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Tema 11 – Ortega y Gasset TEMA 11 RAZÓN VITAL Y COMUNICATIVA: JOSÉ ORTEGA Y GASSET CONTEXTO CULTURAL Y FILOSÓFICO La primera mitad del siglo XX supone un momento de cambio. Rotas las ilusiones ilustradas del eterno progreso, el mundo entra en una crisis que concluirá con la II Guerra Mundial. Por un lado, surge la sociedad de masas (que Ortega analizará en su obra La rebelión de las masas), caracterizada por la fabricación en serie, la mejora de las condiciones económicas y laborales, y el consumo. En arte surgirá una nueva forma expresiva: el cine, donde encontrarán un medio óptimo tanto los expresionistas –F.W. Murnau o Fritz Lang– o los surrealistas –Buñuel, René Claire o Jean Cocteau–; el siglo XX será también el de las vanguardias que tanto, en artes plásticas (dadaístas –Tristan Tzara–, surrealistas Apollinaire, André Breton, Dalí...–, cubistas Picasso, Braque, Juan Gris…) como en literatura (Kafka, Joyce, Beckett…) o teatro (Alfred Jarry, Ionesco, Antonin Artaud…) tratarán de poner fin definitivamente al realismo burgués, cuando no se planteen directamente como objetivo del arte la destrucción revolucionaria de la vida y la existencia capitalista burguesa (dadaístas y surrealistas, quienes concibieron el arte como arma revolucionaria). En el ámbito científico también habrá un cambio de paradigma con la física relativista (Einstein) y la mecánica cuántica (Max Born y Max Plank). España vivirá una época de renacimiento cultural con hombres destacables en la ciencia (Ramón y Cajal, descubridor de la neurona), y en las artes (la Generación del 98 –cuyo filósofo fue, de alguna manera, y con permiso de Unamuno, el propio Ortega– y la del 27). Surge entonces una generación de intelectuales preocupados por las cuestiones sociales y especialmente por el “tema de España”. Tampoco la filosofía será ajena a este cambio. En la primera mitad del siglo XX dominan las filosofías vitalistas (Bergson y Ortega en España), el psicoanálisis (Freud), la fenomenología (Husserl y Heidegger), el existencialismo (Sartre), los marxismos (con distintas interpretaciones) y el Neopositivismo (Russell). La mayoría de ellas son desarrollos, muchas veces originales, de los grandes pensadores del siglo XIX: Hegel, Nietzsche, Marx..., y no sólo se plantean ya los típicos problemas filosóficos, sino también el propio papel de la filosofía como conocimiento. Efectivamente, nada volvió a ser lo mismo desde la reacción contra el sistema “absoluto” de la ciencia de Hegel («idealismo absoluto»); empezando por la Tesis XI sobre Feuerbach de Marx («Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo») y el papel crítico-revolucionario que éste asigna a la teoría, y terminando con los otros dos “maestros de la sospecha” (en expresión de Paul Ricoeur): Nietzsche y Freud. Es por ello que Karl Löwith hablará de la filosofía del siglo XIX como de la “quiebra revolucionaria del pensamiento”. - 1 -

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Tema 11 – Ortega y Gasset

TEMA 11

RAZÓN VITAL Y COMUNICATIVA: JOSÉ ORTEGA Y GASSET

CONTEXTO CULTURAL Y FILOSÓFICO La primera mitad del siglo XX supone un momento de cambio. Rotas las ilusiones ilustradas del eterno progreso, el mundo entra en una crisis que concluirá con la II Guerra Mundial. Por un lado, surge la sociedad de masas (que Ortega analizará en su obra La rebelión de las masas), caracterizada por la fabricación en serie, la mejora de las condiciones económicas y laborales, y el consumo. En arte surgirá una nueva forma expresiva: el cine, donde encontrarán un medio óptimo tanto los expresionistas –F.W. Murnau o Fritz Lang– o los surrealistas –Buñuel, René Claire o Jean Cocteau–; el siglo XX será también el de las vanguardias que tanto, en artes plásticas (dadaístas –Tristan Tzara–, surrealistas –Apollinaire, André Breton, Dalí...–, cubistas –Picasso, Braque, Juan Gris…) como en literatura (Kafka, Joyce, Beckett…) o teatro (Alfred Jarry, Ionesco, Antonin Artaud…) tratarán de poner fin definitivamente al realismo burgués, cuando no se planteen directamente como objetivo del arte la destrucción revolucionaria de la vida y la existencia capitalista burguesa (dadaístas y surrealistas, quienes concibieron el arte como arma revolucionaria). En el ámbito científico también habrá un cambio de paradigma con la física relativista (Einstein) y la mecánica cuántica (Max Born y Max Plank). España vivirá una época de renacimiento cultural con hombres destacables en la ciencia (Ramón y Cajal, descubridor de la neurona), y en las artes (la Generación del 98 –cuyo filósofo fue, de alguna manera, y con permiso de Unamuno, el propio Ortega– y la del 27). Surge entonces una generación de intelectuales preocupados por las cuestiones sociales y especialmente por el “tema de España”. Tampoco la filosofía será ajena a este cambio. En la primera mitad del siglo XX dominan las filosofías vitalistas (Bergson y Ortega en España), el psicoanálisis (Freud), la fenomenología (Husserl y Heidegger), el existencialismo (Sartre), los marxismos (con distintas interpretaciones) y el Neopositivismo (Russell). La mayoría de ellas son desarrollos, muchas veces originales, de los grandes pensadores del siglo XIX: Hegel, Nietzsche, Marx..., y no sólo se plantean ya los típicos problemas filosóficos, sino también el propio papel de la filosofía como conocimiento. Efectivamente, nada volvió a ser lo mismo desde la reacción contra el sistema “absoluto” de la ciencia de Hegel («idealismo absoluto»); empezando por la Tesis XI sobre Feuerbach de Marx («Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo») y el papel crítico-revolucionario que éste asigna a la teoría, y terminando con los otros dos “maestros de la sospecha” (en expresión de Paul Ricoeur): Nietzsche y Freud. Es por ello que Karl Löwith hablará de la filosofía del siglo XIX como de la “quiebra revolucionaria del pensamiento”.

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Así, pues, nos centraremos en tres grandes corrientes filosóficas para situar a Ortega: a) Neopositivismo (Positivismo lógico o empirismo lógico) Tienen su centro en el llamado Círculo de Viena (A.J. Ayer, el primer Wittgenstein, Alfred Tarski, Rudolf Carnap, Moritz Schlick, Otto Neurath…) quienes regeneraron el proyecto cientificista con la creencia en un lenguaje lógicamente perfecto capaz de reflejar puramente lo real (el atomismo lógico de Russell y del primer Wittgenstein), o bien un lenguaje lenguaje fisicalista capaz de reducir toda proposición psicológica a términos físicos/observables (el proyecto de Rudolf Carnap). El nombre de esta corriente se debe a la concepción de la filosofía que heredan de Comte: en especial el rechazo de la metafísica, su empeño en que sólo han de tenerse en cuenta los hechos y las relaciones entre hechos, y su defensa de los principios empiristas. Podemos sinterizar los lineamientos básicos de su doctrina como sigue: – Asumen de Hume la división entre proposiciones que tratan de relaciones de ideas, que son siempre verdaderas, y proposiciones que tratan de los hechos (cuestiones de hecho: matters of fact), cuya verdad se obtiene de la experiencia; – del empirio-criticismo, asumen la teoría de las sensaciones, según la cual el mundo es reducido a un complejo de sensaciones con una organización que se mantiene constante en el espacio y el tiempo – entienden que la filosofía es una actividad (no un saber sustantivo), que consiste en analizar, a nivel sintáctico y semántico, el lenguaje empleado por las ciencias y sus métodos; – pretenden lograr la unidad de las ciencias en cuanto a contenido, lenguaje y a métodos. – depositaron toda su fe en la capacidad de la ciencia para resolver todos los “verdaderos” problemas, desterrando todos los demás como “pseudoproblemas”, condenando así la filosofía al terreno de la superstición y del lenguaje mal formulado. Las reacciones contra esta creencia ingenua en la ciencia no se hicieron esperar: Karl Popper –quien mantuvo contacto con el Círculo vienés pero adoptando siempre una postura crítica frente a muchos de sus postulados– estableció un novedoso principio para poder distinguir entre lo que es ciencia y lo que no lo es: el principio de falsabilidad. Un hecho que desmiente o contradice una teoría basta para invalidarla; una teoría es “falsada” cuando se descubre un hecho que la desmiente. De esta manera, encontramos nuevamente replanteado el «problema de la inducción», típico del empirismo. Más tarde, Thomas S. Kuhn sostendrá que el avance de la ciencia no es acumulativo; hay cambios bruscos que revolucionan periódicamente la ciencia. Distingue, en consecuencia, entre periodos normales y periodos revolucionarios en el trabajo científico. En cualquier caso, rompe con la creencia ingenua en la unidad de “el” método científico y de su carácter lineal, acumulativo y progresivo, heredada de la Ilustración.

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En cualquier caso, los propios positivistas habían traicionado de antemano su proyecto, empezando por el hecho de que la ciencia real no se ajustaba (y no se ajusta) a sus propias exigencias. Sus ataques en contra de la metafísica incurrían, pues, en lo que ellos mismos deberían haber rechazado como “metafísica”, pues atribuían a la Ciencia características que no se correspondía con lo que es legítimamente reivindicable para la praxis científica. b) La Fenomenología y la Filosofía de la conciencia La filosofía moderna se inicia con el establecimiento de la “subjetividad” (cogito cartesiano, naturaleza humana ilustrada, conciencia o yo trascendental). Esta conciencia es el elemento fundamental como explicación de la realidad. Este movimiento fundamental es continuado por la fenomenología (Husserl y el primer Heidegger), que amplía el la conciencia hacia el horizonte de un ego situado, un yo que se encuentra necesariamente en-el-mundo y que está-con sus semejantes; una conciencia que es siempre conciencia-de-… (no hay sujeto sin objeto: la conciencia es siempre conciencia-de-algo). La fenomenología fue creada por el filósofo alemán –de formación matemática– Edmund Husserl (1859-1938) y surge como un intento de superar el positivismo reduccionista (que pretende reducir la realidad a lo dado), el escepticismo y el psicologismo. La oposición al reduccionismo, de cualquier tipo que sea, impone como regla el tomar las cosas en su especificidad, tal como aparecen, y de ahí el lema husserliano: «a las cosas mismas», es decir, a los fenómenos. De hecho, Husserl denominará despectivamente «metafísica» a toda teoría (filosófica o científica) que parte de la escisión sujeto-objeto, tal como si el cogito pudiera darse antes de (o sin) un objeto (o viceversa), por lo que ataca por insuficientes tanto los planteamientos subjetivistas como los objetivistas/realistas. Lo dado inmediatamente en las ciencias empíricas y en la psicología, me llevan a la necesidad y la universalidad de la ciencia en sentido originario. Frente a la verdad de los hechos particulares, Husserl defiende verdades absolutas tales como el “el principio de no contradicción”, recordando su condición de matemático. Se trata de descubrir estructuras “eidéticas” intrínsecas a la conciencia, renovando pues el proyecto cartesiano y kantiano. La fenomenología quiere reconquistar la originariedad del sujeto, lo más genuino de la humanidad; busca desalinearla de esa concreción fáctica, de ese "cientifismo" en que se halla inmersa. Husserl propone una "reducción" que nos devuelva a lo originario, es decir, a aquello que había precedido a la positivización y naturalización de la razón y de la existencia humana. Esta dimensión originaria es llamada por Husserl "mundo de la vida" (Lebenswelt). La fenomenología, en su retorno al mundo de la vida, se propone un modo determinado de interpretar la razón y el saber. Se opone, pues, a la exclusividad de la matematización de la naturaleza (la galileización), ya que en el ámbito del mundo de la vida, la razón positiva y matematizante sería un uso particular de la razón. El paradigma del mundo de la vida viene a sustituir, pues, a la Matemática como paradigma único y originario en la concepción del mundo. Este mundo de la vida comprende, incluye, en sí el mundo construido por las ciencias, pero no a la inversa:

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«El mundo concreto de la vida es el terreno en que se funda el mundo científicamente verdadero y, al mismo tiempo, lo engloba en su propia concreción universal». Por último, no hay que olvidar que no podemos considerar a Husserl un idealista en sentido estricto, por el mero hecho de que plantee cuestiones de corte abstracto; antes al contrario, Husserl, en ningún momento niega la existencia real del mundo y de los objetos. Se limita a mostrar, simplemente, su carácter esencialmente relativo a la subjetividad. Además hay que añadir que el mundo de la vida nunca nos puede ser dado de una vez por todas, porque se desarrolla históricamente. Y la historia no es más ni menos que el desarrollo temporal de la existencia de la comunidad de los hombres, conectados y participados entre sí. Por su parte, Sigmund Freud llega a la formulación de una teoría completa acerca del dinamismo profundo de la vida psíquica de la persona (psicoanálisis). De este modo, se plantea un primer rompimiento de la creencia ingenua en el “yo”, identificado con la conciencia. El «yo» pasa a ser una instancia que pugna entre otras dos («ello» y «súper-yo»), que no siempre resulta victorioso, sino que la conciencia ignora buena parte de lo que ocurre “a sus espaldas”, es decir, a nivel inconsciente, lo que se revela en forma de lapsus, movimientos y conductas involuntarias, sueños, etc. A partir de los desarrollos de Freud se inician diversas propuestas de crítica cultural basadas en la «economía libidinal», es decir, en nombre de las pulsiones fundamentales del hombre. En buena medida se conectan o articulan con las críticas de raíz romántica y nietzscheanas, mientras que en otras ocasiones se aliarán con la crítica marxista: esto último constituye la tradición llamada freudo-marxista, la cual comienza con el heterodoxo discípulo de Freud, Wilhelm Reich y tendrá su continuación con los representantes de la Escuela de Frankfurt (Fromm, Adorno, Marcuse…). Como respuesta a la tremenda crisis existencial generada por las dos guerras mundiales surge, hacia 1930, el existencialismo. Se trata de un movimiento que tuvo una gran aceptación, dado que supo plasmar sus líneas fundamentales también en literatura (La náusea y El extranjero, novelas premiadas ambas con sendos premios Nóbel de Literatura) y en teatro (La Peste, Los demonios…). Recuperan el espíritu de las reacciones individualistas de Max Stirner y Sören Kierkegaard contra el sistema hegeliano. Los “existencialistas” –Jean-Paul Sartre, Albert Camus, el primer Heidegger, el filósofo y psiquiatra Karl Jaspers, Miguel de Unamuno…– parten de que el hombre es un ser arrojado al mundo. El existencialismo reivindica lo otro de la tradición filosófica: el individuo es inefable y, como sabemos desde Aristóteles, no puede haber ciencia del particular. Esta originalidad insuperable del individuo tomado al margen de toda remisión a la generalidad –con su libertad, su angustia, su desesperación, su pasión…– será lo que el existencialismo reivindicará como la realidad radical sobre la que la filosofía debe arrojar luz. Se parte del hecho de que "la existencia precede a la esencia". Añadimos, que el término existencia no se refiere a una existencia fáctica, sino que existir, propiamente, sólo existe el ser humano. Existencia se equipara a conciencia, no como algo abstracto, sino como conciencia concreta, de cada uno.

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El ser humano no viene determinado, pues, por ninguna esencia, es decir, no tiene naturaleza fija, sino que ésta se manifiesta como libertad. El hombre no tiene esencia, tiene que elaborarla él mismo a través de su libertad. Tiene que darse a sí mismo su realidad, es decir, tiene que decidir en cada momento (y se ve obligado a ello) ser “o esto o lo otro” (título de una de las obras de Kierkegaard). Lo anterior nos lleva a caracterizar el principal atributo de la conciencia: la libertad. Como dijo Sartre, “el hombre está condenado a ser libre”. Por ser libre, por no tener una naturaleza fija, el hombre se entiende como un ser temporal, se despliega en el tiempo, se realiza en la historia. Esto lleva a afirmar a Ortega que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia. La historicidad es una estructura constitutiva del ser humano en tanto que es su existencia. Esto nos conduce a otra caracterización del individuo (el “existente”) según el existencialismo: el individuo es más bien la nada (néant, según Sartre), es decir, no-ser, en el sentido de que se define no tanto por lo que es (que es su pasado), sino por la negación de lo que ya ha sido en la elaboración siempre renovada de un nuevo proyecto, de una nueva acción. Stirner ya había definido al «Único» (el individuo que soy yo mismo) como la «nada creadora». Para Sartre, «somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros». Sartre insistirá en el absurdo de la existencia y del mundo, pero también en una profunda fe humanista en el hombre capaz de crear un mundo en libertad, alineando su actividad teórica y literaria con el movimiento izquierdista, participando activamente en el Mayo francés (1968) junto con otros intelectuales. Esta noción de absurdo tuvo gran fecundidad en el terreno del teatro, con dramaturgos como Ionesco, Beckett, Topor, etc. c) Marxismos Empleamos el plural porque no se ha dado en la historia una sola clase de marxismo; el original de Marx sufrió muchas evoluciones durante el siglo XX. Desde 1870, aproximadamente, hasta nuestros días, es un hecho que el marxismo se ha convertido en la doctrina inspiradora de los partidos socialistas y comunistas, y ha influido considerablemente en todo el mundo. El marxismo se configuró –en palabras de Jean-Paul Sartre– como la «filosofía insuperable de nuestro tiempo», en la medida en que los problemas –la sociedad de clases y la injusticia social del capitalismo– que lo habían hecho surgir continuaban siendo los nuestros. En el siglo XX –y, especialmente, a partir del descubrimiento de los Manuscritos de economía y filosofía parisinos de Marx–, florecieron marxismos para todos los gustos: marxismos humanistas inspirados en ese joven Marx, y que a menudo servían como crítica al estalinismo (Henri Lefebvre y sus agudos análisis de la vida cotidiana del opulento capitalismo de posguerra, lo que hoy llamaríamos “sociedad de consumo”), los marxismos unidos al mesianismo judío (Walter Benjamin y los “teólogos materialistas” como Paul Tillich), los marxismos cristianos, quienes veían en el comunismo la expresión teórica y política del Evangelio (Camilo Torres Restrepo y la posterior Teología de la Liberación), marxismos “estructuralistas” (Louis Althusser y sus discípulos Balibar, Macherey…), marxismos más centrados en la cultura y en lo “superestructural” (Antonio Gramsci, uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano) y un largo etcétera. d) Vitalismo

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Bajo la noción de "vitalismo" incluimos un conjunto de filósofos cuya actividad se centra en torno al tema de la vida, los cuales reclaman que la vida es una realidad irreductible a categorías ajenas a ella misma. Destacamos bajo este epígrafe a Nietzsche, Dilthey, Bergson… y al propio Ortega, teniendo muy presente lo lejos que se hallan, a menudo, sus respectivos planteamientos y desarrollos entre sí. Para empezar, el término "vitalismo" hace referencia a dos conceptos distintos de "VIDA": – En sentido bio-lógico; – en sentido bio-gráfico, o sea, como existencia humana vivida, como vivencia dotada de sentido. Dilthey, por ejemplo centró su reflexión en la vida entendida del segundo modo. Ortega y Gasset se ocupó de la vida en ambos sentidos, si bien comenzó preocupándose por la vida en el primer sentido, su producción posterior se centra en la segunda y en aspectos muy parecidos a los de Dilthey. En el caso de Nietzsche, como ya hemos visto, el concepto de vida es biológico-cultural y abarca ambas dimensiones, el impulso y la vivencia. Bergson hablará de la vida como impulso vital universal (élan vital) que da lugar a una evolución creadora (évolution créatrice). En el caso del concepto biográfico de vida (vivencia), el vitalismo se conecta con el historicismo. ¿Qué es la vida humana sino devenir temporal? Un curso que no se limita a un presente ni a un futuro, sino a una historia donde entender el presente y sus posibles proyecciones, tanto individuales como colectivas. Por eso, las realizaciones culturales, las obras llevadas a cabo por el hombre tienen historia y no pueden ser comprendidas ni interpretadas adecuadamente más que desde los encuadres o perspectivas históricos. Dilthey y Ortega, son por ello considerados, además de vitalistas, historicistas. El proyecto que Dilthey quiso llevar a cabo fue el de distinguir las ciencias humanas («ciencias del espíritu»: Geisteswissenschaften) de las ciencias naturales (Naturwissenschaften). El ser humano no está encerrado en una "jaula de hierro", como diría Weber; eso más bien le corresponde al ente natural. Entre el modelo natural y el modelo de las ciencias del espíritu, encontraríamos muchísimas diferencias: mientras que las leyes de las ciencias naturales querrían tener validez eterna en la medida de lo posible, pues pretenden controlar realidades duraderas, fijas..., la historia querría conocer realidades que tenían lugar en un tiempo muy breve y que, por lo demás, casi nunca se hallan ante nuestros ojos, sino sepultadas en el ignorado pasado. Pero, además, mientras que las ciencias naturales pretendían conocer una realidad externa al hombre, frente a la que el ser humano debía comportarse como mero observador, la conciencia histórica quería penetrar en la realidad de la acción humana y, a partir de ella, hacer con la intención, con los deseos, con la voluntad, con los sentimientos y los entusiasmos de los seres humanos del pasado, vivirlos como el propio actor (no observador) De igual modo, el raciovitalismo de Ortega, criticará aquellas teorías tradicionales de la razón en las que esta ha sido entendida como "razón pura" (especulativa), es decir, desarraigada de la vida y abstraída, por tanto, del campo de la experiencia histórica. Frente a tales teorías abstractas de la razón, la "razón vital" pasará a ser, en tanto que viviente, "razón histórica"

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Por lo que se refiere al contexto sociocultural, España sufre un gran retraso industrial, económico y cultural frente a Europa. Junto a un elevado analfabetismo (que rondaba el 50%), los otros grandes males del país eran el “caciquismo” y el gran poder que seguía ejerciendo una Iglesia poco proclive a la modernización de la nación y a menudo poco sensible a la miseria social y a los problemas políticas. En este contexto, una serie de pensadores se embarcan en la tarea de crear un proyecto educativo, reformista y regeneracionista. En esta línea se inscriben los esfuerzos del krausismo (corriente de pensamiento de corte regeneracionista, introducida desde Alemania por Julián Sanz del Río) y de la Institución Libre de Enseñanza, institución de inspiración ácrata que abogaba por una educación laica y liberal, sin dogmatismos y comprometida con la renovación cultural y social de España. En esta misma línea nos encontramos con Unamuno y la Generación del 98, preocupados con el tema de España, y con Ortega, quien apostará por una regeneración de España mirando a Europa (y, más concretamente, a Alemania). Posteriormente, la Generación del 14 y la del 27 enarbolarán la bandera de la “regeneración”. Las propuestas de estos pensadores, literatos e ideólogos se realizarán en tres espacios culturales concretos: el Ateneo de Madrid, la Residencia de Estudiantes y la Revista de Occidente. En este proceso de modernización cultural la figura de Ortega tiene un papel fundamental, pues fue responsable de la apertura de España a corrientes filosóficas europeas. Durante su vida, alterna su labor de profesor con la de ensayista, publicando numerosos artículos periodísticos, Ortega quería que España se abriese a nuevas ideas y con ese objetivo funda la Liga de Educación Política y la Revista de Occidente. Tras el regreso del exilio funda junto a Julián Marías el Instituto de Humanidades, en un intento de llevar la filosofía fuera del mundo académico como modo de sacar a nuestro país de su aislamiento cultural. Estos esfuerzos cristalizan en la formación de la Escuela de Madrid, a la que pertenecieron filósofos como José Gaos o Julián Marías. VIDA Y OBRA DE ORTEGA Y GASSET Nació en Madrid el 9 de mayo de 1883, en el seno de una familia burguesa ilustrada. En el año 1891 comienza sus estudios de bachillerato en el colegio de los jesuitas de El Palo (Málaga). Desde 1898 a 1902 cursa estudios universitarios en las universidades de Deusto y Madrid, obteniendo en esta última la licenciatura en Filosofía y Letras (12 de junio de 1902). Durante los años 1905 y 1908 cursa estudios de filosofía en las universidades alemanas de Leipzig y Marburgo. En el año 1910 gana la cátedra de Metafísica de la Universidad de Madrid. En 1914 funda la “Liga de Educación Política Española”, ingresa como miembro en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y publica su primer libro, Meditaciones del Quijote. En 1915 funda la revista España y, en 1917, el periódico El SOL. En 1923 funda y dirige la Revista de Occidente (aún se publica actualmente). En 1929, el enfrentamiento doctrinal con la política de la Dictadura le lleva a dimitir de su cátedra y a continuar sus clases en un teatro. En 1930 publica su más importante libro de filosofía y sociología, La rebelión de las masas.

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En julio de 1936, al comenzar la guerra civil española, se exilia; va a París, Holanda y Argentina, donde vive hasta 1942, año en que se traslada a Portugal. En 1945 regresa a España, aunque en los diez años restantes no tiene una gran actividad, debido a la situación política. Muere el 18 de Octubre de 1955. Se puede decir que Ortega y Gasset es uno de los más grandes filósofos españoles. En España, en esos tiempos, existía una intensa preocupación por reconstruir nuestra cultura y por abrirse a Europa. Son años de “desastre”: la pérdida de las colonias, la derrota en la guerra de Cuba, las sublevaciones en Marruecos provocan en algunos intelectuales españoles, la generación del 98, un replanteamiento ideológico, político, filosófico... Ortega es crítico con el racionalismo y con el idealismo; se sitúa en un plano más existencial, más vivo, menos metafísico. Se pregunta por el hombre y no le da una respuesta esencial sino histórica. La realidad humana consiste en vivir, y vivir es equivalente a la constante mutación histórica. Ortega rechaza toda tentativa de “etiquetado” filosófico: es un pensador independiente, de rasgos personales muy acentuados. El pensamiento de Ortega, en consecuencia, no se nos presenta de forma sistemática sino que, dentro de su obra, se suelen distinguir los siguientes periodos: – Objetivismo (1902-1910): artículos donde se preocupa por el estado de la cultura española respecto a Europa, y donde defiende la necesidad de la disciplina intelectual; – Perspectivismo (1910-1923): donde introduce las nociones de circunstancia y perspectiva. Aquí encontramos obras como:

Meditaciones del Quijote (1914) El Espectador (colección de artículos situados en los años 1916 y sucesivos) España invertebrada (1921)

– Raciovitalismo (1923-1955), años en los que propone una nueva concepción de la razón, capaz de superar las contradicciones de la tradición filosófica occidental en una síntesis novedosa y productiva, movida por su sempiterna intención de contribuir a la vida política y cultural real:

El tema de nuestro tiempo (1923) La rebelión de las masas (1930) La idea de principio en Leibniz (póstuma)

Ortega está muy influido por la filosofía alemana, en Alemania completó sus estudios y en Marburgo conoció al neokantismo. Durante la primera etapa de evolución filosófica, el OBJETIVISMO (hasta 1914), vivió influido por el pensamiento kantiano, con el que rompe para madurar un pensamiento cercano al vitalismo, el PERSPECTIVISMO (de 1914 a 1923), influido por Nietzsche y Dilthey.

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Desde 1923 hasta el final de su vida Ortega intenta una síntesis original entre la razón y la vida –conceptos que se enfrentaban como opuestos en la filosofía nietzscheana– desarrollando su filosofía más original: el RACIOVITALISMO. El texto propuesto para Bachillerato, “La doctrina del punto de vista”, capítulo X de su obra “El tema de nuestro tiempo”, fue escrito en 1921, en un momento de transición entre el perspectivismo y el vitalismo. En definitiva, las grandes fuentes de la filosofía de Ortega serán el pensamiento griego, el racionalismo kantiano y la filosofía vitalista e historicista de Nietzsche y Dilthey. 1. – ¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? DESCRIPCIÓN DE LA FILOSOFÍA: CARACTERÍSTICAS, OBJETO Y MÉTODO a) Características y método El método que emplea Ortega puede ser denominado asedio filosófico, es decir, nunca atacando directamente, sino dando vueltas, circulando-en-torno-a…, pero “manteniendo siempre despierta la conciencia de los problemas, que son el drama real”. Hay que tratar un tema, y volverlo a tratar, en contextos diferentes, profundizando en él desde todas las perspectivas y configuraciones de sentido posibles. En su obra titulada ¿Qué es filosofía? define esta disciplina como "el estudio radical de la totalidad del Universo". A partir de esta aserción, se pueden extraer como consecuencia tres aspectos: 1. Principio de autonomía: "la filosofía es una ciencia sin suposiciones". Planteamiento cartesiano de raigambre cartesiana y fenomenológica. La filosofía debe ser un saber sin presupuestos, pero ha de buscar un fundamento. En este caso, será la vida misma. Es patente aquí la influencia de Bergson y Nietzsche, pero “vida” ha de ser entendido en un sentido más biográfico que biológico. En palabras del propio Ortega, «el hombre no tiene biología, sino historia». En esto se halla muy próximo al planteamiento de su compañero Miguel de Unamuno, quien por su parte afirmará que «nunca hemos sido naturales, sino artificiales». La idea de fondo es que el hombre es autocreación (autopoiesis), historia, cultura, «novelista de sí mismo», dirá nuestro Ortega. 2. Principio de pantonomía: Las ciencias particulares, debido a su propia especialización, han perdido el sentido de la totalidad de la experiencia humana. El filósofo, en la medida en que lo es, no da por sabido nada anteriormente; se compromete a no partir de verdades supuestas. En contraposición a esta tendencia a disolver la experiencia viva en aspectos particulares, “el filósofo es también un especialista, un especialista en universos”. En el extremo, ciertamente también la Filosofía se especializa en ramas (estética, metafísica, ética…); sin embargo, la verdadera Filosofía es aprehensión del sentido de la totalidad. En este sentido, la verdadera Filosofía se identifica, en su fondo último, con lo que habitualmente se ha conocido como ontología, en el sentido de estudio del ser en su totalidad y en cada una de sus categorías en particular. El hilo conductor para la aprehensión de esta totalidad lo constituyen los dos conceptos fundamentales de comprensión y sentido –ambos tomados de la tradición fenomenológica y hermenéutica y de la concepción de las

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ciencias sociales de Dilthey–: el hombre es un animal simbólico; no se mueve en el ámbito de lo “real”, sino en un universo de sentido construido y en constante reconstrucción/reinterpretación. 3. Principio de radicalidad o esencialidad: esencialmente ligado a lo anterior se halla el hecho de que el filósofo tiene que buscar la raíz de todo lo que hay en el universo: el dato esencial, radical del universo. Ese dato es el ser de las cosas. Por eso la filosofía, para Ortega y Gasset, es, como hemos dicho y ante todo, ontología (esencialidad). Radicalidad no tiene aquí nada que ver con adoptar posturas “ideológicamente” extremas. Todo lo contrario: el extremismo político es, para nuestro autor, un síntoma de superficialidad. Considera los movimientos de masa y los totalitarismos en los que se articulan como una simplificación lógica que olvida lo radical de la complejidad de la vida humana, lo que los lleva a creer que se puede transformar inmediatamente la realidad mediante exterminios, persecuciones, etc. Ser radical es, para Ortega, ir a la raíz de las cosas: concebirlas en su esencialidad histórica, en la tradición en la que se articulan y adquieren sentido, comprender su papel en el desarrollo concreto de la vida humana. La esencia, pues, no es ya algo fijo e inmutable –impermeable al devenir histórico– como había marcado la tradición platónica y racionalista, sino algo fundamentalmente histórico, esencialmente creativo, productivo, performativo. Aquí están presentes, de nuevo, las tradiciones hermenéuticas (la comprensión y el sentido como dimensiones radicales del ser humano, su ser mismo) y existencialista (Sartre definía la Historia como la “contingencia absoluta”, es decir, contingente en el sentido de que, al ser producto de la libertad humana, podría haber sido de otra manera, pero que sin embargo, ha sido la que ha sido y no tenemos más remedio que enfrentarnos a ella reinterpretándola a través de un nuevo acto de libertad que será él mismo irremediablemente contingente, histórico. «Estamos condenados a ser libres», decía el filósofo francés: no tenemos más remedio que seguir construyendo nuestra historia sin garantías divinas ni ningún absoluto que nos ampare). Así, en su obra ¿Qué es la filosofía?, se afirma: «La filosofía es un apetito de transparencia por desvelar la verdad y manifestar esa verdad en el lenguaje». Así, pues, sólo un saber radical puede superar los problemas radicales que afectan a la vida humana, individual y colectiva. 4. Un saber teórico pero existencial o vitalmente necesario: por ser conocimiento, es un sistema de conceptos precisos, basados en el ejercicio de la razón y disciplinado mediante la fidelidad a la lógica y a las reglas de la argumentación (Ortega está en contra del misticismo), y por ser teórico es un saber ajeno a la preocupación por el domino técnico del mundo, pues la filosofía no da reglas concretas para la transformación de la realidad y la construcción de objetos. Sin embargo, esta “inutilidad” a efectos prácticos inmediatos es todo lo contrario de la inutilidad: la Filosofía tiene lo que podríamos llamar “utilidad existencial”: como indica con frecuencia, el hombre es un náufrago perdido en la existencia y en este naufragio las teorías, particularmente las filosóficas, le permiten orientarse en la realidad. La filosofía es “constitutivamente necesaria al intelecto” –por lo que no es “necesaria” en el sentido ordinario del término, pero tampoco nace precisamente por “capricho”, sino por necesidad existencial, vital– y tiene como nota radical el afán de buscar y capturar la verdad del todo como tal. «La metafísica no es una ciencia: es construcción del mundo, y eso, construir mundo con la circunstancia, es la vida humana. El mundo, el Universo, no es dado al hombre: le es dado la

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circunstancia con su innumerable contenido. Pero la circunstancia y toda ella es en sí puro problema. Ahora bien, no se puede estar en un puro problema... El puro problema es la absoluta inseguridad que nos obliga a fabricarnos una seguridad. La interpretación que damos a la circunstancia, en la medida que nos convence, que la creemos, nos hace estar seguros, nos salva. Y como el mundo o universo no es sino esa interpretación, tendremos que el mundo es la seguridad en que el hombre logra estar. Mundo es aquello de que estamos seguros». (Unas lecciones de metafísica). Como consecuencia de todo esto, la Filosofía será, para Ortega, algo vital, algo necesario, asistemático, nada rígido ni estructurado, sino flexible, abierto y vivo como la propia vida (lo que para el ave es volar, es para el hombre filosofar). El pensamiento de Ortega se focaliza en una idea central capaz de integrar y dar razón a los más diversos fenómenos humanos, culturales e históricos. Esta idea central es la idea de vida; desde ella reflexiona Ortega y fundamenta los presupuestos de una razón vital. b) Objeto de la Filosofía El objeto de la filosofía es “el conocimiento del Universo o cuanto hay”. Ahora bien: – no cada una de las cosas en su existencia privada o aislada , sino la totalidad de cuanto hay, es decir, la estructura en la cual cada una, en su aparente autonomía, adquiere sentido; – “cuanto hay”, no cuanto existe: hay cosas que no existen, pero las hay, como por ejemplo, los gigantes, el centauro... – “en el universo”: ¿Qué cosas hay?:

las que acaso hay , lo sepamos o no ; las que creemos erróneamente que hay, pero no las hay; las que podemos estar seguro de que las hay. (Sólo estas últimas son las que,

sin duda, constituyen los datos del Universo) 2. – EL PERSPECTIVISMO. «EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO»: LA SUPERACIÓN DE LA MODERNIDAD (O DEL «YO PIENSO» AL «YO SOY YO Y MIS CIRCUNSTANCIAS») La novedad del planteamiento orteguiano procede de un triple ataque a los enfoques que, a su juicio, han determinado la historia de la Filosofía, a saber: el racionalismo, el idealismo y el realismo. A juicio de Ortega, cada época está inspirada y organizada en función de ciertos principios fundamentales que la animan y estructuran. La época moderna y el espíritu filosófico que la sustenta están en crisis, por lo que es nuestra misión –el «tema de nuestro tiempo»– tratar de superarla buscando nuevas creencias y nuevas formas culturales y vitales. En el caso de la Edad Moderna, el

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principio básico que Ortega identifica es el de la subjetividad; la filosofía que lo gesta no es, por su parte, otra que el racionalismo y el idealismo. Por ello, sentencia Ortega: «Abandonar el idealismo es, sin disputa, lo más grave, lo más radical que el europeo puede hacer hoy. Todo lo demás es anécdota al lado de eso. Con él se abandona no sólo un espacio, sino todo un tiempo: La Edad Moderna». (El tema de nuestro tiempo). A) Lo fundamental del RACIONALISMO/IDEALISMO puede ser sintetizado en las siguientes tesis: 1. El racionalismo sostiene que la razón es la dimensión fundamental del hombre y se hallaría, por ende, por encima de las particularidades de cada sujeto (de ahí su pretensión de universalidad). Es, en consecuencia, una razón atemporal, capaz por tanto de vincularnos con verdades abstractas, atemporales, universales; reclama, por consiguiente, ser el instrumento adecuado para el desarrollo de la filosofía, la ciencia, la moral y la política. 2. El idealismo, por su parte, sostiene que el mundo es un producto de la razón, y más exactamente, un dato que la razón, la subjetividad, encuentra dentro de sí misma. Las cosas del mundo no son otra cosa más que contenidos de conciencia. Frente a estos puntos de vista encontramos dos doctrinas opuestas: el idealismo tiene como contraria la tesis realista típica del pensamiento antiguo y medieval, y al racionalismo se opone el relativismo y el vitalismo irracionalista (el de Nietzsche, por ejemplo). B) El REALISMO/OBJETIVISMO ha sido la interpretación dominante hasta la filosofía moderna y es la que goza de más predicamento entre los profanos. Su tesis principal se puede desdoblar en las afirmaciones siguientes: 1. la realidad es independiente de la conciencia que se la representa o conoce, esto es, es en sí misma; 2. el sujeto cognoscente es pasivo, no construye la realidad que conoce; 3. la verdad sólo puede ser, en consecuencia, una y la misma para todos y universalmente válida, con independencia de las peculiaridades del sujeto o de las de su época histórica o sus circunstancias socioculturales. Para el realismo/objetivismo filosófico (también llamado “ingenuo”) la verdadera realidad son las cosas. Los objetos externos tienen una existencia incuestionable e independiente del sujeto. Nuestra mente es pasiva, su representación de la realidad (cuando alcanzamos el conocimiento) es, según una conocida metáfora, “como la impresión de un sello en la cera”, o como una imagen en un espejo –la teoría del reflejo de la epistemología marxista-leninista oficial de la URSS–. Es la actitud

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más natural ante el mundo y es también la que ocupó, durante veintidós siglos, el pensamiento de la Antigüedad y la Edad Media. Desde esta teoría de la verdad, todo lo que tenga que ver con la influencia de la individualidad y la subjetividad lleva inevitablemente al error: sólo es posible el conocimiento si la verdad se hace presente sin ser deformada por las particularidades del sujeto cognoscente; de ahí que éste deba carecer de peculiaridades. La verdad, por ende, ha sido concebida por la tradición como extrahistórica, transubjetiva, es decir, que se la ha supuesto –conscientemente o no– como estando más allá de la vida, puesto que la vida es historia, devenir, particularidad. Por su parte, el idealismo defiende que la realidad es una construcción de la subjetividad que se la representa, es inseparable de la conciencia que conoce. El idealismo –en este sentido moderno– aparece con Descartes y recorre la filosofía hasta Husserl. «Descartes descubre que las cosas no son seguras; que yo puedo estar en un error: que existen el sueño y la alucinación, en que tengo por verdaderas realidades que no lo son. Lo único cierto e indubitable es el yo.[…] Las cosas, por lo pronto, son para mí y en mí, son ideas mías. La mesa y la pared son algo que yo percibo. La realidad radical y primaria es el yo; las cosas tienen un ser derivado y dependiente, fundado en el del yo. La sustancia fundamental es el yo, Descartes dice que yo puedo existir sin mundo, sin cosas». (Julián Marías: Historia de la Filosofía). Ortega aceptará una premisa básica del idealismo, que propone que el sujeto puede conocer las cosas solo a través de sí mismo; sin embargo, Ortega dará un paso más allá cuando afirme que no se puede hablar de la independencia de las cosas sin el propio sujeto. De este modo, Ortega defenderá que tanto el pensamiento como las propias cosas son necesarios y repercuten el uno en las otras, coimplicándose mutuamente, de suerte que el mundo exterior no puede existir sin que yo lo piense, mas tampoco puede identificarse con mi pensamiento ni depender de éste. Ni la realidad es una mera construcción del sujeto (este sería el exceso del idealismo), ni la realidad es algo independiente y anterior al sujeto (el exceso del realismo). Son dos extremos que se necesitan y no pueden darse uno sin el otro, ni separados el uno del otro. La Antigüedad y la Edad Media supeditaban el sujeto al objeto (realismo/objetivismo); la Modernidad, el objeto al sujeto (idealismo/subjetivismo). Desde el punto de vista fenomenológico que Ortega hace suyo, ni yo ni el mundo son seres substanciales, ambos se encuentran en correlación: "yo soy el que ve el mundo y el mundo es lo visto por mí". La verdad radical es la coexistencia, la interdependencia de mí con el mundo. Esto es lo que Ortega llamará vida. «Yo soy yo y mi circunstancia –escribía Ortega– […]. Y no se trata de dos elementos –yo y cosas– separables, al menos en principio, que se encuentren juntos por azar, sino que la realidad radical es ese quehacer del yo con las cosas, que llamamos la vida. Lo que el hombre hace con las cosas es vivir. Ese hacer es la realidad con que originariamente nos encontramos, la cual no es ahora ninguna cosa [=substancia], sino actividad, algo que propiamente no es, sino que se hace. La realidad radical es nuestra vida. Y la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa. […] Por tanto, no hay prioridad de las cosas, como creía el realismo, ni tampoco prioridad del yo sobre ellas, como opinó el idealismo. La realidad primaria y radical […] es el dinámico quehacer que llamamos nuestra vida”. (Julián Marías, Historia de la Filosofía).

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El mundo es mundo sólo en su esencial relación con mi subjetividad, y mi subjetividad sólo es tal en su esencial relación con el mundo: el dinamismo del mundo determina mi ser, mi relación con él; pero a la vez, el dinamismo de mi subjetividad, mis tonalidades afectivas, mis creencias, mi pasado, mi perspectiva… determinan el ser del mundo, es decir, el modo en que se me presenta éste. El mundo no es, pues, una realidad independiente (como mantiene el realismo antiguo). El mundo es lo que yo advierto, y tal y como yo lo advierto. El mundo consiste en todo aquello de lo que me ocupo (pero no me mantengo como un yo puro al margen de mi relación real y viviente con él; y, a la vez, no hay un mundo “objetivo” más allá de mi concreto ocuparme con él, como querría el realismo). «Su verdadero ser se reduce a lo que representa como tema de mi ocupación. No es por sí, subsistente, aparte de mi vivirlo, de mi actuar con él. Su ser es funcionante: su función en mi vida es un ser para, para que yo haga esto o lo otro con él». (¿Qué es filosofía?, XI). Como se adivinará ya, el elemento en el que se entrelazan subjetividad y mundo, yo y circunstancias, es el ámbito de la vida. Sin embargo, según Ortega, esto se comprenderá cabalmente sólo cuando sustituyamos la visión estática y substancial del ser por una visión dinámica, actuante y relacional del ser. En resumidas cuentas, es imposible separar el pensamiento del mundo; ambos coexisten (el pensamiento es pura relación entre el sujeto que piensa y lo pensado, y no puede existir de modo independiente). En consecuencia, el perspectivismo afirma: dado el carácter esencialmente dinámico de la vida, no hay un solo punto de vista absoluto sobre la realidad –pues ello implicaría, como bien había visto Nietzsche, postular, como punto arquimédico, un punto de vista extravital, extramundano, algo contrario a la vida, en suma–, sino diversas perspectivas complementarias. Las características de la teoría del conocimiento y de la ontología perspectivistas, podríamos resumirlas de la siguiente forma: a) La supuesta realidad inmutable, absoluta y única, no existe. Hay tantas realidades como puntos de vista, es decir, como formas concretas de existir, de vivir. La realidad es, esencialmente, relacional. b) Las cosas no son “hechos” brutos, sino valores o interpretaciones que cada uno de nosotros hace, necesariamente, desde su propia situación vital o circunstancia. Por ello, la idea de perspectiva va unida a la de la vida. c) La verdad no es una y única, sino la complementación de los distintos puntos de perspectivas con que se contemple. En este sentido somos insustituibles, necesarios para completar el cuerpo de la verdad total. Toda perspectiva, en consecuencia, supone una estructura u ordenación de planos. Entre el primero y el último se halla una multiplicidad de otros, que son intermediarios. El punto de vista individual es el único desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad; cada uno contempla la realidad que le ha tocado vivir desde su propio yo en el mundo concreto que vive. Desde ahí buscará la verdad como misión fundamental de su vivir.

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El perspectivismo no es una doctrina accidental, sino que se convierte en la piedra angular de la teoría del conocimiento. Ortega expone que el dato radical del universo no puede ser el pensamiento, sino el pensamiento y las cosas, el yo con las cosas. La realidad del mundo (las cosas, esta habitación...) no está ni fuera ni dentro de mi pensamiento; está con mi pensamiento. El pensar y lo pensado, la conciencia y el objeto, yo y el mundo... inseparablemente unidos. Ortega, en consecuencia, afirmará que no es lícito hablar de las cosas sin el yo, pero tampoco hablar de un yo sin cosas. No existe el yo sin cosas, sin mundo. Yo soy para el mundo y el mundo es para mí: yo soy un ente esencialmente mundano; va en mi ser tener un mundo en el cual me ocupo y me pre-ocupo en función de determinados intereses y proyectos vitales. Así, pues, el punto de vista individual es legítimo porque es el único posible, es el único desde el que puede verse el mundo. La perspectiva queda determinada por el lugar que cada uno ocupa en el Universo, lo que determina su acceso al mundo. Cada vida trae consigo, en su particularidad, un acceso peculiar e insustituible del mundo, pues lo que desde ella se capta o comprende no se puede captar o comprender desde otra. La realidad, si es tal, siempre se muestra desde y para una determinada perspectiva. Por ello, en contra de la tradición objetivista/realista, el sujeto no es una fuente de arbitrariedad y relatividad total, pero tampoco la realidad es algo independiente de la mirada, pues no se puede eliminar el punto de vista, la perspectiva que determina al sujeto. En definitiva, los realistas se equivocan en la medida en que es imposible una experiencia que no se haga desde una cierta perspectiva, desde una circunstancia en la que se inscribe el sujeto que conoce. Y aunque los relativistas acepten el papel del sujeto, también se equivocan, puesto que concluyen de ello la imposibilidad del conocimiento. Y es que, en el fondo –y a juicio de Ortega–, siguen creyendo en una realidad objetiva, única e inmutable la cual, al no poder ser accesible, queda negada tajantemente y, con ella, la posibilidad de hablar de verdad en absoluto, más allá de la repetición de mantras relativistas. La realidad es múltiple. No cabe hablar de un mundo en sí mismo, sino que se ofrece, irremediablemente, en una multiplicidad de perspectivas complementarias. Cada una de ellas ofrece una verdad, un acceso al mundo que no es por ello meramente “relativo”: la verdad será aquella descripción del mundo que sea fiel a la perspectiva. Si cabe hablar de falsedad será, antes bien, aquella que tenga la osadía de presentarse como la única válida, esto es, la que se ostenta como más allá de toda perspectiva o limitación, es decir, el más claro síntoma de falsedad de una aseveración será su propia pretensión de ser absoluta. En lo concerniente a la cuestión de la subjetividad, El tema de nuestro tiempo (1623), Ortega defiende el perspectivismo alegando que el sujeto no es un medio transparente, ni idéntico e invariable en todos los casos. En palabras del propio Ortega, es más bien un "aparato receptor" capaz de captar cierto tipo de realidad y no otro. En la experiencia cognoscitiva se produce una selección y una codificación concretas de la información: de la totalidad de cosas que acaecen en el mundo (fenómenos, hechos, datos) muchas

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son ignoradas por el sujeto por no disponer de “órganos” o “mallas de su retícula sensible” adecuados para captarlas, mientras que otras, en cambio, pasarán a través de éstas a su “interior”. La percepción visual y la auditiva sirven de metáfora en la medida en que, si bien los espectros cromáticos y acústicos son amplísimos, nos es imposible percibir la mayoría de las frecuencias de onda dadas las limitaciones de nuestros sentidos, y algo parecido ocurriría con las verdades a nivel cognoscitivo: «…en cada individuo su psiquismo, y en cada pueblo y época su "alma", actúa como un “órgano receptor” que faculta en cada caso la comprensión de ciertas verdades e impide la recepción de otras». Por ello, la pretensión de poseer una verdad absoluta y excluir de ésta a otras épocas y otros pueblos resulta infundada e ilegítima. Cada perspectiva capta una parte de la realidad, de donde la importancia de todo individuo y de toda cultura y época histórica. Todos ellos son insustituibles, pues cada uno tendría como cometido mostrar, hacer patente el mundo que se le ofrece en virtud de su irreductible e insustituible circunstancia: he ahí la justificación de su diversidad. Ortega propone el ilustrativo ejemplo del paisaje: efectivamente, un mismo paisaje es visto de forma diferente desde dos puntos de vista; la ubicación del espectador hace que el paisaje se organice de distinto modo, determinando la visibilidad (o la no visibilidad) y el escorzo de cada objeto. Sería, pues, absurdo que alguno de los espectadores declarase falso el paisaje visto por el otro, ya que todas las percepciones del mismo serían válidas. Del mismo modo, tampoco nos serviría declararlos ilusorios por resultar aparentemente contradictorios. Ello precisaría hablar en nombre de un tercer (o un n-paisaje) que no estaría limitado ni condicionado por perspectiva alguna. Sin embargo, este paisaje absoluto no puede –ni podrá– ser hallado bajo ninguna circunstancia. La propia esencia de la realidad es, como hemos visto, perspectivística, polimorfa: todo conocimiento se halla incardinado en un punto de vista concreto, en una situación, puesto que, en virtud de su peculiar constitución orgánica y psicológica, así como de su pertenencia a un momento histórico y cultural, todo sujeto se halla determinado por una perspectiva definida, en un lugar vital concreto. Una realidad que vista desde cualquier punto de vista sea siempre igual es un puro absurdo. El acceso a una realidad absoluta, objetiva e independiente de toda limitación o circunstancia resulta estructuralmente imposible, quimérica. De esta suerte, el perspectivismo le permite a Ortega considerar cumplida su pretensión de superar tanto el objetivismo como el subjetivismo. En palabras del propio pensador: «La realidad, precisamente por serlo y hallarse fuera de nuestras mentes individuales, sólo puede llegar a éstas multiplicándose en mil caras o haces […] La verdad, lo real, el universo, la vida –como queráis llamarlo– se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuento, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, si ha resistido a la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaria, lo que ve será un aspecto real del mundo. Y viceversa: cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra; lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituibles, somos necesarios [...]. Dentro de la humanidad cada raza, dentro de cada raza cada individuo es un órgano de percepción distinto de

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todos los demás y como un tentáculo que llega a trozos de universo para los otros inasequibles. La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales». (El Espectador, I. Verdad y Perspectiva). Como podemos ver, Ortega apuesta por una línea de pensamiento más existencial, más vivo, menos metafísico. Su preocupación privilegiada no es otra que el hombre, este hombre concreto que existe aquí y ahora. Sus respuestas no pretenden ser eternas o esencialistas, sino históricas y temporales y habrán de encontrar su confirmación (o no) a medida que se pongan a prueba en el quehacer diario de la vida. En línea con esta orientación fundamental de su quehacer filosófico, Ortega proclamará su célebre frase «Yo soy yo y mis circunstancias», que ya se encontraba en su primera obra Meditaciones del Quijote, de 1914. Esta sentencia encierra el programa mismo del pensamiento orteguiano. Y continuaba así: «y si no las salvo a ellas, no me salvo yo». Ortega no reduce la existencia del ser humano a su propia condición del ser como tal, sino que vivir es tratar con el mundo, dirigirse a él, actuar en él, ocuparse con él, hallarse en una relación incancelable con él. Es cierto que el comienzo de la frase postula un “yo” (yo soy “yo”), de ahí que exista una subjetividad como síntoma de identidad, tal como propugna la filosofía moderna desde su fundación cartesiana. Pero esta identidad estaría incompleta sin la otra parte de la frase: “y mis circunstancias”. Esta circunstancia es la realidad que circunda al sujeto, que lo rodea. Es el mundo vital (el Lebenswelt fenomenológico husserliano) en el que el sujeto despliega su actividad, el medio o elemento en el que su vida se desarrolla. Para Ortega, pues, las circunstancias constituyen todo aquello que no soy yo y que no he elegido yo, pero que sin embargo me conforma como tal sujeto, como yo mismo (nacionalidad, época histórica, ideas dominantes, creencias, modas, educación, clase social…). El yo es inseparable de su circunstancia, porque nuestras circunstancias configuran también nuestro yo: son la condición de posibilidad –por emplear la jerga kantiana– del sujeto. A la circunstancia pertenece esencialmente el peso del pasado y determina nuestro presente (que son las circunstancias temporales que mejor nos definen y más inmediatamente nos afectan), pero la misión irrecusable del yo es precisamente la de construirse y elegirse a sí mismo a partir de ese fondo histórico irremediable, es decir, reapropiarse de eso que él no ha elegido eligiendo su proyecto vital de la forma más resuelta y consciente posible. De ahí que, en línea con el pensamiento fenomenológico de Husserl y Heidegger, Ortega conciba el tiempo no como una línea de puntos aislados unos de otros, sino como una mutua coimplicación/interacción de pasado, presente y futuro en la que la dimensión más importante no es la del instante presente, sino la del futuro, es decir, el pro-yecto vital. En resumen, según Ortega, todo conocimiento tiene que partir de un punto de vista concreto, de una situación específica, que es lo que hemos llamado con él circunstancia. Y esta circunstancia es la que pone de manifiesto que la realidad sólo se da en virtud de una multiplicidad irreductible de puntos de vista. En esto consiste cabalmente el perspectivismo, en con-vivir, en vivir con las múltiples circunstancias en que se concreta o particulariza la vida. En todo caso, la suma de todas estas perspectivas será lo que mejor habría de representar la verdad, pero queda cerrado el camino que lleva a hablar de una «Verdad» absoluta, de una verdad con mayúsculas garantizada por un Dios

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o Ideas trascendentes o por una supuesta autotransparencia del hombre o de la sociedad para sí mismos que habríamos de obtener en el fin de la Historia, como querría –al menos, en cierto sentido– la tradición hegeliana y marxista (perspectiva escatológica inmanentista). En consecuencia, precisamos de una idea de razón que sea capaz de recoger las dimensiones perspectivísticas de la realidad. La razón del racionalismo (o del idealismo “absoluto” hegeliano) resulta caduca, por lo que necesitamos de lo que Ortega llamó «razón vital» o «razón histórica». 3. – LA VIDA COMO REALIDAD RADICAL Y LA RAZÓN HISTÓRICA: EL RACIOVITALISMO «La vida es, por lo pronto, radical inseguridad, sentirse náufrago en un elemento misterioso, extranjero y frecuentemente hostil…». (José Ortega y Gasset, En torno a Galileo). La idea del ser que propone Ortega tiene que ir acompañada, como veníamos diciendo, de una nueva forma de concebir la realidad, de un nuevo concepto de razón. Cuando Ortega habla de razón no lo hace refiriéndose al sentido clásico del término, no trata de dejar reducido todo a un órgano o fuente de conocimiento anónima y autónoma frente al resto de las dimensiones humanas. Para Ortega, la razón es cualquier acción de carácter intelectual que nos pone en contacto con el propio mundo. Si Ortega hubiese aceptado el sentido clásico del concepto de razón, se habría quedado en la razón abstracta como órgano de conocimiento, en una razón pura al estilo cartesiano/kantiano. Pero Ortega dio cuenta de la necesidad de acudir a una razón vital que acercara al hombre a la realidad en la que se encontraba. En los 25 siglos de tradición filosófica o «metafísica» habría ostentado la hegemonía la razón pura, es decir, la razón “abstracta” que ha creído necesario prescindir de las peculiaridades de cada cultura, de cada sujeto; su pretensión era alcanzar un conocimiento válido para todos los tiempos y todos los hombres, es decir, los caracteres que conocemos como característicos desde Platón: un conocimiento eterno, universal, inmutable. Como contrapartida, el vitalismo irracionalista, por ejemplo el de Nietzsche, rechaza la razón como mera fabulación y por ser supuestamente contraria a la vida, la cual sería irracional en su esencia, que es sobre todo instinto ciego e intuición. La tentativa RACIOVITALISTA de Ortega intenta situarse entre la Escila y la Caribdis del racionalismo y del irracionalismo vitalista. Su tema explícito es la reflexión sobre la vida y el descubrimiento y explicación de sus categorías fundamentales. 1. Con el raciovitalismo quiso separarse de los movimientos vitalistas irracionalistas, particularmente del propuesto por Nietzsche, mas tomando como preocupación la crítica del alemán a la cultura occidental. Nuestro autor considera que carece de sentido rechazar la racionalidad humana, pues es una dimensión básica e irrenunciable del hombre y la cultura al estar incardinada en la vida humana misma.

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El deseo de verdad y de objetividad forma parte de las inclinaciones más profundas del ser humano, así como nuestra predisposición a alcanzar dichos ideales mediante el ejercicio de la razón. Además, gracias a la razón podemos construir descripciones de la realidad que nos permiten orientarnos en la existencia: los diversos sistemas de creencias hacen inteligible lo real, dándole un orden, un sentido y una estructura, permitiéndonos así enfrentarnos al naufragio que fatalmente constituye la existencia. 2. Pero ello no significa automáticamente que tenga razón el racionalismo, sino todo lo contrario, ya que intentó ocultar la dimensión efectivamente irracional que presenta la existencia. El gran error del racionalismo imperante desde Sócrates consistió en separar la razón de la vida, condenando al no-ser a todo aquello que no se ajusta a las coordenadas y a las categorías de la razón pura. Los filósofos modernos pusieron las mayores esperanzas en esta forma limitada –pero hegemónica– de racionalidad, determinando el destino de la historia de Occidente: creyeron que gracias a ella podríamos explicar y dominar el mundo natural, pero también que gracias a ella podríamos explicar al hombre, e incluso establecer los fundamentos morales y políticos de una nueva época, superadora de las limitaciones que encontraron en la Edad Media gracias a la revolución constante de las ciencias y la técnica, dibujando una línea histórica de acumulación de progresos y conocimientos al infinito. Pero esta utopía progresista ilustrada ha demostrado su fracaso. Ortega cree entender las razones de este fracaso a nivel antropológico, social, político y cultural: el mundo humano no es como el mundo físico; el hombre no es una cosa más del mundo, no tiene naturaleza, no es una “substancia” idéntica a sí misma, no tiene un ser fijo, estático, sino que está marcado por un devenir histórico de autocreación. El hombre occidental, a juicio de Ortega, ha sido ciego a los valores de la vida: ni el mundo asiático, que cifra su ideal en la ética religiosa budista de renuncia al deseo (nihilismo pasivo según Nietzsche), ni el cristianismo, que situó los verdaderos valores y la verdad misma en un más allá en nombre del cual despreciaba y condenaba la existencia terrenal (nihilismo reactivo, en palabras de Nietzsche), ni la cultura moderna con el dominio de las masas y el puro dominio tecnológico sin proyecto cultural coherente (los «últimos hombres», que diría el autor del Zaratustra), han sabido apreciar adecuadamente la vida. La razón vital, a diferencia de la razón pura de la tradición racionalista, ha de ser capaz de recoger las peculiaridades y exigencias de la vida (la perspectiva, la individualidad, la historia, la acción práctica, los valores culturales, la corporalidad...). La razón vital se configura asimismo como razón histórica, puesto que la vida es esencialmente devenir, historia. La razón histórica tiene como objetivo comprender la realidad vital humana a partir de su autoconstitución o autoproducción (autopoiesis) histórica y de las categorías peculiares de la vida1. Armados con ella deberíamos estar en condiciones de superar las graves limitaciones de la razón pura y matematizante característica de la Modernidad ilustrada, siendo capaces así de superar la crisis cultural que Ortega ve reflejada especialmente en el auge de los movimientos de masa, particularmente en los totalitarismos, en los que ve una diabólica confluencia

1 Obsérvese aquí la triple confluencia del vitalismo (Bergson, Dilthey, Nietzsche…), del historicismo (Dilthey y su concepción hermenéutica de las «ciencias del espíritu») y de la concepción del hombre como autocreación (la tradición “materialista” de Vico y Marx, según la cual el hombre sólo comprende realmente aquello que él mismo ha hecho).

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de racionalidad abstracta (los campos de concentración, la burocracia, el deseo de codificar de una vez por todas la realidad social en un modelo eterno) y el delirio irracionalista (los desfiles, la belicosa retórica de los discursos nazi-fascistas, la adoración mesiánica de los líderes soviéticos…). En opinión de Ortega, el racionalismo, con sus presupuestos de razón “pura”, es decir, suprahistórica, supraindividual, matematizante… ha sido muy útil para la explicación y la manipulación tecnocientífica del mundo físico-natural. Ortega no deja de elogiar los grandes avances acaecidos en matemáticas y física a partir de la revolución científica (siglos XVI y XVII), pero considera, igualmente, que este modo de razón es sólo un modo particular de la razón, una parte que no ha de ser confundida con el todo y que, de hecho, ha fallado estrepitosamente no sólo en el intento de explicar la realidad humana, sino a la hora de contribuir en la configuración de un proyecto cultural adecuado a las exigencias de la vida humana, de donde los excesos de un mundo tecnificado y burocratizado sometido a las exigencias del beneficio capitalista y dominado por el capricho irresponsable de las masas. La realidad radical no son los objetos externos (como reclama el realismo), ni el sujeto (como hace el idealismo). Ambos, las cosas y el yo de la conciencia, constituyen para Ortega dos caras de una moneda: coexisten, se reclaman mutuamente y se hallan coimplicados en la vida en la que se encuentran incardinados. La vida es la realidad radical. Y lo es tanto en sentido ontológico (puesto que constituye el elemento o medio donde se hacen presentes y cobran sentido el resto de los seres) como en sentido epistemológico (es la primera verdad o categoría fundamental, en sentido cartesiano, la verdad indubitable e irrebasable). El punto de partida de la filosofía, el dato radical del mundo no es el hecho de que el pensamiento exista o de que el yo (ego cogito: substancia pensante) exista, sino que el dato radical del mundo viene dado por « la existencia conjunta de un yo o subjetividad y su mundo. No hay el uno sin el otro […]. Yo no pienso si no pienso cosas –por tanto, al hallarme a mí hallo siempre frente a mí un mundo, por tanto, el dato radical e insofisticable no es mi existencia, no es «yo existo» –sino que es mi coexistencia con el mundo». (¿Qué es filosofía?, IX). Lo indubitable no es ya un extremo, un dato, sino una relación con dos términos inseparables e intrínseca y estructuralmente ligados: un sujeto que piensa, que se apercibe (la conciencia, como conciencia-de-…), y aquello otro de lo que me doy cuenta o tengo noticia (el polo objetivo de esa conciencia-de..); y no pueden ser el uno sin el otro. Como dice Ortega, el medio en el que aparecen tanto el sujeto como el objeto, tanto la subjetividad como el mundo, tiene en castellano un nombre humilde: la vida. El dato radical, como decíamos, es pues la vida. «Vivir es el modo de ser radical: toda otra cosa y modo de ser lo encuentro en mi vida, dentro de ella, como detalle de ella y referido a ella. En ella todo lo demás es, y es lo que sea para ella, lo que sea como vivido. La ecuación más abstrusa de la matemática, el concepto más solemne y abstracto de la filosofía, el Universo mismo, Dios mismo son cosas que encuentro en mi vida, son cosas que vivo. Y su ser radical y primario es, por tanto, ese ser vividas por mí…». (¿Qué es filosofía?, IX) La vida, empero, no es el cuerpo, ni tampoco el alma. No es un concepto biológico o fisicalista (y mucho menos espiritual en sentido cristiano). No es una noción abstracta, sino la más concreta. Es la palabra que utilizamos para referirnos a nuestro experimentar la realidad como

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realidad humanamente estructurada, esto es, a nuestro ocuparnos con las cosas y a nuestro pre-ocuparnos por los demás en función de un conjunto más o menos estructurado de intereses: consiste en la realidad inmediata de amar, odiar, pensar, recordar, desear, sentir, imaginar...: la vida es el conjunto de humanas vivencias, el ámbito en el que se hace presente “todo”. «No podemos identificar la vida con las estructuras y funciones biológicas de las que nos habla la ciencia (células, sistema nervioso, digestión...), ni con el alma de la que hablaba la tradición filosófica y la religión, ni siquiera con la mente, al menos tal y como nos la puede explicar y describir la psicología científica. El cuerpo del que nos habla la ciencia, la mente de la que nos habla la psicología y el alma a la que se refiere la teología son construcciones con más o menos fundamento, hipótesis que nos formulamos. Y frente a ellas nos encontramos con la realidad palmaria de nuestro vivir, de la vida tal y como inmediatamente la experimentamos, y no en abstracto, sino la de cada uno; esto es realmente el dato que se hace presente en todo momento en el que nuestra mirada se preocupe por atenderla». (Echegoyen Olleta). La vida no puede ser definida como una cosa en el sentido de las cosas del mundo físico-natural, pues precisamente no tiene naturaleza o esencia inmutable ni es una substancia. No tiene naturaleza, ocurre, adviene, acaece, pasa en nosotros, es un continuo hacerse a sí misma, un constante proceso de autoproducción. “Radical” no quiere decir “única”, ni “la más importante”. “Radical” mienta el hecho fundamental de ser aquello en que radican o arraigan todas las demás cosas o realidades, valores, intereses, etc. La realidad de las cosas y la del propio yo (con sus circunstancias) se dan en la vida, como momento constitutivo o parte de ella. «La vida humana es una realidad extraña de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido de que a ella tenemos que referir todas las demás, y a que las demás realidades, efectivas o presuntas, tienen de uno u otro modo que aparecer en ella” –escribe Ortega en Historia como sistema–. « […] Mi vida es el supuesto de la noción y el sentido mismo de la realidad, y ésta sólo resulta inteligible desde ella: esto quiere decir que sólo dentro de mi vida se puede comprender en su radicalidad, en su sentido último, el término real». (Julián Marías, op.cit.). LAS CATEGORÍAS DE LA VIDA Veníamos diciendo que el punto de partida del filosofar de Ortega no es el mundo externo (realismo), ni su conciencia (idealismo), sino la vida: la vida es el dato radical del universo, es decir, la coexistencia o coimplicación del yo y su mundo. Vivir es, entonces, el modo de ser radical: la vida es la realidad radical, porque a ella tenemos que referir las demás realidades como a su base fundamental o su condición de posibilidad.

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Por lo tanto, lo primero que exige el quehacer filosófico es definir el sentido de mi vida: hay que buscar las categorías fundamentales de la vida, los conceptos que expresan la peculiaridad del vivir humano. El sentido que tiene la vida para Ortega podemos intentar definirlo como sigue: 1. Vivir es un saberse y comprenderse. “Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo”. Los objetos meramente físicos no tienen una noticia de sí mismos, no se sienten ni se saben a sí mismos, nosotros sí. El saber al que se refiere es el más básico: es anterior a toda conceptualización y pensamiento teórico, es más bien un conocimiento espontáneo y prerreflexivo, es como una presencia inmediata de nosotros ante nosotros mismos, una conciencia inmediata de lo que estamos viviendo, de lo que estamos haciendo o padeciendo o queriendo, es un apercibirse, un enterarse. Y en este darse cuenta de nosotros mismos, nos damos cuenta también del no-yo, de las otras personas y de las cosas que nos rodean, del mundo circundante, es un advertirse y un advertir la realidad que nos rodea: “me doy cuenta de mí en el mundo, de mí y del mundo”. Vivir es, pues, encontrarse a sí mismo, devenir transparente a uno mismo, vivirse, sentirse vivir, donde el yo no es el único sujeto, sino que se comprende a sí mismo en el mundo y desde el mundo circundante. De esta suerte, vivir es co-existencia y con-vivencia: apoyarse mutuamente, tolerarse, alimentarse. La vida es com-partir-con; ser es ser-con. 2. Vivir es encontrarse en el mundo concreto que es siempre el mío y con unas circunstancias determinadas. “Vivir es hallarse frente al mundo, con el mundo, dentro del mundo”. El mundo es el elemento o el medio fundamental de la vida, no algo exterior a ella, sino que junto con el yo forma los dos elementos constitutivos inseparables –en su coimplicación mutua– de la vida. Todo vivir “es ocuparse con lo otro que no es uno mismo, todo vivir es convivir con una circunstancia”. Ocuparse con las cosas es amarlas, odiarlas, desearlas, pensarlas, percibirlas… En consecuencia, podemos decir que vivir es encontrarme con el mundo, en el mundo, con el de ahora, haciendo lo que estoy haciendo en él y, a al mismo tiempo, conmigo mismo, lo que estoy haciendo de mí mismo partiendo de mis circunstancias. Vivir es ocuparme-de-algo: nuestra vida es una constante decisión, y siempre decidimos-para-algo, con una finalidad, en función de algo: esto tiene su base y sentido, pues, en el conjunto de apetitos, pasiones e ilusiones que somos cada uno de nosotros. 3. La vida es fatalidad y libertad. Como acabamos de ver, la vida se da siempre en un conjunto de circunstancias, el mundo vital es siempre este mundo, el de nuestro aquí y ahora. La circunstancia, en este sentido, es algo determinado, cerrado; algo que no he elegido yo. Y la vida, asimismo, no nos está dada como hecha, sino que es más bien un constante decidir lo que vamos a ser, las cosas que hacemos, nuestras ocupaciones. En una palabra, es elegir –a partir de las circunstancias dadas– qué quiero devenir, en qué quiero convertirme para mí mismo y para los demás. Es obvio que no podemos escoger el mundo que nos ha tocado vivir, la circunstancia básica en la que nos ha tocado existir, pero sí elegir dentro de ese ámbito. Por eso, dice Ortega, “la vida es la libertad en la fatalidad y la fatalidad en la libertad”. Vivir es “sostenerse en el propio ser”, elegir y

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elegirse. Esa es sin duda la responsabilidad insoslayable de cada uno. Algo más allá de lo cual no hay elección posible. En la creación de nuestra vida tampoco podemos elegir indiferentemente cualquier proyecto, debemos elegir aquél que corresponda a nuestro más profundo ser y, por tanto, a nuestro destino; así, la vida es libertad pero, además, debe ser autenticidad. Vivir es un continuo quehacer: nada se nos da hecho, necesitamos hacérnoslo cada uno de nosotros a cada instante. La vida, lejos de ser algo dado, constituye más bien un problema que necesitamos resolver, es más, es el problema por antonomasia: cada uno de nosotros es un problema. El hombre es el problema de la vida. 4. La vida es futurición. Frente a los seres físico-naturales que viven en el presente y son lo que son, el ser humano presenta una realidad paradójica, en la medida en que su ser consiste no tanto en lo que es, sino en lo que va a ser, en su devenir, es decir, en la negación y reapropiación de su pasado y su presente en cuanto dados (es decir, la realidad a la que me hallo arrojado, de-yectado, para decirlo con los existencialistas). Hay tres modos o formas de darse la temporalidad: el pasado, el presente y el futuro. De los tres, Ortega considera al futuro como el más importante para caracterizar al hombre: nuestra vida es siempre atender al futuro, pro-tender al futuro, apostar por un pro-yecto y actuar para realizarlo. «Nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no es». (¿Qué es filosofía?). Si la vida es sobre todo un mirar hacia delante, es decir, si la dimensión temporal de la vida es sobre todo el futuro, los modos de temporalidad adecuados para caracterizar la circunstancia son el pasado y, en sentido estricto, el presente, nos dice Ortega. Esto significa que el lugar donde estamos, nuestro horizonte, nuestra circunstancia, viene determinado por lo que ocurre y lo ocurrido, es decir, por nuestro presente y nuestro pasado, es decir, nuestra tradición como base de todo posible sentido y comprensión. La tradición constituye un suelo de creencias, de pre-juicios que no pueden ser obviados sin más, sino que son la condición de toda comprensión auténtica, es decir, de toda crítica y reapropiación de mi tradición en un nuevo pro-yecto que es siempre el mío personal y característico. Vida, circunstancia/tradición y pro-yecto recogen así la triple dimensión de la temporalidad humana: pasado, presente y futuro… «Y todo esto acontece en un instante; en cada instante la vida se dilata en las tres dimensiones del tiempo real interior” (¿Qué es filosofía?, 11). La vida humana, en consecuencia, es siempre un pro-yecto; el hombre no es nada hecho, sino un continuo quehacer. Dado que el hombre está destinado a actuar, y la forma humana más típica de actuar está regida por el pensamiento, el hombre ha tenido que desarrollar todas las potencialidades de este último para lograr su supervivencia.

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Precisamente la necesidad del hombre de pensar, y su capacidad de ensimismamiento, de concentrarse en sí mismo y de distanciarse de las cosas, es lo que constituye la separación más radical entre la vida humana y cualquier otra clase de vida. La introducción de la razón viene, pues, exigida para la propia supervivencia del hombre, que necesita de ella para mantenerse y orientarse en el mundo. Con Ortega pasará a ser una razón consciente de sus limitaciones, y no la razón legisladora universal de la tradición racionalista y metafísica. Esto hace que sea el juego dialéctico, la constante tensión entre razón y vida el que permita la caracterización última y peculiar del raciovitalismo orteguiano. 4. – EL HISTORICISMO: EL HOMBRE COMO SER HISTÓRICO Y LA RAZÓN HISTÓRICA. LA TRADICIÓN Y LA TEORÍA DE LAS GENERACIONES La concepción historicista enlaza íntimamente en Ortega con su filosofía de la vida y le sigue muy de cerca. Toda su concepción de la vida es claramente historicista, pues la vida es un devenir que transcurre en la historia y forma la historia. La vida del hombre es un continuo hacerse, es la realización permanente de un pro-yecto que se está haciendo en el curso de la historia, en el devenir de la vida. La vida es quehacer; la vida, en efecto, “da mucho que hacer”, es una tarea siempre pendiente, tanto a nivel individual como social. Por eso dice Ortega que “el hombre no tiene naturaleza, sino historia”; la vida del hombre no es del orden de la naturaleza estática, no es algo acabado, inmutable, sino que es historia, se está haciendo constantemente. Ortega define al ser humano como “homo insapiens”, pues una de nuestras características esenciales es la permanente búsqueda del saber y la necesidad de pensar. Una de las formas de manifestarse esta necesidad de pensar son las “ideas”, que constituyen las coordenadas con las que el hombre se orienta en el mundo y con las que pretende solucionar su necesidad radical de orientarse en él. Por “idea” entendemos aquel pensamiento que construimos y del que somos conscientes. Las “creencias” son una clase especial de ideas, aquellas que tenemos tan asumidas que no sentimos necesidad de defenderlas, sino que se dan por supuestas, están tan apegadas a nuestra propia existencia cotidiana que no reparamos en ellas. Vienen dadas por la tradición y constituyen nuestros pre-juicios, como marco en el que se da toda posible comprensión, es decir, todo posible juicio. Constituyen, pues, el ámbito del sentido común2, de lo dado por supuesto, de lo que “va de suyo” que es así y no de otra manera, es decir, todo aquello que se sabe, se supone, se da por obvio. Cuando dudamos, cuando nos apartamos críticamente de una creencia en la que hasta entonces habíamos vivido, deja de ser creencia para convertirse en idea, y toda idea es susceptible de discusión porque no son la realidad misma (como habría pensado Descartes), sino construcciones que el hombre hace para separarse de lo real desnudo y poder vivir en una realidad humana y socioculturalmente construida, es decir, para insertar lo real en el ámbito del sentido, de lo

2 En Platón tradujimos doxa por sentido común. En Marx nos encontramos una aguda concepción del sentido común como reino de la ideología, como naturalización de las convenciones sociales, como enmascaramiento.

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significativo, de lo comprensible, que es el mundo en cuanto mundo humano, histórico. Esta relación entre creencias e ideas se da en la historia, y es por ello que toda razón es razón histórica. La vida humana va más allá de lo biológico y enlaza con la historia. Por ello, Unamuno dijo que nunca habíamos sido naturales, sino artificiales. Cada generación recibe una herencia de sus predecesores formada por una serie de creencias e ideas. El partir de cero, en un saber sin presupuestos como habrían querido Platón, Descartes o Husserl y los fenomenólogos es sencillamente imposible: somos historia y nuestra conciencia histórica consiste en darnos cuenta del conjunto de creencias que hemos recibido, ser conscientes de ellas y, en esa misma medida, poderlas conservar, transformar, criticar, reformar, reformular o aniquilar. Para evitar caer en los mismos errores del pasado y no repetirlos, es preciso saber por qué se llegó a errar, solo desde el conocimiento de la historia es posible encarar el futuro con la pretensión de que éste sea mejor que el pasado. Sin embargo, no hay modo de escapar a la finitud humana, es decir, a lo circunstancial y contingente. No es posible seguir apelando a una garantía divina o extramundana/extrahistórica. Por ello, Sartre dirá que la Historia es la «contingencia absoluta», en el sentido de que, aun pudiendo haber ocurrido de otra manera, no es posible rebasarla ni escapar a ella. Razón, vida e Historia son inseparables; es más, son una sola y misma cosa. Mi vida es historia, mi vida es circunstancia y por tanto, circunstancia histórica. La razón vital se concreta en razón histórica ya que partimos de un sujeto incardinado en una determinada realidad social e histórica que, sin ser elección suya, es en cierto sentido, más él mismo que su propio yo. Mis circunstancias, mi tradición son algo así como lo que en mí más que yo mismo. Sin embargo, no se trata en ningún caso de dos razones distintas, sino que la “razón vital” es a la vez “razón histórica”, porque la vida es esencialmente temporalidad, historicidad, comprende la realidad en su devenir. El hombre no es naturaleza, sino historia, y la razón vital es histórica en el sentido de búsqueda de la autenticidad, de elección (forzosa) entre las posibilidades presentes en nuestra “circunstancia”, de concreción del proyecto vital que nadie puede elegir por mí mismo. El hombre vive, en consecuencia, en un determinado momento, en un tiempo, en una época histórica. Y esa temporalidad es la que hay que abordar, no sólo con la razón, sino también con la vida y desde la vida. Porque el tiempo (en cuanto humano, i.e., histórico) «no es el que miden los relojes [el tiempo físico-natural], sino tarea, misión, innovación». La tarea de nuestro tiempo es siempre una misión que mira al futuro, porque la vida se hace en la historia. Cada época histórica se caracteriza por una forma de vida determinada, por una sensibilidad concreta, y estas variaciones de sensibilidad se presentan bajo forma de generación. Cada época tiene una forma de vida (creencias, prejuicios, ideales, formas, usos, etc…). Ésta tiene un cierto tiempo de vigencia (Ortega habla de quince años). De ahí que, en un mismo tiempo, coexistan varias generaciones: jóvenes, hombres maduros y viejos. En esta diferencia generacional radica la posibilidad de innovación y renovación, ya que cada generación recibe lo vivido por la anterior, pero, por otro lado, deja fluir su espontaneidad, es decir, su modo peculiar de apropiarse la tradición heredada. La rebeldía de la generación joven es algo

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natural y necesario, ya que está llamada a otras tareas, a otras misiones diferentes a las de sus antecesores. Por ser el concepto de generación un concepto histórico y por ser la evolución histórica desigual para los diversos individuos, puede que no coincidan necesariamente el tiempo cronológico –el tiempo físico, el del calendario– en el que vive un individuo concreto con su tiempo generacional –el tiempo propiamente histórico, vivido, existencial–. Esto viene a significar muy precisamente que no todos los hombres que podrían pertenecer a una misma generación, de acuerdo con el tiempo “natural” que les ha tocado vivir, pertenecen de hecho a ella. Esta constatación es la que lleva a Ortega a distinguir entre los conceptos de contemporáneo (los que viven en el mismo tiempo cronológico) y coetáneo (los que tienen la misma edad). Y ello porque, en cada momento concreto del devenir de la historia, coexisten tres generaciones distintas: la generación emergente –la juventud–, la que está en su plenitud vital –la madurez– y la que va desapareciendo poco a poco a causa del paso inexorable del tiempo –la vejez–. Cada generación está compuesta por dos tipos de personas: – una minoría selecta (la élite); – una masa. La élite está formada por hombres creadores de un proyecto de vida, especialmente cualificados y su misión es dirigir a las masas, en la medida en que encarnan la creatividad, la libertad, la vanguardia de la cultura. La misión de las masas (conjunto de personas no especialmente cualificadas), por el contrario, es obedecer las directrices de las élites. La masa constituye el “hombre medio”, tratándose de una determinación cualitativa, o sea, el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que se limita a repetir en sí un tipo genérico. La masa no tiene nada que ver con el nivel económico o la posición política de facto. A juico del aristocratizante Ortega –deudor en esto de Nietzsche–, el hombre-masa no sabe gobernarse a sí mismo, no sabe construir un proyecto vital duradero. Es irresponsable y exigente para con los demás. Es decir, que exige a los demás (a la sociedad, a los gobernantes…) lo que no es capaz de exigirse a sí mismo. Este planteamiento coincide en el plano político con su defensa del liberalismo, al que considera como una idea radical sobre la vida, es decir, la convicción de que cada ser humano debe quedar libre para dirigir su destino en un proyecto vital auténtico. En la época en que vive Ortega –la «cultura de masas» que comenzó estudiando Gustave LeBon–, esta direccionalidad de la élite a la masa no está teniendo lugar como debiera y se ha creado, en consecuencia, una gran confusión entre quién manda y quién obedece, y de ahí que todo lo demás marche mal. Como las masas no deben –ni pueden– dirigir su propia existencia, y mucho menos regir la sociedad, el proyecto cultural que constituye la máxima responsabilidad imaginable, ha sobrevenido la grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Ortega examina el falso elitismo de los totalitarismos como un movimiento dirigido no tanto por los caudillos, los duci y los führer, sino por las masas y su capricho. Su “radicalismo” no es sino

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superficialidad y delirio. Estudia también fenómenos como el snob y el consumo de masas, el cual es interpretado por Ortega como falso aristocratismo, pues se trata tan sólo de adquirir –pago mediante– los signos del estatus social sin querer saber nada de las responsabilidades y la autenticidad que conlleva la verdadera existencia de élite. La publicidad y el consumo ostentoso de mercancías constituye el reino de lo inauténtico, regido por el mero deseo de imitar al prójimo en una falsa aspiración de felicidad que se identifica con la infantilización de una sociedad técnicamente desbordada, lo que impide que aparezca nítidamente la necesidad de una auténtica renovación del proyecto cultural europeo, claramente insuficiente para apropiarse de su desmesurada capacidad tecnocientífica.3 Esto provoca una desmoralización y, en el caso nacional, se hace imposible la europeización de España: Europa no sabe si manda, España no sabe si obedece. «España es el problema; Europa, la solución», dirá Ortega. Por otra parte, las masas se rebelan, no quieren someterse a las orientaciones de la élite, y eso provoca la invertebración de España, empobrecida y desvinculada de Europa. Vertebrar España será una de las preocupaciones intelectuales de Ortega, junto a otros intelectuales como Unamuno, Pío Baroja, etc. Constituye lo que habíamos venido llamando el “problema de España”. El historicismo tiene, como hemos podido ir comprobando a lo largo de la exposición, un significado claro: – El hombre no tiene naturaleza, no tiene esencia; tiene historia. El hombre no es nada que se pueda aferrar por medio de simples conceptos analíticos, no es nada estático, sino dinámico, vivo, en constante autocreación y devenir. – La sociedad, por su parte, tampoco tiene esencia, sólo tiene historia. La sociedad, lo mismo que el hombre, es un quehacer, pero un quehacer en comunidad, en relación con el mundo, entendido como el elemento intersubjetivo constituido y estructurado por la tradición. La visión de Ortega sobre la historia es penetrante y constituye una síntesis original que reúne buena parte de los mejores desarrollos de la filosofía europea de su tiempo, pero su visión de España es pesimista: «Cuando se reduce la presión social y se amplían las libertades, entonces surge la “vida ascendente”, caracterizada por la lucha, la deportividad y el riesgo. Si faltan esas circunstancias y en su lugar se pone la pérdida de ejemplaridad de las minorías rectoras, y la rebelión de las masas aparece, surge entonces la “vida descendente”, antesala de la decadencia y de la muerte».

3 Con ello, Ortega preconiza los estudios sobre la «sociedad de consumo» que tras la Segunda Guerra Mundial llevarán a cabo autores como Guy Debord, Theodor Adorno, Herbert Marcuse, David Riesman, Henri Lefebvre o Jean Baudrillard.

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