Mujica Lainez Manuel - Los Viajeros

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    MANUEL MUJICA LAINEZLOS VIAJEROS

    EDITORIAL SUDAMERICANABUENOS AIRES

    COLECCIN HORIZONTE

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    PRIMERA EDICINJulio de 1955CUARTA EDICIN Enero de 1984IMPRESO EN LA ARGENTINAQueda hecho el depsito que previene la ley 11.723. 1984. Editorial Sudamericana,Sociedad Annima, calle Humberto I 545, Buenos Aires.

    ISBN 950-07-0211-8

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    Helas! et qu'ai-je fait que devous trop aimer?

    Berenice, Acto V.

    I

    De quin hablar primero? De Berenice? De To Baltasar? De Simn? Ohablar de la quinta, de "Los Miradores", de la Mesa del Emperador, del invernculo?

    Es difcil empezar un cuaderno de memorias, sobre todo cuando se presiente quehabr mucho que escribir, y cuando los recuerdos se agolpan, rumorosos, simult-neamente, para que no los olvidemos, porque cada uno de ellos puede ser una pieza,pequea o grande, negra o multicolor, del rompecabezas, del "puzzle" que nos pro-ponemos armar, y si faltara uno el cuadro quedara incompleto... y quin sabe... quinsabe si no ser la principal esa extraviada pieza diminuta. Todas las reminiscencias creenque son imprescindibles, y ni yo mismo estoy en condiciones de establecer ahora, alcomienzo, cules resultarn verdaderamente necesarias, mientras las siento merodearen torno de mi silla, en este cuarto de hotel, como sombras susurrantes.

    Berenice... To Baltasar... la quinta... Hace unos minutos descend de la azotea delhotel: desde all, a la distancia, por encima de las chatas construcciones del pueblo y delas tristes calles arboladas con parasos, se avistan, en medio de una gran mancha defollaje, las ruinas de "Los Miradores". El invernculo sigue ms o menos como lo conoc,enorme, esqueltico, en la barranca. Estaba tan destruido cuando yo viva en la quinta,cuatro aos atrs, que por eso mismo casi no ha cambiado. Lo estuve observandolargamente, acodado en el parapeto del hotel junto al guila de mampostera, y estuveobservando el paisaje familiar que no me canso de ver, tan simple y tan hermoso, con

    los talas, los muros del casern intil, la trepidante refinera de petrleo en lontananza y,cerrando el horizonte, los sauces que se amasan sobre el ro como un tropel sediento.

    El invernculo... s... tal vez deba iniciar mi viaje (mi paradjico viajeretrospectivo de viajero condenado a no moverse) por ese testigo, por ese sobrevivientecruel, en esta exploracin de claves, en este ensayo de ordenacin de imgenes y deideas cuyo trmino quizs me permita comprender por fin... El invernculo... y ToBaltasar... y aquella noche de mi adolescencia, tan secreta, tan aguda...

    Simn y yo habamos salido de tarde a pescar. Mis tos y sus padres nos prohibanque anduviramos juntos, y por reaccin y porque nos queramos bamos el uno enpos del otro, buscndonos por los senderos intrincados de la quinta, que habitaban laslagartijas, los grillos y los bichos quemadores, llamndonos en voz baja junto a las rejasde los dormitorios, escapando hacia el pueblo o hacia el ro.

    Era una tarde quieta de verano, con un acantilado de pesadas nubes. Entre lossauces y los ceibos no temblaba una hoja. Y los pejerreyes no picaban. A veces sacba-mos un bagre o una mojarrita, y volvamos a tirarlos al agua inmvil. Nos alejamos roarriba sin darnos cuenta.

    Rembamos lentamente. Como en otras ocasiones, Simn me pidi que le dijeramis ltimos versos. Los escuchaba con gravedad, marcando el ritmo con la cabeza. Eranunos poemas bastante pobres, que se titulaban "El clavicordio de la abuela", "El abanico"o "El halcn". Pero mi amigo y en su juicio no se equivocaba prefera otros, mssimples (ms lgicos, tambin, pues ni l ni yo habamos visto jams ni un clavicordio niun halcn), en los que yo me esforzaba por rimar la tristeza de los crepsculos del ro,con gran acopio de cama-lotes y de lamos. Quizs los prefera porque eran tan suyoscomo mos, porque nos pertenecan a los dos, porque ah, en ese cotidiano paisaje, l no

    poda sentirse intruso y lo comparta, mientras que el inexistente clavicordio de laabuela, ubicado en una imaginaria sala celeste, slo me perteneca a m.Llegamos a una vuelta del ro. All s haba pejerreyes. Cuando nos decidimos a

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    regresar, la noche haba descendido sobre nosotros y tuvimos que encender el farol delbote. El miedo que nos sobrecoga mi miedo de To Baltasar y de Ta Gertrudis; sumiedo del padre brutal que por cualquier cosa le pegaba nos hermanaba ms aun.Solos, hijos nicos ambos, viviendo en las dos alas enemigas de la misma casa, meencantaba pensar (aunque no se lo deca) que ramos hermanos, dos hermanos de igualedad, muy distintos, rubio el uno y el otro moreno, hurfano el uno yo de una seora

    aristocrtica y de un despreciado prestidigitador vagabundo, inventor de juegosmaravillosos, y el otro l hijo de dos ex-mucamos altaneros y mandones: distintos,hijos de distintos padres, pero hermanos. Me acuerdo que esa noche, mientras Simn yyo rembamos sin aliento y el parpadeo del farol alumbraba nuestras piernas desnudas,doradas, flacas, tan parecidas!, sent hondamente esa fraternidad, eso, ms profundoque una amistad, que nos vinculaba. Tal vez l lo haya experimentado tambin, porquede repente solt el remo y me palme la espalda, procurando disimular su timidez, y medijo:

    No ser nada... A lo mejor ni lo han notado... Pero ambos sabamos que eraimposible, que nos estaban esperando, all arriba, en la barranca, los dos gruposantagnicos por un lado mis tos, los mucamos por el otro sin hablarse. Y aunquellevbamos cuatro pejerreyes que dividiramos entre las dos familias, sabamos que el

    cebo no sera suficiente, que nos reprenderan y luego se comeran el pescado. Pero porms que nuestra imaginacin alerta trabaj al comps de los remos, al par que nosdeslizbamos rozando las largas trenzas de los sauces, nunca pudimos conjeturar unaescena tan extraa y tan terrible como la que se preparaba en el invernculo. Dejamos elbote en el muelle, cerca de la inmensa refinera, toda encendida ya y rechinante, que enla negrura, junto al ro, semejaba con sus luces rojas y verdes y sus chimeneas y sustorres, una flota fondeada, lista para zarpar, y ascendimos hacia la casa a los saltos, porel senderillo que slo nosotros conocamos y que se hunda entre los talas retorcidos,bajo la delirante enredadera de campanillas violetas que arropaba totalmente esa partedel jardn inculto con su abrigada funda. Cuando el resplandor de la luna daba en ellos,los pejerreyes espejeaban en nuestras manos, como espadas. En lo alto brillaba laclaridad del invernculo, tamizada por las persianas podridas. All estara To Baltasar y

    acaso mis tas tambin, aunque no solan entrar en el estudio del escritor. All estaran,esperndonos, entre los libros de Vctor Hugo.Debo explicar cmo era ese invernculo, para que quien me lea no considere

    absurdo que To Baltasar hubiera instalado en l su escritorio. De todas maneras, aundespus de explicarlo, lo juzgar absurdo.

    El invernculo fue la primera obra suntuosa del constructor de "Los Miradores",del fundador del pueblo, del padre de la Ta Ema, duea de la quinta en la poca queevoco, la invisible y omnipotente Ta Ema ta de mis tos a cuya agria generosidaddebamos haca muchos aos el refugio hospitalario de esa casa. Lo hizo levantar en labarranca, a media cuadra del edificio, hacia 1880, y consista en una desmesuradaarmazn de hierro, estpidamente gtica, de unos siete metros de altura por diez delargo y cinco de ancho. Ese montaje sostena los vidrios que formaban la gigantesca cajade cristal de techo combo, pero ya casi no quedaban vidrios. Ni tampoco quedabanplantas. De las orqudeas slo haba all la memoria gloriosa, repetida en las ancdotasde Ta Gertrudis. Haba en cambio algunas "garras de len" que florecan en verano, yalgunos filodendros grises de polvo cuyas amplias hojas agujereadas, que parecan espiarcon los cien ojos transparentes de Argos, envolvan confusamente, hacia el fondo, unapequea gruta de material, entre cuyas rocas que mostraban el rojo del ladrillo pasaban,antao, cuando hubo agua, los pececitos veloces. En el centro permaneca una granfuente rota, que comprenda tres platos de estao, superpuestos, con recortadasfigurillas de mujeres, de aves y de animales distintos, que en los tiempos de esplendorhaban girado por los bordes a la cadencia de una msica frgil, entre surtidores de hilosdelicados. Pero ahora no funcionaba ms que uno de esos platos curiosos y haca aosque nadie pona en marcha su mecanismo. Con ser tan raro el invernculo sin flores,cuya bveda desapareca bajo las telaraas, y la herrumbre de cuyos muros se vesta

    con el harapo de las persianas en jirones, lo ms extravagante que encerraba no era ni lafuente musical, ni la gruta, ni los tumbados jarrones vacos, ni siquiera las dos estatuas

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    de mrmol que fueron llevadas all desde el parque alguna vez, y all quedaron parasiempre la estatua de Amrica y la de una misteriosa mujer mitolgica que sostenauna cortada cabeza de caballo: lo ms extravagante, lo que al desheredado in-vernadero le otorgaba el orgulloso carcter de nico, era el tinglado de madera que ToBaltasar hizo armar en l, detrs de la fuente, cuando yo era apenas un nio y resolvique necesitaba esa soledad para trabajar en su traduccin de Vctor Hugo y para

    vigilarme mientras yo estudiaba: un endeble cobertizo que protega su mesa de trabajo,su despanzurrado divn, su brasero, los tomos de la Edition Nationale de Hugo que habapertenecido a su padre, sus cuadernos, sus revueltos diccionarios y el medalln de yesodel autor de "Ruy Blas" que ostentaba en el pmulo la equimosis de un golpe de escoba.En ese sitio singular, en el que de da flotaba una luz verde, acutica, que contribua atornar ms irreales los objetos disparatados que en l naufragaban, y que de noche,cuando To Baltasar encenda su lmpara de kerosene, se hencha de espectros quebogaban en la luz lechosa, transcurra buena parte de mi tiempo durante los mesestibios. Yo odiaba el invernculo, como se comprender.

    Para m, a pesar de su hermosura inslita, era lo ms parecido a una crcel. ToBaltasar caminaba durante horas entre las estatuas y las macetas, hojeando el diccio-nario de rimas, y yo deba estarme sentadito en mi silla dura, anotando guas de

    excursiones guas tan viejas que supongo que esas excursiones romanas, florentinas,flamencas o bretonas, han modificado sus itinerarios con el andar de los lustros;mirando mapas; aprendiendo las rutas de Francia en Baedekers inauditamentearrugados; leyendo clsicos (y, como es natural, a Vctor Hugo); analizando una, dos yveinte y cien veces, en lminas minuciosas, las fachadas de Notre-Dame de Pars, de lacatedral de Chartres, del castillo de Blois, de San Marcos de Venecia; preparndome parael viaje a Europa como para un examen ms temible que el de lgebra; preparndomepara el gran viaje detestado que no realizaramos nunca, que nunca har.

    Pero ya tendr ocasin de hablar ms detenidamente sobre ese viaje proyectado,eje de la vida de mis tos, sobre ese espejismo interminable que circundaba a "LosMiradores" con una decoracin erudita de torres medievales y capillas renacientes, comosi la propiedad estuviera rodeada de colosales biombos aislantes en los que haban sido

    pintados los edificios clebres del viejo mundo con la policroma de los "affiches"tursticos, unos biombos que rozaban el cielo y nos separaban de la realidad, del pueblo,del ro, de las islas, de los tanques de petrleo, de nuestra propia mezquindad deparientes pobres, unos biombos que pretendan separarme de Simn.

    No pensaba en el viaje, por cierto, cuando trepaba por la barranca detrs de miamigo, cuya suelta camisa flotaba como una bandera. Simn me tom de la mano.Faltaba poco para que alcanzramos la cumbre: no s si quera infundirme valor o siesperaba que yo le transmitiera alguno. Al desembocar de los matorrales entrelazados ylanzarnos como el viento por la escalinata quebrada que en ellos se hunda, toda nudosadel serpentear de las races, la casa la "villa" de la Ta Ema, orgullo del puebloapareci en la oscuridad como un grabado. Supe de inmediato que mis tos estaban ensus dormitorios, porque vi recortarse sus siluetas a contraluz, en los balcones: TaGertrudis, To Fermn, Ta Elisa... Me aguardaban, pero se dijera que tomaban el fresco,indiferentes, y el abanico de Ta Elisa era lo nico que oscilaba en la quietud... Tambinhaba luz en el cuarto de los caseros, en la parte donde viva Simn... Y el invernculo,donde To Baltasar acechaba nuestro regreso con seguridad, semejaba la osamenta deun monstruo fosforescente... qu s yo... de un megaterio, de un diplodoco, de untracodonte, con su costillar de hierro iluminado apenas como brillan de noche losesqueletos de animales abandonados en la llanura... un monstruo echado en ja lomalunar entre las araucarias...

    En la cochera, Zeppo y Mora, los caballos, relincharon, inquietos. Cocearon contralos pesebres. No tuve tiempo de reflexionar mucho, porque la puerta del invernculo seabri violentamente y To Baltasar surgi de su interior, dibujado en el rectnguloradiante pero sin que pudiramos verlo, todo negro, como si lo cubriera una negra malla.Peg con su mano de madera, la mano izquierda jams olvidar el sonido de ese toque

    breve e imperioso en la pared y grit, como Gertrudis cuando llamaba a sus perros:Miguel! Simn! Aqu! Vengan aqu!

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    Tuve la sensacin de que en los balcones las figuras se movan, borrosas, areas,como en un sueo, como si se hallaran a mil leguas, en un palacio de una ciudad lejana,y sin soltarnos sin advertir que nuestras manos temerosas continuaban unidasentramos en el invernculo. Pero no bien fue cuestin de unos segundos nuestrosojos se acomodaron a la semiclaridad de acuario, retrocedimos hacia la cerrada puerta,porque en el cobertizo de To Baltasar, debajo del medalln de Hugo, acostado en el

    divn donde el traductor sola estirarse para declamar los poemas de "La Lgende desSicles", haba un cuerpo blanco, el cuerpo de una mujer desnuda, y ni Simn ni yohabamos visto antes jams a una mujer as, a una mujer desnuda, fuera de las lminasde los libros de los museos, y para m una mujer desnuda era algo que no exista, algopintado, del Ticiano, del Gior-gione o del Verons.

    To Baltasar se aproxim a nosotros por detrs y de un golpe de su mano demadera postiza nos separ, como quien corta una cuerda. Y entonces se puso ainsultarnos, locamente, brbaramente, pero ni yo ni Simn luego me lo dijoprestamos atencin a sus palabras, porque la presencia de esa mujer desnuda, quedesde el divn nos observaba en silencio, nos impeda escucharlo y nos fascinaba comouna lmpara extica.

    Recuerdo que pas por mi memoria un dilogo, unas frases, que haba odo tres

    aos antes en la cocina. rsula, la cocinera, hablaba quedamente con el cartero, y yo,que acertaba a cruzar junto a la ventana, los sorprend sin querer.S... deca el cartero burln en el pueblo cuentan que el seor Baltasar hace

    venir de noche a una mujer una mala mujer una (y bajaba la voz) una prostituta... yque se encierra con ella

    Cllese, Don Vctor, que me enojo!Cuentan que la mete en el invernculo y la desnuda... Cuentan que Don

    Gicomo los ha visto...Cllese, Don Vctor! Don Gicomo es un viejo loco... As nos paga la caridad Y

    adems el Nio Baltasar puede hacer lo que le guste, que para eso es solteroEsas palabras me impresionaron mucho, y durante algn tiempo anduve

    espiando, para tratar de corroborarlas, pero luego, ante la falta de indicios, las olvid.

    Aunque no no era eso lo nico Otra vez, de tarde, estaba yo en el corredor leyendo, yTa Gertrudis y To Baltasar llegaron de su diaria cabalgata. Venan furiosos. No s qules habra pasado en el camino, pero aunque eran los ms unidos de los hermanos amenudo discutan. Cuando desmontaron, To Baltasar murmur entre dientes:

    Conmigo no te metas, Gertrudis. No me busques. T tienes tus cosas, Diossabe lo que sern!, y yo las mas.

    Pero a esa mujer no puedes traerla aqu! replic Ta Gertrudis, azotando lahierba con su fusta. Si se entera Elisa se volver loca. Adems agreg misterio-samente, con una de sus sonrisas irritantes, si en verdad la necesitaras, locomprendera, pero yo creo que la traes porque s, por dar que hablar...

    Y ahora esa invisible mujer estaba frente a m, recostada en el divn. Su cara erairregular, sin gracia, pero su largo cuerpo extendido, casi celeste de tan blanco, con unasvenas sutiles en los pechos, tena una belleza alucinante, como si despidiera claridad enla penumbra de los libros, de los filodendros que la vigilaban, de las estatuas tenebrosas.

    Yo les voy a ensear! imprecaba To Baltasar, rojo de clera, tapujeros,mentirosos! Les voy a ensear a obedecerme! Van a aprender que el que aqu mandasoy yo! Escondindose, como dos ladrones! Maricas! Escondidos por ah, entre lostalas! Imbciles! Se creen que me engaan? Aprendan lo que es una mujer! Miren aesa mujer! (y la sealaba con su mano negra, su bonita y horrible mano de maniqu, ycomo en ese instante yo me volviera hacia l, desesperado, en un relmpago recog, alverlo de pie, vibrante, estremecido, plido, todo l ceido por vetusto traje de montar, lanocin de algo que hasta entonces no se me haba ocurrido, y es que To Baltasar, a loscuarenta y cinco aos, era un hombre hermoso, un ser que posea una elegancia natural,ms fuerte que la ropa deslucida, pasada de moda, algo como un ritmo; pero sobre esomedit ms tarde, cuando la escena rpida se decant y afirm en m, pues el miedo, la

    vergenza y el asombro no dejaban sitio para otras emociones).Hablen! Digan algo! Defindanse! continuaba mi to.

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    Y nosotros permanecamos mudos, ignorando de qu tenamos que defendernos,abrumados por la desproporcin exorbitante que separaba la levedad de nuestra falta demuchachos pescadores, distrados en el ro, y el castigo indescifrable e injusto que se nosimpona.

    Trajimos acert a tartamudear Simn estos pejerreyes...Los alz en direccin a la mujer desconocida, con un ademn imprevistamente

    antiguo, casi ritual (y era tan joven, el pobrecito, ramos tan jvenes los dos, tanchicos, tan nada!), y como si presentara una ofrenda, hace miles de aos, ante una diosayacente de mrmol, en un templo lleno de estatuas y de grandes hojas.

    De un manotn, To Baltasar los arroj al suelo: Pero... no entienden?... noentienden lo que les quiero decir?... mrenla, es una mujer... aprendan lo que es unamujer... lo que vale un cuerpo de mujer... La mujer se puso de pie entonces, quiz parasosegarlo, y me pasm que estando desnuda delante de nosotros pudiera caminar, comosi un cuadro de Pablo Verons, el nico desnudo posible, se pusiera a andar en elinvernculo. En ese momento, To Baltasar me peg. Su mano negra cay, rgida, sobremi hombro. Nunca me haba maltratado antes, as que me inclin ms asustado todava,y fui hacia atrs con Simn, derribando algunas macetas. La mujer se apiad denosotros, o quizs se turb ante lo desagradable de la escena de la cual era cmplice. Lo

    cierto es que pareci que iba a hablar y que se apoy en la fuente, pero, sinproponrselo, toc el resorte oculto que haca marchar el viejo mecanismo oxidado y,mientras To Baltasar continuaba injurindonos y zarandendonos, el plato de estaocomenz a girar lentamente y una msica nostlgica colm la habitacin con un aire devals, en tanto que las pequeas figuras los guerreros, las ninfas, los cisnes, las guilas,los dromedarios, al rotar despacio con doloroso chirrido, proyectaban sus sombrasmovedizas, agrandadas, sobre las persianas verdes, de modo que se dijera que elinvernculo se haba transformado, sbitamente, en un peregrino saln de baile demscaras, en el que los danzarines resbalaban sin gestos, formando una rondafantasmal.

    Para eso, estpida! orden mi to.Pero los forcejeos de Baltasar y de la mujer fueron vanos, porque las sombras

    liberadas siguieron su baile de linterna mgica, sobre las "garras de len" y el brasero ylas esculturas y los libros de Hugo y tambin sobre el cuerpo blanco y celeste dobladojunto a la fuente embrujada, y el vals sigui rotando, rotando, mecnico, crujiente,obligndolo a To Baltasar a levantar la voz ronca:

    Jams, me entienden?, Jams volvern a salir solos... a perderse por ah...quin sabe dnde! Esta msica del demonio!... no habr modo de pararla?

    Y, ciego, frentico, se volvi hacia nosotros y me abofete con la mano demadera.

    Entonces la puerta se abri, y el padre de Simn, Basilio, el mucamo, asom lacabeza rapada, de presidiario, y en un segundo abarc la escena de pesadilla: la mujer,el hombre de altas botas y camisa azul, las figuras breves que giraban a la luz de lalmpara de kerosene: los dromedarios, los empenachados guerreros... y nosotros, ennuestro rincn, trmulos junto a la cortada cabeza de caballo que una reina de mrmolsostena...

    Usted est loco! exclam dirigindose a To Baltasar. Usted es lavergenza de esta casa... usted y esa hembra... miserable!

    To Baltasar avanz hacia l. Cre que lo iba a matar. Pero se apret las manos enel pecho, como si de repente le doliera algo, se contuvo y se dej caer en la silla al ladode mi pupitre.

    Simn aprovech para salir huyendo, perseguido por Basilio. Yo escap a la zaga.Todava tena los pejerreyes en la mano. Afuera, en la oscuridad del parque que rodeabaa la casa, tropec con Don Gicomo, el atorrante italiano que dorma en la cochera.Llorando, tiritando, llegu a la casona. Sub las escaleras y me refugi en mi dormitorio.Mis otros tos Fermn, Elisa, Gertrudis no abandonaron sus habitaciones y jamscomentaron conmigo lo que esa noche haba pasado, de suerte que hasta hoy ignoro qu

    saban del episodio del invernadero. A poco, el vals cuyo susurro trepaba hasta m,vagusimo, como si sonara debajo del agua, en el mismo palacio encantado donde haba

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    entrevisto las siluetas de mis parientes, ces. Y en cambio o, en el otro extremo de "LosMiradores" del cual me separaba la anchura del patio y la magnolia, el grito de Simn, aquien le estaba pegando su padre.

    A menudo he reflexionado sobre la aventura que he tratado de describir. Tal vezahora se haya compuesto en mi memoria, porque cuando la evoco la veo como uncuadro, como uno de esos cuadros antiguos cuyas escuelas, fechas y autores me

    obligaba a aprender To Baltasar, y en los cuales, entre varios hombres jvenes y ves-tidos, sobre un fondo de verdor, se destaca el cuerpo desnudo de una mujer que el pintorubic all con clsica naturalidad. Ni siquiera falt, como en muchas de esas pinturas, elelemento barrocamente mitolgico, suministrado en el invernadero por las heroicassombras con cascos emplumados y por los animales fabulosos que en el ltimo plano seesfumaban. S... veo todo aquello como un cuadro o como un tapiz, porque su irrealidadse acenta a medida que el tiempo transcurre. Pero eso, el aspecto que casi deberallamar decorativo, es lo externo. Lo hondo, lo que iba por debajo de las efigies dis-tribuidas en la construccin alegrica (del ademn iracundo del hombre con botas; delazoramiento de los dos muchachos; de la pavorosa falta de pudor tan simple, tandirecta de esa mujer que entonces me pareci madura pero que hoy, a la distancia,adivino joven) se me escap en aquel momento, a semejanza del mecanismo de la

    fuente que no hallaron ni To Baltasar ni la mujer y que sin embargo estaba all, alalcance de sus manos: el secreto resorte capaz de poner en marcha a las sombras y a lasluces y de vincularlas entre s por obra de una msica escondida. Mi inexperienciaadolescente no supo ir ms all de la superficie. Pero debo aadir que esa superficie, esecuadro desazonante, bastaba para quitarme el sosiego, aunque no me pusiera aprofundizar en la indagacin de los motivos. Fuera de Simn, speramente aislado de m,no tena con quin comunicarme. Yo estaba solo. Viva solo. Ninguno de mis tos se hu-biera acercado a hablarme, a explicarme, a aclararme; antes bien, como ya dije,fingieron que ignoraban el episodio (o lo ignoraron, aunque me parece difcil). Y eseepisodio extravagante, brutal, contena una de las claves de la accin futura. Pero yo noestaba para enigmas posteriores; con los inmediatos, planteados por la presencia de esecuerpo desnudo y por el fulgor de esa clera, era suficiente.

    No dorm esa noche tampoco durmi Simn pensando en To Baltasar y en suamante: en To Baltasar, mesurado, seoril, fro, tan escrupuloso en su afn de creardistancias, pues ni yo, su sobrino, que pasaba junto a l parte del da, conseguaacercarme a su intimidad; y en este nuevo To Baltasar clandestino, que se encerraba ensu invernculo, en su inslito templo de artista el templo consagrado celosa yestrafalariamente a divinizar a Hugo, con esa mujer del pueblo, con una descaradamujer sensual a quien l mismo, cuando atravesaba el pueblo a caballo arrogantemente,

    junto a Ta Gertrudis, seguido por sus perros, ni siquiera hubiera mirado. Eso era lo queme preocupaba sobre todo (ms todava que la ansiedad provocada por la visin delcuerpo blanco), esa especie de desmoronamiento de la figura tiesa de To Baltasar, quienno haba tenido reparos en escandalizarme, en escandalizarnos a Simn y a m, a prop-sito, y a Basilio tambin, pues era ineludible que el mucamo apareciera en busca de suhijo. En eso pensaba, revolvindome en mi cama frente a la ventana abierta... en laterrible, indomable fuerza interior que debi impulsarlo a To Baltasar, desatando trabas,a actuar en esa forma enigmtica y sauda. Y pensaba en lo que antes haba odo decir,en el dilogo de rsula y el cartero, en el de Ta Gertrudis y su hermano. Y pensaba enSimn, con angustia, porque comprenda que mi amigo, ms dbil que yo, msindefenso, estaba menos preparado para hacer frente a un choque tan despiadado comoel que partiera de la mujer inmvil y desnuda, con su violenta revelacin de un mundoen el cual convivan el Vctor Hugo exquisito del medalln de David d'Angers y la cnicaobscenidad, ir imaginable hasta entonces para nosotros que separbamos cndidamentelo bueno de lo malo, lo que se hace de lo que no se hace, y que creamos que en ciertoscasos superiores (de los cuales la pasin intelectual de To Baltasar nos pareca unejemplo tpico) las dos corrientes, la turbia y la pura, jams se mezclan, porque elhombre que vive (o que se dira que vive) Para el espritu, con monstico engreimiento,

    permanece invariablemente fiel al rigor de su tipo. Se apreciar, por lo que digo, cmoera yo de muchacho, de chico, a la sazn. Y, como es justo, en el edificio inmenso que

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    temblaba con vibracin delicadsima, a causa del vecindario de la refinera de petrleoque nunca dejaba de trabajar, da y noche, tambin pensaba mientras el alba tea micuarto, en la mujer desnuda, en el cuerpo tan nuevo para m, tan rico, conquistado en uninstante y sentido, como si hubiera estado solo con ella en el invernculo, lejos de ToBaltasar y de sus improperios, y la hubiera abrazado entre las hojas cubiertas de polvo.

    Muy tarde, se entreabri mi puerta sin ruido y To Baltasar entr. Fing dormir. Me

    desliz sobre la frente la mano larga y fina, su nica mano, la que no me haba golpeado,tan opuesta a la otra, la ortopdica, la falsa, la horrible, y se fue en puntas de pies. Y esotan raro, tan contradictorio me tranquiliz y me ayud a quedarme dormido. Perohasta la maana me atormentaron las pesadillas.

    II

    Mi distraccin de pescador y de poeta me vali una penitencia de dos das. Meenter de que la clera de To Baltasar haba prolongado sobre m sus efectos con uncastigo tan arbitrario, cuando rsula me lo comunic a la maana siguiente. rsula, lacocinera, nuestra nica criada, haba sido mi niera, mi pao de lgrimas y mi amiga,desde que fui a vivir a "Los Miradores" con mis tos, a los seis aos.

    Se tendr que quedar en su cuarto, Nio Miguel me dijo. Le he trado dulcede leche.

    Lo dej en el bol de cermica azul con garzas blancas que haba sido de mi madre(una de las pocas cosas suyas que guardaba y que todava conservo aqu, en esta piezade hotel, con algunos recuerdos, como las miniaturas del mariscal Soult, duque deDalmacia, y del mariscal Ney, prncipe de la Moskowa salvadas de la Mesa delEmperador, y el retrato de mi padre, de prestidigitador, con su sombrero de copa, sucapa negra y el pecho constelado de falsas condecoraciones).

    Me instal, pues, lo ms cmodamente que pude, a dejar que transcurriera el

    tiempo.Mi dormitorio, situado en el primer piso de la casa, tena dos grandes ventanas

    protegidas por altas rejas. Una abra en la fachada principal de nuestra ala, sobre labarranca, hacia el ro. Ms all de los tanques, de los cilndricos depsitos de nafta, de laplanta de aceites y los alambiques, ubicados al pie mismo de la loma, en terrenos quehaban pertenecido a mi familia ms all de ese mundo palpitante, negro de humo, tan"moderno", tan fuera de lugar en el paraje que circundaban el sauzal y los talas y quecoronaba nuestro propio casern caprichoso, hecho a pedazos por el padre de Ta Ema,el ro discurra entre los rboles y los ranchos, dibujando las islas que tambin habansido nuestras, y arrastrando su cotidiano cargamento de pequeos vapores, de lanchas yde velmenes tranquilos. La otra ventana miraba hacia el vasto patio interior y hacia elala donde Simn viva. Si pegaba la cara contra los barrotes poda distinguir la masa del

    invernculo en cuyo proscenio To Baltasar traduca a Vctor Hugo.Qu casa inusitada la nuestra, la que Ta Ema nos prestaba para que en ella

    ocultramos, disfrazndolas con actitudes seoriles, nuestras penurias econmicas ynuestra mediocridad! Su padre, mi bisabuelo, fue un hombre riqusimo y voluntarioso, unclsico producto de su tiempo, derrochador, ingenuo y progresista, que cuando resolvilotear parte de la estancia para fundar el pueblo, derrib el vetusto edificio central de"Los Miradores", una casa encantadora de 1830, y se entretuvo alzando en su lugar,desde 1880 hasta 1914 ao de su muerte, una dislocada construccin en la queconvivan los estilos bastardos, mezcla de "villa" europea, de cuartel y de acertijo, y en lacual sola refugiarse durante quince o veinte das consecutivos, con amigos parecidos al, con parsitos y con mujeres era viudo desde joven, para gozar de fiestastruculentas, de "asados" pantagrulicos que conmovan al pueblo naciente y que todava

    hoy se mentan en los cafs, en el hotel, en el banco, en el almacn de Pablo, en el club,y supongo que en Ja refinera, como si fueran acontecimientos de la historia nacional. Nos en qu habrn consistido con exactitud esas diversiones anteriores a los depsitos de

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    nafta, contemporneas de la poca en que se levant la iglesia de San Damin as sellamaba el fundador y se decor la estacin de ferrocarril con una cpula Luis XVI, perola verdad es que ni nosotros, con nuestra insignificancia altiva, ni los ex mucamosvecinos, con su afn de que se los tomara por burgueses, hemos conseguido aunqueresidimos all durante mucho tiempo despojar a "Los Miradores" de su carcter, de su"tono" de casa de placer, hecha para el placer, con todo lo disparatado que el placer

    implica. Ese "tono" se evidenciaba en el dormitorio de Ta Ema que ella no ocup jams, situado en el ala opuesta, ornado con Cupidos feos que surgan del damasco verde;en el billar Imperio; en el saln de baile, depsito despus de muebles cojos, dealfombras y de botellas vacas; y especialmente en el interminable comedor Luis XIII, encuya chimenea las iniciales de mi bisabuelo se entrelazaban con laureles imprevistos, enmedio de los escudos de Richelieu, de Ana de Austria, de la ciudad de Buenos Aires y supongo que ms o menos autntico el propio de Don Damin: la torre en llamas. (ToBaltasar me detall alguna vez, como si fuera lo ms lgica y un "hallazgo", lafunambulesca alegora de esos cuatro blasones, explicndome que, al hacer tallar enPars la monumental chimenea, su abuelo quiso aliar en el comedor su pasin por elestilo mosqueteril de Alejandro Dumas de quien era lector concienzudo, alternando susnovelas con las de Paul de Kock y con los infinitos volmenes de Sarmiento y su fervor

    familiar y porteo de viejo criollo para quien la estirpe y Buenos Aires valan tanto como"cualquier franchutada por versallesca que quiera ser".) Ese cuadro se completa con elsinfn de escaleras que se enroscaban doquier (algunas de las cuales eran "finas" y otrasordinarias, pues el seor no se fijaba mucho en el material) y que unan corredores yvestbulos, "halls" y filas de dormitorios, vinculando la elocuente majestad del 80 con laimaginacin peligrosa de 1900 (florecida en cuartos de bao cuyos lavatorios encerrabanen su porcelana, entre nenfares, los rostros en miniatura de muchachas peinadas porpeluqueros) y con la estupidez sin gracia de 1914 que se trasuntaba en perchas, en"vitraux" y en una inconclusa galera pictrica. Todo ello es obra del padre de Ta Ema,quien, desdeoso de arquitectos e ingenieros, seguro de lo que haba aprendido "enEuropa", en el curso de viajes a travs de casinos e hipdromos, ordenaba a suconstructor, de tanto en tanto, que aadiera un nuevo cuerpo a su laberinto de yeso y

    seda, una sala de armas con trofeos apcrifos, un "fumador rabe" congestionado demueblecitos de ncar, habitaciones que le procuraban la sola recompensa de que, ao aao, al entrar en ellas sus amigos, polticos, estancieros, gentes semibrbaras y semi-esplndidas, que haban estado en Europa tambin y apreciaban sobre todo los habanos,los vinos, la manteca, los choclos y la buena carne, y con ellos las mujeres bonitas quehubieran podido ser sus hijas y que llegaban de la estacin en el "breque" y en la"Vctoria", sofocadas por las cajas de sombreros, prorrumpieran en exclamaciones deadmiracin exttica (las mujeres) o menearan la cabeza sonriendo (los hombres),significndole as su asombro ante la inventiva indomable con que seguamaravillndolos, como un Ddalo irresponsable y magnfico, multiplicador de chimeneascon ninfas, y de dormitorios en los que cuatro espejos, encuadrados por las "boiseries"blanqueadas al laque, devolvan a esos mismos caballeros la imagen cudruple de susvientres lujosos, cuando se desvestan alegres de alcohol, de truco, de amor y deconversaciones en las que haban trazado por centsima vez el prspero futuro de lapatria. Por eso al decir "nuestra ala" y "la otra ala", al referirme a aquella en la cualnosotros residamos y a la que Simn y los suyos ocupaban, no me expreso conpropiedad, pues en "Los Miradores" las alas no tenan fin, y la casa, vista desde unaeroplano, deba tener la forma de un desgarrado tapiz con muchos agujeros y puntas,con partes grises (los techos de zinc y pizarra, las mansardas superfluas), partes rojas(las azoteas y los patios) y recortados flecos delgadsimos (los torreones, el molino y eltanque de agua). Hablo as para facilitar las explicaciones y marcar la diferencia entre losdepartamentos de las dos familias.

    Esa diferencia era grande y, paradjicamente, se planteaba en detrimento denosotros, que, despus de todo, ramos los seores.

    Cuando Ta Ema decidio albergar all a los hijos de su hermano menor, para

    sacrselos de encima, les destin slo una parte de la informe casa, cerrando el resto. Enese "resto" descomunal viva un matrimonio de cuidadores, Basilio y su mujer, los padres

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    de Simn, que haban sido mucamos de mi ta y que, instalados all, libres, impunes,seguros de que el ama no llegara nunca pues detestaba la casa y sus memorias, o deque si llegaba no podra acusarlos de descuido, pues era imposible que ellos seencargaran de mantener un edificio tan complejo, disponan sin ms fiscalizacin que lade su propia voluntad. Ta Ema, con un sadismo realmente curioso, estableci que sussobrinos residiran en las habitaciones construidas ltimamente, las ms feas, triviales y

    desprovistas de mobiliario, mientras que las dems el comedor, el billar, la sala dearmas, el "fumoir" rabe y los otros aposentos que slo he mencionado en parte, es deciraquellas en las cuales se acumulaban los muebles ms exuberantes, los retratos defamilia y los recuerdos suntuosos permaneceran cerradas y sometidas a la exclusivavigilancia y uso de Basilio y su mujer, justificando su actitud con el anuncio a laDamocles de que en cualquier momento poda antojrsele pasar unos das en"Los Miradores", para lo cual se reservaba esa vasta seccin de la quinta.

    As que nosotros, aunque sobrinos suyos y descendientes del constructor de lacasa famosa, estbamos en ella en una situacin disminuida frente a los padres deSimn, circunstancia que mis tos, en particular To Baltasar y Ta Gertrudis, aparentabanignorar, hablndoles, cuando tenan que dirigirse a ellos, como a. inferiores, para man-tener as una ficcin de muy difcil defensa. Basilio y su mujer, por su lado, ya no se

    consideraban gente de servicio en verdad ya casi no lo eran y envolvan el modestottulo de "cuidadores" con un misterioso esplendor jerrquico, como si fueran ms bienlos administradores de mi ta, o como si el hecho de custodiar tantas dudosas maravillas,cuya invisible pompa deslumbraba al pueblo que las enriqueca en sus relatos, lostransformara en guardianes de un museo, ms aun, en directores de ese museo, ya quesu posicin haca, despus de tantos aos, que fueran los nicos que conocan lo que esemuseo encerraba, mucho mejor que Ta Ema (y eso era cierto) y que nosotros nietos ybisnietos de Don Damin, a quienes nos estaba vedado penetrar en l. Y como ToBaltasar y Ta Gertrudis, si se dignaban conversar con alguien del pueblo, sepreocupaban por dar de inmediato la impresin de que Basilio y Nicolasa eran susservidores (o por lo menos los de Ta Ema), puntualizando la distancia que los separabade ellos, y Basilio y Nicolasa, sostenidos por los proveedores que venan a la quinta y a

    quienes ellos sin duda pagaban con ms regularidad que nosotros, no dejaban de difundirla exacta orientacin de los hechos (que probablemente los ex mucamos exageraranaunque con la ajustada realidad bastaba), presentndonos como unos "recogidos" quenada tenamos que ver con la parte suntuaria de lo que llamaban "el palacio", se habacreado una situacin extrasima y muy desagradable que desconcertaba al pueblo ycomplicaba nuestra aislada existencia, ya que cuando To Baltasar y Ta Gertrudisrecorran las calles hacia el campo, pasando por la iglesia, por el club y por la plazadonde se halla el busto de mi bisabuelo, sin desmontar nunca, en sus hermosos caballosde largas crines doradas, era imposible no reconocer en ellos, que llevaban su apellido yposean una estupenda distincin fsica, a los nietos de Don Damin, a los dueos de "LosMiradores", mientras que Basilio y Nicolasa desvanecan ese equvoco con una sola frase,al dejar caer, en un dilogo con el almacenero Don Pablo o con el cartero Don Vctor, quepara utilizar el telfono tenamos que pedirles permiso o para ser ms fieles a la tristerealidad tenamos que anunciarles que lo utilizaramos. Adems, lo que contribua aenmaraar el panorama de por s complejo era el hecho de que Ta Elisa desempeara enel pueblo las tareas de subdirectora de la escuela. Eso era algo que irritabaprofundamente a To Baltasar y a Ta Gertrudis. Lo toleraban porque era imprescindiblede qu hubiramos vivido si el sueldo de Ta Elisa no se hubiera incorporadomensualmente a la magra contribucin de Ta Ema?, pero, al principio, cuando seprodujo la vacante del cargo de maestra y su hermana anunci el propsito de realizargestiones para obtenerla, afirmada en vagos estudios y en la influencia de nuestrosparientes porteos, los dos mayores pusieron el grito en el cielo, diciendo que era unadescastada, indigna de su nombre, que quera arruinarlos socialmente, y jams, con elcorrer de los aos, a medida que sucesivos ascensos la llevaron a la subdireccin,abandonaron su desdeosa actitud, si bien la disimulaban (a veces) ante la que

    apodaban a sus espaldas "la Docente", pues, como ya dije, el sueldo de Ta Elisa erafatalmente necesario para nuestra parca subsistencia. Por supuesto, ellos se haban

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    fraguado una especie de "composicin de lugar" que enmarcaba con exactitud dentrode su enfoque artificioso de la vida y solan explicar con una sonrisa entre indulgente yburlona que Elisa era vctima de una incomprensible "vocacin" y que as como el uno nopoda dejar de traducir a Vctor Hugo, impulsado por la suya, y la otra no poda separarsede sus perros y sus ltigos, a su hermana no le quedaba ms remedio que ensear, que"desasnar chicos", porque se lo impona una propensin tan humanitaria como

    engorrosa. Y Ta Elisa que fue la nica normal, entre mis tos sala todas las maanaspara la escuela, con sus cuadernos y su sombrilla o su paraguas, segn la estacin,acompaada por To Fermn, el tonto, mi to abuelo, el adorable To Fermn.

    Si las actividades de "la Docente" los molestaron tanto, cunto ms debialterarlos y espantarlos el extravagante casamiento de mi madre! Junto a l, que seprodujo poco despus del ingreso de Ta Elisa en el colegio, la desercin de la maestrainfantil era cosa de poca monta, cosa que ni se tiene en cuenta. Y adems la deslealtadde Ta Elisa se aliviaba con la reiterada virtud de sus beneficios econmicos, en tanto quela de mi madre, infinitamente mayor a juicio de mis tos como felona, no acarre(tambin a su juicio) ms que desastres, uno de los cuales fue mi venida al mundo y laincorporacin de una boca ms a su sobria mesa, cuando qued hurfano y me enviarona "Los Miradores" como prueba permanente del escndalo. Qu escndalo, qu enorme

    escndalo debi provocar ese matrimonio! Con todo, no creo yo que fuera tanterriblemente importante como Ta Gertrudis, To Baltasar y acaso Ta Elisa pensarony se empearon en repetir, porque mis tos, a causa de su reclusin y de su pobreza quelos ubicaban aparte de nuestra familia (tan ilustre en Buenos Aires, tan grandiosa queparece mentira que a ella pertenezcamos Ta Elisa y yo), no podan esperar que las cosasdeprimentes que a ellos les sucedan en un pueblo remoto, en una quinta semi olvidadaque slo se mencionaba ante las generaciones nuevas como una rareza del opulento DonDamin, repercutieran en el seno del orgulloso clan suscitando algo ms que ciertasorpresa y cierto disgusto, pero nunca el horror, el formidable horror solidario al cualcrean tener derecho.

    Mi madre, por decirlo brevemente, se enamor de un prestidigitador polaco queofreci cinco funciones en el pueblo, se escap con l, y con l se cas. Monsieur

    Wladimir Ryski, mi padre, era un hombre esbelto y joven. Saba cantar y tocaba laguitarra y el violn; descubra ramos de hortensias de papel en el fondo de su sombrero;hablaba todos los idiomas, hasta el de los pjaros; hipnotizaba, y trasladaba un paueloazul desde el proscenio al bolsillo de uno de los espectadores. Seguramente hipnotiz ami madre, que tena veinticinco aos, era bonita y se aburra atrozmente en "Los Mirado-res", leyendo los versos de Paul Fort y de Amado Nervo. Cmo se vieron?, Cmourdieron su descabellada fuga? No lo s y quiz no lo sabr jams. Wladimir Ryski debide ser un hombre encantador y comprendo que la fascinara a mi pobre Bella Durmientede "Los Miradores". rsula me confi alguna vez que, durante los siete aos que dur sumatrimonio y en los cuales la vida de mi madre cambi fantsticamente, pues anduvopor el Per, por Mxico y Venezuela y los pases de la Amrica Central, a la zaga delmarido maravilloso, rni madre fue feliz. Me mostr una carta en la que se lo deca. Yonac en Tegucigalpa. Me trajeron a la Argentina seis aos despus, expedido por lasautoridades diplomticas, con el pasaje pago por Ta Ema, cuando mis padres murieron aconsecuencia de un accidente de automvil en el camino de cornisa que va de Caracas aLa Guayra. Me acuerdo de un hombre de bigotes negros, engomados, que usaba unperfume delicioso, y que se acercaba a mi camita, de noche, vestido de frac, rutilante debandas y de estrellas, como si fuera un embajador que parta para un baile. Llevaba unconejo bajo el brazo y me dejaba deslizar los dedos sobre el hocico y sobre la pielsuavsima. Y me acuerdo de una mujer de pelo negro y ojos azules la combinacintpica de nuestra familia, que se ha dado en Ta Gertrudis, en Ta Ema y en m tambinque me recitaba poemas de. Paul Fort ("Ce soir, entre les saules, que ce fleuve esttentant! Qu'on me donne une barque et je partirai seul"), y me refera la fbula de lasranas que pidieron rey.

    Mis tos no perdonaron la transgresin de mi madre. Se esforzaron por aparentar

    que nunca haba existido, y si hubiera dependido de ellos yo no hubiera conseguido losretratos que me estn observando ahora en este cuarto de hotel, a uno de los cuales el

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    de mi madre lo descubr en la pieza de rsula, mientras que al otro (el del caballero deetiqueta que parece listo para presentar las cartas credenciales de un rey balcnico), loobtuve en el archivo del diario "La Nacin".

    Se me ocurre que al restringir nuestra vivienda a la parte menos espectacular desu gran casa de campo, y al desterrarnos de los dorados salones cuyo goce hubieracolmado de satisfaccin vanidosa a To Baltasar, Ta Ema se veng "a posteriori", sobre

    sus sobrinos, de los malos ratos que le haba hecho pasar su hermano menor, mi abuelo,bala perdida del linaje. Esos malos ratos, segn entiendo, fueron numerosos. Por lopronto se le debe a mi abuelo, cuando Ta Ema y l heredaron, entre otras muchaspropiedades, "Los Miradores" de Don Damin, la venta realizada entre gallos ymedianoche, sin el ms mnimo aviso a su justamente ofendida hermana, de la parte delsolar que se extiende al pie de la loma, y de las dos pequeas islas. Sospecho que fuepara pagar una deuda de juego. Cuando Ta Ema se encontr con que a escasos metrosdel casern de su padre empezaban a distribuirse las horrendas (y peligrosas)construcciones de la refinera de petrleo, cuyo directorio haba adquirido los terrenos encuestin, pens morir. Revolvi cielo y tierra, destac emisarios y abogados, interes aun ministro, pero sus tentativas para recobrar lo perdido resultaron intiles. Por culpa desu hermano, esa casa que ella visitaba rara vez, pero que tanto la ensoberbeca y de la

    cual tanto hablaba, trillando las memorias "ad usum" de los interlocutores, generalmentesanturrones y frvolos, esa casa sufri una merma atroz en su nobleza solitaria, mercedal vecindario grotesco de la refinera, cuya presencia le recordaba a todo el mundo,cuando se contaba la ancdota de su instalacin usurpadora, que ella, Ta Ema, habasido impotente para desalojar a los mercaderes intrusos apostados a las puertas mismasdel "palacio" a pesar de sus gloriosas relaciones oficiales y de su inatacable parentelay le recordaba que su hermano haba atravesado en algn momento por una situacineconmica tan delicada (y tan inadmisible entonces para la solidez financiera de lossuyos) que no haba hallado ms solucin que vender ese solar precioso, y venderlo aunos extranjeros enemigos que no vacilaron en destruir la perfecta armona del paisajeque solazaba con sus perspectivas a Don Damin y a sus prceres. S, eso fue algo queTa Ema no le perdon a mi abuelo. Por eso dej de venir, ya que si bien sacrific las

    ventanas que en la planta de recepcin miraban al ro, tapindolas, para conjurar lavergonzosa visin de las chimeneas forasteras, la casa misma se encarg de repetirle sindescanso la historia humillante, con aquella levsima vibracin que le comunicaban lostrabajos de la refinera, que no cesaba y que haca pensar que el casern siempre estabatemblando, tiritando, temeroso como un gran animal cautivo frente al tropel de bestiashostiles detenido al borde del agua, cuyos ojos multicolores se encendan de noche paravigilarlo.

    Despus, cuando mi abuelo y su familia se radicaron en Europa, Ta Ema creyverse libre de su hermano y de su amenaza inflexible, y respir. Mi abuelo, mi madre ymis tos vivieron seis aos en el viejo mundo. A juzgar por el entusiasmo lrico con quelos ltimos aludan a esa residencia, deduzco que fueron felices all. Por lo menos no hayduda de que esa fue la poca ms afortunada de su vida, tal vez porque eran muy

    jvenes y porque el cambio en un tiempo en que el peso argentino los autorizaba a untren de vida que no hubieran podido sostener en Buenos Aires prolong en Francia y enItalia la ilusin de la riqueza. Pero mi abuelo muri en Montecarlo, y sus hijos debieronregresar a Buenos Aires, solicitados por las alternativas de una testamentara confusa.Aqu se encararon con la realidad dramtica y eso, comparado con la existenciadesproporcionada que haban llevado en Europa, acentu su resentimiento contra laArgentina, a la que conceptuaban inmotivadamente culpable de su decadencia, cuandoella haba sido, en verdad, la nica fuente de su pasada holgura.

    To Baltasar sigui las huellas de su padre. Liquid las pocas propiedades que lesquedaban, gravadas por hipotecas ruinosas, e hizo algo bastante increble pero quedefine bien su carcter. En lugar de depositar el dinero en un banco, lo meti en unamaleta que guardaba debajo de la cama. Era el jefe de la familia, autoritario, desptico,y a ninguno de los dems ni siquiera a Ta Gertrudis, que tena ciertos rasgos comunes

    con su hermano se le cruz por la mente la idea de reclamar su parte antes de que sehubiera evaporado. Siguieron viviendo juntos y viviendo bien. To Baltasar deslizaba la

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    mano debajo de la cama, abra la valija y sacaba, al tuntn, los billetes que requeran suplacer y el mantenimiento de la casa. Un buen da quizs un ao y medio despus de lainiciacin de ese singular rgimen administrativo su mano ara el fondo de lona de lamaleta. La sac de su escondite, toda pintarrajeada de etiquetas de grandes hoteles, y,espantado, la hall vaca. - Entonces recurrieron a Ta Ema. Los mayores eran altivos,insolentes; las menores, Ta Elisa y Mam, eran apenas dos nias. Ni To Baltasar ni Ta

    Gertrudis tuvieron en cuenta un segundo la probabilidad de buscar trabajo para hacerfrente al cataclismo. To Baltasar se consideraba un "intelectual". En Europa habacomenzado a traducir al espaol la obra potica de Vctor Hugo. Calculaba que esaespaciada tarea ocupara su existencia toda, y que ella bastaba para justificarlasobradamente.

    Son tan sublimes "Les Chtiments"! Ta Gertrudis sufra de unos mareos cuyoorigen no lograban localizar los facultativos por la sencilla razn de que los finga, y quepodan presentarse en cualquier momento, obligndola a permanecer en la cama quecomparta con sus dos perros "collies", durante tres o cuatro tardes, despus de loscuales se levantaba ms bella, indiferente y masculina que nunca, pronta a salir acaballo. Gente as, no trabaja. A Ta Elisa y a Mam haba que reservarlas, como dosprincesas de la sangre (pues haba algo esencial que pronosticaba la soltera de To

    Baltasar y de Ta Gertrudis) para el ilustre casamiento soado, propio de la familia delescudo de la torre en llamas, y que, como hubiera previsto cualquiera menos quimrico ypetulante-que To Baltasar, jams lleg.

    Ta Ema, por su lado, no quiso que en Buenos Aires sus treinta primos cuyosapellidos entrelazados urdan el tejido de la vieja sociedad, y sobre todo Ta Duma y TaClara (la gorda, la de la calle Florida), dijeran que haba dejado en la indigencia a loshijos de su hermano, ella, duea de una fortuna que creca ao a ao. Para borrarles dela cabeza la esperanza de que la heredaran alguna vez y para evitar de ese modo,supersticiosamente, que desearan su fin haba hecho donaciones cuantiosas y fundadoobras benficas que llevan su nombre venerado y que su testamento robustecera.Tampoco es justo descartar a la caridad, radicalmente, de su nimo. Acaso la "senta",acaso haba, en la plataforma de su espritu, elementos de generosidad autntica que la

    experiencia y el ajetreo mundano minaron y diversificaron. Frente a nosotros, como yadije, su largueza tuvo expresiones originales. Nos confin en la parte peor de "LosMiradores" y nos fij una renta estricta. Probablemente al vedar nuestra entrada alParaso del ala opuesta, en el que Basilio y Nicolasa representaban el papel de ngelescolricos, no olvid la administracin fugaz de To Baltasar y su valija, y temi que losmuebles aparentemente enraizados por su enorme volumen en los "parquets" y en losmrmoles, dieran pruebas de que su firmeza era menos poderosa que la necesidad dedinero de mi to, y empezaran a emigrar de los refugios que les haba asignado mibisabuelo, en desmedro de su propiedad. A ella se le ocurri tambin la idea de que ToFermn, hermano de mi abuela materna, que era un soltern inocente, incapaz de vivirsolo, y que dispona de una pensin moderada, compartiera nuestro techo. Al procederas realiz, sin proponrselo, una de sus obras benficas ms importantes, porque TaElisa se encari con el anciano lelo, y con ese cario ilumin su existencia vaca.

    De modo que la utopa del viaje a Europa, que colm las vidas de mis tos, tuvouna importancia mucho ms profunda que la de una necesidad esttica de "dilettanti" ola que deriva de esa atraccin pueril y simptica que ciertos argentinos sienten por Pars,por Biarritz y por Cannes, ciudades que valoran igualmente, teatro y museo ms omenos, donde pueden hacer cosas que no se atreveran a hacer en Buenos Aires y dondepierden unos complejos para adquirir otros. Para ellos, el regreso a Europa significaba enlo hondo la plena reconquista de su personalidad exaltada al mximum. Estaban segurosyo lo adivin despus, porque no lo decan y ni siquiera entre s se lo confiaban deque en Europa, con el reencuentro de su juventud y su felicidad, all dejadas, volveran aser lo que debieron ser siempre, antes de entrar en la crcel vejatoria de Ta Ema, en laque ahora se debatan amordazados. Europa representaba para ellos la opulencia ficticia, pero opulencia al fin de sus aos adolescentes, e imaginaban que les bastara

    con retornar all y baarse en aquella atmsfera triunfal, para hallarla y disfrutarla denuevo, y para gozar del aristocrtico "lais-ser aller" que sell su juventud. La idea de

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    Europa era para mis tos inseparable de la idea de lujo y de seoro, as como laArgentina se enlazaba con nociones srdidas y deprimentes. Disfrazaban esas imgenesque tal vez, por aferrarse a lo ms recndito de sus psicologas nutridas de snobismo,no perciban con claridad (y que seguramente hubieran desechado con furiosa ofensa, sinreconocerlas, si se las hubiera revelado alguien) con el fcil pretexto de la cultura. Merefiero, por supuesto, a To Baltasar y a Ta Gertrudis, sobre todo el primero, porque Ta

    Elisa haba terminado por circunscribir su vida a la mediocridad ordenada del colegio, yTo Fermn era a modo de un gran perro fiel que la segua, la obedeca y la adoraba yhasta asista a sus clases. To Baltasar haca flamear con cualquier motivo la culturaeuropea, como un magnfico estandarte que ostentaba las alego-n'as de Vctor Hugo enla pompa de su bordado.

    Aqu no hay nada que hacer, Miguel me declaraba. Son todos unos brutos.Cuando vayamos a Europa, ya vers qu otro mundo... las catedrales... las confe-rencias... los museos... los restaurantes... Basta con oler a Pars, con andar caminandoentre las vidrieras, y eso no cuesta ni un peso, para sentirse otro...

    Pero yo barruntaba vagamente que haba algo ms Luego, la madurez y el largomeditar acerca de esos problemas me dieron la clave del asunto. To Baltasar y TaGertrudis crean que en Europa estaba su liberacin. La Europa de sus recuerdos les

    restituira la libertad: seran libres de Ta Ema, de Basilio, de "Los Miradores"degradantes, del encierro, de la pobreza, pues tanto el uno como la otra tenan, en sufuero ntimo, hambre de gente y de esplendor. En el pueblo no vean a nadie. Pensabanque mezclarse con la gente del pueblo era descender, malograr lo poco que les quedabade su anterior grandeza seoril. Y estaban siempre solos, horriblemente solos, cuando sumanera de ser los inclinaba con violento imperio hacia los dems. Nunca hubieranconfesado (To Baltasar se hubiera dejado cortar la mano nica antes de abrir la boca)su tendencia natural, humana y simple a los ts, a las comidas de veinte cubiertos a laluz de los candelabros, a las conversaciones jubilosamente criticonas, a la urgencia deestar entre la gente de su clase, bien vestida, bien perfumada, de compartir surestallante frivolidad, en una palabra, de ser como tantos y tantos de nuestra familiacuyas condiciones les permitan encabezar, en Buenos Aires, el mundo que espejea en

    los bailes de Ta Clara, en los ts de Ta Ema y en los recibos que Ta Duma ofrece cadavez que el prncipe Marco-Antonio Brandini aparece por el Ro de la Plata.Como ellos, yo tuve que consagrar mi corta vida a alistarme para ese viaje

    Vctorioso, que se cumplira cuando To Baltasar terminara su traduccin y sta sepublicara y fueramos ricos de nuevo. Por eso me enclaustraron entre atlas y guas y fuiun monje, un pequeo novicio que tuvo por breviarios a los Baedekers, un iniciado en elculto del Hotel des Rservoirs de Versalles, de las murallas de Carcassonne y del quesode Brie-Comte Robert. Por eso, como cualquiera que sin vocacin sea recluido de nio enun monasterio, detest la idea del viaje, ya que para m Europa se troc en algo similar aun bachillerato de cotidianos exmenes difciles, y todo lo que all puede haber deestimulante y de bello se diluy entre las tarjetas postales repetidas y las enumeracionesde los catlogos. Y por eso tambin para conservarme incontaminado; para que yo,que me llamo Miguel Ryski y que no soy uno de ellos, fuera uno de ellos, digno delaugurio rehabilitador del viaje y del regreso a la Tierra de Promisin que slo admite alos escogidos To Baltasar me aisl, aniquil las oportunidades de que tuviera amigosen el colegio, entre los muchachos vecinos, y me prohibi airadamente que lo viera aSimn, emblema, para l, de los vnculos ms humillantes, como miembro de la familiade Basilio que representaba lo peor, lo que ms odiaba, puesto que era la pruebaviviente de la fragilidad de su autoengao. Y yo, como es lgico en un caso as, me aferra Simn con todas las fuerzas del alma, porque en l encontr una verdad, adems deencontrar un cario que me sostuvo en esa casa-monstruo, indefinible, en la que no seviva y paladeaba el momento, porque pareca, con su vibracin de maquinaria oculta,como si fuera no una casa sino un buque, como si estuviramos navegando, como si yabogramos en viaje a Europa, y como si la refinera cercana fuera una flota que nosescoltaba con sus fanales y sus chimeneas, de tal suerte que nada de lo que suceda en

    el instante mismo tena valor ni para Ta Gertrudis ni para To Baltasar, ya queestbamos embarcados en un buque incmodo que pronto abandonaramos para hallar

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    en un puerto soleado y tumultuoso, en Marsella o en El Havre, la vida real de tierra firmecon la cual nada tena que ver este lapso pasajero, que no perteneca a lo autntico de lavida, y que nos llevaba, sobre un oleaje de talas y de campanillas azules, hojeando yleyendo y releyendo en la cubierta del barco la biografa de Leonardo de Vinci y ladescripcin del Museo de Cluny, que veramos pronto, cuando echramos anclas en ladefinitiva liberacin portuaria. Y era tan intenso ese clima de los diccionarios, de los

    lbumes y de los mapas de las carreteras italianas y belgas, que ahora presiento que elcasamiento veloz de mi madre puede interpretarse como una fuga del ahogo de laatmsfera rara que nos envolva, a menos que haya sido una manifestacin ms apesar del repudio que la acompa del ansia viajera de los mos, la cual la lanz a lazaga de un extrao que le brindaba, de inmediato, la posibilidad de los mundos nuevosque aguardaban, dorados y dichosos, ms all del paisaje y de la ficcin de "LosMiradores".

    Claro que yo no pensaba precisamente en estas cosas con la melanclica lucidezque ahora me asiste, en la infundada prisin que To Baltasar me haba impuesto en micuarto de la quinta, aunque en verdad siempre andaban rondando dentro de m, siemprelas estaba analizando y sopesando, puesto que eran para m vitales, y hasta cuando noocupaban el campo de mi conciencia formaban un fondo, un "background" borroso y

    rumoroso, sobre el cual pasaban como sobre un teln inalterable los otros pensamientosinmediatos que a la larga me conducan a las imgenes que acabo de enumerar, lascuales ascendan entonces al primer plano, surgiendo de la penumbra donde, como esero y esa destilera crepitante que cerraban el horizonte de mi casa, limitaban toda mivisin.

    El episodio de la noche anterior pobl mi primer da de recluso. Giraba en torno dela mujer desnuda que apareca entre los filodendros, y en cuyo examen retrospectivo yoencontraba un indito deleite, mientras la reconstrua en la memoria, embellecindolacon estampas superpuestas de los maestros italianos que se confundan con suinquietante realidad carnal. La sensacin voluptuosa que de ella proceda y que sloentonces, ya ms tranquilo, poda captar plenamente, se mezclaba con el miedo quenaca de la actitud enigmtica del traductor de Hugo. Por fin, aburrido y desazonado, me

    puse a escribir un poema que titul concebiblemente "La Injusticia" y en el cual, con sermuy malo, vibraba (slo ahora me doy cuenta de ello) una nota nueva, ms personal,que acaso anunciaba mi poesa posterior, pues el tema ertico de la mujer desnuda,circundada por las sombras mviles de la fuente, se aliaba en l con el tema de la tiranadel hombre de la mano de madera que castigaba sin razn. Lo fui escribiendo enoctoslabos demasiado sonoros, ansioso, estrofa a estrofa, por lerselo a Simn y porsaber si le gustaba.

    Qu haba descubierto yo en el invernculo? Haba descubierto lo que es unamujer y qu alegra hubiera sentido al deslizar sobre sus pechos mis manos trmulas y alapretarla contra m. Y simultneamente haba descubierto que To Baltasar era hermoso,misteriosamente hermoso en su clera, y que nos hostigaba a Simn y a m, absortos deingenuidad, por algo que no alcanzbamos a comprender, pero que sin duda iba msall, mucho ms all, del estpido retraso debido a la pesca de los pejerreyes.

    Ms tarde, al crepsculo, la ventana de Simn se ilumin al otro lado del patioque centraba la magnolia. Tratamos de hablarnos como dos chicos, por medio de letrasmudas, y si bien no nos veamos y nos entendamos muy poco, y me doli no poderleerle "La Injusticia" que en ese momento consideraba admirable, mi soledad se fuellenando de sosiego, como si la luz de la habitacin frontera hubiera entrado en mi cuartooscuro y alumbrara uno a uno los objetos que en l haba, desde el cuadro de San MiguelArcngel y el retrato de mi madre y el bol azul de dulce de leche, hasta el pobremanuscrito garabateado que yo blanda, acompaando mis gestos impotentes, como unbandern de seales, en la gran casa que segua navegando.

    III

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    Y Berenice?, y mi pobrecita, querida Berenice? Cmo he podido escribir tantaspginas sin hablar de ella, sin nombrarla siquiera, cuando su nombre resuena siempredentro de m, y yo soy como una habitacin poblada de fantasmas en la que de repentese levanta un eco de los rincones sombros y repite: Berenice... Berenice? Pero yahablar. Ahora hablar de ella.

    Cuando sub a la azotea del hotel, slo hubo dos casas para mis ojos: las ruinasde la ma, de "Los Miradores", y la suya, la de Berenice, que est en la parte opuesta dela plaza, frente al busto de mi bisabuelo, y que medio esconden los parasos. Es la casade su padre, del msico, de Csar Angioletti, y tiene tres balcones de mrmol y una lirade mampostera sobre la puerta gris. No he vuelto all nunca. No podra volver. Entreesas dos casas se tendio, aprisionndome como una red invisible, la tela de mi vida sinsentido.

    Berenice... Berenice... querida ma... Pronuncio su nombre en alta voz y torno averla como la primera vez que la vi, porque esa imagen inaugural es la que siempreacude a mi espritu cuando me pongo a recordarla, hasta que las otras imgenessucesivas, cientos de imgenes, la siguen, integrando un squito de formas leves cuyarepeticin excluye, por la multiplicacin de su gracia, toda idea de monotona, y que van,

    areas, detrs de la primera imagen que me fascin, en una neblina de lgrimas.Fue en el segundo da de mi penitencia. Era de maana, temprano. To Baltasar yTa Gertrudis haban partido ya, cabalgando a Mora y a Zeppo, esbeltos los dos ydistantes, como si salieran de un castillo a recorrer sus posesiones. Para distraerme,estuve mirando la barranca cubierta de enredaderas penumbrosas que asfixiaban a losrboles. La barranca me pareci un gigantesco cuerpo de mujer disimulado por la mantaverde y azul de los follajes, y fui reconociendo sus curvas y aristas los senos, junto alos ombes; los muslos en el declive, junto a los talas, de suerte que se me antoj quesi un dios irnico hubiera surgido por all y hubiera arrancado la espesa gualdrapavegetal que todo lo oprima, la oculta mujer hubiera aparecido debajo, desnuda, comouna de esas colosales estatuas femeninas de los templos hindes, que he visto enfotografas, acostadas en las selvas. Y esa mujer hubiera sido la mujer del invernculo de

    To Baltasar.De repente cre ser objeto de una alucinacin y me sacudio una emocin vivsima,ms intensa quiz porque en ese momento, precisamente, estaba pensando en ladesconocida mujer. Las notas del piano de Ta Elisa se alzaron del lado del patio. Estabatocando un vals, un alegre vals cuyo ritmo colmaba el aire alrededor de la magnolia yascenda hasta mi cuarto como si el ejecutante se mofara de m. Era el mismo vals queyo haba escuchado la noche del invernadero, aquel que despert de sbito dentro de lafuente sin agua, cuando la mujer empuj sin querer el resorte y el plato de estaocomenz a girar lentamente con su ronda de figuras. Era el mismo vals. Slo que si antessu cadencia se haba desperezado, soolienta, paulatina, como si en verdad despertara, ydesenrosc su espiral voluptuosa entre el rumor del mecanismo oxidado, ahora esa curvase lanzaba apresurada al aire, ligera, gozosa, depurada de toda intencin perversa ytrazaba su arabesco fcil en torno de m. Claro que yo no advert esa diferencia, pues lasorpresa y por qu no decirlo? el miedo que me caus esa msica, vinculada conuna escena a un tiempo reveladora y desesperante, no me dej discriminar en el primermomento las distinciones. Luego supe que era el vals del primer acto de "Romeo yJulieta" de Gounod, la "ariette" que canta la soprano o sea algo perfectamenteinofensivo y tonto, pero mientras atravesaba mi dormitorio corriendo de una ventana ala otra en pos del origen de esa msica inquietante, lo o por ltima vez como algofatdico, tenebroso, algo que encerraba una amenaza.

    Qu broma del destino! Con qu eficacia de dramaturgo el destino ordena lassituaciones, y con qu dominio de compositor repite y transforma los temas! Ahoracomprendo que este "tema" del vals de "Romeo y Julieta", tan anodino, tan pueril,estaba misteriosamente elegido para ser el tema de mi vida. Yo hubiera preferido, sinduda, algo ms hondo, ms pattico, pero no... mi "tema" es se y ya no se puede

    separar de m porque me ha acompaado con su fondo en los momentos ms decisivosde mi existencia.

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    Una extraa escena me aguardaba en el patio. En su centro, distribuidas debajode la magnolia, unas veinte parejas bailaban el vals de Gounod, pero los danzarines lohacan separados, enlazndose a veces con breve mmica ceremoniosa como si aquellofuera una pavana y no un vals. Y era un ir y venir de reverencias y de ademanes.Algunos llevaban unos trajes bonitos, como de pajes y muchachas del Renacimiento, yotros haban conservado sus ropas deportivas, cotidianas, de modo que entre los per-

    sonajes antiguos circulaban jvenes despechugados, con las camisas desabotonadashasta la cintura, y un pauelo en la mano que de tanto en tanto se pasaban por el rostroporque haca calor; pero todos se movan al impulso de la misma cadencia, mezclndose,diseando las distintas figuras. En un ngulo, donde estaba la horrenda marquesina "artnouveau" de vidrios multicolores, varios personajes sos s trajeados todos con jubonesy faldas anchas y birretes de plumas observaban la fiesta, y en ellos reconoc a variosmuchachos y chicas del colegio de Ta Elsa. Entonces record que "la Docente"preparaba, para reanudar los cursos dentro de un mes, algunas escenas de "Romeo yJulieta" con un afn de "cultura" que, si no hubiera sido por el total desdn del traductorde Hugo hacia cuando se relacionaba con las tareas escolares, me hubiera hecho suponerque era sugerido por mi to.

    Los ensayos haban tenido lugar hasta esa ocasin en la escuela. Quiz mi ta lo

    haba convencido a su hermano de que, aprovechando una de sus cabalgatas, por lomenos una vez le dejara juzgar el efecto en el patio de "Los Miradores", donde haba untrozo de corredor claustral. A m, de acuerdo con la imposicin aisladora de To Baltasar,no me dejaron tomar parte, aunque me hubiera divertido andar entre esos muchachos ymuchachas diciendo los versos de Shakespeare.

    Seguramente la incorporacin del vals de Gounod, tan poco apropiado, haba sidoidea de Ta Elisa. Quin sabe!... un recuerdo de su poca de Europa, o de los aos delpalco en el Teatro Coln... Y Ta Elisa, invisible para m pues se hallaba en nuestra sala,sentada al piano, con la ventana abierta frente a los bailarines, martillaba las teclas conritmo cruel para que las parejas no perdieran el paso.

    Era de nuevo, ya lo dije y lo reitero pues la coincidencia me sigue asombrando, lamsica del invernculo, pero cmo se transfiguraba y alivianaba en el patio de la quinta,

    mientras Romeo, Teobaldo, Benvolio y Mercucio, agitndose demasiado debajo de susmscaras verdes y amarillas, se preparaban, aprendiendo sus papeles y odindose comoautnticos Capuletos y Montescos, para las prximas escenas de muerte.

    Entre tanto el vals del primer acto prosegua, y yo, pobre de m!, lo vinculaba conla mujer del invernculo y con las figuras de estao irrefrenables que haban danzadotambin una ronda mucho ms despaciosa, resbalando sobre los filodendros al compsde esa meloda.

    Entonces, entre las parejas que se saludaban y se tomaban de las manos yarqueaban los bustos en medio de los gritos de Ta Elisa ("uno, dos, tres uno, dos,tres"), distingu una silueta adolescente ms bella todava y espigada que las dems. Erauna muchacha aunque dud al principio vestida de varn, de paje, de invitado alfestn del viejo Capuleto. Cea con negras calzas sus largas piernas; luca un jubn rojoy se tocaba con un birrete rojo tambin, diminuto como un solideo, puesto casi en lanuca. Probablemente los trajes, vistos de cerca, habran perdido mucho de susuntuosidad, por la modestia de las confecciones realizadas por las madres del pueblo yde los metros de liencillo descubiertos en la tienda de Doa Carlota por Ta Elisa, perodesde mi altura parecan maravillosos, y ms que ninguno ese llameante jubn que seinclinaba, esas estrechas mangas que modelaban su dibujo, ese gorro, esa armonaadmirable que sobresala entre las otras, aun entre las vestidas como ella, de suerte queslo ella era digna de traer hasta el patio de "Los Miradores" un reflejo de la Veronalejana que yo conoca detalladamente por orden de To Baltasar.

    Debajo de m se detuvo el piano y resonaron las palmadas de Ta Elisa. Parronselos bailarines.

    Esto va muy mal! grit mi ta. A ver, Berenice, mustrales t! Alladelante, sola...!

    Mi paje avanz, obediente, hasta la marquesina, y en el piano recomenz el vals"animato", para que el paje alzara los brazos, torciera la cintura y estirara las finas

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    piernas enfundadas de negro, en tanto que los cortesanos de Verona, refugiados en lassombras de la galera con sus capas, como conspiradores, tomaban grandes vasos deagua con azcar y murmuraban del ejemplo que se les brindaba cuando ninguno de elloscrea necesitarlo.

    Yo, asido de mi reja como un encarcelado a quien no vea nadie, senta entretantoque me invada una incontenible felicidad porque el paje era una mujer y porque al orla

    nombrar por mi ta la haba identificado con Berenice Angioletti, la hija del msico.Berenice... Berenice... Berenice... Podra pasarme horas recitando tu nombre...No la haba conocido antes por la sencilla razn de que cuando ramos muy chicos

    jams haba conseguido yo relacionarme con gente del pueblo, y porque su padre laenvi despus a un colegio de Buenos Aires; pero en la escuela de Ta Elisa losmuchachos hablaban de ella, a veces, con el vocabulario truculento propio de la infancia,declarando que era "macanuda", que era "macanuda"... y eso defina (lo comprobcuando la vi y la trat) a un ser irreal, de una belleza delgada y morena, hecha depmulos y pelo lacio, un ser que pareca elaborado, creado para m, porque todo en ella,desde la delicadeza de las manos hasta el rasgado de los ojos verdes y la sonrisa quecomenzaba siendo un poco triste y que terminaba por alumbrarle el rostro y el cuerpofrgil entero, y hasta la voz baja tambin y la indecisin en los ademanes, que cuando

    bailaba podan ser tan justos, estaba destinado a exaltarme y conmoverme.La preceda la leyenda de su origen que, por tener ciertos puntos de contacto conel mo, la aproximaba a mi intimidad, y tanto que cuando yo le haba odo a rsula referirla historia del matrimonio de sus padres haba comprendido que un lazo secreto meataba a ella, porque ambos hemos sido hijos del amor y de su capricho.

    Segn esa versin cuya imprevista veracidad comprob despus CsarAngioletti, pianista italiano de relativo renombre, haba abandonado su carrera paracasarse con la futura madre de Berenice. Angioletti lleg Buenos Aires en el curso de una

    jira de conciertos que lo haba detenido en Ro de Janeiro y en San Pablo. De la Argentinadebi seguir a Chile, al Per, a Venezuela los Estados Unidos, pero aqu concluy suviaje. Antes de partir para Santiago dispuso de una semana libre, y su empresario, que lehaba cobrado gran afecto, lo invit a que lo acompaara al campo unos das pues

    pensaba comprar una chacra. As combin las cosas el destino para que Csar Angiolettiviniera al pueblo, a este pueblo, y para que con su empresario parara en el mismo hoteldonde hoy escribo, frente al solar en el que se levantara su casa. En el hotel conoci aMatilde Sern, la hija de Don Fulvio, el fabricante de coches, y de inmediato se enamorde ella, de su lnguida hermosura y de su esttica melancola provinciana, con unapasin propia de un italiano del sur, frentico intrprete de Chopin. El empresario advirticon espanto que su pianista se le escurra entre los dedos, que no le perteneca ya, quecuando le hablaba de contratos y programas Csar Angioletti lo miraba con ojos ausentesy barra con un solo ademn de sus manos magnficas la posibilidad de conversar enserio. Angioletti estaba enamorado, estaba enamoradsimamente enamorado, y ya nadale importaban Santiago de Chile, Lima, Caracas, Mxico, Tegucigalpa (miTegucigalpa).San Francisco de California, Denver, Kansas, Cincinnati, Filadelfia y Nueva York y lagloria norte y sudamericana... nada... nada... slo le importaba este pueblo perdidofrente a un ro de sauces, y esa mujer encantadora como Mara Wodzinska, inspiradoracomo la princesa Czartoryska o la condesa Potocka, obsesionante como George Sand,que resuma as lo pensaba l por lo menos, con la enternecedora ceguera de su amor a todas las mujeres de Chopin, y que lo haba esperado en un rincn de la provincia deBuenos Aires, plida y dulce, un poco agobiada por el gran rodete de bano, como es-capada de un retrato del siglo XIX. No hubo nada que hacer, nada que hacer, y se cascon ella. De modo que los contratos se anularon o se postergaron, justificando que elempresario maldijera mil veces su idea de llevar a un romntico desequilibrado a unlugar tan absurdo y tan inesperadamente tentador para que sucumbiera all como unadolescente sin experiencia, con una actitud digna de ese Chopin enfermizo a quien separeca hasta en los rasgos y el largo pelo y las corbatas fnebres. Se cas y no fue ni aSantiago ni a Lima ni a Cincinnati ni a ninguna de las ciudades de donde le expedan

    airados telegramas, porque, si bien al principio sus proyectos siguieron en pie y se dijoque no haca ms que posponer sus conciertos para un futuro prximo, la idolatra de

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    Matilde Sern lo anul ms y ms, confinndolo en el pueblo.Y tambin los celos aadio rsula. No quera llevrsela con l a esas

    capitales llenas de gavilanes, entre los cuales hubiera llamado la atencin su seora.Qu linda era, Dios mo!, y cmo temblaba de que se la sacaran!

    As que los celos lo condenaron a permanecer en el pueblo, a hundirse en sumediocridad. Los celos, supongo yo, y acaso una falla del nimo, una rotura en los impul-

    sos de su mecanismo interior, que ya vendra minado cuando lleg aqu. Quiz se hubieradado cuenta de que en el fondo careca de talento, de que su brillo era superficial, comoeran aparentes sus desplantes meridionales, y de que adoleca de una flaqueza, de unadebilidad que, si se manifestaba en su carcter como lo refirmaron su matrimonio y suretiro, se habr dejado ver algunas veces (que l ocult, por cierto) en sus fallas deejecutante, de modo que la extensa jira planeada y todo lo que vendra despus (y losfracasos posibles, ms fuertes que su voluntad y que sus recursos tcnicos) lo asustaron.Pero estas son suposiciones mas... aunque no descarto la posibilidad de que algo as,oscuro, que se esconda en la esencia de su sensibilidad de pianista, haya pesado en elmismo platillo de la balanza, junto con su amor por Matilde Sern, para obligarlo aquedarse aqu para siempre, cuidando a su mujer hermosa, a la que encerr en unserrallo de msica, de celos y de adoracin.

    Don Fulvio Sern, el carrocero, era rico. Durante muchos aos haba construidolos "tilbures", las "charrettes" y las volantas de estilo un poco rstico, que cimentaron sufortuna. Sin embargo cifraba su vanidad en coches de mayor jerarqua, como elestupendo land de ocho elsticos que le compr To Nicols, como los "milords" delneas redondas y las lustrosas berlinas de duelo y la gran calesa atada a la d'Aumontque las ciudades y pueblos de la zona utilizaban para llevar coronas de flores en lasceremonias patriticas, o como vehculo de propaganda en los desfiles de Carnaval. Porlas tardes, en la sala de su yerno, sola entretenerse, sentado en una mecedora detrs delas persianas, en reconocer los coches que pasaban por el crujido sutil de los elsticos,de las ruedas, de la caja, de la capota...

    Es la volanta del Dr. Pilatos deca. La hice en 1903.Su hija y sus coches constituan su mundo y su felicidad. Quera que la una y los

    otros fueran perfectos, y a Matilde la miraba con un cario tan hondo y una atencin tanaguda, al valorar los detalles delicados que ennoblecan su estructura, como habamirado a su bello "game car" el nico que tuvo la suerte de construir para mi bisabuelo y que tena un espacio para la jaula de los perros de caza. Ese "dogcart" permaneca,abandonado, en la cochera de "Los Miradores". En l dorma Don Gicomo, el atorrante;las gallinas picoteaban entre sus cuatro ruedas, y a veces el gallo saltaba, intrpido,hasta los asientos en los que haban partido zarandendose los prceres y Don Damin, acazar liebres y algn zorro, como si estuvieran en Escocia.

    La alianza con Csar Angioletti le pareci a Don Fulvio algo soado, digno de lacalidad de su hija. Un msico, un gran msico, elegante como Chopin, elegante como un"cup Brougham", algo nico, que ninguna de las muchachas del pueblo poseera, y queseguramente renunciara a su carrera eso lo presinti con sagacidad para quedarseall, como un objeto de lujo que l le proporcionaba a Matilde, pues para algo le sobrabandinero y astucia...

    A fin de comprometerlo ms y eludir el riesgo de que se llevara a su hija, mandedificar sobre la plaza, en el sitio ms valioso del pueblo, la casa de tres balcones cuyapuerta se coronaba con una lira simblica. Y frente a la calle, a lo largo de los tresbalcones de airosos balaustres, ubic la sala de msica decorada con paneles queespecialmente pintaron en Buenos Aires, y en los que faunos y dradas trenzaban suronda de velos y flautas bajo una capa de barniz espesa como una salsa, casi comestible.De suerte que si Angioletti imagin que Matilde era su prisionera, y por eso mismo, paramurarla en una celda de sospechas italianas, abandon los peligrosos halagos deOklahoma, de Lyon, de Trieste y acaso de Roma y de Pars, la verdad es que ambos fue-ron cautivos del viejo malicioso que gozaba con las filigranas de su triunfo, de esecasamiento, de esa obra de arte vital y exquisita auspiciada por l, pulcra y exacta en su

    armona como el clebre land de To Nicols.Como Wladimir Ryski, Csar Angioletti cedio ante la gracia de una mujer de

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    nuestro pueblo. Ambos eran extranjeros y ambos, cada uno en su gnero, artistas. Peroel matrimonio de mis padres fue dramtico a causa del mundano orgullo de To Baltasary de Ta Gertrudis que pareci empujarlo, desde el comienzo, a su trgico fin, mientrasque el de los padres de Berenice, que colmaba las aspiraciones de Don Fulvio y exaltabala presuncin pueblerina, desarroll su evolucin en una atmsfera benvola, a la que loscelos aadan su plstico esplendor necesario, su requerida dosis de inquietud, una

    atmsfera de amor constante similar a la que envolvi a los mos que se enriquecasin cesar de msica, cuando Angioletti se sentaba al piano para que lo escucharan sumujer, su hija, su suegro, el cura prroco y el director del peridico, sin la nostalgia deauditorios ms expertos que descubriran, latente en el intrincado tema de la mazurka dela Polonesa en fa sostenido, o en el oscilante Nocturno en sol mayor, el miedo, el miedoque sobrecoga a Csar Angioletti de no encauzar el radioso torrente chopiniano, porquesus largas manos y su pobre corazn no alcanzaban a transmitir todo lo que bulla bajosus mechas sacudidas, volcadas como plumas sobre el alto cuello.

    Lo lgico hubiera sido que To Baltasar, traductor de Vctor Hugo, y Angioletti,traductor de Chopin, hubieran aunado sus soledades aristocrticas, pero sus caractereschocaron desde el primer momento y no se vieron ms. Sobre todo To Baltasar no leperdonaba al msico el desdn con que hablaba de los viajes; no le perdonaba que "se

    hubiera cortado las alas" lo expresaba as "para meterse en un pueblo de imbciles,en lugar de ir por el mundo con su genio". Y es que To Baltasar no poda comprenderque para Csar Angioletti la idea del viaje, del hotel, del abrir y cerrar de valijas, delentrar en proscenios distintos donde los pianos lo aguardaban como dragones negros, serelacionaba invenciblemente con la idea de angustia, en tanto que para l, con bastantearbitrariedad, era inherente a la idea de Vctoria y de liberacin. El uno tema a losviajes; el otro tena hambre de ellos. Y no se entendieron, a pesar de Chopin y de Hugo.Tambin lo habr crispado a To Baltasar la nocin de que Angioletti fuera yerno delcarrocero, de que hubiera descendido de las altas temperaturas del arte a un ambienteburgus, tibio, "ni fu ni fa", pavorosamente clase media. Y lo habr crispado lacertidumbre de que a travs de ese matrimonio fuera rico. Se me ocurre, en cambio, quemi padre y el pianista se hubiesen interpretado y hubiesen sido amigos, por encima de la

    pasin trashumante, gitana, del prestidigitador, siempre listo a andar y andar, y del afnsedentario del msico, cuyo piano qued para siempre varado frente a la plaza delpueblo, porque mi padre no era por nada polaco, y polaco hasta la punta de las uas,como Chopin, y eso lo colocaba, junto a Angioletti, en una zona sensible desde la cualambos veran, pequeitos como tteres, a los personajes ecuestres de "Los Miradores" yal carrocero estirado en el "milord" de ruedas amarillas, que en su pequeez se creandueos del mundo.

    Berenice... Berenice... Las parejas regresaron a sus puestos y el vals recomenz:"uno, dos, tres-uno, dos, tres", pero yo ya no tuve ojos ms que para la muchacha queme haba fascinado, y aunque desde mi ubicacin no la distingua bien, por la distancia yla trabazn de sus compaeros que a cada momento se equivocaban, fue como si ellasiguiera bailando sola y bailando para m, en el gran patio de "Los Miradores", mientrasyo aguzaba mis sentidos para recoger cada movimiento suyo, para escuchar su voz (cosaimposible), para captar todo lo suyo, todo lo que me iba entregando y revelando, ino-centemente, all lejos, bajo la magnolia, sin advertir que en ese intercambio en el cualella actuaba pasivamente, ignorante de las emociones que provocaba yo, el esttico, elprisionero, el escondido detrs de mi reja, era quien daba ms para la construccin denuestro amor futuro, pues pona los resortes ms sutiles de mi imaginacin al servicio dela pasin que iba creciendo, y echaba mano de cuanto posea de ella de la historiapotica de sus padres; del misterio casual de esa msica inseparable de la conmocinmoral y sensual del invernculo; y hasta del hecho de que estuviera vestida as yacudiera ante m como si llegara desde el fondo del tiempo, desde los siglos, desdesiempre, resumiendo lo mejor y lo ms hondo, como un paje que pudo ser mi camaraday como una muchacha que para manifestarse deba bailar, para construir el amor quesera el fundamento de mi vida y que yo ansiaba y necesitaba desesperadamente en mi

    soledad condenada a viajar sin moverse.La am enseguida, pero tambin es evidente que estaba pronto, maduro, para

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    ese amor, hacia el cual me conduca todo desde la infancia: los relatos de rsula; lasconversaciones que haba mantenido con Simn y sobre las cuales la sombra del amorplaneaba de repente, un segundo, como la sombra veloz de un pjaro; y en especialcierta intuitiva adivinacin que, cuando nombraban a Berenice en el colegio, antes de queyo la conociera, me conmova por la sola virtud de ese nombre raro y eufnico que eracomo el eco de la singularidad de su padre y de la belleza de su madre.

    Simn se asom a su ventana, y yo, rebosante, feliz de comunicar mi hallazgo, lehice seas y le habl con letras mudas, guiando su atencin hacia el paje, hacia el juglarde largas piernas. Por fin me comprendio; lo busc entre los danzarines y luego volvisus ojos hacia m, como extraado, meneando la cabeza. Me ech a rer. Claro que mecreera loco; tena toda la razn del mundo para creerlo. Yo no haba cruzado ni siquierauna palabra con Berenice con Berenice con Berenice... la vea por primera vez... y yaestaba entusiasmado, radiante, y bailaba en mi habitacin al ritmo del vals de "Romeo yJulieta".

    Mi amigo se esfum y a poco partieron tambin los escolares. Ninguno alz lamirada hasta mi reja; ninguno me vio, aunque los chist quedamente para no alertar aTa Elisa, y el patio qued ms solo que nunca, reconquistado por el inmenso rumor delverano, de la refunfuante destilera, de los gorriones, de los grillos, de las cigarras. Pero

    yo no estaba solo. Tena conmigo, en mi cuarto, la imagen de Berenice, la imagen a laque no quera dejar huir detrs de la que me la haba confiado sin saberlo. Y me apliqua rescatarla, a pulirla, a atesorarla, iluminndola con las luces de mi memoria y de miinvencin. Qu a punto estaba yo para amar!, Qu rpido obedec a su orden! Todavaignoraba que me haba enamorado, porque antes no haba amado y porque la Vctoriadel amor sobre m fue avasalladora e inmediata y no me dej tiempo para recapacitar,para analizar lo que me suceda, y ya le perteneca, ya le perteneca a ese paje de lafiesta de Capuleto cuya manera de arquear los brazos y doblar la cabeza haba sidosuficiente para ponerme en la mitad del pecho algo nuevo, doloroso y dulce, que nohubiera cambiado por nada, por nada, ni por la gloria que ambicionaba To Baltasar, nipor la fortuna que ambicionaba Ta Gertrudis, ni por la paz domstica que ambicionabaTa Elisa, porque nada poda compararse con su maravillosa exaltacin.

    Por la tarde record que entre los libros que To Baltasar haba apartado para misprximas lecciones haba un ejemplar de las tragedias de Racine, y que entre ellasfiguraba una titulada "Berenice". La busqu y entr en su le