Mujeres sin escaleras.

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22 o Lunes 1 de abril de 2013 DH MILENIO www.milenio.com cuento por Sandra Heredia Montaño* ¿ Cómo está hoy, un poco menos de dolor? —Todavía vivo doctora —dijo don Félix a media voz. La doctora Mónica Herrera sonrió y prosiguió a hacer la valoración matutina del paciente, no era un caso fácil. Un día antes lo había intervenido quirúrgicamente durante cuatro horas. La avanzada edad de don Félix lo complicaba aún más. Pero todo parecía marchar correctamente hacia su recuperación. Era una mañana tranquila en el Hospital Universitario. Estaba indicando un cambio de medica- mento cuando sintió una mirada sobre su hombro izquierdo. —Doctor, póngase a trabajar, deje de espiar mis notas. Detrás de ella, Alfredo Merino, director del Servicio de Urgencias, sonrió maliciosamente. —Quiero estar seguro de que cuida bien a sus pacientes —ella volteó y ambos sonrieron. Ella le iba a contestar la broma cuando él la tomó del brazo y la sacó de la sala de pacientes. —Necesito hablar contigo —le dijo po- niéndose serio. —Ya no me espanta su cara de seriedad. ¿Qué pasa? —le dijo ella, tratando de man- tenerse tranquila. —Han revisado el currículo del personal para asignar la Dirección de Cirugía y la mejor calificada eres tú —le dijo con aire festivo—. Así que en cuanto te nombren invitas la comida. Ambos rieron y después de algunos comen- tarios volvieron a sus actividades. La doctora se quedó pensativa; se sentía inquieta, como si aquella noticia revelara una amenaza. Dos días después llegaron al hospital los integrantes del consejo médico que definiría la asignación de las direcciones de área. La doctora Mónica Herrera bajaba apresurada la escalera cuando miró frente al elevador a su primer profesor de cirugía. No le traía gratos recuerdos. Él también la vio y se acercó a ella. —¿Así que sigue aquí? Pensé que ya estaba dedicada a su hogar —ella se quedó mirán- dolo sin comprender aquel saludo—. Nunca es tarde para empezar, piénselo. Después de decir esto, el doctor Jacobo Brito hizo una inclinación de cabeza y subió al elevador. Era de tarde cuando Mónica Herrera ter- minaba una cirugía de riñón. Iba a lavarse cuando se topó con la mirada sombría de Alfredo Merino. —Le van a dar la dirección a Lombardo —le dijo cerrando los puños—. ¿Sabes por qué? Su argumento es que ya hay muchas mujeres dirigiendo otros departamentos. Ella se retiraba la bata quirúrgica lenta- mente, como si presenciara el cumplimiento de una premonición y no tuviera nada que decir. Respiró hondo. —Me imaginé algo así, encontré a Brito en el elevador. Tú sabes lo que piensa de las mujeres, es miembro emérito del consejo, era de esperarse. Alfredo estalló en insultos contra el con- Mujeres sin escaleras sejo y contra Jacobo Brito. La doctora estaba molesta pero no era la primera vez que la discriminaban por ser mujer. Recordó cuando llegó al hospital como residente de primer año y su médico de base era precisamente el doctor Brito. Desde que él supo que tenía una mujer en su equipo se dedicó a cuestionar cada paso que daba. Intentó hacerla renunciar poniéndola en situaciones de mucho estrés, asignándole las tareas más difíciles, imponién- dole guardias de más de 36 horas seguidas, preguntándole siempre las cuestiones más complicadas. Pero ella resistió. Era una mujer muy inteligente y tenía un temple que no era fácil de vencer. Ante su fracaso, el doctor Jacobo Brito buscó hastiarla: dejó de preguntarle, ignoraba sus comentarios y la ponía a hacer las ta- reas más tediosas y menos productivas que encontraba. Ella lo soportó todo, hasta que la dejara fuera del quirófano, no le permitía asistirlo y tam- poco toleraba que asistiera a algún otro ciru- jano. Entonces la doctora fue a la Dirección a exponer su caso. Tuvo que aguantar algunos meses más sus malos tratos, pero le asignaron asistir a otro médico en quirófano y eso fue suficiente para ella, por el momento. De eso ya habían pasado varios años y ahora se volvía a interponer en su camino. Pero las cosas eran diferentes: ella no era más una estudiante, era una cirujana res- petada y reconocida por su capacidad y su entrega. Desafortunadamente, Jacobo Brito no estaba sólo; varios miembros del consejo médico compartían sus opiniones acerca de las mujeres. La doctora Mónica Herrera empezaba la revisión vespertina de sus pacientes cuando le informaron que se requería su presencia en la Dirección. José Zambrano, director del hospital, solicitaba verla. Se sentía contrariada, sabía que recibiría un amable agradecimiento por su eficiencia y una cordial invitación a seguir haciendo bien su trabajo para tenerla en cuenta en posteriores ocasio- nes, cuando desaparecieran los dinosaurios. Tocó dos veces la puerta y la abrió. Frente a ella estaba Zambrano, quien se levantó de la silla al verla entrar y le obse- quió media sonrisa. Del lado izquierdo, dos miembros del consejo se queda- ron en silencio y fijaron su mi- rada gélida en algún punto lejano. El aire era frío y espeso. Parpadeó lenta- mente y descubrió justo a su lado derecho a Alfredo Merino junto con cuatro cirujanos de diferentes turnos, sonriendo satisfechos. Su confusión era total. —Siéntese por favor doctora —indicó son- riente el director—. Queremos informarle que ha sido asignada como directora del área de Cirugía. Muchas felicidades —dijo Zambrano rápidamente, como apurando un amargo trago de medicina. Todos se levantaron a felicitarla. Ella aún no comprendía cómo había sucedido aquello. El doctor Zambrano la abrazó y le dijo casi al oído: —Ha sido tarea difícil su asignación, había mucha competencia… A un lado, Alfredo Merino dijo con voz fuerte y clara: —Pero eras la mejor calificada, eso vinimos a compartir con el consejo los doctores y yo. Todos se quedaron en silencio e intentaron continuar con los abrazos. La doctora Mónica Herrera y el doctor Alfredo Merino subieron juntos al elevador. Él le contaba con su florido lenguaje cómo había sucedido todo, ella no podía dejar de reír al imaginar la escena. Las puertas del elevador se abrieron. —¡Doctor Brito! —dijo Merino alegremente—. ¿No va a felicitar a nuestra flamante directora de Cirugía? Además fue su alumna, seguro que usted le enseñó todo lo que sabe —si el sarcasmo fuera un gas, los habría asfixiado a los tres en ese pequeño espacio. El doctor Jacobo Brito no dijo una palabra, les dio la espalda para bajar en el siguiente piso y antes de que las puertas se cerraran se volvió lentamente: —Sigo pensando que las mujeres deben estar en su casa… lavando trastos. H * Cuentista radicada en la ciudad de México, ha publicado en varios diarios J U A N C A R L O S F LE IC E R

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Cuento a favor de los derechos de las mujeres

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22 o Lunes 1 de abril de 2013

DH

MILENIO www.milenio.com

cuentopor Sandra Heredia Montaño*

¿Cómo está hoy, un poco menos de dolor?

—Todavía vivo doctora —dijo don Félix a media voz.

La doctora Mónica Herrera sonrió y prosiguió a hacer la valoración matutina del paciente, no era un caso fácil. Un día antes lo había intervenido quirúrgicamente durante cuatro horas. La avanzada edad de don Félix lo complicaba aún más. Pero todo parecía marchar correctamente hacia su recuperación. Era una mañana tranquila en el Hospital Universitario.

Estaba indicando un cambio de medica-mento cuando sintió una mirada sobre su hombro izquierdo.

—Doctor, póngase a trabajar, deje de espiar mis notas.

Detrás de ella, Alfredo Merino, director del Servicio de Urgencias, sonrió maliciosamente.

—Quiero estar seguro de que cuida bien a sus pacientes —ella volteó y ambos sonrieron.

Ella le iba a contestar la broma cuando él la tomó del brazo y la sacó de la sala de pacientes.

—Necesito hablar contigo —le dijo po-niéndose serio.

—Ya no me espanta su cara de seriedad. ¿Qué pasa? —le dijo ella, tratando de man-tenerse tranquila.

—Han revisado el currículo del personal para asignar la Dirección de Cirugía y la mejor calificada eres tú —le dijo con aire festivo—. Así que en cuanto te nombren invitas la comida.

Ambos rieron y después de algunos comen-tarios volvieron a sus actividades. La doctora se quedó pensativa; se sentía inquieta, como si aquella noticia revelara una amenaza.

Dos días después llegaron al hospital los integrantes del consejo médico que definiría la asignación de las direcciones de área. La doctora Mónica Herrera bajaba apresurada la escalera cuando miró frente al elevador a su primer profesor de cirugía. No le traía gratos recuerdos.

Él también la vio y se acercó a ella.—¿Así que sigue aquí? Pensé que ya estaba

dedicada a su hogar —ella se quedó mirán-dolo sin comprender aquel saludo—. Nunca es tarde para empezar, piénselo.

Después de decir esto, el doctor Jacobo Brito hizo una inclinación de cabeza y subió al elevador.

Era de tarde cuando Mónica Herrera ter-minaba una cirugía de riñón. Iba a lavarse cuando se topó con la mirada sombría de Alfredo Merino.

—Le van a dar la dirección a Lombardo —le dijo cerrando los puños—. ¿Sabes por qué? Su argumento es que ya hay muchas mujeres dirigiendo otros departamentos.

Ella se retiraba la bata quirúrgica lenta-mente, como si presenciara el cumplimiento de una premonición y no tuviera nada que decir. Respiró hondo.

—Me imaginé algo así, encontré a Brito en el elevador. Tú sabes lo que piensa de las mujeres, es miembro emérito del consejo, era de esperarse.

Alfredo estalló en insultos contra el con-

mujeres sin escaleras

sejo y contra Jacobo Brito. La doctora estaba molesta pero no era la primera vez que la discriminaban por ser mujer. Recordó cuando llegó al hospital como residente de primer año y su médico de base era precisamente el doctor Brito. Desde que él supo que tenía una mujer en su equipo se dedicó a cuestionar cada paso que daba. Intentó hacerla renunciar poniéndola en situaciones de mucho estrés, asignándole las tareas más difíciles, imponién-dole guardias de más de 36 horas seguidas, preguntándole siempre las cuestiones más complicadas.

Pero ella resistió. Era una mujer muy inteligente y tenía un temple que no era fácil de vencer. Ante su fracaso, el doctor Jacobo Brito buscó hastiarla: dejó de preguntarle, ignoraba sus comentarios y la ponía a hacer las ta-reas más tediosas y menos productivas que encontraba. Ella lo soportó todo, hasta que la dejara fuera del quirófano, no le permitía asistirlo y tam-poco toleraba que asistiera a algún otro ciru-jano. Entonces la doctora fue a la Dirección a exponer su caso. Tuvo que aguantar algunos meses más sus malos tratos, pero le asignaron asistir a otro médico en quirófano y eso fue suficiente para ella, por el momento.

De eso ya habían pasado varios años y ahora se volvía a interponer en su camino. Pero las cosas eran diferentes: ella no era más una estudiante, era una cirujana res-petada y reconocida por su capacidad y su entrega. Desafortunadamente, Jacobo Brito no estaba sólo; varios miembros del consejo médico compartían sus opiniones acerca de las mujeres.

La doctora Mónica Herrera empezaba la revisión vespertina de sus pacientes cuando le informaron que se requería su presencia en la Dirección. José Zambrano, director del hospital, solicitaba verla. Se sentía contrariada, sabía que recibiría un amable agradecimiento por su eficiencia y una cordial invitación a seguir haciendo bien su trabajo para tenerla

en cuenta en posteriores ocasio-nes, cuando desaparecieran los

dinosaurios. Tocó dos veces la puerta y la abrió. Frente a ella

estaba Zambrano, quien se levantó de la silla al

verla entrar y le obse-quió media sonrisa. Del lado izquierdo, dos miembros del consejo se queda-

ron en silencio y fijaron su mi-rada gélida en algún punto lejano. El aire

era frío y espeso. Parpadeó lenta-mente y descubrió justo a su lado derecho a Alfredo

Merino junto con cuatro cirujanos de

diferentes turnos, sonriendo satisfechos. Su confusión era total.

—Siéntese por favor doctora —indicó son-riente el director—. Queremos informarle que ha sido asignada como directora del área de Cirugía. Muchas felicidades —dijo Zambrano rápidamente, como apurando un amargo trago de medicina.

Todos se levantaron a felicitarla. Ella aún no comprendía cómo había sucedido aquello. El doctor Zambrano la abrazó y le dijo casi al oído:

—Ha sido tarea difícil su asignación, había mucha competencia…

A un lado, Alfredo Merino dijo con voz fuerte y clara:

—Pero eras la mejor calificada, eso vinimos a compartir con el consejo los doctores y yo.

Todos se quedaron en silencio e intentaron continuar con los abrazos. La doctora Mónica Herrera y el doctor Alfredo Merino subieron juntos al elevador. Él le contaba con su florido lenguaje cómo había sucedido todo, ella no podía dejar de reír al imaginar la escena. Las puertas del elevador se abrieron.

—¡Doctor Brito! —dijo Merino alegremente—. ¿No va a felicitar a nuestra flamante directora de Cirugía? Además fue su alumna, seguro que usted le enseñó todo lo que sabe —si el sarcasmo fuera un gas, los habría asfixiado a los tres en ese pequeño espacio.

El doctor Jacobo Brito no dijo una palabra, les dio la espalda para bajar en el siguiente piso y antes de que las puertas se cerraran se volvió lentamente:

—Sigo pensando que las mujeres deben estar en su casa… lavando trastos. H

* cuentista radicada en la ciudad de México, ha publicado en varios diarios

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