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PERMANECED EN ÉL TRANSMITIR ESPERANZA RECREAD EL CARISMA SIETE LUGARES BÍBLICOS QUE ILUMINANA NUESTRA VIDA Y MISIÓN. Subsidio de formación para la Provincia California-México. Religiosas Escolapias

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PERMANECED EN ÉL TRANSMITIR ESPERANZA RECREAD EL CARISMA

SIETE LUGARES BÍBLICOS QUE ILUMINANA NUESTRA

VIDA Y MISIÓN.

Subsidio de formación para la Provincia California-México.

Religiosas Escolapias

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Índice Introducción ............................................................................................................................ 3 1. Desierto: Espacio de encuentro con Dios ........................................................................... 4

Geografía, arqueología e historia del desierto israelita ...................................................... 4

Teología del desierto israelita ............................................................................................. 6 Teología del desierto cristiano ............................................................................................ 7

Pautas para la aplicación a la vida ...................................................................................... 8 2. Galilea: Salir, ser enviadas ................................................................................................. 9

Geografía, arqueología e historia de Galilea ...................................................................... 9 Teología de la Galilea israelita ......................................................................................... 11

Teología de la Galilea cristiana ........................................................................................ 11 Pautas para la aplicación a la vida .................................................................................... 13

3. Betania: Casa de fraternidad y amistad ............................................................................ 14 Geografía, arqueología e historia de Betania .................................................................... 14

Teología de Betania .......................................................................................................... 16 Pautas para la aplicación a la vida .................................................................................... 18

4. Monte de las bienaventuranzas: Cambio de paradigma ................................................... 19 Geografía, arqueología e historia del monte en Israel ...................................................... 19

Teología del monte israelita ............................................................................................. 20 Teología del monte cristiano ............................................................................................ 21

Pautas para la aplicación a la vida .................................................................................... 23 5. Lago de Tiberíades: llamado y seguimiento ..................................................................... 24

Geografía, arqueología e historia del Lago de Genesaret ................................................. 24 Teología del Lago de Galilea ............................................................................................ 26

Pautas para la aplicación a la vida .................................................................................... 28 6. Nazaret: Familia, escuela de humanidad .......................................................................... 29

Geografía, arqueología e historia del Nazaret .................................................................. 29 Teología de la aldea Nazaret ............................................................................................. 30

Pautas para la aplicación a la vida .................................................................................... 32 7. El pozo de Sicar: Encuentro que libera ............................................................................ 33

Geografía, arqueología e historia del pozo en Israel ........................................................ 33

SIETE LUGARES BÍBLICOS

Febrero 2020

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Teología del pozo israelita ................................................................................................ 34

Teología del pozo de Sicar ............................................................................................... 35 Pautas para la aplicación a la vida .................................................................................... 37

Conclusión ............................................................................................................................ 39 Bibliografía ........................................................................................................................... 40

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Introducción La Biblia, ese fascinante y enigmático texto que ha sostenido a las tres grandes religiones del libro: judaísmo, cristianismo e islam. La Biblia, con sus impresionantes narraciones de personajes, hombres y mujeres, que han participado en la historia de la salvación. La Biblia, el libro sagrado de millones de personas en el mundo, el medio de transmisión de la Palabra de Dios manifestada plenamente en Jesucristo. La Biblia, la colección de distintos libros con perspectivas teológicas diferentes, pero complementarias. Y en esa pluralidad de libros, personajes, ideas teológicas y lenguas, el espacio se convierte en un factor de unidad. Las narraciones, los poemas, los oráculos, las parábolas… todo tiene como escenario común la tierra de Israel. La tierra de Israel es el espacio que posibilitó en gran medida la vida ordinaria, la cultura material y las ideas religiosas del pueblo israelita. Con sus desiertos y sierras, con su río y su lago, con sus montañas y valles, el espacio de Israel está presente en cada uno de los libros bíblicos. El espacio aparece en ellos como un actor protagónico pleno, un ámbito privilegiado para la interacción social. Y dentro del espacio… los lugares. Los lugares son la porción del espacio que ha sido significado por la comunidad humana. Los seres humanos pueden crear, dentro de los espacios, lugares apreciados, simbolizados, modificados. Los espacios son generales, receptáculos de las relaciones sociales y políticas. Los lugares son individuales y comunitarios, dotados de sentimientos, emociones, afectividades y simbolismos. Los lugares bíblicos como Jerusalén, el Monte Carmelo o el Mar Muerto están dentro de un espacio geográfico, pero como lugares fungen como símbolos que afectan sensiblemente la identidad, las tradiciones y la religión del pueblo de Israel. Este sencillo subsidio es para profundizar en el itinerario de seguimiento, misión y vida comunitaria de la Provincia California- México de las escolapias, como suplemento al documento del XXVII Capítulo general. Los siete lugares bíblicos han sido elegidos por el Instituto de Hijas de María Religiosas de las Escuelas Pías. Lo que se propone en este trabajo es una profundización en el espacio con sus características geográficas, arqueológicas e históricas de lo acontecido (espacio), así como las connotaciones simbólico-teológicas y espirituales implicadas (lugar). Lo anterior es concretizado a la vida individual-comunitaria en el presente, como un intento de actualización dinámica.

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1. Desierto: Espacio de encuentro con Dios

El desierto es un espacio que a lo largo de la historia de la humanidad ha cautivado a hombres y mujeres. Sea por su interminable paisaje, por sus temperaturas extremas, por la ausencia de sonidos o por sequedad, el desierto ha sido elegido por personas de diversas culturas como un espacio óptimo para ir al encuentro de la trascendencia. Muhammad ben Abdallah (Mahoma), nacido dentro de una tribu nómada del desierto, la tribu mercader de los quray, se retiró en su juventud por semanas a la cueva de Hira, a unos kilómetros de La Meca en el interior del desierto. Para las tribus nómadas beduinas del Medio Oriente, el desierto es su espacio común de habitación, pero también un lugar que ha marcado su cultura y su religión. En la historia de la Iglesia no han faltado los hombres y mujeres que han marchado al desierto para tratar de vivir de una manera más plena su fe. Desde los primeros siglos, los monjes del desierto eran reconocidos por su agudeza espiritual y su sabiduría sinigual (Grün, 2000). Más recientemente, Charles de Foucauld renunció a una vida de comunidad europea para buscar en el desierto del Medio Oriente un espacio más apropiado para la vida espiritual, como lo había hecho San Jerónimo en el siglo IV. Los hombres y mujeres de la Biblia no son la excepción, Moisés, Elías, Jesús y Juan el Bautista fueron al desierto para reencontrase consigo mismos y con su Dios. Geografía, arqueología e historia del desierto israelita Comencemos observado un mapa satelital de la tierra de Israel en la actualidad (imagen 1). En él puede notarse en la región norteña, donde está el lago de Galilea, un color más obscuro, verdoso. En cambio, en la región del sur, alrededor del Mar Muerto, el color ha cambiado a uno arenoso; ahí está el desierto. Para el pueblo israelita, el desierto formaba parte de su espacio vivido. El Mar Muerto es uno de los pocos mares en el mundo que se encuentra en una depresión tectónica, es decir, varios metros por debajo del nivel del mar. Su nombre se debe a que la salinidad y lo espeso de su agua hacen imposible cualquier vida. Ni peces ni algas habitan en el interior de sus aguas salinas. Actualmente, turistas gustan de flotar en la superficie de este mar, pues la espesura de su agua no permite el hundimiento de las personas.

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Cualquier lector familiarizado con la Biblia puede constatar que en ella nunca se menciona al “Mar Muerto”, pues este mar es designado como Mar de Sal (Gn 14,3) o Mar de Arabá (Dt 3,17). Este Mar de Sal servía como frontera natural de Israel con las naciones del oeste (Nm 34,3). El profeta Ezequiel, estando en el exilio en Babilonia, profetizó una renovación del Mar, que sería bañado por un torrente de vida, lo cual produciría la vida en ese Mar de Arabá (Ez 47,8-10). El desierto sureño de Israel era, como cualquier desierto, poco favorable para la agricultura y la ganadería. La tierra no era fértil y la ausencia de arroyos permanentes hacían muy difícil la cría de rebaños. En apariencia, el desierto no ofrecía nada a las tribus israelitas que habían salido de Egipto en busca de la tierra

prometida. Cuarenta años duró caminando el pueblo de las tribus de Israel por el desierto del Sinaí. En esa travesía, sufrieron hambre, sed, soledad, desamparo y, varias veces, ganas de regresar a Egipto. ¡Al menos ahí comían pescado, pepinos, melones, cebollas y ajos! (Nm 11,5). Durante esa larga marcha por el desierto, sucedió uno de los episodios más sublimes de la historia de Israel: Dios entregó las tablas de la Ley a Moisés en la cumbre del monte Sinaí (Ex 31,18). Al mismo tiempo, en las faldas del cerro, ocurría una de las páginas más tristes de esa historia: Aarón, Miriam y todo el pueblo hacían un becerro de oro para adorarlo como el Dios Yahvé (Ex 32). Una vez llegando a la tierra prometida, Moisés y los últimos israelitas que habían sobrevivido la gran travesía subieron al Monte Nebo, en la tierra de Moab (Dt 34,1). Desde ahí, divisaron la tierra que Dios les había prometido, una tierra que manaba leche y miel (Ex 3,8). Los mosaicos bizantinos que adornan la basílica en la cima del monte recuerdan ese episodio que marcó la muerte de Moisés. Hasta la fecha, cuando el día es claro y libre

Imagen 1: Mapa del desierto de Judea

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de nubosidad, se puede observar el desierto de Judá, con sus cabras endémicas ˗de donde el desierto mana leche˗ y los oasis con sus palmeras datileras y viñas con uvas maduras ˗de donde mana la miel del desierto˗. El pueblo se instaló de diversas maneras en la tierra de Israel. A veces peleando, en ocasiones pactando o comprando, las tribus se fueron distribuyendo a lo largo y ancho de los límites de la tierra que se llamaba Canaán. Plantaron trigo y cebada, criaron ganado de ovejas y chivas, construyeron casas, santuarios y caminos. No obstante, el recuerdo del desierto que recorrieron en el origen de su historia se instaló en la memoria del pueblo. De ser un espacio de tránsito, el desierto se convirtió, en la predicación de los profetas y sus sucesores, en un lugar simbólico de un pasado idílico.

Teología del desierto israelita Con el asentamiento de las tribus de Israel en la tierra de Canaán, llegó cierta prosperidad. Para las tribus nómadas del desierto la movilidad es vital, pues deben buscar las fuentes de agua y las frutas de estación. Para una tribu sedentaria, en cambio, la agricultura y la ganadería se convierten en su forma principal de subsistencia, y requieren un cuidado permanente por parte de la tribu. La fertilidad de la tierra y de los rebaños se convierte en una preocupación constante. Por esa razón, los cultos a Aserá (la diosa cananea de la fertilidad) y a Baal (el dios del renacimiento de la vida) fueron una tentación constante para las tribus israelitas. Esos santuarios cananeos del desierto de Judá, Benjamín y Simeón fueron una prueba para la fidelidad de las tribus del reino de Israel. Es entonces que el desierto se erige como un lugar de tentación. En la teología deuteronomista, Dios hizo caminar al pueblo de Israel durante cuarenta años por el desierto para probarlo, a fin de saber si su corazón era fiel o no (Dt 8,2-3). Durante esa travesía, fueron tentados con pruebas físicas como la sed o el hambre (Ex 16,1-21; Nm 20,2-13); pruebas psicológicas como el deseo de volver a la esclavitud de Egipto; y pruebas religiosas como la tentación de adorar a Dios en la imagen de un becerro de oro (Ex 32). El pueblo a veces cayó en la tentación, pues también el desierto ha sido considerado como un lugar de demonios y muerte. El profeta Jeremías consideraba al desierto como la ausencia total de vida: “Miré, y no había un alma, todas las aves del cielo habían volado. Miré, y el vergel era desierto” (Jer 4,25-26). Si Yahvé era el Dios de la vida, entonces el desierto, como espacio sin vida, era el espacio propicio para los demonios. En el desierto habitaba Azazel, el demonio que devoraba al chivo expiatorio que soportaba los pecados del pueblo (Lv 16,8-10). Al desierto de Egipto huyó el demonio Asmodeo, el que había poseído a Sara, la esposa de Tobías (Tob 8,3). Sin embargo, los profetas también miraron al desierto como el lugar idílico donde el pueblo podía reencontrase con Yahvé. En el desierto, el pueblo dependía totalmente de la

Imagen 2: Memorial en la entrada de la basílica franciscana en Monte Nebo

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providencia y el cuidado divino, sin necesidad de acudir a los Baales y las Aserás. En el desierto, el pueblo se sentía desprotegido y desnudo ante el Dios que los guiaba de día por una nuble y de noche por una columna de fuego. El profeta Oseas fue el primero que, de manera poética, miró al desierto como el lugar de la relación privilegiada entre Dios y su pueblo: “Por eso voy a seducirla, voy a llevarla al desierto y le hablaré a su corazón” (Os 2,14). Siguiendo esta intuición, el profeta Jeremías consideró al desierto como la etapa de más intimidad entre Yahvé e Israel: “De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto” (Jer 2,2). Para el profeta Isaías, por otro lado, el desierto sería el escenario donde Dios realizaría la proeza de un nuevo éxodo, con los judíos regresando del exilio: “Convertiré el desierto en lagunas y la tierra árida en hontanar de aguas” (Is 41,18). El mismo profeta es quien profetizó al pregonero del Mesías en el desierto: “Una voz clama: En el desierto abran camino a Yahvé” (Is 40,3). Así, con una connotación paradójica del desierto como lugar de muerte y como vida que surge de la muerte; como lugar de tentación y demonios; pero también como lugar de encuentro e intimidad con Dios, llegará la plenitud con la llegada del Mesías. Teología del desierto cristiano En la época de Jesús, el desierto se había convertido en un espacio de expectativa mesiánica. Un grupo de hombres relacionados con el sacerdocio ˗y decepcionados del él por la corrupción en la elección del sumo sacerdote˗ se habían retirado al desierto del Mar Muerto para preparar ahí la llegada del Mesías; eran los monjes de Qumran. En el Nuevo Testamento, el desierto adquiere una dimensión teológica en cuatro sentidos: a) el desierto de Israel en el Antiguo Testamento; b) el desierto de Juan el Bautista; c) el desierto de Jesús; d) el desierto de la comunidad eclesial (Báez, 2004). La primera generación de cristianos miró, en él, la travesía del pueblo hebreo por el desierto una prefiguración de la salvación en Cristo. San Pablo, por ejemplo, consideró a la época del desierto como un tiempo y un espacio de revelación y salvación, al mismo tiempo que una historia de rebelión y pecado. Para el apóstol de los Gentiles, el desierto develó la verdad sobre Dios (su fidelidad a toda prueba) y la verdad sobre el pueblo (la facilidad para la murmuración). El camino del desierto se había convertido en un paradigma del camino cristiano. La Carta a los Hebreos, por su parte, enfatiza más el aspecto del camino por el desierto como una experiencia de purificación. El evangelio de San Juan recuerda el episodio de la serpiente levantada por Moisés en el desierto para curación de los israelitas heridos como prefiguración del levantamiento de Jesús en la cruz para salvación de todos (Jn 3,14). Así, la serpiente y la cruz en el desierto denotan al mismo tiempo muerte, y vida que surge de la muerte. Juan el Bautista, como precursor del Mesías, se retiró como profeta al desierto de Judea, cerca del río Jordán, para predicar el arrepentimiento y el perdón de los pecados. La experiencia del desierto transformó el carácter del Bautista, quien con tono áspero, seco y fuerte incitaba a cambiar de vida para estar preparados. La voz del Bautista era potente y cuestionaba a todos, incluso al rey, porque el desierto se había internado en su corazón. Las pocas palabras de su desierto retumbaban como una gran Palabra para el pueblo expectante de Israel. Jesús comenzó su vida pública con un retiro al desierto con el número simbólico de cuarenta días. Cada evangelista narra de modo diverso esa estancia de Jesús en el desierto,

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pero todos concuerdan en que no fue iniciativa propia, sino inspiración del Espíritu Santo. El desierto, como lugar de tentación, también tocó a Jesús. Antes de poner a prueba su misión, el diablo ˗padre de los demonios del desierto˗ puso a prueba la identidad de Jesús: “Si en verdad eres Hijo de Dios…” Alimento, fama, adoración, posesiones, todo eso dependía del tipo de misión que debía asumir el Hijo de Dios. O se aventuraba a un camino de desierto ˗árido por la invitación y no por la imposición o sucumbía a la tentación de un camino fácil lleno de excentricidades. Finalmente, el Apocalipsis de Juan propone en la figura de la Mujer-iglesia del capítulo 12 un itinerario de desierto para la iglesia esposa de Cristo. Así como los profetas propusieron el desierto como lugar para el reencuentro de Israel con su esposo Yahvé, así también San Juan presenta a la Mujer-iglesia en el desierto en un periodo de tiempo de prueba hasta la consumación del matrimonio. El desierto nunca es un destino para el cristiano, sino un paso temporal que purifica e invita a la intimidad para la comunión con Jesucristo. Pautas para la aplicación a la vida Para una vida interior más plena, de más profundidad e intimidad con la Santísima Trinidad, es necesario pasar por recurrentes experiencias de desierto. El desierto suele causar temor a cualquier persona. El desierto impone soledad, silencio, precariedad e indefensión. Durante el día, el desierto asalta el visitante con los demonios del medio día, los que hacen ver espejismos, los que hacen desvariar por el calor y la deshidratación. Es difícil conservar la cordura y distinguir lo real de lo imaginario. Por la noche, el calor da paso al frío y es cuando la tenue luz de la luna hace perceptible el paisaje con sus detalles. De noche, solo las estrellas pueden guiar al despistado viajero que por el día queda deslumbrado por los rayos solares. Pero al desierto es necesario acudir para despejar dudas, abandonar máscaras y dilucidar la propia identidad. En el desierto no hay necesidad de fingir, ni de aparentar ante los demás. El desierto es un lugar óptimo para el encuentro con Dios porque ahí podemos desnudarnos ante su presencia, sin vergüenzas, culpas o remordimientos. En el desierto, tal como el pueblo israelita o Jesús, nos abandonamos por completo a lo que Dios quiera hacer con nosotras, sabiendo que siempre será algo bueno. El desierto es el lugar perfecto para practicar la confianza ciega en Dios. Al desierto se marcha sabiendo que en la soledad y el silencio se prueba nuestra fe, nuestra identidad y nuestra misión. Los demonios del desierto interior intentan devorar nuestras convicciones y seguridades; ponen a prueba nuestras planeaciones y proyectos. Para ir a internarse a desierto, es necesario un poco de locura. ¿A quién se le podría ocurrir la “loca” idea de salir a vivir un tiempo en el desierto? Pues a los “locos”. Sólo un “loco” por Yahvé, llamado Moisés, se atrevió a pasar cuarenta años de su vida guiando a un pueblo a través de un inmenso desierto para que comenzara a ser el “pueblo de Dios”. Solamente Jesús, que fue llamado en vida “loco” (Jn 10,20), se atrevió a comenzar su ministerio en el desierto. Únicamente “locos” como san Pablo, seducido por la locura de la cruz y queriendo ser tenido como “loco” (2 Cor 11-16-17), se retiran al desierto a comenzar su apostolado (Gal 1,17). Un apostolado fecundo, fructífero, que predice la Palabra y no solamente palabras comienza siempre con una experiencia de desierto. El desierto fortifica las relaciones de amistad y comunidad. En el desierto, forzosamente, se tiene que confiar en la compañera, la amiga o la hermana para salir

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adelante. Convivencias, diversiones y dispersiones fomentan el compañerismo, pero el desierto propicia la amistad sincera. En el desierto se valora lo que es indispensable para la vida y se desestima lo que es superfluo e innecesario. El desierto hace descubrir el valor de una comunidad fraterna, en la que se puede confiar en los momentos más difíciles. Solamente así, partiendo del desierto como lugar de comienzo, es que se puede llegar a ejercer una misión en favor de los demás. La catequesis, la docencia o la administración se convertirán en un desierto florido, en un oasis de agua y palmeras en la medida en que se nutran de la brisa suave del desierto. Algunas preguntas para profundizar

• ¿Cuántas veces mencionó Esteban al desierto en su discurso en Hechos capítulo 7? ¿Cómo presenta al desierto en cada una de esas menciones?

• ¿Qué lugares y tiempos facilita la Congregación para tener experiencias de desierto? • ¿Cuáles “demonios” impiden escuchar la voz de Dios en medio de las actividades

de la comunidad? • ¿Cómo se busca la experiencia de desierto al iniciar un proyecto nuevo en la

comunidad?

2. Galilea: Salir, ser enviadas

De la aridez desértica de Judea nos movemos a la fertilidad del valle de Galilea. Desde el Monte Hermón, en el país del Líbano, con su cima nevada, baja agua por el río Jordán que alimenta el Mar de Galilea. Ese Mar de Galilea es el corazón de la región. Su disponibilidad constante de agua dulce y su conectividad con el Mar Mediterráneo hicieron de esta región una tierra siempre codiciada por los grandes imperios dominantes. Egipcios, sirios, asirios, babilonios, persas, griegos y romanos se pelearon por siglos esa pequeña pero importante porción de tierra del Medio Oriente. Para los israelitas, ese espacio era además un lugar, el terruño de los antepasados que debía ser conservado. Geografía, arqueología e historia de Galilea En el norte de la tierra de Israel, Galilea representa la tierra más fértil de ese país bíblico. Las tribus israelitas de Zabulón, Isacar y Neftalí fueron las privilegiadas en ocupar los terrenos adyacentes al Mar de Genesaret (nombre hebreo que hace alusión a la forma de arpa del lago). En la geografía bíblica, Galilea puede ser dividida en la Alta Galilea, con algunas montañas que sobrepasan los 1000 metros de altura, y la Baja Galilea, donde la montaña más alta no rebasa los 600 metros de altura (Meyer, 2020, p. 89). La región de la Alta Galilea tiene un considerable número de manantiales que posibilitan el establecimiento de asentamientos humanos en mayor cantidad. En el AT, la ciudad de Cades es mencionada en varias ocasiones como la más importante de esta región de la Alta Galilea (Jos 20,7; 21,32; 2 Re 15,29; 1 Cr 6,76). En la Baja Galilea, con montañas más bajas, los valles representan planicies idóneas para la agricultura de trigo, cebada, uva y olivos. Uno de esos valles es el de Yizreel. El nombre en hebreo, formado por zará‘ (sembrar) y ‘el (Dios) hace alusión a la siembra de Dios. Es un valle rodeado de montañas,

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con poca altura sobre el nivel del mar. Este valle de Galilea es un punto nodal en el encuentro de varias rutas antiguas que iban a Egipto, Mesopotamia, Grecia y Roma. La abundancia de agua y fertilidad de su tierra lo hacen en un espacio ideal para la prosperidad poblacional. Estas condiciones tan favorables hacían de este valle un atractivo destino para las migraciones de distintos grupos sociales con cultura y religión diversa. Precisamente esta interacción cultural hizo de la población del valle de Yizreel y, en general, de toda Galilea, una región con población sincretista. Por si fuera poco, los asirios en el siglo VIII a.C. exiliaron a varios de sus pobladores a otras tierras y trajeron a vivir a gente de otras partes en la región. Para el profeta Isaías, Galilea es una región de gentiles (Is 9,1), israelitas mezclados con otras culturas que adoraban otros dioses junto con Yahvé. No sorprende, entonces, que en el libro de Tobías se hable sin tapujos sobre la condición “pagana” de los habitantes de Galilea: “Todos mis hermanos y la casa de mi padre Neftalí ofrecían sacrificios al becerro que Jeroboán, rey de Israel, había hecho en Dan, en los montes de Galilea” (Tob 1,5). Si “todos los caminos llevaban a Roma”, entonces “todos los caminos pasaban por Galilea”. Las caravanas que provenían de Mesopotoma, a través de la “media luna fértil” ˗ese camino entre los ríos Tigris y Éufrates˗ tenían que pasar por Galilea. También las caravanas provenientes de Egipto pasaban por Galilea para dirigirse al oriente, ante la imposibilidad de atravesar el desierto arábigo (imagen 3). Las rutas marítimas que salían de los distintos puertos del Mediterraneo llegaban a Galilea para dirigirse por tierra a otros destinos. Galilea era sinónimo de caminos, movilidad y pluralidad cultural.

Imagen 3: Galilea en la intersección de la media luna fértil y las rutas del Mediterráneo

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Teología de la Galilea israelita En el desierto se debía estar en calma, en silencio, en meditación. En Galilea, en cambio, se está en movimiento, en camino, en intercambio. Galilea, con su clima mediterráneo, atestiguaba el cambio de la vid en las distintas estaciones del año. Durante el invierno, las parras parecían morir y solo se observaba el sombrío paisaje de troncos secos. En la primavera, los troncos “resucitaban” con nuevas hojas y sarmientos. Para el verano, los racimos de uvas estaban ya rebosantes, listos para la vendimia. En otoño, esas hojas se volvían cafesosas y secas, para sucumbir después ante los gélidos aires del norte. Esos cambios radicales del paisaje durante el año galileo habían influido para que los cananeos consideraran la muerte y resurrección del dios Baal, en lucha constante con Mot, la deidad de la muerte (Piquer, 2014, pp. 11-13). Para los canenos de la región de Galilea, se debían ofrecer sacrificios y rituales de prostitución sagrada para la resurrección anual de Baal durante la primavera. Las tribus israelitas del norte también fueron influidas por la movilidad anual de la región galilea. Los israelitas dedicados al cuidado de ganado menor esperaban a la primera luna llena de la primavera ˗considera por ellos el inicio de un nuevo año˗ para sacar sus rebaños a pastar por las montañas con la hierba primaveral. Para los agricultores, la primavera marcaba el tiempo del cambio, pues se desechaba la levadura vieja en espero de la levadura del nuevo año, comiendo panes ázimos ˗sin levadura˗ durante una semana (De Vaux, 1976, pp. 610-619). Así, Galilea y su valle de Yizreel fueron vistos ya no solo como espacios de movilidad, sino como lugares simbólicos de cambio. Fue en una pequeña población de Yizreel, donde la monarquía judea se apoderó de forma violenta de la viña de Nabot (1 Re 21). Todo cambió con ese evento despótico y abusivo de los reyes, pues el profeta Elías, antes consejero del rey, ahora se convertía en un acérrimo crítico de los reyes. De esa forma, comenzaba un profetismo contestatario y carismático, casi siempre en conflicto con los poderes institucionales de Israel. Fue en ese mismo valle galileo, donde Yahvé decidió poner fin a la monarquía del reino del norte ˗la unidad del reino se había dividido en norte y sur después de la muerte de Salomón˗ por los pecados cometidos (Os 1,4). Después de su amenaza final, el profeta Oseas cambia a un oráculo mucho más benévolo, fruto del amor fiel (jesed) de Yahvé por su pueblo: “Se juntarán los hijos de Judá y los hijos de Israel en uno, se nombrarán un solo jefe y desbordarán de la tierra, porque será grande el día de Yizreel” (Os 1,11). Dios prometió un gran cambio que iniciaría en el valle de Yizreel, en la región de Galilea. Con la victoria de los Macabeos contra el imperio invasor de los seléucidas, Juan Hircano conquistó territorios al sur (Idumea) y al norte (Samaria y Galilea) para los judíos, durante el siglo II a.C. El espacio cambió nuevamente con migraciones voluntarias y forzadas. Originaria de la región del sur, en las montañas de Judea, una familia migró al norte, a la región de Galilea, cerca del lago de Genesaret y del valle de Yizreel. Era la familia José, de la tribu de Judá. Y entonces, como José en Egipto, todo cambiaría nuevamente, la salvación se pondría en camino. Teología de la Galilea cristiana En su ministerio, Jesús aprovechó la amplia red de caminos de Galilea para propagar su mensaje evangélico. Fue en Galilea, alrededor del lago, donde comenzó su actividad pública después de su tiempo de tentación en el desierto. El evangelista San Marcos lo dijo

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de manera sucinta: “Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios” (Mc 1,14). La predicación en Galilea estuvo marcada siempre por la movilidad. La imagen 4 corresponde a un mapa donde se puede observar la movilidad de Jesús en su predicación del reino de Dios. Cuando Jesús predicaba el Reino de Dios en un lugar, después de sanar y exorcizar, no se quedaba ahí. Aprovechando la buena conectividad de Galilea, marchaba a otros lugares para continuar con su misión: “También a otras ciudades tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc 4,43). Jesús considera que su envío está relacionado inseparablemente con los caminos de Galilea. En esa región de Galilea, considerada tierra de gentiles (Mt 4,15), es donde Jesús quiso dedicar la mayor parte de su ministerio.

Imagen 4: Itinerario del ministerio de Jesús en Galilea

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Los judíos del centro, en Jerusalén, no podían entender cómo un carpintero norteño podía ser reconocido como Mesías por los galileos (Jn 7,41). Simplemente no daban crédito, pues tenían la firme convicción que nada bueno podía salir de esa región de sincretistas: “Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta” (Jn 7,52). Sin embargo, ese poeta de Galilea tenía algo distinto que atraía multitudes, entusiasmaba a los pobres y daba esperanza a los decaídos. De Galilea no solo había salido un profeta, sino El Profeta (cf. Dt 18,15-18). Fue en Galilea donde ese Profeta de Nazaret envió a sus doce apóstoles (Mt 10,5) a predicar el Reino de su Padre. Los envió de dos en dos por los caminos galileos, con una misión de paz (Lc 10,5). Galilea ya no era una región donde acampaban los ejércitos que marchaban a la guerra (Jue 6,33), sino un espacio que posibilitaba la invitación pacífica de unos misioneros con un mensaje de paz y fraternidad. Los enviados no llevaban espadas, escudos y botas como los soldados, sino sandalias, túnica y bastón (Mc 6,8-9). De los cuatro evangelios canónicos, el de San Marcos es el que más considera a Galilea no solo como un espacio de predicación, sino como un lugar simbólico de envío. Galilea aparece al inicio y al final de su evangelio (1,9 y 16,7). Para San Marcos, Galilea es favorable a la misión de novedad que trae el Hijo de Dios, “una nueva doctrina expuesta con autoridad” (1,27); a diferencia de la ciudad cerrada y poco dispuesta a la novedad de Jerusalén.

Pero es después de la resurrección que Galilea adquiere toda su fuerza simbólica. Jesús lo anticipó antes de su Pasión en un anuncio profético: “Después de mi resurrección, iré delante de ustedes a Galilea” (Mc 14,28). El joven-ángel vestido de blanco, después de la resurrección, les recordó esas mismas palabras a sus discípulas que fueron a buscar a Jesús al sepulcro: “Vayan a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de ustedes a Galilea; allí lo verán, como les dijo” (16,7). “La vida está en otro lugar que no es la tumba, que no es Jerusalén. El futuro está en Galilea” (Woodruff, 2009, p. 41).

En Galilea es donde deben volver los discípulos después de la resurrección, para comenzar de nuevo, para recorrer otra vez los caminos y predicar la novedad del amor de Dios que no condena por la crucifixión de su Hijo, sino que sigue reiterando su amor incondicional. Galilea sigue siendo el lugar del envío, en donde comienza la misión. No se puede renovar el envío a la misión sin volver al origen, donde comenzó todo. Para eso, se requiere una actitud de apertura y disposición al cambio. Galilea será siempre el lugar ideal para la renovación, pues sus numerosos caminos y su pluralidad invitan siempre a reconsiderar aventurarse por nuevas rutas.

Pautas para la aplicación a la vida El pueblo de Israel esperaba con ansias la llegada del Mesías. Jerusalén debía ser la primera ciudad de donde se irradiaría la luz del Mesías (Is 60,1). Pero la luz del Mesías irradió por medio de una estrella a unos magos del oriente. Jerusalén en cambio, se sobresaltó con esa luz y sus escribas y sacerdotes se quedaron en la comodidad del templo en lugar de ponerse en camino a Belén. Y esa luz llegó a Galilea, considerada pagana por las autoridades religiosas de Jerusalén. Galilea fue la región, con sus campesinos de los valles y sus pastores de las montañas, que aceptó con entusiasmo la predicación de Jesús y se adhirió a su proyecto del Reino de Dios. Esa actitud de los galileos es una invitación permanente a cambiar seguridades, tambalear fortalezas y cuestionar certezas. Vivir Galilea es vivir en un estado

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constante de salida a los caminos. Experimentar Galilea es arriesgarse a emprender nuevos proyectos, diversas pastorales y experiencias plurales. Galilea significa ir más allá de lo conocido, hacer lo distinto a lo que siempre se ha realizado, emprender travesías que nunca se han caminado. Galilea invita a salir en busca de los “gentiles” de ahora, los niños que no van al colegio, los jóvenes que no pertenecen al grupo juvenil, los hombres y mujeres que no asisten a la celebración dominical. Galilea exhorta a las discípulas de Cristo, a las religiosas de Calasanz, a no quedarse en el confort y el prestigio de lo ya logrado, sino a buscar lo arriesgado de lo inadvertido. Por caminos, montañas, lagos y valles de Galilea se envió a los discípulos a continuar la misión del Maestro. Por calles, colonias, colegios y canchas las discípulas escolapias son llamadas a continuar la misión del fundador. Más allá de las aulas, más allá de las parroquias, más allá de las oficinas, la resurrección del Galileo invita a todas a la creatividad de la nueva evangelización y la educación integral. “Ser enviadas” no fue un momento del pasado, sino una invitación siempre actual. La primavera de la comunidad incita a la renovación anual, a la apertura a lo desconocido. Preguntas para reflexionar

• ¿Las planeaciones anuales de la comunidad se basan más en la repetición de lo anterior o en la innovación? ¿Cómo lograr un equilibrio?

• ¿Los destinatarios de nuestra misión son los de cada año o salimos a buscar nuevos destinatarios?

• ¿Cuáles son nuestros sentimientos cuando se nos pide emprender nuevos caminos? ¿miedo o emoción?

3. Betania: Casa de fraternidad y amistad La casa es el recinto más íntimo, familiar y sagrado en la sociedad. La casa es ese pedazo de espacio que se ha convertido en lugar de intimidad, cariño y convivencia. En la casa se duerme, se come, se juega, se aprende, se reprende, se hace el amor. En la casa se da abrigo al hogar, se enciende la luz de la vida y se aviva el fuego del amor. En la casa resuenan las carcajadas más sonoras, los sollozos más tristes, los abrazos más fuertes y las peleas más ingenuas. Betania es una palabra hebrea formada por Bet (casa) y Any (pobreza o aflicción). La casa de la aflicción; la casa que, en su pobreza, ofreció a Jesús lo que tenía. Esa Betania es el lugar que ahora analizaremos. Geografía, arqueología e historia de Betania La relativa estabilidad política del tiempo de los macabeos o asmoneos en el siglo II a.C. trajo consigo un desarrollo urbano en Jerusalén. La fiesta del Janucá que celebraba cada año la liberación del templo de Jerusalén de las profanaciones griegas despertó en los israelitas de toda la diáspora un orgullo por ese templo. El templo de Jerusalén era considerado la Casa de Dios (Bet-Elohim), el único lugar permitido para ofrecer sacrificios. El libro de Tobías, un escrito de algún israelita de la diáspora, da cuenta de esa convicción religiosa: “Jerusalén, la ciudad elegida entre todas las tribus de Israel para ofrecer allí sacrificios, y en la que había sido edificado y consagrado, para todas las generaciones venideras, el Templo de la Morada del Altísimo” (1,4). La dinastía asmonea había ampliado en edificación y en personal el templo de Jerusalén desde el siglo II a.C. La Carta de Aristeas, un libro judío de ese mismo siglo II,

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describe así la ciudad y los sacrificios: “Toda la ciudad está pavimentada con piedra y tiene unas cisternas subterráneas para almacenar agua, muy necesaria para lavar la sangre de las víctimas del sacrificio, que en los días de fiesta se ofrecen decenas de millares” (Fierro, 2009, p. 310). Aunque quizá la cifra de sacrificios en el templo de Jerusalén sea exagerada, denota una afluencia de peregrinos israelitas y simpatizantes del yahvismo a la ciudad santa, principalmente durante las grandes fiestas litúrgicas. Para suplir las necesidades de hospedaje, comida y aseo de esas peregrinaciones numerosas, algunas aldeas se fundaron en los alrededores de la ciudad de Jerusalén. Una de esas aldeas fue Betania, “donde los peregrinos que venían a celebrar la Pascua podían pasar la noche con personas que les recibían” (Keener, 2005, p. 114). La aldea de Betania estaba situada en el último tramo que hacían los peregrinos antes de llegar a Jerusalén, en el camino que va de Jericó a la ciudad santa. Como se dice en la parábola lucana del Buen Samaritano, ese era un camino peligroso, donde los salteadores podían asaltar a los peregrinos que llevaban dinero para pagar sus ofrendas y sus diezmos (Lc 10,30).

Imagen 5: Ubicación de Betania en Judea

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Betania era la última oportunidad para pasar la noche con cierta seguridad, al resguardo de esos atacantes. Su cercanía geográfica con Jerusalén, a unos 3 kilómetros de distancia, posibilitaba que los peregrinos que pasaban varios días en Jerusalén caminaran a Betania para cenar y pasar la noche. Por ser una aldea de creación tardía, no aparece en el Antiguo Testamento, sino solo en el Nuevo Testamento. Es muy probable que con la destrucción del templo de Jerusalén por los romanos en el año 70 d.C. también haya desaparecido la aldea de Betania, pues ya no transitaban los peregrinos que sostenían a sus habitantes, como desaparecen números pueblos ante la clausura de una carretera o una vía de ferrocarril. Actualmente, Betania tiene el nombre árabe de Al Azariyeh. Ahí, se muestra a los visitantes la tumba de Lázaro, “una tumba muy antigua, aunque muy modificada por obras y acondicionamientos a lo largo del tiempo” (González Echegaray, 1999, p. 101). Además, en ese lugar se erige una basílica bizantina que, según la tradición cristiana, está edificada sobre la casa de Marta y María. Teología de Betania Bet-Anya, la casa de la pobreza o la casa de la aflicción. La casa que servía de refugio, alimento y seguridad para los peregrinos del camino. La casa de final del camino que recordaba al templo como la Casa de Dios (Bet-El), el refugio que para el salmista representaba el nido del hogar: “Hasta el gorrión ha encontrado una casa, para sí la golondrina un nido donde poner sus crías: ¡Tus altares, Yahvé Sebaot, rey mío y Dios mío! (Sal 84,3). Para todo israelita, la Casa de Dios era un refugio seguro en su peregrinar. Pero Jesús no eligió al templo como refugio, al contrario, lo criticó por su falta de frutos (Mc 11,20-21). En sus atrios, Jesús no encontró una Casa de oración, sino una cueva de ladrones (Mc 11,17). El templo de Jerusalén se había ampliado y embellecido, y el rey Herodes se había encargado de darle una espectacularidad inusitada por medio del juego de luces y sombras en sus enormes bloques de cantera biselada. Sin embargo, había perdido su esencia, la capacidad de acercar al hombre con la divinidad. El templo ya no cumplía el objetivo con el cual fue construido por Salomón: “Que todos los pueblos reconozcan que tu Nombre es invocado en este templo que yo he construido” (1 Re 8,43). Ya no era el Nombre de Dios lo que se invocaba, sino los gritos de los cambistas. Los pueblos extranjeros ya no eran bienvenidos, sino amenazados de muerte si se atrevían a cruzar al atrio de los judíos. Jesús prefirió otra casa, la de la amistad. Por las noches, en su ministerio final en Jerusalén, Jesús se retiraba a Betania a descansar (Mt 21,17). Betania, la aldea que ofrecía casa a los pobres y los afligidos por el camino. Betania era, para Jesús, la casa para los gorriones, el nido para las golondrinas. En Betania Jesús se sentía cómodo, no tanto por las casas que lo acogían, sino por los amigos que lo hospedaban. Para sus amigos, como Simón, María, Marta o Lázaro, hospedar a Jesús no era una carga, sino una alegría por compartir la amistad con el Galileo. Betania fue el lugar donde mejor se sintió Jesús entre amigos. Ahí estaba Simón el Leproso (Mc 14,3), un personaje misterioso del que no se sabe gran cosa. ¿Habría sido sanado por Jesús y por eso le estaba agradecido? (Mc 1,40ss; Lc 5,12ss). Es difícil decirlo, solo se puede afirmar que ofreció su casa en Betania para brindar hospedaje a Jesús, como solo los amigos lo podían hacer.

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Betania fue también el lugar donde tuvo lugar uno de los episodios más conmovedores de la vida de Jesús. Este suceso fue tan impresionante que fue transmitido por muchos discípulos y llegó a ser redactado por los cuatro evangelistas, algo que no es muy frecuente. Justo unos días antes de la pasión dolorosa y la muerte ignominiosa de Jesús, una mujer ˗anónima según la versión de los sinópticos; llamada María en la tradición de San Juan˗ derramó perfume sobre la cabeza ˗sinópticos˗ y sobre los pies ˗San Juan˗ de Jesús. La identificación de esa mujer, María de Betania, es discutida, y todavía hay estudiosos y estudiosas que la siguen identificando con María Magdalena (Beavis, 2012). Toda la casa se llenó de ese aroma perfumado. En los evangelios sinópticos, la escena tiene lugar justo después de la conspiración para dar muerte a Jesús. Esa conspiración, como la muerte misma, huele a corrupción, a putrefacción, a hedor de muerte. La mujer, en cambio, expide un aroma de cariño, de amor, de amistad, de vida. Probablemente Jesús se sentía afligido en Betania (Casa de la aflicción), por lo que había visto en el templo y por la cerrazón de las autoridades religiosas judías. Con el perfume de la mujer, que le ofrecía su amistad sincera y desinteresada, se cumplía lo que un sabio había escrito: “Perfume e incienso alegran el corazón, la dulzura del amigo consuela el alma” (Prov 27,9). El perfume es el aroma de la amistad, el olor del amor, como lo cantó la amada del Cantar de los Cantares: “Qué suave el olor de tus perfumes; tu nombre es aroma penetrante” (Cant 1,3). En Betania estaba también la casa de Marta, María y Lázaro. San Juan no tiene problema en señalar el amor de Jesús por ellos: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). Cuando a Jesús dieron la noticia de la muerte de Lázaro, confirmó sus lazos de amistad para con él: “Nuestro amigo Lázaro duerme” (11,11). Después que Jesús lloró al ver a su amigo muerto, los presentes se limitaron a decir: “Miren cómo lo quería” (11,36). Jesús resucitó a su amigo por ser amigo, por el cariño tan grande que le tenía. Betania, con la muerte del amigo, era literalmente una casa de aflicción, pero Jesús la convirtió, en ese día, en casa de vida. Solo con un genuino sentimiento de amistad se puede engendrar vida, solo se puede ayudar a quien se considera un amigo.

Imagen 6: Tumba de Lázaro en Betania

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La amistad no es la que surge de la muerte, como la de Herodes y Pilato con ocasión de la muerte de Jesús (Lc 23,12). La amistad es la que surge de la vida, como en la última cena de Jesús, cuando llamó amigos a sus discípulos (Jn 15,14), invitándolos a buscar la vida eterna que no es de este mundo. ¡Amigo!, así llamó Jesús a Judas después de que este lo entregara con un beso (Mt 26,50). Mientras que Judas lo estaba entregando a la muerte, Jesús lo estaba invitando a una vida distinta. ¡Amigo de publicanos y pecadores!, así criticaban a Jesús los fariseos (Lc 7,34), sin comprender que, entre ellos, esos excluidos, se sentía lleno de vitalidad. Betania era la casa de Marta y María, las hermanas queridas de Jesús. Ya sea atendiendo al Maestro o sentadas a sus pies en la posición de los discípulos, ambas brindan su amistad al amigo que ha venido de visita. María, escuchando al Galileo, ha elegido la mejor parte: platicar con el Amigo. Para Marta, entretenida en los quehaceres de la casa, Jesús era “el Señor” (Lc 10,40); para María, absorta en la enseñanza del hogar, Jesús era “el Amigo”. En el evangelio de San Juan, Jesús eligió a Betania como lugar de despedida de sus discípulos. Betania fue el último lugar donde los amigos de Jesús lo vieron antes de ascender al cielo (Lc 24,50ss). No había mejor lugar para una despedida de amigos que Betania. Alzando los brazos, los bendijo. En Betania, los discípulos deben aprender a ser hermanos, a vivir como familia en un hogar. Betania había dejado de ser la casa de la aflicción para convertirse en la casa de la amistad, la casa de la fraternidad. Pautas para la aplicación a la vida El desierto requiere de cierta soledad, como el profeta Elías que decidió continuar en solitario su huida al desierto (1 Re 19,3). Galilea, por la pluralidad, requería de multitudes que llegaron por los caminos a escuchar la novedad del mensaje. Judea, en cambio, ya en los días finales de Jerusalén, invitaba a la intimidad de los amigos más cercanos. Los momentos más difíciles, las crisis más agudas, los días cercanos a las despedidas se deben vivir en la intimidad de la casa, en compañía de las personas más queridas. Los amigos y los hermanos son apreciados siempre, pero son necesitados en los días más aciagos. En el caminar de la comunidad escolapia, la experiencia de Betania debe estar presente en todo momento, pero principalmente en los instantes de decisiones importantes. Betania es la experiencia del refugio en el peligro. En el clima de inseguridad de un país como México, con los asaltos, los robos y las agresiones, la comunidad escolapia debe ser un refugio seguro para todas las hermanas de la comunidad y, tal vez, para otras fuera de la comunidad. En un ambiente de machismo, acoso sexual, inequidad de género y violencia intrafamiliar, la comunidad escolapia está invitada a ser un refugio, una casa donde se vive la amistad, se ofrece el hospedaje, se posibilita el descanso y se da testimonio de la igualdad fraterna. Betania es la experiencia de la vida plena. Betania es la casa donde los amigos resucitan, donde los enfermos se curan, donde los tristes se alegran, donde los desanimados se animan. Betania es la casa escolapia donde la preocupada es escuchada, donde la dolida es acompañada, donde la cansada es aliviada. Betania es casa de amigas, como Jesús y sus discípulos(as). Betania es casa de hermanas, como Marta y María. Se pueden tener distintos ministerios y apostolados, pero la fraternidad unifica y brinda equidad. Las jerarquías pasan a segundo término cuando la fraternidad es la base de la comunicación y la convivencia.

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Betania es la experiencia de la casa donde se escucha al Amigo. Es el hogar donde la comunidad se sienta a los pies del Maestro para aprender de él. La amistad con el Amigo favorece la amistad con las amigas. En la Betania escolapia se buscan los momentos de oración comunitaria para dialogar con el Amigo, momentos de descanso y confort, momentos de recuperación y restauración. Betania es casa para las pobres, para las afligidas, que buscan en las amigas y las hermanas un descanso para su cansancio, en el duro camino hacia la Jerusalén celestial. Preguntas para reflexionar

• ¿Qué momentos de la comunidad fomentan la convivencia fraterna? • ¿Cuáles actividades programadas ayudan al descanso, la recuperación de fuerzas y

la recreación? • ¿Cómo favorecen los momentos de oración comunitaria para compartir los miedos,

las dudas y las crisis de cada una de las hermanas? • ¿Qué servicios puede brindar una comunidad escolapia a la sociedad para

encontrar momentos de protección, refugio o descanso? 4. Monte de las bienaventuranzas: Cambio de paradigma El desierto es el lugar del encuentro con uno mismo, la casa es el lugar del encuentro con la familia, pero el monte es el lugar del encuentro con la divinidad. La humanidad, desde tiempos prehistóricos, ha subido a las montañas para sentirse más cerca de la presencia divina, cuyo ámbito es el de las alturas. Donde no existían montañas para subir, las culturas han creado montañas artificiales en forma de pirámides, huacas, zigurats u otros templos elevados. Así, la montaña ha sido siempre un lugar en el espacio que permite al ser humano “subir” a la presencia de Dios y conocer sus designios. Geografía, arqueología e historia del monte en Israel En su relato, el evangelista San Mateo dice solamente que Jesús subió “al monte” para pronunciar su primer discurso. Nunca es mencionado el nombre de ese monte, probablemente en alusión “al monte” por excelencia del Antiguo Testamento: el monte Sinaí. La localización geográfica del monte Sinaí es algo discutido hasta nuestros días (García López, 1994, p. 51). Además, la montaña en donde Dios reveló a Moisés la Toráh es designada como Sinaí en el libro del Éxodo, pero también como Horeb en el Deuteronomio. Lo que parece más probable es que el Monte Sinaí se encontraba en la península desértica del mismo nombre (como se puede ver en el mapa de la imagen 7), sobre la cual hablan algunas citas bíblicas. La cita de Dt 33,2 alude al espacio del Sinaí como un desierto que abarca las regiones de Seír, Parán y Cades (cf. Jue 5,4s; Hab 3,3; Sal 68,9). Incluso hay algunos que han sugerido una localización del monte Sinaí más allá de la península sinaítica, en la nación de Madián (donde Moisés vivió varios años antes de cumplir su misión). En el año 2013, se celebró un coloquio internacional de especialistas para debatir el tema de la localización geográfica del monte Sinaí. El arqueólogo judío Emmanuel Anati sugirió la montaña de Har Karkom, en el desierto de Neguev, como la más probable para ser el Sinaí/Horeb (Shanks, 2014). Pero otros se inclinaron por alguna montaña se Arabia

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Saudita, por la cercanía a la residencia de Moisés cuando tuvo el episodio de la zarza ardiendo (Ex 3,1).

Imagen 7: Dos localizaciones del Monte Sinaí

Dejando un poco de lado la localización geográfica, es muy probable que el nombre de Sinaí haya sido una designación originaria de las tribus nómadas que, en esa montaña, daban culto al dios de la luna (Sin). Testimonios epigráficos de estas tribus nómadas fueron dejadas por toda la región sinaítica, entre otros, una antigua lista de las letras de su alefato (como el abecedario nuestro). En ese desierto, un grupo de cristianos anacoretas fundaron en las faldas de una montaña, que ellos identificaban con el Sinaí, un monesterio que siglos después sería dedicado a Santa Catalina. En este antiguo monasterio, se erige actualmente la iglesia de zarza ardiente (Zesati, 2012, p. 278). Evidentemente, esa montaña del Sinaí/Horeb no fue “la montaña” donde Jesús pronunció su primero de los cinco grandes discursos en el evangelio de Mateo. Pero, así como no es posible localizar con certeza el monte de Moisés, tampoco es posible localizar con exactitud el monte de Jesús. La nota de la Biblia de Jerusalén se limita a señalar que era una de las colinas cercanas a Cafarnaúm. En la actualidad, los peregrinos son llevados a un monte en la orilla noroeste del Mar de Galilea, entre Cafarnaúm y Genesaret. Desde el siglo IV d.C., la tradición cristiana ha peregrinado al Monte Eremos como el lugar de las bienaventuranzas. Testimonios de peregrinos visitando ese Monte de las bienaventuranzas pueden ser leídos desde el mismo siglo IV. En la cima del monte, se puede acceder a una basílica construida a comienzos del siglo XX con el diseño de un arquitecto italiano (imagen 8). Teología del monte israelita En el primer apartado mirábamos al desierto como un lugar de caos, demonios y tentación. En el desierto, el pueblo de Israel murmuraba, se quejaba y se rebelaba contra el Dios liberador. El monte Sinaí, que se yergue en medio de ese desierto, representa el orden en medio del caos, la fidelidad en medio de la rebelión. La Ley (Toráh) dada por Dios a

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Moisés en ese monte simboliza la presencia de Dios que camina con su pueblo, que no lo deja solo. Esa Toráh, plasmada en dos tablas de piedras (Ex 31,18), es la base de la convivencia de las tribus hebreas que apenas estaban aprendiendo a ser pueblo. Desde entonces, el monte se convirtió en símbolo de cambio de paradigma para el pueblo de Israel. Después de caminar por el desierto sinaítico como un grupo de tribus hebreas, la Ley común del monte Sinaí los comenzó a congregar como un pueblo israelita. En los momentos de crisis del pueblo, cuando era necesario reconfigurar la identidad del pueblo, el recuerdo de la Toráh en aquel monte se convertía en una memoria recurrente para comenzar de nuevo. Después de la destrucción del templo y de Jerusalén, una vez terminado el exilio en Babilonia, el pueblo recordó ese episodio en el monte para reconfigurarse como pueblo de Dios. Así lo rememoraba Nehemías: “Bajaste sobre el monte Sinaí y del cielo hablaste; les diste normas justas, leyes verdaderas, preceptos y mandamientos excelentes” (Ne 9,13). A nivel personal, el monte era un referente para no perderse en el camino. El desierto es extenso, arenoso, sin puntos de referencia para la travesía; es fácil perderse. Una montaña en el desierto es un lugar de ubicación. El profeta Malaquías, al ver al pueblo que había extraviado su camino, les repitió: “Acuérdense de la Ley de Moisés, mi siervo, a quien yo prescribí en el Horeb preceptos y normas para todo Israel” (Mal 4,4). De forma más dramática, el profeta Elías que había salido huyendo de la reina Jezabel que lo quería matar se dirigió rumbo al Horeb, el monte de Dios (1 Re 19,8). Es difícil saber si Elías estaba consciente de que buscaba llegar al Horeb o solo fue una intuición. Lo que importa es que ese monte le brindó la posibilidad de cambiar de rumbo, de recapacitar sobre su misión y regresar a Israel para continuar a pesar del peligro. Otras montañas fueron muy significativas para el pueblo de Israel, lugares de referencia en medio del espacio. Un lugar muy especial lo ocupa el monte Sión, en el corazón de Jerusalén. Cuando el rey David colocó el arca de la alianza, que contenía las tablas de la Ley, en ese monte, era como si Sión se hubiera convertido en un nuevo Sinaí (Alves, 2008, p. 301). El monte Sión se convertiría, con la construcción del templo de Jerusalén en su cima, en un lugar de presencia de Yahvé entre su pueblo. Para la teología israelita, el monte Sión es el lugar más alto ˗a Jerusalén siempre se sube˗ y más santo del universo: “El monte de la Casa de Yahvé será asentado en la cima d ellos montes y se alzará por encima de las colinas… De Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra de Yahvé” (Is 2,2-3). Así como del Sinaí salió la Ley que modificó radicalmente la vida de las tribus hebreas, así de Sión sale la Ley que cambia de paradigma la relación de Israel con las demás naciones, pues hacia ese monte confluirán todas las naciones y los pueblos numerosos. El monte Sión sería, en la teología israelita, como un imán que atrae a todos, israelitas y gentiles, en busca de enseñanza. Los salmos “de las subidas” son un buen testimonio de la capacidad de atracción que tenía Sión sobre los peregrinos. Para el profeta Jeremías, en el tiempo mesiánico de salvación todos gritarán: “¡Levantémonos y subamos a Sión, a donde Yahvé, el Dios nuestro!” (Jer 31,6). Teología del monte cristiano El evangelio de San Mateo presenta a Jesús como un nuevo Moisés. Como nuevo Moisés, autor del Pentateuco (cinco libros de la Toráh), Jesús pronunció cinco grandes discursos. El primero de ellos es conocido como el sermón de la montaña, pues Jesús lo pronuncia

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sentado en la montaña. Las primeras palabras de ese sermón son las bienaventuranzas. La relación intertextual se hace evidente: así como Moisés transmitió las diez palabras (decálogo) al pueblo desde una montaña, así Jesús comunica a sus discípulos las nuevas palabras. Jesús sube al monte para “atraer” a todos a esa nueva enseñanza, cumpliendo así las profecías. Ese monte de Jesús puede ser el Sinaí o Sión. Para San Mateo, “la montaña” no tiene nombre, pues es un lugar simbólico y no solamente un espacio geográfico. Por esa razón, en todo su evangelio podemos encontrar siete montañas distintas que están relacionadas con la predicación y actividad de Jesús.

1. El monte de las tentaciones (4,8) 2. El monte de las bienaventuranzas (5,1) 3. El monte de las curaciones (15,29) 4. El monte de la transfiguración (17,1) 5. El monte de los olivos (21,1) 6. El monte de la crucifixión (27,33) 7. El monte de Galilea (28,16)

Con este número simbólico (siete) de la planitud y la perfección, San Mateo coloca

los episodios más importantes de la vida de Jesús en una montaña. La montaña indica cambio de paradigma, en las bienaventuranzas, no solo porque actualiza y da plenitud a la Ley del Sinaí, sino porque constituye la base para una nueva forma de relación interpersonal. En esa nueva enseñanza de Jesús, que él nombraba Reino de Dios, las bienaventuranzas son la puerta para entrar en él. “Podemos comprender las bienaventuranzas como camino de iniciación, como camino a lo largo del cual somos iniciados en el misterio del ser humano y en el misterio de Dios” (Grün, 2009, p. 22).

Imagen 8: Basílica en el Monte de las Bienaventuranzas

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Las bienaventuranzas son la nueva Toráh (recordando su sentido etimológico de

enseñanza, instrucción o formación) de Dios, donde los pobres, los que sufren y las víctimas de injusticias pueden ser declarados “bienaventurados”, pues en el Reino de Dios siempre habrá quien ayude, quien consuele, quien luche por la justicia. Quien vive las bienaventuranzas es como como una luz en lo alto, como una ciudad en la cima de un monte. Quien ha cambiado de paradigma desde el corazón no necesita ya montes, pues él mismo es una referencia en medio del caos.

En la nueva Jerusalén ya no hay necesidad de monte, pues no habrá santuario (Ap 21,22). El monte Sinaí era exclusivo para Moisés, nadie más podía acercarse, bajo amenaza severa de muerte (Heb 12,20). Lo mismo ocurría para quien tocara el arca de la alianza y se atreviera a cruzar el atrio de los sacerdotes del templo de Jerusalén. En la iglesia de Cristo, su esposa fiel, en cambio, el Cordero está de pie sobre el monte Sión (Ap 14,1), el mismo monte donde se edifica la Nueva Jerusalén (Ap 21,10).

La vida del cristiano sigue siendo un peregrinar al monte, pero ya no es un monte físico, sino un monte espiritual. Subir a la Nueva Jerusalén no solo implica una caminata, sino una vida en peregrinaje, un camino marcado por el itinerario de las bienaventuranzas. El cambio de paradigma que Jesús ˗sentado en su posición de Maestro˗ propuso en el monte al inicio de su predicación sigue siendo actual para toda mujer y todo hombre que desee llegar a esa ciudad celestial donde no hay lágrimas, ni llanto ni fatiga (Ap 21,4). Pautas para la aplicación a la vida San Juan Crisóstomo definió la vida espiritual del cristiano como una subida al monte Carmelo. Para San José de Calasanz, la montaña de Monserrat tuvo también una significación muy especial. En la vida de numerosos santos y santas, pues, la montaña ha representado un intento de acercamiento más cercano con Dios. Pero ha sido en el ámbito secular donde las montañas han cobrado una importancia inusitada en los últimos tiempos. El alpinismo y el hiking se han puesto de moda, pues las montañas ejercen una “energía” positiva. Las cumbres de las montañas más altas del mundo tienen lista de espera y los viajes turísticos a montañas emblemáticas de todos los países están a la orden del día. “Algo” tiene todo monte que atrae y seduce al ser humano desde la antigüedad hasta nuestros días. ¿Pero esos ascensos a las cimas implican forzosamente un cambio de vida? Seguramente para muchas personas así debe ser, pero para otras no necesariamente. La subida a una montaña puede ser el disfrute de un instante, la contemplación de un paisaje o la anécdota de una conversación. Incluso en una peregrinación religiosa, la “subida” al Tepeyac o a algún otro cerro sagrado no necesariamente incluye un cambio de paradigma. Para una comunidad escolapia, el monte no puede pasar desapercibido. Como el monte Sinaí en el desierto, la montaña espiritual debería ser una experiencia de reconfiguración identitaria. Subir a la montaña, en un sentido físico y espiritual, conlleva mirar las cosas “desde arriba”, con otra perspectiva. Desde la cima, la realidad se redimensiona, los problemas se ven distintos y los retos se observan diferentes. En la cumbre de la montaña, la brisa refresca y el aire despeja muchos prejuicios y miedos que podemos tener estando en la cotidianeidad del terreno plano. A la montaña no se sube para quedarse ahí, por más placentero que se esté (Mt 17,4). Es necesario bajar de la montaña para iluminar ˗con la luz de las bienaventuranzas˗ a los que se han quedado abajo. Tan cansada es la subida como la bajada. Quizá la bajada sea

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más peligrosa que la subida, las caídas son más frecuentes. Pero hay que retornar, comunicar a las hermanas lo experimentado en la cima. El cambio de paradigma no puede quedarse como algo individual, sino que es necesario, como Jesús en aquella montaña, compartirlo con los demás, comenzando con las hermanas más cercanas. Tampoco se puede andar por la vida inmerso en lo plano de la vida. En momentos adecuados, es indispensable salir a la montaña, emprender el ascenso. La renovación, el cambio, la redefinición son momentos aciagos (como toda subida a una montaña), pero necesarios para no caminar solo por caminar. Las pautas de reflexión, los momentos de introspección, los episodios de evaluación dotan de sentido a todo el camino por el árido desierto. Esas cumbres del camino, buscadas con decisión como Jesús (Lc 9,51), dan sentido al cansancio de cada día. Solo así podremos cantar con el salmista: “¡Qué alegría cuando me dijeron: ¡Subamos a la Casa del Señor!” Preguntas para reflexionar

• ¿Hace cuánto tiempo que no subimos una montaña real de manera personal o en comunidad?

• ¿Cuáles momentos comunitarios pueden ser considerados “montes espirituales” en la planeación de un curso escolar?

• ¿Qué papel juegan las bienaventuranzas en la espiritualidad escolapia de la Congregación?

• ¿Cuál consideras que ha sido el último cambio de paradigma que ha cambiado el rumbo de la comunidad escolapia?

5. Lago de Tiberíades: llamado y seguimiento Un lago es siempre una posibilidad de vida. Dentro del lago, peces y algas ofrecen el florecimiento de la pesca con comida para los grupos humanos. En las orillas del lago, la agricultura puede desarrollarse con canales de irrigación y acequias. En las cercanías, el lago implica la capacidad de trasladar personas y mercancías en embarcaciones. Un lago implica agua potable para que los animales beban y, de esta forma, pueda activarse la ganadería y el pastoreo. Un lago, pues, significa vida. El lago se convierte en el centro de las actividades de las sociedades. En el lago los pescadores platican sobre su jornada mientras remiendan las redes o separan los peces. En el lago conversan las amas de casa al tiempo que lavan la ropa de sus hijos. En el lago los niños juegan y socializan correteando a los pececillos que nadan en las aguas poco profundas de la orilla. El lago significa vida, por lo que en distintas culturas los lagos han tenido connotaciones sagradas, como un cenote para los mayas o el lago de Texcoco para los mexicas. ¿Qué significaba el lago de Galilea para los israelitas? Geografía, arqueología e historia del Lago de Genesaret En el Antiguo Testamento, el lago de Galilea era llamado Mar de Genesaret (yam Kineret). El nombre hebreo Genesaret alude a la forma del lago: como un arpa o una pera. Este lago se encuentra en una depresión tectónica, aproximadamente 250 metros por debajo del nivel del Mar mediterráneo. El lago de Genesaret mide 21 km de largo (norte a sur), y 13 km de ancho (este a oeste). La parte más profunda del lago mide 48 metros. Su agua, surtida por la

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Imagen 9: Mar de Kineret como frontera de Isarel

afluencia del río Jordán que entra por el norte y sale por el sur, es clara y dulce, por lo que abundan variedades de peces (Tidwell, 2003, p. 47). En la primavera, cuando ya han pasado las lluvias del invierno, los alrededores del lago se cubren de una vegetación subtropical, lo que ofrece un paisaje lleno de verdor. Su color azul profundo, rodeado por el café de la tierra, han ocasionado que sea llamado, metafóricamente, “el ojo de Galilea” (Tidwell, 2003, p. 48). Este “ojo de Galilea” era considero como la frontera natural entre la tierra de Israel y Aram o Siria (Nm 34,11; Dt 3,17), como se muestra en el mapa de la imagen 9. Como fuente de alimentación, el lago de Genesaret suministraba a la población una variedad de peces, sobre todo para el consumo local de las poblaciones de Galilea. En la legislación israelita sacerdotal, los animales acuáticos que estaban permitidos para el consumo humano eran los que tenían aletas y escamas (Lv 11,9-12), es decir, los peces (excluyendo mariscos). En realidad, todo parece indicar que la pesca en tiempos del AT se hacía de manera casera con alguna pequeña red desde la orilla (Qoh 9,12), sin usar embarcaciones. El consumo de pescados, entonces, era suministrado por los fenicios desde el Mediterráneo. Esos peces eran vendidos por los fenicios en las poblaciones de Galilea y de Judea (Ne 13,16), dando origen a un pequeño mercado de pescado en una de las puertas de Jerusalén, llamada Puerta de los Peces (2 Cr 33,14). Para el pueblo israelita, la abundancia de peces era percibida como una señal de bendición. El profeta Ezequiel, en su visión de la restauración del templo y el culto en Jerusalén, consideraba la abundancia de los peces como un signo de la presencia de la Gloria de Dios entre su pueblo (Ez 47,9). Esa bendición de Dios a través de la abundancia de peces se convirtió en el libro de Tobías en una bendición de sanación, pues con un pez se pudo hacer un exorcismo: “El olor del pez expulsó al demonio, que escapó por los aires hacia la región de Egipto” (Tob 8,3). También con un pez se pudo curar la ceguera de Tobit: “Llevando en la mano la hiel del pez, le sopló en los ojos… y le quitó con ambas manos las escamas de la comisura de los ojos” (Tob 11,10-11). Si el lago era símbolo de vida, el pez era símbolo de sanación o renacimiento. Por el contrario, la ausencia de peces en el lago era visto como un castigo de Dios. Desde los tiempos del Éxodo, la muerte de los peces del Nilo fue interpretada como una intervención de Dios para castigar a los egipcios (Sal 105,29). Varios profetas amenazaron al pueblo de Israel con un castigo por los pecados que incluía la muerte de los peces: “Con un gesto seco el mar, convierto los ríos en desierto; quedan en seco sus peces por falta de agua y mueren de sed” (Is 50,2; cf. Os 4,3). Con estas significaciones, no resulta extraño que la llegada del Mesías fuera percibida como una intervención de Dios en el Mar, con abundancia de vida y sanación.

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Teología del Lago de Galilea En el Nuevo Testamento el lago de Galilea siguió siendo nombrado de esa manera hebrea por la población Galilea (Mc 6,53; Mt 14,34; Lc 5,1). Sin embargo, también es llamado por los evangelistas Mar de Galilea (Mc 1,16; Mt 4,18; Jn 6,1) o Mar de Tiberíades (Jn 6,1; 21,1). Fue en el tiempo del Nuevo Testamento que la pesca con embarcaciones fue desarrollada, con fines comerciales y no solamente de consumo casero, en el Mar de Galilea (Gower, 1990, p. 124). Usando varias técnicas de pesca, como la caña, el arpón, la red arrojadiza o la red barredora, la industria pesquera prosperó en Galilea. Con el auge de la pesca, varias poblaciones se fundaron a la orilla del lago (imagen 10).

Magdala fue una de esas ciudades que fueron fundadas para la salación de los pescados. La importancia de esta población donde se salaba los pescados radicaba en que, desde ahí, los pescados secos eran exportados a todo el imperio romano (Hoppe, 2009, p. 51). Sin embargo, la aldea pesquera que Jesús eligió para comenzar su predicación fue Cafarnaúm, de donde eran residentes sus primeros discípulos. En la visión mesiánica del profeta Ezequiel, se hablaba del arribo de pescadores del torrente de agua viva (Ez 47,10). Por eso Jesús, el “agua viva” (Jn 4,11), apareció un día junto al lago para llamar a pescadores como sus primeros discípulos: “Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores” (Mc 1,16). Pedro, uno de esos primeros llamados, sabía bien que la ausencia de peces era una maldición de Dios. Aquella noche, no habían pescado nada, ningún pez en las redes (Lc

Imagen 10: Poblaciones pesqueras del Mar de Galilea

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5,5). Cansados y desvelados, se disponían a resignarse por aquella noche maldita. Pero, por invitación de Jesús el Nazareno, confiando en su palabra, volvió a echar las redes barredoras. Fue entonces que los peces fueron abundantes, en tan gran cantidad que las redes parecían romperse (Lc 5,6). La maldición se había convertido en bendición por el llamado de aquel poeta de Galilea. El profeta Jeremías había usada la metáfora del pescador para anunciar la invasión de Babilonia a Jerusalén: “Voy a enviar muchos pescadores ˗oráculo de Yahvé˗, que los pescarán” (Jer 16,17). En cambio, Jesús utiliza esa misma metáfora con un sentido positivo para Pedro: “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5,10). Pedro será pescador con el sentido simbólico del pez en el libro de Tobías: salud y nueva vida. Jesús llamó pescadores porque conocían la importancia del agua para los peces, pero también para las personas y los animales que se beneficiaban del lago. Ellos debían entender, mejor que los de Judea, que sin el agua viva no habría salvación-sanación. Pedro mismo estaba necesitado de sanación. Era necesario curar su autoestima, sentirse digno del llamado de Dios, vencer su culpa de pecado (Lc 5,8) para responder favorablemente al llamado que le hizo Jesús. Él mismo tenía que sentirse como un pez en el agua, para abandonarse a la providencia del que lo estaba llamando. Pedro fue el que se lanzó al lago confiando en la promesa de que caminaría sobre las aguas como su Maestro (Mt 14,29). Pedro, fue el que escuchó la voz del Resucitado e inmediatamente se lanzó al mar (Jn 21,7). El mar de Galilea, ese lago en forma de arpa, era el símbolo del llamamiento de los apóstoles. Por eso después de la resurrección, Jesús los esperaba en el mar con un pescado preparado a las brasas (Jn 21,9). El lago de Galilea, como símbolo de llamado de los apóstoles, también manifestaba sus dudas y sus reticencias a la misión. Cuando los vientos provenían del Mediterráneo, se encajonaban de manera violenta entre las cañadas que descienden de la Baja Galilea, debido a la diferencia de presión, formándose torbellinos (Gonzáles Echegaray, 1999, p. 125). Esas tormentas del lago pueden ocasionar olas hasta de dos metros de altura. Una de esas tormentas fue la que se desató cuando Jesús decidió subir a la barca y cruzar al otro lado del lago que, en ese tiempo, correspondía a la región gentil de la Decápolis (diez ciudades helenistas). Esas olas que parecían hundir la barca, oponiéndose a la llegada de Jesús a tierra de “paganos”, representaban las reticencias de los discípulos para salir de la tierra de Israel y llevar el mensaje del Evangelio (sanación-vida plena) a otros destinatarios. Aquel lago, considerado un mar por los israelitas galileos, fue siempre el símbolo del llamado, donde Jesús aprovechaba para convocar a sus discípulos. Desde la pacífica orilla del lago, en una tarde de primavera, Jesús se sentó ˗como todo Maestro˗ para comenzar su discurso sobre las siete parábolas del Reino (Mt 13,1). En el monte había hablado sobre el inicio del Reino, pero en el lago predicó sobre el crecimiento de ese Reino. Jesús no acudía a las sinagogas o al templo para enseñar, como los escribas y fariseos, sino que prefería el lago para llamar a los discípulos y enseñar: “Salió de nuevo por la orilla del mar, toda la gente acudía a él, y él les enseñaba” (Mc 2,13; cf. 4,1; 5,21). En la consumación de los tiempos, en la Nueva Jerusalén, el mar ya no existirá (Ap 21,1). No será necesario, porque ya no habrá discípulos y maestros. Como lo profetizó Jeremías, Dios pactará una nueva alianza, una alianza donde “ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, pues todos ellos me conocerán, del más chico al más grande ˗oráculo de Yahvé˗” (Jer 31,34). Mientras ese tiempo llega, el lago sigue invitando a renovar el llamado, sabiéndonos anunciadores de buenas noticias, sanadores de males, curadores de opresiones, dadores de vida.

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Pautas para la aplicación a la vida Para los Padres de la Iglesia y los primeros cristianos, el simbolismo del pez fue importante para manifestar el misterio de Cristo como dador de vida. En griego, la palabra pez (ixthus) proporcionaba un acróstico para designar algunas de las cualidades del Resucitado: iesus, xristos, theos, uios, soter (Jesús, Cristo, Dios, Hijo, Salvador). El contenido simbólico del pez en el AT y en el NT facilitó representar a Jesucristo con un pez. El pez salido del agua ˗bautismo˗ que se había convertido en alimento ˗Eucaristía˗ para los cristianos; comida de sanación y salvación. Otros Padres de la Iglesia, como Tertuliano, consideraban al cristiano que, por su bautismo, era como un pez que debía llevar una misión de sanación a la humanidad. Para la comunidad escolapia, el lago es un símbolo de llamado y misión. Como el lago o el mar, la comunidad escolapia está llamada a ser un oasis de vida en el desierto. La comunidad de Calasanz debe posibilitar espacios de convivencia entre niños, de orientación entre adolescentes, de encuentro entre jóvenes, de fraternidad entre adultos. Como un buen lago de aguas claras, la vida honesta de una comunidad escolapia transparenta el llamado de Dios a todas las mujeres y hombres para participar del banquete de la vida plena. El lago también es una invitación a regresar al primer amor, al origen del llamado, al comienzo de la misión. La congregación de las escolapias continuamente debe estar regresando al lugar donde todo inició, donde se escucharon las primeras palabras del Reino de Dios, al lugar de las primeras parábolas, al lugar que atestiguó los primeros milagros y demostraciones de poder sobre el mal. Antes que ser escolapia, la hermana es cristiana; anuncia un Reino de Dios que es buena noticia para los más pobres, los más enfermos, los más lastimados, los más despojados. El lago fue el lugar por excelencia de enseñanza en el ministerio de Jesucristo. La enseñanza es también la esencia del ministerio escolapio. Sentado junto a la orilla del lago, Jesús se puso a enseñar a las multitudes que estaban como ovejas sin pastor. Ahora, en este tiempo, donde abunda la información, pero se carece de maestras, las escolapias viven su misión para acompañar, escuchar, sanar… Como a San Pedro, las escolapias tienen mucho por hacer para afianzar en las inseguridades, sanar autoestimas rotos, curar indignidades de culpas guardadas. Hay que decir, también, que las olas amenazantes del algo de la comodidad también deben ser calmadas. Como los apóstoles, es tentador quedarse en la orilla ya conocida, en la comodidad de la tierra ya predicada, en la quietud de la costa ya caminada. Es necesario estar conscientes de esas reticencias interiores para poder remar mar adentro, para cruzar el peligroso mar y llegar a predicar y enseñar con los “gentiles” de nuestros tiempos, los que no creen, los que cuestionan, los escépticos, los que retan. Solo así, en la remembranza del llamado y la renovación de la misión, es que el lago de Calasanz será un paraíso primaveral, una noticia de explosión de júbilo para los consentidos del Reino de Dios. Preguntas para reflexionar

• ¿Qué propiedades tiene el elemento del agua en las sociedades humanas? • ¿Cuál es el “lago” de la comunidad escolapia que continuamente le está recordando

su llamamiento? • ¿Cuáles son las otras “orillas” a las que la comunidad escolapia debe llegar para

predicar el mensaje de Jesús?

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• ¿Qué “peces” de nuestra misión son un indicativo de bendición para la comunidad” 6. Nazaret: Familia, escuela de humanidad El pueblo, la aldea, el rancho… ese pedacito de espacio que parece insignificante para el gobierno central, que se pierde en los mapas, que las grandes empresas desdeñan. La aldea es el lugar que genera añoranzas, nostalgias y esperanzas de retorno. El rancho huele a leña quemada en al fogón, huele a leche espumosa recién ordeñada, huele a hierba fresca por la brisa matutina. El pueblo sabe a tortillas recién cocidas en el comal, sabe a café molido por las mañanas, sabe a frijoles calientes en olla de barro. El rancho, sobre todo, recuerda reuniones familiares a la luz de las velas, sabe a comidas caseras después de una ardua labor en el campo, huele a chocolate caliente preparado por la abuela para los nietos después de cuidar a los rebaños. El rancho… sabe a familia. Geografía, arqueología e historia del Nazaret Nazaret era una pequeña aldea, casi un rancho, de fundación de la época helenista (siglo I a.C.). Unos años antes, Juan Hircano había conquistado la región de Galilea y había promovido la fundación de pequeñas aldeas en el valle de Yizreel con colonos israelitas provenientes de Judea. Un grupo de esos colonos, provenientes de Belén ˗ciudad de donde había sido originario el rey David˗ fundó la pequeña aldea de Nazaret, nunca mencionada en el AT. El nombre Nazaret era simbólico, provenía de la palabra hebrea nezer, con una connotación teológica importante. En el siglo VIII a.C., el profeta Isaías había anunciado que brotaría un “vástago” (nezer) de la cepa de Jesé, el padre del rey David (Is 11,1). Aunque algunos pensaron que Isaías se refería a un rey concreto, por ejemplo, Ezequías o Josías, pronto cayeron en la cuenta de que la profecía se abría a una expectativa mesiánica. Ese vástago de descendencia davídica, que tendría la plenitud del espíritu de Dios (Is 11,2) y de la justicia (11,3-4), se había convertido en el símbolo del Mesías que vendría a visitar a su pueblo. Un grupo de israelitas, originarios de la ciudad davídica de Belén, era una comunidad de expectativa mesiánica. Por su fuerte creencia en la inminente llegada del Nezer, el Mesías de Dios, fueron llamados los Nazoreos. Esos nazoreos fundaron la aldea de Nazaret, también llamada Nazará (Mt 4,13; Lc 4,16), en la región de la tribu de Zabulón. Los nazoreos o nazarenos se dedicaban, principalmente, a la agricultura. “En las pendientes más soleadas, situadas al sur, se hallaban diseminadas las casas de la aldea y muy cerca terrazas construidas artificialmente donde se criaban vides de uva negra; en la parte más rocosa crecían olivos de los que se recogía aceituna” (Pagola, 2007, p. 40). En los espacios donde el sol daba menos, se cultivaban verduras y legumbres. En las faldas de las colinas, se sembraba trigo y cebada. La aldea de Nazaret tendría entre 200 y 400 habitantes, no más. Los que vivían en casas ˗algunos habitaban en cuevas excavadas en las laderas de los cerros˗ las habían construido de forma muy rudimentaria. Eran casas con paredes de piedra con adobe, con techos de ramaje seco y arcilla, donde crecía la maleza. Los suelos eran de tierra compactada. En el patio interior de la casa dormía toda la familia, incluso los animales como cabras u ovejas. Varias de estas pequeñas casas daban a un patio común que era compartido por dos o tres familias del mismo grupo, donde se desarrollaba buen tiempo de la vida doméstica. En los alrededores de los caseríos ˗del rancho, pues˗, los arqueólogos han encontrado vestigios de una antiguo torre aledaña a un viñedo. Dentro de las casas, han

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Imagen 11: Réplica de una casa de Nazaret. En este cuarto dormía, comía y convivía la familia nazarena. El otro cuarto

era usado como baño.

aparecido cubetas para pisar la uva (lagares), tinajas para la fermentación de la uva ˗proceso para hacer vino˗ y piedras de molino para las aceitunas ˗proceso para hacer aceite˗ (Reed, 2006, p. 170). Políticamente, Nazaret no era una aldea significante para la provincia de Palestina, mucho menos para el imperio romano. Para los nazarenos, en cambio, ese espacio esa su lugar. Para Jesús el Nazareno (Jn 18,5), Nazaret era el pueblo de sus antepasados, el rancho de su familia. De su madre, María, aprendió a colocar una lámpara para que la casa quedara bien iluminada (Mt 5,15). En su infancia, había visto a su mamá barriendo toda la casa buscando una moneda que se le había perdido (Lc 15,8). Viendo cocinar a su mamá, aprendió que un poco de levadura hacía fermentar toda la masa (Mt 13,13). En fin, Jesús sabía bien, por la educación familiar en su casa, que no es bueno guardar secretos; que se debe cumplir la palabra empeñada y que hay que ayudar al que se encuentra en necesidad. Si bien es cierto que en Nazaret no había una escuela rabínica ni se ha encontrado indicios de conocimientos literarios (Reed, 2006, p. 170), Jesús aprendió las oraciones diarias del

israelita por memorización. Andando de camino junto a su padre José rumbo a la ciudad capital de Séforis para realizar trabajos de construcción y carpintería, José contaba a Jesús las historias de los patriarcas y las matriarcas. Narraba las proezas del Éxodo, contaba el suceso extraordinario del profeta Jonás en el vientre de la ballena y enseñaba los oráculos proféticos de Isaías sobre la venida del Mesías, el Nezer de Jesé. Esa era la Nazaret de los nazoreos, la escuela familiar de Jesús. Teología de la aldea Nazaret Jesús fue llamado y reconocido por buena parte del pueblo como el Nazoreo (Mt 2,23 Lc 18,37). Su mensaje era algo inaudito, totalmente novedoso, y predicaba como quien tiene autoridad y no como los escribas y fariseos. Ese poeta de Galilea sabía cómo llegar al corazón, hablaba con palabras sencillas y entendibles para todos. Su mensaje calaba en lo profundo de la sociedad rural de Galilea. Los ojos expectantes de las amas de casa lo contemplaban sin pestañear; las manos callosas de los artesanos y albañiles aplaudían a las

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sentencias breves llenas de poesía y sabiduría; los pies enterregados de los campesinos se apresuraban a oír aquellas parábolas que usaban personajes conocidos: viñadores, jornaleros, segadores, sembradores. Con esa enseñanza aprendida en el seno de un hogar nazareno y en las horas de reflexión y meditación en las montañas con olivos y vides de Nazaret, fue que Jesús se dispuso a ir a la sinagoga de su pueblo. Jesús, como su papá, era un carpintero (Mc 6,3). Quizá el mismo José había colaborado en la construcción de la pequeña sinagoga de Nazaret y realizado algún mueble para su interior. No sería extraño que la gente de la aldea hubiera encargado a José realizar el estrado de madera (Ne 8,4) o piedra donde se colocaban los rollos sagrados ˗de esos que manchan los dedos, como decían los judíos˗ en su lectura solemne en las tardes del sábado. Uno de esos sábados fue cuando Jesús llegó a la sinagoga de Nazaret. Parado sobre el estrado de manera, Jesús desenrolló el volumen del profeta Isaías, muy parecido al que fue encontrado casi intacto en una de las cuevas de Qumrán, cerca del Mar muerto. Puesto que era un rollo extenso, tomó su tiempo encontrar el pasaje de estaba buscando. El hebreo se lee de derecha a izquierda, así que comenzó a buscar, pasando su dedo también de derecha a izquierda en la parte final del libro, la misión profética de Isaías con la que él se identificaba plenamente: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido…” (Lc 4,18). Jesús se tomó su tiempo en la sinagoga de Nazaret; sentía las miradas posadas sobre él. Se hizo un silencio expectante y un poco incómodo, mientras Jesús regresaba el rollo del profeta Isaías a su lugar. Caminó sin prisa hasta su lugar, tomó asiento y guardó otro momento de silencio. Nadie hacía sonido alguno, hasta el punto de que los que estaban cerca de la puerta podían escuchar el vaivén de las olas del lago de Galilea.

De pronto, Jesús abrió los ojos, suspiró profundamente, abrió la boca y exclamó: “Esta Escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). Era él, en Nezer esperado por los nazoreos, originarios de Belén, fundadores de Nazará. Pero la reacción no fue la esperada de sus paisanos, quienes se preguntaban: “Acaso no es este el hijo de José”. Los de su rancho no daban crédito a las palabras y las acciones de Jesús pues les parecía demasiado… familiar. San Marcos narra que Jesús no pudo hacer en Nazaret ningún milagro y que se maravilló de su falta de fe (Mc 6,5-6).

Estaban acostumbrados a los discursos elocuentes de los saduceos, a las vestiduras elegantes de los fariseos, a las disquisiciones legales de los Escribas. No esperaban un Mesías que vistiera como ellos, que hubiera trabajado en sus talleres, que hubiera paseado por sus campos, que se hubiera contratado para cuidar sus rebaños. Su padre ya había muerto, pero ahí seguía viviendo su madre. Todo eso era tan, pero tan sencillo, que no parecía venir de Dios, sin saber que la firma distintiva de Dios es siempre… la sencillez (Mt 11,25).

Fue hasta después de la resurrección que los discípulos, con la asistencia del Espíritu Santo, comprendieron que la familia era la primera y mejor escuela de humanidad. En la familia se aprende a querer, se aprende a dejar, se aprende a perdonar, se aprende a decir la verdad. Desde la cruz, Jesús quiso dejar una madre y un hijo (Jn 19,26), justo en el nacimiento de la Iglesia del costado traspasado ˗tal como el nacimiento de Eva del costado abierto de Adán˗. La Iglesia, nuevo pueblo de Dios, estaba llamada a ser familia para todos. Por eso todo el que dejaba su casa y su familia por el Evangelio, encontraría cien veces más en fraternidad (Mc 10,29-30).

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Pautas para la aplicación a la vida La familia influye, para bien o para mal, en la conducta de todos los seres humanos. Las experiencias de la niñez definen, en buena medida, nuestra manera de reaccionar ante los sucesos y de vivir nuestras relaciones interpersonales. Sin caer en determinismos, los recuerdos de la infancia impregnan nuestra memoria, de manera que la niñez nunca es pasada, sino presente, siempre presente. La forma en que nos relacionamos con nuestros padres ˗en caso de que hayamos tenido padre y madre˗ y con nuestras hermanas y hermanos repercute en la forma en que ahora nos relacionamos con las superioras y con las hermanas de comunidad. Es imposible borrar u olvidar la etapa de la familia, aunque en ella pudiera haber experiencias difíciles o traumáticas. Lo mejor que podemos hacer es asumir con sinceridad y procesar esas experiencias. El “rancho” de la infancia, ya sea un pequeño pueblo o la colonia de una gran ciudad, va con nosotros en todo momento. No podemos cambiarlo ni desecharlo, solo podemos concientizarlo y aceptarlo. Somos parte de una familia que nos formó en nuestro carácter y en nuestros valores, y de ahí debemos partir para aspirar a la asimilación de los valores del Evangelio y de la espiritualidad escolapia. Somos parte de un lugar con usos, costumbres y tradiciones que han moldeado nuestra religiosidad y la valoración que damos a las cosas y la naturaleza. Como Jesús de Nazaret, no hay que enterrar el pasado familiar, sino asumirlo con compromiso y valorarlo. De la familia tenemos valores y actitudes. El rancho nos ayuda a ser tolerantes, a aceptar la forma de ser de la hermana, no para ser condescendientes, sino para ayudar a crecer. El rancho nos recuerda que la sencillez es la mejor forma de comunicar, que las elucubraciones teológicas confunden y las reflexiones con lenguaje rebuscado desorientan. El rancho nos anima a volver a la oración sencilla de la abuela cuando no sabemos cómo orar, nos anima a regresar a las enseñanzas del catecismo cuando tenemos dudas, nos invita a recurrir a los regaños de los padres cuando estamos perdiendo el camino y cayendo en actitudes de engreimiento y orgullo. La escuela de la familia es la que impulsa a evangelizar con el lenguaje sencillo y práctico del campesino, del pastor o de la ama de casa. La escuela de la familia nos orienta sobre lo que es esencial en la educación cristiana: los valores del Evangelio y le mensaje de liberación y de esperanza para los más pobres y las víctimas de la injusticia. La tecnología, los planes de estudio, las programaciones y las evaluaciones son importantes, pero no pueden sustituir a lo verdaderamente imprescindible: la interacción humana, la tolerancia al diferente, la capacidad de ser empático con el compañero. A Jesús no le fue muy bien en su aldea en su visita. Él mismo aceptó que “nadie es profeta en su tierra”. Pero eso no lo detuvo en su misión de predicar el Reino de Dios. Para él, Nazaret representó también la posibilidad de que no todo salga como esperamos. Pero ese aparente “fracaso” no se convirtió en frustración ni en abandono de la misión, sino en un replanteamiento de su proyecto evangelizador. Nazaret lo impulsó a ir más allá del entorno familiar para ir a otros pueblos a ofrecer el Reino de Dios. También para una comunidad escolapia, los “fracasos” de los proyectos educativos o pastorales no deberían significar desaliento, sino una reelaboración de la forma en que se está haciendo la invitación. Preguntas para reflexionar

• ¿Cómo vivimos los momentos en que tenemos la oportunidad de visitar con nuestra familia?

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• ¿Cómo se hace presente nuestra familia en las actividades de la comunidad escolapia?

• ¿Qué actitudes de nuestro carácter podemos rastrear hasta las personalidades de nuestro papá o mamá?

• ¿Cómo hemos conservado, abandonado o modificado la formación religiosa que recibimos en nuestra casa y catecismo?

7. El pozo de Sicar: Encuentro que libera Para los poblados que no tienen al alcance el agua segura de un lago o el agua corriendo de un río, el pozo se convierte en el lugar más importante. Sin agua no hay vida, no hay alimento, no hay higiene, no hay fertilidad. En las tierras áridas, el pozo representa una auténtica fuente de vida, sin la cual es imposible subsistir. Sacar agua de un pozo, en la antigüedad, era un rito que implicaba cuestiones culturales de religión, de género, de clase y de tradición. Hoy sigue habiendo pozos, pero están tecnificados y ocultos. La canalización del agua sacada de un pozo ˗utilizando la bomba eléctrica˗ por medio de tubería es un reflejo de la forma contemporánea de vivir en la sociedad. Ahora cada casa tiene su propio “pozo”, al alcance de una llave o una regadera. Ya no hay necesidad de salir de casa para ir al pozo por agua. Todo es mucho más cómodo, inmediato y práctico, pero… el encuentro con el otro en un lugar común se ha perdido o se ha sustituido por otros lugares. Geografía, arqueología e historia del pozo en Israel A diferencia de lo tempestivo del mar o del lago, el pozo denota tranquilidad y calma. Las aguas del pozo están ahí, en reposo, contenidas por unas paredes excavadas en la tierra. Por esa razón, los patriarcas nómadas de Israel buscaron excavar pozos como una forma de encontrar remanso en su peregrinaje. No siempre era posible encontrar esa paz, pues la disputa por la posesión de los pozos que ya estaban excavados era motivo de peleas entre personas o entre familias (Gen 21,25-26). Para ubicar un posible pozo, era necesario detectar algunas señales. En el desierto, era imprescindible saber la ubicación de los pozos, bajo peligro de muerte en caso de no conocerlo. Un pozo como esos fue lo que salvó la vida de Agar y su hijo en su viaje al desierto (Gen 16,7). Para el profeta Oseas, el castigo de Yahvé podría ser comparado a un viento que sopla por el desierto secando sus fuentes (Os 13,15). Otras veces, los pueblos y las ciudades eran edificadas en torno al pozo excavado (2 Sam 23,15). Para estas poblaciones, el pozo se constituía en el centro de la vida social. Las hijas mayores de las familias eran las encargadas de ir al pozo a recoger agua, en el inicio y en el final del día. Para los hombres solteros, el amanecer y, sobre todo, el atardecer era una ocasión única para conocer a las muchas solteras de la ciudad: “Cuando subían por la cuesta de la ciudad, encontraron a unas muchachas que salían a sacar agua” (1 Sam 9,11). El agua del pozo era llevada por esas muchachas en cántaros grandes de barro cocido, ya fuera cargados sobre el hombro ˗como Rebeca en Gen 24,15˗ o sobre la cadera (Gower, 1990, p. 44). Podemos imaginar la sorpresa de los discípulos de Jesús cuando les da la siguiente señal: “Vayan a la ciudad; les saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; síganlo” (Mc 14,13). ¡Un hombre sacando agua del pozo! ¡Un escándalo!

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En una cultura de talante patriarcal, seguramente un hombre cargando un cántaro de agua desde el pozo no habría pasado desapercibido. Por otro lado, cuando el pozo se secaba era considerado peligroso. En un pozo se podía echar a un hombre con fin de que terminara su vida o, al menos, funcionaría como cárcel, sin la menor posibilidad de salir por sí mismo. En pozos secos fueron arrojados el patriarca José (Gen 37-22-24) y el profeta Jeremías (Jer 38,6-10). El peligro de que una persona o un animal cayera accidentalmente en uno de estos pozos suscitó una legislación en la Toráh para obligar a tomar precauciones a los dueños de los pozos (Ex 21,33-36). Parte importante de la excavación de un pozo era el nombre. Al poner el nombre a un pozo, se apelaba a la legítima posesión sobre él. Había pozos cuyo nombre se había vuelto tradicional para todo el pueblo, por lo que no podía ser reclamado por ningún individuo o familia. El pozo de Jacob, en la región de Samaria, muy cerca del monte Garizim, era uno de esos pozos tradicionales que no podía ser reclamado por una persona, ni siquiera por un grupo ˗judíos o samaritanos˗, sino que pertenecía a la fraternidad de las tribus israelitas desde la antigüedad. Teología del pozo israelita La teología del Antiguo Testamento sobre el pozo está relacionada con la intimidad del lugar representado por el pozo. En sus aguas tranquilas, era donde los jóvenes se enamoraban, donde los hombres elegían a sus esposas. El pozo encierra intimidad porque remite a los esponsales, donde los novios se comprometen en matrimonio. El pozo era, quizá, el único lugar donde los novios podían verse y conversar en público. Comencemos con Isaac y su elección de esposa. Abrahán mandó a su siervo para que le encontrara una esposa de su pueblo a su hijo. ¿A dónde se dirigió el siervo? Al pozo que estaba fuera de la ciudad de Najor, a la hora del atardecer, “a la hora de salir las aguadoras” (Gen 24,11). Fue entoncens que se acercó Rebeca, la hija soltera mayor de Betuel. Toda conversación con un interés matrimonial comenzaba de la misma forma: “Dame un poco de agua de tu cántaro” (Gen 24,17). El desenlace es conocido: Isaac terminó casado con Rebeca. También Jacob, el hijo de Isaac, conoció a su futura esposa, Raquel, en un pozo. Esta vez el pozo estaba en un campo, y el mismo Jacob vio llegar a Raquel, la hija de Labán, para sacar agua del pozo (Gen 29,6). Aunque Jacob quería comenzar ya el ritual marital, todavía no era el atardecer, por lo que tuvo que esperar unas horas más. Al final se retiró la piedra del pozo, bebieron de su agua, se dieron un beso y Jacob terminó casado con Raquel, ¡y también con su hermana Lía! Veamos un caso más. Cuando Moisés huyó al desierto de Madián por haber asesinado a un capataz egipcio, se detuvo en un pozo (Ex 2,15). Ahí llegaron las siete hijas solteras del sacerdote Raquel, con el fin de sacar agua del pozo; podemos suponer que era el atardecer. Fue entonces que dieron de beber a Moisés, quien se casó con Séfora, una de las hijas de Jetró. Ahora podemos concluir que el pozo es un símbolo teológico del amor conyugal, del amor entre el hombre y la mujer. Cuando el sabio del libro de Proverbios quiere instruir a sus alumnos sobre la importancia de tener una sola mujer y no andar con otros amoríos, utiliza la metáfora del pozo: “Bebe el agua de tu aljibe, los raudales de tu pozo… Sea tu fuente bendita, disfruta con la esposa de tu juventud” (Prov 5,15.18). Y el libro del Cantar, esa colección de poemas de amor, utiliza el símbolo del pozo de aguas vivas para hablar del

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amor de la pareja: “Fuente de los jardines, pozo de aguas vivas que fluyen del Líbano” (Cant 4,15). Teología del pozo de Sicar Ahora podemos entender el escándalo de los discípulos de Jesús cuando este estaba platicando con una mujer, ¡en el pozo! Este pozo, conocido como pozo de Jacob, se encontraba en Sicar, en la región de Samaria. Según algunos especialistas, Sicar era designación reciente ˗en los tiempos de Jesús˗ de la antigua población de Siquem. La palabra aramea Sicar significa “embriaguez”, y “pudiera haber sido dado como un término de desprecio para los samaritanos” (Tidwell, 2003. P. 67).

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Imagen 12: Según la tradición de la Iglesia ortodoxa, el pozo de Sicar es el que se encuentra en una iglesia de la actual población de Nablus.

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Tal como Isaac, Jacob o Moisés, Jesús llegó al pozo. Esta vez, no era la tarde sino el medio día (Jn 4,6), en lo más caluroso de la jornada. Quizá por esa razón no se encontró a muchas solteras, sino a una mujer casada. Había tenido ya varios esposos, y quizá no había tenido hijos ˗como Sara en el libro de Tobías, que había tenido siete maridos, pero sin poder consumar su matrimonio (Tob 6,14)˗, por lo que debía ir ella misma para abastecer de agua su casa. Cuando la mujer llegó al pozo, Jesús dijo la misma frase de Jacob al buscar una esposa: “dame de beber” (Jn 4,7). Comienzan a hablar del agua del pozo, pero Jesús trasciende el sentido literal para llegar al sentido espiritual de la conversación: él puede dar de beber agua viva. Esa mujer ha tenido cinco maridos y ahora vive con alguien más (es el sexto, un número imperfecto); le falta la plenitud, el séptimo marido, la plenitud del amor. Así como la esposa del profeta Oseas se había prostituido con otros Baales (que pueden ser traducidos como señores o maridos), sin haber encontrado el verdadero amor, así la samaritana, sin saberlo, estaba buscando al amor pleno, al manantial de aguas vivas (Jer 2,13). Jesús no busca una esposa junto al pozo, no es el atardecer. Jesús desea hablar al corazón de esa mujer, tener un encuentro personal con ella, hablarle como nadie le había hablado. Jesús “se sentó” en la quietud del pozo de Sicar, en contraste con la continua acción evangelizadora (Cardona Ramírez y Montoya Marín, 2014 p. 405). Ahí el agua no corre, pero sus palabras sí, como un torrente de agua viva. Jesús es el nuevo pozo, un pozo de Sicar (borrachera), donde el vino del amor se desborda del vino bueno (Jn 2,10). La mujer de Sicar terminará ebria, pero ebria de amor por Mesías, pues “mejor son que el vino tus amores” (Cant 1,2). A partir del encuentro entre Jesús y la mujer samaritana en el pozo de Sicar, ese pozo trascendió a la categoría de símbolo teológico del encuentro que libera. La mujer samaritana dejó su cántaro (Jn 4,28), del mismo modo que los discípulos habían dejado sus redes (Mc 1,18). Esa mujer, de la cual no nos ha llegado su nombre, se sintió libre de dejar lo que la ataba a una casa (cántaro) para convertirse en la primera mujer misionera. Únicamente en el encuentro con el manantial de aguas vivas le fue posible encontrar la plenitud del amor que libera, que permite vivir sin ataduras, para dedicarse el servicio de sus hermanas y hermanos. Pautas para la aplicación a la vida El pozo de la vida es el momento de tranquilidad, quietud y remanso que nos hace encontrarnos con nuestra interioridad. En medio del ajetreo de las actividades cotidianas, el pozo es el momento y espacio para ponernos en paz y disfrutar de la introspección y el silencio interior. Sin esos momentos de pozo, todo lo demás se va convirtiendo en monotonía y va perdiendo sentido. Únicamente del encuentro con nosotras mismas se puede salir para encontrar a los demás; primero es el encuentro, después es la misión. El pozo de aguas vivas es el encuentro con Jesús, el origen de la vocación. Es difícil un encuentro en el bullicio de la ciudad o en el movimiento de una escuela. Como la samaritana, es necesario salir de la embriaguez de la ciudad (Sicar) para llegar a la quietud del pozo. No al atardecer donde hay más gente sacado agua, sino al medio día, cuando se está sola, cuando la necesidad de agua viva es más apremiante. Ahí es donde se puede encontrar al amado. Allí espera el esposo: “Habla mi amado y me dice: Levántate, amor mío, hermosa mía, y vente” (Cant 2,10).

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El pozo de Sicar es la experiencia de la liberación. El encuentro íntimo con el Amor de los amores; es el fundamento de toda liberación. Solo el amor auténtico puede liberar de falsos amoríos, de relaciones malsanas, de personas tóxicas, de dependencias acuciantes. Quien ama se libera para poder amar con un amor libre, pero también procura la libertad de Aquel a quien se ama. Para amar a Dios, se requiere un corazón libre de ataduras, de falsos ídolos, de prejuicios y de imágenes erróneas de Dios. Solo se ama a Dios si se llega al encuentro con el Dios del amor. Finalmente, el encuentro que libera nos permite relacionarnos de manera más sana con las hermanas de la comunidad y con los niños y jóvenes de la misión. Cuando se ha tenido un encuentro de amor, todo parece más bello, más noble, más bueno. Quien mira a su alrededor con ojos de amor ve flores y música por todas partes: “La tierra se cubre de flores, llega la estación de las canciones, ya se oye el arrullo de la tórtola por toda nuestra tierra” (Cant 2,12). Con esos ojos de quien ha mirado al fundamento del amor es que se puede ver con amor a los que se acompaña en su educación. Con esa mirada, es que se puede dejar el cántaro para dar de beber del agua que da la vida. Preguntas para la reflexión

• ¿Cuáles son los momentos y los espacios que facilita la comunidad para un encuentro quieto y silencioso con Dios?

• ¿Cuáles gestos de amor son los que reflejan mejor una relación de intimidad entre una hermana escolapia y Jesucristo?

• ¿Cuáles dependencias, temores y deformaciones de la imagen de Dios necesitan ser liberadas para vivir una relación más auténtica con el Dios de amor?

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Conclusión El espacio de la tierra de Israel ha sido denominado, con razón, el “quinto evangelio”. Esa tierra nos habla de la revelación de Dios en un espacio, con unas condiciones geográficas muy peculiares. Por sierras, desiertos, valles, mares y ríos, las mujeres y hombres del pueblo de Dios caminaron, comieron, durmieron, jugaron, pelearon y convivieron tratando de entender el mensaje revelado. En ese mismo espacio, Jesús predicó la plenitud de la revelación a todos, pero principalmente a la gente sencilla. La tierra de Israel ha sido ˗y sigue siendo˗ un espacio que nos habla de lo que ahí sucedió, de lo que ahí se predicó, de la salvación que ahí se manifestó. Pero es, sobre todo, en los lugares bíblicos donde mejor se puede experimentar ˗la memoria es la capacidad de experimentar de nuevo lo sucedido en el pasado˗ los acontecimientos más significativos de la historia de la salvación. Un monte en un desierto, un pozo en una aldea, un lago en una planicie, un rancho en un valle… todo eso se transforma en lugares de memorias, terruños del espacio que hablan de lo que ahí se vivió, se percibió y se comunicó. Estos siete lugares bíblicos son, por eso, una buena oportunidad de vivir en nuestra persona y nuestra comunidad retazos de encuentro y liberación que nos permiten recrear un itinerario de seguimiento, misión y vida comunitaria de la comunidad escolapia.

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