Paramilitarismo Cultura y Subjetividad

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Investigaciones en construcción Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

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Investigaciones en construcción

Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

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Investigaciones en construcción

Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

Investigadores:Daniel Álvarez - Edwin Cruz

Alexander Díaz - Gabriel Moreno - Jaime Wilches

Asesoría:Leopoldo Múnera

Grupo de Investigación:Teoría Política Contemporánea

TEOPOCO

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Investigaciones en construcciónParamilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)Número 22

© Daniel Álvarez - Edwin Cruz - Alexander Díaz - Gabriel Moreno - Jaime Wilches Asesoría: Leopoldo Múnera © Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá

© Grupo de Investigación: Teoría Política Contemporánea - TEOPOCO

Primera edición, 2009

ISSN: 1900-5075

Universidad nacional de colombiaSede BogotáFacultad de Derecho, Ciencias Políticas y SocialesDepartamento de Ciencia PolíticainstitUto Unidad de investigaciones JUrídico-sociales gerardo molina - UNIJUS

Arte de carátula: Oscar Javier Arcos Orozco - Diseñador Gráfico

Diagramación: Doris Andrade B.

Impresión:Digiprint Editores E.U.Calle 63Bis Nº 70-49 - Tel.: 251 70 60

Catalogación en la publicación Universidad Nacional de Colombia

Investigaciones en construcción / Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. Instituto Unidad de Investigaciones Jurídico-Sociales Gerardo Molina (UNIJUS) - No. 22 (2009)- . - Bogotá: Universidad Nacional de Colombia

v. Irregular

ISSN: 1900-5057

1. Derecho y sociedad - Publicaciones seriadas 2. Ciencias políticas - Publicaciones seriadas 3. Ciencias sociales - Publicaciones seriadas

CDD-21 340.115 / 2009

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Contenido

Introducción ................................................................................................................................... 9

Capítulo I. Paramilitarismo en Bogotá (2000-2006): una aproximación a la producción de subjetividad ................................................................................................................................. 11

Edwin Cruz / Alexander Díaz / Gabriel Moreno

Introducción ........................................................................................................................................ 11

1. Concepciones sobre paramilitarismo en el caso colombiano ........................................................ 12

2. Límites y potencialidades en la explicación del fenómeno ............................................................ 14

3. Elementos que contribuyen a la reproducción del paramilitarismo en la ciudad: el dispositivo de subjetivación ............................................................................................................... 16

4. La incursión del paramilitarismo organizado en Bogotá ................................................................ 20

4.1 Imperativos estratégicos ........................................................................................................ 23

4.2 Transición organizativa y búsqueda de rentas ........................................................................ 24

5. Impacto en la producción de subjetividad ..................................................................................... 26

5.1 En el nivel molecular .............................................................................................................. 27

5.2 En el nivel molar ..................................................................................................................... 28

Conclusión ........................................................................................................................................... 31

Referencias bibliográficas .................................................................................................................... 33

Capítulo II. Lógicas culturales del paramilitarismo y lógicas culturales en la construcción del ciudadano(a) en Bogotá (2000-2006): reflexiones de una relación ambigua, pero armónica .......................................................................................................................................... 37

Daniel Álvarez / Jaime Wilches

Introducción ........................................................................................................................................ 37

1. La cultura ciudadana… cuando la moral y la ley van bien, pero la cultura va mal ........................ 35

2. Los supuestos… no elaborados ...................................................................................................... 40

3. Prácticas culturales del buen ciudadano - Prácticas culturales del paramilitarismo ..................... 41

3.1. ¿Qué?… ¿Cultura? .................................................................................................................. 45

3.2. El miedo de ayer, la inseguridad de hoy y la incertidumbre del futuro .................................. 47

4. Algunas herramientas psicológicas para interpretar nuestros ethos cultural ................................ 52

5. Una explicación posible ................................................................................................................. 56

5.1. Personalidad autoritaria: cemento para la construcción de culturas armónicas, pero ambiguas ............................................................................................................................ 57

Referencias Bibliográficas.................................................................................................................... 61

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Avance de investigación:

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En los últimos años el paramilitarismo ha adquirido especial relevancia, ya sea por la visibilidad de sus acciones armadas o por su impacto en la organiza-ción social, política, económica y cultural del país. De ahí que el estudio de sus métodos y prácticas se haya convertido en uno de los temas centrales de investi-gación de distintas disciplinas de las ciencias sociales.

Entre las perspectivas posibles para analizar el fenómeno paramilitar en Colombia, esta investiga-ción decidió abordar la relacionada con el impacto de este actor armado en la configuración social y cultural de Bogotá, durante el período 2000-2006.

A su vez, esta perspectiva se aborda desde dos variables, la primera, está centrada en las prácticas sociales y la producción de subjetividad que hacen posible la expansión territorial y la persistencia en el tiempo del paramilitarismo, más allá de su accio-nar violento; la segunda, enfocada en la forma como las prácticas culturales del paramilitarismo no se han visto confrontadas por las prácticas cul-turales que desde el ámbito legal han sido imple-mentadas por las políticas de cultura ciudadana.

En el estudio de estas dos variables, el punto de convergencia es que tantos las prácticas sociales como las culturales en la capital del país, a pesar de no soportar la intensidad de los métodos béli-cos, la ausencia de instituciones estatales y la ame-naza poderosa de un grupo subversivo (como en efecto sucedió en muchas regiones del país), no estuvieron, ni están (y si persisten en el tiempo) no estarán exentas de la influencia y asimilación de no todas, pero sí determinantes formas de orden social, cultural, política y económica predicadas desde el paramilitarismo.

Con esta propuesta de trabajo, el objetivo no reside en mostrar la excepcionalidad de esta inves-

tigación, sino mas bien contribuir al diálogo de perspectivas en la cual tenga incidencia el papel del paramilitarismo en la degradación del conflicto armado en Colombia, pero articulado a la nece-sidad e importancia de analizar su influencia en contextos no necesariamente relacionados con las prácticas bélicas, los contextos rurales, la respon-sabilidad estatal, el repudio moral y la sociedad víctima y/o ajena.

El equipo de trabajo de esta investigación entiende que el objetivo propuesto no ha terminado. Esta investigación es parte de un proceso en el que por distintos caminos hay un interés por seguir apor-tando perspectivas en el estudio de esta problemá-tica, dinamizando la retroalimentación y evitando caer en la soledad de un monólogo.

En la apertura de este proceso y la visibilización de su primer resultado, queremos agradecer la gestión logística y el apoyo financiero del Insti-tuto de Investigaciones Jurídico-Sociales - Unijus, en la publicación y difusión del texto que aquí se presenta y que hace parte del proyecto institucio-nal Semilleros de Investigación. De igual manera, agradecemos al Grupo de Investigación en Teo-ría Política Contemporánea - Teopoco, quien nos aceptó como integrantes y nos brindó el espacio académico para hacer parte de las discusiones teóricas, que sin duda se convirtieron en herra-mientas a tener en cuenta en la preparación del texto.

Por último, nuestra voz de gratitud al profesor Leo-poldo Munera, quien creyó en el proyecto y con dedicación estuvo siempre presente para sugerir ideas y argumentos, que sin duda fueron fructífe-ros y que con este trabajo, esperamos retribuyan en algo su esfuerzo y constancia por apoyar los tra-bajos realizados por estudiantes.

Introducción

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Introducción

El estudio del paramilitarismo en Colombia se ha enfocado en las experiencias rurales y en sus diná-micas como actor productor de violencia. Pese a las relaciones que este fenómeno ha tenido con los ámbitos urbanos, se lo ha visto como una proble-mática preponderantemente rural. De igual forma, las explicaciones del fenómeno se han centrado en las implicaciones del ejercicio de la violencia física. Como consecuencia, se han presentado dificulta-des para explicar la persistencia y expansión de este fenómeno en la realidad colombiana.

¿Qué explica la expansión y persistencia del fenó-meno paramilitar en Colombia? Ni la existencia de la insurgencia y el conflicto armado, ni la existencia de una economía ilegal en expansión por los recur-sos del narcotráfico, ni el dominio gamonalista que caracteriza el ejercicio de la política en el país, pueden explicar por sí solos la expansión y persis-tencia de este fenómeno en Colombia. Estos ele-mentos funcionan como causas necesarias, pero no suficientes.

Este trabajo pretende ofrecer nuevos elementos para responder ese interrogante, estudiando cómo el paramilitarismo se inserta en los procesos de producción de subjetividad y, por esta vía, cómo las organizaciones y prácticas paramilitares cons-truyen una “legitimidad”, que es lo que finalmente permite la reproducción del fenómeno. Para tal efecto toma como objeto de estudio la incursión de organizaciones paramilitares en Bogotá. Esto por dos razones: primero, al tomar la capital de la República pretende identificar dinámicas asociadas al fenómeno paramilitar no necesariamente redu-cidas a su accionar violento, como las que priman en otros lugares donde este tipo de organizaciones hacen presencia desplegando al máximo el ejer-cicio de la violencia física. Segundo, porque per-mite observar las dinámicas en que se fundamenta la expansión e incursión del paramilitarismo, la manera como el desarrollo de este fenómeno se alimenta de elementos de la realidad preexistentes y las formas como influye en la producción de la subjetividad ciudadana.

El trabajo plantea que, más allá de su accionar vio-lento, el fenómeno del paramilitarismo se alimenta

Capítulo I

Paramilitarismo en Bogotá (2000-2006): una aproximación a la producción de subjetividad

Los mercenarios no son peligrosos, quieren vivir para disfrutar lo que les pagan.

Los que sí son peligrosos son los fanáticos.

Fidel Castro1

Edwin Cruz / Alexander Díaz / Gabriel Moreno

1 Ver Looking for Fidel de Oliver Stone, 2004.

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–instrumentaliza, aprovecha– una serie de ele-mentos presentes en la realidad social para hacer factible su expansión y persistencia en el tiempo. Simultáneamente, en el intento por conseguir el dominio territorial y poblacional, genera otra serie de elementos que se insertan en los procesos de producción de la subjetividad de los ciudadanos. La producción de subjetividad es un aspecto nece-sario para la consecución de ese dominio, basado en la imposición o en la “legitimación” forzada. Por tanto, es un elemento ineludible en la explica-ción de la expansión y persistencia del fenómeno paramilitar.

Para desarrollar este argumento el trabajo parte de revisar las conceptualizaciones sobre parami-litarismo en Colombia señalando sus límites para explicar la expansión y persistencia del fenómeno; en seguida identifica someramente los elementos de la realidad social que aunque preceden la incur-sión del paramilitarismo en la ciudad contribuyen con su reproducción; luego explica la incursión del paramilitarismo en Bogotá resaltando las implica-ciones que ello tiene en los procesos de produc-ción de la subjetividad de los ciudadanos.

1. Concepciones sobre paramilitarismo en el caso colombiano

El paramilitarismo no se reduce a la formación de ejércitos irregulares como los que se han conocido en Colombia con el caso de las Autodefensas Uni-das de Colombia (AUC). La literatura especializada en el tema (Kalyvas y Arjona, 2005; Cano, 2001) acude al término “paramilitarismo” para designar una diversidad de fenómenos entre los que pue-den destacarse los escuadrones de la muerte, el

vigilantismo y las rondas campesinas, entre otros. En el caso colombiano el fenómeno del paramilita-rismo ha tomado muchas de estas formas, que se presentan también en la actualidad, a menudo con vínculos orgánicos entre sí. Esta situación ha ser-vido como terreno fértil para la conceptualización del fenómeno, planteando al mismo tiempo una serie de problemas en relación con la especificidad y la capacidad analítica del término.

Es posible distinguir por lo menos tres orientacio-nes en cuanto a las conceptualizaciones de este fenómeno: el paramilitarismo como instrumento, como actor y como un fenómeno sociopolítico más amplio:

A) La mayor parte de la literatura se ha centrado en el carácter instrumental del paramilitarismo. Aquí se ubican quienes lo conciben como un instrumento de contrainsurgencia estatal o de guerra sucia, en connivencia con sectores de la criminalidad organizada, particularmente del narcotráfico2. Esta perspectiva fue predomi-nante en el análisis del fenómeno en los años ochenta, dado que existía una legislación, la Ley 48 de 1968, que permitía la organización de grupos de autodefensa en coordinación con las Fuerzas Armadas, pero entró en cues-tionamiento luego de que las organizaciones paramilitares del Magdalena Medio fueran instrumentalizadas por organizaciones de narcotraficantes.

B) Otras perspectivas han conceptualizado el para-militarismo considerándolo como un “actor”. En este caso, los grupos u organizaciones para-militares son concebidos como “irregulares de

2 Para Medina Gallego (1990: 17) los paramilitares “son formas parainstitucionales de violencia, promovidas, organi-zadas y protegidas por los mismos organismos del Estado y financiados por los gremios económicos”. Sin embargo, establece una distinción entre el paramilitarismo y el narcoparamilitarismo para dar cuenta del devenir del fenómeno en los ochenta: “El fin con el que fueron creados los grupos paramilitares ha sufrido una desviación que comienza a causarle más daño al Estado y a la sociedad que el ‘beneficio’ que le produce. El fenómeno ha sido usurpado por el narcotráfico, y le ha dado una orientación distinta. Es importante, hacer claridad entonces, entre un paramilitarismo de carácter estructural, articulado a la Doctrina de Seguridad Nacional y cuya expresión ha dado en denominarse ‘Guerra Sucia’ y un narcoparamilitarismo, cuya finalidad no es el anticomunismo, que sólo se constituye en un pre-texto, para desalojar, asesinar y justificar todo tipo de acción que desarrolle la industria del narcotráfico, incremente su producción y ganancias y le dé mayor seguridad a sus inversiones” (Medina, 1990: 253). Esta senda es seguida, con algunos matices por: Palacio y Rojas, 1990; Uprimny y Vargas, 1990; Medina y Téllez (1994).

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Estado”3, para hacer énfasis en su ambigüedad en relación con el Estado; como “empresarios de la coerción”4, para resaltar sus fines políti-cos a pesar de sus fines económicos; o incluso, como actor autónomo del Estado5. Esta pers-pectiva coincide con el ánimo de las Autode-fensas Unidas de Colombia (AUC), organización fundada en abril de 1997 bajo hegemonía de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), de Carlos Castaño, por presentarse como un actor autónomo, como un ejército con estatutos, emblemas, uniformes y un proyecto político (Castaño, 1999).

C) Una tercera perspectiva hace énfasis en el carác-ter difuso o “complejo” del paramilitarismo en Colombia. Más que etiquetar los actores inmer-sos se propone identificar las intersecciones entre distintos fenómenos de violencia organi-zada que convergen en el fenómeno paramili-tar (Garzón, 2005). En esta línea, el fenómeno

ha sido estudiado desde la perspectiva de los “señores de la Guerra”. El paramilitarismo se concibe como un fenómeno donde convergen diversos actores e intereses desde una lógica de organización mafiosa en forma de red que, luego de fortalecerse en el campo como seño-res de la guerra, pretende infiltrar las institucio-nes de gobierno de las ciudades para regular transacciones ilegales6. Estas perspectivas han dejado de lado el carácter contrainsurgente del paramilitarismo, para ubicarlo en iniciativas de acumulación privada. Finalmente, en esta misma perspectiva que ve el paramilitarismo como un fenómeno sociopolítico más amplio que el simple accionar violento, pero enfati-zando su carácter contrainsurgente, es conce-bido como una lógica que envuelve la socie-dad alrededor de la complicidad de sectores significativos de la sociedad en un propósito contrainsurgente7.

3 Fernando Cubides definía los grupos paramilitares como “irregulares de Estado”: “Organizaciones extralegales que han tomado la ley en sus propias manos y en su lucha contra la guerrilla, replicando paso a paso sus métodos, toman como blanco preferencial las redes de apoyo, los auxiliadores o simpatizantes, en aquellas regiones donde la guerrilla se ha implantado en forma reciente, comenzando por aquellas en donde lo abrupto de su implantación ha producido reacciones crecientes” (Cubides, 1998: 70-71).

4 Para Mauricio Romero (2003: 17), el concepto de empresario de la coerción “hace referencia al individuo espe-cializado en administración, despliegue y uso de la violencia organizada, la cual ofrece como mercancía a cambio de dinero u otro tipo de valores... Esto no quiere decir que la ganancia económica sea el fin de estos portadores de violencia organizada... Esa ganancia es, más bien, un medio para unos objetivos más amplios. En el caso de los paramilitares y las autodefensas en Colombia, esos objetivos han sido la restauración y en algunos casos una nueva definición de regímenes políticos locales y regionales amenazados por las políticas de paz del gobierno central”.

5 Tron Ljodal (2002: 301) define el concepto de lo paramilitar de la siguiente manera:“Por paramilitar se entiende cualquier grupo u organización armada de carácter irregular que aparece al margen del Estado, pero no opuesto a él, que reivindica un derecho privado a defender alguna definición del statu quo, pero con un mínimo de autonomía e independencia frente al Estado… Además de ser obligatoria la existencia del Estado, también supone la existencia de una oposición armada al Estado (regular o irregular) o una situación de amenaza al statu quo que dicen defender estos grupos. De esa manera el paramilitarismo se constituye en un fenómeno de violencia distinto tanto de lo esta-tal como de lo contraestatal y con la potencialidad de convertirse en un tercer actor político y militar independiente en el marco de un conflicto armado interno”.

6 …nos referimos a la existencia de señores de la guerra cuando la coerción y protección en una sociedad por parte de facciones armadas al servicio de intereses individuales y patrimonialistas, es superior a la capacidad del Estado democrático de ejercer un grado mínimo de monopolio de la violencia, y al ser las facciones armadas la principal herramienta de coerción, extracción de recursos y protección del orden social en una comunidad es posible concluir que se constituyen en su Estado en la práctica (Duncan, 2006b: 30). Ver Duncan (2005, 2006a).

7 Vilma Franco propone los conceptos de “complejo contrainsurgente” y “mercenarismo corporativo” para analizar el paramilitarismo desde una perspectiva no estado-céntrica, sino centrada en las relaciones sociales. El primero surge como respuesta a situaciones de amenaza al orden político estatal de carácter secesionista e insurgente y su carácter complejo implica que involucra más dimensiones además de la militar. En su formulación participan además de actores estatales, grupos de interés y elite política, y además de la integridad institucional busca preservar la con-tinuidad del poder político y la preservación de la hegemonía. El mercenarismo corporativo es el componente militar del complejo contrainsurgente y se distingue del paramilitarismo porque no depende exclusivamente del aparato

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2. Límites y potencialidades en la explicación del fenómeno

Si el paramilitarismo se conceptualiza como un ins-trumento de violencia ilegal al servicio del Estado, se pierden de vista dinámicas importantes en las que la violencia ejercida por grupos u organizacio-nes paramilitares contraría los intereses del Estado o de sectores del mismo. Por ejemplo, cuando las organizaciones paramilitares establecen alianzas con el crimen organizado.

Sin embargo, no se puede descartar del todo la perspectiva instrumental del paramilitarismo en tanto que las relaciones de las organizaciones para-militares con el Estado no se reducen a la dicoto-mía subordinación/autonomía (Gutiérrez y Barón, 2006). Por el contrario, estas relaciones varían de acuerdo a contextos específicos y de acuerdo a los sectores del Estado que se ven involucrados8. En algunos contextos el Estado alienta la formación de organizaciones paramilitares9, mientras en otros casos las organizaciones paramilitares tienen otras motivaciones de origen, tales como la provisión de

seguridad o la participación en actividades econó-micas ilegales, entre otros.

Tampoco es posible desligar por completo las organizaciones paramilitares de las orientaciones del Estado afirmando que estas han cuestionado el “monopolio legítimo de la violencia” (Rangel, 2005a). Entre otras razones, porque como lo muestra Franco (2002), en muchas ocasiones las organizaciones paramilitares actúan como una “descentralización” en el ejercicio de la violen-cia o un “contrato por servicios” que termina por garantizar el orden y las relaciones de domina-ción en las que se sustenta el Estado. Además, las relaciones entre el paramilitarismo y el Estado no deben reducirse al vínculo orgánico, sino que pue-den establecerse a nivel de la defensa de intere-ses comunes, o por lo menos a largo plazo comu-nes, como el sostenimiento de la dominación de una clase hegemónica o de un orden establecido determinado10.

Por otra parte, si se asumen acríticamente o se con-funden las conceptualizaciones del paramilitarismo

estatal, comprende la participación de sectores corporativos privados, por lo que además de la preservación del poder estatal asume el resguardo de actividades económicas legales e ilegales. El complejo contrainsurgente tiene más dimensiones además de la militar en el ámbito de la legalidad, tales como las medidas de excepción y las accio-nes comunicacionales destinadas a mantener la legitimidad, que permean la sociedad con prácticas y valores como el militarismo y la propaganda contrainsurgente entre otros. Su reproducción depende, más que de la existencia de la insurgencia, de la complicidad de sectores significativos de la sociedad, que perciben amenazado el orden social y comparten un mismo enemigo con el mercenario. Ver Franco, (2002).

8 Ver al respecto Mann (1997), quien presenta su teoría del Estado como “teoría del embrollo”, para designar las múl-tiples formas en que el poder social cristaliza en las instituciones estatales, las autonomías parciales de partes del aparato estatal y la discontinuidad en el accionar de los Estados, entre otros.

9 Al revisar las trayectorias de los jefes paramilitares recién desmovilizados, ha quedado claro que muchos de ellos provenían de la iniciativa estatal de crear Cooperativas de Vigilancia y Seguridad Rural “Convivir”. Salvatore Mancuso formó en 1995 una convivir en Montería que se denominó “Horizonte”. Valencia (2007: 21-22) incluso sugiere que hubo un acuerdo entre líderes paramilitares para distribuir su trabajo en los frentes legal e ilegal. Esta dinámica, que pone en evidencia el carácter contrainsurgente de las organizaciones paramilitares pese a sus vínculos con el nar-cotráfico, el crimen organizado o su poder en lo local, ha sido soslayada en las interpretaciones más aceptadas del fenómeno. Ver por ejemplo Duncan (2006b) y Ramírez (2005).

10 Quienes se empeñan en mostrar el carácter autónomo del paramilitarismo en relación con el Estado parten de una lectura weberiana que reduce el entendimiento del Estado al monopolio de la violencia. En esa perspectiva conciben que el vínculo entre Estado y paramilitarismo es orgánico o no es. Duncan (2006b: 30) va más allá al afirmar que los “señores de la guerra” se constituyen en “Estados” locales o regionales en la práctica, en la medida que regulan el orden social. De ese modo, no sólo reduce el entendimiento del Estado al monopolio legítimo de la violencia, sino al aparato estatal central. Una lectura rigurosa de Weber muestra que el atributo de autoridad del Estado es exclusivo, aunque puedan haber grados variables en que esa autoridad se ejerce (Mason, 2002). Otras perspectivas para el entendimiento del Estado permiten sostener que los paramilitares pese a su degradación mafiosa o delincuencial cumplen un propósito contrainsurgente, en la medida que contribuyen al mantenimiento de las relaciones en que se soporta el dominio estatal o la “forma” Estado. Ver Moncayo (2004).

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como fenómeno sociopolítico amplio, ya se trate de los conceptos de mafia o señores de la guerra, se corre el riesgo de perder de vista su especifici-dad y la capacidad analítica del fenómeno, es decir, su carácter contrainsurgente. Como lo han adver-tido las perspectivas que asumen esa conceptua-lización, en el caso colombiano las organizaciones paramilitares se han mezclado confusamente con organizaciones mafiosas y narcotraficantes, hasta tal punto que resulta casi imposible tratar de deve-lar sus intereses (participación política, acumula-ción ilegal, lucha contrainsurgente, etc.). Si a estos fenómenos de violencia relacionados con formas de acción mafiosa se les designa como paramili-tarismo, este último término pierde la capacidad explicativa que tendría si se asumieran las con-ceptualizaciones que ven al paramilitarismo como instrumento o como actor. No obstante, no puede negarse el carácter contrainsurgente, en el sentido de preservación del statu quo que tienen todos estos fenómenos.

En suma, se requiere un concepto de paramilita-rismo que conserve su capacidad explicativa, pero que al mismo tiempo pueda utilizarse en el análisis de las dinámicas contemporáneas del fenómeno, caracterizadas por su mezcla con el crimen organi-zado, el narcotráfico y con formas de acción mafio-sas, sin confundirlo analíticamente con ellas. En este sentido, para los fines de este trabajo se puede definir operativamente el fenómeno del paramili-tarismo como un ejercicio de violencia organizada de origen privado que refuerza la coerción ejercida por el Estado11. Tal definición plantea una relación necesaria entre la violencia paramilitar y el mante-nimiento de la dominación y el orden en el que se

sustenta el Estado, sin reducirlo necesariamente a instrumento de coerción al servicio o bajo la orien-tación del Estado.

Finalmente, estas tres formas de conceptualizar el paramilitarismo se han centrado en las tácticas, estrategias y modos de organización para el ejerci-cio de la violencia física. El problema de la expan-sión geográfica y de la persistencia en el tiempo de estas organizaciones se ha explicado en función de la coerción, ya sea para salvaguardar intereses eco-nómicos, por ejemplo la expansión a zonas cocale-ras, o políticos, como el desplazamiento de frentes guerrilleros o el dominio gamonalista de determi-nadas localidades. Sin embargo, hay un conjunto de elementos que explican la expansión y persis-tencia de estas organizaciones más allá del ejerci-cio de la violencia física.

Vilma Franco (2002) llama la atención sobre ese conjunto de elementos. En su perspectiva la exis-tencia de la insurgencia es un factor necesario pero no suficiente para la existencia y la reproducción de las organizaciones paramilitares, o como ella las denomina del “mercenarismo corporativo”. La expansión y persistencia del paramilitarismo invo-lucra otros elementos además de lo militar, es decir, del ejercicio de la violencia física estrictamente. En su lectura, involucra elementos legales que contri-buyen abierta o soterradamente con la reproduc-ción del fenómeno, como las medidas de excep-ción, pero también elementos culturales, como las acciones comunicacionales destinadas a legitimar prácticas de violencia, la explotación en beneficio de esa legitimación de valores y prácticas como el militarismo, el armamentismo, la propaganda

11 Kalyvas y Arjona (2005: 29) definen los paramilitares como “grupos armados que están directa o indirectamente con el Estado y sus agentes locales, conformados por el Estado o tolerados por este, pero que se encuentran por fuera de su estructura formal”. La composición y el tamaño de las organizaciones paramilitares varían según la interacción de las variables de tamaño y territorio; la formación de grupos paramilitares está asociada a los procesos de cons-trucción del Estado según las características de la amenaza que enfrenta el Estado y los recursos con que cuenta para enfrentarlas, ello les permite distinguir entre vigilantes, escuadrones de la muerte, milicias de autodefensa local o guardianes y ejércitos paramilitares que surgen para salvaguardar el monopolio de la fuerza estatal a través de una lógica de outsourcing. En la misma línea, Ignacio Cano (2001) argumenta que la diferencia entre ejército, policía, paramilitares y escuadrones de la muerte radica en su grado de formalidad, en tanto que todos están asociados al Estado o a los grupos sociales dominantes. Ejército y policía son fuerzas regulares encargadas de la salvaguarda de la soberanía y el orden interno respectivamente. Paramilitares y escuadrones de la muerte son irregulares y pueden ser distinguidos entre sí por su grado de formalidad.

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contrainsurgente, las percepciones de inseguridad, miedo y amenaza al orden social, entre otros.

En síntesis, la reproducción social del fenómeno paramilitar no se explica únicamente por el ejercicio de la violencia física, sino también por su impacto simbólico y la legitimidad que consiguen este tipo de prácticas. Las organizaciones paramilitares consi-guen su expansión geográfica y su persistencia en el tiempo por la vía del miedo y la “legitimación” tácita (muchas veces conseguida por la fuerza) o explícita, de las poblaciones donde se asientan. En este sen-tido, se puede afirmar que la expansión y persisten-cia del paramilitarismo se inserta necesariamente en los procesos de producción de subjetividad. En otros términos, la producción de subjetividad es un factor que contribuye a la reproducción del fenó-meno paramilitar. No obstante, la producción de subjetividad no se reduce al ámbito de lo cultural o de los imaginarios y mentalidades, sino que articula otra serie de elementos de la realidad social.

3. Elementos que contribuyen a la reproducción del paramilitarismo en la ciudad: el dispositivo de subjetivación

Son ese conjunto de elementos que aseguran la reproducción del fenómeno del paramilitarismo

más allá del ejercicio de la coerción, lo que se hace necesario identificar para comprender la manera como este fenómeno incide en la producción de la subjetividad en la ciudad. Estos elementos pueden ser preexistentes o producirse como consecuencia de la emergencia o incursión del fenómeno para-militar en un ámbito social determinado. En el caso de Bogotá se intentará identificar los elemen-tos preexistentes en que se apoya la incursión12 de las organizaciones paramilitares, así como los que se producen, intencionalmente o no, como conse-cuencia de su accionar.

Son elementos diversos, sociales, culturales o eco-nómicos que se mezclan con un sentido determi-nado en el desarrollo del paramilitarismo (intere-ses económicos y políticos, impactos simbólicos de la violencia, culturas políticas autoritarias –milita-ristas, armamentistas, contra o antiinsurgentes–, criminalidad, violencia cotidiana, etc.), asegurando en últimas la “legitimación” abierta o soterrada (forzada) del dominio por parte de la población y su reproducción y persistencia en el tiempo. Estos elementos configuran un dispositivo de produc-ción de subjetividad, en el que intervienen ele-mentos del paramilitarismo, sin que entre unos y otros puedan establecerse con facilidad relaciones de causalidad simple13.

12 Es importante señalar que ninguno de estos elementos explica ni pretende erigirse como explicativo del surgimiento del fenómeno paramilitar. Mucho menos en el caso bogotano, donde de lo que se trata es de la incursión de este fenómeno. Es decir, el fenómeno no se originó en la Ciudad, se trasladó de otras zonas del país a la capital. Gonzá-lez, Bolívar y Vázquez (2002: 62) distinguen tres fases en la implantación del fenómeno: incursión, consolidación y legitimación.

13 El concepto de dispositivo sintetiza gran parte de la obra de Michel Foucault, ya que si su trabajo pasó por distintas etapas y temáticas, es este concepto el que permite una conjunción de las tres grandes temáticas que Foucault dis-tingue en su trabajo (saber, poder y subjetividad). De acuerdo con Foucault (1985: 128), un dispositivo “comprende discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas… El dispositivo es la red que puede estable-cerse entre estos elementos”. Un dispositivo es, en primer lugar, una máquina para hacer ver y para hacer hablar, y por lo tanto para no dejar ver y no dejar hablar; en segundo lugar, una forma de ejercer el poder, líneas de fuerzas inmanentes a todo tipo de relación social que con sus técnicas (la separación de los cuerpos, la suma de fuerzas, la vigilancia jerárquica, continua y funcional, etc.) “rectifican” las curvas anteriores; en tercer lugar, los dispositivos generan una verdad, constituyen un saber (la estadística, la sexología, en general la ciencias humanas, etc.). Empero, no es una concepción sistemática o estructural, en ella no hay principio constitutivo o programación a priori, es solo indeterminación y diferencia. Para Deleuze (1990: 155) “es una especie de ovillo o madeja, un conjunto multilineal. Está compuesto de líneas de diferente naturaleza y esas líneas del dispositivo no abarcan ni rodean sistemas cada uno de los cuales sería homogéneo por su cuenta (el objeto, el sujeto, el lenguaje), sino que siguen direcciones dife-rentes, forman procesos siempre en desequilibrio y esas líneas tanto se acercan unas a otras como se alejan unas de otras”. Sobre la producción de subjetividad ver también Guattari (1997).

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Paramilitarismo en Bogotá (2000-2006): una aproximación a la producción de subjetividad [17]

El dispositivo de subjetivación paramilitar esta-blece lo que es visible y admisible en el lugar donde se ejerce su poder, construye verdades, normas de comportamiento y convenciones sociales que con-siguen ciertos grados de aceptación, o explota los existentes, todos los cuales no se reducen al ejer-cicio de la violencia física. Empero, este dispositivo no es el único que determina los procesos de pro-ducción de subjetividad en la ciudad. Allí conver-gen distintas lógicas y dispositivos que persiguen fines distintos. En la producción de subjetividad del ciudadano en Bogotá, el dispositivo más relevante está configurado por las políticas de seguridad y convivencia ciudadana implementadas por las dis-tintas administraciones desde fines de los 90s.

El sujeto de las políticas de seguridad y convivencia ciudadana se encuadra en marcos discursivos cla-ramente civilistas y legales, el “buen ciudadano”, que aunque implicado en tareas de seguridad y vigilancia cada vez más extensas a las funciones tradicionalmente consideradas en las democra-cias liberales, no es asimilable a las del discurso contrainsurgente de los grupos paramilitares, a sus vías indiferentes a los marcos legales y a su búsqueda de la supremacía física sobre el cuerpo de su victima, “castigándolo”, convirtiéndose en el ente regulador y decisor, en el soberano de un determinado territorio por lo visible y ejemplari-zante de sus castigos. Sin embargo, encuentran un lugar común en tanto que ambas lógicas acuden al miedo, al ciudadano temeroso, en este caso ya no solo al conflicto armado, a los grupos guerrilleros y sus milicias, sino principalmente a la delincuencia común haciendo de la (in)seguridad la prioridad

social y un factor de regulación de las relaciones sociales14.

En los estudios sobre la violencia en la ciudad (Niño et al., 1998) hay una fuerte tendencia a restringir la producción de la subjetividad al ámbito cultural, concibiéndola como el entramado de imaginarios que determinan la relación de los ciudadanos entre sí y con el entorno urbano. Sin embargo, las dinámi-cas en que se produce la subjetividad están relacio-nadas con elementos económicos políticos y socia-les, aunque esta relación no se produzca de una manera causal. Es por ello necesario previamente identificar estos elementos que siendo preexisten-tes a la incursión del paramilitarismo en la ciudad, se entretejen en el desarrollo de este fenómeno.

En las zonas de la Capital donde las organizaciones paramilitares hacen presencia15 subsisten una serie de fenómenos y de problemáticas sociales que en cierta forma “facilitan” la incursión del paramilita-rismo y su posterior reproducción. Algunas porque indirectamente potencian el accionar paramilitar, otras porque son instrumentalizadas o aprovecha-das por estas organizaciones para llevar a cabo sus fines. Para explicar la incursión de las organizacio-nes paramilitares en Bogotá es necesario identificar los elementos institucionales, sociales, económi-cos y culturales que aunque preexisten a la insta-lación de estas organizaciones en la ciudad, llegan a potenciar su accionar imbricándose de múltiples maneras. Las problemáticas de violencia urbana cobran preponderancia en cuanto alimentan de diversas formas la violencia paramilitar, pero no son las únicas16.

14 El segundo capítulo de esta investigación estudia la relación entre ambos fenómenos.15 Como se detalla más adelante, en Bogotá hicieron presencia el Frente Capital al mando de Miguel Arroyabe –jefe

del Bloque Centauros–, compuesto por cerca de 400 hombres, en Restrepo, Kennedy, Puente Aranda, Ferias, 7 de agosto, Bosa y Cazucá, por una parte, y el Bloque República con 120 hombres al mando de Martín Llanos –jefe de las ACC– que opera en Suba, Los Mártires, Germania y Usme. En principio las estructuras paramilitares se ubica-ron en zonas suburbanas y marginales, para desde allí desplegar su accionar delictivo hacia zonas comerciales e industriales.

16 Para el caso de Medellín, Alonso, Giraldo y Sierra (2007) muestran cómo se imbrican diversas formas de violencia urbana organizada (las autodefensas urbanas provenientes de las milicias populares, el narcotráfico, las bandas y combos y las autodefensas contrainsurgentes) en competencia por monopolizar la violencia y cómo se convierten en nodos de una red que finalmente es hegemonizada por el Bloque Cacique Nutibara para extraer rentas por medios criminales y desarrollar una estrategia de control social en la ciudad.

Page 18: Paramilitarismo Cultura y Subjetividad

[18] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

Las zonas donde hace presencia el paramilitarismo en Bogotá, desde donde dirige sus operaciones, son preponderantemente marginales y suburba-nas, caracterizadas por procesos de poblamiento al margen de la planeación urbana. Esta situación en gran parte es producto de situaciones de desplaza-mientos poblacionales del campo a la ciudad, con-secuencia de la violencia o de la crisis económica, que caracteriza el poblamiento de la capital (VVAA, 1999). En estas zonas subsisten problemas de défi-cit de institucionalización del aparato estatal. La presencia del Estado es precaria incluso en cuanto a provisión de seguridad, y mayor en la provisión de otro tipo de servicios como el acceso a la justicia, educación, vivienda e incluso transporte. Si bien esta situación puede explicar en muchos casos los problemas de violencia urbana, no se puede perder de vista que simultáneamente ha generado el desa-rrollo de todo tipo de organizaciones autoidentifi-cadas como “comunidad” (Perea, 2006) que buscan por medio de mecanismos autogestionarios satisfa-cer las necesidades que el Estado no les provee17.

Ambas situaciones son proclives a la incursión de las organizaciones paramilitares en la ciudad. La “debilidad del Estado”18 no explica por completo la reproducción del paramilitarismo, pero en ciertos

contextos puede favorecer, por acción u omisión de las autoridades públicas, el establecimiento de las organizaciones paramilitares. El Estado ha pro-movido en muchos casos prácticas de violencia paramilitar como la llamada “limpieza social” (Sala-zar, 2002). Por otro lado, los paramilitares tratan de cooptar por diversas formas las organizaciones comunales y comunitarias una vez que se han esta-blecido, sobre todo allí donde la violencia juega un papel preponderante en la regulación de las rela-ciones sociales19. Por lo tanto, ambas situaciones, la “debilidad del Estado” y la densidad organizativa de la sociedad civil pueden ser aprovechados por las organizaciones paramilitares cuando intentan incursionar en la ciudad. Sin embargo, las articula-ciones con uno u otro dependen de factores con-textuales concretos, principalmente del papel que juegan la violencia y los mecanismos coercitivos en la regulación de las relaciones sociales y en las for-mas de participación política.

De otra parte, las zonas donde se asienta el para-militarismo en la ciudad, desde donde dirige sus operaciones, se caracterizan por problemas de violencia urbana como la delincuencia común, la delincuencia organizada y el pandillismo20. Estas problemáticas de violencia se relacionan con pro-

17 Por ejemplo Moreno (2000, 174), al estudiar el caso del barrio “Los Comuneros” señala que la “comunidad” desa-rrolló vías de autogestión en la solución de sus conflictos, seguridad y justicia: “Las necesidades reales de los pobla-dores de los Comuneros, los han obligado a generar diferentes mecanismos para potenciar su autoorganización y garantizar su supervivencia. Es así que frente a amenazas concretas producen soluciones autogestionarias. En este marco existe una producción del Derecho Comunitario que se refleja en la creación de normas de convivencia y la existencia de instancias y procedimientos internos muy flexibles para solucionar sus conflictos, que se caracterizan por su incipientes y por lo tanto permeables a la jurisdicción oficial”.

18 Los estudios sobre el paramilitarismo en Colombia han enfatizado en la débil institucionalización o falta de presencia del Estado como uno de los factores que favorece el origen y la expansión de este fenómeno en diversas regiones del país. Este planteamiento ha sido defendido profusamente por lo investigadores del CINEP. Ver González, Bolívar y Vázquez (2002: 59-75) y Torres (2004). No obstante, no puede desconocerse el papel activo del Estado en el desarrollo del paramilitarismo en otros casos. Por ello es necesario analizar la situación del Estado en contextos concretos, donde sus posiciones pueden tornarse ambiguas. Por otro lado, el argumento de la “debilidad del Estado” se fundamenta en una noción monolítica del Estado reduciendo esta condición a la pérdida o carencia del monopolio de la violencia legítima; no obstante, esa “debilidad” puede hacer referencia a otro conjunto de situaciones como desarticulación administrativa, corrupción o crisis de legitimidad, que pueden producirse en sectores o ramas del Estado que es nece-sario especificar en el análisis. Por tanto, aunque se recurra a esta terminología para dar cuenta de ese vasto conjunto de situaciones, reconocemos que la afirmación “debilidad del Estado” es muy poco útil en términos analíticos.

19 Como se muestra más adelante, las organizaciones paramilitares acuden a la violencia para tratar de cooptar las organizaciones sociales donde estas tienen arraigo, o en otros casos ofrecen sus servicios de “seguridad”, o subordi-nan las empresas comunitarias existentes, con el fin de ganarse el favor de estas organizaciones.

20 Sánchez (2004: 29) menciona las tres expresiones más relevantes de la violencia urbana en las últimas décadas del siglo XX: A principios de los noventa registra el impacto del narcoterrorismo y el sicariato en ciudades como Medellín

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Paramilitarismo en Bogotá (2000-2006): una aproximación a la producción de subjetividad [19]

blemas de tipo socioeconómico como el desem-pleo, la pobreza, la exclusión y la falta de oportu-nidades para la población joven, pero también con cuestiones de tipo cultural, como el debilitamiento de los vínculos sociales, familiares y el recurso a la violencia en la regulación de las relaciones sociales (Sánchez, 2004, 31).

Estos problemas de violencia también confluyen en la reproducción del fenómeno del paramilita-rismo en la ciudad en la medida que, como ha sido ampliamente documentado en el caso colombiano, uno de los elementos más eficaces en la expansión y reproducción de este fenómeno es la articulación con todo tipo de economías ilegales21, reguladas predominantemente por medio de la violencia. Los grupos paramilitares que incursionan en la ciudad aprovechan estas problemáticas de violencia coop-tando las redes de delincuencia común y organi-zada así como las pandillas juveniles22. También explotan las dificultades económicas de las pobla-ciones presentándose como una vía de ascenso social o simplemente como una forma de empleo.

Finalmente, en la ciudad, no sólo en las zonas donde se instalan las organizaciones paramilita-res, subsisten imaginarios de miedo e inseguridad derivados de las prácticas y los efectos simbólicos de la violencia urbana (Blair, 2005: 86). La lucha por el dominio territorial entre las organizaciones delincuenciales y la limpieza social que desarrollan sectores del Estado, se desenvuelven preponde-rantemente en el terreno de lo simbólico. Buscan generar un impacto indirecto en los ciudadanos

que se constituyen en el público de este tipo de violencias. Hechos como el tratamiento de los cuerpos de las victimas por parte de los victima-rios (Blair, 2005: 48-55), las masacres, la limpieza social, los asesinatos selectivos, buscan propagar entre los ciudadanos el miedo y una sensación de desamparo e inseguridad.

En los sectores de clase media y alta se busca una separación de los otros sectores, y el miedo reina entorno a estos por su permanente contacto con la criminalidad. Medidas como los encierros de los conjuntos y viviendas, sumados a la acelerada participación de grupos de vigilancia, difunden aún más los imaginarios de inseguridad (Niño, 1998: 61-63). Esto se articula al fenómeno paramilitar en la medida que al acrecentarse los miedos y los imaginarios sobre violencia contra los ciudada-nos, algunos sectores perciben como necesarias medidas sin importar su carácter legal o ilegal para mejorar la seguridad, que son explotados de una u otra forma por las organizaciones paramilitares que incursionan en el ámbito urbano.

Además, las organizaciones paramilitares acuden a formas de violencia con impacto simbólico que explotan los imaginarios de miedo preexistentes, tales como las amenazas públicas –en volantes, gra-fitis, por ejemplo– y la “limpieza social”, entre otros. Desde las desapariciones de “vagos” o “delincuen-tes” en carros sospechosos que deambulan en los barrios populares de las ciudades, dejando sólo el rumor, hasta los rituales de la masacre con lista en mano en la plaza pública están destinados a conse-

y Cali ligado al accionar de los carteles del narcotráfico. Simultáneamente se produce la implantación de las “milicias populares” en comunidades barriales como Ciudad Bolívar en Bogotá, las Comunas Nororientales de Medellín, el Distrito de Aguablanca en Cali, e incluso en ciudades intermedias como Barrancabermeja ligadas en la mayoría de los casos al accionar de las guerrillas. También menciona entre las modalidades de violencia urbana que afectan las ciudades colombianas la denominada “limpieza social”. El estudio más completo sobre pandillas en Bogotá es el de Ramos (2005).

21 Las dinámicas económicas del paramilitarismo en Colombia han sido estudiadas en un nivel “molar”, resaltando la apropiación territorial por parte de narcotraficantes (Reyes, 1997) y, más recientemente, sus vínculos con toda clase de negocios legales e ilegales (Richani, 2003; Medina, 2005), y con las formas de acumulación contemporáneas del “capitalismo criminal” (Estrada, 2008). Sus dinámicas “moleculares”, en pueblos y ciudades sólo han empezado a estudiarse recientemente, cuando las grandes organizaciones paramilitares adoptan formas de acción y organización mafiosa penetrando en las ciudades y confundiéndose con el crimen organizado (Duncan, 2005, 2006a).

22 Ramos, 2005: 94, sostiene que las relaciones entre paramilitares y pandillas pueden resultar armónicas en zonas donde ambos se proponen desplazar células o milicias guerrilleras, pero resultan conflictivas donde no tienen un enemigo común, en tanto que se disputan el domino territorial.

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[20] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

guir dominación por la vía del miedo, a manera de escarmiento23.

Los elementos institucionales, sociales, económi-cos y culturales reseñados no operan como causas de la incursión del paramilitarismo en la ciudad. Son elementos que preexisten a la llegada de los paramilitares pero que luego se insertan de diver-sas maneras al accionar paramilitar; en esa medida se articulan en los procesos de producción de subjetividad que el desarrollo de este fenómeno implica. Empero, la incursión del paramilitarismo en Bogotá también debe explicarse teniendo en cuenta el contexto nacional de conflicto armado y el devenir de las organizaciones paramilitares.

4. La incursión del paramilitarismo organizado en Bogotá

El conflicto armado colombiano se ha caracteri-zado por tener un carácter marcadamente rural. En esa medida sus manifestaciones muy raras veces han amenazado seriamente el sistema económico o el Estado. Empero, se han desarrollado relevan-tes dinámicas de las guerrillas en los ámbitos urba-nos, como los del Movimiento 19 de Abril (M-19), la Autodefensa Obrera (ADO) y las diversas expe-riencias de Milicias Populares, donde se destacan las del Ejército Popular de Liberación (EPL) (Gar-cía, 1992: Cap. 4). Sin embargo, las guerrillas sólo consiguieron constituirse en una amenaza para la supervivencia del Estado colombiano entre 1995 y 1998, cuando a través de una serie de operaciones como los ataques de las Fuerzas Armadas Revolu-cionarias de Colombia (FARC) a las bases militares de Las Delicias (31-08-96), Patascoy (21-12-97), La Uribe y Miraflores (3-08-98) (Romero, 1998: 44) y el denominado “cerco a Bogotá”, “llegan a dar la impresión de estar en condiciones de pasar de la

guerra de guerrillas a una guerra de movimientos” (Pécaut, 2003: 40).

Hasta cierto punto se podría afirmar que hay una contradicción entre los objetivos de la insurgencia y los medios que emplea para alcanzarlos. Con-cretamente, en establecer como fin la revolución desde el campo en un país altamente urbanizado. Además, el sesgo militarista de las guerrillas revela las dificultades que han tenido para articular un dis-curso que consiga la legitimidad y la representación en diversos sectores de la sociedad colombiana, y entre ellos principalmente los sectores urbanos.

La presencia de los actores armados del conflicto en los espacios urbanos ha sido bastante irregu-lar24. Si bien las principales manifestaciones del fenómeno del paramilitarismo durante la década de los ochenta, tales como los magnicidios, los asesinatos selectivos o el “narcoterrorismo”, tuvie-ron lugar en las ciudades, las dinámicas de orga-nización y expansión del paramilitarismo se han dirigido principalmente al campo. De hecho, uno de los principales argumentos de los paramilitares y quienes los apoyan consiste en decir que han reemplazado al Estado allí donde se encontraba ausente en el enfrentamiento con la insurgencia (Bolívar, 2005).

La presencia de organizaciones guerrilleras en Bogotá puede rastrearse durante toda la década de los ochenta, principalmente el accionar del M-19. La presencia de las FARC puede rastrearse desde 1982, cuando en su VII Conferencia plantean la necesidad de incursionar en las ciudades, para adelantar labores de inteligencia y operaciones logísticas, especialmente. Posteriormente, durante el gobierno de Andrés Pastrana y luego de termi-nados los diálogos de paz, las FARC han tenido una

23 En este sentido, se puede comprender que la táctica privilegiada de las AUC en su “lucha contrainsurgente” haya sido la masacre contra lo que ellos consideraban bases civiles de la guerrilla, antes que los combates propiamente dichos. Ver Cubides (1999).

24 Particularmente la marginalidad de Bogotá respecto del conflicto armado puede explicarse por el “cómodo impasse” entre la insurgencia y el Estado en un momento dado del conflicto armado en el que para ninguna de las partes resultaba beneficioso ponerle fin. Paradójicamente, es el paramilitarismo el que incrementa los costos del conflicto, en términos económicos y de vidas humanas, y el que introduce desequilibrios en el “sistema de guerra” (Richani, 2003).

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Paramilitarismo en Bogotá (2000-2006): una aproximación a la producción de subjetividad [21]

presencia más marcada en especial llevando a cabo operaciones militares.

En la ciudad operan el Frente Urbano Oscar Fer-nando Rueda del ELN y la Red Urbana Antonio Nariño de las FARC. Ambos han tratado de incur-sionar en sectores populares y marginales de la ciudad, aunque sus intervenciones a menudo se agotan en el establecimiento de un orden autorita-rio y les resulta difícil la consecución de legitimidad entre la población (Ramos, 2004: 178).

Para la insurgencia y el paramilitarismo, Bogotá es un espacio de relevancia tanto en términos estra-tégicos como en cuestiones de táctica. Controlar ciertos sectores de la ciudad les permite acceder a corredores viales fundamentales para el control de otras zonas del país, pero también les permite mejorar las condiciones de logística en todo tipo de operaciones y la consecución de recursos (rutas de narcotráfico, lavado de dineros, crimen organi-zado, etc.).

En cuanto al paramilitarismo, cabe resaltar que en la ciudad se han presentado, desde los 1970s, prácticas paramilitares como los fenómenos de

“limpieza social” asociados a la “mano negra” de las fuerzas de seguridad del Estado25. No obstante, la incursión del paramilitarismo organizado, es decir, de las AUC, es mucho más reciente, puede ubicarse desde fines del 2000. El paramilitarismo organizado ha recurrido a formas de acción que re-actualizan las prácticas de la limpieza social y su impacto simbólico.

La incursión del paramilitarismo en Bogotá coincide con, y hasta cierto punto se explica por, el declive de la experiencia de organización de las AUC26. Su comienzo puede marcarse con la primera renun-cia de Carlos Castaño a la jefatura única en julio de 2001, tras argumentar a favor de un sometimiento a la justicia estadounidense. El intento de integrar una organización paramilitar nacional se frustró por el ingreso de grupos de narcotraficantes que se constituyeron en una fracción hegemónica a su interior. Simultáneamente, en este período la relación con el Estado se caracteriza por el reco-nocimiento implícito y explícito de la organización paramilitar como un “actor político”.

Con las negociaciones de paz durante el gobierno Uribe, ha salido a la luz pública la tendencia hacia

25 Esta modalidad de violencia posee elementos que le permiten ser definida como un fenómeno paramilitar. Entre estos elementos se encuentran las concepciones morales, justificaciones y motivaciones de los que la ejer-cen, así como la privatización de las funciones coercitivas y la presunta participación de miembros y agentes del Estado. Podemos caracterizar esta modalidad de violencia en tres elementos: El primer rasgo es que la llamada limpieza social es un fenómeno fundamentalmente urbano; además se trata de una práctica sistemática dirigida contra un espectro específico de personas que tienen en común, entre otros aspectos, su pertenencia a secto-res sociales marginados y el asumir comportamientos rechazados por los agresores; y por último, los promotores de la “limpieza social” maximizan en sus victimas las cualidades o comportamientos que los pobladores rechazan (Rojas, 1996: 23).

26 Las AUC representan un intento por centralizar las diversas estructuras paramilitares del país, una vez desaparecidos los carteles del narcotráfico, desde 1993, pero que se consolida entre 1997 y 2001. Las AUC, desde junio de 1997, emprendieron una serie de acciones orientadas a obtener el reconocimiento político del gobierno, entre ellas el secuestro de Piedad Córdoba, la intensificación de las masacres a comienzos de 1999 ante los acercamientos entre las FARC y el gobierno de Pastrana, y el Acuerdo del Nudo de Paramillo, firmado por las AUC, representantes del Consejo Nacional de Paz y miembros de la sociedad civil el 26 de julio de 1998, donde se comprometían a excluir la población civil del conflicto armado, y que significó un reconocimiento implícito del estatus político a los paramilita-res. Posteriormente, las AUC se convirtieron en el principal obstáculo para el proceso de paz tanto con las FARC, las cuales suspendieron diálogos en enero de 1999 y noviembre de 2000 exigiéndole al gobierno el desmonte de estas estructuras, como con el ELN, pues las movilizaciones de los paramilitares evitaron el despeje de cinco municipios entre Bolívar y Antioquia, donde se llevaría a cabo la Convención Nacional (Gutiérrez, 2004). En marzo de 2000 Cas-taño, el jefe máximo de las AUC, apareció por primera vez en televisión en una entrevista en horario triple A, para declararse defensor de la clase media. Ello empezó a disminuir su impopularidad. Durante el gobierno de Pastrana, los paramilitares crecieron como nunca antes, en una dinámica que los llevó, según datos del Ministerio de Defensa, de tener 3800 integrantes en 1997 a 8150 en el 2000 (Ministerio de Defensa Nacional, 2000: 10).

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[22] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

la compra de frentes o franquicias de las AUC desde el 2001. Los narcotraficantes, principales compradores de estas franquicias, tras la desarti-culación de los grandes carteles encontraron refu-gio en el campo y se vincularon con las estructuras paramilitares ya consolidadas, subordinándose a los jefes paramilitares o llegando posteriormente a tornarse dominantes en ellas (Duncan, 2006a). En septiembre de 2002 se desata una disputa en el interior de las AUC en relación con el tema del narcotráfico27. Ello llevó a la posterior renuncia de Castaño a la jefatura política, quien a continuación desapareció28. A partir de allí, la negociación con el gobierno cambió de tono y se tornaron principales temas como la extradición29.

En forma simultánea con los diálogos de paz, se desarrolla una guerra entre distintas facciones de las autodefensas, en la cual los grupos que nego-cian con el gobierno pretenden desarticular a los

que según ellos están ligados al narcotráfico y, por su parte, los grupos que no negocian dicen que los que negocian son narcotraficantes que buscan “legalizarse”30. Como se muestra más adelante, esta “guerra interna” alcanzó proporciones alar-mantes en Bogotá. Finalmente, las estructuras de las AUC terminan desmovilizándose o reestruc-turándose como organizaciones de delincuencia organizada según el caso.

Los grupos de paramilitares al principio hicieron presencia en barrios populares y marginales de Bogotá caracterizados por la urbanización ilegal e invasiones, con problemáticas de ausencia de infraestructura (bienes, servicios, espacio público, vivienda, transporte, seguridad), ubicados en las zonas receptoras de población desplazada por la violencia o por la crisis económica31. Más tarde, sus redes se desplazaron hacia sectores céntricos y comerciales de la ciudad32.

27 Ver los comunicados de Carlos Castaño rechazando la financiación con recursos del narcotráfico y la respuesta de algunos de sus copartidarios reproducidos en Patiño, Otty y Jiménez Alvaro (2002: 358-371).

28 Ver “Pacto de sangre“, en Semana 1147, abril 23-mayo 4 de 2004. Castaño desapareció a fines de abril de 2004. Días antes el juez Baltasar Garzón había ordenado su captura por apoyar organizaciones narcotraficantes. En junio de 2006 otro paramilitar, Jesús Ignacio Roldán alias “Monoleche”, guió al Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) de la Fiscalía hasta una fosa donde presuntamente se encontraban los restos de Castaño y afirmó que había sido asesinado por orden de Vicente Castaño, para evitar su entrega a EEUU y una posible delación de los demás jefes. La Fiscalía General de la Nación, afirmó que los restos eran de Carlos Castaño. Sin embargo, “en abril de 2007, la Corte Suprema de Justicia informó que las pruebas realizadas por la Fiscalía no eran concluyentes y en consecuencia con-denó, como reo ausente, a Carlos Castaño Gil a 20 años de prisión por la masacre de 49 campesinos en el Municipio de Mapiripán, Meta, en 1997” Comisión Colombiana de Juristas (2008: 40).

29 Ver “Paras publican agenda de negociación”, en El Tiempo, 27 de mayo de 2004, pp. 1-7.30 La confrontación armada se da entre las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC) y el Bloque Centauros de las

AUC que operan en la región de los llanos, por una parte, y entre el Bloque Cacique Nutibara de “Don Berna” y el Bloque Metro al mando de Rodrigo Franco o “Doblecero”, por otra. Los enfrentamientos culminan con la desapa-rición del Bloque Metro y el posterior asesinato de su comandante Rodrigo Franco quien con anterioridad había acusado a “Don Berna”, jefe del bloque Cacique Nutibara, de su posible asesinato y a quien además calificaba de cabeza del narcotráfico en las AUC. Ver: “Rendición masiva en guerra para”, en El Tiempo, Bogotá, 18 agosto de 2003, pp. 1-2. “Don Berna, el exterminador de las AUC”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 28 septiembre de 2003, pp. 1 y 1-2. “Rodrigo Franco o Doblecero, jefe del Bloque Metro reconoció que la estructura militar que lideraba dejó de existir después de los combates contra AUC en octubre”. “¿Dónde está Doblecero?”, en El Tiempo, Bogotá sábado 3 enero de 2004, pp. 1-4. “Don Berna dio orden de matarlo”, en Revista Semana, Bogotá, No. 1148, mayo 3 al 10 de 2004, p. 56.

31 “Cinturones de miseria repletos de desocupados, sobre todo población joven, expulsada del mercado laboral y expuesta a los pocos mercados mediocres que garantiza una supervivencia mediocre: la economía de subsistencia, el rebusque delictivo o las organizaciones criminales. Estas barriadas viven empantanadas en el no futuro que sirvió de campo roturado al narcotráfico y ahora a las organizaciones ‘subversivas’ de izquierda y derecha. Es la pobreza donde el fenómeno se ha vuelto escandaloso y amenazante”. En: “Las otras comunas”, en El Tiempo, Bogotá, 24 de noviembre de 2002, pp. 1-16.

32 “Paras no dejan Sanandresito”, en El Tiempo, viernes 7 de octubre de 2005, pp. 1-11.

Page 23: Paramilitarismo Cultura y Subjetividad

Paramilitarismo en Bogotá (2000-2006): una aproximación a la producción de subjetividad [23]

En el estudio de la incursión paramilitar en Bogotá pueden establecerse dos dinámicas: En primer lugar, la presencia paramilitar puede explicarse como un resultado de la correlación de fuerzas del conflicto armado a nivel nacional. En este caso, el establecimiento de grupos de paramilitares se explicaría en función de las necesidades estratégi-cas de las AUC, en especial, la necesidad de con-trolar el flujo de recursos hacia la zona de disten-sión en el 2000; posteriormente, y siguiendo esta misma dinámica, el afianzamiento de los grupos paramilitares se explicaría por el debilitamiento de las estructuras de la insurgencia, de las FARC principalmente, que operaban en Cundinamarca y Bogotá, como consecuencia de los planes imple-mentados por las Fuerzas Armadas en el marco de la política de seguridad democrática del gobierno Uribe33.

En segundo lugar, la presencia y expansión de los paramilitares sobre Bogotá se explica por la tran-sición organizativa que afrontan las AUC en este período, marcada por la conversión o degradación hacia estructuras mafiosas que expanden sus ten-táculos a las ciudades en busca de recursos econó-micos y el control de actividades económicas lega-les e ilegales de todo tipo (Duncan, 2005). En esta dinámica se inscriben las pugnas entre estructuras en el interior de las AUC por el control de zonas estratégicas de la capital.

Ambas dinámicas inciden en la producción de la subjetividad en la Ciudad. En el primer caso los impactos pueden ubicarse más en un nivel macro o molar, en cuanto la presencia de las AUC refuerza los imaginarios de inseguridad y miedo en la ciudad, particularmente en cuanto difunde una percepción de cercanía con el conflicto armado. En el segundo caso, el impacto sobre la subjetividad puede ras-

trearse a un nivel micro o molecular, a través de las formas como la subjetividad se ve modelada como consecuencia de las acciones violentas y la imposi-ción de su orden en distintos sectores de la Ciudad desde donde las organizaciones paramilitares des-pliegan sus acciones.

4.1 Imperativos estratégicos

Según informaciones de prensa, en entrevistas a Carlos Castaño, las AUC hacen presencia en Bogotá desde finales del año 2000. En enero de 2001, Castaño previene sobre la llegada de un frente de paramilitares compuesto por hombres de diferen-tes fuerzas de las AUC. En ese momento las AUC se encuentran en una campaña de oposición a los diá-logos entre las guerrillas y el gobierno Pastrana. De ahí que su incursión en Bogotá es presentada con el objetivo de limitar la salida de material de guerra y provisiones de Bogotá hacia la zona de distensión donde el gobierno y las FARC habían instalado las mesas de negociación34.

Inicialmente entra en operación el Frente Capital, al mando de “Miguel Arroyabe”, con el objetivo de copar las vías de comunicación de las FARC, haciendo presencia en barrios populares donde presuntamente operan milicias urbanas de la gue-rrilla, principalmente al suroccidente y suroriente de la capital, en las localidades de Ciudad Bolívar, Bosa, Kennedy y el sector de Cazucá en el muni-cipio de Soacha. De acuerdo con Bernardo Pérez (2006: 354)

el establecimiento permanente del frente capital en Bogotá a fines del año 2000 fue paralelo a la consolidación de las operaciones de contención que adelantaban las Fuerzas Militares en torno a la zona desmilitarizada del Caguán.

33 Los grupos paramilitares presentaron una gran expansión en la primera administración de Uribe (2002-2006) y en plena negociación con el gobierno. En un balance a dos años del gobierno Alfredo Rangel (2005b: 53) afirmaba: “Si bien hay unas conversaciones en curso, hay que señalar también que estos grupos paramilitares jamás habían estado tan fuertes como lo están en este momento. Han tenido un proceso sostenido de crecimiento durante los últimos años, es el único de hecho grupo irregular que ha estado creciendo durante los dos años de la administración actual”.

34 “Paras de Bogotá se irían al Llano”, en El Tiempo, miércoles 14 de agosto de 2004, pp. 1-5.

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[24] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

Lo anterior permite afirmar que la posterior conso-lidación del accionar paramilitar en la ciudad estuvo en buena parte soportada en el debilitamiento de las estructuras de las guerrillas, en especial de las FARC, que operan en Bogotá y sus alrededores, como consecuencia de la ofensiva militar al final del gobierno Pastrana y de la implementación de planes militares en el marco de la política de segu-ridad democrática en el gobierno Uribe. Estas ini-ciativas permiten un fortalecimiento de las AUC en Bogotá paralelo al debilitamiento de los frentes 51, 52 y 53 de las FARC que operan en Cundinamarca (Pérez, 2006).

Al comienzo el accionar de los paramilitares se orienta a disputar el control del territorio a las estructuras de las guerrillas, para posteriormente imponer su propio orden. En esa medida, ejecu-tan acciones de “limpieza social”, reclutamiento de jóvenes desempleados35, cooptación de bandas y pandillas locales así como de los denominados “sindicatos de seguridad” –empresas ilegales de vigilancia privada–36, e incluso intentan cooptar por la vía de la coerción organizaciones sociales, juntas de acción comunal y autoridades locales, espe-cialmente ediles. Una vez conseguido el dominio territorial, el establecimiento del orden se sustenta en la regulación de las economías legales e ilegales locales –especialmente comercio y transporte– con base en la coerción. Esto sólo pudo conseguirse en ciertas zonas de la capital, principalmente en la localidad de Ciudad Bolívar y el sector de Cazucá en Soacha37.

En esas zonas hubo un desmedido uso de la vio-lencia tanto en enfrentamientos entre parami-litares y milicias como en contra de la población civil. El control sobre la población estuvo basado

en la imposición de un orden fundamentado en el miedo, similar al que implementan en las zonas rurales donde las estructuras paramilitares domi-nan. Si en un principio se presentaron como pro-veedores o garantes de la seguridad, eliminando ladronzuelos de barrio, indigentes, pandilleros o desplazando las milicias de la guerrilla, cuando consiguieron el dominio territorial, su persistencia se asentó en la capacidad de generar miedo en los espacios de la ciudad donde hacen presencia. De ahí los altos grados de violencia que tuvieron que implementar.

Todo ello se vio reforzado por la ausencia u omi-sión de las autoridades estatales, que llegó hasta el punto de que los organismos encargados no logra-ban ingresar a ciertas zonas para hacer los levanta-mientos de los cadáveres38. La situación sólo salió a la luz pública en el 2004. En mayo, la Defensoría del Pueblo declaró una alerta temprana para Cazucá y Ciudad Bolívar por enfrentamientos entre paramili-tares39. La “limpieza social” en Cazucá había dejado 847 personas muertas en el primer semestre40, y en Ciudad Bolívar se habían presentado 36 muer-tes selectivas entre enero y febrero, ediles amena-zados y presencia de encapuchados identificados como “paras”41.

4.2 Transición organizativa y búsqueda de rentas

La segunda dinámica de incursión del paramilita-rismo en Bogotá está relacionada con la transición y desintegración de las AUC y su transformación en estructuras de carácter mafioso.

En ese contexto, partimos de las consideraciones de Duncan (2005), quien sostiene que se abrió un

35 “Las oficinas de reclutamiento de Martín Llanos en Bogotá”, en El Tiempo, lunes 18 de octubre de 2004, pp. 1-3. 36 “El ‘Conejo’ de la Vigilancia Privada”, en El Tiempo, septiembre 7 de 2003, “Multas para la Vigilancia Pirata”, en El

Tiempo, septiembre 12 de 2003.37 “Garzón ‘blindará’ a Ciudad Bolívar”, en El Tiempo, lunes 11 de abril de 2005, pp. 1-3., “El caso de Cazucá”, en El

Tiempo, lunes 11 de abril de 2005, pp. 1-3. 38 “La pena de muerte regía en Cazucá”, en El Tiempo, 7 de noviembre de 2004, pp. 1-5.39 “Seguridad. Alerta en Ciudad Bolívar”, en El Tiempo, 12 de mayo de 2004, pp. 1-2.40 “Reaparecen grupos de limpieza”, en El Tiempo, viernes 20 de agosto de 2004, pp. 1-12.41 “¿Qué hay tras la alerta en Ciudad Bolivar?”, en El Tiempo, 16 de mayo de 2004, pp. 2-9.

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Paramilitarismo en Bogotá (2000-2006): una aproximación a la producción de subjetividad [25]

nuevo frente de acción para las autodefensas en el dominio de diversas actividades estratégicas en las grandes ciudades. Esto implica un cambio fun-damental en tanto que la organización y las formas de acción de los “señores de la guerra” rurales cambian para adoptar forma de “redes mafiosas” con el objetivo de infiltrar las ciudades en activi-dades como la regulación de transacciones cri-minales, de actividades legales y de instituciones gubernamentales. La infiltración empieza en acti-vidades ilegales mediante la cooptación de redes criminales: inicialmente se eliminan delincuentes de baja reputación para crear una sensación de seguridad y luego se pasa a una regulación de la criminalidad hasta lograr el monopolio de ciertos delitos, cobrando “impuestos” a las comunidades para ofrecer seguridad, al tiempo que se entregan “franquicias” a grupos de delincuentes; quienes no pagan o no aceptan adherirse a la organización son eliminados.

Si bien inicialmente la acción de las estructuras paramilitares en Bogotá se orientó a desplazar o aniquilar las células de las milicias guerrilleras, desde mediados del 2002 se presenta una pugnaci-dad entre dos estructuras de las AUC por el control de diversas zonas de la ciudad, articulado a la regu-lación de circuitos económicos legales e ilegales. Esta “guerra interna” es un residuo del enfrenta-miento que sostienen en otras regiones del país las Autodefensas Campesinas del Casanare y el Bloque Centauros42.

Las estructuras enfrentadas son el Frente Capital al mando de Miguel Arroyabe –jefe del Bloque Cen-tauros–, con 400 hombres, que hace presencia en

Restrepo, Kennedy, Puente Aranda, Ferias, 7 de agosto, Bosa y Cazucá, por una parte, y el Bloque República con 120 hombres al mando de Martín Llanos –jefe de las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC)– que opera en Suba, Los Mártires, Germania y Usme43.

El enfrentamiento salió a la luz pública en octubre de 2003, a raíz de un atentado con carro bomba en Sanandresito44. Este se produjo por la agudización de la “guerra” entre Martín Llanos y Arroyabe en Cundinamarca, aunque desde el 2002 se habían registrado acciones de violencia en Corabastos, Carvajal, Puente Aranda, Sanandresito de la 38, y San Rafael (Pérez, 2006: 362).

La disputa se explicaba por el control de las deno-minadas “Oficinas de cobro” que se extendían en puntos de la ciudad como Corabastos, Sanandresito de la 38, 7 de agosto, y Restrepo45. Aunque estos dispositivos existían antes de la incursión del para-militarismo organizado en la ciudad, constituyen la mejor evidencia del devenir mafioso de parte de las estructuras de las AUC, no sólo por el enfren-tamiento que tuvieron entre sí, sino en la medida que están destinadas a proteger a sus clientes de la inseguridad que ellos mismos producen.

En una entrevista, uno de los cabecillas, Miguel Arroyabe, explica el funcionamiento de las “ofici-nas de cobro” de la siguiente manera:

El bloque centauros hace presencia ocasional por conducto del Frente Kapital (sic) en dicha zona [Sanandresito] y en muchas zonas de Bogotá. Su accionar en el tema de los cobros es mediar

42 “No dejaremos que ‘Macaco’ haga en Bogotá lo que ‘Don Berna hizo en Medellín’”, en El Tiempo, domingo 17 de abril de 2005, pp. 1-8.

43 “¿Ciudad perdida? La Defensoría alerta sobre el crecimiento del paramilitarismo en zonas como Ciudad Bolívar, donde las Auc reclutan gente por 600.000 pesos mensuales”, en Cambio, No 562, 5 al 12 de abril de 2004, pp. 28-30.

44 “La Bomba era pa’ los ‘pajaros’”, en El Tiempo, octubre 10 de 2003.45 “Estas oficinas son organizaciones criminales conformadas por personas que han pasado por grupos paramilitares,

carteles de las drogas, filas subversivas y la delincuencia común. Empezaron con delincuentes sin ninguna espe-cialización en el hampa y servían principalmente para amenazar a aquellas personas que no querían pagar deudas de negocios ilícitos. Luego pasaron a tener expertos en sicariato, secuestros y extorsiones”. “Bandas pescan en río revuelto”, en El Tiempo, lunes 12 de septiembre de 2005, pp. 1-5, “La ciudad no será teatro de guerra”, en El Tiempo, martes 30 de marzo de 2004, pp. 1-15, “Definen ‘blindaje’ para Bogotá”, en El Tiempo, lunes 29 de marzo de 2004.

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[26] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

en el arreglo de situaciones complejas donde es común que las partes (por la naturaleza del origen de sus negocios) terminen en verdaderas batallas campales46.

En agosto de 2004 se produce la desmovilización del Bloque Centauros de Miguel Arroyabe con, pre-suntamente, 350 hombres47. Al mismo tiempo cesa la “guerra” entre Llanos y Arroyabe, quien es asesi-nado por otro grupo paramilitar en septiembre de 2004. Ello da pie a la desarticulación por parte de las autoridades de los reductos del Frente Capital, en parte por informaciones producto de los enfren-tamientos internos (Pérez, 2006: 367). Si bien ello implica que la presencia paramilitar, entendida como la presencia de las AUC, llegó a su fin, no se puede decir lo mismo respecto a los mecanismos de control implementados por estos grupos, al legado que han dejado en las redes del crimen organizado que continuaron optando por presentarse como paramilitares pese a no tener ninguna caracterís-tica de contrainsurgencia, al retorno de prácticas de paramilitarismo como la limpieza social ampa-rada en –presuntamente– nuevas organizaciones paramilitares48, y a su impacto en la producción de subjetividad en la ciudad.

5. Impacto en la producción de subjetividad

El impacto concreto de la incursión del paramilita-rismo organizado en la producción de subjetividad en la ciudad puede ubicarse en dos niveles. En pri-mer lugar, en el territorio, en las vivencias directas

de los sectores de la ciudad donde las organizacio-nes paramilitares consiguieron un amplio dominio del territorio, la población y sus actividades econó-micas; y en segundo lugar, el impacto de sus accio-nes y de su presencia en los demás sectores de la ciudad.

En ambos casos el principal impacto es la produc-ción de un imaginario de miedo e inseguridad entre los pobladores de la ciudad. El miedo y la seguridad son dos caras de la misma moneda y dos situacio-nes inmanentes la una a la otra. Si no hay miedo no hay sensación de inseguridad y viceversa. De ahí que este imaginario puede “legitimar” el accionar paramilitar en algunos sectores en la medida que se sientan protegidos. Sin embargo, los mecanis-mos y las experiencias por las que se produce son distintos.

En el primer nivel, molecular, la producción de sub-jetividad de los ciudadanos bajo el dominio para-militar es muy similar al de las zonas rurales donde estas organizaciones han dominado y, por tanto, se basa en un ejercicio desmedido de la violencia con el fin de producir miedo en situaciones concre-tas. En el segundo nivel, molar, el impacto es más indirecto, no proviene de la experiencia directa con la violencia paramilitar, sino de un imaginario de miedo o percepción de inseguridad producto de la información de los medios de comunicación y de la comunicación por otros canales, como los rumores o la comunicación de oídas, sobre la cercanía del conflicto armado, del que los pobladores de la ciu-dad se habían sentido ajenos.

46 “Acabamos con fortín de las FARC en Sanandresito: Arroyabe”, en El Tiempo, 9 marzo de 2004, pp. 1-4.47 “Paras de Bogotá se irían al Llano”, en El Tiempo, miércoles 14 de agosto de 2004, pp. 1-5.48 La desmovilización o desarticulación de las estructuras paramilitares abrió la posibilidad para que se presentaran al

menos tres tipos de situaciones en la Ciudad: primero, los reductos de organizaciones paramilitares no desmoviliza-dos ni desarticulados optaron por dejar de presentarse como tales pero continuaron ejerciendo el control sobre los recursos que habían conseguido de forma ilícita y las transacciones ilegales. Entre ellos se ubicaron predominante-mente mandos medios para quienes no habían beneficios como los de los cabecillas, pero que tampoco se sentían atraídos por el salario básico que se ofreció por un tiempo a los desmovilizados rasos. Segundo, la criminalidad organizada en algunos casos optó por presentarse como parte de una estructura paramilitar o un nuevo grupo para-militar, con el fin de tener mayor eficacia en el ejercicio de la violencia simbólica necesario para sus labores delictivas. Finalmente, la desmovilización dejó abierta la puerta para el ingreso en escena de la “mano negra” del Estado, que ahora podría apoyar sus labores de contrainsurgencia, entre ellos la limpieza social, en la existencia de estructuras paramilitares “ajenas a” o autónomas de las Fuerzas Armadas o bandas criminales emergentes. Sobre el panorama posterior a las desmovilizaciones ver ICG (2007) y CNRR (2007).

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Paramilitarismo en Bogotá (2000-2006): una aproximación a la producción de subjetividad [27]

5.1 En el nivel molecular

Como se ha venido afirmando, hay una serie de elementos que preexisten a la incursión del para-militarismo en Bogotá, pero que las organizacio-nes paramilitares re-actualizan para llevar a cabo sus fines, los cuales impactan en los procesos de producción de subjetividad. Los grupos de para-militares que llegaron a Bogotá a finales del 2000 desde otras zonas del país recurrieron a la “lim-pieza social” como forma de conseguir su incursión y legitimación en la ciudad49. Esta práctica es una prueba fehaciente de que a pesar de su orienta-ción mafiosa, y en permanente tensión con esta, las organizaciones paramilitares conservaron una orientación contrainsurgente, en la medida que la “limpieza social” se funda en la eliminación de sujetos construidos mediante estereotipos como corruptores del orden social, que provocan miedo, de allí su carácter legitimante.

En Ciudad Bolívar y Cazucá proliferaron acciones de “limpieza social”50. Los promotores y ejecutores de esta modalidad de violencia tienen la intencio-nalidad de disciplinar, desplazar o confinar a sus víctimas so pena de muerte (Rojas, 1996: 23). En el primer caso se trata, a partir de un asesinato o una masacre, ejemplificar lo que le puede suceder a un sujeto o grupo de sujetos, construido a partir de estereotipos como corruptor del “cuerpo social”, si no modifica su comportamiento, con el fin de sen-tar un precedente de escarmiento para los demás. Para conseguir el dominio territorial y poblacional y su legitimación en Bogotá los paramilitares recurrie-

ron a este tipo de prácticas. Como comenta Pérez (2006: 365) “en algunas ocasiones se exhibieron cadáveres descuartizados en sitios de tránsito obli-gado de pobladores locales”. En el segundo caso, la amenaza busca desterrar de un determinado espa-cio a quien personifica determinados conceptos abstractos como la delincuencia, la drogadicción, la marginalidad o la resistencia al orden social vigente, o finalmente, busca confinar a los portadores de dichas identidades a determinadas zonas, tal como en su época fue la famosa “Calle del Cartucho” y hoy es el sector de “Cinco huecos”.

Como puede verse, estas dos fuentes de “limpieza social” se refuerzan y se actualizan una a la otra, llegando a constituirse una serie de prejuicios y estereotipos tanto de personas como de lugares. Esta forma de violencia refuerza los imaginarios de miedo e inseguridad en la medida que los factores, sectores y niveles de miedo en Bogotá están directamente relacionados con las perso-nas o lugares que se identifican con la delincuen-cia común, o con los que la gente cree son una potencial amenaza directa, cotidiana. Empero, esa percepción varía, al igual que las posibles reac-ciones, de acuerdo al “posicionamiento” (econó-mico, cultural, social, de género, etc.) del que lo siente o percibe. De acuerdo con el estudio de Niño (Niño et al, 1998: 107-130) sobre las reaccio-nes posibles al miedo, aunque cabe la posibilidad de una estrategia de enfrentamiento y medidas como las de salir armado, o recurrir a seguridad privada, es claro que la tendencia que prima es

49 Esta modalidad de acción paramilitar se presenta en Colombia desde finales de los setentas, teniendo su periodo de mayor auge a lo largo de los ochenta y un descenso en la última década. En este periodo empieza a extenderse el hallazgo de personas asesinadas con las mismas características a lo largo de las principales ciudades de Colombia (Medellín, Cali, Bucaramanga, Bogotá, etc.) y la aparición de amenazas y de mensajes atribuyéndose este tipo de crímenes, en los cuales justificaban su accionar en ir en contra de los “indeseables” y “malandros”, en ser una lucha contra la delincuencia. Con el aumento del número de lo que pasó a denominarse “escuadrones de la muerte”, se fue ampliando el espectro de víctimas de “indigentes”, “jíbaros”, “gamines”, “ñeros” y personas con antecedentes penales de los primeros casos a abarcar personas que eran reconocidas como homosexuales, dementes y recogedo-res de papel. Frente a esta extensión del fenómeno (territorial, número de organizaciones y de víctimas) en los años siguientes “…fueron cada vez más escasas las manifestaciones de rechazo, así como los pronunciamientos y acciones para que cesara, llegándose incluso a una situación de creciente aceptación social” (Rojas, 1996: 22). En lo que a Bogotá se refiere este fenómeno hace su aparición en noviembre de 1980 con el hallazgo reiterado de cadáveres de personas (presuntos delincuentes) con las manos atadas y baleados en la cabeza en la vía al cerro de Guadalupe (salida al vecino municipio de Choachí) y en años posteriores de personas en similares circunstancias y características en el botadero de Doña Juana.

50 “Acusaciones por Masacre”, en El Tiempo, octubre 17 de 2003.

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la de tomar una estrategia que consiste en evitar las posibles situaciones, personas o lugares que puedan provocar miedo, ello contribuye a este-reotipar determinados sectores de la sociedad y determinados lugares. Los promotores de la “lim-pieza social” buscan conseguir su aprobación y legitimidad, al usar el miedo vivido e imaginado por un gran sector de la sociedad y los estereoti-pos, que unos y otros comparten, sobre las iden-tidades rechazadas. Así mismo, este imaginario de miedo sirve como un factor legitimante de las prácticas de “limpieza social” y, en el caso del para-militarismo organizado, de su dominio sobre las poblaciones.

El dominio de los paramilitares en las localida-des anteriormente referidas incluyó acciones que podrían comprenderse como una reactualización de la “limpieza social”, como los grafittis con decla-raciones de objetivos militares a jóvenes “marigua-neros, sapos y guerrilleros”, asesinatos de líderes de organizaciones de desplazados, desapariciones de líderes comunitarios51, y las amenazas de muerte hechas en público por grupos de encapuchados identificados como paramilitares. Estas acciones estaban subordinadas tanto al intento por con-seguir la legitimidad de los pobladores al proveer “seguridad”, como a la violencia desplegada con-tra todo aquello que se interpusiera en su afán por conseguir el dominio territorial. En ambos casos se trató de generar miedo en los barrios y localidades donde consiguieron mayor dominio.

Así pues, la principal consecuencia de este tipo de violencia para la formación de la subjetividad del ciudadano en Bogotá ha sido la formación de

un imaginario del miedo que, entre otras cosas, prolonga en los imaginarios de los habitantes de la ciudad los efectos de la “limpieza social”. Dicha percepción de inseguridad y miedo tiene como fuente la vivencia de la ciudad, pero por otro lado “…la imagen construida a partir del relato, la que pasa de boca en boca, la que se hereda, y la que se consume a través de medios masivos de comu-nicación” (Niño, 1998: 77). En tal medida, pueden entenderse las dinámicas de miedo desplegadas por las organizaciones paramilitares en sus locali-dades de dominio: los rumores expresados con la figura de “un camioncito de noche que se lleva a los muchachos”; los enfrentamientos armados: según un poblador de una zona de la ciudad con presen-cia paramilitar “para la policía estas balaceras son esporádicas. Para los habitantes ya se volvieron parte de su cotidianidad”52; así como la prolifera-ción de las denuncias de pequeños comerciantes por extorsiones de grupos de “seguridad”53.

5.2 En el nivel molar

La incursión del paramilitarismo en Bogotá coin-cide con una modificación sustancial en las per-cepciones del conflicto armado por parte de los pobladores de la ciudad54. Este es un hecho que incide en gran medida en la producción de subjeti-vidad ciudadana en la capital dado que refuerza los imaginarios de miedo e inseguridad que regulan las relaciones entre ciudadanos. Un estudio de la manera como el conflicto armado influye en la pro-ducción de la subjetividad por la vía del cambio en las percepciones excede este trabajo. Sin embargo, es necesario señalar los aspectos más importantes de este fenómeno.

51 “El reciclaje para”, en Cambio, 12 al 18 de junio de 2006, pp. 20-26.52 “El miedo ronda en Cazucá”, en El Tiempo, 7 de marzo de 2004, pp. 2-8.53 “Quien Está Extorsionando”, en El Tiempo, septiembre 5 de 2003.54 Vélez Ramírez (2000:12) sugería este análisis en el año 2000: “…los cambios que en los dos últimos años se han

producido en las dinámicas bélicas objetivas muy significativos por cierto, no pueden oscurecer las mutaciones que se han venido presentando en las percepciones urbanas del fenómeno. Si en los años anteriores había percibido el conflicto armado como una forma más de violencia, desde hace apenas un año la Ciudad, al recibir en sus primeras calles de entrada los coletazos del fenómeno, ha empezado a pensar, sentir y percibir que existía la guerra, que durante más de 30 años había sido una tozuda y persistente realidad en los campos del país. Entonces, sobre todo las clases medias urbanas, que de manera tan significativa habían contribuido a la elección final de Pastrana, se vol-vieron contra el presidente”.

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El cambio en la percepción del conflicto por parte de los pobladores de las ciudades hace parte de una dinámica de sensibilización de ciertos sectores de las ciudades frente a la escalada del conflicto armado que se presenta en el gobierno Samper (1994-1998). Los orígenes de esa sensibilización y ese cambio en la percepción pueden rastrearse desde el “Mandato ciudadano por la paz” en 1997 y la marcha para decirle “¡No más!” a la violencia en 1999. Aunque estos hechos puedan haber cons-tituido estrategias para orientar la opinión pública por sectores sociales particulares y sectores del gobierno, lograron movilizar sectores considera-bles de la Ciudad.

En el “Mandato ciudadano por la Paz”, en octubre de 1997, cerca de diez millones de ciudadanos se expresaron en las urnas por una salida negociada del conflicto (Leal, 1999: 3). La movilización más importante de la población civil a favor de la paz se produjo el 24 de octubre de 1999, se denominó ¡No más! y tuvo por objeto exigir el cese al fuego. Fue una movilización de millones de colombianos en varias ciudades55.

Así mismo, el cambio de percepción en la ciudad respecto al conflicto armado puede rastrearse en la apreciación negativa que generó la zona desmi-litarizada del Caguán, en medio de las negociacio-nes de paz con el gobierno Pastrana (1998-2002), en sectores urbanos altos, que fue ampliamente

promovida por los medios de comunicación como una “entrega del país a las FARC”56.

Sin embargo, los cambios más profundos se regis-tran con el desplazamiento de acciones violentas hacia la ciudad. Para el caso de Bogotá, la refe-rencia obligada es el atentado al Club El Nogal en febrero de 2003, pero igualmente las acciones de los grupos paramilitares anteriormente reseñadas. Estos hechos van configurando un cambio de per-cepción en el que los habitantes de Bogotá empie-zan a percibirse amenazados por las dinámicas propias del conflicto armado en la medida que per-ciben que los está tocando directamente, cuando previamente la ciudad se había percibido como un espacio ajeno a la guerra.

Estudiar con rigor esta dinámica, que desborda esta investigación, implica analizar además cómo ha sido la recepción del discurso de los paramilita-res y sus justificaciones para entrar en la guerra57. En segundo lugar, la recepción que ha tenido el discurso gubernamental de la “seguridad demo-crática” en las dos administraciones de Uribe (2002-2006 y 2006-2010), el cual también contri-buyó a producir una percepción de cercanía del conflicto armado en la ciudad. Y finalmente, cómo estas lógicas producen un tipo particular de ciuda-dano, temeroso de su prójimo, preocupado por la seguridad y capaz de legitimar abiertamente pro-yectos contrainsurgentes.

55 “¿Y ahora qué?”, en Semana 912, octubre 25 a noviembre 1 de 1999.56 Cabe recordar que, durante las negociaciones de paz, el tema del despeje y el manejo de éste por parte de las FARC,

ante la ausencia de acuerdos claros para ello, se convirtió muy pronto en el punto de discordia del proceso de nego-ciación. Las FARC habían pasado de pedir el despeje del municipio de la Uribe en 1995 a pedir el despeje de 5 muni-cipios (Pécaut, 1999: 209). Por ello, el despeje fue interpretado por algunos sectores como una entrega por pedazos del país a la guerrilla. Empero, para algunos analistas “lo único que hizo Pastrana fue formalizarles su presencia histórica de poder en la zona de Caquetanía, situación preexistente a la táctica de despeje con fines de distensión” (Vélez, 2000:24). El cambio en las percepciones del conflicto armado en las ciudades fue tan profundo que para otros, “el proceso y el despeje no lo creó Pastrana sino que se lo exigió la sociedad civil” (García-Peña, 2002: 68).

57 Ver Estrada (2001) y Bolívar (2005).

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Conclusión

Las conceptualizaciones que del paramilitarismo se han hecho en el caso colombiano, ya lo tomen como instrumento, actor, o fenómeno sociopolí-tico se caracterizan por restringir su explicación al ámbito de la organización y producción de la violencia física, dejando de lado sus impactos simbólicos y la forma como esa violencia consigue una aceptación, forzada o no. En suma, la forma como el ejercicio de la violencia contribuye en la producción de la subjetividad. Esto ha limitado tales conceptualizaciones a la hora de respon-der por las razones que explican la persistencia de fenómenos de violencia organizada como el paramilitarismo.

Reflexionando sobre el caso de Bogotá entre el 2000 y el 2006, este trabajo intentó identificar los aspectos que explican la reproducción del para-militarismo, su expansión y persistencia en el tiempo, más allá del ejercicio de la violencia física. En la ciudad se encuentran problemáticas socia-les, económicas, institucionales y culturales que preexistían a la incursión del paramilitarismo pero que luego de su llegada a la ciudad se imbricaron en su desarrollo. Principalmente, se identificaron dinámicas de marginalización de poblaciones, que en parte se deben al déficit de planeación urbana producto de las situaciones de violencia del resto del país que han incidido en el poblamiento de la capital en sus zonas suburbanas. Si bien en muchas de estas zonas se presentan carencias de servicios (educación, salud, transporte, espacio público, seguridad, etc.) que el Estado no provee, la ausencia del Estado no es suficiente para expli-car la instalación de grupos paramilitares. Máxime cuando el Estado ha desplegado la violencia para-militar, en muchos casos bajo la modalidad de limpieza social. Además, el paramilitarismo puede asentarse en estas zonas por acción u omisión de las autoridades estatales.

Simultáneamente en estas zonas se ha desarro-llado tejido social o “comunidad”, representado en las asociaciones de ciudadanos que buscan satisfacer, de manera autogestionaria en muchos casos, las necesidades que el Estado no satisface. Sin embargo, tanto la ambigüedad –por no decir “debilidad”– del Estado como el nivel de organi-zación de la sociedad civil, pueden ser aprovecha-das por los grupos paramilitares para conseguir el dominio del territorio, por vía de la suplantación del Estado en labores como la seguridad o por la vía de la cooptación violenta de las organizaciones sociales. Asimismo, las organizaciones paramilita-res aprovechan los imaginarios de miedo e insegu-ridad en la ciudad y los re-actualizan en prácticas como la limpieza social y la cooptación de redes criminales.

Por otro lado, la incursión de las organizaciones paramilitares en Bogotá se explicó atendiendo al contexto del conflicto armado a nivel nacional y a la situación de transición organizacional o degrada-ción de las AUC. En este sentido, la expansión de los paramilitares sobre Bogotá se explicó en función de los imperativos estratégicos de esa organización en la parte final del gobierno de Pastrana, donde se pretendió cerrar la movilidad de las FARC desde y hacia la zona de distensión. Pero la incursión de los paramilitares en Bogotá también se explica por el enfrentamiento entre facciones de las AUC en su búsqueda de rentas y en su intento por mono-polizar la regulación de transacciones ilegales en la ciudad.

Todo ello tuvo diversos impactos en la produc-ción de subjetividad en la ciudad. El trabajo señaló someramente dos: la modificación en las percep-ciones de los pobladores de la ciudad en relación con el conflicto armado y las derivadas del desplie-gue de la violencia paramilitar en contextos socia-

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[32] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

les concretos. La percepción de los ciudadanos del conflicto armado colombiano ha variado, de una percepción de aislamiento que restringía el con-flicto al campo, al espacio de lo rural, a una percep-ción que siente los brotes de violencia ahora en las ciudades, lo cual refuerza los imaginarios de miedo e inseguridad en la ciudad. Además, las organiza-ciones paramilitares ahondan en prácticas de vio-lencia preexistentes en la ciudad como la limpieza social e instauran su dominio territorial apelando al imaginario del miedo. En suma, la influencia del paramilitarismo en los procesos de producción de subjetividad es un factor que puede explicar la expansión y persistencia de este fenómeno.

Todo ello sugiere la necesidad de contemplar para la explicación de los fenómenos de violencia orga-nizada la manera como esta se reproduce en diver-sos contextos sociales y cómo los impactos que genera se insertan en los procesos de producción de subjetividad para regular las relaciones socia-les. La imposición de un orden local y del dominio territorial pasa necesariamente por procesos de producción de subjetividad que, como se ha visto en Bogotá con los imaginarios de miedo e insegu-ridad, son aprovechados por los paramilitares para la consecución de la legitimidad, la aceptación for-zada o la imposición.

Las acciones de violencia de las organizaciones paramilitares tienen un impacto en los procesos de producción de subjetividad que podría explicar su expansión y persistencia en el tiempo, pero que

ha sido descuidado. El caso bogotano se muestra limitado para ahondar en la explicación de estos procesos, dado el carácter “transitorio” de la pre-sencia paramilitar en la ciudad y dado que, como se ha intentado explicar, el paramilitarismo no con-siguió construir un orden social similar al logrado en otras regiones. En Bogotá la presencia parami-litar se produce en un momento de desagregación de las AUC y de transformación de sus estructuras hacia fenómenos de crimen organizado y prácticas mafiosas. Sin embargo, el estudio del caso bogo-tano también ha mostrado que hay una serie de elementos que se articulan al desarrollo del fenó-meno paramilitar no siempre vinculados con el ejercicio de la violencia estrictamente.

El caso de Bogotá permite identificar la manera como la producción de subjetividad ligada al ejer-cicio de la violencia paramilitar puede asegurar la persistencia y expansión del fenómeno. Por eso es relevante profundizar en el estudio de casos de más amplitud y más largo aliento. El caso de Bogotá es sui generis en la medida que el paramilitarismo además de persistir durante muy pocos años, no comportó las mismas características que tiene en otros lugares donde se ha insertado. En parte ello puede explicar la hibridación con otras formas de violencia como el crimen organizado, la mafia e incluso el pandillismo, así como el marcado recurso hacia las acciones violentas con impacto simbólico. No obstante, ello no es óbice para pasar por alto las dinámicas de producción de subjetividad en las que se inserta el fenómeno.

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Introducción

Este capítulo elabora una aproximación crítica a la connivencia entre el proyecto cultural del para-militarismo y el proyecto cultural del buen ciuda-dano, implantado desde la administración Mockus y con algunas modificaciones en las administracio-nes de Enrique Peñalosa y Luís Eduardo Garzón en Bogotá.

El texto se divide en cinco secciones; en la primera se reseñan los postulados teóricos de la política del buen ciudadano, propuestas por Antanas Mockus; en la segunda parte se cuestionan los supuestos de la propuesta mockusiana de armonización entre ley, moral y cultura, al enfocarse en una simple desaprobación cultural del comportamiento ilegal, dejando al margen la pregunta sobre el enraiza-miento de las prácticas ilegales como factor cons-tituyente y no marginal de la cultura ciudadana en Bogotá.

El tercer punto de análisis, plantea la connivencia entre la cultura paramilitar-cultura del buen ciuda-dano, en la medida que la primera ocupa los espa-cios privados de la sociedad, mientras la segunda juzga y sanciona los comportamientos públicos.

La cuarta y quinta parte del texto, explican como puede influir la personalidad autoritaria y la influencia psicológica como elementos que expli-can el porqué la lógica cultural del paramilitarismo y la lógica cultural del buen ciudadano pueden con-vivir de manera armónica, sin afectar la estructura social, ni la producción de subjetividad.

1. La cultura ciudadana… cuando la moral y la ley van bien, pero la cultura va mal

Es indudable que a partir de las administraciones de Antanas Mockus y la continuidad que en mate-ria de políticas de cultura y seguridad ciudadana siguieron Enrique Peñalosa y Luís Eduardo Garzón1,

1 Para entender la importancia que para el gobierno sucesor de la primera administración de Antanas Mockus (Peña-losa) y el sucesor de la segunda administración (Garzón), el analista León Valencia destaca como la seguridad dejó de ser un problema únicamente de la derecha. Valencia afirma: Mockus estableció la relación entre cultura ciudadana y seguridad y desplegó una creatividad asombrosa para sembrar en el imaginario de la gente la idea de que la vida es sagrada. Peñalosa trabajó la relación entre espacio público y seguridad y logró dotar a la ciudad de lugares amables que inhiben la ocurrencia del delito. A Garzón le ha tocado la difícil tarea de crear un vínculo entre la cohesión social, la lucha contra la pobreza y la seguridad. Si al final de su gobierno logra forjar esta ecuación, la política colombiana se habrá enriquecido de modo especial. En los últimos años se ha desdeñado la idea de que una parte de la violencia política y de la violencia común tiene su origen en la marginalidad y en la pobreza en la que viven millones de colom-bianos. Si el alcalde Garzón logra demostrar que los programas de inclusión social y la mitigación de manifestaciones extremas de pobreza tienen incidencia directa en la mejoría de la seguridad, una nueva forma de gobernar se abrirá camino. Ver VALENCIA, León. “Una izquierda responsable de la seguridad”. Artículo tomado de la página Web www.polodemocratico.org.co (consultado el 15 de junio de 2007).

Capítulo II

Lógicas culturales del paramilitarismo y lógicas culturales en la construcción del ciudadano(a) en Bogotá (2000-2006):

reflexiones de una relación ambigua, pero armónica

Daniel Álvarez / Jaime Wilches

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[38] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

se ha venido proyectando de manera gradual un modelo de transformación social en Bogotá, incluso con proyección internacional (Pizano, 2003: 13-15).

Aunque es posible encontrar otros promotores de esta iniciativa, es con Antanas Mockus donde el proyecto de cultura ciudadana adquiere signifi-cativos grados de visibilidad. Su plan de gobierno tiene antecedentes en gran parte de sus artículos y ponencias, que tienen un importante referente de reflexión cuando en 1994 plantea la categoría de anfibios culturales, como aquel sujeto que se desen- vuelve solventemente en diversos contextos y al mismo tiempo posibilita una comunicación fértil entre ellos y transporta fragmentos de verdad (o de moralidad) de un contexto a otro, es decir, un sujeto que convive - vive en la legalidad, pero viola sus principios, obedece las normas culturales, pero solo aquellas que favorecen sus intereses2.

Durante sus dos administraciones Mockus muestra cierto nivel de coherencia entre sus planteamien-tos teóricos y el programa de cultura ciudadana implementado, lo cual se ve reflejado en el alto nivel de producción en lo que respecta a documen-tos y cartillas que explican de manera detallada los principios de la cultura del buen ciudadano y la necesidad de convivir3, cumpliendo las reglas. Pero si hemos hablado de cultura ciudadana se debe citar de manera textual el objetivo de esta política, que es planteada como:

…El concepto de cultura ciudadana es ante todo una noción que busca la regulación propia del comportamiento entre personas para el aca-

tamiento de un conjunto de normas estableci-das para los ciudadanos. Se hace hincapié en la regulación cultural de las interacciones entre desconocidos y entre los ciudadanos y las auto-ridades, en particular en espacios públicos y de movilización y en el funcionamiento de la ciu-dad. Mirando este enfoque desde el concepto de ciudadanía, puede verse que se toma como eje central lo relativo al cumplimiento, voluntario o no, de normas, lo que supone que la ciudadanía es sujeción a la ley y a la moral, responsabilidad social y obediencia debida. En otras palabras, el ciudadano es considerado ante todo sujeto cumplidor de deberes. Esta perspectiva hace del ciudadano un súbdito del Estado que: 1) adecua sus comportamientos a las normas estableci-das en la ciudad que el gobernante debe hacer cumplir; y 2) propugna para que otras personas, aún desconocidas, también las acaten. Si el ciu-dadano cumple las normas voluntariamente, no por coacción o temor, puede ser asunto tan-gencial en el propósito del gobernante. Lo que prima, en último término, es que los compor-tamientos se ajusten a la ley y que, en conse-cuencia, exista congruencia entre ley y cultura. Pero también que esta lógica de la coherencia cobije a la moral, pues es ésta la que ratifica en la subjetividad la bondad de los actos y la norma (Mockus, 2003: 31).

Mockus entiende el divorcio que existe entre las normas legales y las normas sociales, con lo que se propone dentro de su administración buscar un mecanismo que pudiera articular el cumplimiento de normas legales, pero también de normas socia-les en un marco de respeto y tolerancia. En un texto

2 Mockus, Antanas. Anfibios Culturales: Divorcio entre ley, moral y cultura. En Revista Análisis Político, N.21. Bogotá: Instituto de Estudios políticos y Relaciones Internacionales, IEPRI, 1994. pp. 37 – 48. En esta misma revista y en cartillas de la Alcaldía Mayor de Bogotá, Mockus muestra interés constante por el tema, apoyado y sustentado en los planteamientos de John Elster. No se hacen explícitos los planteamientos de Jhon Elster, ya que el objetivo no es hacer un análisis riguroso de la teoría de las normas sociales y los modelos conductistas, sino observar la incidencia de la propuesta de Mockus en la formulación de las políticas de Cultura Ciudadana.

3 La creación del Observatorio de Cultura en Bogotá y los últimos detalles para la creación del libro Blanco de la Segu-ridad en Bogotá pueden mostrarse como dos expresiones representativas del interés por otorgarle un manejo de primer orden a los asuntos de convivencia y seguridad ciudadana. Al respecto puede consultarse una completa guía bibliográfica de temas de cultura ciudadana en la página Web www.observatoriodeculturaenbogota.gov.co y docu-mentos relacionados con el tema de la seguridad en www.libroblancodelaseguridad.co

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Lógicas culturales del paramilitarismo y lógicas culturales en la construcción del ciudadano(a)... [39]

escrito al finalizar el período de su Alcaldía (2003), Mockus señala:

Convivir implica acatar normas compartidas y generar y respetar acuerdos. Implica también tolerancia y confianza. Además, las relaciones entre estos elementos de la convivencia son fuertes. Para comenzar esta investigación, la convivencia se asoció a un modelo reproductivo, donde cumplimiento y confianza produce más cumplimiento y más confianza, así produce con-vivencia. Cumplimiento de normas, no sólo lega-les sino también sociales, y tolerancia configuran convivencia y generan confianza. En realidad, la convivencia combina reglas y acuerdos explícita-mente establecidos. Por ejemplo, la celebración y el cumplimiento de acuerdos se suele apoyar de hecho en reglas formales e informales, lega-les y culturales o morales (Mockus, 2003: 13).

La cita anterior permite demostrar, por lo menos de manera tangencial, que Mockus no busca que las personas se rijan únicamente por normas jurídicas, mas bien, lo que propone es acercar la legalidad al cumplimiento o aceptación cotidiana de normas sociales y culturales, que deben buscar en princi-pio generar acuerdos que garanticen convivencia y tolerancia por parte del conjunto social. Según Mockus, el incumplimiento de las reglas genera desconfianza y mala voluntad (Mockus, 2003: 15), con lo que pretende producir confianza en el esta-blecimiento y acuerdo de normas sociales, que si bien deben tener en cuenta el contexto de la lega-lidad, no deben condicionarse de manera exclusiva a las formalidades del orden jurídico.

Con el fin de fortalecer sus argumentos, Mockus pretende demostrar la importancia de la armoniza-ción entre ley, moral y cultura basado en 6 postula-

dos teóricos. El primero, los juegos de lenguaje de Ludwig Wittgenstein, pertinente para entender lo que significa seguir reglas; 2. La acción comunicativa habermasiana como una acción orientada a lograr acuerdos, 3. Complementariedad entre acuerdos con reglas formales e informales desde el punto de vista económico, de acuerdo a Douglas North, 4. Investigaciones sobre la forma como la Convivencia es el saber y poder negociar y 5. El dilema del prisio-nero4, teoría que se preocupa por entender los pro-blemas de la cooperación y la competencia cuando los agentes racionales no tienen información com-pleta sobre la acción del otro (comúnmente desco-nocido o perteneciente a un sistema cultural dife-rente al mío) (Mockus, 2003: 17-19).

Planteadas las preocupaciones teóricas, Mockus piensa que el problema de la sociedad radica en la ausencia de confianza entre instituciones y socie-dad, pues mientras las primeras suelen conocer muy poco de las normas sociales, desconociendo sus dinámicas e imponiendo ordenes jurídicos arbi-trarios; la sociedad incurre en la mayor parte de las veces en la aprobación de comportamientos ilega-les, con la posterior justificación, de estar obede-ciendo a su norma cultural o a su moral personal. Al hallar Mockus esta condición de desconfianza entre instituciones y sociedad, encuentra que en esta divergencia penetran prácticas ilegales, gene-radoras de violencia e intolerancia. Esta situación lo lleva a proponer la necesidad de fortalecer acuer-dos entre normas legales, culturales y morales en pro de neutralizar los comportamientos que ponen en peligro la convivencia ciudadana:

En términos generales, buscamos fortalecer la regulación cultural, la desaprobación o el reco-nocimiento, y exigimos que esa regulación será armónica con las regulaciones legal y moral de las

4 El dilema del prisionero es una situación hipotética que muestra dos ladrones capturados por la policía y enviados a celdas diferentes. Los policías con el fin de poder acusarlos, le piden a cada prisionero que delate a su compañero, obteniendo como recompensa la libertad. El prisionero no sabe que hacer, pues no tiene información precisa sobre la acción que tomará su compañero. La policía aprovechará esta situación para intentar que los dos confiesen y así hacer que los dos pierdan. El argumento de los teóricos que han trabajado este dilema es que lo mejor sería que los prisioneros tuvieran información de cada uno, para que así ninguno hablará y cada uno mantenga un nivel de ganancia, es decir, la ausencia de cooperación y la constante incertidumbre es producto de la falta de comunicación que hay entre agentes racionales. Para complementar esta explicación, ver KEOHANE, Robert. La elección racional y las explicaciones funcionales. En Después de la Hegemonía. pp. 94 - 96.

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[40] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

personas. Más que corregir convicciones, cree-mos que se deben fortalecer y corregir hábitos, para lo cual nos basamos en la teoría de que la gente está moralmente bien educada, pero que en sus hábitos y en sus juegos –al involucrarse con otros sujetos– se sale de sus convicciones morales. Esto quiere decir, en pocas palabras que de ley y moral estamos bien, pero de regu-lación cultural –en la coherencia entre nuestros comportamientos e ideales– aún estamos muy mal (Mockus, 2003: 16).

Aunque no es propósito de este trabajo comprobar empíricamente el éxito de esta política, encontra-mos indicadores (la discusión sobre la validez de los indicadores es otro ámbito de profunda reflexión) que demuestran que los planteamientos teóricos llevados a la práctica, vía ejecución de un Plan de Gobierno, generaron una profunda transformación en aspectos como la infraestructura, los conflictos familiares, las riñas callejeras y la aceptación de normas cívicas, como pasar la calle por la cebra, no manejar en estado de embriaguez, etc.

A pesar de que las estadísticas no sean una fuente del todo fiable como para concluir que las políticas gubernamentales de Mockus han sido interioriza-das en las prácticas culturales de los bogotanos, no se puede desconocer el impacto social de estas políticas en la producción de subjetividad del ciu-dadano. El trabajo de Eliana Garzón plantea la rela-ción entre la teoría del lenguaje en Bernstein y la convivencia ciudadana en Bogotá. Para la autora, Bernstein observa la política de cultura ciudadana como una forma de cambiar las estructuras de sig-nificado vía modelos pedagógicos, que trascienden del aula de clases y se ubican en la cotidianeidad de los comportamientos sociales (Garzón, 2002: 6-25; 32-33).

En la parte final, la autora presenta como anexo un cuadro que sintetiza las acciones y los mensajes más destacados en la implementación de la polí-tica de cultura ciudadana y que buscan a través de un modelo comunicativo generar símbolos explíci-tos, que por vías diferentes al lenguaje verbal, le indiquen al ciudadano la importancia de cumplir normas. Pareciera que estos mensajes aferrados al impacto de los símbolos y de la ruptura de lengua-

jes formales tienen gran éxito en la implementa-ción de políticas cuando se afirma:

Si hacemos un balance de lo que han sido estos años de la propuesta de cultura ciudadana, es indudable que la ciudad registra, con aprecio y orgullo, los diversos cambios que sólo podrán mantenerse en la medida que los residentes en Bogotá los interioricemos y continuemos desa-rrollándolos con un grado de autorregulación cada vez mayor, en un compromiso por el pro-greso de nuestra capital….

Apreciados lectores de esta cartilla: los invitamos a la autorregulación y a la regulación colectiva. A celebrar comportamientos ciudadanos adecua-dos, remarcándolos con los signos del lenguaje de la cultura ciudadana, para que continuemos este proceso que ha hecho de Bogotá un ejem-plo para el mundo (Mockus, 2003: 44-45).

Elaborando un panorama general de los plantea-mientos de Mockus y algunas de sus prácticas gubernamentales, nos preguntamos ahora, ¿qué implicaciones culturales y sociales tiene la política del buen ciudadano en la producción de subjeti-vidad? Esta pregunta nos invita a dos reflexiones críticas.

2. Los supuestos… no elaborados

Cuando Mockus plantea que de ley y moral esta-mos bien, pero de cultura todavía mal deja profun-das inquietudes sobre los argumentos que utiliza para llegar a tal conclusión. Mockus considera que ha faltado confianza y acuerdos, es decir, no repara en las prácticas políticas institucionales y sociales. En su interés por no entrar en discusión con las regulaciones culturales y morales, Mockus con-sidera que toda regulación cultural o legal puede llegar a acuerdos siempre y cuando no aprueben comportamientos ilegales.

Al decir “comportamientos ilegales”, se esta par-tiendo ya de la definición de lo que es legal para el orden jurídico, siendo en últimas el interés de la política del buen ciudadano tratar de articular a éste, con el respeto de una ley, que se cree ya fun-damentada, elaborada y aceptada.

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No se entiende tampoco como Mockus en el grueso de su planteamiento, considera la desvia-ción moral como una justificación permanente a la violación de acuerdos culturales y legales. ¿Acaso la moral no juega permanentemente con la cultura y muchos de los incumplimientos, pero también muchos de los acuerdos culturales son generados gracias a los motivaciones racionales y/o pasiona-les de los agentes sociales?, ¿Acaso la moral es la única causante de la violación legal, o no será que aparte de una simple falta de información, el orden jurídico-legal ha producido ambiguas formas de comportamiento moral y cultural?

En síntesis hay grandes dudas de la dicotomía ley y moral bien –cultura mal, pues se parte del pre-supuesto de que las reglas jurídicas y morales no deben modificar las raíces de sus prácticas sociales, sino que deben intentar celebrar acuerdos que des-aprueben la ilegalidad e influyan en la cultura de los individuos (ligeramente desviada) como garantía de su cumplimiento. ¿Cómo explicar o argumentar los fundamentos teórico-prácticos de estas dudas?

Encontrando coherencia en Mockus cuando reitera una vez más que convivir es dejarse regular por ley, moral y cultura, sin validar comportamientos ilegales (Mockus, 2003: 22), se parte del supuesto de que hay comportamientos que aprueba la cul-tura y que están por fuera de los órdenes legales. Prueba de esta inferencia la encontramos cuando en la inauguración del Observatorio de Cultura en Bogotá en 1995, Mockus sostiene:

¿Cómo se puede describir de manera muy sin-tética la situación que encontramos con enorme frecuencia en nuestra ciudad? Podría decir que con gran frecuencia es aceptable realizar com-portamientos jurídicamente ilegítimos, inválidos, prohibidos. El hecho de que las barreras cultura-les no sean más exigentes que las barreras jurí-dicas hace que haya una serie de islotes donde el comportamiento ilegal es un comportamiento culturalmente aceptado y donde existen incluso mecanismos para reproducir el comportamiento ilegal (Mockus, 1998: 23).

Pero, ¿qué pasa cuando la cultura no sólo valida comportamientos ilegales, sino que en sus raíces comportan prácticas que promueven a través de formas represivas y simbólicas un determinado orden social, moral –e incluso legítimo (desde su propia perspectiva)?, ¿Acaso será posible una armonización con una cultura ilegal en sus raíces?, o ¿será que de forma implícita se está dando dicha armonización?

Esta inquietud conecta la preocupación central de este capítulo del texto, ya que se pregunta si las prácticas culturales del paramilitarismo en Bogotá son tan solo una “validación de comportamientos ilegales”, o formas de vivir y pensar insertadas en un conjunto social, que las asimila y las intenta armonizar con las reglas institucionales. Para resol-ver estas inquietudes, profundas e inacabadas en sus respuestas, pero apasionantes de analizar, se deben explicar y comprender dos ejes que fun-damentan la hipótesis de trabajo presentada en la introducción. El primer eje pretende entender los rasgos distintivos de la cultura paramilitar en Bogotá y el segundo, mostrar la forma como la cul-tura del buen ciudadano está enfocada al cumpli-miento y obediencia de males menores o “pública-mente aceptados”, mientras la cultura paramilitar maneja en lo privado aspectos fundamentales de la vida social de los bogotanos y posiblemente de otros sectores urbanos en el país.

3. Prácticas culturales del buen ciudadano - Prácticas culturales del paramilitarismo:

Así mismo, la guerra es la mirada que fascina en su espectáculo o que ante el horror instala en una parálisis silente, como cuadro que mira el sujeto y lo deja como puro objeto; es incluso la mirada que trágicamente ciega a quienes guar-dan la distancia respecto de la guerra para enun-ciarse ajenos en la indiferencia, que sin embargo, tolerando su existencia, los hace cómplices en su condescendencia 5.

5 Castro, María Clemencia. El teatro de la Guerra: una puesta en escena del sujeto. En Revista Desde el Jardín de Freud. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Número 5, 2005. p. 304. María Clemencia Castro cita en este apartado a Enzo Traverso en el texto “La historia desgarrada”. Barcelona: Herder, 2001. p. 18.

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[42] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

En el grueso de la bibliografía sobre paramilita-rismo, las líneas de investigación han girado en torno a sus expresiones regionales, sus métodos represivos y su papel en el conflicto armado. Cómo se ha venido planteando, el interés de este capítulo gira en la necesidad de poner también la mirada en las lógicas culturales del paramilitarismo, su adap-tación a contextos como el bogotano y la no nece-saria invocación de una presencia física y armada, para estudiar su fenómeno.

A pesar del llamado a mirar de manera dialógica la mirada cultural frente a la expresión bélica y política de los paramilitares, no se puede decir que no han existido esfuerzos investigativos por encontrar dichas manifestaciones culturales. En el caso de Bogotá, el grupo de Reflexión sobre políti-cas de seguridad ciudadana ha intentado llamar la atención sobre las características particulares del paramilitarismo en Bogotá, cuestionando la visión unilateral de la mayoría de los ciudadanos en ver que hay amenazas cuando el conflicto armado se expresa con violencia:

En Bogotá sus habitantes solo sienten que la guerra toca a sus puertas cuando suceden atentados como la bomba en el Club el Nogal o cuando hay que pagar el impuesto al patrimo-nio para financiar alguna ofensiva militar, pero pocos se dan cuenta de la forma como nuevos actores comienzan a organizar aspectos trascen-dentales de la vida en sociedad (Policy Paper - FESCOL, mayo 2006: 1).

Este estudio cuestiona de manera implícita dos puntos fundamentales que han sido tratados de

manera muy superficial por las políticas de segu-ridad ciudadana tanto de las administraciones Mockus, como las de sus sucesores6, y es que el problema no radica en la legalidad y en los proble-mas de su implementación o desobediencia por parte de los ciudadanos. No decimos que es el ver-dadero problema, pero si creemos es una arista de análisis que debería ser estudiada, y es que la lega-lidad convive de manera “armónica” con las prác-ticas culturales ilegales, propiedad no exclusiva, pero si de carácter sintomático del paramilitarismo en Bogotá. Al respecto el documento señala:

Hoy en día, por ejemplo, cualquier bogotano que vaya de compras a sitios tan populares como el Sanandresito o Corabastos, inconscien-temente estará interactuando con los actores del conflicto. El dueño del local que le vendió un electrodoméstico o los víveres de la familia es casi seguro que paga un porcentaje de la venta por la protección que prestan los actores arma-dos. Pero además, paga por otros servicios que prestan las redes de extorsión de autodefensas y guerrillas, que sobrepasan lo criminal y se extienden a aspectos más complejos de la orga-nización de estos mercados. Ellos evitan la espe-culación al fijar los precios entre proveedores y vendedores, inyectan capital mediante testafe-rros y sistemas informales de créditos, obligan a cumplir los contratos y a pagar las deudas, por sólo mencionar unas cuantas funciones (Policy Paper - FESCOL, mayo 2006: 1).

La única objeción que se tiene frente al plantea-miento del Grupo investigativo de FESCOL, es que así como el paramilitarismo no puede interpretarse

6 Aunque el caso de estudio es 2000-2006 y se ha hecho especial énfasis en los planteamientos de Mockus, el cual es el visible promotor de este cambio político y social en la ciudad, también entendemos que con la administración del alcalde Luís Eduardo Garzón, el concepto de seguridad fue ampliado desde una perspectiva social. Aún así entendemos que esto no ha redundado en un cambio significativo de la presencia de las prácticas culturales del paramilitarismo en las dinámicas sociales de Bogotá. Al respecto recomendamos: Grupo de Reflexión sobre políticas de seguridad Ciudadana en Bogotá. Política de Seguridad Ciudadana en Bogotá. Policy Paper. Bogotá: FESCOL, Agosto de 2005. “La presente administración distrital es un gobierno de naturaleza política diferente, que asume el compromiso de avanzar hacia un nuevo modelo de seguridad, inspirado en la dignidad de las personas como principal eje de trabajo y su eje, y su objeto, consiste en garantizar la vida, libertad, dignidad, patrimonio y tranquilidad de la ciudadanía”(p.2). A pesar de lo planteado, el modelo del buen ciudadano pensado por Mockus y seguido aunque con algunos cambios por Garzón presenta problemas y ambigüedades en definir que se entiende por seguridad desde el Estado y las personas, cuando el problema es que la seguridad es una preocupación tanto para la administración distrital como para el proyecto paramilitar.

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únicamente como una alianza entre élites con fines represivos, tampoco puede pensarse que sus expresiones se presentan de manera singular en sectores populares. En otro policy paper, se insiste desde la perspectiva de Diego Gambetta que el control paramilitar se da únicamente en sectores marginales (Policy Paper - FESCOL, octubre 2006: 1-2), lo cual es un síntoma equívoco que hace pensar en justificaciones que terminan dándole la razón a expresiones proteccionistas y corporativis-tas que garantizan protección, orden y seguridad. Si en otras zonas de Bogotá no se ven paramilitares como suelen verse en barrios marginales, ventas ambulantes y negocios ilegales como las drogas, esto no es indicio de que unas zonas son más tran-quilas y pacíficas que otras, pues:

También existen actividades legales como ten-deros y comerciantes que son extorsionados sistemáticamente por grupos paramilitares. A diferencia de las antiguas bandas extorsivas que existían en la capital, los paramilitares impusie-ron un cobro periódico. Además, la motivación del cobro de una suma de dinero no pasaba solamente por la no agresión contra los moro-sos sino por la protección contra otros crimina-les, se justificaba su pago como una ‘cuota de protección’. Por ser la extorsión sistemática y crónica, la fijación de la cantidad exigida a los propietarios de negocios legales está dada por un monto racional de acuerdo a sus ganancias. Mientras que las redes criminales extorsionistas

tradicionales no contaban con suficiente poder para tener certidumbre de un cobro reiterado en el largo plazo, no les importaba que la fija-ción de un monto excesivo quebrara los nego-cios de la zona (Policy Paper - FESCOL, mayo 2006: 3-4).

Pensar que la sociedad ignora estos procesos es subestimar demasiado su racionalidad y creer que por el hecho de que las bandas delictivas (que como plantea el Policy Paper están muy lejos de ser los ejércitos constituidos a nivel regional)7 se encuentren en barrios marginales, no somos cóm-plices o partícipes silentes de formas de vivir y pensar, que como las del paramilitarismo, han per-meado no todas, pero si gran parte de las estruc-turas sociales.

En este punto, sin dejar a un lado el sesgo de los “barrios marginales” y de un ”capitalismo irracio-nal” (entonces como se explica el cobro racional a comerciantes legales)8 plantea el grupo de FESCOL que hay indicios de una sociedad fraccionada que simultáneamente vive con dos sistemas de organi-zación social, por un lado, una fuerte presencia ins-titucional y por otra con una presencia paramilitar, no necesariamente bélica, aspecto que es recono-cido por este grupo, cuando explica los procesos de legalización por parte de capitales ilegales del paramilitarismo y los límites que tiene pensar en la desmovilización como parte acabada del fenó-meno. El argumento es el siguiente:

7 Al caracterizar la expresión del paramilitarismo en Bogotá, el Policy Paper Nº 3 señala: Este control dista de parecerse a las situaciones de dominio absoluto de la sociedad que sucede en otras regiones de Colombia, donde incluso sus ejércitos uniformados vigilan el orden local a plena luz del día. Se trata más bien de un control de corte mafioso, en que estructuras armadas vinculadas a grupos de autodefensas fuera de Bogotá, y recientemente autónomas de estos grupos, cobran un porcentaje de los excedentes de las transacciones económicas y las comunidades marginales que protegen (p. 2). Pese a su pretexto contrainsurgente, en concreto contra los avances de las redes urbanas de las FARC, lo cierto fue que su entrada se centró principalmente en el control de determinadas actividades muy lucrativas y de comunidades marginales, que además de constituir corredores estratégicos para la guerra, eran valiosas por su potencial de votos y de apropiación de terrenos baldíos. El líder inicial de la iniciativa de las autodefensas fue Miguel Arroyave, que logró «pacificar» las oficinas de asesinos a sueldo en los Sanandresitos y Corabastos, en el sentido de subordinarlas al control de su organización criminal. Se evitó así la constante disputa entre bandas criminales que además de llamar la atención de las autoridades, iba en contra de la rentabilidad de las actividades lícitas e ilícitas que controlaban (p. 3).

8 Cuando se duda del supuesto del “capitalismo irracional” es porque el negocio del narcotráfico y el mantenimiento de sistemas de protección a comerciantes demuestran que la estructura capitalista puede seguir funcionando en su más elevado nivel de racionalidad competitiva, sin que esto signifique que estos grupos ejerzan una suerte de represión o legitimación ante empresarios, comerciantes y otro tipo de actores dedicados a actividades económicas legales.

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Así como va el proceso con las AUC ni está sir-viendo para fortalecer el Estado, ni tampoco para favorecer la gobernabilidad, mucho menos para que el Estado se encuentre hoy más cerca que en 2002 de recuperar el monopolio de las armas. De allí la falla estructural de la estrategia de negociación del gobierno: su convicción que la retirada de los paramilitares significaba el final de las estructuras sociales que demandaban aparatos de coerción privada, cuando en reali-dad la sociedad misma se había adecuado a un orden afín a formas de regulación distintas a las del Estado democrático. Luego del desmonte de los grandes ejércitos, quedará un vacío de poder a la espera de alguna fuerza capaz, como las anteriores autodefensas, de gobernar en regio-nes estructuralmente pobres, rezagadas, poco adecuadas a producir en un contexto de capita-lismo racional, y habituadas a formas elemen-tales del Estado y a un sistema de leyes basado en los valores y prácticas locales (Policy Paper, octubre 2006: 7).

Como se había planteado en párrafos anteriores, las prácticas de control social de los paramilitares no se presentan únicamente en Bogotá, sino que hacen parte de una estrategia de adaptación a un contexto enmarcado por un proceso de desmovi-lización y una visibilización del accionar paramili-tar y sus trayectorias históricas. De acuerdo a esta línea argumentativa se expresa:

A diferencia del pasado, el origen de la mayo-ría de las nuevas organizaciones armadas no se enmarca en la búsqueda de un objetivo polí-tico contrainsurgente. Su interés principal está más asociado con el negocio del narcotráfico y el control de cultivos, laboratorios y rutas para el desarrollo del mismo, además de la sustrac-ción de todo tipo de rentas ilícitas producto de la extorsión, cobro por seguridad, hurto de combustible, etc. No obstante, esta situación no excluye la posibilidad de que se presenten

enfrentamientos y acciones ofensivas por parte de los nuevos grupos armados, que tengan como propósito contrarrestar la presencia de la guerri-lla (Calderón, 2006: 3).

La aclaración se hace con el fin de resaltar que la reflexión que se ha intentado tejer en estas pági-nas, pretende demostrar como las prácticas cultu-rales del paramilitarismo, si bien no son caracte-rísticas únicas en Bogotá, ni en Colombia, para el caso que nos preocupa, permite plantear la forma como se moldea a través de un sistema económico-represivo una estructura que se articula a compor-tamientos culturales autoritarios y personalistas.

Esto no solo significa la aprobación o desaprobación de un comportamiento ilegal, sino la aceptación vía amenaza-reconocimiento de una práctica cultural. La forma como el paramilitarismo se inserta en estructuras mafiosas no repercute únicamente en un fin económico, sino que al posicionarse, impacta sobre dos lógicas que conviven simultáneamente entre la legalidad-ilegalidad. Por un lado, las lógi-cas culturales del paramilitarismo y por el otro las lógicas culturales del buen ciudadano.

Un ejemplo puede clarificar el argumento del párrafo anterior. Por un lado, la cultura del buen ciudadano predica la armonización de reglas cultu-rales y articuladas a las normas legales, es decir, un ciudadano debe aprender a pasar los puentes pea-tonales9, así su estructura cultural o su moral, le hayan enseñado a ser más “vivo” si se pasa entre los carros. Al implantar este tipo de comportamientos, la cultura del buen ciudadano se enfoca a generar cumplimiento de las reglas en el espacio público, o someterse a la vergüenza pública, vía sanción pedagógica (zanahoria) o represiva (garrote).

No parece existir la misma efectividad cuando la cultura del buen ciudadano intenta penetrar en prácticas culturales dominadas por los acto-res armados. En este espacio la armonización no

9 El trabajo de Eliana Rojas (2002: 27) presenta un resumen de acciones y mensajes básicos de la cultura ciudadana. El trabajo de Manuel Vallejo referencia las prioridades de la política de cultura ciudadana: 1) Procesos pedagógicos (pasar la cebra), 2) creación de nuevas representaciones de la ciudad (apropiación los espacios urbanos) y 3) mejoras en la relación entre funcionarios y los ciudadanos (Vallejo, 1998: 170-172).

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parece darse en los términos propuestos por Moc-kus. La armonización parece entenderse como la capacidad de cumplir los acuerdos institucionales que se proyectan para el espacio público, cum-pliendo por acción u omisión los acuerdos cultura-les implícitos que crean las formas de estructura y orden social planteadas desde las lógicas culturales del paramilitarismo.

En las zonas donde existe presencia paramilitar como Ciudad Bolívar, Altos de Cazucá y los San andresitos (Pérez, 2006: 358-365) hay un control represivo–simbólico de los habitantes de esas zonas; esos mismos habitantes pueden ser los que al salir de los territorios donde habitan, pasen los puentes peatonales, cedan la silla en el bus a muje-res embarazadas, etc. Al sistematizar en estadísti-cas estos comportamientos, se podrá asegurar que la Cultura del Buen Ciudadano se ha interiorizado…aunque no importa con que otras reglas culturales convivan.

Por su parte, las zonas donde no hay presencia paramilitar, miran con cierto desdén la presencia física de estos grupos en lugares periféricos y creen adoptar un comportamiento más cívico adoptando formas legales de protección y seguridad, que no buscan solucionar o ser alternativo a la concep-ción de orden y seguridad de los paramilitares. Lo que importa es que exista un contrato que garan-tice mi seguridad personal y comunitaria, neutrali-zando para mi círculo geográfico el acercamiento de expresiones legalmente inaceptables, así esto implique la expansión de estos actores armados en otras zonas territoriales. De esta manera se defien-den concepciones comunitarias de seguridad que no afectan en gran medida la constitución de redes paramilitares, lo cual evita toda controversia fun-damental. Nunca deja de ser sugerente la tesis de Víctor Moncayo cuando en el contexto de los pro-cesos de la globalización, pero con una aplicación interesante para este caso plantea:

Por su misma naturaleza, la participación no interpela el conjunto de la comunidad, sino a los individuos aislados o agrupados alrededor de identidades diversas. Estos aislacionismos, loca-lismos, micromundos e identificaciones múlti-

ples fragmentan la problemática social e impi-den toda articulación que la englobe y por esa vía hace imposible toda controversia fundamen-tal. Todos y cada uno de los intereses individua-les o de grupo son legítimos. No hay intereses de conjunto y, por ende, no puede haber pre-ocupaciones o pretensiones sobre las relaciones estructurales (Moncayo: 2004: 254).

A las expresiones de inseguridad y miedo, como lugares comunes con los cuales se busca justificar los modelos de seguridad y convivencia ciudada-nos volveremos más adelante. Por lo pronto, plan-teamos la siguiente pregunta ¿todos somos para-militares o legitimadores del paramilitarismo?... el asunto no se limita a una afirmación condenatoria ni a una negativa permisiva. Lo que se quiere resal-tar es la manera como se concibe la producción de subjetividad ciudadana con dos marcos cultu-rales lógicas culturales del paramilitarismo-lógicas culturales del buen ciudadano, que conviven de manera paralela en un sistema que ataca el mal menor, pero que es permisivo ante las faltas lega-les mayores.

3.1. ¿Qué?… ¿Cultura?

Al fin y al cabo ambos somos parte de la misma hipocresía.

Michael Corleone - El Padrino

Explicar los comportamientos de una ciudadanía tan compleja como la bogotana nos puede remi-tir a generalizaciones arbitrarias, que en este caso intentaremos evitar, con la caracterización de algu-nas tendencias que nos permitan explicar y com-prender porque la cultura del buen ciudadano, si bien ha significado un desarrollo social para Bogotá, suele pasar por alto la connivencia con una fuerte presencia de los actores armados, y para el caso de estudio específico: los paramilitares.

En un sentido diferente a este texto, pero con algu-nos planteamientos que pueden aplicarse para lo que se pretende argumentar, Francisco Gutié-rrez trabaja las dinámicas por las que se mueve el comportamiento cultural de los bogotanos. El autor comienza su análisis poniendo en cuestión el

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hecho de que la existencia de instituciones demo-cráticas es un efecto causal de un comportamiento regido por las normas legales. Gutiérrez dice que la gente cree vivir en una democracia, y dentro de las instituciones, pero que dentro del contrato tiene muchas justificaciones para violarlo. Las institucio-nes actúan, pero no crean mecanismos regulado-res (Gutiérrez, 1998: 215-218).

Pareciera que el argumento de Gutiérrez va en la línea de Mockus cuando intenta articular las des-viaciones entre las prácticas cotidianas y la obe-diencia de las reglas; sin embargo, va más allá en su argumento y plantea que en Bogotá suelen plantearse cuatro justificaciones para no cumplir los acuerdos: 1. Si los demás son iguales, el país es igual, 2. No hubo agente, el agente es imperso-nal, con lo cual se le da exacerbada importancia a los factores estructurales., 3 Otros dieron inicio al problema, 4. Hablo sobre algo como si el tema no existiera (Gutiérrez, 1998: 185-188).

El anterior planteamiento nos permite ubicar algu-nos rasgos distintivos de la connivencia entre las lógicas culturales del paramilitarismo y del buen ciudadano, que detallamos a continuación:

1. Si los demás son iguales, el país es igual: O cam-biando la frase, Bogotá es la expresión en micro del país, lo que sugiere que en la capital se pre-senta una presencia física-violenta del paramili-tarismo con interiorizaciones discursivas o justi-ficaciones permisivas por parte de los que dicen no sufrir los efectos directos del fenómeno o los que se limitan a condenarlo.

2. No hubo agente, el agente es impersonal, con lo cual se le da exacerbada importancia a los fac-

tores estructurales: Por esa razón no se puede reducir el paramilitarismo en Bogotá como un agente excepcional o marginal que hace parte de las causas estructurales del conflicto armado en Colombia.

3. Otros dieron inicio al problema: Una expresión que en Bogotá, a pesar de los esfuerzos de muchos investigadores por demostrar lo con-trario, sigue cayendo en el imaginario de ser una ciudad ajena o indiferente a las dinámicas del conflicto armado en el país.

4. Hablo como si el tema no existiera: La cultura del buen ciudadano habla de las prácticas ilega-les, como si estas fueran una isla independiente que carecen de un marco jurídico y no como una estructura permisiva que ha dialogado con la legalidad, sin necesidad de irrumpir sus órdenes ni poner en cuestión sus fundamentos ideológicos10.

Al ser característica la tendencia de dos lógicas cul-turales que conviven simultáneamente, estamos ante la presencia de una dinámica social que regula comportamientos públicos y los juzga de acuerdo a pactos acordados para una mejor convivencia, pero no hay la misma capacidad reguladora, consensual y coercitiva en el momento de actuar sobre las lógicas culturales del paramilitarismo. Adoptando las categorías de Gutiérrez, estamos ante Institu-ciones de lo recto y lo torcido donde:

…las infracciones pequeñas se castigan, a veces con gran severidad, Sin embargo, después de un punto de inflexión, a medida que se van vol-viendo más y más graves las faltas escapan al régimen disciplinario; los infractores adquieren

10 No deja de ser llamativo la defensa que los paramilitares han tenido de la democracia. Al respecto Carlos Castaño planteaba en el Estatuto de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, Artículo 6: a) El finalismo de nuestro accionar paramilitar siempre se ha enmarcado dentro del interés en pro del mantenimiento democrático, b) Nunca se atentará contra el patrimonio nacional, ni contra las instituciones del estado, ni contra las estructuras económicas legalmente establecidas (p. 11). También encontramos una posición frente a actos ilegales como la corrupción política …las enormes defraudaciones al erario, el incumplimiento sistemático de los mandatarios con los programas de desa-rrollo social y el permanente fraude en la administración de negocios y gestiones públicas, son manifestaciones corrup-tas que lesionan tanto o más la nación como las expresiones de violencia originadas en el conflicto político armado. No es posible asumir una actitud pasiva frente a semejantes agresiones y desafíos. La solución política negociada debe y tiene que eliminar de la vida nacional la corrupción como elemento generador de la violencia (Castaño, 2002: 231).

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el suficiente poder para intimidar a los que van a decidir la sanción. Esto nos liga a un tema recu-rrente: lo que hemos llamado “racionalidad del neurasténico”... Es un tipo de racionalidad que consiste en intimidar a los débiles y dejarse inti-midar por los fuertes (Gutiérrez, 1998: 210). Muy interesante es que estos agentes y actos torci-dos (como llaman en ciertos círculos de nuestras ciudades al que defecciona de un compromiso o alterna maliciosamente la ley) deban adaptarse a un mundo social en el que en todo caso funcio-nan y tienen importancia la ley, el derecho y la democracia (Gutiérrez, 1998: 214).

Las tesis de Gutiérrez lanzan complejos cuestio-namientos a la manera como es concebida e inte-riorizada la política cultural del buen ciudadano, ubicando de facto el problema como una ligera desviación de las instituciones estatales y de los sistemas culturales, sin poner en la perspectiva de análisis la influencia que ha tenido la adaptación de una concepción de orden autoritario de la polí-tica, una estructura mafiosa de la economía y una producción cultural de sujetos con capacidad de vivir sin mayores alteraciones en dos sistemas que por sus fines y medios no pueden (o no deberían) convivir.

Si a esta connivencia, le agregamos justificaciones como el miedo, la inseguridad y categorías analí-ticas como la “Institucionalización del paramili-tarismo” y “La Cultura Mafiosa”, entramos en un terreno que implica retos teóricos y empíricos en su profundización, pero que se dejan enmarcados con el fin de generar futuras reflexiones.

3.2. El miedo de ayer, la inseguridad de hoy y la incertidumbre del futuro

Si algo ha caracterizado las políticas de cultura ciu-dadana relacionadas con el tema de la convivencia y la seguridad, ha sido el esfuerzo por pasar de un concepto de seguridad centrado en los Estados, a

un concepto de seguridad centrado en las personas (Mockus, 2002: 1), lo cual tuvo avances en la admi-nistración de Luís Eduardo Garzón (2003-2007).

Desde hace diez años (aproximadamente) numero-sos informes de la seguridad ciudadana en Bogotá, presentan indicadores en acciones como hurtos, homicidios, suicidio, riñas callejeras, entre otros eventos de naturaleza conflictiva11. El alto número de estadísticas y cifras que pretenden mostrar el éxito o fracaso en la ejecución de las políticas de seguridad, demuestran que mas que una forma de dominio institucional, se convierte en una práctica gubernamental de necesaria aplicación para el control de la población.

Las estadísticas y los estudios de cultura urbana cumplen un papel primordial en el sentido de pro-ducir la agenda de problemas que deben ser con-siderados, administrando las condiciones estructu-rales y subjetivas de la sociedad. Con la capacidad de contar, sistematizar y cuantificar, el gobierno administra las acciones del individuo. Así la técnica estadística de los gobiernos señalada por Foucault en la perspectiva de seguridad hace que

Lo propio del gobierno será (sea)12 entonces localizar las “diferencias” de estatus, ingresos, formación, garantías sociales, etcétera, y de hacer jugar eficazmente las desigualdades unas contra otras (Lazzarato, 2006: 13).

Con una práctica gubernamental que tiene herra-mientas estadísticas sofisticadas a la mano, la pregunta se dirige hacia la concepción de miedo e inseguridad que se intentan combatir. Una res-puesta posible, aunque no muy alentadora la tene-mos con Armando Silva cuando plantea:

Una segunda característica (de la postciudad) tiene que ver con la seguridad, de quien tiene miedo a ser asaltado; son ciudades, de tal pul-critud que no creo que exista en sí el miedo,

11 En este sentido la producción estadística de la Secretaría de Seguridad y Convivencia en la administración de Luís Eduardo Garzón decidió publicar cada tres meses informes sobre la situación de seguridad en Bogotá (antes se hacían de manera semestral).

12 El paréntesis es de los autores.

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ese miedo. Existe una función mucho más per-versa asociada a la seguridad, las nuevas segre-gaciones urbanas. Me parece que es un tema muy importante, como a través de pensar en la segregación, lo que debe ser una sociedad lim-pia higiénica, esta segregando (Silva, 1997: 35).

El fenómeno de limpieza higiénica al que se refiere Silva, no hace solo referencia a un momento de limpieza social desde la lógica paramilitar, sino también a un fenómeno en el que se pretende una especie de purificación de todo problema que ponga en peligro o en vergüenza nuestra posición en lo público. Por esa razón la cultura urbana, la seguridad y la convivencia, se tiende a asociar con el miedo y la incertidumbre del ciudadano (a), sus-tentadas básicamente en el robo de cosas mate-riales, maltratos psicológicos o en su extremo la muerte; indicadores que son inevitables cuantifi-car, pero que en el caso de Bogotá constituyen una muy peculiar forma de implementación de políticas de cultura ciudadana, lo cual termina siendo fun-cional a los mismos mecanismos proteccionistas y personalistas del orden y la cultura autoritaria.

El caso del Grupo G-10 en Bogotá, constituido como una red de frentes de seguridad local, que mensualmente rinde informes sobre los actos delictivos del barrio, o los pactos de seguridad con la Asociación Bancaria, el Gremio de Taxistas, los Comerciantes del sector LGBT y la Cámara de Comercio de Bogotá13, permiten ver como estas alianzas se justifican en la necesidad de una pro-tección comunitaria y la búsqueda de alternati-vas para sus problemas de seguridad, a través de marcos legales, aspecto que para Juan Carlos Ruiz es necesario delimitar con mucho cuidado, pues se puede presentar la situación que se describe a continuación:

Habría que definir con claridad que se entiende por comunidad y cuales serían sus funciones en la prevención del delito. A veces la noción

de comunidad se convierte en una suerte de zona maniquea en donde lo que es extraño o desconocido es “malo”, “dañino” o “nocivo”….En segundo lugar, la comunidad en su afán de vigilancia se puede arrojar derechos que no le corresponden, como limitar el acceso al espacio público o proscribir personas de ciertas zonas por su condición social o étnica (Ruiz, 2006: 14-15).

La carga semántica de grupos como el G-10 nos ubica ante el dilema del modelo de seguridad ciu-dadano que está pensado para Bogotá, pues en el fondo, el problema no radicaría en que existan gru-pos que creen mecanismos de autodefensa contra los delincuentes, sino que el problema es el uso de la represión, sin la preexistencia de un acuerdo estatal. En ese sentido, Mockus afirma:

“…que la gente ayude a defenderse haciendo lo que la constitución recomienda en el capítulo de deberes ciudadanos”. Obviamente esa ayuda requiere una alta integración entre ciudada-nos y fuerza pública. Pero esa integración debe lograrse respetando la especialidad, las compe-tencias de unos y de otros. En este contexto, el arma es la marca más visible de la diferencia de competencias. “Zapatero a tus zapatos” es un principio básico de la seguridad contemporánea. Las comunicaciones y los dispositivos de vigilan-cia electrónica como cámaras son instrumentos de seguridad pasiva en los cuales los ciudada-nos podemos colaborar con la fuerza pública de manera pacífica y en concordancia con nuestros deberes ciudadanos 14.

No se niega que la seguridad sea una preocupa-ción legal y legítima de la ciudadanía, lo que se pretende poner en cuestión, es la forma como el miedo y su uso político construyen modelos de seguridad comunitarios y muy poco diferenciables (a excepción del binomio legalidad-ilegalidad) con las lógicas de orden, y autoridad predicadas por el

13 Los objetivos, documentos e historia de estos acuerdos se pueden consultar en la página Web www.suivd.gov.co (consultado el 30 de junio de 2007).

14 Mockus, Antanas. Seguridad y convivencia ciudadana: Una pedagogía del Estado de Derecho. Bogotá: Alcaldía Mayor, 2003. http://www.bogotá.gov.co/Seguridad%20y%20Convivencia%20Ciudadana.doc (consultado el 17 de mayo de 2007).

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paramilitarismo, que claramente se manifiestan por medio de la violencia, pero que en términos gramscianos constituyen valores hegemónicos que a través de lógicas culturales y simbólicas se esta-blecen y se adaptan a las condiciones estructurales y subjetivas de los contextos sociales15.

A pesar de que Bogotá se conciba con una ciudad con múltiples miedos, en la cual todos viven en un estado de constante incertidumbre (Niño, 2002: 191), esta no es una característica que diferencia a Bogotá de otras ciudades del país y del mundo; mas bien es el retrato de la naturalización del principio hobbessiano, que en palabras sintéticas construye el contrato social por miedo a la muerte violenta, formando un binomio inseparable entre razón y miedo, donde razón es impotente sin miedo y miedo ciego sin el cálculo racional (Bodei, 1991: 84).

El problema no es que la gente tenga miedo o se sienta insegura (Es obvio que alguien que camine por un espacio geográfico desconocido, deba sen-tirse atemorizado; parece casi también irrebatible que cualquier ciudadano tome medidas para su protección cuando fue víctima de algún atraco). El problema radica en qué tipo de modelos sociales se han pensado para construir un miedo que con-duzca al establecimiento de acuerdos sociales que pretenden ser inmunes a las acciones delincuen-ciales o las formas represivas de grupos ilegales de protección privada, pero que a la final termina reproduciendo bajo la armadura legal, formas auto-ritarias, excluyentes y personalistas de defensa de la seguridad.

Baruch Spinoza, uno de los críticos más lucidos de Hobbes, cuestiona la concepción del miedo y la

razón como un asunto de sujeción negativa a un pacto social; sin negar con esto que el miedo y la seguridad no sean parte de la naturaleza humana. El planteamiento de Spinoza se dirige a una con-cepción libertaria, en la cual el hombre, que hace parte del Estado, encuentre en este una forma de vivir de la mejor manera, sin necesidad de pensar en la potencialidad constante de que exista un con-flicto (Bodei, 1991: 91).

Este debate filosófico y someramente tratado, se trae a colación con el fin de indagar acerca de las razones por las cuales dentro de la concepción de miedo y seguridad ciudadana, se plantea un modelo de seguridad que administra estadísticamente hechos que preocupan a la ciudadanía (el hurto de carros, homicidios, atracos a mano armada), en especial, en las zonas donde no hay presencia física de paramilitares y donde comúnmente se confluye hacia un espacio público. La reducción de los indi-cadores de violencia común crean la percepción de que en el período 1995-200316, aunque con algu-nas limitaciones y objetivos por alcanzar, Bogotá ha alcanzado mayores niveles de seguridad (Llorente, 2003: 3-6, 11).

Al presentarse el miedo y la incertidumbre en zonas de donde proviene el crimen (estigmatizado, a un problema de la periferia), se construyen modelos de seguridad, que reproducen desde la lógica legal un orden autoritario de la sociedad. Es así como la convivencia armónica entre lógicas culturales del buen ciudadano y lógicas paramilitares, en la pers-pectiva de seguridad, comportan en relación a las prácticas del buen ciudadano, la configuración de un espacio público fragmentado, protegido ahora por frentes de seguridad local, que buscan una seguridad preventiva de acciones violentas.

15 En este sentido es preciso aclarar que Gramsci no deja de lado los factores coercitivos como agentes dinamizadores de la construcción de valores hegemónicos en la sociedad. Al respecto Carnoy, haciendo un análisis de Gramsci dice: El desarrollo burgués no se logra únicamente mediante el desarrollo de las fuerzas de producción, sino mediante la hegemonía en la arena de la conciencia. El Estado participa en esta extensión, no solamente en la aplicación coer-citiva del poder económico burgués. Sin poder (control) en el campo de la lucha de la conciencia, afirma Gramsci, la burguesía tratara de volver al aparato coercitivo del Estado como instrumento clásico de dominación. De otra manera, las fuerzas coercitivas quedan en el trasfondo, actuando como sistema de aplicación y amenaza, pero no de coerción abierta (Carnoy, 1993: 100).

16 Este es el período trabajado por María Victoria Llorente.

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[50] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

El problema es omitir las manifestaciones cultura-les del paramilitarismo, las cuales no se insertan únicamente vía uso de la violencia, sino que tam-bién han penetrado e interiorizado la personalidad y la dimensión psicológica del ciudadano (a) de la capital. En otras palabras, Ingrid Bolívar nos ayuda a mirar desde Norbert Elías como:

Es preciso decir que los hábitos de pensamiento que nos inducen a creer que la violencia sería una amenaza para la construcción de los sujetos o incluso aquellos en que se afirma que la vio-lencia es una vía para tal constitución, tienden a olvidar las diferentes formas en que los hom-bres se han autoexperimentado (Bolívar, 2003: 270).

Se puede concluir, en el análisis hasta aquí desa-rrollado, que esta política de seguridad y conviven-cia ciudadana se encuentra a la vanguardia de las prácticas de vigilancia de masas y control de espa-cios que se extienden en nuestras sociedades, al exteriorizar la función de vigilar y controlar de las instituciones que tradicionalmente le correspon-día, e interiorizándola en los sujetos con la excusa de ser un actor social que debe cumplir con los acuerdos establecidos entre instituciones legales y normas culturales.

Pero, ¿qué sucede con los acuerdos que provienen de prácticas ilegales, pero pueden llegar a ser legí-timos?, ¿es un problema que solamente debería preocupar a las instituciones? o ¿es un asunto que ameritaría un mínimo proceso de reflexión social?

Al respecto, el Grupo de Cultura Política, Institu-ciones y Globalización de la Universidad Nacional de Colombia publicó un libro acerca de cómo el paramilitarismo, en especial la Ley de Justicia y Paz (LJP), impacta la Cultura Política, la Democracia y la Ciudadanía. Una de sus tesis gira alrededor de la aprobación de la LJP:

La democracia fue la más afectada, no sólo por el duro golpe que se le asestó a la legitimidad de las instituciones, incapaz de hacerle justicia a las deliberaciones y comunicaciones que venían de parte de la sociedad civil, sino porque la misma

LJP fue el resultado de acuerdos políticos entre congresistas que habían resultado electos gra-cias al apoyo del paramilitarismo y miembros de estos grupos que prometían volver a apoyarles en próximas elecciones, personas que se dedi-caron a garantizar la impunidad de sus crímenes y el no esclarecimiento de la verdad (Henao; Mejía, 2008: 243).

Los planteamientos del libro respecto al impacto de la LJP en la democracia, tienen un problema en la formulación de la pregunta, pues al indagarse por el impacto de la –Institucionalización del paramili-tarismo– se asume en el desarrollo del trabajo la idea de un fenómeno que llega a afectar los para-digmas de la cultura, la democracia y la ciudadanía (cualquiera sea su enfoque –tradicional, liberal o marxista).

De ser cierta la anterior tesis, entonces, ¿es con-secuente afirmar que la LJP es la culminación del proceso político de captura del Estado por parte de los líderes de los paramilitares? o ¿es necesario reconsiderar que, si bien no se puede negar que la LJP es el producto de pactos entre grupos políticos (no todos repudiados socialmente), esto no es con-dición suficiente y necesaria para señalarla como el “factor” que impacta la democracia, la ciudadanía y la cultura política?

Si se resuelve la primera pregunta de manera afir-mativa, se estarían desconociendo los demás pro-cesos políticos que, pese a estar inscritos en la legalidad y sin beneficiar directamente los intere-ses paramilitares, han impactado negativamente las instituciones estatales; y los procesos ilegales que, sin buscar la cooptación del Estado, regulan la vida cotidiana de la ciudadanía, la cultura política y la democracia.

Por esa razón, sería válido hacer otra pregunta, la cual no se remita de manera exclusiva a determinar el paramilitarismo como el culpable de la degrada-ción de valores democráticos y ciudadanos, sino que se atenga mirar las recepciones y construccio-nes propias que desde ciudades como Bogotá, han tendido a sentirse ajenas al conflicto. La pregunta que proponemos es:

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¿Qué impactos ha tenido la cultura política, la ciudadanía y la democracia sobre la Ley de Jus-ticia y Paz?

Lo mismo sucede con la categoría “Cultura Mafiosa”, que suena con frecuencia en columnas de opinión y estudios recientes sobre la cultura política. Inves-tigaciones como las de Gustavo Duncan han puesto en evidencia las relaciones y diferencias del para-militarismo con el narcotráfico y las redes mafiosas urbanas. Esto no significa, empero, que el parami-litarismo, el narcotráfico y la mafia sean fenóme-nos idénticos (Duncan, 2005). El problema reside en que el status como actor político de los para-militares está imbricado con el narcotráfico, lo que hace difícil diferenciar las fronteras de sus acciones criminales y políticas (aún cuando sean ilegales). Andrés López aclara en una ponencia que:

No significa esto que Colombia tendrá que acep-tar el poder político fáctico de los narcotrafican-tes en tanto que el país siga siendo un centro de producción y tráfico de drogas ilegales. No. El problema de este país es que los narcopara-militares se han convertido en el poder político fáctico en regiones muy extensas del territorio nacional, en alianza con las élites locales (López, 2008).

Al hablar de “Cultura Mafiosa”, se piensa en com-portamientos inyectados de manera impositiva a la sociedad y en zonas periféricas, negando a su vez, la capacidad de adaptación de los paramilitares, con gran ventaja frente a las instituciones estatales o grupos guerrilleros a la hora de comprender las situaciones coyunturales del país y adaptarse a sus mecanismos de gestión y organización.

Esto implica un gran poder de coerción a través de la represión, pero también de la comunicación y la regulación cultural diferenciando, pero no exclu-yendo status económicos y geográficos, realizando conexión con las necesidades sociales, para apro-vecharse de ellas y generar autoridad, reputación y liderazgo, aunque esto signifique una lucha cruel por la supervivencia. No obstante, la capacidad de adaptación, el protagonismo constante en la cons-trucción de la realidad y la definición de los crite-

rios culturales para denominar lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, en la perspectiva de Luis Jorge Garay podría tener alternativas siempre y cuando sea:

Un tema de moral pública, no de moralismo. Me refiero a un sistema de comportamientos socia-les aceptables. Por ejemplo, en un régimen de derecho esta moral está regida por la igualdad, los principios y valores democráticos. Tenemos ámbitos del Estado donde hay prácticas mafio-sas que están en riesgo de que se profundicen. El gran reto no es retroceder. Lo que hay que hacer es recomponer socialmente. Hay nuevas formas del quehacer público que siguen vivas, mientras no las cambiemos son inviables los cambios.

El debate está abierto, pues hay interesantes esfuerzos por realizar un análisis crítico del para-militarismo, pero que al dar por sentado que la democracia, la cultura y la ciudadanía han sido valores contamidados, omiten que éstos han sido débiles antes, durante y después del surgimiento de concepciones de autodefensa.

En una ciudad como Bogotá (o Medellín y Cali) donde los accesos a educación, justicia, vivienda, salud y cultura si bien no son los ideales, son los mejores en cobertura y calidad de Colombia, el paramilitarismo, igual, no ha tenido problemas para permear las estructuras institucionales y los sujetos sociales, logrando el sometimiento de las zonas azotadas por la pobreza, pero generando la indiferencia legitimadora de sectores que se supo-nen tienen algunas bases para construir proyectos que apunten al fortalecimiento del trinomio demo-cracia, cultura y ciudadanía. Una preocupación cer-cana parece tener Cubides cuando indica:

Por todo ello es que tiene mucho de fariseo el tono sensacionalista, de novedad absoluta o de hallazgo de última hora que le han dado varios medios al tema de “la paramilitarización del país”: no sin cierta perplejidad en un comienzo y tras derrochar una buena cantidad de ener-gías en una actitud nominalista, en una suerte de orgía semántica (“¿Qué nombre le pondre-

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[52] Paramilitarismo, cultura y subjetividad en Bogotá (2000-2006)

mos? “) a partir de las evidencias accesibles, la investigación social la ha venido registrando, las bases de datos que se han venido construyendo la señalan con nitidez; así mismo la propia inves-tigación social encendió las alertas acerca de los diversos nexos locales, regionales y naciona-les y las redes más o menos tácitas con las que los paramilitares han contado, y sobre el papel fundamental del narcotráfico en su expansión (Cubides, 2005: 91).

En síntesis, profundizar las expresiones que por miedo o afinidad han nutrido al paramilitarismo o que por valentía y resistencia han tratado de evitar su alimentación, implica estudiar los ethos culturales de la sociedad colombiana con sus elementos diferenciales, pero también con sus rasgos comunes, para entender las condiciones que permiten su asentamiento, permisividad o rechazo.

Por esa razón es necesario articular los problemas teórico-prácticos que tienen la enajenación social, la solución banalizada de acabar el paramilitarismo con el desmonte de algunas estructuras organiza-tivas, o la implementación de políticas ciudada-nas que cubren una interesante, pero insuficiente esfera pública, al estudio y reconocimiento del poder de adaptación de sus líderes, y las retroa-limentaciones que ha recibido por parte de los centros urbanos. La propuesta de Sergio de Subiría al reflexionar sobre nuestro ethos cultural es inge-nua, pero no irrealizable si se establecen metas de corto, mediano y largo plazo:

Quisiéramos sostener la tesis de que la cons-trucción de una ética civil, en Colombia, sólo es posible relacionando Ética, Cultura y Educación. Las éticas humanas siempre son la expresión del ethos cultural de un pueblo. La imposición de proyectos éticos y educativos ajenos a nuestro mundo cultural, impiden tanto las relaciones entres estas tres dimensiones, como posibilitan nexos contradictorios entre ellas. Tanto el des-conocimiento de una de estas tres dimensiones, como su separación, termina convirtiendo todo esfuerzo en estéril o descontextualizado (Subi-ría, 1998: 54).

Un proceso que reivindica una vez más la necesi-dad de propiciar diálogos constructivos entre la ciencia política, la economía, la psicología y demás perspectivas interesadas en nutrir la propuesta de una ética civil que sin ponerle etiqueta de parami-litar a cualquier expresión social, logré reconocer que es un actor que al margen de la ley ha sido parte de nuestro ethos cultural.

4. Algunas herramientas psicológicas para interpretar nuestros ethos cultural

En esta sección, se intentará complementar la pro-puesta de análisis a través de algunas categorías y herramientas analíticas propias de la psicología social, sin apartarnos de la óptica de Adorno cuando afirma que si bien la comprensión psicosocial es fundamental para el estudio de la personalidad y el autoritarismo, esta comprensión será más com-pleta si atiende a otras disciplinas de las ciencias sociales. Si bien el uso de categorías y herramientas de la psicología social se puede hacer de manera imprudente y/o superficial, por la naturaleza de la investigación, creemos importante señalar qué se entiende por psicología social y como se puede aplicar a este caso, al menos de manera parcial y complementaria:

En realidad, la psicología social analiza y explica los fenómenos que son simultáneamente psico-lógicos y sociales. Este es el caso de las comuni-caciones de masas, del lenguaje, de las influen-cias que ejercemos los unos sobre los otros, de las imágenes y signos en general, de las repre-sentaciones sociales que compartimos y así sucesivamente. Si queremos movilizar a una masa de hombres, luchar contra los prejuicios, combatir la miseria psicológica provocada por el paro o la discriminación, sin duda alguna mayor que la miseria económica, siempre nos encon-traremos ante lo individual y lo colectivo solida-rios, incluso indiscernibles. La psicología social nos enseña a observarlos de esta manera, per-maneciendo fiel a su vocación entre las ciencias (Moscovici, 1988: 27).

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De esta manera, la explotación parcial de algunas herramientas de la psicología se pueden explicar a través de la categoría Influencia, estudiada, entre otros, por Serge Moscovici y que pretende –bási-camente– ahondar en las cuestiones que llevan al sujeto a cambiar su percepción individual de la rea-lidad y su relación con el mundo exterior, influido por su interacción con el otro. La influencia ejer-cida sobre el sujeto puede manifestarse de diferen-tes maneras, según Moscovici: la conformidad y la obediencia.

En los inicios del psicoanálisis ya Freud hablaba de la trascendencia del ser social para el sujeto y resal-taba la fuerza de la influencia colectiva cuando hay homogeneidad. Freud denota de manera paralela los mecanismos de apego afectivo y de identifica-ción que influyen sobre los individuos para resol-ver la necesidad de integración. La homogeneidad es integración. De esta manera se pretende cons-truir el propio yo en analogía al otro tomado como modelo. Serge Moscovici lo explica de manera contundente:

En el origen del vinculo social encontramos identificaciones muy exigentes, que marcan a los individuos de por vida. Estas identificaciones se incorporan al aparato psíquico como la auto-ridad externa; así el aparato psíquico se divide en un yo individual y un yo social que lo domina (Moscovici, 1988: 57).

Robin Martin, por ejemplo, estudia la influencia minoritaria y las relaciones entre grupos. Al res-pecto sostiene:

El análisis en términos de procesos intergrupales sólo empieza a ser pertinente cuando los grupos tienen un interés propio idéntico… Aplicando a la influencia minoritaria el concepto de “influen-cia social referencial”, propuesto por Turner

(1981ª), Mugny ha argumentado que los indivi-duos elaboran una representación de la fuente de influencia (y de sí mismos) como pertene-ciendo a categorías sociales especificas a las que atribuyen ciertas características estereotipadas. Se afirma que cuando un individuo es influido adopta no sólo la posición mantenida por la fuente, sino también las características estereo-tipadas atribuidas a esta fuente en función de su pertenencia y de sus categorías. Esto tendría como consecuencia que cuando los individuos piensen que son parecidos a la fuente, la influen-cia de ésta será mayor que cuando piensen que son diferentes de ella. Se cree que esto se debe al coste psicológico que puede representar la autoatribución de las características estereo-tipadas de un grupo percibido como diferente (Martín, 1982)17.

Estas y otras corrientes y disciplinas de pensa-miento han servido para –entre otras– preguntar-nos por la influencia que actores armados como los paramilitares ejercen sobre poblaciones como las de Bogotá, aclarando –nuevamente– que no se trata aquí de realizar un estudio psicoanalítico, sino más bien sociocultural de dicha problemática.

Situar a algunos grupos poblacionales de la ciudad de Bogotá como objeto de influencia de grupos armados paramilitares, puede sonar incongruente con la imagen y el perfil que tenemos del bogotano (a): influenciado por el posicionamiento de una cul-tura ciudadana y urbana que le ha permitido mejo-rar sus índices de percepción de aumento de segu-ridad y el aumento de denuncias por delitos18. Este análisis apunta a que como objeto de “influencia social referencial”, los centros urbanos no son tan apáticos a prácticas y discursos propios del para-militarismo. Uno de los ejemplos más contunden-tes e impactantes se desarrolla a partir de la “Gran encuesta sobre la para-política” contratada por la

17 La idea central de este modelo es el concepto de redefinición de la identidad social. Los individuos influidos redefi-nen su identidad social autoatribuyéndose las características estereotipadas asociadas al grupo de pertenencia de la fuente de influencia.

18 Fuente: Encuesta de percepción y victimización en Bogotá. Cámara de Comercio de Bogotá. Diciembre de 2006. Según la encuesta los niveles de denuncia por delito han bajado y se ha incrementado la percepción de aumento de inseguridad. Sin embargo, los indicadores son aceptables en comparación con años anteriores.

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revista Semana, la cual concluía: (Bogotá tuvo el mayor número de encuestas realizadas junto a Cali –106– de las 718 realizadas en siete centros urba-nos de Colombia).

Los paras ni siquiera figuran en primer lugar a la hora de definir quiénes son los culpables por la violencia. El primer puesto se lo lleva la guerrilla, con un distante segundo lugar para el gobierno, e incluso están por delante los narcotraficantes y la delincuencia común. Parecería que la opi-nión pública considera que la responsabilidad recae en los principales actores enfrentados en el conflicto interno: el Ejército y las Farc.

Y no es porque desconozcan las acciones come-tidas por los paras, o la atrocidad de las mismas. La encuesta indagó acerca de las reacciones que produjo un impactante informe publicado hace dos semanas en El Tiempo sobre la existencia de fosas comunes, las torturas que les hicieron a las víctimas, y la sevicia de asesinatos, que van entre 10.000 y 30.000 colombianos, y encontró que todas estas prácticas macabras, cometidas por los paras, eran conocidas por la opinión pública. A pesar de lo anterior, las opiniones se dividen por partes casi iguales sobre si esas informaciones empeoraron la imagen de los gru-pos paramilitares (42 por ciento) y aquellos para quienes siguió igual (38 por ciento). Incluso para un inexplicable 9 por ciento, la imagen mejoró.

No se trata de afirmar que la mayoría de los colombianos de las siete ciudades investiga-das sea paramilitar o simpatice con su causa. Amplios sectores, cercanos a las dos terce-ras partes, los cuestionan. Consideran que ni siquiera en medio de un conflicto interno como el que golpea a Colombia, las masacres y los ase-

sinatos son justificables. La imagen negativa de los paras llega a un 89 por ciento, un poco más alta que la que tenían hace cinco años y apenas unos puntos por debajo del rechazo que genera la guerrilla. Un 60 por ciento está en desacuerdo con la frase según la cual el paramilitarismo ha sido una especie de ‘mal necesario’ para aca-bar con la guerrilla. Qué pesa más: ¿el 75 por ciento que rechaza a los paras o el 25 que los tolera?

Hay un núcleo pro-para. Es decir, que soporta a las AUC por razones como la necesidad de con-tar con mecanismos de defensa frente a la gue-rrilla. Un conjunto muy amplio, por ejemplo, de 58 por ciento (¡tres de cada cinco colombianos!) considera justificable que ante la ausencia del Estado, los ganaderos y terratenientes se hayan defendido por sí mismos, incluso con las armas. La participación de militares en el trabajo sucio de los paras divide a la gente casi en bloques iguales19.

Como bien resalta la propia encuesta, no se trata aquí de señalar que la mayoría de los colombianos o de los bogotanos –para nuestro caso– simpati-cen o sean miembros de organizaciones de corte paramilitar, sino mas bien de hacer notar la conver-gencia de un discurso y de un imaginario de corte elitista orientada a la defensa y a la restauración20 con una cultura política que si bien podríamos afir-mar, se mueve entre la legalidad y la ilegalidad, se caracteriza por responder a una personalidad autoritaria21.

En esta vía, uno de los elementos más importan-tes que nos permiten desnudar dicha convergen-cia es la influencia, por cuanto aparte de la apro-piación de tierras y riqueza y un accionar violento

19 La gran encuesta de la para-política, Revista Semana. 5 de mayo de 2007, Nº 1305.20 De esta manera Ingrid Bolívar caracteriza a las Autodefensas Unidas de Colombia AUC, cuando recoge algunos de los

discursos emocionales que producen sobre sí mismas y que según ella le han permitido definirlas como una forma-ción elitista orientada a la defensa y a la restauración.

21 La personalidad autoritaria será tema a tratar más adelante. Para profundizar en el análisis de nuestra personalidad y construcción cultural ver 2 obras de Rubén Jaramillo Vélez quien nos describe como “conformes”, “superficiales” y marcadamente “autoritarios”: Moralidad y modernidad en Colombia. ESAP, Cátedra de Colombia. 5 de noviembre de 1998; y La modernidad postergada. Bogotá. Temis Argumentos. Primera parte. 1994.

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indiscriminado contra la población civil, ejecutado por los actores armados, éstos son responsables –de manera parcial– en la construcción de ima-ginarios e identidades que son importantes de cara a la definición de nuestras formas de vivir y pensar.

Por esta misma vía, el que Un conjunto muy amplio, por ejemplo, de 58 por ciento (¡tres de cada cinco colombianos!) considera justificable que ante la ausencia del Estado, los ganaderos y terratenientes se hayan defendido por sí mismos, incluso con las armas, como lo sostiene la revista Semana, no sólo se debe al impacto en la sociedad del “discurso paramilitar” sino –y entre otras causas más– a la cultura política colombiana, aquella que convive con la legalidad y la ilegalidad y que entre sus ele-mentos predominantes cuenta con el autoritarismo y el conservadurismo.

En una entrevista realizada al líder paramilitar Sal-vatore Mancuso en 1998 al periódico regional El Meridiano se lee:

Lo que pasa es que el derecho a la legítima defensa individual y colectiva, es natural y uni-versal. Está incluso por encima de la ley positiva. Y como el Estado no cumple debidamente con su obligación, nos ha tocado ejercer este derecho. Además, el monopolio de las armas que debe ser exclusivo del Estado, no lo es. Porque hay un enemigo nacional que está armado, entonces, la sociedad civil ante la ineficiencia del Estado y el carácter de la agresión hace respetar su derecho a la defensa y se arma proporcionalmente al ata-que para defender su vida, honra y bienes; este es el origen de las autodefensas.

Al analizar estas y otras formas de construcción del discurso paramilitar Ingrid Bolívar concluye:

…Es muy reveladora la articulación que ambos comandantes (Mancuso y Carlos Castaño) esta-blecen entre el derecho a la legítima defensa y un orden natural, anterior al Estado y al derecho positivo. No se habla aquí de lo que se siente pero cuando se define algo como “natural” o “universal”, se pretende sacarlo de cualquier

debate político y consagrarlo como una verdad, como algo que se impone por “naturaleza”. El carácter emocional del discurso proviene en este punto, precisamente, de la consagración de la defensa como un derecho, como algo propio e indiscutible en el ser humano.

Las AUC insisten “solo nos hemos defendido” pero a renglón seguido glorifican tal comporta-miento como algo que se hace “al servicio de la patria” y que los convirtió en quienes proveen de seguridad a millones de “colombianos honestos y de buena voluntad” (AUC 59). Incluso en sus producciones verbales afirman que ni siquiera el cese de hostilidades los exime de la “respon-sabilidad de defender a las poblaciones y regio-nes de los ataques de la guerrilla” (ibíd.) y que la realidad de la confrontación les impone “un compromiso con las comunidades más allá de la seguridad que les brindamos” (Bolívar, 2005: 68-69).

Si bien el discurso paramilitar es uno de los vehí-culos que junto con el accionar militar de estos grupos ha forjado la construcción de un imagina-rio o al menos la defensa de éste, dicho discurso o su defensa habría surgido con dificultad mientras nuestra cultura política no se perfilará como con-servadora y autoritaria.

De esta forma la construcción de sujetos no sólo se debe a la escuela, la familia, el Estado, etc., sino también a discursos y prácticas propios de acto-res del conflicto armado como los paramilitares, encaminados a la formación elitista orientada a la defensa y a la restauración (el reverdecimiento de la ley y la moral, de la responsabilidad social, de la obediencia debida, del respeto a la propie-dad privada, un “renovado” conformismo frente al ordenamiento social, político y económico, etc.), que sin duda tienen algún grado de influencia en el cuerpo social.

De esta manera, podríamos reconocer esta influen-cia a través de herramientas como la conformidad y la obediencia. Aquí, cuando las AUC ejercieron algún tipo de influencia a través de la conformidad, la presión de esta influencia fue indirecta y hasta

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voluntaria, mientras que si fue a través de la obe-diencia, la coacción de esta influencia fue directa y seguramente impuesta22:

Si bien la conformidad y la obediencia son dos formas de influencia social, difieren de manera importante en varios aspectos (Milgram, 1974). Antes que nada, la presión a conformarse es ejercida de manera típica por pares que disfru-tan del mismo status que el sujeto, mientras que la presión a obedecer es ejercida por una auto-ridad de elevado status. Además, la obediencia presupone que la autoridad desee ejercer una influencia y vigile la sumisión del subordinado a sus órdenes. Por el contrario, la conformidad puede producirse sin que el grupo desee ejercer una influencia o vigilar al individuo, basta con que la persona conozca la posición del grupo y desee estar de acuerdo con ella… (Moscovici, 1988: 43).

Entonces, hablar del mutuo impacto entre las lógi-cas culturales del paramilitarismo y las lógicas cul-turales del buen ciudadano se debe –entre otras causas a que las formas de vivir y pensar, es decir, aquellas que conviven armónicamente con la lega-lidad y la ilegalidad, han tenido la influencia de una(s) psicología(s) social(es) que tienden a asimi-lar procesos y comportamientos, que en ocasiones no tienen en cuenta límites culturales, jurídicos y morales.

En resumen, el ciudadano bogotano (a) –así como el colombiano en general, con todo y sus matices– ha sentido el rigor de la influencia del discurso e imaginario propios de la construcción simbólica y discursiva los grupos paramilitares a través de vías directas o indirectas (conformidad y obedien-

cia como formas de influencia social); más sin embargo, dicha influencia no sería tan persistente y sólida –como lo demuestran estudios y sondeos como los realizados por la revista Semana– (no es una encuesta para demostrar una verdad absoluta, pero sí un indicador que permite rastrear algunas de nuestras características socio-culturales en la percepción sobre los paramilitares en Colombia) si no contáramos con una dinámica sociocultural que se mueve entre lo legal e ilegal y una perso-nalidad que se perfila como autoritaria o que al menos tiene algunos elementos y matices que la identifican23.

En razón a este argumento, puede ser que la pro-puesta de Mockus al armonizar ley, moral y cultura, sea y haya sido viable. El problema consiste en excluir las lógicas paramilitares, como parte y pro-ducto de regulaciones jurídicas, morales y cultu-rales. Así como la influencia en la psicología social puede actuar con éxito en el acatamiento de las normas y reglas estatales, puede quedar latente con la conformidad y la obediencia en las regula-ciones ilegales o legítimamente aceptadas.

5. Una explicación posible

A modo de conclusión, se trata de comprender las razones por las cuales persisten en el tiempo y en el espacio formas culturales, que en un deber ser tendrían que excluirse, pero que han logrado con-vivir, sin afectarse la una de la otra.

Al hacer el rastreo, la explicación no satisface por completo los objetivos planteados por el grupo, pues se teme quedar presos de referentes concep-tuales que limiten el análisis, que nos devuelvan a lo criticado en páginas anteriores, es decir, a un

22 De manera general se podría decir que la obediencia es más frecuente en zonas afectadas de manera directa por el conflicto y el accionar de los paramilitares, mientras que la conformidad ronda los espacios menos afectados por el accionar directo del paramilitarismo. Las dos situaciones, sin embargo, se viven en Bogotá, donde algunas de sus localidades cuentan con la presencia física de este actor armado y otras con una aceptación implícita o explícita de sus modos de ordenamiento social, cultural, político y económico.

23 Esto no quiere decir que todos los bogotanos y los colombianos seamos conservadores conscientes o 100% conser-vadores, ni que ser conservador implique un prejuicio político. Sin embargo, habría que reconocer que nuestra per-sonalidad tiene rasgos retardatarios, que a través de nuestra historia han estado imbricados en nuestro desarrollo como nación y como sociedad.

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problema exclusivo de excepcionalidades sociales que producen una “Institucionalización paramili-tar” o una “Cultura mafiosa”.

Pero pasar de la excepcionalidad a la generaliza-ción, es un ejercicio que también quedaría estan-cado en el impacto semántico y en la pobreza pragmática. Por eso al acuñar el término de la per-sonalidad autoritaria, se intenta trazar el posible mapa de rastreo para futuras interpretaciones a la indagación sobre el impacto mutuo de lógicas sociales y culturales entre centros urbanos como Bogotá y grupos paramilitares.

5.1. Personalidad autoritaria: cemento para la construcción de culturas armónicas, pero ambiguas

Según Adorno

…la personalidad es una organización más o menos permanente de las fuerzas internas del individuo. Estas fuerzas persistentes de la per-sonalidad contribuyen a determinar la respuesta del sujeto ante distintas situaciones, y, por lo tanto, es a ellas que se debe atribuir en buena parte la constancia del comportamiento, sea verbal o físico. Pero, aunque constante, el com-portamiento no es lo mismo que la personali-dad; ésta se encuentra detrás de la conducta y dentro del individuo (Adorno, 1965: 30).

…puesto que admitimos que las opiniones, las actitudes y los valores dependen de las necesi-dades humanas24 (tendencias, deseos, impulsos emocionales), y que la personalidad es esencial-mente una organización de necesidades, pode-mos considerar la personalidad como un factor 0 de las preferencias ideológicas. Sin embargo, sería erróneo atribuirle el papel de determi-nante último. Lejos de estar formada desde un principio, de ser algo invariable que actúa sobre el mundo que la rodea, la personalidad evolu-ciona a impulsos del ambiente social y no puede

aislarse jamás de la totalidad social dentro de la que se desenvuelve (Adorno, 1965: 31).

Para describir nuestra personalidad de manera breve, debemos citar a autores como Rubén Jara-millo, quien describe al colombiano como en gene-ral pasivo, conformista, superficial, y tiende a com-portarse preferentemente en forma heterónoma, autoritaria (Jaramillo, 1998: 37).

Remontándose a las raíces de la construcción de la identidad del colombiano, para poder describirlo, Jaramillo afirma:

desde sus comienzos nuestras sociedades se vieron afectadas a lo largo de su historia por la prolongación de un ethos medieval, de un arquetipo de comportamiento característico de un individualismo premoderno, épico, igual-mente por unas elites españolas “dominadas y moldeadas, en contraste con las de las naciones del norte, por los ideales propios de una cultura militar-burocrática premoderna” Es así como la sociedad y la vida publica española y latinoa-mericana se caracterizan por: la dependencia del puesto publico, la vocación burocrática. En fin la herencia idiosincrática española se podría sintetizar en: “una ideología sustentada en la indiscutida legitimidad del privilegio, del predo-minio de la nobleza de sangre, de la casta, de la aristocracia, que había triunfado sobre el tercer estado y sobre los plebeyos en la batalla de Villa-lar” (Jaramillo, 1998: 17-18).

Jaramillo también resalta la simbiosis entre un discurso republicano importado de la revolución francesa y el peso en la práctica de costumbres ancestrales todavía premodernas (Jaramillo, 1998: 31), lo cual nos ha llevado hacia el camino de la “modernización” del país, lo que no es equivalente al desarrollo de la modernidad en el país: un avance espiritual, una maduración en los hábitos, en las prácticas, en la mentalidad de las gentes, en parti-cular de la clase dirigente y de la clase política.

24 Adorno afirma que las fuerzas de la personalidad son esencialmente necesidades humanas.

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Otras lecturas de nuestra identidad y personalidad son las de Salomón Kalmanovitz, cuando habla de la debilidad del Estado colombiano al afirmar que ésta

reside entonces en la gran desigualdad entre dominantes y dominados, desigualdad que se expresa también en el nivel formal de las leyes y ordenanzas, y que priva al Estado de una base susceptible de ser movilizada en contra de los atropellos imperialistas. Aquí la vida civil es gobernada por el dogma y la jerarquía vertical, no por la razón, la igualdad y la participación (Kalmanovitz, 2003: cap. 4).

Asimismo Andrés López afirma que a partir del periodo de la “Regeneración”25 los parámetros delineados por el ideario conservador continua-ron su carrera por delimitar la formación de valo-res y actitudes de los colombianos en un espíritu que él mismo caracteriza como antimodernista y retardatario:

Este espíritu sirvió de filtro y obstáculo para la penetración de nuevas ideas en boga en el resto del mundo, como el marxismo, el psicoanáli-sis o las modernas corrientes de la sociología y economía que representaban una influencia modernizante. Igualmente, el contexto antimo-derno tamizó los efectos de los cambios sociales producidos por la irrupción del proletariado y las capas medias en ascenso en la vida nacional (López, 1988: 112).

Descrita de manera superficial y breve nuestra identidad, encontramos un punto en el que pare-cen converger la mayoría de las opiniones: el auto-ritarismo. Pero ¿qué es y cómo podemos identifi-car este complejo fenómeno?:

Diremos entonces que autoritarismo significa una predisposición defensiva a conformarse

acríticamente a las normas y mandatos del poder investido por el sujeto de autoridad. Desde el punto de vista individual, los autorita-rios son personas que invariablemente se hallan dispuestas a coincidir con las autoridades por-que necesitan la aprobación o la supuesta apro-bación de éstas como un alivio de su ansiedad personal (Bay)26 (Adorno, 1965: 5).

El sujeto autoritario parece debatirse entre lo moderno y lo premoderno, entre prácticas moder-nas y prácticas tradicionales, en palabras de Max Horkheimer, el tipo humano autoritario

es, a un mismo tiempo, un ser ilustrado y supersticioso, orgulloso de su individualismo y constantemente temeroso de ser diferente a los demás, celoso de su independencia y pro-clive a someterse ciegamente al poder y a la autoridad.

De manera paralela a la evolución de nuestra per-sonalidad autoritaria, hemos visto como el desa-rrollo de nuestra cultura le ha permitido moverse en los escenarios de la legalidad y la ilegalidad. Por esta razón –entre otras–, Rubén Jaramillo afirma: …en Colombia se acepta la trampa con facilidad: todos somos más o menos tramposos (Jaramillo, 1998: 31). Es así como la trampa, lo legal y lo ilegal, la conformidad, la superficialidad, etc. se entrete-jen para dar como resultado una cultura política compleja, que parece poseer diversas aristas y contradicciones:

…Esta trilogía de problemas –profunda supedi-tación de lo público, arraigada deslegitimidad y desinstitucionalización del Estado y precaria convivencia ciudadana– íntimamente relacio-nados entre sí, caracteriza un proceso de “des-trucción social” en el contexto de las exigen-cias del mundo de hoy, que tiene como raíz

25 Período que va desde 1880 a 1930, cuando se destacó la hegemonía conservadora, ya que se excluyó al Partido Libe-ral del gobierno.

26 El autoritarismo, desde el punto de vista psicológico, es una tendencia general a colocarse en situaciones de domi-nación o sumisión frente a los otros como consecuencia de una básica inseguridad del yo. El sujeto autoritario –diría Adorno– está dominado por el miedo de ser débil.

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Lógicas culturales del paramilitarismo y lógicas culturales en la construcción del ciudadano(a)... [59]

central la preeminencia de lo privado sobre lo público o el bien común, contraviniéndose el propósito de alcanzar una sociedad moderna organizada.

La enraizada fragmentación del tejido social, la deslegitimación del Estado y la pérdida de con-vivencia ciudadana se manifiestan no sólo en el deterioro de comportamientos y conductas ciu-dadanos sino en las relaciones políticas, econó-micas, sociales y culturales, al hacerlas proclives a la configuración de lo que se puede denominar como un proceso de “aculturación de la ilegali-dad” –y en ciertos campos, hasta de una “acul-turación mafiosa”– a cargo de grupos poderosos que van supeditando y condicionando paulati-namente actitudes e inclusive algunos valores de otros grupos y estratos de la sociedad. Lo que, entre otras cosas, va afectando la misma cultura cívica o la civilidad en amplios sectores de la sociedad.

Aquí se entiende por aculturación el proceso de formación práctica de un conjunto de valores, principios y fundamentos que rigen conductas y comportamientos de algunos grupos ciudada-nos en una sociedad. Y por aculturación de la ile-galidad, el enraizamiento progresivo en distintos ámbitos de la sociedad de la imposición de inte-reses privados individuales de grupos poderosos –de orden tanto legal como ilegal– al margen de normas y procedimientos del ordenamiento jurídico y político, y a través de la violencia o de su poder de imposición e intimidación sobre otros grupos de la sociedad, e incluso del Estado (Garay, 1999: 3-4).

Este proceso de aculturación de la ilegalidad que se ha posicionado de manera sólida en la sociedad colombiana no conlleva la destrucción de un marco jurídico y político, sino que puede convivir con éste, ya que un proceso de aculturación –según lo define Garay– no implica en lo absoluto el imperio de comportamientos y conductas como

prácticas societales generales, en sentido estricto del término. Sólo alcanzarán este estatus en la medida en que tales prácticas sean adoptadas y

reconocidas suficientemente por el conjunto de los ciudadanos.

La capacidad de nuestra cultura política para des-plazarse de la legalidad a la ilegalidad y viceversa, muestra como la pasividad, la trampa y la superfi-cialidad, propias de nuestra identidad ha dado pie a la aparición de conceptos como los del anfibio cul-tural representado en quien se desenvuelve solven-temente en diversos contextos y al mismo tiempo posibilita una comunicación fértil entre ellos.

Esta aculturación de la ilegalidad y problemáticas como el anfibio cultural han servido como motivo y justificación de iniciativas y políticas como las de la cultura ciudadana, donde Antanas Mockus nos propone reemplazar una cultura de la ilegalidad, que sólo trae impactos negativos al cuerpo social, a la convivencia ciudadana y a la construcción de un “buen ciudadano”, a cambio una cultura de la legalidad, amparada en la norma, la moral y la cultura.

La propuesta de Mockus en lo que se refiere a la categoría de anfibio cultural nos permiten enten-der como de manera paralela al concepto de acul-turación de la ilegalidad que maneja Garay, los bogotanos nos hemos vuelto grandes intérpretes para poder movernos como anfibios en la superfi-cie finita de la legalidad, pero también en las con-fusas aguas de la ilegalidad, donde las economías mafiosas y los grupos al margen de ley –como los paras– hacen presencia física y simbólica.

Esto no quiere decir que la cultura ciudadana y el fenómeno paramilitar en ciudades como Bogotá tengan una relación causa-efecto, tan sólo que es la misma dinámica entre estructura-sujeto (y no su ligera desviación) la que permite el arraigo y la evolución de políticas públicas del buen ciudadano y el desarrollo de organizaciones armadas que en el caso de los paramilitares se han insertado de manera profunda en los parajes legales-ilegales de nuestra cultura sin que estos se hayan visto amenazados o confrontados por el despliegue de políticas públicas que pretendían ganarle el pulso a la ilegalidad a través de la exaltación de la ley, la moral y la cultura.

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Al plantear, entonces, que nuestra cultura política se mueve en la legalidad-ilegalidad, afirmamos que las lógicas culturales del paramilitarismo pue-den convivir con políticas como las de cultura ciu-dadana que exaltan la concepción del sujeto obe-diente y tolerante.

Al hablar, entonces, de cultura ciudadana hablamos de ciudadano cumplidor de deberes, con lo cual elementos como la ley y la moral, la obediencia debida, el respeto a la propiedad privada, el con-formismo frente al ordenamiento social, político y económico cobran fuerza. Lo que prima, en último término, es que los comportamientos se ajusten a la ley y que, en consecuencia, exista congruencia entre ley y cultura.

De esta manera se propicia no sólo la legitimación del actual orden de cosas, sino que se eluden alter-nativas serias a problemáticas vitales para la ciu-dad, como la pobreza, la exclusión, la corrupción o las raíces autoritarias de nuestra cultura política.

Además de esto, habría que decir que tanto la cul-tura ciudadana como los discursos e imaginarios impulsados por los paramilitares tendrían el mismo fundamento y/o recurso a explotar: una personali-dad autoritaria –una básica inseguridad del yo–, la cual según Adorno está afincada en aquel que está dominado por el miedo de ser débil.

Evitar esta paranoia a la debilidad generada por el miedo, requiere plantear la discusión en torno a la aplicación real en los distintos espacios y lugares de Bogotá de la cultura ciudadana, así como plan-tear la diferencia entre conformidad y obediencia,

según la presencia física y el impacto directo de los grupos paramilitares.

No se quiere aquí decir que tanto la cultura ciuda-dana como el discurso paramilitar traman o encu-bren estrategias preconcebidas para la consecu-ción de sus objetivos. Aunque los planteamientos de uno y otro lado puedan alejarse o acercarse, lo cierto es que por acción u omisión ambos fenó-menos llegan al mismo punto: la marginación del debate y el planteamiento de alternativas de cara a las problemáticas de nuestra sociedad.

En este último punto se debe recalcar las pregun-tas estructurales y subjetivas que están en mora de formularse ¿Cómo podremos atacar dichas pro-blemáticas? ¿Cómo podríamos falsear las lógicas-prácticas que defiende el paramilitarismo y con las cuales se identifican muchos ciudadanos? ¿Cómo podríamos revertir la influencia y la retroalimen-tación que éste ha tenido en la sociedad?, ¿Cómo generar un proceso de reflexión social que vaya más allá del repudio o la moralización permisiva?

En suma, las políticas del buen ciudadano no podrán desprenderse de esta relación armónica, pero ambigua, mientras no tengan impacto en los factores estructurales y subjetivos que se manejan en ámbitos ilegales-privados de la vida cotidiana. Claro está, sin descuidar la importancia que tiene el posicionamiento de sujetos respetuosos en la esfera pública.

¿Podremos mirar al futuro con la cabeza erguida en este escenario, entre los tantos que nos plantea la compleja realidad colombiana?

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