Pondrá Nota
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Transcript of Pondrá Nota
¿Pondrá nota, señor?
Estaba la cuestión de las notas, naturalmente. Una cuestión capital la de las notas si se
desea emprenderla con el pensamiento mágico y, al hacerlo, luchar contra el absurdo.
Sea cual sea la materia que enseñe, un profesor descubre muy pronto que a cada
pregunta que hace, el alumno interrogado dispone de tres respuestas posibles: la
acertada, la errónea y la absurda. Yo mismo abusé bastante del absurdo durante mi
escolaridad. «¡Hay que reducir el quebrado a común denominador!», o más tarde: «Seno
de b partido por seno de a, simplificarnos el seno y queda b partido por a». Uno de los
malentendidos de mi escolaridad se debe sin duda al hecho de que mis profesores
evaluaban como erróneas mis respuestas absurdas. Yo podía responder cualquier cosa,
solo tenía algo garantizado: ¡me pondrían una nota! Por lo general, un cero. Era algo
que yo había comprendido muy pronto. Y ese cero era el mejor modo de que te dejaran
en paz. Provisionalmente, al menos. Ahora bien, la condición sine qua non para liberar
al zoquete del pensamiento mágico es negarse categóricamente a evaluar su respuesta si
es absurda. Durante nuestras primeras sesiones de corrección gramatical, aquellos de
mis «especiales» que se pretendían abonados al cero no eran precisamente avaros en
respuestas absurdas. En cuarto, por ejemplo, el amigo Sami. —Sami, ¿cuál es el primer
verbo conjugado de la frase? –Alcaldía, señor, es alcaldía. —¿Por qué dices que alcaldía
es un verbo?–¡Porque termina en ía! —¿Y cómo será el infinitivo? —¿...? —¡Venga,
vamos! ¿Cómo es el infinitivo? ¿Un verbo de la tercera conjugación? ¿El verbo
alcaldir? ¿Yo alcaldío, tú alcaldías, él alcaldía? —… La respuesta absurda se distingue
de la errónea en que no procede de ningún intento de razonamiento. Suele ser
automática, se limita a un acto reflejo. El alumno no comete un error, responde
cualquier cosa a partir de un indicio cualquiera (aquí, la terminación ía). No responde a
la pregunta que se le hace, sino al hecho de que se la hagan. ¿Esperan de él una
respuesta? Pues la da. Acertada, errónea, absurda, no importa. Por lo demás, en los
comienzos de su vida escolar pensaba que la regla del juego consistía en responder por
responder, brincaba de su silla levantando el dedo y vibrante de impaciencia: «Yo, yo,
señorita, ¡lo sé! ¡Lo sé!» (¡existo!, ¡existo!) y respondía cualquier cosa. Pero nos
adaptamos muy pronto. Sabemos que el profesor espera de nosotros una respuesta
acertada. Y resulta que no la tenemos en el almacén. Ni siquiera una errónea. No
tenernos ni idea de lo que hay que responder. Apenas si hemos comprendido la pregunta
que nos hacen. ¿Puedo confesárselo a mi profe? ¿Puedo decidirme por el silencio? No.
Mejor será responder cualquier cosa. Con ingenuidad, si es posible. ¿No he acertado,
señor? Crea que lo lamento. Lo he intentado y he fallado, eso es todo, póngame un cero
y sigamos siendo amigos. La respuesta absurda constituye la diplomática confesión de
una ignorancia que, a pesar de todo, intenta mantener un vínculo. Naturalmente, puede
expresar también un acto de rebelión tipificado: me toca las narices, este profe,
poniéndome entre la espada y la pared. ¿Acaso yo le hago preguntas? En todos los casos
posibles, evaluar esta respuesta –corrigiendo un examen escrito, por ejemplo– es
acceder a evaluar cualquier cosa y por consiguiente cometer uno mismo un acto
pedagógicamente absurdo. Aquí, alumno y profesor manifiestan más o menos
conscientemente el mismo deseo: la eliminación simbólica del otro. Al responder
cualquier cosa a la pregunta que mi profesor me hace, dejo de considerarle como un
profesor, se convierte en un adulto al que cortejo o al que elimino por medio del
absurdo. Al aceptar tomar por erróneas las respuestas absurdas de mi alumno, dejo de
considerarle un alumno, se convierte en un sujeto fuera de contexto al que relego al
limbo del cero perpetuo. Pero al hacerlo, me anulo a mí mismo como profesor; mi
función pedagógica cesa ante esa chica o ese chico que, a mi modo de ver, se niegan a
desempeñar su papel de alumno. Cuando tenga que rellenar su boletín escolar, siempre
podré alegar que les falta base. ¿No carece por completo de base un alumno que
confunde el sustantivo «alcaldía» con un verbo de la tercera conjugación? Sin duda.
Pero un profesor que finge considerar como errónea una respuesta tan manifiestamente
absurda, ¿no haría mejor dedicándose también a un juego de azar? Al menos solo
perdería su dinero, y no se jugaría la escolaridad de sus alumnos. Porque al zoquete el
limbo del cero ya le está bien (o eso cree). Es una fortaleza de la que nadie podrá
desalojarle. La refuerza acumulando absurdos, la decora con explicaciones que varían
según su edad, su humor, su medio y su temperamento: «Soy demasiado tonto», «Nunca
lo conseguiré», «El profe no puede ni verme», «Le odio», «Me comen el tarro»,
etcétera; desplaza la cuestión de la instrucción al terreno de las relaciones personales
donde todo se convierte en cosa de susceptibilidades. Algo que también hace el
profesor, convencido de que el alumno lo hace adrede. Pues lo que impide al profesor
considerar la respuesta absurda un efecto devastador del pensamiento mágico es, muy a
menudo, la sensación de que el alumno le está tomando el pelo a conciencia. Entonces
el maestro se encierra en su lo particular: «Con este no lo conseguiré nunca». Ningún
profesor está exento de este tipo de fracaso. Guardo de ello profundas cicatrices. Son
mis fantasmas familiares, los rostros flotantes de aquellos alumnos a quienes no supe
extraer de su lo, y que me encerraron en el mío: —Esta vez, realmente, no puedo
conseguirlo.