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Instituto Politécnico Nacional Proyecto Aula Centro de Estudios Científicos y Tecnológicos No. 1 Gonzalo Vázquez Vela Integrantes. Castellanos Flores Daniel Cervantes Fernández Edwin Antonio Hernández Caracheo Ingrid Hernández Serrano Fernando 2IM2 Expresión Oral y Escrita

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Instituto Politécnico Nacional

Proyecto Aula

Centro de Estudios Científicos y Tecnológicos No. 1Gonzalo Vázquez Vela

Integrantes. Castellanos Flores DanielCervantes Fernández Edwin AntonioHernández Caracheo IngridHernández Serrano Fernando

2IM2

Expresión Oral y Escrita

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Metodología de trabajo de proyecto aula• Análisis de textos continuos.

1- Lectura.2- Identificación de términos complejos.3- Subrayar términos o hechos (importantes) principales.4- Identificar estructura del texto. ° Numerar párrafos

• Introducción Desarrollo Clímax Desenlace

• 5- Desarrollar actividades de causa – efecto.6- Contexto. Descripción de la situación social, económica, política y estructural.7- Glosario.

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Glosario

Andamio: Tablado que se pone en plazas o sitios públicos. Gendarmería: Cuerpo o tropa de gendarmes. Recrudecer: Tomar nuevo incremento, después de haber empezado a remitir o ceder.Tranvía: Ferrocarril establecido en una calle o camino carretero.Marabunta: Conjunto de gente alborotada y tumultuosa.Ennegrecido: Teñir de negro, poner negro.Fámula: Sirviente de la comunidad de un colegio.Grifo: Llave de metal colocada en la boca de las cañerías y en depósitos de líquidos.Agolpar: Juntar de golpe en un lugar. Arremolinar: Amontonarse o apiñarse desordenadamente. Hedor: Olor desagradable y penetrante.Infructuosa: Ineficaz, inútil para algún fin.Enmarañado: Enredar, envolver algo. Artesiano: Natural del artos. Punible: Que merece castigo. Inmundicia: Suciedad.Morador: Que habita o esta de asiento en un lugar.Urbe: Ciudad, especialmente muy populosa.Denuedo: Brío, esfuerzo, valor.Venero: Manantial de agua.Turba: Combustible fósil compuesto de residuos.Arietes: Maquina militar para batir murallas

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El día que la ciudad ardió de sedEl domingo 19 de noviembre de 1922 la ciudad de México despertó sin agua. En la capital había, según el censo realizado el año anterior, 615 mil habitantes. En las primeras horas de la mañana la mayor parte de éstos descubrió que era imposible obtener de los grifos una sola gota.

La higiene no era el mejor hábito de los capitalinos: muchos destinaban el domingo a su aseo personal y pasaban el resto de la semana dándose rápidos baños de gato. El sistema de aguas, pues, no pudo elegir peor día para fallar. Desde muy temprano ejércitos completos de fámulas y mozos fueron vistos con baldes en las manos. Un desastre impensable se había consumado.

La ciudad decía un periodista. “Había perdido el canto del agua”. Con el pelo enmarañado y lagañas en los ojos, la gente se sentó a esperar. Iba a ser muy largo aquel domingo.

Cada habitante de la ciudad solía disponer de un promedio de 200 litros diarios. Cuando cayó la noche las cañerías continuaban secas. “Hasta aquel día, nadie se había dado cuenta de la importancia que tiene el agua en nuestros usos domésticos”, consignó un periodista. Los baños de los cines, las cantinas, los teatros, los restaurantes, se estaban convirtiendo, para entonces, en algo parecido a zonas de desastre.

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Al día siguiente se esparció la noticia de que, a causa del descuido de un empleado, las bombas de agua de la planta de la Condesa, en donde concluía el acueducto proveniente de Xochimilco, se habían inundado. El director de Aguas Potables anunció que iba a tomar tres días secar la maquinaria y entregó al público una mala noticia: en ese lapso, la ciudad carecería del líquido suficiente para satisfacer sus necesidades. El agua almacenada, dijo, sólo permitiría abastecer a la población durante dos horas diarias.

La gente alineó cubetas bajo los grifos en el horario señalado (de seis a siete de la mañana, y de cinco a seis de la tarde), pero el agua no llegó. A tres días del desperfecto, el Ayuntamiento informó que el problema iba a prolongarse a lo largo de la semana, “hasta el sábado o el domingo siguiente”. Comenzaban, en cascada, los males que desataron una crisis que dejó en las calles decenas de muertos y heridos.

Desde la tribuna de los diarios los articulistas acusaron al gobierno de engañar a la población. Algunos pedían que Álvaro Obregón disolviera el Ayuntamiento y otros se preguntaban para qué demonios pagaba la gente el impuesto de aguas. De las atarjeas comenzaba a desprenderse un hedor insoportable. Los baños de las casas eran semejantes a los de las cárceles.

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Innumerables vecinos viajaban, desde todos los puntos de la ciudad, a las colonias San Rafael y Santa María, en donde algunas casas con pozos artesianos obsequiaban líquido a los necesitados. La gente hacía filas inmensas, y después de esperar horas eternas frente a los pozos volvía a sus domicilios acarreando el agua en botes de hojalata.

Seis días después de la aparición de la emergencia, la ciudad se consumía de angustia, rabia, desesperación. La mayor parte de las actividades urbanas se había paralizado. Por las calles y las plazas desfilaban “verdaderas caravanas… buscando ansiosamente el indispensable elemento”. Muchos se arremolinaban en las tomas de agua, intentando abrirlas por la fuerza. Otros se encaminaban hacia canales infectos de donde extraían un líquido verdusco que luego vendían a precios increíbles.

Tras una complicada serie de pruebas infructuosas se admitió que no había forma de poner en marcha el motor de arranque, “la llave de toda la maquinaria que hay en la Condesa”. El presidente municipal declaró que la reparación tardaría por lo menos otras 48 horas, y la prensa ardió en santa indignación. “Ya no hay pronósticos en lo que se refiere a la fecha en que habrá servicio de aguas, pues nadie cree nada, ni se tiene confianza en nadie”. El alcalde fue culpado de descuido, negligencia, corrupción.

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Para entonces, la ciudad había viajado varios siglos en el tiempo. El estancamiento de inmundicias en excusados y atarjeas, los enjambres de moscas que sobrevolaban la urbe, la mugre adherida a las manos y las uñas, perfilaban la llegada de un temido fantasma del pasado: las epidemias.

Ante “el punible abandono de los servicios públicos”, la gente se lanzó a buscar agua con sus propias manos. En la calle Nuevo México un vecino razonó que “estando la ciudad edificada sobre un lago, todavía es posible encontrar depósitos de agua, y aun corrientes, a pocos metros de profundidad”. Tres horas de trabajo le bastaron para abrir un pozo y encontrar un venero de agua sucia que de inmediato fue aprovechado por los moradores de la calle para lavar trastos, ropas y “otros usos”. En patios de vecindad, en corrales y solares, la gente se puso a cavar con denuedo. Había la llegado la hora de sacar agua de las piedras.

El martes 28 un debate en la Cámara de Diputados desató una tempestad. Un diputado anunció que la paciencia de los ciudadanos se había agotado “como el agua misma” y pidió que el pueblo imitara el día en que la turba quemó las Tullerías “para dejar una muestra perdurable de lo que es capaz la vindicta pública”. Los gritos de “¡Abajo el Ayuntamiento!” y “¡Que fusilen a los regidores!” cimbraron el recinto.

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El miércoles 29, día en que el Partido Laborista Mexicano convocó a nueva marcha: unos dos mil miembros de asociaciones sindicales, entre las que figuraban choferes, billeteros ambulantes, empleados de limpia y trabajadores del Palacio de Hierro, partieron de las oficinas de la Confederación Regional Obrera, en Belisario Domínguez, y avanzaron rumbo al Zócalo. En el trayecto se les agregaron tres mil manifestantes. El rugido era imponente. Las pancartas pedían “¡Agua, agua, agua!”. Cuando la columna llegó ante el edificio del Ayuntamiento, la multitud lanzó piedras contra las ventanas. Nadie supo de dónde salieron los primeros disparos.

Una lluvia de fuego barrió los tranvías aparcados en el Zócalo. La muchedumbre, enfurecida, se arremolinó contra las puertas del Ayuntamiento y comenzó a golpearlas. El gobierno municipal estaba colocando azulejos en la fachada del edificio y en el lugar había varios andamios. La gente desmontó los maderos y, empleándolos como arietes, atacó las puertas.

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Dentro del palacio se encontraban fuerzas de la gendarmería montada y municipal. Dispararon desde las azoteas con intención de “amedrentar”. Pero las balas causaron el efecto contrario. Y al fin, en medio de un gran estruendo, las puertas del Ayuntamiento cayeron. Unas 200 personas enardecidas cruzaron el zaguán del edificio. Desde el patio las recibieron a tiros. “Del zaguán salía un río de sangre que hacía la misma impresión de los caños del Rastro, en las horas de matanza”, escribió un reportero. A través de los cristales rotos de una oficina, uno de los manifestantes lanzó una estopa empapada en gasolina. En la habitación había varios muebles de madera; el piso se hallaba cubierto por una alfombra. Las llamas comenzaron a lamer el departamento de licencias y el despacho del tesorero. Se escuchó un grito: “¡A quemar el Palacio Municipal!”. La marabunta encendió periódicos y prendas de vestir, y las arrojó convertidas en bolas de fuego sobre varias dependencias. La parte izquierda del Ayuntamiento se incendió. El municipio que había provocado la escasez carecía de agua para apagar el incendio.

Las descargas se recrudecieron hasta que el secretario de Guerra, Francisco Serrano, logró abrirse paso en automóvil y calmó a la multitud. Un carro de bomberos asomó en la plaza e intentó calmar el fuego. En el Zócalo había 21 muertos y 64 heridos. El presidente Alonzo Romero se había refugiado en su domicilio particular, en la esquina de Frontera y Tabasco: un cordón militar rodeaba su casa a fin de ofrecerle garantías. En el Castillo de Chapultepec, Álvaro Obregón recibía llamadas con un humor de perros y giraba instrucciones para que la guarnición de la plaza se movilizara cuanto antes al Zócalo.

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La estación de bombeo de la Condesa fue reparada, a medias, el 2 de diciembre. Durante el resto de 1922 la ciudad dispuso solamente de dos horas de agua al día. Las cubetas de reserva, colocadas en los baños y en los patios de las casas, se convirtieron en el seguro de vida más codiciado por los habitantes. La cantera ennegrecida del Ayuntamiento les recordaba algo que nadie les había dicho nunca.