Para leer a Pierre Bourdieu · Para leer a Pierre Bourdieu Lic. Guillermo Ferragutti 1....
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Para leer a Pierre Bourdieu
Lic. Guillermo Ferragutti
CPA Ishir (Cesor - Conicet)
Adscripto a la cátedra Perspectivas Sociofilosóficas Licenciatura en Comunicación Social – Universidad Nacional de Rosario.
Contacto con el autor: [email protected]
Para leer a Pierre Bourdieu
Lic. Guillermo Ferragutti
1. Introducción. Los inicios de un pensador
Al pie de los Pirineos, del lado francés, se
esconde aún en los años 30 una pequeña
comunidad: Denguin. Se trata de un
poblado rural tranquilo, extremadamente
pequeño, en el que se habla en bearnés,
vasco y francés. Al costado del tiempo, los
censos de 1793 le contabilizan 575
habitantes y, en 1930, todavía la población
apenas supera los 400. Uno de ellos es
apenas un recién nacido, pero se
convertirá en una de las figuras más
destacadas, rebeldes e influyentes del
pensamiento sociológico del siglo XX.
Pierre Félix Bourdieu es hijo único de
Albert Bourdieu, un aparcero de provincias
y, posteriormente, empleado postal, y su
mujer Marie Duhau, ama de casa, que
colaboraba con su marido en las tareas
agrícolas a la vez que cuidaba del hogar.
A pesar del carácter provinciano con los
que frecuentemente se califica a los
habitantes de los pueblos rurales de
Francia, fue Albert Bourdieu quien
estimuló a su hijo a incursionar en los
círculos de excelencia académica. El gran
objetivo es la Escuela Normal Superior de
París, considerada una de las más
prestigiosas escuelas superiores de Francia.
El examen de oposición para el ingreso es
de alta exigencia, la cantidad de alumnos
postulantes es enorme y superar ese
obstáculo es muy difícil sin una formación
preparatoria de excelencia en alguno de los
lycées parisinos. En particular, dos
instituciones vecinas y rivales se disputan
cada año la mayoría de las plazas: el Lycée
Louis le Grand y el Henry-IV. Bourdieu
llegará a Francia en 1948, y realizará una
larga y penosa preparación de tres años en
el le Grand.
1.1 En la Escuela Normal
En 1951, el joven Pierre ha superado el
examen y se encuentra iniciando sus
estudios en la excelentísima Escuela
Normal Superior, lugar de formación de
grandes figuras del pensamiento, como
Foucault, Sartre, Canguilhem, Althusser,
Hyppolite, Merleau-Ponty, etc. Bourdieu es
el primero de su curso, pero nunca se
sentirá plenamente un normalien.
Horrorizado por las costumbres, los
modales y ciertas reglas del mundo
académico, Bourdieu se integrará a este
universo desde un lugar fuertemente
crítico, trazando una distancia a partir de la
cual construiría todo su trabajo.
“La intención de ruptura, más bien
que de ‘transgresión’, se orientaba
en mí hacia los poderes instituidos, y
especialmente contra la institución
universitaria y todo lo que encubría
de violencia, de impostura, de
tontería canonizada, y, a través de
ella, contra el orden social”
(Bourdieu, 1984, p. 18).
Él mismo escenificará desde una mirada
retrospectiva el estado en que se
encontraba el pensamiento de ese período.
Se trata de una declaración realizada en
Vaucresson, en 1996, que buscaba
contextualizar el trabajo de Foucault en el
contexto de la Escuela Normal, por lo que
bien vale para el propio Bourdieu:
“Ser filósofo, en esas condiciones,
era heredar una enorme ambición
encarnada por Sartre, del que estaba
de moda burlarse pero con quien
había que rivalizar; una especie de
radicalismo filosófico y político que
es causa de malentendidos
considerables de circulación de
productos emanados de este tipo de
condiciones sociales de producción”
(Bourdieu, 2008, p. 16).
Había que superar, pues, en los años
cincuenta, a la fenomenología
existencialista. Bourdieu se reconoce un
lector temprano de Sartre, pero también
de Husserl y Heidegger. A pesar de la
fascinación que le producían, se resistía a
entregarse por completo a las “modas
académicas” —que en entornos de
convivencia y relativo aislamiento como el
de los normaliens, podían prender
rápidamente— pero matendría una
consideración especial a Merleau-Ponty.
1.2 El período argelino
La experiencia de la Escuela Normal
constituirá una bisagra en la identidad
intelectual de Pierre Bourdieu. Saldrá de
allí precedido por un prestigio considerable
entre sus compañeros, a la vez que
renegará de muchas de las filiaciones
académicas a las que se lo buscaba
vincular. Se autoproclamará un filósofo y
mostrará desprecio por la sociología como
ciencia. A su salida de la Escuela Normal,
trabajará como docente en el Lyceé des
Moulins.
En 1955, Bourdieu se alista
voluntariamente en el ejército y es enviado
a Argelia. Cumple un período de tres años,
que serían más penosos de lo que él joven
filósofo había esperado. Solicitará la ayuda
de un amigo de la familia para finalizar su
servicio tres meses antes de que culminara
su período:
“Fui enviado en comisión de servicio
al gabinete militar del gobierno
general, donde estaba sometido a
las obligaciones y a los horarios de
un soldado de segunda clase,
destinado a las oficinas (escribir la
correspondencia, pasar a máquina
informes, etcétera) y allí pude iniciar
la escritura de un breve libro […] en
el que iba a intentar decir a los
franceses y, en especial, a los de
izquierda, qué sucedía de verdad en
un país del que a menudo lo
ignoraban todo. Y ello, una vez más,
con el propósito de hacer algo que
yo creía útil, y, tal vez, también para
conjurar mi mala conciencia, testigo
impotente de una guerra atroz”
(Bourdieu, 2006, p. 61).
Un fuerte interés en la cultura de los
argelinos iniciará en él un período
etnográfico, influido, además, por la
antropología estructural de Levi-Strauss.
Entre los años 58 y 60, Bourdieu trabajará
como profesor asistente en la Faculté des
Lettres et Langues, de la Université d’Alger,
ubicada en la zona de la Gran Cabilia, al
norte de Argelia. Esta región se encontraba
en ese momento colonizada por Francia,
que durante muchos años había intentado
profundizar las diferencias con el resto de
Argelia a través de una serie de estrategias
que consistían en enviar misioneros
cristianos, imponer el estudio del idioma
francés y la cultura francesa. Cuando
Bourdieu comienza a trabajar allí, Cabilia
atravesaba un largo y complejo proceso
revolucionario, que conduciría años más
tarde a la independencia y la anexión de la
región al territorio de la República de
Argelia.
El impacto del estructuralismo no sólo
modificó a Bourdieu, sino que ayudó a
jerarquizar las ciencias sociales a los ojos
de la filosofía. Los jóvenes filósofos
normaliens, que se reconocían como la
futura elite intelectual francesa, albergados
bajo el clima existencialista satreano,
despreciaban la sociología como ciencia,
tanto más cuanto que, hasta los años 60
“no existía más que una sociología
empírica mediocre, sin inspiración teórica
ni empírica” (Bourdieu, 1984, p. 19). El
estructuralismo convirtió a la sociología en
una disciplina totalmente renovada.
Bourdieu realiza frecuentes trabajos de
campo en Cabilia y comienza una larga y
prolífica carrera en investigación. Buscará
en todo momento —coincidiendo en este
sentido con la tradición durkheimiana—
ayudar a constituir a la sociología como
ciencia respetable y diferenciarla del
mundo de las opiniones y el sentido
común. El mundo social debe tener una
objetividad clara y distinta, y el científico
social está para desnudar las reglas que
hacen posible esta objetividad, con las
herramientas de la investigación empírica.
“Las primeras publicaciones de P. Bourdieu
nos hacen asistir a un período de
investigación más empírico que teórico, en
el que los problemas centrales que el
estructuralismo planteaba se abordaban
sólo de manera subsidiaria” (Ansart, 1992,
p. 33).
El período argelino había constituido para
Bourdieu una etapa intensamente
empírica. Pero será esta sólida vinculación
al trabajo de campo la que lo obligaría a
romper, en algún punto, con algunos de los
presupuestos fundamentales del
estructuralismo. Algunos espacios
familiares, como la sociedad bearnesa de la
que es originario y el mundo universitario
en el que se integraba no sin tensiones, le
mostraron a Bourdieu la necesidad de
superar el objetivismo al que se entrega el
estructuralismo. Se sacudirá la vestidura de
etnólogo y abrazará fuertemente la
identificación con la sociología, a la que
pocos años atrás, hubiese rechazado.
2. Bourdieu Sociólogo
Bourdieu comprende que el
estructuralismo ha suprimido del análisis
de sus objetos el poder de
autodeterminación de los individuos, al
considerarlos meros efectos del sistema.
Esta operación no sólo ficcionaliza lo social,
al eliminar del conjunto las unidades que lo
componen, en sentido durkheimiano, sino
que además ficcionaliza el lugar del
investigador, dado que lo coloca en un
punto de vista falsamente objetivo e
imparcial “el de dios Padre que mira a los
actores sociales como marionetas cuyas
estructuras serían los hilos” (Bourdieu,
1984, p. 22).
Si los agentes son meros epifenómenos de
la estructura, ¿cómo, a lo largo de los años,
las estructuras se renuevan, se
reproducen? O de igual modo, ¿cómo es
posible el cambio social? “Entre dos tesis
extremas, la de una fenomenología
empeñada en explorar las
intencionalidades sin consideración por su
enraizamiento social, y la de un
estructuralismo que repite el tema de la
desaparición radical del sujeto (L.
Althusser, M. Foucault), era preciso aportar
respuestas nuevas que escaparan al
simplismo de las posiciones enfrentadas”
(Ansart, 1992, p. 34).
Aunque quizá de manera inconfesa,
Bourdieu es él mismo un caso de estudio.
Si el peso de las estructuras es tal que
produce de manera mecánica una
subjetividad sometida, él hubiese sido una
consecuencia del sistema de disposiciones
adquiridas en su primera infancia, y tal vez
jamás hubiese salido de Denguin. Si el peso
de la intencionalidad individual fuera
invariable en tiempo y espacio, quizá
Bourdieu no hubiese experimentado esa
extrañeza, producto de la diferencia entre
las disposiciones adquiridas, en su juventud
de normalien.
La contradicción entre el objetivismo y el
subjetivismo, la tensión entre, por un lado,
las estructuras generales que determinan
la subjetividad y, por el otro, la
intencionalidad humana que construye a lo
social, se transfiere de cierta manera,
especialmente cuando hablamos de la
dinámica social, a la típica tensión entre el
individuo y la sociedad. Dependiendo del
lugar donde se deposite la agentividad, es
decir, la acción socialmente significativa, se
podrá posicionar el potencial de cambio o
de reproducción en uno u otro polo de esta
dicotomía. O bien las intencionalidades
fenomenológicas toman el control de una
acción frecuentemente individual y libre —
que deviene social en su puesta en
escena—, o por el contrario, un conjunto
de reglas que forman un sistema —que a
menudo puede asociarse a la dimensión
social, con sus regularidades objetivas, con
sus estructuras perennes— producen
mecánicamente a los sujetos de forma tal
que éstos son entidades situadas, sin
intencionalidad por fuera de lo que pueden
ejecutar a partir de este mismo sistema.
Entre estas dimensiones, entre el
objetivismo y el subjetivismo, entre
individuo y sociedad, existe un espacio
teórico. Y será la noción de habitus la que
buscará llenar este vacío:
“La noción de habitus permite […]
dar cuenta de procesos sociales
colectivos y dotados de una especie
de finalidad objetiva —como la
tendencia de los grupos dominantes
a asegurar su propia perpetuación—
sin recurrir a colectivos
personificados que plantean sus
propios fines, ni a la agregación
mecánica de las acciones racionales
de los agentes individuales, no a una
conciencia o una voluntad central,
capaz de imponerse por mediación
de una disciplina” (Bourdieu, 1999a,
p. 205).
2.1 El habitus
El habitus es un esquema de percepción,
de apreciación y de acción, producido y
situado socialmente. Productor de
prácticas, estructura estructurante,
interiorización de una exterioridad, por un
lado: el habitus entonces permite explicar
por qué diferentes agentes, en condiciones
diferentes, actúan de maneras diversas,
aprecian distintas cosas y ven el mundo de
formas opuestas.
Estructura estructurada, exteriorización de
una interioridad, por el otro: el habitus
permite asimismo, explicar por qué los
agentes actúan movilizados por una idea
de libre espontaneidad, por encontrarse
naturalizadas e incorporadas unas
disposiciones tales que no hay forma de
escapar totalmente de ellas, ni de hacerlas
totalmente conscientes.
Como un producto de la historia individual
y colectiva, el habitus origina prácticas, las
cuales una vez puestas en juego, producen
la historia; relación eternamente recursiva
que hace posible la reproducción social, en
tanto pasado que sobrevive incorporado en
los agentes, eternamente actualizado. No
obstante esto, el habitus también
“hace posible la producción libre de
todos los pensamientos, todas las
percepciones y todas las acciones
inscritas en los límites inherentes a
las condiciones particulares de su
producción […]. A través de él, la
estructura de la que es el producto
gobierna la práctica, no según los
derroteros de un determinismo
mecánico, sino a través de las
coerciones y los límites
originariamente asignados a sus
invenciones. Capacidad de
generación infinita y no obstante
bastante limitada, el habitus no es
difícil de pensar sino en la medida en
que uno permanezca confinado a las
alternativas ordinarias, que él
apunta a superar, del determinismo
y de la libertad, del
condicionamiento y de la
creatividad, de la conciencia y del
inconsciente o del individuo y la
sociedad” (Bourdieu, 2010, pp. 89-
90).
Debido a su capacidad de superar este
dualismo fundamental de la sociología, el
habitus adquiere una flexibilidad operativa
única. Permite, por un lado interpretar una
conducta individual bajo su lente, de modo
de percibir las motivaciones que, en virtud
de su posición en el espacio social,
disponen a un agente a tomar tal o cual
decisión, percibir tal o cual hecho de
determinada manera, etc. Por ejemplo, la
posición en cierto modo herética que
ocupa Pierrre Bourdieu dentro de la escena
de la Escuela Normal puede atribuirse a las
diferencias de la estructura de las
disposiciones entre el joven y humilde
provinciano y sus compañeros normaliens
parisinos. Pero también el habitus admite
la posibilidad de construir grandes
agregados estadísticos, que permitan
establecer distinciones de sectores
socialmente significativos, con una gran
fidelidad empírica. Conviven en la misma
categoría los contenidos de las dos
dimensiones, la individual del subjetivismo
y la socioestructural del objetivismo.
Bourdieu define “el habitus de clase (o de
grupo) como un sistema subjetivo pero no
individual de estructuras interiorizadas,
esquemas conocidos de percepción, de
concepción y de acción, que constituyen la
condición de toda objetivación y de toda
apercepción” (2010, p. 98).
Entre los habitus de clase y los habitus
individuales existe una relación de
homología, es decir, de
“diversidad en la homogeneidad […]
característica de sus condiciones
sociales de producción, que une los
habitus singulares de diferentes
miembros de una misma clase: cada
sistema individual de disposiciones
es una variante estructural de los
otros en la que se expresa la
singularidad de su posición en el
interior de la clase y la trayectoria”
(Bourdieu, 2010, p. 98).
La variante individual, la desviación de un
sistema de disposiciones de clase,
corresponde al estilo personal, es decir, esa
huella de individualidad que sobrevive a los
elementos estructurales y que es propia de
todos los productos de ese mismo habitus.
Para comprender la forma en que se
adquiere el habitus de un individuo es
necesario remitirse a la primera infancia,
donde desde el seno familiar y “mediante
una serie de transacciones imperceptibles,
compromisos semiconscientes y
operaciones psicológicas (proyección,
identificación, transferencia, sublimación,
etcétera) estimuladas, sostenidas,
canalizadas e incluso organizadas
socialmente” (Bourdieu, 1999a, p. 218)
Estas primeras disposiciones familiares ya
se encuentran más o menos ajustadas, y
“la labor de socialización de las pulsaciones
se basa en una transacción permanente en
la que el niño acepta renuncias y sacrificios
a cambio de manifestaciones de
reconocimiento, consideración o
admiración” (Bourdieu, 1999a, p. 220),
todas ellas dotadas de una gran carga de
afectividad, que sepulta estas condiciones
en lo más profundo del cuerpo. De tal
modo que estas disposiciones quedan
incorporadas y naturalizadas, con toda la
irrefutabilidad de lo innato.
La aceptación natural de los límites
impuestos por la estructura de las
disposiciones adquiridas a menudo posee
la forma de una emoción corporal, que
posibilita la sumisión de un individuo a la
autoridad. La violencia simbólica,
“es esa coerción que se instituye por
mediación de una adhesión que el
dominado no puede evitar otorgar al
dominante […] cuando sólo dispone
[…] de instrumentos de
conocimiento que comparte con él y
que, al no ser más que la forma
incorporada de la estructura de la
relación de dominación, hacen que
ésta se presente como natural”
(Bourdieu, 1999a, p. 224) .
Esta dominación simbólica es la que
posibilita el ocultamiento de que detrás de
una ley no hay otra cosa que arbitrariedad
y usurpación, y las condiciones de
aceptabilidad de las mismas sólo están
dadas por la imposición paulatina de una
naturalización. En consecuencia, también
queda oculta que la posición que ocupa el
dominante por sobre el dominado es un
simple efecto de la legitimidad de un
acuerdo previo respecto de las maneras
aceptables de conocer, interpretar y actuar
sobre el mundo. Complicidad de quien
padece los efectos de la dominación
porque contribuye sin saberlo a mantener
la estructura de la reproducción social.
“El efecto de la dominación
simbólica […] no se ejerce en la
lógica pura de las conciencias
cognitivas, sino en la oscuridad de
las disposiciones del habitus, donde
están inscritos los esquemas de
percepción, evaluación y acción que
fundamentan, más acá de las
decisiones del conocimiento y los
controles de la voluntad, una
relación de conocimiento y
reconocimiento prácticos
profundamente oscura para sí
misma” (Bourdieu, 1999a, p. 225).
El habitus así definido constituye una
definición clave en el edificio conceptual de
Bourdieu. Puestos a estudiar hechos
sociales concretos, encontramos que el
habitus es una estructura hecha carne e
incorporada de modo tal que se hace
inconsciente. Pero también es claro que
dentro de ciertos límites, sobrevive un
espacio de libertad individual, que en
cierto modo, es impredecible. Y es porque
el habitus muestra esta ubicuidad que se
puede hacer sociología y producir
conocimiento nuevo respecto al mundo
social. De otro modo, si las estructuras
sociales se manifestaran de manera total y
no hubiese lugar para la percepción y la
acción individuales, nuestras sociedades
estarían dotadas de instrumentos
primarios para la reproducción y
conservación del sistema transindividual y,
a la manera de un ejército de terracota,
sobrevolaría la quietud por el mundo. Por
el contrario, si la realidad empírica
respondiera a un libertinaje subjetivo en el
que los impulsos individuales no tuvieran
necesidad de límites ni adaptación al
mundo social, no habría orden posible, por
lo que la sociología tampoco tendría nada
que conocer.
Por eso, “tanto el objetivismo como el
subjetivismo constituyen ‘modos de
conocimiento teórico’”, es decir, “modos
de conocimiento de sujetos de
conocimiento que analizan una
problemática social determinada,
igualmente opuestos al ‘modo de
conocimiento práctico’, que es aquel que
tienen los individuos ‘analizados’”
(Gutiérrez, 1999). Entre el conocimiento
práctico y el conocimiento teórico subsiste
una distancia siempre imposible de medir.
Es en la práctica en donde transcurre el
tiempo y en el que la acción es única e
irreversible y donde los agentes, dotados
de un sentido práctico, elaboran
estrategias que les permiten, dentro de los
límites impuestos por el habitus, mejorar
su posición frente a los demás. Es porque
la práctica supera a la teoría, o porque la
realidad supera a la ficción, que se hace
productiva la investigación científica;
siempre hay algo más por conocer.
2.2 El espacio social y sus campos
¿Pero cuál es este espacio de la práctica,
en el que el habitus encuentra su lugar de
realización? El espacio social es en primer
término, un topos,
“construido sobre la base de
principios de diferenciación o
distribución constituidos por el
conjunto de las propiedades que
actúan en el universo social en
cuestión, es decir, las propiedades
capaces de conferir a quien las posea
con fuerza, poder, en ese universo”.
(Bourdieu, 1990, pp. 281-282).
La sociología es entonces una topología
social. Estudiará los sistemas de
coordenadas que ubican a cada grupo o
agente en el espacio social. Los agentes
estarán mejor o peor posicionados en este
topos, de acuerdo a ciertas propiedades
actuantes que, por ser escasas y por
permitir la movilidad, intentaran poseer.
Por lo tanto, el espacio social se constituye
en campo de lucha, de movilidad, de juego
y estrategia.
Estas propiedades actuantes tienen doble
acepción: por un lado, propiedad en tanto
cualidad, característica, pero por otro, en
el sentido de posesión, adquisición. Dotan
al agente de una serie de propiedades que
lo diferencian y lo distinguen, mientras
que, asimismo, son acumulables, en forma
material. A este conjunto se refiere
Bourdieu cuando habla de capital.
“Al ser el capital una relación social,
es decir, una energía social que no ni
existe ni produce sus efectos si no es
en el campo en la que se produce y
reproduce, cada una de las
propiedades agregadas a la clase
recibe su valor y su eficacia de las
leyes específicas de cada campo”
(Bourdieu, 1999b, p. 112).
Campo social es dominio topológico
limitado artificialmente por unas fronteras,
a la vez que espacio de luchas (campo de
batalla). Nuevamente doble acepción del
término utilizado por Bourdieu. Y a cada
uno de los diferentes campos que
componen el espacio social corresponde
un tipo específico de capital. De este
modo, dentro del campo cultural, por
ejemplo, se pone en circulación, se
acumula, se intercambia y se valora el
capital cultural, ya sea este incorporado —
es decir, bajo la forma de disposiciones
adquiridas en el habitus—, objetivado —
como aquellos objetos culturales que
poseen un valor documental, sean libros,
cuadros, esculturas, etc.— o bien,
institucionalizado —los cuales son formas
de objetivar un grado alcanzado de
acumulación de capital cultural, a través de
titulaciones, certificados, diplomas—.
El campo es a la vez un mercado y un
juego. Mercado, en tanto en él se cotizan y
circulan bienes y propiedades escasos y de
variable valor. Juego, en tanto la posición
de un agente está determinada por la
composición del capital que, como una
buena o mala carta en un juego —y de
acuerdo con conocimiento práctico de
ciertas reglas explícitas e implícitas—
determina las expectativas y las estrategias
que utilizará para obtener un beneficio
(Bourdieu, 1990).
En función de la composición actual de su
capital, los agentes deciden, aunque de
manera práctica, cuáles son los campos en
donde existen más posibilidades de éxito.
Un esquema de expectativas, compuesta
por la percepción del agente de su posición
actual en el campo y de su potencial, de la
utilidad, la importancia y el significado
social del campo y el interés y grado de
inversión en el juego, constituyen
indicadores de la illusio.
Los objetos que constituyen un tipo de
capital perteneciente a un campo, pueden
ser intercambiados por capitales de otros
campos, a partir de las denominadas
estrategias de reconversión. La compra de
un cuadro, por ejemplo, es la resignación
de una porción de capital económico con la
finalidad de lograr un aumento de capital
cultural. Así, mientras los agentes
participan de estos intercambios en cada
campo en que depositan su interés,
también es en términos globales que
“la posición de un agente en el
espacio social puede definirse […]
como la posición que ocupa en los
diferentes campos, es decir, en la
distribución de los poderes que
actúan en cada uno de ellos; estos
poderes son el capital económico —
en sus diversas especies—, el capital
cultural y el social, así como el
capital simbólico, comúnmente
llamado prestigio, reputación,
renombre, etcétera, que es la forma
percibida y reconocida como
legítima de estas diferentes especies
de capital” (Bourdieu, 1990, p. 283).
Mientras cada campo tiene su propia
jerarquía y su propia lógica, la capacidad de
reconversión del capital económico,
determinada por la jerarquía que posee
entre las otras especies de capital, hacen
posible que el campo económico tienda a
imponer su estructura a los otros campos.
Del mismo modo, todo capital es capital
simbólico, siempre y cuando sea conocido
y reconocido como natural por los demás,
de acuerdo a ciertas estructuras comunes.
Es por esto que en la lucha por la
imposición de la visión legítima del mundo
social, “los agentes poseen un poder
proporcional a su capital simbólico, es
decir, al reconocimiento que reciben de su
grupo” (Bourdieu, 1990, p. 293)
2.3 Bourdieu y el marxismo
Mencionamos más arriba que entre la
teoría y la práctica existe una distancia
insalvable y constituyen modos de
conocimiento diferentes.
“La práctica se desarrolla en el
tiempo, y tiene, por ello, una serie
de características: es irreversible.
Tiene además una estructura
temporal —un ritmo, un tempo—, y
una orientación. Tiene un sentido; se
juega en el tiempo, y se juega
estratégicamente con el tiempo”
(Gutiérrez, 1999, p. 14).
Ahora bien, el conocimiento teórico no
posee ninguna de estas características. El
científico, como tal, está involucrado en su
propio campo de lucha; posee su propio
sentido práctico; está inmerso en un juego
con reglas específicas, diferente de la de
los agentes a quienes intenta objetivar. A la
búsqueda de un capital específico, en un
campo específico, el científico no es más
que otro agente. Distancia entre teoría y
práctica; distancia entre la posición del
científico y la del agente bajo estudio, el
investigador tiene la posibilidad de
totalizar, globalizar, sincronizar, aquello
que en la práctica permanece en forma
dispersa. Utiliza un arsenal diverso y
variable de instrumentos de eternización —
métodos, teorías, técnicas, etc.—, los
cuales permiten construir una objetividad
asincrónica.
Esta distancia entre la teoría y la práctica
exige redefinir algunos conceptos teóricos
para que se ajusten a la práctica social de
la mejor manera posible. Por eso, para
Bourdieu, las típicas clases sociales del
marxismo son construcciones, clases en el
papel, que se diferencian de las clases
sociales actuales, que se define no sólo por
su posición en el campo y su composición
de capital, sino que, de modo más
complejo,
“la clase social no se define por una
propiedad (aunque se trate de la
más determinante como el volumen
y estructura del capital) ni por una
suma de propiedades (propiedades
de sexo, de edad, de origen social y
étnico […], de ingresos, de nivel de
instrucción, etc.) ni mucho menos
por la cadena de propiedades
ordenadas a partir de una propiedad
fundamental (la posición en las
relaciones de producción) en una
relación de causa a efecto […], sino
por la estructura de las relaciones
entre todas las propiedades
pertinentes, que confiere su propio
valor a cada una de ellas y a los
efectos que ejerce sobre las
prácticas” (Bourdieu, 1999b, p. 104).
Esta multiplicidad de determinaciones de
clase no conduce, de manera general, a
una indeterminación si no a una
sobredeterminación, en la que confluyen
factores sociales, culturales, biológicos, etc.
La proximidad en el espacio social no
engendra automáticamente la unidad, sino
que “define una potencialidad objetiva de
unidad” (Bourdieu, 1997, p. 23), una clase
probable. Esto significa que mientras la
existencia de un espacio social objetivo
determina compatibilidades e
incompatibilidades entre los agentes, no es
menos cierto que “las clases que pueden
recortarse en el espacio social […] no
existen como grupos reales, aunque
expliquen la probabilidad de constituirse
en grupos prácticos” (Bourdieu, 1990, p.
285).
Dado que la tradición marxista nunca había
superado la identificación entre la clase
teórica con la real, Bourdieu considera que
ésta falsifica lo político, al hacer coincidir
los intereses reales que conducen a un
grupo con sus intereses teóricos, sin
considerar la acción diversa y descordinada
de los agentes, en nombre de una toma de
conciencia (de clase) extensa, coherente y
universalmente adquirida gracias a la labor
pedagógica del partido.
Además, la imagen del mundo social que
los agentes poseen recibe una doble
estructuración. Por el lado objetivo, a
través de una estructura de relaciones
exteriores que se ofrecen en
combinaciones muy desiguales. Por el lado
subjetivo, a través de una estructura de
percepción y apropiación, un habitus,
producto de luchas simbólicas anteriores.
Por esto mismo, “lo esencial de la
experiencia del mundo social se opera en la
práctica, sin alcanzar el nivel de la
representación explícita ni de la expresión
verbal” (Bourdieu, 1990, pp. 288-289).
Inconsciente colectivo por sobre conciencia
de clase, expresa con mayor exactitud la
importancia de la práctica en la
construcción de la imagen del mundo.
Que no exista una conciencia de clase no
significa que la lucha política no sea
posible. Por el contrario, el espacio de
incertidumbre que deja cierto margen de
libertad a los agentes, junto con la
dimensión estratégica de su acción, “da un
fundamento a la pluralidad de las visiones
del mundo, y está vinculada con la
pluralidad de los puntos de vista”
(Bourdieu, 1990, p. 288), que entran en
una lucha simbólica por la imposición de la
visión legítima del mundo.
2.4 El poder simbólico
“La dominación, incluso cuando se basa en
la fuerza más cruda, la de las armas o el
dinero, tiene siempre una dimensión
simbólica, y los actos de sumisión, de
obediencia, son actos de conocimiento y
reconocimiento” (Bourdieu, 1999a, p. 227).
Esta dimensión simbólica que opera en el
seno de la lucha política, como lucha por
imposición de la visión legítima del mundo,
desmiente otro de los fundamentos más
comúnmente aceptados del marxismo. Si
bien es cierto que los agentes son
determinados por una estructura exterior,
en la que existen mayores o menores
probabilidades de unidad con otro según el
volumen y composición del capital —algo
así como una estructura de las relaciones
sociales de producción—, también es cierto
que lo que está verdaderamente en juego
en la lucha política es “el poder de
conservar o de transformar el mundo social
conservando o transformando las
categorías de percepción de este mundo”.
(Bourdieu, 1990, p. 290). Será ésta la
manera de salir del determinismo
estructural marxista. Pero identificar la
dimensión superestructural con la
ideología supone “situar en el orden de las
representaciones, susceptibles de ser
transformadas por esa conversión
intelectual que llamamos “toma de
conciencia”, lo que se sitúa en el orden de
las creencias, es decir, en lo más profundo
de las disposiciones corporales” (Bourdieu,
1999a, p. 233).
La lucha política, por lo tanto, es siempre
una lucha cognitiva, por el poder de
imponer la visión del mundo legítima
social. “La institución del Estado como
detentador del monopolio de la violencia
simbólica legítima pone, por su propia
existencia, un límite a la lucha simbólica de
todos contra todos” (Bourdieu, 1999a, pp.
244-245). Pero si el Estado impone un
límite, no es solamente a condición de una
violencia mayor, violencia simbólica
ejercida de forma permanente y
omnipresente, sino a través de un proceso
de doble naturalización, que asegura la
imposición de un sentido común.
Naturalización de las cosas y los cuerpos,
por un lado, a través de una sociodicea,
relato de lo social que tiende a justificar, a
través de la representación ilusoria de
verdades aparentemente indiscutibles, el
acceso a estos bienes a aquellos con un
mayor capital heredado. Luego, basta con
dejar que los mecanismos objetivos de la
estructura social actúen, para que este
relato sea ratificado, por la simple
evidencia del sentido común (Bourdieu,
1999a).
Naturalización sobre el propio
pensamiento pensante, por el otro, a
través de la incorporación de operaciones
de clasificación mediante las cuales los
agentes sociales construyen el mundo.
Estos principios de diferenciación, por obra
de su funcionamiento incorporado y
“automático”, tienden a hacerse olvidar
mientras proyectan las representaciones
producidas, las cuales tienen toda la
apariencia de responder a cosas reales.
El funcionamiento de la dominación
simbólica está asegurado, como hemos
visto, por la adquisición incorporada y
prerreflexiva del habitus en edad
temprana. Y dado que el habitus es
esquema práctico de percepción, a la vez
que de acción, los agentes tendrán un
sentido de lugar propio (sense of one´s
place) y un sentido del lugar de los demás
(sense of other’s place), Por lo tanto, se
clasifican a sí mismos de manera
espontánea y dejan, a la vez, una huella
visible de estos principios de división, que
los deja expuestos a ser clasificados de la
misma manera “al elegir, en el espacio de
los bienes y servicios disponibles, los
bienes que ocupan una posición homóloga
en este espacio a la posición que ocupan
en el espacio social” (Bourdieu, 1984, p.
135). De este modo, nada clasifica mejor a
alguien que sus propias clasificaciones.
Esto implica que, de acuerdo a la propia
posición ocupada y al habitus de los
agentes, el espacio social tenderá a
funcionar como un espacio simbólico,
organizado en torno a grupos de status o
estilos de vida. A partir de entonces, todo
consumo o toda práctica, está destinado a
funcionar como principio de distinción,
aceptado como natural, debido a la
incorporación de esas categorías
clasificatorias en el ámbito de las creencias.
Pero no son sólo la adquisición temprana
del habitus, ni de las categorías
clasificatorias de los agentes, los únicos
modos de funcionamiento de la
dominación simbólica. El Estado, como
detentor de la violencia simbólica legítima,
se reserva el poder de imposición del
nómos, “mediante los actos de
consagración y homologación que ratifican,
legalizan, legitiman, ‘regularizan’,
situaciones o actos de unión […], o
separación […], elevados de este modo […],
al status de hecho oficial, conocido y
reconocido por todos, publicado y público”
(Bourdieu, 1999a, p. 245). A través de la
nominación oficial, todo un arsenal de
actividades, inversiones y acciones son
oficializadas con toda la fuerza del
conocimiento y reconocimiento colectivos:
El veredicto, que es el “ejercicio
legítimo del poder de decir lo que
es y hacer existir lo que enuncia”
(Bourdieu, 1999a, p. 245).
Las partidas y los títulos, que fijan
los nombres y asignan una
identidad reconocida. Mientras la
partida fija una identidad, el título
le asigna una característica, la cual
puede estar orientada a un
aumento de capital simbólico, o a
la posibilidad de realizar una
actividad profesional bajo
protección jurídica.
El certificado, que da acceso
legítimo a ventajas o privilegios.
El diagnóstico, en el cual un saber
ya reconocido por el Estado
establece una evaluación que
puede estar dotada de eficacia
jurídica.
Además, este poder de nominación
permite al Estado el reconocimiento de
una lengua y una historia oficiales, que
permite eufemizar, ocultar y naturalizar la
violencia y la arbitrariedad de los cimientos
bajo los cuales se ha constituido todo
poder. La historia oficial oculta el “acto de
violencia fuera de la ley que constituye el
principio de instauración de la ley”
(Bourdieu, 1999a, p. 221).
La escuela es, asimismo, el lugar
privilegiado a partir del cual se inculca un
lenguaje oficial, que “se impone a todos los
súbditos como la única legítima, tanto más
imperativamente cuanto más oficial es la
circunstancia” y se convierte en la “norma
teórica con que se miden objetivamente
todas las prácticas lingüísticas” (Bourdieu,
1985, p. 19). Incluso aquellas disposiciones
lingüísticas propias del habitus de clase,
cuentan con sus agentes de imposición y
control, encarnados en los maestros de
enseñanza primaria. De este modo, cuando
las disposiciones —sean éstas lingüísticas o
no—, adquiridas en la familia no se ajustan
a las disposiciones que están dotadas de
mayor valoración simbólica, la autoridad
escolar ejerce su poder de sanción.
La escuela es el espacio de la reproducción
de las diferencias sociales por excelencia, a
través de la sanción de un habitus de clase
y del ejercicio permanente de la violencia
simbólica, consistente en pequeñas
humillaciones, clasificaciones y
calificaciones, más o menos sutiles. Es en la
escuela donde los principios clasificatorios
que naturalizan el orden social son puestos
en práctica por primera vez por la
autoridad escolar, hasta un punto de
incorporación tal que éstos dejan de ser
percibidos. Esto refuerza la naturalización
de manera que aquellos agentes que se
perciben en una posición desventajosa
respecto a las demás, terminan
adjudicándolo a limitaciones propias.
Así propuesto este complejo escenario, las
luchas simbólicas en persecución de la
imposición de la visión legítima del mundo
social pueden adquirir dos formas
diferentes. Objetivamente, “se puede
actuar por acciones de representaciones,
individuales, o colectivas, destinadas a
hacer ver y a hacer valer ciertas
realidades”, por ejemplo, aquellas
manifestaciones que buscan “manifestar a
un grupo, su número, su fuerza, su
cohesión, al hacerlo existir visiblemente”.
En el nivel individual, una estrategia
análoga consiste en las estrategias de
presentación de sí que intentan modificar
de algún modo la imagen de sí.
Subjetivamente,
“se puede actuar tratando de
cambiar las categorías de percepción
y de apreciación del mundo social,
las estructuras cognitivas y
evaluativas: las categorías de
percepción, los sistemas de
clasificación, es decir, en lo esencial,
las palabras, los nombres que
construyen la realidad social tanto
como la expresan” (Bourdieu, 1984,
p. 137).
3.Bibliografía
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contemporáneas. Buenos Aires: Amorrortu.
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