Nueva Historia Argentina Tomo IV

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Liberalismo, Estado y Orden Burgués(1852-1880)

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  • 1. LIBERALISMO, ESTADO Y ORDEN BURGUS (1852-1880) vmmiit r m M r t f X d

2. Proyecto editorial Coordinacin general de la obra: Asesor general: Investigacin iconogrfica: Diseo de coleccin: Federico Polotto Juan Suriano Enrique Tandeter Graciela Garca Romero Isabel Rodrigu Ilustracin de tapa: Buenos Aires, grabado coloreado de Bourdeln, 1858. 3. NUEVA HISTORIA ARGENTINA TOMO 4 LIBERALISMO, ESTADO Y ORDEN BURGUS (1852-1880) Directora de tomo: Marta Bonaudo EDITORIAL SUDAMERICANA BUENOS AIRES 4. IMPRESO EN ESPAA Queda hecho el depsito que previene la ley 11.723. 1999, Editorial Sudamericana S. A., Humberto Io 531, Buenos Aires. ISBN 950-07-1579-1 ISBN O.C. 950-07-1385-3 5. COLABORADORES Dra. Marta Bonaudo CONICET - Universidad Nacional de Rosario Prof. Daniel Campi Universidad Nacional de Tucumn Prof. Alejandro Eujanin Universidad Nacional de Rosario Dr. Ricardo Falcn Universidad Nacional de Rosario Prof. Sandra Fernndez Universidad Nacional de Rosario Dr. Rodolfo Richard Jorba CONICET - Universidad Nacional de Cuyo Prof. Alberto Lettieri Universidad de Buenos Aires Prof. Adriana Pons Universidad Nacional de Rosario Dra. Hilda Sabato CONICET - Universidad de Buenos Aires Dra. Graciela Silvestre Universidad de Buenos Aires Prof. lida Sonzogni Universidad Nacional de Rosario Prof. Oscar Videla Universidad Nacional de Rosario Dra. Blanca Zeberio Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires 6. NDICE Colakomoms 7 A modo de pnlogo por Marta Bonaudo 11 Caphulo I. Los gmpos dominanres enne la Legmmia y el cohtkoL por Marta Bonaudo y lida Sonzogni 27 Caprulo II. De la "Repblica e la Opinin" a la "Repblica de las Insmuciones" por Alberto R. Lettieri 97 Caphulo III. La vida pblica en Buenos Ames por Hilda Sabato 161 Caphulo IV. El imaginamo paisajsrico en el bromi y el sur angemmos por Graciela Silvestri 217 Caphulo V. Un mundo numi en cambio por Bianca Zeberio 293 Caphulo VI. Las producciones Regionales exrnapampeanas por Daniel Campi y Rodolfo Richard Jorba 363 Caphulo VII. Las buRguesas Regionales por Sandra R. Fernndez, Adriana S. Pons y Oscar R. Videla 423 Caphulo VIII. Los TRabajadones y el mundo del tRabajo por Ricardo Falcn 483 Caphulo IX. La culruna: pblico, amones y ednoRes por Alejandro Eujanin 545 7. A MODO DE PRLOGO a recuperacin de aquellas claves que permitan compren- der un proceso histrico de la complejidad y la magnitud del que se despliega entre la cada de Rosas y la consolidacin del Estado-nacin no resulta tarea fcil para el historiador. Tal vez, una de las primeras imgenes que salta a su vista cuando recorre las fuentes del perodo es la visin antittica que algunos de los protagonistas centrales del mismo tienen al respecto. Cuando en 1880 Roca asuma la presidencia planteaba, en su discurso legislativo inaugural, que "libres ya de estas preocupa- ciones y conmociones internas que a cada momento ponan en peligro todo", finalmente ha llegado la hora de la consagracin del imperio de la nacin sobre el de las provincias. Para la etapa que abri Caseros y cerraba su llegada al poder esboz un diagnstico negativo que pretenda restar a sta entidad propia. Ella formaba parte de ese perodo revolucionario prolongado marcado por su- premos esfuerzos y dolorosos sacrificios del que slo rescataba en un sentido absolutamente genrico ciertos aportes al progreso. Es indudable que desde la perspectiva de Roca la verdadera etapa organizacional no comenz a la cada de Rosas, estaba por co- menzar y su asuncin se converta en el hito fundante de un pro- yecto de paz y administracin. Tres aos ms tarde, ya definidas las lneas de accin poltica del roquismo, uno de los gestores de la denominada organizacin nacional, Sarmiento, realizaba su propio balance desde un presen- te que observaba con mirada crtica: "Y, vive Dios!, que en toda la Amrica espaola y en gran parte de Europa, no se ha hecho para rescatar a un pueblo de su pasada servidumbre, con mayor prodigalidad, gasto ms grande de abnegacin, de virtudes, de ta- lentos, de saber profundo, de conocimientos prcticos y tericos. Escuelas, colegios, universidades, cdigos, letras, legislacin, fe- rrocarriles, telgrafos, libre pensar, prensa en actividad, diarios ms que en Norteamrica, nombres ilustres... todo en treinta aos, y todo fructfero en riqueza, poblacin, prodigios de transformacin, a punto de no saberse en Buenos Aires si estamos en Europa o en Amrica". Tena, por una parte, la conviccin de que el mundo haba cambiado. Tal como lo planteaba su adversario intelectual, 8. Alberdi, aquel con el que haba polemizado tanto durante casi cua- renta aos, el orden capitalista, el orden burgus dispuesto a desplegarse a escala mundial, se haba asentado tambin en el es- pacio argentino. Por otra parte, senta la angustia que le provocaba la sensacin de que se haba frustrado ese gran movimiento de regeneracin poltica que actores individuales y colectivos encar- naron entre el '51 y el '80. La imagen de la poltica roquista le devolva como el espejo la duda de si la generacin presente, creada en seguridad perfecta, no haba perdido el camino, si no se haba luchado en vano. Era en esa dimensin, la de la poltica, donde ms perciba que nada poda considerarse estable ni seguro, que la democracia continuaba siendo una asignatura pendiente... Entre el diagnstico desvalorizador y el balance en el que se cuelan sombras, qu representaron esos treinta difciles aos en el proceso de construccin de un nuevo orden para la nacin bajo la impronta liberal? Cules fueron sus logros, cules sus bloqueos, sus lmites? A lo largo de estas ltimas dcadas del siglo XX, los historiado- res han abierto una y otra vez la agenda de problemas que la socie- dad enfrenta a partir de Caseros. Muchos de ellos como hoy nosotros dejaron filtrar, en sus interrogantes y en su bsqueda de respuestas, los dilemas que la propia contemporaneidad les plan- teaba como actores. No slo son los desafos que un sistema pergeado en torno a la lgica del mercado cuyo momento fundante es necesario rastrear casi siglo y medio atrs propone actualmente en el plano de lo social, sino tambin las dificultades para consolidar una comunidad poltica democrtica basada en la igualdad, la libertad y el reconocimiento y la aceptacin del disen- so. Desde distintos lugares y con diversos herramentales amplia- ron, sin duda, el universo de cuestiones en el que esa realidad los introduce. Las preguntas multiplicadas no siempre lograron res- puestas satisfactorias pero indudablemente fueron abriendo cami- nos que permitieron avanzar. El lector interesado puede no encon- trar en esta propuesta todas las variables que integran y articulan ese proceso. No cabe duda de que el libro lleva implcito un crite- rio selectivo del que se tiene conciencia. Dicho criterio selectivo deviene, en parte, del inters por enfatizar aquellos ejes de la rea- lidad social que se consideran centrales para la discusin y apare- cen ligados a un verdadero proceso de renovacin en el campo historiogrfico en estos ltimos treinta aos. Dicha renovacin no 9. es, sin embargo, simtrica. Se debera decir que el avance no slo es fragmentario sino desigual, motivo por el cual ciertas lneas de investigacin o espacios sociales aparecen limitadamente. No obs- tante ello, es posible recuperar a travs de sus pginas dimensio- nes significativas para comprender la denominada etapa de la or- ganizacin nacional, desde una perspectiva que intenta articular los diferentes niveles de avance que aportan las historias provin- ciales o regionales, historias que necesariamente irn confluyendo hacia una de dimensin nacional. Cules son las cuestiones fundamentales que desvelan a prota- gonistas e investigadores? Abramos la agenda y sigamos las lneas abiertas por este volumen que orientan hacia el debate posterior a Caseros. En este verdadero proceso de ingeniera social la mirada reco- rre tanto las transformaciones producidas en el interior de la so- ciedad civil como en la comunidad poltica y se dirige hacia los tres grandes objetivos concretados en ese proceso. a) Sentar las bases de un orden burgus Los indicadores cualitativos y cuantitativos de la dcada del ochenta dan cuenta de los alcances de una trama material que evo- ca la enumeracin enftica de Sarmiento: tensionamiento de las fronteras definiendo la territorialidad en la que iba a asentarse la nueva sociedad; polticas de integracin gestadas a partir de la modernizacin de los transportes y de las comunicaciones; explo- racin de las potencialidades de los diversos espacios regionales y definicin de un diagrama de las formas de ocupacin y hbitat; multiplicacin de las esferas productivas; mercantilizacin del conjunto de los factores de la produccin; articulacin operativa con la demanda mundial y prefiguracin de un mercado tendencialmente nacional. Sin duda, el liberalismo en el que pretenda refundarse esa so- ciedad tuvo, entre tantos otros desafos, que dar contenido a la idea de progreso. ste no slo implic poner enjuego la maleabilidad y la capaci- dad de adaptacin de grupos burgueses gestados en la tradicin colonial y posindependiente o sumar a los nuevos actores empuja- dos a estas tierras por sucesivas oleadas inmigratorias tras el sue- 10. o defare l 'America. Desde espacios menores que aquel que com- prendera el Estado nacional, estos actores debieron afrontar nue- vos riesgos en la consolidacin de un proceso de formacin de capitales que los empujaron a exceder las dimensiones operativas precedentes y a proyectar con mayor amplitud sus sistemas de alian- zas, sus redes. En pos de aquel objetivo, a veces apelaron a herra- mientas precedentes como las mercantiles, otras, especularon con las necesidades de los nuevos estados provinciales o de las admi- nistraciones centrales, reintroduciendo una y otra vez el sistema de crditos prebancarios o, acorde a los tiempos, bancarios. Se vieron altamente beneficiados por las decisiones estatales de en- tregar al juego del mercado la tierra pblica recuperada del domi- nio indgena as como por las polticas de subsidios o garantas para inversiones de alto riesgo y de lenta maduracin del capital. De all su notable inters por ocupar y controlar los niveles de decisin, pugnando en el espacio pblico por el beneficio de sus intereses privados, generalmente en detrimento de un inters general. Desde sus empresas familiares o desde sus sociedades anni- mas, tampoco desestimaron las actividades manufactureras que los vnculos con un mundo agrario en transformacin les reque- ran, con miras al consumo interno o a la exportacin, o las de servicios que los enfrentaban tanto con la renovacin portuaria o ferroviaria como con la nueva dinmica editorial. Para ellos fe imprescindible articular los diferentes espacios regionales con el objeto de lograr una insercin operativa en un mercado mundial crecientemente integrado. Si en la percepcin de algunos actores dicha insercin, sin controles o lmites, poda deparar consecuencias imprevistas y negativas en funcin del cam- bio deseable, la lgica liberal dominante impuso los criterios de una economa abierta al mundo. En esta direccin, un complejo entramado de relaciones econ- micas, sociales y culturales gener en el antiguo litoral un modelo productivo capitalista sobre el que se edific el universo material y simblico pampeano. Potenciado por la expansin de la frontera y el impacto inmigratorio, delineado por la pervivencia de frmu- las tradicionales y prcticas renovadas, el mundo pampeano vin- cul, en su ingreso al orden civilizatorio, eljardn de las colonias puestas en produccin por los inmigrantes, con las estancias gana- deras que dieron cabida al valor y a la destreza de los trabajadores 11. criollos. Estancias que, hacia el final del perodo, comenzaron a sentir la atraccin de la explotacin cerealera combinada con la cra de animales y en las que iban a coexistir extranjeros y nativos. Del mismo modo, para las economas de las provincias del nor- te y cuyanas, tradicionalmente vinculadas con los centros mercan- tiles andinos y del Pacfico, la salida fue como consecuencia de las modificaciones sufridas por estos espacios y la bsqueda de nuevas oportunidades una ms operativa articulacin interior y su reorientacin atlntica. Si en esta etapa la lgica del capital mercantil, consolid en Mendoza un modelo de ganadera comer- cial cuyo centro giraba en torno a la produccin de forrajeras y al que se vinculaban subsidiariamente cereales y frutas, en Tu- cumn gest una alternativa mercantil-manufacturera alimentada por la produccin de azcares, aguardientes y cueros. Operando como nexos entre mercados distantes, una y otra provincia salie- ron fortalecidas de este proceso, proyectando entre los setenta y los noventa a travs de sus grupos burgueses ms consolida- dos dos experiencias agroindustriales: la azucarera y la vitivi- ncola. Pero a stos debieron sumarse otros cambios. Fue necesario desbrozar un terreno plagado de privilegios, en el que el capitalis- mo deba imponer su lgica de modificacin profunda de las rela- ciones sociales, asentado sobre dos valores bsicos: propiedad y trabajo. Ninguna de las variables de la vida econmica pudo esca- par a dicha lgica: los bienes, los capitales, la tierra, la fuerza de trabajo. Sin haber experimentado ni una instancia de revolucin indus- trial ni tampoco de revolucin agraria, las regiones que dinamizaron la integracin a un mercado mundial marcado por la divisin in- ternacional del trabajo apostaron a un proyecto que fue generando una peculiar conformacin de clases sociales. Mientras se clarificaban los contenidos y lmites de una propie- dad privada que tenda a imponerse desestructurando antiguas le- galidades consuetudinarias, avanzando sobre prcticas y tradicio- nes de usufructo, se difunda la salarizacin como mecanismo para establecer relaciones de equivalencia entre empresarios y trabaja- dores y a unlversalizar pautas contractualistas. Sin embargo, lo nuevo que pugnaba por imponerse debi coexistir an con el pri- vilegio o la desigualdad gestados en la propia interaccin entre las esferas estatales en vas de organizacin y los ncleos burgueses. 12. Del mismo modo, los vnculos laborales regulados por una juris- prudencia renovada debieron coexistir con frmulas adscriptivas previas y una multiplicidad de relaciones que iban desde la do- mesticidad al peonazgo o desde la tenencia a la propiedad. Un universo de burgueses, un mundo de trabajadores hetero- gneo, complejo y particularmente dinamizado en las reas urba- nas definieron los perfiles sociales del nuevo orden. En su inte- rior estos actores colectivos emergentes fueron desplegando sus prcticas, estructurando sus modos de sociabilidad, estableciendo sus estrategias para dirimir el conflicto, gestando formas de repre- sentacin social en el espacio pblico que se condensaron en tra- mas culturales diferenciadas. b) Construir un sistema de representacin poltica unificado El progreso y las transformaciones sociales no fueron ajenos a los cambios producidos en el interior de la comunidad poltica. Qu sucedi el da despus de Caseros? Un primer problema resida, sin duda, en la necesidad de producir un verdadero proce- so de recuperacin de la poltica, sentando las bases de una nueva comunidad a partir de la sancin de la carta constitucional en cla- ve liberal. La Constitucin sancionada en 1853 afirm el criterio de la soberana del pueblo y coloc a la figura del ciudadano en la base de toda legitimidad. Sin embargo, a partir de las,prcticas de poder concretas que emergieron y se desarrollaron durante estos treinta aos, las elites violaron sistemticamente aspectos funda- mentales del ideario que estaba en la base de su legitimidad, lo que no impidi la consolidacin de una trama de legalidad que apuntal la construccin del Estado-nacin. Crear un sistema de representacin poltica asentado en el ac- cionar de individuos iguales y libres que realmente alcanzara a todos los titulares de derecho no fe tarea fcil. El juego electoral que debi desplegarse para configurar el nuevo orden poltico, si bien cumpli un importante papel, fortaleci en su dinmica la construccin de una representacin asentada sobre relaciones asimtricas, formalizada desde redes polticas que a travs de la manipulacin y la cooptacin incorporaron a diferentes actores. Tales redes, con diversos grados de estructuracin, cohesin y con- tinuidad, constituyeron una pieza importante en la conformacin 13. de partidos ofacciones polticas. Ellas nuclearon a grupos y per- sonas, reunidos por lazos desiguales en torno a figuras fuertes. Se convirtieron en lugares de constitucin de intercambios materia- les y tramas simblicas que definieron tradiciones polticas. Des- de los espacios locales provinciales, federales o unitarios-libe- rales, autonomistas o nacionales, fueron construyendo por la va de acuerdos de cpula estructuras de representacin formales que alcanzaron dimensin nacional y a travs de las cuales pretendie- ron dirimir su puja por el poder. Como lo electoral no agot, ni mucho menos, la representacin, aquellos que no se sintieron involucrados en este proceso comen- zaron a gestar desde la sociedad civil otras prcticas, otras formas de representacin. stas, a diferencia de las anteriores, no se arti- cularon, salvo en instancias coyunturales, con la dimensin elec- toral. Implicaron, particularmente en las reas ms impactadas por los avances de la urbanizacin y la presencia de migrantes exter- nos, los caminos elegidos por ciertos actores para hacer llegar sus demandas al Estado. En algunas realidades, la constitucin de una esfera pblica se vio alimentada, en parte, por las prcticas aso- ciativas. En ellas convergan sectores burgueses y del mundo del trabajo, que se integraban para participar en tanto miembros de una comunidad de iguales, definidos exclusivamente por su perte- nencia tnica, laboral o por la bsqueda de respuestas a cuestiones del inters comn. Paralelamente, dicha esfera se potenci con el desarrollo de una opinin pblica que se expresaba a partir de la prensa y creca al calor de las campaas educativas y de la conso- lidacin de empresas editoriales. sta, convertida paulatinamente en una nueva fuente de autoridad potenciada por los debates intelectuales que se desarrollaban en su interior pretenda ope- rar como una verdadera instancia de mediacin entre la sociedad civil y el Estado. A lo anterior se articul una cultura de la presin y de la movilizacin que complejiz y potenci la vida social y poltica revalorizando la figura del actor principal de esa esfera. A diferencia de aquel que quedaba integrado en forma subordinada y simplemente convalidaba las decisiones de las elites en el interior de clubes o partidos, este actor, cuya igualdad resida en su capaci- dad de razn, era convocado para discutir y decidir sobre cuestio- nes del inters general, alimentando las prcticas participativas y la vida cvica. Los modos de hacer poltica del perodo pusieron en evidencia 14. los condicionamientos para la constitucin de una identidad ciu- dadana slida, expresados particularmente en la tensin entre unas libertades civiles que eran defendidas a travs de prcticas no for- males y unas libertades polticas que pretendan reducirse al mero acto electoral controlado por las elites. Por otra parte, ni la trama poltica construida por las estructuras formales de representacin, ni las experiencias generadoras desde instancias de representacin virtual que difcilmente podan ser obviadas por los grupos dominantes, ocultaban los bloqueos que a este nuevo orden le impuso la emergencia, una y otra vez, de inte- reses particularistas que pretendan privar sobre el pacto comn. En esto consisti el otro gran problema del da despus. Tal como se observaba en la dinmica social y en las polmicas protagonizadas por intelectuales y polticos que se desenca- denaron en un campo intelectual que estaba formalizando sus es- pacios y cdigos, Caseros no slo puso en cuestin el papel hege- mnico del Estado de Buenos Aires sino que abri el debate en torno a cmo podan rearticularse los vnculos entre ste y el inte- rior y, a su vez, entre stos y los espacios lindantes. La retirada de Rosas no permiti, como lo pensaba Alberdi, man- tener la base de unidad alcanzada. Urquiza no apareca con la en- tidad suficiente para neutralizar antagonismos y disensos. Rpida- mente, tras la negativa de encolumnarse con las otras provincias en torno del Acuerdo de San Nicols, Buenos Aires se separ del resto. Las jornadas de junio y setiembre de 1852 marcaron, para diferentes actores, que si la provincia no poda imponer su hege- mona al proyecto de unidad, la secesin era el nico camino. Durante casi una dcada la nueva comunidad mostr una estructu- ra de poder bifronte: la de la Confederacin y la del estado de Buenos Aires. Si bien cada espacio acept las reglas de juego im- puestas por sus credos constitucionales, no se consagr una esci- sin definitiva y permanentemente se apel a frmulas de convi- vencia, que no obstante feron reiteradamente conculcadas. La disputa por los recursos y por el reconocimiento externo fueron recurrentes. Pero tambin lo fueron las tensiones entre federales y unitarios-liberales, particularmente en el interior del estado confederal, coyunturalmente alimentadas por Buenos Aires. La conflictividad que generaron ciertas sucesiones de gobernadores y la presidencial, con sus cargas de violencia y represin, abrieron el camino a Cepeda (1859) y ms tarde a Pavn (1861). Descono- 15. cimiento de autoridades, rebeliones internas y asesinatos marca- ron la ltima etapa de la disputa, fragmentando el campo federal y proyectando al partido de la Libertad hacia la construccin de un nuevo proyecto de unidad, ahora hegemonizado por Buenos Aires y liderado por Mitre. Sin embargo, el triunfo de Mitre tuvo mucho de prrico. Si bien ste acept dar un espacio en la configuracin de poder a Urquiza, impuls una dura tarea de desplazamiento de los grupos federales en las provincias utilizando ya los destaca- mentos militares de Buenos Aires, ya las fuerzas de sus aliados provinciales como los Taboada de Santiago del Estero. Esto, lejos de contribuir a la pacificacin, realiment una y otra vez la reapa- ricin de la puja facciosa. El regreso de las montoneras, si bien conservaba aquellas marcas de militarizacin de las masas gestadas en el interior de la tradicin revolucionaria, se realizaba en un con- texto poltico impregnado por el liberalismo, asentado ahora so- bre un pacto comn de unidad para el cual stas aparecan como resabios de lo viejo, lo que deba morir para imponer el imperium de la nacin. Sin embargo, tanto Pealoza (1862-1864) como Varela (1866-1868) se proclamaban defensores de la patria en "nombre de la ley, y la nacin entera", y de la "ms bella y perfecta Carta Constitucional democrtica republicana federal". Su misma con- vocatoria a la lucha se hizo en nombre de una tradicin que consi- deraban en riesgo ante el accionar de Buenos Aires. Esta no slo tena para aqullos una deuda histrica con las provincias, usur- pando rentas y derechos, sino saqueando y guillotinando a los pro- vincianos. Si Pealoza cay antes y no pudo concretar su intento de rearticular el campo federal, Varela lo intentaba a medida que sumaba otras reivindicaciones. Estas emergieron como consecuen- cia del proyecto de ciertos grupos bonaerenses de profundizar la desestructuracin federal y restar todo espacio de maniobra a Urquiza. El triunfo liberal haba impactado con su carga negativa en Bue- nos Aires. El precio de la unidad ligado al proyecto de capitaliza- cin de Buenos Aires fractur el frente interno y lo faccionaliz. Mitristas y alsinistas, liberales-nacionales y autonomistas, comen- zaron su pugna en la provincia y la proyectaron a la nacin. Para ello, los autonomistas propiciaron la cruzada colorada de Flores contra la faccin blanca que hegemonizaba el poder en la Banda Oriental. Su objetivo ltimo era obligar a Urquiza a salir al ruedo en defensa de sus antiguos aliados. Pero ni los autonomistas, ni 16. Solano Lpez desde el Paraguay que pretenda revitalizar la antigua trama aliancista federal, ni los blancos orientales que soportaban el asedio combinado de las tropas de Flores y las del Imperio del Brasil, ni el propio Varela resistente como muchos dirigentes del interior al conflicto lograron empujar a Urquiza a retomar las armas contra Buenos Aires. Posiblemente pes ms en las especulaciones del entrerriano su bsqueda de un retorno al poder. La internacionalizacin de la pugna facciosa a travs de la guerra del Paraguay no apareci a sus ojos con los rditos sufi- cientes para avalar a sus aliados tradicionales. El conflicto blico (1865-1870) con un alto costo en hom- bres y recursos no slo termin devorando a Varela y aislando a Mitre y a Urquiza sino que marc el principio del fin de un modo de hacer poltica. La violencia, la resistencia a aceptar el disenso, la recusacin del adversario, iban siendo desplazadas por una disputa institucional que no dejaba espacio al levantamiento ar- mado. Tampoco los autonomistas salieron inclumnes de la gue- rra ya que se vieron obligados a reformular su sistema de alianzas, acercndose paradjicamente a sus adversarios de ayer. El triunfo electoral de Sarmiento y su posterior gesto de acercamiento a Urquiza, pocos meses antes de su asesinato, operaban como sm- bolo de un momento de inflexin. Concluido el ciclo de la guerra de la Triple Alianza con la trgi- ca muerte de Solano Lpez en Cerro Cor, el nuevo foco de resis- tencia encabezado por Lpez Jordn en Entre Ros pareci reali- mentar una nueva fase de la violencia. Sin embargo, su intento de volver a reunir los fragmentos de un federalismo fuertemente atomizado, apelando incluso a agrupamientos extraterritoriales como el Partido Blanco uruguayo, resultaban ya anacrnicos. Ni en ese momento, ni en los conatos sucesivos de 1873 y 1876 as como en los movimientos mitrista de 1874 y tejedorista de 1879 se logr poner en peligro las reglas de juego institucionales. Si bien esa institucionalizacin reafirm los cdigos oligrqui- cos, viabilizndose a travs de las alianzas de las elites provincia- les expresadas en el Partido Autonomista Nacional, no desapare- cieron en su interior pese a los bloqueos las voces que reivin- dicaban las claves democrticas y proyectaban hacia el futuro la resolucin de los dilemas de la repblica verdadera. 17. c) Organizar el Estado Finalmente, debieron crearse los medios institucionales para que la libertad hiciera su obra. La Constitucin, que otorg un marco jurdico a las libertades y cre las condiciones para la construc- cin de una estructura de representacin de nuevo cuo, dio vida a un Estado a travs del cual se expresaba prescriptivamente una soberana nacional nica. Luego de casi una dcada de coexisten- cia de dos entidades estatales en pugna, comenz a definirse el perfil del Estado pautado por las normas constitucionales. El mis- mo dio continuidad a las bases sentadas por la Confederacin en relacin con los tres poderes. El Ejecutivo se estructur en torno a la figura presidencial apoyada en su gestin por funcionarios que en los espacios ministeriales redefinieron sus esferas de injeren- cia: relaciones exteriores, hacienda, guerra y marina, relaciones interiores y justicia. Del conjunto de ministerios, particularmente en las presidencias de Sarmiento y Avellaneda, uno de ellos cum- pli roles muy activos al ocuparse simultneamente del manejo y la coordinacin de las complejas y cambiantes relaciones con las instancias provinciales o municipales as como de funciones atinentes al desarrollo: el Ministerio del Interior. Paralelamente se diagramaron y se pusieron en marcha las actividades legislativas a cargo de las Cmaras de Senadores y de Diputados y se alcanz la definitiva integracin de la Corte Suprema y de las cortes de cir- cuito. Imponer dicha soberana en todo el territorio presupuso, en pri- mer lugar, formas de intervencin reservadas en otro tiempo a las provincias. En este proceso, aparecieron dos mbitos prioritarios: el de las rentas y el de la centralizacin militar. En el primer caso, se parti de la premisa liberal de que el ciu- dadano no slo deba ser visto como el portador de derechos sobe- ranos sino tambin como el sostn material del Estado. Tanto po- da morir en defensa de la patria como participar de una estructura tributaria que posibilitara a sta cumplir los roles asignados. Mon- tar un sistema rentstico de nivel nacional implic no slo definir el alcance de los tributos y la transferencia de las prerrogativas de los gobiernos locales al Estado-nacin, con la respectiva supre- sin de las aduanas interiores y la sujecin de toda oficina de re- 18. caudacin a la Contadura General, tendiendo a uniformar y lograr mayor eficiencia operativa, a fin de diagramar un sistema comple- jo de recursos y gastos. Resultaba imprescindible adems contar con un medio de circulacin uniforme que permitiera romper con la dicotoma de dos circuitos de intercambio dominados por sig- nos monetarios diferentes: el del interior, girando en torno al boli- viano, y el de Buenos Aires, operando con el papel moneda del banco provincial. Esta situacin que provoc en el contacto de ambos espacios verdaderos fenmenos de transferencia de exce- dentes del interior hacia Buenos Aires por la desigual cotizacin monetaria, tambin afect la capacidad soberana del Estado cen- tral que careci hasta pasados los ochenta de una moneda nica y del control exclusivo de los mecanismos de emisin. Paralelamente fue necesario acrecentar su capacidad de crdito. En esta direc- cin se plante, por una parte, la emergencia de una entidad ban- caria que a la manera de los bancos provinciales que estaban organizndose permitiera operar crediticiamente a nivel nacio- nal. Por ello, la dcada del setenta vio definirse las bases del Ban- co Nacional que atraves dificultosamente la crisis del '73-'76 y que no logr desplazar de ese espacio a la institucin ms fuerte del perodo: el Banco Provincia de Buenos Aires. Por otra parte, frente a un Estado fuertemente dependiente de los recursos prove- nientes de la importacin cuyo ritmo aumentaba al calor de la ex- pansin del comercio exterior, creci la preocupacin guberna- mental en relacin con la obtencin de otro tipo de ingresos. Si a lo largo de la dcada del cincuenta no se consider necesa- rio contraer emprstitos externos para cubrir gastos ordinarios, renegocindose slo deudas pendientes, la guerra del Paraguay y la concrecin de polticas de obras pblicas particularmente en la administracin de Sarmiento impulsaron al endeudamiento externo. Dicho endeudamiento, a diferencia de lo vivido por otras reas, no culmin en el momento de la crisis en una bancarrota por cuanto las polticas de reduccin del gasto pblico y de control de la gestin Avellaneda permitieron amortizar la deuda una vez ini- ciada la etapa de recuperacin de los saldos exportables. Si los recursos eran imprescindibles, tambin lo fue el control de la fuerza por parte del Estado a nivel del territorio. El problema tena dos caras. Una de ellas era, sin duda, la institucional. El primer intento orgnico de dimensin global en este sentido se realiz durante la gestin de Mitre. Luego del triunfo de Pavn, 19. Mitre reuni a la Guardia Nacional de Buenos Aires con los n- cleos confederales y a travs del Ministerio de Guerra y Marina utilizando la estructura bonaerense de la Inspeccin y Coman- dancia General de Armas reorden y concret un ejrcito per- manente. Dicho ejrcito oper en los levantamientos cuyanos y del norte y se convirti en una pieza clave dentro del Estado tanto durante la guerra como posteriormente en las instancias paralelas de la lucha fronteriza o de afianzamiento institucional en el pas. Apuntalado por el avance tecnolgico que le brindaron los ferro- carriles y el telgrafo, multiplicando su capacidad ofensiva, ste se vio sometido a otros cambios. La necesidad de formar oficiales de carrera condujo a la creacin del Colegio Militar (1869). A ello sigui la fijacin de las bases de reclutamiento (anticipo de la conscripcin obligatoria), la formalizacin de una estructura je- rrquica y la reglamentacin de su funcionamiento. A partir de entonces quedaron desplazados de sus cuadros los enganchados involuntarios, los mercenarios extranjeros, los cri- minales. Su lugar iba a ser ocupado por tropas regulares incorpo- radas voluntariamente. La otra cara se vincula al verdadero proceso de ocupacin del territorio sobre el que asentara su accin soberana tal Estado. Si la gran demanda del'5 3 fue organizar la nacin, esa organizacin tuvo entre sus consignas crear un territorio en el que se desplega- ran las condiciones del progreso. Resultaba imprescindible superar la atomizacin, la fragmenta- cin, el aislamiento; pero tambin el desconocimiento. La necesi- dad de conocer no slo respondi a la de alcanzar el dominio mi- litar sino tambin al modo en que desde un Estado y una sociedad civil, ambos en construccin, se miraba el orden futuro. La consigna fue entonces conocer para ocupar, aunque esa ocu- pacin significara el desplazamiento o la destruccin del otro, el pueblo indgena que se consideraba parte de un reducto de la bar- barie que se pretenda erradicar. Tambin en este plano hubo que delimitar el papel de las pro- vincias en relacin al Estado central. Durante las primeras dca- das el grueso de las fuerzas permanentes destinadas a custodiar las fronteras interiores frente a los ataques indgenas provena de los comandos provinciales. Sin embargo, poco a poco el ejrcito de lnea termin por ocupar el espacio de las decisiones y las accio- nes. Pero para avanzar, requera un mayor manejo del terreno. Es 20. por eso que se termin imponiendo un estilo de conocimiento con aspiraciones de objetividad que el cientfico poda aportar y el car- tgrafo fijar en sus registros y cuya utilidad no se reduca a los objetivos blicos sino que se orientaba fundamentalmente al desa- rrollo. En consecuencia, si las expediciones cientficas y las deli- ncaciones topogrficas precedieron o sucedieron a las acciones militares que cerrar Roca en los ochenta, no se agotaron all. Con esa triple perspectiva de afianzar el dominio, la integracin y el progreso, se estimularon desde el Estado, en muchos casos con la participacin activa de grupos burgueses, los procesos de modernizacin de los transportes y de las comunicaciones. La pre- misa de Vlez Sarsfield de aniquilar a ese enemigo que era el de- sierto fue cumplindose y en los ochenta la espada termin por definir un diagrama territorial, cargado de exclusiones, que con la federalizacin de Buenos Aires retom resignificada la antigua es- tructura piramidal de origen colonial. Concomitantemente con ste apareci un segundo nivel de cues- tiones a resolver y que se vinculaba con la necesidad de ir dirimiendo, esta vez frente a la sociedad civil, el universo de lo pblico en relacin con lo privado, integrando al primer trmino de la ecuacin, mbitos, prcticas e intereses que tradicionalmen- te eran de incumbencia del segundo. Si aparecieron voces y accio- nes que impulsaban un significativo proceso secularizado^ ellas no tuvieron por entonces el peso suficiente para imponerse en los espacios de toma de decisiones. De todos modos, el Estado inten- t avanzar sobre los derechos ancestrales de la Iglesia en el con- trol de cementerios, el registro de las personas, el matrimonio; disput con ella y las comunidades tnicas en el plano educativo; se introdujo en la cotidianeidad y la domesticidad a travs de la autoridad mdica, apoyndose en un saber higinico que preten- da imponerse a un pueblo considerado menor de edad. Estas nuevas pautas de regulacin social se articularon con aque- llas que iban otorgando basamento normativo a las relaciones de los individuos entre s. Hacia fines de los '50 la codificacin avan- z reglamentando aspectos de la vida civil y de las actividades econmicas. Al Cdigo de Comercio de 1858, le sucedieron el Civil de 1869 y el Penal de 1871 a los que se sumaban, desde los estados provinciales, las codificaciones rurales. La costumbre, como fundamento de las prcticas, iba siendo desplazada por el peso de la ley, rompiendo privilegios y asimetras, 21. en la bsqueda del afianzamiento de relaciones entre iguales. Tal Estado, empujado a redefinir sus roles frente a las adminis- traciones provinciales y a la sociedad civil, tuvo que fortalecer sus estructuras burocrticas, complejizar sus aparatos, hacindolos idneos para atender tanto sus propias necesidades como las pro- venientes de la sociedad. En esta direccin no slo potenci a aqu- llos, sino que los aliment con cuadros emergentes, en parte de instituciones ya consagradas, como las Universidades, o de nuevo cuo como los Colegios Nacionales y las Escuelas Normales. Pero tambin necesit apelar ante sus dficits o sus falencias a esos actores dinmicos de la sociedad civil, esos burgueses que podan aportarle recursos materiales y humanos imprescindibles para dar vida a las nuevas esferas institucionales. Entre la utopa y la realidad, constituyendo y constituyndose, los actores dejaron sus huellas. Los historiadores fueron tras ellas, intentando recuperarlas e interpretarlas. El desafo es ahora para el lector... MARTA BONAUDO 22. I Los mpos dominmes emme la legmmia y el comnoL por MARTA BONAUDO y LIDA SONZOGNI 23. E l acuerdo de San Nico- ls en mayo de 1852 abri el camino para una redefinicin del sistema poltico. La Constitucin emergente del nuevo pacto proclam la vigencia del rgi- men republicano consolidan- do uno de los principios bsi- cos de la gesta emancipadora. Adems cre las condiciones para asentarlo sobre una nue- va legitimidad la soberana del pueblo y recuper el principio de un hombre, un voto, que la gestin de Martn Rodrguez ya hiciera suyo en la Constitucin bonaerense de 1821. Concretar dicho princi- pio no resultar fcil como no lo fue entonces. En esta co- yuntura se reabri un debate entre intelectuales y polticos sobre la viabilidad de la pers- pectiva universalista, en una sociedad en la cual las diferen- cias sociales tenan fuerte im- pronta, con tensiones y anta- gonismos precedentes no sal- dados y agudizados con otros nuevos. De la polmica particip un heterogneo y amplio espec- tro de voces comprometidas. Pero quienes condensaron los argumentos bsicos de la con- troversia fueron algunos miembros de una generacin que expres eclcticamente la presencia del romanticismo en 24. la Argentina. Tras Caseros, ese grupo intelectual se involucr fuer- temente en una lucha poltica en la cual las individualidades se desembarazaron del arco de lealtades colectivas previas volcando en el espacio pblico el bagaje acumulado en sus aos de exilio. Mitre, Sarmiento, Alberdi, Lpez, Gutirrez fueron algunos de los hombres que comenzaron a abrir un dilogo entre sus presu- puestos y las condiciones de una realidad conflictiva en la que la definitiva construccin de la nacin exiga, entre otras cosas, ana- lizar y resolver varios dilemas. Uno de los ms acuciantes fue el planteado en el plano poltico. En el proceso de constitucin de condiciones de legitimidad que garantizaran el orden republicano vieron desplegarse una clara tensin entre igualdad y libertad. Ambos principios, vinculados al hecho revolucionario de Mayo, fueron considerados por estos intelectuales como variables nece- sarias y compatibles que conduciran a una nueva sntesis histri- ca. Pero tanto las consecuencias de las experiencias revoluciona- rias europeas del '48 como las propias vivencias del rosismo, les devolvieron una imagen compleja, negativa y, sobre todo, de dif- cil resolucin en la prctica concreta y en la respectiva evolucin ideolgica. Nadie pona en cuestin que la independencia conquistada era el punto de partida de un rgimen republicano garante de una na- cin civilizada. Sin embargo, desde ese umbral las vacilaciones se multiplicaron, generando consecuentemente una serie de interro- gantes: qu forma adoptara la repblica? Cmo entender la so- berana del pueblo? Sobre qu atributos apoyarla? Cmo ase- gurar la autoridad sin afectar las condiciones de igualdad y el goce pleno de las libertades? Las potenciales respuestas ofrecidas por estos pensadores se- alaron sus divergencias ms o menos profundas, ms o menos conciliables, en torno a esa agenda de problemas. Todos acudie- ron a respaldar sus reflexiones en distintas vertientes del pensa- miento poltico, desde los teorizadores de la Ilustracin, pasando por los constructores de un orden poltico renovado particular- mente los franceses y los norteamericanos hasta las acertadas y agudas observaciones que, sobre el funcionamiento concreto de sus instituciones emergentes, realizaban ensayistas y viajeros. Pero todos tendieron a posicionarse de manera diversa a la hora de diag- nosticar sobre la realidad ms cercana y ms an, en el momento de avanzar con propuestas concretas menos modlicas. Si bien, en 25. lneas generales, el ideario liberal impregn sus contribuciones, las disidencias comenzaron a advertirse a medida que aqul se desplegaba. LOS INTELECTUALES PIENSAN LA SOBERANA' Sarmiento abog por la construccin quizs una inven- cin? de una sociedad donde imperasen con la misma fuerza la igualdad y la libertad, promoviendo un "trasplante institu- cional".2 Qu elementos subyacan detrs de ese trasplante? El sanjua- nino tena la conviccin de que era necesario recrear, en ese con- texto que presupona fatalmente desrtico, una nueva sociedad y, por ende, un rgimen poltico diferente. Era indudable que parta del diagnstico de que el fracaso de las experiencias democrticas y la emergencia de fenmenos como el caudillismo tenan races histricas seculares. Por ello propona la ineludible incorporacin de actores civilizatorios portadores de valores y prcticas renova- doras que encontraran en este suelo reales condiciones de redistribucin social. Comenzara as la primera etapa del tras- plante, la cual vea estimulada por los postulados constitucionales inscriptos en el Prembulo, analizados en sus "Comentarios...": "Tal declaracin importa una invitacin hecha a todos los hombres del mundo a venir a participar de las libertades que se les aseguran, una promesa de hacer efectivas esas liberta- des, y una indicacin de que hay tierra disponible para los que quieran enrolarse en la futura familia argentina. En una palabra, la Repblica Argentina se declara en estado de colo- nizacin e incorpora en sus instituciones la expresin de ese sentimiento, el deseo de verlo satisfecho y los medios segu- ros de verificarlo..." 1 Desde otra perspectiva este tema se retoma en el captulo 2: "De la 'Repblica de la Opinin' a la 'Repblica de las Instituciones'." 2 Halperin Donghi, Tulio. Proyecto y construccin de una nacin (Argentina 1846-1880), Ayacucho, Caracas, 1980, pg. XI y ss; Botana, Natalio. La tradicin republicana, Sud- americana, Buenos Aires, 1984, pg. 263 y ss. 26. Aires de renovacin y de redistribucin que la visin estadounidense le haba ofrecido como paradigma a imitar. ste implicaba una comunidad de iguales, ha- ciendo uso de sus libertades e integrada polticamente. Para ello apel consecuente- mente a extender a los ex- tranjeros el ejercicio pleno de las libertades civiles y polticas. Desde su mirada, nativos e inmigrantes con- formaban la gran masa potencial de una nueva ciu- dadana alimentada por la prctica de sus derechos y el reconocimiento de sus obli- gaciones, y estimulada por una educacin cvica. Aleja- da del mundo brbaro del Facundo, encontraba su es- cenario natural y su espacio poltico por excelencia en un municipalismo reformulado y considerado como la clu- la bsica del Estado. Este ejercicio cotidiano de la ciudadana nutra su concepcin de una soberana que se proyectaba en el marco de la repblica moderna: "...La igualdad de derechos en la cosa pblica es la condicin esen- cial de esta asociacin; y el ejercicio absoluto del derecho de go- bernarse a s misma, que es asegurar sus vidas, propiedades y pro- pender a su mayor felicidad se llama soberana..." Paralelamente, y para que esta soberana se encarnara, reclam la modificacin del sistema de representacin. Ya no eran los tiem- pos de la confederacin rosista pese a que tal apelativo representa- ba para l una suprstite no deseada de aquellos momentos. En consecuencia, la representacin deba dejar de ser asumida por los estados y convertirse en un atributo directo de los mandantes, es 27. decir, del pueblo. Era ste el que elega a sus legisladores y a los miembros del Ejecutivo en un sistema republicano y democrtico. Sarmiento aceptaba la soberana del nmero y propona una rear- ticulacin diferente del Estado nacional y los provinciales. Ms all de las prevenciones que tena con respecto al texto constitu- cional del '53 y de su conviccin de que ste reafirmaba el espritu del estadounidense, consideraba que su aplicacin a la realidad argentina no poda tener significados distintos, en funcin de su probada consolidacin en el pas del Norte. El diagnstico elaborado por Alberdi difera del sarmientino. La barbarie que haba azotado al Ro de la Plata era, en su opinin en 1872, resultado de la revolucin misma y contena un fuerte resabio de las condiciones polticas del Antiguo Rgimen: "...En nuestras repblicas de Sud Amrica, las instituciones son las malas, no las gentes; a las instituciones pertenecen los vicios que atribuimos a los que mandan y a los que obe- decen. Con otras instituciones no habra caudillos, ni tiranos, ni demagogos, ni esclavos. Todas estas entidades son frutos de la repblica tal cual hoy se halla organizada en Sud Am- rica..." Por consiguiente, la tesis del trasplante no era viable. La nueva ingeniera social y poltica no poda ignorar el arraigo de la tradi- cin colonial y la presencia y la capacidad de maniobra de los actores preexistentes, ante los cuales incluso perda autonoma el grupo intelectual. Por otra parte, descrea de la primaca de la igual- dad como garante necesario en el camino hacia la democracia y la poca de Rosas operaba como la natural verificacin de tal recelo. En esta direccin tambin se distanci del sanjuanino, porque con- ceba a las mayoras como estigmatizadas por una anomala esen- cial: ellas eran soberanas pero incapaces de entender y manejar su soberana. La soberana del nmero deba ser reemplazada por la de la razn. Una razn que, sin ignorar la igualdad del gnero humano, se asentaba en una visin diferencial de las capacidades, mritos o talento de los individuos y que l reconoca como atri- buto exclusivo de una minora. En consecuencia, aunque en sus Bases el sufragio universal apareca fundando la legitimidad pol- tica, no conceba ya en 1869 a ste como la solucin coyuntural viable por cuanto: 28. "No puede rigurosamente haber sufragio universal donde la universalidad de los sufragantes carece de toda educacin, de toda inteligencia en las prcticas del sufragio verdadero... Una multitud incapaz no tiene, no puede tener, voto propio... Libres al modo de los menores o de los incapaces del orden civil, esas multitudes tituladas soberanas eligen, como eligen las mujeres y los menores de edad: lo que se les hace elegir." Para evitar tal distorsin sugiri un usufructo desigual de las condiciones de la libertad. Si bien el conjunto de individuos deba gozar plenamente y sin retaceos de sus libertades civiles, las liber- tades polticas deban restringirse al estrecho crculo de los porta- dores de razn. No obstante, era posible gradualmente ir amplian- do el crculo de capacidades a travs de la educacin y el trabajo. La conclusin lgica de tal razonamiento era que el verdadero gobierno del pueblo slo poda alcanzarse luego de una etapa previa de accin tutelar. El azaroso camino hacia aquel horizonte exiga afirmar el orden, afianzar la autoridad, es decir, el poder que era sinnimo de libertad. La priori- dad se traslad enton- ces a la forma que adoptaba el gobierno. En esta clave la pro- puesta alberdiana no se orient slo hacia un Ejecutivo fuerte. Era necesario renovar los vnculos tradicio- nales entre las oligar- quas provinciales, a las que pretenda uti- lizar en un rol de ab- soluta subordinacin a dicho Ejecutivo. 29. Esta visin del gobierno fuerte fiie resistida inicialmente no slo por aquellos que como Mitre o Sarmiento postulaban un equi- librio entre igualdad y libertad, sino tambin desde perspectivas liberales altamente conservadoras como es el caso de Vicente Fidel Lpez. Este, luego de Caseros, deposit en la figura de Urquiza sus expectativas para la superacin de la anarqua. Tras su aleja- miento del caudillo entrerriano, modific sus concepciones y plan- te una oposicin fundada tanto a los gobiernos personales como a los oligrquicos: unos y otros conducan a lo que denominaba gobierno de lo ajeno. En su lugar, desde La Revista del Plata, propuso el llamado gobierno de lo propio: "Las condiciones del gobierno de lo propio son dos. La pri- mera es que los funcionarios que lo desempean salgan pe- ridicamente del voto de los gobernados; es decir, de aque- llos que contribuyen con los recursos pecuniarios para que ese gobierno desempee los servicios comunes que los go- bernados le delegan; y la segunda condicin, es que al hacer esa delegacin en los hombres elegidos por la comunidad propiamente interesada, los gobernados mismos conserven en sus manos la superintendencia y la direccin de los fun- cionarios que eligen (...)" En tal contexto, Lpez no discuti que la legitimidad emerga del consenso. Pero s disenta con los gobiernos fuertes no re- novables y no supeditados al control, postulando una alternati- va a las soberanas del nmero o de la razn. En realidad, reinterpret esta ltima en trminos del inters, partiendo de la base de que los gobernados no constituan una masa amorfa e indiferenciada, dada la existencia en la sociedad de clases. Este fue el punto de inflexin a partir del cual introdujo una nocin mucho ms restrictiva de la soberana. Para l era la soberana de los intereses la que mejor garantizaba la libertad. Por ende, un mundo de propietarios y contribuyentes se col desde lo social al cuerpo poltico redefiniendo las condiciones de repre- sentacin: "No hay ningn pueblo que, en general, pueda ser soberano, porque est dividido y subdividido en clases. El que va mon- tado sobre un caballo o arrastra un carro, es un hombre que 30. depende del capital o del capitalista que lo emplee. Este hom- bre... no puede formar parte de un soberano." La preeminencia de esta postura lo oblig a una verdadera reformulacin tanto de la estructura parlamentaria cuanto de la institucin municipal en procura de rearticular bajo nuevas bases los vnculos entre la sociedad civil y el poder poltico. En ocasin de la Asamblea Constituyente bonaerense de inicios de los seten- ta, se expresaba contrario a la representacin bicameral aunque terminaba por admitir la coexistencia de ambas asentadas en dife- rentes principios soberanos. En tanto los diputados seran la ex- presin germina del sufragio universal, el Senado deba ser la base natural de la representacin de las clases propietarias. En igual sentido, recuperaba el municipalismo en un registro totalmente ajeno al proyecto sarmientino. Comparta con ste la idea de que ese espacio operaba como lugar de expresin de las demandas in- dividuales y aprendizaje cvico. Pero le impuso un notable sesgo de Antiguo Rgimen al colocar a la cabeza de tal organizacin descentralizada a los padres de familia, quienes reintroducan un cierto espritu de cuerpo estamentado y en cuyas manos quedaban las cuestiones centrales de la vida cotidiana. El ejercicio intelec- tual de pensar al soberano se enfrentaba a la urgencia de las elites por resolver, a lo largo de esos treinta difciles aos, qu estrate- gias eran ms eficaces para suprimir los particularismos que las separaban y redefinir el problema de la hegemona poltica. Pero sta no fue la nica cuestin que las desvel, ya que comenzaba a adquirir peso el problema de qu papel habran de otorgarle a aqul para no poner en riesgo su control del orden social. LAS ELITES EN POS DE LA LEGITIMIDAD POLTICA Los actores sociales y polticos despus de Caseros Si bien el pas apost a una vocacin acuerdista para organizar- se en un contexto que expresara su identidad como nacin, se mantuvieron en vigencia cuestiones que ni la cada de Rosas ni la asuncin de Urquiza haban resuelto. En este sentido, la de la rear- 31. Carta del Doctor Juan Carlos Gmez al General Bartolom Mitre ...Cuando Lpez nos trajo la guerra, invadi con todas sus fuerzas disponibles la provincia de Corrientes y el Estado Oriental Los ele- mentos argentinos y orientales bastaron para contener la invasin. El ejrcito brasilero no contaba entonces comofuerza, porque el Brasil no tena ejrcito. Fueron los pueblos del Plata los que pusieron a raya la marcha del tiranuelo... Repasado el Paran por Lpez, tiempo de sobra tenamos para orga- nizar el triunfo. Me anticipo a la objecin. El tiranuelo del Paraguay tena un auxi- liar en Urquiza, en losfederales de Corrientes y Entre Ros. Los auxiliares no se movieron, ni hubieran podido moverse, desde que nuestro ejrcito de lnea y nuestra Guardia Nacional ocupase el Entre Ros. Con esas solas fuerzas dominbamos la situacin interna desde elprimer momento, comofue dominada en efecto, porque la ayu- da brasilera era entonces nula, y no hubiera impedido a Urquiza y los federales pronunciarse. Adems el general Mitre sabe bien, como hombre poltico, que no es un grano de ans sublevarse contra lapatria y contra un gobierno esta- blecido sin ejrcito regular y base establecida de recursos. El general Urquiza nunca se hubiera pronunciado enfavor de Lpez, sin laprevia derrota de nuestro ejrcito, y nuestro ejrcito no poda ser vencido en Corrientes por el paraguayo, como lo declara el general Mitre... Diciembre, 13 de 1869 En Cartas polmicas sobre la guerra del Paraguay (Prlogo de S.Natalicio Gonzlez), Asuncin-Buenos Aires, Guarana, 1940, citado por Halperin Donghi, Tulio, op. cit., pgs. 205-206. ticulacin de las diferentes reas regionales y, particularmente, las modalidades que adoptaran las relaciones de las elites del interior con Buenos Aires eran determinantes. La pervivencia de solidaridades antiguas se proyect en la nue- 32. va etapa haciendo ms complejo el diagrama de los enfrentamien- tos. No slo se realimentaron en el interior las antinomias entre federales y unitarios hibernados muchos de stos en el exilio sino que aqullas se resignificaron al calor de los postulados libe- rales. Desde esas elites que reconocan la autoridad del gobierno de Paran y le otorgaban credibilidad para una actualizacin del federalismo, el trmino liberal no pocas veces era identificado con el de unitario. En esta coyuntura se lo asociaba al proyecto de las elites bonaerenses de reestructurar la unidad bajo su hegemona. Estas ltimas para nada homogneas compartan, sin embar- go, una profunda desconfianza y rechazo hacia Urquiza, asumindose como los paladines de la causa de la libertad. Como ironiza Tulio Halperin Donghi, esta identificacin que ciertos sec- tores hacan de Buenos Aires con la lucha por la libertad, preten- di ser impuesta "con vio- lenta pedagoga a las de- ms provincias, poco an- siosas de compartir ese bien inestimable". A partir de esa tensin, la dinmica poltica tuvo una fuerte carga de violen- cia. Esta se expres, por una parte, en la pugna de- satada entre la Confedera- cin y el Estado de Buenos Aires por acceder a un rol hegemnico y encarnada en los enfrentamientos de Cepeda y Pavn. Por otra, en la secuela de levanta- mientos ms circunscrip- tos en las dcadas del se- senta y setenta, que lidera- ron figuras locales como Pealoza, Varela, Lpez Jordn y tantos otros, pro- tagonistas de las guerras de las montoneras federa- les. stas se desarrollaron 33. con idntico vigor en las provincias andinas o en las reas mesopotmicas y, pese a la aparente disparidad de causas, con- densaron expresiones reiteradas de resistencia a un pas unificado bajo la autoridad portea. Pero tanto Pealoza y Varela en la dca- da del sesenta, desplegando sus huestes contra el gobierno central, como Lpez Jordn entre 1870 y 1876, haban perdido de vista la trama de lealtades que ya ese gobierno haba logrado. Los prime- ros no percibieron que incluso en ese conflicto blico internacio- nal que fue la guerra del Paraguay, de cuyo estallido no estuvieron ajenas las facciones bonaerenses, se estaban desarrollando fuertes alianzas que terminaran con su resistencia. Tampoco detectaron que en el propio conflicto se estaba afirmando la institucin bsi- ca encargada de monopolizar el control de la violencia: el ejrcito. ste no slo expresaba un grado importante de afianzamiento es- tatal sino que adems pretenda convertirse en un referente de en- vergadura. Como lo ha marcado Tulio Halperin Donghi, en idnti- co error cay Lpez Jordn al desconocer el impacto que produjo el asesinato de Urquiza en 1870. Importantes sectores de las elites provinciales ya no estaban dispuestos a que se les escamotearan los beneficios de la unidad. Esa dificultad para percibir los cam- bios les impidi ver que el camino del Estado-nacin estaba mar- cado y por ende, las aventuras blicas emergidas de los particula- rismos regionales, condenadas al fracaso. El propio particularis- mo porteo que hasta 1873 haba salido relativamente inclume de las confrontaciones enfrent sus pruebas de fuego con Sarmiento y Avellaneda. El proyecto de Mitre en 1874 clara muestra del grado de faccionalizacin del partido de la Libertad result enton- ces desafortunado al querer provocar, a partir de una impugnacin electoral, una revolucin de alcance nacional. Del mismo modo, el empecinamiento de Tejedor en la defensa de la autonoma de Buenos Aires, un lustro ms tarde, se mostr totalmente anacrni- co en el momento en que se estaban terminando de consolidar los acuerdos para afianzar la unidad nacional. La dinmica de violencia que envolvi a los grupos durante estas tres dcadas ocultaba que, detrs de ella y ms all de ese clima de antagonismos permanentes, se realizaban verdaderos es- fuerzos para legitimar las bases de poder en funcin del pacto cons- titucional. En esta direccin, el ensayo ms ambicioso de los cincuenta fue, sin duda, el proyecto mitrista de crear el Partido de la Liber- 34. tad. Surgido como una primera respuesta para reorganizar la vida poltica bonaerense en la etapa de secesin, el partido apareca como una estructura renovada. Sus aspiraciones no slo apunta- ban a asumir la representacin de la colectividad sino adems a ser considerado el depositario de una legitimidad poltica profun- damente enraizada en el pasado de la tradicin liberal y que no devena ni del Estado ni del lder. Sustentado en una concepcin ms moderna de las relaciones entre la dirigencia y las bases, pro- curaba constituirse en un referente principista, aunque no progra- mtico, frente a los personalismos tradicionales: "...As cuando se dice el Partido de la Libertad, se dice el partido de todos los intereses sociales, la sociedad misma obligada a organizarse en partido para defender sus derechos [...] La libertad ha encontrado al fin su centro de gravedad en el gobierno de la sociedad. Es as como el partido de la Li- bertad ha refundido en s a todos los partidos que la han ser- vido col senne col la mano, en la idea de un gobierno que tenga la ley por norma y por base la justicia [...] Llmese al partido de las instituciones, al partido de los gobiernos de la ley, partido unitario, partido gubernamental, la libertad es el eje alrededor del cual giran constantemente..."3 Esta confesin de partes, su raigambre en la tradicin unitaria, repercuti a la hora de extenderlo a toda la sociedad, inmersa en aquella conflictividad. De ello sigui un claro proceso de faccio- nalizacin en el que se deslizaron viejos y nuevos antagonismos. En Buenos Aires, Mitre no logr convencer a sus bases de que el precio a pagar por la unidad nacional era la federalizacin de la ciudad capital. En consecuencia, mientras un sector importante de los bonaerenses enajen su consenso por esta causa, en el interior se reavivaron las prevenciones y el sentimiento antiunitario. La crisis del partido, expresada en su propia fragmentacin, dejar el campo a una dura lucha sectaria con diversos tipos de realinea- mientos. Marcados peridicamente por conatos de unidad o acuer- dos (Liga de Gobernadores, Conciliacin avellanedista) slo su- perarn su virtualidad a travs de la gran construccin facciosa 1 Mitre, Bartolom. Los Debates, 28 de mayo de 1857 en Ibdem, pg. 173. 35. que fue el Partido Autonomista Na- cional (PAN), a cuyo cargo qued la definitiva consolidacin del Estado bajo una alianza inte- roligrquica que los alberg. Dicha consolidacin haba obligado a las par- cialidades a ceder buena parte de sus anteriores pretensiones. Ahora bien, en el marco de las dispu- tas o de los pactos de dnde extraan estos gru- pos su legitimidad para lanzarse a la lucha por el poder o para conciliar? Para liberales-unitarios, federales, autonomistas dnde resida su capa- cidad de movilizacin social y poltica en esta etapa? Cul era la po- tencialidad de sus recur- sos para obtener un con- senso? Tanto en el estado de Buenos Aires como en el interior coexis- tan y se dibujaban espacios con mayores o menores dificultades para adaptarse a los nuevos cdigos de desarrollo. En algunos, la base demogrfica estaba librada a un dbil crecimiento vegetativo o a limitados movimientos de poblacin; en otros, en cambio, sta se densific con la creciente incorporacin de europeos y nativos que alimentaban tasas de urbanizacin tambin diferenciales. A las sociedades altamente polarizadas y en las que los sectores sub- alternos estaban sometidos a fuertes vnculos de dependencia, se yuxtaponan las que reflejaban fenmenos de movilidad social y de progresiva expansin de las relaciones contractuales. En am- bos tipos de realidades, se redefinieron tanto el mundo de las elites como el de las bases. El universo de elites continu incluyendo una heterognea gama de actores: funcionarios de la tradicin colonial que pervivieron y Bartolom Mitre. 36. reacomodaron sus vnculos con el Estado independiente e incluso bajo el rosismo, mercaderes, hacendados, militares, caudillos lo- cales, profesionales. No pocos de ellos tuvieron que revalidar su predicamento frente a algunos recin llegados. No obstante, unos y otros compartan una lgica de funcionamiento comn con fuer- tes perduraciones de la tradicin anterior: mantuvieron una mar- cada identidad corporativa, sustentada en redes parentales que re- sultaban funcionales para consolidar un sistema de alianzas, ape- laban al patronazgo y al clientelismo como modus operandi frente al poder. Los Taboada, los Rojas en Santiago del Estero; los Posse, los Colombres, los Nougus o los Avellaneda en Tucumn; los Villanueva, los Videla, los Benegas o los Civit en Mendoza; los de la Plaza, los Gemes, los Uriburu en Salta; los Daz Colodrero, los Pampin o los Torrent en Corrientes y los Cullen y los Iriondo en Santa Fe, fueron algunas de las cabezas visibles de esas redes que operaban localmente o con vnculos de mayor alcance geogrfico en un espacio social y poltico que fue cobrando complejidad. Jos Posse describa a su propia red en 1873: "La familia Posse es en Tucumn una de las ms antiguas y respetadas que tiene el pas y, en la actualidad, la que cuenta mayor suma de riqueza acumulada. Entre los miembros de esta familia se cuentan los primeros industriales de Tucumn [...] Adems de estos grandes industriales tiene la familia Posse y sus aliados en poltica un considerable nmero de caeros de segundo orden [...] que representan unidos un ca- pital formidable. En el comercio tienen tambin comercian- tes de primer orden y fuertes capitalistas [...] Los Posse y sus aliados dan ocupacin lucrativa a millares de personas en la industria caera [...] Cuentan adems con literatos, aboga- dos, mdicos, hombres de Estado que han figurado en la pren- sa, en el gobierno y en los Parlamentos..." Desde esta visin del poder, la preocupacin central no resida en la construccin o ampliacin de las identidades ciudadanas, sino en pensar al voto como la herramienta a travs de la cual podan disear sus estrategias de control y adquisicin de electo- res. En sntesis, ella mostraba claramente la persistencia de la im- pronta de una tradicin que privilegiaba la jerarqua social sobre la igualdad legal. En el panfleto que los seguidores de Villanueva 37. distribuyeron con motivo de su candidatura en 1870 se afirmaban estos rasgos: "Pertenece el seor Villanueva a una de las familias de ms lustre por su clase, todas sus relaciones se componen de gen- te de primera categora. Entre ellas no figuran personas de baja ralea o de mediana esfera, sino individuos distinguidos por su cuna, su talento, su ilustracin y su fortuna que for- man la verdadera importancia de la provincia..." Ellos podan afianzarse dadas las escasas modificaciones que haban vivenciado las clases subalternas en las reas donde predo- minaban los lazos de reciprocidad, la presin de los vnculos de dependencia social y el paternalismo y se adoleca de una falta de entrenamiento para operar con las pautas del nuevo orden. Se trans- formaron as en actores pasivos, sujetados a la toma de decisin de los notables, con precarios o nulos mrgenes de autonoma. En cambio, en aquellos mbitos particularmente urbanos que reflejaban casi en su materialidad la intensidad de las transfor- maciones producidas a lo largo de esas dcadas y exhiban pautas sociales y culturales renovadas, tanto las elites como los nuevos actores iban a mostrar un perfil ms matizado. Si bien los miem- bros de las primeras no haban logrado an emanciparse del esp- ritu de cuerpo y continuaban apelando a su adscripcin social para operar en el espacio pblico, algunos de ellos comenzaron a ad- quirir autonoma respecto de su grupo de pertenencia, particular- mente cuando se sintieron marginados o excluidos de los pactos colectivos, intentando constituirse en verdaderos actores polticos. En el litoral pampeano se sumaron a los anteriores jvenes ilus- trados originarios del rea o provenientes de otros centros cuya prosapia muchas veces evocaba hogares patricios empobre- cidos, para quienes la universidad sirvi como canal de ascenso social al cual pretendan convertir en antecedente poltico de rele- vancia. Como consecuencia de ello tal fue el caso de Buenos Aires ira emergiendo un elenco poltico con cierta especifici- dad que se asumi como natural recambio de grupos tradicionales a los que consideraba devaluados. Al respecto, justamente uno de los personajes de La gran aldea identificado con este sector, as lo sealaba: 38. "...Es necesario llevar fuerzas nuevas a la Cmara, y las fuer- zas nuevas estn en la juventud que ha salido ayer de los claustros universitarios [...] somos un partido oligrquico con tendencias aristocrticas, exclusivas aun dentro de su propio seno, a quien se acusa, y con razn, seores, de gobernar o de querer gobernar siempre con los mismos hombres, y que re- pudia toda renovacin, toda tentativa para recibir hombres nuevos en el grupo de sus directores". La renovacin tambin alcanz a los otros sectores de la socie- dad progresivamente europeizados. Fueron particularmente aqu- llos quienes, desde sus experiencias laborales, asociativas y de ac- ceso a la palabra escrita as como desde su participacin en movi- lizaciones, mtines y reuniones pblicas, iran alimentando una peculiar formacin de identidades ciudadanas que tendan hacia procesos de individuacin y de autonomizacin. La expresin ms lograda volvi a darse en la ciudad de Buenos Aires y en menor medida en otros ncleos de la regin pampeana. En el contexto descripto, si bien una multiplicidad de actores ingres a la trama de antiguos y nuevos espacios de poder, fueron las elites todava las que mantuvieron en sus manos las tomas de decisiones relevantes. El gran dilema para stas fue, entre 1853 y 1880, cmo lograr el consenso del nmero, cmo continuar garan- tizando la legalidad sin violentar las bases de legitimidad. La norma es funcional para neutralizar al soberano El derecho a voto no define de por s la ciudadana poltica y quienes lo ejercen no se convierten por esto y de hecho en ciuda- danos, produciendo un real fenmeno de delegacin de soberana hacia sus representantes. Sin embargo, para gobernar la sociedad resulta imprescindible establecer los criterios, a travs de la Cons- titucin y las leyes, que operen como fuente de legitimidad del poder poltico. De acuerdo con ello, en el ejercicio del derecho a voto est el origen del gobierno representativo. Pero ante actores tan hbridos y heterogneos como los descriptos, cul era el gra- do de internalizacin que los mismos tenan de que el ejercicio de tales derechos era la clave sobre la que se asentaba el poder? Tanto para los intelectuales como para los polticos del momen- 39. Revista del P/ata-N 12, agosto 1854 Memoria descriptiva de los efectos de la dictadura sobre el jornalero y pequeo hacendado de la provincia de Buenos Aires, escrita a poco tiempo de la Jornada de Caseros bajo la forma de una peticin a la Ho- norable Legislatura de Buenos Aires. Honorables Representantes: Los vecinos que firmamos, a nombre nuestro, y de los hijos de la tierra que habitan en lospartidos de Matanza, Cauelas, Lobosy Guar- dia del Monte, nos tomamos la libertad de dirigiros por primera vez la palabra, para haceros conocer nuestra triste situacin, el poco caso que se ha hecho siempre de nuestra libertad, de nuestros bienes, de nuestro tiempo, que es la solapropiedad del mayor nmero de nosotros. ...La revolucin del 11 de Setiembre, justificada por el restableci- miento de vuestra autoridad, es decir, por el principio federal de la independencia interior de cadaprovincia, mejor sejustificara siprobis que ante todo se ha hecho a beneficio de las masas, afavor del pobre cuya condicin se trata de mejorar, afavor de la clase trabajadora en cuyo seno descenderan al fin algunas garantas sociales. Ysi no para qu ese gran trastorno? Y si no qu simpata, qu apoyo esperis de nosotros? ...Nosotros los pobres pastores y labradores de estaprovincia, cuan- do nos decidimos aislarnos del Dictador Rosas, y mostrarnos indiferen- tes a su suerte, fue con la candorosa persuasin que nos dejaron el tiempo de desengaarnos... Pues bien, estos hombres tratados hasta ahora como bestias yerguen hoy la cabezay os haran conocer sus pre- tensiones, que son las siguientes: Primera- Queremos que en cambio de un derecho de soberana que no entendemos, ni podemos practicar, se nos conceda alguna garanta de libertad individual, y de sosiego domstico. Segunda- Queremos que, en lugar del vano honor de elegir represen- tantes para ese Honorable Cuerpo, y de servir tal vez de instrumento para que se perpete algn mal gobierno, que en lugar de esa parodia insidiante del sistema representativo, se nos acuerde el privilegio mu- cho ms inteligiblepara nosotros, mucho ms apetecible, de trabajar al lado de nuestrasfamilias, y de conser>ar lo muypoco que nos ha que- dado. Reclamamos para nosotros los Americanos y soberanos de esta tierra, unaparte de los goces sociales que nuestras leyes conceden a los extrangeros que vienen apobrarse en medio de nosotros... 40. to esto estaba claro. Por ese motivo estos ltimos trataron de con- dicionar los efectos de la soberana del nmero y circunscribirla al mero acto electoral. Guiados por el primer objetivo, sus acciones se orientaron di- rectamente a operar sobre una prescriptiva no exenta de ambige- dades, lo cual facilit las maniobras de bloqueo. Un primer campo de limitacin se dio en la propia definicin y alcance de la ciudadana que en el texto constitucional apareca enmascarada en los conceptos de pueblo o nacin. A partir de all se establecieron diferencias entre los ciudadanos que elegan y quienes podan ser electos. Entre los primeros las condiciones bsicas para acceder al voto se vinculaban a las calidades de edad, sexo, nacionalidad y resi- dencia. A veces, estos nicos requisitos constituyeron desde el ini- cio un riesgo que deba ser contrarrestado. Casos paradigmticos al respecto feron el tucumano y el mendocino. Obligadas las pro- vincias a reformar su Constitucin para adaptarla a las pautas na- cionales, Tucumn encontr una clara resistencia en sus conven- cionales durante los debates de 1856. Estos apelaron al voto cali- ficado justificndolo en reglamentaciones electorales previas. Ellas establecan, entre las condiciones para ser elector, la propiedad o empleo lucrativo y suspendan los derechos de ciudadana a deu- dores, criados, jornaleros, soldados de lnea y vagos. Frente a esta decisin, el Congreso Nacional se vio en la obligacin de rechazar el artculo, exigiendo su modificacin en correspondencia con la norma general. Los mendocinos, por su parte, si bien no recurrieron al sufragio censitario en la Constitucin provincial de 1854, s lo introdujeron en la ley electoral de 1867, sumndole elementos de calificacin: se exclua a quienes no certificaran la posesin de una renta mni- ma y a los analfabetos. La universalidad tambin apareca tensionada en las esferas municipales. All sta sola ser suplantada por una ciudadana te- rritorial que converta al vecino en el referente central del munici- pio, o por un ciudadano definido desde lo patrimonial. En este caso, la escena era dominada por el ciudadano contribuyente que gozaba de reconocimiento social y formaba parte de ese estrato de la gente decente. Sin embargo, la vida municipal pareci ampliar paradjicamente el espectro de electores, al dar cabida a los extranjeros que cumplan con tales requisitos. 41. El espacio de los elegidos tambin ofreca resquicios para redu- cir los alcances de aquel postulado. Ciertos cargos como los de senadores o los que integraban los Ejecutivos nacionales o pro- vinciales, incluan disposiciones que exigan patrimonio personal como condicin indispensable para el acceso a los mismos. Esta perspectiva diferencial que afect tanto a representados como representantes se reforzaba con la reglamentacin electoral. La frmula plasmada no slo revelaba la convalidacin de dos tipos de soberana en ejercicio sino tambin la inclusin de instan- cias de mediacin sobre las que se poda presionar fcilmente. La Constitucin estableca que el pueblo elige a sus diputados en forma directa y de acuerdo con la base demogrfica de cada circunscripcin electoral, derivada originariamente de meras esti- maciones y ajustada luego segn los sucesivos resultados censales (1869-1895).Tambin vota a sus gobernadores o al presidente, pero aqu lo hace a travs de un mecanismo indirecto y de ello resulta que la cara visible de la eleccin no son ya los sufragantes sino los miembros de las juntas electorales. Dichas juntas, que conforma- ban los denominados colegios, ofrecan un claro espacio para acuer- 42. dos que no pocas veces violentaban la voluntad popular. Por otra parte, quedaba fuera de este ejercicio del soberano la eleccin de los componentes del Senado, quienes accedan a tal carcter por decisin de las legislaturas provinciales y, en consecuencia, asu- man la representacin de esos estados y no de los individuos que conformaban el pueblo. Como en el caso anterior, aqullas opera- ban como verdaderas instancias de connivencia para las elites. La existencia en el Poder Legislativo de una legitimidad que emerga de dos fuentes diferentes, la que emanaba de los indivi- duos y la delegada por los estados, daba cuenta de la pervivencia en el plano de la representacin de las marcas antiguas. Un tercer campo de distorsin de los derechos de sufragio se relacionaba con el mapa electoral. Sometido a disposiciones loca- les o provinciales hasta el'63, dicho mapa comenz a ser redefmido por normativas electorales emanadas del Congreso Nacional. Si bien stas no fueron adoptadas ni rpida ni coherentemente por todas las provincias, indicaban una direccin que deba ser respe- tada bsicamente para los comicios nacionales y a los que aqu- llas iran adecuando sus propias resoluciones. Para las convocatorias nacionales eran considerados distritos naturales de emisin del voto las circunscripciones provinciales. La ciudad de Buenos Aires en tanto distrito apareci en todo este diseo electoral, con un estatuto variable, en distintas coyun- turas. Por ejemplo, en 1863 se lo defina como nico y desagregado de la jurisdiccin provincial, integrndose a ella por las disposi- ciones de 1873 y 1877. En el caso de las provincias aumentaban las interferencias. Con mucha frecuencia sus gobiernos se resis- tan a obedecer entre otras las pautas demogrficas que defi- nan el nmero de representantes tanto en las legislaturas provin- ciales como nacionales. Ejemplo de estas maniobras fe la provincia de Santa Fe en la que, durante estas tres dcadas, se mantuvo la divisin en cuatro departamentos, a pesar de las modificaciones en la densidad de poblacin experimentadas por su territorio. Esta evidente manipu- lacin afectaba en particular al del Rosario que era precisamente uno de los centros de oposicin potencial al partido oficial. Tam- poco quedaban libres de tergiversaciones las normas que regan el establecimiento de las secciones electorales parroquias, barrios, cuarteles de los municipios. Pero en estos casos, el principio violado era el referido a la condicin de vecindad. Frecuentemen- 43. te se denunciaban las presencias de votantes cuyo domicilio esta- ba fuera de la seccin. Esta serie de condicionamientos a la prctica electoral culmina- ba con el conjunto de disposiciones que rodeaban al propio acto comicial. Mientras en el plano nacional se promulgaron entre 1863 y 1877 leyes electorales que regulaban la prctica, casi todas las provincias donde las convocatorias se realizaban sistemtica y peridicamente carecan de dispositivos reglamentarios orgni- cos. Generalmente se los sustitua por otros que precedan a la Constitucin del '53, lo que dio lugar no slo a legalizar criterios anacrnicos sino, adems, a ampliar el margen para la interven- cin discrecional del fimcionariado. Ya la apertura de la escena comicial introduca al ciudadano en el reino de los imponderables. El carcter voluntario del empadronamiento y del voto poda so- meterlo a un espectro de tcticas de manipulacin, particularmen- te ante la inexistencia de padrones oficiales previos. Durante los primeros aos, en ciertos ncleos urbanos, eran ge- neralmente los jueces de paz o alcaldes de barrio quienes invita- ban a todos los individuos hbiles para elegir a concurrir a sus respectivas parroquias o cuarteles en da y hora estipulados. En los distritos rurales esta tarea quedaba, con frecuencia, en manos de los comisarios de campaa, considerados como auxiliares di- rectos del juez. En uno y otro caso, la inscripcin cvica era simul- tnea con el acto electoral y si algunas veces la invitacin que operaba como un primer filtro de la concurrencia estimul la asistencia, en otras actu como convincente causal de abstencin. Esta modalidad que emergi con rasgos de provisionalidad en distritos como la ciudad de Buenos Aires o las provincias de Santa Fe, Crdoba o Entre Ros, pareca, en cambio, consolidarse en otras realidades. As en Tucumn, hasta avanzada la dcada del ochenta no se elaboraron padrones previos. De hecho, el ritmo de institucionalizacin de los registros de inscripcin de ciudadanos difiri de un lugar a otro. Mientras en Buenos Aires apareci el primer registro cvico concordantemente con el nacional en 1863, en Santa Fe la legislatura sancion su creacin recin en 1871. Con su imposicin se formalizaba el perodo de inscripcin de los potenciales votantes. Su edad oscilaba entre 17 y 21 aos, se- gn las coyunturas y las reas y a esto se agregaba como requisito el haber cumplido con el enrolamiento en la Guardia Nacional. Determinadas condiciones personales o de insercin social inhiban 44. la posibilidad de operar como electores. Con frecuencia stas se referan a deficiencias psicofsicas (dementes, sordomudos, anal- fabetos), transgresiones a la ley o pertenencia a cuerpos eclesisti- cos o militares. El tiempo de inscripcin en una oficina pblica designada al e f e c t o frecuentemente bajo la rbita del juez de paz si bien variaba de un lugar a otro, se extenda generalmente durante uno o dos meses permaneciendo habilitada los das festivos para facili- tar el empadronamiento de la poblacin rural o de los trabajadores que no podan concretarlo en los laborales. Aqu apareca otro motivo de conflicto, como lo revel una demanda de los vecinos de la colonia de Esperanza en 1878: "...Se quejan porque ha habido fraude con motivo de elegir representantes a la municipalidad [...] La inscripcin se llev a cabo en casas particulares [...] Los colonos no podan venir los das de semana por trabajo y no los inscriben en los das festivos. Piden que se anule la inscripcin y se suspendan las elecciones..." Aun cuando la inscripcin en el padrn electoral apareca libre y voluntaria, estaba sometida a una secuencia de operaciones de verificacin hasta la calificacin definitiva de la naturaleza del votante. Las listas de empadronados eran revisadas por las llama- das Juntas Calificadoras, con miembros designados por el respec- tivo Ejecutivo o por las legislaturas. Entre sus funciones se inclua el control de los requisitos identificatorios y la constatacin del cumplimiento de las obligaciones militares por parte del empa- dronado. Finalizadas las comprobaciones, la Junta deba exhibir en lugar pblico el padrn verificado y depurado para conocimiento de la ciudadana, la cual poda incluso reclamar ante el mismo organismo a fin de reconsiderar su calidad. En esta instancia, con frecuencia se registraban incidentes y protestas protagonizadas por quienes se consideraban destinatarios de una accin arbitraria. A travs de todo este eslabonamiento de verificaciones, el ciu- dadano acceda a su nico elemento identificatorio: la boleta de inscripcin, lo cual implicaba un nuevo motivo de riesgo. El even- tual extravo del documento produca dos consecuencias. Por una parte, la prohibicin de sufragar para quien aun inscripto en el registro no poda hacerlo. Por otra, en el caso de que alguien hubiere 45. encontrado la boleta perdida, su habilitacin para ejercer aquel derecho por cuanto no se le exiga al portador otra identificacin. En un escenario poltico de tan dbil estructura normativa, la su- plantacin de votantes fue uno de los tantos recursos de fraude al que echaron mano los competidores. En consecuencia, la multi- plicidad de controles incorporados a la etapa de inscripcin y ha- bilitacin de los votantes no siempre tuvo la fortaleza para dismi- nuir la ndole y la difusin de transgresiones, fraudes o violacio- nes. Esto se acrecent porque durante largo tiempo el voto era verbal y su validez quedaba supeditada a su registro por la autori- dad de mesa. Sin perder su carcter pblico, la introduccin de la urna y por ende de la papeleta escrita, en lugares como Buenos Aires en 1873, disminua en algo el margen de falseamiento. La naturaleza, designacin y atribuciones de las autoridades ofreca otro mbito para la desconfianza, el temor o el recelo. Las legislaciones que cada provincia sancion al respecto incluan en la composicin de las mesas a miembros del aparato estatal y a integrantes de la sociedad civil. En ocasiones, su constitucin era previa al da de las elecciones y sus miembros podan haber surgi- do por la directa designacin de los funcionarios o cuerpos repre- sentativos o bien por simple sorteo. En otras, las autoridades eran nombradas en el momento de apertura comicial, a travs de simi- lares mecanismos. De todas maneras, era el juez de paz quien pre- sida la mesa electoral y a quien se reputaba como el garante de la normalidad del acto y, por consiguiente, el que deba dirimir los eventuales incidentes que pudieran ocasionarse. En Buenos Aires, la integracin de las autoridades se rigi hasta la sancin de la ley nacional de 1863 por las normas previstas en el viejo reglamento de 1821. El nombramiento de los miembros de la mesa devena as una prctica autnoma del ve- cindario presente en el momento de apertura y de sus integrantes surgan quienes deban supervisar la marcha de la eleccin. Las prescripciones establecidas en la ley nacional, adoptadas sin ma- yores cambios por las provinciales, determinaban para cada sec- cin electoral (parroquia, barrio, cuartel) la presencia en las mesas de un presidente habitualmente el juez de primera instancia o el juez de paz acompaado por un nmero variable de vecinos habilitados, sorteados el da del comicio. Su rol no conclua con el acto comicial, debiendo abocarse al escrutinio del cual emerge- ran los candidatos electos a pluralidad de votos. Algunas legisla- 46. ciones prevean que frente a paridad de votos decida la suerte. Los resultados de cada seccin eran elevados para su validacin o anulacin a las legislaturas provinciales o a la nacional, en el caso de las elecciones generales. stas eran las que, en ltima ins- tancia y si no haba razones contrarias de peso, realizaban la pro- clamacin de los triunfantes. Uniformar la opinin y disciplinar a los votantes Las distorsiones o interpretaciones sesgadas de las leyes electo- rales no resultaban suficientes para integrarse operativamente a una arena poltica ms competitiva. Fue necesario instrumentar estrategias de organizacin poltica adecuadas en pos de aquel objetivo. El partido ese objeto tan temido por Alberdi aglutinaba 47. los intereses polticos ms generales constituyendo la plataforma de lanzamiento o de consolidacin de la clase poltica. Al interactuar alimentaba la aparicin de redes que elaboraban un imaginario comn sobre el cual sustentaban su propia tradicin poltica. De este modo, si el partido liberal, el federal o sus respectivos frag- mentos eran los referentes obligados para quienes pretendan dis- putar el poder, recaa en los clubes el protagonismo en el terreno electoral. stos feron formas asociativas de nuevo cuo que se insertaron en distintas tramas, antecediendo algunos incluso a las propias organizaciones partidarias. Para llevar adelante sus traba- jos electorales, no pocos de ellos apelaron a formas de sociabili- dad preexistentes, asentadas todava en relaciones primarias que nutran identidades colectivas y convalidaban criterios de autori- dad. En conjunto, se mostraban como agrupamientos laxos y es- pordicos ligados al ciclo electoral, lo que no quitaba la perma- nencia de vnculos entre dirigentes o de stos y los grupos inter- medios. Al principio, algunos tuvieron una apariencia de simples asambleas de vecinos, convocadas para consensuar opiniones acer- ca de candidatos, como fue el caso de la experiencia tan particular de los clubes de parroquia de Buenos Aires. Era precisamente en el clima de recuperacin de libertades vivido tras la derrota del Restaurador, cuando surgieron y se expandieron los clubes parroquiales, nacidos como formaciones autogestionarias. Mirados desde el interior del pas, ellos aparecan cargados de promesas para una participacin poltica igualitaria. En 1868, La Capital de Rosario los describa as: "...Queremos hablar solamente de los clubs establecidos des- pus de la cada de Rosas, con el objeto de educar al pueblo en las prcticas de la democracia, de uniformar la opinin pblica por medio del debate leal y franco, de hacer real y efectiva la libertad de sufragio y de encumbrar la soberana popular, rbitra de los destinos de la Nacin..." Mientras algunos congregaban a los feligreses invitados por el cura prroco, reafirmando el carcter de una comunidad espiritual que ahora se involucraba en las lides polticas, otros ms seculari- zados respondan a las apelaciones de los jueces de paz o de miem- bros espectables de las clases decentes, particularmente profesio- nales, periodistas, funcionarios y comerciantes de acendrado y re- 48. conocido prestigio social. Todos pretendan representar ms all de la adscripcin social a las voces instruidas, racionales e inde- pendientes que quedaban ocluidas en las parroquias. En sus co- mienzos aparecieron con caractersticas inclusivas hacia arriba y hacia abajo. Su propuesta introdujo elementos principistas o doc- trinarios que intentaban expresar una opinin pblica a cuyos in- tegrantes se interpelaba en tanto individuos, en tanto ciudadanos. En su interior, habitualmente se potenciaba la emergencia de liderazgos imbuidos de la retrica liberal, aun cuando no pocos llevaban implcitos contenidos personalistas. Ante el juego de oposicin desplegado entre unos y otros tanto desde el poder estatal, fuertemente interesado en intervenir en su operatoria, como desde la sociedad civil, protagonista privilegia- da, se plante la necesidad de regularla. En esta direccin se san- cion en 1857 el primer reglamento orgnico de clubes parroquiales elaborado por representantes del funcionariado y del mundo aso- ciativo. Dicho reglamento fue el fruto maduro de un debate ya instalado. Un ao antes, al discutirse en la legislatura bonaerense la ley electoral, surgi el tema de la validez de la homologacin de las parroquias con los distritos electorales. Algunos dirigentes, como Carlos Tejedor, consideraron ventajoso el proyecto por cuanto valorizaba la funcionalidad de los vnculos comunitarios. Al in- gresar en la Cmara alta, otros, como el senador Dalmacio Vlez Sarsfield, argumentaron su oposicin, con un discurso moderni- zador: "...El nombre de Parroquia, entre nosotros, significa tener un juez de paz, significa tener un cura, personas muy influyentes en las elecciones, autoridades que son de mucho peso u obstculo en las elecciones. No hagamos pues una divisin territorial que cause esta traba para el libre ejercicio de los ciudadanos de ese derecho." No obstante sus objeciones, el citado proyecto se aprob. A partir del reglamento se establecieron criterios comunes para la integracin de los adherentes a los clubes, la conformacin de las comisiones directivas, la organizacin de las asambleas y la formalizacin y el ordenamiento de listas de candidatos resultan- tes de acuerdos prees