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Berenice Edgar Allan Poe (1809-1849) Es considerado uno de los escritores más representativos de la literatura estadounidense y sin duda, uno de los grandes genios del cuento de terror en la historia de la literatura universal. Su cuento Berenice, que ya anunciaba su “lado anormalmente sádico y necrofílico”, según Cortázar, fue publicado por primera vez en la revista Southern Literary Messenger, de Richmond, en 1835. La desdicha es múltiple. La desgracia, sobre la tierra, multiforme. Desplegada en el vasto horizonte como el arco iris, sus matices son tan bastos como los de este arco y también tan distintos y tan íntimamente entreverados. ¡Desplegada en tan vasto horizonte como el arco iris! ¿Cómo he podido derivar de la belleza un tipo de fealdad? ¿Y cómo de la alianza de paz un símil de dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, de hecho, de la alegría nace la pena. O el recuerdo de la felicidad pasada engendra la angustia de hoy, o las agonías que son, tienen su origen en los éxtasis que pudieron haber sido. Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido familiar, sin embargo, no hay en mi país torreones más ilustres que los de mi melancolía y grisácea casa solariega. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos detalles notables, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y por último, en la singularísima índole de su contenido, hay pruebas más que suficientes para justificar esta creencia. Los recuerdos de mis primeros años están unidos a esa sala y sus volúmenes, de los que nada más diré. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es vanamente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia anterior. ¿Lo negáis? No discutiré sobre el tema. Hoy yo estoy convencido, pero no intento convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales aunque tristes, un recuerdo que no será apartado, una memoria como una sombra vaga, variable, indefinida, incierta, y como una sombra también me veo en la imposibilidad de deshacerme de ella mientras exista el sol de mi razón. En ese aposento nací yo. Al despertar así de la prolongada noche de eso que parecía ser, pero no era, la no existencia, para caer enseguida en las verdaderas regiones de un país de hadas, en un palacio fantástico, en los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es raro que haya mirado a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en sueños; Pero si es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad se encontrara aún en la casa de mis 1

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Berenice

Edgar Allan Poe (1809-1849)

Es considerado uno de los escritores más representativos de la literatura estadounidense y sin duda, uno de los grandes genios del cuento de terror en la historia de la literatura universal. Su cuento Berenice, que ya anunciaba su “lado anormalmente sádico y necrofílico”, según Cortázar, fue publicado por primera vez en la revista Southern Literary Messenger, de Richmond, en 1835.

La desdicha es múltiple. La desgracia, sobre la tierra, multiforme. Desplegada en el vasto horizonte como el arco iris, sus matices son tan bastos como los de este arco y también tan distintos y tan íntimamente entreverados. ¡Desplegada en tan vasto horizonte como el arco iris! ¿Cómo he podido derivar de la belleza un tipo de fealdad? ¿Y cómo de la alianza de paz un símil de dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, de hecho, de la alegría nace la pena. O el recuerdo de la felicidad pasada engendra la angustia de hoy, o las agonías que son, tienen su origen en los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido familiar, sin embargo, no hay en mi país torreones más ilustres que los de mi melancolía y grisácea casa solariega. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos detalles notables, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y por último, en la singularísima índole de su contenido, hay pruebas más que suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años están unidos a esa sala y sus volúmenes, de los que nada más diré. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es vanamente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia anterior. ¿Lo negáis? No discutiré sobre el tema. Hoy yo estoy convencido, pero no intento convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales aunque tristes, un recuerdo que no será apartado, una memoria como una sombra vaga, variable, indefinida, incierta, y como una sombra también me veo en la imposibilidad de deshacerme de ella mientras exista el sol de mi razón.

En ese aposento nací yo. Al despertar así de la prolongada noche de eso que parecía ser, pero no era, la no existencia, para caer enseguida en las verdaderas regiones de un país de hadas, en un palacio fantástico, en los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es raro que haya mirado a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en sueños; Pero si es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad se encontrara aún en la casa de mis padres; sí, es asombroso el estancamiento que ocurrió en los hontanares de mi vida, asombroso el total trastrueque que se produjo en la índole de mis pensamientos más simples. Las realidades del mundo me afectaban como visiones y solo como visiones, mientras las desenfrenadas ideas del país de los sueños se tornaban en cambio, no en alimento de mi existencia cotidiana, sino, y a decir verdad, en mi sola y entera existencia.

* * *

Berenice y yo éramos primos, y crecimos juntos en la paterna casa solariega. Aún así, crecimos de distinta manera: yo enfermizo y consumido en melancolía; ella ágil, graciosa y desbordante de energía. Para ella eran los paseos por la colina; para mí, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la más intensa y penosa meditación; ella vagando despreocupada por la vida sin pensar en las sombras de su camino o en la huida callada de las horas de ala de cuervo. ¡Berenice! Invoco su nombre –¡Berenice!– y de las grises ruinas de la memoria mil recuerdos tumultuosos aletean a esta voz. ¡Ah, vívida acude su imagen a mí ahora, como en los primeros días de su ardor y su dicha! ¡Oh magnífica y sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh

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náyade entre sus fuentes! Y luego, todo es misterio y terror, una historia que no debe ser contada. La enfermedad, una enfermedad fatal, se precipitó sobre ella como un simún; e incluso cuando yo la contemplaba, el espíritu de la transformación pesaba sobre ella penetrando su mente, sus hábitos, su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegaba a perturbar la identidad de su persona. ¡Ay! El destructor iba y venía y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o al menos no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades acarreadas por aquella primera y fatal que provocó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más penosa y tenaz, una especie de epilepsia que terminaba frecuentemente en catalepsia, una catalepsia muy semejante a la muerte real y de la que se despertaba ella en muchos casos con brusco sobresalto. Entre tanto mi propia enfermedad –pues me han dicho que no debo llamarla de otro modo–, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente adquiriendo, por último, un carácter monomaníaco de una especie nueva y extraordinaria que, a cada hora, a cada minuto, cobraba mayor intensidad y, al fin, adquirió sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si he de emplear este término, consistía en una irritabilidad mórbida de esas facultades de la mente que la ciencia metafísica designa con la palabra atención. Es más que probable que no sea comprendido; pero en verdad temo que no haya manera posible de dar a la inteligencia del lector corriente una idea apropiada de esa nerviosa intensidad del interés con que, en mi caso, la facultad de meditación (por no hablar en términos técnicos) actuaba y se sumía en la contemplación de los objetos del universo, aún de los más vulgares.

Meditar infatigablemente largas horas con la atención fija en alguna frívola nota marginal o tipográfica; permanecer absorto la mayor parte de un día de verano en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre los tapices o la puerta; perderme durante una noche entera espiando la tranquila llamada de una lámpara; soñar toda una jornada con el perfume de una flor; repetir monótonamente una palabra vulgar hasta que el sonido, por obra de las frecuentes repeticiones, cesaba de ofrecer una idea cualquiera a la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física mediante una absoluta inmovilidad corporal largo tiempo mantenida; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas promovidas por el estado de mis facultades mentales, que no son, por supuesto, únicas, pero que desafían en verdad todo género de análisis o de explicación.

No quiero, pese a todo, ser mal interpretado. La anormal, grave, y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos, no debe confundirse con esa tendencia meditativa común a toda la humanidad y a la que se entregan, sobre todo, las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como a primera vista podría suponerse, un estado agudo o una exageración de tal tendencia, sino originaria y esencialmente distinta y diferente. En uno de estos casos, el soñador o el entusiasta, al interesarse por un objeto habitualmente no trivial, pierde de vista, de modo insensible, ese objeto en una multitud de deducciones y sugerencias que de él surgen hasta que, al término de uno de esos sueños colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o causa primera de sus meditaciones se desvanece en total olvido. En mi caso el objeto primario era invariablemente trivial aunque revistiera, gracias a mi visión perturbada, una importancia irreal y refleja. Pocas deducciones surgían, si es que surgía alguna; y esas pocas retornaban obstinadamente al objeto original como a su centro. Jamás las meditaciones eran placenteras, y al término del ensueño, la causa primera, lejos de estar fuera de la vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que era el rasgo dominante del mal; en una palabra, la potencia mental más ejercitada con preferencia era, como he dicho antes, la de la atención, mientras que en el soñador es la de la especulación.

Mis libros, en aquella época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente por su naturaleza imaginativa e inconexa, como se pretenderá, de las características particulares del trastorno mismo. Puedo recordar entre otros el tratamiento del noble italiano Coelius Secundus Curio, De amplitudine beati regni Dei, la gran obra de San Agustín, La Ciudad de Dios y la de Tertuliano, De carne Christi, cuya paradójica sentencia: “Mortuus est Dei filius; credibile est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia imposible est”, absorbió íntegro mi tiempo durante muchas semanas de laboriosa e infructuosa investigación.

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Así, arrancada de mi equilibrio por cosas triviales, mi razón mostraba semejanza con ese perdón marino del que hablaba Ptolomeo Hephespion que resistía impávido los ataques de la violencia humana y el furor más fiero de las aguas y los vientos, pero temblaba al más leve contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque, a un pensador descuidado pueda parecer indudable que la alteración padecida por su desdichada dolencia en la condición moral de Berenice, me proporcionaría muchos motivos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación cuya naturaleza me ha costado cierto esfuerzo explicar, en modo alguno era este el caso. En los intervalos lúcidos de mi dolencia, su calamidad me causaba pena y conmovido por la ruina total de su dulce y bella existencia, no dejaba de reflexionar frecuente y amargamente en las prodigiosas vías por las que había llegado a producirse una revolución tan súbita como extraña. Pero esas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad y eran semejantes a las que en idénticas circunstancias, podían aparecer en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi dolencia se manifestaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, que tenían lugar en el estado físico de Berenice, en la singular y aterradora deformación de su identidad personal.

En los días más brillantes de su incomparable belleza, seguramente no la había amado. En la extraña anomalía de mi existencia, mis pensamientos nunca procedían del corazón y las pasiones siempre procedían de mi inteligencia. A través del gris de las aldabas, en las entrelazadas sombras del bosque a medio día, y en el silencio vesperal de la biblioteca, había revoloteado ante mis ojos y yo la vi, no como una Berenice viva y palpitante, sino como la Berenice del sueño; no como una tangible habitante de la tierra, sino como su abstracción; no como una cosa que admirar, sino que analizar; no como un objeto del amor, sino como tema de una especulación tan abstrusa como inconexa. Y ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba. Sin embargo, aun lamentando con amargor su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo y en un aciago momento le hablé de matrimonio.

Se acercaba por fin la fecha de nuestras nupcias, cuando una tarde de invierno, uno de esos días intempestivamente cálidos, calmos pero brumosos, que son la nodriza de la hermosa Alción, me senté creyéndome solo en el gabinete interior de la biblioteca; pero al levantar los ojos vi frente a mí a Berenice.

¿Fue mi imaginación exaltada, la influencia de la atmósfera brumosa, el incierto crepúsculo del aposento, o el gris ropaje que envolvía su figura, lo que hizo tan vacilante y vago su contorno? No podría decirlo. Ella no habló una palabra, y yo por nada del mundo hubiera movido los labios. Un estremecimiento helado recorrió mi cuerpo, me oprimió una sensación de insufrible ansiedad, una curiosidad devoradora invadió mi alma y reclinándome en el sillón, permanecí durante un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva. Ni un solo vestigio del ser primero asomaba en una sola línea de aquel contorno. Mis ardorosas miradas cayeron por fin en su rostro.

Su frente era alta, muy pálida y singularmente plácida; los cabellos, en otro tiempo de un negro azabache, caían parcialmente, sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un brillo dorado que por su matiz fantástico desentonaban de modo violento con la dominante melancolía de su rostro. Sus ojos carecían de vida y de brillo y, en apariencia, de pupilas; sin querer, aparté las mías de su fijeza vidriosa para contemplar los labios finos y arrugados. Se entreabrieron, y en una sonrisa de peculiar expresión los dientes de la cambiada Berenice se revelaron a mi vista. ¡Ojalá nunca los hubiera visto, o, después de verlos me hubiera muerto!

* * *

Me sobrecogió el golpe de una puerta al cerrarse y alzando los ojos vi que mi prima había salido del aposento. Pero del agitado aposento de mi mente, ¡ay¡, no había salido ni se apartaría el blanco y triste espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en su esmalte, ni una melladura en su hilera hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes, los dientes! Estaban allí, aquí y en todas partes, visibles, palpables, ante mí, largos, buidos, blanquísimos con los pálidos labios arrugados enmarcándolos como en el momento mismo en

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que había empezado a distenderse. Entonces ocurrió la furia de mi monomanía y luché vanamente contra su extraña e irresistible influencia. En los múltiples objetos del mundo exterior no tenía yo pensamientos más que para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Los demás asuntos, todos los restantes intereses, se desvanecieron en su sola contemplación. Ellos y solo ellos estaban presentes a mi mirada mental, y su única individualidad se convirtió en la esencia de mi vida intelectual. Los veía bajo todas las luces. Los hice adoptar todas las actitudes, estudié sus características, me preocupé por las particularidades, medité sobre su conformación, reflexioné sobre la alteración de su naturaleza, me estremecí atribuyéndoles en imaginación una facultad sensitiva y consciente e, incluso sin ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que “tous ses per étaient des sentiments” y de Berenice creía yo con mayor seriedad aún, que "toutes sens dents étaient des idées”. ¡Des idées! ¡Ah, tal fue el insensato pensamiento que se me perdió! ¡Des idées! ¡Ah, tal fue el insensato pensamiento que me perdió! ¡Des idées! ¡Ah, por eso los codiciaba yo tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme el sosiego y hacerme recobrar la razón.

Y sobre mí cayó la tarde y luego las tinieblas, y duraron, y se disiparon, y albeó un nuevo día, y las brumas de una segunda noche se espesaron a mi alrededor, y yo seguía sentado, inmóvil, en aquel aposento solitario; y seguí sumido en meditación y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente, como si, con la más viva y horrenda claridad, flotara en torno, entre las luces y las sombras cambiantes de la distancia. Por fin, un grito como de espanto y consternación irrumpió en mis sueños y tras una pausa, el sonido de voces conturbadas mezcladas a sordos gemidos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi rígida en la antecámara a una doncella deshecha en llanto quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque de epilepsia en las primeras horas de la mañana y ahora, al caer el crepúsculo, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y hechos todos los preparativos para el entierro.

* * *

Me encontré de nuevo sentado en la biblioteca y solo. Me parecía que acaba de salir de un confuso y perturbador sueño. Sabía que era la media noche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero no he conservado del melancólico período intermedio un conocimiento real o por lo menos definido. Sin embargo, su recuerdo estaba lleno de horror, horror más terrible aun por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era aquella una página atroz del libro de mi vida escrita todo él con recuerdos oscuros, espantosos e ininteligibles traté de descifrarlos, más en vano, mientras repetidas veces, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía retumbar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos de la estancia musitaron: ¿Qué?

En la mesa, a mi lado, ardía la lámpara y junto a ella había una cajita. No poseía características notables y la había visto con frecuencia pues pertenecía al médico de la familia. Pero ¿Cómo había llegado hasta aquí, hasta mi mesa, y por qué me estremecía al mirarla? Eran cosas de poca monta y mis ojos cayeron al fin sobre las abiertas páginas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las palabras singulares, pero sencillas, del poeta Ebn Zaiat: “Dicebant mhi sodales sepulchrum amicae visitarem, curas meas alicuantulum fore levatas." ¿Por qué al leerlas se me erizaron los cabellos y mi sangre se congeló en las venas?

Dieron entonces un ligero golpe en la puerta de la biblioteca y pálido como un morador de la tumba entró un criado de puntillas. Sus ojos estaban trastornados de terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Me habló de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre de la casa reunida, de su búsqueda del origen del silencio; luego el tono de su voz cobró un matiz espeluznante y claro cuando me habló en un susurro, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba y palpitaba, aún vivía.

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Luego señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada, él me tomó suavemente la mano: tenía señales de uñas humanas. Dirigió mi atención hacia un objeto apoyado contra la pared; lo miré durante unos minutos; era una pala. Lanzando un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la cajita, pero no tuve fuerza para abrirla, y en el temor se escurrió de las manos, calló pesadamente y se me hizo añicos; por entre ellos rodaron algunos instrumentos de cirugía dental mezclados con 32 piezas blancas y marfileñas que se desparramaron por el piso.

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Los hechos en el caso del señor Valdemar

Edgar Allan Poe (1809-1849)

Escrito quizás en su momento de mayor éxito como escritor (1945), el cuento Los hechos en el caso del señor Valdemar, no sólo es uno de sus relatos más insólitos en relación con la muerte, sino que coincidencialmente marcó el final de su mejor producción literaria.

No me sorprende que el extraño caso del señor Valdemar haya suscitado tantas discusiones. ¡Milagro hubiera sido que no las provocara, dada las circunstancias! Las partes interesadas deseábamos ocultar al público por el momento o hasta que tuviéramos ulteriores oportunidades de investigación, pero no tardó en propagarse, pese a nuestros esfuerzos, una versión espuria como exagerada, origen de múltiples y desagradables falsedades y, como es lógico, de profundo descrédito.

Ha llegado, pues, el momento de sacar a la luz pública “los hechos” tal como mi comprensión los captó; helos aquí de forma sucinta:

Convinimos, pues, que veinticuatro horas antes del momento fijado por los médicos para su fallecimiento me llamaría.

Durante los últimos años mi curiosidad se ha visto fuertemente atraída por el tema del hipnotismo; hace poco más o menos nueve meses, me vino súbitamente la idea de que en los experimentos hasta hoy realizados se producía una omisión no por curiosa menos inexplicable: Jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Había que comprobar primero si en tales condiciones el paciente ofrecía alguna sensibilidad a la influencia magnética; y segundo, en caso afirmativo, si su estado atenuaba o aumentaba esta sensibilidad; en tercer lugar, hasta qué punto y por cuánto tiempo el proceso hipnótico sería capaz de sofrenar la intrusión de la Muerte. Aunque había otros puntos por aclarar, estos excitaban más mi curiosidad, sobre todo el último, dada la importancia de sus consecuencias.

Después de varias comprobaciones, admitieron que se hallaba en un insólito y perfecto estado de trance hipnótico.

Buscando entre mis relaciones una persona que me permitiera verificar esas particularidades, acabé acordándome de mi amigo Ernesto Valdemar, famoso compilador de la Biblioteca Forensica y autor (bajo el nom de plume Isaachar Marx) de las versiones poéticas de Wallenstein y de Gargantúa. El señor Valdemar, que desde 1839 vivía habitualmente en Harlem, Nueva York, es (o era) notable por su excesiva delgadez, tanta que sus extremidades inferiores se parecían a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en contraste tan violento con sus cabellos negros que muchos suponían que usaba peluca. Su marcado temperamento nervioso le convertía en excelente campo de prueba para las experiencias magnéticas. Le había hipnotizado en dos o tres ocasiones con dificultad, pero quedé frustrado por no alcanzar los resultados que los que su especial constitución me había prometido. Nunca quedó su voluntad bajo mi total influencia y respecto a la “clarividencia” no podía confiar en ninguno de mis logros. Siempre atribuí el fracaso a la salud enfermiza de mi amigo. Pocos meses antes de conocerle, los médicos le habían diagnosticado una tuberculosis y el señor Valdemar solía referirse a su cercano fin con toda calma, como si se tratase de algo que no cabe lamentar ni evitar.

Cuando por vez primera se me ocurrieron las ideas a que antes he aludido, acudí, como era lógico, a Valdemar. De sobra conocía yo la ecuánime filosofía de aquel hombre para temer escrúpulos por su parte; además, no tenía en América parientes que interviniesen para oponerse. Le hablé con franqueza del asunto y ante mi sorpresa, se interesó vivamente. Digo ante mi sorpresa porque si bien hasta entonces había cedido su persona a los experimentos, jamás mostró simpatía por mis trabajos. Su enfermedad era de esas que admiten un cálculo

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exacto sobre el instante de la muerte. Convinimos, pues, que veinticuatro horas antes del momento fijado por los médicos para su fallecimiento me llamaría.

Hace algo más de siete meses, recibí la siguiente esquela del propio puño y letra del señor Valdemar.

Estimado P...: Ya puede venir. D... y F... han dictaminado que no pasaré de mañana a medianoche y creo que han calculado el tiempo con mucha exactitud. Valdemar.”

Recibí la esquela media hora después de escrita y quince minutos más tarde me hallaba en la alcoba del moribundo. No le había visto en los diez últimos días y quedé aterrado por la espantosa alteración que en tan breve intervalo se había producido en su figura. El rostro tenía un color plomizo, el brillo de sus ojos estaba totalmente apagado y la delgadez era tan extrema que los pómulos habían rasgado su piel. Expectoraba flemas constantemente y apenas se percibía su pulso. Conservaba íntegras, empero, sus facultades mentales y alguna fuerza física. Me dirigió la palabra con claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda de nadie y cuando entré en la habitación se hallaba incorporado con ayuda de varias almohadas, tomando nota en una libreta; los doctores D... y F... a su lado, lo asistían.

Después de estrechar la mano de Valdemar, me aparté con los médicos para pedirles un minucioso informe sobre el estado del paciente; desde hacía dieciocho meses su pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso y había dejado, por tanto, de cumplir sus funciones vitales. La región superior del pulmón derecho estaba parcial o casi totalmente osificada, mientras la inferior era una masa de tubérculos purulentos apelmazados. Varias perforaciones se habían dilatado y en cierto punto se habían adherido de manera permanente a las costillas. Estos fenómenos del lóbulo derecho habían surgido en fecha relativamente reciente; la osificación había avanzado con insólita rapidez, ya que un mes antes no descubrieron signo alguno y la adherencia lograron advertirla hacia tan sólo tres días. Aparte de la tisis, los médicos sospechaban –pues los síntomas de osificación impedían un diagnóstico exacto– un aneurisma en la aorta. Según los médicos, Valdemar moriría hacia la media noche del día siguiente (domingo). Eran en ese momento las siete de la tarde del sábado.

Al abandonar la cabecera del doliente para hablarle, los doctores D... y F... le dieron el adiós definitivo. No pensaban volver a verle, pero a requerimiento mío, acordaron examinar de nuevo al moribundo a las diez de esa misma noche.

Cuando se hubieron ido, hablé con el señor Valdemar sobre su cercano fin, refiriéndome especialmente al experimento que proyectaba. Volvió a mostrarse dispuesto e incluso ansioso por efectuarlo, apremiándome a que comenzáramos cuanto antes. Se hallaban presentes para atenderle un criado y una sirvienta, pero no sintiéndome suficientemente autorizado para llevar a cabo una intervención de tal género ante testigos de tan escasa responsabilidad en caso de accidente repentino, estaba a punto de aplazar el experimento hasta las ocho de la noche del siguiente día, cuando la llegada de un estudiante de medicina, con quien yo tenía cierta amistad (el señor Teodoro L...l) me sacó de apuros. De primera intención hubiera esperado a los médicos, pero me indujeron a obrar al instante los apremiantes ruegos del señor Valdemar y luego, mi propia convicción de la urgencia del caso, pues aquel hombre llamaba a las puertas de la muerte.

El señor L...l accedió con toda amabilidad a mi ruego de anotar puntualmente cuanto ocurriera; gracias a su memorándum puedo ahora relatar, bien resumiendo, bien copiando al pie de la letra, los hechos.

Cinco minutos antes de las ocho tomé la manos del señor Valdemar rogándole que manifestara con toda claridad que su estado le permitiera, ante el señor L...l, que estaba dispuesto a realizar el experimento de hipnosis.

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Débilmente, pero de forma audible, respondió:

–Sí, quiero ser hipnotizado –agregando al punto–: Me temo que sea demasiado tarde.

Mientras decía esto comencé a efectuar los pasos que en ocasiones anteriores habían sido más efectivos para dominarle. Influyó en él, sin duda, el primer paso lateral de mi mano por su frente. Pero aunque ejercité todos mis poderes, no se manifestaron otros efectos hasta pocos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D... y F... tal como lo habían prometido.

En pocas palabras les expliqué mis intenciones y, como no pusieron inconvenientes por considerar al paciente moribundo, proseguí sin vacilación, alternando los pases laterales con otros verticales y concentrando la mirada en el ojo derecho del paciente.

En este momento su pulso resultaba imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto.

Durante un cuarto de hora tal situación se mantuvo estacionaria. Por fin escapó del pecho agonizante un suspiro perfectamente natural aunque muy profundo al tiempo que cesaba la respiración estertórea o mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; no acortaron, en cambio, los intervalos. Las extremidades del paciente estaban yertas.

De aquellas inmóviles mandíbulas brotó una voz tal que sería propio de insensatos pretender describirla.

A las once menos cinco, percibí señales inequívocas de la influencia magnética. El girar de los ojos vidriosos fue sustituido por una expresión de intranquilo examen interno que sólo se ve en los ojos de los sonámbulos y que no ofrece dudas. Con uno rápidos pases laterales le hice mecer los párpados, como al acercarse el sueño y con otros más se los cerré definitivamente. No satisfecho con esto, proseguí mis manipulaciones de forma enérgica, extremando la fuerza de mi voluntad, hasta lograr la total rigidez de los miembros del paciente, una vez colocados en la posición que me pareció más cómoda: Las piernas completamente estiradas, los brazos, que descansaban sobre el lecho, a corta distancia de las caderas. La cabeza estaba ligeramente levantada.

Al concluir estas operaciones era media noche y rogué a los presentes que examinaran el estado del señor Valdemar. Después de varias comprobaciones, admitieron que se hallaba en un insólito y perfecto estado de trance hipnótico. Había logrado despertar la curiosidad de ambos facultativos y el doctor D... decidió permanecer toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F... se despedía prometiendo regresar al alba. El señor L...l y los criados se quedaron.

Dejamos al señor Valdemar en completa quietud hasta las tres de la madrugada, momento en que me acerqué a él para comprobar que se hallaba como al partir el doctor F...; estaba tendido en la misma posición, su pulso era imperceptible, la respiración suave (apenas se advertía el aliento, salvo que aplicáramos un espejo en la boca), los ojos estaban cerrados con naturalidad y los miembros seguían rígidos y fríos como de mármol. Pese a ello, el aspecto general distaba mucho de ser el de la muerte.

Al acercarme al señor Valdemar, traté con un ligero esfuerzo que su brazo derecho siguiera la trayectoria del mío, que se movía despacio por encima de su cuerpo. En experimentos semejantes con el señor Valdemar no había logrado un éxito absoluto y tampoco esperaba conseguirlo ahora; pero, para sorpresa mía su brazo siguió con la mayor soltura aunque débilmente, la trayectoria que el mío le indicaba. Decidí entonces arriesgarme a un breve diálogo. –Señor Valdemar –pregunté–, ¿duerme?

No respondió, pero percibí en sus labios cierto temblor, lo que me indujo a repetir la pregunta varias veces. A la tercera, todo su cuerpo se agitó con un leve estremecimiento los párpados se

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levantaron por sí solos hasta mostrar por una estrecha ranura el blanco del ojo, los labios se movieron tenues, mientras en un murmullo apenas audible brotaban estas palabras:

–Sí... ahora duermo... no me despierte... déjeme morir así.

Palpé sus miembros y los encontré más yertos que nunca. El brazo derecho, como antes, seguía la trayectoria de mi mano... y volvía a interrogarle:

–¿Siente aún dolor en el pecho, señor Valdemar?

La respuesta fue ahora inmediata, aunque menos perceptible que antes.

–No siento dolor... me estoy muriendo.

No me pareció prudente molestarle por el momento; permanecimos en inactividad total hasta la llegada del doctor F..., que apareció poco antes del alba. Muy sorprendido de que el paciente continuara vivo, le tomó el pulso y aplicó un espejo en los labios, rogándome después que hablara con el hipnotizado de nuevo, a lo que accedí.

–Señor Valdemar, ¿Sigue dormido?

Como la primera vez, pasaron algunos minutos antes de lograr la respuesta, y durante el intervalo el agonizante pareció reunir energía para hablar. Al repetir por cuarta vez la pregunta, susurró con voz tan débil que era casi inaudible:

–Sí... duermo..., me muero...

Fue opinión, o mejor, deseo de los médicos que se dejara al señor Valdemar en su actual, y al parecer tranquilo estado, hasta que se produjera la muerte que en unánime opinión de ambos, sobrevendría en pocos minutos. Decidí, con todo, hablarle una vez más limitándome a repetir la misma pregunta.

Cuando lo hacía, se produjo una alteración notable en las facciones del moribundo. Los ojos voltearon despacio en su órbita mientras las pupilas dieron un vuelco hacia arriba, la piel adquirió tonalidad cadavérica, más parecida al papel blanco que al pergamino y las manchas hécticas que antes destacaban con nitidez en el centro de las mejillas, se apagaron de súbito. Empleo esta expresión porque lo brusco de su desaparición me hace pensar en una vela apagada de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó sobre los dientes que antes cubría entero, mientras la mandíbula inferior caía con una sacudida perceptible, dejando la boca de par en par abierta y al descubierto una lengua hinchada y denegrida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho mortuorio, pero el aspecto del señor Valdemar era tan espantoso y fantástico en ese momento que retrocedieron.

Sé que he llegado a un punto en mi relato en que el lector, sobrecogido, se negará a creerme. Sin embargo, me veo obligado a proseguir.

El signo de vitalidad más imperceptible había pasado en el cuerpo del señor Valdemar y cuando, pensando que estaba muerto, lo dejábamos a cargo de los criados, observamos un fuerte movimiento vibratorio de la lengua que duró un minuto aproximadamente. Al cesar, de aquellas separadas e inmóviles mandíbulas brotó una voz tal que sería propio de insensatos pretender describirla. Cierto que existen dos o tres epítetos que, en cierto modo, cabría aplicarle; puedo decir, por ejemplo, que aquel sonido era ríspido, desgarrado y como hueco; pero el espantoso conjunto resulta indescriptible por la sencilla razón de que jamás un sonido análogo ha vibrado en el oído humano. Dos particularidades –según pensé entonces, sigo pensando ahora– pueden calificarse como propias de aquella entonación para dar una idea de su índole horripilante. En primer lugar, la voz parecía llegar a nuestros oídos –a los míos al menos– desde una gran distancia, desde alguna profunda caverna subterránea; y en segundo lugar, se produjo la misma impresión (temo que sea imposible hacerme comprender) que las materias gelatinosas o viscosas provocan en el tacto.

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He hablado a un mismo tiempo de sonido y de voz. Quiero decir que el sonido era un silabeo claro; aún más, asombroso, aterradoramente claro. El señor Valdemar hablaba y era evidente que respondía a la pregunta que minutos antes yo mismo le había formulado. Como se recordará le pregunté si seguía dormido. Y su respuesta fue:

–Sí... no... estuve durmiendo... y ahora estoy muerto.

Ninguno de los allí presentes pretendió nunca negar o intentar reprimir el indescriptible, estremecedor espanto que esas pocas palabras, así proferidas, produjeron. L...l, el estudiante, se desmayó. Los criados huyeron del aposento y no logramos convencerlos para que volvieran. Por mi parte, no pretenderé comunicar al lector mis propias impresiones. Silenciosos, sin pronunciar palabra alguna y durante una hora, intentamos reanimar al señor L...l. Cuando volvió en sí proseguimos el examen del estado de Valdemar.

En apariencia seguía como hace poco referí, excepto que el espejo no recogía pruebas de su respiración. Resultó vana una tentativa de sangría en el brazo; debo añadir que ese movimiento no obedecía a mi voluntad. También me esforcé vanamente para que siguiera la dirección de mi mano. El único signo real de influencia hipnótica se manifestaba ahora en el movimiento vibrátil de la lengua cada vez que yo dirigía una pregunta al señor Valdemar. Se diría que trataba de contestar pero que carecía de voluntad bastante. Permanecía insensible a cualquier pregunta de los allí presentes, aunque traté de poner a cada uno en relación hipnótica con él. Esto me parece suficiente para hacer comprender cuál era el estado del hipnotizado en ese momento. Buscamos otros criados y a las diez de la mañana salí de la mansión en compañía de los médicos y del señor L...l.

Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Intercambiamos opiniones sobre la conveniencia y posibilidad de despertarle, pero nos costó poco decidir que servía de nada hacerlo. Era evidente que hasta ahora, la muerte (o lo que con el nombre de muerte se viene asignando) había sido contenida por el proceso hipnótico. Y teníamos la certidumbre de que, en caso de despertarle, sólo conseguiríamos su instantáneo o, por lo menos, su rápido óbito.

Desde ese momento hasta fines de la pasada semana –es decir, durante casi siete meses– hemos acudido diariamente a casa del señor Valdemar, acompañados alguna que otra vez por amigos médicos y por otros. En todo ese tiempo hipnotizado se conservó exactamente como lo he descrito. La asistencia de los enfermeros fue continua.

Por fin el viernes pasado decidimos realizar el experimento de despertarle, o intentar despertarle; quizá el deplorable resultado de la tentativa haya motivado tantas discusiones en los círculos privados y una opinión pública que me parece injustificada a todas veces.

Con objeto de sacar al señor Valdemar del trance hipnótico, acudí a los pases habituales. Al principio resultaron infructuosos. La primera señal de retorno a la vida se manifestó con el descenso parcial del iris. Observamos, como detalle sorprendente, que este descenso de la pupila venía acompañado de un derrame abundante, de licor amarillento por debajo de los párpados, que despedía un olor acre y desagradable.

No sé quien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como en el proceso hipnótico, mas el intento fue vano; el doctor F... expresó su deseo de que interrogara al paciente, lo cual hice con las siguientes palabras.

–Señor Valdemar, ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?

Reaparecieron en ese momento y de forma instantánea, los círculos hécticos en las mejillas; la lengua se estremeció, o mejor dicho, se enrolló violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron tan rígidos como antes) y retumbó aquella horrísona voz que antes traté de describir:

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–Por amor de Dios... de prisa... de prisa... hágame dormir... o despiérteme pronto... despiérteme... ¡le digo que estoy muerto!

Sobrecogido de pavor, permanecí durante un momento indeciso sobre lo que convenía hacer. Por fin, traté de calmar al paciente, pero dada la total suspensión de la voluntad, fracasé. Cambié de sistema y me esforcé por despertarle. Pronto comprendí que esta vez concluiría con éxito mi tentativa, o por lo menos así lo imaginé; y estoy seguro de que todos los presentes se disponían a contemplar el despertar del paciente.

Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo que ningún ser humano podía estar preparado. Mientras ejecutaba rápidos pases hipnóticos entre exclamaciones de: “¡muerto!, ¡muerto!” que literalmente explotaban en la lengua y no en los labios del paciente, su cuerpo entero, de pronto, en un solo minuto o incluso en menos tiempo, se contrajo, se deshizo, se pudrió entre mis manos. En el lecho, a la vista de todos los presentes, sólo quedaba una masa casi líquida de repugnante, de execrable putrefacción.

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El almohadón de Plumas

Horacio Quiroga (1878-1938)

Nacido en Salto, Uruguay, y fiel heredero de la tradición de cuentistas como Edgar Allan Poe, Anton Chejov y Guy de Maupassant, Quiroga escribió algunos de los mejores relatos cortos de su generación en Latinoamérica. Incluso escribió 10 principios básicos del buen escritor de cuentos, con los cuales quiso demostrar su enconado interés en el tema. El Almohadón de plumas hace parte del que es considerado su mejor libro: Cuentos de amor, de locura y de muerte, publicado en 1917.

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses –se habían casado en abril– vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor; más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso –frisos, columnas y estatuas de mármol– producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor Alicia pasó todo el otoño. Había concluido, no obstante, por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y a otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente, todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.

Fue éste el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

–No sé –le dijo Jordán en la puerta de la calle–. Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al día siguiente Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.

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Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras de suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

–¡Jordán! ¡Jordán! –clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.

–¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo y después de largo rato de estupefacta confrontación, volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblorosa durante media hora.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado con los dedos sobre la alfombra, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

–Pst... –se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera–. Es un caso inexplicable... Poco hay que hacer...

–¡Sólo eso me faltaba! –resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

–¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja–. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

–Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

–Levántelo a la luz –le dijo Jordán.

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La sirvienta lo levantó; pero enseguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

–¿Que hay? –murmuró con la voz ronca.

–Pesa mucho– articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia cayó en cama, había aplicado sigilosamente su boca –su trompa, mejor dicho– a las sienes de aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

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La pata de mono

William Wymark Jacobs (1863-1943)

En un comienzo Jacobs se caracterizó por sus obras de humor para teatro. Por eso sorprendió a Inglaterra entera cuando apareció su cuento. La Pata de mono, escrito en un tono terrorífico pero sin artimañas que le valió al relato una fama que desbordó los límites de la literatura para incursionar en las del cine. El texto que publicamos es extractado de la Antología de la literatura fantástica, selección de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, publicada por Editorial Suramericana en 1965. El original pertenece al libro The Lady of the Barge (1902).

I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros, que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

–Oigan el viento– dijo el Señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

–Lo oigo– dijo éste moviendo implacablemente la reina–. Jaque.

–No creo que venga esta noche– dijo el padre con la mano sobre el tablero.

–Mate– contestó el hijo.

–Esto es lo malo de vivir tan lejos– vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia–. De todos los barriales, éste es el peor. El camino es un pantano. No sé en qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

–No te aflijas, querido– dijo suavemente su mujer–, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

–Ahí viene– dijo Herbert White al oír el golpe en el portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; lo oyeron condolerse con el recién venido. Luego entraron. El forastero era un hombre fornido con los ojos salientes y la cara rojiza.

–El sargento mayor Morris– dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de la casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego. Al tercer vaso le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

–Hace veintiún años– dijo el señor White sonriendo a su mujer y su hijo–. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

–No parece haberle sentando tan mal– dijo la señora White amablemente.

–Me gustaría ir a la India– dijo el señor White–. Sólo para dar un vistazo.

–Mejor quedarse aquí– replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

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–Me gustaría ver esos viejos templos y faquires y malabaristas– dijo el señor White–. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

–Nada– contestó el soldado, apresuradamente–. Nada que valga la pena oír.

–¿Una pata de mono?– preguntó la señora White.

–Bueno, es lo que se llama magia, tal vez– dijo con desgano el sargento. Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios; volvió dejarla. El dueño de la casa la llenó.

–A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular– dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo. La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

–¿Y qué tiene de extraordinario?– preguntó el señor White quitándosela a su hijo para mirarla.

–Un viejo faquir le dio poder mágico– dijo el sargento mayor–. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie pude oponérsele impunemente. Le dio este poder: tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

–Y usted ¿por qué no pide las tres cosas?– preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Las he pedido– dijo, y su rostro curtido palideció.

–¿Realmente se cumplieron los tres deseos?– preguntó la señora White.

–Se cumplieron– dijo el sargento.

–¿Y nadie más pidió?– Insistió la señora.

–Sí, un hombre. No sé cuales fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera, fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono. Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

–Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán– dijo finalmente, el señor White–. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

–Probablemente he tenido alguna vez la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

–Y si a usted le concedieran tres deseos más– dijo el señor White–, ¿los pediría?

–No sé– contestó el otro–. No sé. Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

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–Mejor que se queme– dijo con solemnidad el sargento.

–Si usted no la quiere, Morris, démela.

–No quiero– respondió terminantemente–. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela. El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

–¿Cómo se hace?

–Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

–Parece de las mil y una noches– dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa–. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

–Si está resuelto a pedir algo– dijo agarrando el brazo de White–, pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

–Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros– dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren–, no conseguiremos gran cosa.

–¿Le diste algo?– le preguntó la señora, mirándolo atentamente.

–Una bagatela– contestó el señor White, ruborizándose levemente–. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

–Sin duda– dijo Herbert, con fingido horror–, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó perplejamente.

–No se me ocurre nada para pedirle– dijo con lentitud–. Me parece que tengo todo lo que deseo.

–Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto?– dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro–. Bastará con que pidas doscientas libras. El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

–Quiero doscientas libras– pronunció el señor White. Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

–Se movió– dijo mirando con desagrado el objeto y lo dejó caer–. Se retorció en mi mano como una víbora.

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–Pero yo no veo el dinero– observó el hijo, tomando el talismán y poniéndolo sobre la mesa–. Apostaría a que nunca lo veré.

–Habrá sido tu imaginación, querido– dijo la mujer mirándolo ansiosamente. Sacudió la cabeza.

–No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando se golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

–Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en el medio de la cama– dijo Herbert al darles las buenas noches–. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad, y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; Sin querer tocó la pata de mono, se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono, arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

–Todos los viejos militares son iguales– dijo la señora White–. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes, en esta época? Y si consiguieran las doscientas libras, ¿Qué mal podrían hacerte?

–Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza– dijo Herbert.

–Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias– dijo el padre.

–Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta– dijo Herbert levantándose de la mesa–. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte. La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta, corrió a abrirla y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre, se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

–Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas– dijo al sentarse.

–Sin duda– dijo el señor White–. Pero a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

–Habrá sido en tu imaginación– dijo la señora suavemente.

–Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una chistera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar. Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

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Hizo pasar al desconocido. Este parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

–Vengo de parte de Maw & Meggins– dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

–¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert? Su marido se interpuso.

– Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.– Y lo miró patéticamente.

–Lo siento...– empezó el otro.

–¿Está herido?– preguntó, enloquecida, la madre. El hombre asintió.

–Malherido– dijo pausadamente–. Pero no sufre.

–Gracias a Dios– dijo la señora White, juntando las manos–. Gracias a Dios. Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

–Lo agarraron las máquinas– dijo en voz baja el visitante.

–Lo agarraron las máquinas– repitió el señor White, aturdido. Se sentó, mirando fijamente por la ventana, tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

–Era lo único que nos quedaba– le dijo al visitante–. Es duro. El otro se levantó y se acercó a la ventana.

–La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida– dijo sin darse vuelta–. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron. No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

–Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niega toda responsabilidad en el accidente– prosiguió el otro–. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, les remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra:

–¿Cuánto?

–Doscientas libras– fue la respuesta. Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

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Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó, cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

–Vuelve a acostarte– dijo tiernamente–. Vas a tomar frío.

–Mi hijo tiene más frío– dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

–¡La pata de mono!– gritaba desatinadamente–. ¡La pata de mono!

El señor White se incorporó alarmado.

–¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó.

–La quiero. ¿No la has destruido?

–Está en la sala, sobre la repisa– contestó asombrado–. ¿Para qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo y le dijo histéricamente:

–Solo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿ Por qué tu no pensaste?

–¿ Pensaste en qué?– preguntó.

–En los otros dos deseos– respondió enseguida–. Sólo hemos pedido uno.

–¿No fue bastante?

–No– gritó ella triunfalmente–. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida. El hombre se sentó en la cama, temblando.

–Dios mío, estás loca.

–Búscala pronto y pide– le balbuceó–; ¡mi hijo, mi hijo! El hombre encendió la vela.

–Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

–Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

–Fue una coincidencia.

–Búscala y desea– gritó con exaltación la mujer. El marido se dio vuelta y la miró.

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–Hace diez días que está muerto y además (no quería decirte otra cosa) lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...

–Tráemelo– gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta–. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

–Pídelo– gritó con violencia.

–Es absurdo y perverso– balbuceó.

–Pídelo– repitió la mujer. El hombre levantó la mano:

–Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en la silla mientras su mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de ahí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer, que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta apagarse, proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente, resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada. Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

–¿Qué es eso?– gritó la mujer.

–Una rata– dijo el hombre–. Una rata. Se me cruzó en la escalera. La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

–¡Es Herbert! ¡Es Herbert!– La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

–¿Qué vas a hacer?– le dijo ahogadamente.

–¡Es mi hijo; es Herbert!– gritó la mujer, luchando para que la soltaran–. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

–Por amor de Dios, no lo dejes entrar– dijo el hombre, temblando.

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–¿Tienes miedo de tu propio hijo?– gritó–. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy. Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego la voz de la mujer, anhelante:

–La tranca– dijo–. No puedo alcanzarla. Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso en busca de la pata de mono.

–Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y frenéticamente, balbuceó el tercero y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

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Espuma y nada más

Hernando Téllez (1908-1966)

Reconocido como uno de los intelectuales más notables del siglo XX en Colombia, Téllez se destacó más como crítico literario y periodista que como escritor de ficción. Sin embargo, algunos de sus cuentos son magistrales, como Espuma y nada más, publicado en 1950 dentro del volumen de cuentos titulado Cenizas para el viento. Presentamos la edición de la colección de Norma, Cara y Cruz.

No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego contra la yema del dedo gordo y volví a mirarla, contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima colocó el quepis. Volvió completamente el cuerpo para hablarme y deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo:

“Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme”, y se sentó en la silla.

Le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma.

“Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como yo”.

Seguí batiendo la espuma.

“Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos”.

“¿Cuántos cogieron?”, pregunté.

“Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno”.

Se echó para atrás en la silla al verme con la brocha en la mano, rebosante de espuma. Faltaba ponerle la sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. Él no cesaba de hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios del orden.

“El pueblo habrá escarmentado con lo del otro día”, dijo.

“Sí”, repuse, mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor.

“¿Estuvo bueno verdad?”.

“Muy bueno”, contesté mientras regresaba a la brocha.

El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación; porque ¿a quién se le había ocurrido antes colgar a los rebeldes

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desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. Él seguía con los ojos cerrados.

“De buena gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay mucho que hacer”.

Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado:

“¿Fusilamiento?”.

“Algo por el estilo, pero más lento”, respondió.

“¿Todos?”.

“No. Unos cuantos apenas”.

Reanudé, de nuevo, la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de ello y esa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente muchos de los nuestros lo habían visto entrar. y el enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel quedara limpia, templada, pulida y de que al pasar el dorso de mi mano por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio. y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena.

Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana de nuevo y me puse a asentar el acero, porque yo soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que había mantenido sus ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón, y me dijo:

“Venga usted a las seis, esta tarde, a la escuela”.

“¿Lo mismo del otro día?”, le pregunté horrorizado.

“Puede que resulte mejor”, respondió.

“¿Qué piensa usted hacer?”.

“No se todavía, pero nos divertiremos”.

Otra vez se echó atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto.

“Piensa castigarlos a todos”, aventuré tímidamente.

“A todos”.

El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el espejo miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos ó tres compradores. Luego miré el reloj: las dos y veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos

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sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar con habilidad la hoja, pues el pelo, aunque en agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente y este era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los mutilaran? Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo era su enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.

La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos años que los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el golpe de mi navaja Torres rejuvenecía, sí, porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo, lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor! Torres debe estar sudando como yo. Pero él, no tiene miedo. Es un hombre sereno, que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo soy un revolucionario, pero no soy un asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? ¡No, qué diablos! Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y éstos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podría cortar este cuello, así, ¡zaz, zaz! No le daría tiempo de quejarse y como tiene los ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos. Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un chorro de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría todo dolor. No sufriría. ¿Y que hacer con el cuerpo? ¿Dónde ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguirían hasta dar conmigo. “El asesino del capitán Torres. Le degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro lado: “El vengador de los nuestros. Un hombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del pueblo. Nadie sabía que el defendía nuestra causa...” ¿Y qué? ¿Asesino o héroe? Del filo de la navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco más la mano, apoyar un poco más la hoja y hundirla. La piel cederá como la seda, como el caucho, como la badana. No hay nada más tierno que la piel de un hombre y la sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja como esta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no señor. Usted vino para que yo lo afeitara y yo cumplo honradamente con mi trabajo. No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada más.

Usted es un verdugo y yo no soy más que un barbero, y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto.

La barba había quedado limpia, pulida y templada. El hombre se incorporó para mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita.

“Gracias”, dijo, se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del quepis.

Yo debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el quepis. Del bolsillo del pantalón extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio y empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volviéndose me dijo:

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“Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil. Yo sé por qué se lo digo”, y siguió calle abajo.

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Axolotl

Julio Cortázar (1914-1984)

Maestro del relato corto, el autor de Rayuela encontró en la cotidianidad de la vida motivos de asombro superiores a los de ciencia ficción. Su cuento Axolotl es tomado de la reedición del libro de cuentos Final del juego, publicado por Alfaguara en 1993.

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port-Royal, tomé St. Marcel y L´Hopital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Sainte-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante períodos de sequía y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardín des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto, porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuan angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares, y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una, situada a la derecha y algo separada de las otras, para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como traslúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara. Un rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y lo inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendidura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos

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damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud lo que hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadaban con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de evadirse de ese sopor mineral en que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos, en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía, inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras; jamás se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo, estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo, terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: “Sálvanos, sálvanos.” Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome, inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos; había una pureza tan espantosa en esos ojos trasparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin embargo, de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. “Usted se los come con los ojos”, me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos, en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana, al inclinarme sobre el acuario, el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y

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sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. El estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía –lo supe en el mismo momento– de creerme prisionero en un cuerpo axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi aun axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible, pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre. Incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuábamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo, porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él –ah, sólo en cierto modo– y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo sobre los axolotl.

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La casa de Asterión

Jorge Luis Borges (1899-1986)

Su nombre casi no necesita presentación. Se trata del más excelso escritor argentino y uno de los más respetados autores latinoamericanos en el mundo entero. Su forma de hacer de la ficción una realidad –y viceversa–, fue única. El relato La casa de Asterión (que originalmente hace parte del libro Los anales de Buenos Aires, 1947) es tomado de Ficcionario, antología de los textos de Borges recogida por Emir Rodríguez Monegal. Fondo de Cultura Económica, 1985.

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mientras los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibero o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior, o Ahora desembocamos en otro patio, o Bien decía yo que te gustaría la canaleta, o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena, o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero yo no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, los cadáveres ayudan a distinguir la galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la

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soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será otro hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no queda ni un vestigio de sangre.

–¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo–. El minotauro apenas se defendió.

A Marta Mosquera Eastman.

1 EL ORIGINAL DICE CATORCE, PERO SOBRAN MOTIVOS PARA INFERIR QUE, EN BOCA DE ASTERIÓN, ESE ADJETIVO NUMERAL VALE POR INFINITOS.

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El gato bajo la lluvia

Ernest Hemingway (1899-1961).

A pesar de haberse dado a conocer en el mundo entero por novelas del calibre de Adiós a las armas, El viejo y el mar y Por quién doblan las campanas, así como por su trabajo periodístico, dicen los críticos que Hemingway fue el mejor escritor de cuentos. Un buen ejemplo de su pericia es El gato bajo la lluvia, recogido en el libro La vida feliz de Francis Macomber. Publicamos la versión de Santiago Rueda, editor, Buenos Aires, 1969.

Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar. Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

–Il piove –expresó la americana. El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes.

Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

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Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la americana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.

Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo.

Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

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–¡Caramba! Si estas muy bonita – dijo. La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya. –Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras. –De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza.

Alguien llamó a la puerta

–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.

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