VIRIDIANA MEJIA MARTINEZ APLICACIONE S INFORMATICAS MAYOLO MARTINEZ PEÑA
PÍZON, Eduardo Martinez. Reflexiones sobre el paisaje
-
Upload
darcio-rundvalt -
Category
Documents
-
view
39 -
download
0
Transcript of PÍZON, Eduardo Martinez. Reflexiones sobre el paisaje
REFLEXIONES SOBRE EL PAISAJE
EDUARDO MARTÍNEZ DE PISÓNUniversidad Autónoma de Madrid
1. Un concepto integrador
Detrás de la palabra "paisaje" aparece algo más que un
panorama declinado a la observación y a la comprensión. Hay una
perspectiva de más hondura y, con ella, de más responsabilidad.
En efecto, el paisaje no es únicamente una "vista", aunque
no es tampoco un "territorio" sin más. Pero si considero la "vista"
como una apreciación cultural del territorio, como una mirada
con contenidos, doy un paso de complementariedad, quizá
sustancial, que ya nos separa de la consideración del territorio
como un mero campo pragmático. Por un lado, es evidente que si
la planta tiene sólo territorio, el hombre puede alcanzar otros
niveles. Pero incluso, el carácter formal de ese espacio terrestre
con el que establezco una referencia cultural le otorga una
radical concreción, que supera también su posible consideración
teórica como un campo abstracto. Es decir, en el "paisaje" integro
toda la información —objetiva e incluso subjetiva—, mientras un
espacio económico puro puede considerar esa misma riqueza
formal como mero ruido.
Así, primero, el concepto de paisaje encierra una morfología
territorial, pero además contiene ideas, imágenes, una cobertura
cultural y vivencial. Los hombres también sueñan los sitios que
viven y de ello nace el espíritu de los lugares. Parece, por tanto,
que una de las características del ser humano, entre otras, es no
ver sólo un territorio en sus escenarios, sino un paisaje. Esto
equivale a decir que una parte de lo propiamente humano es esta
capacidad de otorgar sentido cultural a su existencia y, en ésta, a
su relación con el medio. El paisaje es, pues, un nivel cultural.
Esto plantea, sin embargo, dos lados del mismo problema.
Los expresaba Victor Hugo en una acertada frase: "una cosa es el
espectáculo de los Alpes y otra quién sea el espectador". Cien
años después, otro autor alpino insistía en lo mismo: los paisajes
tienen puertas invisibles que algunos no franquearán jamás; será
el mismo amanecer, el espectáculo será idéntico, pero son los
espectadores quienes no son los mismos hombres. En este camino
también participamos en las representaciones de los otros, dado
que hemos revestido tanto los paisajes con nuestras proyecciones
espirituales que no podemos, no debemos, disociarlos de ellas.
Es una cuestión de cultura, pero debajo están también la
materia y la vida. Por ejemplo, la mirada del campesino, que
procede de una relación más directa, más empírica que la mía,
entre las necesidades y la libertad, observa su entorno con otros
criterios, otras experiencias, otras finalidades. Las referencias del
territorio son muchas veces vitales y, sin duda, pragmáticas, pero
también, como los sistemas de costumbres están asociados a los
lugares de modos expertos, cualificados, ello da lugar a unas geo-
grafías ordenadas por sistemas de historia, de aprovechamientos,
de sentidos procedentes de las culturas propias. Y como los
paisajes no se ven sólo con los ojos, sino con el corazón,
constantemente existen significados de los sitios que es necesario
atender, pero que no siempre se pueden explicar.
En realidad, todo esto está implícito en el término "paisaje" en su
uso más común, que integra tanto el lado del espectáculo como el
del espectador. El paisaje es, en todos los órdenes, un concepto
integrador. En efecto, el artefacto paisaje es, en principio, una
formalización de una globalidad de factores y elementos: es en sí,
pues, una integración, una decantación formal de todos los
hechos y de todas las miradas presentes en el espacio terrestre. Y
de miradas ausentes, tal vez distantes del espacio local, de las
que se derivan acciones, y lejanas en el tiempo, pasadas, en las
que arraigan sentidos culturales otorgados. Por eso,
obligatoriamente, ese concepto ha de ser integrador de objetos y
fuerzas naturales y humanos, pues no hay sino relación de las
cosas y de los instrumentos usados para entenderlas. Integrador
también, en consecuencia, de perspectivas y de métodos, tanto
ambientales como sociales y culturales. Lo es además de
relaciones internas y externas, de territorio y civilización, de
espacios y decisiones, de intereses y miradas distintas,
diacrónicas (y hasta en conflicto). Igualmente lo es de tiempos,
de evoluciones e historias, convergentes pese a sus distintos
ritmos, al constituirse como un objeto formalizado abierto al
cambio; de elementos pasivos v activos. Y debería ser, sobre todo,
integrador de conceptos diferentes, de voces con distinto
contenido parcial: tina suma, no una fragmentación ni, por tanto,
una Torre de Babel de geógrafos, historiadores, pintores,
ecólogos, psicólogos, urbanistas, jardineros y poetas.
2. Una posible perspectiva para la integración
En mi profesión de geógrafo —una perspectiva entre otras—
no hablo de nada nuevo. La "geografía del paisaje" arraiga en una
práctica habitual en escuelas tradicionales que la usa, por un
lado, como percepción de un objeto propio y, por otro, como
método de investigación y de exposición. Y los investigadores
españoles, como es normal, hemos aprendido en este taller.
El panorama es, por tanto, amplio. La más visible tradición
radica en la escuela alemana, que entendió los paisajes como
plasmaciones morfológicas del territorio y mantuvo esta línea y la
desarrolló en la universidad de preguerra, con excelentes
trabajos en dos direcciones, el "paisaje natural" (geografía física)
y el "cultural" (geografía humana), con indagaciones no sólo en el
paisaje-individuo, sino en el paisaje-tipo. Tales plasmaciones
morfológicas derivan de estructuras evolutivas que reflejan esos
dominantes, aunque se influyan o condicionen mutuamente. En
Francia adquirió notable entidad el concepto de paisaje como
objeto espacial y como resultante tangible, como "rugosidad" o
"artefacto" geográfico, producido por la adaptación del hombre al
medio y del medio al hombre, como expresión del género de vida
agrario y urbano, como decantación de la relación de la
civilización y su espacio, con métodos desarrollados en
proximidad a su escuela histórica. También en Norteamérica, con
brillantez teórica, C. Sauer siguió y desarrolló la línea de los
"paisajes culturales", expresión física de las obras humanas,
rasgos visibles de las sucesiones culturales y, por ello, posible
objeto de un doble análisis, morfológico y evolutivo. Influidos por
la geografía alemana e influyentes en la francesa, los estudios de
"paisaje" han conocido un notable desarrollo en la escuela rusa,
como instrumento de aplicación tras la obtención de datos
geoecológicos, que recibían un tratamiento cuantitativo: la
ciencia del "geosistema", por su carácter más estructural que
morfológico, sería una denominación apropiada para esta
aportación.
En la Geografía española el término ha sido usado con
intención científica desde los años veinte. Ahí están las
aportaciones, por un lado, de Dantin y de Hernández-Parheco —
con un peso esencial del medio físico— y, por otro, con un sentido
cultural, de los escritos de Otero Pedrayo, que titulaba en 1928
uno de sus libros Paisajes... de Galicia; en él afirmaba ya que "el
concepto de paisaje geográfico es de fundamental importancia y
su exacta comprensión y aplicación de creciente interés". La
contribución de Otero Pedrayo era una geografía para los senti-
dos y la razón, un itinerario cultural, por ejemplo, desde una
parroquia de bocarribera, en la solana de granito de una casa
antigua, hacia un horizonte de sierras azules y lejanas.
En suma: hay, pues, un término común heredado, dinámico
conceptualmente, con numerosos perfiles y variantes, con manifiestas
disidencias internas incluso, pero que, en esencia, hace referencia a lo
siguiente: lo real en la faz de la Tierra se manifiesta a diversas escalas
en configuraciones que llamamos "paisajes". El paisaje es, pues, en
este marco, bastante más que la "apariencia" del territorio: no es
sólo una figuración, sino una configuración: tiene cuerpo,
volumen, peso, es una forma. Su estudio es, por tanto, una
morfología. Los paisaje son, efectivamente, los rostros de la tierra,
la faz de los hechos geográficos.
Dicho de otro modo, los hechos geográficos o espaciales
obedecen a estructuras o sistemas y a dinámicas naturales, históricas,
sociales y económicas —unitaria y combinadamente— y se formalizan
en configuraciones territoriales que llamamos “paisajes". Es decir:
cualquier panorama responde a una forma y, si la analizamos,
comprobamos que ésta reproduce, es efecto de una estructura
geográfica y su evolución. Ese término responde asi, explicativamente,
a toda la secuencia que va desde las causas y las fuerzas generadoras
de formas territoriales a la concreción material de éstas y a la faz final
que presentan e incluso a sus cambios.
Al recoger toda la complejidad física y humana del espacio
geográfico, el paisaje aparece como un acumulador. Es, en frase
de un conocido autor, Jesús García Fernández, un "totalizador
histórico", pues muestra (configurados o latentes) los efectos de
su proceso de formación. Eso no quiere decir que sólo sea como
el "armario" del poeta, un "templo de recuerdos": lo es, pero
además indica que se arma sobre el conjunto de su historia.
Posee concreción, realidad, formalización e individualidad, es
decir, es un objeto geográfico posible en si mismo, un modo de
presentarse la realidad terrestre inmediata, perceptible.
Pero no acaba aquí la cuestión. Si, hasta lo que hemos dicho, el
paisaje se muestra como la formalización o la manifestación formal del
territorio, también tiene otros constituyentes que lo diferencian de
éste. En la geografía clásica, en la que se acuñó el primer concepto
intelectual de paisaje, se hablaba ya de los componentes materiales y
espirituales de los modos de vida y de su adaptación al (o del) suelo.
Se formulaba, pues, un lado perceptivo y cualitativo ele la relación con
el medio como un ingrediente de primera entidad.
El paisaje adquiere valores particulares con los significados, los
sentidos culturales otorgados: los literarios, los pictóricos, los
interpretativos, los etnológicos. Y hasta con los sentidos físicos: qué
seria del Ártico sin el frío, del océano sin la sensación de humedad; es
cualificador e identificativo el olor de los prados o el aroma de los
retamares (¿un verdadero geógrafo debería superar el ejercicio de ser
depositado con los ojos vendados en primavera en cualquier lugar de
la Península Ibérica y saber con precisión la región en que se
encuentra sólo por los característicos olores de sus campos?). Es el
significado de la luz de la nieve y el de los sonidos silencios, los
producidos por las aves, por el torrente y por el trueno. Y por las
campanas, como diferenciaba con sutileza Marc Twain los paisajes
sonoros de la Suiza católica – identificada particularmente por sus
tañidos – de la protestante. Es lo que reaparece en Herman Hesse
cuando se refiere al Ticino, donde incluye el sonido de las campanas
de sus iglesias como parte del paisaje.
De tal modo actúan los ingredientes culturales añadidos que lo
cualifican de modo inseparable a sus rasgos materiales. Esto es así
hasta el grado de la necesidad de una "geografía cultural" y hasta
"sentimental" para comprenderlos íntegramente. Todos sabemos que
en un paisaje se llega a identificar a un pueblo —sin entrar en las dosis
en que esto pueda pasar—; pero este hecho palpable marca el grado
de significado vivencial del "paisaje". En definitiva, el paisaje deberla
ser inicialmente entendido en la relación entre "norma" y "forma", con
la indispensable condición de su espacialidad. Sí el paisaje visible es la
faz de una estructura territorial, sus vértices son, primero, la faz (el
resultado) y el sistema (el origen). Pero, aun mejor, también el paisaje
es la formalización totalizada del sistema o estructura espacial,
nutrida por sus representaciones, imágenes y sentidos. Por tanto, los
vértices del paisaje son en realidad su "estructura" y sus
"significados".
De este modo, en una clasificación analítica, un paisaje
aparece compuesto por la suma y combinación de: 1o estructura y
relaciones internas; 2° forma y faz; 3o función y relación externa; 4°
elementos: 50 evolución (aquí es esencial la dinámica); 6o unidades; y
7 o contenidos.
Aunque las intensidades relativas de estos componentes
sean variables, no son separables sino a efectos académicos de
estudio, es decir, se supone que consciente y provisionalmente.
3. Entre la estructura y los significados
1.ºLa estructura podría denominarse geosistema, pero este término
está empañado por diferentes acepciones. La estructura revela la
totalidad de la máquina del paisaje: transformaciones,
autorregulación, formalización, como un conjunto de elementos
solidarios entre sí o cuyas partes son funciones unas de otras,
cuyos componentes se interrelacionan, articulan, compenetran
funcionalmente. La estructura e, pues, el zócalo vital del paisaje,
pero tal estructura no está sellada.
2.ºLa forma adquirida es realmente el paisaje visible, en cuya
textura se realiza la existencia. La faz es sólo su aspecto externo
y su percepción se refiere por conexión también a la forma, cuya
rugosidad nos condiciona físicamente, e incluso a la estructura
que ambas reflejan, que percibimos intuitivamente o mediante un
análisis reflexivo. Es, pues, la configuración.
3.ºAdemás, no hay espacio geográfico sin función. El paisaje se
inserta en redes territoriales y regionales mayores y tiene
funcionalidad a muchos niveles, fuertemente formalizada con
elementos materiales. Las relaciones externas influyen en los
paisajes incluso remotamente, como puede ocurrir en el caso de
decisiones de política económica, de obras públicas, etc., de
modo que los modelos funcionales cambiantes arrastran con ellos
a los paisajes. El paisaje muestra vida porque posee energías,
fuerzas y es un sistema de relaciones horizontales —geográficas
— y verticales —ecológicas— entre sus componentes, sus
conjuntos y con las áreas vecinas y con la región en que se
incluye.
4.ºLos elementos de un paisaje son múltiples, diversificados y
aparecen mezclados, combinadamente. Es necesario, sin
embargo, identificarlos, jerarquizarlos, clasificarlos, entenderlos,
Las agrupaciones de elementos, si existen, son igualmente
individualizables y clasificables. Primero, con sus métodos
específicos, pero también con los propios que permiten
comprender su papel y significado en el paisaje, especialmente en
la estructura, la forma y la función. Los elementos se suelen
presentar con dominantes que definen preferentemente el
paisaje. Los elementos de un paisaje son, pues, catalogables,
diferenciables y expresivos de las modalidades geográficas y
ambientales: son siempre los elementos cuidadosamente
establecidos quienes permiten definir el carácter, las
modulaciones y el estado del paisaje.
5.ºLos datos genéticos son explicativos. La historia es una via
primordial de entendimiento.
Los paisajes son productos históricos, que fijan el proceso que los
forma, pues son densos acumuladores de herencias: muestran su
historia directamente. La historia del paisaje es, pues, un método
y uno de sus valores. Se distinguen en él, sin embargo, como es
lógico, cronologías muy distintas según sus componentes, que
requieren modos de ordenación convergentes. Los paisajes, por
tanto, son esencialmente cambiantes, en razón de sus
modificaciones estructurales, morfológicas y funcionales, pese a
su inercia material, cada vez menos resistente. Tienen, pues, en
este punto especial importancia, pero no exclusiva, las dinámicas.
El paisaje no es, claro está, un escenario muerto, sino que
transcurre, es un asunto. Es activo como conjunto en el tiempo y
en el espacio y está compuesto por constituyentes no inertes, sino
también activos. Quiero decir que no sólo muda, cambia, que no
sólo está afectado por dinámicas, sino que el paisaje es dinámico:
ésta es una de sus propiedades fundamentales. En la geografía
alemana del Landschaft se decía rotundamente que un paisaje es
un sistema dinámico con estructura espacial. En la cresta rocosa
de la montaña se origina una caída de piedras, la nieve funde, la
ladera se desliza lentamente, el bosque se transforma, el torrente
de primavera crece y se acelera en la cascada que recula, el claro
del robledal tiende a cerrarse, los cultivos mudan y las ciudades
crecen, el antiguo bancal, ahora abandonado, es cubierto por los
arbustos, las estaciones pasan... todo se mueve, cambia (y
también "el ojo que lo mira"), pero, sobre todo, muda y vive el
conjunto en diálogo coral.
El puesto de la dinámica en el conjunto del paisaje pasa por todos
sus componentes. Así, deberíamos hablar de dinámica estructural,
dinámica formal, funcional, de los elementos, de las unidades y de
los contenidos.
Centramos justamente la atención en esta clave, en las marcas
del tiempo: en una lectura histórica de los paisajes: en los modos
de mirar, de ponderar, viajar, transformar, construir, pintar,
comprender, conservar y aprovechar sus formas, potencias y
significados. Aplicamos esta perspectiva indispensable y
explicativa porque es lo más razonable: ¿sería conveniente, tal
vez, insistir en la necesidad de la historia, del conocimiento del
significado histórico de nuestros paisajes, para el entendimiento
de su información y de sus valores-, volver a formular que una
gran parte de los espacios geográficos —salvo los de dominantes
naturales— se conforman históricamente, que son un producto
que sólo la historia permite interpretar v cualificar? Además,
puesto que el paisaje contiene una decantación, fija, formaliza,
documenta y expresa un proceso histórico, se convierte en un
documento, adquiere una función instructiva.
Los contenidos históricos incrementan, así, por un lado, los
valores intrínsecos de la forma adquirida y, por otro, muestran
las imágenes y representaciones del paisaje como conquista
mental, como acumulación de miradas, como valores añadidos
enseñados y aprendidos. En esta perspectiva histórica adquiere,
finalmente, sentido el proceso de cambio del paisaje. Por lo tanto,
éste es ininteligible sin aquélla. Retomamos de hecho los
geógrafos constantemente un viejo vínculo que sólo en la división
académica parece extraviado.
Viejas ideas vinculantes. En un libro de F. Maurette, escrito
tempranamente —en 1923— para inclinar a los viajeros a "la con-
templación inteligente" de los paisajes, se decía ya con sencillez:
"En los rasgos de la faz de Francia se inscriben milenios de
historia geológica, siglos de historia humana. Estos milenios y
estos siglos son los que explican la variedad y la belleza de tales
rasgos"1. En suma, una prueba de la extensión de la tradicional
cultura paisajista de la geografía, observadora de tos rostros de
la tierra a la luz de la información y de la interpretación his -
tóricas.
6.ºUn paisaje es el resultado de la trabazón de diversas unidades de
menores dimensiones y de distintas escalas. Se fracciona en ellas,
pero sin perder su conjunto, su estructura jerárquica y
articulada: es su relación. La cartografía de tales unidades a la
escala adecuada es, así, lo que esclarece la constitución
geográfica detallada y modulada del paisaje. Hay que advertir
que, cuando se atiende con demasiado énfasis al proceso de
individualización de unidades se puede llegar a fragmenta el
paisaje. Por ello, se ha insistido en la conveniencia de su restitu-1 MAURETTE. F.: Pour comprend les paysages de la France. Hachette. Paria, 192,3. 258 p.
ción tramada como un sistema escalar de agrupaciones. En este
trabajo, que requiere el doble proceso de disociar y asociar, radi -
ca la configuración de la trama de lo que podríamos llamar la
geografía interior del paisaje.
7.ºMás allá del conocimiento formal, externo, con sus cánones
prefijados, organizado por otros, de la información así adquirida,
está —finalmente— la vivencia del paisaje, su descubrimiento, su
conocimiento en un nivel más hondo y personal, al que sólo se
llega por la experiencia directa, ya que el paisaje es un entorno
vital, una realidad sensible, no sólo materia. La cuestión es
objetivar este asunto, hacerlo intelectual - mente controlable,
como se hace habitualmente con la literatura o con el arte.
El paisaje, pues, posee también contenidos culturales que lo
cualifican, aunque sus constituyentes puedan no ser directamente
visibles en las formas. Son estos significados los que dotan al
paisaje de valores añadidos. Los estudios de percepción
desplazan estos significados del propio paisaje a sus ob-
servadores. Pero la valoración del paisaje reside en su carácter
intrínseco y otorgado de cuerpo cultural. Un paisaje es un escena-
rio común y heredado, que contemplamos y vivimos a través de
una cultura y en un con texto histórico y social. El paisaje,
producto del tiempo, revela lo que somos como un legado y
patrimonio cultural, vivo y frágil, de notable mayor calado que su
simple división en morfologías funcionales e inertes. Si es
imposible, pues, separar paisaje y sujeto, se debe obrar en
consecuencia: los paisajes son un don de la variedad geográfica,
que se establece también, y no poco, en el corazón del habitante.
Así, la dinámica de los contenidos expresa los cambios y las
tensiones en las valoraciones culturales del paisaje.
Podría servir como ejemplo de la dicotomía cultural actual en este
campo una percepción pionera de Herman Hesse, escrita en 1923
(Madonna d'Ongem): tras recorrer el autor un viejo camino del
Ticino, del que pondera "los encantos tiernos, antiguos, un tanto
desvalidos, un tanto extemporáneos", comenta: "yo amo
entrañablemente todo esto y, sin ser enemigo del 'progreso', sin
quejarme contra la marea viva de los cambios, lamento de
corazón cada autopista, cada bloque de cemento, cada curso
fluvial regulado a escuadra, cada poste metálico de conducción
eléctrica... y cuyo espíritu ya ha agostado las raíces de este idilio.
También en este rincón fenece el viejo mundo, también aquí la
máquina reemplazará muy pronto a la mano, el dinero
prevalecerá sobre la moral y la economía racional sobre el idilio,
con toda razón, con toda sinrazón... y algunos de nosotros saben
también, con el intelecto o con el corazón, que no se trata aquí de
progreso o romanticismo, de ir adelante o volver atrás, sino de
exterioridad e interioridad; y no le tenemos miedo al ferrocarril o
al auto, sino a la superficialidad".
4. Una concepción cultural y moral
Todo lo que hemos comentado nos conduce a una
concepción cultural y moral, de la que n0 parece conveniente
segregar el concepto de paisaje.
Por un lado, aparece, en efecto, una cuestión moral y una
declaración de civilización, de estilo de cultura, en nuestro
diálogo con el mundo. Sin duda, el hombre no está preso en sus
paisajes, éstos no se le imponen de modo inexorable, en su
relación con ellos se establece no una sujeción sino una expresión
de libertad. Con ésta, la acción humana adquiere responsabilidad.
Por otra parte, la intensa influencia moral y cultural que son
capaces de ejercer los paisajes en los hombres es un valor
repetidas veces expresado. Particularmente los de los espacios
naturales: en esta línea, en un relato de London se aseguraba que
el mejor plan de un padre para regenerar a su hijo disoluto seria
enviarlo a una tierra que apareciera en los mapas como un
espacio en blanco. En un planteamiento muy diferente y por ello
complementario. Le Corbusier escribía que el espíritu de la
ciudad se forma a lo largo de años, por lo que posee edificios y
paisajes urbanos que simbolizan un alma colectiva y toman un
valor intemporal: son el armazón que condiciona la formación de
los individuos, como el país y las costumbres. Constituye así la
ciudad —decía— una "pequeña patria" que comporta un valor
moral indisociable.
Aquí, a fines del siglo XIX. Giner de los Rios relataba la
impresión de recogimiento que le había producido un atardecer
en la Sierra de Guadarrama, profunda y solemne, que quisiera
compartir, propagar e introducir —escribía entonces— en
"nuestra detestable educación nacional”, donde se pierde el "vivo
estimulo con que favorecen la expansión de la fantasía, el
ennoblecimiento de las emociones, la dilatación del horizonte
intelectual, la dignidad de nuestros gustos y el amor a las cosas
morales que brota siempre al contacto purificador de la
Naturaleza".
Pero con frecuencia la protección de este "agente moral" no
es sencilla. Por ejemplo, si se ha perdido incluso la red geográfica
tradicional, con su estructura y función, que dio forma a ciertos
territorios o les dejó al margen, quedando los hechos paisajísticos
como morfologías inertes, sólo es posible la continuidad vital de
éstos en su inserción cuidadosa y hasta delicada en la nueva
malla, donde sigan siendo viables y mantenibles. No es tarea
fácil. El paisaje es donde se vive y sobrevive y ello conlleva tanto
la utilidad como la calidad. El verdadero problema está en
conducir el cambio de modo que el desarrollo no se pague en
cultura, pues si, al mismo tiempo, el paisaje es una forma de
manifestar lo que somos, el desarrollo económico directo no
debería tener como moneda de pago el consumo de tal
patrimonio.
Todo parece pedir, pues, un papel de tal cultura en el
control del sistema. Es decir, la posibilidad de ejercer una
rectificación cultural del comportamiento del modelo funcional
territorial, que, dejado a sí mismo, consideraría estorbo o —como
antes dijimos— mero ruido cualquier consideración paisajística.
Pero el patrimonio cultural del paisaje sólo se adquiere con
información cualificada. Por lo tanto, hay que aprender y enseñar
a leer paisajes, sus hechos y sus símbolos: sus sistemas
territoriales y sus sistemas de imágenes, pues el grado de
asimilación del concepto de paisaje manifiesta lo que podríamos
llamar la cultura territorial de una sociedad. He recordado en
otro lugar, al abordar esta misma cuestión, lo que escribía
Salinas: "la solución del gran drama de la lectura está, para mí,
en la enseñanza de la lectura". Con cambiar lectura por paisaje la
tarea queda establecida: la solución del drama del paisaje está en
la enseñanza del paisaje. En aprender a sentir y a ver.
A comienzos del siglo XX decía Azorín que aquí nadie sabía
Geografía; no quisiera indagar lo que se conoce de esta materia
al iniciarse el XXI. Pero desde luego sigue siendo válido su
consejo de que deberíamos infiltrar nuestro espíritu en el paisaje.
En sintonía con estas ideas, también Unamuno veía el entorno
como réplica de ese espíritu y hablaba igualmente de "sumergirse
en el paisaje", tras haberlo hecho "estado de conciencia", de
"elevarlo a idea", para obtener, por ejemplo, del árbol que veo —y
que imagino que me mira— un adiestramiento, una honda lección
de paciencia.
Tenemos, pues, algunas claves culturales expresamente
paisajistas, que pasaron además a la acción concreta, pues
adquirieron expresión formal pedagógica al integrarse en un
ideal educativo, no sólo de aprendizaje de materias, sino ele
formación de personas. El método, que no es sino un camino,
consistía en el contado directo, informador y educador, con el
paisaje, por su claro sentido formativo. Sus raíces alpinas son
conocidas y proceden del siglo XVIII y del XIX, de la posición
educativa de Rousseau, de la práctica docente de Topffe, del
desarrollo del excursionismo romántico —particularmente inglés
— y de su búsqueda, en expresión de Michelet, de "la relación del
alma con la tierra".
En el escenario español es la pedagogía institucionista la
que expresa y practica estas tendencias, junto a un movimiento
de referencias más amplias de regeneracionistas, naturalistas,
higienistas, reformistas territoriales, sociedades excursionistas,
artistas e incluso conservacionistas. La actitud cultural
explícitamente amistosa hacia el paisaje tampoco ha escaseado,
pues, entre nosotros. Hay numerosos pasos en ese camino, no
todos perdidos, en el que se ha armado cierto sentido de las
cosas. Se reactivaron hacia los años setenta, en unas líneas de
retorno educativo que buscaba evitar el aislamiento respecto a la
naturaleza, que intentaba encontrar en ésta algo más que esce-
narios decorativos, que aplicaba métodos de "enseñar a ver" y
"aprender a ser" en una vinculación directa con los paisajes.
De esto precedentes se extraen dos líneas convergentes: la
instrucción ambiental —científica, técnica, cultural—y la
educación paisajista, que supone un contacto formativo y
civilizador, un modo de conducta: un pensamiento en una
"civilización del respeto". A la formación se añade, pues, una
relación, un comportamiento con núcleo ético, un sentido de la
conexión con el entorno.
No se nos oculta que el proceso didáctico de impregnación
cultural es de ritmo lento y que los riesgos del paisaje son de
ritmo rápido. Por tanto, sin un segundo nivel de conductas y
acciones, sin una política del paisaje en sus marcos propios —
institucional, ambiental, técnico, regional y sociológico— no hay
un proyecto completo. Solidificar las ideas, definir y concretar los
problemas —generales o cotidianos, sin ocultar las limitaciones
de la realidad, las contradicciones sociales ni la fragmentación de
objetivos—, proponer métodos de actuación y de capacitación —
de rigor y de relación responsable con el paisaje, definiendo los
instrumentos operativos y los procesos y calendarios específicos
–, marcar unas metas —acordes con un sistema de valores y con
una realidad bien objetivada— constituyen un proyecto de acción
que podría ser muy eficaz si se organizase como un frente
cultural entero. Al final siguen mirándose el paisaje y su
espectador, ojalá en ejercicio la función instructora, educadora y
civilizadora del paisaje y la actitud instruida, educada y civilizada
del hombre que lo observa.
Pero, aunque lo que resta de nuestros viejos paisajes,
testigos culturales, es un legado vulnerable, no todo es protegible
con los instrumentos existentes. Ni es posible ni conveniente
declarar a todo "espacio natural", ni todo es "monumento" en
multitud de espacios en cuyos contenidos encontramos, sin
embargo, nuestra identidad. En un curioso artículo de C. Encinas,
titulado "Gaviotas", se comentaba la extraordinaria proliferación
de aves en los gigantescos vertederos de Madrid, que el autor
contrastaba con hábitats reconocidos, con el sosiego de Daimiel o
la belleza de Doñana, dejando claro que una cosa es la riqueza de
avifauna y otra la de paisajes. Con otro significado, un escrito de
J. Pedo sobre las iglesias románicas del Pirineo, algunas
declaradas recientemente Patrimonio de la Humanidad, aboga
por su inscripción y completo sentido en la montaña circundante,
como una expresión estética, cultural y simbólica entrelazada con
las formas naturales y rurales. Hay que buscar, pues, vías
distintas a los instrumentos usuales de protección. Vías
apropiadas al caso de los paisajes.
Pero, ¿cómo protegerlos?, ¿es posible crear un marco
especifico de política del paisaje?, ¿los contemplan los modos de
tratamiento funcional del territorio jurídicos, políticos, técnicos y
económicos—, salvo como espacios productivos o como puntos
seleccionados de enclaves de la biosfera o de elementos
artísticos? ¿Es posible la revitalización del paisaje? No tengo,
lógicamente, capacidad para responderá estas preguntas, sólo
para formularlas, instando a un trabajo en el que busquemos
caminos reales de actuación.
Hay riesgos, sin duda, en la conservación del paisaje.
Escribía hace unos treinta años con cierto realismo el geógrafo P.
George, que se suele crear una secuencia en las cuestiones
medioambientales con tres fases típicas: surgimiento de un
peligro, proclamación de una cruzada, apertura de un mercado.
Además, con frecuencia unos producen las causas de la alarma y,
a veces, se consiguen regulaciones que padecerán otros.
Todo esto, no es, en suma, sino una cuestión de calidad de
civilización, que requiere un tratamiento no sólo técnico, sino
sabio. Sin duda es difícil hacerlo, pero ya decía Lope de Vega que
"no estiman los hombres / las empresas llanas. / Todo lo que es
fácil / como fácil pasa". No obstante, pese a esta consideración, a
veces es lógico cuestionarse si interesan realmente estos
problemas en una sociedad tan utilitarista; aunque debe ser ésta
una vieja tendencia, pues ya Cadalso en sus Cartas Marruecas se
refería a la abundancia de gentes para las que "un jardín no es
fragante, ni una fruta es deliciosa, ni un campo es ameno, ni un
bosque frondoso", dado que "nada importan las cosas del mundo
en el día, la hora, el minuto, que no adelantan un paso en la
carrera de la fortuna".
5. Recapitulaciones
a) El paisaje debe considerarse, por lo que hemos dicho, como
plasmación formal integradora de todos los componentes que
constituyen el espacio geográfico, tanto naturales como humanos.
La integración supone primar la relación, aunque pueden
indicarse dominantes paisajísticos en tal relación (rocosos,
boscosos, agrarios, de un piso de vegetación, de una ribera, etc.).
La forma supone, además, primar la configuración del territorio, la
manifestación geográfica de los hechos físicos y humanos, como
fenómenos generalizables —que muestran representativamente el
sistema que las genera—, y también como lugares que contienen
combinaciones individualizadas resaltables —localizaciones que
manifiestan un carácter panicular expresivo. Hay formas propias
derivadas de la integración de los componentes y hay formas
particulares de esos componentes. Ambas pueden exponerse
combinadamente, pero deben resaltarse cuando aparezcan como
los dominantes en la definición del paisaje.
b) Esta formalización espacial es dinámica, cambia en el tiempo,
posee evolución natural e historia: el paisaje actual no es sino un
estado en ese proceso dinámico. Pueden establecerse, así,
secuencias de estados del paisaje en el tiempo, tanto natural como
histórico que muestren las mayores, menores, completas o
sectoriales variabilidades propias de esa evolución. Pueden
observarse también ciertos estados y sus cambios como productos
de factores particulares (roquedos, clima, usos del suelo,
aprovechamientos, etc.). Los procesos activos hacen conveniente
reflejar el paisaje no sólo como cuadros estáticos, sino como
fenómenos dinámicos: por ejemplo, la torrencialidad, la sequía, los
cambios funcionales, etc., entre otros dinamismos físicos y
humanos. La estacionalidad, la fenología, es un fenómeno clave de
los ciclos vitales de los paisajes, que se reflejan en diversos
cuadros de paisaje (valle, bosque, alta montaña).
c) Un paisaje resulta de una combinación de elementos geográficos.
Hay que identificar los elementos clave en el roquedo, la erosión,
el clima, vegetación, hidrografía, poblamiento, aprovechamientos,
usos técnicos, etc. Estos elementos destacados se integran y
organizan espacialmente en unidades de paisaje, diferenciadas por
sus dominios propios de conjuntos de componentes y de formas y
por su disposición en el espacio, no sólo de modo genérico, sino
por su posición concreta en el mapa. El mapa del paisaje es, así,
la cartografía de un conjunto de unidades bien caracterizadas y
bien precisadas. Se debe intentar señalar también que esas
unidades aparecen con distintas dimensiones, unas dentro de
otras a diferentes escalas. Habrá, por lo menos, dos niveles:
unidades mayores y unidades medias. Las primeras obedecen
sustancialmente al relieve, pero en las segundas entran ele-
mentos diferenciadores y, a su vez, albergan subunidades en
progresiva reducción superficial.
d) Los paisajes suman a sus morfologías contenidos culturales. Estos
son de dos tipos, los integrados en el propio paisaje y los
otorgados desde fuera. Entre los integrados en el propio paisaje
hay que diferenciar tres subtipos: 1° los naturales, valorados por
el análisis científico y por la percepción objetiva de los hechos; 2°
los antrópicos, resultantes de una implantación territorial
secular, que se manifiesta en formas de huellas concretas de
adaptación del medio, etc.; y. 3o los monumentales,
sobreimpuestos generalmente desde fuera, que añaden elementos
paisajísticos muy característicos. Entre los contenidos otorgados
hay que destacar las valoraciones artísticas y científicas, literarias,
pictóricas, naturalistas, que muestran y que enseñan a ver de
determinados modos estos paisajes. Entre tales valores otorgados
es ejemplar el papel pedagógico concedido al paisaje por la
Institución Libre de Enseñanza, que encierra significados
claramente morales.
e) De todos estos datos se deriva, pues, no sólo una descripción,
sino también una valoración del paisaje. La atención a la percepción
de la faz del paisaje, a los usos nuevos, etc., debe conducir a un
planteamiento del paisaje como dos conceptos sumados, que
pueden llegar a ser compatibles o antagónicos: es decir, como
forma de un territorio, por un lado, y como un legado cultural, por
otro. Es decir, como "recurso" y como "patrimonio" a la vez,
planteando con veracidad algunos de los problemas derivados de
la convergencia de ambas cualificaciones.
f) Es necesario añadir a todo lo expresado una manifestación
particular sobre la percepción sensorial del paisaje. Está claro que
el paisaje se ve, pero también se oye y se huele, tiene sonidos y
aromas, las rocas o las hojas de los árboles tienen un tacto: hay
en él "ambientes" (por ejemplo, de frescor). Recorrer el paisaje
cuesta esfuerzos determinados —es decir requiere voluntad - y
exige dedicaciones de tiempos —es decir, se traduce en vida
transcurrida—. Hay en ese transcurrir cambios de las horas con
caracteres definidos que adquieren distintas modalidades
ambientales, sonoras, de usos. etc. Es a través de estos matices
como el paisaje aparece como directo entorno vital.
g) La inserción circunstancial de la vida en el paisaje y, por tanto, el
carácter de éste como trama vital tienen relación con todas estas
percepciones. A partir de ellas y a través de la cultura se realizan
operaciones en el paisaje como proyección de sentimientos,
encuentro de reflejos de mutua identidad, etc. Así. la
identificación personal y social con los paisajes llega a ser muy
alta, hasta un nivel clave: esa identificación es en buena parte
inducida culturalmente, lo que es interesante, pero incluso
también puede llegar a ser, como se observa en ciertos esquemas
políticos regionalistas, conducida ideológicamente, lo que ya no
lo es. Los significados funcionales de los paisajes completan
finalmente este cuadro y se mezclan con los elementos anteriores
en la inserción circunstancial, incluso con capacidad directriz.
Quisiera terminar estas breves reflexiones sobre el paisaje con
una referencia al pintor español Javier de Winthuysen y con una
frase suya, escrita en 1928. Debo aclarar que Winthuysen fue
nuestro primer "paisajista" profesional, pues no sólo escribió con
gracia y autoridad sobre esta cuestión o pintó bellos paisajes,
sino que llevó a cabo conocidos provectos urbanos y de jardinería
que hoy se llamarían de paisajismo. Esta temprana especialidad
es, pues, contemporánea de la ejercida entre nosotros en el
primer tercio del siglo XX en pintura y literatura por conocidos
artistas aún conectados a la Generación del 98 o derivados de
ella, en el pensamiento por Ortega y Gasset y en Geografía por
los ya mencionados Hernández- Pacheco, Dantin y Otero Pedrayo.
Sumado a ello, para dar una rápida imagen de la formación
personal que la permitió, podría bastar una anécdota
significativa: su padre, que era ya concejal de parques y jardines
del ayuntamiento de Sevilla, quiso pintar un día la fachada de su
casa, pero, antes de hacerlo, fue a preguntar a su vecino de
enfrente "qué color le parecía mejor". Como el otro le contestase
que la casa era suya y que la pintase como quisiera, le respondió:
"No señor, porque yo estoy dentro y soy quien menos la ve y
usted, en cambio, está enfrente y es quien más puede disfrutarla
o padecerla"2. Esta actitud, que podría resumir buena parte del
talante paisajista en general, fue la escuela inmediata de
Winthuysen, que permitió su adelantada y afinada
profesionalidad.
Pues bien, en 1928, como decía, escribió anticipadamente
nuestro autor una defensa del paisaje que tituló "Bellezas que
desaparecen", que arrancaba diciendo: "si el salvaje adora la
Naturaleza y el civilizado la comprende y ama, el hombre a medio
civilizar la desprecia". Parecía con ella no sólo resumir con humor
y acierto una situación habitual, sino también sugerir una tarea
en la que todo sigue indicando que aún queda bastante por hacer.
2 Citado por Carmen Artúti en VV.AA. "Javier de Winthuysen". Jardines de España (1870-1936) Mapfre, Madrid, 1999. p. 92.La cita siguiente de Winthuysen procede de Estampa, 19 de junio de 1928.