la misma orilla de la carretera. Tan próxima a ellos me encontraba que alcanzaba a d istingu ir que las contem plaban con adm iración y emoción. Estaban tranqu ilos y p laticand o qu ién sabe qué en su id iom a. Al ver que ninguno organizaba la retirad a de punto tan peligroso, pregunté al que estaba más cerca qu ién era el responsable del grupo. En castellano me respondió: Taltu­za. Pregunté dónd e estaba este compañero y d irigiéndome a él, que tam bién estaba embebid o con el arm am ento, le dije que d istribuyera el cargam ento y em prend iéram os la retirad a con p rontitu d . Y que m ás ad elante, d ond e estuviera d espoblado, nos d etu viéram os a comer.

Anim ad am ente, Taltuza d io órd enes en ixil. Tod os se repartieron la carga equ itativam ente, la p rotegieron del sereno y de las m irad as extrañas y se la colocaron a mecapal sobre la espald a. Luego se form aron uno tras otro. Taltuza me u bicó al centro de la columna, p róxim a a él, y d io orden de em prend er la marcha. Éram os alre­dedor de doce.

Sobre el m ecapal llevaba, al igual que todos, som ­brero de petate de ala recta y cin ta negra. Mi pelo largo iba recogid o bajo la copa. Esa noche fue la p rim era de numerosas marchas en las que iría sola como mujer, como lad ina y como cap italina. Casi siem pre sobresaliend o del grupo por mi estatu ra. La organización en esas m ontañas era y sería em inentem ente cam pesina e ind ígena.

En esa oportunid ad llevé como carga lo que serían mis bienes terrenales: un toldo, una ham aca y una mochila de popelina nailon; dos mudadas de ropa, un suéter y una chumpa livianos; un pequeño poncho de Mom ostenango; un paliacate, una gorra pasam ontañas, u na boina verd e olivo y toallas sanitarias lavables; tres m etros de p lástico

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y dos bolsas grandes del m ism o material; una linterna, una lim a para afilar; u n plato y un pocilio de peltre; una cuchara de acero inoxid able; un cep illo de d ientes, un peine y un encendedor recargable; dos agujas y un cono de hilo nailon; dos cuad ernos y un lapicero. Tam bién llevaba un reloj que mi pad re me regaló la ú ltim a vez que nos vim os y una navaja su iza, com pañera inseparable desd e mis años ad olescentes de Muchacha Guía. Y mi equ ipo militar: un cintu rón, dos cartucheras con sus respectivos d epósitos cargados, una funda para p istola, una brú ju la, equ ipo de limpieza de arm as y la pistola que llevaba al cinto. Ya estando en la montaña elaboraría mi propio arnés y recibiría una granada de mano y un fusil.

Debíamos avanzar en columna cerrada, sin encen­der luz y sin hablar. Recorrim os una hond onad a poblad a de casas d ispersas y d ivid id a, de este a oeste, por un río pequeño. Los perros de las viviendas próximas a la vereda lad raban hostiles a nuestro paso. Al otro lado de la hoya alcanzam os la base de una gigantesca m ontaña, que en los m apas aparecía com o una de las cu m bres más altas de la región. H abiendo quedado atrás el área habitad a, el responsable ord enó detener la marcha. Despu és de unos minu tos la reanud am os por una send a que se veía transitad a de siglos. Por trechos, de tanto uso, el suelo estaba hund id o entre los altos bord es que ind icaban el nivel original del piso. Esta parte de la marcha, toda en área despoblada, fue un ascenso constante y sin tregua, en un perfecto zigzag que comenzó al pie de la montaña y concluyó cuando alcanzamos la cima. Fue un tramo agota­dor que in iciam os a 1, 500 m SN M y que alcanzó su punto más alto pasad os los 2, 700 m SN M. Fueron alred ed or de tres horas de m archa a paso lento, pero sostenid o y sin parad a alguna. Debíam os llegar a nuestro destino antes del amanecer y el tiempo ap remiaba. Y aunque d escansar norm aliza la resp iración agitada por el esfuerzo, el clim a

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de esas latitud es enfría en cu estión de segu nd os el sudor, haciend o ind eseable el descanso. En la cu m bre sentim os un frío intenso, así que envueltos en la n iebla em prend i­mos el descenso por la vertiente norte de la montaña.

En las pend ientes la resp iración recobra el ritm o normal, pero la tensión de las p iernas, debid o al cu id a­do de afianzar cad a paso en grad eríos irregu lares y sin visibilidad , hacen que el esfuerzo físico sea tan grand e como en los ascensos. Ad em ás, las p iernas tiem blan por el cansancio acu m u lad o y las sienes d eshabitu ad as al mecapal, y la espald a a la carga, d u elen crecientem ente.

Una hora después de haber in iciado el descenso llegamos a un área poblad a. No d istingu ía sino algunas cercas, pero el lad rid o de perros era señal de la p roxim i­dad de viviend as. Minu tos antes del am anecer traspasa­mos una bard a y penetram os en una casa de ad obe y teja. Adentro había un fogón en el suelo y dos m ujeres estaban a su alrededor. Una de ellas era ind ígena y dueña de la casa; la otra era m u lata y m ilitante organizad ora. Mis compañeros de viaje depositaron sus cargas en el suelo, se d esp id ieron cerem oniosam ente y se d ispersaron por m últip les vered as buscand o sus hogares. Sólo entonces me percaté que tod os eran hom bres mad uros, cu rtid os por el trabajo y los su frimientos. En el preciso momento en que la com pañera ind ígena me extend ía una escud illa con cald o de gallina y tortillas calientes, am aneció en las afueras.

Con la com pañera pasam os el d ía escond id as y alertas en un lu gar d iscreto de la viviend a, para no per­tu rbar la vida de la m isma ni dar m otivo a problem as de segu rid ad para sus moradores. Al poco tiem po de haber caíd o la noche, en la casa se p resentó el com pañero in ­d ígena que me había cond ucid o en la p rim era visita a la guerrilla un año atrás. Ahora trabajaba com o organizador en la zona ixil y tenía la responsabilid ad de cond ucirm e

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a otro lugar esa m isma noche. Él tomó parte de m i carga, nos d esped im os de la gente de la casa y bajo una lluvia torren cial em p rend im os cam ino. A p aso ráp id o, sin encend er luz y callad amente, bord eam os el poblad o de Cotzal. Al d etectar la ap roxim ación de algu ien debíam os escond em os entre el monte de los costados, y allí esperar a que el desconocido se alejara. La oscu ridad y la tempestad m antu vieron en secreto nuestra presencia.

Las arm as, salvo las de uso nuestro, qued aron atrás. Serían transportad as en viaje separad o por com ­pañeros de la población d istin tos a los que las habían llevado al punto anterior. En el nuevo lugar las recibirían m iem bros del destacam ento.

Luego de cinco horas de cam ino, llegam os a otra casa. Estábamos em papad os y enlodados a pesar del plás­tico con que nos cubrim os. Era la una de la m ad rugad a y hacía frío intenso. En el corred or del frente nos esperaba, acuclillad o ju n to a una fogata, el dueño de la vivienda. Su esposa y sus hijos dorm ían en la ú nica habitación que había. Luego de saludarnos solícitamente, nos condu jo ju nto al fuego para secarnos y para que nuestros cu erpos recobraran su calor. Nos ofreció refresco caliente que tenía en una jarrilla sobre el fuego. Se trataba de unos polvos ind ustriales con sabor artificial que se vend ían en sobres de papel. En la ciud ad se tom aban fríos y azucarad os al m ed io d ía o en horas de calor. Esa noche los tom amos calientes y sin azúcar. Una vez que nuestra ropa estuvo seca, el com pañero nos guió a la troje, dond e d ormim os unas horas sobre tablas de pino. H abía m ultitud de pu l­gas, pero el cansancio logró que conciliáram os el sueño a su pesar.

El p lan con tem p laba que allí estu viera agu ar­d ándonos otro com pañero, m iem bro del destacam ento y originario de la zona. Y que qu ien me cond u jo hasta allí se retirara de inm ed iato a otra parte. Pero ese compañero,

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nuevo reclu ta, no llegó. Preocu pado, el cu ad ro organi­zador no qu iso retirarse y dejarm e sin saber qué había su ced id o con él. Tem prano por la mañana apareció qu ien no había llegado a la cita. Se había emborrachado y llegaba en lamentable estado. Se acostó a dormir dond e pudo y así pasó el día. N osotros perm anecim os qu ietos y silenciosos en la troje. Lim piam os las armas y m antu vim os el oído atento a cualqu ier sonid o extraño o señal de alarma. Los compañeros de la casa realizaron su s activid ad es habi­tuales y al atard ecer le d ieron cald o al com pañero ind is­puesto. Luego mi acom pañante habló con él. Se trataba de un joven fornid o que dijo estar listo para em prend er cam ino en cuanto cayera la noche. Así que reacom od é mi carga y me d esped í de qu ienes se quedaban.

El a lcoh olism o, m al p rofu n d am en te arra igad o en nu estra socied ad , era enem igo de nu estro esfu erzo em ancipad or. Durante varios años fu e la cau sa nú m ero uno — d urante m ás de cinco años la ú nica — de caíd as en manos enem igas, de fallas en el trabajo y de p roblem as de segu rid ad en la m ontaña.

Llovía de nuevo, aunque levem ente, y d ebíam os hacernos acom pañar por un macho cargad o con p rovi­siones. Así que el guerrillero, cargand o a m ecapal por delante, jalaba al anim al; y yo, detrás de ambos, cargad a a la vez con mis bártu los, arriaba a la bestia como podía. Atravesam os un p lan sembrad o de m ilp a y tom am os un extravío extraord inariam ente em pinad o y lodoso. Resba­lábam os una y otra vez mientras tratábam os de asirnos a matas y raíces. Lo hacíam os a tientas, pues la regla de oro segu ía siend o no encend er focos. Pero el macho, que nos desconocía a ambos, se resistía a cam inar e insisten ­temente se atrancaba y trataba de volver hacia atrás. Era el p rim ero y único m ed io de transporte p rop iedad del d estacam ento. H abía costad o Q60.00 —lo m ism o que

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u na m ujer jov en — y estaba al cu id ad o del cam pesino cu ya viviend a acabábam os de aband onar. Era p rim e­ra vez que se le encom end aba transportar carga sin ir acom pañad o de su cu idad or. Así que después de batallar infructuosam ente con él y estand o todavía p róxim os a la casa, el com pañero me propuso que retu viera al pecu liar transporte conmigo, mientras él se volvía en bu sca de ayuda. Sentí la espera eterna porque sabía que la m archa requería varias horas de oscuridad para atravesar una zona d ensam ente poblad a. Al cabo de un rato aparecie­ron mi acom pañante y el responsable del macho. Con su cu id ad or al lado avanzó obed iente y ráp id o, hasta dond e lo permitía la pend iente que escalábamos. Era la ru ta más corta, pero la más escabrosa, que bord eando Cotzal por el norte llegaba a un punto periférico de Chaju l. Final­mente alcanzam os una cu mbre, y ya bastante al norte de este poblad o cam inam os por p lanes y filos cubiertos de llano y sin fango. Avanzam os entonces por un cam ino de herradura, ancho y trajinad o, que cond ucía al noroeste del municipio.

Am aneciend o llegam os a un punto d ond e el com ­batiente detuvo la marcha. Descargam os al m ulo y nos d esped im os de nuestro acom pañante, qu ien volvió a su casa segu id o por el expreso. N osotros nos ap artam os del cam ino p enetrand o en un bosqu e d enso. Rom p i­mos monte con el cu erpo, tratando de no d ejar huella, y acarream os hacia lugar seguro los bu ltos. Contenían maíz, sal y azúcar. Los p rotegim os cu id ad osam ente con plásticos, de manera que ni la lluvia ni la hum ed ad del suelo y la vegetación los dañaran. H abía amanecid o. Nos adentramos en la montaña a paso ráp id o, guiándonos por el sentid o de orientación del com pañero. A las ocho de la mañana arribam os a un cam pam ento y, sin p resenta­ciones ni saludos, varios com pañeros fu eron enviad os a

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recoger lo que acabábam os de esconder. Sólo entonces se nos ofreció bebid a caliente y se me ind icó donde colocar mis cosas. Más tard e convocaron a una reunión en la que se me presentó al grupo; cad a qu ien salu d am os y d im os nuestro nombre cland estino.

La m ayoría de los p resentes eran, com o yo, nuevos reclutas; veteranos del d estacam ento había dos o tres. Los demás se encontraban en rum bos y tareas d istintas. Los novatos, salvo el caso de una com pañera tam bién proveniente de la ciu dad , eran jóvenes ixiles. Dos de ellos habían recibid o su bau tism o de fu ego participando en el aju sticiamiento de Lu is Arenas —El Tigre de Ixcán —, terrateniente feroz y exp lotad or de ixiles. Pero algunos todavía portaban hond a y, cuando les correspond ía su turno de guard ia, no faltaba quien aprovechara la ocasión para tirarle p ied ras a los pájaros, en lu gar de ejercer la vigilancia del caso. La m ayoría hablaba poco castellano y, a excepción de uno, no sabían leer ni escribir. Provenían de las capas cam pesinas más pobres.

Ese p rim er d ía de cam pam ento me bañé y cam bié ropa, luego de tres d ías sin poder hacerlo. Acom odé m is pertenencias d ond e me ind icaron y entregué algunos en­cargos. Entre estos estaban el Recurso del M étodo, de Alejo Carpentier y Cien años de Soledad, de García Márquez. Enseguida, el responsable del d ía me exp licó la situación operativa y las med id as de segurid ad que debíam os ob­servar. Tam bién me dio a conocer los criterios de organi­zación de la colectivid ad y el horario de actividades.

Al segu nd o d ía me incorporaron a la ru tina m ilitar y d om éstica, tareas en las que particip ábam os todos sin d istingo de ed ad , antigüedad , fu nciones o sexo. Sólo la enferm ed ad que botaba al suelo era razón de exonera­ción. Y ese m ism o día, por orientación del responsable, com encé la labor de alfabetización. No teníamos entonces

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cuad ernos ni materiales de lectura, así que echamos mano de cualqu ier papel: de cajetillas de cigarros, de etiquetas de latas, de restos de periód icos.

Era época de cocu yos, coleóp teros que em iten luz intensa en la oscuridad . Qu ien no sabe de su existencia o no los ha observado en circunstancias de vida silvestre, los confund e fácilm ente con luz de linterna. Pero esto, como muchísim as cosas más, no se lo exp lican a una. Es la prác­tica la que lleva a saberlo. Así que la p rim era noche que hice guard ia no tenía idea sobre ellos. Y el conocim iento de las lu ciérnagas no basta para exp licarse este fenóm eno lu m inoso tan potente y grande. Observando cu id ad osa­m ente el sector que m e habían ind icad o comencé a verlos a lo lejos. Entre la vegetación aparecían y desaparecían, algunos d irigiéndose hacia dond e me encontraba. Afi­naba mis oíd os para detectar si algún ru ido acom pañaba la luz, pero no escuchaba sino sonid os de la natu raleza. Entonces razonaba en el sentid o de que ningún sold ad o o d esconocido avanzaría a esas horas de la noche con luz hacia nosotros. Pero no d ejaba de tener miedo y mantenía el arm a sin segu ro, lista para d isparar. Así pasé la hora de turno, atenta y silenciosa en mi puesto, viend o lu ces por aquí y por allá o escuchando ru id os extraños, aunque prop ios del bosque tropical húm edo donde me encontra­ba. Me sentí feliz cuando llegó el relevo.

En esos p rim eros d ías, estand o de guard ia d iu rna, tam bién me desconcertó el rugid o del mono au llador. Su poderosa voz — después lo supe — se escucha a kilómetros de d istancia, dando la im presión de estar muy p róxim a a qu ien la oye. Pero confund e porque su sonid o parece el de un enorm e felino. Sólo la experiencia lleva a d istin ­guir un rugid o del otro. Sabía que no había jagu ares en esas cu mbres, pero no conocía de la existencia de tales monos. Y m ientras lo averigüé no dejé de sentir escozor esa p rim era vez. Aprovechand o el desconocim iento que

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sobre la natu raleza teníamos, los veteranos no perd ían oportunidad para ju gar brom as a los nuevos, inclu id os los jóvenes cam pesinos, quienes no se habían ad entrad o en la montaña m ás allá de sus m ilp eríos.

En ese agrupam iento com enzó m i ap rend izaje de sobrevivencia en la montaña, del arte guerrillero y de la vida colectiva del d estacam ento. Entre otras cosas ap ren ­der a ju ntar fuego con leña siem pre húm ed a sin papel, ocote ni com bu stible alguno; m oler maíz seco; ed ificar construcciones rústicas; afilar machete; acomodar hamaca y toldo recu rriend o a la ingeniosid ad y la habilidad de apoyarse en una natu raleza que debíam os dañar lo menos posible. De manera que, al aband onar el lugar, nu estra huella fuera im percep tible o posible de borrar. Aprend er a orientarse en el terreno; a d istingu ir d iversid ad de m o­vimientos, huellas y ru id os p rop ios de la vegetación y los anim ales, de aquéllos p rod ucid os p or los seres hum anos; a desp lazarse silenciosam ente, sin lastim ar las armas, sin permitir que la carga se trabe en el m ontarral, sin caer. Pero lo que más se me d ificultó fue rep rim ir la risa, aque­llas carcajad as espontáneas que nacen libres y felices del corazón. Reía mucho y no pocas veces me llam aron la atención. Y es que esa expresión hum ana podía d elatar nuestra p resencia y ocasionar p roblem as de segu rid ad . La razón caía por su peso, pero la rebeld e costu m bre del esp íritu le ju gaba la vuelta una y otra vez. Qu izás fue la p rivación que resentí más entonces; y la p rim era que m e reveló en toda su dureza la realid ad de la lucha en las montañas. Sin em bargo, una vez d iscip linad a esa m ani­festación de alegría, no faltaron las torm entas eléctricas, las lluvias torrenciales o el ru id oso cau d al de un río que nos perm itieron reír y cantar a tod o pu lmón.

Desde el m om ento que conocí a la guerrilla me p er­caté de que d ebíam os renunciar tam bién al sol, al cielo azu l y al firmam ento. De la realid ad allende las copas de

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los árboles nos llegaban los relám pagos, los truenos y los d iluvios; pero no el arcoiris ni las estrellas. De ahí que la ocasional filtración de un rayo de sol fuera motivo de jú bi­lo colectivo y de organización de tu rnos para usu fructuar su calor y su luz.

Fue allí d ond e p or p rim era vez com í ratón de montaña. Abund aban en el lugar y varios de los jóvenes reclu tas los cazaban, y asados a las brasas se los comían. Así com plem entaban su nueva dieta de harina de maíz que sustentaba bastante menos que las tortillas. Uno de ellos, solícito pero tam bién m id iéndom e — al fin y al cabo era mujer, lad ina y capitalina para ellos—, me ofreció uno que acababa de asar. No dudé en acep tarlo y lo engullí tranquila haciénd om e a la idea de que se trataba de p ollo.. "H azañas" como ésta no se pod ían descartar en un colec­tivo tan heterogéneo y joven, especialm ente cuando una provenía del sector acomodad o y opresor de la sociedad . Gané puntos ante la ju venil y observad ora concurrencia. Pero no ante los veteranos, quienes reprobaban por exa­gerado, decían, cazar y comer ratones.

Una m añana de octubre de 1975 com enzaron para mí nuevos cam inos de lucha social y ap rend izaje sobre la vid a y mi país. Tenía entonces 28 años y perm anecería tres más en el d estacam ento guerrillero sin salid as ni d escanso alguno.

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EN LOS M O N TES DE JUIL

A partir de mi llegad a a la montaña contam os con cu atro meses de relativa tranqu ilidad . Pues com enzand o febrero el ejército desencadenó una ofensiva en la sierra. Mientras tanto, tuve tiem po para habitu arm e a la vid a del d estaca­mento. Em prend im os la marcha, m ientras la retaguard ia se quedó borrand o las huellas de nu estra estancia, para luego alcanzam os a paso rápido. Aunque a pocas horas de lugares densamente poblados, nos movíamos en una zona de silencio, penum bra y humedad . El frío y la niebla eran permanentes en ese bosqu e centenario. Nos detu vim os algún tiem po en una hond onada. Allí continu é alfabeti­zand o y participé por prim era vez en u n operativo de se­guridad llamad o descubierta; así com o en la construcción de un tapexco grande para alm acenar provisiones. Pronto iniciaríamos una etapa de entrenamiento y reorganización del destacam ento y nos corresp ond ía crear cond iciones para recibir a los com pañeros que ascend erían a la sierra p rovenientes de la selva del Ixcán.

Nos habíam os estacionad o en un sitio poco segu ro porque entre nosotros iba un com pañero enferm o, cu ya cond ición física no permitió desp lazarnos más lejos de las áreas trajinad as por m imbreros. Era fu nd ad or del d esta­cam ento y m iem bro de la Dirección Nacional. Unos d ías después, cuando reunió fuerzas, continuam os la marcha. Ap enas cu atro m eses antes había estad o postrad o con pu lm onía; p recisam ente m ientras d irigía el op erativo contra el terrateniente más od iado y tem id o de la región. Ahora llevaba varios d ías con tem p eratu ra de 40°, fu er­tes dolores de cabeza y extrem a debilid ad . Así estu vo varias semanas sin que sup iéram os qué mal le aquejaba. Muchos años después supimos que se trató de una bru ce-

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losis. Pero en aquel entonces todo lo que pud im os hacer fue bajarle la fiebre a ratos con alcohol y antip iréticos; y darle de beber un pocilio de incaparina d iariam ente. Este alimento, cuando lo teníamos, se reservaba para los enferm os y convalecientes. No pod íam os introd ucirla en grandes cantidades porque su preservación no se lograba en nuestras cond iciones ambientales.

Los ú ltim os d ías de octu bre nos instalam os en un tercer lugar. Allí esperam os la llegad a de qu ienes en las p lanicies selváticas habían realizad o operaciones. A su arribo nos reuniríam os los alzados en armas en las m on­tañas del noroeste. Sólo estarían au sentes los cu ad ros organizad ores. Varios eran fundadores del d estacam ento y la mayoría eran ind ígenas provenientes de la m ism a re­gión. Estos com pañeros p erm anecerían en sus escond ites trabajando con la p oblación organizad a.

Al momento de la llegada del contingente de la selva, yo cubría la guard ia sobre el área de acceso de cualqu iera que sigu iera nuestro trillo. Me habían instru ido sobre la probabilidad de su arribo en el cu rso de mi tu rno; pero debía m antenerm e alerta porque igualm ente pod rían no ser ellos qu ienes aparecieran. Estaba sabida de lo que de­bía hacer a partir de detectar la aproxim ación de cualquier persona. Ubicada en alto, desde la posición de observación se d ivisaba, a lo lejos, un palo largo tend id o sobre un río encallejonad o. Era un paso obligado para todo aquel que en nuestra d irección qu isiera cruzar tal obstáculo. Debía observarlo atentam ente y esperar a que qu ien lo atrave­sara se ap roxim ara al área de vigilancia para ped ir seña y p roceder en consecu encia. Sin embargo, las num erosas personas que súbita y velozmente pasaron sobre el tronco desaparecieron entre la maleza y no se ap roxim aron a mi posición. Tampoco percibí movimiento alguno ni escuché ruido de vegetación agitada por su avance en todo mi

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sector de observación. Y si bien la velocid ad del paso y tas enorm es cargas a mecapal me hicieron suponer que se trataba de los com pañeros, no tenía certeza de ello. De ahí que, pasado el tiempo prudencial durante el cual debieron acercarse, me entró duda sobre qué hacer. H abía ord en estricta de no aband onar la guard ia por n ingún motivo; pero las señales p revistas para com unicarm e con el cam ­pamento no corresp ond ían a tal circunstancia. Así que corrí lad era arriba para reportar el hecho a la d irección. Al estar narrand o lo suced id o me percaté que desde u n costado me observaban dos desconocid os barbad os con sendos pocilios de bebid a hum eante en las manos. Una vez terminé, uno de ellos me d ijo con sorna que gracias por avisar, pero que eran ellos qu ienes se aproxim aron. Luego brom eó que si de mí d epend ía la segu rid ad an ­daríamos mal. No m e hizo gracia y seria le p regunté por qué no ascend ieron por el frente. Me respond ió que, por su p ropia segurid ad , p refirieron evad ir la entrad a lógica para p enetrar al cam pam ento por el lad o contrario. Y agregó que era med id a p recau toria por aquello de que fuera el ejército y no nosotros qu ienes los estu viéram os esperando.

Luego del feliz reencuentro de unos y la p resen ta­ción de otros, y después de dos d ías de d escanso para los recién llegados, nos desp lazam os a otra parte. En el nuevo punto perm anecim os tres meses en in tensa activid ad y con algunos sobresaltos por señales de peligro.

En los d ías p róxim os a la N avid ad me llegó carta del padre de mi hijo. Me contaba en detalle sobre él, tranqu ili­zánd om e al respecto; me particip aba el nuevo rum bo que había tom ado su corazón y me enviaba un poem ario cuya ded icatoria decía: "Para la guerrillera de corazón proletario/ ' Me alegraron la carta y el libro porque signi­ficaban que la etapa conflictiva de nu estra rup tu ra había

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sid o superada. En cuanto a las festivid ad es de fin de año, lo único que las d istingu ió de los d emás d ías fu e que en lugar de café o atol, bebim os leche en la cena.

Casi tod os los integrantes del d estacam ento eran trabajad ores pobres —cam pesinos desposeíd os o mini- fund istas, artesanos, pequeños com erciantes y obreros agrícolas—; ind ios y lad inos p rovenientes de la costa sur, del oriente y de m últip les lugares de las sierras y selvas del noroeste. Pocos habían asistido a la escuela p rim aria y todos se in iciaron en el trabajo desde la infancia. Y tanto entre los alzad os en armas com o entre la población orga­nizada había de tod as las filiaciones políticas y religiosas. Desde m iem bros del MLN hasta viejos sim patizantes del régim en arbencista y de las guerrillas de los sesenta. No faltaba qu ien expresara serio y convencido frases como ésta: "Soy del MLN , pero mi vanguard ia es el EGP". Co­nociendo los p roced im ientos y las circu nstancias en que la población trabajadora se afilia a los partidos electoreros, o participa en d iversos cred os religiosos, y trabajand o constantem ente a su lado, sabíam os que ni una ni otra filiación afectaba la prioridad y secretividad de su relación con nosotros. Qu ienes p roveníam os de las ciud ad es y de las capas m ed ias no llegábam os al d iez por ciento, inclu ­yendo a los fundadores que todavía se encontraban en la montaña. Y las m u jeres éramos cinco: dos cam pesinas y tres p rovenientes de las capas medias de la cap ital. Nos habían p reced id o dos com pañeras de origen urbano, ve­teranas de las guerrillas anteriores. Pero una perm aneció sólo seis m eses y estaba de vuelta en la ciudad ; y la otra, quien por entonces estaba de organizadora en Cotzal, sólo permanecería un par de m eses más en el frente. Era una compañera muy vital y anim osa, con ascend encia negra, cu yo seud ónim o de entonces era Sand ra. Ella cayó en un operativo de inteligencia contrainsu rgente en la ca­pital a finales de 1981 o com ienzos de 1982. Al igual que

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muchos otros casos, está desaparecid a sin que sepam os si fue muerta o p erm anece en alguna de las cárceles clan ­destinas. Tenía entonces un hijo y u na hija.

Varios d ías dedicó la d irección de la montaña a la estru ctu ración del crecid o d estacam ento, que se había m u ltip licad o varias veces en el cu rso d el ú ltim o año. Habían quedad o atrás los tiempos en que quince revo­lucionarios eran todo su caudal. Y habían pasado cuatro años desde su fundación. Entonces se crearon organismos nuevos, se reglam entó la vida cotid iana en sus múltip les aspectos, se im pulsaron entrenamientos y se im plem ento un intenso abastecim iento y alm acenamiento de recursos. Las estructu ras recién establecid as iniciaron de inm ed iato su trabajo y a partir de la práctica se fueron afinando sus funciones. Había m ovim iento y actividad febril porque, al mismo tiempo que nos organizábamos internamente, nos p rep arábam os para em p rend er acciones en áreas densamente poblad as de la zona ixil. Y preveíam os como reacción a ellas operativos contra nosotros.

Para entonces, según llegué a saber más tarde, la orga­nización desplegaba trabajo organizativo en tres planos es­tratégicos: la m ontaña, el llano y la ciudad , concep tos que significaban regiones de desarrollo político y militar. El plano estratégico de la montaña estaba entonces formad o por un solo frente —el del norte y centro del Qu iché —, integrado por zonas de bases popu lares organizad as en la selva y en la tierra fría. El trabajo político abarcaba or­ganización interna, organización de la población, ed u ca­ción básica y form ación política, p ropagand a y relaciones in ternacionales. El trabajo militar inclu ía organización de unidad es militares perm anentes y de fuerzas irregu lares locales, ad iestram iento de ambas y operativos d iversos. Finalm ente, d esp legábam os activid ad es relativas a la logística y a las com unicaciones. En el periodo de m ayor

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desarrollo —1978-1981 — la organización llegó a tener en activid ad cinco frentes y dos zonas guerrilleras.

Estábamos ubicados por encima de los 2, 500 m SNM, en los meses más fríos del año cu ando tam bién llueve. Vivíam os con la ropa generalm ente húmeda. Tod o lo que cada uno poseíam os para p rotegernos era un suéter, una chumpa y un poncho livianos. Pues por las constantes m ovilizaciones, llevando siem pre nuestras pertenencias a cuestas, no pod íam os d isponer de ropa gruesa ni nu ­merosa. Por eso el frío ind ucía a algunos, especialm ente a los originarios de tierras cálid as, a bu scar la p roxim id ad del fuego cad a vez que tu vieran oportunid ad . Pero al poco tiempo varios de ellos com enzaron a tener d olores reum áticos y m oretones en las piernas. Y a más de alguno se le había derretido la punta de las botas y se había que­mad o un dedo del pie por acercarse excesivam ente a las llamas. En nu estras circunstancias, la experiencia había demostrad o que tales dolencias p rovenían de sentarse continu am ente en lu gares hú m ed os y de ap roxim arse demasiado al fuego. De ahí que fuera obligatorio el uso de pequeños plásticos para colocarlos donde nos sentáramos; y se había orientado mantenerse a d istancia del fogón. Lo prim ero se cu m plía sin p roblem as; todos portábam os a mano un pedazo de nailon donde sentarnos, aunque fuera por unos segund os. Pero de la lu mbre no había m anera que se alejaran varios compañeros. Y las recomendaciones de Servicios Méd icos no eran atend id as por los afectados, a pesar de los d olores y las m olestias que pad ecían.

Luego de fracasar varias veces para persuad irlos, nos percatam os que los reticentes eran jóvenes con rasgos m achistas acentu ad os. Así que qu ienes in tegrábam os los equ ipos de Ed ucación y Servicios Méd icos —todas m u jeres— d ecid im os darles argum entos a su m ed id a, sabiendo que los tales no eran ciertos. En reunión colectiva y guardando la seried ad del caso les exp licam os que el

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calor del fuego, a la d istancia en que ellos se colocaban, provocaba esterilid ad e im potencia sexual. Santo rem e­dio. Es más, todos los alu d id os —y tam bién otros que no estaban im plicad os — no sólo dejaron de ap roxim arse al fuego, sino que para cocinar se colocaron sobre el pantalón un grueso costal de fibra de henequén.

La d irección conocía el problema de salud y el reitera­do fracaso en convencer a quienes lo pad ecían. N uestra picara y eficaz ocurrencia le causó gracia y no nos d esd ijo de inmed iato. Sin embargo, por aparte — aunque sin dejar de reírse por el éxito rotundo y por lo d ivertido de las esce­nas y los com entarios de la colectivid ad al respecto — nos llamó la atención por recu rrir a argum entos que no eran verdad . Y al colectivo se le explicó lo correspond iente. La aclaración, sin embargo, no p red ispuso a los afectad os, ni mermó la au torid ad de nuestros equ ipos de trabajo. Tod os sigu ieron cum pliend o la orientación, pero el u so del costal se instituyó por largo tiempo. "N o vaya a ser" decían p recavid os los compañeros.

Por ese tiem po participé en m i p rim era m isión de abastecimiento, pu es un grupo fue enviad o a un d ía de cam ino para recibir abastos. La ru ta que em prend im os no se basaba en trazo alguno, ni era conocid a para la mayoría de nosotros. Sólo el segu im iento de un acim ut d eterm inado nos llevaría al punto deseado. Debid o a los obstáculos que presentaba fue bau tizad a Ruta de M ambises por sus exp lorad ores. Efectivam ente, aquel trayecto era d ifícil como pocos, pero bello: tenía tram os p le t ó r i c o s de begonias blancas y rosadas, orqu íd eas, caíd as de agua cristalina y helechos exuberantes. Desp lazarse por ella significaba d escolgarse, arrastrarse, pasar sobre palos resbalosos. En ciertos lu gares escalam os verticalm ente en tierra suelta y ped regosa sin d onde asirse; entonces debíam os tener el cu id ad o de no resbalar ni d esp render piedras que pud ieran golpear a qu ienes ascend ían debajo

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de uno. Tam bién avanzam os por laderas tortuosas; cu an­do menos, cam inábam os en terreno siempre quebrado. Por toda carga llevábam os poncho, told o y p lástico para tend em os en el su elo por la noche; tam bién maíz para alim entarnos. De m anera que pu d iéram os transp ortar recu rsos al m áxim o de nuestra capacid ad . Sin embargo, el desplazamiento no era menos duro por eso. Sudábamos abund antem ente, la resp iración era agitad a y nuestros rostros estaban encend id os por el esfuerzo. Ibam os em ­papad os de su d or y humedad . Después de varias horas de avance inin terrum pid o hicim os un alto. Pero bastó u n mom ento de inm ovilidad para que el su dor se nos helara sobre la p iel, haciénd onos temblar. De tal su erte que p referim os reanud ar la marcha, sintiendo que el aire nos faltaba y que el corazón estaba a punto de estallar. El esfuerzo era tal que escuchábam os nuestros latidos.

Cu lm inand o la tarde llegam os al punto de espera y de inm ed iato nos ded icam os a recoger leña, constru ir u na ch am p a com ú n p ara d orm ir , tech ar la cocin a . Estábam os ham brien tos, cansad os y con frío, pero de bu en ánim o. Algu nos com p añeros fu eron d estacad os para explorar el lu gar donde nos d ejarían las vitu allas y otros los relevarían en la guard ia. Pues no hacían contacto con la p oblación sino uno o dos de nosotros. El resto nos arrem olinábam os en la cocina, único lugar cubierto donde pod íam os perm anecer de pie, y p rotegernos de la tempestad que se desencad enó esa noche y que cesó varios d ías después. N os orientaron hacer un agu jero en el su elo y ju ntar fuego dentro de él; al retirarnos bastaría con enterrarlo para quitar su rastro. Pero dond e qu iera que escarbábam os brotaba agua com o la que corría en la superficie. Ad em ás la leña estaba satu rad a de hu m ed ad y los más hábiles para encender fuego fracasaban una y otra vez. Hasta la m ed ia noche logram os comer e irnos a dormir.

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El sigu iente d ía fue de espera infructuosa, pues al­gún contratiempo im pid ió a nuestros com pañeros llegar a la cita. Tam poco lo hicieron a la reserva prevista vein ­ticuatro horas después. Entonces, el mando envió a u n combatiente en d irección inversa a la que debían recorrer los compañeros. Este mensajero indagaría sobre las causas del atraso y las perspectivas de la transportación de ios recursos. A otros dos nos envió de vuelta al cam pam ento para informar del retraso que la tarea experimentaba; y de la decisión suya de perm anecer en el punto el tiempo que fuera necesario. Arribamos al campamento anocheciendo. Enlodada y em papad a de pies a cabeza, y luego de varios días sin bañarme, lo hice en la quebrada que corría en nues­tro asentamiento. Para entonces la niebla y la oscurid ad cerraban la visibilid ad y el frío calaba los huesos.

Desd e años atrás, cuand o solicité la incorporación al destacamento, aspiraba a formarme como combatiente. Es decir, ad iestrarm e militar y operativam ente de acuerd o a los requerim ientos que exigía el arte guerrillero en la m ontaña. Dad a mi p roced encia u rbana esta capacitación requería, entre otras cosas, abund ante p ráctica sobre el terreno. Pues era la única manera de conocerlo y recorrerlo con ind epend encia y agilidad ; de cu ltivar el sentid o de orientación; de ap render a desplazarse con sigilo; de desa­rrollar todos los sentid os para detectar a tiem po al ejército o a extraños. Asp iraba a participar en la base y ello m e parecía un reto suficiente. En la ciud ad y en México m e había d esped id o con alegría de papeles, libros, m áqu ina de escribir, reuniones p rolongad as, oficinas y salones de clase, convencid a de que el tiem po de ellos había pasad o para mí y que no tend rían nad a qué ver con mi activid ad en la m ontaña.

No sólo no asp iraba a asum ir responsabilid ad es, sin o qu e d eseaba no ten er n in gu n a m ás allá d e las corresp ond ien tes al com batien te d e base. Pensaba así

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p orque estaba consciente de mi calid ad de novata en el frente, así como de mis lím ites políticos y m ilitares. Por otra parte, quería ganar a partir de la p ráctica y el esfuer­zo prop io mi lu gar en ese med io guerrillero, cam pesino, ind ígena y mascu lino. Tenía claro lo que en él significaba p roceder de capas med ias, ser mujer y capitalina. No id ea­lizaba mi nuevo med io de trabajo al respecto y no quería funciones que com plicaran mi proceso de ad iestram iento e integración.

Sin embargo, estos propósitos personales chocaron de entrad a con la realid ad social de las m ontañas y las necesid ad es de la organización allí. Para comenzar, mis características físicas no me perm itían la movilid ad que a la luz del d ía por caminos, vered as y poblados pod ían tener mis com pañeros oriundos del cam po sin hacerse notar, fueran ind ios o lad inos, hom bres o mu jeres. Por otro lado, mi condición de alfabeta, maestra, organizadora espontánea y m ilitante con cierto nivel político me coloca­ba en una situación de obligad a responsabilid ad , tuviera o no funciones asignadas. Las cu ales de todas m aneras me fu eron dadas muy pronto. Com encé castellanizand o, alfabetizando y apoyando a mis com pañeros en la ejer- citación de la lectu ra y la escritu ra. Al mes ya com partía con otra com pañera la responsabilid ad de la form ación política e id eológica de los m iem bros del destacam ento y de los cuad ros organizad ores su rgid os de la población. Estos ú ltimos llegaban periód icam ente al destacam ento para reunirse con la d irección, a la cual inform aban y consu ltaban. Pero con nosotras estu d iaban temas que la d irección orientaba, que los m ismos com pañeros d em an ­daban y que nosotras considerábam os procedentes según cada caso. Paralelam ente a este trabajo, y resp ond iend o a las necesid ad es que su rgían, la d irección elaboraba materiales de form ación que nosotras rep rod ucíam os a m áqu ina, desarrollábam os y exp licábam os vincu land o

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su contenid o a la realid ad concreta d ond e trabajaban nuestros com pañeros. Los p rim eros m ateriales que se escribieron trataban los temas de qu iénes éramos, por qué y para qué luchábam os, cu áles eran nu estros criterios de reclu tamiento, cóm o debíam os organ izam os y qué p rin ­cipios d ebían regirnos; cómo caracterizábam os a nuestro país; qué era y cómo debíamos im pulsar la au todefensa de la población y qué era la p ropagand a armad a. Esta ú ltima era la modalidad de acción que pensábam os desp legar ampliamente, en u na p rim era fase de activid ad pública en las zonas densam ente pobladas.

En aquellos años ya circu laban entre la población com entarios sobre nuestra presencia. Eran en su mayoría producto de la imaginación de la misma gente o fruto de la desinformación del ejército. Entre los p rim eros, por ejem ­plo, se decía que éram os persegu id os por la ley, p rófugos que nos resistíam os a ser som etid os por la au torid ad de los ricos; que éram os lu chad ores por una causa ju sta pero que seríamos vencidos por ser pobres y pocos; que éramos gente honrad a que no hacía daño a los trabajad ores y que castigaba a los pod erosos; que teníam os capacid ad para convertirnos en troncos, anim ales o p lantas para no ser descubiertos; que éram os fuertes y altos, y que ingería­mos pastillas que qu itaban el hambre. El ejército, por su parte, propagó ideas tend entes a desp restigiarnos. Fue u n vano afán por descalificarnos porque todas sus variantes eran torpes y d enotaban d esprecio por la inteligencia y el sentid o com ún de la población. Decía, por ejem plo, que éram os extran jeros que invad íam os el país y traíam os id eas ajenas a los in tereses de los gu atem altecos; que éram os lad rones, delincuentes, asesinos. O com unistas d irigid os y financiad os desde el exterior, cu yas in ten ­ciones eran, entre otras, que las esposas e hijas de cad a qu ien fueran de todos los hombres; arrancar a los niños del seno familiar para ed ucarlos en contra de los pad res;

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obligar a todos a vestirse igual y com er lo mismo; acabar con la religión; qu itar a los pobres su casa, su ropa y sus herram ientas de trabajo.

C on la p r o p a g a n d a a r m a d a p r e te n d ía m o s presentamos a la población y decirle d irectamente quiénes éramos y por qué luchábamos con las armas en la mano. En la selva esa forma de lu cha se había d esp legado con éxito, y al respecto se contaba con experiencia. En la sierra, el aju sticiamiento del Tigre de Ixcán, con su mitin explicatorio en id iom a ixil, era su principal anteced ente.

Al m es d e in corp orarm e a la gu errilla, no sólo me encontraba absorbid a en activid ad es de ed u cación básica y form ación política, sino que tam bién cu m plía con m is obligaciones colectivas de subsistencia. Por otro lad o, particip aba en las activid ad es m ilitares ru tinarias com o eran los entrenam ientos, ejercicios, sim ulacros de p lanes de em ergencia, gu ard ias d iu rnas y noctu rnas, exp loraciones, entre otras. De m anera que no sólo tenía el d ía ocupado d esde el amanecer hasta entrad a la noche, sino que cuando todos se retiraban a dormir — y mientras m e du raron las energías de reserva—, todavía trabajaba un par de horas alu m bránd om e con cand ela. Sentad a en el suelo, u sand o la m ochila por respald o y mis p iernas por mesa, corregía ejercicios, ponía muestras, rep rod ucía m ateriales a m áqu ina —único recu rso de im p resión a nu estro alcance y que sólo dos o tres sabíam os u sar con destreza y calid ad ortográfica —; tam bién consignaba lo que en el terreno m ilitar iba observand o y aprend iendo. Estaba esp ecialm en te in teresad a en sistem atizar los conocim ientos m ilitares gu errilleros y an tigu errilleros acu m ulados por los veteranos, para que los mandos y los cuad ros organizad ores d ispusieran de u n m anual básico que facilitara y m ejorara el ap rend izaje de todos. Pues entonces todavía regía el em pirism o, la im provisación y la casu ística en el ad iestram iento.

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Cierta m añana m ientras trabajaba oí que m achetea­ban un árbol ladera arriba de donde me encontraba. Como escuchaba el ru ido muy cerca salí a ind agar, pues la caíd a natural era en d irección a m i lugar. Un com pañero del mando había solicitado permiso para tum bar un gigantes­co encino y p roveernos de buena leña. La im presión que tuve fue de que el árbol me alcanzaría al caer; entonces le p regunté al talad or si no era p ru d ente que me pusiera a bu en resguard o y retirara m i told o y m ochila del lugar. Molesto me respond ió que cómo pod ía creer que él bota­ría tal árbol sin estar segu ro de que no me caería encima. Atenida a su experiencia cam pesina, volví bajo m i toldo y con la m áqu ina sobre las p iernas continu é escribiendo. Sin embargo, m antu ve la inqu ietud sobre el alcance de la frond osa copa. Pasad o un rato el árbol se cim bró y, súbitamente, cayó con toda la fuerza de su peso. Ante el ensord ecedor cru jid o, al tiem po que la ram azón extrem a caía encim a de mí, no alcancé a reaccionar. La rap id ez del hecho y el estu por que me produ jo lo im posibilitaron. Sin em bargo, al ver que mi techo se había d esbaratad o, pero que yo no había su frid o d año algu no, op té por reacom od arm e entre las ram as y continu ar mi trabajo. Mientras tanto, los com pañeros que m etros abajo estaban en la cocina salieron de ella alarm ad os por el retu m bo, y vieron cómo el árbol alcanzaba mi puesto. Pasado el susto general y viend o qu e yo estaba bien, algunos hicieron com entarios sobre m i supuesto valor y sangre fría. Uno incluso agregó: "N i siqu iera dejó de escribir a m áqu ina". Pero yo estaba asustad ísim a y pensand o en lo absu rd o de m orir en un accid ente así.

En el destacamento de ese entonces se conformaron, desde el inicio, pautas de convivencia que rom pían con los patrones prevalecientes en nuestra sociedad, en lo referente a la división del trabajo según procedencia clasista, pertenen­cia étnica o sexo. Asimismo con relación a la contraposición

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entre trabajo intelectual y trabajo manual; y tam bién en lo concerniente a las condiciones de vida de quienes d irigen o cumplen funciones de responsabilidad a determinado nivel y los m iem bros de la base. En la d irección había claridad e interés por impulsar cam bios en estos aspectos. Las mujeres, por ejemplo, con el hecho de incorporam os al destacamento nos liberábamos de las tareas domésticas, maritales y familiares, de por sí absorbentes y cotidianas. Es decir, allí no había segunda jornad a de trabajo para noso­tras, n i relego a nuestras funciones trad icionales. Desde el punto de vista de género d isponíamos del mismo tiempo, derechos y obligaciones que los hombres para ad iestramos, form am os y participar en todas las actividades propias del oficio revolucionario en la montaña. Y todos nos encontrá­bam os fuera del marco familiar, social y laboral donde nos habíamos desenvuelto hasta el momento de integram os al destacamento. Por lo tanto, estábamos libres de com ­promisos y presiones de tales med ios. En general, éramos pocos los que teníamos pareja e hijos; y entre las mujeres yo era la única con descendencia.

En cambio, esta situación nos ofrecía una perspectiva de vida y de trabajo rad icalm ente nueva. A las mujeres nos planteaba el reto de desarrollar funciones, habilidades y conocimientos nuevos en los cam pos de la política, lo militar, lo agrícola y lo organizativo. Como tam bién en lo relativo a la sobrevivencia en la sierra y en la selva con un m ínim o de recursos; y a la incursión en activid ades trad icionalm ente m ascu linas en nu estro m ed io, com o son la caza y la pesca. Y ello en el m arco de una organiza­ción revolucionaria en la que algunos de sus d irigentes y militantes cuestionábamos valores como el machismo, la opresión de la mujer, la doble moral, el tabú sexual, el mito de la virginidad , entre otros. Pero esta lu cha en nuestra organización apenas comenzaba a someterse a la prueba de la p ráctica, en un p roceso contrad ictorio de logros

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parciales y reversibles. Las mujeres teníam os el derecho de reclamar nuevos valores y comportamientos. Pero de la conciencia, transform ación y lucha nuestra depend ía en buena medida que ese proceso avanzara. De nuestro esfuer­zo, capacid ad de ap rend izaje y desempeño se derivarían las responsabilid ad es que nos asignaran. Pero tam bién dependía del proceso de transform ación de los hombres dentro de la organización, quienes eran mayoría.

Un elem ento básico de nuestra labor form ativa era hacer ver que la lucha por una vida d igna no es sólo un de­recho y una necesidad ; sino tam bién una responsabilid ad que entraña deberes, d iscip lina y sacrificios. Entre ellos estud iar, su perarse cu ltu ralm ente y cam biar num erosas costum bres e ideas que hered am os de la socied ad actual y que son trabas para nuestro p roceso em ancipador. Sin embargo, subestimábamos entonces la profundidad de los efectos de la opresión, de la miseria y del aislamiento de la región. No comprend íamos — y hacerlo habría significado el d esánim o o la parálisis p robablem ente —, que para ser irreversibles las convicciones y la cu ltu ra revolu cionaria deben su rgir sobre u n sustrato de cu ltu ra universal, y so­bre una experiencia colectiva de lucha que las masas con las que trabajábamos no tenían aún. Así como acom pañar­se de una fuerza p olítica y militar d irigente que tam poco nosotros habíam os alcanzad o en aquel entonces. Pero la situación de ap rem io m aterial y esp iritual en ese sector social, y el carácter au toritario y rep resivo del régim en no d aban base para p rocesos lentos y evolu tivos. H abía que asumir los riesgos y las contrad icciones de la naciente gesta revolu cionaria.

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MUJERES DE O BSID IAN A

Como parte de la labor form ativa en tre la p oblación simpatizante, la organización realizaba d iversas activi­dades. Por tem porad as éstas se su ced ían unas a otras. A cam pam entos específicos llegaban los más decid idos y d iscretos para constru ir la organización y d ifund ir las ideas revolu cionarias en su s localid ad es. Particip é por primera vez en estos eventos algunos m eses d espués del cursillo sobre alfabetización, en 1974.

En esta ocasión el cam pam ento estaba localizad o en rum bo d iferente, en una cumbre. Llanos, pajonales y bosques de p inabetes de nostálgico arom a conform aban el paisaje. El agua sólo se p resentaba en form a de llovizna, escarcha y rocío; d ebiénd ose acop iar de m usgos, hojas y recipientes que durante la noche eran depositarios de este líquido vital. Con p aciencia colectiva lográbam os reunir d iariam ente la cantid ad ind ispensable para p reparar la comida y la bebida. Im posible lavar ropa o bañarse. Era noviembre y aunque el sol alumbraba varias horas, el frío calaba nuestros huesos día y noche. Para conciliar el sueño era necesario acom od arse unos ju nto a otros, bajo told os plásticos, y colocar com ales con brasas al rojo vivo ju n to a los pies. N oche a noche nos d orm íam os escuchand o los lúgubres y lastim eros au llid os de los coyotes que m ero­deaban el cam pam ento.

Estábam os a u na altu ra ap roxim ad a de 3, 000 m SN M y rod ead os de población. Por cualqu ier lado que se descend iera, lu ego de horas de cam inata, se llegaba a tierras cu ltivad as y viviend as cam pesinas. Y muy cerca de nuestra posición se localizaban varias cabeceras m u ni­cipales. Por eso los m ovim ientos del grupo se hacían con sigilo. Sin em bargo, la p resencia de tropas, au torid ad es o

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extraños en los alrededores la conoceríamos con el tiempo su ficiente para tom ar las med id as del caso. La población organizada velaba por nuestra segurid ad .

Miem bros del d estacam ento había cuatro o cinco. Participantes éram os alred ed or de setenta; la mayoría eran ind ígenas. H abíam os cuatro mu jeres: dos lad inas de capa m ed ia urbana, una cam pesina lad ina y una cam pe­sina ind ígena. Esta compañera era m ad re de dos niños y esposa de un d irigente local, qu ien se qued ó al frente del hogar para que ella abriera el sendero que años después recorrerían centenares de mujeres de la región. Esta pareja era entonces una excepción. Para llegar al cam pam ento se había qu itad o por p rim era vez su traje y se había puesto pantalones y botas. Tam bién hubo casos en que participaron conju ntam ente hijo, pad re y abuelo. Y entre los p resentes había varios ancianos, cuyo entu siasm o y esperanza los hacía soportar las penalid ades de las cond i­ciones en que trabajábamos. Invariablemente lam entaban no tener la energía de la ju ventud para lu char por su d ignidad y em ancipación social. Y nunca faltó qu ien nos preguntara por qué habíam os llegado hasta entonces. A uno de ellos, a qu ien d iariam ente había que frotarle el cuerpo con alcohol y colocarle mucho fuego cerca para evitar que se helara, qu isim os persuad irlo de volver a su casa, pues temíamos que muriera de frío. Imposible. No estaba d isp uesto a perder la p rim era oportu nid ad que la vida le brindaba para com prend er el por qué de su miseria y cómo hacer para rom per las cad enas que por generaciones los su jetaban. Todos llegaban con un modesto aporte de maíz, sal o pinol para el sustento de la colectivid ad , única manera de poder alim entar a tanto participante. Casi todos vestían su única mudada, raíd a y rem end ad a múltip les veces; la mayoría eran d escalzos o se habían calzad o por prim era vez con botas de hule

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para asistir al cu rsillo. Se p rotegían del frío con sacos y suéteres tan viejos y agu jeread os com o sus trajes.

Las charlas y el entrenam iento se daban en castella­no e ixil. Las p rim eras las impartíamos d iversos compañe­ros; el entrenam iento lo d irigió uno solo. Se trataba de un ind ígena veterano de los sesenta, entrenad o en guerrilla y contraguerrilla. Com o todos los ind ígenas fundadores del d estacam ento, era originario de Baja Verapaz. Fue uno de los com pañeros clave para levantar el trabajo en la región ixil.

En la organ ización existía el p lan team ien to d e que las mujeres d ebíam os participar en la sociedad y en la lucha revolu cionaria en térm inos de equ idad con el hombre. Sin em bargo, en aquellos años de trabajo inicial era d ifícil persuad ir a las p rimeras bases popu lares sobre ello. Cuand o les p reguntábam os por qué no particip aban más mujeres, nos respond ían que ellas no podían porque estaban criando a sus hijos; que debían cu id ar la casa y los anim alitos que poseían; que eran débiles y no aguantaban a cam inar entre la montaña, ni soportarían el frío de las cumbres. Tam bién decían que la mujer es chism osa y no guard a el secreto. Y afirmaban que la guerra es cosa de hombres. Les p reguntábam os cóm o se exp licaban que estu viéram os varias m u jeres allí. Y les contábam os que algu nas teníam os m arid o e hijos; que el p rim ero nos apoyaba en las tareas del hogar para poder asistir. Pero alguno replicaba: "Sí, tenés razón, pero vos sos lad ina y estás estud iad a. Eso es aparte, pero aqu í es otra cosa". Insistíamos con el ejemplo de las compañeras campesinas, quienes se estaban alfabetizando con la organización. Pero no había manera. Las ideas y las costu m bres de siglos pesaban como su pobreza.

En ese tiem po, la organización no tenía materiales de form ación política. No los había para la militancia, m ucho m enos para la población que se organizaba en

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función de la guerra de guerrillas. Esos p rim eros cursi­llos y largas conversaciones con la p oblación fu eron el punto de partid a para elaborar la serie de m ateriales que, a partir del año sigu iente, se p rod u jeron en la montaña. Cuando com enzam os teníam os ideas generales y básicas sobre d iversos tem as; pero tam bién las había nebu losas y encontrad as. En ese cu rsillo una de las charlas se refería a la opresión y emancipación de la mujer. Fue la que m e asignaron.

Entre otras cosas, les decíamos que las mujeres valía­mos igual que los hombres porque ambos éramos huma­nos y trabajadores; que teníamos corazón e inteligencia como ellos; que las mujeres constitu íam os la mitad de la población y era necesario que particip áram os también en la lucha de los pobres; que para triunfar necesitába­mos apoyarnos y superarnos unos y otras. Les hacíamos ver cómo el trato que num erosos hombres daban a las mujeres no era ni d igno ni ju sto y que la costumbre de maltratarnos y despreciarnos debía aband onarse; que no éramos mercancía para que nos vend ieran y compraran, sino que teníamos derecho a decid ir nuestras vidas, y con quién y cuánd o casarnos; que era necesario com enzar los cambios en cada casa, en cada localidad ; que para lograrlo era necesario que las mujeres hablaran por sí m ismas lo que pensaban de su situación, y que ellas decid ieran cómo particip ar de acu erd o a su conciencia y a su situación particular. Tam bién les decíamos que era necesario que las mujeres se alfabetizaran y participaran en las charlas y cursillos. Y les enum erábamos las múltip les tareas y fun­ciones que podíam os desempeñar, incluyendo los aportes de niñas y ancianas.

Finalm ente, invitábam os a los particip antes a co­mentar lo expuesto. Pero al conclu ir esta exposición se hizo un silencio prolongado. Todos estaban serios, pasaba el tiempo y nad ie ped ía la palabra. Me sentí incóm oda

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pero permanecí callada y expectante. Un compañero pid ió la palabra y se puso de p ie; era d irigente de los presentes. Vi el cielo abierto, pues no era fácil que estos com pañeros hablaran ante qu ienes no fuésem os de su comunid ad , ni ind ígenas. Menos aú n si sus interlocu tores éram os m u je­res habland o sobre su op resión contra nosotras. Con su intervención tend ría una referencia objetiva para evalu ar el resu ltad o inicial de nuestra exposición. Este com p a­ñero com enzó d iciend o: "La com p añera tiene razón ", lu ego enum eró con sorp rend ente fid elidad las razones que habíam os d ad o para fund am entar la iguald ad y la participación de la mujer. Me sentía feliz, pues los plantea­m ientos se habían entend id o y un d irigente me daba la razón. Y esto era clave para d eterm inar la actitu d de los demás. Sin embargo, m i felicid ad duró un susp iro, pues serio y tranqu ilo prosigu ió: "De ahora en ad elante, pues, ya no les vam os a pegar a nuestras m ujeres con machete, porque a veces bolos, en vez de darles planazos, les damos filazos y las herimos. De ahora en adelante, cuando nos enojem os con ellas, sólo les vam os a pegar con varejón de gu ayaba".

Su in tervención me quedó grabada como marca de hierro cand ente. N ad ie más p id ió intervenir y la charla terminó. Era el prim er encu entro de varios de nosotros con la población recep tiva al mensaje revolu cionario y d eseosa de particip ar bajo la cond u cción de la organ i­zación. Estábam os conscientes de la exp lotación y de la op resión que tod os ellos sufrían, lo cu al los hacía sensi­bles a todo p roced er que pu d iera parecerles insistencia, p resión, regaño. Si no teníamos tacto, pod ían retirarnos su confianza. Ad em ás éram os las p rim eras m ujeres que en esa vasta región in iciábam os, de palabra y de acción, la lucha por nuestra equ iparación. Y tam bién las prim eras que reivind icábam os nuestro derecho a la rebelión contra toda form a de opresión y exp lotación. Así que sólo los

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e xh o r té a se g u ir p en sa n d o so b r e el tem a . P e r o p o r d en tr o e s ta b a d e sco n s o la d a . ¿Es q u e d e b ía m o s co n fo r m a r n o s co n q u e la r e iv in d ica ció n fe m e n in a in icia l en e s ta r eg ió n fu e r a q u e "s ó lo le p eg u en a u n a co n v a r e jó n d e g u a y a b a "? N e ce s itá b a m o s h a b la r d ir e cta m en te co n la s m u je r es , p ero ¿có m o y d ó n d e p o d ía m o s h a cer lo si n o lleg a b a n a n u estro s ca m p a m e n to s y to d a v ía n o h a b ía co n d icio n e s p a r a q u e n o so t r a s v is itá r a m o s su s ca sa s?

P a ra en to n ce s h a b ía le íd o a lg o so b r e la o p r e s ió n d e la m u je r y su p a r t icip a ció n en la s lu ch a s d e lib e r a ció n . E sp e cia lm e n te lo h a b ía h ech o so b r e la e xp e r ie n cia v ie t ­n a m ita , d o n d e el p a r t id o d ir ig e n te lo g r ó co n s t itu ir u n v e r d a d e r o e jé r cito p o lít ico in te g r a d o p o r m u je r e s . P o r o t r a p a r te , a lg u n a s m ilita n tes d e e n to n ces m a n te n ía m o s la g u a r d ia en a lto , p u es sa b ía m o s q u e n i h o m b r es n i m u jer es en t r á b a m o s t r a n s fo r m a d o s a la lu ch a r e v o lu cio n a r ia . Y n o s d á b a m o s cu en ta cu á n d ifícil e ra p a r a lo s co m p a ñ er o s , in clu so co n a ñ o s d e m ilita n cia , co b r a r co n cien cia so b r e su p a p e l d e o p r e so r e s y ca m b ia r su m en ta lid a d . Y m á s aú n , ca m b ia r su s p r á ct ica s a l r e sp ecto . D e u n a u o t r a m a n er a , en u n o u o t r o m o m en to , a flo r a b a la su b e s t im a ció n h a cia n o so t r a s . Sin e m b a r g o , d e sa n im a d a m e d ir ig í a in fo r ­m a r a u n o d e lo s r e sp o n sa b le s so b r e la a ct iv id a d r ecién co n clu id a . Sin ex t r a ñ a r se m e d ijo q u e d e sg r a cia d a m e n te ése era el p u n to d e p a r t id a d e n u e s t r o t r a b a jo ; q u e era d r a m á t ico , in clu so t r á g ico , p e r o q u e era la r ea lid a d ; q u e n u es t r o p u eb lo es ta b a su m id o en el a t r a so q u e p r o d u cen la e xp lo ta ció n y la o p r e s ió n d e s ig lo s . N o p o d ía m o s p ed ir le q u e co m e n z a r a d e m á s a d e la n te , p u es si lo fo r z á b a m o s a h a ce r lo q u e to d a v ía n o co m p r e n d ía , el a v a n ce se r ía a p a r e n te y se d e r r u m b a r ía m á s tem p r a n o q u e ta r d e ; q u e co n esos exp lo ta d o s y o p r im id o s d e n u es t r o p a ís ten ía m o s q u e im p u lsa r la r e v o lu ció n o n o h a b r ía r e v o lu ció n ; q u e s e g u r a m e n te , co m o h a b ía s u ce d id o en o t r o s a sp e cto s , m á s d e a lg u n o se g u ir ía p e n sa n d o en el a su n to y q u e ,

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poco a poco, gracias al conjunto de nu estro trabajo, ir ían reaccionando positivam ente. Lo escuché en silencio y me retiré pensand o en cu án d ifícil y lento sería el p roceso de transform ación social al que estábam os abocados, pues no sólo d ebíam os lu char contra un ad versario pod eroso, sino contra p rácticas inhu m anas y errad as en el seno del pueblo. Y esto requería desp legar un titánico trabajo cu ltural, político y organizativo entre nuestras bases, sin recursos y persegu id os.

El entu siasm o y el deseo de d errocar al régim en nos hacían ap rend er los conocim ientos operativos p rop ios del com batiente en tiem po récord . Pero el vital ap rend i­zaje de las com plejid ad es de la política y de la realidad guatem alteca, así com o la form ación de la conciencia revolucionaria, eran lentos y contrad ictorios.

En los recorrid os que tiem po d espués realizam os, ganando corazones y m entes para la revolu ción social, conocí a m u jeres de muy d iversa experiencia, form a de verse a sí m ismas y actitud ante la vida. Aunque todas eran cam pesinas, había d iferencias y p articu larid ad es entre ellas. Malín, por ejemplo, era u na kanjobal de cin ­cuenta años. Cuando la conocimos era abuela, vivía con su tercer marid o y acababan de ad optar a una niñita. Lu ego de encontrarnos varias veces, accedió a narrarm e su vida. Era la menor de nueve herm anos huérfanos de pad re des­de su tierna edad . La mad re, viuda, decid ió perm anecer sola y d ed icarse a sacar ad elante a los hijos. El m arid o les había dejado tierras y la casa de m ad era y tejam anil dond e vivían. Estas prop iedades estaban a cuatro horas a pie de San Mateo Ixtatán. La mam á d e Malín era extraor­dinariam ente laboriosa y em prend ed ora; nunca estaba sin oficio. Fabricaba ollas de barro, confeccionaba redes, mecapales y lazos de chech — una especie de maguey cu ya fibra ella misma procesaba —; liaba cigarros, tejía parte de la ropa fam iliar, criaba anim ales dom ésticos, sem braba

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u n a h o r ta liz a y co cin a b a lo s a lim e n to s p a r a su n u m er o sa p ro le . D esd e q u e el esp o so m u r ió o r ien tó a to d o s lo s h ijo s, h o m b r es y m u je r e s , al t r a b a jo a g r íco la .

A ñ o co n a ñ o b o ta r o n m o n ta ñ a , p r e p a r a r o n la t ier r a , se m b r a r o n , d e sh ie r b a r o n y co se ch a r o n . P o r tem p o r a d a s la m a d r e co n t r a ta b a m o z o s p o r q u e lo s h ijo s n o se d a b a n a b a s to . P e r o en n in g ú n m o m e n to lo s e xo n e r ó d e l t r a b a jo . Fu e a sí q u e M a lín y su s h e r m a n a s , a d ife r en cia d e la s o tr a s m u ch a ch a s d e lo s a lr e d e d o r e s , a p r e n d ie r o n a g r icu ltu r a y lleg a r o n a m a n e ja r co n d es t r ez a el m a ch e te , el h a ch a , el a z a d ó n , el g a r a b a to y la p ie d r a d e a fila r . La fa m ilia t a m b ié n ten ía u n r eb a ñ o co n cie n to cin cu e n ta o v e ja s q u e p a sta b a en su s t ie r r a s, cu y o e s t ié r co l u t iliz a b a n co m o a b o ­n o . C o m en z a r o n co m p r a n d o u n a p a r e ja cu a n d o es to s a n i­m a les co s ta b a n Q 5.00 ca d a u n o . Y a p a r t ir d e e lla lo g r a r o n u n a r e p r o d u cció n sa n a y a b u n d a n te . P o r lo g e n e r a l, lo s p e r r o s so lo s p a s to r ea b a n el h a to , lo co n d u cía n a l ca m p o p o r la s m a ñ a n a s y lo r e g r e sa b a n a l co r r a l cu a n d o a ta r - d ecía . C o m o la s t ie r r a s era n p r o p ia s y e x ten sa s , n o h a b ía p e lig r o d e q u e la s o v e ja s d a ñ a r a n s iem b r a s a jen a s .

La r u t in a d e M a lín y su s h e r m a n o s fu e le v a n ta r se d e m a d r u g a d a a r ea liz a r la s la b o r e s a g r íco la s ; v o lv e r a la ca sa a lr e d e d o r d e la s o n ce d e la m a ñ a n a p a r a d e sa y u n a r y en el t r a y ecto co r ta r leñ a . H a cía n d e t r es a cin co v ia jes se g u id o s ca r g a d o s co n e lla , h a s ta r eu n ir d e d iez a q u in ce te r cio s d ia r io s . P u es la m a d r e co n su m ía el co m b u s t ib le d e p in o p a r a la co m id a fa m ilia r y p a r a la fa b r ica ció n d e t r a s tes d e b a r r o . Ta m b ién a ca r r ea b a n a g u a d esd e u n p o z o r e t ir a d o . C a d a h e r m a n o h a cía t r es v ia je s al m e d io d ía y tr es a l a ta r d ece r , llev a n d o u n a t in a ja ca r g a d a a m eca p a l. Só lo el a ca r r eo d el a g u a les co n su m ía a lr e d e d o r d e t r es h o r a s d ia r ia s . La m a d r e les p eg a b a ca d a v ez q u e r o m p ía n u n a v a sija , en ese ir y v en ir p o r te r r en o q u eb r a d o . A l r ep r i­m ir lo s les d ecía : "P a r a q u e n o se a co s tu m b r e n a q u e b r a r ". U n a v ez p o r se m a n a , d e s ie te a d o ce d el d ía , la v a b a n su

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ropa en el río más p róxim o y allí se bañaban. Por su parte, la madre y la herm ana m ayor cam inaban tod os los m iér­coles al mercado de San Mateo y perm anecían allí hasta el medio d ía del jueves. Y los d omingos toda la fam ilia iba al pueblo. En am bos casos salían entre cinco y seis de la mañana, para llegar a la p laza a las d iez u once. El regreso lo em prend ían a la una de la tarde para arribar a su casa entre las cuatro y las cinco. Tod os iban cargados porque llevaban a vend er verd u ras, huevos, manojos de fibra de chech, m ecapales; tam bién lazos, redes, ollas, cigarros y lana. Vend ían en pequeña escala y no siem pre llevaban de todo. Del m ercad o regresaban con panela, fósforos, sal, carne de res y parte de su ropa, la cu al com p raban a los solomeros.

Malín m e confió que, au nqu e siem p re com ieron bien y variad o; au nqu e vivieron en una casa bu ena y tu vieron tierras en abu nd ancia, trabajaron sin d escanso toda su niñez y ad olescencia. Y que, al igual que su s h er­manos, nunca asistió a la escuela porqu e su m ad re decía que era más im portante trabajar. Pero ad em ás, el centro ed ucativo qued aba retirad o y el cam ino hacia él era con ­siderad o p eligroso para las jóvenes. Afirm ó que para ella fue triste sólo trabajar, no asistir a la escuela y únicam ente hablar su id ioma. Desde pequeña quería ap render castilla y alfabetizarse. Dijo enfática que si la hu biesen enviad o a estu d iar no se qued a en esas m ontañas: "Bu sco mi vid a lejos, me voy a conocer otras partes y otras gen tes". De ahí que los consejos de una vecina su rtieran efecto en los oíd os de Malín. Esa m u jer le recom end ó que se casara, pues así d ejaba de trabajar y un hom bre la m antenía. A ella le pareció buena la idea, así que a los qu ince años se huyó con un hom bre que le d oblaba la edad . Con él se fue a vivir a Su chitepéqu ez, en la costa sur, d ond e fu eron m ozos colonos d u rante doce años. Ganaban entre 25 y 30 centavos d iarios, realizand o labores agrícolas en una

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finca. Allí tuvieron cuatro hijos, de los cu ales sobrevivie­ron dos. La com ad rona que la atend ió cobraba Q30. 00 por atend er el alu m bram ien to y cu id ar al n iño y a la partu rienta d u rante vein te d ías. Com o la m ayoría de los rancheros vecinos eran qu ichés, Malín ap rend ió bastante de ese id iom a, el cual le gustaba mucho. Tam bién llegó a expresarse en castellano y a relacionarse por igual con trabajad ores ind ios y lad inos.

Una vez al año Malín viajaba a su tierra de origen, para la fiesta de Santa Cruz Barillas, m unicip io vecino a San Mateo de d ond e era originario su m arid o. Sin em bargo, Malín se cansó de esa vid a porqu e el esposo le pegaba, bebía m ucho y era "m u jelero". Así que un bu en d ía, cuand o ella tenía 27 años, sin d ecirle nad a lo aband onó. Con sus dos hijos y un atad o de ropa tom ó una cam ioneta que hacía la ru ta a Huehuetenango. Buscó a su m ad re, qu ien segu ía viviend o d ond e mismo. Pero pasad os cinco m eses se volvió a hu ir con otro hombre. Esta vez con un viud o que le llevaba qu ince años y tenía tres hijos. Entonces la m ad re le quitó a la hija m ayor; sin em bargo, el pad re de la niña se la robó al poco tiem po y no la volvieron a ver. Con el segund o esposo vivió en Mom onlac, al norte de San Mateo, d ond e él tenía sus tierras. Malín tuvo dos hijos m ás; le d aban bu en trato y todo lo necesario para los gastos fam iliares. Pero a los cinco años de vivir juntos, el m arid o se hizo de am ante. Malín se lo reclam ó y le exigió que se d ecid iera por una de las dos; pero él persistió en la doble relación. En ton ­ces a ella le d ieron muchos deseos de m atarlo y para no com eter ese delito decid ió aband onarlo. Acom pañad a de sus hijos volvió a la casa m aterna. El m arid o la bu scó varias veces para ped irle que regresara, pero ella se negó. El hombre se fue, pero la visitó periód icam ente para ver a su s hijos y llevarle el d inero de su manutención. Esta vez se quedó con la madre tres años. Aunque la p retend ieron

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otros hom bres no qu iso casarse de nu evo, porqu e p en ­saba: "Sólo cacho más hijos; saber si los que m e bu scan mataron a su m u jer". Ad em ás decía: "Tengo m anos para trabajar y las m anos de la m u jer pu ed en tan to com o las del hom bre".

Cierto d ía su actual esposo, qu ien era viud o y tenía un hijo, la fue a ped ir acom pañad o de su pad re. Ella se negó porque tenía hijas ad olescentes y temía que él "se encham arrara" con ellas. Y si eso suced ía Malín no dudaría en matarlo. Así que m ejor sigu ió sola. Pero este pretendiente persistió con gran paciencia. Y algo insólito dentro de la costu m bre ind ígena: la p id ió nueve veces— generalm ente se d esiste a la tercera— a pesar de las reiteradas negativas. Finalm ente lo aceptó. Con este m a­rido llevaba catorce años de casada cuando la conocimos. Malín estaba muy contenta porque era una experiencia d istinta a las anteriores: el esposo era fiel, no bebía y se llevaba bien con tod os los hijos, a qu ienes atend ía y res­petaba por igual. El com pañero de Malín era hijo de un principal y, a su vez, d irigente com u nal nato, p rom otor de salud y d epositario de trad iciones y conocim ientos ancestrales de su grupo étnico. Era un hom bre lúcid o, d iscreto, em prend ed or. Pero com o estaba d ed icad o al servicio de la com unid ad , lo cual no le reportaba ingresos y sí le absorbía su tiem po, Malín volvió a trabajar la tierra al lado de sus hijos. De joven lograba hacer tres cu erd as— de 20x20— d iarias con azadón; cuando la conocim os hacía una y m ed ia con m achete y coa. En ninguno de su s m atrimonios se realizaron las costu m bres de su etnia; sencillam ente se fue con su hombre.

Malín era excep cional d entro de su com u nid ad , dond e todas las m u jeres eran m onolingü es, no sabían trabajar el campo y eran depend ientes del esposo. Cuando la conocí pensaba que no era conveniente hu irse con u n hombre, ni casarse de catorce o qu ince años com o ella lo

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hizo. Consideraba que las mu jeres, ad emás de saber el ofi­cio doméstico, necesitaban instruirse y aprender a trabajar para ganar su propio d inero. Decía que una m u jer debía saber valerse por sí misma, de manera que si el hom bre le pegaba o la dejaba por otra, se pod ía ir sin tem or de que los hijos pasaran ham bre. H asta si sale bueno el hombre hay que saber trabajar, afirmaba, porque se puede morir o, como su marido, sirven a la com unid ad sin ganar d inero. Pase lo que pase, agregó, la mujer que habla castilla y sabe trabajar sale adelante. Y varias veces repitió que lo que una gana con sus manos no se lo qu ita nad ie.

Malín lamentaba que sus hijas se hubieran casado de quince y d ieciséis años, desoyend o sus consejos, pues seguía predominando la costumbre de hacerlo a esa edad .Y la gente hablaba mal de las mujeres que no se unían jovencitas a un hombre. Decían que seguramente tenían mañas o eran putas. También me contó que a la m ens­truación se le llama "alegram iento" en su id ioma, pero no supo explicar por qué.

Otra m ujer cuya vida me im presionó fue la abuela Xib. Era, a d iferencia de Malín, una m ujer ixil de más de setenta años y viuda desde tiem po atrás. Como muchos campesinos pobres, Xib no sabía la fecha de su nacimiento, y toda su vida transcurrió en los lím ites de la aldea, aun­que du rante la ju ventud frecuentó el mercado municipal. Entonces llevaba hierbas y algunos huevos para vend er y regresaba con cand elas y sal; a veces tam bién con panela. Las visitas al pueblo siem pre fu eron en com pañía del pad re y luego del esposo. Xib sólo se id entificaba con los ind ígenas de su comunid ad y de las ald eas vecinas. No tenía conciencia de pertenecer a un grupo étnico deter­minado, ni conocía el nom bre del mismo. Tam poco sabía que había otros grupos y que todos pertenecían a un país llam ado Guatemala.

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Cuando conocim os a Xib, eran sus h ijas y nietas, a su vez acom pañad as de algún hom bre de la fam ilia, quienes recorrían los quebrados send eros que de la ald ea serpenteaban hacia el pueblo. H acía varios años que ya no podía recorrer esa d istancia; por lo que pasaba su vid a en la casa. Allí se ocup aba recogiend o leña, cu id and o animales d omésticos, alim entand o el fogón. Su niñez y su ad olescencia transcu rrieron como las de la m ayoría de mujeres cam pesinas de la comarca: cu id ar herm anos menores, acarrear agua, lavar trastos y ropa, d esgranar maíz, tejer y recolectar hierbas silvestres. Por escuela tuvo la casa y por activid ad única los oficios d omésticos. Ad o­lescente la casaron con el hom bre que pagó a su pad re la suma que éste consid eraba que valía su hija. El p recio se estableció basánd ose en los gastos que la m anu tención de Xib había ocasionado. Y a partir de la edad , la virginid ad y la laboriosid ad de la m uchacha. Xib "p asó a ser m u jer" con un hom bre al cu al conoció cuand o la entregaron a él. A su lado sigu ió haciend o los mismos oficios que hacía en la casa paterna y p rocreó num erosos hijos. No tuvo más matrimonio que ése.

Mujeres cam pesinas tan d iferentes entre sí como Malín y Xib se su m aron al esfu erzo revolu cionario en las montañas del noroeste. Movid as por resortes in ternos muy d iversos, ap ortaron lo que p u d ieron al esfu erzo colectivo. Prim ero fu eron casos aislad os, lu ego se fu eron multip licando. Pero a todas las motivó el respeto que la guerrilla les expresó, la confianza que depositam os en ellas y el respald o que d imos a sus inqu ietud es y reclam o de d ignid ad y superación. Ellas encontraron en la lucha revolucionaria y en la organización una perspectiva que le d io sentid o a su s vid as y a sus tareas cotid ianas, au n ­que éstas sigu ieron siendo en buena med id a las p rop ias de su cond ición de mujer cam pesina. Por aquel entonces era lo que pod íam os lograr; que fu eran parte y tu vieran

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un lu gar en la lu cha, de cuyo d esarrollo depend ía que las sigu ientes generaciones de m u jeres conqu istaran nuevas y superiores demandas.

Poco a poco y por p rop ia voz, las m u jeres fueron exp resando lo que pensaban y querían para ellas. Las tres d em and as que p rim ero levantaron fu eron la alfabetiza­ción, la lu cha contra el m altrato de los hom bres y contra el alcoholismo. La castellanización y el ap rend izaje de la lectu ra y la escritu ra fue, de todas, la p rim era. Ellas nos exp licaron que "la castilla" sirve para encontrar trabajo, para entend er el uso de los rem ed ios, para valerse por sí m ismas cuando salen de su zona. Por ejemplo, decían: "Si el marid o es bolo y me pega no lo pued o dejar porqu e no hablo castilla. Sin la castilla no puedo bu scar trabajo; no pued o irme a otro lado. Los hijos me quedan a mí, ¿cóm o los voy a mantener? ¿quién me va a dar trabajo con hijos si n i castilla sé? Ni de sirvienta puedo trabajar". Y agregaban que si se separaban del marid o, los d emás hom bres de la ald ea ya no las tratarían honrad am ente, porque ellos no veían con respeto ni seriedad a las m ujeres d ivorcia­das o viu d as. Sólo bu scaban ap rovecharse de ellas. Y razonaban que ante esa p roblem ática necesitaban estar en capacid ad de irse para otra parte. Tam bién p id ieron leyes que p rohibieran el m altrato de los hom bres hacia ellas y que se castigara a aquellos que no las respetaran.Y la lucha contra el alcoholismo estaba relacionad a con la anterior reivind icación, porque acentuaba la violencia de los hombres. Tiem po después em pezó a su rgir entre las mujeres más conscientes la reivind icación de que hombres y mu jeres fuéram os valorad os y ju zgad os social y m oral­m ente a partir de una misma escala de valores.

En muchos casos fue nuestra organización la que p rim ero in terced ió en favor de estas d em and as; llam ó la atención a los agresores e incluso los sancionó cu and o eran m iem bros de la organización de base. Lo m ism o

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hizo en relación con el alcoholism o y con los matrim onios forzados cuand o la m ujer afectad a ped ía apoyo.

A finales de la década del setenta se hizo necesario que la población organizada elevara la calid ad de la au to­defensa, pues el ejército aumentó las acciones represivas contra el cam pesinado de las regiones donde operábamos, Entonces las m u jeres tam bién d ebieron p repararse para defender la familia, la viviend a y la econom ía doméstica. Poco a poco, el entrenam iento y las tareas de defensa se incorporaron a la cotid ianid ad de más y más mujeres. Los responsables locales seleccionaban un sitio adecuado don­de ellas recibían charlas y ad iestramiento. Asistían jóvenes y viejas, solteras y casad as, viu d as y d ivorciadas. Los n i­ños las acom pañaban, mientras los hom bres realizaban la vigilancia periférica del lugar. Las m u jeres con sus trajes multicolores se arrastraban, tendían y rodaban. No faltaba la defensa personal con machetes, palos y p ied ras; ni los primeros auxilios, el transporte de herid os y la constru c­ción de refugios y escondites. La alegría y el esfuerzo eran características de estas actividades. Malín y Xib form aron parte de esos grupos en sus respectivas zonas. N inguna de ellas particip aba en el ad iestram iento, pero sí en las charlas y en la observación de la p reparación de las demás mujeres. H aciendo esfuerzos que sólo se exp lican por la fuerza m oral y la esperanza de un fu tu ro m ejor para ellas y su gente, llegaban hasta el secreto lugar. Sin em bargo, en una oportunid ad la abuela Xib lloró am argam ente. La causa de su llanto era que lam entaba ya no ser joven. Ella dijo: "Soy vieja y no sirvo para nada; qu isiera com batir contra el ejército de los ricos, pero m i cuerpo está cansado. ¿Por qué no vin ieron hace años? Un hom bre o una m u jer que nos trajera estas ideas de libertad , este ejem plo de lu cha". Ella sabía que el esfuerzo sería p rolongado, que muchos no alcanzaríam os a vivir la emancipación. Pero

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le era más duro carecer de la energía cuando por m ás de setenta años había vivid o en la pobreza extrem a y som e­tida sin esperanza alguna.

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LENGUAS, SAN GRES, O RÍG EN ES

Desde niña conocí la d iscrim inación al ind ígena, y de ahí que estuviera familiarizad a con algunas de sus m anifesta­ciones, especialm ente las d isfrazad as de p aternalism o. Había tenid o trato personal con ellos a lo largo de mi vida, pero en circu nstancias en que ellos laboraban para mi familia o para personas allegadas. Los trabajos que realizaban eran los más duros y peor rem unerad os, com o oficios d om ésticos, recolección de basu ra, cargad ores. La mayoría de fam iliares y amigas tenían más de algún empleado o em plead a ind ígena. Las m u jeres u saban sus trajes, pero pocos hom bres lo hacían. Dilataban años, a veces la vid a entera, trabajand o para la misma familia.Y si se retiraban volvían p eriód icam ente de visita. En el seno de mi fam ilia se nos enseñó a saludarlos, resp e­tarlos y obed ecerlos, ya fu era en casa p rop ia o ajena. Según faltáram os a ese proceder, recibíam os desde un moderado llam ad o de atención hasta una rep rim end a enérgica; y en todo caso conllevaban la enm iend a de la falta o la solicitud de d isculpa a la persona ofend ida. Igual com portam iento debíam os observar con todo trabajador subalterno. Sin em bargo, estos criterios ed ucativos eran la excepción y no la regla en mi m ed io social. Ad em ás no estaban en contrad icción con la mentalid ad que los veía com o personas menos in teligentes o necesitad as de p rotección y conducción.

Antes de incorporarm e a la guerrilla había tenid o poca relación en térm inos de igu ald ad o am istad con com patriotas ind ígenas: clientes de m i papá, a qu ienes él invitaba a nuestra mesa cuand o llegaban a verlo a la capital; algunos amigos qu ichés y cakchiqueles que eran artesanos, maestros o profesionales. Pero hasta que viví

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en el altip lano me fue evidente que, a pesar de la estra­tificación económ ica del sector ind ígena, todos eran y se comportaban como d iscriminad os de una u otra manera.Y es que au torid ades, población lad ina en general e in­dios lad inizad os ejercían una opresión cotid iana, grosera e insu ltante, contra ellos; la cu al consid eraban normal e inmutable. Y no es que en esa región la d iscrim inación fuera mayor que en otras partes del país, sino que en mi experiencia p articu lar fue allí dond e la cap té con toda su crudeza; d ond e me hirió sistem áticam ente el alm a. Durante mi estancia no pocas veces intervine cuand o un ind ígena era despreciado o maltratado en mi presencia. La sangre me hervía de ind ignación; me sentía hum illa­da en su persona; me daba vergüenza que eso su ced iera en mi país. Y al mismo tiempo me invadía la angustia y la im potencia al contem plar la tolerancia ilim itada de la víctima y la ind iferencia de los demás testigos. En todos los casos que vi, el agred ido soportó silencioso y sumiso el abuso a su más elem ental d ignidad hu mana y ciudadana. Qu ién sabe qué sentía y pensaba; quién sabe qué hablaban entre ellos. Pero yo deseaba que se defendieran, que no se dejaran, que se levantaran contra quien los denigraba. Pero nunca vi un caso de éstos.

H asta qu e m e in tegré al d estacam en to en las montañas del noroeste tuve oportunid ad de convivir y trabajar en térm inos equ itativos con ellos. Y fue en el contexto revolu cionario dond e los vi com portarse de una manera activa ante la opresión. Sin embargo, en el seno del destacam ento experim entábam os el choque clasista y las barreras cu ltu rales. De m anera que requ eríam os de esfuerzos colectivos e ind ivid uales para superarlos. Com prend ernos, ayud arnos y transform arnos no era fá­cil para ninguno. Y más d ebíam os esforzarnos por tener tacto y paciencia quienes contábam os con mayor cu ltu ra política y p roced íam os de capas y sectores de clase si no

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explotad ores, sí p rivilegiad os y trad icionalm ente op re­sores. Pues quienes p or generaciones recibieron órd enes de patrones y au torid ad es hostiles, a la vez que su frieron de ellos múltip les atropellos, llevaban a flor de piel la sensibilidad y la d esconfianza clasista y étnica.

N uestra colectivid ad tam bién estaba penetrad a por el atraso político y el analfabetism o p rop ios de la región. Entre los p rincip ales rasgos de nu estros com p añeros estaban el p ensam ien to m ágico, la visión localista, el empirismo, el m achism o, la su bestim ación de la mu jer, la hostilidad defensiva del ind io hacia el lad ino. Sin em bar­go, constatábam os los cam bios positivos que se registra­ban y valorábam os el p roced er de nuestros com pañeros en otros aspectos. Pues eran tam bién rasgos d estacad os la generosid ad , la m od estia, la laboriosid ad , el valor, la volu ntad de su peración, la paciencia y la entu siasta entrega a la lucha revolu cionaria. Entre los com batientes de origen cam pesino era raro el afán de figu ración o las pretensiones personales de poder. Rasgos, en cambio, bas­tante com unes en personas p rovenientes de la pequeña burguesía, especialm ente la in telectual, y que tanto daño producen en el m ed io revolucionario.

Proced iend o de un m ed io social donde las cu ali­dades enunciad as no p red om inan, el ejem plo de estos compañeros nos enseñó mucho sobre el potencial humano y social que encierra el pueblo trabajador. Y que puestos al servicio de la lucha revolu cionaria y de una socied ad de nuevo tipo rep resentan una garantía de la capacid ad popular para salir adelante en la construcción del fu tu ro propio y del país. Estos rasgos, además, fueron una re­ferencia para nuestro p rop io esfu erzo de superación. De todos ellos, la generosid ad y la m odestia fu eron las que más me conm ovieron e hicieron reflexionar.

Con el tiem p o fu im os p ercibien d o d iferen cias entre los m iem bros del d estacam ento p roced en tes del

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ca m p es in a d o p o b re . P o r e jem p lo , lo s in d íg en a s d e m a y o r e d a d h a b ía n ten id o n u m er o sa s exp e r ien cia s la b o r a le s y so cia les co n la d in o s. D e a h í q u e fu e r a n m á s su scep t ib le s e n el t r a to co n q u ien es lo é r a m o s . Les co s ta b a t r a ta r n o s de ig u a l a ig u a l, p la n tea r n o s cla r a y d ir e cta m en te u n a cr ít ica , u n m a le s ta r , u n d esa cu er d o . A l m ism o t iem p o ten ía n m á s in ter io r iz a d a la cu ltu ra p ro p ia y lo s v a lo res q u e ella p ostu la , co n o cie n d o m e jo r su s p r o b lem a s co m u n a le s y a su g en te .Y p o r lo m ism o p o se ía n m á s cr ite r io p a ra ca p ta r y exp lica r la s id ea s d e la r ev o lu ció n , p a ra o r g a n iz a r y p er su a d ir so b re la n eces id a d d e lu ch a r . C a si s ie m p r e ten ía n u n p r o fu n d o sen t im ien to r e lig io so y r eserv a s p a ra e je r cer la v io len cia en co m b a te , p er o sí la d em a n d a b a n y a p ro b a b a n . A d ifer en cia d e e llo s , lo s jó v e n e s n o s v o sea b a n o tu tea b a n sin r ep a r o a lg u n o a lo s p o co s d ía s d e co n o ce r n o s ; r á p id a m en te se exp r e sa b a n co n so ltu r a y se r e la cio n a b a n d e ig u a l a ig u a l co n los d em á s. G e n e r a lm en te n o ten ía n a r r a ig o r e lig io so a lg u n o o lo a b a n d o n a b a n esp o n tá n ea m en te . P ero co n o cía n p o co d e su cu ltu r a , su co m u n id a d , la v id a . Y m á s a llá d e su lo ca lid a d n o ten ía n id en t id a d é tn ica co n el g r u p o a l q u e p e r ten ecía n ; m u ch o m en o s co n o t r o s g r u p o s é tn ico s . C a si to d o s e r a n so lte r o s y su n o s ta lg ia p o r la fa m ilia era p o ca u o ca s io n a l. Sin em b a r g o , fu e r a n a d u lto s o jó v en es , si h a b ía n la b o r a d o a sa la r ia d a m en te en la s p la n ta cio n e s d e la co sta su r , o h a b ía n co m er cia d o m á s a llá d e su z o n a d e o r ig en , co m p r e n d ía n fá cilm e n te la d ife r e n cia e n t r e se r r ico y se r la d in o . Es d ecir , ten ía n co n cien cia d e lo q u e er a la e xp lo ta ció n , y a t isb o s d e la d ife r en cia ció n cla s is ta p a r a p e r cib ir q u e ta m b ién h a b ía in d io s r ico s. Sa b ía n q u e n u m er o so s la d in o s e r a n t r a b a ja d o r e s y p o b r es co m o e llo s m ism o s; q u e p o r lo ta n to d eb ía n u n ir se en t r e sí en la lu ch a em a n cip a d o r a y , en ese m a rco , h a ce r le s v er q u e d eb ía n a b a n d o n a r su co m p o r ta m ien to d iscr im in a d o r . P ero p a ra el in d íg en a a u to co n su m id or, o q u e r ea liz a b a tod as su s a ct iv i­d a d es en la s m o n ta ñ a s d el n o r o es te , d ecir la d in o era lo

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mismo que decir exp lotad or y d iscriminador. Y esta visión la generalizaban a tod o el país/ siénd oles com plicad o, cuando no im posible, d eslind ar la calid ad de exp lotad or de la de d iscrim inad or.

Sólo gracias a u n intenso trabajo político fue factible transform ar la conciencia étnica localista en conciencia de todo el grupo cu ltu ral al que pertenecían y, más aún, a nivel del conju nto de grupos étnicos ind ígenas y del pueblo trabajador. Al p rincip io ninguno se asum ía com o chuj, mam , qu iché, sino como m ateano, tod osantero, za- cu alpeño, según fu era el nom bre de su pueblo de origen. Num erosos com p añeros ixiles, por ejem plo, desconocían el térm ino de ixil para d esignar al grupo étnico al que pertenecen. Más costó tod avía cu ltivar la conciencia de pertenencia a un país concreto y de sus d erechos ciu ­dadanos. Y m ientras esto se lograba d ebíam os estar al pend iente de roces y actitu d es negativas d entro de la colectividad . Por ejem plo, algunos que p rovenían de la costa su r o de cabeceras m unicip ales, d iscrim inaban a quienes eran oriu nd os de ald eas y parajes. Los nebajeños se consid eraban superiores a los de Cotzal y Chaju l; los cotzaleñ os le tenían ojeriza a los de Chaju l por viejos p ro­blemas de p osesión de tierras y se bu rlaban de la form a en que los de Nebaj hablaban su m ism o id ioma. H e aqu í un incid ente ilu strativo del grado de fragm entación de la id entid ad étnica y clasista que encontram os cu and o in iciamos el trabajo. Un com pañero cotzaleño, lu ego de realizar su ejercicio du rante una práctica de tiro, retu vo el arma y giró sobre sus talones sin d ejar de apuntar. Buscó un objetivo im aginario y sonriend o d ijo: "O ra sí. N om ás que se me ponga un chajuleño enfrente y le doy". También percibimos que los compañeros ind ígenas provenientes de una misma localidad — no así los lad inos—, se guard aban lealtad mutua por encim a de los d emás com pañeros y or­ganism os superiores. Y sólo cuando su conciencia política

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se desarrollaba, ese com portam iento cam biaba a favor de la lealtad a la organización en p rim er lugar.

H abía asim ismo una enorm e d iferencia en el modo de hablar entre ind ígenas y lad inos, y entre aquellos que procedíam os de la ciud ad y del campo. Con frecuencia no se trataba de una forma correcta y otra incorrecta. Tod as tenían rasgos positivos y d eseables de generalizar y otros que debíam os desechar o sencillamente comprender. Pero dado el trasfond o social de las vivencias de cad a quien, estas formas de hablar tenían efectos condicionados clasis­ta y cu ltu ralm ente. Y sus m anifestaciones afloraban entre nosotros. Los com pañeros ind ígenas hablaban suave y quedo; eran parcos y modestos al expresarse, aun cuando hubieran tenido una actuación valiente o destacada. No resaltaban su ind ividualidad . Tam poco gesticu laban con el rostro ni con las manos, mucho menos con el cuerpo. Perm anecían qu ietos y tranqu ilos m ientras hablaban o d iscu tían. No afirm aban ni negaban nada categórica n i claramente; más bien dejaban sentir duda, am bivalencia o no tom aban la iniciativa para p roponer algo. Decían, por ejemplo, "p u ed e que sí, puede que no", "tal vez", "saber". Lo hacían incluso en asuntos en que eran ellos los únicos que podían op inar o que tenían más elem entos para de­cid ir. O repetían lo que un responsable decía, temiend o contrariar o equ ivocarse, más que por coincid ir. A ellos había que pedirles que fueran más amplios para informar, que d ieran su punto de vista con más seguridad , que se m anifestaran si estaban en desacuerd o con algo. En cam ­bio, numerosos compañeros lad inos dramatizaban cuando informaban o se exp resaban verbalm ente; ad ornaban los acontecim ientos, eran repetitivos o exageraban los hechos para resaltar peligros, d ificultades y desem peños propios. A ellos había que pedirles que fueran concisos, objetivos y calmados. Al inicio, cuando no tenían suficiente confianza, los cam pesinos evitaban ver a los ojos, haciéndolo al suelo

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o hacia u n punto d istante. Qu ienes procedíamos de la ciu ­dad generalm ente hablábam os con energía o enfatizando una u otra idea, rápido, buscand o los ojos del interlocutor. Además, a pesar de que hacíamos esfuerzos constantes por hablar clara y sencillam ente, se nos colaban vocablos y construcciones gram aticales incom prensibles o d ifíciles de entender para nuestros compañeros. Pero todos los la­dinos teníam os id entid ad como guatemaltecos.

Personalm ente, al hacer esfu erzos por m od ificar mi mod o de hablar no d ejaba de resentir la au torrep re- sión que ello significaba a mi espontaneid ad y particu lar manera de ser. Las cu ales en otros contextos sociales no requerían de cam bios. Pero en el destacam ento hasta eso era necesario m od ificar en aras de la cohesión y com u ni­cación del grupo.

En en trenam ien tos y en nu m erosas activid ad es, rotativam ente, unos y otros hacíam os de mandos y de combatientes, de responsables y de base. Pues ap rend er a m and ar era tan im portante com o aprend er a obed ecer. Pero según se fuera ind ígena o lad ino, hom bre o mujer, se tend ía a una sola de las d im ensiones. Por otra parte, exigíam os que las voces de m and o fu eran enérgicas, ágiles, seguras. Sin embargo, los ind ígenas ad u ltos no lo hacían así por arraigo en valores de su cu ltu ra. H abía que estim ularlos, reiterarles por qué d ebían dar tales voces con fuerza, sin pena de herir o enojar, sin ped ir favor. A no pocos com pañeros lad inos, inclu yend o fund ad ores, les costaba obed ecer a mandos más jóvenes, ind ígenas o femeninos. Y, en general, reconocerles su lugar y méritos. Unos y otros d ebíam os hacer esfuerzos de d istin to tipo y tener éxito no era fácil.

Com o m u jeres, lo que m ás nos afectaba eran el machismo y el patriarcado cam pesino que manifestaba la mayoría de compañeros. En teoría era posible comprend er esos rasgos dadas las características de nuestra sociedad .

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P ero en la p r á ct ica co t id ia n a n o era fá cil t en er le s p a cien cia .Y si b ien la d ir e cció n d e la m o n ta ñ a p r o m o v ía n u est r a p a r t icip a ció n y d esa r ro llo , es to s co m p a ñ er o s , en tr e lo s q u e h a b ía a lg u n o s v e te r a n o s , n o s su b e s t im a b a n y r ece la b a n d e n u es t r o d esem p eñ o . A u n q u e es to s p r o b lem a s so lía n a b o r ­d a r se en co lect iv o , el r eco n o cim ien to d el fe n ó m e n o y lo s ca m b io s d e m en ta lid a d ib a n a la z a g a d e la n u ev a p rá ct ica . Las co s tu m b r e s d el p en sa m ien to se d im en ta d a s p o r a ñ o s y g en e r a cio n es m o s t r a b a n se r m á s ten a ces q u e n u e s t r a s e jecu cio n es , q u e n u e s t r a s ce r tez a s r ecién a d q u ir id a s y q u e n u e s t r o s co m u n e s id ea les p o r u n a so cied a d n u ev a .

En la r e la ció n en t r e h o m b r e s y m u je r e s o cu r r ie r o n p r o b lem a s co m o éste . A lo s p o co s d ía s d e r e u n ifica d o el d e s ta ca m en to , v a r io s co m p a ñ e r o s p r o ced en te s d e la se lv a co n s id e r a r o n q u e d o s co m p a ñ e r a s cit a d in a s te n ía m o s u n p r o ced er in co r r ecto y d esca r a d o h a cia e llo s . A ju icio su y o , les in s in u á b a m o s r e la cio n es a m o ro sa s , in clu so a v a r io s a la v ez . P a ra q u e la s itu a ció n se a cla r a r a y n u e s t r a s r e la cio n es to m a r a n su ju s to n iv e l, se les p id ió a ta le s co m b a t ie n te s q u e e xp u s ie r a n la s r a z o n es q u e lo s llev a b a n a p e n sa r a sí. El p r o b lem a r e a lm e n te er a q u e n o so t r a s n o s r e la cio n á ­b a m o s co n to d o s co n in icia t iv a y d e se n v o ltu r a . N o só lo p o r n u es t r a fo r m a ció n y exp e r ien cia v ita l, s in o p o r q u e lo s a su m ía m o s co m p a ñ e r o s d e t r a b a jo . P e r o r e su lta b a q u e en su m u n d o ca m p e s in o n in g u n a m u je r , m en o s r ecién co n o cid a , p r o ce d ía d e ta l m a n er a co n e llo s , y d e h a ce r lo h u b ie r a p e r d id o su p r e s t ig io so cia l.

En el d e s ta ca m e n to , u n o s p r o ce d ía n d e co m u n id a ­d es d o n d e la p o lig a m ia e r a a ce p ta d a , in clu so m o t iv o d e p r e s t ig io so cia l. Es m á s , t e n ía m o s co m p a ñ e r o s q u e en su s co m u n id a d e s e je r cía n la p o lig a m ia . Er a n h o m b r e s r e sp e ta d o s p o r su g en te , d iscr e to s , en t r e g a d o s a la lu ch a . O tr o s e r a n o r ig in a r io s d e z o n a s d o n d e a la s m u je r e s se les v en d ía y co m p r a b a p a r a el m a t r im o n io sin co n ta r co n su p u n to d e v is ta . M ien tr a s o t r o s m á s e r a n d e lu g a r e s

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donde se hacía el ritual de pedida y com pra-venta, pero a partir d e que la mujer y el hom bre estaban enam orad os, y p lanteaban su volu ntad de unión. H abía com pañeros— los cap italinos y costeños, por ejem plo — que venían de medios d ond e abund aba y se recu rría a la p rostitución femenina, a la pornografía y a los clu bes nocturnos. Y algunos los habían frecuentado. Para ellos era factor de prestigio varonil ser versad o en d ichos temas. Mientras tanto, otros com batientes pertenecían a regiones d onde por generaciones no se conocía la p rostitución ni la p or­nografía. Es más, n i siqu iera conocían el significad o de esos concep tos. H abía com pañeros para qu ienes ver a una mujer desnud a de la cintu ra para arriba era natu ral y no rep resentaba m otivo de excitación, m u rm u ración o morbosidad . Pues en sus lu gares de origen las m ujeres suelen bañarse y lavar ropa en los ríos de esa manera. O pasan así todo el d ía debid o al calor. Y en general, las mujeres del cam po am am antan a los hijos en público y en cualquier circunstancia, mostrando sus senos con la mayor naturalidad imaginable. Pero había otros para quienes ver a una m u jer así era motivo de d esasosiego.

Unos pocos tenían pareja dentro del d estacamento; otros tantos, en algún punto del frente o su periferia. La mayoría no la tenía. Y las concepciones y expectativas sobre el am or y el sexo variaban mucho. Para unos era una cuestión primaria, posesiva, p ragm ática; para otros era algo más complejo. Y en todo caso estaban permead as por las varian tes cu ltu rales y la exp eriencia. N u estra situación era com plicada en este aspecto, la convivencia incipiente y el proceso de transform ación ideológica lento, desigual y no pocas veces caótico. ¿Correspond ía darle a la transform ación en esta d im ensión — donde más que la razón, entran en ju ego los instintos, los sentim ientos y las costu m bres generacionales—, el mismo énfasis que a lo referente a la conciencia de clase, al esp íritu com bativo

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frente al adversario, a la actitud de servicio hacia el pueblo, a la entrega ilimitada que la pertenencia al destacamento exigía? Sencillam ente era imposible. Humana, cu ltu ral y políticamente estaba fuera de nuestro alcance. Los ritmos de la conciencia no dan para tanto. Lo que se lograba al p retend erlo era abrumar y confund ir. De hecho era p onernos u na cam isa de fu erza. Por in exp erien cia y conservadurism o lo intentamos al principio, asumiendo como cu ltu ra y moral deseables las de unos pocos.

En cierta oportunidad , por ejem plo, algu ien d escu ­brió que un compañero guard aba imágenes de una mujer desnuda. Provenían de una revista Play Boy que, años atrás, un visitan te citad ino llevó por iniciativa p rop ia a la montaña. A quien involu ntariam ente se d io cuenta—un hombre —, le pareció que atesorar d ichas ilu stra­ciones no era el ejemplo que se esperaba de un luchad or revolucionario. Así que lo informó y planteó su punto de vista en una reunión. El portad or de los recortes era un joven lad ino, obrero agrícola de la costa sur y uno de los prim eros en sumarse, en 1974, al grupo fu nd ad or del destacam ento. La p rim era reacción de la colectivid ad fue pedir que se mostraran las im ágenes en la reunión. Indudablem ente más por razones terrestres que por ser necesario para op inar, com o argu m en taban algu nos. N um erosos com pañeros nunca habían visto, d esnuda o vestida, a una mujer como las que aparecen en revistas de ese tipo. Y humanos al fin, no resistían la cu riosid ad por conocer el "cu erp o del d elito". El criticad o, en un princip io p reocupad o por su incóm oda situación, captó al vuelo que en la reunión p revalecía un ambiente liberal, tranqu ilo y de juvenil curiosid ad . Y no el que lo había lle­vado al banqu illo de los acusados. Así que cu ando le tocó responder a la crítica dijo con picard ía: "¿N o ven que es pobre como nosotros? Ni siquiera tiene ropa para ponerse

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en cim a . P o r e so la a n d o lle v a n d o ." C a r ca ja d a g e n e r a l. P er o le d im o s la r a z ó n a q u ie n cr it ica b a . C r eo q u e e n e l fon d o la m a y o r ía n o d ese a b a q u e t a le s fig u r a s fu e r a n a ser co n su m id a s p o r e l fu e g o co m o a lg u ie n su g er ía . P o r lo m en os n o a n te s d e se r a p r e cia d a s p o r su s o jo s . A m í m e d io r isa el d e se n la ce in fo r m a l y fe s t iv o d e l a su n to , p o r q u e a q u e llo e r a u n h ech o a is la d o y s in im p lica cio n e s . P e r o en aq u e l e n to n ces d á b a m o s b a n d a z o s , y ten ía m o s n u m e r o sa s co n fu s io n es so b r e có m o a b o r d a r y e n ca u z a r esa b e lla d i­m en sió n d e l se r h u m a n o q u e e n g lo b a la a t r a cció n se xu a l, el m is te r io d e l a m o r . Lo s cr it e r io s n o r m a t iv o s q u e fu e r o n p r ev a lecien d o p a r t ie r o n , m á s b ien , d e la s n e ce s id a d e s d e co n v iv en cia a r m o n io sa y d is cip lin a d a d e l d e s ta ca m e n to y d e su r e la ció n co n la p o b la ció n .

Lo q u e sí im p u ls a m o s fu e la lu ch a co n tr a el m a l­t ra to y e l d e sp r e cio h a cia la m u je r ; co n t r a la ig n o r a n cia y la v u lg a r iz a ció n d e lo sexu a l. P o r in icia t iv a fe m e n in a in co r p o r a m o s la e d u ca ció n a l r e sp e cto en la s a ct iv id a d e s cu ltu r a les . Y a la s co m p a ñ e r a s q u e se fu e r o n in te g r a n d o las in s t r u im o s en e l u so d e a n t ico n ce p t iv o s y la s d o ta m o s d e lo s m ism o s . P u es m á s te m p r a n o q u e ta r d e , to d a s e s ta ­b lecía m o s r e la ció n a m o r o sa co n a lg ú n co m p a ñ e r o . Y a s í n o n o s e xp o n ía m o s fa ta lm e n te a l e m b a r a z o y la p a r e ja p o d ía d is fr u ta r su r e la ció n s in e se tem o r . T a m b ié n a b o ­g á b a m o s p o r q u e to d a r e la ció n a m o r o sa se e s ta b le cie r a b a sá n d o se en el r esp e to , la s in ce r id a d y la lib e r ta d m u tu a s . Ex ig ía m o s q u e q u ien e n a m o r a r a a a lg u ie n le e xp r e sa r a co n h o n r a d e z cu á l e r a su s itu a ció n en ese a sp e cto . N o se v a lía el en g a ñ o n i la s m ed ia s v e r d a d es . D e m a n d á b a m o s a s im ism o q u e lo s im p lica d o s su b o r d in a r a n su s in te r e s e s co m o p a r e ja a lo s d e l d e s ta ca m en to y la o r g a n iz a ció n ; q u e r e sp e ta r a n en to d o m o m e n to la s m e d id a s d e se g u r id a d y q u e la r e la ció n n o s ig n ifica r a su a is la m ie n to d el co le ct iv o ; q u e m a n tu v ie r a n el in te r é s p o r su p e r a r se . M o t iv á b a m o s

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especialm ente a las m ujeres para que pu sieran em peño en su form ación y capacitación.

Tod os aqu ellos qu e establecieran o term in aran relaciones am orosas d ebían inform ar del hecho a la co­lectivid ad o al organism o correspond iente, según fuera el caso. De manera que no d iera lu gar a chismes o equ ívocos, y los organism os superiores lo tom aran en cuenta.

En cu anto a las m ujeres que nos in tegrábam os al d estacam ento, era requerim iento no resu ltar em baraza­das. Pues de ser así debíam os salir del grupo y del frente para tener al h ijo y criarlo, causand o com plicaciones a nuestra p recaria situación operativa. Sin em bargo, con el pasar de los años varias parejas qu isieron tener des­cendencia. Entonces lo p lan tearon a la d irección de la montaña, de m anera que ésta p reviera las im plicaciones en los planes. Para los enam orados no había n ingún trato preferencial en cuanto a su ubicación geográfica, orgánica u operativa. Los criterios rectores eran las necesid ad es de la organización y las ap titudes de cada quien.

Por las circunstancias más variad as, com o pu ed en ser la segurid ad , la topografía, la p recariedad material, las inclemencias del tiempo, no existía en el destacam ento la vida p rivad a ni los espacios exclusivos. Y los m om en ­tos de soled ad eran eso, momentos, y no p recisam ente cuando una los necesitaba. Qu ienes habíam os vivid o con esos valores y posibilid ad es d ebim os ad ap tam os. Pues el hecho de que fuéram os com pañeros de lu cha no traía por añad id ura que una se sintiera cóm oda ni en confianza en una serie de aspectos de la vid a, m ucho m enos de la íntima. Las parejas, por ejemplo, raramente podíamos aco­m odarnos solas en algún lugar, o éste tenía tan p róxim os a los demás que resu ltaba sim bólica nuestra privacid ad . Y no pocas veces, du rante d ías y sem anas, dorm íam os en cham pas colectivas muy ju ntos unos a otros porque era la única m anera de soportar el frío; o porque el terreno

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nos obligaba a ello. De manera que am ores, d iscusiones p ersonales, estad os de ánim o, eran p resenciad os p or la colectivid ad . No obstante, se resu ltaban haciend o y percibiend o con natu ralid ad y d iscreción.

A mi ju icio, en esto tenía que ver de manera determi­nante el hecho de que la m ayoría de los p resentes eran ind ígenas y, en general, campesinos pobres, cuyas familias viven en un solo cu arto, carecen de infraestru ctu ra de servicios y son ajenos a los valores de privacid ad , espacios propios y exclu sivid ad a escala ind ivid ual o de pareja. Por otra parte, d esconocían los p reju icios y tabúes de las convenciones sociales bu rguesas y de la moral cristiana. Pero tam bién porque el cam pesinad o ind ígena es d iscreto y reservado; y nuestra colectivid ad estaba absorbid a por otras p reocupaciones.

Las sep araciones de una p areja por razones de trabajo, de salud o a cau sa de un parto, pod ían du rar m eses o años. Estas situaciones eran frecuentes y, por lo general, im previstas. Este fue mi p rop io caso, tanto en ese frente como en otros donde trabajé antes y después. Unas parejas sobrevivían. Generalm ente las más mad uras y consolid ad as en el mom ento de la separación. Otras se desin tegraban al acum ularse el tiem po de lejanía. La mi­litancia revolu cionaria en las cond iciones de la m ontaña o de la vida cland estina u rbana som ete a las personas a continuas p ruebas y tensiones. Por ello, más allá de los sentim ientos e in tenciones no pocas relaciones am orosas su cum bían. O los enam orad os perd ían a su pareja en el fragor del com bate o en los operativos de inteligencia contrainsu rgente. Pero nuevas relaciones su rgían cons­tantemente, pues la atracción, el am or y la cam arad ería son más fuertes que la ad versid ad y el dolor.

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LA O FEN SIVA DE LA SIERRA

Me corresp ond ió sistem atizar los p rim eros instructivos militares para m and os y cu ad ros organ izad ores en la montaña. Para lograrlo recu rrí a los conocim ientos que sobre el tem a ten ían los fund ad ores y m iembros de la Dirección N acional que estaban con nosotros. Cada uno de ellos tenía capacid ad y experiencia, pero no la habían sistem atizad o. Su p rincip al em p eño por aqu ellos d ías estaba concentrad o en la elaboración estratégico-política que perm itiera construir los frentes guerrilleros asentad os en organización popular. De ahí que qu ienes nos incorpo­rábamos recibiéram os exp licaciones d istintas — en lo rela­tivo a cu estiones operativas—, según fuera el compañero que nos instruyera. Por lo general se trataba de órdenes o enseñanzas parciales o con énfasis d istintos, insu ficientes para com prend er a cabalidad y desem peñar con eficiencia las tareas y operaciones militares. Es más, debid o al em ­pirismo había inclu so incoherencias y contrad icciones en algunas orientaciones, aunque qu ienes las im partieran fueran hábiles guerrilleros. Este hecho, además de p rovo­carm e insegu rid ad me preocupaba, pues con el nú m ero que ya éram os u rgían ad iestram ien tos sistem áticos e instrucciones militares com pletas e inequ ívocas. Así que hice la p ropu esta a la d irección y, una vez aprobada, me aboqué a la elaboración de un cu estionario a partir de la p ráctica y mis observaciones de casi tres m eses en el d es­tacam ento. Luego trabajé ind ivid ualm ente con cad a uno, confrontando y complem entando las respuestas. Después de varias rond as de trabajo bilateral logré estru ctu rar y ord enar varios temas: arm am ento, criterios de segu rid ad en d iversas situaciones y operativos, m étod os guerrilleros y an tigu errilleros de lu cha, in fraestru ctu ra de gu erra

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y de au tod efensa civil, estru ctu ra y arm as del ejército guatem alteco, entre otros. Luego los p lasm é a mano e ilu stré con gráficas y d ibu jos en un cuaderno. Una vez terminad o, sometí el trabajo a la revisión de la d irección. Entonces nuevas id eas les vin ieron a la mente, de manera que el material se enriqueció m ás allá de las interrogantes iniciales. Los com pañeros coincid ieron en su u tilid ad y me orientaron dotar al Mando Militar del destacam ento del p rim er ejem plar.

Mientras tanto, las inform aciones sobre la p resencia y los p reparativos del ejército en la región ixil se mu ltip li­caban y llegaban constantem ente a nosotros. En la selva, sin embargo, sus acciones punitivas habían com enzad o meses atrás, luego de nuestras p rim eras acciones de p ro­pagand a armad a y golpes al poder local enem igo. Entre las bru talid ad es de los m ilitares contra la población civil de El Ixcán estu vo el asesinato a finales de 1975 de Raisa Girón, joven m aestra de la costa su r que trabajaba en Santa María Tzejá. Buscand o em pleo su po de u na p laza d isponible en ese parcelam iento. Allí un sacerd ote im ­pu lsaba el cooperativism o entre los cam pesinos y éstos demand aban ed ucación para sus hijos. El azar qu iso que en una p ropagand a armad a en ese parcelam iento, ella reconociera a uno de nuestros d irigentes. Eran origina­rios del mismo pueblo y realizaron ju n tos sus estu d ios primarios y secundarios. Desde entonces no habían vuelto a saber uno del otro y ella no ten ía relación alguna con nuestra organización. Lo cierto es que agradada por el encu entro con un conocid o en aquella selva, lo salu dó y conversó con él unos minutos. Allí no había destacamento militar, pero sí orejas fanatizad os y em bru tecid os por el ejército, los cu ales la d enunciaron com o guerrillera en el puesto más próxim o. Poco d espués, d u rante un viaje de esta maestra a la capital, fue asesinada con saña; su cuerpo apareció apuñalad o cerca del puente de El Incienso. Los

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niños del parcelam iento no volvieron a tener m aestro; ninguno quería correr la suerte d e su antecesora. Raisa Girón: joven , m ujer, maestra, ciu d ad ana guatem alteca, hija anónim a del pueblo, cayó víctim a tem prana del ejér­cito contrainsu rgente. Qu e no quede en el olvido.

En aquellos meses nos m ovíamos al norte de Chaju l, entre las pequeñas localid ad es de Ju il, Pal y Xaxboc. Era una de las zonas más altas de Los Cuchum atanes en el d epartam ento de El Qu iché, solo su perad a por la cu m bre de Clavellinas entre Cunén, Cotzal y Nebaj. De aquellas ald eas, Ju il era la más im portante para la población ixil, porque allí estaba su lugar sagrado principal. A él p ere­grinaban guías esp irituales, p rincip ales y población en general. Incluso era visitado por gente procedente de lejos y perteneciente a otros grupos étnicos. El punto religioso más im portante se ubicaba sobre un sitio arqueológico y en él se adoraba a una deid ad relacionad a con el origen del maíz y el calend ario ritual. Posteriorm ente, entre los años de 1981 y 1983 — p rincip alm ente bajo el régim en de Ríos M on t—, Ju il, Pal y Xaxboc fu eron arrasad as p or el ejército, al igual que otras ald eas de Chaju l, gran cantid ad de las de Cotzal y todas las de N ebaj, salvo su cabecera m unicipal que com o las otras fue d u ram ente castigad a.

En los p rim eros d ías de febrero de 1976, la cap tu ra y traición de Fonseca, com pañero organizad or, aceleró la ofensiva contrainsu rgente en la sierra. Esta p rovocó cam bios en nuestros p lanes, nos puso a la d efensiva y d esencad enó golpes contra la p oblación organizad a de Chaju l. Su p im os de la captu ra de Fonseca inm ed iatam en ­te. Desde ese mom ento levantam os p reventivam ente el cam pam ento, donde pocos d ías antes había estado traba­jand o y estud iando con nosotros. Desde la nueva posición, dos com pañeros de la d irección con dos acom pañantes se desp lazaron hacia Cotzal, para reunirse con los orga­nizad ores, tom ar las m ed id as necesarias para p reservar

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a la p oblación que nos apoyaba y ver las posibilid ad es de rescatar a nuestro compañero. Cam inaron a paso de avance las horas de oscu rid ad , pero cu and o llegaron cam iones del ejército d escargaban tropa y los oficiales se afanaban dando órdenes para in iciar operaciones de inmed iato. Fonseca estaba resguard ad o por num erosos sold ad os y era im posible rescatarlo. Por su ded icación al trabajo, su entrega a la lucha y sus esfuerzos de supera­ción era especialm ente querido por nosotros. H asta que fue cap tu rado sup im os de su debilid ad por el licor, pues tanto él como los compañeros procedentes de su localidad nos lo habían ocultado.

Fonseca sucumbió al cuarto d ía de torturas. Entregó a varios com pañeros chaju leños, quienes ante él fueron fusilados. Luego gu ió al ejército hacia el cam pam ento que ocupábam os al momento de su caída, así como a los depósitos que había conocid o.

Su cap tu ra y traición fu eron los p rim eros golpes que recibim os d irectam ente contra el destacamento. Este hecho sacu d ió nu estras conciencias en relación con la envergadura del com prom iso asum id o y al riesgo real de la tortu ra y la muerte solitaria en manos del ejército, m od alid ad de com bate en la que m uy pocos p iensan cuando se incorporan y que en nu estro país es frecuente. Algu nos com batien tes se m ostraron m agnán im os con el traid or y no faltó quien lo ju stificara por el hecho de mediar la tortura. Era necesario, por lo tanto, reforzar la labor política en esos aspectos y revisar el compromiso de cada quien. De ahí que la d irección sistem atizara lo que entonces llam ábam os Diez Puntos, que eran las reglas a cumplir por todo aquel que se integrara a la organización en la montaña. De hecho los manejábam os, pero no se les había dado cuerpo, ni habíamos hecho un com prom iso ind ivid ual y exp lícito sobre su base. Entre ellos estaba el secreto que debíam os guard ar sobre nuestra organi-

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za ció n , in clu so si sa lía m o s d e e lla ; y la p en a d e m u e r te p a ra q u ien d ese r ta r a , t r a icio n a r a o a b a n d o n a r a el p u es to d e co m b a te p o n ie n d o en g r a v e p e lig r o a su s co m p a ñ e r o s . La d ir e cció n h a b ló in d iv id u a lm e n te co n ca d a u n o y n o s a n u n cio t iem p o s d ifíciles . D e b ía m o s r e flex io n a r y r a t ifica r n u estro co m p r o m iso so b r e la b a se d e eso s d ie z p u n to s , o r e t ir a rn o s d e la o r g a n iz a ció n lib r e m e n te y e n p a z . To d o s los p r e se n te s r e ite r a m o s n u e s t r a p e r m a n e n cia , in d u d a ­b lem en te co n u n g r a d o m a y o r d e co n cie n cia .

C u a n d o o cu r r ió el t e r r e m o to d e l 4 d e fe b r e r o d e 1976, h a b it á b a m o s u n b o s q u e d e á r b o le s ce n t e n a r io s d e cu y a s r a m a s co lg a b a n m e ch o n e s d e m u sg o . Q u ie n e s d o r m ía m o s en el su e lo se n t im o s su s fu e r t e s o scila cio n e s v e r t ica le s e im a g in a m o s en la o scu r id a d a lo s g ig a n te s in clin a r se so b r e n o so tr o s . P a sa d o s u n o s in s ta n te s , q u e sen t im o s e te r n o s , la t ie r r a se m e ció h o r iz o n ta lm e n te y v o lv ió a la q u ie tu d . P o r lo s r a d io p e r ió d ico s d e la m a ñ a ­n a co n o cim o s q u e el s ism o h a b ía a fecta d o t r á g ica m e n te a n u m er o so s p o b la d o s y q u e a n o so t r o s só lo n o s h a b ía n lleg a d o la s v ib r a cio n e s te lú r ica s p e r ifé r ica s . Escu ch a m o s con esp ecia l a ten ció n la s t r a n sm is io n es ra d ia le s q u e d a b a n cu en ta d e lo s r e su lta d o s , a s í co m o d e lo s a co n te cim ie n to s g e n e r a d o s p o r e l v io le n to s a cu d im ie n to . El fe n ó m e n o n a tu r a l h a b ía r e v e la d o d e m a n e r a d esca r n a d a la s e n o r ­m es d e s ig u a ld a d e s so cia les , p u e s su s e fe cto s se h a b ía n co n ce n t r a d o so b r e la p o b la ció n p o b r e . Y a lo s p o co s d ía s , co n la a flu en cia d e la a y u d a in te r n a cio n a l, se ev id en cia r o n m á s la in e ficien cia y la co r r u p ció n g u b e r n a m en ta le s . P e r o t a m b ié n n o s d im o s cu e n ta d e q u e la d esg r a cia m u lt ip licó la o r g a n iz a ció n p o p u la r .

A l p o co t ie m p o d e l h e ch o r e c ib im o s n o t ic ia s y a p r e cia cio n e s p o r m e n o r iz a d a s d e n u e s t r o s co m p a ñ e r o s d e la ciu d a d . Y p o r eso s m ism o s d ía s g r a b a m o s p a r a e llo s e l H im n o a l So ld a d o G u e r r ille r o .

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Días después, al m and o de u n com pañero ind ígena, qu ien fungía com o responsable m ilitar del destacamento, integré una patru lla cuya m isión era exp lorar la ru ta, los alrededores y el área de u n cam pam ento de retaguard ia para evalu ar la conveniencia o no de traslad am os a él. Se llamaba Augusto César Sand ino, contaba con un ranchón de palm a y con buzones abund antem ente abastecid os. Estaba al noreste de nuestra posición, bastante alejad o de los puntos poblados. Su accesibilid ad era d ificultosa para el ejército y su zona era conocida operativam ente por nu ­m erosos com pañeros. Para entonces habían transcu rrid o dos sem anas desd e la traición d e Fonseca, y aunque él conoció el lu gar cuand o se fund ó, se pensó que lo dejaría de lado porque raramente usábamos un cam pamento más de una vez. Tam bién supusimos que, de haberlo delatado, el ejército ya lo habría visitad o y eso lo sabríam os con la exploración. Desd e donde estábam os se llegaba en u n d ía de camino, haciend o la mayor parte del trayecto a rumbo, rompiendo monte con el cuerpo.

Luego de avanzar varias horas, salimos a una vereda de mim breros que corría sobre el lom o de una m ontaña y que se perd ía, como muchas, entre los matorrales. Cam i­nando a paso rápido pronto nos desviam os para tom ar un trillo que descend ía ladera abajo. Era un send ero pecu liar porque no corría sobre tierra firme, sino suspendido a uno o dos metros por encim a del suelo. Resistentes m atas y arbustos, tu p id os y enm arañad os entre sí, im ped ían la penetración del m achete hasta su base. De ahí que sólo en la parte su perior de ellas fue posible labrar el paso. Al d esp lazam os daba la im presión de estar haciéndolo sobre un colchón m u llid o y elástico. Cam inar sobre esa superfi­cie no era fácil, pues se d ificultaba m antener el equ ilibrio y evitar tropezones. Por otra parte, eran num erosas las ram as caíd as que, al no poder pasar la espesu ra vegetal, se constitu ían en obstácu los form id ables que obligaban a

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escalar, rep tar o inclinarse constantem ente. Estando por terminar este tram o escucham os voces hu m anas y lad ri­dos de perros que se ap roxim aban en d irección contraria sobre el m ism o trillo. Las características del terreno y de la vegetación nos im ped ían salir de la send a para escon ­dernos. Inevitablem ente debim os volver sobre nuestros pasos, recorriend o lad era arriba el d ifícil trecho. En veinte m inu tos d esand am os una d istancia que habíam os recorrido en el doble de tiempo. Pura ad renalina. Final­mente alcanzam os un punto dond e, d ivid idos por mitad hacia am bos lados del cam ino, rod am os sobre el follaje. Agazapad os y conteniend o la resp iración esperam os que pasaran las personas, a las cu ales no pud im os ver por estar nosotros debajo de su nivel. Sigu ieron de largo sin percatarse de nuestra presencia. Supusim os que se trataba de mimbreros que retornaban a sus localid ad es. Luego de unos minu tos reanud am os la m archa y un par de horas más tarde llegam os a nuestro destino.

Dos jornad as d esp u és volvim os al cam p am ento base, luego de constatar que no había p resencia m ilitar y qu e tam poco la hubo con an teriorid ad . Recibid o el informe, la d irección y el mando d ecid ieron el traslad o al lu gar recién explorado. Sin em bargo, a los pocos d ías Fonseca cond u jo al ejército hacia allí.

La m ad rugada del 3 de marzo de 1976 me corres­pondió la penú ltim a guard ia noctu rna que era de tres a cuatro. En esa época del año am anecía alrededor de las cinco y cuarto. De manera que a las cinco com enzaban los turnos d iurnos. Por p recaución especial, dada la ofensiva militar, éstas consistían en gu ard ias-em boscad as, inte­gradas por varios com pañeros. Esa m ad rugad a había niebla espesa, aunque el frío no tenía la in tensid ad de los meses anteriores, porque se había instaurad o la p rim a­vera. Llevaba m ed ia hora en el puesto cuando enfrente y relativamente cerca, escuché ru id o de hojarasca, como si

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alguien se arrastrara en mi d irección. Apuntand o al lugar esperé atenta para cerciorarm e y p recisar su ubicación. Efectivam ente, el cru jir de hojas secas se repitió, esta vez avanzand o hacia mí a u nos d iez m etros de d istancia. Siem pre apuntando hacia el objetivo pedí la seña con voz enérgica. Silencio. Fuerte tensión. N uevam ente el ruido. Estand o a pu nto de d isparar razoné que ningún humano avanzaría haciend o tanta bu lla luego de haberle pedido la señal. Entonces, casi a mis pies vi un armad illo enor­me que buscaba el alim ento d iario. El corazón me latía fu ertem ente, pero me felicité por no haber d isp arad o. Hubiera provocad o una emergencia no sólo innecesaria, sino p eligrosa en nu estras circu nstancias. Inform é al relevo sobre el incid ente y regresé al cam pamento, pero no logré conciliar el sueño. Faltand o varios m inu tos para las cinco pasaron al lado los com pañeros de la primera guard ia-em boscad a del día. Poco después los sigu ió una patrulla, al mando de un miembro de la d irección, que por ese ru mbo sald ría en misión. Antes de med ia hora y al tiempo que esta unidad entraba veloz al cam pam en ­to, escucham os varios d isparos. Resu lta que detectaron tropa del ejército que había dormid o cerca de nosotros, sobre el trillo de la cumbre. N uestros com pañeros vieron a los sold ados cuando se levantaban. Los militares no se d ieron cuenta que habían sido descubiertos y más tarde avanzaron en nuestra d irección. Alertad a por la unidad que se replegó, el grupo de guard ia los esperaba.

El deber de nuestros com pañeros era contenerlos por unos minutos, el tiempo ind ispensable para evacuar el cam pamento. La posición de nuestra emboscad a era operativam ente d esventajosa, de abajo hacia arriba en lugar desp rotegid o, donde sólo contaban con cam uflaje y el factor sorpresa. Como no era un lugar p ropicio para ataques, la tropa se aproximó desaprensiva. En el m o­mento de las p rim eras detonaciones nos aprestábam os

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a desayunar. La ord en fue suspender la comid a, apagar el fuego y levantar el cam pam ento de acuerd o al p lan establecid o. Acostu m brad os a u tilizar hasta el ú ltim o grano y viviend o perm anentem ente con ham bre, nad ie nos atrevim os a botar la comida. Aun cuand o existía la posibilidad de que le quedara al adversario. Nos retiramos muy cargad os y algunos llevando, ad emás de su m ochi­la, la de algún com batiente de la contención. Lo hicim os ágilmente pero con cau tela y orden. Llevábam os arma en porte y tiro en recám ara, en p revisión de que hu biese tropa apostad a en otras d irecciones.

Estando casi todos en el punto de reunión apareció un compañero con la olla rebosante de frijoles en la mano. Sólo su habilidad para desp lazarse en terreno tan que­brado y el esp íritu de triunfo exp licaban esta ocu rrencia. Era uno de los mejores del grupo, d iestro guerrillero y gran cantor. Divertid o nos d ijo que a esos cabrones no les íbam os a dejar el desayuno servid o y que tam poco lo íbamos a desperd iciar. Y acto segu ido repartió el alim ento en raciones iguales. A poca altu ra nos sobrevolaba un helicóp tero, pero la vegetación nos brind aba resguard o y la ord en era no evid enciar nu estra posición. Pronto aparecieron los de la contención, sofocad os por la carrera que como venad os hicieron desde el otro lado de la hon ­donada. En su retirada atravesaron el campamento recién aband onado y uno de los com batientes vio la olla de salsa picante recién preparada. Sin pensarlo dos veces rescató el recip iente al vuelo, y con el p reciado cond im ento en la mano se reincorp oró al grupo, qu ien celebró el gesto. Este joven ixil había causado con su p rim er d isparo un m uerto al ejército.

N uestra d efensa le causó varias bajas a la tropa; pero su velocid ad para tend erse salvó a Fonseca, qu ien d esarm ad o y d escalzo encabezaba la colu m na. Pocos meses después se fugó del ejército y buscó contacto con

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el destacam ento. Quería p roporcionar, según d ijo, la in­formación que acumuló mientras estuvo cautivo y recibir de nuestras manos el castigo que merecía por su traición, de manera que su ejem plo no fuera segu ido por otros. Luego de grabar su declaración, fue ejecutad o por una escuad ra de com batientes ixiles. No alcanzaba los veinte años de edad . Nos golpeó p rofund am ente su traición; pero nuestro corazón sufrió igualm ente con su muerte. El proceder de Fonseca y su castigo ejem plar nos revelaron en toda su crudeza el lado trágico y las contrad icciones propias del p roceso emancipador.

Como el com bate fue a pocos pasos del cam p a­m ento, creim os que el ejército en traría al m ismo. Sin embargo, dos meses d espués una u nid ad nuestra realizó un reconocim iento y encontró todo com o lo dejamos. Las bajas infligid as por la contención habían sido su ficientes para d isuad ir al ejército de avanzar y no volver más a d icho lugar.

Nos retiramos haciendo frecuentes paradas con el fin de explorar la ruta que seguíamos. Caminábamos a rumbo y borrando huellas, especialmente en las proximidades de un camino transitado que debimos cruzar. Más adelante, aprovechando que había niebla y llovía, nos detuvimos a cocinar. Pero colocamos vigilancia en varias d irecciones y guardamos silencio absoluto. Por la noche no acampamos, sino en fila, tal como íbamos en la marcha, dormitam os sentados unos junto a otros con mochila y equipos puestos. Llovió toda la noche y cada quien se protegió del agua con trozos de plástico. No cenamos y despuntando el día reanudamos la marcha sin probar bocado.

N uestras posiciones, d escubiertas su cesivam ente por el ejército, daban la impresión de que nos retirábamos hacia el noreste. Pero en realid ad m aniobrábam os en el terreno buscand o el su reste, ad entrándonos en territorios de la Zona Reina. Para lograrlo sin ser vistos d ebim os

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realizar m archas noctu rnas en cam inos trajinad os de d ía por la población y la tropa. En la oscuridad nos guiábamos unos a otros con lu ciérnagas o ped acitos de esparad rapo blanco colocad o en la parte posterior de las mochilas. De día avanzábam os por terrenos escarpad os y tu p id os de vegetación, evitand o los cam inos y sus p roxim id ad es. Por ciertos lu gares logram os ascend er u sando hasta los dientes para aferram os a raíces y ramas. Dorm íamos una noche en cada lugar y en esas breves paradas im partíamos charlas sobre tem as de interés general. Uno de ellos trató sobre la Revolu ción Cubana: su gesta, sus logros y sus d ificu ltades. Esa vez nos alim entam os de h ierbam ora, planta silvestre que abund aba en las orillas del río dond e nos detuvimos. Durante esos d ías me im presionó, por la destreza y el esp íritu que suponía en esas circunstancias, el com pañero que llevaba una gu itarra descubierta en la mano izqu ierd a, y a la cual no le d io golpe ni rasguño alguno.

En ese entonces, nuestro arm am ento era sólo de infantería, un verd ad ero m uestrario de armas largas y cortas; varias con defectos significativos. Y las d otaciones de m uniciones eran red ucid as; generalm ente no había más de las que llevábam os encim a. Por eso se les cu id aba como a la propia vida; y nuestros ejercicios de tiro eran en seco, con triangulación. El uso del parque estaba a tal punto racionad o que la regla era: tiro que se d isp ara, tiro que pega en el blanco. Los ixiles decían: Mal bac chich, mal soldado sacami. Las arm as eran asignad as según fu nciones y d esem peño d u rante un tiem po más o menos largo. Sin embargo, para d eterm inad as m isiones perm u tábam os o ced íam os nuestro fusil por d ías o semanas. Varios de no­sotros portábam os, ad em ás, un arma corta y una granada de fragm entación. Pero, al igual que las arm as largas, cuando algún com pañero requería de ellas las ced íam os

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bajo orientación del mando. Diariamente, al atard ecer y por grupos las lim piábam os, porque la tierra o el lodo, la hu m edad y la in tem perie las dañaban constantemente. Los com batientes nuevos y, más adelante, los visitantes o refugiados tem porales, u tilizaban arm am ento de mad era que ellos mismos fabricaban, el cual debían portar y cuidar com o si fuera verdadero. Raram ente se daban casos de descu id o o irresponsabilid ad al respecto. Por otra parte, éram os estrictos en las med id as de seguridad para su uso, arme y desarme. Y por ningún motivo se perm itía ju gar, hacer m alabarism os o brom ear con ellas. Mucho menos amenazar. En aquel entonces no tuvimos ningún accidente serio y tiros escapad os los hubo muy pocos.

N uestro entrenam iento, operaciones y táctica eran em inentem ente d efensivos; de ahí que cada vez que era posible evitábamos al ejército. Era lo que nos correspond ía hacer, dado el incip iente desarrollo político de la organi­zación y la muy desigual correlación de fuerzas militares. Pero no era fácil proceder así. N um erosos com batientes y algunos fundadores eran partidarios de buscar el combate frontal cuanta vez se nos pusiera al alcance. Querían la acción militar por sí misma, d escontextualizad a de los p lanes globales de la organización y de nuestra realidad en el frente. Consid eraban que era una cobard ía evad ir al ejército; que era fácil ganarle; que debíam os castigarlo de inm ed iato por las atrocid ad es que com etía contra el pueblo. Decían que era el tiem po de com batir y no de hacer política; que después del triunfo habría tiempo para ésta. De ahí que no contem p laran las consecuencias que ello pud iera tener hacia la población de las p roxim id ades y para el destacam ento mismo: su trabajo organizad or y politizador, su s vías logísticas, su s com unicaciones. Eran los mismos com pañeros que su bestim aban la form ación política y el trabajo organizativo entre la población. Inclu ­

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so d esestim aban la teoría militar. Con voluntad , com bati­vidad y heroísmo pretend ían su p lir los complejos factores de la correlación de fu erzas política y militar.

Luego de una cu id ad osa exp loración, realizada por un m iem bro de la d irección y un com batiente experim en ­tad o, nos establecim os por varias sem anas en un nuevo sitio. Este tenía bu enas cond iciones para la defensa y era de d ifícil acceso. Para trasladarnos a este lu gar d escend i­mos a una garganta y, luego de avanzar por ella durante un tiem po, in iciamos el ascenso por el lado opuesto, casi en posición vertical. Una veintena de metros arriba nos in trod u jimos, siem pre en fila ind ia, en el cauce de una quebrad a que caía en pendiente p ronunciada. Tem eraria­mente escalamos entre sus aguas y sobre enorm es pied ras lisas sin vegetación de d ond e asirnos. Constantem ente d ebíam os apoyarnos para elevarnos de un nivel a otro o para saltar de roca en roca, teniend o siempre un p reci­picio detrás. Pero de esa manera evitam os dejar huella. H abiendo ascend id o muy alto, aband onam os la catarata y continuamos la marcha por tierra firme. Nos detuvimos poco antes de alcanzar la cima. Algu ien d ijo entonces: "Si el ejército logra llegar acá le ponem os m arim ba". Mate­rialm ente no había m etro cu ad rad o p lano, ni siqu iera inclinado. Era como estar incrustad os en una pared . Con nuestros m achetes arrancam os tierra a la vertiente para instalar la cocina y los puestos de dormir. Varios, con ra­zón, sem braron sólidas estacas a la orilla de sus lugares, de manera que si dormid os cam biaban de posición los palos los detenían para no despeñarse.

N os u rgía reactivar las com u n icacion es con los centros poblad os de la región y la cap ital, así com o re­anudar nuestras activid ad es habitu ales. Estas ú ltim as las realizamos en pequeña escala porque a la mayor parte nos absorbían las m ed id as de seguridad o las m isiones fuera del campamento. Estando allí llegó la p rim era compañera

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ixil que se incorporó a la organización. Era originaria d e Nebaj y m ad re de familia. Menud a, de tez clara; d iscre­ta, desp ierta y esforzad a en el estud io. Era herm ana de un com batiente y com pañera de otro. Perm aneció dos o tres meses entre nosotros y lu ego volvió a trabajar com o organizadora a su pueblo.

Bajo operaciones los cocineros se levantaban a las dos de la mad rugada. De manera que antes del am anecer desayunábam os y recogíam os la ración del medio día. Además, encend íam os el fogón rod ead o de told os verde olivo, para que su lum inosid ad no fuera visible desde ninguna parte. El maíz se nos term inó pronto y el que consu m im os los ú ltim os d ías era p rácticam ente polvo con gorgojos que así mismo cocinábam os. Su sabor era am argo pero el ham bre lo era más. N os quedam os sólo con sal y un poco de harina de trigo; así que d iariam ente recolectábam os tzitzil, hierba com estible de altu ra que abundaba un centenar de metros abajo del cam pam ento. Con ella nos alim entam os m añana y noche durante más de dos semanas. Y a medio d ía ingeríamos una pequeña tortilla de harina acom pañada de agua.

No m acheteábam os para nad a y recogíam os leña de ramas caíd as que partíamos con las manos. El agua la tom ábam os de un pequeño naced ero en el área de nuestro asentam iento. El clima era agrad able y du rante varios días, tem prano por la m añana nos sobrevoló un hermoso quetzal. Ad emás, escuchábam os infin id ad de trinos de pájaros, que sólo cesaban cuand o el m anto de la noche nos cubría. Daba la sensación de estar dentro de una jau la de aves canoras. Ni antes ni después volvim os a escuchar el canto de tal variedad y cantid ad de aves. Era un verdad ero deleite. Sin embargo, varios com pañeros, apremiados por el hambre, cazaban con honda ejemplares de estos pequeños seres que nos alegraban la vida. Desde que me incorporé fue ese el prim er períod o de ham bruna

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propiamente; y a varios com p añeros les afectó el alm a, incluso enferm ánd olos físicam ente. El d escu brim iento de este fenóm eno nos enseñó que pu ed en d arse enfer­m ed ad es y m alestares físicos p rod u cid os p or nu estra mente. En la experiencia d e la m ontaña, estos m ales se d ieron fu nd am entalm ente a causa del ham bre, del m ied o y de am ores im posibles. Sin em bargo, el entu siasm o y la fortaleza que p revalecían entre la m ayoría, lograban que los afectad os su peraran su s crisis.

Varias veces escu cham os gritos o m achetazos de m im breros que se llam aban en tre sí en las m on tañas aledañas. Y exp lorand o el filo arriba de nu estra p osi­ción, com pañeros nu estros oyeron detonaciones a u nos dos kilóm etros de d istancia. Pero no tuvim os p roblem as serios de segu rid ad , ni escucham os vuelos de aviones o helicóp teros com o otras veces.

Cierta m añana se d esp rend ió de la cima una roca enorm e que se precip itó sobre el cam pam ento. Con un grito algu ien nos alertó; pues la p ied ra caía velozm ente en nu estra d irección. Pero con mi com p añero sólo tu ­vim os tiem po de agazaparnos en el pequeño corte de nuestro puesto. Sin em bargo uno o dos metros antes de alcanzarnos, la peña d io un salto sobre nuestras cabezas. Incrédu los la vim os rebotar pocos m etros abajo y rod ar hasta el fondo de la barranca, acompañada de un retumbo. La posibilid ad de la muerte se nos p resentaba en m od a­lid ad es nunca im aginadas por nosotros.

Poco antes de aband onar ese pecu liar resgu ard o, un noticiero rad ial d io cu enta d el atentad o contra mi tío Manuel Colom Argueta, qu ien gracias a su reacción ráp id a y agresiva fru stró la in tención de los asesinos, que sólo lograron herirlo. Pocos años antes había sid o alcald e de la cap ital del país, y en esas fechas d irigía el único partid o cívico de oposición al régimen. Sin em bar­go, los militares persistieron en su objetivo y tres años

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después, el 22 de marzo de 1979, le d ieron muerte. Por la envergad ura, el operativo parecía m ontado contra un delincuente o narcotraficante peligroso. Sin embargo, se trataba de un p lan de la inteligencia m ilitar contra un ciudad ano y opositor político; hombre de d iálogo y res­petuoso de la ley. Sólo la im punid ad con que actúan los cuerpos rep resivos del Estado y el objetivo de aterrorizar a la ciudad anía exp lican que, a lo largo de tres cu ad ras transitad as y a p lena luz del d ía, persigu ieran al político demócrata, qu ien en d esesp erad a hu id a hizo el su prem o esfuerzo por salvar la vida. Decenas de personas fueron testigos estupefactos de la cacería humana, de las decenas de balazos que le acertaron y del tiro de gracia que uno de los esbirros se aproxim ó a darle. N ad ie qu iso atestiguar, y dos herm anos y una herm ana de la víctim a d ebieron salir al exilio por amenazas de muerte. Se habían atrevid o a responsabilizar al gobierno y al Alto Mand o del ejército por el asesinato. Miem bros connotad os de la bu rguesía y de los partidos de derecha festejaron el hecho en círcu los íntimos. Decenas de miles de ciud ad anos m anifestaron su repud io al crim en durante el sepelio, y señalaron como responsables a los cu erpos rep resivos del Estado y a las fuerzas reaccionarias del país. N osotros nos reafirmam os en el cam ino elegid o, y frente a éste y sim ilares hechos de sangre de carácter político, cientos de guatem altecos op taron por la vía armada, miles la apoyaron y m uchos más la com prend ieron.

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BAJO EL CERCO EN EM IG O

A varias semanas del combate de marzo nos encontrá­bamos al noreste de Chajul, por el rumbo de Pal y Xaxboc. Aunque siempre en bosques nublados, el clima era benigno y había más p resencia de flores, fru tos y anim ales, pues reinaba la p rim avera. Era la breve época en que nuestros cam p am en tos eran p lacen teros en su s con d icion es materiales, pues no se formaban los lodazales malolientes de la tem porad a de lluvias, la estación más p rolongad a del año. Acam pábam os entonces en una hond onad a de vegetación exuberante y bella, al lado de una quebrad a cristalina que, a metros de d istancia, d esem bocaba en una corriente de agua mayor. En ésta solíam os lavar ropa y bañarnos. Algunos de nosotros volvim os a ver quetzales en las inm ed iaciones y ocasionalm ente escucham os el ru gid o de los m onos saragu ates. En los alred ed ores cazam os pavas y monos araña, y recolectam os vegetales como la pacaya, el jaboncillo y la m ad re maíz. Esta ú ltim a es raíz profunda y tuberosa que, pelada y cocida, se parece a la papa. Extraerla y p repararla es trabajo laborioso, pues es volu m inosa y anudada como pocas. Abund a en regiones del altip lano donde es sustitu to del maíz cu and o éste escasea. De ahí su nombre. N os la enseñaron a com er los com pañeros chu jes procedentes de San Mateo Ixtatán, quienes nos narraron que con frecuencia su gente recu rre a ella para no m orir de hambre. N um erosas veces a partir de entonces, nosotros tam bién d esenterram os la m ad re maíz para subsistir. Sin em bargo, los alim entos que nos daba la m ontaña no eran su ficientes para la cantid ad de bocas que éramos. Más bien eran complemento o sustitu to p rovid encial de nu estra p recaria d ieta, y ad qu irirlos

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su ponía que d iariam ente varios com pañeros ded icaran la jornad a com pleta a la recolección y a la caza.

Por esos d ías se habían agotado el m aíz y el azúcar; aunque quedaba sal, aceite, chile, frijol y café. Resentíamos la falta de los p rim eros porque nos p roporcionaban más energía, y sólo la harina de maíz nos hacía sentir llenos u n rato. Y los víveres existentes debíam os racionarlos a tal grado que perm anentem ente teníamos ham bre. Así que ad em ás de p rocu rarnos alim entos silvestres, echábam os mano de cáscaras, huesos y chingaste de café que, com o todo, se repartía por partes iguales.

Sorp resivam en te, cierta m añana escu cham os u n lejano ru ido de aviones y estruend o periód ico de bom ­bas. El retu m bo se oía en el oeste y no se aproxim ó. Una sem ana d esp u és, siem p re por la m añana, se acercó a nuestra posición un helicóp tero cu yo sonido se mezclaba con estallid os recu rrentes. Apresu rad am ente recogim os la ropa que secábam os al sol. Segund os después la nave sobrevoló el lu gar y a pocos m etros de nosotros dejó caer la carga agresora. Su accionar, sin em bargo, era más de efecto p sicológico que real, pu esto que las granad as y bom bas que lanzaba no llegaban al suelo. Estallaban al contacto con las copas de los árboles. Por la ru ta que siguió y los ind icios que conocim os posteriorm ente, llegam os a la conclu sión de que el ejército había bom bard ead o, ind iscrim inad am ente, las m árgenes de las corrientes de agua visibles d esd e el aire de la zona d ond e estábam os. Por eso, más que de los bom bard eos, nos cu id ábam os de la infantería y los paracaid istas. Teníam os la inform ación de que habían ocupad o los pequeños poblados y casas aisladas que bordeaban la montaña donde nos movíamos, y que desde esos puestos incursionaban a su interior. Por lo general sólo se aventu raban a recorrer los cam inos de herrad ura, donde nos tend ían em boscad as infructuosas. N osotros no solíam os movernos por ellos, salvo algunos

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compañeros oriund os de la zona cuand o cu m plían tareas solitarias de civil. Pero m anteníam os la guard ia en alto.

Cierta vez un correo nuestro que avanzaba a paso rápido por un cam ino vecinal, se topó cu erpo a cuerpo con una colu m na de sold ad os que, en d irección contra­ria, patru llaba el cam ino. Mutuam ente se sorp rend ieron en una curva. Entonces el ejército detenía, registraba e interrogaba a todo aquel que encontrara transitando. E ind epend ientemente del resu ltado de su investigación, solía cap tu rar a las personas y casi nunca se volvía a saber de ellas. N uestro com pañero, de m anera instantánea y con voz enérgica les gritó una ord en qu e los desconcertó por unos segund os. Fue el tiem po que necesitó para lan ­zarse veloz por un costad o del cam ino; y bajo un tiroteo a ciegas de la tropa se escabu lló y continuó su ru ta entre la maleza. Reacciones ingeniosas y au d aces com o ésta fueron frecuentes y d eterm inantes para salir de ap rietos no pocas veces.

Las em boscad as en casas, siem bras y trojes aislad as eran vieja y universal táctica antiguerrillera. Pero no las pod ían ocupar tod as ni siem pre, a riesgo de d isp ersar y fijar inú tilm ente sus fuerzas. Así que tom and o las m ed i­das del caso era posible d escubrirlos, evad irlos o ju garles la vuelta. Sin embargo, algunas veces sí se p rod u jeron tiroteos entre ellos y nosotros en esas circunstancias. En las cabeceras m u n icip ales establecieron p u estos fijos, controles en las vías de acceso y vigilancia a la población, especialm ente los d ías de m ercado. Entonces hom bres de civil d esconocid os tom aban fotografías de grupo e ind ivid u alizad as a la gente en la p laza; y observaban qué y cu ánto adqu iría. Cualqu ier com pra de víveres que sobrepasara unas pocas libras era motivo de cap tu ra e interrogatorio. Con m ayor razón la ad qu isición o trans­portación de recu rsos como botas de hu le, med icamentos, papel, sal.

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En general conservábam os la ventaja operativa y política sobre el ejército, au nque nos hubiera qu itad o la in iciativa táctica militar. Por un lado, nuestro p roceso de enraizam iento entre la p oblación y de ap rend izaje operativo lo aventajaban, porque nuestra p resencia en la región era anterior a la suya. A d iferencia del ejército, no­sotros veíamos a la población como seres hum anos, como com p atriotas y com o trabajad ores. Teníam os genu ino interés por conocer su realidad y su pensamiento; nuestra práctica era servirla; respetábam os sus costum bres, sus creencias, sus recu rsos. Deseábam os la vida, la ju sticia y la felicid ad del pueblo. Los m ilitares llegaban como superiores, haciend o alard e de fuerza y poder. Desp re­ciaban a la población afectand o su d ignid ad hum ana y su s d erechos ciu d ad anos; ignoraban o se bu rlaban de su s creencias y penalid ad es; d esconfiaban de ella y la am enazaban constantem ente. Su interés era controlarla y agred irla. No se id entificaban con ella p recisam ente porque era pobre, muchas veces ind ígena y trabajadora. Es más, abu saban de la p oblación en m u chas form as: d estru yend o su s siem bras, roband o su s p ertenencias, obligándola a prestarles servicios y vend erles o regalarles alim entos —a sabiend as de que ello significaba dejarla sin qué comer—; gratu itam ente acu saban a la población de encubrirnos; violaban mujeres; tortu raban y asesinaban a personas respetadas y queridas de las com unid ad es por su honradez, laboriosid ad , servicio desin teresad o en pro del bien común; o por su sabid uría ante la vida.

N osotros nos incorporábam os volu ntaria y cons­cientem ente a la lucha; nuestra d irección y m and os esta­ban con nosotros, com partiend o vid a, trabajo y riesgos; nos trataban con respeto, confianza, com pañerism o. El ejército, en cam bio, reclu taba por la fuerza y d iscrim ina- damente; id eologizaba en el anticomunismo más fanático que se pued a im aginar y en el desp recio a la vid a y la d ig­

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nidad humanas. La tropa era ad iestrad a para obedecer sin pensar, para rep rim ir y m atar a su p rop io pueblo. Tropa y oficiales de baja grad uación iban a la acción enviad os por altos oficiales que no se m ovían de sus escritorios en la cap ital o en las zonas m ilitares. Los m and os p roced ían com o cap ataces o p atrones frente a la tropa, siendo su s cóm plices en los atropellos contra la población.

Por n u estra p arte, ten íam os p resen te su en tre­nam iento an tigu errillero de escu ela; reconocíam os su superiorid ad técnica, logística, financiera; y no d esp re­ciábamos su d isposición combativa. Mientras tanto, los oficiales subestim aban nuestras m otivaciones patriotas y sociales, nuestras capacid ad es políticas y operativas, nuestra moral. El ejército se confiaba en que rep resentaba a una institución poderosa e im pune, d estinad a por eso mismo a vencer y a tener razón. Nosotros d epend íam os mucho menos que él del apoyo logístico desde fuera de la región. H abíam os logrado sistem atizar una alim entación frugal y un equipo práctico, adecuados a las circunstancias en que trabajábamos. Ellos u tilizaban equ ipos pesados, excesivos y fabricad os con m aterial inad ecu ad o. Por otro lado, nosotros éram os los mismos siempre, por lo que lográbamos acum ular experiencia en lo político y en lo militar. El ejército, por el contrario, rotaba m and os y tropa, porque no aguantaban más de dos o tres meses las cond iciones de lucha en la montaña.

Durante la ofensiva, que ya sumaba varios meses, p reparé tres cu ad ernos militares. Debía tenerlos listos con la mayor brevedad posible. Cumplir la tarea en esos térm inos suponía trabajar exclusivamente en ello. Para el efecto me eximieron por primera y única vez de toda otra tarea y actividad . De ahí que, salvo las horas de co­mida, escribía en mi puesto desde que aclaraba hasta que anochecía. Sentada en el suelo, recostada en un bord o y con mis piernas por mesa pasé varias semanas. Au nque

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dicho trabajo me d io la posibilid ad de m ejorar el folleto, en general fue u na labor repetitiva. Entonces no había qu ien me ayud ara o relevara de esa tarea. Posteriorm ente ya fu eron otros com pañeros qu ienes lo m u ltip licaron. Pero desde entonces fue enviado a otros frentes, ya que num erosos temas y criterios eran válid os para cu alqu ier parte donde trabajáram os.

Felizm ente pu d im os su spend er por p rim era vez, au nque tem poralm ente, las guard ias nocturnas. Hasta ese momento habíamos realizado tal medida sin interrupción; y a varios de nosotros nos había partid o sistem áticam en ­te las horas de sueño, porque nos las habían asignad o invariablem ente entre las doce de la noche y las cu atro de la mad rugada. Las demás p rácticas de segu rid ad se m antu vieron inalterables.

Los primeros días de mayo mi alegría se ensombreció. Era costumbre del destacamento escuchar d iariam ente las noticias, cuyo horario coincid ía con nuestras comidas. Esa vez transmitía el rad ioperiód ico El Independiente y desayu ­nábam os. Me estaba llevando la primera cucharada a la boca cuando escuché los nom bres de herm anos y tíos. En ese m om ento no sabía qu e mi p ad re había estad o enferm o de graved ad , pero intuí que se trataba de él. La repetición de la noticia me lo confirmó. H abía sido enterrad o la víspera y mi familia agradecía las muestras de cond olencia a centenares de personas de las capas medias y popu lares que habían asistido espontáneamente al sep elio. Años d esp u és su pe que estu vo conscien te hasta el ú ltimo m om ento y que entonces hablaba de mí con mi madre. N o sé qué pensó a cau sa de mi ausencia y mi silencio. Era la mayor de todos sus hijos y la única de la enorme y gregaria familia que no se hizo presente. Pasad os d ieciséis años conocí num erosos artícu los que a raíz de su deceso aparecieron en la p rensa nacional. Y por m i madre supe entonces que, desd e que me alejé de

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ellos, m i pad re, am ante de la música en marimba, dejó de escucharla para siempre.

Egresad o del Institu to Central para Varones, mi pa­dre fue conocido por su desem peño profesional y político honesto, incorrup tible. Siend o estu d iante participó en la gesta de 1944 y en la d écad a dem ocrática fue d irigente de la Asociación de Estud iantes Universitarios y d ipu tado. Ad versario de los colaborad ores com unistas del régim en arbencista, cooperó con el gobierno d e Castillo Arm as como su bsecretario de Agricu ltu ra. Durante los gobier­nos de Yd ígoras Fuentes y Peralta Azu rd ia fu e opositor, y acu sad o de consp irar contra ellos lo apresaron varias veces. N uestra casa fue catead a por el ejército y mi pad re estuvo bajo vigilancia de la Policía Ju d icial en repetid as ocasiones. Por él conocí a Lu is Tu rcios Lim a cuando éste era el máximo d irigente de las Fuerzas Arm adas Rebeldes. Mom entos antes de que él llegara a nu estra casa me d ijo que era un guerrillero, un luchad or valiente por la ju sticia social y un patriota.

Mientras crecimos nos explicó que su única herencia sería la educación primaria y secundaria que con sacrificio nos había dad o en colegios católicos de prestigio. Y nos aconsejó que viviéram os d ignam ente de nuestro p ropio esfuerzo y nunca a costa del trabajo o las necesid ad es ajenas. Enem igo de las apariencias y de la opu lencia, solía afirmar que el d inero y los recu rsos eran para satisfacer las necesidades básicas con decoro y para compartirlos; no para acum ularlos u ostentarlos. Su s hijos, efectivam ente, no hered am os de él d inero ni bienes. Salim os ad elante en base al esfuerzo propio. H eredam os, sin em bargo, la gratitud y la simpatía que al morir él, numerosas personas p royectaron en nosotros.

El acontecim iento de su m u erte m e causó un dolor terrible. De inm ed iato se me hizo u n nu d o en la garganta y se me quitó el ham bre. Por no soltar el llanto en m ed io

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del grupo — que no tenía id ea de lo que pasaba, pues sólo d os o tres com pañeros conocían mi id entidad —, me retiré ap resurad a, pero con el plato de com id a, a m i puesto. Al rato llegó Bened icto, qu ien me encontró com iendo y tra­tand o de controlarm e. El ejército nos tenía bien jod id os, y mi razonam iento fue que no debía dejar de alim entarm e estando en tales aprietos, ni dejarme vencer por la tristeza. Pu es necesitábam os acu m u lar energía para respond er a las exigencias de la situación. Entonces le ped í a mi com pañero que me d ictara lo que estaba transcribiendo esos días. Era lo mejor que se me ocurría para conju rar el dolor. El m aterial contenía un esbozo biográfico de Ho Chi Minh, d irigente del pueblo vietnam ita al que ad ­m irábam os p rofu nd am ente. H abía sido escrito por uno de nuestros d irigentes de la m ontaña para la form ación d e los com batien tes. Escribiend o m e encon traron los com pañeros que llegaron a solid arizarse conmigo.

Diversas patru llas salieron en misión. Una d e ellas se d irigió a la viviend a solitaria de un colaborad or para obtener maíz. Pero regresó sin lograrlo porque el ejército tenía em boscad a la casa. Los com pañeros d etectaron el operativo y de las narices de los militares se escabu lleron velozmente, evitando el choque y la persecución. Una vez pasada la tensión, contaron d ivertidos lo que la adrenalina había hecho por ellos. De la com pañera ixil que pasaba experiencia con nosotros d ijeron que volaba como pájara sobre palos y obstáculos, los mismos que poco antes le ha­bía sido muy trabajoso transitar. Otra unidad fue enviada al cam pam ento que aband onam os a raíz de la llegad a del ejército. Su m isión era averiguar si éste había descubierto nuestros depósitos. Este grupo tuvo éxito, pues no topó con fuerzas adversarias, encontró nuestros buzones como los habíam os d ejad o y retornó con abu nd ante m aíz y otros recu rsos vitales. Mientras tanto, dos com pañeros de otra unidad se extraviaron por varios d ías, después de

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un tiroteo que sostu vieron con el ejército en un milperío. Sanos y salvos, aunque enflaquecid os, aparecieron varias jornad as después. Durante su perip ecia sobrevivieron co­miend o m aíz tostad o con agua, porqu e no tenían m olino ni olla para p reparar harina. Y en su s circunstancias no correspond ía cazar.

Uno de los objetivos en ese período fue reanud ar los entrenam ientos y cu rsillos de form ación, tanto para los miembros del destacam ento como para nu estras bases so­ciales. De ahí que una vez reabastecidos y habiendo tom a­do control operativo de la zona, llegó al cam pam ento u n grupo de com pañeros de la población. Para lograrlo bu r­laron los controles militares y cruzaron el cerco estratégico que el ejército nos tenía montado. Nuestros visitantes eran cam pesinos ixiles, muy pobres, hom bres mad uros y jefes de familia cu rtid os por el sol y el trabajo. Algunos de ellos eran d irigentes com unales o habían ejercido fu nciones públicas. Llegaban cargad os de entu siasm o, esperanzas y algunas libras de sal y maíz para contribu ir a su p ropio sustento. Uno de estos compañeros llevó a su hijo de doce años. N ad ie logró d isu ad irlo de esta decisión. Qu ería que el niño conociera a los com batientes de los trabajad ores y com enzara a familiarizarse con las id eas de la revolu ción, antes de que fuera dañado por la explotación y la opresión. Contem plam os con qué ternu ra aleccionó a su hered ero de esperanzas sobre las verdad es de la vida del que nace pobre; y sobre la necesid ad de lu char por la d ignid ad y la felicidad . Este compañero seleccionó el nombre de Jazm ín com o seud ónim o de lucha. Los apelativos de anim ales y de flores estaban entre los p referid os de nuestros com ­pañeros en esas montañas. El lu gar del cam pam ento de los visitantes se había establecid o contiguo al nu estro, de manera que sólo conocieran y fueran conocid os por aquellos com pañeros que trabajaran d irectam ente con ellos. Durante su estancia conversaron largam ente con

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la d irección, recibieron un cu rsillo d e form ación políti­ca y particip aron en u n entrenam iento de au tod efensa civil. Este ponía énfasis en los m étod os rep resivos y de in teligencia que el ejército u tilizaba contra la población; así com o en las m ed id as p reventivas y d efensivas para contrarrestarlas. El d ía que volvieron a su s localidad es, los d esp ed im os con canciones revolu cionarias, qu e el destacam ento entonó para ellos d esd e el otro lad o de la quebrada que separaba nuestros asentam ientos.

Días an tes, tres de nosotros, d os m u jeres y u n hom bre, exp loram os un nuevo lu gar para traslad arnos cu and o se fu eran los visitan tes. Era m ed id a elem ental de segu rid ad . Tem prano por la m añana em p rend im os la m archa, llevand o sólo nuestras arm as y una ración de harina envuelta en hojas. Luego de avanzar varias horas a paso rápido localizam os un sitio ap ropiad o. Recorrimos el área y sus alred ed ores para d eterm inar la d isp osición que allí pod ía tener nu estro asentam iento e h icim os d is­cretas señas para reconocerlo cu and o volviéram os con la colu m na. Pero sú bitam ente, el com pañero fue m ord id o por una bejuqu illa verde a la que no vio cuando macheteó muy cerca de ella. Con p rontitu d la otra com pañera le sajó en cruz las herid as p rovocad as p or los colm illos de la serp iente, y entre las dos le p resionam os la piel de los alred ed ores para que expu lsara la sangre envenenad a. Pero la mano d ond e había sido m ord id o y el brazo co­rrespond iente, se le acalam braron acelerad am ente. Está­bam os p reocupad os porqu e entonces no sabíam os que la potencia del veneno de esta cu lebra era pequeña, sólo eficaz para m atar anim ales chicos. Y a lo largo de esos años nunca tuvimos antiofíd icos. Pero nos tranquilizamos cu and o el calam bre y el d olor no pasaron del hom bro, y m inu tos d espués ced ieron hasta p erm anecer solam ente en el lugar de la d entellad a. Esta beju qu illa alcanza los

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tres metros de largo y vive p rincipalm ente en el ram aje de los árboles, au nqu e ocasionalm ente d esciend e al suelo.

Du ran te esa tarea, in stru id a p or el com p añ ero, comencé a id entificar los cortes de m achete en la vege­tación: el tiem po ap roxim ad o que tienen de existir, la d irección del d esp lazam iento de qu ien los ha hecho, el posible motivo por el cual fueron realizad os. Retornam os anocheciendo al cam pam ento y el d ía que partieron los com pañeros de la población, em prend im os cam ino hacia el sitio reconocido.

Dispuesto el cam pamento y orien tad as las exp lo­raciones del caso, la d irección y el m and o se abocaron a organizar el ataque al cu artel m ilitar instalad o en la al­dea Xaxboc como parte del cerco estratégico. La idea era ejecutar el p lan de inm ed iato. Así que al día sigu iente un miembro de d irección, un cuadro local y dos combatientes em prend ieron cam ino hacia d icha ald ea para exp lorar ru ta, alred ed ores y características del objetivo. Mientras tanto, los demás constru im os la infraestru ctu ra básica y nos ded icam os a las tareas p reparatorias de la acción. Varias de ellas incum bían sólo a qu ienes particip arían, pero en otras d ebíam os participar todos. Una de éstas era la elaboración de la comid a para el tiem po que du raría la operación, pues la unidad no tendría cond iciones para co­cinarla, ni para ad qu irirla en otra parte. Era necesario ela­borar tam ales de viaje, alim ento d u rad ero y sustentad or, pero laborioso de p reparar. Varios de nosotros d ebim os ded icar tres d ías y parte de las noches a d icha tarea. El trabajo im plicaba acop iar abund ante leña para m antener encend id os varios fogones a lo largo del día y parte de la noche, recolectar hojas y bejucos para el empaque, soasar las hojas una por u na y por am bas caras, cocer num erosas ollas de maíz con cal, lavar el m aíz cocid o y, enfriado, pasarlo por m olinos m anuales para convertirlo en m asa; agregarle a ésta sal y aceite en cantid ad es abund antes y

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mezclarlos con las manos amasando pacientem ente. Los tam ales se envolvían en hojas de maxán, de sal, de cuero, de lengua de vaca, de bijagüe, de ojo de venad o o de otra que hubiera en los alrededores y fuera ap rop iad a para el caso. Luego se amarraban con bejuco y se colocaban en las ollas para cocinarse. Posteriormente se les ponía a enfriar y a secar al aire libre, sobre plásticos, protegidos de la lluvia. Cada tamal era de una libra aproxim adamente y equivalía a un tiempo de com id a por combatiente. Pero cada pieza consu m ía, cuando menos, el cuád rup le de maíz que una ración equ ivalente de harina, y requ ería una cantid ad de aceite y sal que para la harina nos duraba semanas. Pasados varios d ías de febril activid ad aband onam os el cam pam ento en d irección a la aldea. Y a cierta d istancia nos estacionam os quienes no particip aríam os en el ata­que ni cu m pliríam os otra m isión fuera del cam pamento. Protestamos por la exclusión de las mujeres, aunque era real nuestra inexperiencia, no conocíam os la zona para movernos con ind epend encia y aún nos faltaba cap aci­dad para d esp lazam os con velocid ad , especialm ente en el paso de obstáculos. Por otra parte, de por sí iban más com batientes de los necesarios.

Nos quedam os cinco mu jeres. De ahí que algu ien bau tizara dicho lugar como "cam pamento de las mu jeres". Qued aron a nuestro resguardo dos menores. Uno tenía doce años y estaba de paso, acompañando al padre, qu ien volvería por él d ías después, lu ego de conclu ir una tarea. Al otro recién lo habían incorporado, a raíz de que dos generaciones de su familia se in tegraron a las guerrillas locales y organismos clandestinos. Y no querían que este joven de 16 años, el único menor de edad , se quedara solo en el pueblo. Eran casos excepcionales las familias como ésta y se suponía que el muchacho pasaría experiencia con nosotros. Luego de unas semanas volvería a su región, al lado de sus familiares. Teníamos con nosotros los equipos

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de numerosos compañeros, documentos, comunicaciones, dinero, parque y recu rsos varios de p rim era necesid ad . Instaladas en lo alto de una quebrada que corría a gran p rofund id ad , d ebim os hacer d os tu rnos d e v igilancia d iu rna cad a una e inclu ir a los m enores también.

Al segund o d ía, m ientras hacía guard ia, el joven enviado tem p oralm ente desertó. N os d im os cuenta con rapidez porque supervisábam os periód icam ente el tu rno de estos jovencitos, incluso nos quedábam os por ratos con ellos. Al p rincip io creim os que estaría en los alred ed ores sigu iend o a algú n anim al o que habría su frid o algú n accidente. Su com portam iento no había dad o evid encia de tristeza ni d escontento; más bien se veía animad o, co­municativo y colaborad or. Divid iénd onos el terreno a la redonda, las cinco m ujeres fu imos en su busca. Alrededor de una hora d espués, una de todas localizó el arma larga que tenía asignada. Estaba recostada en un árbol dentro de un pajonal. Pero de él sólo estaba la hu ella que se d irigía al filo de la m ontaña. La deserción era evid ente y el hecho nos tomó por sorp resa. Estábam os ind ignad as porqu e podía haber esperad o un d ía más y p lantear su regreso sin conflicto ni com plicaciones. Y censu ram os acrem ente a qu ienes au torizaban este tipo de incorporaciones. Era de su poner que se d irigiría a su localid ad en bu sca d e fam iliares o conocid os; y que lo haría por cam inos, pues no sabía d esp lazarse a rumbo. H abía riesgo de que caye­ra en manos del ejército. N os reunim os para determ inar las m ed id as a tom ar, pero estábam os en un brete. Para com enzar no nos pod íam os m over del sitio porque era el único punto de contacto con nu estros com p añeros. Constru ir un escond ite en el área no era p roced ente ni había tiem po para hacerlo. Perm anecer com o si nad a hu ­biera pasad o tam poco nos convencía. Así que decid im os traslad ar los recu rsos com prom eted ores o insustitu ibles a un escond ite natu ral lejos del cam pam ento. N osotras

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m ism as nos encargam os de buscarlo y acond icionarlo. Luego, por tu rnos, traslad am os el cargam ento. Durante horas fu im os y venim os de un punto a otro. Parte del re­corrid o lo realizamos dentro de la quebrada para no dejar huella. Fue la p rim era vez que una com pañera cam pesina y yo nos pusim os a la espald a un qu in tal en cada viaje. A partir de entonces, brom eand o, algunos com pañeros nos llam aron las quintaleras.

Cuando colocábamos la ú ltim a carga en el escondite, escucham os ruido como de pasos hum anos acercánd ose. Su spend im os todo m ovim iento y d eteniend o la resp i­ración p erm anecim os alertas, m ien tras ap restábam os las armas. El rum or se acrecentó y p ronto com enzaron a pasar entre el monte, a pocos pasos de nosotras y sin d etectarnos, los com pañeros que volvían del com bate p or otra ruta. Entonces les hablamos. Tan sorp rend id os com o nosotras, no se exp licaban qué hacíam os allí. Por casualid ad habíam os coincid id o en un m om ento preciso y en un lugar exacto en aquellas m ontañas interm inables, d ond e unos se pod ían ap roxim ar o retirar de un área sin coincid ir jam ás con otros. Les inform am os lo ocu rrido, pero consid eraron que, dada la d istancia a la que estaban los puestos más p róxim os del ejército, pod íam os d orm ir tranqu ilos en el m ism o lugar y aband onarlo al am anecer según los planes.

Los compañeros volvieron sin contratiempos, pero sólo hostigaron el cu artel, gastando parque sin recupe­rarlo. Y no sabían los resu ltad os de su acción. Estaban agotados por el esfuerzo físico que im plicó el d esp laza­miento de ida y vu elta por montaña — ap roxim ad am ente 40 kilóm etros— en el término de treinta y seis horas. El "cam p am ento de las m u jeres" estaba a m ed ia cu esta de una pequeña cord illera vecina a la de Xaxboc. N uestros com pañeros habían descend id o hasta el fond o, vad earon uno de los aflu entes del río Copón y desde allí ascend ie-

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ron hasta alcanzar otra cum bre a cu yo pie, por el lado contrario al nuestro, se contem p laban los m ilperíos y las casas d e Xaxboc.

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AD IÓ S A LOS CUCH UM ATAN ES

Desde el p rincip io p roced im os a ad iestrar a otros com ­pañeros para delegar en ellos lo referente a la castellaniza- ción, alfabetización, ejercitación de la lectu ra y la escritura, aritm ética y geografía. Esto era necesario no sólo para d escargarnos del exceso de trabajo, sino para garantizar una atención regu lar y sistemática a todos. Especialm ente cuando se ausentaban por alguna m isión que los tenía d ías o sem anas lejos. Pero tam bién lo hacíam os para colecti­vizar la conciencia y la p ráctica de ap rend er y enseñar; así com o para realizarlas en cualqu ier circunstancia por d ifícil y cansad a qu e fuera. De lo contrario no habría p rogreso porqu e el ir y venir, separarnos y reu nim os, eran perm anentes. Sin embargo, estos logros no d ism i­nuyeron la intensid ad de nuestra labor; pues conform e la colectivid ad se desarrollaba y su p royección se extend ía, los temas políticos y m ilitares d ebían retom arse a m ayor com plejid ad con unos y de manera elem ental con otros. Por otra parte, los tóp icos que necesitábam os abord ar trascend ían en m u cho tales temas.

Periód icam ente se incorporaban nuevos com pañe­ros, m ientras qu ienes iban d estacando por su experiencia y desarrollo político eran trasladad os a d iferentes lu gares del frente para asumir responsabilidades. O se ausentaban frecuentem ente para cu m plir misiones delicad as y tareas de apoyo al funcionamiento de la d irección, especialmente en com unicaciones pedestres y acom pañam iento cu and o sus m iem bros se d esp lazaban ind epend ientem ente del destacam ento.

La escucha de noticias, que al princip io era ininteligi­ble para la m ayoría, poco a poco se realizó con interés y p rogresiva com prensión. Y ello introd u jo nuevos tem as

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d e estu d io: estructu ra del Estado, organism os in ternacio­nales; expresiones organizativas de los d iversos sectores sociales; acontecim ientos en otras partes del país y del m u nd o, entre otros. El u so del d iccionario para bu scar significados, en lu gar de p reguntar por ellos, se extend ía paso a paso. Pero debía ser apoyado porque frecuente­mente la exp licación escrita les resu ltaba tam bién incom ­prensible. Tam bién im pu lsábam os la lectu ra en voz alta. Entre los primeros libros leídos colectivamente estuvieron Pasajes de la Guerra Revolucionaria del Che Guevara, Relatos V ietnamitas sobre su lucha antiim perialista y una biografía de Ho Chi M inh. Sim u ltáneam ente al d esarrollo de estas actividades se multip licaron las interrogantes. Los compa­ñeros p reguntaban el significado de infinidad de vocablos y concep tos a cualqu ier hora y en toda circunstancia. En m i vida no he visto más sed de conocim ientos y alegría por aprender que en aquel d estacam ento guerrillero.

Ciertam ente nuestra vida era anim ad a e intensa. De ahí que, aunque lo extrañara mucho y pensara d iariam en­te en mi pequeño hijo, no me quedaba tiem po ni energía para tristezas por su lejanía; tampoco para preocupaciones fam iliares o nostalgias de ningú n tipo. Más bien sentía op tim ism o resp ecto a su bienestar y su cap acid ad de salir adelante sin m i presencia. Estaba segura del cariño de mi familia y consciente de su p reocupación; pero a la vez asumía el riesgo de perd erlos afectivam ente. Sin em bargo, confiaba en que algún d ía com prend erían las razones que me m ovieron a d ejarlos y op tar por una vid a de m ilitancia revolu cionaria. Por otra parte, la conciencia del valor humano y político del trabajo que realizábamos, más allá de que se alcanzara o que yo viviera el triunfo, era determ inante en mi estado de ánimo. Tod os los que allí estábam os habíam os renunciad o a seres querid os y a una vid a "n orm al"; la m ayoría lo había hecho dejand o en extrema pobreza y soled ad a su familia. Aunque todos

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convencid os de que esa m iserable situación no la pod ían rem ed iar solos n i a corto plazo; sino qu e les era ind ispen ­sable organizarse para luchar unidos por todos los medios a su alcance, con los sacrificios que ello conllevara. Mi situación, desde ese punto de vista era, entonces, menos dura que la de num erosos compañeros. Ad em ás vivía u n intenso am or con Bened icto; de m anera que, tam bién por ese feliz y d u rad ero acontecim iento de m i vida, contaba con reservas internas para largo.

No obstante todo ello, en repetid as ocasiones p ro­testé por mi exclu sión de d iversas activid ad es a cau sa del recargo de mis resp onsabilid ad es. Finalm ente, en u na op ortu nid ad , los com p añeros de la d irección m e rep licaron m olestos que la alternativa no era hacer cad a qu ien lo que qu isiera, m u cho m enos cu and o no se le necesitaba a uno en ello. Sino que d ebíam os hacer lo que la organización requería de cada qu ien y para lo cual te­níam os m ejores capacid ad es, en el m arco de la realid ad concreta d ond e nos d esem p eñábam os. Me reiteraron que com batientes y colaborad ores que cu m plieran d eter­m inad as tareas los había en cantidad y cad a d ía eran más; pero los cuad ros políticos revolu cionarios no se rep rod u ­cían al ritm o requerid o. Pues de los pocos cu ad ros que su rgían, m uchos eran asesinados, obligad os al exilio o neu tralizad os m ed iante el terror, incluso cuand o apenas despuntaban. Sabía que tenían razón, así que d espués de varios m eses de m anifestar periód icam ente mis reclam os no volví a insistir. Y procuré, como hasta entonces, realizar mis funciones con entu siasm o y dedicación.

En todo el tiempo que permanecí en el destacamento no se incorporaron compañeros con preparación cultural y política que pud ieran apuntalar o su stitu irnos en nuestra labor. Sé que había com pañeros políticam ente capaces que deseaban sum arse al trabajo en las montañas. Pero en ese entonces, la Dirección N acional p refirió asignarlos

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a otros frentes. Me quedó claro entonces que, si bien la d ecisión de militar en una organización era p ersonal y volu ntaria —m ed ia vez se llenaran los requ isitos exigi­dos —, las funciones y las tareas que cada quien cumpliera las decid ía la organización a través de los organism os y m ecanism os corresp ond ien tes. Pues efectivam ente no hay organización que fu ncione sin cabeza que d irija, sin especialización y su correspond iente d ivisión del trabajo; y sin d iscip lina y entrega de tod os sus miembros.

A finales de mayo em prend im os la marcha hacia la selva. Atrás d ejam os el altip lano ixil, d ond e perm ane­cieron los activistas y cuad ros organizad ores, así com o las incip ien tes gu errillas locales. N os encon trábam os p róxim os a Chaju l y d ebíam os d esp lazarnos hacia las estribaciones de la cord illera de Los Cu chum atanes, al norte de Xejuyeu y Am acchel para iniciar el descenso a la selva. Nos ap restam os entonces a cruzar el m acizo mon­tañoso de sur a norte, lo cual significó recorrer d ecenas de kilóm etros d esde el am anecer hasta el anochecer d u rante qu ince d ías. Escalam os cumbres, d escend im os abism os y salvamos acantilados in term inables. Nos d escolgam os en paredones, nos d eslizam os por gigantescos d errum bes; vad eam os ríos tu rbu lentos y atravesam os zanjones p ro­fundos sobre palos inseguros. H ubo d ías que nos pareció subir al cielo y bajar al centro de la tierra sin avanzar un áp ice en la d irección deseada. En cad a cim a que conqu is­tábamos oteábamos el horizonte en busca de la selva; pero sólo d ivisábam os más montañas, cuya p rolongación en lontananza ofrecía bellas tonalidades de verde, azu l y vio­leta. Debim os rem ontarlas todas en jornad as extenuantes para contem plar al fin el océano vegetal.

En el agotam iento de cada ascenso sin tregua, sobre terrenos que no conced ían un m etro plano, para darnos ánim o nos p roponíam os avanzar d iez pasos más. Al lo­grarlo establecíamos otra meta sim ilar hasta que sumad os

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los esfuerzos cam inábam os miles de metros. El secreto era no alzar la vista para ver lo que faltaba ascend er; pues con sólo m irar aquellas altu ras se le escapaba la energía a cualquiera. La vanguard ia rom pía monte con el cuerpo y todos ju ntos hacíam os cam ino al and ar, pues la m ayor parte del trayecto la realizam os a rumbo. Sólo en peque­ños tram os, donde era inevitable hacerlo, avanzábam os por cam inos. Entonces lo hacíamos de noche o tom ando especiales med id as de seguridad . Pero avanzar por ellos no era m ucho mejor, pues nos trabábam os en los raiceros y nos atascábam os en los lod azales que caracterizan las vered as de herrad u ra la m ayor parte del tiem po.

Sin tiend o el cansancio físico del m und o encim a, m ientras el m ecapal nos ceñía fu ertem ente la frente, ca­minábamos silenciosos a paso uniforme y sostenido, como au tómatas. En los pocos y breves descansos m uchos nos dormíamos en el m ism o instante en que nos sentábam os. Qu eriénd onos dar energía, en cierta op ortu nid ad nos repartieron una cucharad a de miel silvestre a cada uno. Pero estábam os tan débiles que en lugar de reanim arnos, su frim os mareo e inclu so em briaguez momentánea. Sin embargo, ese día y los demás, cam inam os de sol a sol.

Ser miembro del destacamento guerrillero, núcleo ge­nerad or de d iversos frentes del noroccid ente, significó en esos años vivir en nom ad ism o constante, a la intem perie y pad eciend o ham bre. E invariablem ente im plicó llevar a cuestas nu estras pertenencias y alim entación. Entonces raram ente alguna m ochila pesaba m enos de cuarenta li­bras y frecuentem ente la mayoría sobrepasaba el med io quintal. En aquel tiem po los m iem bros del destacam ento nos desplazamos a lo largo y ancho de un territorio aproxi­m ad o de 3, 000 Km s2 que abarcaban sierras y selvas de los d epartam entos de H uehuetenango, El Qu iché, El Petén y Alta Verapaz. Salvo en su periferia, no había cam inos ap tos para au tom otores y en su totalid ad estaba alejado

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de cabeceras departam entales o pueblos de im portancia. Allí no se conocía la luz eléctrica, el telégrafo, el teléfono. Mu cho m enos otras m an ifestaciones de la tecnología moderna. Tam poco se tenía noción de lo que pod ía ser un médico, una farm acia, un hosp ital. H abía poca, y muy pronto controlad a, circu lación de mercancías; algunas d e ellas p reciosas para nosotros: sal, botas de hu le, baterías, ropa, cuadernos.

A m enudo realizam os exp loraciones. Unas veces para buscar paso, otras para evad ir población d escono­cid a y no pocas para detectar si la tropa m erod eaba el lugar. Sud ábam os abund antem ente y los p rim eros d ías elim inábam os sal al punto que la piel se nos cu bría del m ineral blanco. Pero a partir de cierto m om ento ya sólo em anábam os agua insíp id a e incolora.

Cuando la noche estaba por llegar acam pábam os en cu alqu ier parte, hubiese o no agua cerca. En cierta oportunid ad , el líqu id o vital nos qued ó a dos horas de cam ino, de m anera que varios com p añeros d ebieron vaciar su s m ochilas y llevando consigo bolsas p lásticas grandes, fueron en su bu sca al fondo de una garganta aledaña. Volvieron entrad a la noche con el agua su ficien ­te para p reparar la cena y el desayuno. No pud im os ni lavarnos las m anos para comer. Estábam os en u n filo de baja y escasa vegetación, dond e abund aba el pajón. En el sitio dond e d orm im os había un echad ero reciente de venad o. Y en los alred ed ores se encontraban num erosas excavaciones con fragm entos de cerám ica crom ada, p ar­cialm ente expuestos. A pesar del cansancio daba tenta­ción escarbar la tierra, aunque no pud iéram os llevar con nosotros lo que descu briéramos. Pero nos conform am os con observar y hacer conjetu ras sobre ellos. En la zona ixil llamaban camagüiles a estos tiestos antiguos, y camagüileros a qu ienes se d ed ican a desenterrarlos y vend erlos. No pocos cam pesinos pobres se p rocu raban ingresos para

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ad qu irir maíz con esa activid ad ; su s com prad ores eran lad inos locales o extranjeros.

Más ad elante debimos d etenernos en el corazón de u n bosqu e centenario, d ond e los troncos de los árboles estaban cubiertos de musgo satu rad o de agua. Aunque no llovía, el am biente era de niebla y hum ed ad ; sin em ­bargo, no encontram os corrientes n i naced eros de agua a nuestro alrededor. Entonces buscamos aguadas o charcos de lluvia que pud ieran proveernos la necesaria para coci­nar. Localizam os un agujero, aparentemente natural, cu yo d iámetro no pasaba de m ed io metro. Tenía agua hasta el borde, pero estaba llena de limo y la cubría una capa densa, verde y naranja, resbalosa al tacto. Era agua hed iond a y llena de bichos. Participé en su acop io porque estaba de cocinera ese d ía. La colamos en ollas auxiliándonos con pañu elos paliacates, de manera que los anim alejos y la ligosidad fueran retenidos por ellos. Con el agua "filtrad a" preparamos los alimentos. Entonces lam enté conocer sobre la existencia de microorganism os y record é los análisis de agua sin pu rificar que realizábamos en microscop ios cu and o asistíamos a la secundaria. Hubo compañeros que desesperad os por la sed bebieron el líqu id o tal cual estaba en el agujero. Varios de nosotros nos valimos del m usgo em papad o para beber unas gotas de agua y asearnos. H acía d ías que no teníamos oportunidad de hacerlo. Esa vez debim os guard ar la ropa sucia dentro de envoltorios de hojas asegurad os con bejucos.

Jornad as d esp u és nos sorp rend ió la noche en el lecho de un am p lio río, aflu ente del Copón, que p or esos d ías llevaba poco caudal. Nadie tenía ánim o de escalar la ladera a oscuras para llegar a un punto incierto. Por lo que acam pam os sobre la húmeda arena confiados en que no era tem porad a de crecientes, siem pre intem pestivas e im previsibles en su envergadura. Para aislarnos del su e­lo, con Bened icto colocam os en form a de colchoneta una

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hoja de quequexque que m ed ía alred ed or de dos m etros de largo y uno y m ed io en su parte más ancha. Cuand o nos ap roxim am os a la m ata para cortarla nos sentim os verd ad eram ente d im inu tos. N unca volví a ver hojas así de grand es. Esa noche pud im os contem plar la bóved a celeste estrellad a y libre de nubes. H acerlo nos d escansó y p roporcionó ind escrip tible p lacer. ¡Tan pocas veces te­níam os acceso a ella! Pasé bu en rato escru tánd ola... casi bebiénd ola; y tuve tanta suerte que p resencié el espectá­cu lo fugaz de una lluvia de meteoritos. Luego me entre­tuve conversand o con algunos com pañeros, y mientras tanto acopié material orgánico fósil, cu ya particu larid ad era em itir luz violeta en la oscuridad . Fue entonces que conocí ese fenóm eno, al observar d isem inad as lu m inosi­dades d esconocidas. Con ellas form é un haz de luz que por unos días su m é a mi carga. De d ía no era m ás que un puñado de desecho vegetal ingrávid o, pero de noche p roporcionaba p lacer contem plar su brillo. Raras veces volví a p resenciar ese fenómeno.

Cam inando por u n filo d etectam os huellas frescas de m am íferos silvestres, entre ellos de danta. Pero no logram os ver a ninguno. Tam bién encontram os aves de mediano tamaño y en determinados tramos se autorizó su caza, siempre que se hiciera desde la columna en marcha y sin detenernos. En esas cond iciones destacaron los vetera­nos, qu ienes eran d iestros para localizarlas y, sin qu itarse el m ecapal ni la carga, d isparaban un solo y certero tiro. El ave era recogid a por algún volu ntario que la d esp lu ­maba sin dejar de cam inar, ap rovechand o que el cuerpo del animal aún estaba caliente. En la próxima estación, los cocineros la incorporaban al m enú de la cena.

El pase de voces du rante las m archas era d ificultoso debido a la d iversid ad de lenguas maternas, al poco do­m inio que del castellano tenían num erosos com pañeros y a la baja com prensión sobre la im portancia operativa

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de la inform ación y las órd enes d u rante los d esp laza­m ientos. A tod o lo cu al se su m aba el cansancio físico. Esta persistente d eficiencia nos llevó a inclu ir dentro de las activid ades de form ación u n ju ego de salón llam ad o "teléfon o". Durante u na tem porad a lo p racticam os d ia­riamente, para ejercitarnos en pasar m ensajes verbales de manera fiel, clara y audible. La actividad era una d iversión en la que constantem ente d ebíam os sofocar la risa para garantizar el obligad o silencio. Pero nos ayud ó a m ejorar la com u nicación d u rante las marchas. De todas form as no faltaron los m ensajes que su frieron m etam orfosis al pasar de boca en boca y que, según las circu nstancias y el contenid o que resu ltaba, p rovocaban p reocupación, eno­jo o risa. Durante cierta marcha, la punta de vanguard ia pasó la voz: "H ay una espoleta de granada ju nto al río". Pero a m ed io cam ino, cuando llegó a un miembro de la d irección, la frase era: "H ay un esqueleto de ganado ju nto al río". El d irigente rep licó al mando de la vanguard ia que se su jetara a la ord en de sólo pasar aquellas voces que tu vieran que ver con la segurid ad y la operativid ad de la marcha. Y los de ad elante se enojaron porque asegu raban que eso estaban haciendo.

Después de varias jornad as atravesam os el cam ino de herrad ura que de Chel cond uce a Cabá. Y luego de dos d ías llegam os a los alred ed ores de Am acchel. Allí varios com p añeros lograron com p rar víveres, entre ellos un puerco y un pavo. Pero la gente que los vend ió se m ostró reservada. Como la zona estaba poblad a y cu ltivada, no establecim os cam pam ento, sino que d orm itam os unas horas sentad os y sin qu itarnos el equ ip o sobre la vereda que obligad am ente d ebíam os segu ir. Reanu d am os la m archa pasad as las doce de la noche, cuand o todo en el alred ed or era sueño y silencio. Así d ispusim os de varias horas de oscu ridad para salir del área habitada. En las m archas noctu rnas no u tilizábam os luz alguna y cam i­

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nábam os muy ju n tos unos a otros. Si había luna llena y el cielo estaba d espejad o veíam os un poco; pero general­m ente avanzábam os a tientas, gu iados por com pañeros d iestros. Ad elan te cru zam os el cam ino de Chel hacia Am acchel y con tinu am os ru m bo noroeste, bu scand o evad ir los ríos grandes que dan nacim iento al Tzejá; pero evitando ap roxim arnos también a los que dan nacim iento al Xaclbal. El rum bo a segu ir se determ inaba basánd ose en m apas, brú ju la y experiencia de qu ienes habían hecho ese trayecto varias veces. Pero encontrar el paso preciso era un verd ad ero arte, no exento de sabid uría y suerte.

So rp resiv a m en te , al co n q u ista r u n a cu m bre, contem plam os m aravillad os la selva inconm ensu rable. A nuestros pies nacía el universo verde que buscábam os y se perd ía en lontananza com o un océano. Entonces nos d esped im os de Los Cu chum atanes, del frío y de los bosques de n iebla y silencio. Los com pañeros que ya co­nocían nuestro destino estaban ju bilosos, pues afirm aban que allí las m archas eran m enos extenu antes por lo plano del terreno; que el agua se encontraba en abundancia por d oquier; que nuestra alim entación m ejoraría porque se d aban tres cosechas al año y contábam os con nu m erosa población organizada. Además, decían que había caza y pesca generosa. Sin embargo, desde la cima donde nos encontrábam os faltaban dos d ías de cam ino para p isar suelo selvático. Tod avía d ebim os atravesar nu m erosas elevaciones menores y el esfuerzo físico debió mantenerse al máximo.

El ú ltimo campamento de montaña lo establecimos a una altitud entre 300 y 600 m SN M y allí mismo caza­mos cuatro monos saraguates. A un número equ ivalente de compañeros nos asignaron su destace. Para el efecto nos d ivid im os en parejas y cada una tom amos dos ani­males. Auxiliados por nuestro tacto, machetes y navajas, realizamos el trabajo en com pleta oscuridad . Pues había

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anochecido y no pod íam os darnos el lu jo de u tilizar lin ­ternas para esos m enesteres. Las baterías se obtenían con d ificultad y debíamos reservarlas para cuestiones políticas, operativas y de salud. Trabajamos de p ie dentro de un riachuelo para tener agua a la mano y apoyar la carne en las pied ras para cortarla. Fue la p rim era vez que destacé un mamífero y no fue agradable hacerlo con uno tan p a­recido a nosotros. A este semejante se le llama tam bién mono aullador o rugidor. Los había escuchado numerosas veces, pero los contem plé hasta ese día. Se trata de monos grandes y robustos entre los cuales unos son negros y otros pardos, de pelaje largo y sedoso. Los m achos tienen barba y llegan a medir hasta 70 u 80 centím etros de estatura; su cabeza es grande y tienen una especie de caja de resonan ­cia en la garganta, la cual se ensancha cu and o rugen. Su s extremid ad es son cortas y gruesas. Viven en grupos hasta de veinte ejem plares en las copas de los árboles m ás altos y sólo es posible localizarlos por sus fuertes ru gid os cuando se está próxim o a ellos. A d iferencia del m ico araña, el saraguate es de m ovim ientos lentos y se d esp laza a una velocid ad m enor que aquél. Por eso es m ás fácil cazarlo una vez localizado, pero suele pasar d esap ercibid o por lo tranqu ilo que es.

Después de entregar la carne a los cocineros, proced i­mos a enterrar las pieles y a lavarnos con arena y lodo. Al term inar instalé m i puesto de d orm ir y m e alejé del cam pamento quebrada abajo. Decenas de m etros ad elante tom é un baño m ientras p reparaban la cena. Rem ojarm e al final de la jornad a me com pensaba el tra jín d el día. No sólo por el contacto con el agua, el ru m or d e la corrien te y los suaves sonid os del bosque; sino tam bién p orqu e solía ser el único m om ento solitario en el con texto d e u na vid a perm anentem ente colectiva.

Por aquellos d ías no nos im aginábam os que varios años d espu és, el ejército m asacraría y a r rasar ía tod as

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las ald eas, caseríos y parajes que bord eaban el macizo m ontañoso qu e entonces cruzábam os llenos de esperan­za y confianza en u na vid a d igna y feliz para nu estro pueblo. A p esar de que conocíam os los m étod os con ­trainsu rgentes de la década de los sesenta en el oriente del país y a lo largo de la guerra de Vietnam , entre otras experiencias, sobrestim ábam os entonces la capacid ad de la población y de la organización para enfrentarlos. Las ald eas de Chacalté, Ju il, Joncab, Xem al, Tziajá, Pal, Chel, Juá, Xepu tu l, Cabá, Am acchel, Xeju yeu , Xaxboc, Bisich, Xolchichén, como tod as las que han sido víctim as de la bru talid ad del ejército, son para nosotros seres hum anos y conciu d ad anos a los cu ales nos debem os para siempre; y crím enes de lesa hum anid ad que no d eben olvidarse jam ás. En unas localid ad es teníam os com pañeros organi­zad os, en otras no. Pero tod as fu eron castigadas. En ellas, centenares de seres hu m anos fu eron quem ad os vivos; decenas de niños fu eron d estrozad os contra los árboles y las rocas; muchísim as mujeres fueron violadas, obligad as a abortar y asesinad as con saña; centenares de personas fu eron tortu rad as y am etralladas. Ello ha sido parte del p recio que cobra el sistem a cap italista por el d espertar de la conciencia de u n pueblo exp lotad o y op rim id o por él como los más del mundo. Sin em bargo, ni el horror ni su s traumas han lograd o silenciar a estos com patriotas que hoy, en múltip les organizaciones, form as de lucha y lu gares, reclam an d igna y firm em ente sus d erechos hu manos, ciud ad anos, laborales y étnicos.

No logram os llevar al pu eblo a la conqu ista del pod er p olítico que era nu estro objetivo fu nd am ental. Pero se acabaron los tiem pos en que estos guatem altecos soportaban callad a y pasivam ente lo que gobernantes, exp lotad ores y opresores hacen con ellos desde tiem pos inm em oriales.

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LA FURIA AM O RO SA DE LA SELVA

En las jornad as de descenso recogim os jocotes jobos y zapotes que encontram os a nuestro paso. Tam bién nos alim entam os con pacayas y cogollos de palm ito, el cual d enom inaban ternera los com pañeros de la selva. Si en las ciud ad es es una d elicad eza de la mesa, en la m onta­ña es alim ento del pobre. N um erosas veces a partir de entonces lo com im os asado o cocid o en su stitución de la harina de maíz.

El prim er d ía de m archa en terreno selvático m e engusané. Fue im pactante porque asociaba los gusanos en la carne hu m ana sólo con la m uerte. Sin em bargo, logré adap tarm e, pues de la p laga de colm oyotes, que cuando menos d u raba de ju nio a enero, nad ie escapaba. Era milagroso pasar varios d ías sin su frirlos, pero de la tem p orad a nad ie salía ind em ne. Algu nos llegam os a tener quince y m ás sim ultáneam ente. Las larvas de este pertinaz parásito, invisibles a sim ple vista, se in trod ucen en poros, piquetes o infecciones de la piel. En el momento no producían m olestia alguna, pero alojados en la dermis, cabeza adentro y cola hacia la superficie, se d ed icaban a consum ir nuestra persona. Al p rincip io cau saban com e­zón, igual a la del p iquete de los m osqu itos y por eso no los d istingu íamos. Pero con el pasar de los d ías sentíam os u na m ord id a p eriód ica, p arecid a a un pellizco, señal cierta de su presencia. Para librarse de este gusano era necesario asfixiarlo, rasu rando la piel del área afectad a y sellando el orificio de entrad a con hoja y leche de cojón, o con esparad rapo. De esa form a se le im ped ía resp irar. Segú n el tam año que hubiera alcanzad o para entonces, tard aba horas o d ías en morir. Durante la agonía p rod u ­cía m ord iscos más fuertes y continuos. Al cesar éstos se

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quitaba el sello y p resionand o fuertem ente la piel, salía. Pero cuando el colm oyote se infectaba o se introd ucía en abscesos se nos d ificu ltaba detectarlo. Mientras tanto, el infeliz crecía a nuestras costillas, llegando a m ed ir dos y más centímetros, y le nacían cerdas negras. Se albergaba en cu alqu ier parte de nuestra hum anidad , siendo d ifíci­les de extraer en lagrim ales, pechos, testícu los y cu ero cabelludo.

Los días iniciales en la jungla fueron su ficientes para percatam os de la cantid ad y varied ad de esp inas que allí existen; y para cobrar conciencia de que en la sierra no las su fríamos. Llegam os a las p lanicies selváticas acos­tu m brados a asirnos o reclinarnos en cualqu ier p lan ta o lugar. Sólo a fuerza de p inchazos desterramos esa mezcla de instinto y hábito, p rocu rando observar y reflexionar antes de actuar. Aunque en nuestras circu nstancias ello era d ifícil. Algunas se enterraban tan p rofund am ente o en puntos tales que era im posible extraerlas. Otras p rovo­caban herid as sin adherirse. Destacaban por dañinas las púas de lancetillo y güiscoyol, palm áceas que crecen en colonias a la som bra de árboles frondosos, en lugares casi siem pre em pantanad os o encharcad os. Las del lancetillo no se alojan porque están firm em ente asidas a la palm a que las produce; son muy resistentes, anchas y planas. Parecen puntas de pequeñas lanzas. Pero causan un dolor intenso y du radero como si tu vieran alguna ponzoña. El fru to del lancetillo, un coqu ito con alm end ra blanca que comíamos cuand o teníamos hambre, tam bién está cubier­to de espinas. Las del gü iscoyol son agu jas cilind ricas y finas. Al igual que las prim eras, crecen abigarrad as en troncos y hojas, m id iend o cinco y más centím etros de largo. Invariablem ente se alojan en qu ien choca con ellas. La presencia de gü iscoyolares es ind icio de la p roxim id ad de río grande.

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Una niñita ru bia y dulce, hija de colaborad ores que vivían en la p rofund id ad de la selva, asum ió por ocurren ­cia p rop ia la tarea de extraernos esp inas. Cuand o visitá­bam os su casa nos p reguntaba a cad a u no si las teníamos. Ante las respuestas afirm ativas exclam aba su sp irando: "¡p obrecito! ", y p roced ía a sacarlas con inusual pericia. Esta mujercita no pasaba de los siete años de edad .

Al tercer d ía de m archa llegam os a un área poblad a en las p roxim id ad es del río X aclbal - nom bre que en ixil significa lavad ero—. Procurand o no d ejar hu ella cam i­nam os en el cauce d e u n río p ed regoso y som bread o. Tierra adentro acam pam os y p revisoram ente instalam os la cocina en un promontorio, para que no la inundaran las lluvias torrenciales de la temporad a. Cierto d ía, m ientras com íam os alred ed or de la construcción, de un agu jero próxim o al fogón salió una serp iente coral. Más tard ó el animal en arrastrarse fuera de la tierra que un m achete en cortarle la cabeza. La d isposición d e sus anillos rojos, am arillos y negros era inconfund ible. Aunque no pasan de m ed ir un m etro de longitud , son cu lebras ágiles y nerviosas que poseen un veneno de acción neurotóxica mortal en cualqu ier dosis.

Desapareció el hambre entre nosotros, pues la pobla­ción nos brind ó abund ante yuca y m alanga, las cuales nosotros mismos le arrancam os a la tierra. Las raciones eran tan cop iosas que ninguno alcanzaba a term inarlas; en tonces gu ard ábam os parte para la m ed ia m añana o la tarde. La cacería se instauró y en los d ías sigu ientes com enzaron a llegar otros p rod uctos agrícolas. Resuelto el ap rem iante p roblem a de la alim entación y tom ado el control de la situación operativa, cad a organism o trabajó en lo suyo y de nuevo nuestro cam pam ento se convirtió en ep icentro de actividad . En la p rim era reunión general evalu am os la m archa recién conclu id a. En el asp ecto p olítico sobresalió u n p lan team ien to: la colectiv id ad

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resin tió que du rante el desp lazam iento se su spend iera la form ación política y cu ltu ral. La cual, se d ijo, era es­pecialm ente necesaria cu ando la intensidad del esfuerzo físico y el rigor m aterial se p rolongaban por varias jor­nad as. Se d ebían destinar entonces de dos a tres horas d iarias para ella, de manera que la cam inata fuera menos extenuante y la colectivid ad se sintiera estim ulad a por la perspectiva de su su peración intelectual. El reclamo evid enció que no pod íam os dejar de alim entar la con ­ciencia política ni en esas circu nstancias. Efectivam ente, durante el tiempo que nos tomó la m archa — d ieciocho d ías— la d irección y el mando concentraron su atención en el avance, la segurid ad del contingente guerrillero y la solución del p roblem a alim entario. El haber cruzad o una zona inmensa y poco habitada, dond e no teníam os base de apoyo, cercada ad emás militarm ente, d eterm inó esta carencia. Sin embargo, al su spend er la vida política y cu ltu ral, al m ismo tiem po que se acentuó la exigencia en el esfuerzo físico se afectó la moral colectiva, pues las nacientes conciencias eran frágiles. Realizar las labores de formación habría requerid o detenernos a med ia tard e aumentando los días de camino, y red uciendo la despensa vital con la incertid um bre de si obtend ríam os o no los víveres necesarios. Era una contrad icción, pero d ebíam os encontrarle salid a en el fu turo.

Entre otras tareas formé parte de una patrulla envia­da por abastecim iento. Tres mujeres íbamos en el grupo. Salim os por la tarde bajo lluvia pertinaz, pero moderada, llevando sólo mochila, toldo y plásticos. Luego de caminar a rumbo algunas horas nos detuvimos a cientos de metros de una viviend a; y dos com pañeros se d irigieron hacia ella para establecer contacto. Los demás nos ded icam os a cavar una fosa de dos metros cúbicos, auxiliánd onos de manos, m achetes y barretas, que allí m ismo fabricam os con árboles jóvenes de madera dura. Luego, con los toldos

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instalamos un techo amplio, colocam os debajo u n p iso de lienzos de p lástico, y alertas esperam os a que avanzara la noche. Entonces nos aproxim am os a la casa en silencio. Ya dentro salu d am os a la familia, la cu al nos brind ó una bebid a que fue tod a nu estra cena. Lu ego trasegam os cen ­tenares de m azorcas hasta nuestra posición. Al term inar nos d ed icam os a d eshojar y desgranar los frutos. Tuzas y olotes volaban al agu jero, m ientras un volcán de grano crecía en med io del grupo. Conversam os anim ad am ente y cuand o conclu im os cad a qu ien llenó su m ochila, p ro­tegiendo cu id ad osam ente el maíz para que el agua no lo dañara. A varios se nos form aron am p ollas en los d edos a causa de la cantid ad desgranad a. H abíam os acop iad o alred ed or de seis qu intales. Afanad os en esta tarea se nos fue la noche, y estand o próximo el am anecer recogim os el albergue p rovisional. Tapam os y ap isonam os el agu jero hecho y resem bram os sobre éste y el lu gar que ocupam os d iversas plantas. Después nos retiram os silenciosos y a paso rápido hacia el campamento. Al arribar acomodamos el p rod ucto a bu en resguard o, desayunam os y nos incor­poram os a las activid ad es cotid ianas. H abíam os pasad o m ás de vein ticuatro horas de pie, pero d escansaríam os hasta la noche; en las horas de luz d ebíam os estar tod os movilizad os.

Un correo que llegó por esos d ías portaba entre la corresp ond encia una carta d irigid a a qu ienes estábam os de responsables en el "cam p am ento d e las m u jeres". Era del puño y letra del m uchacho ixil que se había fu gad o de él. Nos saludaba fraternal y respetuosamente, patentizaba su preocupación por lo que había hecho y pedía d isculpas. Tam bién inform aba que había sid o rep rend id o por su p roced er de parte de los com pañeros a donde llegó y por su s familiares. Y exp licaba que el motivo de su fuga había sid o la tristeza que sentía por la lejanía de su abu elita, qu ien lo había criad o. Su pad re, d irigente comunal, había

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sid o asesinad o por los terratenientes del lugar cu and o él era pequeño. Finalm ente narraba que estaba contento e integrado a las guerrillas locales. Meses d espués de esta misiva, ya p robad o y más consciente, fue enviado en una misión al destacamento. Perm aneció una temporada estu ­d iando las ideas de la revolu ción y pasand o experiencia. Posteriorm ente volvió a donde estaban sus raíces.

Cierto atard ecer tom amos un medicamento antihel­míntico, pues la desparasitación intestinal era una necesi­dad periód ica para nosotros. Al caer la noche me retiré a d escansar, pero tuve la im presión de que me afiebraba y que la piel y los múscu los se estiraban causand o un dolor particu lar y d esconocido. Pronto tuve alta tem peratu ra, m ientras la pu lsera del reloj y la ropa me apretaban. Des­perté a m i com pañero, qu ien alu m brand o con la linterna d ijo que no se me d istingu ían nariz, cu ello ni orejas y que los ojos estaban hinchados. Inm ed iatam ente m e fue inyectad o un an tih istam ín ico, rep itiénd ose la m ed id a durante varios días. Débil, asu eñad a y sin poder u sar las botas por la hinchazón, perm anecí acostad a más de una semana. Había resu ltad o alérgica al remedio, mientras na­die más tuvo p roblem a alguno. Años después me exp licó u n méd ico que tuve suerte, pues pude morir, ya que las reacciones alérgicas de esa envergadura pu ed en cerrar las vías resp iratorias y matar por asfixia. Pero entonces yacía en tierra con mi prim er p roblema de salud en la montaña, sin tener idea de ese riesgo.

Por esos m ism os d ías un com pañero achí se extra­vió cuando volvía de la guard ia al cam pam ento, pues se d istrajo observand o un tap ir y perd ió el sentid o de la orientación. Cuarenta y ocho horas de ham bre e in ­tem perie le valió su cu riosidad . Y a dos com pañeros que salieron a exp lorar los sorp rend ió una torm enta eléctrica cuando se ap restaban a cruzar un río, cayénd oles u n rayo a corta d istancia, por la espalda. El fenóm eno les p rodu jo

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quem ad uras leves en las nalgas y sord era temporal. Tu ­vieron suerte, pero el susto que llevaron fu e grande. Esta m anifestación m eteorológica nos hacía sentir ind efensos. Los rayos solían penetrar hasta el suelo y su relám pago ilu m inaba cegad oram ente a ras del p iso, retu m band o en nuestros oídos su ruido atronad or. El fenóm eno era fre­cu ente porque vivíam os entre d ensa vegetación, dond e llovía nu eve meses del año.

Mientras el d estacam ento continuó estacionad o form é parte de una u nid ad de avanzad a a otra zona de la selva. Iba en ella un m iem bro del m and o y yo como resp on sable d e form ación . Tres m u jeres form ábam os parte del grupo. N uestra m archa d ebía d u rar jornad a y m ed ia, pero resu ltó de tres porque nos extraviam os. El p rim er d ía, cuand o nos d etu vim os a esp erar el resu ltad o de una exploración, una compañera se alejó varios metros. Algunos la vim os saltar dentro de un zanjón. Sin em bar­go, más ráp id o de lo que había d esap arecid o resu rgía del lugar con cara de susto. H abía caíd o ju nto a una boa constrictor que asu stada por su intem pestiva presencia se puso en alerta. H ábilm ente un com pañero le inm ovilizó la cabeza a la m azacuata, m ientras otro se la cercenó de un tajo. Luego arrastraron al ofid io de más de tres m etros a donde estábam os congregad os. El cu erpo del anim al se contorsionaba m ientras la vida se le iba. Esta cu lebra es la m ayor de tod as en las selvas m esoam ericanas p or su longitud y grosor; y mata por constricción, im pid iend o resp irar a la víctim a con la p resión de su s anillos. De una sola vez tiene vein te o más hijos de trein ta centím etros cad a uno, los que nacen aptos para valerse por sí mismos. Su piel se asem eja a hojarasca seca y las m ayores llegan a m ed ir alred ed or de cinco metros de longitud . N o tiene veneno alguno y es pacífica, lenta y dorm ilona. Inofensi­va, esta boa pued e ap rend er a convivir con los hum anos, cu m pliend o la fu nción de elim inar ratones y otras p la­

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gas domésticas. Pero su tam año y los mitos a partir de su capacid ad d evorad ora — pued e tragar enteros hasta un mono araña o un venad o cabrito jo v en — ind ucen irreflexivam ente a elim inarla sin razón.

Inm ed iatam ente algu ien su girió que la incorporá­ramos al menú de la cena, pero ninguno quería sumarla a su pesada carga. Representaba doce libras o más. Y no faltaba qu ien temiera que aun sin cabeza se enrollara en su cuello. Med io en brom a y med io en serio, los com pañeros se p ropusieron unos a otros para llevarla. Acep tó hacerlo un costeño, no sin antes am arrarla fu ertem ente con beju ­cos. No pocas veces, qu ienes le segu ían en la m archa lo alarm aron anu nciánd ole que el anim al rom pía el am arre, y en algún m om ento llegó a tirar la mochila con todo y la carne apetecid a, p rovocand o la risa colectiva.

El combatiente que hacía de guía destacaba entre los que mejor se orientaban. Le bastaba pasar una vez, de d ía o de noche por una ru ta, para reconstru irla a paso soste­nido sin ayud a de brú jula, cortes de machete o la p osición del sol, al cual adem ás raram ente veíamos. Sentid o nato de orientación y p ráctica sobre el terreno eran la base de su extraord inaria cualidad . Pero esta vez se confund ió porque aparecieron una brecha y m aqu inaria que pocas sem anas antes no estaban. Top ar con ellas en med io de la selva virgen fu e d esconcertan te y pensó que había errado el rumbo. Luego de in tentar encontrarlo por otras partes, llegó a la conclu sión de que la ru ta original era la correcta. Para cerciorarse buscó un bu zón que teníam os por el área. Efectivam ente, lo localizó; la carretera pasaba a pocos metros de él. Para entonces avanzaba la oscu ri­dad y d ebim os acam par. Ya instalad os nos d ed icam os a lim piar las armas, mientras los cocineros p reparaban la fastuosa cena.

El atard ecer de la segund a jornad a nos sorprend ió avanzand o en terreno cenagoso. Salir de él im plicaba cru ­

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zar un zanjón peligrosam ente crecid o. N os ap roxim am os a la correntada, buscand o equ ilibrio sobre raíces aéreas de árboles sim ilares a los mangles de agua salada. Con facilid ad resbalábam os y se nos enred aban los pies en el raicero. Salvar el obstácu lo llevó casi dos horas, lu ego de las cu ales y a oscu ras acam pam os en la m argen opuesta. Tem prano al otro d ía el zanjón era irreconocible, pues su caudal im petuoso estaba transform ad o en un hilo de agua que no llegaba a los tobillos. Igual pudo haber su bid o más y anegar la ribera d ond e estábam os o segu ir estable durante d ías en su tu rbu lencia. Los árboles de la ribera aband onad a la víspera parecían arañas gigantes, con las raíces al aire y afianzad as en suelo fangoso. El com porta­miento de las crecientes era im previsible.

Cuando los ríos de la selva se embravecen, entrad a la época de lluvias, inundan extensas áreas, arrastran árboles de toda talla y cu anto encuentran a su paso. Son im po­nentes y peligrosos por su desenfreno; algunas veces nos arrancaron com pañeros para siem pre y otras nos hicieron pasar m omentos de suspenso y miedo. Pero al ceder el in­vierno vuelven a su cauce norm al, y la vida se reorganiza a su alrededor. Sin embargo, nuestro trabajo requería que los cruzáramos tanto en época de seca com o de crecientes. Para lograrlo nos valíam os de d iversos med ios y de la sabid uría sobre su estructu ra y com portam iento. A veces u sábam os cayucos que nosotros m ismos fabricábam os y que escond íam os en las p roxim id ades. Otras ocasiones u tilizábam os las canoas y la pericia de com pañeros d e la población. Cu and o el cruce d ebía hacerse en vad os conocid os por el ejército o dond e pod íam os ser vistos por orejas o población no ganada, tom ábam os precauciones especiales. En otros casos los cruzábamos nadando asid os a nuestras m ochilas, las cu ales sabíam os hacer flotar con todo su cargam ento dentro; o pasábam os su jetánd onos

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a lazos o bejucos. Qu ienes sabíam os nad ar apoyábam os a los que no sabían o pasábam os el equ ip o de los demás. De cualqu ier m anera, la travesía debía hacerse d iagonal­mente a favor de la corriente, debiendo abrir o cerrar el ángu lo según la fu erza y la anchu ra del río. La d istancia entre el punto en que entrábamos al agua y el lugar donde salíam os pod ía ser de d ecenas o centenas de metros. En los cayucos era p reciso sentarse en el fond o m ojado, no pocas veces anegado en lodo con sangu ijuelas, colocar la mochila entre las p iernas y equ ilibrar cu id ad osam ente peso y m ovim ientos. Sólo los canaleteros o rem eros per­m anecían de pie. Cualqu ier inclinación hacia un costad o pod ía p rovocar el vuelco de las estrechas e inestables em barcaciones. Varias veces atravesam os los grand es ríos crecid os en ellas, cond u cid os inclu so por niños o ad olescentes, dueños desde tem prana edad de la pericia de la navegación en los ríos selváticos. En ocasiones había posibilid ad de tu m bar un árbol y pasar sobre su tronco y ramaje. En esos casos los mejores hachad ores se tu rnaban en el oficio. Y otras veces sencillam ente debim os esperar horas o d ías a que la creciente bajara.

En aquella oportunid ad reanud am os la m archa a la mañana sigu iente. Al med io d ía nos encontram os con los organizad ores de la zona y con los com batientes re­clu tados durante la ausencia del destacamento. Debíamos im pu lsar entre unos y otros la form ación p olítica y el ad iestram iento militar. Tam bién estaba previsto que visi­táram os algunos hogares, nos inform áram os de p rim era m ano sobre la situación del área y sobre las vivencias de qu ienes habían term inad o por lanzarse a esas selvas en bu sca del porvenir que no encontraron en su s lu gares de origen, n i en otros ru mbos del país. Nos correspond ía asi­mismo recabar información operativa y crear cond iciones m ateriales para la fu tu ra llegad a del destacam ento.

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La selva segu ía reveland o sus secretos. En el nu evo hogar nos recibió u n coro de ranas-toro que tod as las tard es, a la m isma hora, escucham os d u rante el tiem po que perm anecim os allí. El p rim er d ía me d esconcertaron resp ecto a nu estra p osición, porqu e em iten un sonid o sim ilar al del ganad o vacuno, d and o la im p resión de ser tales y, p or lo tan to, d e encon trarnos p róxim os a un potrero o corral. Sin embargo, sabía que estábam os alejados de asentam ientos humanos. Fue inú til que me afanara en localizar un ejem plar. Al canto de los batracios se su p erp on ía la sin fon ía m onótona y estr id en te d e las ch icharras macho. Eran m illares de ejem plares que de m anera p ersistente y su cesiva p rod u cían un fu erte sonido. El ru id o de estos insectos me era fam iliar debid o a las temporad as que du rante mi niñez y ad olescencia p asé en el cam p o. Pero siem p re estu v e en ca sa s rodead as de terrenos descom brad os o de jard ines que se anteponían al monte virgen, siend o p osible su straerse a su bullicio. Pero esta vez me encontraba en la m ansión del ch iqu irín , exp erim entand o lo qu e era escu charlos in in terrum pid am ente porque era su tem porad a. Pronto m e percaté de que su chirrid o me d esesperaba, m ientras parecía no afectar a mis com pañeros. Cuand o llevaba alred ed or de d iez d ías, el sonid o hería mis oídos y yo sentía enloquecer. Este hecho me hizo reflexionar sobre lo in im aginable qu e resu ltaban ser las p ru ebas y las circunstancias de lucha a las que nos veíam os expuestos. No habían afectad o mi estabilid ad p síqu ica la lejanía e incomunicación con mi hijo y mis seres queridos; tampoco los p roblem as id eológicos, p olíticos y organizativos que enfrentábam os; m ucho m enos el peligro, las ham brunas, los esfuerzos físicos extraord inarios, la carga a mecapal, las incom od id ad es sin fin. Pero estos anim alitos inofensivos estaban logran d o d errotarm e. ¿Cóm o exp licarm e y exp licar que su chirriar me hacía d u d ar de mi capacid ad

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para trabajar en la selva? Pero en los d ías p recisos en que callad am ente enfrentaba este d ilem a, algo se operó en mi cerebro, de manera que el agudo ruido dejó de molestarme para siempre.

Pasadas unas semanas nos abatió el palud ism o. Dos terceras partes de qu ienes nos encontrábam os concentra­dos caím os enferm os con d iferencia de horas o días. Qu ie­nes qued aron en pie apenas tu vieron alcance para moler, cocinar y atend ernos. Éram os literalm ente un hosp ital a cielo abierto, vu lnerable ante cualqu ier emergencia. Afor­tunad am ente las ep id em ias fu eron raras, pero la malaria fue un verdad ero azote. Qu izás tod os la pad ecim os varias veces. Y d esd e entonces, nos rep itió periód icam ente, aun cu and o estu viéram os en clim as tem p lad os y hu biesen pasado años. Y no pocas veces d io lugar a escenas conm o­ved oras. Cierta vez, por ejem plo, un com pañero qu iché cayó enfermo y en varios d ías no p robó bocado, debid o a la náu sea y los vóm itos que le p rovocó. Estábam os reunid os cuando este com batiente apareció tam baleante y pálido. Su jetánd ose a un palo susurró: "¿Perm iso para in terrumpir?", fórmula de cortesía que acostumbrábamos. Luego agregó con voz trémula que ped ía au torización para salir de cacería porque tenía ham bre y quería com er carne. Tod os lo observam os atónitos; era obvio que no estaba en cond iciones ni de levantarse de la ham aca. Le ord enaron volver a su puesto y acostarse; al colectivo se le solicitaron dos voluntarios para ir de cacería al terminar la reunión. Para la cena nuestro com pañero tomó cald o y com ió carne de pava.

No sólo nuestras d ificultades, sino tam bién nuestras fuentes de alegría eran inacabables: vivir la fraternid ad colectiva, el amor de nuestra pareja, la travesu ra de algún compañero. Contem plar una estrella fugaz, una alfombra de flores en p rim avera, una escuad rilla de guacam ayas

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en alto vuelo. Escu char el trino de pájaros cantores, la al­garabía de las band ad as de pericos, la visita bu llangu era de los monos araña.

Desd e entonces la selva se me reveló im ponente, bella, ap asionante; alternativam ente me exasp eró, m e alu cinó, me cau tivó. La selva retiene para sí la m ayor parte de sus misterios y d icta leyes y costu m bres a qu ien la habita. O se le respeta con hu m ild ad y paciencia, o se sucum be devorado por ella. Es un universo de m arip osas y verd or feraz que nos com penetra por completo: senti­dos, sentim ientos, pensamientos. La selva atrae irresis­tiblem ente a qu ien ha vivido en ella etapas cru ciales de su existencia y se in tegra para siem pre a su ser. Aunque nu estra estancia en ella no tuvo nad a de parad isíaca, de vez en cuando la belleza y la tranqu ilidad de la natu raleza se im ponían al trabajo, a las p lagas y al estado de alerta permanente. Sueño con volver a ella; pero la miseria del campesinado y la acción depredadora del cap italismo y de la contrainsu rgencia están acabando acelerad am ente con esas form as vegetales p rim igenias. H oy probablem ente aquellos lugares recorrid os por nosotros sean una ilu sión, un pasado, una leyend a.

N uestro eje concep tu al en tonces era crear u na organización político-m ilitar que fuera a la vez el germ en de un partid o político y el de un ejército popu lar. Y así lo exponíam os en nuestra labor de form ación. Sin em bargo, progresivamente nos dábam os cuenta que gestar un parti­do político, por lo menos en el frente que construíamos, era im posible porque carecíam os de los cuad ros corresp on ­dientes. Y el medio social donde nos desempeñábamos era atrasad o políticamente. En tanto que nuestro crecim iento en combatientes, activistas y bases de apoyo era acelerad o, los cu ad ros p olíticos segu ían siendo los m ism os y eran cad a vez menos en relación a la exp ansión de nu estro

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rad io de acción. Tam bién carecíam os de cuadros militares propiam ente. Es decir, de com pañeros que conocieran la teoría militar en su esencia, com plejid ad y relación con la política. Nosotros sólo teníamos compañeros conocedores del arte guerrillero y poseed ores de entrega, volu ntad y arrojo extraord inarios. De ahí que, al m ism o tiem po que era clara la u rgencia de contar con una colu m na vertebral política que fu era el alm a de nu estra organización, veía­mos la im posibilid ad de lograrlo con el recu rso hum ano que éramos y pod íam os ser en las montañas del noroeste. Pero muy pocos teníamos conciencia de este problema. La subestim ación de la política era generalizad a d entro de la organización, inclu so en la cap ital d ond e al p rincip io cifrábamos nuestras esperanzas. N um erosos compañeros consid eraban que hacer política —y por lo tanto, pensar, d irigir y actuar políticam ente — era perder el tiem po. Y orientar a las m asas a que im pu lsaran lu chas am plias, am paradas en una ley que sólo existía en el papel, era mandarlas al matad ero. Más bien decían que debíam os arm arlas para que arrebatáram os el poder y que luego habría tiem p o p ara p rep ararnos y form ar el p artid o. En la configu ración de este pensam iento influ ían varios factores. Entre ellos la p ráctica conservad ora, politiquera y oportunista de los partid os políticos existentes; la im ­punid ad y la in tolerancia del régim en que p rovocaban el exilio o el asesinato de aquellos in telectuales, políticos y lu chad ores sociales que levantaran band eras de democra­cia y ju sticia social; la herencia m ilitarista y cortop lacista de las guerrillas de la d écada anterior; y, finalm ente, la influ encia foqu ista cubana.

A nu estro ju icio, las armas y lo militar tenían enton­ces un lím ite porque nos era p rioritario ganar, organizar y politizar a u n núm ero m ayor de población; así como form ar y ad iestrar a los in tegrantes del d estacam ento

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guerrillero, tem p lam os para soportar por años los rigores de la vid a a la intem perie, conform am os con raciones de ham bre y cu id arnos de no com prom eter la segu rid ad de los poblad ores que crecientem ente nos apoyaban. A ve­ces las contrad icciones se agud izaban críticam ente entre algunos de nosotros. Los menos consid eraban que con la sola acción arm ad a en aquel contexto de atraso político, de localism o étn ico-cu ltu ral, de aislam iento nacional de las com unid ad es donde incid íam os y con la p recaried ad de arm am ento y p arqu e que segu íam os ten iend o, no llegaríam os m u y lejos en el fren te nu estro. Y en cam ­bio p rovocaríam os u na reacción del sistem a su perior a nuestras fuerzas políticas y m ilitares que no pod ríam os en fren tar en térm inos globales. Consid eraban que la cu estión no era sim plem ente com batir contra el ejército no im portaba dónde, cómo ni con qué resu ltad os com o algunos p roponían. La lucha in terna era ard ua, pero en aquel entonces logram os p referenciar la p reparación de la au tod efensa de la población organizad a, y los p lanes y criterios para la realización de la p ropagand a arm ad a. Tam bién se trabajó en fu nción de la neu tralización de orejas y com isionad os m ilitares que d elataban y entre­gaban gente —organizada o n o — al ejército. A ellos les d ábam os tres oportunid ad es para rectificar su proceder. Los buscábam os personalm ente y tratábam os de persu a­d irlos con razonam ientos que d aban resu ltad o positivo la mayoría de las veces. El tercero y ú ltim o aviso se les hacía delante de su esposa, hijos y fam iliares. Asim ism o, logramos priorizar la expansión del trabajo político-orga­nizativo hacia el su r de El Qu iché, el su roeste del Petén y los departamentos de Alta Verapaz y Huehuetenango. Así establecim os bases en un am plio territorio que perm itió m ayor m ovilid ad a la guerrilla, y posibilitó la d ifu sión de nuestras id eas entre un núm ero m ayor de población.

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N os abocam os ad emás a m u ltip licar las vías logísticas y de com u nicación . Trabajam os en la in trod u cción de arm am ento, m ed icam entos y recu rsos básicos para estar en cond iciones de pasar a nu evas fases de d esarrollo y actividad militar.

Sin em bargo, el equ ilibrio era p recario en tre n o ­sotros. Algunos veteranos con influencia entre los com ­batientes mantenían la p resión y no dud aban en tom ar iniciativas m ilitares de hecho. Por otra parte, la m ism a población nos dem and aba armas y acción bélica. Tanto dentro com o fuera de la organización necesitábam os una cu ltu ra política superior, capaz de com prend er las com ­p lejid ad es y p reced encia de la política; así como tam bién im p u lsar el conocim iento de la ciencia m ilitar —y no sim plem ente del arte gu errillero— y las im p licaciones de uno y otro nivel en la lucha por el poder. Y en am bos aspectos estábam os poco menos que en pañales.

A d os m eses de trabajar en esta zona la h abía­m os recorrid o p arcialm ente. Y nu estra u n id ad había d esp legado para entonces toda su capacid ad laboral y organizativa, sistem atizand o hasta dond e le era posible la labor de alfabetización, politización y ad iestram iento militar. Tam bién habíam os realizad o tareas p rod uctivas y de abastecim iento, así como exp loraciones de nuevos lugares de cam pam ento.

En esos trajines conocí el proceso de p roducción del achiote y del cardamomo; experimenté la laboriosidad que implica levantar una cosecha de frijol y conocí por observa­ción el arte y paciencia de la cacería del jaguar.

Una tarde lluviosa apareció la columna guerrillera que habíamos p reced id o y en ella llegó Bened icto. Era costumbre que al arribo o partida de un grupo todos acu ­d iéramos a recibirlo o despedirlo. Quienes llegaron esa vez saludaron como era usual, con apretones de m anos y efusivos abrazos a quienes los recibíamos, manteniend o el

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ord en de la colu m na y cargando aún sus mochilas. Estos reencuentros eran motivo de p reparativos de recepción, de alegría general, de expectativas sobre los avances del trabajo respectivo, de in tercambio de noticias. Los cam i­nantes generalmente estaban ham brientos y extenuados, pero tenían la certeza de que qu ienes estaban "en casa" les esperaban con solicitud . Entrar a un cam pam ento era hacerlo al hogar, a la civilización, al confort: instalaciones básicas, cocina, leña, techo, víveres y, sobre todo, com ­pañeros de id eales y lucha. A la p regunta de "¿cóm o les fu e? " solían responder: "llegam os". Y era que los peli­gros, las d ificultades y los esfuerzos eran siempre tales que llegar, no im portaba a través de qué vicisitud es, ni en qué cond iciones, era lo importante. En esa oportuni­dad , cu ando mi compañero se ap roxim aba en fila hacia donde yo estaba, observé que m anipu laba el depósito de su granada. Extrañad a por el hecho en las circu nstancias en que nos encontrábam os, fijé la vista en su s manos más que en el alegre rostro que me d irigía. Mi sorpresa fue m ayor cuand o, luego de varios intentos, logró sacar del interior una d im inu ta tortuga verde y amarilla que, asida de una patita, me extend ió com o regalo. Ese día era mi cumpleaños. La granad a, mientras tanto, había ido a dar al fond o de la mochila. Nos abrazam os y besamos como su elen hacerlo qu ienes amándose han pasad o separados una temporada.

Por una breve semana la tortugu ita formó parte de la colectividad . Pero teniendo la ju ngla por morad a era p revisible que no le pareciera atractivo vivir dentro de un viejo bote de hojalata, única manera de no perderla de vista y de protegerla de las pisad as de aquella muchedumbre. Así que un buen d ía, mientras me encontraba de guard ia huyó de la prisión para volver a dond e pertenecía. Lam en ­té perder mi regalo pero me alegró su libertad .

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Años atrás, en un bosque de nubliselva del corazón de Los Cuchumatanes, por azares de la lucha nos cono­cimos con Benedicto. A raíz de ese p rim er encu entro él escribió estos poemas:

Motivos del elefante

Me he preguntado muchas vecesdónde reside la necesidad de tu vida en mis actosy la razón de que estando tú lejosarda bajo la lluvia la pólvora de mi alma.Porque mi condición de elefanteque ha vivido sin amor y que no olvidahace que me avergüence un poco de mi propia ternura.De ahí que sólo se me ocurra comparartea una estrella de papel plateado,a un aeroplano amarillo de dos alas,a una flor.

El hombre le dice barrilete a su amor

No te quiero nada más por tu semblante de barrilete volado en primavera; ni por tu condición de muchacha con el alma bulliciosa de pájaros;ni porque tengas el tiempo lleno de mariposas.Yo te quiero más bien por viejas razones de hombre: porque era a ti a la que sin saberlo había querido hallar siempre en las gaviotas; porque era tu alegría la que durante la niñez buscaba los domingos en los circos llovidos, y porque cualquiera sabe que es triste inmensamente existir sin amor.

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Habíamos recorrid o caminos y procesos d iferentes para llegar a ese punto de militancia y geografía. Y para entonces ambos habíam os decid ido ded icar nuestras vi­das a la revolu ción guatem alteca y al in ternacionalism o p roletario. El am or irru mpió inesperad am ente, en med io del trabajo y las vicisitud es de la vid a guerrillera y clan ­destina. Su rgió sin p romesas ni cond iciones, d ispuesto a la renuncia p ronta en aras de la lu cha en que estábam os empeñados. N ació en libertad y espontaneid ad , ajeno a las leyes y convenciones sociales. Pero in iciamos nu estra vid a com o pareja cuand o me integré al d estacamento.

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EN LA CASA D EL JAG UAR

Al poco tiem po de haberse m u ltip licad o el destacam ento, y cuando la d irección de la montaña debió d irigir d iver­sas estructu ras y cu ad ros del naciente frente, se decid ió transform ar el carácter del mando de sólo militar a p o­lítico-m ilitar. La p ráctica había revelad o esa necesid ad , pu es éram os una colectivid ad que se regía por criterios y m étod os políticos para reclu tar a su s m iem bros, para organizar y d irigir su vid a interna, y para p royectarse a la población de las zonas dond e se m ovilizaba. Y su trabajo era en fu nción de objetivos políticos. Al m ism o tiem po, debía valerse de una organización y med ios militares para llevar a cabo su labor y defenderse del adversario. Para darle ese carácter se fu sionaron el m and o existente y el equ ipo de formación que, de hecho, llevaba la cond ucción política del destacamento. El nuevo organism o trabajó, com o los anteriores, bajo la orien tación y su pervisión de la d irección, la cu al sigu ió d esem peñand o sus fu nciones desde el seno de nuestra colectivid ad . El mando fue el instrum ento ejecu tor y garante de la realización de los planes y decisiones superiores.

A partir de su recom posición, el nuevo organism o centralizó la labor de form ación política. Sin em bargo, para im plem entar múltip les fu nciones y activid ad es de la colectivid ad , este órgano continuó apoyánd ose en los demás equ ipos, tales com o servicios y segu rid ad , abas­tos, servicios m éd icos, alfabetización. Estos tenían vid a p rop ia y m argen para d esp legar in iciativas dentro de su campo. Su fu ncionam iento era colectivo, pero cuand o el d estacam ento se d ivid ía, ellos tam bién lo hacían. Estos organismos y todos los in tegrantes del destacamento con ­form aban una estructura p ropiam ente militar, consistente

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en escuad ras in tegrad as a unid ad es m ayores, con sus res­pectivos m and os y funciones m ilitares en cam pam entos, marchas, operativos y misiones políticas. Esta estructu ra tam bién se read ecuaba según estuviéram os concentrados o d ispersos, pero siempre existía y todos sabíam os cuál era nuestro lugar y responsabilid ad es en d iversas circunstan ­cias. De manera que las estru ctu ras funcionaban en toda situación bajo un m and o centralizado, pero colectivo y su pervisad o por la d irección.

El grado de d iscip lina existente entre nosotros era alto. No sólo d esd e el pu nto de vista m ilitar, sino d e nuestro desem peño político y en todos los órdenes de la vida cotid iana. Nos regíam os por reglas, horarios y cos­tu m bres conocid as por todos y cuya razón de ser había sido fund am entad a a la colectivid ad y d em ostrad a por la p ráctica. Su cu m plim iento era de obligación general. La d iscip lina se asum ía como necesaria, siend o raras las ocasiones y los casos en que se requerían llam ad os de atención o recordatorios. Las sanciones eran excepcionales y en general no éramos partid arios de ellas, p refiriendo la labor de persuasión, el ejem plo de los responsables y la fuerza m oral de la colectivid ad hacia cada uno de sus integrantes. Teníamos horario para toda activid ad y cu al­quier iniciativa personal requería au torización.

Los primeros en levantarse, siempre antes del amane­cer, eran las guard ias d iu rnas, los m oled ores y los cocine­ros. Pues al d espuntar el d ía ya d ebía haber vigilancia en determinados puntos y estar listo el desayuno. Con el alba se levantaba la colectividad , recogía los equ ipos de dormir y los guard aba en las m ochilas, las cu ales m anteníam os listas para cu alqu ier eventu alid ad . Lu ego llevábam os platos a la cocina, recogíamos leña y nos p resentábam os a formación. En ésta pasábamos lista, revisábam os el estado de las armas y anunciábam os las activid ades y asignación de las tareas del día. Luego d esayunábam os escuchand o

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noticias y a las ocho de la m añana in iciábam os el trabajo. Salvo tareas o situaciones extraord inarias que lo im po­sibilitaran, se su spend ían las labores al m ed io d ía para com er y descansar. Por la tard e d esp legábam os activid a­des por tres o cu atro horas, según fuera la d u ración de la lu z solar. Al finalizar la tard e estaba au torizad o escuchar m ú sica d u rante una hora, en el rad io colectivo. Entre la base se rotaba la decisión sobre cu ál estación sin tonizar, pu es los gustos eran tan d iversos que iban de los sones ind ígenas al rock, pasand o p or música ranchera, trop ical y rom ántica entre otras. Esa era tam bién la hora del baño y del lavad o de ropa.

Salvo situ aciones de excep cional segu rid ad , nos bañábam os con rap id ez y silenciosamente, o controland o el volu m en de la voz. Cuando las cond iciones de segu ­rid ad y las características del terreno lo perm itían , se establecían bañad eros separados para hombres y mujeres. Era una d em and a fem enina que pocas veces fue posible satisfacer. Pero tuvim os lu gares verd ad eram ente bellos: agua abund ante, corrientes mansas o pozas cristalinas, vegetación exuberante y fondos de arena blanca o roca. Otros, sin em bargo, eran de agua y cau ce fangosos, de acceso d ifícil y rod ead os de vegetación hostil. Disfru ­tábam os los bañad eros agrad ables. Pero en u no que frecuentam os resu ltó que cuando llegábam os al lu gar, aparecía una m anad a de micos araña que armaba gran bu llicio, observánd onos con insistencia. No se callaban ni se retiraban , sino cuando nos vestíam os y retornábam os al cam pam ento. Cam biam os la hora del baño, lo h icim os con sigilo y nad a. Invariablem ente com enzaba el jolgorio de los primates cuando nos desnudábam os. Y la verdad es que la manera de vernos y su parentesco con los hum anos nos hacía sentir incóm odas. Aunque nos reíam os mucho, bromeando y comentand o sus mirad as y piruetas. Y a ellos nos d irigíamos reclamánd oles su ind iscreción y escándalo,

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m ientras les tirábam os agua. Ellos, a su vez, nos lanzaban hojas y pequeñas ramas. Segu ram ente los árboles p róxi­mos les p roporcionaban el alim ento cotid iano y nu estra p resencia en su territorio los incom od aba.

Al ap roxim arse la noche cenábam os y más tard e realizábam os la ú ltim a activid ad del día. Pod ía tratarse de la evaluación de algún operativo militar o tarea política entre la población; de críticas y au tocríticas de la colecti­vid ad ; de algún tema cu ltu ral o com entario de noticias, por ejem p lo. Esta reu n ión la conclu íam os en tonand o canciones revolu cionarias, generalm ente a las nu eve o d iez de la noche, hora a la que nos retirábam os a d ormir. Qu ed aban de pie las guard ias y algú n cazad or noctu rno cuand o la segurid ad lo permitía. Pues en ciertos lu gares y épocas m erod eaban anim ales noctám bulos. Entre ellos destacaban por su abund ancia unos mamíferos pequeños, de cola larga y prensil, cara red onda, ojos grandes y orejas pequeñas. Su pelaje era denso, sed oso y café claro, casi dorado. Vivían en los árboles y los llam ábam os m icoleo- nes. Solíam os cazarlos encand ilánd olos con linterna. Para localizarlos era p reciso que en el cam pam ento reinaran la oscu rid ad y el silencio. Un com pañero de d irección que gustaba de esta cacería, solía abastecernos de carne cu an ­do algún anim al trasnochador velaba nuestro sueño.

No conocíam os d ías de descanso ni vacaciones. Los fines de semana o los días festivos pasaban desapercibidos. Sin embargo, qu ienes tenían sólo responsabilid ad es de base solían d isponer de algún tiem po libre en el día. Y lo u tilizaban para descansar, leer, conversar. Pero qu ienes teníam os responsabilid ad es m ayores sólo reposábam os las horas de sueño. Y, aún así, el tiem po de trabajo nos p arecía p oco, p orqu e las d em and as de la lu cha eran superiores a nuestra capacid ad .

Por tem p orad as volv í a trab a ja r con cu ad ros organ izad ores salid os de la p oblación regional. Con

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ellos constaté, com o lo h abía hecho d en tro d el d es­tacam ento — y años después lo haría con los combatientes u rban os—, que lo m ás d ifícil para la m ayoría de nosotros era u tilizar la fu erza con tra otros seres hu m anos. A m ayor calid ad hu m ana y política, m ás d ifícil ejercerla. La violencia no nacía espontáneam ente en nosotros, ni era m otivo de orgu llo o satisfacción. Tal d ificu ltad no se debía al m ied o por perd er la vid a que, de una u otra m anera se sien te, pero que es su p erad o gracias a las convicciones y al sentid o del deber. Sino por el hecho de segar la vid a de otros. Sólo porqu e las vías legales para d em and ar ju sticia no fu ncionaban o nos eran ved ad as m ed iante el terror y la im punid ad del régim en es que la ejercíam os. Pero ningu no nos recreábam os de recu rrir a ella. A la acción arm ad a o a cu alqu ier tarea riesgosa íbam os con entu siasm o y d eterm inación d e cu m p lirla costara lo que costara; y el hecho de salir airosos de u n com bate o de u na d ifícil situación operativa era m otivo de alegría. En tre nosotros se reconocía el d esem p eño firm e y valien te en la confrontación con el ad versario; pero se hacía con m od estia y p arqu ed ad . Y en aqu el tiem po éram os cu id ad osos en la elección de los objetivos a golpear. Procu rábam os no d añar a terceros y cu and o había riesgo de hacerlo su spend íam os el operativo. De la m ism a m anera p roced íam os en la recu p eración de recu rsos. Percibir en alguno de nosotros gozo o m orbo por la m u erte de ad versarios, o p or el su frim iento de sus seres querid os, era ind icio de d eform aciones id eológicas graves, de falsos valores, de reclu tam ientos m al hechos, de infiltración.

Entre los planes de entonces estaba extend er nuestro trabajo hacia el d epartam ento de Alta Verapaz, poblad o p rincip alm en te p or cam p esinad o keqchí. Por razones operativas debíam os com enzar por la zona noroccidental, dentro de la Franja Transversal del N orte, donde altos

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oficiales p oseían enorm es exten sion es de tierra y la tran snacional p etrolera Shenandoah ten ía un enclave. Como primer paso fue enviada u na patru lla, entre cu yos in tegrantes iba una mujer. Esta u nid ad debía abrir una ru ta p rop ia a través de la selva virgen, hacer las p rim eras exp loraciones del terreno y localizar las áreas pobladas más p róxim as a las m árgenes del río Chixoy. A la vuelta d e u nas sem an as los com p añ eros retorn aron con la inform ación que perm itió enviar por varios meses a u na colu m na del d estacam ento. A ella fu i asignada.

A d iferencia de los demás grupos, al nuestro le to­caría trabajar en cond iciones m uy ad versas: sin bases de apoyo, lejos de población organizada, sin vías de abasteci­miento d irecto y sin com u nicación con la capital. Irían en esta colu m na u n m iem bro de d irección y dos del mando. Cuando tuvim os todo listo, ju sto la noche antes de partir, Benedicto enferm ó gravemente. Alta tem peratu ra, vóm i­tos incontenibles, d iarrea y náusea lo atacaron por varios días. No retenía alimento alguno, ni siquiera agua hervida. Se d ebilitó al punto de qued ar postrad o en pellejo y hu e­sos. Este contratiem po nos obligó a posponer la partid a, m ientras las d emás colu m nas em prend ieron su cam ino. Estábamos acam pad os en un terreno cenagoso que, por la pu trefacción de la vegetación p isotead a de tanto ir y venir, se había convertid o en u n lod azal m aloliente. Con frecuencia com paré nuestros cam pam entos con chiqueros o corrales; m ientras pensaba hasta dónde éram os capaces ad ap tarnos a vivir m ovid os sólo por ideales.

Desde que los qu ince fu ndadores del destacam ento entraron al Ixcán en enero de 1972, y hasta com ienzos de 1979 por lo m enos, no hubo méd ico ni enferm era con nosotros, ni en todo el frente que se conform aba. Qu ienes in tegraban nuestro equ ipo de servicios méd icos eran en aquel entonces una com pañera grad uad a de la facu ltad de Med icina de la Universid ad de San Carlos, sin exp e­

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riencia, y dos jóvenes cam pesinas atraíd as por el oficio, que se alfabetizaron y ap rend ieron sobre la m archa el ABC de la higiene y los p rim eros auxilios. Este equ ip o conocía del cu id ad o y m ed icam entos ap rop iad os para las enferm ed ad es y malestares frecuentes entre nosotros: gripe, p alu d ism o, reu m atism o, in fecciones de la p iel, hongos, m osca ch iclera —leishmaniasis—, p arasitism o in testinal, alergias, golp es, herid as m enores. Pero no estaba en capacid ad de reconocer y atend er otras. Y en la colectivid ad , especialm ente entre los veteranos, había algunos que sabían inyectar, su tu rar, extraer muelas. De m anera que nu estras referencias m éd icas fu nd am entales fu eron el libro Donde no hay doctor, de David Werner, y u n vademécum. Cuando nos aquejaba alguna enferm ed ad d esconocida o para la cual no teníam os m ed icam entos, nos encom end ábam os a la buena su erte y esperábam os a que la resistencia del organism o, el reposo y la volu ntad sanaran al enferm o. Muchas veces fu ncionó; otras fu e necesario sacar del frente al afectad o o llevar d esd e la ciu d ad a un m éd ico experim entado. Sin embargo, estas alternativas no solían estar a nuestro alcance. A cau sa de ello, por ejem plo, m urió uno de nuestros d irigentes en la selva. Esto suced ió poco d espués de mi salid a del frente.

Cuando Benedicto pu do sostenerse en pie y caminar llevand o solam ente su arm a corta, enfilam os hacia nu es­tro destino. Durante d ías avanzam os por selva virgen, acam pand o a m ed ia tarde para estu d iar unas horas. Es­tuvim os en lu gares sin ind icios de haber sido habitad os ni recorrid os por brecheros, caucheros o cazadores. Con frecuencia veíam os fam ilias de monos araña y saragu a­tes, m anadas de coches de monte y de jagü illas; cazam os numerosas aves, p rincipalm ente paju iles y pavas; y d etec­tam os huellas de d istin tas especies. Recorrim os d iversos tipos de terreno y vegetación , varios de ellos d ifíciles

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por su hostilidad . Los navaju elares, por ejem plo, esta­ban cubiertos por u na enred ad era de hojas lanceolad as, cortantes en su s bord es y cu biertas con una pelu sa que se ad hiere persistentem ente a rop a y piel. Invad e áreas donde predomina la vegetación baja, cubriéndolo todo. De ellos salíam os con la cara y las manos cubiertas de finas y ardorosas cortad as. En zonas pantanosas, poblad as de güiscoyoles, nos esp inam os ferozm ente. En jim bales que se erigían com o densas murallas de tres y m ás m etros de altu ra, debim os abrir tú neles a ras del suelo y avanzar a rastras, evitand o sus púas cu rvas que desgarraban ropa y equ ipo. Pero otros tram os eran fáciles y en ellos cam i­nábam os con rap id ez.

Al cabo de una semana ubicam os el lu gar ap rop ia­do para establecer nuestro cam pam ento de retaguard ia y p rim er centro de operaciones hacia la Alta Verapaz. Estábam os a u na jornad a de las p rim eras v iviend as. Como era época de lluvias, acond icionamos esta base bajo aguas torrenciales. Descom bram os pequeños y d ispersos espacios para que no fueran detectados por la aviación. En unos sem braríam os maíz, frijol, yuca, p látano y té de lim ón; en otros ed ificam os de inm ed iato infraestructu ra rú stica para d iversos usos. Debim os abrir brechas en m últip les d irecciones desde las construcciones hasta los m anacos que nos p roveyeron las hojas para techar. La cu bierta com pleta de u n ranchón fue realizada por cinco mujeres, todas novatas en ese arte.

Conclu id a el área de cam pam ento, nos d ed icam os a las tareas en su p eriferia: siem bras, constru cción y abastecim iento de buzones, exp loraciones, construcción de em barcaciones. Entonces nos ausentábam os del hogar durante la jornad a o por varios d ías. Al retornar solíam os encontrar huellas de jaguar. Las cebollas de sus patas esta­ban im presas por doquier, pues el felino no d ejaba lugar sin visitar. N unca logram os verlo, aunque varias veces

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sentim os su olor o encontram os deyecciones recientes. Y muchas veces lo escucham os rugir en los alrededores. El jagu ar es el felino más grande de Am érica y pesa entre 150 y 250 libras. Es activo de d ía y de noche, y su poderosa voz se escucha a d istintas horas, especialm ente en los meses de d iciem bre, enero y febrero. Al escasear el alim ento en su hábitat incu rsiona en áreas poblad as para cazar reses, pu ercos de castilla, perros. No suele agred ir al ser hu m a­no, com o sí lo hacen especies de otros continentes. Pero pued e llegar a hacerlo si es atacad o, está herid o o tiene crías en las p roxim id ad es.

En cierta ocasión, un com pañero que sabía im itar la voz del jagu ar respond ió al llam ad o de un ejem plar en celo que al anochecer m erod eaba el cam pamento. Para regocijo de todos se estableció u n verd ad ero "d iálogo" entre la bestia y el guerrillero. El ju ego duró buen rato, hasta que los rugid os verd ad eros se ap roxim aron tan to a nuestras ham acas que aquéllos que estaban ubicados en la periferia em pezaron a temer por su integrid ad . Pues una cosa es conocer el com portam iento del anim al en teoría y observarlo entre rejas, y otra estar en su casa grande y a oscuras. El travieso com pañero, sentad o a la orilla del fogón, persistió en el ju ego deseoso de ver hasta d ónde se ap roxim aba su interlocu tor. Entonces el regocijo se fue transform ando en risitas nerviosas, p rim ero, y lu ego en franco enojo de aquellos que d em and aban al com batien ­te "d ejar de ru gir". Prud ente e ingenuam ente, no pocos elevaron sus ham acas a u n par de m etros del suelo.

En aquellos m eses de febril e in in terrum pid a activi­dad , sin fru tos ni com pensaciones palp ables, du rante las exp loraciones p rolongad as su spend íam os el avance a las dos o tres de la tarde. De m anera que d ispusiéram os de tiem po y energía para alim entar nuestras m entes y forta­lecer las conciencias. A las activid ad es form ativas en tales circunstancias las llam ábam os cu rsillos en m ovim iento.

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En una ocasión, haciendo un reconocimiento a través de selva cerrada y hostil, cargados al máximo, llevábam os a cuestas los víveres ind ispensables para toda la misión. Sabíamos que al cabo de varias jornad as llegaríam os a un área habitad a, pero no era conveniente todavía qu e la población se percatara de nuestra presencia. A lo largo de la travesía nos atosigaron nubes de dos especies de mosquitos, p lagas que estaban en su apogeo. Un d ía de tantos, cuando d etu vim os la m archa, sentí desfallecer. Sólo recogí leña y solicité que se m e excusara de d irigir la actividad de formación. N ecesitaba recostarm e porque ya no daba más. H abiendo obtenid o el permiso, exp liqué al colectivo por qué no trabajaría esa tarde. Entonces no había qu ien me sustituyera. Pero cad a com pañero lleva­ba consigo tareas y m ateriales de estud io acordes a sus particu lares necesidad es. De ahí que les orientara realizar trabajo ind ividual.

Me retiré a instalar mi pu esto y me tu m bé en la hamaca. Pero no habían pasado qu ince m inu tos cu and o d iversos com pañeros em pezaron a visitarm e. Uno ped ía muestra, otro que le revisara la tarea conclu id a; aquél pedía un nuevo material de lectu ra, éste la exp licación de algún concep to. Y no faltó qu ien se ap roxim ara sólo a p laticar. Así que tend id a hice lo que pu de por resolver sus demandas. Cuando llevaba alred ed or de una hora in ten tand o d escansar, y apenas com enzaba a su p erar la crisis de agotam ien to, algu ien com enzó a su su rrar desde su puesto: "qu e-re-m os for-m a-ción, que-re-m os for-m a-ción... ". Ensegu id a se su m aron otras voces, hasta que todos con sonrisa traviesa repetían la d emand a en coro. La m ayoría eran muy jóvenes, y desde su lozanía y ham bre de conocim ientos consid eraban que una hora era su ficiente para la recuperación de mi organismo. Derro­tad a por el sentid o del deber me senté, sacand o energía de los rostros que me observaban alegres y expectantes.

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Me puse Las botas y el equ ip o m ilitar y me levanté. Unos chiflaron, otros ap laud ieron y en un su sp iro se ap iñaron sentánd ose en troncos, ramas y suelo. Fue la p rim era y ú ltim a vez que por extrem o cansancio intenté excusarm e d e cu m plir con mi trabajo.

Durante esa m isma exp loración, com o suced ía en num erosas m archas, Bened icto iba concibiend o un m ate­rial político. En este caso el tem a era la tierra. Pero siend o veterano del destacam ento, llegaba tan extenu ad o a cad a punto que no le qued aban energías para escribir lo que d u rante la cam inata había sistem atizad o en la cabeza. Para entonces llevaba seis años viviend o en la m ontaña. Tenía sólo 36 años pero las enferm ed ades, las ham brunas, el esfuerzo físico sostenid o —los m iem bros de d irección y los veteranos cam inaban y cargaban com o tod os—, y las p reocupaciones p rop ias de su función, habían m er­m ad o d rásticam ente su salud . En esa oportu nid ad no llevábam os m áqu ina de escribir. Entonces m e pid ió que por las noches, d espués de cenar, consignara a mano lo que él m e d ictara. Era la única que en la colectivid ad pod ía escribir con la velocid ad en que las ideas flu ían de su mente. Sabía que la p rod ucción intelectual suele perderse o m u tilarse si no se anota conform e surge. Por esa razón y porque necesitábam os ap rem iantem ente ela­boraciones sobre tal m ateria, no pud e negarm e. Así que lo apoyé varias noches. A la luz del fogón o sosteniend o una linterna con la m ano izqu ierd a, sentad a com o pod ía en el su elo o en algú n tronco, tom aba nota sobre m is piernas. Los m oscos me d ejaban la cara y las m anos rojas y acalentu rad as de tanto p iquete, pues abund aban tanto que p rácticam ente me cu brían la piel. Y por m antener el ritm o del d ictado no tenía tregua para espantarlos. Se trataba de una especie que se ad hiere persistentem ente y succiona la sangre hasta hincharse de ella y perd er la capacid ad de vuelo. De ahí que cu lm inara cada jornad a

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con una hora de trabajo desesperante y extenuante. Pero sólo así se evitó que el esfuerzo concep tu al qu e tanto necesitábam os se p erd iera, o no pud iera reconstru irse con toda su riqueza d ías después. El m aterial se conclu yó durante esa exp loración y fue titu lado: Ocupaciones Revo­lucionarias de tierras - ORT- . Entre otras cosas p lanteaba la necesidad social de que la tierra perteneciera a qu ien la trabaja; que su red istribución debía acom pañarse de otras m ed id as económ icas, laborales y técnicas para ser efectiva; que m ientras lográbam os cam biar el régim en social era una necesidad ocupar tierras ociosas ap tas para la agricultura, que pertenecieran al Estado o a particulares; que cada ocupación debía ir p reced id a de un estud io del caso y de la organización de los cam pesinos. Ese m aterial constituyó la p rim era aproxim ación política a la temática agraria que se hizo en nuestra organización.

De una u otra forma, todos trabajábam os al máximo de nuestras capacid ades, sacand o energía fu nd am ental­mente de las convicciones y la volu ntad de transform ar nuestra sociedad. El estado de ánimo que prevalecía era de jovialid ad y com pañerism o. Pero a veces algún accid ente o contratiem po al final de la jornad a bastaba para contra­riarnos. A mí, algunas contingencias me hacían sentir que eran el colmo de la desgracia. Por ejemplo, esp inarme en la oscuridad y tener que esperar la clarid ad del d ía sigu iente para pod er extraer las púas; que al anochecer la m osca verde llenara de larvas m i cham arra teniénd ola que usar así por no poder lim piarla sin visibilid ad . O bu scar con apremio un lu gar para aliviar la vejiga y coincid ir en el punto exacto con una serp iente. La clave para una co­existencia pacífica con estos ofid ios rad ica en no tocarlos, p isarlos o atacarlos. Y evitar hacer m ovim ientos bruscos o ru id o cerca de ellos. Pero no siem pre logré actuar así. Estando en otro cam pam ento bu squ é acceso al arroyo próxim o, pero su ribera estaba cu bierta de jim ba. Cuando

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logré despejar el paso hacia el agua, fu i por ropa lim pia y volví al río. Sin em bargo, a m ed io sendero me encontré con una bejuqu illa verde que avanzaba en d irección con ­traria, inaugurand o la ru ta que me había costad o tanto abrir. No había espacio para las dos. O ella o yo. La noche comenzaba a caer y contrariada por su inoportuna presen­cia le hice un gesto agresivo, al tiem po que le reclam é su in tru sión en mi cam ino com o si me fu era a entend er. La beju qu illa espantad a por mi p roceder se puso en guard ia, levantand o la parte anterior del cu erpo y sacand o la len ­gua bífida am enazante. N os qu ed am os mirando una a la otra, m id iéndonos p or unos instantes. N atu ralm ente debí ser yo qu ien retroced iera y la dejara pasar cortésm ente. Si bien su veneno no es mortal, produce daño y dolor local que no m e hacía n ingu na falta.

Durante la penetración a la Alta Verapaz, la caza, pesca y recolección fu eron actividades cotid ianas en las que por tu rnos p articip ábam os en p arejas. Debíam os recu rrir sistem áticam ente a ellas porqu e nu estras vías de ap rovisionam ien to eran excesivam ente largas, y si nos d ed icábam os a u tilizarlas no haríam os otra cosa que trabajar para comer. Y faltaba tiempo para que los com pa­ñeros que ganaríam os en el fu tu ro p róxim o com enzaran a abastecernos.

Un buen cazad or en nuestras circunstancias debía saber orientarse, m anteniendo la atención en la búsqueda de la presa; conocer las costumbres, gustos alimenticios, huellas, olor y sonid os característicos de los anim ales; tener, por lo tanto, olfato, vista y oídos agud os. Y natu ral­mente, saber desplazarse con sigilo y tener buena puntería, no pocas veces bajo el acoso de plagas y sin estar el objetivo quieto ni visible. Se au torizaban dos tiros por cazad or. La regla era "an im al por tiro d isparado. " Generalm ente u tilizábam os rifles 22 y escopetas calibre 12, 16 y 20. Y una

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jom ad a completa solía ocuparse para obtener la carne. Pero había d ías de suerte en los que ráp id am ente lográbam os resultados. Tam bién hubo ocasiones en que los anim ales llegaron al cam pamento. Es más, a la misma cocina y no uno sino varios ejemplares. Entonces abundaban las bro­mas del colectivo y los alardes de los m ejores tiradores: "Disp ará con los ojos cerrad os", "n o gastés bala, m ejor lazalo", "¿cu ál puerco qu ieren, éste o aqu él?", "¡hacete a un lado cocinero porque en la olla va a caer el p aju il! ", "¿qu ieren comer pava o m ono?". Y acto segu ido caían dos, tres y más piezas. Los animales que más com im os fu eron venad os cola blanca y huitzitzil — cabrito—; tam borcillos o coches de monte, jagüillas, monos rugidores, tepezcuintles, micoleones, pizotes, armadillos, pajuiles, pavas, guancolo- las y d iversas serpientes. Pero ocasionalmente también nos alim entamos con dantas, jaguares, monos araña, viejos de monte, brazo fuerte — también llamado oso horm iguero—, iguanas, tortugas entre otros. Y alguna vez probam os el rey zope, la garza, el loro. Aunque nuestra sobrevivencia depend ía frecuentem ente de cazar lo que tuviéram os al alcance, este recuento me hace cobrar conciencia de que tam bién nosotros contribuimos a la depredación.

Un buen pescador sabía id entificar los puntos de las corrientes donde suelen agru parse los peces; así com o la época en que algunas especies desciend en los ríos m e­nores, pasand o por puntos d ond e casi no hay agua y sí numerosas pied ras. Asim ismo debía tener paciencia para perm anecer horas qu ieto y silencioso en un m ismo lugar, soportando estoicam ente la p laga de turno. Como solía­mos pescar en áreas donde nad ie más lo hacía, los peces mordían fácilmente —a veces sin necesid ad de cam ad a—; o los cap tu rábam os en gran núm ero con atarraya. Y en determ inad as oportunid ad es em boscábam os m achacas o m acabiles, cu and o éstos d escend ían las corrien tes.

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En tales casos nos u bicábam os m achete en mano en las partes bajas y ped regosas, luego del descenso de alguna creciente. Preferíam os pescar m ojarras y m achacas, pero no despreciábamos los ju ilines, bagres, pezcoches y pezla- gartos. Pescábam os en ríos pequeños y m ed ianos, pues los grandes los evitábam os por razones de segu rid ad . Sin embargo, cu and o los cru zábam os por las noches o en las m ad rugad as del verano, qu ienes nos transportaban se valían de trid entes para cap tu rar con gran d estreza peces, cangrejos, langostinos y cam arones, los cu ales nos obsequ iaban generosam ente. Pero la pesca más frecuen ­te era con anzuelo. Los pescad ores d isp onían de dos de estos instrum entos, pues obtenerlos era tan d ifícil como cualquier otro producto industrial. De ahí que debiéramos garantizar su p reservación. La regla era "anzu elo trabado, anzuelo rescatad o". Como varios meses del año el agua estaba turbia y llena de palazones, esp ineros y matas que las crecientes arrastraban, los anzu elos se enred aban va­rias veces en una jom ad a. Por eso era necesario que uno de los pescadores supiera nadar. Esta ingrata tarea im plicaba exp oner el cu erpo a las p lagas y su m ergirse múltip les ve­ces. Unas para segu ir con el tacto la cuerd a hasta localizar el arponcillo; otras d irectas al punto donde se encontraba éste para d estrabarlo. A cada salid a del agua debíam os vestirnos con la velocid ad del rayo para red ucir los p i­quetes que, segú n la temporad a, pod ían ser de tábano o de alguna especie de m osquito. Entre éstas destacaban el mosqu ito transm isor del palud ism o, el transm isor de la leishmaniasis — m osca ch iclera—, el vector del colm oyote y un m osco m inúscu lo que llam ábam os jején. En tiem po de lluvias, ad em ás, no abundaba la pesca. Pero en verano aportábam os ensartas que p roporcionaban raciones su s­tanciosas para uno o más tiem pos de comid a.

Un buen recolector era aquél conoced or de p lantas, fru tos, sem illas, raíces y hongos com estibles; aquél que

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tenía habilid ad para reconocer sus hábitats y tem porad as de p roducción. Tam bién debía tener sentid o de orienta­ción. Nuestras limitaciones alimenticias fueron tales en esa temporad a, que recu rrim os a la recolección de guap inol, coqu ito de corozo, p iñuela y cogollo de m anaco, que norm alm ente desp reciábam os.

Pero la mayoría lográbam os cazar, pescar y recolec­tar nuestro su stento gracias a la abundancia, a la suerte y al empeño que poníam os. La costu m bre era que qu ienes realizaban esas tareas entregaban el producto listo para ser cocinado. Cuando las p iezas eran num erosas se sum aban volu ntarios, que nunca faltaban, al destace o limpia. Esta labor la realizábam os con rap id ez porque enjam bres de m oscas verdes aparecían donde había anim ales sacrifica­dos y d epositaban en ellos cientos de larvas que en pocos minu tos se convertían en gusanos blancos que infestaban la carne. Algunas veces los buscadores del alimento silves­tre no volvieron porque se extraviaron. Y esto le su ced ió incluso a qu ienes mejor se orientaban, pues al concentrar la atención en el objetivo solían hacerse m ovim ientos y cam bios de d irección que la m em oria no registraba. Afortu nad am ente todos los extraviad os aparecieron d ías después, luego de pasar peripecias cuya narración era el d eleite de la colectivid ad .

Su p era d a la fa se in icia l —es ta b le cim ien to , abastecimiento para una larga temporada, reconocimiento del terreno, apertura de rutas secretas hacia las áreas po­blad as y realización de los primeros contactos—, pasamos a una segunda fase de trabajo. Esta consistía en una labor de reclu tam iento selectivo, organización y politización de la población pobre. Entonces pequeñas patrullas nos establecíamos en lugares secretos próximos a las vivien­das y los trabajaderos para abordar a los campesinos en el momento oportuno. Mientras tanto, otros avanzaban en las exp loraciones de áreas más pobladas, recabando

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información de todo tipo y abriendo nuevas ru tas hacia las urbes. Alcanzado cierto grado de arraigo entre la pobla­ción , d ejábam os a varios m iem bros del d estacam ento com o organizadores. Con el tiempo y el trabajo sostenido llegábam os a crear estructu ras clandestinas locales y redes de colaboradores. Entonces partíamos hacia otras zonas a repetir el mismo ciclo.

La noticia de nuestra p resencia se irrad iaba entre la p oblación pobre. Y desd e lu gares lejanos recibíam os cartas conm oved oras que llegaban d e mano en m ano. Luego de contarnos las penas e in ju sticias que su frían, nos p ed ían enviar a uno de nosotros a su s localid ad es con el com prom iso, por parte de ellos, de "alim entarlo, alojarlo y p rotegerlo", para que les enseñáram os las id eas de la revolu ción y cóm o organizarse para la defensa de su s derechos. La mayoría de los problem as tenían que ver con usu rpaciones de tierras por parte de terratenientes y au torid ad es; con abusos y crím enes de los com isionad os m ilitares; con trám ites y gestiones que no p rosperaban. N osotros estábamos lejos de poder satisfacer esas d em an ­das. Con grandes d ificu ltad es avanzábam os paso a paso en los lugares aledaños a nuestra ubicación. Entonces nos em bargaba un sentim iento de im potencia.

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MÁS ALLÁ D E LOS CAM IN OS

Varios meses después de trabajar separados, los miembros del d estacam ento nos reunim os de nuevo. Fue nu estra columna la que, esta vez, debió desp lazarse más d ías para llegar al punto de reunión. Dejábam os atrás una etapa de enorm es esfuerzos y trabajo cuyos fru tos tard arían en evidenciarse. H abíam os laborado en cond iciones especial­mente precarias: raciones magras, in tenso trabajo físico y trasiego de pesad as cargas, largos d esp lazam ientos y d ifíciles exp loraciones del terreno, d esgaste extrem o de ropa y calzad o. N o pocos teníam os los p ies infestad os de hongos, porque el agua les penetraba constantem ente a causa de las lluvias torrenciales, los num erosos aguaño­nes y el d eterioro del calzad o. Y para elim inar ese mal se necesita sequed ad , ventilación y sol que du rante esa tem ­porad a no pud im os satisfacer. Ad em ás, los antim icóticos se nos agotaron. Así que al iniciar la m archa de retorno mis pies estaban llagad os, enrojecid os y con el roce de las botas me ard ían com o si estu vieran quem ad os.

A fines de noviem bre de 1976, sem anas antes de reunificarnos, nos enteramos del supuesto accidente aéreo del pad re Gu illerm o Wood s, de la ord en de Maryknoll. Trabajaba con parcelarios de origen huehueteco asentados en El Ixcán, d ond e resid ía. No tenía relación alguna con nosotros, pero estaba id entificad o con los cam pesinos y tenía víncu los en la cap ital y en Estados Unidos, de donde era originario. De allí que fuera un testigo inconveniente de las atrocid ad es que el ejército com enzaba a ejecu tar en la región.

Cierto d ía tu ve un altercad o con un com p añero ind ígena. Él estaba encargad o de apoyar en sus necesid a­des básicas a un enferm o de su m isma etnia. Pero esa vez,

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en lugar de llevarle la com id a en cu anto estu vo servid a, com o acostu m brábam os, se d ed icó a com er la p rop ia y colocó d escu id ad am ente el plato del com pañero d onde le saltaba fango de las p isad as de qu ienes nos m ovilizá­bam os por ahí. De m anera que le llevaría la com id a fría y p ringada de lodo. El compañero no era novato, y él mismo había sido atend id o con solicitud cuand o lo necesitó. Y en aquel mund o de p rivaciones y peligro, el com pañerism o y el respeto entre nosotros ju gaban u n papel destacad o para m antener la unión y la m oral en alto. Su actitud me ind ignó tanto qu e muy enojad a le h ice ver su d esconsi­deración. Él se molestó por el llam ad o de atención, y de mal modo llevó la comida al enfermo, murmurando qu ién sabe qué cosas. Al día siguiente partió con una patrulla por varios d ías y no se desp id ió de mí, evitánd om e adrede. La tard e en que la unidad retornó al cam pam ento me encon ­traba cop iand o a m áqu ina unos m ateriales de form ación. Lo hacía en mi puesto y, por la u rgencia de term inarlos antes del anochecer, no me levanté a recibirla com o era costumbre. Pero pronto vi aparecer a este com pañero en el trillo que unía mi lugar con la cocina. Con la m ochila aú n a cu estas avanzaba sudoroso y a paso ráp id o hacia mí, con una flor blanca en la mano. La llam an mariposa, y en efecto parece un ram illete de esos bellos lep id óp teros. La produce una mata que crece en lu gares som bread os y hú m edos, cerca de fuentes de agua. "Tom á, te la traje a vos" fue todo lo que me d ijo, con voz im perativa y rostro adusto, y se retiró por donde había llegado. Me conm ovió su gesto porqu e era u n com pañero altivo. Ad em ás, no era usual en el d estacam ento llevar flores a algu ien. Los enam orados o am igos solían obsequ iarse fru tos silvestres o caram elos atesorados después de alguna repartición. El incid ente de d ías atrás me había dejado sabor am argo, tanto por su p roced er ante el enferm o com o por la form a en que me d irigí a él d elante de todos. La p resencia de

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la flor me decía que la concord ia había vuelto a nu estra relación. Paco era u n joven ixil m oreno y fornid o, de mirada d irecta y traviesa. Recién in tegrad o m ostraba un acend rad o localism o. In teligente, inqu ieto, extrovertid o; pronto destacó por aguerrid o y au daz. Me había corres­pond id o enseñarle a leer y escribir, y tam bién observar su evolu ción de com batiente y fu tu ro mando. Es de los com pañeros que más retengo en la m em oria por su viva­cidad . Lo recuerd o deletreand o y llevand o el dedo índ ice d ebajo de las palabras que d escifraba; o avanzando con aquellas m arip osas blancas en la mano. En 1981, antes de alcanzar los 23 años de edad , mu rió en el Frente Augusto César Sand ino, u bicad o en el altip lano central.

Fuimos la prim era columna en llegar al campamento anfitrión. En él se encontraba el grupo que había qued a­do en la zona de más antiguo y sed im entad o trabajo de organización. Por lo tanto, con m ejores cond iciones de abastecim iento, com unicación y seguridad . Estaba bajo la cond u cción de un miembro de la Dirección Nacional, de un veterano del destacam ento y del responsable de organización en esa zona. N ad ie del mando había sid o asignad o a ese grupo por consid erarse que los com pa­ñeros m encionad os sup lirían su fu nción y, en cam bio, la p resencia de sus integrantes era m ás necesaria en los otros grupos. La responsabilid ad de este agru pam iento era consolid ar p olítica y organ izativam en te la zona, extend er el trabajo a las áreas aled añas y fortalecer los corred ores logísticos. Y, naturalm ente, impu lsar el trabajo de form ación dentro del contingente guerrillero. Pero un vistazo al cam pam ento y pocas horas de convivencia fue­ron suficientes para darnos cu enta que el trabajo no había sid o realizado. El p anoram a que ofrecía esta colectivid ad era d ecepcionante. La d esm ovilización era completa: sin m ed id as de seguridad , las armas no siempre se llevaban consigo; se escuchaba m úsica sim ultáneam ente en varios

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rad ios y a cu alqu ier hora; no se levantaban los pu estos de dormir y las pertenencias de cad a qu ien estaban de cu alqu ier m anera; no se d esp legaban activ id ad es de form ación de n ingú n tipo, ni siqu iera de alfabetización; tam p oco habían realizad o ad iestram ien to m ilitar. N o había horario para levantarse y cad a qu ien hacía lo que quería du rante el d ía. La com id a abund aba y algu nos p rod uctos se consum ían al gusto. Efectivam ente, estaban en el punto con m ejores posibilid ad es de abastecim iento, pero tam bién habían invertido bastante tiem po y esfu er­zos en ello, en detrim ento del trabajo que tenían asignado. Los responsables se habían d ed icad o fu nd am entalm ente a abastecer en grand e al grupo, a im pulsar vid a social con la población, especialm ente visitand o muchachas y organizando fiestas; le habían d ed icad o buen tiem po al descanso y a la cacería mayor. Qu ienes recién llegam os todavía alcanzam os a com er carne de jagu ar y de danta por la que ningú n resid ente m ostraba interés.

Este grupo tenía a su favor, y lo hacía sentir, el de- rribam iento de un helicóp tero del ejército pocas sem anas atrás. Casualm ente se les había puesto a tiro du rante una propaganda armada y lo atacaron. Cuando el aparato cayó a tierra varios com pañeros d esenfu nd aron sus m achetes y le asestaron golpes, com proband o con ad m iración y benep lácito que el filo de los m ism os penetraba el metal en varios puntos. La in tegrid ad de la tripu lación —dos oficiales— había sido respetada y se le liberó lu ego de conversar con ella. Pero la nave fue desm antelad a de lo que podía ser de nuestra u tilidad y curiosidad . De los cin ­turones de seguridad , por ejemplo, se hicieron numerosos arneses y m ecapales que llam am os de helicóptero.

Los otros grupos habíam os realizado trabajo en zo­nas débiles o nuevas, cuyos frutos tard arían en palparse. Y el régim en de vida que habíamos llevad o era contrastante con el del anfitrión. Aunque contaba con el respald o de la

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d irección, inclu yend o al responsable de ese grupo, para el mando fue incóm odo retom ar el control del conju nto reunificad o y hacer valer de nuevo la d iscip lina política y m ilitar reglam entaria e igual para tod os. No pocos com ­batientes, especialm ente novatos o conflictivos de u no y otro grupo, com entaban entre sí los hechos y com p ara­ban. Y algunos lam entaron no haber sid o asignad os al grupo relajado. Los que habíam os cu m plid o con nuestro trabajo, sobreponiénd onos a las d ifíciles circunstancias y exigiend o a nuestras colectivid ad es esfuerzos enorm es, estábam os ind ignad os y p reocupad os ante este choque de concepciones y estilo de trabajo. No eran nu evas las d iferencias, pero sí p rim era vez que cristalizaban en tod a su crudeza. Y esto agud izó las contrad icciones en el seno del destacam ento, especialm ente en tre el com pañero de la d irección y el veterano que habían quedado allí y los otros d irigentes y el conju nto del mando. Los hechos nos d aban la razón en num erosos aspectos, pero pocos com ­pañeros tenían conciencia de los p roblem as de fond o. Y sólo los m iem bros de d irección y u na parte del m and o los criticam os. Varios que d esaprobaban su p roced er se abstuvieron de expresarlo para evitar su m alquerencia.Y nu m erosos m iem bros de la base sim patizaban con los com p añ eros cu estion ad os, p orqu e eran obsequ iosos, d icharacheros y tem erarios en las acciones m ilitares. El mando, sin embargo, restableció el régim en de seguridad , la d iscip lina de trabajo, las activid ad es de form ación y, a través del equ ipo de abastos, la racionalización en la ad ­m inistración de los recu rsos. En pocos d ías nuestra vid a colectiva retom ó su cauce habitual.

La reunificación y el funcionamiento colectivo de los organism os de cond u cción y de los equ ip os, que habían estado d isgregados, in trod u jeron nu eva fuerza política y m oral a todos; las activid ad es que im p lem entam os esti­mularon y generaron entusiasmo; el abastecimiento básico

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se estabilizó para todos, m ejorando la d ieta, la vestim enta y el calzad o de qu ienes habíamos vivid o m eses de p re­cariedad . Algunos de nosotros d esecham os pantalones irreconocibles de tanto parche que tenían superpuesto. Y estrenam os botas quienes las teníamos rotas. Reorganiza­do el destacam ento nos traslad am os a otro lugar.

El nuevo campamento estaba ubicado en un área con numerosos vestigios de construcciones antiguas. Contaba con u na herm osa y som bread a poza, d ond e im pu lsam os clases de natación y sometim os a prueba pequeñas balsas. N orm alm ente qu ienes p roced ían de la costa y la selva sabían nadar; pero qu ienes p rovenían del altip lano no. Tam bién constru im os infraestructu ra para im plem entar d iversas actividades. Reanudamos los cu rsillos de form a­ción para d irigentes com unales, qu ienes llegaron a pasar u na tem porad a con nosotros. Tam bién rein iciam os los cu rsillos de com batientes y cu ad ros organizad ores.

Lo p rim ero que u bicaron los com batien tes jóve­nes en el nuevo p u nto fue un beju co fuerte que sirviera de colu m pio para la d iversión colectiva. Casu alm ente lo encontraron ju n to al puesto de cocina y su línea de oscilación pasaba sobre el torrente que corría a su lado. Antes de haber conclu ido las d isposiciones de instalación, y todavía acalorad os por la marcha, com enzó el retozo. La m ayoría nos colu m piam os, aunque fuera una vez, so pena de perder créd itos y ser llam ado viejo por la mucha­chad a. Prevalecía la id ea de que ser viejo era sinónim o de aburrid o y triste.

En los cursillos utilizamos antiguos y nuevos materia­les de formación, elaborad os a partir de las necesid ad es que enfrentábam os en la p ráctica y de los objetivos que como organización nos proponíamos. Entre los docu m en­tos nuevos estaban: Nuestra Concepción M ilitar, Diez Ideas Principales del EGP, Las clases y la lucha de clases, Nuestra Revolución, El Poder Local, Los Hombres y las A bejas (sobre

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nuestro estilo de trabajo), Las Ocupaciones Revolucionarias de Tierras, La Reforma A graria, Cómo es nuestra sociedad y qué debemos hacer para cambiarla, Estructura del Estado Guate­malteco, La Táctica Guerrillera, Las Tres A buelas que se fueron a la M ontaña (basado en una leyend a chu j). Tam bién re­prod u jim os extractos de textos como El Hombre y el Arma, de Vo N gu yen Giap y d ocum entos sobre la form ación de los cu ad ros del Presid ente H o Chi Minh. Sin em bargo, hacíam os nu estro trabajo en fu nción d e d esarrollar y su stentar la guerra de guerrillas. Form a de lucha a la que le dábam os priorid ad ; mientras que fue m enor la labor de im pu lsar form as de lu cha reivind icativa y p rop iam ente política. Este hecho, sin embargo, no estaba d eterm inad o sólo por nu estra mentalid ad , sino tam bién porque tal era la d em and a de la población. Querían la lu cha armad a, pues cad a vez que habían im pulsad o lu chas reivind ica­tivas y políticas, respald ánd ose en la ley y la ju sticia, no sólo habían fracasad o sino los habían reprim id o.

Entre los libros que circu laban por esos d ías recu er­do: El Poema Pedagógico, de Antón Makárenko; El Á guila y la Serpiente, de Martín Lu is Guzm án; El M undo del M is­terio Verde y La M ansión del Pájaro Serpiente, de Virgilio Rod ríguez Macal; Espartaco y M is Gloriosos Hermanos, de H ow ard Fast; El Viejo y el Mar, de Ernest H em ingw ay; El Principito, de Antoine de Sain t-Exupéry; La Rebelión de los Colgados, Puente en la Selva, El General y Gobierno, de Bruno Traven; País de las Sombras Largas, de H ans Ruesch; M éxico Insurgente, de John Reed .

En relación con el trabajo de form ación entre los com batientes, el m and o d ecid ió p referenciar a aquellos com p añ eros de recien te in corp oración o qu e h abían pasad o el ú ltim o período sin p reparación política ni fu n ­cionam iento orgánico. De m anera que las tareas prácticas y operativas recayeran du rante las p rim eras sem anas en los com pañeros más conscientes y sólid os. Sin em bargo,

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alred ed or de este criterio se su scitó una confrontación entre m iem bros del mando y unos veteranos con resp on ­sabilid ad es organizativas en la región. Ellos op inaban que lo prim ero que debíam os hacer con los nuevos era incorporarlos a las tareas prácticas fu era del cam pamento "p ara que se ch ingaran". Mientras que priorizar su for­m ación política era para estos com pañeros algo así com o otorgarles un derecho o un p rivilegio que no se habían ganad o en la p ráctica. Decían resentid os: "A nosotros nad ie nos d io form ación cuando com enzam os y nos llevó la gran p u ta"; "qu ien más se ha chingad o tiene m ás de­rechos y au torid ad " y cosas por el estilo. Querían hacer de las deficiencias y errores pasad os, virtudes. Olvid aban qué necesitaba m ás nuestra organización; evid enciaban celos y temor de ser superad os por la nueva generación de guerrilleros. Efectivam ente, qu ienes así op inaban eran compañeros firm es, valientes, entregados. Pero eso no era su ficiente para respond er a los retos que enfrentábam os com o lu chad ores y políticos revolu cionarios. Por otra parte, los nuevos éram os sus com pañeros, no sus rivales; éramos refuerzo al trabajo que los desbordaba. Y todos necesitábam os elevar nuestra calid ad política.

Contrad ictoriam ente, esos veteranos d em and aban para los trabajos que d irigían a qu ienes mayor desarrollo político iban alcanzando. Y cuand o el destacam ento se encontraba lejos de sus puestos d e trabajo, nos enviaban a los nuevos reclu tas para que les d iéram os form ación y pasaran experiencia organizativa con nosotros. Al mismo tiem po, estos com pañeros estaban inconform es con que dos mujeres, y no veteranos, form áram os parte del mando del d estacam ento. Consid eraban que el mismo debía ser exclu sivam ente militar y que a ellos les correspond ía esa función. No contem plaban las d im ensiones id eológica, política y organizativa que tam bién entrañaba esa función en todo orden de la vida colectiva. Tam poco ap reciaban

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las fu nciones organ izativas, netam en te p olíticas, que ellos tenían asignadas. Este d escontento afloraba u na y otra vez en situaciones inform ales, actitud es y estilos de trabajo. Y a veces tam bién en in terferencia de funciones. Su oposición oblicua y su periód ica hostilid ad nos llegó a encabronar varias veces a las m u jeres del mando.

Por ese tiem po mi hijo cu mplió tres años de edad . Llevaba casi d os sin verlo y por las d ificu ltad es en la com unicación sólo sabía esporád icamente de él, a través de cartas que su pad re me enviaba. En ellas me contaba extensam ente sobre el niño y me exhortaba a no p reocu ­parme por su situación y desarrollo. Tam bién me ad ju n ­taba hojas garabateadas por él. Pero por los riesgos que entrañaban los correos clandestinos, sólo me envió una o dos fotografías suyas. Yo las contem plaba por unos d ías y luego las enterraba en alguna parte, porque no teníamos lugares seguros ni de retorno. Y no pocas fotos habían caíd o en manos del ad versario. Tam poco conocía su voz, n i su modo de ser. No sabía cómo corría y reía. Cuand o trataba de imaginarlo en sus cambios físicos y evolución de su personalidad , sólo lograba record arlo como era cuand o lo dejé. Sin embargo, confiaba en que crecía sano, contento, rodead o de cariño. Y qu izás ap rend iendo a quererm e de alguna manera. Por mi parte, cada vez que tenía oportu ­nid ad le mandaba d ibujos, cartas, recuerd os del hábitat dond e me encontraba: p lu m as coloridas, colmillos, p ieles o algún juguete rústico. Y mientras llegaba el día de reen ­contrarnos, me vestía de mad re con su recuerdo.

A las pocas semanas de habem os reunificad o, un grupo de com batientes p id ió au torización para realizar un baile. Era u na d em and a nu eva y había op in iones encontrad as en los organism os responsables sobre cóm o p roced er. Qu ienes op inaban en con trario del p erm iso consid eraban que tal p ráctica no debía ser ad m itid a en u na unid ad guerrillera porqu e relajaba la d iscip lina; que

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au torizarlo era ced er ante qu ienes en el pasado recien te se habían d esm ovilizad o e incum plid o con sus responsa­bilid ad es; que perm itirlo pod ría acarrearnos p roblem as políticos tanto dentro de la organización, com o entre la p oblación. Qu ienes op inaban a favor consid eraban el hecho de que habíam os logrado reencauzar satisfactoria­m ente a la colectivid ad y retom ar la cond ucción general, según nuestros lineam ientos y acuerd os orgánicos; que en el destacam ento p revalecía un am biente de d iscip lina, laboriosid ad y cam arad ería general; que la actitud positi­va en el nuevo contexto de qu ienes solicitaban el perm iso era un hecho; que la colectivid ad había estado trabajand o duro y sostenid am ente y tenía d erecho a d arse u n gusto. Tam bién se consid eró que la ju ventu d guerrillera, com o cualqu ier otra, necesitaba activid ad es de esparcim iento; que vivíam os en circunstancias d e perm anente rigor, lo cual hacía más necesaria la recreación. Y la fiesta que dem and aban era una form a de lograrlo. Pero tam bién se consid eró la p recaried ad de la correlación de fuerzas internas. Por lo que au torizar el baile pod ía contribu ir a neu tralizar ciertas posiciones que nos acusaban de negar la alegría, contraponiénd ola hábilm ente a la d iscip lina. Pod íam os ser flexibles en este asunto sin afectar el cu rso y los parám etros esenciales de nuestro trabajo. El baile se ap robó esa y otras veces.

Personalm ente no era partid aria de los bailes en nu estras circu nstancias. Pero, aunque in icialm ente me manifesté en contra, finalm ente estu ve de acuerd o por las razones que se d ieron du rante la d iscusión. El evento consistía en que al final del d ía en lugar de la acostu m bra­da reunión política o cu ltu ral, se au torizaban una o dos horas de m úsica y qu ienes lo d esearan particip aban en el convivio. Con m i com pañero estu vim os presentes en ese p rim er baile, aunque varios responsables no lo h icieron y criticaron nu estro proceder. El am biente era de alegría

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y entu siasmo. La danza no era nuestro fuerte pero nos incorporam os a ella. Esa vivencia me ayud ó a flexibili- zar el pensam iento ante ciertas situaciones hum anas y sociales que vivíam os. Cobré conciencia de que el baile era una forma, accesible para nosotros, de satisfacer entre la ju ventud del destacam ento necesid ad es del esp íritu y del cuerpo. Y fue evid ente que tal actividad m itigaba las fu ertes dosis de tensión y p rivaciones de nuestra vid a cotid iana. Por otra parte, siem pre fu eron eventos esp o­rád icos que, en lo que me tocó conocer, no im p licaron violación de m ed id as de seguridad , aband ono de tareas, n i relajam iento de la d iscip lina. Ad em ás, somos un país con población m ayoritariam ente joven —por d ebajo de los 20 añ os—, Y no hay lucha posible por un fu tu ro m e­jor sin la particip ación m asiva y decid ida de los jóvenes, incluso de los niños. Ojalá no tu viera que ser así, pero esa es nuestra realid ad .

Recu erd o, p or lo qu e m e h icieron reflexion ar , fragm entos de la letra de algunas canciones que esa vez se bailaron con m ás entu siasmo. Una decía: "¿Qu é pasa en el mund o y en la hum anid ad que el joven de ahora no pued e vivir en p az?... " y la interp retaba un conju nto lla­mad o Los Guaraguao. Otra decía así: "Oye, abre tu s ojos, m ira hacia arriba, d isfru ta las cosas bu enas que tiene la vid a... ". Esa noche se bailaron desd e sones hasta rock, en med io de la risa y la picard ía más desbord antes de las que tengo memoria. Al retirarnos a d orm ir com entam os con m i com pañero lo inim aginable de num erosas situaciones que, como ésta, d ebíam os experim entar y sopesar dentro del oficio. En realid ad nos atañía todo lo que se refería al ser hu m ano y su vid a en colectivid ad .

Otras veces, hasta lo aparentemente más inverosímil se convertía en motivo de acaloradas d iscusiones, no exen ­tas por ello de sentid o del humor. En cierta oportunid ad , por ejemplo, algu ien de la población nos encargó un mono

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araña para m ascota. Como nuestra conciencia ecológica era nu la, solíam os atend er estas ocasionales solicitud es cuando la situación lo permitía. Un bu en d ía, ya lejos de la viviend a del solicitante, m atand o a una m ona unos com pañeros cap tu raron un m onito araña que tod avía mam aba y era incapaz de valerse por sí mismo. Decían que era la ed ad ideal para d omesticarlo. Si bien a algunos nos desagradó el hecho por cruel, no fue sino un senti­miento pasajero y contrad ictorio. Pues la perspectiva de com plem entar nu estra d ieta con carne, sumad a a nuestra inconsciencia ecológica, neu tralizaba la reflexión al res­pecto. Sin embargo, poco tiempo después, un miembro de d irección trazó la política de no segu ir matand o animales, sino por extrem a necesidad alim entaria. Y de ninguna m anera para obtener m ascotas o sim p lem ente porque estaban a tiro com o su ced ía algunas veces.

Debim os and ar con el sim io varios m eses, antes de que alguna patru lla nu estra pasara por la casa del cam p esino. Sin em bargo, sobraron volu ntarios, tod os varones, para criar y ed ucar al hu ésped . Este ch illaba com o bebé y sólo se tranqu ilizaba si estaba p rend id o a la melena de alguno du rante el d ía, y si dormía en el regazo de otro d u rante la noche. En este ú ltim o caso fue nece­sario ponerle un trapo grueso a modo de pañal, porque invariablem ente se orinaba y zu rraba sobre su tutor. Pero había otras im plicaciones: sólo teníam os harina de m aíz y no había m od o de que el monito la qu isiera p robar; y en las formaciones, reuniones y entrenamientos, más tem ­prano que tard e el mono concentraba la atención de los presentes con sus travesuras y actitudes. Tales activid ades se volvían risas y com entarios traviesos en los que hasta los más serios y d iscip linad os term inaban envueltos. El m ando in tervenía para poner orden, pero no pasaba m u ­cho tiempo sin que el jolgorio se hiciera presente de nuevo. Entonces hasta la d irección se involu craba, y se arm aba

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la d iscusión alred ed or de la p resencia de este congénere en un d estacam ento guerrillero: ¡Suéltenlo y que se vaya a la ch ingad a! d ijo un d irigente. N o, porqu e está muy pequ eño para valerse por sí m ism o y m oriría, rep licó algu ien del colectivo. Vean que el com pañero que nos lo encargó es muy bueno, agregó otro. Entonces am árrenlo a un palo en la orilla del cam pam ento, d ond e no sabotee nuestro trabajo. No porque chilla y hasta se pued e ahorcar, respond ía una voz. ¡Que se ahorque! gritaba alguno. No seás desgraciad o, él no tiene la cu lpa de que lo hayam os traíd o con nosotros, contestaba ind ignad o otro. Ya van varios d ías y no qu iere com er harina de m aíz, in tervenía con p reocupación algu ien. Cuando le ap riete el ham bre lo va a hacer, así com o lo hem os hecho nosotros, excla­maba otro más. Yo creo que debiéram os darle una cu ota de leche d iaria com o se hace con el com pañero herid o y con el convaleciente, decía convencid o alguno. Eso no pued e ser porque sólo tenemos un bote de a libra, no hay otra cosa qué darles y ambos están muy débiles. Claro, afirm ábam os unos, cóm o vam os a com parar la vid a y la salud de dos revolu cionarios con la de un mono. Pues tiene tanto d erecho como ellos porque su m ad re ha sido víctim a nuestra, rep licaba algu ien.

A todo esto, unos ya estaban enojad os por la d isper­sión en el asu nto del mono; m ientras otros se d ivertían a lo grande poniénd ole leña a la d iscusión. Y el m onito, qu ien para entonces ya tenía su p rop ia m ochilita, told ito y ham aqu ita, m iraba hacia u no y otro lad o con sus ojos m uy abiertos, como si entend iera que en aquel m erequ e­tén se ju gaba su futu ro. Entre los que no p articip aban en la batahola y sólo observaban pacientem ente a la espera de que se reanud ara la actividad in terrum pid a, estaba el com pañero m am que había ad op tad o al mono. Era el com batiente de más pequeña estatu ra y más callad o entre nosotros. Su esposa estaba p rivada del habla y vivía con

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sus hijos y fam iliares en un rancho p róxim o al río Ixcán. Fue él qu ien pacientem ente le confeccionó su equ ip o m i­litar y estuvo siem pre pend iente de con qu ién and aba el huésped d u rante el d ía o en las noches.

Lo cierto es que el p rim ate era el chinchín de varios com batientes y se llenó de mañas com o un niño consen­tido. Sobrevivió al trauma de su p rem atura separación de la mad re; ap rend ió a comer harina y otros alim entos hum anos m ientras le llegó la ed ad de com er frutos, co­gollos y hojas como los adu ltos de su especie. Para que no sigu iera pertu rband o nu estra activid ad d iaria se le amarró a un árbol en la periferia del cam pamento durante el día. Pues, obviamente, se p rohibió su p resencia en tod a activid ad , salvo las com id as y horas de descanso. Al caer la noche se le traslad aba al puesto de dormir de su pad re adoptivo, qu ien a veces lo acostaba en su ham aqu ita y lo m ecía desde lejos por med io de una liana, ya que nu es­tras activid ad es continuaban hasta entrad a la noche. El mono se qued aba tranqu ilo en am bos lugares, siem pre que no percibiera la p roxim id ad de algu ien. Bastaba que escuchara una voz o que sintiera pasos para em pezar a chillar com o condenad o, hasta qu e lo abrazaban o ins­talaban en algu na cabellera. N o faltó qu ien exclam ara contrariado ante vivencias com o éstas: "¡Sólo a nosotros nos pasan estas cosas!" o "¿Q u é d esgracia o p roblem a no nos toca vivir? ".

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LAS N IÑ AS DE LA BAN D ERA

A partir de 1975, el ejército lanzó crecientes ataques contra la población civil de la selva. Y su presencia aumentó con el desarrollo de nuestras acciones y de la lucha política de la población contra la represión. Mientras tanto, nosotros no contábam os con zonas liberadas, ni estábam os en cap aci­dad de lograrlas. El ejército podía movilizarse, instalarse y operar en cualqu ier lu gar en cu estión de horas. Reprim ía basándose en listas elaboradas por comisionad os militares y orejas locales. N unca verificaba la información. La pala­bra de estos ind ivid uos determinaba la cond ena a m uerte de cu alqu ier persona. Y con frecuencia anotaban nom bres por las más variadas razones, no pocas veces m ovid os por intereses personales, económ icos y de poder. En virtud de esta política contrainsu rgente com enzaron los secuestros, tortu ras y asesinatos. Los p arcelam ientos de Xaclbal y Santa María Tzejá fu eron de los p rim eros afectados.

N uestra seguridad descansaba en la información que la población organizad a y el ejército nos p roporcionaban. Este ú ltim o con el bu llicio aéreo, las huellas, el ru id o, el m ovim iento de vegetación que p rod ucía a su paso. Así com o a través de los múltip les ind icios que dejaba donde acam paba, d escansaba o se em boscaba. En los p rim eros años era bastan te torp e p ara op erar. Sin em bargo, la con d u cción op era tiv a estaba en m an os d e oficia les fanáticos y bru tales que veían a la población civil como enem iga suya. N uestra p reservación d epend ía asim ism o de la sigilosidad , del estado de alerta perm anente y de la d iscip lina que observábam os. Tam bién de la m ayor velocid ad con que nos d esp lazábam os en relación a la tropa. Esta nunca logró igualam os, n i calcu lar con objetivi­dad nu estra rap id ez, capacid ad de carga y resistencia.

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En 1976 la población de la selva inició las denuncias a nivel nacional. Participaron varias mujeres que habían perdi­do a sus seres queridos. Pero pocas veces se logró que estas luchas repercu tieran y lograran sus objetivos — salvo el de foguear a los participantes — debido a lo lejano y aislado de la región y a que sus protagonistas eran cam pesinos e ind ígenas pobres de las zonas periféricas del país. Casi nad ie p onía atención a su s d enu ncias y p roblem ática social. A la ciudad anía, a la prensa y a los políticos no les p reocuparon entonces los crím enes com etid os contra esos guatemaltecos m arginales y misérrim os. No vieron en ellos el germ en del terror de Estad o que p ronto no los respetaría a ellos tampoco. Defender el derecho a la vid a y a la tierra de esos com patriotas era, desde entonces, cuestión de p rincip ios ciudadanos.

Entre las m ovilizaciones locales que en aqu ellos años se im pu lsaron hubo una m otivad a p or el secuestro de un parcelario. N o era la p rim era vez que el ejército, am paránd ose en la oscuridad y en la fuerza, secuestraba en la selva. Y que, tem prano, al d ía sigu iente, llegara u n helicóp tero a recoger a la víctim a que luego d esaparecía. Esta vez, la p oblación d ecid ió sobrep onerse al m ied o y exigir la liberación del cam pesino. De m anera que la m isma noche del hecho varios vecinos se d esp lazaron a los parcelam ientos aledaños para inform ar y solicitar apoyo. Al am anecer se había congregad o una m u ltitud que enfiló d ecid id a hacia el cuartel. A la cabeza iba la esposa de la víctim a. Al llegar al puesto militar form aron una m uralla hu m ana a su alred ed or y d em and aron la liberación del secuestrad o. Los m ilitares rastrillaron sus armas y apu ntaron am enazad oram ente hacia la gente. Y, como siem pre, negaron una y otra vez ser los respon ­sables. Pero la firmeza de los m anifestantes y el valor de la m ujer lograron rescatar al parcelario, qu ien efectiva­mente estaba cau tivo allí. Y es que cuand o los sold ad os

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apuntaron contra la m ultitud , la esposa de la víctim a dio varios pasos al frente, qued and o muy cerca de la boca de los fusiles, se d escubrió el pecho y retad oram ente le d ijo al oficial que d ispararan; que todos sabían que el ejército asesinaba al pueblo; y los llamó cobardes, rep itiend o una y otra vez con el pecho desnudo: "¡Disp aren!". El valor de esta m ujer analfabeta y d escalza elevó el enard ecim iento de los manifestantes, qu ienes arrem olinad os en torno al puesto m ilitar insistían en la d evolu ción del cam pesino. El oficial debió hacer cálcu los de que si d esencad enaban una m asacre ellos m ism os no sald rían vivos de allí, pues la multitud superaba en núm ero y en valor a los soldados. De m anera que op tó por liberar al secuestrad o.

Entre los persegu id os había algunos vincu lad os a nosotros, los menos. Pero el ejército hostigaba y provocaba ind iscrim inad am ente. Varios hom bres debieron aband o­nar su hogar para salvar la vid a y en esas viviend as la mujer hizo de cabeza de familia. Entre ellas hubo qu ienes, con el apoyo de la comunid ad , au mentaron la p roducción de la parcela. Tam bién algunas fam ilias aband onaron la región atem orizad as, pero la mayoría se resistió a dejarla porque allí estaba su ú ltim a esperanza de poseer tierra. Entonces, fueran o no bases de la guerrilla, com enzaron a esconderse cada vez que el ejército los agred ía. Pero como no tenían conocim iento del terreno selvático, ni víveres para sobrevivir en él, el d estacam ento se constitu yó va­rias veces en refu gio tem poral para algunos poblad ores. Llegaban aterrorizados y hambrientos; la mayoría descon­certad os ante las acusaciones y desm anes de la tropa.

La esposa de un com pañero no qu iso aband onar la región. Deseaba p erm anecer en ella para no perd er contacto con su marid o y sus hijos mayores — una mujer y un hom bre — que se habían integrado al destacamento. La que más pronto se sumó a la lucha fue la muchacha. Estuvo entre las p rim eras m u jeres incorporad as y de las que m ás

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tiempo inin terrum pid o perm aneció en la m ontaña. Allí ap rend ió a leer y escribir, se ad iestró en p rim eros auxilios y participó en el Equ ip o de Servicios Méd icos. Luego se incorporó el pad re, qu ien llegó a d esem peñar fu nciones de cuad ro m ed io, siendo d u rante un tiem po m iem bro del mando. Al año se sumó el m uchacho, qu ien se formó como com batiente y posteriorm ente como mando de una u nid ad militar. Eran lad inos originarios del oriente del país. Antes de instalarse en la selva habían peregrinad o en busca de tierra donde vivir y cu ltivar. Sólo lo lograron en El Ixcán. H abían llegad o en la décad a del sesenta con u n hijo y una hija; en la selva les nacieron cuatro niñas. Fueron de los p rim eros en tend erle la m ano al d estacam ento original. Sabían lo que era pasar penalid ades y pusieron a d isposición de los revolu cionarios su parcela, su pobreza y su vid a. Se em p eñaron en p rod u cir más d e lo qu e necesitaban para com partir el fruto con quienes luchaban. Tal nivel de p rod u cción sólo lo lograron con la fuerza d e trabajo de niños y adu ltos. La segurid ad de la mad re y las cuatro niñas llegó a ser insostenible con el tiem po.

La d irección analizó el p roblem a con el pad re y los hijos mayores. Se les p resentaron varias opciones. Ellos p id ieron que la esposa y las h ijas se ad entraran en lo profundo de la selva y se instalaran en un lu gar rem oto con nuestra ayud a.

La salid a del rancho fue d ifícil, pues el ejército lo tenía em boscado. Esperaba que el esposo o alguno de los hijos llegaran de visita. O que la señora se desp lazara para contactarlos en algún punto. Se debió m ontar u n operativo para rescatarlas; hubo balazos y persecución del ejército. En la retirad a la unidad guerrillera se d ivid ió sin pretenderlo. La mad re, las hijas y algunos combatientes se extraviaron. El resto de la unid ad no logró recontactarlos y oscureciendo volvió al destacamento sin ellos. Pasam os horas de angustia e incertidumbre. La bú squeda se reanu ­

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dó al amanecer. Felizm ente, al filo de la noche sigu iente aparecieron sanas y salvas ju nto a nu estros com pañeros. H abían pasad o la noche acurrucados y en silencio entre el monte, m ientras el ejército m erodeaba su escond ite. Eran cinco m u jercitas, pues la m ad re era bajita y delgada. Y las niñas tenían 2 , 5 , 7 y 10 años aproximadamente. Salvo una, eran flaqu itas y pequeñas en relación con su edad . Tenían ojos de asom bro y habían salid o con lo que tenían puesto. Estaban descalzas. N os retiram os inm ed iatam ente, pu es el ejército rastreaba el área y d ebíam os evitar un choque con él. La m archa se em prend ió bajo lluvia torrencial, y salvo la niña de dos años, qu ien fue transportad a p or su pad re encim a de la m ochila, las demás cam inaron igual que nosotros. N os partía el alma verlas, em papad as y en lod ad as, abriénd ose paso con su s p ies d esnu d os y salvand o obstácu los inacabables. Sólo al tercer o cu arto d ía de m archa, cuand o nos d etu vim os en lu gar seguro, pud im os im provisarles ropa y caites. Mi com pañero hizo las sand alias de la m ás pequeña, u tilizand o, com o los demás, el hu le de la parte su perior de sus botas.

A la m ad re y a las grand ecitas se las in ició en la alfabetización. Les d imos cu adernos y láp ices, y traba­jam os d iariam ente con ellas. A la com pañera se le había asignad o un arma d esd e que llegó y a la mayor algu ien le fabricó un fusil de madera. Las pequeñas im provisaron m uñecas de palo, que sólo la im aginación y su ternu ra p erm itían reconocer.

Finalm en te u bicam os u n lu gar ap rop iad o p ara instalarlas. Qued aba a un d ía y med io de cam ino de nu es­tro ú ltim o cam pam ento. Múltip les exp loraciones y el co­nocim iento que teníam os de la selva d aban garantía para su seguridad . Cualqu ier incursión del ejército la sabríamos con antelación y la población civil no se aventuraba en esas soledades. Sin em bargo, las instru im os en hábitos guerri­lleros y les enseñam os los secretos de la sobrevivencia en

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el mundo verde. Construimos para ellas un rancho, donde acond icionam os un fogón y varios tapexcos para dormir. Descom bram os u n espacio pequeño a manera de patio. A cierta d istancia de la viviend a constru im os un depósito y lo abastecim os con las p rovisiones que teníamos: aceite, sal, maíz y azúcar. Les p roporcionam os un rifle 22 y u n anzuelo; un m achete, una lim a para afilar, un molino, dos ollas, trastes y cobijas. A la m ad re y a la niña m ayor se las inició en el arte de la caza, la pesca y la orientación. Mientras tanto, segu im os avanzand o en la lectu ra y la escritu ra. De m anera que pu d ieran estud iar por su cu enta durante una temporad a. Tam bién ap rend ieron algunas canciones y ju egos infantiles. Por in iciativa de la madre, o qu izás de los hijos mayores, p rogram aron sus actividades cotid ianas, influ enciad os sin duda por la vid a del desta­camento, pero dándole su sesgo particu lar. Cada mañana al levantarse, se formaban en el patio, izaban una band era de Guatem ala hecha de pedazos de ropa usad a, hacían ejercicios y p racticaban el p lan de em ergencia. Luego asignaban a cad a qu ien las tareas del d ía y, por ú ltimo, cantaban una canción. Lo hacían con un entu siasm o e inocencia que conm ovía.

Las dejamos en el corazón de la selva y retom am os a nuestras ocupaciones. Para entonces habían transcu rrid o dos meses desde que aband onaron la parcela. Durante ese tiem po nos d im os cu enta que el tam año de la m ad re era inversam ente p roporcional a su valentía, d eterm inación y laboriosidad . Nunca la vim os d ecaíd a ni insegura. La mayor de las niñas, una m orenita delgad a y agraciada, se convirtió p ronto en una hábil cazad ora. En poco tiem po cobró varios coches de monte, un arm ad illo y num erosas aves. Quería in tegrarse al destacam ento, pero le hicim os ver que le faltaba edad . Y le p rom etim os que cu and o creciera lo consid eraríam os de nuevo si todavía persistía en la idea.

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Cu and o m eses d esp u és las v isitó u na p atru lla nu estra, p u d im os com p robar que estas cinco m u jeres se las habían arreglad o para vivir en la ju ngla. Entre las innovaciones que encontram os estaba una hortaliza. Para hacerla habían ap rovechad o las semillas que al poco tiem ­po de establecid as les llevó el pad re. El las visitó con un com pañero más. En una canoa con víveres y otros recu r­sos rem ontaron un río, tratand o de abrir u na ru ta hacia la viviend a. Luego cam inaron dos o tres días, llevand o cada qu ien m ás de un qu intal a la espalda. N osotros lle­gam os después gu iados por la hija guerrillera, qu ien hizo de punta de vanguard ia du rante las jornad as de m archa que nos ap roxim aron al refugio. N o había trillo ni señal alguna en la m ayor parte del trayecto, pero nos cond u jo al punto sin errar el rumbo. Tenía en tonces d ieciocho años de edad .

Seis meses d espués se les sacó de la región, pu es p roveerlas era d ificu ltoso. Y no era p rud ente d escom brar para sem brar, p orqu e estarían vu ln erables al con trol aéreo. Entonces se d esp id ieron de su s fam iliares y de quienes compartíam os con ellos las vicisitud es de la lucha para volver a su lu gar de origen. La m ad re se in tegró a la organización en otro frente de trabajo. Y años después la niña cazad ora, convertid a en una joven, se incorporó al destacamento.

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EL H URACÁN IN TERIO R

Los acontecim ientos evid enciaban que se aproxim aba la confrontación arm ad a y una escalad a rep resiva contra la p oblación . Pero n u m erosos cu ad ros in term ed ios y com batien tes su bestim aban la en vergad u ra y las repercusiones. Ad em ás, no se veía claro entre nosotros la suped itación de lo militar a lo político, ni p red om inaba la capacidad para relacionar el accionar de nuestro frente con el conjunto de la organización y del p roceso de lucha. Por otra parte, la práctica demostraba que las mismas personas no pod íam os continuar abocánd onos sim ultáneamente a tareas políticas y militares. Pues unas y otras necesitaban ded icación completa y especializad a. Pero para deslind ar los organism os y las funciones era p reciso alcanzar fases de d esarrollo m ás altas. N os u rgía, asim ism o, crear unid ad es m ilitares y preparar m andos que se ded icaran exclusivamente a combatir y a d ispu tarle el control del terreno al ad versario. Sin em bargo no estábam os en capacid ad de lograrlo, pues no acu mulábam os recursos hu m an os calificad os. Y au nqu e in trod u jim os var ios lotes d e arm as, no fu e p osible u n iform ar ni m ejorar cu alitativam ente el arm am ento. Por otra parte, estaba el frente que construíamos. Y a lo largo y ancho de su territorio era necesario estructu rar organism os políticos y m ilitares d iferenciad os del destacamento que los forjaba. El frente estaba constitu ido por el conjunto de organism os locales y regionales que d irigían a los colaborad ores y sim patizantes, y de los cu ales la guerrilla obtenía reclu tas, abastecimiento e información.

En efecto, desd e 1975 el originario d estacam ento gu errillero de los fu nd ad ores se h abía increm en tad o n u m éricam en te, al recib ir en su sen o a cu ad ros de

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distintas especialidades, a nuevos reclu tas y aún a cuad ros organizad ores locales que pasaban experiencia. Al in iciar la nueva etapa de propaganda armad a, en ju nio de 1975, la d irección de la montaña se había propuesto convertir el destacamento originario en una fuerza móvil estratégica que fuera a su vez organizad ora del frente, ad iestrad ora d e com batien tes y cu ad ros en las d istin tas zonas de op eracion es, y qu e an te tod o con stitu yera u na m ás poderosa unidad de combate. Los dos objetivos prim eros se habían cumplido satisfactoriamente, pero la agrupación no había sido capaz de constitu irse en la fuerza militar superior, au nque había realizad o dos ataques exitosos. Al contrario, al crecer espontánea y desord enad am ente,— con r e fu g ia d o s, cu ad ros o rg a n iz a d o res qu e no pudieron permanecer en sus localidades, compañeros mal reclu tad os—, la guerrilla madre había perd ido agilidad , capacidad combativa y libertad de movim iento, y su solo abastecim iento era trabajoso y com plicado bajo situación de ofensiva enemiga. Por otra parte, el manejo de la teoría militar entre los d irigentes era desigual, y no contábamos aú n con una línea m ilitar propia. Esa contrad icción del desarrollo fue el marco de los conflictos y d ivergencias internas que estallaron en el curso de 1977, los cu ales se agud izaron al reunirse de nuevo las colum nas d ispersas.

Un aspecto del conflicto se originaba en el hecho de haber creado un numeroso agrupamiento de combatientes, cuando las grandes necesidades organizativas y políticas del frente y del crecimiento obligaban a la d irección y a los prin­cipales cuadros a concentrarse en labores de construcción organizativa, de formación política y de logística. Pero, com o hem os consignad o, las con trad icciones tam bién se originaban en el choque de d iferentes concepciones político-m ilitares y estilos de trabajo entre los d irigentes y en tre los cu ad ros. A ello se su m ó la heterogénea e insu ficiente calid ad política de los combatientes, quienes,

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además, se m u ltip licaban geométricamente, mientras los cu ad ros no se rep rod ucían y, en cambio, se d ispersaban dentro del frente. El destacamento erogaba constantemente com pañeros a costa de su p rop ia calid ad . In icialm ente confiam os en que el fren te u rbano nos p roporcionaría recu rso h u m an o ca lificad o p o lít icam en te, p ero no suced ió así. No teníam os entonces la capacid ad política y organizativa correspond iente a los objetivos que nos proponíam os y a las d ificultades que enfrentábamos. De ahí que tampoco lográramos asir la complejidad de la reali­dad que p retend íam os subvertir. N uestros lím ites eran superiores a nuestros alcances en relación a los ideales que nos movían. En lo personal, perm anentem ente descubría verdad es que no sospechaba o que tenía encasillad as en marcos estrechos que debía romper a fuerza de reflexión y sensatez. O verdades que se transformaban en su contrario, según fueran las circunstancias en que se daban los hechos. Si no eran u nos errores, eran otros los que d ebíam os rectificar y evitar. N ecesitábam os estar d isp u estos a transformar y profundizar ideas y valores constantemente, muchas veces a ritmos vertiginosos y sin tregua. Lo m ás d ifícil era ser crítico con uno mismo, pues se necesita m ás fortaleza y rectitud para ello que para criticar a otros. Y m ayor valentía y firmeza de p rincip ios que para enfrentar al ad versario de clase.

Las bases igualitarias de convivencia, la participación equitativa en las tareas manuales y en la defensa militar del grupo, así como el compañerismo prevalecientes contribuían a lim ar y superar las tensiones que inevitablem ente se suscitaban. Pero no elim inaban —porque no dependen de la volu ntad ni de las in ten cion es— las cau sas que las p rod u cían . Así que, a p esar de la exp eriencia que acu mulábam os y de las bellas vivencias de hum anidad que p rotagonizábam os, estallaron los p rim eros hechos conflictivos. La superación inmed iata se logró mediante la

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salid a de la montaña y de la Dirección N acional de uno de sus integrantes. Era fundador del destacamento y veterano de la Sierra de las Minas. Desd e tiem po atrás, varios de nosotros teníamos crecientes contrad icciones con él. Y ello afectaba cada vez más el trabajo. Sin embargo, la m ayoría de compañeros no se percataba de tales d iferencias. Más bien veían nuestras d iscusiones y roces com o asunto de organism os superiores, o com o producto de p roblemas personales. Debido a su estilo demagógico, d icho d irigente gozaba de mucha aceptación entre la base. La correlación de fu erzas nu m érica, si de eso se hu biera tratad o, le favorecía ind ud ablem ente a él y a quienes lo rodeaban.

La situación había llegad o a un punto crítico sin que pudiéramos actuar con probabilidades de éxito. Y él violaba acuerdos, ignoraba planes y saboteaba los esfuerzos conjun­tos en ese sentido, priorizando la promoción de su persona. Pero d icho com pañero p rotagonizó un incidente que dio la oportunidad para actuar. Si bien no era noved ad que incurriera en este tipo de proceder, sí era la prim era vez que la colectividad se sentía afectad a y se involucraba en la discusión. Este conflicto permitió a los otros compañeros de la d irección confrontarlo globalmente en el seno del organismo. En esa situación la mayoría del grupo no le daría el apoyo que él ind ud ablem ente buscaría. A partir de allí se logró que la Dirección N acional abordara el caso y que, independientemente de lo que resolviera, satisficiera la d emand a de que d icho com pañero saliera del frente cuanto antes.

Qu ienes estábam os conscientes de que el p roblem a con él abarcaba la totalid ad de su concep ción , sabíam os que la colectivid ad se había d istanciad o de su persona por el incid ente concreto. Y de ningu na m anera porqu e cu estionara sus id eas p olíticas y m ilitares. De ah í que tem iéram os que, al pasar de los d ías, qu ienes com partían el pensam iento y estilo suyo causaran nu evos p roblemas.

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Efectivam ente, p ocos m eses d espu és afloró otra crisis. Esta vez d esencad enad a por un veterano m anip u lad or y m ilitarista. No era de la d irección, ni era m iem bro del destacam ento. Tenía asignad o el trabajo de organización en una zona, pero frecuentaba el destacamento para infor­m ar y consu ltar a la d irección. Él era trabajad or agrícola de origen, costeño, d otad o de ad m irable in teligencia y bu eno para conversar. Cierta vez, estand o de visita, h izo labor en tre algu nos com p añeros de la base. Y en una reu nión de las que solíam os realizar, él y su com pañera—quien sí era del d estacam en to— p id ieron la palabra para p lantear señalamientos y d escontentos, cuya respon ­sabilidad pretend ieron ad jud icar a m i persona, pero que a tod as lu ces concern ían a la cond u cción global del trabajo y a la d u reza que la lu cha en la m ontaña le im prim ía a nuestra vida. Su s protestas fu eron retomadas por algunos com pañeros de la base que, exaltad os y agresivos com o los instigad ores, insistieron en qu e la resp onsabilid ad de lo que señalaban era mía. La m ayoría eran jóvenes costeños, ind ios y lad inos, que se au tod enom inaban "Los Pu ntu d os" y que se caracterizaban por su m achism o y guerrillerism o. Pero tam bién se exp resaron así algu nos com pañeros sin estos rasgos.

Lo que confusa y coléricam ente expusieron no m e incum bía personalm ente. Entre otras cosas d ijeron que el destacam ento estaba aislad o d e la p oblación porque "se refu nd ía" en la selva, en lugar de "estar p egad o" a la gente. Que sólo hablábam os de lu char, pero que llevába­mos m eses sin com batir contra el ejército. Que se les hacía cargar mucho y pasar ham bre. Pero qu ienes p rotestaban no se caracterizaban p or valorar el trabajo p olítico y organizativo entre la población. Más bien u tilizaban ese argum ento para ponerle m anto a su s verd ad eras razones: "estar pegad o" a la población significaba para ellos com er abu nd antem ente y variad o, cargar m enos o no hacerlo y

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alternar con muchachas. Sabían que el d estacam ento no acostumbraba a estacionarse ju nto a la población porqu e los riesgos para ella y para nosotros au m entaban signi­ficativamente. Ten ían conocim iento de que cerca de la población estaban los organizad ores y qu e la com unica­ción con ellos era regu lar. Y conocían el trabajo que hacía el destacam ento en función de la población.

De mis d efectos y errores reales no m encionaron uno solo. Pero la carga emotiva y viru lenta estaba d irigid a contra mí. Ante su proceder, los compañeros de la d irección y del mando intervinieron con lucidez y ecuanimidad para encau zar la d iscusión. Pero no les p restaron atención. Los d irigentes m encionad os tam bién intentaron asum ir la responsabilidad de lo que les corresp ond ía a ellos; y llam aron a la reflexión y a la com postura. Pero fue peor. Los d escon ten tos se en ard ecieron aú n m ás, d iciend o que la d irección y el m and o querían im ped ir que se me criticara. Luego de periód icos intentos por hacerlos entrar en razón, se optó por dejarlos hablar todo lo que quisieran. De manera que los inconformes vociferaron y rep itieron múltiples veces las mismas cosas. Varias de ellas subjetivas y falsas desde cualquier punto de vista. No se preocupaban por fundam entar, persuad ir ni p roponer alternativas o soluciones. La m ayoría de la colectivid ad no in tervino; se limitó a observar y escuchar silenciosamente.

Por mi parte, perm anecí atenta y tranqu ila las d oce horas in in terrum pid as que d u raron los ataques de este grupo. Sabía cu áles eran m is pu ntos d ébiles, los había reconocid o op ortu nam ente y no m e caracterizaba p or negarlos. Ad em ás, hacía esfuerzos por su perarlos pues estaba convencid a de su necesidad . No m e sorprend ió la ir resp on sabilid ad ni la an im ad versión d e los d os in stigad ores. N u estras d iferen cias eran n u m erosas y viejas. Sí me sorp rend ió la confu sión y la ligereza de algunos com pañeros de la base. Pero confiaba en que los

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miembros de la d irección percibían el fondo del conflicto y lograrían finalm ente encauzar una solución. No tenía caso intentar intervenir. Si a los com pañeros de la d irección y del m and o les habían im ped id o exponer su s puntos de vista y centrar la d iscusión, mucho m enos m e perm itirían hablar a mí.

El d escontento era fuerte y el p apel agitad or del veterano y su p areja evid ente. Ni por su contenid o, ni por su form a se trataba de críticas segú n las d efinía uno de nu estros m ateriales internos, estu d iad os y acep tad os supuestam ente p or los p resentes. Decíam os que la crítica es un m étod o para señalar errores y d eficiencias, para buscar sus posibles causas y contribu ir a su superación. Tam bién afirm ábam os que debía exponerse fraternal y constructivam ente, concentránd ola en cuestiones fu nd a­m entales y d ebid am ente argum entad as.

Los p lanteam ientos daban evid encias de cansancio por la d u reza de la vid a en la m ontaña y rechazo a la concep ción con qu e se cond u cía el trabajo global d el destacamento. Y principalm ente denotaban confusiones e incom prensiones p rofundas sobre el hacer revolucionario y sobre nuestros lineam ientos políticos com o organiza­ción. Pero fueron exteriorizad os de m anera caótica y d is­torsionad a, buscand o personificarlos en algu ien a qu ien cu lpar. Y no tratando de bu scar las razones que hacían du ra la vid a que llevábam os y muy lento el d esarrollo de nuestro trabajo.

Estos com pañeros in tervin ieron de las seis de la tard e a las seis de la m añana del d ía sigu iente. N o p er­m itieron ni un alto para cenar. Y al final no p ropu sieron ni p id ieron nada. N o teníam os anteced entes en la tónica, en el contenid o, n i en la duración. Tam poco volvim os a vivir situ aciones sim ilares en el tiem po que tod avía perm anecí en la m ontaña, que fu e más de un año. Pero ese hecho constituyó, para los pocos que pud ieron enten ­

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derlo, u na señal de alarma. Un llam ad o de atención sobre los riesgos de d esbord e dentro de nu estras p rop ias filas. Años después, con otros com pañeros en el escenario de la montaña, se vivieron situaciones más graves por su envergad u ra e im p licaciones.

El día sigu iente se d io libre. Salvo el cumplimiento d e las con sab id as m ed id as d e segu r id ad y d e las tareas de subsistencia, los miembros del destacam ento p u d ieron d ed icarse a lo qu e gu staron . La d irección se reu n ió p ara an alizar los acon tecim ien tos y tom ar decisiones. Afortunadamente, por esos días, convocados p or los d irigentes del frente, llegaron a la montaña dos compañeros más de la d irección. Su sede era la capital, pero estaban presentes para abord ar la crisis de d irección y coord inar el trabajo general.

Pensativa, pasé el día en m i puesto. En ese momento no lograba comprend er el por qué de tamaño descontento si se suponía que estábam os allí volu ntariam ente y de manera consciente; si teníam os por costumbre abordar en colectivo p roblem as, d escontentos y temas d iversos con franqueza y compañerismo; si era posible pedir traslados o bajas, cuya única cond ición era garantizar el secreto sobre lo que se conocía; si el trabajo y las d ificu ltades estaban a la vista de todos. No com prend ía por qué la viru lencia y el trabajo de zapa. Mucho menos por qué había sid o yo el catalizad or. Estaba sorprend id a y preocupad a, me sentía golpead a m oralm ente y cansad a por el desvelo. Pero no exp erim entaba tristeza, in segu rid ad , n i resen tim ien to alguno. Me ocupé revisando trabajos de formación.

Eran alred ed or de las d iez de la m añana cuando se aproximó a mi pu esto uno de los com batientes que con mayor agresividad me había atacado. Llegó corriendo y, sonriente, me invitó a nadar al río. Sabía que me gustaba el agua y que, cuando podía, m e zam bullía con ellos. Pero esa m añana mi ánim o no estaba para retozar. Mucho

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m enos para alternar con quienes m e habían atacad o tan injustamente. Me excusé con él, mostrándole los cuadernos que en ese mom ento examinaba y le d i las gracias. Pero él se contrarió y me d ijo resentid o que en realid ad estaba enojada con él porque me había criticad o la noche anterior. Entre otras cosas me había acusad o de haber tratado de matar de hambre a una patrulla. No fue posible persuadirlo de que sencillam ente no tenía deseos.

Al caer la noche llegó Bened icto a nuestro lugar. N o nos habíam os visto d u rante el día. N os salu d am os cariñosam ente y él estuvo especialmente tierno y anim oso conmigo. Y m e d ijo bromeand o: "¡Vaya cum pleaños el que te tocó!". Ese d ía amanecí cumpliendo años y él era el único que lo sabía. Pero no hablamos sobre la reunión de la víspera, ni le pregunté sobre su actividad . Era costumbre entre nosotros no abordar p rivad am ente lo que se veía en nuestros respectivos organismos. Como militantes no nos correspond ía hacerlo sino en las reuniones orgánicas; y como pareja no nos convenía ocupar en cuestiones de trabajo los pocos ratos que estábamos juntos. Mucho menos tratándose de problemas. Preferíamos hablar de otras cosas, descansar o simplemente am am os. El me conocía bien y se caracterizaba por ser crítico y exigente con m i desem peño militante, pero era invariablemente camaraderil y solidario. Sabía que entre m is cu alid ad es d estacaba la fortaleza. Pero estaba consciente de que la prueba había sido dura.Y sin decir palabra alguna, me expresó su comprensión, anim ándome serenamente a que confiara en que las aguas recobrarían su nivel de nuevo.

Para esa noche, los com batientes organ izaron u n baile. Algu nos d e ellos fu eron a bu scarm e p ara qu e asistiera, pero no qu ise ir. De nu evo, el razonam iento de varios agresores fue que me negaba porque estaba enojada por las críticas.

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Con m i com p añero nos acom od am os en nu estra resp ectiv a h am aca , qu e co lg ab a sob re u n tapexco "m atrim onial", donde teníamos nu estras m ochilas y el equipo militar. Este d ebid am ente colocado al alcance de la mano. Nos d imos las buenas noches y nos d isp usim os a dormir. Pronto me invadió un su eño pesad o, pero cu ando estaba por perder la conciencia y dormirm e, me asaltaron fuertes impulsos por tom ar mi p istola y pegarme u n tiro. Me despabilé extrañad a por esa sensación desconocid a e inexplicable para mí, y sacudí la cabeza, queriendo espantar el absurdo y desagradable deseo. Intenté conciliar el sueño de nu evo, pero al relajarm e y ad orm ecerm e, ap areció con m ayor fuerza. Preocupada alejé el equ ipo militar del alcance de mi mano e hice un inventario de las razones que tenía para no p roceder así. Sin d ificu ltad alguna hice un listado mental, abarcando razonam ientos ideológicos, políticos y afectivos. Estos ú ltimos se concentraban en el hijo que había dejado lejos y en mi compañero. Pero ello no bastó para elim inar el impulso que se posesionaba de mí al comenzar a vencerm e el sueño. Entonces desperté a m i pareja, qu ien d ormía p rofund am ente. Pid iénd ole que no se preocupara, le narré calm ad am ente lo que me pasaba. Y agregué de inmed iato que no lo haría porque había nu m erosos m otivos p ara no hacerlo, pero qu e necesitaba mantenerme despierta. Abrazándome tranquilo me pid ió que se los enum erara y así lo hice. Me respond ió que así era; que no me faltaba ninguna razón habida y por haber. Y que eran más que su ficientes para no hacerlo. En cambio, eran motivo para vivir, para segu ir luchand o y para ser feliz. Luego me dijo que mi actitu d en la reunión había sido correcta, lo mejor dentro de las circunstancias. Finalm ente me reiteró que confiara en que el problem a se resolvería. Previo a compartir con él lo que me suced ía, le hice prometer que a nad ie se lo contaría. Tem ía que unos

no lo comprend ieran, que otros lo u tilizaran para hacerm e daño y que se p reocuparan quienes m e apreciaban.

Antes de d orm im os le pedí que pusiera mis arm as de su lado. Nos bajam os de las ham acas al tapexco. Allí, abrazad a por él y atándom e m entalm ente las manos, m e dormí profundamente hasta la mañana siguiente. Así logré que la tem pestad en el alm a no me venciera y nunca m ás volví a sentir im pulsos suicidas. N o cabía duda que los hechos me habían afectad o más de lo que yo tenía alcance para comprender, aunque externamente no lo manifestara. Por p rim era vez una vivencia adversa d esestabilizaba mi equ ilibrio interno. Una especie de hu racán interior había dejado m i fortaleza en harapos. Me había involu crad o en la lucha porque asp iraba a una hum anid ad superior. Particip aba en la gesta de los d esposeíd os confiad a en el pod er ocu lto y d orm id o d e éstos, en su cap acid ad de reaccionar al estím u lo em ancipad or y lanzarse a la conqu ista de su p rop ia felicidad . Sabía que toda lucha arrastra contrad icciones y conflictos; unos hered ados del sistem a dond e su rge y otros p rop ios de lo nuevo que se abre paso. Pero no im aginaba las repercusiones negativas que ellos pod ían tener en mí. Una de las ironías de la vida me había sometid o a tal prueba en manos de mis com pañeros; y no del adversario com o pod ía im aginarse. Qu izás por eso m ismo el golpe había sido tan fuerte. Era necesario aprender la lección política y esforzarme más por ser menos idealista.

Al am anecer esa experiencia au todestructiva quedó soterrada en mi mem oria bajo otras, bellas y estim ulantes. Evoco su recu erd o y lo com p arto p orqu e el hecho es ilu strativo de las tensiones a que estábam os sometid os. Y expresa una de las múltip les reacciones que teníamos ante ellas. Sin embargo, desde aquella noche lejana en la selva, comprend í las complejidades y los límites psíquicos del ser humano. Y, natu ralm ente, m is p rop ios límites. Tam bién

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com encé a com p rend er a los su icid as. H asta entonces consid eraba un acto de valor y firmeza el su icid io ante la certeza de caer en m anos de cu erp os represivos como los de m i país. O el que se ejecuta cuand o se pad ecen enferm ed ades d olorosas e incurables. Pero pensaba que los demás su icid as eran sencillam ente cobardes o débiles de carácter, pudiendo no serlo a fuerza de valor y voluntad ante las ad versid ades. Me d i cu enta que el fenómeno es complejo; que abarca qu ién sabe qué d imensiones de la mente, del estado de ánimo, de la qu ím ica del cuerpo.Y que en nuestro ser se pued en operar mecanismos de comportamiento que pasan por encim a de la voluntad , la razón y las convicciones.

Al segundo día, el mando fue convocado a reunión por la d irección. Haciend o las consid eraciones del caso, d icha instancia nos comunicó que nuestro organismo había sido d isuelto y que sus in tegrantes volvíam os a la base. Que, a partir de ese momento, ella retom aba la cond ucción d irecta d el d estacam en to . Tam bién h ab ía d ecid id o su spend er ind efin id am ente la activid ad form ativa que impulsábamos las mujeres del mando, quedando tal trabajo suspendido. N os exp licaron que esas drásticas m ed id as eran necesarias para retom ar el control de la situación y evitar un d esbord e de consecu encias im pred ecibles. Pero tam bién p ara obligar a reflexionar a nu m erosos compañeros que se habían dejado confund ir y manipu lar; o que, dándose cu enta del p roced er inconsecu ente de los inconformes, permanecieron callad os, contribuyendo así a que la situación se polarizara peligrosamente. Se nos d ijo que era una medid a injusta hacia los miembros del mando; pero políticamente necesaria, dada la envergadura del pro­blema y la fragilidad del equilibrio. La d irección nos d io a entend er que nos tocaba hacer de chivos expiatorios, pero que en medio de las circunstancias era el costo menor. Nos record ó que hacía apenas unos d ías habíamos logrado lo

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m ás im portante: la retirad a del com pañero de d irección que generaba los problemas mayores. Pero que no se había resuelto del todo el p roblema porque era evid ente que otros pensaban y proced ían como él en varios aspectos. O representaban tam bién focos de conflicto. Los compañeros hom bres del mando acep taron conformes la decisión. Yo m e sentí liberada de una función que había aceptad o por d iscip lina y que había cumplido con responsabilid ad y entrega. Es más, me sentí contenta de volver a la base. Pero la otra compañera no comprend ió la profundidad del conflicto, resintió su remoción y me cu lpó de la misma.

Los veteranos que trabajaban como organizadores en la selva —uno de ellos el instigad or — no constituyeron organismo alguno y quedaron, como antes, subord inados a la d irección. Pero creo que se congratu laron de la remoción del mando y se sintieron recompensados. Sin embargo, lu e­go de que se comunicaron los cambios, la pareja inconforme reclamó oblicuamente a la d irección no haber tomado "m e­didas su ficientes". Estábamos desayunando cuando se ex­presaron así. Entonces, con incontenible cólera, uno de los d irigentes les respond ió: "¿Qu é qu ieren, fusilamientos? " Ellos se quedaron callados. Lo cierto es que en el veterano había resentimiento y celos de au torid ad acentuados res­pecto al mando. N inguno de sus integrantes teníamos sus años de participación, éram os más jóvenes que él; además de que dos éramos mujeres y de p rocedencia urbana, cosa que le chocaba profundam ente. No valoraba su p rop io rol como organizador, y, militarista como era, aspiraba a ser mando. Varios años después, cu ando fue nombrad o comand ante, su invariable estilo improvisador, liberal y personalista marcó la forma de cond ucción y de trabajo de todo un frente guerrillero. El funcionamiento de d iversas unidad es y organismos bajo su responsabilidad , sobre todo provenientes de la ciudad , se caracterizó por el extremo liberalismo, la ind isciplina y la subestimación del enemigo.

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Se permitió la embriaguez, se violaron norm as básicas de seguridad; se implemento una política de d ispendio y falta de control sobre los recu rsos financieros, incurriénd ose por parte de él mismo y algunos cu ad ros y combatientes en d iversos actos de corrupción. Se d istorsionó la moral combativa y se aband onó la d isciplina política y orgánica. Tal cuad ro de cosas contrastaba no sólo con la trad ición de responsabilidad y d iscip lina p racticad a en los primeros años del destacamento, sino tam bién con la práctica obser­vada en otros frentes de trabajo nuestros. Meses después de haberse insubord inado a la Dirección Nacional, y aunque se le advirtió a tiempo que estaba atrapado en una celada, este compañero cayó víctima de su propia subestimación del aparato de inteligencia contrainsurgente. La víspera del golpe de Estado de 1983, fue acribillado en una emboscada al sur de la ciudad de Guatemala.

No cabe duda que en las crisis em ergen verdad es ocu ltas que muy pocos tienen la lucidez de ver, el valor para acep tarlas y la capacid ad para contribu ir a salir de ellas. Pues siem pre es necesario analizar el contexto y consid erar los anteced entes, más allá del papel personal de los involucrados. Y es que d ichas verd ad es aparecen velad a y caóticam ente. Y qu ien se qued a en las aparien ­cias, la mayoría, no logra com prend erlas ni contribu ir a su superación.

En esa oportunid ad el destacam ento aband onó el campamento bajo lluvia torrencial. Era tiempo de crecidas e inundaciones, de manera que saliendo del lugar debimos cruzar el p rim er zanjón tu rbu lento. Era estrecho, pero no se tocaba fondo. Para agilizar el paso tend im os una soga de lad o a lad o; y tres volu ntarios atravesam os las arm as de todos. Enfilamos hacía los ríos Xaclbal e Ixcán, reco­rriendo una amplia zona de parcelam ientos. Avanzába­mos de noche y d escansábam os de d ía. Y cotid ianam ente escucham os el estruend o del cañoneo del ejército hacia

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d istin tos pu ntos de la selva, d ond e creía que pod íam os estar. En varias oportunid ad es pasam os o nos d etu vim os p róxim os a la tropa que nos buscaba. Entonces no nos qu itábam os la m ochila, y perm anecíam os concentrad os en com p leto silencio. En varias jorn ad as no tu vim os acceso a fu entes de agua ni pud im os instalar ham acas. La única activid ad que realizam os fue la alfabetización. Para algunos de nosotros fu e u n acontecim iento volver a com er naranjas en esos d ías.

Fin a lm en te a lcan zam os la o r illa oeste d el r ío Ixcán, nos ad entramos en la maleza varios kilómetros y acampamos.

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D AN ZA D EL VEN AD O

El d estacam ento estu vo agru pad o varios d ías más, pero lu ego fue d ivid id o en colu m nas con tareas en territorios d istintos. Me integraron al grupo que penetraría H uehue­tenango. Entonces nos separam os con Benedicto. Durante siete m eses a partir de entonces trabajam os en lu gares d istantes, sin posibilid ad de com u nicam os sino u n par de veces, por carta.

Con el a r g u m en to d e lo s r e sp o n sa b le s d e organización de que el ejército nunca llegaría a dond e nos encontrábam os porque estaba retirad o, era de d ifícil acceso y había poca población, nos instalam os cerca de viviend as amigas. Estos com pañeros incluso afirmaron que era zona liberad a porqu e la población estaba con nosotros. Pero no consid eraban otro factor esencial: la cap acid ad para d efend erla m ilitarm ente. En ese lu gar ejecutam os tareas prácticas y, al conclu irlas, cada columna tomó su rumbo. Abandonamos el cam pamento sin borrar huella ni supervisar el espacio ocupad o, contraviniend o hábitos del d estacam ento. Los m ism os responsables lo consid eraron innecesario. Sin em bargo, pocas sem anas d esp u és, el ejército localizó d icho lu gar y lo rev isó detenidamente. Encontró un tiro de carabina aband onado por descu ido y otros ind icios de nuestra reciente estad ía. Luego interrogó y hostilizó a la población aledaña, y montó em boscad as en los cam inos esperand o sorp rend ernos. En una oportunid ad atacó a cam pesinos que volvían de la siembra. Los trabajadores fu eron sorprend id os por el fuego de las armas cuando, cansados de la jom ad a agrícola, volvían a sus ranchos. Como resu ltad o quedó gravemente herid o u n niño d e d iez años, m ien tras los jóven es y los ad u ltos hu yeron entre la m aleza; y p erm anecieron

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enmontañados, sin atreverse a volver a sus casas. Mientras tanto, las mujeres que oyeron la balacera y esperaron inú ­tilm ente la vuelta de sus seres queridos, decid ieron ir en su busca. Fue así como encontraron al niño tirado en la vereda, desangrándose y gimiendo. Y rastros de sangre que se perd ían en la vegetación. Retornaron con el herido, angustiadas por la d esaparición de los demás.

A partir de entonces el sitio fue visitad o frecuente y sorp resivam ente por un oficial acom pañado de tropa. Se aproximaban silenciosamente de d ía o de noche; siempre desde distinto punto. Rastreaban los alrededores de las casas y sorprendían a las mujeres y a los niños en el río, cortando leña, en el huerto. A las primeras las in terrogaban sobre la presencia de "hombres malos", "band id os", "guerrilleros". A los niños que encontraban solos les p reguntaban sobre el paradero del padre y sobre las activid ades de la mad re. En ambos casos se valían de un sold ad o traductor. Las mujeres les respond ían invariablemente que los únicos hombres malos y band id os que conocían eran ellos. Y los niños perm anecían en silencio o se alejaban corriendo. Como el afectad o por la emboscada era un grupo familiar, había num erosas mu jeres. Tod as estaban ind ignad as y dolid as por el ataqu e a sus hom bres, qu ienes segu ían desaparecidos, mientras un niño permanecía tend ido con un brazo destrozado. No había qu ien lo curara y tem ían que muriera. Ante la im pertinencia del militar, la mu jer más vieja le dijo en mam: "Ya mataste a nuestros hombres, están desaparecidos. ¿Vas a trabajar la milpa para nosotras? H eriste al niño y se va a morir, ¿qué querés? ustedes son matagente, son comegente". Y franqueándole la puerta del mísero rancho le gritó im perativa y sollozante: "¡Entrá y hartátelo! ¡Hartátelo de una vez si eso querés! Usted es nos han traído la desgracia. Somos gente, no somos animales. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Vos nos vas a m antener?" Mientras tanto, las demás m ujeres lloraban y gritaban a

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la tropa, con los niños abrazados o ap retad os contra sus piernas. El soldado que hablaba el id iom a dudaba para traducir. No se atrevía a decirle al oficial lo que las mujeres exp resaban , p ero aqu él in sistió en que lo h iciera. Al escuchar la trad ucción se desconcertó y d irigiénd ose a los sold ad os les dijo: "¿Ya vieron?, la chingamos porque eran campesinos y no guerrilleros esos que em boscam os." Pero a las mujeres les aseguró que no habían sido ellos. El oficial entró a ver al niño y d ijo que necesitaba hosp italización. Ofreció llevarlo en helicóptero a la capital, pero las mujeres d esconfiaron de sus intenciones y no aceptaron. Tem ían que lo desaparecieran y así se lo d ijeron. Agregando que si de verdad quería curarlo que lo hiciera allí, d elante de ellas. Entonces le d ieron los p rim eros auxilios y lo vendaron. Luego se retiraron y no volvieron a molestar. Pero al niño hubo que sacarlo en parihuela. En d ías de camino, los vecinos que lo transportaron alcanzaron el altip lano de Santa Cruz Barillas. La víctim a salvó la vida; sin embargo, perd ió su brazo.

Luego de varios d ías de penalid ad es a causa de las heridas, el ham bre y la vid a a la in tem perie, los hom bres se ap roxim aron cau telosos a sus viviend as. Pero durante un tiem po sigu ieron escond id os en la montaña alim en ­tad os por las mujeres. De estos hechos nos enteram os posteriorm ente, porqu e para entonces nos m ovíam os en otra zona.

Mientras tanto, en la región ixil se habían instalado v ar ios cu ar teles. En los d ías lib res los sold ad os se em borrachaban y violaban m u jeres con la tolerancia, incluso el estímulo, de los oficiales. Desde el establecimiento de la tropa habían suced ido numerosas agresiones. De ahí que no pocas m ujeres estuvieran alertas, especialm ente cu and o el marid o se ausentaba. Una joven esposa, cuya p areja se encon traba en la costa, v iv ía en un rancho solitario en las afueras de Chajul. Era tard e en la noche

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cuando escuchó pasos que se ap roxim aban a la viviend a, y entre las cañas que hacían de pared d istinguió al soldado que resueltam ente se d irigía a su casa. Entonces tomó el machete y alzándolo con las dos manos se paró al lado de la puerta. Estaba espantad a pero decid id a a defenderse. Así que no bien entró el violad or, qu ien de una patada abrió la puerta, ella le descargó el machetazo. Lo hizo con tal fuerza que le partió la cabeza. Con el soldado muerto a sus pies, ¿a qu ién acudir? ¿al ejército que centralizaba el poder en la región? ¿a las au torid ad es civiles lad inas que apañaban las m ism as p rácticas en terratenientes y comerciantes ricos? ¿a un abogado que cobraba cantidad es que ella n o pod ía pagar, que vivía lejos en la cabecera departamental y que terminaba sirviendo a los poderosos por corrupción o por miedo? No. En su lucid ez no tuvo m ás cam ino que ap resu rad am ente encargar a los hijos con unos fam iliares, m andar aviso al marid o para que no volviera al rancho y escond erse. Esta mujer no estaba organizada con nosotros, tam poco desp legaba activid ad reivind icativa alguna. Pero por defender su d ignidad de la única manera que estaba a su alcance, fue acusada de guerrillera y d eclarada cu lpable de asesinato contra "u n defensor de la p atria". De lo contrario, dijo el ejército, ¿por qué se escond e? A raíz de los abusos y crím enes militares, numerosa población buscó víncu lo con nosotros. Eram os su única alternativa de comprensión, respeto y apoyo para rehacer sus vid as sobre nuevas bases.

Semanas antes de tales acontecim ientos, cuando el destacamento se dividió, nuestra columna permaneció en la zona acopiando víveres, pues nos desplazaríamos a donde no contábam os con base de apoyo. Estuvim os acam pados a la orilla de un rastrojo, apenas unos metros adentro de la vegetación. En varias oportunid ades perm anecí sola horas o d ías enteros; no participaba en el trasiego, debido a que se hacía de d ía por caminos. Aunque atenta a ru id os

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y m ovim ientos extraños, una vez contem p laba el claro de la siembra ya cosechada. H abía en él un inm enso palo quemand o, el único que permaneció de pie después d e la roza; tend ría alrededor de veinte metros de altura y carecía de ramas. En su cúspide se posó una hermosa rapaz, quizás un águ ila o un milano, que se dedicó a escrutar el suelo. Súbitamente se lanzó en picada y, apenas llegó a tierra, se elevó de nuevo; llevaba entre sus garras a una serp iente que se contorsionaba. Volvió el ave al mismo tronco y ávid am ente picoteó y devoró a su presa.

N uestra colu m na em prend ió la m archa cargad a al máximo. En el trayecto escalam os un cerro que alcazaba los 600 metros de altu ra y poseía varios kilóm etros de ancho. Era abrup to y de su elo calcáreo, y en el terreno se encontraban m u ltitud de rocas con aristas filudas. Su vegetación era exuberante, pero no cerrad a ni hostil; y el am biente fresco, húm ed o y sombrío. Usar esa ru ta nos perm itió evad ir áreas habitadas, cu ltivad as y su rcad as de cam inos para ap roxim arnos a las vegas del río San Ramón, en los lind eros de los Cuchum atanes.

Me ad entré, entonces, en una etapa tranqu ila y de poca activid ad en com paración con la d inám ica anterior y posterior. Por p rim era vez desde que me incorporé al d estacam ento tu ve tiem po para leer algu nos libros. Y com o desconocía la teoría militar, d ías atrás había echado a m i mochila De la guerra, de Karl von Clausew itz y El arte de la guerra, de Su n Tzú. De su estud io resu ltaron send os m ateriales con las id eas p rincipales para la form ación colectiva. Tam bién pu de descansar, inclu so d isfru tar d ías de com pleta soledad .

Con pocas semanas de d iferencia vi las mazacuatas m ás grand es d e m i vid a. La p rim era de ellas estaba enroscada du rmiendo y tenía el vien tre muy abultad o. Sin verla di el paso, asentando un p ie ju nto a su cuerpo; un com pañero próxim o me alertó, al tiem po que intentó

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dispararle. Pero se lo impedí porque el reptil estaba quieto. Sin embargo, en un parpad ear de ojos, otro combatiente le asestó un machetazo. En el sueño la boa constrictor fue sorp rend id a por la muerte. Se im ponían la inconsciencia y el desconocimiento sobre los anim ales del lugar donde trabajábam os. El segu nd o ejem p lar de esa esp ecie se atravesó en nuestro camino. Salió de la maleza al trillo cuando estaba por dar el siguiente paso. Al ver su rgir su cabeza sostuve el pie en el aire para no pisarla. Esta vez la dejamos seguir su curso y nosotros continuamos el propio. Pasó tranquila, sin alterar su ru ta ni p restarnos atención.

Por entonces tam bién p resencié a quem arropa la caza de una rana por una serpiente. Sentada sobre mis piernas en un tercio de leña, ju nto al fuego, removía la harina para la cena y conversaba con un compañero. Era el mayor de edad entre nosotros y había dejado mujer e hijos para integrarse al destacamento. Campesino medio, lad ino huehueteco de mal genio y desconfiado, era firme, valiente y d iscip linad o. La lu ju riante vegetación nos rod eaba a sólo dos metros de d istancia y de allí salió la serpiente, zu mband o en el aire, en d irección a m i rostro. Delante de ella, dando saltos descomunales por la altura, pero cortos en su avance, una ninfa del bosque —ranita arborícola verd e y rosad o— se d irigía hacia d ond e yo estaba. El hecho sucedió en fracción de segundo; sin embargo, como u n rayo, el com pañero desenvainó el m achete y ju n to a mi rostro lo descargó en la cabeza de la víbora. Esta, al m ism o tiem po, había p rensad o a su víctim a en tre las fauces. No sabría decir qué me dejó más estupefacta: si la serpiente que se lanzó sobre mí por obtener su alimento o el sorpresivo machetazo que me silbó en la cara. Lo cierto es que seguí removiendo la harina, mientras los dos animales yacían inertes a nuestros pies. La cu lebra era una ranera verde, caracterizada por ser veloz y agresiva.

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En el gru p o iban chu jes y kan jobales —gru p os étnicos del área—, así como lad inos originarios de ese departam ento. Los ind ígenas se habían incorporado años atrás, siend o en ese entonces m onolingües y analfabetas. Ahora regresaban bilingü es y d om inand o el alfabeto, com o p ioneros del trabajo político en tre su gente. Pero tam bién íbam os revolu cionarios de otras partes del país. Dos éramos m u jeres y nuestra p resencia daba confianza a la población en las visitas iniciales. El responsable del grupo era un veterano lad ino, p roletario de la costa sur y uno de los que había trabajad o com o organizad or en El Ixcán y como pionero de la penetración a H uehuetenango. Era valiente y sencillo, poco com u nicativo y nervioso; su salud estaba sensiblem ente afectad a por los años de m ontaña y tensión . La otra com p añera era su p areja. Pocos años d espués tu vieron dos hijos. Pero cu and o es­taba recién nacido el segund o, la com pañera, su m ad re, un herm anito, los dos niños y un com batien te herido, a qu ien ellas cu id aban, d esaparecieron en un operativo de inteligencia contrainsu rgente. Esto su ced ió en la costa su r a finales de 1981. No volvim os a saber de ellos.

Virginia era una m uchacha inteligente, alegre, de risa fácil y contagiosa; valiente ante el peligro y laboriosa. Pero cuando se encontraba con una araña ped ía auxilio a su compañero. Originaria de la costa sur, su m ad re era lad ina y su pad re cakchiquel. H abían migrad o al Ixcán en la d écada del sesenta y estaban entre los p rim eros p arce­larios que le tend ieron la mano a nu estros com pañeros.

Instalados en la nueva zona, antes de iniciar el trabajo político fuimos y venim os a nuestro punto de partida, a trasegar víveres que habíamos acopiado. N ecesitábamos reservas para u na tem p orad a porqu e nu estra labor se d istorsionaba cuando era acompañad a de transacciones com erciales, o d e solicitu d de servicios para obtener artícu los en los m ercad os de la región. Por otra parte,

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la colectiv id ad trabajaba m ejor cu and o el ham bre no apremiaba. Varias veces me correspondió hacer el trayecto en ese acarreo. En la primera oportunidad nos enviaron a un chuj, a un cakchiquel y a mí. La sigilosidad, la información y el secreto de la población organizada eran la base de nuestra seguridad . El margen de riesgo estaba determinado por los rastreos sorpresivos que realizaba el ejército. En uno de esos viajes, por ejemplo, avanzamos detrás de la tropa sin saberlo. Hasta el d ía anterior estuvo peinando el área y no tuvimos la información sino cuando llegamos a nuestro destino. El azar había estado a nuestro favor.

Próximos al punto de llegada, d isminuimos la veloci­dad y redoblamos el estado de alerta. En las inmediaciones encontram os a la abuela rajando leña. Nos salu dam os con alegría compartida, tom é el hacha de sus manos y terminé de hacer el trabajo mientras conversábamos. Los compañe­ros, por su parte, se adelantaron al rancho. Había avanzado la tarde, por lo que platicamos brevem ente con la fam ilia, m ientras com íam os una escud illa de hierbas con tortillas. Nos ad entram os en la montaña para pasar la noche y amaneciendo volvimos a la vivienda, donde encontramos a las mujeres m oliend o maíz y avivando el fuego. Tom am os atol, nos desped im os y em prend im os el regreso. Dos de nosotros llevábam os un qu intal a cuestas.

Cerca del med io d ía, el compañero que iba a la van ­guard ia se detuvo y en silencio aguard ó a que lo alcanzara. Entonces señaló hacia un punto de la maleza y me pid ió au torización para d isparar. Un venad o cabrito dejaba ver su cabeza entre la vegetación a pocos m etros de nuestra posición. Si bien el área estaba tranqu ila y la detonación de un rifle 22 es leve, el permiso obedecía a que cazar al animal rep resen taba echarnos m ás peso encim a, y el tirad or afirmaba que no pod ía con una libra más. Sin embargo, el deseo de cobrar su p rim era p ieza era manifiesto y la expectativa de com er carne esa noche era de los tres. Así

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que el compañero chuj y yo asu m im os com partir la nueva carga. El tirador, sin quitarse el mecapal, d isparó una vez. El huitzitzil d io una voltereta en el aire y d esapareció. Botam os las m ochilas y corrim os en d irección a d ond e había estado. Encontram os sangre y a unos metros de su ubicación anterior, el anim al estaba inerte. El tiro había entrado por la paleta derecha, dándole en el corazón. Era u n macho que pesaba alrededor de cuarenta libras.

El compañero chuj me d io parte del maíz que llevaba y en su lugar acomodó al venado. Entonces nuestras cargas sobrepasaron el qu intal y el cazad or debió ayu d am os a ponernos de pie. N os faltaban cinco horas de ascenso en terreno rocoso para llegar al único punto donde había agua. Recorrim os el trayecto jad eantes y sudorosos, sin ­tiend o una fuerte presión en el cuello y los hombros. Pero avanzam os a paso sostenido, haciend o un solo d escanso para com er los tam alitos que llevábam os de almuerzo. La alegría del cazador y el festín próximo nos d ieron la energía para resistir. Anocheciend o llegam os al lu gar y a oscuras recogim os leña y bu scam os m aterial para un tapexco. Mientras los com pañeros destazaban el venad o, constru í la tarima y encend í el fogón, p rocu rand o p roducir brasa abund ante. Ya saladas colocam os las tiras de carne sobre el enrejad o y cocinam os las visceras en una olla.

Mientras cu idábam os el fuego que debía mantenerse vivo, pero m od erad o, el com pañero chu j sintonizó una estación rad ial donde tocaban sones. Acto segu id o nos invitó a danzar para celebrar la caza del huitzitzil. Am bos acep tam os y, form and o un círcu lo, bailam os la hora que du ró el p rogram a y que fue el tiem po que tardó en asarse la carne. Por vez p rim era vi bailar son al joven tirad or. Au nque llevaba sangre ind ia en sus venas, solía rechazar tal tipo de m ú sica y se bu rlaba de qu ienes gustábam os de ella.

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Alrededor de la med ia noche comim os los lomos con p lacer indescriptible. Luego instalamos told os y ham acas; y m ientras m is com pañeros se d isp usieron a descansar, yo me d irigí al arroyo. Pero al dar el p rim er paso entre el agua me m ord ió u n cangrejo. Aunque logré desp ren ­derlo p ronto y el d año su frid o fu e leve, me enojé con m i suerte porque creía m erecer un final de jornad a mejor. Me im agino lo que sintió el cru stáceo cu and o lo d esperté de un p isotón en su casa. Sin embargo, el agua fresca y la tranqu ilid ad de la noche com p ensaron el cansancio del d ía. Me bañé sin prisa. Mi com pañero me reñía por hacerlo a oscuras, pero con frecuencia la alternativa era no hacerlo a ninguna hora. Nunca le h ice caso y, salvo esa noche con el cangrejo y otra con una planta u rticante, no tu ve sorp resas d esagradables. Y habría perd id o encanto esta reivind icación irrenunciable si la hubiera realizad o pensand o en los peligros que me acechaban.

Una vez tend id a en la ham aca, me dorm í pensand o con amor en el hijo que crecía lejos y en el com pañero ausente.

El trabajo en el altiplano huehueteco se había iniciado tiem po atrás. Se lo d ebíam os a tres veteranos, qu ienes solitarios ascend ieron desd e la selva y, apoyánd ose en algunos contactos, realizaron d u rante meses una labor discreta. Habitaron con familias misérrimas, compartiendo su pobreza y esperanza por una vida d igna. Establecieron relación con varios d irigentes comunales, qu ienes antes de que nuestra colu m na penetrara, realizaron visitas al d estacamento. Por otra parte, com batientes y bases de apoyo de la selva, originarios del altip lano hu ehueteco, llevaron el mensaje de la revolución en sus visitas familiares o viajes de trabajo. De manera que generamos un fermento al que era necesario darle continu idad . Sin embargo, las semillas estaban d ispersas e inconexas. N os correspond ía com enzar a darles unid ad territorial y organizativa, así

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com o profund izar el trabajo político iniciado. De ahí que d esd e el bajío de los municip ios de Barillas y San Mateo Ixtatán, creando organización donde no la había, debíamos garantizar el ascenso a los Cuchumatanes.

La zona dond e nos ad entram os estaba escasamente habitada. Parte de la población era flotante porque vivía temporalm ente en sus comunidad es de tierra fría, descen­diend o periód icam ente a las zonas bajas del norte, para sem brar maíz en terrenos bald íos o trabajar en las fincas que allí había. Muchos m igraban con la familia y vivían en galeras de palm a, sin paredes; y cada vez que partían llevaban y traían piedra de moler, molino y demás enseres d omésticos, porque la pobreza no les permitía tenerlos en am bas partes. Y tanto la población que d escend ía a la selva como la que perm anecía en el altip lano, necesitaba recu rrir a los alim entos silvestres para mejorar su dieta. En las áreas frías habitadas por kanjobales, por ejemplo, eran de consu mo com ún las hierbas como el tzitzil y el tzoloj; mientras que en las tierras cálid as recurrían al temí o quilete, al quixtán, al guxnay — espiga de flor — y al momón. Recolectaban d iversos hongos que en su id iom a llam aban champá, colchic, rirí y xilom. O fru tillas de árboles como las del buxté que son pequeñas, du lces y amarillas; o las sem i­llas del ujuxte o ram ón que las com en tostadas. Tam bién ap rovechaban la "p ap a extran jera", fruto de enred ad era silvestre que crece en las rozad uras. Y por el mes de ju nio, en algunos lu gares del altip lano huehueteco se alim entan con un gusano verde, largo y grueso que abu nda en los troncos de árboles como el cajetón y el cau lote, de cu yas hojas se alim enta. Estos gusanos, cuando sobreviven a la captura de la población hambrienta, se convierten en lindas marip osas blancas. Los llam an lol y se los com en asados con tortilla. Previam ente les qu itan la cabeza, la cola y las tripas, quedand o un cuerito grasoso que se lava y salado se

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asa en el comal. A varios compañeros les tocó experimentar este bocado. Y no todos soportaron la prueba.

Numerosas personas sólo ten ían la ropa que llevaban puesta y que lavaban cad a vez que se bañaban. Y no pocos and aban tan remend ad os que no se sabía qué había sido la prenda original. A veces heredaban la ropa parchada de pa­dres a hijos y de herm anos mayores a menores. Abundaba el paludismo, la tubercu losis, el parasitismo, la anemia, los abscesos, los granos, las várices y los p roblem as dentales. Para obtener ocote, sal, fósforos, por ejem plo, qu ienes habitaban en la parte selvática d ebían cam inar du rante días. Y con frecuencia se recurría al trueque porque no tenían moneda circu lante.

Visitábamos a la población tratando de no interrumpir las labores del campo y cuando el hombre se encontrara en casa. N inguna m ujer nos recibiría si el jefe de familia no estaba presente, y ninguno de ellos confiaba en nosotros si llegábam os estand o él ausente. N os ap roxim ábam os d esp acio y ten ien d o cu id ad o p orqu e las arm as no resaltaran, para evitar que la gente se asustara. Luego de saludar a todos, ped íam os perm iso al jefe de la fam ilia p ara h ablar con él. Au n qu e tu v iéram os h am bre no pedíamos ni aceptábamos comida. Así no desvirtuábamos nuestro motivo, ni dábam os a pensar que la necesidad nos llevaba hacia ellos. N os presentábam os y exp licábam os lo que hacíam os y pensábam os; conversábam os sobre las particu larid ad es de la zona o de la población de la cual eran parte. Mientras tanto, las m ujeres continu aban las labores d om ésticas que sólo term inaban entrad a la noche, cu and o el nixtamal del d ía sigu ien te qu ed aba cocido. Si había oportunid ad , algunos de nosotros nos incorporábam os al trabajo casero; o ju gábam os con los niños y les im provisábam os algún ju guete. Las mujeres nos observaban calladas, unas riend o, otras serias. Pero todas extrañadas del hecho insólito de ver a hom bres y

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m ujeres, ind ios y lad inos, realizar con destreza los oficios de la mujer campesina, cargando a mecapal y hablándoles con conocim iento de su realid ad . Con visitas sim ilares agotamos tard es y noches de años enteros.

Al participar desde el destacamento en las visitas do­miciliarias, me relacioné desde otra perspectiva con las cam ­pesinas. No eran las mismas que traté cuando trabajaba abierta y legalm ente, pero pertenecían al mismo mund o.Y cu ando las conocí, ni ellas ni los hombres m ostraban inqu ietud sobre la opresión de la mujer. Y las m u jeres guard aban silencio la m ayoría de las veces. Pero poco a poco algunas se anim aron a hablar. A las revolucionarias nos preguntaban si éramos casadas, si el marid o and aba con n osotras, si ten íam os h ijos. Y h acían gestos de admiración o de sorpresa cuando respondíamos que sí, que no siempre and ábamos con el esposo y que nuestros hijos estaban al cu id ad o de otras personas. Tam bién querían saber si no tem íam os vivir entre num erosos hombres y si nuestra pareja estaba en la unidad presente. Cuand o me desp lazaba sola entre decenas de com pañeros, especial­mente entre población que por p rim era vez veía a una guerrillera, las m ujeres solían llam arme aparte. Y au nque me p regu ntaban y contaban sobre d iversas tem áticas, nunca faltaba la p regunta relativa a si and aba con mi marido. Cuand o les respondía que no, se reían incréd u las o se d esconcertaban . Yend o en tre tan tos hom bres les parecía im posible que mi pareja no fuera alguno de todos.Y cuando les reiteraba que mi com pañero estaba en otra parte, algunas m e compadecían. Una vez, al p reguntarles por qué se expresaban así, si estaba trabajando contenta por la revolución, me replicaron que era muy duro cocinar y lavar ropa de tantos hombres. Al aclararles que no era así, exclam aron más conmovid as que, entonces, segu ram ente tenía que acostarme con todos. Otras veces el razonamiento

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espontáneo las llevaba a afirmar convencidas que yo era maestra o enferm era y por ese motivo and aba con ellos.

Por donde qu iera encontram os población laboriosa, sumida en una miseria inimaginable, analfabeta y enferma. Sin embargo, muchos de estos com patriotas, a quienes acu d íam os llenos de ánimo y convicciones de lucha, nos tenían lástima al princip io. Cuando les ped íam os op inión sobre nu estros p lan team ien tos, no faltaba qu ien nos d emostrara compasión.

La p rim era vez qu e nos exp resaron lástim a me desconcerté. Nunca se me había ocurrido que pudiéramos ser objeto de d icho sentim iento; m ucho m enos por parte de población que vivía igual o peor que nosotros. Pero así suced ió al p rincip io con algunos que nos apoyaron, y nosotros tard amos en darnos cu enta. Creíam os que lo hacían porque com prend ían y compartían nuestras ideas, cuand o en realid ad era por solidarid ad humana.

Seguram ente gu iados por ese sentim iento, ciertos colaborad ores qu isieron com p rar a u na de n u estras com pañeras en Alta Verapaz. Luego que el d estacam en ­to se retiró de allí, había quedad o encargada, con otros compañeros, de im pu lsar la organización de los prim eros núcleos de p oblación keqchí. Vivió con una familia de las más entu siastas y d ispuestas, que se ofreció para alojarla, alim entarla y esconderla. De día, nuestra com pañera per­m anecía dentro del rancho, ayud ando en los quehaceres d om ésticos. Al oscu recer se d esp lazaba a otras partes para realizar su labor y a m ed ia noche, o por la m ad ru ­gada, volvía para descansar. Cuando esta com batiente se desp id ió de la familia para reintegrarse al destacam ento, el hom bre de la casa le d ijo que a tod os les dolía que vol­viera al m onte porqu e allí era pu ro su frir. Luego agregó: "¿Tenés que regresar a la m ontaña por fuerza? ¿Cuánto querrán los com pañeros por vos? Yo te com pro y te vas para dond e querrás, a buscar m ejor vida a otra p arte. "

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En los años iniciales de trabajo tales razonam ientos no eran excepcionales. La labor que entonces realizábamos calaba en varios aspectos, pero muy poco en la cu estión de género. Luego del desencanto inicial que experimentamos, los gajes del oficio por nuestra cond ición de m u jeres se convirtieron en motivo de brom as que nos daban ánim o para ponerle m ás em peño al asunto.

Para num erosa población, sin embargo, llegam os a representar no sólo su única esperanza de alcanzar una vida d igna, sino tam bién una au toridad , ind epend ientem ente del triunfo o del fracaso de nuestra causa. Pues éram os su s consejeros en un sinfín de cu estiones; apoyo eficaz para resolver p roblem as concretos, o fuerza de trabajo voluntaria para ayud arlos en las tareas agrícolas, en la construcción de viviend as. Constitu íam os u na escuela, la única a su alcance, dond e los jóvenes se superaban.Y es que las fam ilias que tenían p arientes o conocid os entre nosotros, percibían el progreso esp iritu al y m aterial desd e la p rim era visita de aquél. Éram os su s am igos, su s vecin os y su s ocasion ales com p rad ores o socios económ icos. Incluso rompíam os la monotonía y la sole­dad de su vida. Y era que, si bien éramos iguales a ellos en pobreza, nos d istingu íamos por la m ayor acum ulación de conocimientos, el modo de vida y los propósitos.

De ahí qu e tam bién fu éram os un im án p ara no pocos jóvenes y p ad res de fam ilia. Les atraía la v id a en colectivid ad y el trato fraternal que p rivaba en tre nosotros; el m od o respetuoso y la actitu d de escuchar que les expresábam os; la convicción que m ostrábam os sobre la necesid ad de lu char por u na socied ad ju sta. Intu ían en nuestra vida compensaciones que la suya no les daba. Quienes im pulsaban a sus hijos e hijas a unirse con nosotros decían cosas como éstas: "m ejor su frir y peligrar luchando por una vida mejor, que por padecer ésta"; "la necesidad obliga a luchar; el que tiene hambre no tiene

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por qué rajarse"; "lo que se arrebata por ham bre a un rico no es robo, es lucha por la vida. " Efectivamente no tenían nad a qué perder, salvo la vida. Pero ésta se las arrebataba la enfermed ad , la desnu trición, la rep resión patronal o militar.

El d estacam en to g u er r illero llev ó a m iles d e cam pesinos pobres la prim era esperanza de emancipación social y el primer ejemplo de honestidad política y entrega d esin teresad a al servicio del pueblo. Por eso, una vez ganada, la población anteponía a sus p ropios riesgos y penalid ad es nuestra seguridad . Y nunca escucham os que desearan dád ivas o prebendas. Dem andaban tierra, títu los d e p rop ied ad , trabajo, salarios d ecorosos; trato d igno, escuelas, caminos, atención médica.

Pero esta com pleja relación, que suponía enorm e confianza hacia nosotros la lográbam os a pu lso, paso a paso, con ind escrip tible paciencia y sin no pocos altibajos y sinsabores. Por el m es de d iciem bre de 1977, pasam os los fr íos m ás terr ib les qu e h ayam os con ocid o en la selva. Durante el d ía su fríam os u n calor sofocante; pero avanzad a la noche la tem peratu ra se d esp lom aba qu ién sabe cu ántos grad os. En el p iso no p od íam os d orm ir porque estaba lodoso, y si llovía se form aban corrientes que lo em papaban todo. En la ham aca nos helábam os.Y en tonces no ten íam os, com o en otras tem p orad as, papel periód ico ni p lástico extra. Estos m ateriales eran la solu ción para el frío de las noches. El arte resid ía en ponerse papel p eriód ico ju n to a la p iel en la espald a, el pecho y los pies. Luego colocarse la cam isa y bolsas p lásticas en tre el p ap el y los calcetin es. Fin alm en te instalar sobre la cham arra y la ham aca un p lástico que llegara hasta el suelo. De ahí que varias noches continuas nos levan táram os aterid os y d esvelad os p ara ju n tar fuego y acu rru cam os a su alrededor. Uno a u no íbam os asom and o a la cocina, d ond e en vela esp erábam os el

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amanecer. A veces conversábam os anim ad am ente; otras p erm anecíam os silenciosos, d eseand o qu e tales fríos term inaran pronto.

Fue d u rante esa temporad a cu and o experim enté la soledad y la falta de com unicación p or p rim era vez en mi vida. N o sólo porqu e pasé d ías solitaria en el m und o del misterio verde, sino porqu e no tenía con qu ien com partir un sin fín de inqu ietu d es y reflexiones au nqu e estaba rod ead a de com pañeros. Tam bién fue entonces cu and o com prend í por qué num erosos cam pesinos y cam pesinas son reservad os y parcos para hablar.

Cierto d ía sen tí el im p u lso de d ibu jar y p in tar. No lo hacía d esd e 1966. Añoraba a Bened icto y, a falta de pod ernos com unicar, leía con frecuencia los poem as que él escribiera años atrás en esas montañas. Entonces qu ise expresar gráficam ente algunos de ellos. Lo hice de u n tirón, ráp id am ente. No sólo porqu e las im ágenes se agolpaban en m i cabeza, sino porqu e la inusual qu ietu d en que se encontraba el campamento acabaría en cualquier momento. Recurrí a los únicos materiales que tenía a mano: papel bond , láp iz y m arcadores de colores. Al igual que los poem as, ind epend ientem ente del tema y la calid ad , mis d ibujos no pud ieron sustraerse al impacto que la flora y la fauna trop icales p rod u jeron en nosotros.

Desp u és d e con ocern os en las m on tañ as d e la región ixil, nos encontram os en breves y esp orád icas tareas. Militábam os, entonces, en fren tes d iferentes. Sin embargo, d esd e el p rim er encu entro nos com unicam os de m anera flu id a y natu ral, com o si nos hu biésem os conocid o siempre.

De él me atrajeron su mod o de ser modesto, franco, tranquilo; la suavid ad de su trato y su sentid o del humor, especialm ente sobre sus propias desgracias; su rectitud y generosid ad ; su lejanía de todo lo que pudiera ser p repo­tencia, rivalismo, figuración. De él m e gustaron su cuello

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grueso y sus manos fuertes, anchas y callosas que ind istin­tam ente escribían versos, se abrían paso a filo de machete o hacían una caricia tímida. De él me d esconcertaron los tesoros que llevaba consigo: la figurita de lotería popu lar que rep resenta la estrella; tres papeles de china con la suerte de un canario de feria; una bolsa plástica con carros d e colores; un recuerd o de la que fuera su novia cu bana, a qu ien aband onó para incorporarse a la lucha. Y tam bién un cuento para niños hecho por él m ismo, que trataba de un gigante que comía naranjas y tenía una muela de hielo. De él me im presionó su profunda sensibilidad . Me conm ovieron el niño observador, navegante y exp lorador que llevaba dentro; su habitual retraimiento y silenciosa forma de ser; su inmensa necesid ad de amor, como si el desamor lo hubiese acompañado demasiado tiempo. De él me sorprendieron la importancia que dio a mi presencia en su vida, los poem as que me escribió luego de conocernos y su delicada forma de exp resar ternura, amor, respeto.

Por eso lo fu i qu eriend o. O qu izás p orqu e vive m arav illad o d e la v id a y d el cosm os; o p orqu e es penetrante para cap tar las contrad icciones de la realidad y del com portam iento humano. Sin embargo, al principio opuse resistencia al sentim iento que me brotaba; deseaba concentrarm e en la m ilitancia que había asu m id o por p rop ia e ind ep end iente d ecisión. Y porqu e no qu ería a tad u ras con h om bre a lgu n o, p u es la exp er ien cia m atrim onial me había dejado sabor am argo. Pero, com o suele suced er, los sentim ientos y la atracción tu vieron su prop ia d inám ica; y no atend ieron las leyes de la razón, ni los esfuerzos de la voluntad . Para m i felicidad , aquéllos se im pusieron a éstas y el am or inund ó mi vida.

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LA FUERZA DE LOS SUEÑ O S

Una tard e me declaró su amor. Días atrás me anunció que deseaba hablar conmigo, pero llegad o el m om ento se retractaba. Com o era com ún que los compañeros me bu scaran p ara conversar, no p resté esp ecial atención esta vez. Sin embargo, cierto atard ecer llegó a m i puesto; entonces lo invité a sentarse en un tronco próximo. Se acom od ó juntand o las manos y bajand o la vista, luego guard ó silencio. Pasad o u n rato lo anim é a p lantear lo que deseaba, pero sigu ió callado. No insistí y perm anecí silenciosa a su lado. Al cabo de un tiem po, sin d ejar de apretar una mano contra la otra y clavando la mirad a al frente, d ijo que nos respetaba mucho a Bened icto y a mí.Y calló de nuevo. Lo vi afligido y sin saber qué hacer. Entonces com prend í de qué se podía tratar y le reiteré que expresara con confianza lo que quería. Aseguró que lo haría si le daba m i palabra de no quitarle la amistad nunca y por ninguna razón; e insistió en que respetaba a mi pareja. Continuó d iciendo que entendía las explicaciones respecto a qu e los in tegran tes del d estacam ento éram os libres de establecer las relaciones am orosas que qu isiéram os, siempre que lo hiciéram os con honrad ez y respeto entre los im plicad os y hacia la colectividad . Y que no se valía tener dos o más relaciones sim ultáneamente, porque la experiencia demostraba que ello generaba conflictos que afectaban la cohesión y el trabajo. Luego agregó enfático y viéndome a los ojos: "Pero yo te quiero. ¿No será que el compañero pued e ser tu marid o y yo tu novio?, ¿no será que sí se p u ed e? " Años atrás había escuchado frases p arecid as dos o tres veces. Era el d ilem a hu m ano de tantos am ores y atracciones sexuales que nacen fuera de las convenciones sociales. Conversamos sobre el tema, la

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vida y las circunstancias en que luchábamos. Entrad a la noche nos desped im os con un apretón de manos y una sonrisa de mutua comprensión. Aunque sabía que con el tiem po le pasaría ese sentim iento hacia m i persona, m e d io pena su tribu lación y la situación de soledad am orosa de tantos en el frente.

Aqu ella noche, a raíz de ese hecho, evoqu é d os con sejos, de cu ya sin cer id ad y bu en a fe no p u ed o dudar; consejos que se grabaron en mi memoria por el desconcierto que en su m omento me causaron. Tiem po atrás, cuando aband oné la plaza de maestra en un rem oto municipio de H uehuetenango, la mad re de un alu m no escribió en una tarjeta de agradecimiento: "Viva doscientos años y tenga dos mil h ijos". Y un albañil y m arim bista de ed ad avanzada, al despedirme, me d ijo persuasivo y circunspecto: "Seño, no se conforme con un solo marid o. Usted bien puede con cu atro. "

El compañero que esta vez me declaró su amor era un joven chuj, originario de los páramos de San Mateo Ixtatán y proveniente de una familia misérrim a por generaciones. Desde la infancia y hasta que se incorporó al destacamento, pastoreó rebaños ajenos. De ahí que había pasado la mayor parte de su vida silencioso y solitario en las cumbres de los Cuchumatanes. No había conocido más hábitat que ese y nunca asistió a la escuela. Aprend ió castilla, se alfabetizó y politizó con nosotros. Poseía un corazón preñado de ternu ra y generosid ad , bajo una p iel áspera, maltratad a por la intemperie. De mirad a esqu iva, raram ente veía a su interlocu tor a los ojos. Era retraíd o, sencillo, de trato su ave. Poco p ara la risa y observad or p enetran te. Y tras un rostro im pasible ocultaba una suscep tibilid ad y emotivid ad excepcionales. Se d istingu ía por su entrega, rectitud y lealtad . Esta vez el sentim iento amoroso, como nos su ced e a tod os m ás de algu na vez en la vid a, lo había desbordado, chocando con las reglas establecidas

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y haciend o tam balear su sistema de valores. Los sueños ten ían gran im p ortancia p ara él y con frecu encia los narraba, in terrogando sobre su posible significado. Y es que en la cu ltu ra ind ígena se consid eran p rem onitorios o exp licatorios del destino y de situaciones personales o sociales. En nu m erosas com unid ad es había personas esp ecializad as en su in terp retación . Ind u d ablem ente, los sueños son experiencias del alm a que pued en reflejar muchas cosas: deseos, temores, p reocupaciones, ilusiones, compensaciones. Pero el pensam iento p redominante en d icha cu ltu ra le agregaba elem en tos p articu lares que trascend ían esa d imensión.

En nuestra colectividad guerrillera la mayoría de los sueños que se narraban eran recurrentes en su esencia. Por ejemplo, que a la hora del com bate el arma no d isparaba y si lanzaba el p royectil, éste caía am orfo y bland o a un par de m etros de d istancia. Que teniendo deseos de gritar para pedir auxilio o alertar a algu ien, la voz no nos salía. Que al correr para alejarnos de algún peligro no lográbamos avanzar. Que teníamos comida, generalmente aquélla que más nos gustaba, pero nu nca alcanzábam os a comerla porque despertábam os en el preciso momento de llevárnosla a la boca. No hablábam os de los sueños con frecuencia; pero cuando el tema su rgía estas problemáticas p redominaban. Y no tenía qué ver la p rocedencia social, ni la conciencia o cu ltu ra que se tu viera; sino más bien el peso que en nosotros tenían los peligros y las privaciones cotid ian as. Pu es el m ied o era u n acom p añ an te tan tenaz como el amor. Som eter al p rim ero y buscarle cau ­ce al segund o eran un reto permanente. Y la narración de estos sueños en algún d escanso u hora de com id a, su scitaba brom as que d esencad enaban la risa de tod os. Era com ún que mientras más d ifícil fuera la situación en que nos encontrábam os, o más p reocupad o estuviera el p rotagonista de tales representaciones mentales, más risa

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nos causaran las desgracias que su fríamos en la vid a real y en los sueños.

Adelita tenía catorce años cuando se enamoró de uno de nuestros compañeros. Era una m uchacha mexicana, cuya familia simpatizaba con nuestra causa y apoyaba en lo que estaba a su alcance. Vivía en una casa solitaria, próxima a la línea fronteriza, por lo que mantenía relaciones sociales y comerciales con los parcelarios guatemaltecos. El pad re era campesino med io y pagaba fuerza de trabajo para las labores agrícolas. Adelita era hija única, consentid a y sin responsabilidades. No sabía leer ni escribir y cifraba en el matrimonio su felicidad y destino único. Los padres veían con beneplácito su relación con el guerrillero guatemalteco, quien le correspond ía en el amor.

Cierta vez in tegré u na p a tru lla qu e se d ir ig ió hacia una vivienda fronteriza. Esta tenía por vecindad , au nque a varias horas de camino, la casa de la novia. Nos instalamos en el patio a desgranar el maíz que debíamos transportar; pues había tranqu ilidad operativa y el rancho estaba aislado. Para tener visibilidad hacia una vereda que cond ucía a la línea d ivisoria, me senté de espaldas a la construcción. A cincuenta metros de d istancia terminaba el sitio y com enzaba la vegetación feraz. Allí se ad entraba el sendero. El sol caía a plomo y veíam os reverberar el calor por la evap oración abund ante. Asu eñad a p or lo sofocante de la atm ósfera me restregué los ojos y sacudí la cabeza, creyendo ver alucinaciones. Pero las im ágenes p erm anecieron sin que lograra com prend er. Tom é mi carabina y avancé al encu entro de qu ienes para entonces había reconocido. Adelita había surgido de la exuberancia trop ical ataviad a con un vestid o largo, rosad o, el cual alzaba con delicad eza; llevaba el pelo largo recogid o y ad ornad o con flores; calzaba zapatos blancos de tacón y sus manos iban cubiertas con guantes. Su madre apareció detrás, tam bién vestid a de fiesta. Las saludé y atónita las

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interrogué por las galas. Ad elita me respond ió sonriend o que cumplía quince años y que el novio le había prometido visitarla. Pero com o su amigo chap ín les avisó que ese día estaríam os en su casa, se d irigieron hacia allí pensand o en con trarlo en tre n osotros. H abían cam in ad o horas entre el fango y la espesu ra verd e, con gran arte para no estropearse, sólo pensando en el guerrillero amad o. Pero el novio se encontraba lejos, cu mpliendo tareas de la revolu ción y no pudo cumplirle. El desconsuelo de la muchacha fue equ ivalente a la ilu sión que por semanas alim entó la p romesa del enamorado. Sólo para él se había engalanado. Inm ed iatam ente su s ojos se inu nd aron de lágrim as y la congoja se apoderó d e ella. Esa vez sentí la pena de amor ajena como propia. El esmero que había puesto en arreglarse y el esfuerzo que habían invertido para llegar a donde estábamos, m e tenían im presionada.

Las invitam os a d escansar y las hicim os reír con nu estras brom as cariñosas. Pero al volver por d ond e habían llegado parecían llevar la pesad um bre del mund o encim a. Se perd ieron entre árboles gigantescos, lianas y helechos para desand ar el cam ino hacia su hogar solitario. El nom bre de Ad elita se lo pusim os nosotros en asociación a las adelitas de la revolu ción m exicana. El id ilio duró el tiempo que nuestro compañero alcanzó a vivir, pu es dos años después perd ió la vida en la toma de Chisec, en Alta Verapaz. Era responsable de la operación y en la oscu rid ad , su p ervisand o los gru p os de con tención , com etió el error — creyendo que nuestros compañeros lo habían reconocido — de cruzar el sector de fuego de uno de ellos. Un proyectil de G-3, d isp arad o por arma nuestra, le perforó la arteria femoral. Fue im posible contener la hem orragia y m urió desangrado en cu estión de minutos. Con su d eceso p agábam os cara nu estra inexp eriencia m ilitar y perd íamos a un organizad or eficaz, de conciencia firme, sencillo y jovial. Arm ando se había incorporad o a

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m ediad os de 1974, animado por un tío que era veterano. Originario de u na barriad a cap italina, era h ijo de una p rostitu ta y un policía nacional. Fue de los p rim eros en incorp orarse al d estacam ento original. Cu and o m urió apenas alcanzaba los veintiún años de edad .

Una noche pedí a un com pañero que m e contara sobre su vida y su pueblo. Pero a d iferencia de la mayoría, me respond ió: "Siem p re querés que te d em os nu estra vid a, pero vos nunca nos das la tu ya. " Y no me la contó. Efectivam ente nunca hablaba de m i vida con ellos, pero hasta entonces ninguno me había preguntado al respecto.Y la d irección se había opuesto a que quienes proveníamos de capas acom odadas la narráram os. Consid eraba que por no haber vivid o los sufrimientos de los exp lotad os y oprim id os carecía de valor para la colectividad . Yo, por d iscip lina y d iscreción, más que por falta de volu ntad , me había abstenido de compartirla. Con su reclamo este compañero ind ígena nos demostraba que nuestra historia personal sí tenía valor para ellos. Significaba darnos de otra manera, confiarles nuestra vida que para ellos era u n misterio. Era mostrarles un mund o desconocido, d istinto al suyo, pero parte de la realidad que ju ntos p retend íamos transformar. Esa noche permanecí silenciosa, pensand o, y m e sen tí m al. Ap rend ía m u cho escu chand o a m is com p añeros, qu ienes con gran p acien cia resp on d ían mis p reguntas e inqu ietudes. ¿No tenían ellos derecho y capacidad para aprender de la mía?

Pasados varios meses las colum nas nos d imos cita. En las p roxim id ad es de la concentración d escu brim os ag u as b o rb o lla n tes qu e flu ía n en u n a r royo y en múltip les afloramientos que lo bordeaban. El am biente estaba saturado por el vaho y un olor su lfuroso. Y en los alrededores, sobre árboles secos y troncos podridos, había agru p am ien tos de igu anas qu e nu estros com p añeros cazaron con hond a para enriquecer la d ieta colectiva.

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Para entonces había perd ido parte del pelo y m is d ientes estaban tan sensibles que no soportaba m asticar alim entos com o la tortilla tostad a o la caña de azú car. Tam bién experim entaba pu nzadas en la espald a, com o si se tratara de alfilerazos; au nque esta m olestia desaparecía al inyectarm e Com plejo B-12 periód icam ente. Y cad a vez que llevaba a cu estas más de cincu enta libras, lo cu al solía suced er, se m e com enzaron a inflam ar y end u recer los gan glios de la base de la cabeza, el cu ello y las axilas. Mientras cargaba no lo notaba, pero cuando nos deteníam os y el cu erpo se enfriaba, me invad ía un dolor intenso que se irrad iaba a toda la cabeza y a los hombros.Y mi cuello permanecía rígido, como con tortícolis, por uno o dos días. Entonces no soportaba el roce de la ham aca ni la p roxim id ad de la ropa. Pero bastaba con no cargar u n par de d ías para que la inflam ación y el dolor ced ieran. Los años de esfuerzo y alimentación precaria com enzaban a repercu tir en m i organismo; aunque todavía sin afectar m i desem peño cotid iano.

Por esos d ías, la fu erza d e su s su eñ os llevó a u n com batien te a solicitar d inero p ara com p rar a una m u chacha. En tu siasm ad o y segu ro de que no h abría objeción lo p lanteó con desenfado. Y contento agregó que, com o el pad re estaba organizado y era muy consciente, había rebajado el p recio de Q80. 00 a Q60. 00. Com o los pad res del m uchacho vivían en otra región, nad a m ejor en su esquem a de valores que la d irección ocupara su lugar. Au nque el tem a de la com p raven ta de m u jeres había sid o abord ad o, la costu m bre ancestral resu rgía com o retoño en árbol podado, tod avía con las raíces in tactas en la m entalid ad de algunos com pañeros. Fue necesario retom ar colectivam ente el tema y convencer al solicitante de que no d ebíam os rep rod ucir esas p rácticas, sino su s­titu irlas por nuevas. Pero qued aba la tarea de hablar con los pad res de la novia, pues habían afirmad o que si no

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era pagada no la daban, "p orqu e su hija no era cu alqu ier cosa para regalarla". En ese y otros casos, au nque se logró su p rim ir la transacción con labor persuasiva, la d irección debió asumir el papel de los pad res y hacer las visitas a la usanza cam pesina para que la fam ilia de la m uchacha qued ara conforme.

Estando de paso por una localid ad , me detuve en casa de una familia cuya hija mayor estaba con nosotros. Pasé a darles noticias d e ella y a saber cóm o estaban. Era la media noche de un sábado y todos dormían; pero la señora salió muy contenta a salu darm e. Llevaba un recip iente con leche y abrazánd om e am orosam ente me lo ofreció, d iciendo lo mucho que le alegraba que hubiera pasad o precisam ente esa noche. Los sábad os, m e d ijo, com praban leche que bebían el domingo por la mañana. Se m ostraba feliz porque ese d ía la tom aría yo en lugar de ellos. Traté de negarm e a acep tar el p resente, pero fue imposible. Se trataba de una familia muy pobre y su segund a hija, de d ieciocho años, padecía tubercu losis muy avanzada; tosía con coágulos de sangre y estaba pálid a y débil. Ella anhelaba sumarse a nosotros y llorand o nos había suplicad o que la aceptáram os. Pero en ese estado no pod íam os hacerlo; carecíam os de cond iciones para p rop iciar su cu ración y no soportaría nuestro régim en de vida. La muchacha su fría por su imped imento. A cam bio, la incorporamos a las tareas de apoyo en la localidad .

Esp erábam os a com pañeros de la ciu d ad y a un contingente de nuevos reclutas. En éste había seis mujeres y el hecho no tenía precedentes. Eran jóvenes cam pesinas originarias de las montañas del noroeste. La noticia causó revuelo entre los combatientes. Diligentes rem end aron ropa y mejoraron su presentación; aumentó la dedicación al estud io y a las tareas; las armas y los machetes relumbraron m ás qu e d e costu m bre. Cu and o arr ibó el gru p o, la caballerosidad y la servicialid ad se hicieron notorias para

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con las nuevas. Era evid ente la com petencia por ganar el corazón, o cuand o menos, la adm iración de las recién llegadas. Y abund aron los volu ntarios para instru irlas en el manejo de las armas y las tareas del cam pamento. No faltaron los accid entes por derroche de valor y destreza; ni las bromas y apuestas sobre quiénes serían los afortunados. Varias destacaron rápidamente, por encima de los varones que se incorporaron sim ultáneam ente, en d ed icación a las tareas, d iscip lina y progreso en el estud io. Luego de una temporad a, dos volvieron com o organizadoras a sus zonas; posteriormente, otras d estacaron por su valentía y agresividad en el combate. Pero hubo una que a los pocos d ías evidenció que sólo le interesaba coquetear; de manera que se le envió de regreso a su casa.

Con los años varias m u jeres m ás d esarrollaron dotes de activistas y organizadoras. Tam bién su rgieron d irigen tes p op u lares y cu ad ros p olíticos fem en inos a d iversos niveles. La mayoría de ellas pasan desapercibidas pero no por ello su capacidad y aporte es menor. N uestro trabajo p ionero de aquellos años es uno de los factores que p rop iciaron esta irrupción de la m ujer cam pesina en la lucha social y política guatemalteca. Parte de nuestros sueños de entonces se han hecho realid ad .

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EL ÁRBO L DE LA VID A

Em prend im os la m archa hacia el río Chixoy, y du rante un descanso algún d irigente bromeó: "Cu and o triunfemos vam os a poner puestos de refrescos y cervezas frías en tod as estas p icas. " Y el m ontón rep licam os ju bilosos: "Síiii", im aginand o que bebíam os tales d elicias en ese instante. Pero u n lúcid o exclam ó m alhum orad o: "¿Y qué pu tas vam os a estar haciend o aquí d espués del triunfo? Sólo eso nos faltaba. " Al conclu ir el penú ltim o d ía d e marcha estábam os extenuad os y silenciosos. Por mi parte, además, resulté con ampollas y rozaduras en los pies; algo había fallad o con m is calcetines. Así que con p resteza recogí leña y me retiré a d escansar; me tocaba cocinar el d ía sigu iente y debía madrugar. Ap enas com enzaba a ced er el dolor d e las am pollas y el agotam iento de la caminata, cuando se aproximó un com pañero quiché. Se había incorporado hacía pocos meses y se caracterizaba por su timidez, bond ad y seriedad . Entu siasm ado me invitó a bailar, agregand o que ya tenía au torización. Le respond í que estaba muerta de cansancio y le pregunté si no lo estaba él también; salvo los que tenían tareas, todos estábam os tum bados p rocu rand o reponer energías para la jom ad a siguiente. Dijo que lo estaba, pero que en la rad io tocaban sones de su tierra y quería bailarlos. Entonces le p ropuse que invitara a otra compañera y le hice bromas en relación a las jóvenes recién llegadas. Pero in sistió: "Vení vos, vení u n ratito nom ás." Ya no me invitaba, m e rogaba. Le mostré mis p ies lastim ad os y le exp liqué qu e al d ía sigu iente mad rugaba. Sólo se sonrió y m e m iró con ojos tristes, al tiem po que exclam ó: "¡Ay vam os, con vos qu iero bailar! "Y saltaba com o un niño im paciente porque el p rim er son había conclu ido y yo no me movía de la ham aca. Entonces

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ya no pude negarme a sus ojos de tristeza que, aún cuand o Mario reía, no lo abandonaban. Me coloqué las botas y el equ ipo militar, y p robé el filo de m i machete, pues acep tar la invitación conllevaba chapear mano a mano un ped azo de terreno. Como éramos sólo nosotros, bastó con despejar u n par de metros cuadrad os. Quienes d escansaban en las proximidades sacaron la cabeza de la hamaca e incréd u los p reguntaron si en serio pensábam os bailar. Ante nuestra afirmación nos llam aron locos de remate. Pero cu and o colgamos el radio en una rama y d imos los primeros pasos, uno de ellos iluminó la flamante pista con u n pedazo de hu le ard iendo. Y varios de los que nos llam aron dementes se sentaron a ver; y, poco a poco, algunos se calzaron y con su fusil al hombro se su m aron al baile. Cuando terminó el programa rad ial éramos cuatro parejas las que reíamos bañad as en sudor y alegría. El iniciad or de la locura estaba verdad eram ente feliz. Mario era originario de Zacualpa, municipio al sur de El Quiché. H ablaba con flu idez quiché y español, y sabía leer y escribir. Tranqu ilo y callado, hacía pocas p reguntas, pero éstas solían im plicar respuestas d ifíciles. Recién incorp orad o se extravió a raíz de u n choque con el ejército. Sin embargo, se mantu vo oculto entre la maleza; logró localizar un bu zón que teníamos por el área y, escondido en sus alrededores, se alim entó con azúcar. Durante tres d ías sufrió las inclemencias de la intem perie porque en la escaram uza perd ió su equipo. Los compañeros que salieron en su bú squeda lo encontra­ron sereno y confiad o en que daríamos con su paradero. Lo p rim ero que hizo cuando se reintegró al grupo fue d isculparse por haber consumido azúcar de la colectividad sin autorización. Cuando las acciones político-militares de la organización se expand ieron hacia el sur de El Quiché, Mario fue incorporad o al contingente de com batientes exp erim en tad os qu e se d esp lazó h acia d icha región . Pocos años después de haber convivid o con nosotros en el

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destacamento, Mario fue abatido en la retirada que sigu ió a la p ropagand a arm ad a que el EGP realizó en Santo Tom ás Chichicastenango en ju lio de 1981.

En aqu ella m archa salvam os el río Chixoy en el cu rso de varias noches. Lo cruzam os en pequeños grupos p reced id os de exp loradores. Del otro lado p rosegu im os hasta alcanzar el río San Román, en cuyas p roxim id ad es nos establecim os. Desd e esa p osición u na u n id ad se desp lazó hacia el sur para recoger un lote de armas. Dos m u jeres fu im os integrad as al grupo.

El trayecto que entonces recorrim os era accid entado porque incluía un güiscoyolar pantanoso, varias brechas con m aqu inaria trabajand o y un par de carreteras. Y éstas d ebíam os atravesarlas a p lena luz del d ía para avanzar con la rap id ez qu e las circu nstancias requ erían . Una de ellas debimos cruzarla en d iagonal, forzad os por las características del terreno y la vegetación. Se nos d io la orden de hacerlo en columna cerrad a, cuando los grupos de contención d ieran la señal. Yo iba al centro, pero empecé a rezagarm e a m ed ia travesía. La retaguard ia com enzó a rebasarme, p reocupad a por salvar el obstáculo lo antes posible, pues esa carretera era patru llada por el ejército. Un m iem bro de la vanguard ia, que había llegad o a la orilla contraria, vio que me qued aba sola y veloz volvió sobre sus pasos. Se colocó a mi lad o, me quitó la m ochila y p rácticam ente m e jaló, anim ánd om e a sacar fuerzas. Fu im os los ú ltim os en alcanzar la espesu ra. No sé qué hu biera hecho si él no me ayud a; p robablem ente m e hubiera sentado a m ed ia carretera sin im portarme nada. Estaba extenuada. Valentín se llam aba este compañero y d estacaba p or su n obleza y esp ír itu solid ar io; no fue casu alid ad que él acu d iera en apoyo de alguno de nosotros. Moreno, alto y delgado; de pelo crespo largo, su s ojos negros eran de mirada p rofund a y dulce. Siendo de origen proletario, migró desd e la costa sur al Ixcán

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cuando su familia obtuvo u na parcela. Dos años d espués de qu e realizam os esa m isión , en ju n io d e 1979, fu e abatido por el fuego enem igo en la ald ea Tzetún, ubicada al su r de Ru belolom y de Playa Grand e. Una u nid ad nuestra realizaba p ropagand a arm ad a en esa localid ad keqchí, y cuando em prend ió la retirada el ejército le salió al encu en tro. Valien te, pero inexp erto en el com bate — com o la m ayoría —, se lanzó con tra los atacan tes a pecho d escu bierto, d isp arand o su fu sil am etrallad ora. Cayó herid o en un altozano, en med io del fuego cruzad o; rescatarlo era imposible. N uestra unid ad se retiró sin más bajas p or una vía alterna.

A Valentín lo crucificó el ejército en las afueras del poblado. Para el efecto instaló una cruz de m ad era y le pu so guard ia d u rante los d ías que las aves de rap iña tard aron en d evorarlo. Mien tras tan to, ad virtió a los morad ores de Tzetún y de los lugares aledaños que eso mismo haría con tod os los que se levantaran en arm as o apoyaran a los rebeld es. Valentín ofrend ó su ju ventud con la frente en alto, de cara al sol, y en algún lu gar crece orgu lloso su hijo postumo.

De los com p añeros que en tonces íbam os en esa unidad , varios más perd ieron la vida en los años venideros. Eider, siendo oficial guerrillero, murió en el parcelamiento de Cuarto Pueblo, en enero de 1981. Allí se intentó entonces una operación de aniqu ilamiento y recuperación contra el d estacam ento militar. Pero aunque la guerrilla destruyó a la tropa acantonada —m ás de cien efectivos—, no pudo pasar al asalto debido a la intervención de la Fuerza Aérea. Esta bombardeó y ametralló el escenario del ataque. Como resultado, Eider fue alcanzado en la cabeza por un proyectil en el momento de la retirada, muriendo instantáneamente. Eid er era jovial y de agradable carácter, le gustaba hacer bromas. Destacaba por su lealtad , d iscip lina y capacid ad operativa. Era lad ino, hijo de parcelarios migrados de la

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costa sur. Cuand o m urió llevaba cinco años incorporado a la lucha. Arzú, otro de nuestros com pañeros de entonces, dio la vida en Alta Verapaz, cerca de los pozos petroleros de Rubelsanto. Por circunstancias imprevistas debió combatir aislad o de su columna. Atrincherado en su posición, lo aniqu ilaron cuando agotó su dotación. Proveniente de la costa sur, Arzú fue reclu tado en la cap ital, desde donde se incorporó al d estacam ento en 1974. Llegó muy joven e ind iscip linad o, con rasgos acentuad os de machism o. Al p rincip io d io p roblem as por su relación conflictiva con otros com batientes y por atentar contra la despensa colectiva. Sin embargo, con el tiem po se d isciplinó y d io muestras de ser sensible, valiente y de moral resistente ante la du reza de la vida en la montaña. Lad ino, moreno de pelo crespo, denotaba la p resencia de sangre negra en sus venas.

Aníbal era un compañero originario de San Ju an Co­tzal. Hablaba con flu idez su id ioma, el keqchí y el español; por ello su presencia fue clave en la penetración guerrillera a la Alta Verapaz. Con experiencia en las tareas solitarias entre la población civil, se llegó a confiar y d esmovilizar en su realización. Finalm ente fue descubierto y abatido mientras realizaba una de estas misiones. Aníbal era m uy inteligente, ágil y d ispuesto para el trabajo; simpático, con gran sentid o del hum or y dotado para narrar y actuar. Solía hacernos reír con su graciosa form a de contar las peripecias propias y ajenas. Enseñado por un compañero de la d irección, aprendió a ju gar ajedrez con extraord inaria ap titud . Al igual que Valentín , Eid er y Arzú, no llegaba a los 24 años cuando lo sorprendió la muerte.

Durante aquella marcha, los com pañeros de la ciu ­dad que transportaban los pertrechos, llegaron puntuales a la cita. Sin palabras n i saludos, nos entregaron el arm a­mento y se retiraron. N osotros acom od am os las cargas con presteza y nos alejam os del sitio. Avanzam os varias

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horas a tientas, hasta localizar unas cuevas que nos servían de escondite. Allí p reparam os nuestra cena y d orm im os. Am aneciendo em prend im os camino a paso ligero para salvar los mayores obstácu los cu anto antes.

Días d espu és, nos sacu d ió la noticia d e la caíd a de tres d irigen tes nu estros en la costa sur. Mu rieron en com bate cu an d o el ejército , en u n op erativo d e inteligencia, copó la vu lnerable construcción d ond e se encontraban reu nid os, coord inand o trabajo p olítico y acciones m ilitares. Fue el 17 de enero de 1978, en San Bernard ino, d ep artam ento de Su ch itep équ ez. Uno d e ellos, Alejand ro, integraba la d irección del frente de la costa sur. En la década de los años sesenta había com bati­do en la guerrilla de Luis Turcios Lima, en la Sierra d e las Minas. Era cam pesino pobre, lad ino, originario de Zacapa y fund ador del d estacamento guerrillero en las montañas del noroeste. H abía sido trasladado años atrás para im pulsar, con otros compañeros, la construcción de la organización en la costa sur. En el momento de su caíd a era m iem bro de la Dirección Nacional. Destacaba por no perder de vista los intereses de la clase trabajadora, por su firmeza revolucionaria y su sencillez. Lo sobreviven varios hijos. El segund o caíd o, Jorge, era cam pesino ind ígena pobre, originario de Rabinal, en Baja Verapaz. Durante los años sesenta había estad o p róximo a Pascual Ixpatá (Em ilio Rom án López), d irigente de Rabinal y cu ad ro guerrillero. Jorge fue tam bién fund ador del destacam ento y se caracterizó por su esp íritu revolucionario, firmeza de principios, valor y d inamism o en el trabajo. Al momento de caer era d irigente regional en la zona ixil ju nto con Cecilia, qu ien igualm ente perd ió la vida en d icha acción contrainsurgente. Ella era originaria de Jalapa, pero estudió magisterio en la capital. Desde muy joven se incorporó a las tareas de apoyo para la guerrilla Edgar Ibarra, de la Sierra de las Minas, en la década de los sesenta. Fue fu ndadora

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del EGP en el frente u rbano Otto René Castillo. Destacaba por sus firmes convicciones y principios; por su austeridad, d isciplina y sencillez. Cecilia tenía una hija pequeña, quien crecía al cu idad o de otros compañeros.

Varias m u jeres que en los albores de la década del setenta empuñamos las armas revolucionarias, heredamos el ejemplo de una herm ana de Cecilia: Nora Paiz Cárcamo, qu ien fuera herid a y cap tu rada en combate, en la Sierra de las Minas, ju n to con Otto René Castillo, en marzo de 1967. Am bos fu eron cond ucid os al cam pam ento m ilitar d e Los A chiotes y lu ego a la base m ilitar de Zacap a. Durante cuatro d ías ella fue violada y ambos m utilados, apalead os y qu em ad os vivos el 19 de m arzo. N ora y, u n tiem po antes, Rogelia Cruz, fu eron de las p rim eras revolucionarias guatemaltecas que cayeron vivas en manos d el ejército y su frieron su bru talid ad . Los porm enores del cau tiverio y asesinato de Nora se conocieron porque uno de los tortu radores, im presionad o por la firm eza y la d ignidad de N ora, buscó a la m ad re para narrarle los hechos y conducirla a la fosa clandestina dond e estaba sem ienterrado lo que quedaba de ella. La familia rescató un mechón de pelo y algunos huesos. Con la inform ación y los restos de Nora, su madre denunció públicam ente la atrocid ad de los militares. Pero ya entonces su im punidad era una realid ad tan palp able com o sus crím enes. De carácter inqu ieto, in qu isitivo y alegre, N ora ten ía 23 años en el mom ento de su asesinato. Su nombre, com o el de Cecilia —Clem encia Paiz Cárcam o— resonarán en nuestra memoria com o ejemplo de am or a la libertad y a la d ignidad de nuestro pueblo.

A lo largo de ocho d ías llovió torrencialm ente y sin tregua alguna. Y durante las noches de tormenta la temperatura descendió drásticamente. Para conjurar el frío debimos p rotegem os con papel periód ico y plásticos. Al cesar el d iluvio escuchamos rumor de m aqu inaria pesad a

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rum bo al sur. El ru id o era inconfund ible y avanzaba en nuestra d irección. Se enviaron explorad ores de inmed iato y ellos reportaron que un convoy de bu ld ozers avanzaba en línea recta, botando árboles gigantes y todo lo que encontraba a su paso. Evacuamos ap resuradamente, pues el acim ut de la brecha pasaba por nuestra cocina. Al día sigu iente las máquinas depredadoras arrasaron el lugar y continuaron su m archa inexorable. La tecnología del "p rogreso" devoraba, con brechas petroleras y caminos con función contrainsu rgente, las selvas guatemaltecas.

En mayo de 1978 escucham os la noticia sobre la m asacre de Panzós, m unicip io oriental de Alta Verapaz. Más de cien ind ígenas keqchíes fueron asesinad os por el ejército en la plaza del poblado, cuando pacíficam ente d em and aban ju sticia ante las au torid ad es. Su s tierras estaban siend o u su rpad as por terratenientes. Entre los asesinados estuvo una anciana d irigente llam ada Ad elina Caal de Makín —Mam á M akín —, qu ien iba a la cabeza d e su gente. Fue la p rim era m asacre con tem p oránea contra la población ind ígena que trascend ió a la op in ión pública. Un prelud io de lo que el régim en desencadenaría generalizad am ente pocos años después.

Pasada una temporada retom am os al Ixcán, y desde allí parte del destacam ento ascend ió al altip lano ixil. Por esos días pid ió su baja Lin, ind ígena pocomchí, originario de San Cristóbal Verapaz. Alto y robusto, llevaba cuatro años en el destacam ento, pero resentía la du reza de la vid a en la montaña. Las ham brunas y los m om entos de peligro lo afectaban aním icam ente al punto de postrarlo algunas veces. De ahí que su desem peño tuviera altibajos. Finalm ente, al volver de una estancia en la capital p id ió su retiro de la organización para d ed icarse a la vida privada. Encontró trabajo en una fábrica del sur de la ciudad ; pero los criterios de clase y la conciencia social que ad qu iriera en el destacamento, lo llevaron a integrarse al sind icato de

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la empresa. Pronto fue p rom ovid o por sus com pañeros a la d irección del mismo, pues su capacid ad organizad ora y política d estacaba, aunque él no se lo p ropusiera. En las luchas populares de octubre de 1978, detonadas por el alza al precio al pasaje u rbano, varios sind icatos d ecid ieron participar. Entre otras activid ades, instalaron barricad as para interrum pir el tránsito. Pero las fuerzas rep resivas atacaron con arm as de fuego a los trabajad ores que se negaron a retirar los obstáculos. Lin m urió de u n balazo en la frente, cuand o se irguió a respond er con ped radas la ord en de desalojo. Pocos d ías antes había solicitado su reincorporación a la organización.

Corrían los p rim eros d ías de ju nio y un grupo salió en misión. Al regreso, los com batientes que lo in tegraban, confiados y queriendo aligerar la marcha, aband onaron la ruta secreta y buscaron un cam ino d e herradura. Su idea era avanzar por él un trecho y, una vez estuvieran a la altura de nuestra posición, quebrar el rumbo y retomar el trillo. Pero al poco tiempo chocaron con una patrulla militar que, en d irección contraria a ellos, realizaba un rastreo. En el tiroteo que se entabló resu ltó m uerto el com pañero nu estro que encabezaba la fila. Fernand o era un joven moreno y delgad o de origen cakchiquel. Él y su hermano, hu érfanos d esd e p equ eños, fu eron llevad os por u nos familiares al Ixcán. Desde muy jovencitos pid ieron ingresar a nuestras filas y allí se hicieron hombres. El esp íritu de este compañero estaba golpead o por la d iscrim inación y la pobreza; de ahí la su scep tibilid ad que evid enciaba en el trato. De personalid ad d ifícil, pero entregado, deseaba superarse y anhelaba afecto y comprensión. Con frecuencia nos buscaba para conversar o sim p lem ente estar cerca haciendo sus propias cosas. Cuando lo invadía la nostalgia añoraba volver a su pueblo de origen en los días de la fiesta patronal; entonces escuchar la m arim ba y los cohetes de

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vara, comiendo los tamalitos que por esos d ías se preparan. Esa era, nos confesó, su idea de felicidad .

Entre nosotros era una tentación permanente utilizar cam inos vecinales y brechas, porque el avance por ellos era más rápido y menos agotador que rompiendo monte. De ahí que cuando se d esp lazaban pequeñas unidades sin mandos su ficientemente d iscip linad os y alertas, se solía d esobed ecer la regla. Esta unidad violó varias med id as de segu rid ad durante el cumplim iento de su tarea; y desd e que hicieron contacto con la población, d ieron pistas de su presencia y movimientos. Por otra parte, tuvieron ind icios d irectos e in form ación sobre com p lejas op eracion es militares en la zona d ond e se movían. Sin embargo, no las tom aron en cuenta cuand o el cansancio se apoderó de ellos. Luego del choque, la unidad logró retirarse a través d e un navajuelar. Los combatientes llegaron con la cara y las manos cortad as, pero no los había alcanzad o ninguna bala de la lluvia que les descargaron. Estábamos a med ia hora del sitio, de manera que cam biam os posición. En ese momento no sabíamos si Fem ando estaba herido o muerto. De ahí que se destacara una patrulla al lugar de los hechos. Los compañeros lograron colocarse a pasos de d istancia de la em boscad a enem iga sin ser detectad os. N u estro compañero yacía en el mismo lugar donde había caído.

Un colaborador que pasaba por el lu gar vio cuando u n helicóp tero d escend ía en las p roxim id ad es y d e él bajaba un oficial. El compañero lo juzgó de alta graduación porque era un hombre mayor, sólo portaba arma corta en estu che de cuero, era barrigón y le costaba cam inar entre los obstácu los. Este m ilitar observó d eten id am ente al guerrillero, ordenó recoger su equ ipo y dejar el cad áver a flor de tierra. Luego se retiró, llevándose las pertenencias de Fernando.

Sigu iendo órdenes la tropa esperó allí en previsión de que lo intentáram os rescatar. Pero la correlación de

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fuerzas era muy desigual, no contábam os con parque de reserva y no nos convenía llamar la atención sobre una zona donde desp legábam os activid ades organizativas y logísticas que se frustrarían si el ejército acrecentaba sus operaciones. Recuperam os los restos de Fem and o qu ince d ías después, cuand o el ejército se retiró. Su esqueleto era todo lo que quedaba, pues insectos y aves de rap iña lo habían consum id o. Al sepu ltarlo se le rind ieron los honores guerrilleros. Fernando está enterrad o bajo cedros y caobas, en aqu ella selva d ond e ap rend ió a am ar la libertad de su pueblo por encima de todo.

La v id a p ara n oso tros es bú squ ed a d e u n a hum anidad mejor; es amor a la d ignid ad y a la ju sticia; es compromiso con el pueblo trabajador. Por eso, ante la muerte de nuestros compañeros, el mejor homenaje era continuar la lucha con mayor entu siasm o y capacidad . No había lu gar para la tristeza. De cad a golpe era necesario sacar lecciones que m ejorasen nu estra operativid ad , y hacer las reflexiones del caso. Si bien todos estábam os d ispuestos a dar la p rop ia vid a, d ebíam os p reservarla hasta dond e fuera posible, red uciend o nuestros errores y deficiencias. Pues sólo vivos aportam os nuestro esfuerzo a la em ancipación social. Pero en toda confrontación que llega a m ed ios violentos es inevitable pagar u n p recio en sangre. Nuestros compañeros, al igual que miles de luchadores guatemaltecos, abonan con la suya el árbol de la vida de nuestro pueblo. Su muerte no ha sido en vano y siempre los llevaremos vivos en la memoria como ejemplo y estím ulo para las presentes y fu tu ras luchas.

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O TRA M AÑ AN A DE O CTUBRE

Bajo la con d u cción d e la d irección , el d estacam en to continuó rigiéndose por los criterios, estilo de trabajo y organización establecidos cuando existía el mando político- militar. Y nuestra colectivid ad sigu ió erogand o recu rsos hum anos a costa de su p rop ia calid ad . Por ejem plo, la primera unidad militar propiamente d icha de las montañas del noroeste se formó con los combatientes más conscientes y experimentados de nuestro agrupamiento. Y su d irección fu e confiad a a u n m iem bro del ex m and o. Era 1978 y fu e un acontecim iento feliz porqu e este logro su p onía que podríam os enfrentar sistem áticam ente al ejército y especializar com pañeros en el arte militar.

Me correspondió seguir trabajando en la reproducción de materiales, elaboración de planes de cu rsillos y en la realización de los mismos. Entonces realizaba m i labor sentada en la ham aca y usando la mochila por mesa. Pero cierta m añana oí el rumor creciente de hojarasca y palos que crujían. Al p restar atención reconocí el inconfund ible m arem ágnum de las hormigas arrieras, que avanzaban en d irección a m i puesto. Cuando estu vieron p róxim as m e retiré a su periferia y observé cóm o pasaron sobre m i lu gar sin desviarse. En pocos m inu tos aband onaron el área y el ru ido se perd ió entre la vegetación. En m anchas im p resion an tes d e v ar ios m etros cu ad rad os, esta s hormigas se d esp lazan sigu iend o un ru mbo invariable.Y en su ruta aniqu ilan cuanto insecto, larva o huevecillo encuentran; ninguno de ellos por grand e y agresivo que sea, se salva de su voracidad .

Varios m iem bros de la Dirección N acional con sede en la capital se encontraban en el frente, reunid os con sus hom ólogos de la montaña. Term inaba mis activid ad es

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del día cuando me llam aron para com unicarm e que a la m añana siguiente salía tem poralm ente del frente. H abía una tarea cu ya responsabilid ad querían que asumiera y sobre la cual me instru irían en la capital. Fue un bald e de agua helada; no concebía mi salid a sino con el triunfo o la muerte. Me encontraba contenta e id entificada con ese m ed io de trabajo; y hacía sólo seis meses que nos había­mos reencontrado con Benedicto. No obstante, respetaba las decisiones del organismo su perior y me d iscip linaba a ellas.

M u y tem p ran o m e d esp ed í d e m i p a reja ; no sabíamos entonces cuánto duraría esta nueva separación, n i si volveríam os a encontrarnos. De los com p añeros me despedí como lo hacíamos todos; sin saber a dónde, a qué ni por cu ánto tiem po se ausentaba qu ien partía. H abía llovido du rante semanas, pero ese d ía amaneció escampado. Partiría con una patrulla hasta las márgenes del río Chixoy; allí haría contacto con otra unidad para proseguir mi camino. El trayecto hacia el gran río no llevaba más de cinco horas, pero teníamos un contacto de reserva en el atardecer.

Las dos horas iniciales avanzamos rápidamente en te­rreno firme. Sin embargo, a partir de entonces empezamos a encontrar crecidas, cuando no salid as de mad re, todas las corrien tes de agua. Y p ronto el su elo se p resen tó anegado hasta en treinta centímetros de altura. A pesar de estos contratiempos avanzábamos con bu en tiempo; pero progresivamente el agua subió hasta alcanzar los cinturones y la base de las m ochilas. En tonces nos los qu itam os para colocarlos sobre nu estras cabezas y continu am os la marcha. Pero al qued ar bajo el agua las referencias de orientación, el avance se hizo lento e inseguro su rumbo. H abía oleaje suave en d irección contraria a la nuestra y el nivel del agua ascendió hasta llegam os al pecho y al cuello, según la estatura de cada quien. Para entonces, las p lagas

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y los insectos refu giad os en las ramas y troncos flotantes, nos acosaban. Así avanzam os toda la tard e y la oscuridad com enzó a envolvem os sin arribar al punto de contacto y sin encontrar dónde acampar. Fue entrad a la noche cuando algu ien localizó u n altozano donde el agua sólo cubría alrededor de veinte centímetros. Allí colgam os hamacas y equ ipos lo más alto posible, pues para entonces amenazaba con llover. In tu íam os que estábam os cerca del Chixoy, pues tal inund ación sólo la pod ía p rod ucir ese gigante; pero no teníamos id ea de nuestra u bicación exacta. N os acostamos em papad os y hambrientos; tam bién tensos por el peligro de que las aguas subieran. Poco tiempo después, varios compañeros m urieron en la costa sur, arrastrad os por una creciente que los sorprendió m ientras dormían en las p roxim id ades de un río.

No llovió por la noche y al am anecer el desborda­miento había cedido. Mientras unos compañeros exploraron para determinar nuestra ubicación, otros recogim os leña y preparamos el desayuno. Feliz sorpresa fue descubrir que estábamos a un centenar de metros de dond e debíam os haber llegado. Com im os anim ad os y secam os nu estra ropa al calor de la fogata. Me desped í de la unidad y sola me d irigí a las m árgenes del río. Allí me esperaba un niño, cuya familia conocíamos de tiempo atrás. Él me informó que el ejército pasó d ías antes en patru llaje por la ribera oriental, pero que se había retirado. Las aguas corrían tu rbu lentas y achocolatad as, llevand o enorm es troncos com o si se tratara de palillos de d ientes. Con ad m irable pericia, el compañerito de once años m e cruzó al otro lado en un cayuco de dos metros de largo. Seguro y tranquilo, el pequeño navegante lanzó la canoa a la correntada y parado en la parte trasera maniobró con el canalete, aprovechando la energía d el cau d al. Desem barcam os cen tenares de metros río abajo y tomam os una vereda que bordeando el río llevaba a su casa. Los compañeros que me esperaron

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la víspera no dejaron mensaje alguno. De todas formas me dirigí al punto de contacto y esperé un rato previendo que volvieran. Efectivamente, se presentó un compañero de la unidad que me aguardaba. Se alegró de verm e pues, me dijo, temían que algo grave nos hubiese ocurrido. El mismo mando, cuando no llegamos a la reserva, decid ió rastrear en d irección inversa nuestra ruta. De ahí que debiéramos esperar su retorno.

Partimos con el tiempo al límite y al tercer día, m ien­tras la unidad acampó, con un com batiente nos d irigim os al punto dond e me recogerían. Debim os pasar tod a la noche acurrucados y silenciosos, soportand o una p laga de jején , pu es los com p añeros no asistieron a la hora convenid a. Por la carretera, a cu yo costad o estábam os, transitaban vehícu los particu lares, cam pesinos y patrullas del ejército. A la reserva llegaron puntuales quienes debían cond ucirme.

Otra mañana de octubre, con la palidez característica de qu ien ha vivid o en la penum bra varios años, y el olor a hu m o de qu ien ha perm anecid o cerca de fogatas ese mismo tiempo, salí del frente. Entonces no imaginaba que para m í conclu ía u na etapa de m ilitancia revolu cionaria y que los azares de la lucha no me llevarían de vuelta a esa región.

El p rim er período de estancia en el d estacamento estuve permanentemente dentro de la montaña. Mis visitas a las localid ad es fu eron siem pre nocturnas. De ahí que no me percatara de los cam bios que experimenté física y psicológicamente a causa de vivir en la penum bra, entre densa vegetación y en el ámbito del destacamento. Me d i cu enta hasta que visité de d ía lugares d escom brad os y viviendas. Las p rim eras veces que salí a terrenos d onde el sol alumbraba d irectamente me fue im posible abrir los ojos. Intentarlo me produjo un cop ioso lagrim eo, ardor de ojos y dolor de cabeza, aun cuando d iera la espalda al sol

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y los protegiera con las manos. Forzosamente debía volver a la espesu ra del bosque. Igualm ente perd í el equ ilibrio al cam inar por prim era vez en terreno plano sin vegetación. Escuchar cantar a u n gallo, después de m eses de sólo oír anim ales silvestres, significó mucho m ás que la expresión sonora de u n anim al doméstico. Me d io la im presión de retomar contacto con mi mund o originario. Sentí nostalgia por los lugares habitados, mis seres queridos, la ciudad , los caminos. Sentarm e en una silla y comer en una mesa me produ jo una sensación extraña. Y cuando me ofrecieron azú car para end u lzar mi bebida al gusto, no me atreví a tom ar sino la cu charad ita rasa que recibíam os en el destacam ento. Instin tivamente sentí que no tenía derecho a más porqu e afectaría las necesid ad es de otros. ¿Qué experim entaría al retom ar a la urbe?

Abord é el vehícu lo, al tiem po que el combatiente se p erd ía en tre la m aleza llevand o m i equ ip o m ilitar de vuelta. Me cam bié ropa y calzad o m ientras el au to avanzaba y m e exp licaban la cobertu ra y el p lan de emergencia. En el primer arroyo que encontramos pedí que nos detuviéramos. H acía dos d ías que no tocaba agua.

Llegué a la cap ital entrad a la noche, luego de seis años de no vivir en ella. Me sentí extraña y me ofend ieron el ru ido de los vehícu los, la m úsica a fu erte volu m en, los anuncios lum inosos, la infinidad de bagatelas y m od as d el consu m ism o. Y m ientras avanzábam os por calles ilu m inadas y bu lliciosas, mi mente evocaba con nostalgia verdes m anaqueras y sonid os de la natu raleza. Y no m e apeteció n ingu na com id a ni golosina de las que durante años ansié con obsesión.

octu bre de 1993

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EPÍLO G O

Luego de vein te años de militancia puedo afirmar que el periodo en la montaña — altiplano y selva noroccidentales — es m i experiencia revolu cionaria p rincipal. Ha sido, es y será d ecisiva en m i vid a para ap reciar al ser hu m ano, la natu raleza, la lu cha social, m i pueblo. Fue una suerte vivirla, sobrevivir a ella y reflexionar sobre ella.

Nos fu im os a la montaña para contribu ir a que la población paupérrim a rom piera su inm ovilid ad política y su fatalismo; para que luchara por su d ignid ad y felicid ad otra vez. Am am os y d imos todo de nosotros sin lím ites n i cond iciones, frente a un sistema que cerraba a sangre y fuego las vías legales y pacíficas. Sin embargo, nuestro em peño fue sobrepasado por los acontecim ientos. Años d espués fracasam os por factores m últip les. El régim en lanzó u na ofensiva de m asacres y tierra arrasad a en 1982 y 1983, ante la cual no logram os sostener el avance d el p roceso revolu cionario. Ni en tonces n i d espués la guerra irregu lar que im pulsam os llegó a desarrollar con el rigor debid o el arte m ilitar. Los fren tes gu errilleros que habíamos constru id o en las m ontañas del noroeste fu eron d esarticu lad os. N u m erosas localid ad es d ond e constru im os organ ización fu eron borrad as del m ap a, otras fu eron d iezm ad as y la región fu e m ilitarizad a. Mientras tanto, las activid ad es políticas y m ilitares de la organización no lograron dar el salto de calid ad que las circu nstancias requerían para derrotar las sucesivas ofensivas del ejército y liberar territorios. Y por preservar personalism os en la d irigencia, la organ ización que se conformó se negó a conducir el esfuerzo guerrillero con una fuerza política. Y al negar la necesid ad de un partido, negó el papel d irigente de la p olítica sobre lo m ilitar,

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desarrollando un estilo de cond ucción au toritario y u ti­litario respecto a los m ilitantes, com batien tes y bases. Peor aún, persistió demasiados años en la acción militar, después de que los hechos demostraron la derrota de su estrategia y la d esarticu lación de sus frentes, negánd ose a evaluar los acontecimientos. Proceder que la llevó a perder, p rogresivam ente, el apoyo de la mayoría de la población que la sustentaba.

Sin embargo, la guerra de guerrillas y toda forma de rebelión popular, se gestan y desarrollan a partir de causas estructu rales y rezagos acum ulad os en d etrim ento de la ju sticia, d ignidad y la calidad de vida de las mayorías. Por ello no pued en ser som etid as ni elim inad as de m anera defin itiva por las fuerzas rep resivas del Estado, a m enos que se errad iquen tales cau sas y rezagos acu m ulados. Mientras tanto, los desbord es violentos se darán de una y mil m aneras, ind epend ientem ente de que tengan o no carácter revolu cionario o perspectiva de éxito; pues m ás que un problema militar y legal, son expresión de p roble­mas humanos, socioeconóm icos y políticos que afectan a la inm ensa m ayoría de guatemaltecos.

Vein tiocho años después de la experiencia revolu ­cionaria que aquí se consigna es p reciso decir que la lucha revolu cionaria sigue en reflu jo profundo; que las selvas y los bosques p rim igenios descritos están desapareciend o arrasados por la contrainsu rgencia, invadidos por colonos paupérrim os, traficantes ilegales de m ad era, narcotrafi- cantes, petroleras y mineras transnacionales. Lo que sigue inm utable es la op resión sobre los ind ios y las mujeres, la p recaria existencia del cam pesino, la ancestral in tran ­sigencia del régim en dominante. H ay, ind ud ablem ente, un mund o nuevo que constru ir en Guatem ala.

Si la forma de lucha que domina en estas páginas ha perd ido vigencia, no ha ocurrido lo mismo con los propó­sitos que nos guiaron. No son los éxitos o los reveses que

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contienen estos relatos los que cuentan en definitiva, sino la verdad que encierran y nuestra fidelidad de hoy al ideal que los hizo posible ayer.

enero de 2006

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GLO SA RIO(Lo que no aparece en un d iccionario m anual común)

Achí: Grupo étnico de origen maya que habita en Baja Ve- rapaz. N om bre del id iom a que habla este grupo étnico.

Bu zón: Depósito escond id o para alm acenar recursos.

Cakch iqu el: Gru p o étnico de origen m aya que habita en los d epartam entos de Chim altenango, Sololá, Sacatepé- quez, Guatem ala, Su chitepéquez y Escu intla. N om bre del id iom a que habla este grupo étnico.

Cam ioneta: En Gu atem ala au tobús; transporte público d e pasajeros.

Cojón : En Gu atem ala, arbu sto trop ical, cu ya savia es blanca y pegajosa com o goma.

Corte: Pieza de tela, de 3 y más m etros de largo, que en rollad o en la cin tu ra u san com o fald a las m u jeres ind ígenas.

Ch in eo: Acción d e cargar en brazos a u n n iño p ara arru llarlo o m imarlo.

Chorread os: Sucios.

Ch u j: Gru po étn ico de origen maya que habita al norte de H uehuetenango. N om bre del id iom a que habla este grupo étnico.

Chu m pa: En Gu atem ala chaqueta.

Incap arina: H arina alim enticia muy nu tritiva, elaborad a a base de maíz y soya, enriquecid a con vitam inas. La in ­caparina fue p rod u cid a por el Institu to de N u trición para

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Centro América y Panam á — IN CAP—, con el fin de paliar los altos índ ices de desnu trición en el área.

Ixcán: Planicie selvática al norte de H uehuetenango y El Quiché, fronteriza con México. Región de parcelamientos, latifund ios y tierras estatales.

Ixil: Grupo étnico de origen maya que habita las montañas más altas de El Quiché, al sur de la región de Ixcán. Id ioma que habla este grupo étnico.

Jim ba: Especie de bam bú con esp inas en gancho, que crece inclinado, form and o arcos enm arañad os que caen hasta el suelo.

Jod id o: Fastid iado. Difícil, com plicado.

Kan jobal: Grupo étnico de origen m aya que habita al norte de H uehuetenango. N om bre del id iom a que habla este grupo étnico.

Keqch í: Grupo étnico de origen maya que habita en los d epartam entos de Alta Verapaz, Petén e Izabal. Id ioma que habla este grupo étnico.

Mam : Grupo étnico de origen m aya que habita en los departamentos de Huehuetenango, Quetzaltenango y San Marcos. Id ioma que habla este grupo étnico.

M an aqu eras: Terren os selvá ticos cu b ier tos ú n ica o p rincip alm ente de m anacos o manacas (A ttalea cohune, M art), especie de palm a cuya hoja es u tilizad a para techar viviend as. Tam bién llam ad a corozo o palm iche.

M a z a cu a ta : (Boa con strictor im perator), boa d e las regiones selváticas mesoamericanas. No ataca al hom bre,

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alimentándose de pequeños mamíferos y pájaros. Algunos ejem plares alcanzan cinco m etros de longitud .

M im b reros: Recolectores de m im bre en los bosqu es húm edos.

M om osten an go: Municip io del d epartam ento de Toto­nicapán, especializad o en el p astoreo de ovejas y en la fabricación de frazad as de lana.

M ozos colonos: Trabajad ores p erm anentes que resid en en terrenos de la finca donde laboran.

O reja: Esp ía de los cuerpos rep resivos del Estado.

O rien te: Región este del país que abarca los d ep arta­m entos de Santa Rosa, El Progreso, Zacapa, Chiqu im u la, Jalap a y Ju tiapa. La mayoría de su población es m estiza o blanca, pero tam bién la habitan los grupos étn icos chortí, p ocom am oriental y xinca.

O rien tal: En Guatem ala se le llam a así a qu ien es origi­nario del oriente del país.

Paliacate: Pañ u elo grand e de algod ón , de colores y d iseños vistosos. Se usa abu nd antem ente en el cam po y entre los sectores trabajad ores u rbanos. Es de origen mexicano.

Patojitos, p atojos: En Guatem ala niños.

Pava: (Penélape purpurascens), ave trepad ora silvestre de las regiones trop icales de Centroam érica, de canto estri­dente y carne m uy apreciada.

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Peinar, peinad o: Acción de rastrear, de buscar ind icios que cond uzcan al descubrim iento de algo o de algu ien.

Perraje: Lienzo tejid o de lana o de hilo, algunas veces bordado, con el que se cubren del frío, del sol o de la lluvia las m u jeres ind ígenas y cam pesinas en Guatemala.

Pica: Trillo, vered a angosta. Rastro leve señalizado con pequeños cortes o qu iebres en la vegetación.

Pinol, p inole: Harina de maíz tostado con la que se prepara una bebida.

Pocom ch í: Grupo étnico de origen m aya que habita en los m unicip ios su reños de Alta Verapaz y en Puru lhá, m u nicip io norteño de Baja Verapaz. Id iom a que habla este grupo étnico.

Q uetzal: Unid ad m onetaria guatemalteca. Antes de 1985 u n quetzal equ ivalía a un dólar.

Q u ich é: Gru p o étn ico de origen m aya qu e habita en los d epartam entos de El Qu iché, Totonicap án y Qu et­zaltenango. Id ioma que habla este grupo étnico.

Rop a de partida: En Guatem ala ropa barata, elaborad a m asivam ente para consu m o del cam pesinad o pobre y capas bajas u rbanas.

Sáb an a m aletera: Lienzo de tela de ap roxim ad am ente 1m t2 que se usa para envolver y cargar recursos.

San Mateo Ixtatán: Municipio norteño de Huehuetenango, colind ante con México.

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Santa Cruz Barillas: Municipio norteño de Huehuetenango, colind ante con México.

Solom ero: Originario de San Ped ro Solom a, m unicip io de H uehuetenango.

S u ch i t e p é q u e z : D ep a r ta m e n to d e la co s ta su r guatemalteca.

Tapexco: Construcción rústica con varas y horcones que se usa en lugar de cam a o de mesa.

Tercio de leña: Atad o de leña que una persona adu lta pued e cargar a la espalda con mecapal. Tres tercios hacen u na carga, m ed id a usada para com ercializar la leña.

Tod osan tero: Originario del m u nicip io Tod os San tos Cuchum atán, en el departam ento de H uehuetenango.

Trab ajad ero: N om bre que en algunas regiones del país se da a las parcelas agrícolas.

Zu n za: Fruto trop ical silvestre de sem illa grande y carne am arilla y du lce. Árbol que la p roduce.

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CO N TEN ID O

N ota de la a u to ra ................................................ 9Presen tación ......................................................... 17Mariposas del su eñ o .......................................... 21Despertar en la Zona Rein a .............................. 29En silencio y secreto ........................................... 41Mujer nueva como gallina n u ev a ................... 53Pruebas de fuego para el co razón ................... 81Una mañana de octu bre.................................... 95En los montes de Ju il.......................................... 107Mujeres de obsid ian a ......................................... 123Lenguas, sangres, o r ígen es............................... 139La ofensiva de la s ie r r a ..................................... 153Bajo el cerco en em ig o ........................................ 169Ad iós a los Cu ch u m atan es............................... 185La fu ria am orosa de la se lv a ............................ 197En la casa del ja g u a r ........................................... 217Más allá de los cam in os.................................... 235Las niñas de la ban d era ..................................... 249El hu racán in ter io r ............................................. 257Danza del v en a d o .............................................. 273La fuerza de los su eñ os..................................... 291El árbol de la v id a ............................................... 301Otra m añana de octu b re................................... 313Ep ílogo .................................................................. 319G losar io ................................................................. 323

Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Talleres Gráficos Serviprensa, S. A.

en el mes de agosto de 2008.Fue diseñado con la tipografía Book Antigua

de 80 gramos, es de 1,000 ejemplares.

Otras p u blicacion es de Ed iciones d el Pensativo

S obre la libertad, el d ict ador y su s perros fieles Am old o Ram írez Am aya

Lu chas de las gu at em alt ecas del siglo X X M irada al t rabajo y la part icipación polít ica de las m u jeres Lorena Carrillo Pad illa

Ese obst in ado sobrev iv ir au toetn ografía de u n a m u jer gu at em alt eca Aura Marina Arriola

M u jeres y gobiern os m u n icipales en G u atem ala relacion es de gén ero y poder en las corporacion es m u n icipales 2000-2004 Alba Cecilia Mérid a

La rev olu ción gu at em alt eca (2d a ed ició n )Lu is Card oza y Aragón

El t ru en o en la ciu dad Mario Payeras

Los fu s iles de oct u bre Mario Payeras

G u atem ala de m is dolores And rea Aragón

Las Colm en as (v id e o -d o cu m e n ta l) A lejan d ro Ram írez And erson

Tal vez el m érito p rincip al d e esta obra sea con ten er las v icisitu d es d e u na gu errilla cen troam erican a p or las selvas llu viosas, recreadas por la palabra genitora de una mujer.

Por eso el rigor, la veracid ad y la ternura de Mujeres en la alborada. Nacida en una familia de profesionales de la clase media de la ciudad d e Gu atem ala; ed u cad a en u n colegio de relig iosas n or team erican as en su p aís y m ilitan te revolu cionaria p or vein te años, Yolan d a Colom r in d e en estas p ágin as testimonio d e la participación d e la m ujer en la lu cha gu errillera y n arra los años qu e sigu ieron al ciclo fu nd acional d el Ejército Guerrillero d e los Pobres en el norte de Quiché. Disid ente d e su organización m atriz d esd e 1984, la au tora d eclara: "N o s fu im os a la m ontaña para contribu ir a qu e la población paupérrima rompiera su inmovilidad política y su fatalism o; p ara qu e lu ch ara p or su d ignid ad y felicid ad otra vez. Am am os y d im os tod o d e n oso tros sin lím ites ni cond iciones frente a un sistem a que cerraba a sangre y fuego las vías legales y pacíficas".

La m aestra ju ven il d e Cu ilco, d ep ar ­tamento de Huehuetenango; la solidaria testigo d e la gesta p op u lar bajo el gobierno de Salvad or Allende; la ad ep ta d e Dom Hélder Cám ara y de su obra social por los pobres de O lind a y Recife, no escribió M ujeres en la alborada p ara h acer literatu ra , sin o p ara com p artir su exp erien cia con las nu evas generaciones y reafirm ar la necesid ad d e lu char p or u n m u nd o m ás hu m ano. Sin em bargo, su s palabras se in cru stan en los hechos y logran que d e los recuerd os broten alm end ras d e luz.

© A m o ld o Ram írez Am aya, 2006.