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69 Letras Históricas / Número 11 / Otoño 2014-invierno 2015 / pp. 69-101 David Carbajal López Personas sagradas y trayectorias trasatlánticas: la vida de tres clérigos de principios del siglo XIX en Nueva España Este artículo sigue la trayectoria de tres clérigos (un canónigo, un fraile y un clé- rigo secular) que se distinguieron por su movilidad trasatlántica durante la crisis de la monarquía española. A través de esos personajes abordamos la ambigua relación entre el clérigo, que como persona sagrada se debía caracterizar por una vida ordenada y en principio circunscrita a la diócesis o la provincia de la orden, y los viajes. Nos interesan las relaciones que fueron construyendo en esos trayectos, que los llevaron hacia una vida cortesana, criminal, o al contrario misionera. En fin, estudiamos la forma en que los tres perso- najes llegaron a adoptar determinada pos- tura (autonomista, realista o insurgente) frente a las revoluciones hispánicas. Palabras clave: clero, independencia, liberalismo, revoluciones, movilidad. El tema del clero de finales del siglo XVIII y principios del XIX, el que vi- vió la época de las reformas borbónicas, las guerras de independencia y la construcción de la nación mexicana, se ha estudiado ya desde hace tiempo en la historiografía mexicanista. Trabajos como los de William B. Taylor y Rodolfo Aguirre Salvador 1 han permitido conocer con detalle los orígenes y la formación de los clérigos de entonces, al menos los de las diócesis del centro del reino de la Nueva España. Conocemos así su paso por las universidades para la obtención al menos del grado de bachiller, y el juego de méritos y estrategias que utilizaban para su ascenso en la ca- rrera eclesial. Asimismo, una serie ya larga de autores extranjeros como 1 Taylor, Ministros, pp. 113-182. Aguirre Salvador, El mérito, pp. 161-392. David Carbajal López Universidad de Guadalajara-Centro Universitario de los Lagos [email protected]

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Letras Históricas / Número 11 / Otoño 2014-invierno 2015 / pp. 69-101

David Carbajal López

Personas sagradas y trayectorias trasatlánticas: la vida de tres clérigos de principios del siglo XIX en Nueva España

Este artículo sigue la trayectoria de tres

clérigos (un canónigo, un fraile y un clé-

rigo secular) que se distinguieron por su

movilidad trasatlántica durante la crisis

de la monarquía española. A través de

esos personajes abordamos la ambigua

relación entre el clérigo, que como persona

sagrada se debía caracterizar por una vida

ordenada y en principio circunscrita a la

diócesis o la provincia de la orden, y los

viajes. Nos interesan las relaciones que

fueron construyendo en esos trayectos,

que los llevaron hacia una vida cortesana,

criminal, o al contrario misionera. En fin,

estudiamos la forma en que los tres perso-

najes llegaron a adoptar determinada pos-

tura (autonomista, realista o insurgente)

frente a las revoluciones hispánicas.

Palabras clave: clero, independencia, liberalismo, revoluciones, movilidad.

El tema del clero de finales del siglo XVIII y principios del XIX, el que vi-vió la época de las reformas borbónicas, las guerras de independencia y la construcción de la nación mexicana, se ha estudiado ya desde hace tiempo en la historiografía mexicanista. Trabajos como los de William B. Taylor y Rodolfo Aguirre Salvador1 han permitido conocer con detalle los orígenes y la formación de los clérigos de entonces, al menos los de las diócesis del centro del reino de la Nueva España. Conocemos así su paso por las universidades para la obtención al menos del grado de bachiller, y el juego de méritos y estrategias que utilizaban para su ascenso en la ca-rrera eclesial. Asimismo, una serie ya larga de autores extranjeros como

1 Taylor, Ministros, pp. 113-182. Aguirre Salvador, El mérito, pp. 161-392.

David Carbajal LópezUniversidad de Guadalajara-Centro

Universitario de los Lagos

[email protected]

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Nancy Farriss y David Brading2 y mexicanos como Óscar Mazín y Juvenal Jaramillo,3 por sólo mencionar algunos, han abundado en la forma en que el clero se vio afectado por las reformas de la segunda mitad del siglo XVIII. Su participación en la independencia constituye casi un tema de especialización en nuestra historiografía, y donde a más de los anterio-res hay que citar a Juan Ortiz Escamilla y Ana Carolina Ibarra4 y sobre todo la obra de Eric Van Young, que puso en tela de juicio la idea de una participación masiva al lado de la insurgencia, producto del descontento causado por las reformas.5 Brian Connaughton y Marta Eugenia García Ugarte, entre otros,6 nos han mostrado además los cambios en el discurso y los posicionamientos políticos del clero a raíz de la independencia, sus contribuciones a la construcción de los proyectos de Estado y de Iglesia que se discutían entonces, e incluso las continuidades y los cambios en la cultura religiosa y política del momento.

Con tal abundancia de temas y de perspectivas, se diría que en rea-lidad no hay nada nuevo que escribir sobre el clero de la época de las revoluciones atlánticas; sin embargo, en este artículo queremos resaltar un punto que nos parece todavía queda por abordar en la historiografía mexicanista: la circulación de los clérigos y religiosos de un lado a otro del Atlántico en un momento particularmente complicado, en medio de las guerras napoleónicas y de independencia, durante la crisis de la mo-narquía hispánica. En efecto, la atención ha estado centrada sobre todo en el estudio del clero nacido en Nueva España o que pasó la mayor par-te de su vida en ella. Es cierto que se han escrito también biografías notables de algunos de los clérigos de la época y que hay trabajos que prestan una atención particular al seguimiento de ciertas trayectorias individuales;7 empero, esto representa más bien una excepción, pues el interés de fondo ha sido explicar, finalmente, la amplia participación del clero, el criollo en particular, en el conflicto armado que comenzó en 1810, de ahí que importen ante todo sus relaciones familiares, sus estudios y los vínculos con sus feligreses en el ámbito local o regional.

2 Brading, Una Iglesia, pp. 123-149. Farriss, La Corona, pp. 141 y ss.3 Mazín Gómez, Entre dos majestades, passim. Mazín Gómez, El Cabildo, pp. 369-406.

Jaramillo, Hacia una Iglesia, pp. 83 y ss.4 Ortiz Escamilla, “De la subversión”, pp. 205-215; Ibarra, El clero, passim. Asimismo,

Aguirre, “Ambigüedades”, pp. 273-305.5 Van Young, La otra rebelión, pp. 373-547.6 Connaughton, Dimensiones, passim y Connaughton, Entre la voz de Dios; García Ugar-

te, Poder, passim.7 Especialmente Van Young, La otra rebelión, pp. 482-547.

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Estudiar a los clérigos y religiosos que atravesaron el Atlántico por esas fechas ofrece la oportunidad de conocer otro aspecto del clero mismo y en general de la historia política y religiosa del mundo hispánico. En primer lugar, nos recuerda que el clero, incluso el destinado al servicio parro-quial, podía tener fronteras mucho más amplias que los curatos que se les asignaban y las diócesis en que estaban incardinados, que suelen ser en cambio los marcos geográficos de nuestros estudios de historia regional.8 Desde luego, la movilidad del clero es un tema ambiguo: podía ser pro-ducto de misiones institucionales, pero también y con no poca frecuencia resultado de la trasgresión de las normas del estado clerical. En uno y otro caso, su estudio nos permite ahondar en el carácter de los sacerdotes como tales, como personas sagradas, querido por la Reforma católica y el Con-cilio de Trento, bien en vigor en el mundo hispánico de esta época. Esta dimensión, sin haber sido completamente olvidada, ha quedado más bien soslayada en la historiografía reciente, más dispuesta a tratar a los clérigos como actores políticos que específicamente religiosos.

En segundo lugar, observar su movilidad nos permite también centrar la atención en la circulación de ideas liberales o conservadoras, revolu-cionarias o contrarrevolucionarias, que gracias a los trabajos recientes de historia política sabemos fue de gran intensidad en el mundo atlán-tico justo en esos momentos de la crisis de la monarquía.9 Los clérigos y religiosos novohispanos o que habían llegado de jóvenes al reino de Nueva España podían en sus vueltas trasatlánticas tomar contacto con redes y sociabilidades que los llevaran a tomar partido de manera más decidida, incluso hasta llegar a compromisos ideológicos, distintos de la visión de los acontecimientos que, según muestran estudios recientes,10 predominaba entre aquellos que se quedaron en sus curatos al comenzar el movimiento independentista de 1810.

En fin, el seguimiento de estos clérigos y religiosos que se caracte-rizan por su movilidad permite acercarnos un poco a la inquietud de la historiografía contemporánea de encontrar otras vías para conocer los procesos sociales sin desalojar a los actores de la historia convirtiéndolos sólo en nombres o en números. Este trabajo intentará restituirlos, en lo posible, en toda su complejidad de individuos.

8 El arzobispado de México en el caso de Rodolfo Aguirre, la diócesis de Guadalajara y el

propio obispado en el caso de William B. Taylor, la diócesis de Michoacán en el caso de

Juvenal Jaramillo y Óscar Mazín.9 Al respecto remitimos al clásico Guerra, Modernidad, pp. 115-148 y 227-318, especial-

mente.10 Van Young, La otra rebelión, sobre todo pp. 441-481.

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Esta labor se ha facilitado gracias a que existen las fuentes necesarias para reconstruir sus trayectorias. Los hemos perseguido en sus viajes trasatlánticos a través de los distintos acervos donde hay testimonios; son fundamentales, claro, los archivos de alcance imperial, en concreto el Archivo General de Indias de Sevilla. Pero también han sido de primera importancia los archivos nacionales y regionales, el Archivo General de la Nación de México, en el primer caso, el Archivos Histórico de la Provincia Franciscana del Santo Evangelio de México en el segundo. Con ellos y con otras fuentes impresas, especialmente importantes pues nos interesa aquí además tratar del encuentro de estos clérigos con la cultura moder-na, liberal, que tiene uno de sus elementos fundamentales en la opinión pública, hemos tratado de reconstruir la vida de un canónigo, un religioso y un clérigo de finales del siglo XVIII y principios del XIX: Ramón de Car-deña y Gallardo, fray Juan Buenaventura Bestard e Ignacio Lequerica.

Un canónigo profano

Según su relación de méritos de 1796, Ramón de Cardeña y Gallardo nació en la villa de Xalapa en agosto de 1769.11 Español americano, nació en el seno de una familia que si no era de la más alta elite novohispana, al me-nos ocupaba un lugar importante en su lugar de origen: su padre era pro-pietario del único oficio público, es decir la escribanía, donde debía acudir quien quisiera validar cualquier género de documento, y lo fue también de un trapiche ubicado en los alrededores de la villa.12 Hijo primogénito, fue enviado a estudiar al seminario de la sede diocesana más próxima, Puebla de los Ángeles, donde contó con la protección del obispo Salvador Biempi-ca y Sotomayor y cursó Filosofía, Artes y Cánones hasta obtener el grado de bachiller. Se ordenó sacerdote gracias a una capellanía de 3 000 pesos de principal, y obtuvo como interino el curato de Acatzingo hacia 1795.13 Esta trayectoria lo ubicaba plenamente como un clérigo normal de la épo-ca, que hacía carrera entre la vida universitaria y la búsqueda de respaldos informales, apoyado en sus vínculos y recursos familiares. En ese sentido

11 AGI, México, leg. 1887, “Relación de los méritos, y ejercicios literarios del Bachiller D.

Ramón Cardeña y Gallardo, Cura vicario foráneo interino y juez eclesiástico que fue de

la parroquia de Acatzingo en el obispado de la Puebla de los Ángeles”.12 Sobre su padre Miguel Eustaquio Cardeña, véase la renuncia del oficio público a su

favor en ANX, Registro de instrumentos públicos de 1755 a 1758, ff. 54-55, escritura de

4 de junio de 1756 y su testamento en ANX, Registro de instrumentos públicos de 1793,

ff. 24v-33v, 9 de febrero de 1793.13 AGI, México, leg. 1887, “Relación de los méritos”.

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su futuro habría consistido en seguir concursando curatos hasta obtener alguno definitivo, continuar haciendo méritos en ellos y aspirar acaso a alguna canonjía en el Cabildo Catedral de Puebla.14

Para este momento Ramón Cardeña y Gallardo ya es un sacerdote, una persona sagrada que se estimaba diferente del resto de la sociedad, de los seglares, por múltiples razones. En primer lugar, en una sociedad de Antiguo Régimen donde la apariencia era fundamental para la iden-tidad de las personas, porque debía conservar un traje específico, según lo recordaban con insistencia los obispos de la época, “aunque el hábito no hace al monje” según aclaraba uno de ellos.15 Debía vestir en principio sotana y manteo, y cualquier otra prenda de color obligatoriamente ne-gro, y llevar incluso un corte de pelo particular, la tonsura. Por supuesto, el clero debía hacerse notar también por su cultura, el dominio del latín y en general por la formación recibida en el seminario diocesano y en los estudios universitarios; es decir, conocimientos de filosofía, teología y de-recho.16 Pero más importante aún, acaso más que la sabiduría, el carácter clerical debía notarse en su conducta, pues conforme a su “santo y ele-vado carácter”, o su “circunspección, honestidad y modestia clericales”, según decían los prelados de la época, no debían asistir a fiestas, bailes, juegos ni peleas de ningún género, y evitar ante todo cualquier escándalo que los confundiera con los seglares.17 Además, ya desde el Concilio de Trento en el siglo XVI, se esperaba finalmente que el clero, desde los obis-pos hasta los más humildes tonsurados, viviese de manera permanente en las iglesias que servían: la residencia era desde entonces una de las obligaciones de los obispos, mientras que los cánones de la reforma ha-bían impuesto también a los demás sacerdotes la prohibición de “andar vagando”.18 Esto es, el clero del Antiguo Régimen se distinguía por sus “exterioridades”, por su traje, porte, comportamiento, vida ajena a todo género de profanidades y además, una vida sedentaria.

14 Cfr. en particular Taylor, Ministros, pp. 151-156, en donde se analizan los méritos e

impedimentos para el ascenso de los curas párrocos: la ascendencia prestigiosa, la

educación, los aportes a las iglesias parroquiales, el patricionio de obras pías y cofra-

días; al contrario, podían ver manchado su currículum con acusaciones de violación de

los preceptos de la vida clerical.15 Véanse sobre este tema AGI, México, leg. 2644, edicto del arzobispo de México, Tacu-

baya, 22 de mayo de 1790 y AGI, Guadalajara, leg. 543, ff. 19v-20v, edicto de visita del

obispo de Guadalajara, donde aparece la aclaración que citamos.16 Taylor, Ministros, pp. 125-129. Aguirre, El mérito, pp. 215-263.17 Véanse los edictos citados en la nota 15.18 Especialmente: Concilio de Trento, sesión XXIII, Sobre la reforma, cap. XVI.

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Los estudios recientes nos han mostrado hasta qué punto buena parte del clero novohispano respondía bien a esa imagen clerical, mas justo Ra-món Cardeña y Gallardo no se conformó con ella, y antes bien dio prueba de que incluso en esta segunda mitad del siglo XVIII, cuando gobiernan la Iglesia novohispana varios obispos reformadores estrictos, como lo eran muchos de esta época en el mundo hispánico,19 era posible hacer carrera en el clero llevando una vida sensiblemente profana.

Comencemos por lo más notorio para nosotros hoy en día: el padre Cardeña fue acusado constantemente de buscar hacer una auténtica ca-rrera clerical, es decir, de empeñarse en obtener ascensos más allá de sus méritos.20 Y es cierto que se promovió de forma extremadamente rápida: en 1796 solicitó una canonjía en Valladolid de Michoacán; no la obtuvo, pero parece que contó con respaldos en la Capilla Real –posiblemente con el del mayordomo real Manuel Mallo y Quintana–, y poco después era ya capellán de honor honorario del rey Carlos IV, quien a dos años de su pri-mera solicitud, por decreto de 2 de septiembre de 1798, le presentó para una canonjía de gracia vacante por ascenso del titular en Guadalajara.21 Éste fue su único beneficio hasta su muerte, acaecida el 6 de marzo de 1820,22 mas no por ello dejó de hacer gala de su capacidad para obtener el favor de los poderosos hacia sus solicitudes. En 1802, con motivo de su colación canónica, que tomó con casi cuatro años de retraso, se convirtió en objeto de disputa entre las dos potestades. En este expediente obtuvo el apoyo del gobierno civil de la Nueva Galicia, encabezado por el inten-dente José Fernando de Abascal. La mitra tapatía, por su parte, se negó a darle la colación en virtud del vencimiento de los plazos y, conforme a sus despachos, pidió el acuerdo del vicepatrono para informar al rey. Abascal, por el contrario, insistió en validar los argumentos de Cardeña, quien lo-gró así tomar posesión de su canonjía el 4 de septiembre de 1802.23

19 Por ejemplo: Callahan, Iglesia, pp. 19-22.20 AGI, Guadalajara, leg. 571, representación de Isidoro Sáinz de Alfaro, México, 3 de junio

de 1809.21 AGI, Guadalajara, leg. 571, representación de Isidoro Sáinz de Alfaro, México, 3 de junio

de 1809; AGI, México, leg. 1887, representación de Ramón Cardeña, San Lorenzo, 27 de

octubre de 1796 y AGI, Guadalajara, leg. 538, real decreto al marqués de Bajamar, San

Ildefonso, 2 de septiembre de 1798.22 AGI, Guadalajara, leg. 538, Cruz al secretario de Gracia y Justicia, Guadalajara, 8 de

marzo de 1820.23 AGI, Guadalajara, leg. 571, “Testimonio del informe hecho a S.M. con motivo de la co-

lación dada a D. Ramón Cardeña de una canonjía de merced en esta Santa Iglesia de

Guadalajara”, y leg. 575, documentos sueltos.

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Asimismo, en 1809 obtuvo el apoyo del virrey Pedro de Garibay en su solicitud de una canonjía en la Catedral Metropolitana de México, y mientras tanto, de una colocación como inquisidor supernumerario, que fue sin duda uno de los motivos por los que el Santo Oficio se empeñó en procesarlo.24 En 1810 logró ganarse el apoyo del general Ignacio María de Álava, comandante del departamento de marina de La Habana, y por su mediación, del capitán general de Cuba, el marqués de Someruelos, quienes le respaldaron en sus solicitudes para prolongar su estancia en la isla.25 Su correspondencia y sus numerosas representaciones al rey y otras autoridades, dan cuenta, en suma, de que el padre Cardeña era un fino cortesano, experto, ya que no en materias académicas, sí en el arte de recabar apoyos más o menos formales.

Por supuesto, ya se advierte en lo que se ha venido diciendo, y es el motivo por el que hemos seleccionado a este personaje, que la vida del canónigo Cardeña fue todo menos sedentaria, y sus viajes no hicieron honor precisamente a su carácter clerical. Justo en 1796 realizó su primer viaje trasatlántico, en dirección de la villa y corte de Madrid, donde el 27 de octubre de ese año firmó su relación de méritos antes citada.26 En ella alegaba haber emprendido “viaje tan peligroso y costoso” para obtener de la caridad regia una canonjía en Valladolid de Michoacán, a fin de “sostener a su madre viuda y cuatro hermanas doncellas”. Sus fines pa-recían nobles, y en todo conformes con el modelo clerical que debía repre-sentar; empero, el viaje despertó sospechas, para empezar sobre la forma en que se financió, considerando que dejó una deuda de 3 000 pesos de capitales piadosos en el curato de Acatzingo, cuyo pago aseguró a muy largo plazo con una escritura de obligación con los réditos de su capella-nía antes de partir.27 Además, habría sido también una forma de escapar de un proceso a propósito de otro aspecto de su conducta que trataremos un poco más adelante: su activa vida sexual. Sin embargo, la movilidad del padre Cardeña rindió frutos inmediatos, pues sin pasar por una larga carrera como párroco, sin cumplir estrictamente con sus obligaciones de

24 AGI, Guadalajara, leg. 571, representación de Ramón Cardeña, México, 12 de abril de

1809; Garibay a Hermida, México, 12 de mayo de 1809 y Tribunal de la Inquisición de

México a Hermida, México, 31 de mayo de 1809.25 AGI, Guadalajara, leg. 571, Someruelos a Justiniani, La Habana, 12 de noviembre de

181026 AGI, México, leg. 1887, representación de Ramón Cardeña, San Lorenzo, 27 de octubre

de 1796.27 ANX, Registro de instrumentos públicos de 1796-1797, ff. 109-109v, escritura de 2 de

mayo de 1796.

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persona sagrada, logró llegar a ser parte del senado de un obispo, en este caso el de don Juan Cruz Ruiz Cabañas y Crespo.

Obtenida su canonjía, la vida de Cardeña pareciera un conjunto de viajes dirigidos a evadir el cumplimiento de sus obligaciones en el coro de la Catedral de Guadalajara. Y esto desde el primer momento, pues su retorno a Nueva España estuvo lleno de retrasos y de peripecias que confirman su trayectoria cada vez más profana. No recogió sus despachos sino hasta principios de 1799, aunque alegó estar cumpliendo siempre sus deberes de capellán de honor del rey.28 Sólo en marzo de ese año se vio obligado a viajar de Madrid a Cádiz, pero ahí fue la guerra que España sostenía contra Inglaterra como aliada de Francia la que le impidió em-barcarse hasta febrero de 1802. Empero, como se alegó en su momento contra sus afirmaciones, no faltaron buques que de manera intermitente lograron atravesar el Atlántico en ese mismo periodo.29 Como sea, llegó a Veracruz el 4 mayo de ese año, pero tardó casi tres meses en cruzar el reino de la Nueva España, en buena medida porque se le atravesó a su paso por la ciudad de México una persona que le garantizó notoriedad en adelante: doña María Ignacia Rodríguez de Velasco, la célebre güera Rodríguez, sobre la cual se volverá también.30

Por fin, el 29 de julio de 1802, casi cuatro años después de ser presen-tado por el rey, el canónigo electo arribó a su destino en la Nueva Galicia. Mas después de haber pasado tanto tiempo en las cortes de Madrid y México, parece ser que la vida en Guadalajara no era suficiente para el canónigo, por lo que pronto emprendió nuevos viajes, primero dentro de la Nueva España: fue a Querétaro, Puebla, Tehuacán y México entre no-viembre de 1802 y febrero de 1804.31 Los compromisos que se le acumula-ron con sus acreedores –tema que lamentablemente no tenemos espacio para tratar aquí con amplitud, y que confirma su profanidad– lo obligaron a permanecer en Guadalajara hasta mayo de 1808.32 Justo cuando tenía

28 Véanse los expedientes sobre Cardeña en AGI, Guadalajara, leg. 376 y 407.29 AGI, Guadalajara, leg. 575, “Sobre que se dé colación canónica y posesión al Dr. D. Ra-

món Cardeña, de la canonjía de merced a que S.M. lo presentó para esta Santa Iglesia”,

ff. 7v-9, declaración de Cardeña, 3 de agosto de 1802.30 Cardeña alegó sobre su retraso que se demoró sólo lo necesario para recuperarse de

“los trabajos de tan larga navegación” y en virtud de “las excesivas y notorias lluvias

que hacen intransitables los caminos”.31 AGI, Guadalajara, leg. 571, “Testimonio del expediente sobre licencia que pidió D. Ra-

món Cardeña para pasar a Tehuacán de las Granadas”.32 AGI, Guadalajara, leg. 571, “Testimonio del auto definitivo en el concurso de acreedores

del señor Cardeña y certificación relativa a los autos”. Durante este periodo, sin embar-

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lugar la crisis de la monarquía por las abdicaciones de Bayona, Cardeña emprendería su más largo viaje, del que no volvería sino hasta 1817, pero esta vez sería en calidad de canónigo fugitivo.

Así que, sin conocimiento del obispo Cabañas, Cardeña escapó a México; cuando se ordenó su aprensión ahí, huyó a Puebla, donde fue arrestado por órdenes del obispo el 26 de septiembre. Volvió a México en enero de 1809, burlando la vigilancia episcopal, y cuando iba a ser arrestado nuevamente, el 14 de junio de ese año, salió de la capital hacia Veracruz y se embarcó rumbo a la Península.33 Cabe reconocer que se mantuvo fiel y al lado del gobierno, obteniendo incluso, con su ya acos-tumbrado talento para las solicitudes, la autorización para permanecer le-galmente en territorio peninsular. Pudo así residir con suma tranquilidad en Sevilla y luego en Cádiz, hasta ser arrestado de nuevo en julio de 1810. Aunque hizo intentos desesperados para evitar que se le enviara de vuel-ta a Nueva España, fue embarcado en agosto, aunque como se mencionó antes logró arreglárselas para permanecer en La Habana varios meses.34 No sabemos exactamente cuándo llegó a Veracruz; muy posiblemente aprovechó el viaje de las tropas expedicionarias enviadas desde la Pe-nínsula, pero como entonces el reino estaba en plena guerra insurgente y los caminos principales por completo bloqueados, debió establecerse en su natal Xalapa a principios de 1812. Más adelante veremos los motivos, pero de ahí pasó nuevamente a reclusión, la más larga que conoció en su vida, en las cárceles de la Inquisición de México, entre 1812 y 1815.35

Sacerdote cortesano y ambicioso, canónigo casi vagabundo, todo ello no le hubiera valido necesariamente la cárcel de no ser por su vestimen-ta, sus diversiones, su vida sexual y sobre todo sus posturas políticas. Comencemos por lo primero: Cardeña, según Lucas Alamán, llegó a ser apodado “el canónigo bonito” por su apostura personal. No por nada el padre Servando Teresa de Mier, quien lo conoció en Madrid hacia 1801,

go, hizo un intento de obtener licencia para volver a España: AGI, Guadalajara, leg. 571,

“Testimonio de la real orden sobre la licencia pedida por D. Ramón Cardeña para pasar

a España”, y AGI, Guadalajara, leg. 408.33 AGI, Guadalajara, leg. 571, “Testimonio de lo actuado sobre la fuga que hizo D. Ramón

Cardeña de la capital de México a la ciudad de Puebla”.34 AGI, Guadalajara, leg. 571, documentos sueltos de 1809 a 1811.35 AGI, Guadalajara, leg. 571, “Denuncias de varios individuos de la Junta revolucionaria

establecida en la villa de Xalapa y de que era presidente el canónigo D. Ramón Car-

deña” y “Testimonio de la causa seguida contra el canónigo D. Ramón Cardeña sobre

infidencia”. AGN, Infidencias, vol. 74.

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fue recibido en su antesala “mientras se afeitaba y peinaba”.36 Según decía el provisor de la mitra de Guadalajara en 1804, el canónigo seguía “en calzado, pelo y claro, patilla o lo que sea de la última moda”.37 Peor todavía, Cardeña era aficionado al juego y al teatro, a los que llegó a asis-tir despojándose por completo de su vestimenta de clérigo.38 En México, fue el arzobispo Francisco Lizana quien tuvo noticias de su asistencia a las comedias a finales de 1803, por lo que lo amonestó personalmente, y de hecho el propio Cardeña reconoció sin remordimiento alguno este incidente ante su obispo en una carta del mes de enero siguiente.39

Sobre todo, Cardeña ganó notoriedad desde 1802 como amante de la señora Rodríguez de Velasco, la célebre güera Rodríguez, casada enton-ces con don José Villamil y Primo, militar y subdelegado de Tacuba.40 Pa-rece ser que fue justo este escándalo el que obligó a Cardeña a ir a tomar colación de su canonjía en Guadalajara. Desde luego, en sus posteriores viajes a México no hizo sino reincidir en esta falta; de hecho parece ser que la relación duró hasta 1808, cuando ya estaba fugitivo de su diócesis, pues según el arzobispo Lizana tuvo noticias de que estaba refugiado en casa de ella cuando logró escapar rumbo a Puebla.41

Como puede advertirse, el canónigo solía andar en muy malas com-pañías, o al menos en compañías muy profanas. Se le relacionó con otros canónigos, pero mayormente lo encontramos al lado de comerciantes como su primo Nicolás Maniau y Torquemada, de militares como Mallo,

36 Hernández y Dávalos, Colección, t. VI, núm. 948.37 AGI, Guadalajara, leg. 571, “Testimonio de la causa seguida contra el canónigo D.

Ramón Cardeña sobre infidencia”, Gómez y Villaseñor a Cabañas, Guadalajara, 20 de

septiembre de 1804.38 AGI, Guadalajara, leg. 571, representación de Isidoro Sáinz de Alfaro, México, 3 de junio

de 1809 y “Testimonio del expediente reservado que siguió el capitán D. José Villamil

y Primo contra D. Ramón Cardeña, por adulterio con su mujer Dª María Ignacia Rodrí-

guez”, Gómez y Villaseñor a Cabañas, Guadalajara, 20 de septiembre de 1804.39 AGI, México, leg. 1892, Lizana a Caballero, México, 25 de diciembre de 1803; AGI,

Guadalajara, leg. 571, “Testimonio del expediente sobre licencia que pidió D. Ramón

Cardeña para pasar a Tehuacán de las Granadas”, Lizana a Cabañas, México, 19 de

diciembre de 1803 y Cardeña a Cabañas, México, 7 de enero de 1804.40 AGI, Guadalajara, leg. 571, “Testimonio del expediente reservado que siguió el capitán

D. José Villamil y Primo contra D. Ramón Cardeña, por adulterio con su mujer Dª María

Ignacia Rodríguez”, Villamil a Cabañas, Tacuba, 14 de julio de 1802.41 AGI, Guadalajara, leg. 571, “Testimonio de lo actuado sobre la fuga que hizo D. Ramón

Cardeña de la capital de México a la ciudad de Puebla”, Garibay a Campillo, México, 30

de septiembre de 1808.

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Garibay y Álava, o de otros sacerdotes inquietos como el padre Mier. Y claro está, anduvo incluso con “mujeres de mala nota”.42 En cambio, llevó muy mala relación con su obispo, don Juan Cruz Ruiz Cabañas, con el arzobispo Lizana, y sobre todo con el inquisidor y gobernador de la mitra de México Isidoro Sáinz de Alfaro, justo algunos de los impulsores de la reforma del clero en Nueva España.

El punto culminante de la carrera profana del canónigo Cardeña fue sin duda en 1812, cuando se convirtió además en parte de la historia de la introducción de la masonería en Nueva España, y aún más, se volvió colaborador de la causa de la independencia. Esto es, desde luego, el tema que más se ha tratado de la vida del padre Cardeña43 y que para nosotros resulta inseparable de su ya entonces larga carrera de clérigo viajero y mundano. Iniciado en las prácticas masónicas, según parece por dos ofi-ciales del regimiento expedicionario de Lobera, Cardeña se convirtió en el presidente de la llamada “junta secreta de Xalapa”, que reunió un peque-ño grupo de adeptos en esa villa entre febrero y junio de 1812. Entonces fueron descubiertos y acusados de apoyar a la insurgencia, que tenía prác-ticamente en estado de sitio tanto esa villa como la ciudad de Veracruz.44

El proceso contra el canónigo nunca concluyó, y se le permitió volver a Guadalajara después de unos años en las cárceles de la Inquisición, mas independientemente de la falta de conclusiones en él, es claro que entre los clérigos novohispanos que se involucraron en el conflicto de 1810 representa una posición original. En primer lugar, estamos lejos de los clérigos afectados por las reformas borbónicas: todo lo contrario, el canónigo era un sacerdote cortesano, con gustos profanos, que prefería Madrid a Guadalajara y que debía prácticamente toda su carrera clerical y profana a sus relaciones con seglares poderosos. Más que afectado por las decisiones de la Corona, era un beneficiario del rey y de sus ministros. Asimismo, lejos de ser un cura párroco o un religioso doctrinero arrastra-do a la insurgencia por las circunstancias, el canónigo se relacionó con los insurgentes en virtud de una decisión personal (que podría haber sido

42 AGI, Guadalajara, leg. 571, “Testimonio del expediente reservado contra la conducta

del canónigo de Guadalajara D. Ramón Cardeña”, representación de Isidoro Sáinz de

Alfaro, México, 1º de julio de 1809.43 Ha sido trabajada sobre todo por Guedea, “Las sociedades”, pp. 54-55 y “Una nueva

forma”, pp. 185-208.44 AGI, Guadalajara, leg. 571, “Denuncias de varios individuos de la Junta revolucionaria

establecida en la villa de Xalapa y de que era presidente el canónigo D. Ramón Car-

deña” y “Testimonio de la causa seguida contra el canónigo D. Ramón Cardeña sobre

infidencia”, además de AGN, Infidencias, vol. 74.

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incluso ideológica), aunque por supuesto negaría rotundamente durante su juicio cualquier relación con ellos. En fin, destaquemos sobre todo que en la pequeña villa de Xalapa el canónigo muy probablemente contó con el respaldo de su parentela, pero no era precisamente un clérigo presti-gioso, sino más bien un hombre rodeado de escándalos: nunca llegó a ser una persona sagrada como se esperaba de él, lo que no evitó que se le eligiera presidente de la junta, y antes bien se diría que justamente su cultura profana y sus relaciones eran las que lo habían llevado a relacio-narse con los militares que promovían esa naciente red de sociabilidades.

Es cierto, el tema más recurrente en las declaraciones de los testigos era que la junta trataba de evitar que el reino de Nueva España cayera en manos de franceses e ingleses, manteniendo sin embargo la unión de la monarquía católica, postura bien conocida ya en la historiografía, identi-ficada como el “autonomismo”.45 Era sin duda posible convertirse en un autonomista sin tener toda la trayectoria del canónigo Cardeña, pero en su caso pareciera el desenlace lógico de su carrera profana.

Un misionero de Dios y del rey

La vida de fray Juan Buenaventura Bestard contrasta de manera inte-resante con la del canónigo de Guadalajara. Se diferencia en primer lu-gar porque no era oriundo del reino de Nueva España, sino de allende el Atlántico, pues era mallorquín. Empero, su origen social no era muy distinto al del canónigo, ya que era hijo de un abogado distinguido en los tribunales de su natal Palma de Mallorca. Aun más, ambos eran casi con-temporáneos: Bestard era sólo seis años mayor que Cardeña, nacido el 28 de noviembre de 1763. Al igual que él, empezó estudios universitarios, aunque con mayor éxito que el novohispano, pues obtuvo muy joven el doctorado en Filosofía. Según su biógrafo mallorquín, la primera opción del joven Bestard fue seguir los pasos de su padre como jurista, pero pronto cambió hacia la carrera eclesiástica y en particular hacia la voca-ción religiosa: tomó el hábito franciscano el 15 de enero de 1782, es decir a los 18 años, y todavía siendo diácono se sumó a la colecta de frailes que encabezó el padre Ocón en enero de 1786 para el Colegio de San Fernan-do de México, convirtiéndose así en misionero apostólico a los 22 años.46

45 Corriente estudiada sobre todo por Virginia Guedea; véanse para este caso los textos

citados en la nota 43.46 La noticia biográfica más completa sobre Bestard está en Bover, Biblioteca, t. I,

pp. 95-97.

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Destaquemos que los franciscanos de Palma de Mallorca tenían ya una tradición importante en el tema de la movilidad trasatlántica; más todavía, la integraban de manera clara en el modelo clerical universitario y de buena conducta que se ha visto antes. Ya el primer fundador de los colegios de Propaganda Fide americanos fue justo un religioso mallor-quín, fray Antonio Llinás, a finales del siglo XVII, quien inició una larga “cadena migratoria” de frailes hacia América. El más recordado de los misioneros mallorquines, fray Junípero Serra, hizo una carrera semejante a la de Bestard en la medida en que pasó casi directamente de la Univer-sidad a la misión.47

Cabe recordar que los misioneros apostólicos franciscanos consti-tuían un grupo de religiosos de la rama observante que durante un de-cenio debían servir en los colegios que se encontraban distribuidos por el mundo hispánico dedicándose sólo al ejercicio de la misión apostóli-ca. En el amplio y heterogéneo paisaje de las corporaciones religiosas del mundo hispánico, esos colegios franciscanos llamados de Propa-ganda Fide podrían considerarse los más comprometidos con la Refor-ma católica y con la monarquía a lo largo del siglo XVIII.48 Sus misiones tenían lugar tanto entre los fieles como entre los infieles; las segundas son las más célebres, pues fueron las de los grandes evangelizadores del norte novohispano, sobre todo tras la expulsión de los jesuitas. Pero no era menos importante su labor entre la grey católica: iban de pueblo en pueblo en pequeños grupos, sobre todo en Cuaresma y Adviento, organizando misiones que tenían la forma de grandes celebraciones, extremadamente planificadas, dirigidas a conmover a los fieles para su conversión. Para ello se utilizaban recursos muy teatrales: procesiones nocturnas a la luz de antorchas durante las cuales se entonaban versos que recordaban los castigos del infierno, sermones en los que se mos-traban a los fieles los castigos infernales en estampas o en sus propias carnes, quemas de vanidades, en que se arrojaban al fuego vestidos profanos e instrumentos musicales, y un amplio etcétera.49 Los misione-

47 No podemos adentrarnos aquí en el tema del ambiente universitario mallorquín y su

relación con la movilidad de los religiosos, pero hay que destacar que la Universidad de

Mallorca, si bien reacia a la reforma universitaria del siglo XVIII, no dejó de tener algún

papel en la formación de elites que contribuyeran a las transformaciones de principios

del XIX. Véanse las opiniones contrastantes de Amengual, “La preilustración” y Planas,

“La Universidad”, pp. 295-296.48 La obra más importante sobre estos colegios sigue siendo la de Sáinz Díez, Los

Colegios.49 Véase para las misiones en tierras europeas Châtellier, La religión, pp. 69-79; Prosperi,

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ros apostólicos franciscanos realizaban así una labor que los asemejaba a la “pastoral espectacular” construida por los jesuitas en los siglos XVI y XVII, según ha mostrado Bernadette Majorana.50

Como cabría esperar, para cumplir tal labor los misioneros apostóli-cos debían cumplir a cabalidad el ideal de personas sagradas propio del clero. Exteriormente los misioneros se distinguían por su hábito de color gris, a diferencia de los demás observantes que lo llevaban en azul. Era éste un sayal “en el cual se manifiesta siempre el menosprecio y humil-dad”, decían sus estatutos generales, las llamadas Bulas Inocencianas.51 Sabemos que estos misioneros del Siglo de las Luces eran especialmente estrictos en mantenerse alejados de todo lo profano, en mostrarse como hombres en que la santidad misma era visible, y que eran enemigos del teatro, la moda, el juego y demás diversiones mundanas y debían lle-var una vida interior conforme a su misión. Sus estatutos generales y las constituciones municipales de cada colegio dan cuenta de este carácter y se esperaba que los frailes residieran en ellos para prepararse a la labor apostólica.52 No era una preparación intelectual, aunque ello no quiere decir que no fueran también hombres de letras, sino ante todo espiritual: el uso del tiempo estaba estrictamente regulado para que la oración y la meditación contribuyeran a reforzar su labor fuera de los conventos. El resultado de toda esta formación fue que más de uno alcanzó fama de santidad; el más conocido por ello fue fray Antonio Margil de Jesús.53

En contraste con el clero secular, la vida del misionero era ante todo una vida nómada, de largas caminatas, recorridos a lomo de mula y trave-sías por ríos y mares hasta llegar a los pueblos de fieles y misiones de in-fieles más distantes. La del padre Bestard no fue excepción. Entre 1786 y 1815 atravesó el Atlántico al menos seis veces y recorrió una buena parte del oriente del reino de la Nueva España, desde la capital hasta el pueblo de Tlacotalpan, misionando en Puebla, Orizaba y San Gerónimo Coate-pec, entre otros puntos. Del otro lado del Atlántico residió en Madrid, en Cádiz y por supuesto volvió en varias ocasiones a su natal Palma de

“El misionero”, pp. 234-236; Callahan, Iglesia, pp. 68-70. Para Nueva España, Brading,

“La devoción”, pp. 25-49.50 Majorana, “Une pastorale”, pp. 297-320.51 Breve apostólico de Pío Sexto, p. 72, Breve Universalis Ecclasiae, núm. 59, 2 de julio de

1688.52 Además de los estatutos generales citados en la nota anterior, véanse por ejemplo las

constituciones del Colegio de San Francisco de Pachuca de franciscanos descalzos:

González M., Estatutos, pp. 87-94 especialmente.53 Rubial García, La santidad, pp. 271-276.

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Mallorca, con la cual nunca perdió contacto y donde habría de retirarse en sus últimos años hasta su deceso en 1831.54 Incluso entre los misioneros apostólicos esta movilidad tan constante en tan poco tiempo era excep-cional y no dejó de generar críticas. La que más amenazó la trayectoria de nuestro fraile fue la de fray Pablo Mugártegui, asimismo misionero del Colegio de San Fernando de México. En una carta dirigida al fiscal de Nueva España en el Consejo de Indias en julio de 1796, acusaba a Bestard de que sus iniciativas, lejos de ser para beneficio de la predicación y del instituto apostólico, eran “para verse libre de la secuela del coro (a que siempre ha mostrado poca inclinación) y poder libremente pasear por la ciudad y otras partes”.55

Es cierto que las andanzas del padre Bestard no estuvieron sólo diri-gidas a la predicación, sino también a una serie de proyectos personales, aunque por completo dentro del marco del propio instituto apostólico. El que más tiempo le llevó fue sin duda la fundación y consolidación del Colegio de San José de Gracia de Orizaba, que emprendió en 1793 y que dirigió hasta su retorno a los reinos europeos en 1815.56 Justamente fue éste uno de los temas que le reprochó el padre Mugártegui en su carta de 1796, calificándolo de un “fundador aventurero”, demasiado joven a pesar de tener ya más de treinta años. Y es que en esta empresa Bestard mostró que, a pesar de ser un misionero apostólico ejemplar, conocía tan bien como el profano canónigo Cardeña el mundo cortesano de su tiem-po. Con gran maestría supo recabar apoyos de autoridades civiles y reli-giosas, seguir trámites tanto en Puebla y México como en Madrid, y claro está, supo obtener recursos para todo ello, y para el envío de dos remesas de frailes peninsulares para el nuevo Colegio.57 Asimismo, durante estos años se mostró no sólo un fiel misionero de Dios, sino también del rey, de forma que, digámoslo desde ahora, el éxito de esta empresa lo habría de llevar a ser no sólo el padre fundador de un colegio y su primer presidente in capite, sino hasta al más alto cargo de la orden franciscana en el conti-nente americano como último Comisario General de Indias.58

54 Bover, Biblioteca, t. I, pp. 95-97.55 AGI, México, leg. 1304, Mugártegui a Posada, México, 26 de julio de 1796.56 Sobre el colegio apostólico orizabeño nos permitimos remitir a Carbajal López,

De frailes.57 Normalmente el envío de misioneros era pagado por la Corona, pero Bestard se empe-

ñó en demostrar que la Real Hacienda no necesitaba desembolsar nada para apoyar su

proyecto.58 Una explicación sobre la importancia de este cargo en De la Torre Curiel, Vicarios,

pp. 58-62.

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No vamos a entrar aquí en los detalles de todas estas gestiones, bás-tenos destacar que en virtud de ellas viajó a la Península dos veces, de 1796 a 1804 y de 1809 a 1811.59 En el primer viaje pudo permanecer largo tiempo en la Península debido a la interrupción del tráfico trasatlántico por la guerra, como le había ocurrido a Cardeña. Pero a diferencia de él, ya desde 1801 emprendía de nuevo sus trámites para volver a Nueva Es-paña con más religiosos. Obtuvo autorización para llevar a siete frailes, pocos todavía para establecer una vida comunitaria en forma, por lo cual debió volver en busca de una segunda remesa de misioneros. No está de más recordarlo: estos viajes tienen lugar en plena época de guerra y de la crisis de la monarquía. Bestard ya no llegará a Madrid, sino a Cádiz, donde desembarcó en marzo de 1810 para presentar sus peticiones ya no al rey, sino al Consejo y Tribunal Supremo de España e Indias.

En todas estas gestiones el padre Bestard dio pruebas de que sabía aprovechar sus vínculos, empezando por los más cercanos: pasó varias veces por Mallorca, pues contaba con el respaldo de su familia, en parti-cular de su hermano don Andrés Bestard, quien fue casi el único sostén material de su segunda misión.60 Asimismo, movilizó con frecuencia al paisanaje: su compañero y fiel aliado en toda su aventura fue fray Lo-renzo Socíes, mallorquín como él, oriundo de Llucmajor; paisanos suyos eran también varios de los guardianes y discretos del Colegio de San Fer-nando, de quienes tuvo que recabar autorizaciones, y en efecto el propio padre Mugártegui advertía el respaldo que le daban algunos de los ma-llorquines del convento. Bestard, además, no dudaba tampoco en dirigir súplicas y peticiones a los más diversos personajes para que intercedie-ran a su favor: en Puebla, donde lamentó encontrase “sin valimento”, buscó el apoyo del provisor de la mitra; ante sus superiores, buscó el del secretario de la comisaría general de Indias y el de uno de los antiguos comisarios; en Madrid no dudó en intentar presentar solicitudes por la vía reservada cuando el Consejo se le mostraba poco favorable, y aunque no contamos con nombres concretos, sabemos que encontró medios para allegarse información de manera expedita.61

Como buen mendicante, podríamos decir, fray Juan Buenaventura no tuvo tampoco empacho alguno en dirigirse a los tabaqueros y comercian-tes de Orizaba y Veracruz para hacerse de los recursos necesarios para

59 Para los detalles de la información de este párrafo remitimos a Carbajal López, De frai-

les, pp. 71-120.60 Véase al respecto su correspondencia con fray Lorenzo Socíes, sobre todo AHPSEM, c.

216, Bestard a Socíes, Palma de Mallorca, 29 de octubre de 1810.61 Las gestiones de Bestard en AGI, México, leg. 1304, 2735 y 2737.

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sus travesías. En 1809 fue él personalmente quien acudió al comerciante y hacendado Lorenzo Angulo Guardamino, vecino de México, quien le consiguió un pasaje en la fragata Andalucía a través de Manuel Valle, comerciante de Veracruz.62 Destaquemos en particular su relación con al-gunas familias de comerciantes devotos de la villa de Orizaba, como los Bezares y sobre todo los Couto. Ambas fueron notables familias locales que dieron hijos al sacerdocio, pertenecían a la orden tercera franciscana y apoyaron al religioso con mercancía en el primer caso y en el segundo se convirtieron en verdaderos síndicos del fraile. “Mientras yo tenga, no le ha de faltar al colegio”, llegó a anotar don José Domingo Couto en una de las cartas que el padre Bestard envió a su amigo el padre Socíes antes de embarcarse a principios de 1810.63

Sin duda Bestard podía presumir de una red de amistades al menos igual de amplia que la del canónigo Cardeña, pero su perfil era distinto. En efecto, sus cartas al padre Socíes muestran la búsqueda sobre todo de autoridades eclesiásticas, párrocos, clérigos con cargos en la mitra, religiosos de prestigio, y entre los seglares, comerciantes y hacendados devotos, a quienes retribuía con misas y oraciones. De forma que si fray Juan Buenaventura estaba lejos de haberse aislado del mundo, en sus relaciones como en su oficio parecía primar la importancia de la religión.

Además, el que sería andando el tiempo el lado “profano” del padre Bestard, como de muchos de sus compañeros misioneros apostólicos, es-taba más bien en su fidelidad absoluta a la autoridad del rey, tomando partido por la causa realista durante los tiempos de guerra y contra la Constitución bajo el Trienio Liberal. Ya en sus solicitudes para la funda-ción del colegio de San José de Gracia y del primer reclutamiento de mi-sioneros insistió en presentar al suyo como un instituto de utilidad para la Corona, no sólo por contribuir a la extensión de sus fronteras y formación de nuevos súbditos en las misiones de infieles, sino sobre todo por con-tribuir a la promoción de la lealtad al rey entre los fieles. Decía el padre Bestard en una de sus solicitudes al Consejo: “el radicar los Pueblos con las verdades de nuestra Santa Fe, y en la caridad cristiana, es el medio más a propósito para asegurarlos en la verdadera paz, y en la debida subordinación”.64 Consciente incluso de que por entonces la Corona apre-ciaba en particular la colaboración del clero en el fortalecimiento del real

62 AHPSEM, c. 216, Bestard a Socíes, Veracruz, 13 de diciembre de 1809. 63 AHPSEM, c. 216, Bestard a Socíes, 23 de enero de 1810 y José Domingo Couto a Socíes,

24 de enero de 1810.64 AGI, México, leg. 1304, exposición de fray Juan Buenaventura Bestard, 16 de mayo

de 1797.

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erario, presentó pruebas de esa utilidad con un recibo de la Real Casa de Moneda de México por cierta cantidad que había sido defraudada a la Corona y devuelta a raíz de una misión franciscana.65

Claro está que, apenas se supo en Orizaba de las abdicaciones de Bayo-na, fray Juan Buenaventura, en su calidad de presidente in capite del Cole-gio de San José de Gracia, dedicó un amplio número de funciones para orar por el rey cautivo.66 Lamentablemente no sabemos si participó en las misio-nes que el Colegio emprendió en tiempos de la guerra de 1810, dedicadas en buena medida a promover la lealtad a la causa realista, pero sin duda las respaldó. Podemos deducirlo, pues una vez de vuelta en la Península, nom-brado Comisario General de Indias durante el sexenio absolutista, le tocó apoyar las gestiones para una tercera remesa de frailes peninsulares para el colegio josefino, aportando documentos que él había llevado a la comisaría probando esos méritos. Con ellos esperaba conseguir para su colegio la ca-tegoría de real y la colocación del escudo del rey en su frontispicio.67

Sin duda el respaldo más importante que Bestard dio al rey en tiempos de guerra fue su carta pastoral firmada en 28 de agosto de 1816, dirigida a todos los religiosos franciscanos a su cargo.68 En ella hacía un solemne llamado a la unidad y a la lealtad al rey, exponiendo con amplitud los argumentos religiosos de la causa realista. En un texto lleno de citas bí-blicas, que incluían hasta el cántico de la caridad de San Pablo, fray Juan Buenaventura recordaba los mandatos a favor del amor al prójimo apli-cándolos a la relación entre europeos y americanos. Asimismo, recordaba los juramentos hechos en 1808 y 1809 al rey ausente a ambos lados del Atlántico, insistiendo en fin en la legitimidad del dominio del rey castella-no y sus beneficios para los pueblos americanos, señaladamente –como cabía esperar– el de la religión católica.

Era tal su convicción a favor de la causa realista, que al saber que uno de los miembros de la familia Couto (el padre José Ignacio Couto), que tanto le habían auxiliado años atrás, había sido condenado a muerte por insurgente, no dudó en escribir: “Pero ¿qué hemos de hacer? San Pablo nos enseña que conviene acabar con los que nos perturban”.69

65 AGI, México, leg. 1304, Fernández de Córdova a Bestard, México, 16 de marzo de 1795.66 AGI, México, leg. 2737, “Instruccion de lo que ha hecho este Apostólico Colegio de San

José de Gracia de Orizava desde principios de junio del año proximo pasado de 1808

hasta el día de la fecha a beneficio de la nación y de su amado monarca el señor D.

Fernando Septimo”, 29 de diciembre de 1809.67 AGI, México, leg. 2737, Bestard a Varea, Madrid, 2 de junio de 1819 y anexos.68 Pastoral, s.n.p.69 AHPSEM, c. 216, Bestard a Bernabeu, Madrid, 5 de enero de 1818.

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Mientras que las sociabilidades que el canónigo Cardeña tuvo en Madrid, México y La Habana lo llevaron de ser un sacerdote cortesano a la cabeza de una sociedad secreta autonomista, fray Juan Buenaven-tura pasó de fiel misionero de Dios y del rey, comprometido con la causa realista, a enemigo directo de la revolución liberal. En los años 1824 y 1825, cuando la consumación de las independencias había restado a la Corona buena parte de sus súbditos, se ocupó de escribir una refuta-ción de la obra del exjesuita Manuel Lacunza, La venida del mesías en gloria y majestad, publicada póstumamente en medio de la revolución liberal, en Cádiz en 1812. La materia fundamental de los dos tomos del ya sexagenario padre Bestard es el cuestionamiento de las ideas mile-naristas de Lacunza, en particular su “descubrimiento” en las profecías bíblicas de que la Iglesia se habría de alinear con el Anticristo. Mas ciertos pasajes puntuales revelan bien que al autor no se le escapaba el contexto en que había sido publicada la obra, el del régimen de la Cons-titución de Cádiz de 1812, restablecida entre 1820 y 1823, que deploró tanto como pudo.

Así, en el primer tomo, Bestard incluyó como apéndice la censura redactada por el arzobispo de Granada ante los intentos de que auto-rizara la reimpresión de la obra de Lacunza, explicando sus orígenes. Eran entonces “los aciagos días del pretendido gobierno constitucio-nal”, decía; “días en que la Iglesia de España gemía bajo la más dura esclavitud”. En particular hacía una crítica de la libertad de imprenta, que dejaba la censura del arzobispo sujeta “a la impugnación de un impresor o un cualquiera”.70 En el segundo tomo, al refutar que la mujer “embriagada con sangre de los santos” del Apocalipsis fuera la propia Iglesia católica, como se afirmaba en La venida del mesías, fray Juan Buenaventura utilizó como ejemplo al “fanatismo constitucional”. Éste, como la Roma pagana que “blasona de su imperio” sin saber su pronta perdición, proclamaba que “habían triunfado de toda la Europa y ase-gurado la que titulaban falsamente nuestra libertad e independencia”.71

Así pues, el misionero apostólico se había convertido en un auténtico defensor de lo que ya para entonces no era unánimemente aceptado y que era la divisa de uno de los partidos en disputa: la unión del trono y el altar. Y lo era hasta el punto de no dejar pasar la oportunidad para plan-tear críticas políticas en discusiones por completo religiosas.

70 Bestard, Observaciones, t. I, p. 249.71 Bestard, Observaciones, t. II, p. 64.

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Un clérigo víctima

La tercera trayectoria que queremos presentar aquí es la de un mo-desto clérigo, Ignacio Lequerica y Gutiérrez. La información de que disponemos sobre su vida es mucho más escasa que en los dos casos anteriores, en particular por lo que toca a los primeros años de su vida, antes de iniciar sus aventuras trasatlánticas. Todo lo que hemos podido averiguar hasta ahora es que era natural de Fresnillo; sacerdote de la diócesis de Guadalajara, posiblemente habrá estudiado en el seminario de esa ciudad y, a diferencia del canónigo Cardeña y del padre Bestard, no tenía vínculos familiares o amistades que le apoyaran económi-camente. Suponemos, pues, que era de orígenes más modestos. Si la movilidad de fray Juan Buenaventura se enmarcaba por completo en proyectos institucionales y la del canónigo Cardeña revistió, al menos al principio, cierta ambigüedad, justificada casi siempre por razones nobles o por enfermedades, Lequerica en cambio fue directamente un clérigo vagabundo “perjudicial a la pública tranquilidad”, y ambas po-testades estaban de acuerdo en ello.

El sacerdote debía ser sedentario o atenerse a las “censuras con que la Iglesia castiga a los clérigos que vagan por ajena diócesis”, decía cla-ramente su obispo, don Juan Cruz Ruiz de Cabañas, en 1813.72 El prelado además recordaba otro punto asimismo indispensable de la conducta cle-rical: la obediencia. Y es que el problema inicial con el padre Lequerica, el que había dado motivo a sus constantes viajes, era que no había acepta-do la amonestación del propio obispo “por haber profanado el ministerio del púlpito”.73 Conviene de nuevo tener presente que el sacerdote, desde tiempos de la Reforma católica, es además un predicador que ejerce como tal con cierta frecuencia (los días festivos sobre todo) para explicar a sus feligreses los Evangelios y los misterios de la fe, pero también para amo-nestarlos por su conducta y difundir los mensajes que deseaban trans-mitir los obispos y los soberanos. Pero en esa labor el Concilio de Trento había establecido una estricta supervisión episcopal, de forma que se ne-cesitaba la licencia del prelado diocesano para dirigirse a los feligreses.74 El padre Lequerica cometió una falta en este ámbito y no se resignó a

72 AGN, Indiferente Virreinal, c. 4692, exp. 14, fs. 15-16v, Cabañas a Calleja, Guadalajara,

22 de mayo de 1813.73 AGN, Indiferente Virreinal, c. 4692, exp. 14, fs. 15-16v, Cabañas a Calleja, Guadalajara,

22 de mayo de 1813.74 Concilio de Trento, sesión V, Sobre la reforma, cap. II y sesión XXIV, Sobre la reforma,

cap. IV.

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aceptar esa supervisión sobre sus palabras, por lo que salió de la diócesis y emprendió un camino del que, según parece, nunca regresó.

Según sus propias versiones, en primer lugar emigró al vecino obispa-do de Durango, donde se habría instalado como familiar del obispo Fran-cisco Gabriel Olivares y Benito. Pero en 1804 el obispo de Guadalajara habría reclamado al clérigo, de lo que resultó que fuera desposeído del beneficio que ya gozaba, por lo que en lugar de continuar el proceso en Nueva España se embarcó hacia la corte de Madrid en junio de 1806 para tratar de defenderse.75 El camino de Lequerica fue mucho más complica-do de lo que él mismo esperaba: de Veracruz pasó a La Habana, pero no sabemos exactamente cómo terminó prisionero en un barco inglés que lo llevó a Nueva York y sólo llegó a la Península en 1808, vía Lisboa, de donde finalmente se trasladó a Madrid.76

A diferencia del padre Cardeña, Lequerica estuvo muy lejos de con-vertirse en un cortesano de la capital de la monarquía católica; tampoco logró hacerse de relaciones importantes que le ayudaran a recuperar su beneficio y congraciarse con su obispo. No es que no lo intentara, pues el obispo Cabañas recordaría en 1813 que tuvo noticias de nuestro clérigo vagabundo por “sujetos de carácter” que le recomendaron usara de su benignidad con él.77 Las fuentes que tenemos son pocas, pero nos mues-tran casi siempre a un individuo solo, y por tanto en posición de debilidad. Así, pronto cayó bajo la mira de la justicia civil, por faltar al cumplimiento de un punto esencial de la conducta clerical –ya lo hemos visto con Carde-ña– vistiendo sotana o manteo. Es decir, se hizo “sospechoso” a los ojos del teniente corregidor León de Sagasta “en la variación de trajes”. A ello agregó un segundo delito, que sin embargo tuvo un peso mucho menor en los procesos que se le siguieron: la sodomía. Por las calles de la villa y corte el clérigo anduvo “buscando públicamente muchachos, en los que repartía cuartos y los llevaba a su casa”.78

Fue así como cayó preso por primera ocasión en la cárcel de la Corona, donde además lo alcanzó la mano episcopal, pues se agregó al expediente la requisitoria de búsqueda y captura del obispo Cabañas. Mas parece ser que el padre Lequerica estaba dispuesto a todo menos a volver a enfrentar

75 AGN, Infidencias, vol. 137, exp. 13, ff. 220-220v, Lequerica al obispo de Puebla, Orizaba,

6 de enero de 1819. AGN, Indiferente Virreinal, c. 4692, exp. 14, f. 24, Lequerica al virrey,

25 de febrero de 1816.76 AGI, Guadalajara, leg. 409, Esperanza a Sierra, Cádiz, 18 de octubre de 1810.77 AGN, Indiferente Virreinal, c. 4692, exp. 14, ff. 15-16v, Cabañas a Calleja, Guadalajara,

22 de mayo de 1813.78 AHN, Inquisición, leg. 3727, exp. 46, extracto de expediente.

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a su obispo, pues prefirió cometer un nuevo delito, claramente con la inten-ción de caer bajo otra jurisdicción. Llamó al alcaide de la prisión y delante de él cometió un sacrilegio: consagró un pan fermentado como si fuera una hostia y luego de pronunciar las palabras del canon, lo arrojó al suelo y lo pisó. Como él mismo lo dijo, lo hacía para demostrar que estaba bajo la jurisdicción del Tribunal del Santo Oficio, que por ello en efecto abrió un proceso en su contra, aunque sin tomar muy en serio el asunto. El fiscal que examinó el caso lo dijo bien: éste “era uno de los muchos arbitrios de que se han valido otros para huir del rigor de la carcelería que sufren”.79

Destaquemos este punto, pues más adelante veremos hasta dónde era paradójico por lo que vino después: fue el mismo clérigo quien trató de resguardarse de su obispo refugiándose en las cárceles del Santo Oficio. No podemos más que imaginarlo, pero acaso el padre Lequerica trataba de generar un enfrentamiento entre las jurisdicciones que lo reclamaban: la Inquisición, su obispo y, en menor medida, el teniente de corregidor.80 Empero, el clérigo sin duda no contaba con que ese mismo año la crisis de la monarquía dejaría el trono de los Habsburgos y los Borbones en manos de José I Bonaparte, y que ese régimen suprimiría el Tribunal de la Fe, por lo que quedó en libertad en diciembre del propio 1808.81 Mas, al igual que Cardeña, el padre Lequerica se mantuvo fiel a la causa de Fernando VII y siguió hacia el sur al gobierno provisional de la monarquía, instalándose en Sevilla y luego en Cádiz.

En Cádiz, Lequerica habría de reincidir en sus faltas a la castidad. Fue aprehendido el 25 de marzo de 1809 al ser encontrado “encerrado y acos-tado con un joven”.82 Cabe decir que a partir de aquí los testimonios de la vida de nuestro clérigo vagabundo aumentan, pues si bien comenzó su trayectoria por el mal uso de la palabra en el púlpito, habría de destacarse sobre todo por utilizar con amplitud la palabra escrita. En primer lugar redactó numerosas cartas que envió a las más diversas autoridades de la monarquía tratando de mejorar su situación. En ellas podemos ver que fue en las cárceles de Cádiz donde el clérigo conoció de las decisiones de las Cortes constituyentes, que justo en esos días eran actor fundamental de la revolución liberal en el mundo hispánico.

79 AHN, Inquisición, leg. 3727, exp. 46, extracto de expediente.80 Conviene tenerlo presente, hasta el final del Antiguo Régimen la monarquía católica

siguió funcionando como un complejo sistema de jurisdicciones traslapadas que se

enfrentaban constantemente entre sí, y ni siquiera las reformas borbónicas pudieron

acabar con esa cultura jurídica. Lempériére, Entre Dieu et le roi, pp. 142-149.81 Torres Puga, Los últimos años, pp. 97-98.82 AGI, Guadalajara, leg. 409, Esperanza a Sierra, Cádiz, 18 de octubre de 1810.

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En los largos meses que duró su prisión –no se embarcó sino has-ta mediados de 1811–83 hubo cambios en sus argumentos que van de la mano de su lectura de los periódicos. A finales de octubre de 1810, ya no invocaba tanto la religión o la violación de su fuero cuanto los discursos de los diputados publicados por El conciso a propósito de la reforma de la justicia.84 Asimismo, en San Juan de Ulúa, donde estuvo recluido de 1811 a 1816,85 comenzó su segunda serie de cartas, unas treinta en total, pidiendo ahora que se le trasladara a alguna de las islas del Caribe.86 En ellas el argumento principal era la Constitución de Cádiz, “que conserva los derechos y las vidas de los ciudadanos”, sobre todo sus artículos que trataban de la administración de justicia.87

Fatigado por la espera de tantos años, Lequerica firmó una última soli-citud el 25 de febrero de 181688 y continuó con sus andares, fugándose de prisión. Su viaje contrasta de manera patente con el del padre Cardeña. Sus delitos eran hasta cierto punto semejantes: en lugar de la vida seden-taria clerical, eligieron ser vagabundos; ambos abandonaron la castidad y la vestimenta propia de su estado en más de una ocasión; ambos cau-saron escándalo entre los clérigos cercanos a la Inquisición. Mas Cardeña logró obtener de ello ascensos, y Lequerica sólo un prolongado olvido en las cárceles de Cádiz y luego de San Juan de Ulúa. Los dos, en fin, habrían de involucrarse con los insurgentes, pero si en Cardeña se trata de una elección voluntaria, con Lequerica pareciera que se había convertido en un hombre arrastrado por la lógica de los acontecimientos.

El clérigo pasó de la prisión en Ulúa a la tierra caliente de Veracruz, región controlada por los insurgentes al mando del general Guadalupe Victoria. El clérigo fugitivo se convirtió así en culpable ya no sólo de la desobediencia a su prelado, sino de insubordinación a su soberano en lo civil. En esa región permaneció hasta el 18 de abril de 1818, cuando se

83 AGI, Guadalajara, leg. 409, extracto del expediente.84 AGI, Guadalajara, leg. 409, representación de Ignacio Lequerica y Gutiérrez, Cádiz, 24

de octubre de 1810.85 AGN, Indiferente Virreinal, c. 4692, exp. 14, ff. 12-13, Urrutia a Venegas, Veracruz, 21 de

septiembre de 1811; ff. 22-23, Cabañas a Venegas, México, 30 de septiembre de 1811.86 AGI, Guadalajara, leg. 409, representaciones de Ignacio Lequerica y Gutiérrez, fechadas

entre el 15 de enero y el 15 de mayo de 1813.87 AGI, Guadalajara, leg. 409, representaciones de Ignacio Lequerica y Gutiérrez, San Juan

de Ulúa, 15 de enero de 1810.88 AGN, Indiferente Virreinal, c. 4692, exp. 14, ff. 24-24v, Lequerica a Miyares, Veracruz, 25

de febrero de 1816.

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presentó al comandante realista de Coscomatepec pidiendo el indulto.89 Obviamente volvió a quedar preso, pero ahora en el convento de carmeli-tas descalzos de Orizaba. Por supuesto, como muchos otros clérigos que abandonaban el campo insurgente, Lequerica insistió en que se había mantenido fiel a la autoridad realista. Afirmaba que había “libertado del patíbulo [a] alguno de los que se han visto en este trance por abrazar nuestra causa” entregando varios documentos que habían caído en sus manos.90 Entregó además una serie de documentos de los insurgentes, incluyendo memorias de los últimos acontecimientos de la guerra y una proclama del general Victoria.91

Todo ello lo libró de la acusación de insurgente, pero no de las que ya tenía acumuladas. Entre los insurgentes de la costa veracruzana no había muchos sacerdotes, y el movimiento no por ser violento había abandona-do las prácticas religiosas;92 por ello extrañó la facilidad con la cual deja-ron salir a Lequerica de sus territorios. Acaso tenía razón el comandante general realista Ciriaco de Llano, el pasaporte que le dio Victoria para salir de su dominio era testimonio de “la opinión general de su perversa conducta entre los insurgentes, que se cree no le han podido sufrir”.93 Lequerica confirmaba que se había alejado del cumplimiento del ideal de persona sagrada que representaba; todavía más, llegó a confesar su pro-fundo desarraigo, hasta definirse a sí mismo como un “sujeto sin hogar, ni radical domicilio”.94

No sabemos exactamente cómo, pero del convento carmelita de Ori-zaba Lequerica pasó a las cárceles del restablecido Tribunal de la Inqui-sición en la ciudad de México. Acaso lo perseguían todavía sus faltas cometidas ya hacía casi una década, cuando trataba de escapar de la jurisdicción episcopal en la villa y corte de Madrid. Pero parece ser que de nuevo su causa había de caer en el olvido, de forma que cuando llegó el

89 AGN, Infidencias, vol. 137, exp. 13, ff. 220-220v, Lequerica al obispo de Puebla, Orizaba,

6 de enero de 1819 y f. 241, Casariego a Castillo y Bustamante, Coscomatepec, 18 de

abril de 1818.90 AGN, Infidencias, vol. 137, exp. 13, ff. 227-227v, Lequerica a Hevia, “campo insurreccio-

nal” [sic], 12 de abril de 1818.91 AGN, Infidencias, vol. 137, exp. 13, ff. 228-240.92 Sobre el clero en la insurgencia veracruzana nos permitimos remitir a Carbajal López,

“Clérigos”.93 AGN, Infidencias, vol. 137, exp. 13, ff. 243-243v, De Llano al virrey, Xalapa, 28 de abril de

1818. El pasaporte en f. 226, fechado en el Campo de Santa Fe, 1º de abril de 1818.94 AGN, Infidencias, vol. 137, exp. 13, ff. 246-246v, Lequerica al virrey, Orizaba, 5 de sep-

tiembre de 1818.

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restablecimiento del régimen constitucional en 1820 y el Santo Oficio fue de nuevo suprimido, el padre Lequerica todavía estaba preso y esperan-do la conclusión de su proceso. Como sea, es entonces cuando demuestra que en sus viajes de una cárcel a otra, de un lado a otro del Atlántico, no sólo había perdido algo del carácter de persona sagrada propio de su calidad de sacerdote, sino que había aprendido algo de la nueva cultura política que por entonces surgía.

En efecto, Lequerica ha pasado a la historia como corresponsal de uno de los publicistas liberales de la naciente opinión pública moderna: José Joaquín Fernández de Lizardi, editor por entonces de El Conductor Eléctrico. En su número 15 se lanzaba una diatriba más o menos amplia contra el tribunal de la Inquisición, al final de la cual se insertó una carta del padre Lequerica,95 donde éste a su vez transcribía un escrito dirigido al provisor de la mitra de Mexico. Ahí, aquel que en 1809 había llegado al sacrilegio con tal de forzar la intervención inquisitorial frente a la potes-tad episcopal, reclamaba no sólo por su “dilatada y malintencionada pri-sión anticonstitucional”, sino también por la intervención del Santo Oficio cuando no había en realidad una causa de fe propiamente dicha. “No hay más que las brollas y marañas mal intencionadas de la dicha finada Inqui-sición”, escribía el clérigo, por supuesto sin entrar en todos los detalles de su caso, de hecho sin mencionar siquiera alguno de los cargos que lo habían llevado a prisión. El texto parecía además culpar a la Inquisición de todos sus años en la cárcel, cuando como hemos visto, Lequerica había sido perseguido por más de una jurisdicción.

Hasta entonces nuestro sacerdote había escrito a las altas autoridades de la Corona, a obispos y comandantes militares. Sus cartas hasta enton-ces habían sido “representaciones”, súplicas dirigidas al soberano y sus magistrados marcadas por tanto por un lenguaje rebuscado y humilde, y que si bien podían llegar a ser publicadas, en principio no debían ser conocidas sino para los actores involucrados directamente en ellas. En cambio, esta nueva carta de Lequerica, Fernández de Lizardi no perdió la oportunidad para integrarla a la opinión pública moderna. Como sabe-mos, frente a la publicidad ejemplarizante, unanimista y oficial de antaño, la opinión pública moderna es un espacio de discusión, de transmisión de valores, de crítica y condena de las autoridades.96

El Conductor Eléctrico era un periódico en que el editor se extendía en sus comentarios contra los valores e instituciones de la cultura política tradicional hasta entonces, y la desaparecida Inquisición era uno de sus

95 El Conductor Eléctrico, núm. 15, pp. 124-127.96 Lempériére, “L’opinion”, pp. 211-226.

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objetivos más importantes. No es de extrañar por tanto que el editor asen-tara que, sin conocer a Lequerica, “ni un momento dudo de la legitimidad de su queja contra la Inquisición”. La carta se integra naturalmente a una diatriba que en realidad no necesita de pruebas empíricas, y éstas no ha-cen sino reforzar las conclusiones ya anticipadas: que la Inquisición, lejos de ser un tribunal “santo y recto”, utilizaba procedimientos que atenta-ban contra lo que los liberales esperaban del procedimiento judicial, ex-pedito, transparente, respetuoso de los (nuevos) derechos fundamentales que se reconocían a todos los individuos. Había que subrayar por lo tanto el secreto, la arbitrariedad y los largos plazos con los que funcionaba, y aunque no aparece en este caso concreto, la tortura constituirá especial-mente un tópico de la denuncia contra la Inquisición.97

Nuestro clérigo vagabundo supo adoptar bien el papel de víctima de la tiranía inquisitorial y participar así de la nueva opinión pública. Su pri-mer escrito terminaba con una queja contra los frailes dominicos, en cuyo convento estaba entonces recluido, y generó una pequeña polémica entre el prior fray Mariano Soto y Fernández de Lizardi.98 El propio reo continuó la exposición de sus penas en un panfleto titulado Consejo al público que pide el desgraciado P. Lequerica, dirigido ya no sólo a Fernández de Li-zardi sino también al “discreto” y “piadoso” público lector.99 Ahí llegaba a darle cierto matiz “nacional” a su propia causa, pues sus delitos eran ser un “pobre americano sacerdote”; se asumían ya por entero los califi-cativos negativos de la Inquisición, “maldita y nunca santa”; y en fin, se apuntaba a un tema que tendría largo futuro en el México decimonónico: los bienes de las corporaciones. Las propiedades de la Inquisición, que no eran pocas, reclamaba el padre Lequerica que debían estar a disposi-ción de los pobres, y sobre todo de los presos pobres que como él habían quedado en sus cárceles.

Todavía no hemos podido identificarlos, si existen, los documentos del final del largo proceso del padre Lequerica. En ese último panfleto citaba los nombres de sus jueces en representación del obispo Ruiz de Cabañas, por lo que podemos suponer que finalmente fue juzgado por el prelado, como habría debido ser desde años atrás. Lo último que sabemos de don Ignacio Lequerica y Gutiérrez es que habría de confirmar lo que mencio-naba desde su regreso a la Nueva España: ninguna familia ni amistades se revelan con facilidad en su expediente. Prácticamente, pues, no había ningún vínculo que lo atara a la naciente sociedad mexicana. Por ello no

97 Sobre este debate en México en 1820, Torres Puga, Los últimos años, pp. 181-185.98 El Conductor Eléctrico, núm. 17, pp. 137-144 y Soto, Respuesta.99 Lequerica, Consejo.

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es de extrañar que el último dato que tenemos de él es que volvió a viajar, sólo que ahora parece haberlo hecho legalmente. La Gaceta Imperial de México del 20 de diciembre de 1821 publicó una lista de pasaportes ex-pedidos para salir del nuevo Imperio Mexicano. Ahí figuraba nuestro clé-rigo vagabundo, con destino ahora ya no a Europa sino a Nueva Orléans, acompañado de un mozo.100

Comentarios finales

Las trayectorias de Cardeña, Bestard y Lequerica nos muestran bien, en primer término, la difícil integración de la movilidad sin permiso en el modelo de la persona sagrada construido por la Iglesia desde el siglo XVI. Incluso el misionero apostólico, móvil por definición, podía ser con-siderado un simple “aventurero” a pesar de dedicarse sólo a proyectos por completo institucionales. Cierto, el canónigo Cardeña es prueba tam-bién de que quienes faltaban a ese modelo y vivían una vida más bien profana que religiosa, empeñados en seguir deambulando de un punto a otro, tenían todavía posibilidades de ascender en la jerarquía, pero si contrastamos su caso con el del padre Lequerica se diría que toda la di-ferencia estribaba en que el canónigo había podido construir una amplia red de apoyos, económicos pero no sólo, que lo respaldaban a pesar de los cuestionamientos hechos a su conducta por los prelados reformado-res como Cabañas. Cierto, el punto de partida fue mucho más favorable para el canónigo de buena cuna de Xalapa que para el humilde clérigo de Fresnillo. Viajeros incansables ambos, de vida profana, uno dedicado al juego y a las mujeres, el otro a “solicitar muchachos”, ante las relaciones del primero la junta de seguridad de su villa natal se mostrará temerosa de ejecutar su arresto a plena luz del día; ante la soledad del segundo, ni siquiera el movimiento insurgente, legitimado bajo banderas religiosas, tendrá empacho en expulsarlo de sus territorios. Fray Juan Buenaventura Bestard, por su parte, nos prueba que hasta quienes sí eran fieles en el modelo de vida propio del religioso requerían mantener relaciones para el buen éxito de sus proyectos de movilidad.

Además, como cabía esperar, los viajes transformaron a estos tres personajes. La experiencia de la vida en Madrid, en México y en Cádiz fue sin duda fundamental para los tres, pero de muy diversas formas. Madrid, para Cardeña como para Bestard, se diría que significó el apren-dizaje de la cultura cortesana de tiempos de Carlos IV, cultura profana para el jalapeño, que en adelante tolerará poco la vida de ciudad pro-

100 Gaceta Imperial de México, 21 de diciembre de 1821, p. 335.

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vinciana que le ofrecía Guadalajara; cultura del valimento y de la reco-mendación, que permite lo mismo obtener una canonjía en Guadalajara que una real cédula para un colegio apostólico en Orizaba. El Cádiz de las Cortes fue para Lequerica una prolongada cárcel, pero también el lugar donde tomó contacto con la naciente opinión pública moderna, de la que participará directamente en la ciudad de México unos años más tarde. De la misma forma, el canónigo Cardeña, arrestado también en ese puerto, establecerá ahí los contactos que lo llevarán más tarde a convertirse en la cabeza de la junta secreta de Xalapa. Asimismo, en sus vueltas a la Península, el padre Bestard, mucho más que en su experien-cia novohispana, se irá convirtiendo en defensor de la unión del trono y el altar y asumirá la comisaría general bajo la restauración fernandina. Los viajes, pues, en medio de las tormentosas revoluciones hispánicas, llevaron a estos tres sacerdotes a conocer la nueva cultura liberal en formación y a ir tomando partido.

En fin, hemos visto que las tres trayectorias son muestras también del amplio abanico de posturas del clero en el conflicto de 1810 y de las muchas maneras de vivir ese conflicto. Bestard fue fiel realista, Cardeña autonomista y Lequerica insurgente, así lo fueran de circunstancia en los dos últimos casos. Ninguno de los tres tomó las armas o fue comandante de ninguno de los bandos enfrentados, ninguno era cura párroco pueble-rino, como fue la mayoría de los casos que se conocen en la historiografía. Empero, los tres tuvieron alguna participación activa en el desarrollo de la guerra, que como hemos visto iba relacionada con su trayectoria de movili-dad trasatlántica. No fue necesariamente un conflicto negativo, antes bien a Lequerica y Cardeña la guerra les ofreció la oportunidad para escapar de la jurisdicción episcopal, y en el caso de Bestard, fue el mejor momento para mostrar la lealtad al rey de su recién fundado colegio. Además, es bien posible que para los tres la guerra de 1810 se insertaba de manera mucho más evidente en los conflictos del mundo atlántico, los mismos que les habían retrasado en sus embarcaciones, los habían obligado a aban-donar Madrid por Sevilla, Cádiz e incluso Mallorca, les habían hecho sufrir encarcelamientos más prolongados de lo que hubiera sido antes de 1808. Esto es, acaso nuestros tres sacerdotes sean de los que más clara tenían entonces la existencia de un espacio común euroamericano.

Fuentes

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