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NOTICIAS DE VALE Y DE XÓCHITL (SÓCHIL) AÑO DE NUESTRO SEÑOR 2013 XÓCHITL PROTOACCIDENTADA miércoles 2 de enero Íbamos camino de cenar en casa de Inés, la novia de Luis Lunardón, cuando la porcinetta, colgada de mi mano, me precave, Zi me arrolla una auto cuando yo zea gdhande y esté en la facultad pdhimaria y me ponen un yezo y ezo [nótese, plis, la aliteración perfecta] creo que miz amiguítaz lo van a qudehdeh fidmadh. XÓCHITL OMNIAMANTE jueves 3 Yo suelo reiterarle a mi personajito de Botero mis profusas declaraciones de amor, tipo, ¡Te quiero tanto pero tanto tanto que el amor no me cabe dentro del corazón! Pues bien, acabábamos de almorzar y entre bocado y bocado de su cup cake, y sin que mediara provocación alguna, la gliptodontuela comentó, A mí también el amodh no me cabe dentho del codhazón podhque loz amo a tódoz. CRÓNICAS HAGIOTHERESIÁNICAS Viernes 14 a miércoles 19 de diciembre JORNADA PIRMERA Viernes 14 Desde hace tiempo que mi brontosaurucha me inquiere, Papi, ¿cuándo vámoz a tenedh otdha avenudhita? Vale decir, en qué momento nos mandamos los dos en solitario a la mierda, a pasar la noche en un hotel, comer en un restorán y evadir las molestias de femeninas reconvenciones, regaños, reprimendas, reclamos, quejas y emplazamientos. Pues hete aquí que el curso de Vale se iba de periplo de graduación a Córdoba, y la madre

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NOTICIAS DE VALE Y DE XÓCHITL (SÓCHIL)AÑO DE NUESTRO SEÑOR 2013

XÓCHITL PROTOACCIDENTADA

miércoles 2 de enero

Íbamos camino de cenar en casa de Inés, la novia de Luis Lunardón, cuando la porcinetta, colgada de mi mano, me precave, Zi me arrolla una auto cuando yo zea gdhande y esté en la facultad pdhimaria y me ponen un yezo y ezo [nótese, plis, la aliteración perfecta] creo que miz amiguítaz lo van a qudehdeh fidmadh.

XÓCHITL OMNIAMANTE

jueves 3

Yo suelo reiterarle a mi personajito de Botero mis profusas declaraciones de amor, tipo, ¡Te quiero tanto pero tanto tanto que el amor no me cabe dentro del corazón! Pues bien, acabábamos de almorzar y entre bocado y bocado de su cup cake, y sin que mediara provocación alguna, la gliptodontuela comentó, A mí también el amodh no me cabe dentho del codhazón podhque loz amo a tódoz.

CRÓNICAS HAGIOTHERESIÁNICAS

Viernes 14 a miércoles 19 de diciembre

JORNADA PIRMERA

Viernes 14

Desde hace tiempo que mi brontosaurucha me inquiere, Papi, ¿cuándo vámoz a tenedh otdha avenudhita? Vale decir, en qué momento nos mandamos los dos en solitario a la mierda, a pasar la noche en un hotel, comer en un restorán y evadir las molestias de femeninas reconvenciones, regaños, reprimendas, reclamos, quejas y emplazamientos. Pues hete aquí que el curso de Vale se iba de periplo de graduación a Córdoba, y la madre que debía acompañarlos se bajó a último momento, con lo que quedé de acompañanta la Chapu, de modo que la porcinetta y yo quedamos mostrencos, a raíz de lo cual se me ocurrió llevármela al mar, pero lo más cerquita posible por eso de que no se hastíe demasiado durante el viaje ni me hinche excesivamente las bolas con su, ¿Falta mucho? Fue así como reservé habitación en la Hostería Santa Teresita, en ídem, muy mona en las fotos (en el estilo de su inmediata predecesora, la Hostería Mar de Ajó, en ídem, aunque, como veremos, ¡a evitar!

Las maletas (una inmensa con ropa como para tres meses y otra más reducida con los menesteres del viaje), más el instrumental para los castillos de arena, la sombrilla y la sillas plegadizas fueron cargadas de estricto contrabando durante la noche, porque, si bien la tiranosauriña sabía que se le estaba por deparar una “zodhpdheza”, nadie le reveló su índole hasta el último momento, que fue, literalmente, el último. Esa mañana Vale y la Chapu se piantaron como a las cinco de la madrugada. Como Ely ya no venía, y como no tenía con quien dejar a la jabaliciña, hubieron de arreglárselas por su cuenta. Les metí las valijas en un taxi y me volví al letto. Como a las ocho, desperté a la enana, la bañe, la peiné como pude (o sea, que no llegué a peinarla lo que se dice peinarla), la ayudé con la ropa que había dejado preparada la

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Chapu y partimos a la fiesta de “eghezados” del jardín, donde maestras y madres lloraron a moco tendido, y los párvulos cantaron, bailaron y, en general, no se dieron por enterados de que les estaba por cambiar la vida, que, como sabemos, es así.

Hacia las once –y no sin una nutrida recua de, ¿Ya llegámoz?, ¿Falta mucho?, ¿Eztámoz zedhca?, ¿Y ahodha cuánto falta? y demás variaciones sobre un tema original– ya encarábamos la autopista a La Plata. Por fortuna, fue un día gríseo y con amagues de llovizna, merced a lo cual no me calciné el brazo izquierdo, que era donde pegaba el sol. Almorzamos cerca de Dolores, nada menos que costillitas de cerdo –¡primera aventura gastronómica del viaje!–, cuyas costillitas propiamente dichas mi ballenatica se puso a mondar con sorprendente cuan grato entusiasmo. Camino de las 16:00 –tras otra retahíla de variaciones sobre el tema original– avistábamos por fin la mar océana. Un par de kilómetros al este desembocábamos en la costanera y doscientos metros al sur frente a la Hostería Santa Teresita, que, nos enteramos, estaba en pleno proceso de remozamiento, lo cual estaba muy bien, solo que tenía inhabilitada la escalera principal y llena de escombros la terraza que se veía como sucedáneo de la prometida vista al mar, lo cual lo estaba menos, y que el inodoro perdía agua por debajo y por la taza, de modo que tras un sentido adiós a la primera meada y cagada ya no pudimos separarnos de las ulteriores, y, por añadidura, que el baño se inundaba apenas abierta la ducha (sin bañera, como en los cuartos de fámulas), e, inmediatamente después, la habitación propiamente dicha. Llamo apremiado a la recepción –número 9 según el teléfono–, pero no hay respuesta. Seco como puedo con las toallas con las que debíamos secarnos como pudiéramos nosotros mismos, nos seco con las de playa, bajo con el ánimo encendido, hablo con el receptor, que se disculpa y promete ocuparse presto de la especie.

Tras lo cual, la triceratopsica quiere que vayamos a pasear por la playa –lo cual será ocasión de la primera de varias y edénicas pipas–, sobre la cual alguien ha dibujado toda una serie de arabescos genuinamente plásticos, de exquisita concepción y cuidada realización jamás sabremos cómo, porque parecían hechas a posta con ruedas delgadas de moto o gruesas de bicicleta, solo que estaban separadas unas de otras, como si la moto o bicicleta estuviera adornada de la virtud del helicóptero (¡salud, insigne Leopoldo Marechal, en homenaje al cual tenía yo reservado el nombre para el embrión inopinado, solo que luego resultó sexualmente improcedente!). Tras una amena conversación con un pescador, a la porcinetta se le despertó el arquitecto: cogió (con perdón) una ramita y resolvió que, Voy a hazedh un camino, a lo que se aplicó con sorprendente esmero. Unos cincuenta sinuosos metros después (el camino era reacio a la recta) nos subimos al muelle y recordamos que ya habíamos estado en él el año pasado, cuando vinimos a Mar de Ajó, cosa que nos llenó de nostalgia, en seguimiento de la cual nos mandamos para allí, a cenar en El Molino, el inolvidable restorán atendido exclusivamente por mujeres del sexo femenino (vide, a estas alturas, las “Noticias de Vale y de Xóchitl, año de Nuestro Señor 2011”). Como era temprano, nos detuvimos en un parque desierto donde yacía como abandonado todo un surtido de juegos infantiles. De ahí a cenar (ñoquis al filetto y calamaretti a la lyonesa). De ahí a tomarse un helado. Y de ahí a apoliyar. Solo que no bien nos acomodamos sobre el colchón oyose un desgarrador grito de alarma, sorpresa y desazón…

INSUSTITUIBLE AUSENCIA DE JITO

¿Y JITO? ¡Nos habíamos olvidado! Ene del a: Jito es el coneídem de peluche que le regalé apenas nacida y que, desde entonces, funge de indispensable objeto virtual. Llanto – mimos – entonces zollipos – mimos – ahora sollozos – mimos. ¿Querés que te cuente un cuento? Torpe movimiento de aceptación empapado de lágrimas entre el cabello escandaloso (es que volví a no llegar a peinarla y, de paso, ¡salud nuevamente, egregio Leopoldo Marechal!).

EL CUENTO DE LA NIÑITA, SU PADRE Y SU CONEJO (DE ELLA)

“Había una vez una niñita muy pero muy buena y muy pero muy linda que tenía un conejito muy pero muy blanco al que llamaba “Jito”, porque todavía no sabía hablar y no podía decirle “conejito”. [¡Ji ji ji!, ¡eza edha yo!] Era un conejito de peluche que le había regalado el papá cuando volvió de su primer viaje a Europa después de que naciera (ella), y desde entonces la

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niñita durmió siempre con él, y si se acostaba y se lo había dejado en otro sitio reclamaba, ¡Jito!, y la mamá o el papá o su hermana, que se llamaba Valeria, se lo traían. Y ella se abrazaba al conejito y se quedaba dormidita. Pero un día el papá la llevó al mar, para que tuvieran una aventurita, como a ella le gustaba, y llegaron a un hotel, y se fueron a comer rico rico a Mar de Ajó, y cuando se fueron a dormir… ¡Jito no estaba! Se lo habían olvidado en Buenos Aires. ¿Qué hacer? La niñita se puso a llorar, porque estaba muy pero muy triste, y no había forma de volver a Buenos Aires y traer a Jito. Entonces al padre se le ocurrió que al día siguiente irían a comprar un Jito sustituto, y que esa noche, pero esa noche sola, la chiquita se contentara con un cuento. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado:”

*****

Y la manito como de juguete acarició la mejilla del papá, el cabello depuso sus tremores, los párpados fueron solidarizándose y segundos después toda la protesta se resolvía en los consabidos bufiditos de ardilla, al poco convertidos (a escala, claro) en estertores de bucanero borracho.

JORNADA SEGUNDA

Sábado 15

Que comenzó con lo mejor –lo único bueno, bah– del albergue por suerte transitorio: el desayuno. Excelentes medialunas y –surprise!– estupendo café. A las nueve y media estábamos en la playa. Que estaba literalmente desierta. Invadimos los armazones de unas carpas pertenecientes a un balneario que estaba cerrado a cal y canto y empezamos el ritual consabido. Primero que todo tocaba protegerla de la inclemencia de Febo multiplicada por el simpático orificio en la capa de ozono con plastas de un ungüento pringoso en el cuerpo y otro como de maquillaje de payaso en los pómulos y la nariz. Voy a dibujadh un caztillo… Ahodha lo vámoz a hacedh. Y papá entró a cavar un foso y a llenar baldes de tres tamaños y a sembrar torres y torreones hasta que sobrevino un primer tsunami e inundó todo, y luego dos o tres que terminaron por no dejar ni rastros de tan meritoria e ímproba labor. (Yo no recordaba que el mar creciera durante el día: en mi memoria, uno llegaba a la playa y veía la línea de detritos, a veces dentro mismo de las carpas del fondo, adonde había llegado la marea nocturna, pero la pleamar ya estaba avanzada y la espuma iría distanciándose hasta arrepentirse, ya a la tardecita. Esta vez, el agua continuó avanzando hasta las once, y solo entonces consintió cedernos quince o veinte metros de ribera). Inaugurando una rutina que se repetiría con obsesiva puntualidad, me fumé mi pipa matinal. Como a esa hora aparecieron los dueños del balneario, que me cobraron 120 mangos por día (después de Navidad se va a 240, me vaticinó el propietario). ¡Papi, quiedho idh a manejadh laz ólaz!, clamó oportunamente mi vástaga y no tuve otra que introducirme en el gélido Atlántico. ¡Eztá fdhía!, puntualizó mi cría, ¿Querés salir?, me ilusioné yo, ¡No, fdhía me guzta máz! Y nos sumergimos con la primera ola para entrar paradójicamente en calor y lo demás fue todo jolgorio y enrevesada coreografía: Esperábamos la ola maleva (una de cada tres o cuatro), cuando la veíamos alzarse exclamábamos, ¡Oh, oh!, y en el momento del impacto yo ponía a la chanchita de escudo para que la espuma le rompiese en la nuca y no tragara agua. Así como diez horas (o tal vez minutos, pero no creo). Toda azul, la sacaba entonces a secar al sol, entre protestas y promesas de que ahora volvemos.

Como Apolo arreciaba sin misericordia y, de ñapa, le molestaba el traje de baño empapado y cubierto de arena, la desvestí y le calcé mi remera, que le quedó como una enorme chilaba a rayas celestes y marrones que daba gloria y la coroné con la gorrita roja. Parecía un fantasma de colores, con los bracitos asomando apenas y los pies apenas visibles bajo el improvisado sudario. ¿Puedo idh a jugadh al agua?, ¡Sí, pero no te metas más allá de la espuma y ponete donde te pueda ver. Y se pasó horas, buena parte de ese día y de los siguientes, jugando son un palito y monologando con el mar, con aires de ballenato encallado, sin pedir ni esperar otra atención que la cíclica, ¡Quiedho ir a manejadh laz ólaz!

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Yo aprovechaba para devorarme las 760 páginas del imperdible “La Fede”, de Isidoro Gisbert, la historia de la Federación Juvenil Comunista, que, para este bolche irredento era como leer en el espejo, sobre todo a medida que los nombres dejaban de ser memoria de relatos paternos, para transformarse en rostros entrevistos desde la escueta estatura de un pibe de seis o diez años y, más tarde, en recuerdos propios: gente de la que me había olvidado, otra que nunca olvidaré, camaradas, amigos, la mayoría materia de una diáspora tan inevitable como lastimosa. ¡Qué pena que no hayamos podido seguir juntos, que el afán de justicia que nos convocó no haya podido retenernos! ¡Qué pena las deserciones y, sobre todo, qué pena tanta traición!

Y así llegó la hora de almorzar, en el restorán del balneario, mirando al mar, un tostado y una milanesa con papas fritas, con una 7up y una cerveza debidamente ártica.

La tarde fue simétrica de la mañana, pipa vespertina incluida. Largos monólogos frente al África invisible, periódicas incursiones a “manejadh laz ólaz” y, esta vez, un helado adquirido de uno de los incontables vendedores ambulantes.

A las 18:30, bermejos como camarones, estábamos mudándonos a la habitación vecina, cuyas instalaciones sanitarias habían sido –me aseveraron– prolijamente verificados. Quince minutos más tarde nos encontrábamos luchando nuevamente contra la inundación. El 9 seguía sin responder, de forma que mandé a Hardy a avisar a la recepción pero no le dieron pelota. Tras volver a no llegar a peinarla, nos fuimos en busca del sucedáneo de Jito y, de paso, a ver dónde servían corvina. En la primera juguetería tenían decenas de peluches: leones, jirafas, ardillas, perros, gatos… pero no conejos, salvo uno, que a la micromacrotatú no le gustó por enorme y a mí por carísimo. En la segunda, ni enorme ni caro. En la tercera na´ de na´… solo que, Déjeme ver, señor, que a lo mejor en el depósito. Minutos de un suspenso que ni Hitchcock, ¿Y la chica?, Fue a ver si encontraba un conejito, ¿Falta mucho?, No ya viene, ¿Dentdho de cuánto?, No sé, ¿Y va a tdhaedh un conejo?, ¡NO SËEEEEEE!, pero, por suerte, en eso reemergió la –dicho sea de paso, nada de despreciar– señorita con uno que eran DOS conejos, mamá y bebé. La gliptodontuela se abalanzó sobre ellos y los abrazó con tanta ternura que se me enturbió la mirada. Ya no los quiso soltar… y me costaron nada más que 45 mangos; ¡gracias, Deo!

Parece mentira, pero estábamos en pleno territorio y temporada de corvina y no había manducatorio que la sirviera. Por fin le vimos en el menú de La Estrella, donde entramos ufanos y expectantes. Solo que había que esperar como hora u hora y media. Mañana me avisa con tiempo y yo se la preparo, aconsejó la dueña, y nos conformamos con un chorizo con papas fritas y una merluza con ensalada.

Puco y Puquito (tales los nuevos nombres) no resultaron tan eficientes como Jito, porque como a las dos de la mattina su propietaria se despertó ya desvelada. ¿Querés que te cuente un cuento?, Zí.

CUENTO DE LA NIÑITA, DE CÓMO, CUÁNTO Y CUÁN A MENUDO CAGABA Y MEABA Y DEMÁS PERIPECIAS DE SU TIERNA INFANCIA

“Había una vez una niñita muy pero muy buena y muy pero muy linda que tenía pocos meses y lo único que sabía hacer era dormir, comer, llorar, cagar y mear [¡Ji ji ji!, ¡eza también edha yo!] y durante el día dormía a cada rato, pero a la noche no se quería dormir, y la mamá estaba tan cansada que le pedía al papá que la ayudara a dormirla. Y el papá entonces se la llevaba al living y se sentaba con ella en un sillón hamaca y le decía, ¡No rompa las pelooooooooootas!, ¡Duérmase caraaaaaaaaaaaaajo! [¡Ji ji ji!, ¡y yo no me dodhmía!, No, pero dejame seguir con el cuento], y cuando ya parecía que se había quedado dormida, pasaba un auto y ¡zas! se despertaba otra vez [¡Ji ji ji!]. Hasta que un día el padre tuvo una idea: se la llevó al cuarto de al lado, donde tenía su tren eléctrico, se acostó con ella en la cama y se puso a mirar televisión. La chiquita comenzó a dar vueltas y vueltas en la cama hasta que, en medio de una de esas vueltas, se quedó dormida y ya no jodió más. Otro día, el padre se la llevó a su escritorio, la acostó sobre la alfombra, la tapó con una frazada, le dio un par de juguetes y su biberón, le hizo oír música clásica y él se puso a trabajar. La chiquita habló sola un rato [¿Y qué dezía?, Nada, porque no sabía hablar, solamente hacía ruidos como si hablara], se tomó su bibi y se quedó dormida. Durante el día, el papá también se la llevaba al escritorio y le ponía

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otra vez música clásica. Ella tenía una sillita con juguetes y se divertía haciendo ruido y distrayendo al papá, hasta que lloraba porque se había meado. Entonces el papá la llevaba al baño y le sacaba el pañal ¡PUAJ! {¡Ji ji ji!], le limpiaba la cola, le ponía un pañal limpio y la volvía a sentar en el estudio hasta que la niñita se ponía a llorar ¡OTRA VEZ! Pero porque se había cagado y el papá le sacaba el pañal ¡PUAJ!, le limpiaba la cola, le ponía un pañal limpio y la volvía a sentar en el estudio hasta que la niñita se ponía a llorar ¡OTRA VEZ! porque se había meado y cagado y el papá le sacaba el pañal ¡PUAJ! Y así diez veces por hora. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado”.

-Cuéntamelo otdha vez, -No, ahora a dormir.

JORNADA TERCERA

Domingo 16

Que amaneció por suerte, pluvial, lo que nos permitió interrumpir la resolana e ir a San Clemente del Tuyú, veinte kilómetros al norte, a cumplir con una antigua promesa.

EL EXTRAORDINARIO PEREGRINAJE A MUNDO MARINO

Extraordinario indeed: La entrada es poco amable, pero vale realmente la pena. Empezamos con el show de delfines y orca. Sobre una enorme pantalla íbamos apareciendo a medida que penetrábamos en el anfiteatro y la porcinetta, claro, exultó. Luego la cámara fue paseándose entre la concurrencia y nos vimos un par de veces más. El espectáculo, simplemente estupendo. De ahí a los lobos marinos. ¡Oh formidable sorpresa! La cosa estaba organizada como un musical, con los propios entrenadores fungiendo de cantantes y actores: Róbinson Cruz, que se ha estrellado en una isla poblada únicamente por lobos marinos, comienza a evocar su vida de ejecutivo urbano; tenía dinero, acciones, era dueño de varias revistas, diarios y canales de televisión… Traen a escena un escritorio con teléfonos y computadoras: Sube el petróleo, ¡Vendan!, Baja la soja, ¡Compren! Hasta que comprende que esta vida es mucho más hermosa que aquella. En ese instante aterriza con su turiferario una vedette insoportable que quiere hacer un gran hotel y spa, derribar los árboles, rellenar la laguna, etc. Se encuentra con Róbinson y ambos se reconocen como viejo amor. Terminan quedándose a comer perdices (si las encuentran, claro). La música impecable, la letra ingeniosa, los diálogos perfectamente accesibles a la purretada. ¡De primera! Almorzamos (con precios exactamente el doble de los de los chiringuitos de la playa, que ya son más caros que los de tierra adentro) y al Arca de Noé. Nuevo musical, en el mismo estilo, solo que esta vez son animales terrestres: ñandúes, tucanes, gallinas, un borrico, dos llamas y hasta cabras… ¡AMAESTRADAS! Los habitantes de la isla ven llegar al Dr. Noé con su arca. Quiere salvar a todos los animales del calentamiento global. Otra maravilla. De ahí al Teatro Sorpresa. Vemos el final de un espectáculo e íntegramente el segundo: una obrilla (otro musical) de lo más ingeniosa y bien presentada. Se han hecho las 17:00 y van a cerrar. Prometo volver, ¿qué otra me queda?

*****

De regreso, tras ordenar la corvina en La Estrella, ya en la posada se nos vuelve a inundar, y mucho muy (la Chapu dixit) el baño, para contener lo cual hubo menester de las cuatro toallas del hotel. El 9 sigue sin contestar. Llamo al bar, Ah, es que ese ya no es el número, pero dígame. Sube el colombiano de la tarde a mirar. Yo envuelto en la toalla (ya tirando a mugrienta) playera, la chanchita en bolas en el baño, Lo vamos a cambiar a la habitación de al lado, traiga sus cosas, ¿Mojado? ¿Me hace el favor de traerme más toallas? Bajó y al rato regresó… con una. Yo a las reputeadas, llevando los calzoncillos casi de a uno con una mano inutilizada por sostenerme la toalla. Cuando concluyó la ordalía bajé y exigí hablar con el dueño. Lo cagué cordialmente a pedos. Me invitó a cenar y le dije que tenía planes. Lo cual era cierto, porque nos tocaba la Corvina. De camino por la playa, nos amigamos con Marcela

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Wonder y su amiga, que nos detienen para comentar que la porcinetta canta muy bien. Marcela es cantante profesional y está por salir de gira a España e Israel. Se pone a cantar a dúo con mi, ahora resulta que soprano, vástaga. Es una delicia. Marcela tiene una voz pastosa con un vibrato perfecto para el jazz. Tras unos quince o veinte minutos prevalece el llamado de la infantil vejiga y nos separamos. Pis en una heladería aledaña, tras lo cual la paquidermilla entrevé nuevamente a Marcela con su amiga y corre hacia ellas, ¡Hola, zoy Zóchil! Y vuelve a dar un concierto a dúo, esta vez también para la abuela y el padre de Marcela. Camino a La Estrella, pasamos por la Tasca gallega, donde advierto que sirven… ¡guiso de lentejas! Prometido para mañana. La corvina exquisita y como para dos familias, lo cual me hizo arrepentir de las rabas inaugurales, excepto que mi cocomensala aceptó probarlas, ¿Zon dhodájaz de medhluza?, pesquisó, ¡Exactamente! Luego le dije lo que eran. Retornamos a pie. La hipopótama tendría que estar exhausta, pero no, le queda cuerda para, ¡Otdho cuento máz!

CUENTO DE LA NIÑITA QUE SE QUEDÓ SIN PAPÁ PERO ENCONTRÓ OTRO

“Una niñita no tenía papá porque su mamá se había separado [No, cuéntamelo desde el pdhinzipio, ¡Pero si este es el principio!, No, el pdhinzipio ez “Había una vez”]. Había una vez una niñita que no tenía papá porque su mamá se había separado. Bueno, sí tenía, pero lo veía muy poco, así que casi ni contaba. Un día, la mamá conoció a un señor que era profesor. El señor se enamoró de ella y le pidió que se casara con él y ella dijo que sí [¡Eza edha mamá y la niñita edha Vale!]. Entonces la mamá y la niñita, que vivían en Monterrey, se fueron a la casa del señor en Viena [El señor édhaz tú]. Y la niñita, que no se acordaba de haber visto nunca a su mamá y a su papá juntos, porque cuando ellos se separaron era muy pero muy chiquita, se alegró mucho y le dijo a la mamá, Ya tenemos papá otra vez. Y colorín colorado este cuento se ha acabado”.

JORNADA CUARTA

Lunes 17

Por fin una noche comme il faut. En la playa, tras un par de horas de “manejadh ólaz” y de soliloquio frente al líquido elemento, nos fuimos a almorzar, ocasión con motivo de la cual la cachalota se puso a cantar aproximadamente en inglés, cosa que dejó atónito al joven propietario, que convocó a la joven –y, para qué negarlo– magnífica camarera, que quedó igualmente pasmada, cosa que, en otras circunstancias civiles –y, para qué decir una cosa por otra, etarias–, yo habría aprovechado como cuña para iniciar un intento de levante, pedimos rabas para los dos.

No acabábamos de volver a la carpa que pasó un vendedor de helados, Como me tomó por sorpresa, para cuando encontré la guita había desaparecido, Bueno, te compro cuando pase otro, ¿Y cuándo paza?, No sé, ¿Pero falta mucho?, ¡NO SÉEEE!, ¡AHÍ EZTÁ! ¡AHÍ EZTÁ! Es que el quídam se había metido entre las carpas como a treinta metros de donde estábamos. ¡Andá a decirle que espere, que yo ya vengo con la plata! Y la otra salió disparada, con mi remera ondeando como bandera en la batalla en tanto yo regresaba a la carpa en busca del peculio. De lejos parecía que el heladero desconfiaba, porque la enana señalaba desesperada hacia mí hasta que el tipo comprendió que la transacción se haría, nomás, efectiva. La escena fue presenciada por la familia que había llegado a ocupar la carpa vecina: cuatro ancianos provectos y dos hermanitos, Camila y Alejandro, de nueve y ocho. Una de las señoras la invitó a jugar con los chicos, pero, inusitadamente, la cochonette se cohibió… diez segundos. Ocurrió que los abuelos no dejaban que sus nietos se adentraran en el mar solos, pero no les daba el vital cuero para acompañarlos, con lo que yo caí como Deus ex machina que le dicen. Bueno, me quedo con ustedes veinte olas y me voy, ¡No veinticinco!, Bueno, veintidós, pero esta no cuenta porque es una porquería. Y así solo contaron las machas. Entre una y otra, el trío provocaba a Neptuno cantando, ¡Que venga la siete!, ¡Que venga la ocho!, etc. Y en eso llegó la veintiuno, que nos revolcó por toda la costa Atlántica. Cuando, aliviado, vi emerger la cabellera de medusa por entre la espuma todavía brava (había sentido el tirón en la mano, hacia afuera y hacia abajo),

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indagué, ¿Tragaste agua?, Un poco, y dibujé un codhazón, ¿Cómo que dibujaste un corazón?, Zí, con el cuedhpo: la ola me hizo dar tántaz vuéltaz que me hizo dibujadh un codhazón; ¡fue la mejodh de tódaz!

Sali y los dejé jugando en el agua. La corriente se los llevaba al norte, de modo que les dije que se corrieran cincuenta metros hacia el lado opuesto, y que cuando pasaran frente a la carpa, volvieran a retroceder. Y así, cada diez o quince minutos me aproximaba al borde del continente y hacía un gesto marcial y perentorio, como el de San Martín apuntando a los Andes si estos le hubieran quedado a la derecha. Tras dos o tres incursiones a “manejadh ólaz”, cayó finalmente la tarde y hubimos de meter palitas, baldecitos, moldecitos, traje de baño empapado, toallas y libro en bolsa y a nuestro segundo hogar.

Tras el aseo esta vez normal, salvo en lo atinente al peinado, a comer a la Tasca Gallega. La enana probó el guiso de lentejas y le pareció “exquizito”, lo cual no fue óbice para que reclamara luego, Othdo cuento máz.

CUENTO DE LA NIÑITA QUE UN DÍA NACIÓ

“Había una vez un señor que tenía mucho miedo de tener hijos, pero un día su señora quedó embarazada. El señor se moría del susto [¡Ji ji ji!] y todos los días le miraba la panza a la señora a ver cómo crecía. Cuando vio que sí, que la señora iba a tener un bebé, las llevó a ella y a su otra hijita a un concierto para que el bebé oyera música clásica por el ombligo de la mamá [¿Cómo por el ombligo?, Y sí, porque el bebé estaba encerrado en la panza de la mamá y el único agujero que tenía para oír era el ombligo. ¡Ji ji ji!]. Un día, la mamá le dijo al señor que había que ir al hospital. Ahí la metieron en una sala, sobre una camilla y de pronto ¡POP! Apareció una cabecita colorada colorada colorada [¡Ji ji ji!], tan colorada que cuando pusieron el bebé, que era una bebé [¡Ya zé: era yo! ¡Ji ji ji!], en la camilla blanca, era tan pero tan colorada que el señor preguntó si no tenían el mismo modelo en otro tono [¡Ji ji ji!] y colorín colorado, este cuento se ha acabado”.

JORNADA QUINTA

Martes 18

Me había dejado la pipa en el coche, de modo que, de camino a la playa, la fui a buscar. Como tenía todos los tentáculos ocupados con la parafernalia para castillos y las toallas, me metí la llave en el bolsillo del pantalón de baño, crucé la costanera y me instalé por última vez en nuestra carpa. El día estaba piadosamente nublado, pero la rutina no varió: castillo, esta vez inmenso, con ayuda de Camila y Alejandro, manejamiento de “ólaz”, pipa y lectura… Solo que almorcé ídem, porque a la paquidermiña le ofrecieron un pancho casi tan gigantesco como ella misma. Por la tarde, invité a la purretada a tomar un helado, operación que requirió cierto tiempo en vista de la hesitación del trío dinámico, que, cada vez que uno elegía algo, otro decía yo quiero esto otro, entonces el primero se arrepentía, etc. Camino de las 18:00, partieron Camila, Alejandro y los abuelos y nos tocó levantar campamento también a nosotros. Y ahí la enana se puso a llorar, ¿Estás triste?, Zí, porque es mi último día de playa, Bueno, pero ya vamos a volver, y vamos a venir con mamá y Vale… Ahora vamos a bañarnos y después a comer un rico guiso de lentejas y después un helado. Fue una marcha como la de Antonio Zeta por Conejo (dice el corrido: En el pueblo de Conejo / por una calle muy quieta / vuelve triste y derrotado / el valiente Antonio Zeta / La cucaracha, la cucaracha, y todo el mundo conoce el resto). Fue a poco de regresar que comprendí que había perdido las llaves de la Ford Eco Sport en medio el Atlántico. Por suerte, conseguí un tipo que, al cabo de casi una hora y 150 mangos, pudo abrir la puerta. Como yo tengo suerte para las desgracias, tenía, dentro de la cabina, un juego de repuesto,

Preparación final del equipaje, postrer baño, última cena en la Tasca Gallega (menos mal que me pedí un matambre precautorio, porque la porcinetta se morfó largamente su mitad del plato). Yo estoy muy contento y orgulloso de usté y su hermana, ¿sabe?. Zí, podhque noz divertímoz mucho, Por eso estoy contento, pero ¿por qué estoy orgulloso?, ¿…?, Porque las dos

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son muy buenas e inteligentes y se portan muy bien, Zí, pedho Vale ze equivoca en matemáticaz, ¡Ay, mi chiquita; cómo te voy a extrañar cuando crezcas!, me sinceré imprudentemente. La cabellera se esparció sobre mis muslos, y apretando la naricita contra mi pantalón, oí que me decía entre sollozos, ¡Yo también voy a extrañar!

Esta noche el sueño no contemporizó con la pericia narrativa del padre y los bufiditos inmediatos pronto degeneraron en estertores de bucanero borracho (eso sí, a escala),

JORNADA SEXTA

Miércoles 19

Doppo la prima colazione, y con los 400 mangos restituidos no sin cierto forcejeo por el propietario de la venta, a Mundo Marino. Safari entre los animales de la sabana africana, jardín de los flamencos, otra vez el musical de los lobos, otra vez el teatro sorpresa y en marcha pa` la Capital. Almorzamos en un asador a pocos kilómetros de Dolores (¡mollejas!), decorado con fotos de folcloristas ignotos y láminas del formidable Molina Campos. De postre, me mandé unas naranjas en almíbar con queso que eran una bendición del Olimpo. Sucede que las hacía la dueña del almacén contiguo, sacado, dijérase, de una de las láminas. Me compré el único frasco que quedaba, otro de higos y un queso, y en marcha pa` la Capital. Por suerte, la micromacrotatú se quedó profundamente dormida y no fue consciente del

FUNESTO (PARA ÉL, PARA QUIEN ESTO TECLEA Y, SOBRE –O MÁS BIEN BAJO– TODO, PARA LA FORD ECO SPORT DEL MISMO (QUE TECLEA ESTO) ENCONTRONAZO CON UN CAN

Fue como a 60 kilómetros antes de llegar: circulaba (bueno, en rigor, me deslizaba en línea recta) a los 120 km reglamentarios cuando se me cruzó lo que llegó a parecerme un ovejero de respetables proporciones, que me miró como diciendo, ¿Adónde vas, boludo? para desaparecer con no poco estruendo por debajo de mis narices, llevándose como gesto final de su venganza, la mayor parte de las varillas del embrague, de modo que me quedé con no más tercera y cuarta, o sea, que sin primera, sin segunda, sin quinta y, según corroboré al entrar en una estación de servicio a ver si podían hacer algo, sin marcha atrás. Y en cuarta llegué a la salida de la 9 de Julio, donde me topé de bruces con la flota de ómnibus de las huestes del compañero Moyano, entre los cuales hube de avanzar en tercera hasta que por fin pude virar hacia San José y arribar como a las siete finalmente a casa, donde, por milagro, pude estacionar de trompa en la esquina (mi suerte para las desgracias) y llamar al Automóvil Club, que se llevó la Eco Sport sinmigo, toda vez que está prohibido que se encaramen al remolque menores de diez años y yo no tenía con quien dejar a mi compañera de ruta.

AGASAJO DE EGHDEZÁDOZ Y EMOTIVO REENCUENTRO CON LA CHAPU, VALE, SUS DOS VALIJAS, SUS TRES BOLSOS Y SU MOCHILA DE AMBAS

Ely había dejado la ropa de gala preparada sobre la cama. Bañe a la jabaliciña, volví nuevamente a no llegar a peinarla y salimos camino de La Payuca, Arenales al 3400, es decir, a 20 cuadras exactas de casa. Conseguir taxi nos tomó casi media hora. Y llegar, 45 minutos, tal el tránsito endemoniado que no vaticiné, ¿Cuántaz vedhédaz faltan?, indagaba cada veinte metros –vale decir, cada cinco minutos– la flamante “eghezada” del Jardín de Infantes “Manantiales”, hasta que por fin, tras haber probado suerte –es un decir– por Berutti, nos bajamos en Coronel Díaz y caminamos las dos “vedhédhaz” restantes. Gran fiesta gran, con todas las mamases, incluido quien esto teclea, y todos los infantes. A todo esto, comenzó la lluvia de partes de la Chapu, que me iba informando minuciosamente, kilómetro a kilómetro, del progreso del autobús en que retornaba de Córdoba la otra cáfila de egresados. Como a las once, hicieron por fin su esperada irrupción madre, hija y montaña de bártulos. Doppodichè retornamos nuevamente familia a casa.

Tal la aventura en estas páginas consignada. Fine laus Deo; ite pamplinas sunt!

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HASTA SIEMPRE, EMBRUJADOS CAMARADAS

Viernes 11 de enero de 2013

La cosa fue menos espectacular que lo que esperaba y habría deseado. A las 18:00 de la tarde me metía en el subte D con la porcinetta camino de Catedral y ahí combinamos con la línea A para recorrer los escasos trescientos metros hasta Plaza de Mayo. La ocasión era, para mí, funérea: íbamos –solo que el Botero ambulante sin saber– a despedirnos de los venerables vagones de La Brugeoise, los nobles, si vetustos y zangoloteantes, “belgas” que en doce meses cumplirían un siglo exacto e ininterrumpido de sesear entre Plaza y Primera Junta, los vagones en servicio activo más antiguos del mundo. Madera y tulipas como ya no hay, de lo poco que tiene ha durado casi exactamente lo que el siglo pasado (¡anteriores y posteriores a la propia Unión Soviética!), dinamitados por un joven que luego fue ministro de la democracia rediviva, Roque Carranza (¿alguno que lo ubique en un nicho de la teoría de los dos demonios? ¿O los atentados de entonces no cuentan? ¿Aunque fueran en un medio de transporte público, como en Israel, solo que no por un suicida sino por alguien que puso la bomba y escondió la mano?). ¡Si habrán visto cosas estas diligencias como lombrices! En este subte concurrió a asumir su cargo don Celestino Rodrigo, el Cavallo de Isabelita, fautor del “Rodrigazo” (¿recordates, gerontes?). Amarcord que el New York Times consignaba el hecho de esta forma: “El nuevo Ministro de Economía argentino fue a asumir su puesto en subte, y esa fue su última medida popular”. Amarcord que mi abuelo materno, que fue el que me abrió las puertas al mundo maravilloso de los trenes, me llevó un día a recorrer la red. Yo conocía solo la línea C, con su asombrosa catenaria (es que el Mitre tenía tercer riel), como en Europa. Y ahí descubrí que los coches de la C también se alimentaban por tercer riel, lo cual fue una decepción, pero que permitían pasar de vagón a vagón, lo cual fue, hasta cierto punto, un consuelo. Pero la gran sorpresa gran fueron las lombrices como diligencias de la A: ¡las puertas tenía que abrirlas uno! Y, por añadidura, uno asomaba la cabeza todo lo que abuelo permitía y podía ver, a derecha e izquierda, las estaciones siguientes o previas; a veces hasta dos en un solo sentido. Y eso no era todo: ¡se podían ver a la vez el tren que se alejaba y el que se aproximaba por la misma vía! Y además estaba la rampa que llevaba de las entrañas de la estación Primera Junta a la luz enceguecedora de la realidad. ¡Cuántas maravillas para una testa atiborrada de maravillas!

Nos bajamos, decía, en Plaza de Mayo, entre una reducida multitud armada de toda suerte de cámaras fotográficas y filmadoras. Yo eché una última mirada a estos viejos amigos de, literalmente, toda la vida. Los miré con la pena y la gratitud del gaucho que acaricia el cuello del pingo que agoniza. Miralos bien, hijita; porque sos chiquita y no te vas a acordar de que llegaste a viajar en ellos, Zí que me acuerdo, papi: yo iba adhodillada en el asiento de adelante y el viento me daba en la cadha y me hazía cosquillas, Sí, hijita, te acordás ahora, pero cuando seas grande vas a tener tantos otros recuerdos que esto lo vas a olvidar, por eso nos sacamos estas fotos.

Un señor nos tomó a los dos, luego nosotros a él y a un matrimonio mayor, él gallego de España y ella se conoce que argentina pero que ha pasado años en Iberia.

¿Se le ocurrirá a alguien conservar una o dos formaciones y hacerlas andar los fines de semana como atracción turística? En todo caso, podrían hacer como en Viena, que el viaje en el tranvía antiguo cuesta un poco más: con cobrar, digamos, cinco mangos al subir seguramente alcanzaría para mantenerlas. Si ya son una gran atracción

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turística, con el tiempo no podrán menos que hacerse más populares (claro que, si el compañero Macri se sale con la suya, pronto costará cinco mangos pasar el molinete).

Y pensar que el troglodita literalmente mefistofélico de Rodríguez Larreta se ufana de que podrían servir para un asado.

Ya no me arranquen más de la realidad el Buenos Aires que llevo incrustado en la memoria. ¡Paren, che!

XÓCHITL MELPÓMENE

Sábado 12 de enero

“Melpómene, la musa de la tragedia viene” principia el poema epónimo de uno de nuestros poetas más justamente olvidados: Arturo Capdevila.

De un tiempo a esta parte, a Xóchitl se le ha dado por que le cuente un cuento antes de dormir. Las últimas veces me arreglé leyéndole la versión para niños del Oliver Twist que le había comprado hace tiempo. En realidad, fue ella la que lo pidió con todas las letras, ¿Y el libdho que me comprazte eza vez no me lo vaz a leedh nunca? La cosa siguió en Santa Teresita (vide "Crónicas hagiotheresiánicas), donde hube de cumplir con mi función de rapsoda a fuer de contarle su propia vida. Esta noche me tocó otra vez, y como ya habíamos despachado el Dickens, no tuve más remedio que literarizarle otro capítulo de su agitada existencia. Opté por la biografía de Jito, su inseparable conejo de peluche. Empecé en la juguetería de Viena y concluí (como veremos, en rigor, creí concluir) con el encuentro entre el conejito de peluche sin niñita y la niñita sin conejito de peluche. ¿Y el dhezto?, ¿Qué resto?, El rezto de lo que pazó dezpuez; quiedho que me cuéntez todo el dhezto de todo lo que pazó dezpuez. Lo que sigue es lo que acabo de escribir como primero de los Cuentos para Xóchitl.

EL CONEJITO QUE SOÑABA EN EL ESTANTE

Había una vez un conejito de peluche que desde hacía mucho tiempo vivía en una juguetería de Viena. Era un conejito muy sencillo, todo blanco, con dos ojitos muy negros, una boca chiquita chiquita y una naricita que casi ni se veía. Hacía tanto tiempo que estaba sentado en el mismo estante en el mismo lugar que ni se acordaba de quién lo había hecho ni de cuándo lo habían llevado a la juguetería. Y no solamente eso: el conejito tampoco sabía cómo se llamaba. En todo ese tiempo, se había hecho amigo de muchos otros peluches: había una jirafa grande y otra pequeña, y dos ositos iguales, y un hipopótamo inmenso, y varios perritos de diferentes razas y colores, y hasta un cocodrilo verde que ocupaba, él solito, casi la mitad del estante de arriba. Con el tiempo, claro, los amigos iban cambiando, porque un día alguien compraba un osito y entonces traían otro, o se compraban una jirafa y llegaba una nueva. Hasta vino una señora muy muy flaca con una hija muy muy gorda que lloró y lloró hasta que la mamá le compró el hipopótamo. Al conejito le causó gracia, porque no se sabía quién era más gordo, si el hipopótamo o su nueva dueña.

El hecho es que tarde o temprano aparecía un papá, o una mamá, o un abuelo, o una abuela, o un tío, o una tía, solos o con un niñito o una niñita, y, a veces, con dos y hasta tres, que hacían mucho ruido y pedían cada uno algo distinto, pero que siempre acababan llevándose a uno de los compañeros del conejito.

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Cuando llegaba un peluche nuevo, lo primero era preguntarle al conejito si hacía mucho que estaba ahí. Mucho, contestaba el conejito, ¿Y no te aburres?, No mucho, porque mis amigos son muy buenos y muy conversadores, Pero yo te veo un poco triste, le dijo un día un gato blanco y negro que acababa de llegar. Es que a mí me gustaría que me abrazaran, y ninguno de ustedes puede, porque no podemos mover ni las patas de atrás ni las de delante. Ni siquiera nos podemos mirar; yo a ti te puedo ver porque estoy medio de costado, pero no puedo ver al león que tengo a mi derecha, ni a los compañeritos que están en los estantes de arriba o de abajo; mi única esperanza es que me compre un niño –yo, en realidad, preferiría una niñita; una niñita de piel muy muy suave y con muchos rulos– que me lleve a su casa y me quiera tanto que me esté acariciando y abrazando todo el tiempo. Claro, yo no la voy a poder ni acariciar ni abrazar, pero, cuando me abrace, su corazón va a ser mi corazón, y ella va a sentir en su corazón que yo la quiero más que a nadie en el mundo y que soy su mejor amigo.

Ese era el sueño del conejito, que se pasaba las horas y los días sentado en el estante, conversando con otros peluches que siempre acababan yéndose para ser remplazados con otros. Solamente a él parecía no querer comprarlo nadie. ¿Será porque soy todo blanco y no tengo ropa de colores, o un barrilito como mi amigo el perro de San Bernardo que compraron el otro día, o un gorrito con un pompón como el mono que llegó ayer, o un gran moño rosa como el gato que trajeron la semana pasada? se preguntaba el conejito.

Y así siguió pasando el tiempo hasta que un día...

*****

Un día entró en la juguetería un señor de barba muy muy blanca que llevaba una pipa apagada entre los labios. (Claro, en la juguetería no se podía fumar, por eso el señor seguramente había apagado la pipa antes de entrar). Pero, aunque estaba apagada y ya no salía humo, la pipa olía igual. Era un olor que el conejito nunca había olido (es que, como sabemos, los olores no se oyen ni se ven ni se tocan: se huelen). Bueno, la cosa es que al conejito le gustó mucho el olor de esa pipa apagada y se preguntó que, si apagada olía tan bien, cómo olería encendida. De todas maneras, se dijo, este señor seguramente no me va a comprar: A los señores de barba blanca que fuman pipa no deben gustarle mucho los conejitos blancos sin barrilito, sin gorrito y sin moño.

El señor miró primero una jirafa de cuello larguísimo, que se llamaba Florencia, la sacó, la estudió, la palpó para ver si la piel era suficientemente suave y el cuerpo a la vez suficientemente blando y suficientemente resistente (al señor le encantaban las palabras que terminaban en “ente”). Como no estaba convencido, tomó a Mbumbu, el tigre africano que tenía unos colmillos enormes pero que no servían para masticar nada porque eran de trapo y se doblaban. Mbumbu le pareció muy caro (claro, era un peluche importado de Tanzania, que queda muy lejos, donde comienza la parte de abajo del globo terráqueo, de donde uno no sabe cómo no se caen todos los animales, toda la gente y todos los platos). El elefante con su manta carmesí con flecos dorados le pareció demasiado colorinche. El pingüino Frigerio le resultó demasiado grande. Y ya se iba a ir cuando advirtió entre todos esos peluches más grandes y más coloridos al conejito blanco. ¿Y este conejito cuánto vale? Preguntó el señor mientras la acariciaba las orejas y la pancita (al conejito le dieron un poco de cosquillas, pero como no se podía mover y, si hubiera podido, igual se habría quedado quietito quietito a ver si todavía el señor se arrepentía y no lo compraba, el señor ni se dio cuenta). Me lo llevo, dijo el señor, y se lo dio a la vendedora, que era una señorita muy pero muy linda pero que tenía un grano muy pero muy feo en la nariz.

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El conejito sintió que lo tomaban de la espalda, lo daban muchas vueltas y lo metían en una bolsa de papel, donde se quedó un poco boca abajo, pero como no se podía mover ni hablar, no dijo nada. ¿Pero cómo que no podía hablar, si se la pasaba charlando con sus amiguitos peluches? Ah, es que los peluches, como los demás juguetes no hablan como las personas, haciendo ruido. Ellos hablan sin hablar, aunque parezca mentira, porque se oyen lo que piensan, casi como las personas que se quieren mucho.

La cuestión es que el conejito sintió que lo subían a un tranvía. Y después que lo bajaban. Y que lo llevaban por una calle por la que pasaban muchos autos. Y que lo metían en un departamento muy pero muy silencioso. ¡Ya está!, pensó: Ahora el señor va a llamar a un niñito y le va a decir, ¡Mira lo que te he comprado! y el niñito se va a poner muy pero muy contento y se va a reír y, por fin… ¡Me va a abrazar! ¡HURRAAAAAAAA!

Pero… *****

Pero no. El conejito sintió que el señor lo sacaba de la bolsa y vio que lo ponía en un estante (¡un estante casi igual al de la juguetería!), solo que no había más peluches con quien conversar sin hablar. No. Todo lo que había en el estante era un montón de cajas con locomotoras y vagones de juguete, pero ni un solo peluche, que digo ni un solo peluche, ni un solo juguete juguete, porque las locomotoras y los vagoncitos eran de mentira, pero no realmente de juguete, porque era evidente que el señor se los había comprado para él, no para un niñito.

Desde donde estaba, el conejito podía ver casi toda la habitación. No era muy grande. Y parece que el señor vivía solamente en ella, porque ahí dormía, y ahí cocinaba, y ahí comía, y ahí veía televisión, y ahí se pasaba horas frente a una computadora. El señor, además, vivía solo. Y para peor, no recibía visitas. Él sí salía a la mañana y volvía a la tarde, y a veces salía de noche, pero nunca venía nadie. ¿Pero para qué me habrá comprado este señor?, se preguntaba el conejito totalmente desconcertado. Lo único que realmente le gustaba de su nuevo dueño era el olor de la pipa. Porque todos los días, después de cenar, el señor abría una latita de tabaco que estaba justo al lado del conejito y que olía que era una delicia, y llenaba pacientemente la pipa, y la encendía, y se ponía a fumar. Y entonces, poco a poco, al conejito le iba llegando ese humito calentito con ese olor tan pero tan rico. Y así pasaron varios días. Hasta que…

Una mañana, el señor trajo dos valijas, una enorme amarilla y otra más pequeña, negra. Y las abrió en medio de la habitación. Y empezó a poner montones de cosas. El conejito miraba todo con gran curiosidad, solo el señor no podía darse cuenta porque no se podía mover (no se podía mover él, el conejito, porque el señor sí que podía, si no, cómo habría hecho para llenar la valija ¿no?). Y hete aquí que, de pronto, el señor tomó al conejito, lo miró con una gran sonrisa, tan grande que la pipa no se le cayó de la boca por milagro, le acarició la cabeza y la pancita, le tiró suavemente de las orejas y lo puso en la valija.

Cuando la cerró, el conejito se quedó a oscuras, un poco incómodo, porque en la pompi izquierda se le clavaba la caja de una locomotora, y un poco asqueado, porque sobre la nariz le había quedado un calzoncillo sucio.

¿Y ahora qué?, volvió a interrogarse el conejito. Al poco tiempo sintió que la valija se ponía como de pié, con lo que se le acomodó mejor la pompi, pero el calzoncillo, en cambio, le tapó toda la nariz. Luego sintió que la valija caminaba como si tuviera ruedas. Después alguien la levantó en vilo y la puso horizontal, pero al revés,

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de modo que el calzoncillo se corrió un poco, pero la caja de la locomotora se le clavó otra vez.

Y así dos o tres veces más, hasta que, para su enorme sorpresa, el conejito tuvo la sensación de que…

*****

¡Estaba volando! Sí, tenía que estar volando, porque la valija se inclinaba muy suavemente para un lado, y enseguida para el otro. Así pasó mucho tiempo. Hasta que ¡PUM! El conejito sintió un sacudón que le metió el calzoncillo más sobre el ojo y la caja de la locomotora más dentro de la pompi. Después, alguien volvió a enderezar la valija, y a ponerla nuevamente horizontal, y a enderezarla de nuevo… y así varias veces hasta que la dejaron quietita quietita. El conejito, claro, no sabía dónde estaba, así que aguzó todo lo que pudo sus orejitas (sin moverlas, claro, porque, como sabemos, no podía) y creyó oír voces de mujer que decían, la que parecía la señora de la casa, ¡Hola, mi amor, qué guapo eztaz (parece que la que hablaba era “zezioza!); cómo te extrañé! Y otra, que sonaba a muchachita como de nueve o diez años, ¡Hola, papi, ¿cómo te fue? Y otra, mucho más aguda, que decía, ¡Papiiiiiiiiiiiii! ¿Qué me traízte?

Era evidente que se trataba de…

*****

Una niñita. Una niñita que todavía no había aprendido a conjugar el verbo “traer”, pero sin duda muy inteligente y muy tierna. Bueno, eso, al menos, esperaba el conejito.

Y entonces…

*****

Entonces la tapa de la valija se abrió. Y hacía tanto tiempo que el conejito estaba a oscuras y la luz era tan pero tan, ¿cómo decir?, luminosa, que el conejito quedó totalmente enceguecido. Lástima, porque se moría de curiosidad. Y lástima porque no pudo ver hasta cuando la pudo ver (claro, antes de poder, no pudo) a esa niñita de rulos castaños, ojos verdes o tal vez marrones o quizá grises, naricita tan ínfima como la suya (la suya del conejito, claro) y boquita que parecía dibujada de lo perfecta que era. No la pudo ver, es cierto. Pero sí pudo sentir dos bracitos como salchichas, casi tan suaves y blandos como él (él el conejito), que lo abrazaron tan pero tan fuerte que el conejito sintió que se le iba a salir todo el relleno por las orejas.

¿Y qué ez?, preguntó la niñita que no entendía gran cosa de zoología, que es la ciencia que se ocupa de los animales de verdad. Es un conejito, le explicó la mamá- ¡Jito! Exclamó la niñita que solamente prestaba atención a la segunda mitad de las palabras. Y desde entonces el conejito tuvo un nombre para él solo: Jito.

De por sí, eso de tener un nombre para uno solo debió haber sido suficiente alegría.

Pero hubo más…

*****

Por lo pronto, en el cuarto de la niñita y su hermana había como ciento mil cuarenta y quince peluches de todos los tamaños que enseguida se hicieron grandes amigos del conejito. Es una familia muy buena, le dijo el cerdito, aunque a veces la mamá regaña a

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las niñas porque nos dejan tirados en cualquier parte. O porque no se comen todo, agregó el borrico. O porque comen demasiado, terció el tucán tuerto. O porque no quieren dormir, intervino la cebra. O porque no se quieren levantar, agregó el pato. ¿Y el papá no las regaña nunca? Sí, explicó el panda, pero no le hacen caso.

El conejito se alegró muchísimo de verse rodeado de tantos y tan buenos nuevos amigos, pero sospechó que, como el acababa de llegar, iba a quedar último en la cola del amor. La cola del amor, pensaba, es la que tienen que hacer los juguetes para que el dueño los quiera: primero están los juguetes que llegan primero (lo cual no deja de tener cierta lógica), y después los que viene después, y por último, lo que llegan, bueno, últimos.

Pero…

*****

Pero para su tremenda sorpresa, la niñita ya no quiso desprenderse de él. Lo llevaba a todas partes. A veces, el papá (que, como habrán adivinado, era el señor de barba blanca que fumaba en pipa) la llevaba a la plaza, ella lo ponía cuidadosamente al sol si hacía frío o a la sombra si hacía calor y lo dejaba descansar un ratito de tantos apretujones y caricias. O lo ponía junto a ella sobre la mesa mientras comía (mientras comía ella, porque el conejito no podía moverse). Pero si no, siempre lo tenía abrazado. Sobre todo, lo tenía abrazado para dormir.

¿Y a los otros peluches y a las muñecas y a los demás juguetes no les daba ni un poquito de envidia que el conejo, apenas llegado en una valija con algo de olor a calzoncillo sucio y una marca de caja de locomotora en la pompi se hubiera convertido en el favorito de la niñita? Si hubieran sido personas, tal vez, porque algunas personas a veces son envidiosas… ¡Hasta los niños! Pero los juguetes no. Ellos saben que existen para que los niños sean felices, y solo se ponen tristes cuando ven tristes a los niños. Y como la niñita se veía más feliz que nunca, ellos también se sintieron muy felices y agradecieron y felicitaron al conejito por haber sido la causa de tanta nueva felicidad. Y el conejito vivió así él también totalmente feliz.

Hasta que un día…

*****

Un día el señor llevó a su hija mayor y a la niñita en una lancha a un hotel en una isla- Al conejito le pareció algo húmedo el ambiente, pero como estaba con su niñita no le importó. Pasaron así todo es día. Y luego la noche. Y a la mañana siguiente volvieron al muelle a esperar la lancha de regreso. ¡Ahí está lancha!, exclamó alborozada la niñita. Tan entusiasmada estaba que, sin querer, abrió demasiado sus bracitos como salchichas y ¡PLAF! el conejito cayó al agua… Y no a cualquier agua, como la bañera o un charquito, que va, cayó ¡AL RÍO!

¡JITOOOOOOO! gritó la niñita desesperada y se puso a llorar como solamente lloran las niñitas desesperadas a las que se les ha caído al río su peluche preferido. ¡PAPÁ, JITO SE CAYÓ AL AGUA! gritó la hermana de la niñita que tenía el pelo muy largo (la hermana) y se llamaba Valeria (también la hermana, porque el pelo no tiene nombre). ¿Y ahora?...

Poco a poco, la corriente se iba llevando al conejito río arriba. Menos mal que, aunque no sabía nadar (claro, para nadar, por lo pronto, hay que poder moverse, y el conejito, como sabemos, no podía), el conejito flotaba, pero sentía como el agua se le estaba metiendo por las costuras y mojándole todo el relleno. ¿Así que me tengo que

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despedir de la niñita y esperar que alguien me encuentre flotando en el río quién sabe dónde y, si tengo suerte, me adopten en otra casa? ¡Pero yo no quiero otra casa, ni otra niñita, por buena y tierna que sea, ni aunque sepa conjugar el verbo “traer” y preste atención a las dos mitades de las palabras! ¡SOCORRO! quiso gritar, pero, como se imaginarán, no pudo.

Entonces…

*****

Entonces la corriente lo hizo girar y quedó mirando hacia atrás. Y vio que el señor dejaba la pipa sobre el muelle y se arrojaba al agua. Por un momento vio desparecer la cabeza con su barba blanca (la barba blanca de la cabeza, no del conejito) y se asustó mucho, porque pensó que la niñita no solo se iba a quedar sin su peluche preferido sino, para colmo, sin su único padre. Pero, por suerte, la cabeza volvió a aparecer, con la barba toda mojada, y un par de minutos después (que al conejito le parecieron eternos) sintió que una mano le atrapaba una oreja y se lo llevaba haciendo la plancha de regreso al muelle.

¡JITOOOOOO! lo abrazó la niñita que se mojó toda la blusa. Y así, con el señor también empapado, regresaron a la casa.

¿Y ahora cómo me seco? se preguntaba el conejito sin saber la aventura que le esperaba.

Porque…

*****

Después de regañar a la niñita por haber dejado caer a Jito al río, y después de regañar al padre por haberse metido al agua sin recordar que tenía en los bolsillos del pantalón la cámara y la billetera y después de regañar a la hermana de la niñita para que la niñita y el señor no se sintieran discriminados, la mamá lo tomó suavemente de las orejas y lo metió dentro de una especie de tambor donde metió también la ropa de la niñita y la del señor y lo cerró. El conejito sintió que el tambor se llenaba de agua. ¡Así no me voy a secar nunca! pensó. Y en medio de esas reflexiones sintió que el tambor comenzaba a zarandearse para un lado primero, luego para el otro, como cuando volaba, pero mucho más seguido, más rápido… y más mojado.

Como a la hora, el tambor se detuvo. La mamá abrió la tapa, sacó al conejito que había quedado envuelto en el calzoncillo del señor, más empapado que si hubiera vivido toda su vida en el río.

Por suerte…

*****

La mamá lo puso con todo lo demás en otro tambor, que empezó a girar, y giraaar, y giraaaaaaaaaar y GIRAAAAAAAAAAAR, y aponerse caliente, y calieeeente, y calieeeeeeeeeente y ¡CALIEEEEEEEEEEENTEEEEEEEEEEE! Y, para su gran asombro, el conejito sintió cómo se le iba secando primero la piel y luego el relleno hasta que quedo seco sequito. Entonces el tambor se detuvo, la mamá volvió a abrir la puerta, lo tomó de las orejas, le sacó del ojo el calzoncillo del señor y se lo dio a la niñita. ¡Toma, y a ver zi de ahora en adelante lo cuídaz! le dijo. ¿Y tú de qué te ríez?, le preguntó al señor. Y el señor no le dijo nada, porque se estaba riendo de felicidad.

Entonces…

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*****

Entonces la mamá, que aunque no perdía oportunidad de entrenar su capacidad de regañamiento, quería a su familia con toda su alma, los abrazó a los dos... bueno, a los tres, porque la hermanita se coló también en el abrazo, y suspiró ¡Menos mal que todo terminó bien… y que yo no estaba ahí, porque zi no me moría del zuztoª

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado… ¿O hay más, Tomás?

INSOMNIO DEL SEÑOR DE BARBA BLANCAQUE FUMA PIPA

Domingo 13 de enero a las ocho de la madrugada

Me he ido a dormir, pero ha sido inútil. La cabeza me bulle con más y más cosas que contarle a mi hijita. Algunas no puedo recordarlas, y me da una pena y un bronca descomunales, porque recuerdo que tenía que hacer esfuerzos por no largarme a reír a carcajadas y despertar a la Chapu.

Total que me he venido al estudio a seguir tecleando pamplinas… como esta:

TODAS LAS BARBIES DEL MUNDO… ¡Y MÁS!

Había una vez una niñita a la que le encantaban las muñecas, sobre todo las Barbies. Le gustaban mucho mucho mucho mucho mucho mucho muuuuuuuuuuuuuucho y todavía más. Y como la mamá y el papá también la querían muuuuuuuuuuuuuuuuucho y tenían la suerte de poder hacerlo, le habían comprado muuuuuuuuuuuuchas Barbies. Muchas, pero no todas las que la niñita quería, porque cada vez que pasaban por una juguetería y la niñita pedía entrar para ver nada más, no para comprar, había más y más Barbies nuevas.

Papi -le dijo una vez la niñita a su padre, que era un señor de barba blanca que fumaba en pipa, pero solamente en la calle, porque la mamá (la mamá de la niñita, no la del papá, que había muerto antes de que la niñita naciera) no se lo permitía porque hacía mal a los pulmones y al corazón y llenaba la casa de olor a pipa (claro, ¿de qué otro olor iba a llenar la casa la pipa, sino de olor a pipa, no es cierto?)-; papi, ¿cómo puedo hacer para tener todas las Barbies del mundo?, Muy sencillo -le respondió el señor de barba que era su papá-: todo lo que tienes que hacer es soñar que las tienes. Esta noche me voy a sentar junto a ti hasta que te duermas para asegurarme de que sueñes con todas las Barbies del mundo, y no solo que sueñes con ellas, sin que sueñes que sean tuyas. ¿Y cómo vas a hacer?, preguntó, intrigada, la niñita. Ah, -replicó el padre, que tenía barba blanca y, cuando lo dejaban, fumaba su pipa-, eso es un secreto que no te puedo decir porque si te lo digo no funciona.

La niñita, como es lógico, se moría de curiosidad por conocer tan magnífico secreto, pero pensó que era mejor no saberlo y que funcionara a saberlo y que no funcionara, así que no preguntó nada más.

De modo que esa noche…

*****

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Esa noche, después de cenar unas riquísimas costillitas de cerdo, de esas que lo más sabroso es mordisquearles el hueso para arrancarle hasta el último trocito de carne, y después de un riquísimo durazno que se comió de postre, la niñita corrió a la cama. ¡Papi, ven rápido que quiero empezar a soñar!, le pidió al señor de barba blanca mientras se iba a toda velocidad por el corredor que llevaba a los dormitorios. Ya voy, replicó el papá, que todavía no terminaba de comerse su propio durazno. ¡Ya no, ahora! –insistió la niñita–, te puedes comer el durazno mientras caminas.

Y el señor de barba se levantó y caminó por el corredor hacia el dormitorio que la niñita compartía con su hermana mayor, que tenía el pelo negro y largo y un cuello de cisne y una nariz perfecta que el papá decía que era idéntica a Nefertiti, pero como la niñita no conocía a ninguna Nefertiti, nunca pudo saber si era cierto o no. La cosa es que cuando el padre de barba blanca entró en el cuarto, la niñita ya estaba bien pero bien acostada y cubierta con su manta, abrazada a su peluche favorito, un conejo blanco de ojos muy negros al que ella llamaba Jito. ¡Ya, papi, hazme soñar!, medió pidió medio ordenó medio rogó y medio exigió la niñita.

Entonces el señor de barba blanca se sentó como mejor pudo (porque era grande grande grande) al borde de la cama (que era chiquita chiquita chiquita), tomó la mano de la niñita y le dijo las palabras mágicas: Que vengan al sueño que no tenga dueño todas las muñecas aunque tengan pecas. ¿Y qué son pecas, papi?, Son unas manchitas como las que tiene tu amiguita Valentina en la cara, Pero yo no quiero que mis muñecas tengan pecas, Eso no importa, lo que importa es que rimen, explicó el padre. La niñita no entendió del todo, pero si el papá decía que las muñecas tenían que rimar y que para eso tenían que tener pecas, por algo sería. Total -aclaró el padre-, si después no quieres que tengan pecas, sueñas que no tienen pecas y listo. Pero ahora tienes que cerrar bien fuerte los ojitos, porque si no los cierras bien los sueños se te van escapar, Es que si los cierro entonces tampoco van a poder entrar, papi, No, porque los sueños no vienen de afuera, sino de adentro: los sueños viven en tu cabecita, lo que pasa es que de día están dormidos, y de noche, justo cuando tú te quedas dormidita, ellos se despiertan. Pero si abres los ojos, se escapan.

Entonces la niñita cerró los ojitos todo lo fuerte que pudo, y, de prono, cuando ya pensaba que no iba a poder aguantar más los párpados tan apretados…

*****

Apareció una Barbie de piernas larguísimas y cabello también larguísimo, vestida de princesa. ¡Vengan, chicas! -dijo la muñeca mirando para adentro de la cabeza de la niñita-; ¡vengan que ya se durmió! Y de pronto, la cabeza de la niñita se llenó de todas las Barbies del mundo e incluso más: había Barbies vestidas de princesa, y había Barbies vestidas de reina. Y vestidas de novia, y de sport, y en bikini. Y vestidas de Mujer Maravilla y de Draculaura. Y había Barbies rubias y morenas y pelirrojas. Y unas tenían perritos y otras gatitos. Y unas traían secadores de pelo y otras cepillos. Y algunas llegaban en hermosos coches convertibles todos rosados. Y otras a caballo blanco. Y otras en carroza. ¿Falta alguna?, preguntó la Barbie que había llegado primero. No, estamos todas, ¿Todas?, Sí, todas las Barbies del mundo… y más

La niñita no se lo podía creer: ¡Todas las Barbies del mundo! O sea, muchas pero muchísimas Barbies y aún más; todas suyas. Y lo mejor de todo era que, a diferencia de las Barbies que la niñita tenía cuando estaba despierta, estas hablaban y caminaban y movían los brazos. Porque cuando estaba despierta, para que sus Barbies hablaran o se movieran, la niñita tenía que imaginárselo. Pero acá no hacía falta imaginarse nada: la Barbies hablaban solas… ¡Y cómo hablaban! No dejaban de

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hablar ni un instante. ¡Vamos a jugar a la maestra!, sugirió una Barbie sirena. ¡Buenísimo!, respondieron las demás a coro. ¿Quién quiere ser maestra? ¡Yo!, dijo la niñita que se había metido en su propio sueño. ¡Buenos días, señorita!, dijeron entonces todas las Barbies del mundo y se sentaron detrás de sus pupitres.

Entonces bajó del cielo un pizarrón inmenso, que cambiaba de color cada vez que la niñita quería. ¡Vamos a estudiar las letras! -dijo la niñita-; a ver, esta es la “A”, esta es la “B” y esta es la “C”… Pero mejor, juguemos al hospital, ¡Buenísimo! -exclamaron entusiasmadas todas las Barbies del mundo-, ¿pero cuál de nosotras va a ser el médico? ¡Yo! -dijo la niñita-, y tú y tú y tú van a ser enfermeras, y tú vas a ser la mamá que está embarazada y tú vas a ser la hija mayor y tú vas a ser el papá, ¡Pero si soy mujer!, protestó la Barbie vestida de playa. ¡En mi sueño se hace lo que yo digo!, dijo la niñita, que era un poco mandona, pero no tanto como su hermana, que se la pasaba mandando a todos todo el tiempo menos a la mamá, que mandaba todavía más que ella. Y ahora vamos a jugar a la tienda: yo seré la vendedora. ¡Buenísimo!, se rieron todas las Barbies del mundo.

Y así fue pasando el sueño, hasta que, de pronto, la niñita comenzó a extrañar a la mamá. ¡Ahora quiero que venga mi mamá, así ella también juega conmigo y todas ustedes! Pero la mamá no apareció. ¡Mamá, ven a jugar conmigo; mira, tengo todas las Barbies del mundo! Pero la mamá siguió sin aparecer. ¡No te pongas triste!, le dijo una Barbie que tenía un perrito. No, si no me pongo triste, porque estoy muy feliz con todas ustedes, pero quisiera que también estuviese mi mamá, así mi felicidad sería completa,

Entonces las Barbies dijeron, Bueno, vamos a ver si encontramos a tu mamá. Y se dispersaron por la cabeza de la niñita. Pero no pudieron encontrarla.

Y en eso…

*****

En eso pasó algo rarísimo. El sueño comenzó a irse. ¿Adónde te vas, sueño?, preguntó desconcertada la niñita, Es que los sueños somos al revés: venimos cuando te quedas dormida y nos vamos cuando te despiertas. ¡Pero si yo no me estoy despertando! -protestó la niñita-: fíjate, si me están abrazando todas las Barbies del mundo… Porque la niñita había empezado a sentir, en efecto, que la abrazaban todas las Barbies del mundo y más, con sus cuerpitos tibios, buenos, generosos. Y entonces soñó que se quedaba dormida. Pero como los sueños son al revés, lo que pasó es que al soñar que se quedaba dormida…

*****

¡Se despertó! Se despertó, sí, pero todavía no quiso abrir los ojitos para seguir sintiendo el calor de los cuerpos de todas las Barbies del mundo. Cuál no sería su sorpresa cuando comprendió que el calor era real, que no solo que no se iba con el sueño, sino que era, en realidad, mucho más lindo que en el sueño. Y entonces decidió abrir por fin los ojitos. Bueno, los dos no: primero uno solo, y recién después el otro. Y ahí comprendió que el calor de todas las Barbies del mundo era el de su mamá, que se había venido a su cama y la tenía envuelta entre sus brazos. Y la niñita supo que ese calor era mucho mucho pero muuuuuuuuuuuucho más hermoso que el calor de todas las Barbies del mundo y más.

Mami -le dijo-, quise soñar contigo pero las Barbies no te pudieron encontrar por ninguna parte de mi sueño.

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Entonces, la hermana, la del cuello de cisne y el pelo renegrido que el papá de barba blanca decía que era idéntica a Nefertiti, que había oído lo que decía la niñita, le explicó: Es que anoche mamá estaba en mi sueño; si hubiera sabido que querías soñar con ella, yo habría soñado con otra cosa, ¿Con papi?, preguntó la niñita, Con papi no porque me hubiera llenado el sueño de olor a pipa.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado… ¿o hay más, Tomás?

IRREDUCTIBILIDAD DENTARIA DE XÓCHITL

Jueves 17

Esta mañana estábamos caminando camino del "zubte" para ir a almorzar a Belgrano con mi sobrino Gastón cuando, como prolegómeno al inminente ágape, la quelonita me dijo, Papi, voy a comedh con miz diéntez nuévoz, que zon incodhuptíblez, ¿Cómo "incorruptibles"?, Zí, que no ze pueden dhomped. Le cuento la historia a Gastón, que, cagándose de risa le dice, Pero tus dientes no son "incorruptibles", No, me equivoqué, quize dezir "indekzzz...tructíblez".

Esta mocosa se está adentrando en el castellano a pasos agigantados... ¡derribándolo todo a su paso!

VALERIA SEÑORITA

Es llegado el día tan ansiado y tan temido. Vale es señorita. Me lo contó la Chapu mientras yo tecleaba alguno de mis Cuentos para Xóchitl y me dijo que lo tradicional en este trance (al menos entre los aztecas) es regalar guita, ¿Cuánto?, No zé; únoz treziéntoz. Y corrí a sacar del cajoncito fuerte los tres billetes de tono tan oportuno y sentí que la chapeta del lagrimal me estaba jugando una mala pasada. Chapé los morlacos y entré en el cuarto de Vale, que estaba tendida en su cama, medio encogida, diciendo, Me dijo mamá que te diera trescientos pesos pero no tengo idea de por qué; porque la Navidad ya pasó y para tu cumpleaños todavía falta.

Poco después fui con la quelonia al Disco y, de vuelta, le compré un ramo de rosas, ¡Tomá, tus primeras flores de señorita! No sé cómo pudo contener el impulso feroz de ponerse de pie, abalanzarse sobre mí, estrecharme entre sus brazos, y proferir, entre hipos, ¡Gracias, mi papi adorado”, pero la cosa es que se contuvo. Es que mi hija mayor, a la hora de expresar sus sentimientos más profundos es ultrabritánica, ¿vio?.

Ahora a esperar que me haga abuelo… Después me va a encantar, pero primero ¡LA MATO!

NARRATORREA NOCTURNA DEL SEÑOR DE BARBA BLANCA AL QUE NO LO DEJABAN FUMAR EN PIPA

Viernes 18

Por cierto, llevo ya siete cuentos, todos ellos criaturas del insomnio. Me paso, literalmente, la noche tecleando, Cuando el sol ya se ha anunciado a clarinada limpia, me levanto a prepararme un café y ya empalmo con el día. A eso de las once, me tiro a dormir una hora y ni La Bella Durmiente tras el ósculo del príncipe. Supongo que tarde

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o temprano la biología y el sistema nervioso me pasaran la boleta, pero mientras tanto no parece que pueda –y desde luego que no quiero – detenerme.

Por las noches, antes de que las pedorras se vayan a dormir, nos acostamos los cuatro en nuestra cama y leo mi último opus, tras lo cual la porcinetta aplaude frenéticamente.

No voy a cargosear aquí con todas esas obras maestras de la literatura infantil: pueden consultarse en esta misma página bajo la rúbrica “Cuentos para Xóchitl”… aunque ganas no me faltan.

XÓCHITL GASTRORROMÁNTICA

Sábado 19

Almuerzo, 14:00

Acabamos de almorzar supremas de pollo la Chapu y Vale, milanesa de soja yo, y Xóchitl dos empanadas que había hecho su mamá el otro día y que se quiso comer (por suerte, porque, si no, mañana habría que tirarlas a la basura).

¡Te zaliedon dhiquízimaz, mami!, exclamó extasiada la porcinetta. Ez que laz hize con mucho amor, explicó su madre; a lo que la quelonia sentenció: El codhazón te da la dhezeta del amor.

Cena: 22:00

Vale acaba de debutar como repostera: Me acompañó al Disco, compró losingredientes (Nutella, unos muffins y demás gualichos), y de regreso se aplicó afanosamente, con ayuda de la Chapu y la jabaliciña, a fabricar unas como pelotas de tennis de chocolate que fungieron de postre hace unos minutos. Estaban francamente deliciosas. A tal punto, que la micromacrotatú, abriendo los ojos embelesados, exclamó, ¡Vale, estoy enamodhada de esto!

VALERIA EUPROBÓSCIDA Y XÓCHITL LAUDATORIA

Domingo 20

Acabamos de cenar. Desde la cabecera miro el privilegiado perfil de Vale y comento, Lo más hermoso que tiene Vale es esa nariz perfecta. Vale se contonea incómoda en su asiento y farfulla, Pero no me gusta que me lo digan, ¡Qué nariz de mierda!– me corrijo ipso pucho–; ¿cómo podés oler con esa nappia espantosa? Vale sonríe muy a pesar suyo, mientras la triceratopsa interpone, A mí lo que me guzta de Vale ez el pelo azul, zuz ójoz y zu boca porque da bézoz muy hermózoz.

Y yo, intrigado, pesquisé, ¿En serio? ¡A ver, contame, así me entero!

XÓCHITL LIBERTARIA

Lunes 21

Estábamos por cenar con la sobrinada, cuando aparece la tiranosauruela regina arrastrando al viento una capa confeccionada a base de una manta afanada vaya uno a

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saber cuándo, cómo y por quién (parafraseando al grande Nicolás Guillén, pero no fue este paisano, Jesús –¡por Jesús!–, que no fui yo), echa a correr alrededor de la mesa arrastrando al viento la capa y exclama, ¡Qué divertido ez zer libre!

NEGOCIACIONES CON VALE

Miércoles 23

Hacía 72 horas que le había pedido a Vale que pusiese en su sitio los shampuses y condicionadores y jabones (incluido un (1) shampoo mío). Inicialmente, la bolsa del Disco con los avíos de higiene había quedado (depositada por quien esto teclea) en el vestibulito al que dan los dormitorios. Cuarenta y ocho horas más tarde, y tras un recua de encarecimientos, emplazamientos y conminaciones, se había desplazado al baño de las purretas, entre el lavatorio y el bidé, ¡Pero carajo, hace tres días que te pedí que pusieras esas cosas en su lugar!, Es que estoy jugando con Xóchitl, ¿Desde hace tres días? ¡Ya mismo guardás todo!, ¿Y por qué tengo que guardar también lo tuyo?, Porque yo te pago la puta escuela!

Poco después, almorzando, y ya más dueño de mí (hasta donde la Chapu me permite), le propuse, Mirá, si no querés ocuparte de mis cosas, yo lo entiendo perfectamente. Pero entonces yo cocino para Mamá, Xóchitl y yo. Vos no me guardás el shampoo y yo no te doy de comer; yo guardo mi shampoo y vos te hacés tus propios fideítos, y santo remedio.

En efecto, santo remedio.

XÓCHITL ESTOICA

Para justipreciar el hecho de sangre que sigue, menester es rebobinar a la semana pasada: Xóchitl estaba jugando con (o sea, jodiendo a) “Manchítaz”, la coneja que la Chapu les adquirió a mis distantes espaldas en octubre, cuando yo, sin saber, andaba escalofriándome en Majdanek (vide “Crónicas polonecias”). La cosa es que, cuando regresé, me topé con el baño (más precisamente, la bañera, pero el efecto odoríparo era por demás totalizador) ocupado por nuestra flamante lepórida. Vale y Xóchitl se han venido desviviendo por el ovillo con orejas, la visitan, cuidan y alimentan…y la sacan de la jaula (“a por” la cual hube de desplazarme hasta Ramos Mejía) y se divierten acariciándola. La más entusiasta es, como no podía ser de otra manera, la porcinetta, que la porta por toda la casa y ha llegado a ponérmela en el pecho, para gran cagazo del animalito ´e Dios y vistosa telaraña de rasguños en mi tórax. Hete aquí que la semana pasada, el peluche animado dijo ¡basta! y le clavó a la quelonia los dos vistosos incisivos en pleno jamón derecho, dejándole un flor de recuerdo que sería la envida del propio drácula. La enana se la aguantó piola (calavera no chilla, según el dicho popular que traduzco para los extranjeros: aquel al que le gusta la joda, se aguanta lo que la joda pueda depararle). Otro infante la habría emprendido a los berridos sobre octava, pero la triceratopsiña se limitó a sollozar “podhque Manchítaz no me quiedhe”.

El tarascón se le puso apenas morado y nunca más le dolió ni volvió a molestar. Y a Manchitas de poco le valió el conato de escarmiento. Pero hace un par de días la veo con una curita abermejada, ¿Qué te pasó?, No, nada, que me zalió un poquito de zangdhe de donde me mordió Manchítaz, pero ya no me zale máz.

Y hoy estaba a punto de piantarme a ver a mi tordo para que me hiciera una revisación preventiva cuando la micromacrotatú, que estaba jugando “zolita” en el living, exclamó, ¡Yo quiedho idh contigo podhque te quiedho! (y, además, para qué

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decir una cosa por otra, porque estaba aburrida como una ostra). Corrió a ponerse sus zapatos y una pollera (“falda” que le dice la Chapu) y a cambiarse la blusa porque no le combinaba con ella (o sea, con la pollera), y por fin salimos. El tordo tiene su cubil exactamente a cuadra y media de casa. ¡Menos mal! Porque de pronto me dice (la galápaga), Papi, me zale zanghde otdha vez. La miro y tiene el jamón chorreado hasta la rodilla. ¿Te duele?, No, pedho ze me va a manchadh la falda.

Subimos presto al consultorio La enfermera se apresuró a limpiarle el jamón opuesto (No, ahí no me zangha, ez que ze me enzuzió al caminadh podhque miz piedhnaz ze tocan). Luego, con agua oxigenada la limpió le herida de guerra, pero no del todo, para que el tordo tuviera una idea más cabal de la hecatombe.

A todo esto, por las mejillas redondas y ahora rojas como ciruelas, corre un par de lágrimas. ¿Te asustaste?, Zí, Pero ¿te duele?, No, zolo me azuzté un poquito, Bueno, menos mal que igual veníamos al médico; estamos de suerte, porque pagamos una sola visita y nos va a atender a los dos; si hubiera sabido traía también a mamá y a Vale.

Sucede que la pollera también estaba enchastrada. La michelina se la arremangó pero no del todo, Padha que no ze me vean loz calzónez. La enfermera se la llevó entonces a la cocina y le lavó la mancha, Se te va a secar en dos minutos, Y si alguien te pregunta, para disimular, vos podés decirle que te hiciste pis, sugerí yo.

Intrigada por la compleja coreografía, una señora que aguardaba su turno se interesó, ¿Qué te pasó?, Me moddhió Manchítaz. Es la coneja –expliqué– es que tenemos una coneja salvaje de la especie lepóridum nomejódans porquemuérdum, Bueno, menos mal que tu abuelo te cuida, ¡NO EZ MI ABUELO: EZ MI PAPÁ!

Pocos minutos más tarde nos atendía el tordo, que, como es lógico, empezó por ella. No te preocupes que no es nada: tenías una cascarita y se te salió; tomá ponete este pañuelo y apretate bien. Y vos, ahora que vuelvan a casa, le ponés una gasita y chau; yo le pondría, pero no tengo (¡en casa de herrero!). La jabaliciña se puso a dibujar con los colores y hojas portados ad hoc lo más campante. ¿Tenés apretado el pañuelo?; Zí, con la otdha piedhna.

Entretanto, mientras el tordo me entra a auscultar y tomarme la presión y eso, le comento, Esta es una valiente: otro purrete se habría puesto a llorar a gritos; pero esta apenas si derramo una lagrimita por el susto. Y ahí, mi Frida Kahlo interrumpió su retrato de Rapunsel para corregirme indignada, ¡Deddhamé como mil!

Las cosas como son.

CRÓNICAS NEOBERLINESOGUALEGUAYCHUZAS

15 a 18 de febrero de 2010

PROEMIO ADELFOHISTÓRICO

Han anduvido de visita por estos lares mis anglogomías Guido y Valerie. A Guido lo conocí en junio o julio de 1981. Con una noviecita de entonces de, por cierto, inolvidables tetas, habíamos resuelto irnos de fin de semana a pasear por la campiña inglesa. Por consejo de un quiosquito de información turística, nos fuimos en tren a Ledbury, un encantador pueblito medieval que recorrimos en tres o cuatro horas, antes de cenar un opíparo cordero en un hotel encantador. Al día siguiente nos levantamos con unas diez horas por delante hasta la hora de regresar y sin nada interesante que ver ya en Ledbury, con lo que nos decantamos por entrar a hacer dedo por entre el verde como solo por esos pagos. Amarcord el Bentley inevitablemente descapotable, modelo 27 o 28, con tracción a cadena, piloteado por un inglés de gorra de tweed, bigote cano y

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manos enguantadas que, lástima, no se apiadó de nos, acaso por no ser sino un espectro del viejo pasado que ya entonces no se podía resucitar. La cosa es que íbamos para donde nos llevasen, por tramos de unos pocos kilómetros, por ese paisaje mágico que he procurado remedar en mi tendido: caminos estrechos, tráfico ralo, casas de piedra o Túdor, ovejas, tranqueras para peatones, y el persistente amague de la llovizna. Fue en tal trance que nos recogió Guido Casale, inglés pero de prosapia itálica, que, fíjense lo que es el azar del que con justicia descree Borges, tenía una tía en La Plata. Guido nos llevó a recoger frutillas. Era fin de temporada, y en los abundantes frutillares de la región le daban a uno una canasta por dos mangos (o, seguramente, libras esterlinas) y uno quedaba en libertad de colmarla. Luego nos llevó a su casa en Hereford, patria de tantas de nuestras patrias reses, donde conocimos a Valerie, su concubina de entonces. Guardo aún la foto de esa tarde, sacada, obviamente, por la portadora de aquel antológico teterío, porque falta en la imagen. La relación prosiguió con cartas de aquellas que se escribían sobre papel y se metían en sobres con sello postal y tardaban días en llegar a destino. Con otra noviecita, de la que conservo un recuerdo tan tierno como su voz, médica ella y pianista, y, por eso del azar que minga, platense, fuimos a ver a la tía de Guido, que vivía en las postrimerías de la ciudad asfaltada, en una casa modestísima. Amarcord los frasquitos de esmalte para uñas que atiborraban la magra sala, el retrato de Guido aún de bebé, y la nostalgia que aquella inglesa paradigmática sentía por su país en el que se podía subir al ómnibus con el perro. Uno o dos años más tarde Guido y Valerie vinieron a visitarme a Nueva York, donde convivimos como gitanos en mi estrecho si entrañable monoambiente de la calle 23. En adelante, la cosa siguió por gracia del correo de entonces. En 1991 me trasladaron a Viena y volví a ver a mis amigos, que ahora vivían en Isleworth, al sureste de Londres, camino del aeropuerto de Heathrow y habían tenido dos hijas Lady Laura y Lady Esther, proclamadas ipso pucho sobrinas honorarias. Por aquellos años alguien inventó el correo electrónico y, mejor todavía, me empezaron a llevar a dar seminarios las universidades de Bradford, Salford, Bath y Leeds, con lo que empecé a verlos hasta tres o cuatro veces por año, pernoctando casi siempre en su casa. En ella se alojó mi sobrino Iván durante el viaje que le regalé. Y en la única visita que hice a la pérfida Albión con la Chapu, en enero de 2005, ya legalmente desposado y todo, la llevé para que la vieran. En octubre regresé yo y vinieron la Chapu y Vale a Buenos Aires, y, desde entonces, la insistencia fue para que viajaran para estos pagos.

Cosa que por fin acaeció el 7 de febrero, lo cual de pábulo al relato que sigue. Porque enresulta que la Chapu andaba de exámenes, que la semana anterior habían andado por casa mi gran gomía y ex lumumbero Eduardo Bachelet (sí, tío de la Michelle), con su mujer Kiki y su hija sommelière internacionalmente premiada Meche, suecas ambas dos, que a Eduardo el golpe de Pinochet lo sorprendió en Moscú y él terminó exiliándose en Suecia, y que Guido y Valeria venían por quince días, con lo que el palais Viaggió estuvo invadido casi un mes. De modo que, para matar varias perdices de un único perdigón, nos conseguí a Guido, Valerie, Valeria (no confundir), la porcinetta y mí mismo (raro ese “mí”, ¿no?, pero es lo que manda la RAE) sendos lechos en la posada Don Sebastián que yo creía en Fray Bentos pero no, porque en Gualeguaychú, a cuyo carnaval era la intención asistir, no quedaba ni un catre. El día antes de partir la Chapu cayó en la cuenta de que Vale no tenía permiso para viajar sin ella, de modo que la pobre (Vale) se jorobó. El plan era viajar la mañana del viernes 15, ir a junar el carnaval el sábado y regresar el domingo. Como veremos, no exactamente.

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Viernes 15

El viernes a las rigurosas diez de la mattina y tras aprovisionarnos de una docena de medias lunas, encarábamos la ruta a la Mesopotamia de nosotros. La enana, como es ley, se portó de maravillas, y no debe de haber preguntado cuánto falta ni veinte veces en tres horas. De mención solo es digna la parada onírica (a mí cuando me da sueño, me da sueño; por suerte, como a mi predecesor Napoleón, me bastan cinco o diez minutos y me despierto que ni la Bella Durmiente al ósculo del príncipe). La cosa fue ya en territorio de Pancho Ramírez, en un como pero no tanto restorán en el que estaban preparando decenas de tappers de pasta, seguramente, para los camioneros por acudir, al que le sobraban imágenes de cristos y santos pero le faltaban tapas de inodoros, papel higiénico y puertas que trabaran. Fue el gran porrazo de bruces culturales que el anglomatrimonio por fin se dio tras una semana en el Primer Mundo de la Recoleta.

Llegamos a Gualeguaychú, una ciudad todavía milagrosamente horizontal, de tránsito pachorro y gentes joviales, justiniano para almorzar a la orilla del río ídem un exquisito surubí precedido por una delectable vizcacha en escabeche que Valerie se niega a terminar de deglutir enterada que fue de que era la regional variante de la comadreja, tras lo cual nos mandamos una tarde de playa y orgía, con la quelonita gregariamente inmersa de la cintura para abajo en el agua y alrededor entre gurises. Yo me abro para ir al corsódromo a comprar las entradas para el sábado. El corsódromo de marras usurpa, para mi profunda tristura, lo que supo ser la imponente estación del ferrocarril, frente a la cual, como en un museo paleontológico, duermen, por suerte respectivamente lustrado y bruñida, un viejo coche de madera y una antigua locomotora de vapor, de las 2-6-0. Como a las 18:00 de la tarde emprendimos rumbo al extranjero, hasta que el puente internacional pareció erguirse como un rampa al infinito veinte o treinta kilómetros al este.

Pese a que no seremos ni veinte lo coches que queremos trasponer la frontera, y a que la cola es doble, la amansadora es de casi sesenta minutos, cincuenta y cinco de los cuales transcurren trabajosamente al sol. En esas andaba (o, mejor dicho, no andaba) cuando caigo en cuenta de que he omitido escrupulosamente sacar la obligatorísima cédula de seguro del Mercosur. Como confío en mi Dios aparte (el que, por ocuparse de remediar mis descuidos descuida Darfur o Damasco), no alarmo a mis compañeros de aventura. El trámite me recuerda el bochorno del cruce entre Austria y la entonces Checoeslovaquia o de un lado a otro del muro de Berlín. Menos mal que tenemos Mercosur, sino, tal vez todavía estaríamos haciendo cola. Lo mismo fue de ida a Chile (vide Crónicas cistrasandínicas), ¿Por qué carajo la cosa no puede ser tan sencilla como en Europa antes de Schengen? Cuando por fin nos toca, el funcionario argentino se toma como un cuarto de hora escudriñando el permiso de la enana y mi pasaporte austriaco. El control, en el caso de los menores, es admirablemente estricto: la mínima inconsistencia, una coma de más o de menos –ni hablar de que falte algún papel– y el menor no sale. Con ello se evitan los otramente innúmeros casos de menores sacados ilegalmente por uno de los padres en tren de perder la patria potestad. Por una vez, la burocracia y yo estamos perfectamente de acuerdo. En nuestro caso, el problema radica en que el permiso recíproco que nos hemos otorgado la Chapu y yo para poder viajar solo es con la porcinetta consigna mi documento argentino, y yo estoy tratando de salir con el europeo. Cuando me entero, exhumo el patrio DNI y Sanseacabó. Los que se han jodido, pero, son los que vienen detrás. Consigno, eso sí, que tanto se hastió el joven funcionario de lidiar con el permiso de la jabaliciña que se olvidó de pedirme la puta cédula del seguro.

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Tras una inspección más que sumaria del equipaje, ponemos proa al norte. Tomamos equivocadamente, parece, la ruta 24 hacemos como cincuenta o sesenta kilómetros de más. Pero como yo tengo suerte hasta para lo que me sale mal, el mal ha venido por muy pero muy bien, porque son sesenta kilómetros de paisito impecable, atildado por la mano tenue pero prolija del hombre, Parece Inglaterra, comenta Valerie. Y sí, admito corroído por la envidia: Parece Inglaterra. La pulcra sencillez de la belleza apenas atildada por el hombre. Ya no es la pampa como si Dios le hubiera pasado el palo de amasar durante millones de años, sino las levísimas pero amenas ondulaciones que permiten ir cambiando levemente de perspectiva. Verde cisplatino este, más verde, más tupido, más amable. Árboles apiñados, erectos, bondadosos... La carretera es impecable yendo y un caos de arrugas regresando, como si hubiera sido pavimentada por una empresa suiza para allá y una argentina para acá. El cielo es una leve pasta celeste con arrebato de gris. En treinta kilómetros o acaso menos atravesamos lo que han sido tres líneas de ferrocarril, La vías todavía dejan su trazado en el alquitrán, pero nada queda de su surco entre los pastizales. Como en la Argentina, nomás: la misma mierda con el mismo olor. Nos llama la atención que entre tanto verde no hay nadie. De pronto un molino de viento con sus aspas de latón remedo de un ventilador gigante. Una escuela. Una misteriosa obra industrial. Y nada más… casi ni tránsito, y solo de camiones. Un autobús. Tal vez un auto particular. Hace rato que hemos dejado atrás el cartel que prometía Nuevo Berlín a 31 km. Nos hemos, digo, pasado. Alcanzamos un Ford Taunus que rueda como a fuer de mera inercia, destartalado y roído por el óxido. Nos ponemos a su vera. El conductor, igual de descalabrado no entiende de qué va la cosa, hasta que por fin la burocracia de sus neuronas da curso a la pregunta, ¡Se pasaron! Regresamos. Calculamos que nos hemos vuelto a pasar. En la obra hay leve movimiento: un señor, de pie, mira atentamente un camión. Otro, mucho más viejo, lo m ira mirar sentado, Buenas tardes. Buscamos Nuevo Berlín, le digo. El viejo se yergue, se aproxima y, ceremonioso, nos da la mano a Guido y a mí, Buenas tardes, Celestino García para servirle, ¿qué puedo hacer por usted?... Se pasaron. Tienen que seguir hasta el empalme unos nueve kilómetros, pero, si no, aquí a cien metros tienen un camino que corta por adentro, pero ojo que está malo… Que tengan muy buen viaje. Vemos salir una vereda a la derecha sin cartel que explique hacia dónde… ¡No! Perdón, si lo tiene, cubierto por la tupida caricia de un sauce. Lo tomamos. Guido y Valerie vienen con el corazón en la boca de tanto temer que no llegue a esquivar el cráter o me desbarranque por la cuneta. Pero llegamos a un empalme a cuya derecha parece que está Nuevo Berlín y a la izquierda no se sabe ni se sabrá nunca. Llegamos a un caserío que se difunde perezosamente a ambos lados y adelante. Bienvenidos a Nuevo Berlín, nos dice, para cumplir, un cartel sin entusiasmo. De creer a unos botijas que juegan al fútbol en el jardín de la primera casa, el centro es derecho por donde veníamos.

Por esta senda que llevono voy a Nuevo Berlín,que el pueblo que llega al finno es ni Berlín ni nuevo.

En efecto nada más viejo ni remoto de la capital prusiana que estas casas desparramadas por la inevitable cuadrícula que los españoles nunca pudieron darse el gusto de trazar en su península. Patios floridos, autos ha mucho que chatarra, edificios de vaga prosapia colonial. De pronto, la Rambla junto al río, y entre una y otro un parque tupido de sauces y salpicado de parrillas de ladrillo. El Uruguay es un manso espejo que se pierde a ambos extremos y cesa en la Argentina unos trescientos o

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cuatrocientos o quinientos metros traviesa. A la izquierda, unos botes olvidados. A la derecha, un muelle con cuatro o cinco pescadores. Nuestro hotel es la Posada Don Sebastián, una construcción en ídem frente al río y, detrás, una casa colonial: un cuadrado perfecto cuyo cuarto lado es la vista al río, con sus dos aljibes y decena de habitaciones congregadas en torno del patio de ladrillos, con un cantero en el que campea una palmera enana que más parece un exagerado ananá. Las vetustas puertas dobles no tienen cerradura sino candado. Parece desierta y, peor que todo, no parece posada. Nos atiende doña Gloria. Somos los únicos huéspedes. Las habitaciones tienen el cielorraso allá arriba, y de él pende un ventilador que más parece molino, mecido él por el aire que no al revés, una heladera desenchufada y una cama matrimonial casi a ras del planeta. Mi primera reacción es mandarme mudar, pero en Gualeguaychú no queda, decía, ni un catre libre y ya estamos todo lo en el culo del mundo que se puede estar al cabo de un día, de modo que, haciendo de tripas corazón, resuelvo que nos quedemos, no sin excusarme interminablemente con mis amigos. Doña Gloria está con su nieta, Tamaris, una inconfundible morochita oriental, de esas que pronto darán que hablar a las mujeres y llorar a los hombres, con esa abundante dosis de sangre portuguesa y distante inyección de glóbulos rojos yorubas o congos. La micromacrotatú hace migas en un nanosegundo. Me llamo Zóchitl, pero puédez llamarme Zofía que ez máz fázil… No, no ez mi abuelito; ez mi papá.

Nos instalamos, nos prestan –¡alabado sea el Señor en su misericordia infinita salvo, por ejemplo, en Somalia!– un par de ventiladores que sí ventilan. Nos damos una ducha y salimos a dejarnos acariciar por el bonancible crepúsculo fluvial. Estamos, me temo, en el paraíso. Paraíso, eso sí, sin comedero, que no hay en el pueblo nada que semeje un restorán, bien que nos dan noticia de una vecina que prepara comidas para llevar. De creer a doña Gloria, el restorán más próximo yace en Fray Bentos, a unos meros treinta kilómetros.

EL PUEBLAZO DEL PAISITO

Tamaris se apresta a concurrir concurso infantil de disfraces que se organiza en el Club de Pescadores Unidos. Huelga consignar que la quelonia se prende entusiasmada, Láztima que no tengo disfraz. Por la Rambla van desfilando las familias con los críos remedando al Zorro, al Hombre Araña, a algún pirata del Caribe, a un soldado de fantasía o a D’Artagnan. Las purretas de hadas, vedettes, princesas o reinas. Hay madres de pro y las hay como toneles, e hijas o hermanas adolescentes peligrosamente esbeltas, o para la sección “antes” de los avisos de pócimas para adelgazar. Entre un extremo y otro, Lolitas para admirar y evocar a lágrima pura aquellos años que no volverán.

El local está atestado de colores y decibeles. Entre el semicírculo de mesas y el estrado juegan, corretean o bailan decenas de gurrumines ataviados como adornos de torta de bodas o figurines de reloj astronómico medieval. Infantes que se pierden dentro de su ropaje, muchachas que hace poco o dentro de poco apenas ceñidas por unas bikinis que no se sabe bien dónde empiezan y de pronto se acaban, cuerpos esculturales prácticamente brasileños, mulatas apenas disimuladas, pieles morenas, ojos de ónix fulgurante, cabelleras renegridas. Lo mejor de este paisito que tiene tantas pero tantas de las mejores cosas.

La enana desaparece con Tamaris y hace base en la mesa donde Gloria y una amiga comandan un pelotón de gurises. Con Valerie y Guido nos pedimos una cerveza a la barra, que acompañamos de unos panchos medios tibiones, sucedáneo que resultarán de la cena. En libándola estamos que se nos acerca una señora corpulenta y de voz estentóreamente varonil a suplicarnos que hagamos de jurado. Sucede que en el pueblo

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todos se conocen y necesitan jueces externos, imparciales, nosotros. Va ha haber cuatro categorías: mujeres de cero a cinco abriles, varones ídem, mujeres de seis a doce, varones ibídem. Se trata de elegir por orden a los primeros diez y, de yapa, a la o el monarca del evento todo. Aceptamos alborozados. Nos ponen una mesa a foro derecha del estrado, nos anuncian con toda pompa como los jurados ingleses y… ¡largaron! Empezamos con los minibotijas: el soldadito de colores con los bigotes pintados con un corcho quemado, rubio a lo bestia (dos años), el príncipe de corona de cartón y capa de raso (tres años), el angelito de bonete a lo Merlín (cuatro meses)… Sus colegas del sexo opuesto: la vaquita de San Antonio, rubiecita centelleante, de lo más desenvuelta, que ya nos ha llamado la atención y que sabemos que saldrá reina (cuatro años), cinco hadas, seis princesas, dos mellizas de pavo real (seis meses cada una)… Los varones prepúberes (cuatro para diez premios; es que es la edad)… y sus homólogas de hace poco o ya mismo no más. Tres bailarinas del carnaval oriental, una hawaiana, una bailarina a secas (calco de Valeria ese cuerpo de una sola línea), princesas, claro, y hasta una emperatriz reminiscente de la mismísima reina Victoria, lo que le garantiza un puesto de privilegio entre las premiadas.

Caemos al hotel ya a la hora en que las carrozas se tornan calabazas.

Sábado 16

Por la mañana, el desayuno es en el patio con el río como manso testigo: tostadas con manteca y mermelada, y un café sorprendentemente delicioso. Como al mediodía caen Daniel, su jermu y dos botijas, que me han comprado por Mercado Libre un montón de cosas: un control y tres locomotoras, más otras dos y un cuchuflito para acupuntura adquirido de otros marchands y que me he ocupado de traerles de riguroso contrabando.

Con Daniel, autoproclamando asador, salimos a por carne, chorizos, enseres de ensalada, gaseosas, vino y leña. El pueblo es un desparramo chato de edificios coloniales de edad, pero no de gloria, de ocasionales voces por encima del susurro y, diríase, de permanente siesta. Por la 18 de Julio, gran vía comercial de la metrópoli, una farmacia, un minisupermercado, una ferretería y una estación de servicio abandonada el mismo día que el caparazón oxidado de un viejo Bedford de cuando yo iba al Nacional. Ancha, eso sí, la gran vía, lo mismo que el bulevar que hace las veces de linde sur, por cuyas veras los dos o tres coches del pueblo circulan en ambos sentidos, frustrando de esta suerte las pretensiones urbanísticas de la plazoleta arbolada que las separa. Todos los jardines se ven floridos y los árboles, como es lógico, abundan amigados por encima de las calzadas. Daniel se manda un asado óptimo: exquisito el costillar y una delicia los chorizos imprevisiblemente congelados.

Por la tarde, mi cliente retorna a su Montevideo natal y nosotros salimos para la Argentina, amansadora aduaneril por medio. Y ahí nos percatamos de cómo no habíamos visto el cartel que indicaba el desvío a Nuevo Berlín: simplemente no existe. Como tampoco existe, llegado a Nuevo Berlín, ningún que anuncie hacia dónde sigue el camino, ni, salido de Nuevo Berlín, otro que anuncia hacia dónde queda Fray Bentos. Llegamos a Gualeguaychú con la noche. A medida que avanzamos por el bulevar hacia el corsódromo el tránsito se adensa. Aparecen los escuadrones de improvisados guías de estacionamiento, diligentemente aplicados a vender el espacio público. Mi intuición me bisbisea que he de encontrar lugar a las puertas mismas de la estación, y en efecto. Las inmediaciones están clausuradas. Sobre la avenida, los previsibles quiosquitos que venden parafernalia ad hoc. La tiranosauruela se compra una tiara con una abundante pluma tipo Moulin Rouge y una barrita luminosa, y se saca una foto entre dos odaliscas algo adiposamente abundantes a las que explico que yo no me fotografío dada la

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improbable perspectiva de que la Chapu me crea que son mis primas. Cenamos unas empanadas formidables en la vereda de un chiringuito y estamos al borde de la segunda ronda cuando se larga a diluviar como solo desde el cambio climático. Ni vayan –nos aconseja la gurisa del chiringuito–: Lo van a pasar para mañana así no se les arruinan los trajes. Voy a buscar el auto mal guarecido por nuestro único paraguas y aprovecho el caos de gentes en apresurada diáspora para llegar hasta el quiosquito a recoger a mis tres compañeros de ducha.

Esta vez la frontera está yerna, de modo que el trámite que hasta entonces se había concentrado en una sola ventanilla, se difunde por cuatro escritorios: emigración de nosotros, aduana de nosotros, inmigración de ellos y aduana de ellos. Y ahí sí, ellos me piden la puta cédula del seguro que, afirmo, se me ha quedado inexplicablemente en el hotel. Mi argumento más sólido es que hemos salido del Uruguay hace tres horas, y que si nos habían dejado entrar, era, irrefutablemente, porque de ida lo mostramos.

Domingo 17

Al día siguiente, la triceratopsiña manifiesta su deseo de quedarse “un día máz”, cosa a la que accedemos con gran alborozo, total, todavía nos queda la deuda del corso. El estorbo es que deberemos volver a volver, es decir, a no tener la puta cédula del seguro. Y ahí es cuando Guido tiene la epifanía salvadora: Cuando te falta un papel, hace falta otro papel que diga porque no tienes el papel que te falta. Tal cual. Y salgo entonces a comprar nerca para el asado y buscar la comisaría para denunciar el extravío de la puta cédula. Doy con la comisaría, dentro de la cual no saben qué hacer con el domingo el comisario y dos o tres canas cuya máxima aventura ha de haber sido guardar a un borracho hasta que se le pasara la tranca. No bien entro, uno de ellos indaga, ¿Usted no estaba de jurado la otra noche en el Club? Salgo munido, como dice la RAE que no se dice, de mi papel que explica que no tenga el otro papel. De pura casualidad doy entonces con el equivalente urbano (bueno, lo de urbano es un decir) de una pulpería como las que maravillosamente ha retratado Molina Campos. Un lugar relativamente astroso donde se baten al truco uruguayo en dos mesas ocho gauchos de indumentaria doméstica, algunos con las camisas abiertas o barba de tres días, mientras a la barra se congregan otros cuatro o cinco, todos ellos con rostros dignos de un Fellini del Río de la Plata. Dicharacheros, cordiales, gota de agua en que se concentra, como en cada gota de agua, el océano todo, en este caso de este paisito maravilloso del que nos convendría aprender o imitar tantas cosas. Corro a buscar a Guido y Valerie, que son recibidos con tanta curiosidad como alborozo. Notable el dialogo entre ellos que no hablan ni pepa de castellano y los orientales domingueros que ni mu de inglés. La galápaga, a todo esto, se me ha amilanado y me pide que la lleve al auto, donde se queda jugando con sus Barbies.

Será el inicio de una mañana de insólito aburrimiento, cuya raíz ha de buscarse –y encontrarse– en que Tamaris no llega hasta la tarde. Como en la casa lindera hay una mocosita de su edad y su hermanito menor, toco el timbre y pregunto si puedo dejar la carga de amargura y rencor. Me reciben con los brazos abiertos e inmediatamente se hacen cargo del paquete. Le alivio va a durar hasta el almuerzo.

Entre tanto, gran tribulación gran para encender el fuego, porque no tenemos papel ni nada inmediatamente combustible. Salgo a mendigar por el barrio, y entre dos vecinos, el de la esquina y la del búngalow con techo de paja que es la única vivienda pudiente del pueblo, me llenan de maderitas y demás material debidamente ignífero. El hijo de la vecina del búngalow es una –yo digo que no muy buena– suerte de escultor, a cuya inspiración y pericia se deben los cisnes y pegasos y demás alegorías de estuco que

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ornan el cuidadísimo jardín. El vecino de la esquina colecciona antigüedades, y tiene amontonadas por falta de espacio muchas piezas hermosas, como lo son los muebles de época que no terminan de condecir con la desangelada modestia de la vivienda. El asado (vacío y los chorizos congelados) sale de periquete. Por la tarde, nuevo safari a la patria. Llegamos a la estación con sospechosa celeridad. La estación está sospechosamente desierta. Es que el carnaval fue no más, ayer, después de aplacados los elementos. Gran mufa gran de la infanta, y no menor de Guido y Valerie. Para colmo de aparentes males, hay un circo, al que la porcinetta insiste en asistir. Perdido por perdido, los tres adultos condescendemos. La función, prevista para las 22:00 empieza media hora más tarde. Estamos en primera fila. Otros espectadores ocupan la segunda. Muchos otros no hay. Apáganse las luces, anúnciase el primer número y… ¡FANTÁSTICO! Me llevo una sorpresa comparable a la de tres años atrás con O gran circo Porchugal (vide Noticias de Vale y de Xóchitl, Año de Nuestro Señor 2010). Un equilibrista y malabarista de unos treinta pirulos con su hijo de siete u ocho, un trapecista de 76 (sipi, setenta y seis) años y demás actos de pro, salvo los payasos, un tanto mediocres.

De regreso, nueva recua de trámites. El yorugua de turno me increpa por no haber solicitado un duplicado de la cédula en Gualeguaychú, Señor, acabo de cruzar hace tres horas, ¿dónde pretende que me haga hacer un duplicado de la cédula un domingo entre las nueve y las doce de la noche? Por suerte, la lógica cartesiana se impone, no sin que el nibelungo administrativo anuncie, amenazador, que, Bueno, pero vamos a inspeccionar el coche. No hay frustración peor que la del poder absoluto que no se puede ejercer.

Lunes 18

Desayunamos al inicio de un día gris. Hacia las once y en medio de la llovizna que ha retornado, tras un desgarrador adiós entre la ballenata y Tamaris, nos vamos, por consejo de Daniel, a visitar Las Cañas, una miniciudad balnearia al costado de Fray Bentos. Almorzamos bajo el alero en un local cuyos únicos otros parroquianos son una pareja de ingleses de unos setenta años. Tanto ellos como Guido y Valerie han comprendido que la otra mesa está ocupada por ingleses, pero, ingleses que son, ninguno de los cuatro dice ni mu, ni hace gesto amistoso, ni envía al menos una mirada de soslayo. Entonces yo me levanto, me dirijo a la otra mesa y les digo, Ustedes son ingleses, ¿no?, Sí, Mis amigos también… Y ahí se armó el jolgorio. Claro, era preciso que alguien los presentara formalmente. Los ingleses de la otra mesa son un matrimonio se conoce que pudiente que hace años se dedican a pasear todos los veranos nuestros por el cono sur. Nos recomiendan el museo del ex frigorífico Anglo, monumento a la grandeza de otrora, a la entrada de Fray Bentos.

Llegamos a un inmenso predio industrial de paredes descascaradas, maderas carcomidas, muelles desintegrados y grúas como cadáveres de grullas. El edificio central, pero, está restaurado minuciosamente y alberga ahora el museo. Entramos en lo que fue el gran recinto administrativo, en el que se conservan, como si aguardaran a sus turiferarios al cabo del domingo, la veintena de escritorios de madera noble, con sus máquinas de escribir prehistóricas y sus antediluvianos teléfonos. Hasta el baño luce un piso de mayólica inglesa y una pesada puerta con picaporte que, al trabarse, reza “engaged” (o sea, ocupado por un inglés). El frigorífico supo ser de un alemán de apelativo Liebig, que lo vendió o perdió, junto con la guerra, en 1924. En una vitrina se expone la amplia gama de productos que de aquí salían para el resto del mundo, principalmente Inglaterra. ¡Pero si este es el corned beef “Fray Bentos” que yo comía de purrete después de la Guerra!, exclama Guido, Eran las únicas proteínas de la dieta, dos

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veces por semana. Valerie añade que hasta 1948 vivió en una casa alumbrada a velas y con excusáu exterior. Encantados de tener visitas de la ex metrópoli, uno de los guías nos muestra todo, incluso lo que no es dado mostrar, como la enorme sala de máquinas, con los electrogeneradores macizos y gigantescos de daban energía eléctrica, tres años antes que en Montevideo, a toda la planta, con las tuberías cubiertas de amianto –asbesto que le dicen los ecologistas–, causa de los numerosos cánceres de que murieron igualmente numerosos laburantes. En la cámara congeladora, a temperatura de veinte grados bajo cero, solo se animaban a trabajar los rusos, pero, según una placa, laburaron en este sitio obreros de sesenta nacionalidades, incluso chinos, albaneses, sudafricanos, chipriotas, estonianos y malteses, casi todos hacinados en las barracas para solteros, tan similares a las que vi en las afueras de Ciudad El Cabo y donde iban a dar con sus huesos los laburantes de los países vecinos. En la lista hay incongruencias graciosas: Arabia (!), Argelia, Egipto y el Líbano; Canadá y Norteamérica; Gran Bretaña y Escocia; Shanghái, pero no China. El frigorífico llegó a emplear 5.000 fraybentosos, o sea, todo el pueblo menos el maestro, el farmacéutico y el intendente: ahora son apenas 22.000. Entre la planta y la ciudad propiamente dicha, un cinturón de chalets ingleses para los expatriados de la patria, que tenían electricidad seis horas por día, y, allende ella, portón por medio, el resto del pueblo, vale decir, los expatriados pero no de la patria.

Wikipedia, por cierto, dixit:

“Si bien hay distintas versiones sobre el trato que se estableció entre los dueños ingleses y los trabajadores locales, sus relaciones estuvieron signadas por distintas clases de distancia: distancia económica, distancia social, distancia cultural. Son contados, por ejemplo, los casos de matrimonios entre ingleses y miembros de la población local. Como se desprende de los testimonios, y tal como lo han señalado también algunos historiadores, la inmigración inglesa no fue una migración de tipo masivo y no constituyó un contingente que se asimilara más o menos rápidamente, como otros, al país receptor. Otro rasgo que conviene destacar es que estos hombres no se integraron fácilmente a la cultura nacional o lo hicieron muy tarde /.../ Por eso es que, para esta gente, se puede decir “país de radicación” más que “país de adopción”. En una palabra, nunca se nos ocurriría representar gráficamente a uno de ellos tomando mate.” (Vázquez Franco: 1968; 85). La descripción que hace este historiador muestra en forma elocuente la relación que los ingleses establecían con los criollos. En el caso del ANGLO, estos rasgos se acentuaban al estar vinculadas las partes en una relación de trabajo jerárquica, que, por otra parte, era vivida por los ingleses como pasajera: no habían venido para quedarse. Entre ellos conservaron el uso de la lengua y otros hábitos culturales, como el té de las cinco, que se cumplía religiosamente en el frigorífico. “El trato era bien, era bueno. Además, como el idioma nos separaba... y a nosotros nos daba rabia, dicho sea de paso... El taller era como un chorizo largo y ellos se ponían en el fondo a hablar, y se reían, y a nosotros se nos ponía que hablaban de nosotros. ¡Hablaban de las cosas de ellos! Muchos de los integrantes del personal jerárquico llegaron acompañados por sus familias, con las cuales vivían en el predio de la planta industrial. En las primeras etapas del frigorífico se llegó a contar con una escuela exclusiva para los hijos de los ingleses, a cargo de una maestra traída especialmente para esos fines. Los gerentes vivían en una casa especialmente construída para alojarlos, conocida como “la casa grande”. También construyeron una cancha de golf, y un club (“el chuping”) para su uso exclusivo. Se reconoce que el funcionamiento

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a pleno de la planta industrial fue también debido a la disciplina y la metodología implantada por los ingleses.

“La fundación del sindicato de los obreros del Anglo data del año 1942. Se señala por parte de los entrevistados que cumplió un papel destacado en cuanto a la fijación de salarios y el establecimiento de la mejora de las condiciones en el trabajo. Muchas de las tareas que se realizaban en el frigorífico revestían peligro,como aquellas que tenía lugar, por ejemplo, en las cámaras frías, o manejando cuchillos. Otras eran insalubres, como el trabajo de latería mecánica, en el que había desprendimiento de los gases del plomo, que provoca la enfermedad del saturnismo. También otras secciones presentaban este tipo de problemática. Es una cosa que yo sostengo enfáticamente, porque lo viví en carne propia: los ingleses vinieron acá a explotarnos, no vinieron a beneficiarnos. Se decía, “el Anglo es una república aparte”, porque las leyes de la república no entran. No existían por ejemplo las leyes de trabajo para la mujer, trabajo para los menores, las horas extra, los descansos, la protección de los trabajos insalubres, en fin, infinidad de leyes que estaban y no las acataban. Costó muchas luchas, muchas huelgas, muchas amarguras, hasta que después se fortaleció.” El desarrollo del sindicato fue de gran importancia mientras el frigorífico estuvo en funcionamiento, pero tuvo también un peso decisivo cuando empezó a gestarse el proceso de cierre. Forman parte también de la historia del movimiento sindical y de la propia ciudad, las marchas a pie a Montevideo, en las que se reclamaban soluciones para la situación que enfrentaban los obreros ante la amenaza de cierre.

“La ciudad creció, e incluso se definió como tal, según varios de los entrevistados, a la sombra del frigorífico: “esta ciudad la hicieron los obreros”, fue una de las primeras frases que escuché de uno de los trabajadores del frigorífico. Durante más de 40 años el Anglo constituyó la fuente de trabajo fundamental de la ciudad, forjando incluso su perfil de tal. El Anglo regulaba la vida de todos. Su desaparición provocó un profundo problema social. El contraste entre el esplendor del pasado y la realidad presente impone un cierto tono nostálgico, presente en el ambiente.

El frigorífico cerró a fines de los sesenta, y con él casi cierra Fray Bentos mismo. Las movilizaciones obreras llevaron al gobierno a adquirirlo y abrirlo nuevamente en 1971. En 1979 lo compran unos árabes, pero no logran darle vida, con lo que termina de morir.

Por la tarde, cruzamos por última vez el puente, tomamos un café frente al río en Gualeguaychú y emprendemos el viaje de retorno a Buenos Aires.

Otra aventurita más con mi hijita y amiga y compañera y compinche y camarada, que se aguantó cuatro días con tres gerontes y quisiera volver a aguantárselos. Algún día –y yo, como es ley, no estaré para enterarme– le contará a mi nieta nuestras maravillosas andanzas. Entretanto, yo, por las dudas, anoto estas pamplinas.

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XÓCHITL SAMARITANA

Miércoles 27 de febrero

A la final y para variar, mi culo terminó imponiéndose: el martes nos anunciaron que la porcinetta quedaba admitida en el Lenguas Vivas, de modo que a las 14:50 allí estábamos ella, la Chapu y yo, anhelantes, expectantes, ansiosos y sudorosos. Las maestras de los dos primeros, A y B, hicieron formar a su respectiva purretada y las dos filas desaparecieron entre bambalinas. Hete aquí que quedó una gurrumina aferrada a la madre y llorando a gritos que se quería ir a su casa. Me acerqué y le dije que yo también había llorado mi primer día de clase y me había vuelto a casa, y que solo después comprendí que nunca más iba a poder tener un primer día de clase, que me lo había perdido para siempre, Mirá, voy a buscar a mi hijita para que te acompañe. Y me fui para el aula, pedí permiso, entré y me llevé prestada a la micromacrotatú mientras le explicaba su delicada misión. La quelonia se acercó a la gurisa –Luz resultó llamarse–, la abrazó, la tomó de la mano y mientras la iba llevando le decía, Yo quería ir al Lengüítaz, pero como Romi enzeña acá, vengo a ezta y ya! Romi(na) es una amiga de la Chapu que es profe de portugués en el Lenguas, lo cual, desde luego, no tiene nada que ver con nada, pero la operación fue un éxito.

VALE NAVEGANTE PROTOSOLITARIA

Jueves, creo, 28

El lunes Vale debuta en el ISFA, de modo que esta tarde, tras dejar a la tiranosauruela en el Lenguas, me fui con ella en el 39 hasta Villafañe y Patricios, para que se fuera habituando al recorrido. Nos tocó de parados un rato largo, hasta que por fin Vale consiguió asiento. Yo me fui bien lejos, hasta apoyarme en un pasamanos para poder leer la apasionante El hombre que amaba los perros. Al rato, mi hija se me apersona con la noticia de que hay (claro, ya no había) un asiento libre cerca del suyo, No; vos sentate sola, como si yo no estuviera; nos juntamos al bajar. De regreso lo mismo, pero sentados los dos. Fue una sensación extraña esa de estar y no estar a solas con esta hija que se me ha escapado de entre los dedos y la Chapu jura que un año de estos volverá. ¡Qué diferencia con los viajes con la hermanita! Ay, ya llegará el día en que ella también se me escurra y yo me quede totalmente huérfano de hijas. ¡Cómo la voy a extrañar!

XÓCHITL ONIROCELESTINA

De un tiempo a esta parte, a la porcinetta le toca su cuento nocturno, invariablemente improvisado ad hoc (seis ya tiene forma mínimamente literaria y están subidos a sergioviaggio.com). En uno de los últimos, la niñita viaja en trasatlántico alrededor del mundo (la Isla de los animales mezclados, donde el león tiene cuello de girafa y el perro trompa de elefante), el país de los nombres iguales (donde todos los habitantes son diferentes pero se llaman igual) y demás sitios poco ortodoxos. La cosa es que a bordo del paquebote, la hermanita de la niñita se enamora de un marinero rubio de ojos celestes, que, lo que son las cosas, porque, como le digo, en sus sueños todas las cosas que pasan son buenas y todos los personajes son felices, se enamora de ella, y se hacen inseparables, hasta que, bajo la luna y mirando las olas, se dan el primer besito.

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Eso contó que había contado la porcinetta durnate la cena, con lo que Vale enrojeció hasta el caracú, ocultó el rostro entre sus manos y refunfuñó, ¡Esas cosas no me gustan! A lo que la enana retrucó azorada, ¡Pero no, Vale, zi en mi zueño tú érez muy feliz!

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MISERIA Y ESPLENDOR DE JITO

Lunes 4

La porcinetta se pasó las noches del viernes y sábado con MaVi, la hija de Diego y Sabrina. El punto de rencuentro fue el shopping Devoto, ayer a las 15:00. Helado interpósito, nos volvimos a casa. Como está de visita Ainoa, hija del ex lumumbero Silvio Peresini y Alicia (vide Crónicas palmarias) y esta mañana venían a las ocho de la madrugada a hacerme el service de la maqueta, la pusimos a dormir en el cuarto de las pedorras y nosotros cuatro, cual refugiados bosnios, en el nuestro. A la hora de retirarnos, gran escándalo gran: ¡Jito se había quedado en el shopping! Llanto que ni Niobe cuando se pone triste. Cuento apresuradamente improvisado acerca de las aventuras de Jito en el planeta de los peluches aprovechando que lo habían dejado solito. Llanto paralelo al y simultáneo con el susodicho cuento (Papi, miéntraz me contábaz el cuento lloré, me confesó hoy en el coche). De modo que esta mañana, apenas dieron las diez, llamé al shopping y pregunté lastimeramente por el expósito. ¡Lo habían encontrado! A las once y media, no sin que Ely me recordara darle de comer, nos fuimos raudamente, por Figueroa Alcorta, Lugones, Gral. Paz, Beiró al sitio de autos, donde se produjo el emotivo rencuentro. Salíamos del Puesto Uno, donde, me dijeron, aguardaba contrito e impaciente, el venerable peluche. No bien ingresamos, la señora de guardia exclamó, ¡Esta nena es la que se olvidó el peluche! Gran alborozo gran, enternecedores abrazos enternecedores, ¡Gráziaz! Y, cuando salíamos, se nos cruza otra empleada que exclama, ¡Así que esta era la nena del peluche! Antes de regresar, pasamos por una juguetería a “compdhah algo”, así, indefinidamente.

Va siendo hora de consignar las peripecias de Jito: zambullido en el Paraná, olvidado en Buenos Aires cuando nos fuimos a Santa Teresita, y ahora solo, perduto, abbandonato en el shopping Devoto. ¡Qué otros avatares le tendrá deparado el Destino!

Salimos con el tiempo justito para llegar justito a tiempo a la escuela. Cuando regresé, Ely me preguntó, ¿Le diste de comer a tu hija? ¡Horror! ¡Padre desnaturalizado! Y me fui corriendo a llevarle guita para que se comprara algo en el "quiozquito".De más está decir que, por la noche, hube de enmendar el cuento anterior y dejar a Jito olvidado en un banco del shopping en vez de en casa de MaVi.

DELICIAS Y SUPLICIOS DE LA CAMERATA BARILOCHE

Domingo 10

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El viernes hice cola desde las 08:15 hasta bien pasadas las 10:00 para sacar cuatro entradas gratuitas para el concierto que esta mañana a las 11:00 dio la Camerata Bariloche. Hoy estuve en la cola ya a las 10:00 porque las plateas no eran numeradas, y la Chapu se trajo a Vale, la porcinetta y MaVi, que había pernoctado chez nous ambas en el cuarto del tren y Vale con nosotros, porque a madre e hija se les ha dado por modificar el tinte de las paredes del purreteril cuarto y está todo hecho un prolijo caos (que, al cabo, la Chapu no sabe desordenar desordenadamente). Entramos, nos sentamos más o menos al medio junto al pasillo central (previendo –ay cuánto de sabiamente–imprevistos si previsiblemente inoportunos safaris con fines de micción) y, como teníamos casi media hora por delante y nada con que entretener al dúo dinámico (que Vale no daba mayores muestras de dinamismo; antes bien prodigaba una antológica cara de culo, adolescence oblige), y en vista de que la confitería del teatro estaba cerrada a cal y canto, lo llevé a las corridas al quiosquito de Córdoba y Libertad, de donde regresamos justiniano.

El programa, para qué decir una cosa por otra, habiendo tanto Mozart, Mendelssohn o Grieg, medio choto. El concierto para oboe de Bellini –una piecita que Bellini escribió sin querer demasiado, magníficamente interpretado, eso sí, por mi viejo compañero del coro del Collegium Musicum de los jóvenes, allá por los primeros años sesenta, Andrés Spiller– fue vehementemente codirigido por ambas desde sus butacas. Con el concierto para chelo de Couperin -¿y los de Vivaldi? ¿y el primero de Haydn?– la cosa fue declinando. La enana se me trepó a horcajadas y se quedó debidamente planchada, mientras que MaVi hacía lo propio contra el apoyabrazos opuesto. Se despertaron con la única composición genuinamente genial del programa: el Quartettensatz de mi compatriota Schubert, cuyo transcurso transcurrió conmigo esperando que salieran del baño. Regresamos para el rondó para violín y cuerdas de Franz –otra piecita sin mayor convicción, eso sí, magníficamente interpretado por //–. Eztoy abudhida, explicitó sin atisbo de diplomacia la paquiderma, y de ahí en más de aplicó minuciosamente a no quedarse quieta (menos mal que en absoluto silencio). MaVi no dijo nada, pero tampoco hizo falta. Y Vale se las ingenió para que la cara de culo semejase aún más un orto que un rostro. Yo, entretanto, rogaba por que acabase la que siempre me gustó, y tocaron de maravilla, pero esta vez se me hizo eterna segunda suite de piezas para laúd de mi compatriota Ottorino Respighi –¿y la Serenata de Dvorak?–, En suma, que, a diferencia de la Pasión según San Marcos de Golijov (¿Cuándo empiezan a cantadh? había indagado aun antes de la entrada del oboe la paquidermuela, evidenciando precozmente su profunda desconfianza), esta matinée cultural fue un fracaso quasi rotundo.

Para colmo de males (o para añadir insulto a la injuria, como traducen ciertos traductores), Vale resolvió regresar por su cuenta (es decir, por la vereda de enfrente), portadora de una cara de culo mucho más de culo que la que ostentara en nuestro Primer Coliseo. Yo zabía que ezo iba a pazar, vaticinó retrospectivamente la Chapu a manera de consuelo por el fiasco y agradecimiento por las horas de solaz. Pero todo se arregló dos pizzas después.

A mí, que recuerde, me gustaba que me llevaran al Colón. De mis primeras Bodas de Fígaro salí con la memoria cargada de la obertura y del “Se vuol ballare, signor contino”, y no tenía mucho más que siete años. Para esa época recuerdo la impresión indeleble que me dejó la progresión armónica del segundo tema de la Sinfonía de César Frank (lo cual no es baba de perico, ¿vero?). Aunque tal vez ese año de diferencia haya marcado (o hecho, como traducen algunos traductores) la ídem. En fin…

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VALERIA NAVEGANTE SOLITARIA… BUENO, DE ALGUNA MANERA

Lunes 11

Desde que en el horizonte asomó la perspectiva de la escuela secundaria y, sobre todo, desde que fue perfilándose con nitidez que la susodicha quedaría nada menos que en Barracas, la Chapu y quien estas pamplinas teclea hemos estado trabados en tenaz combate acerca de si sí y si no Vale habría de viajar sola. Yo, claro, que sí; y la Chapu, desde luego, que ni por putas. Va a ser la única infeliz que vaya con su mamita o regrese con su papito y se va a convertir en el hazmerreír de la clase (yo). Tú qué zábez; yo no voy a permitir que mi hija corra ningún riezgo; ezta ciudad ez muy peligrosa, ¿o no míraz laz notíziaz? (ella). Juega a mi favor la circunstancia de que hay dos (2) colectivos que la llevan de la esquina de Santa Fe y Paraná (o sea, prácticamente del ascensor de nuestra casa) a la de Patricios y Villafañe (es decir, hasta el pupitre propiamente dicho). Finalmente, la Chapu accedió a que fuéramos (bueno, fuéramos es mucha gente, porque terminé yendo yo solo) con Valeria a enseñarle bien dónde se tenía que subir y dónde debía bajarse, misión que cumplí el lunes pasado. Siéntate aquí, papi, No; me voy bien atrás con mi libro y tú te haces a la idea de que estás viajando sola.

El jueves fue el gran día gran, y la acompañamos los dos. En determinado momento le di el asiento a una señora muy amable y charleta que nos advirtió lo peligrosísimo que era eso de viajar sola una niñita tan frágil (con lo que me arrepentí no tanto de haberle cedido el asiento como de no haberla degollado), comentarios que fueron recibidos con unánime aprobación por la Chapu y Vale, que no cesaban de lanzarme el dardo oblicuo de sus miradas cargadas de reproche. Por la tarde la Chapu se fue a buscarla como a las cuatro, y yo, dado que de otro modo no me daba el tiempo para pasar por la porcinetta, las fui a buscar en el auto con Xóchitl a las seis menos cuarto, con cinco cómodos minutos hasta las seis menos diez, que era la hora efectiva de salida. Hoy volví a acompañarla en el 39 y a buscarla en el coche. Hete aquí que cuando sale me susurra, Papi, tengo tres amigas que regresan en el 39, ¿Querés viajar con ellas?, Sí, pero ¿me esperas en la parada?, Ni por putas: no me voy a quedar parado como un boludo mirando pasar un 39 detrás de otro hasta que llegue el tuyo; si lo tomás sola, te bajás sola.

Un año de amargas y alpédicas querellas zanjados en diez segundos. La vida, parece, es así.

XÓCHITL DICTATRIZ

Martes 12

Como he consignado, hace días que, antes de dormir, Xóchitl espera y exige su cuento. Ya tenemos la rutina bien acendrada: Por lo pronto, ya no es cuestión de concluir con mu original, Y colorín colorado, este cuento, por ahora, se ha acabado: ¡Ze ha pauzado! Yo le cuento cada vez el sueño que sigue lógicamente al anterior, y ella se me va adelantando. Por ejemplo, en el que Jito se queda abandonado en el shopping y, una vez desaparecidas las personas, los peluches vuelven a abrir las tiendas para que el pobre no se sienta solo y pueda hacer las compras que quiera, la porcinetta me conmina, Ze tiene que compdhadh un departamento. Y en el del tren, Quiedho que haya un vagón con

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heládoz. Los cuentos que termino por escribir respetan todas esas exigencias, que, a menudo, me obligan a torcer la imaginación de formas que creía imposibles. La gran delicia es ver cómo la quelonita se entusiasma con la intriga, azara ante las inesperadas maravillas y ríe a carcajadas cada vez que Frigerio y Faustino irrumpen disfrazados de cualquier cosa con tal de soltar sus rimas disparatadas. Confieso que a mí la mayor parte de lo que invento no me parece gran cosa, pero la triceratopsa se ve tan pero tan feliz que poco me importa el juicio de la posteridad. Son cuentos para dormir a mi niña y no para competir con Perrault o los hermanos Grimm, ¡qué carajo! La prueba empírica definitiva es que siempre me pide otro “capítulo”, aunque zea codhtito. Y yo, claro, le invento un brevísimo estrambote.

Anoche tocó el cuento en que mi cuarto del tren se transforma en estación de verdad. Y esta mañana, no bien se levantó, compareció en mi estudio a narrarme que había soñado con un tren que tenía vagón parque de diversiones, y vagón juguetería y no sé cuántos dislates más, Y ezta noche quiedho que me lo cuéntez. Por la tarde, entre que llegó de la escuela y llegó la hora de cenar, se pasó dibujando todos los personajes: Frigerio y Faustino, Faustina y Cristina (según ella, así se llama la cónyuge de Frigerio, pero yo ni me acuerdo), el delfín Crispín, Lulú (que ni idea de en qué cuento aparece, pero ha de ser una de las sirenas), Yo, por cierto, aprovecho para hacerle escribir todos esos nombres,

Sin habérmelo propuesto –y eso que lo de que un padre le cuente a su hija cuentos para hacerla dormir debe de estar en todos los libros y caerse de maduro–, he descubierto, unos tres años más tarde de lo que un padre normal, esta forma formidable, esta maravillosa manera de relacionarme con mi paquidermiña,

¡Cómo la voy a extrañar cuando crezca!

CRÓNICAS CONIFEROMARÍTIMAS

27 de marzo a 3 de abril de 2013

Miércoles 27

Por razones que se elucidarán oportunamente, empiezo señalando que desde hace semanas la micromacrotatú viene insistiendo en que vayamos (ella y yo) de campamento a Nuevo Berlín (vide “Crónicas neoberlinesogualeguaychuzas”), donde quedó engualichada con la perspectiva de pernoctar apenas separada de la intemperie.

Enresulta que con Diego Diez, su mujer de él Sabrina y su hija de ambos Vickydecinco, la porcinetta y el infraescricto nos hemos venido a casa de la madre del susodicho Diego Celia a Pinamar, dejando atrás el trajín de la gran urbe, a la Chapu y a Valeria. El dúo purreteril, Sabrina y el infraescricto viajamos el miércoles por la tarde, casi inmóviles entre la marabunta automotriz, de modo que a las 20:00 de la noche apenas si habíamos hecho cien kilómetros a un pasmoso promedio de 45 de los mismos por hora, de manera que resolvimos detenernos a cenar en el ACA (Automóvil Club Argentino, pa` los infiltráus), Sabrina e hija unos ravioles con estofado e hija y yo sendos pejerreyes con papa natural (o sea, hervida), de Chascomús. Tras lo cual, y camino ya de las 22:00 reemprendimos el safari esta vez con tránsito menos irritante. Cosa que no impidió el contrapunto torrencial de, ¿Falta mucho? y ¿Cuándo llegámoz? Dios, que, si no en otros, en estos trances ilumina las mentes, me musitó la estrategia salvadora: Durante los días que vamos a pasar en Pinamar tienen derecho a diez helados; por cada vez que pregunten si falta mucho o cuándo llegamos pierden derecho a un helado. Arribamos finalmente a la medianoche. Xóchitl está dos helados en rojo y

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Vicky tres, ¡NOOOOOOOO!, ¡yo tengo ocho y Vicky ziete!, ¡NOOOOOOOOOO!, ¡yo tengo nueve! De notar la nutridísima recua de controles policiales y, dentro de lo que somos los argentinos, lo ordenado y respetuoso del tránsito. ¡Qué lo parió!

En la casa nos aguardaba, cual he preanunciado (¡claro, mal se puede “postanunciar!”), Celia. La casa es eso, una casa, no una cabaña venida a más o un cuchitril con pretensiones. El dúo dinámico invadió el “cualto de ariba” (al decir –bueno, a medias– de Vicky, que no ha dominado aún el arcano de la erre y negocia las eses con cierta sobredosis de sibilación) y a mí me instalaron en un dormitorio de amplio lecho matrimonial. Diego, a todo esto, no había llegado a zarpar y vendría al día siguiente. Tras el ahora ineludible cuento acerca de la niñita que se iba a dormir dándole la mano a su papá que trataba de ver tras sus párpados el sueño de su hijita pero claro no podía solo que yo como soy el que cuenta el cuento lo sé todo y lo voy a contar, y dejando tras de mí un nuevo contrapunto de bufiditos soprano y alto, me fui a apolillar.

Jueves 28

Me desperté a las siete y media de la madrugada. Afuera me dio la caricia de su bienvenida un sol peronista. El sendero de tierra ondula y serpea apenas entre pinos tan cordiales como tupidos que se disocian para dar asomo a chalets de gusto exquisito, casi todos de ladrillo a la vista y techo de tejas, con grandes ventanales y puertas de madera noble, rodeados de jardines ingleses. Salgo a la Bunge y enfilo para la costa. La playa está desierta y cerradas las decenas de cafés y restoranes que dan a la costanera o están implantados sobre la arena misma. La arquitectura se torna más metropolitana. La avenida Bunge discurre entre edificios de factura grácil y armoniosa, amarrados a un muelle verde con una doble o triple o hasta cuádruple hilera de pinos o eucaliptos guardianes que les impide acercarse demasiado al pavimento. El único boliche abierto es –ay– un McDonald’s, en el que resuelvo desayunar perdido por perdido para llevarme –uy– la gratísima sorpresa de un sitio acogedor, de pisos de madera, un sector con sillones y mesas ratonas y un mostrador dedicado exclusivamente a las múltiples variedades itálicas del café y a los churros y medias lunas, atendido por tres muchachas francamente bonitas. De todos modos, opto por la intemperie. He averiguado que a dos cuadras Bunge arriba y otras dos hacia la derecha por Shaw, hay una panadería abierta. Allí voy. Me meto en lo que pasa por centro comercial: calles menos arbóreas, negocios más abigarrados, construcciones más triviales, chatas como solo en los pueblos de la Argentina profunda, pero no han de ser ni diez manzanas. Regreso a la Bunge, subo hasta el casino, que la última vez que vine, hará unos veinte, o, seguramente, veinticinco abriles que no volverán, quedaba en las afueras, pego la vuelta, desciendo hasta Libertador, giro a la derecha y a las cuatro o cinco cuadras vuelvo a hollar al tierra hasta Las Bacantes; ahí, al cabo de la primera cuadra a la derecha, está la casa de Celia, que me detengo a mirar por vez primera. Algo más modesta que sus vecinas, pero perfecta. Pinamar es un monumento al buen gusto de nuestra burguesía, que, pacata, tilinga y criptofilofascistoide como sabe ser, sabe también dar clases de clase.

Retorno cargado de medias lunas como a las ocho y media. El minaje ya está en pie. Me tomo una taza de café doméstico y me tiro a dormitar mis consabidos cinco o diez minutos… ¡ronco hasta la una!

A esa hora, tras una manducación perfunctoria merced a la empanada gallega que ha preparado Celia, me llevo al dúo dinámico y a Sabrina a la playa. Armamos la sombrilla, tendemos las reposeras… y ¡al agua patos! Vicky no se atreve a adentrarse más allá de las primeras espumas bravas, con lo que yo me transformo en el centro de una diagonal perfecta, con la jabaliciña jalando hacia el África y su microamiguita

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tirando hacia el continente natal. Cabe explicitar aquí que Vicky es un año, una cabeza, diez centímetros de circunferencia y quince kilos menor que la tiranosauruela, que suele manipularla como a un títere para solaz y jolgorio de ambas. Sabrina viene al rescate, y mientras madre e hija se afincan en la orilla, hija y padre afrontamos el ceño de la mar tonante (¡salud, viejo Leopoldo Marechal!). Esta vez es la ola ocho (vide “Crónicas hagiotheresiánicas”) la que nos arrastra hasta la mismísima mierda. Yo caigo de espaldas sin soltar la morcilla de mi vástaga, que asoma tosiendo que ni Chopin en sus peores momentos, pero de lo más entusiasmada.

De regreso en tierra firme, empieza a rondarnos una enanita topless de unos tres años que dice llamarse “Tol”. Nos toma un tiempo comprender que su nombre es “Sol”; los cabos logramos atarlos cuando, refiriéndose a mí, pesquisa “¿Cómo te llama el teñol?” La invitamos a jugar. Que sí, que no, que bueno. La porcinetta me pide que le pregunte a la hermana mayor –más obviamente su coetánea– si quiere venir también. Al principio, la cosa parece no prosperar, pero luego sí prospera y Xóchitl y Valentina devienen amigas como que de toda la vida. Tanto, que la inevitable separación no es sencilla.

Estamos de regreso a eso de las dieciséis de la tarde. Diego aún no ha llegado. Parece que es el mentís rotundo del Aguilucho Oscar Gálvez, del pentacampeón mundial Juan Manuel Fangio y del ex gobernador de Santa Fe Juan Carlos Reutemann, es decir, de una larga prosapia de leones del volante a los que deja bostezando de hastío en sus tumbas (salvo el ataráxico ex mandatario que, dicen los que lo han visto moverse, aún esta vivo). En fin, que nadie es perfecto. Con Sabrina nos vamos de compras al Coto de Valeria del Mar, balneario más mediopélico donde, me explica, reside gran parte de los trabajadores que laburan en Pinamar. De más está decir que es un mal digno del Primo Mondo, interminable y cornucopioso. Cuando retornamos, ya ha aparecido, por fin, Diego. Ha llegado la hora de distraer al dúo dinámico con el embuste de que sus padres están juntando caracoles para darles una sorpresa, de forma que Diego y yo tengamos oportunidad de armar, en el jardín, la tienda de campaña que he comprado a escondidas el domingo pasado en Buenos Aires. Lo logramos no sin cierto afán, pero lo logramos, y ahí sí convocamos al combo, imaginando yo la ensordecedora algarabía de mi vástaga.

-¡Mirá!-¿Qué?-¡ESO!-Pero yo no veo ningún caracol.-¡NOOOOO! ¡EEEEEESOOOOO!-¿Pero qué?-¡LA CARPA! ¿No te pasaste hinchándome las pelotas que querías que

fuéramos de campamento?-¡Zí, pero en NUEVO BERLÍN!-Bueno, pero ¿quieren que durmamos esta noche en la carpa?-No.Fin del factor “zophdeza” (vide “Xóchitl subferroviaria” en “Noticias de Vale y

de Xóchitl – Año de Nuestro Señor 2010”). Tras cenar una picada en torno de lo que queda de la empanada gallega, el

purretaje exige el primero de los helados que tienen en su haber y al centro nos vamos. Los precios son extravagantes: casi el doble que en el Freddo de Recoleta, que no es exactamente económico.

Por piadosa fortuna, durante la cena mi ballenata recapacita, Bueno, quiedho domidh en la cadhpa, ¡Yo también quielo dolmil en la calpa!, acolita Vicki por el

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minimegáfono de su voz de corneta. Y, en efecto, así efectuamos, y como las dos quieren, respectivamente, “domidh” y “dolmil” al lado mío, yo quedo en el medio, presto a narrar el insoslayable cuento que etcétera, a saber:

CUENTO DE LAS NIÑITAS QUE RESOLVIERON PASAR LA NOCHE EN UNA CARPA

La niñita, como siempre, se fue a dormir dándole la mano a su papá, que, como siempre, se quedó viéndole los párpados a ver si podía ver el sueño que soñaba, pero, claro, no pudo. Salvo que como yo soy el que cuenta el cuento y lo sé todo, sí puedo contar lo que soñó.

La niñita soñó que se iba a pasar la noche con una amiguita en una carpa en medio del bosque. Resulta que esa noche hizo mucho viento y mucho frío, y se puso a llover y a llover. Y las niñitas se abrazaron fuerte dentro de la carpa para darse calor y también porque tenían un poquito de miedo. De repente… RRRRAPP RRRRRAPPP RRRRRRRRAAAAPPPPP sintieron que alguien o algo raspaba la tela de la carpa. RRRRAAPPP RRRRRRAAAP RRRRRRRAAAAAAPPPPP. Las niñitas ya empezaban a sentir muuuuuucho miedo cuando la niñita que soñaba se acordó de que en sus sueños no podía pasar nunca nada malo, se tranquilizó y tranquilizó a su amiguita, No te asustes, niñita, que en mis sueños nunca pasa nada malo y todo lo que sucede es maravilloso… ¿Quién es? Soy el burro portugués que no habla bien inglés y se ha comido una nuez que le regaló el juez. ¡FRIGERIOOOOOOO! (vide “Cuentos para Xóchitl”), Y yo soy el burrito portuguesito, ¡FAUSTINOOOOO! Es que, como dice nuestro tío, tenemos mucho frío –plañó el pingüino Frigerio. Es que si no entramos, nos mojamos –se quejó su hijo Faustino. Bueno, pueden entrar y quedarse con nosotras, pero dejen de rimar tonterías. Te prometemos que no rimaremos, Te juramos que ya no rimamos. ¡FRIGERIO Y FAUSTINO, si no dejan de rimar disparates, se quedan afuera! Aquí afuera llueve y tal vez nieve, Aquí afuera hace frío aunque no haya río. ¡Bueno entren de una vez, pero nos van a dejar dormir que estamos muy pero muy cansadas! Dormir es vivir –sentenció Frigerio, Roncar es disfrutar –aprobó Faustino, y los dos pingüinos se metieron en la carpa, se cubrieron con sus plumas (porque no tenían bolsas de dormir) y dijeron a dúo, Hasta mañana, hermana. ¡Yo no soy su hermana!, atinó a decir, bostezando, la niñita que soñaba. ¡Yo tampoco!, agregó la amiguita. ¡No serán nuestra hermana, pero igual hasta mañana!, respondieron los pingüinos y los cuatro se quedaron profundamente dormidos. Y como en los sueños las cosas son al revés, la niñita se despertó en la realidad, abrazada a su peluche Jito y con la mano del papá en la suya.

-Papi, tuve un sueño rarísimo.-¿Lindo o feo?-Lindo.-Eso es lo importante. Que tus sueños sean lindos y que seas feliz soñando.Y colorín colorado, este cuento… se ha pausado.

Viernes 29

A la madrugada, como era de esperar, hubo interrupción vejigal del ensueño. Papi, quiedho hazedh piz –clamó quedito la porcinetta. Entre que emergí finalmente calzado, ya se había sumado a la expedición Vicki. Aliviados los tres, retornamos al abrazo de Morfeo hasta como las nueve. Hacia las once, partimos en caravana a Mar de Ajó para almorzar en El Molino (vide “Xóchitl balnearionauta” en “Noticias de Vale y de Xóchitl

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– Año de Nuestro Señor 2011”). Por la Bunge, un grupo de seguramente comerciantes y residentes protesta contra el aumento del 400% en las tasas municipales. Las sabandijas viajan con Diego y Sabrina. Celia y yo levantamos un cana que busca llegar a Santa Teresita (pocas oportunidades de portar autostopistas las que brinda el mundo de hoy, tan pusilánime que se ha puesto). En el manducatorio nos zampamos sendas porciones de rabas, cornalitos, ñoquis a la napolitana, corvina a la majareña (o algo similarmente desconocido, pero soberbio) y cazuela de mariscos (en este país despreciativo de su mar, (in)debidamente congelados, salvo los calamares y puede que los mejillones, prevengo, pero no me dan pelota). Por la tarde, mientras Diego, Sabrina y Celia se iban de compras, yo me llevé a las párvulas a la playa, donde no tardaron en hacer nuevas migas con nuevas amigas. (Voy a vedh si me encuentdho una amiguita –ha anunciado la triceratopsica antes de desaparecer por esas arenas de Dios). Me siento, como acostumbro, a leer y fumar mi pipa: Ustedes se quedan siempre donde yo las pueda ver; cada tanto me miran, y si no me ven, quiere decir que yo tampoco las veo, así que se corren hasta que me vean. El espectáculo es elocuente: la quelonia quince metros plataforma submarina adentro, y Vicki cuidándole la retaguardia diez yardas detrás.

Cuando me vuelvo a poner el short, descubro alarmado que no tengo la billetera. Todo lo demás (telefonino, dinero, cámara) está, de modo que ha de habérseme caído cuando me cambié de contrabando cerca de El Molino. Revisito todos los sitios donde pudo habérseme extraviado… y nada. Como yo sé que tengo un Dios aparte –exclusividad personal cuyo precio pagan, por ejemplo, en Damasco–, no me exaspero demasiado. Y ahí la paquidermilla me da la idea pacificadora: Tal vez esté en la caza en Pinamadh (nótese el en labios pueriles rioplatenses poco usitado “tal vez”). Nos encontramos con Diego, esposa y madre y volvemos a casa, donde, en efecto, se ha quedado la billetera, Laus Deo!

Cenamos una picada y esta vez a dormir yo “aliba” o “adhiba”, riguroso cuento de la niñita que etc. interpósito.

Sábado 30

De un arbusto más o menos de pro que hay en el jardín penden las misivas al pascual lepórido: crece la ansiedad ante la inminencia de la efeméride. Mientras Diego prepara el asado, ¡a la playa! (Voy a vedh zi está Valentina y zi no me voy a buzcadh otdha amiguita). ¡Quiedho idh a laz ólaz! Nos metemos los tres, pero Vicki se arrepiente y vuelve a jugar con las neoamiguitas que están construyendo un monumental castillo de arena. Como a la una ¡a almorzar!, ¡Noooo, quiedho un dhatito máz! Pero no hay nada que hacer. El asado es un éxito: matambrito y costillar de cerdo, chinchulines, mollejas, chorizos y morcilla. Mi ballenata clama los huesitos de todos los comensales y, además, proclama adorar los chinchulines. No puedo salir de mi asombro. Por la tarde otra vez playa. Y después al centro, con la perspectiva de admirar “el loro que habla”, que, parece, es la gran atracción del centro comercial. Entramos en Finnegan`s, una vinería y tabaquería de la cual Diego es habitué y ahí damos nada menos que con el chango Spasiuk, único, en ese momento, cliente.

-Perdoname, pero ¿vos sos el chango Spasiuk?-Si –responde con su tonada pastosa este chamamecero que podría ganarse la

vida como doble de Jesucristo.-Seguramente te hinchan las bolas todo el tiempo, pero yo soy gran admirador

tuyo.-Gracias.

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-No sabés cuánto te agradezco tu música y la de tantos músicos desconocidos que me hacés conocer. Pareciera que los sacás de entre las piedras.

-Y sin embargo ahí están. Ojalá sirva para que la gente quiera viajar y conocerlos. Vengan al concierto ahora aquí en el estrado.

-¿Vas a tocar vos?-Sí.-Dejame que te presente a mi hija.Nos vamos a tomar un feca en espera de que empiece el susodicho concierto,

organizado por el Club de Pescadores Artesanales. Entre el piscolabis y la velada musical, toca ir a una juguetería –cualquiera– a “compial/compdhadh” sendos juguetes –cualesquiera –. Tras una sinuosa y dilatada hesitación, se decantan Vicky por un pony y la ballenata por un set de maquillaje, valor total noventa y cinco patacones. De ahí, al concierto. A un costado de la Bunge hay un estrado, y, junto a él, una tensostruttura donde sirven cornalitos y demás delicias marinas. Cuando llegamos, está tocando un trío de pibes de poco más de veinte años, uno flautista y “bombisto”, otro guitarrero, y el tercero muy buen tenor, delgado como una caña, que canta con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos. Los arreglos son, como corresponde, modernosos, pero no traidores: una criba de armonías y contrapuntos por la que emerge intacto eso que podríamos llamar esencia del folclore; realmente admirable. Mientras Diego y Sabrina van a buscar sus abrigos al coche, yo me siento sobre el piso con las gurruminas, que entran a batir palmas entusiasmadas con cada chacarera. La gente aplaude a rabiar. Cuando terminan, me entero de que se trata del trío “Alborada”, pinamareño nomás. ¿Cuándo teminen podémoz idh a zaludáloz?, ¿A quiénes?, A loz que eztán tocando. Eso hacemos.

Tras una pausa de quince o veinte minutos anuncian al chango. El público lo vitorea. Sube acompañando de una violonchelista, un violinista, un guitarrista a secas y un guitarrista/percusionista. Las primeras piezas son casi música de cámara, hermosas, pero demasiado remotas del chamamé (el tamiz, esta vuelta, es demasiado espeso). Aguardo impaciente que empiece el verdadero gemido de la acordeona… Y claro que empieza. A mí la acordeona chamamecera y el tanguero bandoneón me retuercen las tripas. Se me caen, literalmente, las lágrimas, acaso ayudadas porque hoy me enteré del fallecimiento de Pachi Strata, compañera del Nacional, roída por un implacable cáncer de pulmón. Nadie que haya visto ese ser destrozado puede creer de veras en un Dios magnánimo: si yo fuera Dios, lo primero que haría fuera suprimir el sufrimiento. ¿Se me ocurre a mí y a Él no? Pero bueno –o no tanto–… El conjunto es estupendo, y el violinista, excepcional. A mitad del espectáculo, el chango los presenta: Marcos Villalba, percusión; Eugenia Turevetzki, chelo; Víctor Renaudeau, violín; Alfredo Bogarini, guitarra. Un ucraniano, un gallego, una judía ashkenazy, un franchute y un tano que entre los cinco no han de tener un glóbulo rojo de sangre guaraní tocando chamamé como si lo llevaran en la sangre… y es que lo llevan. Esta es la Argentina que amo y de la que me enorgullezco: el crisol de razas sin importar de dónde ni perseguidos por quién ni tras a quién haber perseguido nuestros ancestros, porque como he dicho en otra parte (vide “De rusos, polacos, gallegos y petizos”) aquí la sangre derramada en otras tierras no se puede cobrar. Y entonces, la maravilla con que he soñado desde que me senté: Kilómetro 11, es chamamé de todos los chamamés del inmortal Mario del Tránsito Cocomarola (calamidad de nombre, pero bueno).

La jabalizota se me aburre y queda prácticamente dormida abrazada a mi cuello. Vicki también afloja. Así que nos volvemos. Ezta noche quiedho domidh contigo en la cama gdhande donde eztá la maleta, anuncia. O sea, que Vicki con Sabrina y Diego a la carpa. Para cuando llegamos, las respectivas somnolencias se han evaporado como por

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arte de magia. Cenamos las sobras del asado con uno de los vinos que nos recomendó el marchand (vende solo “vinos de autor” y nos ha aconsejado sendos “blends” de Portón Santiago 2007; el que probamos, al menos, formidable). Luego a dormir con arreglo a la coreografía prevista, cuento sobre la niñita que etc. mediante (Hoy quiedho que en el zueño apadhezca mi amiguita Valentina del Jadhín de Infántez que pobdhezita tiene un yezo en el bdhazo). Y yo, como tantas veces, me desvelo y me vengo a teclear estas pamplinas.

Domingo 31, de Pascua, según el calendario

Anduve dándole al teclado y subiendo vídeos a Féisbuc hasta pasadas las ocho de la mañana. Como a las siete y media se me juntó Celia, que me hizo un merecido café. Al rato fueron compareciendo, en riguroso orden, Vicky, Sabrina, Diego y la quelonia. En un descuido de las infantas, Sabrina y Celia ocultaron los dos huevos de Pascua. ¿Habrá venido el conejo?, No sé; las cartas no están, Hay que ir a ver –nos turnamos los adultos como perfectos gandules. El combo dinámico se apresura a salir en busca del tesoro. No sin cierta orientación de parte de Sabrina dan con el primer huevo, dentro de la carpa. ¡AQUÍ HAY UNO! ¡AQUÍ HAY UNO! –exultan al unísono. Ete esh de Xóchitl –concede sorprendentemente Vicky. ¡AQUÍ HAY OTLO! ¡AQUÍ HAY OTDHO! –corean al hallar el segundo. ¡Vámoz a buscadh máz! –anuncia u ordena la ballenata. No hay más –conmino yo con total conocimiento de causa. ¡El conejo de Pazcua siempre tdhae máz!, ¡Shí el conejo de Cuazcua tlae shiemple másh!

Ocurre que los mocosos de enfrente han recibido más huevos que nuestras guainitas. ¡Ah, no! Después de almorzar se hace perentoria una excursión adquisitiva. Comemos unos ravioles deputamadre, obra de Sabrina con la asistencia de la carne supérstite, y vamos al centro en busca de ovorresfuerzos y, de paso y por fin, al negocio donde está el “loro que habla” que, por desdicha, no habrá dejado de hablar, pero ha dejado de estar. Al propio tiempo, el afán por hacerse de adicionales huevos cede plano a la premura por ir a la tienda de ayer a comprar un pony la triceratopsica y un juego de maquillaje Vicky, neutralizando de esta suerte la incómoda asimetría de ayer.

Llegados a casa, a desarmar la puta carpa con ayuda parcial de las changas. Parcial porque in medias res Xóchitl incitó a la deserción: ¡Vámoz a jugadh, Vicky! Y ambas se fueron a la mierda. Yo, entretanto, lamenté no haberme fijado bien en cómo estaba inicialmente plegada, porque me quedó siete veces más voluminosa y larga que lo que el estuche consentía. En fin.

Dentro adentro a teclear esto que tecleo y escucho la mitad del siguiente litigio:-¡No, Vicky, tenémoz que jugadh!…-¡Pedho yo no quiedho!…-¡No; a mí me abudhe jugadh zola!-¿Qué carajo pasa? –indago paternal.-Que Vicky quiedhe vedh televisión y yo ya la vi…-Y si las cosas fueran al revés y vos quisieras ver tele y Vicky jugar, ¿qué

harías?-(Mñññrgqff).-Y bueno, ¿entonces de qué te quejás? Andá a jugar solita: tenés chiquicientas

barbies.-Ez que tengo zueño.-¡Y bueno, entonces andá a dormir!

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-(Mñññrgqff).Más tarde, Sabrina comenta que la gliptodontuela ha dejado en claro que ella va

a dormir en la cama grande y exigido que no la molesten; y que cinco minutos después se apersonó junto a Vicky quejándose de que ya la habían despertado y no podía dormir más. Desde entonces, están mirando tele las dos.

Bueno, estaban; porque en estos instantes se hallan aplicadas a un rudo encuentro de catch-as-catch-can, o cachacascán, que ni Titanes en el Ring, revolcándose encimadas o apelmazadas sobre el colchón maestro de la vivienda. Porciertamente, he oído que Diego increpa a su diminuta vástaga: ¡Cuidado, no le hagas daño a Xóchitl! Ingenuo de mí amigo… Yo, en su lugar, me preocuparía más por la inversa. Otrosí, el castizo de mi jabalicilla comienza a hacer mella en el rioplatense vickario, porque, Vicky ha entrado a emplear el imperativo “Mira” (bueno, “Mila”) y “Ven”, y, a la hora de turnarse, dice, ¡Ahora ti a mí! Ya aprenderá la conjugancia (¿recordates, gerontes?). Mientras tanto, séale indultada la ensalada pronominal.

Entre que escribía lo que acabo de consignar, ha habido novedades punitivas, porque no sé qué cagada se mandaron que Vicky se puso a llorar torrencialmente, al tiempo que Diego la reprendía con una severidad que ha de haberle costado el mil por ciento de sus dotes histriónicas (parece que estaban tirando cosas del piso superior al living). Inquiero si mi brontosaurita comparte la culpa. ¡Yo ya dije pedhón y pedí dizcúlpaz! –se ataja. Bueno, andá a consolar a tu amiguita. La escena es de una ternura hilarante:

-¡No llórez máz!-…-Déjame que te zuene loz mócoz,-…-Ezpera, que todavía tiénez mócoz.-(ji ji jí).-¡Pedho no, Vicky: tiénez mócoz!-¡JI JI JÍ!Y así termina la tragedia, que, sin solución de continuidad desemboca en una

canción que ambas entonan a dúo con las piernas asomando entre las rejas del minibalcón como micos enjaulados. La letra reza más o menos así:

¡Vino la polizía!¡Vino la polishía!¡Viniedhon loz bombédhoz!¡Vinielon losh bombélosh!¡Viniedhon loz fedhomodelíztaz!¡Vinielon losh felolíshtash!¡Vino la polizía!¡Vino la polishía!etc.

Más tarde, mi cetácea consintió una paciente lección de fonología aplicada a efectos de enseñar a Vicky a pronunciar la erre.

-Tiénez que hacedh azí: RRRRRRRGHDHDHDH –explicó mutando una sorprendentemente ortoépica erre en esa gdh reminiscente de la gárgara que yo he procurado malamente imitar gráficamente con las escasas dos docenas de fonemas que el castellano me permite representar.

-Llllllllll…

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-¡NO! RRRRRGHDHGDH, con la lengua azí.-LLLLLLLLLLGHGHGHGHG…-Ya cazi te eztá saliendo. Zolo tiénez que pdhacticadh.Ahora que hemos comido los estupendos ravioles que quedaron de esta mañana,

rociados con un dignísimo torrontés Don David, se ha hecho momento de irnos cada uno a dormir. La coreografía será similar a la de ayer: Xóchitl con su papá, Vicky con su mamá y Diego con la suya.

Lunes 1º de abril

Se acabó el verano: ha amanecido nublado, ventoso y fresco, con amagues de llovizna. Para variar, me he despertado al alba (cinco, para ser exactos, de la mattina) y venido a buscar en el Diccionario de la Real Academia el raudal de palabras y acepciones ignotas que me propinó Roa Bastos en su monumental “Hijo de hombre”. Pensar que la tengo hace como treinta años y nunca la había abierto, ¡qué boludo! (perdón, si me lees, inolvidable y nunca olvidada María Laura). Me enteré, entre otras cosas, que “discurrir” quiere decir “inventar” y, más en general, “aplicar la inteligencia”, por lo que “mostrenco” es, entre otras cosas que ya sabía, “lento para discurrir y aprender”, ¿qué me contursi? Bueno, que como a las siete me entró sueñito y dormí entonces hasta las once, cuando me despertó el alboroto de la quelonita que reclamaba mi vigilia. Almorzamos un opíparo asado y enfilamos para Ostende y Cariló.

La vieja hostería, otrora solitaria y señera señora de la costa y sus inmediatos alrededores está ahora sumida entre edificios más aparatosos y removida casi quinientos metros del mar. Como en “El otoño del patriarca”, alguien, parece, se ha llevado el océano. Entramos sin que nadie nos pregunte quiénes somos ni qué queremos. La posada es toda silencio. Algunos huéspedes consultan sus correos electrónicos en una sala presidida por un inmenso hogar que hace añorar el invierno y con atmósfera de templo, en cuyos muros cuelgan las fotografías de los escritores que han pernoctado en la institución: Rodolfo Fogwill (pensar que lo conocí sin enterarme de que era nada menos que “Fogwill”), Andrés Rivera (que integraba con José Luis Mangieri el bohemio si entrando a sectario staff el El Popular, donde yo fungía de asistente de archivista, allá por 1965-66, y a quien vi dar el minigolpe de estado a raíz del cual, junto con Emilio Jáuregui –más tarde asesinado a sangre fría por la cana– y Eduardo Jozami, le arrebataron la dirección del Sindicato de Prensa al PC… ¡O prehistoria de mi historia que alguna vez narraré!), Eduardo Cozarinsky, Martín Caparrós (el único que mira socarrón, como sobrando al espectador), Juan José Saer, el negro Fontanarrosa (con su invariable e invariablemente mendaz mirada de persona seria)… Una placa recuerda el paso de Antoine de Saint-Exupéry. Hay fotos de paisajes y próceres de entonces, como Silvina Ocampo, vestidos como entonces. Hay un retrato de Borges. Hay objetos antiguos que no terminan de graduarse de antigüedades: un sapo de madera, con su ídem de bronce expectante de las fichas que ya jamás volverá a tragar; una especie de proyector de imágenes que ya no volverá a mostrar más que la que le queda; un viejo arcón; un escritorio rústico… Discurrimos por los pasillos fantasmagóricos. Buscamos inútilmente un bar o un café. Nos asomamos a la piscina. Volvemos sobre nuestros pasos y abandonamos el lugar como quien deja atrás para siempre un recuerdo del que jamás volverá a acordarse. Hace un frío casi solemne. Nos refugiamos en Oma, casa de té y pastelería debidamente alemana, situada frente al hotel Hamburgo. Las tortas de manzana y cerezas negras son una exquisitez. Detrás de mi cabeza, un anuncio de la próxima (o, seguramente, de la última) versión lugareña de la Oktoberfest, con un par de señores rechonchos de pantaloncitos cortos, tiradores de cuero, sombrero con plumita y

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bigotitos vagamente hitlerianos: habrá o ha habido competencias de yódel, concursos de danzas y justas de embutidos y dulces. Es obvio que andamos ya en el área de influencia de Villa Gesell.

Pero Sabrina quiere ir a Cariló. Yo recuerdo un páramo poblado de pinos, donde la gente compraba terrenos fuera uno a saber para qué. Entramos en una especie de country inmenso. Allende la garita de acceso, el bulevar de tierra apisonada se abre paso entre chalets poco menos –y a veces más– que espléndidos, rodeados de parques de montones de metros cuadrados (claro, aquellos terrenos no valían nada), abrigados entre regimientos de coníferas. El tránsito, ralo durante el primer kilómetro, se adensa sin preaviso. De pronto se apiña a uno y otro lado de ambas calzadas del bulevar la lustrosa chafalonía de las 4x4, los Audis, los BMW, los Mercedes… No comprendemos por qué, como que no aparece nada que ver todavía. Uno o dos kilómetros más adelante, un centro de exposiciones inaugura una como pretérita villa medieval que hubiese cedido sus venerables construcciones a una generación reciente de edificios mediterráneos, muchos de madera, que, como en similares trances en la vieja Europa, remedan con sus techos en punta, sus ojivas en broma o sus torreones de mentira la arquitectura desvanecida. Estacionamos apenas pasado un puente con aires de Rialto en miniatura que salva el arroyo de juguete que ahora tiene por madre la plazoleta silvestre que divide el bulevar. Subimos y bajamos, sin poder mantener rumbo recto ni veinte metros seguidos, por entre negocios opíparos, abriéndonos paso entre una turbamulta paqueta, cuyas mujeres hablan con la voz engolada de nuestras burguesas con plata y pedigrí. Hay un vendedor de globos vestido de payaso, de galera cuidadosamente maltrecha, nariz perfectamente esférica, y traje de pulcros y armónicos remiendos, con aire de Anthony Hopkins y hablar amable y aplomado de comerciante próspero. Más allá, termina el espectáculo de un titiritero parecido a Alberto Closas que hace las delicias de un piberío blondo y pecoso. “Como pueden ver –colofona en el momento en que me acerco–, no hace falta la Play Station ni el televisor para divertirse; y estos títeres se pueden confeccionar con cualquier cosa”. La purretada aplaude con entusiasmo genuino. Por un instante, se me hace que el paraíso celeste no ha de ser tan diferente de este edén terrenal (como, digo, no ha de distinguirse tanto el infierno de más tarde con el de las villas miseria de ahora. Pero debo admitir que el país formal es formalmente formidable. Primerísimo Mundo. A los noruegos les daría, acaso, no sé qué este desenvuelto despliegue de opulencia). Compro alfajores artesanales para regalar en Viena en una tienda que más semeja una joyería de cosas para engordar: bombones, chocolates, frutas abrillantadas, licores de diferentes frutos y hierbas, dulces, mermeladas, jaleas, almíbares, conservas… todo para el ama de casa que tiene quien le tienda la mesa, sirva las viandas y lave los platos. Frente a la bijouterie gastronómica, sendas señoritas decoran con su esbelta y elegante presencia dos modelos de Fiat, que la gente observa y prueba como si se los fuera a llevar puestos. Yo admito que me llevaría mejor puesta a alguna de las señoritas, pero no se puede. Diego y las purretas descienden por un túnel a una plaza con juegos infantiles. Por mi parte, bajo más sosegadamente por el nivel intermedio en el que se exhiben, a guisa de memoriosa curiosidad, dos sulkys también de entonces. Sabrina da con la tienda que buscaba y yo aprovecho para vestir a todo mi harén. Me hacen falta cinco o seis llamadas de consulta a la Chapu para determinar talles, colores, texturas y presencia o ausencia de capuchas y bolsillos. Al final, me doy por humillado y entrego el telefonino a Sabrina, que oficia de pontífice entre mi mujer y la vendedora.

En el ínterin, ha venido la noche. Ahora son las vitrinas iluminadas, los escaparates incandescentes, los interiores versallescos los que acaparan la vista. Cuentan Diego y Sabrina que esto hace tres años ni existía. ¿De dónde saca mi país tanta gente

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tan acaudalada? Y sin embargo, les da por protestar estrenando cacerolas. ¡Quién los entiende!

Regresamos a Pinamar. Diego ha cometido el más torpe de los pecados que un hombre puede cometer: ha prometido un pony a Vicky y una Barbie a la porcinetta, que no han cejado ni un nanosegundo en recordarle la manda que ya no podrá cumplir. Vicky se declara “nojada polque no van a compial mi pony”, y la brontosuarica proclama que le “falta el amodh de mi mamá”. ¿Cómo que te falta el amor de tu mamá? ¿El mío no es suficiente?, No, podhque cuando te quiedho abdhazadh tú te daz vuelta y yo con mami ziempdhe duedhmo abdhazada, ¡Pero si yo me quedo abrazado a vos hasta que te ponés a roncar y recién entonces me doy vuelta!, ¡Yo no dhonco!, Sí roncás; ¿y por qué no me dijiste todo esto desde que naciste hasta hoy? Por suerte, logro trocar unas horas de plazo hasta mañana por un compromiso formal de arrojar a ambas cachorras a la cama de los Diez. Cosa a la que procedo –algo apremiado por la clientela, es cierto– apenas llegamos a la casa. Vicky, como Valeria en su distante y ay tan añorado momento, es una pluma que vuela girando por el aire y rebota cinco o seis veces antes de recuperar el estado de reposo que Aristóteles creía intrínsecamente natural. Pero la quelonia va por los veinte macizos y abultados kilos. Ya alzarla es cosa de titanes y me siento como esos montacargas que con sus dos brazos de acero alzan contenedores en los almacenes portuarios. Una vez que logro calzármela a la altura del pecho, viene el trance de lanzarla a fuer de puros bíceps. La paquiderma cae como un meteorito, dejando un hueco gigante del que no hay Newton que la haga rebotar. Ahora viene la recompensa del jolgorio. Y luego el suplicio del, ¡Otdha vez!, Bueno, una más a cada una, ¡No; zinco vézez y ya! ¡Shi, shinco véshesh y ya! En efecto, y ya… me tienen que llevar al hospital.

El arroz frito con ajo y echalotes que he prometido como cena me sirve de coartada para interrumpir la abrumadora coreografía. Pero antes debo prometer que ¡dezpuez, ótdhaz zinco vézez y ya!

Tras la cena, cómo no, zinco vézez y ya. Cuando por fin me acuesto, tras subir los vídeos a Féisbuc, la enana, por primera vez en años, se ha dormido sin esperarme. Y yo, para mi consternada sorpresa, siento que me ha estafado el cuento que ya no podré contarle.

Tal vez por eso no me he podido dormir y me he venido subrepticiamente a teclear estas pamplinas,

Martes 2

Infausta fecha, por cierto. Por vez primera en estos días, me despierto al mismo tiempo que mi galápaga. ¿Soñáste lindo?, Zí; zoñé que con Tamáriz (vide “Crónicas neoberlinesogualeguaychuzas”) y tú eztábamoz en la punta de la Todhe Eiffel, ¿Y se veía toda París?, ¡Zíii! Y dezpuez íbamoz a comedh al dheztodhán máz famozo del mundo y comíamos laz coztillítaz de zerdo máz deliziózaz del mundo, con jugo de tódaz laz frútaz máz zabrózaz del mundo y de poztdhe el cupcake máz gdhande del mundo con cdhema adhiba y dezpuez íbamoz a un dezfile de módaz de tódaz laz Barbiez máz hermózaz del mundo. Son las diez y los homónimos Diez ya están en pleno desayuno. Como Buenos Aires está todavía bajo el agua, resuelvo retornar mañana, que no hoy, como planeaba, para gran algazara de mi jabaliciña. Vicky solicita y la hipopotamuela exige que las vuelva a arrojar sobre la cama. Concedo, mientras Diego, cámara en mano, funge de Michael Moore ad hoc. Llama Celia para notificarnos de que Buenos Aires está prácticamente sumergida: inundados barrios hasta ahora inmunes, gente atrapada en coches y autobuses, cuatro muertos, teléfonos y electricidad cortados,

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caos generalizado y absoluto, pero no, claro, en Recoleta. Sabrina está preparando un pecaminoso guiso de lentejas, que nos lleva a Diego y a mí a planificar una incursión en Finnegan’s. Aprovecho para dejar la Eco Sport a que la desarenen y procedemos a la Bunge con el combo infantil a nuestra zaga. El vigneron nos recomienda esta vez un cabernet y un malbec de Carmelo Patti, diz que el “wine designer” de moda; 135 mangos por botella, oséase unos 18 dólares azules, es decir, europeamente hablando, nada. De retorno, interrumpe nuestro diálogo un ¡AAAAAAAAAY! ¿Pedho podh qué no te fíjaz? de la tapiriña que se pone a llorar en serio (mi génita es un faquir, y si llora porque de veras le duele, es porque le duele de veras). Vicky ha subido su ventanilla y, sin querer, triturado el índice de su amiguita, que, por una vez, no deja de llorar. Y, como en el trance pasado, Vicky rompe también a zollipar abrumada por la culpa. En vano son nuestros intentos de consolarlas e inútiles mis exhortaciones a que la víctima indulte a la victimaria (no –por fortuna– porque aquella se niegue, sino porque, ¡ME DUELE MUCHOOOOOOO! Pasan varios minutos, el llanto de mi elefantuela amaina un tanto, Bueno, ahora dale un beso a Vicky y decile que la perdonás, ¡Ez que aún (nota bene lo castizo del adverbio) me duele!

En eso estamos al llegar a la casa. Vicky, compungida hasta el caracú, se niega a bajar del auto. Mi triceratopsa lo hace por la otra puerta, ya más calmada, pero siempre lagrimeando y con el dedo en alto. Sabrina le da hielo. Yo besitos. La enana sigue hipando; se conoce que le duele dendeveras. Por fin, ambas se aplacan y reconcilian y todo vuelve a la bochinchera normalidad.

El guiso de lentejas es todo un éxito. La quelonia pide más, y hay que caminar por la delgada línea roja entre hacerla feliz e impedirle que engorde. Por suerte, queda para la cena. ¡ZÍIIIIIII! ¡Yo quiedho máz para la zena! –se alboroza ya expectante.

Almorzados, salimos a recorrer el barrio “posta” y recoger mi Eco Sport. Los chalets son despiadadamente hermosos. A la izquierda, el del dueño del pueblo, que se lo ha construido prácticamente a horcajadas del golf club (bueno, del mayor golf club, porque pronto hay otro). Más allá, en un barrio inútilmente cerrado, la mansión rosada de Yabrán, el misterioso multimillonario que durante el menemato obtuvo misteriosamente la concesión de los pasaportes, fue misteriosamente responsable del misterioso asesinato del periodista José Luis Cabezas, que se atrevió a fotografiarlo, y se suicidó igual de misteriosamente. Misteriosos son, sin duda, los caminos del Señor. Luego nos detenemos a tomarnos unos helados en Freddo y enseguida, a buscar el coche de Diego.

Por Paka Paka dan un dibujito animado sorprendentemente bueno que explica la tragedia y el crimen que fue la Guerra de las Malvinas. Ojalá lo hayan visto todos nuestros niños.

Mientras tecleo, la mamutica me pide que le ayude a escribir “No ensuciar el agua porque si no el mundo se acaba”. Ahora ha firmado el papelito y la misión es pegarlo en alguna pared para advertencia a la especie. ¡Genial, mi porcinetta, carajo! Adosamos el cartel al buzón con cinta scotch y partimos a hacer efectivo el torpe juramento de Diego, que hasta este instante había creído en su infinita inocencia que las botijitas se iban a olvidar –¡las pelotas!–de las prometidas Barbies (que, en el ínterin, Vicky se lo ha pensado mejor y ya no quiere un pony). Hurgamos en dos jugueterías cuyas Barbies no abandonan la estratósfera de los 175 mangos para arriba. En la segunda, descubro un peluche pingüinesco, ¡Mirá lo que encontré!, ¡FRIGERIOOOOOOOO! –exulta mi paquidermilla, Sí, ¿lo querés?, No, ¿No querés tener a Frigerio?, No, ya lo dibujé. Insondable el microcosmos existencial de un niño: es la primera vez que la enana no acepta un regalo. En la tercera juguetería damos por fin con sendas Barbies de 135 mangos. Diego descubre, entretanto, un novísimo juego de

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mesa. En la tapa los rostros torvos de milicos en uniforme de gala o traje de fajina, encabezados por un inconfundible Pinochet: JUNTA, el juego de poder, manipulación, dinero y revolución. ¿Estás dispuesto a unirte a ellos? La contracarátula explica –bueno, aproximadamente–:

¡PODER!

Para tener la suficiente influencia y el dinero necesario para ser el nuevo presidente de la República Bananera.

¡MANIPULACIÓN!

Para obtener mucho dinero para un atentado, éste se obtiene teniendo precaución al hacer las tareas, mientras los restantes miembros del parlamento están escondidos.

¡DINERO!

Para sobornos y atentados, lo conseguirás de la única manera planteando situaciones estratégicas en el tablero.

¡REVOLUCIÓN!

Tus atentados quizás no tuvieron éxito porque los estudiantes se han manifestado frente al parlamento, para que derroquen al actual régimen de la República Bananera. Deberás tratar de provocar una revolución jurídica para liberar a los líderes corruptos. Éstos te nombrarán como presidente, quien pasará a tomar el mando de la República Bananera.

JUNTA es el juego que con toda amabilidad los jugadores deberán engañar, ocultarse y tratar de destruir a sus oponentes quitándoles sus millones para depositarlos en sus propias cuentas bancarias, que naturalmente se encuentran en Suiza.

Es obvio que se trata de un juego yanqui, y que el texto es traducido. Lo que de veras espero es que hayan fusilado al traductor. La experiencia me agita la vejiga y solicito autorización para mear. Me abren una especie de puerta secreta y penetro en un recinto cuyo bidet y lavatorio se hallan atestados de mercancías y sobre cuyo inodoro puede leerse el siguiente encarecimiento:

POR FAVOR, LOS P.H. USADOS TIRARLOS DENTRO DEL INODORO!!!Y APRETEN EL BOTÓNDESPUÉS QUE ORINEN ÓETC.!!!POR FAVOR!!!

¡El mundo está lleno de sorpresas para el que no descuida buscarlas!De allí nos vamos al supermercado a comprar limones para el Gancia y a la

vinería a comprar Gancia para los limones. Ahora, tras una ducha a dúo en que las sabandijas se trabaron en un instructivo diálogo en materia de corpiños, y dos sesiones de lanzamiento satelital en el polígono maestro, nos aprestamos a cenar la segunda

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mitad del guiso de lentejas. Tengo que cuidar que mi tiranosaura regina no se exceda demasiado en la ingestión, pero da gusto verla deglutir con tamaña fruición. Tras la cena, las hago caer dos veces a cada una en la mitad de la cama que Diego deja libre a su lado y vuelvo a la computadora. No termino de bajar el documento que viene la jabalizota a pesquisar, ¿Falta mucho padha idh a domidh?, ¿Qué, tenés sueño?, Zí, Bueno, vamos. Acomodamos las cobijas y nos metemos bajo ellas. ¿Queremos cuento o no queremos cuento?, Zí; ¿puede zedh el de anoche?. ¿El que no te pude contar porque te quedaste dormida?, No, el que zoñé de Pariz, ¿te lo acuéddhaz?, Creo que sí, a ver:

CUENTO DE LA NIÑITA QUE SE TREPÓ A LA PUNTA DE LA TORRE EIFFEL CON SU AMIGA TAMARIS…

-Y zu papi.

…Y SU PAPI Esa noche, la niñita se fue a dormir tomada de la mano de su papá. Su papá, como siempre, se quedó tratando de ver a través de sus párpados lo que la niñita soñaba, pero, como siempre, no pudo. Solo que como yo soy el que cuenta el cuento y lo sé todo, sí lo vi y puedo contarlo. La niñita se despertó en el sueño, encontró a su peluche Jito y le dijo, Quiero ir a París…

-No, ya estaba en la punta de la Todhe Eiffel.-Pero primero tenía que llegar.-Ah, cladho.

… y para eso tomó un avión enooooorme…

-Con Tamáriz y el papá.… Con Tamáriz y el papá. Y en el avión las azafatas eran todas Barbies,,,

-Y estaba la que me compdhó Diego.

… Y la jefa de todas era una Barbie morena, de bikini y anteojos negros,,,

-No, zon violétaz.-Es que a los anteojos de sol, que no son transparentes, se les dice anteojos

negros, y la azafata tenía anteojos negros violeta.-No; tenía anteójoz de zol violétaz.-Bueno, tenía anteojos de sol violeta.

… y le dijo a la niñita, ¡Pero yo a ti te conozco!, Sí –respondió la niñita, porque eres la que en la realidad me compró Diego, el padre de mi amiga Vicky,,,

-Mavi.

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… Que también se llama Mavi, Solo que en la realidad no puedo moverme ni hablar, pero en tu sueño sí. Ya te mando a una de mis colegas sirenas para que te traiga un rico jugo de frutas. Y en eso apareció una azafata con el pelo como de lana todo enrulado y una nariz enorme que dijo, Yo soy la azafata hecha toda de lata que te traigo un jugo para que lo tome Hugo, ¡FRIGERIOOOOO!, déjate de rimar tonterías y llama a la verdadera azafata. Yo soy la azafata verdadera aunque esté hecha de cera, dijo entonces otra sirena, igual de ridícula, pero más bajita, ¡FAUSTINOOOO!, déjate de tonterías y llama a la verdadera azafata. Y ahí sí que vio la azafata de verdad. En ese momento, la niñita se acordó de que faltaba Mavi. No te aflijas, niñita, que si tú quieres que Mavi venga a tu sueño ya mismo la traigo –la tranquilizó el peluche Jito, Y ¡SHAZAM! apareció la amiguita que faltaba. En ese preciso momento, el avión aterrizó en París y todos tomaron una enorme limusina que los llevó directamente a la Torre Eiffel, donde treparon inmediatamente a la punta y vieron toooooodo París que era hermoso,

-Y fuedhon a comedh al dhestodhán.

… Y dijo entonces la niñita, Vamos a comer a un restorán que es el mejor del mundo…

-El máz famozo.

… Y por eso, el más famoso. Llegaron al restorán, que era elegantísimo y los recibió un mozo de chaqueta negra y pechera blanca, muy solemne, pero con una nariz enorme, ¡Bianvenidós al ghestoghán donde solo se come pan!, ¡FRIGERIOOOOOO!, déjate de rimar tonterías y llama al verdadero camarero. A lo que otro camarero, vestido igual, pero más pequeñito, comentó, La señoguita está ghimando, ¿desde cuándo?, ¡FAUSTINOOOOO!, déjate de rimar tonterías y llama al camarero de verdad. Y el camarero de verdad los hizo sentar y les sirvió las costillitas de cerdo más exquisitas que jamás habían probado, que, además, eran mágicas porque cada una tenía cinco huesitos para mordisquear. Y les trajo a todos unos hermosos jugos con las frutas más sabrosas del mundo. Al terminar, a la niñita le dio un poco de sueño…

-Falta el cupcake.-¿El qué?-¡El cupcake!

… Pero el camarero les recordó que faltaba el postre. Hizo chasquear los dedos y aparecieron cuatro camareros más empujando un carrito con un cupcake enoooooorme que parecía una montaña cubierta de nieve. Se lo comieron entre todos y, cuando terminaron, a la niñita le dio un poco de sueño…

-Falta el dezfile.-¿Qué desfile?-El desfile de módaz de laz Barbiez.

… Pero el padre le dijo, Primero quiero llevarte al desfile de modas de las Barbies. Llegaron a un hotel elegantísimo y los hicieron sentar justo en frente de la pasarela donde comenzaron a desfilar las Barbies. La primera tenía el pelo un poco revuelto, caminaba como bamboleándose y tenía una nariz enorme. Soy la Barbie modelo que tiene más mugriento el pelo, ¡FRIGERIOOOOOO!, déjate de rimar pamplinas y que

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empiece el desfile. Entonces apareció la misma Barbie del avión, con su bikini y sus anteojos de sol violeta, ¡Hola, niñita! Aquí me tienes otra vez. Ahora vas a ver los modelos más bonitos. Y, en efecto, el desfile fue magnífico. Cuando terminó, a la niñita le dio un poco de sueño…

-…

… Y el padre la llevó a una habitación espléndida, con muebles antiguos, y cama con baldaquín, que es como el techo que tienen las camas de las princesas. Y la niñita se abrazó a Jito y le dio la mano a su papá. Y como en el sueño las cosas son al revés, al quedarse dormida soñando, se despertó en la realidad, abrazada a Jito y tomando la mano del padre. Papi, vengo de París, ¡Qué bueno que hayas estado en París y te sientas feliz!, ¡FRIGERIOOOO!, déjate de rimar disparates y llama a mi papi. Entonces apareció el papi que había ido a hacer pis, le dio la mano a la niñita y le preguntó qué había soñado. Soñé con París –contestó la niñita– y comí en el restorán más famoso del mundo y vi un hermoso desfile de modelos, ¡Qué bueno que seas feliz en tus sueños, hijita –dijo el padre–, porque los sueños felices son una de las grandes felicidades de la vida!

Y colorín colorado, este cuento se ha pausado.

-¿Ahodha Fdhigedhio eztá en la realidad?-¿Cómo en la realidad?-Zí, podhque apadhezió cuando la niñita ya ze había dezpetado.-No; lo que pasa es que la niñita todavía estaba dormida y soñando que se

despertaba, Se terminó de despertar cuando apareció su papá. ¿Entendiste?-Zí(¡Uuuuuuf!) Y la quelonita me tomó la mano y se quedó profundamente

dormida, para despertarse, supongo, en el sueño y soñar cosas maravillosas que me tocará narrar mañana, detalle más detalle menos, con su invalorable asistencia como apuntadora,

Como no eran ni las once, no pude conciliar el sueño, Con todo sigilo separé la ropa para mañana e hice la valija; y como todavía no me entraban las ganas de dormir, me vine a teclear estas pamplinas.

Miércoles 3

Nos levantamos a las diez, desayunamos y partimos sin mayores patetismos a eso de las once. Por las dudas, compré a la porcinetta un cúmulo de revistas para dibujar de modo que tuviera con qué entretenerse. Hasta Santa Teresita, la ruta estaba casi desierta. Ya eran doce y cuarto, y la quelonia proclamó su hambre. Entramos en el pueblo y almorzamos en Puerto Marisco dos estupendos filetes de corvina. Al salir nuevamente a la carretera, el tráfico se había tornado bastante más nutrido. Levantamos a dos cadetes de la cana que iban a General Lavalle y, apenas depositados, recogimos a Manuel, estudiante de Administración de Empresas, hijo de pilotos comerciales, que había vivido seis años en Abu Dhabi. Manolo llevaba hora y media haciendo dedo… Los tiempos han cambiado mucho desde que me recorrí medio planeta a fuer de pulgar, Poco más adelante subimos a una docente que regresaba a Dolores. Nos detuvimos en Sol de Mayo (vide “Crónicas agliomarinaias”) a comprar dulces de naranja e higos y queso y, salvo para cargar nafta en Chascomús, no volvimos a detenernos hasta

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depositar a Manuel en Marcelo T. y Libertad. Ahora, todo esto es pasado, ¿Cómo será recordarlo?

HAY TRAICIONES QUE DUELEN HONDO

Viernes 13 (¡claro!) de abril

Con la Chapu habíamos estado cavilando que no era justo privar a la porcinetta de la educación de lujo que Vale tuvo en Manantiales: doble escolaridad, instrucción bilingüe, clase reducida, frondosas actividades extraacadémicas (extracurriculares que les andan diciendo gracias a las malas traducciones)... En suma, que la que tuve yo en el San Andrés y mis hermanos no y mi hermano todavía no me lo puede perdonar. Toda mi carrera se la debo, en buen romance, a los cinco años del St. Andrew`s, que fue donde mamé, más incluso que el propio idioma, la cultura inglesa, cuya sombra no me abandona y siempre está a mi lado (¡salud, viejo Georgie Borges!). Sin San Andrés, no habría habido Moscú, y sin Moscú, jamás habría llegado a Jefe de Intérpretes de las Naciones Unidas… Y sin las Naciones Unidas no habría conocido a la Chapu, ni tenido a la jabaliciña, ni mucho menos podido pagarle una educación como la que tuve. Los argumentos eran… son de peso pesado y muchos.

Pero…Pero yo lloré de felicidad el día que la vi entrar, con su impoluto delantal blanco,

mezclada en la turbamulta de purretes de todos los colores y extracciones sociales, en el Lenguas Vivas.

Y hoy la sacamos. El lunes empieza en una escuela de lujo, la New Model International School, en Palermo. Tiene de todo, hasta huerta. La directora, la secretaria académica y, sobre todo, la psicopedagoga (¡sobrina, quién lo diría de un gran colega y amigo, Raúl Gáler, que supo ser Jefe de Intérpretes en Ginebra) nos causaron la mejor impresión. Escuela de ricos, lo que no está mal, para ricos, lo que no está bien. La enana está encantada con la idea. Ella es como yo, le gustan los viajes, los traslados, los cambios, las caras y lugares nuevos. La va a pasar bien, sin duda. La psicopedagoga me mostró hoy el retrato que le había hecho en la entrevista. Una maravilla de color y movimiento, con el cabello ondulado y rojo lloviendo sobre el papel. Lo que más la entusiasmó fue la huerta con sus cinco tortugas (bien que solo pudo detectar tres),

¿Puedo comprar caraméloz para miz amiguítoz que no voy a ver más? –preguntó sin asomo de contrición la tiranosauruela, que de pronto aprendió a pronunciar las erres, luciendo su impoluto guardapolvo blanco por última vez. Hoy fui a pedir el pase. Hoy comprendí la razón profunda de mi mal humor de estos días. Hoy supe que no era mal humor sino tristeza. Hoy me puse a llorar como un crío, ahí, delante de docentes y secretarios. Hoy me di cuenta de que soy un traidor. Ojalá que mi traición sea para bien de mi pequeña, Porque para mi bien no es.

Esta tarde, cuando la fui a buscar, Ema, Naomi y las demás amiguitas se lamentaban, ¡Qué láztima que Zóchil no venga máz! La maestra el dio el último beso y le deseó suerte.

-¿Te hicieron una despedida tus amiguitos?-Zí, y Ema y Naomi cazi lloraron, y yo también cazi lloré?-¿Ëstás triste?-Zí, un poco.Durante la cena, a raíz de que no le gustaban los zucchini de la tortilla mixta que

preparé, se puso a llorar desconsoladamente. Y supe que la gastronomía no tenía absolutamente nada que ver. La Chapu teorizaba que yo le había transmitido mi propia

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angustia. Es probable. Pero no creo que haya hecho demasiada falta. Porque mi enanita sabe, aunque no sepa aún que lo sabe, que hay trueques en que parte de lo que trocamos es un pedazo de vida.

CUENTO DE LA NIÑITA QUE SE CAMBIÓDE ESCUELA Y SE LLEVÓ A TODOS SUS AMIGUITOSY HASTA A LA SEÑORITA

Esa noche, la niñita se fue, como siempre, a dormir dándole la mano a su papi, que se quedó mirándole los párpados tratando de ver qué soñaba, pero, claro, no pudo. Ahora, como yo soy el que cuenta el cuento y lo sé todo, sí lo puedo contar.

Cuando la niñita despertó en el sueño su peluche Jito le preguntó:-¿Por qué te ves triste niñita?-Porque voy a ir a una escuela nueva y voy a extrañar mucho a mis amiguitos.-¡Ah, pero eso se soluciona muy fácilmente! Como en los sueños pueden suceder

todas las cosas maravillosas, vamos a hacer que todos tus amiguitos y hasta la señorita se cambien también a tu nueva escuela.

Y así fue: Llegó un ómnibus enooooooorme con tooooodos los amiguitos y la señorita del Lenguas.

-¡Qué hermosa escuela! –exclamaron,-Y tiene hasta una huerta –explicó, entusiasmada, la niñita.Entonces todos entraron en el aula, donde, además, estaban los nuevos

compañeritos.-Y te he traído una sorpresa –dijo Jito–. Te he traído a alguien que no estaba

contigo en el Lenguas. ¡Mira!Y ahí, sentado entre los demás, estaña… ¡Gonzalo!Entonces comenzó la clase re inglés. Y todos se pusieron a cantar y bailar en

inglés. Unos tocaban la trompeta, otros el trombón, y la niñita…

-¡La guitarra!

…la guitarra…

-¡Eléctrica!

…eléctrica. Y no solo que tocaba la guitarra eléctrica a la perfección, sino que también se puso a bailar y cantar, Después se fueron todos a ver la huerta.

-¡Hay tortugas! –anunció la niñita. Y en eso apareció una tortuga muy pero muy rara, con una nariz enorme…

-¡Y pátaz grández y amaríllaz!

…y patas grandes y amarillas.-Soy la tortuga Arruga, y camino despacio porque tengo el pelo lacio –dijo, y al

lado apareció otra tortuga igual de rara:-Soy la tortuguita Arruguita –agregó–; y camino lento porque hay mucho viento.-¡FRIGERIOOOOO!, ¡FAUSTINOOOOO! Déjense de rimar tonterías. Pero

¿qué hacen en mi nueva escuela?-Estamos en esta escuela porque nos trajo una abuela.

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Y, de pronto, en medio de las plantas, apareció un hermoso conejo: Manchitas…

-¡ZÍIIIIIII!

…que le dijo:-Niñita, como en la realidad los conejos no podemos hablar, nunca pude decirte

lo mucho que te quiero, y lo mucho que te agradezco que m des de comer y me saque de la jaula a jugar sobre la alfombra, y lo mucho que siento haberte mordido… Claro que tú me jodías bastante. Pero yo te prometo que no voy a morderte nunca más… si tú me prometes que nunca más me vas a jorobar. Y ahí sonó una campana que anunciaba la hora del almuerzo. Y todos los niñitos pasaron al comedor donde les sirvieron una pasta deliciosa, tan deliciosa como las que hacía el papá de la niñita en la realidad. Comieron tanto que a la niñita le dio un poco de sueño…

-¡NOOOOO!-Sí, porque es tarde.

…y se quedó dormida. Y como en los sueños las cosas son al revés, la niñita se despertó en la realidad,

-Papi, soñé que comía una pasta tan rica como la que haces tú.-Claro, porque yo siempre voy a estar en tus sueños aunque no me veas…

-Mañana pazado pazado, cuando vaya a la nueva escuela, quiero que lez enzéñez tu rezeta para la pazta.

…Y colorín colorado, este cuento se ha pausado.

XOCHITL HIDALGA

Sábado 13

Escribo post facto. El sábado fuimos con Diego y Mavi/Vicky Diez a un asado organizado por los ferrodementes de Amigosdelsat-III, foro de aficionados a todo lo que discurra sobre rieles. Pasé con la porcinetta a buscar a mi amigo y su vastaguita (Mavi tiene cinco años y –dato “a” retener– voz de corneta) y enfilamos pa´ Ituzaingó ande era el asáu. Yo me perdí el hecho histórico que narra Diego, y para que no anden creyendo que me lo invento de pe a pa, cito textualmente (salvo la ceciosidad de mi génita, que añado de mi coleto) el mensaje del quídam, que se negó a contarnos oralmente la cosa, ya que según el ameritaba la solemnidad de la prosa escrita:

“Gente querida: lo prometido es deuda, dice el refrán, y como quería contarles este hecho hermoso pero por escrito que refleja mejor lo sucedido, es que me tomé el tiempo.

Ayer fuimos a la quinta del amigo de las "ramaleadas”; como sabemos, viajaban nuestra enanas desde Lugano. Al llegar a destino encontramos que estaba ya una niñita de la misma edad de ambas. Besos temerosos primero y desenfunde rápido de Barbies luego, se largaron a correr y jugar no necesariamente en ese orden. Ahí andaban las tres cuando encontraron como alpinista el Everest, tremendo montículo de escombros de la obra del dueño de casa. Entre otros juegos pasaron por la no muy feliz idea de comenzar

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a tirar piedras. Como era de esperarse, una de estas lanzada por la pequeña desconocida (desconocida para nosotros obvio) terminó en la cabeza de Mavi y, al unificado gritó de me duele y papá salí en busca del consuelo pertinente. Mientras "Cornetius" lloraba y se frotaba la bocha casi como la Chilindrina noté que vuestra enana tomaba una postura de reflexión en cuclillas. Mavi comenzaba a aflojar el llanto casi como la vaporera llegando al andén y, su amiga del alma lavaba sus manos y acomodaba el entorno. Deje ya a la mía y fui por la vuestra para saber porque la cara tan seria.

Lo que relato a continuación (y pido la memoria no me falle) fueron SUS exactas y propias palabras: ..."Lo que ha hecho eza niña no correzponde....Zé que fue zin mala intenzión, que no quizo lastimar a nadie...pero produjo un daño y debe pedir dizcúlpaz... Voy a reclamar que ze azerque a mi amiga (Mavi) y ofrezca zu dizculpa por lo suzedido..." Sale en busca de la niña que estaba escondida detrás de un auto. "...Por favor, escúchame...Zé que no haz tenido intenzión de dañar a nadie, pero haz golpeado a mi amiga y débez pedir dizcúlpaz... El daño que le házez a ella me lo házez a mí...y también la falta de tuz dizcúlpaz ez una falta hazia mí que no puedo dejar pazar... Por favor, te pido te azérquez y pídaz tu perdón..."

Trato de encontrar palabras que describan la cara de la pequeña desconocida, ante las palabras de vuestra hermosura y no las encuentro. La decisión, la firmeza y la convicción con que lo hizo eran solo comparables a la hidalguía de nuestro Quijote enfrentando los molinos de viento. Quería contarles porque con el paso del tiempo, nos preguntamos de donde surgen tan hermosas y profundas amistades y, con las mujeres en especial, de la misma forma, porque se producen luego tan grandes enojos que los hombres no solemos entender. La educación que los padres tratamos de llevar a nuestros pequeños, queda en este ejemplo, y espero lo guarden para ellas mismas, en la mejor de las vistas  para aquellas mujeres y hombres de bien que soñamos sean de adultos.

Sin lugar a dudas, siempre existe un principio para el ejemplo de ser una persona que piensa, dice y obra en la misma forma. A mí, me toco verlo en esta oportunidad en vuestra hija menor. Felicitaciones a todos. Diego y familia”

Lunes 16

Gran debut gran de la quelonia en su nueva escuela. Bajábamos en el ascensor y le pregunto, ¿Estás contenta?, ¡Como nunca en mi vida! (Yo, claro, sigo con mis remordimientos, pero admito que en este par de días se me han venido aplacando). Llegamos los tres (porque la Chapu no podía no prenderse, pese a su montaña de inminentes exámenes) a las ocho menos cinco y dentramos con el malón de críos y papases de ambos sexos. Mientras la purretada formaba en el Campo de Marte frente al mástil, arreglamos las cosas con las namis del quéiterin. De reojo junaba yo la extensa y alborotada mácula azul y carmín, Con su mochila rosa furioso y porte Blanca Nieves entre los enanitos, la paquidermiña es fácil de identificar. Y ahí estaba, haciendo migas sin mayores introitos.

Por la tarde pasé por la librería donde había que comprar los materiales de inglés (tiene seis brolis brolis para leer durante el año) y fui a buscarla. Salió encantada y no

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quiso esperar para invitar a su primera amiguita, Sofía, una escuincla callada y medio opaca (la primera que le conozco que no parezca un mico ansioso por escapar de la jaula). Las llevé a tomar un helado y luego a casa. Pero acontece que tenía sí o sí que sacarle las fotos que reclama la administración, y, sendas Barbies en mano, las llevé a la óptica de Montevideo entre Marcelo T. y Paraguay. Hete aquí que por el camino nos topamos con la mamá de Sofi, que venía a buscarla, ¡Pero no pudímoz jugar nada! –plañó la tiranosauruela y se puso a llorar amargamente. ¿Vas a sacarte las fotos con la cara toda mojada y los ojos colorados? –indagué artero. ¡No zé! –se sinceró mi ballenata. En la óptica, la chinita (son todos orientales) le secó la carita y le acomodó el flequillo; y las fotos salieron presentables.

Por la noche vinieron a cenar, en orden de aparición, Cruz hija de mi gomía y colega Martín González sito en Ginebra y Estefi hija de mi gamía y colega Judith Luraschi sita en Viena, Gastón e Iván. Para alborozo de la marranica me mandé mi primer y suficientemente suculento guiso de lentejas, precedido de una especie de mousse de palta, atún y mayonesa y sucedido por queso con el dulce de naranja adquirido en Sol de Mayo. A guisa de espectáculo preprandial, la enana se mandó todo un ballet, primero acompañada de los chasquidos de su lengua y luego entonando la melodía en swahili (videos subidos a féisbuc: Xóchitl terpsicoreana I y II). Yo no pude menos que “compartir” la carta de Diego. ¿Así que defendiste a tu amiguita?, Zí, porque ez mi amiga, ¿Y la otra qué dijo?, ¡Le di zu lección!

Pavada de polvo el de aquella noche, ¿eh?

Martes 16

Esta mañana la directora le preguntó, ¿Y cómo te fue en tu primer día en la escuela?, ¡De maravíllaz!

No, si esta mocosita va camino de escribir mejor que su padre.

Lunes 3 de junio

ENSALADA GENEALÓGICA DE XÓCHITL

Me cuenta la Chapu que hace unos días fue a buscar a la triceratopsiña y la maestra suplente pensó que era la hermana. Un par de días después, llevaba a la quelonita a la escuela conducida por una taxista mujer de sexo femenino. Llegan, y al bajar la enana le dice, pongamos, ¡Mamá, ayúdame! (o algo por el estilo), a lo que la taxista, azarada, exclamó, ¡Ah, pensé que eran hermanas! A lo que, entonces, la porcinetta, riendo, retrucó, ¡Mamá es mi hermana y papá es mi abuelo!

CRÓNICAS FERROLOCRÍSTICAS1

Martes 9 de Julio (así, con patria mayúscula) de 2013

Cría fama y échate un polvo, reza cierta versión sicalíptica del viejo adagio. Bueno, a mis años, yo me contento con la fama, para no desmerecer de la cual, vayan estas sentidas líneas in memoriam del insigne si medio mojado ágape chez una vez más Octavio Osores (ver “Crónicas filosatelitales” en sergioviaggio.com), organizado, como

1 Los correspondientes documentos gráficos están subidos a mi Facebook: https://www.facebook.com/sviaggio

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corresponde –bueno, hubiera correspondido mejor un mejor día, sobre todo tras el fiasco meteorológico del frustrado safari a Vedia/Alberdi y estaciones para arriba (ver nuevamente las susodichas “Crónicas ferrofantasmagóricas III”), pero uno no escribe para criticar– por el Gefe en persona propia y, sospecho, en la de su ferrochirusa Natalia, que no podía faltar y, claro, como no podía, no faltó. A las once de la madrugada cargué en la ya célebre Ford Eco Sport a) sillas plegadizas, b) banquito, c) canasta con platos, cubiertos, vasos y un rollo de papel de cocina a guisa de servilletero, d) la porcinetta y, pocas cuadras después, e) mi amigo Tom Afton, gringo de Chicago (con perdón del término), vástago de una ilustre estirpe de gángsters, afincado por esas cosas de la vida en París pero que por esas otras cosas de la vida tiene un dpto. en Buenos Aires proprio proprio en la esquina de Arenales y Suipacha en un edificio francés de esos que dan gloria, y encaré la autopista Buenos Aires-La Plata en medio de un día gríseo, mortecino y desvaído, o sea, medio como tirando a de mierda. De notar el percance de una graciosa confusión del Camino del Centenario con el ídem General Belgrano que me llevó a conocer las insospechadas bellezas de City Bell y zona de influencia. Tras ese simpático periplo fuera de programa llegamos a la calle por número 450 y de nombre Santa Teresita y uno no cesa de preguntarse para qué cazzo número si tiene nombre o nombre si tiene número pero mayores misterios han preocupado a filósofos, teólogos, místicos y demás chabones que no han tenido que laburar para vivir. Frente al 2887 ya se había apilado la chatarra de los como veinte que nos habían precedido y que estaban congregados de pie en una amena bien que algo hierática ronda en el centro del ambiente que no es ni la cocina ni mucho menos el baño de la planta baja de la casa de material donde daban la impresión de circunstantes de un velorio de tío lejano y poco lamentado salvo Romina (si llegué a comprender el nombre a regañadientes mascullado cuando se hartó de que se lo preguntara) que estaba sentada al tope de los escalones que dan a la primera planta con cara de haber perdido un ser de lo más próximo que ni quiso hacer migas ni mucho menos a-migas con mi vástaga Xóchitl que ya venía aburrida de la amansadora vial y ahora comenzaba a aburrirse en tierra firme menos mal que venían Diego Diez (que esta vez se trajo a su bruja personal Sabrina para que no le volviera a pasar lo de Vedia, ver, una vez más, las mentadas “Crónicas ferrofantasmagóricas III”) y su hija Mica de casi veinte que para Xóchitl no contaba pero para muchos sí y su hija Mavi de cinco a la que hube de llamar para que la porcinetta se convenciera de que no era grupo que estaba en camino y eso la alegró un poquito y me brinda una excelente oportunidad para ofrecer a mis amables lectores un merecido signo de puntuación.

La ronda interior, claro, se explicaba solo en parte por el comedimiento y recato de los presuntos deudos, ya que la otra parte de la explicación radicaba en la notable falta de objetos donde apoyar el orto. Ello, sumado a que ya no íbamos cabiendo, llevó a la ferrocáfila a salir afuera, que, por otra parte, es la única manera de salir, a seguir jugando a la ronda de estatuas solo que a la gélida y poco árida intemperie. Cabe señalar, por cierto, que, como en la previa oportunidad (ver, otra vez, las “Crónicas filosatelitales” arriba mencionadas), esta vuelta arreciaba el ferrohembraje, ya que fueron varios los que se trajeron a sus naifas, percantas, mosaicos, grelas, minas, papusas y demás mujeres del sexo femenino, ostentadoras todas de magníficos bogeys, estupendos cilindros exteriores y unas bielas que para qué te voy a contar: locomotoras de lujo, aguantadoras y polentosas, capaces de arrastrar al ferrocrápula más recalcitrante al shopping o a la cama así esté pasando por la puerta una Garrat con cien tolvas. La mía, por desdicha, tenía exámenes, de modo que se me quedó en casa en compañía de Valeria que se perdió así la posibilidad de sacarle el cuero a su padre con las otras dos lolitas de la velada que parece mentira cómo han crecido desde la otra vez.

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Poco a poco fue cundiendo el sentido común y el ya nutrido ferropúblico optó por cobijarse bajo el guarecedor techo del quincho, en cuyo interior propiamente dicho el Gefe hizo colocar dos mesas contiguas y en cuyo propiamente dicho porche se improvisó una más. Tom, a todo esto, miraba con los ojos que habría puesto Tarzán en la corte de la Reina Victoria, o sea, sin entender un mínimo carajo, pero entretenidísimo con las agitadas polémicas en torno al posible contenido etílico de la sangre del maquinista del tren chapa 1 que se hizo alegremente moco contra el chapa 19 en Castelar, el funcionamiento imperfecto de los frenos del mismo (tren chapa 1), la desidia de los inspectores, la venalidad de los sindicalistas, la corrupción de los burócratas, la incompetencia de los señaleros, el retorcimiento de las vías, la indiferencia del gobierno, las peripecias del tercer riel y, en general, las bondades del sistema ferroviario que Ménem nos legó. ¿Todous estuvierron allí?, indagó Tom con la ingenuidad propia de su raza. Niporputas, le expliqué, pero ni falta que hace… ¿o algún astrónomo ha estado en Marte?

A todo esto, la mocosita Catalina del Giuseppe Luigi Freddi o, en cristiano, José Luis Frías, y su legítima –al menos eso cabe esperar– esposa Marie Florence, cinco meses de comer, cagar y dormir, pero ya van a ver, debutaba en el medio ferroaficionado con un silencio asombroso en labios de una bebé, acaso arrullada por la terminología ambiente. Mientras, iban cayendo más y más ferrocomensales, entre ellos: Héctor Aguirre, alias Vulcano (ver, nuevamente, qué se le va a hacer, las susodichas “Crónicas filosatelitales” ) con su china, a quien presenté a Tom como el único circunstante que se había leído el Paraíso Perdido de Milton (ver las “Crónicas ferrofantasmagóricas I”), a lo que Tom, con la inocencia típica de su etnia, indagó, ¿Y nou te quedaste dormidou? (porque él, como yo, también había empezado a leerlo).

Es de apuntar que entrando en el quincho de este lado de la mesa a la derecha estuvieron sentados todo el tiempo cual lúbrico grupo escultórico Daniel Fernández y su aun para qué nos vamos a engañar no del todo legítima… cómo decirlo, pareja María Luján, los cuales, como quien cuenta dinero delante de los pobres, no cesaron de propinarse toda suerte de arrumacos y de besarse con la boca llena, y quienes, ante mi mirada de franca reprobación (recuérdese que estaba yo con mi hija menor, una, para colmo, de toda una caterva de bulliciosos pero inocentes las pelotas párvulos), resolvieron casarse ahí mismo… bueno, no que hayan resuelto casarse ahí mismo, sino que ahí mismo resolvieron contraer nupcias y santificar de una buena vez sus premiosas caricias, ustedes me entienden, en fe de lo cual me dieron una participación que llevaban ya preparada por las dudas y vaya uno a saber a cuántos les habrán hecho lo mismo. Como sea, esperemos que esta vez resulte la vencida, con lo que uno no puede menos de desearles toda la felicidad del mundo, pues sabido es que, para un ferroorate, luego de los trenes, lo más sagrado es la familia, ¡qué carajo!Como todavía no se largaba a llover como Dios manda, un quinteto de grandulones entró a patearle penales a Lautaro (¿o era Ramiro?) mientras los demás botijas se divertían telúricamente con sus ipads y nintendos, las lolitas intercambiaban chismes y, sospecho, críticas vitriólicas a sus respectivos progenitores y demás circunstanciados, y mi cinghialina no sabía cómo ponerse para que el aburrimiento le doliera menos.Por suerte, el vino ya había acudido en sustitución del mate, con la enorme ventaja del vaso por persona de modo que no había que esperar veinte minutos hasta que a uno volviera a tocarle, seguramente ya lavado y frío. En eso alguien a mis espaldas anunció los chorizos para gran alborozo de la porcinetta, la cuala, para matizar su hastío, se moría de hambre. Menos mal que cayeron dos gurruminas más que no estaban de luto y, al poco tiempo, Diego, Sabrina, Mica y Mavi (Diego, por cierto, con un pasamontañas que en cualquier momento se lo bajaba para cubrirse el rostro, sacaba la 45

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reglamentaria de su botón pasado y nos robaba el locro). Que había llegado (el locro) pocos momentos antes y estaba genuinamente deputamadre para qué decir una cosa por otra.Saciado la variante propiamente estomacal de mi apetito, como buen estudioso de la naturaleza humana, en vez de afincarme en cualquiera de los corrillos, me apliqué a yirar como perro en cancha e’ bochas tratando de captar el estado de ánimo de la manducante multitud. Así me fue dado escuchar un collage de réplicas, acotaciones, comentarios y reproches: ¡No, pero ¿cómo se va a pasar la señal apagada…?, … el pañal que creo que se…, …no, esa la tuvo el San Martín en los años…, …tanto vino que tenés que manejar…, …ese se fue y mejor que no vuelva…, …¡otro plato más! te va a hacer…, …no, no es mi novio, es…, …sí, que queda cerca del cruce a la entrada de…, …¿no te habrá quedado otro poquito de…?, …claro, la cabina de señales de… y demás retazos que dan una idea del vasto y variopinto tapiz temático –nunca mejor dicho– sobre tablas.

De sobremesa, mientras el arrinconado tetrapiberío menor íntegramente femenino se pintarrajeaba alegremente con los tintes que había traído mi micromacrotatú –que, por cierto, descollaba una cabeza por sobre el resto cual Blanca Nieves entre los siete enanitos–, Mica narraba que el novio que iba a traer pero al fin no trajo porque parece que no era novio del todo ni todavía sino que “se estaban conociendo” (irían, imagino, por el segundo nombre o el primer apellido) la había invitado a Ibiza. ¡A Ibiza! Y yo que de potrillo me jugaba el resto a una película que no fuera de estreno y una pizza con coca cola y que fuera lo que Dios quisiese. Claro, así me fue. Otro gallo habría cantado de haber podido mandarme un, ¿Qué te parece si mañana te llevo a París?; bueno mientras lo pensás, para esta noche aquí tenemos un telo, ¿a vos te queda algo de guita? En fin, que ya es tarde y he de contentarme, como decía al principio, con la fama.

De paso, aproveché para realizar entre las dos lolitas una encuesta consistente de esta única pregunta: ¿Le das algo de bola a tu viejo? Las respuestas no fueron verbales, porque, evidentemente, ni valía la pena: colijo que al viejo se le pide guita y después se lo tapa con un repasador para que no lo caguen las moscas. O sea, que no es que Valeria me desprecie, me odie, me ignore, no me haga caso, no me salude y se mande esquives de contorsionista china cada vez que amago con darle un beso, sino que parece que es, nomás, así y que todos los padres de hijas adolescentes somos unos perfectos pelotudos. Ahora me siento menos solo. ¡Menos mal, porque ya estaba preocupando!

Y así fue sucediendo la tarde, al compás de una lluvia devenida llovizna vuelta a devenir lluvia, etc. La porcinetta, a todo esto, limitado su margen de maniobra lúdico por la inclemencia meteorológica y la estrechez geográfica, no atinaba a deshacerse del aburrimiento, toda vez que las cuatro gurisitas no tenían otra que apelmazarse entre la pared del quincho y una de las banquetas debidamente ocupada por cinco o seis grandes. Así me lo hizo saber dos o cien veces, con lo que resolví emprender el retornó sincronizando cronómetros con Diego y las suyas de suerte de llegar todos juntos a casa a tomar el té. Mavi, por suerte, se vino en la Ford Eco Sport, lo que palió un tanto el hastío del retrosafari.

Pero antes hubo que garpar religiosamente. La cuenta se dividió entre los adultos y se redondeó para no tener que andar dando tres mangos con setenta y cinco a los casi cuarenta que éramos, con lo que hubo que ponerse con la friolera de veinte mangos por testa… al decir de Tom, habituado a pensar más en euros que en moneda menos pingüe, un robo… ¡al almacenero! Seguro que algún gil se olvidó de incluir el novi que había traído o que el Gefe se compró la calculadora de segunda mano en La Salada. Como sea, ya es tarde.

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Hasta aquí, pues, esta crónica de lo que fue un nuevo almuerzo de amigos, dicharachero y sin aristas, como lo han sido hasta ahora todos los encuentros con estos ferromaniáticos: purretaje entretenido, minamen de pro, amena conversación, buena comida y mejor vino. Solo cabe esperar que, en adelante, el Gefe sepa escoger mejor sus punteros en el Servicio Meteorológico.

CRÓNICAS EUTETÉREOTRANVIÁRICAS

Sábado 13 de Julio de 2013

El jueves, de regreso de lo de una amiguita, la porcinetta vomitó hasta el bazo. El tordo que se apersonó más tarde sentenció gastroenteritis viral y ya se le va a pasar. ¡Pobrecita! No tenía ánimo ni para abrir los ojitos. Lo cual no obstó a que antes de desmoronarse por la barranca definitiva del sueño alcanzase a susurrar, como quien expresa una última voluntad, Papi… un cuento. Con lo que no tuve más remedio que improvisar el

CUENTO DE LA NIÑITA QUE SE ACOSTÓ ENFERMITAY SUS PAPIS LA MIMARON PARA QUE SE CURARA

Como todas las noches, la niñita se fue a dormir de la mano de su papi, que se quedó mirándola a ver si podía ver qué soñaba, pero, claro, no pudo, solo que como yo soy el que cuenta el cuento lo puedo contar. La niñita se quedó dormida en la realidad y cuando se despertó en el sueño se encontró con su peluche preferido, Jito, que le dijo, ¡Xóchitl, qué pálida estás! Me han dicho que en la realidad vomitaste y te dolió la pancita. Bueno, pero en los sueños no puede haber nada malo, así que vamos a ver cómo lo transformamos en algo maravilloso. ¿La niñita está enfermita? –preguntó compungido el pingüino Frigerio. ¿No es chanza que le duele la panza? –indagó su hijo Faustino. ¡Eso no puede ser: Jito, a ver! –conminó Frigerio. ¡A ver Jito si la curas un poquito! –insistió Faustino. Entonces Jito hizo una señal mágica con las orejas y aparecieron la mamá y el papá de la niñita y le hicieron tantos mimos que se curó… Y colorín colorado, este cuento se ha pausado.

Y la última sílaba se mezcló con un “zzzzz” casi inaudible de bucanero borracho muy pero muy cansado.

Ayer no fue a la escuela y la Chapu la puso una dieta espartana. Por suerte, hoy amaneció diez puntos. Genial, porque se cumplía nada menos que el sesquicentenario del porteño “tranguay” y la Asociación de Amigos del Tranvía sacaba a relucir todos sus tesoros. A las 14:30 Vale me pidió que la llevara al Spinetto a reunirse con unas amigas, de modo que entre la Chapu y ella le calzaron su ropa de fajina a la cinghialina y salimos al día peronista que por fin nos tocaba tras unos cuantos de asco. Dimos la vuelta por Arenales y subimos por Uruguay. Empecé a mirar pasando Córdoba. Parece mentira, las veces que he recorrido esas cuatro cuadras hasta Corrientes y solo hoy me percaté de las glorias que las bordean. Pero la gran sorpresa fue Moreno.

Llegamos al viejo mercado (Matheu-Moreno-Pichincha-Alsina) como a las tres, dejamos a Vale con su enjambre de lolitas, y entonces sí, a mirar y sacar fotos de la mano de mi porcinetta, que para eso es una compañera de fierro.

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INTERMEZZO RETROSPETTIVO

Una vez de tantas, allá por mil novecientos setentaylargos u ochentaycortos, fui a cenar a casa de mi gomía Martín González en la 40 entre Primera y Segunda y conocí, que lo habría llevado, calculo, un gomía común, Alberto Oliva, que era corresponsal de la Editorial Vigil, a un tal Jorge Montes. Un tipo que tendría entonces unos cincuenta y cinco o sesenta pirulos, charlatán incontenible, peronista irreflexivo (como tantos, queselevacer), poco amigo del disenso y retrucador ad hominem, que no paraba de hablar de “mi novela”. La verdad que me cayó como el orto, y no dudé de que la cacareada novela sería un bodrio de astilla de tal palo. Años después la vi (y ahí me enteré de que se intitulaba “Jeringa”) sobre una mesa de rehús por la calle Corrientes y, acicateado por el mal recuerdo, me la compré para ver si se corroboraba mi vaticinio. ¡Las pelotas! Entré a leer y para el quinto renglón me dolía el esófago de tanto carcajear. La novela es íntegramente lunfarda y una auténtica maravilla. Ahí me enteré, y por eso este intermezzo, de la existencia del Spinetto, que es donde Jeringa (así llamado por su irrefrenable afición a fifarse cuanto bicho femenino pase a su alcance) labura lo menos que puede. Tanto me gustó, que cuando di con la secuela “Despertá, Jeringa” me abalancé a comprarla y me resultó aún más fenomenal. Después, leí algún cuento (siempre magistral) y le perdí el rastro. Acabo de meterme a rebuscar en gúguel y tengo más entradas que él. Hay una página oficial donde apenas si se consigna algo más que su fecha de nacimiento en 1923. Me gustaría volver a verlo –si vive y está lúcido– para pedirle disculpas. Aunque no, no tengo por qué disculparme: el tipo era un auténtico pelmazo… pero ¡qué escritor!

*****

Lo mismo que el Abasto, el Spinetto se ha puesto, como dirían los ingleses, “gentrified”; o sea, que ha apostatado de su rea prosapia y se ha convertido en un shopping. Un shopin, en rigor, mediopelesco (es que el barrio, las cosas como son, no da para más), que, por alguna razón, estaba casi desierto. El barrio que no da para más, de paso, es, arquitectónicamente, una joyería. A cada rato me sucedía de no poder contenerme y exclamar ¡Qué casa de la gran puta! ¿A quién le dízez ezo, papi?, surgió desde metro y medio de profundidad el hilito de voz. A vos, hijita mía; algún día vas a ser grande y te vas a acordar de cuánto le gustaba Buenos Aires a tu papi y se la vas a mostrar a tus hijitos. La pregunta la hizo acreedora a una revista infantil en el quiosquito de Matheu y Belgrano. El quiosquero nos recomendó el restorán El español, en Rincón y Alsina, pero no me inspiró. Opté, por fortuna, por la fonda Macondo, en la esquina de Belgrano y Rincón, atestada de gente del rioba (que es la que sabe, como que solo hay que meterse en un restorán chino si está lleno de chinos comiendo), mesas de fórmica sin mantel, botellas en los anaqueles, mozos de los de antes… Nos pedimos unas costillitas de cerdo al ajillo y unas rabas a la romana que hubo que esperar veinte minutos, Porque aquí, señor, la comida se hace a la orden. De modo que amenizamos la cinghialina con unos grisines que, dijo, eran los más ricos que había probado, y yo con unos (unos tres) pebetes de pan negro que eran una delicia. Cuando llegaron las costillitas y las rabas, resolvimos compartir mitad y mitad. En eso llamó la Chapu, ¿Cómo esztán?, Bien; Vale se quedó en el Spinetto y nosotros estamos comiendo unas rabas y unas costillitas de cerdo en una fonda, ¡Le eztaz dando de comer rábaz; pero zi zon pura harina y azeite!, ¡No, ella se está comiendo las costillitas (por suerte no había aclarado que eran al ajillo y estaban cubiertas de jamón)!, ¡Ah, bueno; pero no le dez rábaz!, No, claro que no; te adoro, besotes… Pasame las rabas y te doy las costillitas y

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ni le digas a tu madre que te comiste la mitad, ¡Jijijijí! De más está decir que nos bajamos los dos platos sin mayores cataclismos estomacales. Bueno, ¿qué querés de postre?, ¿Qué hay?, Mirá, ¿qué dice ahí?, A… alm… alme… ¡ALMENDRADO!, Bueno, pero dejá que le pregunte a tu mami a ver si podés. Riiiiiiin, ¿Puede comer almendrado de postre?, ¿Pero qué te paza? Ez pura leche y crema y enzima tiene alméndraz; que coma un flan zin caramelo, Bueno, chau… y deposito el fono sobre la mesa. ¡Aaaaay, pero yo quiero almendrado!, Bueno, pero ni una palabra a tu madre, ¡Zergio! –gritó el teléfono que, el muy ladino, no había cortado–. ¡Ni ze te ocurra darle almendrado! Cómprale un helado de agua, Ya oíste: vamos a tener que comprar una paleta.

Y emprendimos la marcha hacia la tranviaria efeméride, en Emilio Mitre y Bonifacio, yo, como siempre, fotografiando al azar de los semáforos. Pero al llegar al pasaje Lusero no pude menos de detenerme ante el portentoso edificio amarillo de la esquina (ver las imágenes en féisbuc) y, de paso, sacar fotos de otros monumentos de la cuadra. También me detuve por Colombres. Hubiera querido hacerlo en cada cuadra, pero, claro, no pude. En fin, que tendré que regresar en tren de camarógrafo. A las 17:20 estacionaba la Ford Eco Sport sobre Mitre entre Alberdi y Rivadavia. Compramos la paleta en la esquina y marchamos Mitre arriba. A nuestro encuentro iban acercándose las venerables carrindangas de ayer: primero uno de los hechos en el país por Fabricaciones Militares, de metal, color gris con banda azul al centro, como era el esquema de Transportes de Buenos Aires (R.I.P.), con puertas en fuelle (los más viejos tenían balconcito sin puertas, las puertas corredizas aislaban el interior de ambos balcones)… ¡Si habré viajado en estos cachivaches! Luego pasó un belga amarillo, de los que aún rodaban por Bruselas unos años ha. Después uno disfrazado de Lacroze, con todos los cartelitos pintados, pero trucho también, porque lo trajeron de Lisboa (¡es que no quedaba ni uno de los viejos de la Anglo!). Y por fin la dilatada majestad de uno de los cuatro United Electric ingleses, los primeros coches de la línea A de subte (los demás navegaron desde Bélgica), que supieron emerger por la rampa de Primera Junta para matonear Rivadavia al oeste hasta Flores, y que, por tanto, tenían, amén de las puertas corredizas a la altura de los andenes, una puerta adicional con escalerilla.

No sé cómo me aguanté de echar a correr las tres o cuatro cuadras hasta Bonifacio. Menos mal, porque no había caído que Ferrari abunda en insólitos chalets Túdor, como traídos de contrabando desde Acassusso.

La cola era de casi una cuadra, pero avanzaba sin demasiada morosidad: Familias con purretes impacientes de todas las edades, críos en cochecito que ni sabían dónde estaban, gerontes como uno dispuestos a pasear su nostalgia, parejitas que no tendrían guita para el telo, simples curiosos. De pronto se me constituye un oficial muy atildado. Ya estoy por mostrarle el documento (¡atávico reflejo de las épocas apenas diez años distantes en que la cana metía auténtico miedo!) cuando me percato que es, en todo caso, sargento de tranviarios. Trátase del insigne Ricardo Barreiro, forista de pro, y turiferario devoto de la Asociación de Amigos del Tranvía, que se interesó amablemente por mi salud y la de mi descendiente pero no nos dejó colarnos. En eso apareció el clan Borgogno, que ya había dado su periplo y retornaba a Quilmes.

Finalmente, nos tocó el patrio FM. La porcinetta, encantada; y yo, con todas las lagañas de fiesta. Soy de los pocos que tiene edad para acordarse. Frente a mí, un hombre de unos treinta y cinco me exprime a preguntas mientras su botija de cinco o seis mira, arrodillado sobre el asiento de madera refulgente, todo lo que sus ojos puedan. A bordo, el guarda nos da los boletos que va desenrollando y cortando de su estuche de latón. Yo no puedo con los reflejos y miro a ver si me ha tocado capicúa. No, por desdicha. Otro nibelungo del trole nos explica la historia del vehículo en que nos

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zarandeamos y luego pasa vendiendo la revista de la Asociación, unos tranvías de cartulina para armar, unos llaveros con la foto del nuestro y un CD histórico. La Asociación ha restaurado o logrado que se adquieran creo que doce coches. Varios más aguardan su turno, entre ellos una formación de Brugeois de los que jubilaron en abril: la idea es que circule por la línea los fines de semana como atracción turística. Todo a pulmón, todo prácticamente sin un mango, todo a fuerza de un profundo amor por esta entrañable chatarra. ¡Qué país podríamos tener, carajo! La vuelta dura unos diez minutos. Cuando descendemos, ya camino de las 19:00, están guardando el belga, pero el UE va a dar su última vuelta y nos montamos. ¡Que esplendor! Las molduras de madera son dignas de un Fidias. Los asientos de mimbre impecablemente restaurados. Las tulipas impecables. Las ventanas, con sus dos tiras de cuero, una arriba y otra abajo, siguen obedeciendo –como entonces, no sin cierta reticencia– la maniobra de tirar para arriba, calzar la ventanilla en su canaleta y engancharla en la parte superior. Jalil, un gurí de cinco pirulos sentado frente a nosotros (los asientos son vis-à-vis) me ve abrir y me pregunta cómo sé. No lo sabía, simplemente dejé que la memoria motora hiciera lo suyo, como cuando uno confía a la inercia de los dedos el número de teléfono que no recuerda y ellos marcan solos. Al bajar, me tienen paciencia para que saque una foto de los venerables controles de bronce, tan remotos del plástico y las computadoras.

Y nos fuimos desandando Mitre de la mano, mi hijita que apenas si va comprendiendo que vive en una ciudad llamada Buenos Aires, y su anacrónico padre, que otea melancólico estos rieles que perdieron su razón de ser hace más de cincuenta años.

En casa, me esperaba para cenar Darío Ntaca, gran pianista. A las once, lo eché inceremoniosamente para acostar a la cinghialina. Hoy quiero zoñar que voy a Madrid, ¿En tranvía?, ¡Zíiiiiiiiii! Y en tranvía viajó, con sus amiguitas, y con Frigerio de mótorman y Faustino de guarda. Y así se quedó profundamente dormida en la realidad, mientras yo, que no puedo con mi genio, me he venido a teclear estas pamplinas.

Resto de agosto, septiembre, octubre y principios de noviembre

Seguí con los cuentos, como era de esperar. Al final (o sea, antes de salir yo para Europa el 13 de septiembre), la rutina era que Jito preguntara cada vez, ¿Y qué quieres soñar hoy?, a lo que la porcinetta me instruía debidamente. Estuve afuera hasta el 2 de noviembre.

VALERIA BICICLETEADORA

15 (¿) de noviembre

Creo que la idea fue de mi ex psicoanalista León. La cosa es que a mediados de agosto decidí publicar un broli con los mejores cuentos para Xóchitl e ilustraciones de Vale, y ubiqué a través de Página12 a un pibe que por 300 dólares saca 200 ejemplares de 64 páginas con ilustraciones en blanco y negro. En sabiendo que Vale iría a darles larguísimas largas al asunto, me apliqué a hacer, por si las moscas, mis propias ilustraciones, que yo encontré piponérrimas pero que Vale calificó de “porquería” (severo es el juicio de los que manyan). Porquería, tal vez, pero porquería en blanco y negro sobre papel. La idea era que el volumen estuviera listo para el cumple de su destinataria el 21 de octubre, para lo cual debía estar ya corregido el 30 de septiembre. Yo, por mi parte, me iba a Europa el 13 para retornar justo para la efeméride, pero como en eso me salió un contrato a fin de octubre, con la Chapu convinimos en que lo mejor

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era que me quedara, con lo que mermó la urgencia. Estuve fuera de Buenos Aires casi dos meses, durante los cuales no cejé en reclamar los putos dibujos… Al divino pedo, claro. Pues bien, ¡por fin! Ahora a esperar que el editor edite.

VELADA CINEMATOGRÁFICA CON XÓCHITL

Domingo 17 de noviembre

Las demás hembras de las demás especies superiores tienen temporada de celo (las únicas que fifan –si Dios es servido, claro– todo el año son las nuestras). La Chapu la tiene de exámenes: interminable y fatal: horas atornillada al asiento, sobre todo por las noches, que compensa con horas pegada con cola al lecho, para compensar. Nos cruzamos cuando me voy a acostar (ella, claro, estudiando), cuando salgo a llevar a Xóchitl (ella, entonces, camino de la facultad), cuando ella regresa de la facultad (y ahí almorzamos juntos), y cuando regreso de buscar a Xóchitl (y ella acaba de levantarse de la siesta). La temporada de celo académico se inauguró bien antes de mi regreso el dos, impidió el mínimo festejo del trigésimo séptimo natalicio de la Chapu que se hubiera celebrado ese día y siguió de largo. El horizonte promete despejarse el 16 de diciembre. Mientras tanto, tengo la visita prohibida y mi licencia para hablarle suspendida. Yo, desde luego, estoy acostumbrado a divertirme solo. Pero los fines de semana la gliptodontica se aburre como una ostra, con lo que este domingo me la llevé, por primera vez desde que nació, señores, solita al cine. A ver Lluvia de hamburguesas en el Village Recoleta. Era una delicia oírla cagarse de risa, incluso entre sueños (porque, como suele sucederme en estos trances, me quedo plácidamente dormido unos buenos veinte minutos, acaso más). A la salida pasé por Cúspide a comprar la nueva novela de Leonardo Pagura. No bien entramos, la triceratopsiña detectó un libro o caja o juego de Kitty o Barbie, que, como yo me había olvidado la billetera con las tarjetas de crédito en casa, no tuve suficiente dinero para comprar. Claro que me hizo prometerle y claro que le prometí que mañana se lo o la compraría.

VALERIA DR. JEKYLL

Miércoles 20

Vale tiene tres amigas inseparables: Cande uno, Cande dos y Belu, también llamadas Candelaria y Belén. Belén es de la altura de Vale, morena, y tiene el cabello cortado casi al rape a estribor del cráneo y lungo a babor; como le he dicho, parece que la hubiera sorprendido una huelga de peluqueros. Cande dos también es menuda como Vale y, además, bellísima y lo sabe, de complexión y facciones perfectas, blanca como la nieve y de inmensos ojos circulares. Cande uno, en cambio, es enorme, de cabeza esférica como la Chapu y la cinghialina, nariz respingada y hermosos ojos rasgados separados cinco centímetros el uno del otro. Toda ella es como ella: desinhibida, de voz estentórea y risa sísmica. Es la única a la que el padre permite tomar un cuarto de vaso de vino cuando la ocasión lo amerita, y en casa lo ameritan todas las ocasiones y, de ñapa, le doblo la ración. De más está decir que tiene un diente fenomenal. Y más que de más que es mi preferida. Al principio, Vale no sabía dónde esconderse cada vez que me salía con una de mis desopilantes ocurrencias, pero pronto comprendió que a sus amigas les encantaba que les tomara el pelo, con lo que terminó plegándose al grupo. La cosa cuajó la primera vez que las tres se quedaron a dormir en casa y les preparé una

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suculenta pasta. Cande uno no paraba de reír y cada vez que lo hacía platos, vasos, cubiertos y botellas iban cambiando de lugar sobre la mesa. Estando yo en Europa, vinieron a pernoctar otra vez, Pero mi papi no va a estar, previno Vale, a lo que Cande uno proclamó, ¡Qué cagada!

Todo este pródromo para narrar que Vale me pidió que fuese al cine con ellas el jueves 22, porque la vez pasada no las querían dejar entrar si no las acompañaba un mayor, con lo que tuvieron que llamar a la Chapu in extremis, la cual se fue volando a ver si podía convencer al cancerbero que ella sí era mayor. Vamos a ver Los juegos del hambre II, En llamas.

Esta mañana estaba cómodamente acostado en el diván del dentista, con la boca abierta como un escualo famélico y a punto de decir AAAHHHH cuando sonó el telefonino.

-Papi, ¿puede quedarse a dormir Belu?-Por mí, encantado, pero preguntale a tu mamá, que es la que anda de exámenes.-Dijo que sí. Igual yo le voy a decir que no haga ruido.-Y si tu madre ya te dijo que sí, ¿para qué me preguntás a mí?-No sé… bueno, ¿pero nos vienes a buscar a la escuela?-Tengo que buscar a tu hermana primero, de modo que voy a llegar muy tarde y

de regreso vamos a tener como una hora. Mejor se toman el metrobús y nos encontramos en el cine.

-Bueno, chau. Te quiero.Desde que cumplió ocho (o puede que nueve o diez, pero seguro que once) que

no me lo decía. No me vuelvo a lavar la oreja hasta que me pida nuevamente que la acompañe al cine y, en una de esas, me lo diga otra vez.

XÓCHITL YA NO ESTANDO PARA PÁRVULOS

Han pasado cuatro días y la tiranosauruela no ha dejado de clamar por que le cumpla la promesa. De hoy no he de salvarme. En efecto, por la tarde fui a buscarla a la escuela para hacer escala en casa y llevarla al cumpleaños de la hijita de una de las nuevas cuatas aztecas que se ha agenciado la Chapu que cumplía (la hijita) cinco años, Pero primero me llévaz a comprarme lo que me prometiste. Por suerte, la fiesta es a metros del Recoleta Mall y voy a aprovechar para comprarle el regalo a la agasajada. La agasajada de marras había invitado a una hormigueante y bullanguera caterva de coetáneos y a la porcinetta, que les sacaba cabeza y media al más robusto, Como era de esperar, se aburrió como una ostra, pero no quiso abandonar el campo de batalla antes de que repartieran las bolsitas con caramelos y los globos, Pero quiero que tú te quédez. Yo, que tampoco andaba lo que se dice divertido, me entretuve entreteniendo a una señora coreana, decididamente guapa, que resulta que ha estudiado en Francia y es madre de un coreanito compañero del jardín de infantes, que hace unos meses que está aquí (el que prefieran, él o ella) con su marido (ahora solo ella) ruso. De manera que el diálogo es en inglés, francés y ruso: ¡Ni que estuviera en Viena!

Como a las siete tengo que encontrarme con la tineiyereada, Nadia llega para sustituirme y hacerse cargo de la carga.

VELADA CINEMATOGRÁFICA CON LA JUVENTUD DE AHORA

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A las siete y diez se apersonaron Vale, Cande uno, Cande dos y Belu. Cola para comprar los nachos con queso, las bebidas y mi pochoclo (palomítaz de maíz que les dicen la Chapu, la enana y la televisión). Poco después me entero de que he venido al divino flato, porque las dejan pasar sin parar mínimas mientes en mi decididamente mayor persona. Pero ya es tarde, porque he comprado mi entrada (del otro lado de la sala, por supuesto). La sala está atestada de jóvenes de hoy que hubieran dado un soponcio letal a los padres de ayer: atavíos estrafalarios, indumentarias psicodélicas, vestuarios delirantes, cabellos de todos los colores del arco iris y algunos más, gritos y risas de dudosa espontaneidad, y demás síntomas ópticos y acústicos de la desbordante sopa de hormonas afanosas pero desconcertadas. La película tiene fondo más que sorprendentemente progre: la Tierra (lo que queda de ella) dividida en trece distritos; los ricos en el 13, amurallados como dentro de un gigantesco country, decadentes y ahítos; los pobres, literalmente muertos de hambre, hacinados y trabajando en las fábricas de los otros doce distritos bajo la mirada atenta de la policía armada hasta los dientes. Cada año, los distritos escogen sendas parejas de “tributos” que han de competir a muerte para que el único vencedor tenga sus quince minutos de gloria en la TV de los ricos. Hasta ahí vamos más o menos bien. Pero el argumento es un bodrio tan interminable como meandroso. Los tineiyers, pero, encantáus, aplauden frenéticamente cuando empieza la película, a rabiar cada vez que a un malo lo degüellan o le perforan un ojo y presas del paroxismo al final (abierto, porque se viene la secuela en la que, por fin, estalla la revolución).

A la salida, so pretexto de la pipa, me coloco rigurosamente cinco metros a la zaga del cuarteto dinámico que entra a comentar la cinta (como le decía mi abuela) que ni Siskel y Ebert en sus buenos tiempos (claro, ellos eran solo dos). Me voy percatando que no han entendido ni mierda, y desde atrás les voy corrigiendo recuerdos, recordando nombres de personajes y demás hierbas, ¿La viste toda?, Menos la parte en que me quedé dormido.

VALERIA OTRA VEZ MRS. HYDE

Viernes 22

Tengo que pasar por la cetácea en su clase de comedia musical (et bien, oui) y llevarla a lo de Sofi donde es queda a dormir. Como no voy a poder estacionar, le pido a Vale que me acompañe y baje (y suba) a buscarla. Salimos del garaje, doblamos por Arenales y Vale me explica que:

-Ahí es donde Cande (uno) trae a su hermanito con síndrome de Down para que le hagan estimulación. Hoy vino y yo la acompañé antes de ir para casa.

-Me hubieran dicho y yo la llevaba a su casa.-¡Pero qué disparate! ¡No sabes que el colectivo la deja directamente en la casa y

es mucho más rápido!-^Primero, no se me ocurrió; segundo, no es un disparate; tercero, Gracias papi,

pero no hace falta porque el colectivo es más rápido.-¡Sí que es un disparate! ¿Y por qué te tengo que agradecer?-Por un gesto que no sé si todos los padres tendrían con las amigas de sus hijas.-Bueno, pero yo a ti te lo digo así porque tengo confianza.-No. Me lo decís así porque sos una agresiva.-Bueno, perdón.La cosa tomó, en verdad, más tiempo y réplicas, pero así se pueden dar una idea.

Lo nuevo es que yo no me irrité, simplemente insistí en mis trece sin alzar la vos, como

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quien insiste, por ejemplo, en que hace frío. Y la cosa es, sobre todo, que ayer me dijo, Te quiero.

XÓCHITL PÚDICA

La Chapu me pasó hace un par de días un artículo en el que un papá de una hija daba veinte consejos a los demás papases de las demás hijas. Me ufano en haber constatado que. Solito y sin ayuda, he cumplido o cumplo con diecinueve: me falta el de enseñarle a patear la pelota, porque yo mismo nunca aprendí. Bien, ahora acabamos de dejar a Vale y estamos en la Eco Sport camino de lo de Sofi con la porcinetta y yo le cuento que:

-Mamá me mandó un mensaje en el que un papá daba veinte consejos a los demás papases de hijas y yo los he cumplido todos: me baño con vos en la piscina, te digo que te quiero, te escribo cosas…

-Falta uno que diga “no decir cózaz féaz delante de ella”.-¿Por qué? ¿Yo qué cosas feas digo delante de vos?-A vézez dízez.-¿Ah, sí? ¿Por ejemplo cuáles?-A vézez dízez ze u ele o.

XÓCHITL ARREPENTIDA

Sábado 23

Como decía, la enana se quedó a dormir en casa de Sofi. Mejor, porque la Chapu sigue en celo académico y a mí esta mañana me sacaban una muela y no tenía idea de si mi horno iba a estar para bollos. Por suerte, todo pasó sin mayores sobresaltos. Quiso Dios, además, que me dieran unos textos para traducir, con lo que no me fue dado el azaroso trance de interrumpir a la Chapu, que cuando está con los libros se pone como perra en tren de amamantar a sus cachorros. Llama la madre de Sofi para decir que Sofi y su hermana Paloma se han quedado dormidas, y que Xóchitl está aburrida y se quiere volver. Salgo a buscarla, pero cuando voy por el semáforo de Pueyrredón y Las Heras la Chapu me llama para decirme que ya no quiere que la vayan a buscar. Regreso, entonces, a mis traducciones. Como a las siete estoy por ir a buscarla cuando llama para anunciar que se queda a dormir esta noche también. Bueno, en realidad, ¡minga!, porque como a las ocho y media vuelve a llamar la madre de Sofi para decirnos que quiere que la vayan a buscar (a la hipopotamita). Salgo, pues, para Paraguay y Thames, estaciono a la buena (al menos, eso espero) de Dios y subo al depto de Sofi (y de Paloma, y de los papás de ambas, y quién sabe, del banco) y me encuentro con Sofi toda mohines de tristeza, Paloma ensimismada en su congoja y mi jabaliciña hecha la efigie misma del sufrimiento (¡salud, viejo Leopoldo Marechal!).

-¿Eztá mamá en el auto?-No, mamá está estudiando.-Ezta noche quiero dormir con mamá.Et bien, oui, como ya sabemos los dos, cuando la cosa va bien, el protagonista

absoluto es papá. Pero apenas hay un atisbo de dolor o un conato de pena, papá pierde como en la guerra y cunde una mamitis implacable. ¡Así es la vida, queselevacer!

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XÓCHITL PETERPANESCA

Hace uno días iba en el auto con la jabaliciña y no pude menos de exclamar, ¡Ya vas a pasar a segundo grado, carajo; qué porquería!, ¿Por qué porquería, papi?, Porque no quiero que crezcas, Yo tampoco quiero crezer… ni que la gente muera.

¡Ay, niña mía, quien pudiera protegerte para siempre de la vida!

CRÓNICAS HAGIORROSÁCEAS

Miércoles 27 a sábado 30 de noviembre de 2013

A mediados de mes resolví participar, si todavía era posible, en el Segundo Coloquio sobre traducción literaria organizado por la Universidad de La Pampa en Santa Rosa el viernes 28. Por suerte, me aceptaron y, de yapa, me nombraron uno de los tres oradores de fondo. La idea original fue ir en coche, parando, acaso, en Gral. Villegas, en casa del ferroorate Guillermo Vicente, alias Güiyan, pero pensé que 600 km de ruta en cada sentido iban a ser demasiado para la porcinetta, de forma que opté por el ómnibus nocturno. No revelar la sorpresa me costó un huevo y la mitad del otro, pero aguanté hasta la mera tarde del día D. Llegados a la Terminal de Retiro, por suerte con media hora hasta las 22:40, gran cagazo gran porque no daba con los pasajes. Quise reimprimirlos y no encontré la reserva en mi buzón. Llamo desesperado a la Chapu para que los busque, los encuentre (claro), me los escanee y me los envíe. Mientras ella se afana, yo por fin los encuentro. He reservado, como cuando fuimos a Rosario (vide “Crónicas rosariosas” en sergioviaggio.com), reservé los dos asientos delanteros, con vista cinemascópica, que disfrutamos cinco o seis minutos hasta quedarnos como troncos, no sin antes haber comprobado la incomestibilidad de la bandejita con sándwiches que nos obsequiaron a guisa de cena. El ómnibus, por cierto, desprendía un leve olor a moho.

Jueves 28

Desembarcamos en Sta. Rosa a las nueve y diez en punto (el trayecto suele tomar a lo sumo ocho horas, pero elegí este horario para poder pasar una noche larga a bordo y llegar despejados). Tomamos un taxi al hotel Calfucurá (cuatro estrellas, pero no se sabe bien de qué constelación), que quedaba exactamente en frente. El taxista pudo habernos avisado, como el de Londres que homenajeo en mis “Crónicas balneariolondinúmicas”, pero inter nos priman los glóbulos rojos mediterráneos y, de paso, nos marca la cruda experiencia histórica del corralito y todas las demás debacles. De todas maneras, me ahorro doscientos metros de arrastrar la valija, el bolso con la manta y Jito (no quise que nos cagáramos de frío como en el safari a Mar de Ajó (vide “Crónicas agliomarinaias”), el bolsito con las Barbies y la mochila con la computadora y enseres varios de último momento, todo por diez pesos, o sea, un dólar. Desayunamos de contrabando y partimos a la compra de un traje de baño para la cinghialina (órdenes de la Chapu) y, yaquestamos, calzoncillos para mí, que, como siempre, de algo me tenía que olvidar. Lo cual nos permite una primera aproximación a la ciudad.

Yo imaginaba a Santa Rosa bajo la especie de un pueblito soñoliento venido a más. ¡Las pelotas! Son 110.000 almas de lo más despiertas (salvo, claro, entre una y cinco de la tarde) que habitan una de esas típicas cuadrículas que se van desparramando según los avatares de la demografía sin mayores trabas orográficas. Si todas las ciudades del Imperio Austrohúngaro son inconfundiblemente análogas, las de la

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Argentina llevan todas el cuño de la geométrica urbanística colonial, rellena, con el lento discurrir de los años, de casas de una planta o dos, las más pretenciosas u oficiales, con calles y plazas arboladas y, últimamente (bueno, eso creo) pródigas en negocios paquetes, cafés y restoranes de última generación, y una vida cultural densa. No me dio el tiempo para buscarlo, pero parece que hay un teatro de ópera de lo más belle époque. Carteles de diversa laya anunciaban, entre otras cosas, funciones de Hamlet. Llama la atención lo prístinamente europeo del parque genético. Uno ya ha venido habituándose que, a medida que se hace profunda, la Argentina se torna mestiza y, de pronto, totalmente aindiada. Claro, mi general Julio Argentino Roca expulsó a los ranqueles y tehuelches que escaparon a sus Rémington de repetición (para esa época, los aguerridos soldados de la caballería gringa se batían contra los sioux o los comanches con Springfields de un solo tiro). Y a las mujeres y niños los mandó a Buenos Aires a que las familias como uno se apropiaran de ellos como domésticos… esclavos, bah. Claro, detrás del Séptimo de caballería y demás protagonistas de Westerns venían los colonos en sus carretas, con el reloj de pie, la cama y el piano de la abuela, a marcar tierras vírgenes (o sea, desvirgadas de indios) y laburarlas de sol a sol. Aquí no: aquí me general y sus oficiales se repartieron millones de hectáreas, las sembraron de vacas, y se fueron a pasear a Europa. Los colonos de hoy son recién venidos y algo me dice que entre todos no tienen cien hectáreas. En todo caso, la ciudad se ve próspera y pulcra. Aunque no todo ha de ser oro porque para mañana anuncian una marcha de protesta contra la inseguridad; ya ha habido una, improvisada, ayer. De regreso, nos cambiamos, nos vamos a la piscina/alberca/pileta, la cinghialina hace diversas maniobras de aproximación al agua seguidas de sendos amagues de zambullimiento, hasta que ¡Splash!, ¡YYYIIIIIIIII! La ballenata entra a chapalear dando brazadas de desesperación. Ya estoy por arrojarme cuando por fin llega al borde, se aferra a él y entra a llorar que ni Niobe en su peor momento. ¿Qué, tragaste agua?, ¡NOOOOOOOO, eztá FRÍAAAAAAA!, Pero no, te parece; ya vas a ver que cuando te muevas vas a entrar en calor –pretendo calmarla… y me zambullo. ¡YYYIIIIIIIIIIII! El agua está, efectivamente, gélida. ¡Me quiero ir con miz amiguítaz! –solloza, gime, protesta mi gliptdodontuela tiritando bajo el toallón en que la he envuelto y refriego con ahínco. De modo que ahí se acaban los cuatro días de hotel con pileta que le había prometido… y no parece haber otra cosa en qué entretenerse en esta ciudad donde no conozco a nadie. No te preocupes, que ya vamos a conocer a alguien que tenga hijos de tu edad y te vas a hacer amiga y vas a jugar –vaticino con una seguridad que pondría rojos de envidia a los mismísimos Horangel, Tu Sam y Casandra, mientras que ya empiezo a planificar la retirada para mañana mismo después del coloquio.

Nos volvemos a vestir y salimos a pasear. Como desagravio, le compro una muñeca que ha visto camino adquirir el traje de baño y yo le prometí si se portaba bien. Eso le devuelve, menos mal, las ganas de vivir. De paso, hace estupendas migas con la vendedora, a la que pasaremos a saludar cuantas veces pasemos por el negocio, que serán unas cinco o seis. Fiel a mis principios, indago dónde queda la otrora estación del ferrocarril. Son unas cinco o seis cuadras de la plaza. Llegamos a lo que ahora son cuatro delgados montículos paralelos que desaparecen a foro izquierda y derecha. De aquel lado, campo abierto unas dos cuadras. De este, una plaza primorosamente cuidada, con juegos para niños y una escultura de metal amarillo que puede que remede a algún dinosaurio de los que supo haber por estos pagos. Luego el nomenclador. En Barnaby Rudge, Dickens hace una de las más maravillosas descripciones que haya leído: El cartel de madera de la posada muestra el rostro descolorido de un pirata que parece querer adentrarse en la madera para asomar del otro lado. Esa impresión dan las letras ya sin gloria, descascaradas, aferradas a fuer de pura historia de la pizarra en la

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que alguna vez parecieron bajorrelieve. La estación propiamente dicha, pero, impecable. Un único andén con su edificio expectablemente inglés. Varios carteles claman por la reapertura del ramal. Nos metemos por la única puerta abierta y nos encontramos con don Bracamora, el Jefe y celoso guardián de lo que queda del malevo pasado ferroviario. Una mesa con teléfonos a manivela para avisar a los cambistas y guardabarreras, el telégrafo, las lámparas de kerosén y las fotos de una espléndida Caprotti igual a la que a fuerza de sudor y voluntad de insobornables ferroviarios sobrevive en Junín (vide “Crónicas ferrofantasmagóricas II, Junín-Pergamino”). La estación ha sido restaurada por la Municipalidad, que también se encarga de mantenerla. Pero vaya a saber si algún día los críos de Santa Rosa verán el primer tren de su vida uniendo un horizonte con otro para pasmo y diversión del pueblo entero convocado por el máximo acontecimiento del día.

La triceratopsiña tiene “zed”, pero, cosa ´e Mandinga, caminamos seis o siete cuadras sin nada que semeje un bar. Por suerte, se ve que todos los que le faltan al resto de la urbe se han amontonado en torno de la plaza y ahí nos mandamos un tostado con su Sprite ella y la cerveza más celestial del universo yo. Camino del albergo nos llama la atención un regimiento de mujeres de diversa edad vestidas todas de amarillo, congregadas frente a la Municipalidad. Calculo que será la avanzada del acto contra la inseguridad, pero no: son maestras jardineras, porque va a haber una actividad para todos los purretitos del pueblo. El sol y la fatiga nos disuaden de quedarnos a curiosear y seguimos de regreso al albergo. Por el camino, recalamos en una heladería de primera, cuyos precios son exactamente la mitad de los de Freddo en Buenos Aires. Por suerte, llegados al hotel caemos como troncos y nos despertamos ya para ir a cenar. Nos han recomendado dos restoranes: Amapola y Los arándanos, ambos a la vuelta, frente a la Terminal de ómnibus. Xóchitl opta por este último, con mesitas de lo más monas, copas elegantes y, en general, ambiente poco proletario. La cosa es capicúamente así: mesa de fiambres (estupenda) grattarola, plato principal no tanto, y mesa de postres (magnífica) nuevamente grattarola. Solo que no hay nada que la enana quiera. Igual no tengo mucha hambre –admite o miente. Yo me mando una cazuela de cabrito patagónico que promete pero no cumple. Por fortuna, el postre rojel es una manjar y mi vástaga queda debidamente ahíta. Salvado, entonces, el primer día de esta, acaso última aventurita de los dos, tan pero ay tan malograda.

Viernes 29

Nos levantamos al alba, desayunamos y a las ocho de la madrugada estamos en el edificio de la Universidad Nacional de La Pampa, donde ha de celebrarse el Coloquio. Habríamos podido dormir una hora más, pero bueno, a las nueve ya habían servido el café (sorprendentemente bueno) y las facturas (deliciosas) cuando la Directora del Proyecto, Dra. Dora Battiston da la voz de aura y largamos. Seremos unos cincuenta o sesenta, casi todas naifas. Luego la Dra. Marcela Suárez da una charla magistral sobre la traducción filológica y escénica (ella dice “espectacular”, pero el término no termina de convencerme) de Terencio... ¡En medio de la Pampa! Endijpuej vengo yo. No bien me siento en el estrado, la porcinetta se me viene al humo a despeinarme con incontenible fruición. Las organizadoras se apresuran a llevársela a la mierda, pero yo les digo que la dejen hacer, que ya se va a calmar sola. Y tal cual. Solo que yo doy la charla con las crenchas que parezco tener un chucerío de indios en cráneo. Lo mío va de “Esa maldita noción de equivalencia” y es lo que digo siempre. A continuación nos dividimos en dos salas Yo me prendo en la Mesa 2, donde me solazo con tres excelentes ponencias: “Yates, plegarias y traducción. Un inédito de Truman Capote” (Eugenio Conchez),

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“Nuevos andamiajes metodológicos en la didáctica de la traducción literaria” (Sandra Datko) y “La autotraducción en la narrativa testimonial concentracionaria argentina escrita en el exilio. Nuevas observaciones sobre “The Little School (la infame “Escuelita”). Tales of Dissappearance and Survival in Argentina, de Alicia Partnoy” (Paula Simón). Una llamada de la Chapu me extrae de la ponencia de Silvina Rottenberg sobre la recepción de la literatura de la reunificación alemana en la Argentina… ¡Y seguimos en medio de la Pampa!

Al mediodía, unas deliciosas empanadas y rápido regreso al hotel a buscar los “zapatítoz” y el “bolzo” de la muñeca, no sin dejar de saludar, de ida y de vuelta, a la señorita de la juguetería. La quelonita se ha portado maravillosamente bien, de más está consignar, para sorpresa de todos y orgullo de quien teclea.

Por la tarde, “La traducción de la obra de Sigmund Freud en la Argentina: dos versiones de Los límites de la interpretabilidad” (Sofía Ruiz), “Revolting versos… Un acercamiento a la traducción de la literatura para niños” (Soledad Pérez) y la joya del coloquio: “La traducción de poesía en Argentina: sobre una polémica dispersa” (Santiago Venturini): un análisis pormenorizado y sensato de la pulseada entre los que creen que hay que traducir todo y nada más que, y los que afirman que la traducción poética no es simplemente “traducción de lo que dicen los poetas”… ¡Y seguimos en medio de la Pampa!

Piscolabis. La tiranosaurica se ha quedado dormida cuan larga es sobre tres sillas, con el cabello de Lady Godiva derramándose en una inmóvil cascada hacia el alfombrado. Así quedará una hora más, para su solaz y el mío.

Ahora me tocan “Navegantes de la Cruz del Sur: traducción de los poetas pampeanos” (Alberto Acosta), “Recepción y traducción: Tres versiones argentinas de Walter Benjamin” (Griselda Mársico y Uwe Schoor, vecinos míos del Lenguas), “Reivindicando Hopscotch: Lo que la traducción de Rayuela al inglés supo lograr” (Soledad Maradei y Fabiana Datko) y “¿Qué traducimos cuando traducimos a Plauto?” (Romina Vázquez)… ¡Todo en medio de la Pampa!

Ahí vinieron las palabras de clausura y ahí habría terminado todo, pero yo no pude con mi genio: “He viajado por todo el mundo, enseñado en Beirut y en Londres y en La Habana, asistido a decenas de seminarios y congresos, pero haber participado en un coloquio de este nivel aquí, en medio de la Pampa, en un país que no ayuda, en el que, ahora al menos sin sangre, ni las bibliotecas de las universidades tienen dinero para mantener actualizada la literatura, es, más que una sorpresa y un honor, un orgullo profundo. Porque vuelve a demostrar que este país, al que, al decir del inmortal Discepolín, lo han pelado con la cero tantas veces, tiene una garra y un empuje admirables.” Eso dije, palabras más, palabras menos. Y, muchas, pero muchísimas palabras más, eso creo.

A las siete pasadas salimos al todavía sol. En la Plaza San Martín cantaba una mujer y se agolpaba la gente. Fuimos a curiosear. Era el festival “La Pampa lee”. Una decena de quiosquitos de literatura infantil atendidos por voluntarias vestidas de amarillo con sombreros de bruja, un odeón donde reinaban la mezzo, un guitarrista y un pianista, y decenas de pibes, botijas, gurises, purretes, chiquilines, escuincles, gamines, chavales y changos con sus padres o sus abuelos. Suben a leer. Algunos ya con aires de comediantes, otros escalando estrenuamente la cordillera de sílabas. La mezzo canta una chacarera cuya letra (y música) vale un Perú, la acompaña magistralmente el tecladista (los vídeos están subidos a féisbuc y valen resueltamente la pena):

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El niño - Sebastián Monk

El niño vuelve a casa con dos chichones,el niño vuelve a casa con dos chichones.El médico amenaza dar inyecciones,lairarairararaira dar inyecciones.

Pregunta la abuela:¿habrá que internarlo, será una secuela, tendrá convulsiones?Su madre pa´ curarlo le hace canciones.

El niño está muy triste, que descontento,el niño está muy triste, que descontento.El médico insiste con los fomentos,lairarairararaira con los fomentos.

Sugieren los tíosmejor abrigarlo, que no tome frío, cuidarlo del viento.Su madre pa´ curarlo le cuenta un cuento.

El niño ha amanecido con pesadillas,el niño ha amanecido con pesadillas.El médico ha ido por las pastillas,lairarairararaira por las pastillas.

Igual que un fantasmaque vino a asustarlo, poner cataplasma, pisarle papilla.Su madre pa´ curarlo le hace cosquillas.

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El niño en bicicleta se tuerce un hueso,el niño en bicicleta se tuerce un hueso.El médico receta pónganle un yeso,lairarairararaira ponerle un yeso.

El párroco ordena:"Hay que bautizarlo y si trepa la pena dobleguen los rezos."Su madre pa´ curarlo, lo come a besos. Lairarairararairalo come a besos.

Luego el guitarrista entona una milonga campera: El peludo Valentín. Letra: Marcelino Catrón

Lo vieron cerca de Doblas,Anduvo por Macachín,Siempre buscando tesorosEl peludo Valentín.Tiene cueva de dos pisosEs pocero y albañil,Mira La Pampa de abajo,Vive junto a su raíz.Él conoce penas indiasEnterradas por allí.

A la hora de los grillosPrende su viejo candil;Frente al espejo de charcose peina para salir.Cuando la luna de HidalgoSe vuelve chispa de sal,Su sombrita de prehistoriaCruza la noche y se va;Gliptodonte de jugueteSe pierde en el pajonal.

Perfume de alfalfa y cardoCollares de piquillín,En una seca del monte,Ella espera a Valentín.

La cosa termina con un chamamé: Alabanza del agua.

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La enana se resiste a subir al odeón y sentarse entre el parvulaje, pero, poco a poco, metro a metro primero y luego escalón por escalón, sube y se adentra. Una voluntaria lee el cuento “Pirucho astronauta”, de uno de los dos libros de “El gato Pirucho”. La porcinetta quiere comprarlo, ¿Cuál querés?, Loz doz. No los conseguimos, pero, Ahí está la autora, nos dice una de las voluntarias. Y así conocemos a Stella Gamba y a su nieta Delfina. Stella exhuma de su bolso los dos libros y se los dedica. Para ello, menester es que en un papelito le escriba el nombre de la dedicanda, porque Stella es profesora de letras, pero no tan mezcladas. Como mi inolvidable abuela Elisa, Stella parece haber nacido para eso: ser abuela. Delfina es, como Mavi, la hija de mi gran gomía Diego Diez e íntima de la porcinetta, ínfima, de rasgos delicados y finísimos, ya que, si no, no le cabrían. Se ha ganado un premio nacional de literatura infantil (en su categoría, desde luego) con un relato intitulado “Uno más uno no son siempre dos”. Narra Stella que su nieta le preguntó, Abuela, ¿uno y uno son siempre dos?, Y sí: tenés un objeto y tomás otro y entonces tenés dos, ¿Aunque uno sea grande y el otro chiquito?, Sí; por ejemplo, tenés un elefante y una galletita, y son dos, ¡Pero si el elefante se come la galletita vuelven a ser uno! Llaman a Stella al escenario y ella hace un gran llamamiento a que los chicos vuelvan a leer libros de papel (¡en medio de la Pampa!). A todo esto, mi macrotatú me dice, Quiero hazerme amiga de Delfina, ¡Bueno, andá!, Yo no, tú, ¡Pero si la que quiere hacerse amiga sos vos! Me subo al odeón y comunico a abuela y nieta las intenciones protocolares de mi hija. Delfina es aún más tímida, pero la negociación prospera igual. Las invitamos a cenar, pero están esperando a la mamá de Delfi. Nos sentamos a tomar algo al aire libre. Las enanas han hecho inseparables. Primero mi enana se va corriendo hacia la esquina. Zozobra y pánico de Stella, No te aflijas que la petiza es responsable y sabe que no tienen que cruzar la calle ni hablar con extraños. Regresan. Y Stella ya está por respirar otra vez que se ponen a jugar a las escondidas dentro del bar. Stella vuelve a alarmarse, pero yo la tranquilizo: No pueden salir por otra puerta. En eso aparece un gurí de unos diez u once años que vende curitas (esparadrapos que le dicen por otros pagos). Es un muchacho atento, cordial y entrador. Le compro una cajita para cada chiquilina. Yo nunca doy plata –le explico a Stella–, pero este pibe, que debería estar mirando televisión o jugando con sus amiguitos, está laburando. Al rato llega Mariela (si la memoria no me falla, si no, llega otra), la madre de Delfina e hija de Stella, que nos invita a pasar el día en su casa junto a la pileta. Las tres generaciones se marchan y nosotros, por recomendación unánime de Stella y Mariela, vamos a cenar a Las Viñas, donde no hay mesa libre. Ya nos estamos yendo, cuando la muchachita sale y dice, Señor, venga que lo acomodamos. El menú ostenta nada menos que rabas al tempura (que vienen a ser a la romana, pero más caras) y, para mí, unos exquisitos canelones de espinaca y ricota. Como ayer en Los arándanos, el único vino en media botella es el Selección López, que no está nada mal, pero que tampoco es lo que preferiría. En la mesa de al lado, la pareja ha pedido un Santa Julia reserva. ¡No sabe cómo le envidio el vino!, le digo al señor y ahí comienza el diálogo. Son de pampa adentro y vienen a Santa Rosa como los porteños de la Belle Époque se piantaban a París. Antes de irnos, el hombre me llena el vaso con su celestial Santa Julia.

Sábado 30

Stella llama para decir que hay cambio de planes. Nos pasa a buscar con Delfina para llevarnos al Parque Luro, treinta kilómetros pampa afuera o adentro, según. Conduce Bruno, un amigo, parece, de la familia. Los contactos de Stella y Bruno nos permiten colarnos en una de las visitas guiadas para las cuales es preciso hacer reservas. Entre

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que esperamos, recorremos el museíto y vemos el vídeo con la historia del lugar. Con sus hoy 3.600 hectáreas, se trata del parque alambrado más grande del mundo. Tres mil de las hectáreas se dedican al estudio de la fauna y la ecología, seiscientas son coto de caza y diez o doce son la parte visitable, con el museo, la cochera histórica, el tambo modelo (modelo 1910), el restorán y el “castillo”. Es que el campito supo ser el primer coto de caza organizado del país, presidido por el castillo estilo Luis XVI que don Pedro Olegario Luro hizo construir a principios de siglo en el predio de 3.600 hectáreas que le regaló su suegro, Ataliva Roca, al que se las había regalado su hermano, mi general Julio Argentino Roca, al que se las regalaron los indios. En realidad, Julio le regaló a Ataliva 180.000, y Ataliva le cedió más tarde a su yerno unas 20.000 más, para que no estuviera tan encerrado. Don Pedro, que era médico pero jamás dio una inyección, se mandó tender un ferrocarril de trocha angosta para traerse los materiales de construcción y, después, lo más granado del jet (bueno, en aquella época, steamer) set internacional a cazar ciervos rojos de los Cárpatos, jabalíes de Bretaña y faisanes de China (a los que terminaron cazando los predadores, porque los pobres pajaritos dormían en el suelo… ¡también, hay que ser pajarón!) y de eso vivió, parece que no sin cierto desahogo, hasta que Bismark lo cagó de lo lindo. El palacio tiene pisos de pinotea canadiense, una escalera de roble de Eslavonia con balaustres tallados a mano, y un hogar descomunal de roble, también tallado a mano, que don Pedro encontró en un restorán parisino. Tanto le gustó el adminículo que se lo quiso comprar al dueño del manducatorio, quien se negó porque parece que era lo que le daba carácter al comedero. Don Pedro, entonces, cortó por lo sano y le compró el local a precio de oro, mandó trasladar el hogar a La Pampa y vendió lo que quedaba al primer postor, total, la gastronomía no era lo suyo. Don Pedro era, además, hombre de estrictos principios protocolares: las habitaciones tienen dos puertas, porque no es dado que la servidumbre entre y salga por el mismo orificio: no, señor: entran por aquí y se mandan mudar por allá, ¡qué carajo! Los sirvientes son, decía, una veintena, pero la mayoría jamás había visto a ningún miembro de la familia. Solo tenían contacto con ella los que venían a servir la mesa o traer el desayuno. A propósito, el castillo tampoco tiene cocina, porque para evitar el desagradable olor a gastronomía en ciernes o en retirada, la cocina quedaba, junto con la residencia para la veintena de sirvientes, a unos doce metros, conectada por un túnel, eso sí, para que los platos no se enfriaran. La casa de marras la demolió la milicada en el 78, que también cerró el túnel, y según cuenta Stella, que fue Secretaria de Cultura de la Provincia, y corrobora el guía, se afanó las armaduras y la vajilla de Limoges. Aunque en una de esas son cuentos, como lo de Papel Prensa, ¿vio? Los únicos muebles originales son los tres sillones del fumoir, de cuero de elefante y tachonados en oro. El caserón original tiene solo tres dormitorios (los tres en suite, eso sí): el de los Luro propiamente dichos, y los de las dos hijas. Los tres varones, cuando venían, dormían juntos en el vestidor del cuarto de papá y mamá. Algo promiscuo, dirán algunos, pero piénsese que la familia solo venía tres meses al año, a que papá cazara, y solo era de rigor que viniesen las hembras, que no era cuestión de dejarlas solas expuestas a la lujuria ambiente, mientras que los varoncitos preferían dedicar el otoño a París. Junto a la puerta del baño de papá Luro hay una especie de ataudcito donde el tordo dejaba los zapatos para que se los lustraran mientras se bañaba. Hombre pulcro, el tordo.

Bismark, como decía, le escupió el asado de ciervo a don Pedro, que para subsistir pidió un préstamo al Banco Hipotecario que luego desdeñó pagar. Tras su espichamiento en 1927 en su casita de Mar del Plata (donde pasaba los veranos), el Estado se hace cargo del ahora ruinoso palacio y se lo vende al ex conde de Maura y Montaner, arquitecto español que nunca fabricó ni un quincho, que sí se enamoró del

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lugar y se afincó en él, renunciando a sus ancestrales privilegios, pero no así a su ancestral fortuna, que tampoco hay que exagerar, no sin antes demoler la magnífica ala normanda y erigir en su sitio otra (y una segunda del otro lado) y de cambiarle la fisonomía ludovicodecimoséxtica al edificio, que quedó imponente, pero medio pavo, si me preguntan. El otrora conde casó con Sarita Escalante, inicialmente ex esposa y más tarde viuda de Jorge Newbery (en España, porque acá estaba mal visto que las viudas volvieran a casarse aunque estuvieran divorciadas porque los divorciados no podían contraer nuevas nupcias… ¡otra que matrimonio igualitario!) y pidió otro préstamo para explotar el bosque de caldenes y pagar con leña préstamo y, de paso, castillo. Lástima que entonces el bosque ya no está, pero queselevacer. El conde y Sarita tienen una hija, que se casa con un tal Roviralta, con el cual tiene un hijo, Hubertito (el castillo, fíjense lo que son las cosas, se llamaba, precisamente, San Huberto, patrono de los cazadores), que se casa con Susana Giménez. El conde era, además, criador del petizos de polo y, además pésimo polista (no así, parece, Hubertito). Cuando decidió fundar, visionariamente, el primer country del país, le puso Tortugas a instancias de su mujer, que, dice la leyenda, le sugirió el nombre en homenaje a la celeridad del marido en el campo de deporte. El ex conde deja los dormitorios primigenios para los amigos y se construye los suyos en el ala ex normanda, pone pisos de granito y realiza una serie de refacciones. Entre ellas suplir con un motor diésel la caldera de leña que calentaba el agua proveniente por declive del tanque de primero dos pero después un millón de litros que pasaba por tubos de bronce entre la pinotea y la Pampa para entibiar el ambiente. En 1964, la viuda, en un gesto pleno de argentinidad, le vende estas 3.600 hectáreas al Estado. Terminada la excursión, el guía inquiere si hay alguna pregunta. La porcinetta levanta la mano. ¿Sí?, En caza tenémoz una alfombra igual que ezta pero no tanto.

Tras el periplo por la humilde morada del médico Luro y el arquitecto Maura vamos a almorzar. Solo que el restorán está repleto. Ocurre que los dueños han concitado a las cuatro generaciones de la familia García Márquez (menos Gabo) y son, literalmente, más de cien: cada núcleo alrededor de una mesa y con el deber de presentar un número artístico. Por suerte, Stella y Bruno los conocen y nos arman una mesa. Endemientras, entre gurrumines de todas las edades que corretean por todos lados descalzos o calzados, a pie o en triciclo o en patineta, madres que procuran encauzarlos y demás protagonistas del aquelarre, van subiendo al escenario los artistas. Un señor destruye un corrido mexicano, pero mi cinghialina se emociona igual. Luego sube una muchacha nacida para bailar flamenco, que es, precisamente lo que hace. Más tarde otro señor canta una baguala que ni Roberto Ábalos, que nació para cantarlas. De a uno o, sobre todo, una, vienen a saludar todos los parientes. Por mi parte, una vez más he de conformarme con un Selección López, pero las milanesas de pollo están de chuparse los dedos.

Stella, Bruno y Delfi nos dejan en el hotel a eso de las cuatro de la tarde. Como para mañana anuncian tormenta cambio los pasajes para esta noche. El resto de la jornada lo pasamos mirando Paka Paka. ¡Genial! El programa que más me atrapa es uno de la BBC en que se narra en broma la historia de diferentes períodos: la peste negra, las guerras entre celtas y romanos, los Túdor, las Guerras Médicas. El humor es desopilante, pero es preciso escarbar entre el infame doblaje para reconstituirlo: El sepulturero recorre la aldea medieval arrastrando su carro de cadáveres: ¡Traigan a los occisos! Leónidas combate en Thermópylae. El flautista de Hámelin (así, esdrújulamente) es contratado por “las personas de Hámelin”. ¿Quién será el miserable que traduce estos guiones? Con el tiempo justo, salimos a cenar. La consigna es “costillitas de cerdo”, pero en La Pampa parece que no hay. Al final pedimos un carré y un solomillo (igual que un lomo, pero más caro) y, esta vez, una botellita de Don

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Valentín. Nos visita nuevamente el mercadercito de ayer, que nos reconoce. Esta vez vende destornilladores, agujas y cuchillos. Le compro un cuchillito que es un primor y que seguro no cuesta los cinco dólares que pago, pero el pibe se los merece. Al cabo de la comida, brindamos por el fin de esta acaso última aventura (el lunes la enana tiene su primer campamento con sus compañeritos de la escuela y quién sabe si no le perderá el gusto a nuestras andanzas en combo). Antes de levantarnos, la porcinetta toma el vaso con lo que le queda de la Sprite, Yo tengo otro bríndiz… ¡Por el mejor papá!

Entre tanto, ha comenzado la movida del sábado. Las calles se llenan de automóviles (dice Stella que, según las estadísticas, en Santa Rosa hay casi dos vehículos por habitante adulto, y, que yo haya podido discernir, todos nuevos). En el semáforo, una muchacha y dos chicos hacen juegos malabares. Le paso a la enana diez mangos para que se los dé a la chica, que replica ¡Gracias, pequeña! con neto acento ibérico. ¿Habrá acabado de inmigrar? Porque las cosas diz que no andan bien por estos pagos, pero también es cierto que, tras cuarenta años de terror, sangre y miseria, de exilios para salvar la vida o no morir de hambre, hemos vuelto a ser un país de inmigración. O sea, que seguimos siendo lo que siempre fuimos y nunca debimos dejar de ser: una tierra generosa y un pueblo gaucho; gaucho de blancos e indios y mestizos, y hasta de los pocos negros que quedan de los que ayudaron a repeler a los ingleses, pelearon como leones con Belgrano y San Martín y fueron estoicamente al muere en la infame Guerra del Paraguay; de tanos, gallegos, rusos, polacos, chinos, coreanos, bolivianos, paraguayos, ingleses, alemanes, turcos, armenios, sirios, libaneses, griegos, yoruguas como nosotros; un pueblo donde los tangueros y chamameceros se deleitan con el jazz, bailan flamenco y no le hacen asco a la música dodecafónica. Un pueblo cuya mayor distinción es ser como todos; y como ninguno más es como todos, un pueblo único.

Ya en la Terminal, casi nos subimos al ómnibus que partía para San Luis. La falsa indicación nos la da un muchacho giboso y de pocas luces, remedo juvenil del inolvidable Quasimodo de Charles Laughton (Discúlpelo, señor –me dice el chófer cuando le explico–: es discapacitado), y luego a otro que salía para Buenos Aires pero no era el nuestro, y por fin al que sí era. Nos acomodamos sin prisa. La cinghialina se arrebujó abrazada a Jito y ya estaba por quedarse dormida cuando sacó la manito, me acarició el brazo, y con lagrimitas en los ojos gimió, ¡No me quiero ir!, Todas las aventuras tienen que terminar –le expliqué–, porque, si no, no puede venir otra. Con eso se quedó profundamente dormida. Pero yo, vaya a saber por qué, no pude: me quedé mirándola un rato, saqué la computadora y me puse a teclear estas pamplinas..