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39
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Edita: Eikasia Ediciones Bermudez de Castro 14 bajo c 33011 Oviedo. España. T: +34 984 083 210 F: +34 985 080 902www.eikasia.es [email protected]
ISSN 1885-5679
NÚMERO 39Artículos / 4
Recapitulaciones del feminismo contemporáneo / 5Francisco Javier Gil Martín.
Críticas feministas a la democracia liberal / 13Iván Teimil García.
Donna Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios sociales sobre la ciencia y la tecnología / 38Noemí Sanz Merino
Justicia y diferencia en Iris Marion Young. La repolitización de la sociedad a través del concepto nuevo de justicia / 74Tamara Palacio Ricondo.
El encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional. Una aproximación a la teoría crítica de Nancy Fraser / 107Francisco Javier Gil Martín
Performidad y política en Judith Buttler / 133Franke Alves de Atayde.
La herencia ética y estética de Simone de Beauboir / 152Susana Carro Fernández.
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
ARTÍCULOS 39Eikasía. Revista de filosofía
Recapitulaciones del feminismo contemporáneoFrancisco Javier Gil Martín
El presente volumen de la revista Eikasia recopila varios artículos que
exponen y analizan diferentes contribuciones al feminismo de parte de
destacadas autoras de la teoría feminista contemporánea. La mayoría son de
origen anglosajón y trabajan en instituciones académicas estadounidenses. A
excepción de Simone de Beauvoir (1908-1986), de Betty Friedan (1921-2006),
de Susan Moller Okin (1946-2004) y de Iris Marion Young (1949-2006), el
resto de las autoras convocadas están en activo e incluso mantienen al día de
hoy una prolífica producción teórica: Judith Butler (1956-), Hélène Cixous
(1937), Nancy Fraser (1947-), Donna Haraway (1944-), Luce Irigaray (1932-),
Evelyn Fox Keller (1936-), Helen E. Longino (1944-), Catharine A. Mackinnon
(1946-), Kate Millett (1934-), Chantal Mouffe (1943-) y Anne Phillips (1950-).
Pese a que son tan sólo una nómina meramente representativa y por tanto harto
limitada y selectiva, esa selectividad y representatividad pueden ayudar
precisamente -o, al menos, esa es la intención que nos ha llevado a compilar
estos artículos- a componer y enmarcar algunos de los rasgos destacados y de las
principales tensiones dentro de un más amplio cuadro generacional.
En el artículo que abre el volumen, “Críticas feministas a la democracia
liberal”, Iván Teimil García elige tres enfoques del feminismo de gran
resonancia durante la década de los años noventa que, desde perspectivas bien
distintas, se muestran abiertamente críticos con la tradición liberal, se proponen
invertir el orden de sometimiento de las mujeres en las democracias realmente
existentes e intentan redefinir sus valores fundamentales de igualdad y libertad.
Ivan Teimil analiza, en primer lugar, la traducción de la célebre obra de
Catharine A. Mackinnon Toward a Feminist Theory of the State, de 1989. En
ese libro, la eminente jurista y activista ataca directamente la deficiente
conceptualización del Estado en la teoría feminista tradicional debido a la
adhesión de esta a los dos grandes paradigmas heredados del pensamiento
político, el liberal y el marxista. Para construir una auténtica teoría feminista del
estado, Mackinnon comienza destacando la necesidad de la toma conciencia por
parte las mujeres respecto de su situación fáctica de desigualdad sexual, y aporta
después importantes propuestas de transformación radical de las bases jurídicas
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relativas a esa desigualdad estructural, que atañen a cuestiones como la
violación y el acoso sexual, el aborto y el control reproductivo, la pornografía y
la explotación sexual de las mujeres. En último termino, Mackinnon aboga en la
obra citada por una reconfiguración auténticamente igualitaria del sistema
jurídico.
Los otros dos enfoques restantes contrastan de una manera muy clara con
la perspectiva postmarxista de Mackinnon. Por un lado, Iván Teimil glosa el
tratamiento de Anne Phillips de la insatisfacción feminista en torno a las tres
ideas liberales de ciudadanía, participación y heterogeneidad, si bien al
comienzo de su artículo Teimil adjudica sorprendentemente a esa autora una
perspectiva republicana que más tarde queda desmentida.
Finalmente, la malograda Susan Moller Okin trabajó desde dentro de una
perspectiva liberal y en las proximidades de la teoría de la justicia de John
Rawls, a la que sometió a una interesante crítica interna. El comentario de
varios artículos de Susan Okin le da ocasión a Iván Teimil para manifestar su
predilección por una noción política de imparcialidad que vaya más allá de la
neutralidad de las instituciones como mecanismos de protección de los derechos
iguales de los individuos y que sea acorde a las reivindicaciones de la diferencia
que buscan articular las demandas de los grupos desfavorecidos de la sociedad
con arreglo a criterios de justicia. El artículo concluye precisamente con una
apología (de resonancias habermasianas, más que rawlsianas) de esa noción
deliberativa de imparcialidad.
En su artículo “Donna Haraway. La redefinición del feminismo a través de
los estudios sociales sobre ciencia y tecnología”, Noemí Sanz Merino se fija
varios objetivos. En primer aporta un recorrido por los estudios sociales de la
ciencia y la tecnología, así como por el entronque de éstos con los estudios de
género sobre ciencia y tecnología. De este modo, Noemí Sanz puede resaltar
adecuadamente las críticas feministas de estos últimos estudios a los dudosos
compromisos antinormativos de que hace gala la tendencia hegemónica,
constructivista de aquellos primeros estudios CTS (con las variantes de la
Sociology of Scientific Knowledge de David Bloor y Barry Barnes, el Empirical
Programme of Relativism de H. M. Collins, el Social Construction of
Technology de T. Pinch y W. E. Bijker, y la Actor-Network Theory de Bruno
Latour). La relevancia de las críticas feministas al citado déficit normativo –
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tanto en lo epistemológico, como en lo moral y lo político-social- permite
igualmente resaltar las contribuciones específicas de dichos estudios de género.
En segundo lugar, Noemí Sanz dibuja una trayectoria de estos últimos en
correlación con la dinámica más general del feminismo de la segunda ola y, por
tanto, con la dialéctica entre el feminismo de la igualdad y las variantes del
feminismo de la diferencia. De hecho, Sanz contempla esa dialéctica
interiorizada en los estudios de género como una de las particulares “guerras de
la ciencia” y toma como exponentes de la misma las epistemologías feministas
de Evelyn Fox Keller y de Helen E. Longino.
Finalmente, Donna Haraway se nos presenta como la auténtica superación
de esas dinámicas. Dicho con las propias palabras de Noemí Sanz: “su interés
metacientífico permitirá a Donna Haraway poner patas arriba muchos de los
supuestos… aún presentes en los enfoques vistos hasta ahora, no sólo en
términos epistémicos y políticos, sino y especialmente a nivel ontológico, lo que
romperá con el debate entre igualdad y diferencia contribuyendo a una tercera
ola de la epistemología feminista. Al mismo tiempo, su trabajo ejemplifica una
lectura comprometida políticamente y reflexiva epistemológicamente que ayuda
a alejar ciertas perspectivas CTS de las Science Wars”. La exposición -
comprensiva y favorable- del feminismo cyborg de Haraway manifiesta, entre
otros aspectos, cierta predilección por los puntos de encuentro (no exentos de
crítica) con las posiciones de Bruno Latour y deriva, en el breve párrafo final, en
una interesante pregunta que cabe tomar como una incitación al lector.
El artículo de Tamara Palacio Ricondo, “Justicia y diferencia en Iris
Marion Young. La repolitización de la sociedad a través de un nuevo concepto
de justicia”, puede leerse en continuidad con el de Iván Teimil, puesto que
ambos artículos se inscriben dentro de la disciplina de la filosofía política y en
un ámbito de discusión compartido, y también porque ambos autores parecen
atender a una metodología parecida de lectura de los textos filosóficos. Iván
Teimil elige tres enfoques feministas que son partidarios de reformas profundas
de las instituciones democráticas que alcancen tanto a las políticas existentes
como a los conceptos e ideologías que las sustentan. Tal es el caso igualmente
del enfoque de Iris M. Young en Justice and the Politics of Difference, de 1990,
enfoque que se mueve entre la crítica postmarxista radical de Catharine
Mackinnon a la democracia como estructura del poder masculino y las críticas
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de las derivas anti-igualitaristas de la democracia liberal en que se centran tanto
Susan M. Okin como Anne Philips.
Tamara Palacio se centra fundamentalmente en la obra recién citada,
traducida al castellano en el año 2000. Comienza repasando las principales
críticas de Young al “modelo posesivo” de la justicia compartido por liberales y
marxistas, esto es, a las concepciones de la justicia centradas en la redistribución
equitativa de bienes materiales. Tras recordar esas críticas, que hacen referencia
a los procedimientos de la toma de decisiones, a la división del trabajo y a los
símbolos y significados culturales, Tamara pasa a la categorización de Young de
las formas de la opresión que operan en nuestras prácticas cotidianas: la
explotación, la marginación, la carencia de poder, el imperialismo cultural y la
violencia. El repaso de esas cinco categorías se concentra en su incidencia sobre
la autonomía y el desarrollo de las capacidades de las mujeres, a las que Young
considera uno de los principales grupos sociales afectados por la opresión como
categoría general.
Como no podía ser de otro modo, Tamara Palacio toma en consideración
las conocidas críticas de Young al ideal de imparcialidad como asimilación y
eliminación de la diferencia, así como la no menos influyente alternativa al
mismo y al modelo distributivo de la justicia con que está vinculado, a saber, las
nociones positivas de la diferencia y de la heterogeneidad en los espacios
públicos. Pero también toma en consideración aportaciones más recientes en las
que Young contrapone y defiende las políticas de la diferencia que se ajustan a
las cuestiones de justicia estructurales, como es el caso del movimiento
feminista, frente a las políticas de la diferencia cultural, que son las que han
dominado la agenda durante la década de los años noventa mediante los
movimientos sociales orientados por las cuestiones nacionales, étnicas y
religiosas.
El artículo concluye revisando algunos de los últimos trabajos de Young,
escritos poco antes de su fallecimiento, en los que la profesora de Chicago se
ocupó de problemas de orden transnacional. A este respecto, Tamara tiene muy
presente la obra de Nancy Fraser, de la que tal vez se sirve incluso a modo de
iluminación de contraste para enfocar y valorar dichos textos. En todo caso, es
en este parte final donde el artículo adquiere una tonalidad abiertamente crítica,
puesto que se cuestiona diversas insuficiencias e incongruencias de los
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planteamientos de Young sobre la justicia global, entre ellas las que atañen a la
problemática extensión de su modelo de la responsabilidad política con los
grupos oprimidos al plano de las relaciones entre Estados.
La contribución de Francisco Javier Gil Martín ofrece una exposición del
itinerario seguido por la teoría crítica de Nancy Fraser al tematizar la noción de
esfera pública en relación siempre con una concepción comprehensiva de la
justicia social. Comienza comentando las enmiendas críticas que Fraser planteó
a finales de los años ochenta a la teoría de la esfera pública de Habermas. A
continuación enlaza esa revisión con el modelo -inicialmente dualista- de la
justicia, que desde entonces encontró su amarre normativo en el principio de la
paridad participativa, y destaca que ese modelo singulariza el proyecto de Fraser
y las vicisitudes del mismo desde mediados de los años noventa hasta comienzos
de la última década. El artículo examina finalmente la reciente reconsideración
de la transformación estructural de la esfera pública bajo las condiciones de la
constelación postnacional, un tema central en la rectificación de dicho modelo
que Fraser ha ofrecido en su libro Escalas de la justicia.
Noemí Sanz termina su artículo enlazando las posiciones de Donna
Haraway con las de Judith Butler. Franke Alves de Atayde concluye el suyo,
titulado “Performatividad y política en Judith Butler”, entrelazando las
posiciones de la afamada teórica queer con la teoría política del pluralismo
agonista de Chantal Mouffe. Previamente, Franke Alves analiza con cierto
detenimiento dos nociones -disputadas y disputables- que desempeñan un papel
central en las propuestas de Butler, las nociones de género y de performatividad.
Por un lado, la crítica de Butler a la categoría identitaria de género y su
defensa del carácter cultural y socialmente construido no sólo del género, sino
también del sexo, comporta un profundo cuestionamiento del universalismo y
del esencialismo del sujeto feminista y, por consiguiente, una audaz mostración
de la insuficiencia del movimiento feminista mientras éste se atenga a la
categoría “mujer” como base de la solidaridad política.
Por otro lado, Butler puede sostener la construcción performativa de las
identidades sobre la base de una caracterización normativa de la
performatividad, que procede por reiteración y por exclusión. En un caso, tal
como lo traslada Franke Alves, “la performatividad se basa en la reiteración de
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normas que son anteriores al agente y que, siendo permanentemente reiteradas,
materializan lo que nombran. No se trata, pues, de una opción, sino de una
cohibición, aunque ésta no sea percibida como tal. De ahí surge su efecto
atemporal, que hace de ese conjunto de imposiciones algo aparentemente
‘natural’. El proceso de construcción de la identidad no es producido por un
sujeto, sino por una citacionalidad performativa que opera mediante la
reiteración de normas que producen tanto como desestabilizan la identidad”.
Por lo que hace a la exclusión, Butler enfatiza la construcción y la operatividad
de los cuerpos abyectos, incorformistas e inadaptados por contraposición a los
cuerpos inteligibles que se producen a través del acuerdo con las normas. Al
situarse fuera del régimen de inteligibilidad de la norma, los cuerpos abyectos
pueden descentrar y subvertir la construcción de la identidad. Y es entonces
cuando la performatividad adquiere radical relevancia política para la
transformación social.
Franke Alves detecta la relación de Butler con Mouffe en el rechazo
compartido de esquemas dicotómicos y esencialistas de pensamiento, en la
defensa del carácter constituido o producido del sujeto, en la consiguiente
resignificación de la categoría “mujer” y, en suma, en hacer de la inclusión de la
diferencia y la valoración de la pluralidad las condiciones para el logro de una
democracia radical, postliberal. Desde esa perspectiva, también para Butler el
conflicto aparece como categoría política fundamental y la política de
coaliciones contingentes como la estrategia adecuada, en particular para la
efectividad del propio movimiento feminista. En este contexto de acercamiento
de posiciones, la categoría política de la performatividad parece resultar a la
postre el equivalente butleriano para la apuesta de Mouffe por la variedad de
prácticas identitarias y movimientos pragmáticos que habrían de redefinir la
democracia en términos radicales.
En el artículo “La herencia ética y estética de Simone de Beauvoir",
Susana Carro Fernández conecta algunas de las reflexiones de El segundo sexo
con diversas teóricas que son exponentes bien del feminismo de la igualdad, bien
del feminismo de la diferencia. A través de unas y otras, Susana Carro comenta
igualmente una selección de creaciones plásticas contemporáneas que parecen
ilustrar, elaborar o incluso, en ocasiones, culminar dichas vinculaciones.
En relación con las feministas de la igualdad y su crítica a la razón
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patriarcal, Susana Carro indaga en la continuidad, por un lado, de la certera
apreciación de Beauvoir acerca de los mitos que recorren la historia de las
mujeres con la crítica mirada de Betty Friedan a la mística de la feminidad y a la
represión de la identidad; y, por otro lado, de la identificación beauvoiriana de
la situación de opresión con la identificación por parte de Kate Millet de la
sujeción de las mujeres bajo la política sexual del patriarcado. Mientras que los
fotomontajes de Bringing the war home, de Martha Rosler, presentan un agudo
comentario visual a la contribución de Betty Friedan, las instalaciones de la
célebre Womanhouse parecen hacer lo propio con las posiciones más radicales
de Kate Millet. Y mientras que la situación de opresión diagnosticada por
Beauvior la ve reflejada Susana Carro en la serie Femme Maison de la artista
coetánea Louise Bourgeois, la apelación de Beauvoir a una historia de las
mujeres con sus propios referentes y modelos la encuentra en cierto modo
comentada en The Dinner Party de Judy Chicago.
En relación con el feminismo de la diferencia y su crítica al logocentrismo
y al falocentrismo, Susana Carro se concentra en dos autoras europeas que, por
así decir, se valen de la ironía para recobrar en clave estética el Otro de Simone
de Beauvoir. La celebración por parte de Hélène Cixous y de Luce Irigaray de la
alteridad y del lenguaje recuperado en y mediante el cuerpo encuentra en este
caso su contrapunto en Interior Scroll de Carol Schneeman y en los Body Tracks
de Ana Mendieta. El resultado es una indagación en torno a conexiones entre el
arte y la teoría feminista tramadas o urdidas desde y con ideas claves de Simone
de Beauvoir.
Además de la relativa uniformidad temática de los artículos aquí
recopilados, existe otra afinidad entre ellos que creo que merece mencionarse.
Quienes contribuimos al presente volumen estamos o hemos estado vinculados
al Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo y los cinco artículos
que ahora se presentan son, de una u otra manera, resultado de esa vinculación.
Por un lado, Noemí Sanz Merino e Iván Teimil García fueron becarios de
investigación en dicho Departamento y leyeron sus tesis doctorales durante el
pasado curso académico. Iván Teimil presentó su tesis “Concepciones de la
justicia en la filosofía política contemporánea. Imparcialidad, universalismo y
diferencia” en octubre de 2009. Y Noemí Sanz presentó el día 21 de enero de
2010 “Estilos políticos de la ciencia y el giro ontológico en epistemología”, la
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primera tesis con mención europea en el título de doctor que se ha defendido en
el Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo. Se trata en ambos
casos de trabajos de excelente calidad, como reconocimos los miembros del
jurado que tuvimos la oportunidad de evaluarlos.
Por otro lado, Tamara Palacio Ricondo y Franke Alves de Atayde fueron
alumnos del Máster Universitario en Filosofía del Presente, ofertado por la
Universidad de Oviedo, y elaboraron meritorios trabajos de fin de máster
durante el pasado curso académico. En la actualidad, Tamara Palacio es becaria
de investigación en el área de Filosofía moral del citado Departamento de
Filosofía, donde realiza la tesis titulada “El nuevo reto del feminismo:
reivindicaciones de la justicia en un marco global”. Mientras que Tamara
Palacio se especializa en cuestiones de feminismo y justicia global, teniendo en
su haber algunas publicaciones acerca de los planteamientos al respecto de Seyla
Benhabib y de Nancy Fraser, Franke Alves sigue una línea de investigación
centrada en las identidades colectivas. Licenciado en Ciencias Sociales por la
Universidade Federal do Pará (Brasil) y especialista en Ciencias Políticas por la
misma universidad, Franke Alves realiza en la actualidad el Máster en Modelos
y Áreas de Investigación en Ciencias Sociales en la Universidad del País Vasco,
adscrito al Departamento de Sociología II de dicha universidad; al mismo
tiempo, está redactando una tesis orientada hacia el estudio del cuerpo, la
sexualidad y la identidad nacional brasileña.
Finalmente, Susana Carro Fernández es Licenciada en Filosofía y Ciencias
de la Educación por la Universidad de Oviedo y doctora en la misma en 2006
con la tesis Del arte feminista al arte femenino. Es hasta la fecha autora de tres
libros: Educación para la igualdad de oportunidades (Ediciones FMB, 2001),
Tras las huellas de El segundo sexo en el pensamiento feminista contemporáneo
(KRK Ediciones, 2002) y Mujeres de ojos rojos (Editorial Trea, 2010). Y, en fin,
quien ha escrito esta introducción es profesor de ética y filosofía política en la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo.❚
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Críticas feministas a la democracia liberalIván Teimil García
Las últimas décadas del siglo XX nos dejan un amplio abanico de
perspectivas feministas articuladas desde posiciones políticas dispares. Todas ellas
tienen algo que reprocharle a nuestra democracia liberal, ora ensalzada ora
menospreciada según sea el discurso filosófico-político que pongamos en
circulación. Ahora bien, si en algo coinciden las autoras cuyas ideas se presentan
a continuación es en su insistencia en que la democracia actual debe volverse más
democrática y recuperar el contenido más profundo de los conceptos de igualdad
y libertad, que le confieren a nuestro sistema político su sentido más pleno. Por
supuesto, para estas filósofas (Catharine A. Mackinnon, Anne Phillips y Susan
Moller Okin) todo ello pasa por mejorar la situación de la mitad del género
humano que al amparo del poder democrático ha padecido una larga historia de
desventajas y discriminaciones. Desde las posturas más radicales hasta las más
moderadas las perspectivas feministas que se exponen en este artículo muestran
un menor o mayor descontento con la democracia liberal. Algunas -Catharine A.
Mackinnon- llevan su crítica hasta los cimientos mismos del sistema. Tales
cimientos están pervertidos desde el momento en que la democracia se articula
como un instrumento de coerción legal, social y política al servicio del “poder
masculino”. Otras –Anne Phillips y Susan Moller Okin- consideran que no es la
democracia misma pero si su deriva antiigualitaria la que ha de ponerse en
cuestión. Construyen sus argumentos desde perspectivas postmarxistas
(Mackinnon), republicanas (Phillips) o liberales (Okin). Y todas ellas opinan, al
igual que Iris Marion Young, que son necesarias reformas profundas, no solo en
las políticas sino también en las concepciones e ideologías de fondo, para invertir
la situación de sometimiento a la que todavía se ven abocadas muchas mujeres en
nuestra bienafamada sociedad de bienestar1.
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1 Algunas de estas críticas se articulan directamente contra el liberalismo político o la concepción de la justicia de John Rawls. Dado que el objeto de este artículo no es la filosofía política de Rawls, no haré más que las referencias imprescindibles a este autor. Por otro lado, las críticas de Phillips parecen dirigirse más bien contra el liberalismo radical o el libertarismo –representado por autores como Nozick- mas que contra el liberalismo de Rawls, cuyos rasgos le acercan en algunos puntos al republicanismo, lo cual le ha valido a Rawls la crítica de haber traicionado las promesas liberales.
13
1. Catherine A. Mackinnon ha insistido igualmente en que la clave de la
emancipación de las mujeres con respecto a los modelos masculinos es la toma de
conciencia de sí mismas. En este sentido, y desde una perspectiva postmarxista,
Mackinnon insiste en que son ellas quienes han de subvertir los estereotipos, roles
y modelos que han pesado sobre las mujeres como imposiciones de la sociedad
patriarcal. En opinión de esta autora:
Igual que el método marxista es el materialismo dialéctico, el método
feminista es la creación de la conciencia: la reconstitución crítica y colectiva
del significado de la experiencia social de la mujer, tal y como la viven las
mujeres2.
Una de las críticas de Mackinnon a la teoría feminista tradicional es su
carencia de una concepción del Estado que defina, a su vez, la manera en que la
jurisprudencia debe obrar en favor de la mejora de la situación de las mujeres. A
falta de soluciones, la práctica feminista ha oscilado, según Mackinnon, entre una
teoría liberal del Estado y una teoría izquierdista. En la primera, el Estado se
concibe como árbitro neutral entre intereses enfrentados, y la ley basada en
principios (en principios de moralidad en algunas versiones) es un elemento de
incontrovertible imparcialidad. A juicio de Mackinnon, en esta concepción las
mujeres forman un grupo de interés dentro del pluralismo, un grupo que al igual
que otros padece problemas específicos de movilización y de representación y
está sujeto a un juego de ganancias y pérdidas. En la segunda de las concepciones
aludidas, en opinión Mackinnon, el Estado se convierte en una herramienta de
dominio y represión y la ley en instrumento legitimador de la ideología, de
manera que “cada aparente ganancia es un engaño y cada pérdida resulta
irreversible”. Según Mackinnon, tanto el liberalismo como el marxismo han
errado el camino a la hora de considerar los derechos de las mujeres debido a que
ninguna de las dos teorías reconoce a la mujer una relación específica con el
Estado:
El liberalismo aplicado a las mujeres ha admitido la intervención del
Estado en nombre de las mujeres como individuos abstractos con derechos
abstractos, sin examinar el contenido ni las limitaciones de estas nociones en
términos del género. El marxismo aplicado a las mujeres está siempre al
límite de aconsejar la abdicación del Estado como escenario, y con él aquellas
Críticas feministas a la democracia liberal | Iván Teimil García
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2 Mackinnon, C. A., Hacia una teoría feminista del estado, Madrid, Cátedra, 1989, p. 155.
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mujeres a quienes el Estado no desoye o cuya situación no les permite
desoírlo. En consecuencia, el feminismo se ha quedado con estas alternativas
tácitas: o el Estado es una herramienta básica para la promoción de la mujer
y la transformación de su situación, sin análisis (por tanto estrategia) del
Estado masculino, o bien las mujeres quedan para la sociedad civil, que para
ellas ha parecido más fielmente un estado de naturaleza. El Estado, y con él
la ley ha sido omnipotente o impotente: todo o nada3.
Las cuestión fundamental para Mackinnon sería considerar cuál es la
estructura del Estado respetuosa con los intereses de las mujeres. A juicio de esta
autora, la teoría feminista no ha tenido en cuenta la relación entre el Estado y la
sociedad civil desde una perspectiva de género y, por lo mismo, ha eludido
preguntarse si el poder político encarna y sirve a los intereses masculinos en su
forma, dinámica, relación con la sociedad y políticas concretas, si está construido
sobre la subordinación de las mujeres y si es imaginable otra forma de poder que
no se erija desde la exclusiva consideración del punto de vista masculino. En este
sentido, la erección de la neutralidad de la jurisprudencia como presupuesto
fundamental del Estado liberal, sirve como estrategia legal para la aplicación
fáctica de aquel punto de vista. En palabras de Mackinnon:
El fundamento de esta neutralidad es el supuesto generalizado de que las
condiciones que incumben a los hombres por razón del género son de
aplicación también a las mujeres, es decir, es el supuesto de que en realidad
no existe en la sociedad desigualdad entre los sexos4.
A juicio de Mackinnon, el derecho positivo garantiza a su vez que el punto
de vista masculino será impuesto por la política estatal. El Estado protege así el
control masculino sobre la mujer, cuyas funciones primordiales son el uso sexual
y reproductivo. La mediación legal aparece como vestimenta de este control, al
servicio de un fin primordial: el presentar el dominio masculino como
carácterística de la vida y no como interpretación unilateral de un grupo
dominante. A juicio de Mackinnon, la ley institucionaliza el poder de los hombres
sobre las mujeres desde el momento en que quienes detentan el poder, que no son
las mujeres, diseñan las normas e instituciones de la sociedad. En opinión de esta
autora, la primera tarea para una transformación social es “enfrentarse a la
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3 Mackinnon, C., A., op., cit. p. 284.4 Mackinnon, C., A., op,. cit. p. 292.
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situación y darle un nombre”, un nombre que ni el feminismo liberal (que confia
en las leyes construidas por los hombres) ni el feminismo izquierdista (que no es
capaz de traducir la crítica radical en verdadera acción) han sabido darle a tal
situación. Habría que insistir en la desigualdad sexual de la mujer como su
verdadera y fáctica condición social. Para Mackinnon esta desigualdad tiene
como trasfondo igualmente fáctico una injusta, incorrecta y desigual distribución
del poder a favor de los hombres. Según Mackinnon, el método feminista parte de
esta situación de desigualdad, aprehendiendo la realidad de las mujeres desde
dentro y criticando sin cortapisas la sumisión que padecen. Este método comienza
con la creación de conciencia de esta sumisión y su objetivo no es simplemente
explicar el statu quo sino hacerle frente a través de la ley para transformarlo. Se
centra especialmente en los abusos más específicamente sexuales que sufren las
mujeres como género, abusos que las leyes de igualdad sexual no han resuelto en
su obsesión por los conceptos de identidad y diferencia. Para Mackinnon el punto
de vista masculino en las leyes ha permitido, subrecticiamente, la violación
reiterada de la integridad y los derechos de las mujeres. En palabras de esta
autora:
No hay ley que dé a los hombres derecho a violar a las mujeres. No ha
sido necesario, porque ninguna ley de la violación ha logrado jamás socavar
seriamente las condiciones del derecho de los hombres a tener acceso sexual a
las mujeres. No hay, todavía, ningún gobierno en el negocio de la
pornografía. No ha sido necesario, porque ningún hombre que quiera
pornografía tiene grandes problemas para conseguirla, independientemente
de las leyes sobre la obscenidad. No hay ley que dé a los padres derecho a
abusar sexualmente de sus hijas. No ha sido necesario, porque ningún Estado
ha intervenido jamás sistemáticamente en la posición social y el acceso a ellas
que tienen. No hay ley que dé derecho a los maridos a maltratar a sus
esposas. No ha sido necesario, porque no hay nada que se lo impida. No hay
ley que silencie a las mujeres. No ha sido necesario porque las mujeres ya
están silenciadas en la sociedad por el abuso sexual, porque no se las
escucha, porque no se las cree, por la pobreza, por el analfabetismo, por un
lenguaje que da sólo un vocabulario impronunciable a sus peores traumas,
por una industria editorial que practicamente garantiza que si alguna vez
alcanzan a tener voz no dejará huella alguna en el mundo. No hay ley que
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quite a las mujeres su intimidad. Casi ninguna mujer tiene nada que puedan
quitarle, y no hay ley que les dé lo que no tienen ya5.
Las experiencias de abuso sexual han permanecido excluidas de la doctrina
básica de la igualdad porque ocurren casi exclusivamente a las mujeres. Según
Mackinnon, la dependencia forzada de la mujer su relegación permanente a los
trabajos peor considerados viene unida a otra clase de desprecio normalmente no
considerados en su justa medida: los abusos sexuales contra las niñas en el seno
de la familia patriarcal, las violaciones, los reiterados malos tratos a las mujeres
en sus hogares, la prostitución y la industria de la pornografía (para la autora dos
caras de la misma moneda) son los más destacados ejemplos del sometimiento
femenino. Estas formas han quedado excluidas del lenguaje de la igualdad, al
considerarse como rasgos específicos de un grupo concreto, permitiéndose como
base para las reclamaciones de igualdad sólo las características que las mujeres
comparten con el grupo privilegiado. Mientras éstas sigan siendo condenadas
sileciosamente a la deshumanización y a la objetificación sexual, las leyes seguirán
siendo sordas ante su situación, pese a estar asegurada una igualdad
constitucional. En palabras de Mackinnon:
Las mujeres son deshumanizadas a diario, utilizadas en entretenimientos
denigrantes, se les niega el control reproductivo y están forzadas por las
condiciones de su vida a la prostitución. Estos abusos ocurren en un contexto
legal caracterizado históricamente por la privación de los derechos civiles, la
exclusión de la propiedad y de la vida pública y la falta de reconocimiento de
los daños específicamente sexuales. La desigualdad sexual, por lo tanto, es
una institución social y política6.
Traer a colación la desigualdad sexual es para Mackinnon la labor
primordial de una teoría feminista del estado. Problemas que habían estado
excluidos de la agenda política cobrarían así sus verdaderos relieves. Las leyes
contra la violación, que intentan ser neutrales con respecto al género tapan, según
Mackinnon, la especificidad de estos problemas. La violación, formalmente ilegal,
parece socialmente permitida ante la desventaja en que las mujeres se encuentran
con respecto a sus agresores. En opinión de esta autora, sólo unas leyes que
trataran la violación como una expresión de violencia física contra las mujeres
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5 Mackinnon, C., op. cit., p. 430.6 Mackinnon, C., op. cit., p. 438.
17
serían realmente efectivas. Asimismo, el marco para tomar una decisión con
respecto al control reproductivo, debería centrarse en las mujeres como grupo
más que en la persona en general, poniendo freno a la tendencia que niega a la
mujer la capacidad de decisión sobre el uso de su cuerpo para la reproducción, y
otorga esta capacidad a los hombres. Para Mackinnon, la maternidad forzada es
una práctica de desigualdad sexual y, en este sentido el aborto debería ser
permitido e incluso, financiado. En palabras de la autora:
Quien controla el destino de un feto controla el destino de una mujer. Sean
cuales sean las condiciones de la concepción, si el control reproductivo de un
feto lo ejerce alguien que no sea la mujer, ese control reproductivo se quita
sólo a las mujeres como mujeres. Impedir a una mujer que tome la única
decisión que le deja una sociedad desigual es aplicar la desigualdad sexual7.
Según Mackinnon, dar a la mujer el control del acceso sexual a su cuerpo y
ayudas suficientes para el embarazo y el cuidado de los hijos, ampliaría la
igualdad sexual. En lo que respecta a la pornografía, a juicio de Mackinnon, la
producción masiva de la misma hace universal la violación de la mujer, “la
extiende a todas las mujeres, a las que explota, ultraja, y reduce como resultado
del consumo que los hombres hacen de ellas”8. Según Mackinnon, la pornografía
“sexualiza” la definición de lo masculino como lo dominante y de lo femenino
como lo subordinado. Lo que en el legalismo liberal es una forma de libertad de
expresión, supone la más cruda representación de los abusos que aquejan al
génenero femenino9.
A juicio de Mackinnon, los cambios que habrían de llevarse a cabo desde la
perspectiva de la igualdad sexual afectan a las propias leyes de la igualdad.
Tomando como telón de fondo la situación de desigualdad –y no la aparente
igualdad-, Mackinnon aduce que las leyes contra la discriminación no deberían
limitarse solo al empleo, la educación y la vivienda. Igualmente, tendrían que
reconocerse los derechos de gays y lesbianas como derechos de igualdad sexual,
por ser las formas de atentar contra estos grupos formas de discriminación
basadas en la sexualidad. Y por último, según Mackinnon, la explotación sexual
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7 Mackinnon, C., op. cit., pp. 441-442.8 Mackinnon, C., op. cit., p. 442.9 Véase también, Andrea Dworkin y Catharine A. Mackinnon, Pornogrphy and Civil Rights: A New Day for Women´s Equality, Minneápolis, Organization Against Pornography, 1988. Al respecto de la pornografía Andrea Dworkin mantiene una opinión similar a la de Mackinnon.
18
de las mujeres, la prostitución y la maternidad de alquiler deberían ser
procesables como delitos. En opinión de Mackinnon, llevar a cabo estas medidas
exige, no obstante, reconocer el terreno ganado por la desigualdad sin aplicarle
atenuantes, y exigir la paridad civil sin disfrazar esta obligación como una
demanda neutra, con el fin de aplacar los ánimos masculinos. En el intento de
neutralizar las reivindicaciones como si fueran estándares, la teoría feminista
liberal y la teoría izquierdista han supuesto, para esta autora, el mismo
estancamiento en la conquista de los derechos de las mujeres. La jurisprudencia
liberal que afirma que la ley debe ser reflejo de la sociedad en la que surge y la
jurisprudencia de izquierda, que asume que la ley no puede más que extraerse de
la sociedad que la construye, contribuyen a la perpetuación del poder en su forma
masculina. Según Mackinnon, cuanto más se ajusta a los hechos objetivos, más
fielmente esta jurisprudencia aplica las normas masculinas que son las
socialmente institucionalizadas, y más elude considerar críticamente su propio
punto de vista. Por esta razón, una jurisprudencia feminista, con conciencia de
género, en opinión de Mackinnon, daría voz a quienes han estado silenciadas
promoviendo, más que reflexión, cambios concretos y sustantivos, leyes y
normativas específicas que permitieran a las mujeres alcanzar el status de
igualdad del que carecen y abandonar su papel como criaturas destinadas a la
reproducción y el sexo. La experiencia de este tipo de leyes es más bien escasa,
pero frente a las acusaciones de parcialidad –se dirá que esta legalidad sirve a los
propósitos de un grupo concreto- la autora tilda de igualmente parcial a la
“legislación masculina” y reivindica el derecho de las mujeres a decidir sobre su
destino, empezando por subvertir los modelos que, pese a ser tomados como
naturales, actúan como silenciosos mecanismos de exclusión y dominación.
2. Tras las palabras de Catherine Mackinnon encontramos los reclamos que
desde el incio del auge del feminismo, las teóricas afines a esta corriente –sin
ánimo de estandarizar sus perspectivas- han llevado al debate filosófico desde
posturas más o menos radicales, más o menos afines a las teorías izquierdistas o a
las liberales. Lo cierto es que como señala Anne Phillips, el feminismo ha estado
en pugna constante con la democracia liberal, que ha hecho un magro servicio a
las mujeres (pensemos, por ejemplo en la tardía concesión del derecho de sufragio
a las mujeres en todos los países democráticos. Ahora bien, en opinión de Phillips,
el liberalismo como corriente política desempeña un papel importante en el
desarrollo histórico de la tradición feminista y, en este sentido, ha servido tanto
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de elemento inspirador de la misma como de blanco predilecto para sus críticas10.
Para Phillips la ambivalencia está servida: en los años sesenta y setenta del siglo
XX las feministas se identificaron con los valores de una democracia local y
descentralizada, con una gran obsesión por la participación de la mujer, mientras
que en las décadas posteriores se produce un desdén hacia los mecanismos de la
democracia directa y un resurgimiento de la confianza en el potencial de la
democracia liberal –si bien esta confianza no es atribuible a todas las feministas,
como es el caso de Mackinnon. Según Phillips, la crítica feminista podría unirse
en este punto a la que muchos demócratas han esgrimido contra la debilidad de la
democracia liberal y su restricción del alcance del papel del ciudadano:
Para muchos/as demócratas, la debilidad decisiva de la democracia liberal
es la manera en que ésta ha restringido el alcance y la intensidad del
compromiso ciudadano, distanciándose tanto de los ideales clásicos de
democracia que se llegan a plantear algunas dudas sobre el uso del término11.
A juicio de Phillips, el movimiento feminista experimentó en conjunto una
transición desde la insistencia en la participación y los modos directos de llevarla
a cabo al énfasis en la idea de ciudadanía igual, uno de los ideales más
frecuentemente desmentidos por la democracia liberal. Sin embargo, según
Phillips, aunque habría que insistir en los graves déficits en el terreno de la
igualdad que ha permitido e incluso alentado la democracia liberal, no es fácil
demostrar que estas carencias estén ligadas a sus propios fundamentos:
A menos que se pueda demostrar que la democracia liberal se basa –y no
sólo históricamente, sino, en cierto sentido, en su propia lógica –en el
tratamiento diferencial de mujeres y hombres, ocuparse de esta diferencia
puede no alterar sus parámetros básicos12.
A través del análisis de tres ideas clave que vertebran la críticas feministas,
Phillips investiga si tales críticas ponen en cuestión las bases del propio sistema
político liberal o, lejos de ello, siguen en la línea de la denuncia de aquellos graves
déficits democráticos. Las tres ideas a las que Phillips alude son las siguientes:
ciudadanía, participación y heterogeneidad.
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10 Véase, Phillips, A., “¿Deben las feministas abandonar la democracia liberal?”, en Perspectivas feministas en teoría política, Carme Castells (comp.), Paidós, Barcelona, 1996, 1ªEd. 11 Phillips, A., op. cit., p. 80.12 Phillips, A., op. cit., p. 86.
20
(1) Phillips se refiere en primer lugar a la idea de ciudadanía. La desigual
representación de la mujer en los organismos políticos mundiales y estatales
constituye para las feministas uno de los ejemplos más flagrantes de desigualdad.
Asimismo, el estado del bienestar que introduce los llamados derechos sociales –
acceso a la educación, al empleo o al subsidio en su caso- en el concepto de
ciudadanía funda, a juicio de Phillips, un nuevo régimen de dependencia de la
mujer, en tanto que ésta se entiende como al cargo del hombre, responsable de su
seguridad y manutención. Al igual que la distribución de estatus y poder político
en función del género, la distribución de trabajo remunerado y no remunerado,
también sesgada por el género, daña seriamente a la mujer y la coloca en una
posición de desventaja. Según Phillips, el logro de las feministas consiste en que
su llamada de atención sobre esta desigualdad ha conseguido desplazar el debate
en torno a la igualdad sexual del ámbito privado al ámbito público. Como
resultado de ello, este asunto se considera un aspecto más dentro de las
reivindicaciones de igual ciudadanía. Para muchas feministas el status de las
mujeres como ciudadanas se basa en unas premisas o acuerdos de desigualdad
sexual que son inherentes a la política liberal. Sin embargo, para Phillips, la
propia democracia liberal ha exhibido una cierta capacidad para reformular y
repensar conceptos que han estado en el punto de mira de la crítica feminista –la
distinción público/privado, por ejemplo- siendo flexible a la hora de adaptar estos
conceptos a las cuestiones de la diferencia grupal. Por lo tanto, en opinión de
Phillips, si la democracia liberal ha logrado, en alguna medida autocorregirse –de
ahí la sensibilidad de las legislaciones hacia la violación o los malos tratos de las
mujeres en el ámbito del hogar-, necesitaremos algo más que justificaciones
históricas para establecer una continuidad entre desigualdad y fundamentos
democráticos liberales:
La preocupación con respecto a la democracia liberal como sistema
totalizador respecto del que podemos manifestarnos <<a favor>> o <<en
contra>> no resulta de mucha ayuda, puesto que atribuye a la democracia
liberal una mayor rigidez teórica de la que en realidad su historia ha puesto
de manifiesto13.
En opinión de esta autora, las democracias liberales han extendido el
alcance legítimo de las interferencias del gobierno en los mercados en parte como
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13 Phillips, A., op. cit., p. 81
21
consecuencia de la política llevada a cabo por laboristas y socialdemócratas.
Asimismo, debido al impacto del feminismo, los estados han accedido a elaborar
leyes que intentan proteger a la mujer de la violencia y garantizar la igualdad en
las condiciones de trabajo. La crítica de la ciudadanía desigual continúa
justificadamente siendo central para las tendencias feministas. Ahora bien, para
Phillips, ello no diverge demasiado de la tradicional objeción al sistema liberal
que exponen muchos demócratas: la democracia nos vende un concepto de
igualdad política formal, irrealizable dadas las acusadas diferencias en las
circunstancias materiales desiguales de los ciudadanos. Es por ello que desde el
concepto de ciudadanía, a juicio de Phillips, el feminismo no podría basarse en
nada original para dinamitar los cimientos de la democracia liberal. En caso
contrario, debería demostrar que alguno de estos cimientos es incapaz de sostener
el ideal de igualdad política y –por ende, de igualdad política de género- pero de
esto no tenemos, según Phillips, demostración satisfactoria.
(2) El segundo gran elemento de insatisfacción feminista que señala Phillips
se refiere a la idea de participación. Según esta autora, en este caso también hay
problemas a la hora de valorar si las críticas feministas añaden algo sustantivo al
ya célebre discurso contra el minimalismo de la democracia liberal. Las feministas
en su primera fase, vieron con buenos ojos las antiguas prácticas de democracia
directa. Sin embargo, estas prácticas trajeron consigo, según Phillips, algunas
consecuencias adversas:
El énfasis en las asambleas aumentó la participación e hizo que ésta fuese
más activa, pero los grupos de mujeres encontraron dificultades a la hora de
desarrollar los mecanismos necesarios para afrontar los conflictos, y
especialmente en la primera época (ya que más adelante las dificultades
disminuyeron) las mujeres esperaban descubrir hasta qué punto sus intereses
eran compartidos. La falsa homogeneidad de la <<hermandad>> impuso la
tremenda presión de alcanzar un consenso común, mientras que el modelo de
actividad política prácticamente familiar impuso <<un peaje que no siempre
es coherente con el interés feminista por la autonomía y el propio
desarrollo>>14.
No obstante, el énfasis en la participación de la mujer fue, a juicio de
Phillips, necesario y conveniente. La apariencia de homogeneidad puede
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14 Phillips, A., op. cit., pp. 86-87
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solucionarse, en opinión de esta autora, cuando tomamos en serio la verdadera
heterogeneidad de los intereses de grupo. Sin embargo, Las consecuencias
adversas aquí señaladas podrían constituir, según Phillips, un buen argumento de
los escépticos contra la democracia participativa. Para desarticular esta enmienda
a la totalidad que llevan a cabo los escépticos Phillips realiza algunas
aclaraciones:
Los escépticos reconocerán que éste es uno de los puntos de divergencia entre
la democracia liberal y la participativa, ya que el liberalismo acepta el
desacuerdo como algo inevitable y no culpa a nadie por ello. Sin embargo, el
compromiso activo en favor de la democracia participativa, acostumbra a ir
en sentido contrario, ya que, en lugar de considerar a las personas y a sus
intereses como algo dado, persigue un proceso de discusión, transformación
y cambio. Ello no quiere decir que la democracia participativa presuponga
necesariamente la convergencia en alguna <<voluntad general>>, aunque esas
tendencias, tenían mucho peso, sin duda alguna, en los primeros años del
movimiento feminista contemporáneo15.
Según Phillips, el aspecto más relevante a señalar en relación a las asambleas
ciudadanas es que sólo funcionan correctamente en el contexto de comunidades
pequeñas por lo que su aplicación a los estados-nación modernos es problemática
debido a lo numeroso de sus poblaciones. Por otro lado, la noción de ciudadanía
activa que esta política asamblearia exige –así como cualquier otro método de
participación activa en la vida pública- presupone, a juicio de esta autora, que
alguna otra persona se ocupa de las tareas del cuidado de los niños, necesarias
para el mantenimiento de la vida cotidiana. No todas las mujeres tienen esta
posibilidad por lo que “su tiempo para la política es más restringido que el
tiempo de los hombres”. Las feministas han insistido, según Phillips, en las
ayudas sociales y la responsabilidad compartida de hombres y mujeres para
posibilitar a las mujeres un acceso más pleno a la vida pública, sin que ello haya
redundado en una mejora total de su capacidad de acceso a la misma puesto que,
al fin y al cabo, son las mujeres las que siguen ligadas a las tareas de cuidado y
crianza de los hijos. Con todo, la política asamblearia puede acarrear efectos
desigualitarios que, en opinión de Phillips, la democracia liberal elude de manera
ejemplar en el principio del voto: en las elecciones cada voto cuenta como uno
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15 Phillips, A., op. cit., p. 87.
23
con independencia de quién lo emita. Una participación más sustancial se expone,
según Phillips, a la pregunta: “¿quién te ha elegido a ti para decidir?” En este
sentido el voto y la firma de peticiones nos exigen menos tiempo y son
imparciales en el sentido de que cada voto o cada firma cuenta igual que todos los
demás:
Cualquier otra manifestación del compromiso democrático implica a unos
grupos a los que por lo general nadie ha elegido y que no tienen autoridad
para hablar en nombre de los demás. Por consiguiente, al reflexionar sobre
qué significa una representación equitativa e igual, vemos que la propia
debilidad de la democracia liberal se convierte en la mayor de sus fuerzas.
Precisamente porque sus exigencias son tan mínimas, y porque sólo nos pide
que vayamos ocasionalmente a depositar nuestro voto a un colegio electoral,
puede contar con el compromiso de la mayoría16.
A juicio de Phillips, la fuerza de la crítica feminista al minimalismo de la
democracia liberal reside precisamente en que el voto es insuficiente como
expresión de nuestros intereses y necesidades. El voto por si solo difícilmente
constituye una estrategia de control a manos de los ciudadanos, sobre todo
cuando los programas políticos están articulados vagamente y las diferencias
entre ellos (y, a mi juicio, esto lo constatamos cada vez más en relación a ciertas
políticas) son nimias. A su vez, las elecciones periódicas no deberían tomarse
como expresión incuestionable de preferencias. En opinión de Phillips, ello
colabora en el mantenimiento del statu quo y supone igualmente que las mujeres
pueden expresar como grupo sus reivindicaciones votando en una determinada
dirección. Sin embargo, parafraseando a Phillips, “la identidad femenina es
múltiple e inestable, llena de una variedad ingente de casos, no susceptible de ser
expresada a través de la simple elección periódica”. Las mujeres no sólo han
sufrido desigualdades materiales de renta o de ocupación sino también
marginación y falta de poder. En cambio, en opinión de esta autora, estos tipos
de opresión no se resuelven con el arma del voto democrático, a través del cual
las mujeres podrían apoyar la elección de un gobierno que prestara oídos a la
desigualdad que padece su colectivo. La solución pasa, a juicio de Phillips, por la
reestructuración de un contexto institucional que limita la participación y el
desarrollo de las capacidades de las mujeres. En este sentido la creación de
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16 Phillips, A., op. cit., p. 89
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conciencia –que proponía Mackinnon- y la liberación de la mujer como ser
dependiente vienen unidas a una intensificación de la presencia femenina en la
vida pública que sólo es posible a través de la lucha de las propias mujeres.
¿Significa esto que los principios de la democracia liberal impiden la consecución
de la igualdad o simplemente que el reto reside en una mayor democratización en
el marco de dicha democracia? Phillips contesta con estas palabras:
Así las cosas, el problema con la democracia liberal no reside tanto en que
sea intrínsecamente incapaz de ampliar formas de participación ciudadana,
como en la autocomplacencia con la que afirma haber satisfecho todas las
aspiraciones democráticas legítimas. Aunque dar fe de eso no significa que
sea más fácil ocuparse de ello.(...) La conclusión podría ser más bien
históricamente contingente que lógicamente determinada, pero en un período
de la historia en que los demócratas liberales creen haber ganado todas las
batallas políticas, esta autocomplacencia es un poderoso obstáculo a una
mayor democratización17.
(3) La democratización del sistema político liberal lleva a Phillips a
considerar un tercer elemento problemático (la heterogeneidad o diferencia de
grupo), que tiene que ver con la concepción del individuo como unidad básica de
la vida política. El problema, a juicio de esta autora, estriba en la homogeneidad
que el liberalismo prescribe a la hora de tratar las diferencias de grupo. Su
individualismo abstracto permite la diferencia a la vez que afirma que ésta no
debería ser tomada en cuenta. Según Phillips, en su aspecto positivo esta asunción
supone un igualitarismo profundo –recuérdese a Rawls cuando afirma que las
diferencias de status, raza, riqueza, o talento son moralmente irrelevantes. En su
aspecto negativo, esta homogeneidad al considerar las diferencias obra en favor
de la ocultación de las mismas, pues supone que no existe relación entre
diferencia y desigualdad, cuando de hecho así es.
En opinión de Phillips, el individualismo abstracto de la democracia liberal
es un impedimento al reconocimiento del género como factor político relevante,
porque asume un concepto de ciudadano cuyo sexo resulta irrelevante. Teniendo
en cuenta los escritos de Iris Marion Young, Phillips se pregunta si la igualdad
política puede ser algo significativo sin mecanismos formales de representación en
función del grupo. Entre las medidas concretas que Young propone destacan la
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17 Phillips, A., op. cit., p. 91
25
concesión de subvenciones públicas para la organización de los grupos oprimidos,
la recepción de las propuestas de estos grupos por los políticos y el derecho de
veto en lo referente a políticas que les afectaran directamente. Ahora bien, para
para Phillips, la representación de grupo es un tema complejo, por la dificultad de
determinar cómo y quién debe legislar cuáles son los grupos que reúnen las
condiciones necesarias para adquirir una representación adicional, o cuáles son
las reivindicaciones de cada grupo. Por ende, la idea de grupo social también es
problemática debido a la ingente variedad de personas diversas que encierra,
amen de la coincidencia en la característica específica del grupo que las acerca. La
representación de grupo o, en su caso, el establecimiento de cuotas mínimas de
representación para hombres y mujeres (por ejemplo, la listas paritarias de los
partidos políticos), pueden constituir un avance en el terreno de la igualdad, pero
no estas medidas no son la solución a todos los problemas. Phillips argumenta
que el punto de vista de las mujeres ha de seguir articulándose constantemente sin
olvidar que éste es solamente uno más de los temas candentes en nuestra
democracia. A juicio de Phillips la insistencia de muchas feministas en los temas
de género parece granjearse el hastío del resto de la sociedad, que descalifica
como <<asuntos de mujeres>> las cuestiones tratadas por estas teóricas y
políticas. Por ello, para Phillips el reto del feminismo sería el de articular el punto
de vista de las mujeres sin claudicar ante la intención de incluir sus intereses bajo
los intereses del genérico “hombre”, pero a la vez sin centrarse exclusivamente en
los intereses de grupo. En palabras de Phillips:
[D]ebemos seguir articulando <<el punto de vista de las mujeres>> cuando
éste sólo es uno entre otros muchos temas candentes. Lo que inspiran estas
palabras no sólo es el temor a quedar confinadas en una vía secundaria (...)
sino un sentimiento más profundo que nos indica que la política se ocupa de
una amplia gama de asuntos y perspectivas que no se reducen a los intereses
o a las necesidades de un grupo determinado18.
A juicio de Phillips la democracia liberal, en su recurso al individuo como
unidad básica de la política, dificulta una consideración correcta de los grupos
desfavorecidos y de sus intereses (cuya satisfacción, a veces requerirá
representación de grupo). En opinión de Phillips, la cuestión de si este
individualismo a ultranza es algo inherente a la democracia liberal no es algo fácil
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18 Phillips, A., op. cit., p. 95.
26
de determinar, puesto que las democracias occidentales han realizado gestos de
reconocimiento de las minorías y han introducido cambios en las legislaciones
para proteger los derechos de las mujeres, homosexuales o inmigrantes19.
Las tres áreas utilizadas por Phillips para exponer las insatisfacciones
feministas con respecto a la democracia liberal no parecen constituir, sin
embargo, una enmienda a la totalidad del sistema, sino más bien un refuerzo a los
argumentos a favor de una democracia fuerte: los individuos reclaman más poder
–materializado en políticas concretas- no sólo como individuos sino como
integrantes de colectivos concretos. En este sentido, para Phillips la crítica de la
dependencia de la mujer, y la necesidad de transformar la identidad de género a
través de una participación más activa constituyen elementos indispensables para
subvertir las políticas y prejuicios que fomentan la desigualdad sexual. A juicio de
Phillips, el amplio marco de la democracia liberal puede acoger a una democracia
más rica e igualitaria, sin embargo, hemos de considerar seria y críticamente las
carencias de la democracia presente. En palabras de la autora:
Lo cierto es que ni en la teoría ni en la práctica, la democracia liberal ha
logrado resolver el problema de la igualdad sexual, por lo que sería un magro
resultado para la democracia en general que los extraordinarios
acontecimientos políticos de las décadas de los ochenta y noventa
desembocasen en un período de celebración acrítica de la limitada
democracia de la que disfrutamos en la actualidad20.
En un artículo posterior al citado, Anne Phillips se cuestiona si el
republicanismo constituye una alternativa plausible a la hora de reconocer las
reivindicaciones de los grupos y en concreto los intereses de las mujeres21. Según
Phillips, el republicanismo actual se ha opuesto decisivamente a tres aspectos que
parecen acercarle a las insatisfacciones feministas con respecto a la política
democrática liberal: su oposición al pluralismo de los grupos de interés, la
insuficiencia de las definiciones de libertad como no interferencia y el declive de la
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19 Phillips cita dos nombres como contraejemplo a la idea de que el individualismo abstracto que impide la consideración de la diferencia es inherente a la democracia liberal: Will Kymlicka que plantea una defensa liberal del reconocimiento de los derechos de los grupos y Michalel Walzer que ha reformulado las críticas comunitaristas al liberalismo como un debate dentro del liberalismo. Véase Phillips, op. cit., p. 95.20 Phillips, A., op. cit., p. 97.21 Phillips, A., “Feminismo y republicanismo: ¿es ésta una alianza plausible?”, en Nuevas ideas republicanas, Ovejero, F., Martí, J. L., Gargarella, R. (comps.), Barcelona, Paidós, 2004, 1ª Ed., pp. 263-285.
27
calidad de la vida pública de las sociedades contemporáneas. A juicio de Phillips,
el republicanismo se perfila como sustituto idóneo del socialismo y, al mismo
tiempo, mantiene la distancia necesaria con respecto al liberalismo.
Según Phillips, la crítica del republicanismo a la política de los grupos de
interés corre paralela con el rechazo feminista a la idea de la política como
mercado: está reforzará siempre los intereses de aquellos grupos más
privilegiados, por lo que parece un medio inapropiado para reflejar las
preocupaciones feministas. Pero además la consideración exclusiva del interés de
grupo refleja, a juicio de Phillips, “un esquema predeterminado e inalterable” que
impide la correcta percepción por parte de las propias mujeres sobre las
relaciones de poder que las colocan en situación de desigualdad. En palabras de
Phillips:
Si hay algo que subyace virtualmente a toda la política feminista es la
creencia de que las mujeres se han educado en el marco de relaciones no
equitativas de poder, y que las mujeres, tanto como los hombres pueden
llegar a internalizar estas relaciones hasta el punto de que les parezcan
inevitables. Y los reclamos que hacemos en tal caso (o los intereses que
expresamos) a menudo parecen ser débiles variantes respecto de las
condiciones actuales. De este modo, las madres que viven en una sociedad
que ha practicado durante mucho tiempo la mutilación genital femenina bien
pueden expresar su deseo de que sus hijas deban ser operadas en mejores
condiciones higiénicas que las que tuvieron ellas mismas, pero puede
resultarles más difícil rechazar sin más la operación, debido al miedo de que
esto provoque que sus hijas no puedan casarse22.
Ahora bien, según Phillips las feministas se han opuesto a los republicanos
en su hipostatización del interés común que ignora la importancia de los
conflictos de interés. El llamamiento de los republicanos a dejar de lado los
reclamos individuales y privados, no repara en que los intereses de hombres y
mujeres divergen. La exclusión de la mujer del usual concepto de bien común les
obliga a adoptar el camino contrario a la igualación. A juicio de Phillips, en el
caso de las mujeres, la identificación de un interés propio no va en detrimento de
su presencia pública sino que significa un paso hacia la emancipación. Así, las
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22 Phillips, A., op. cit., 2004, pp. 273-272.
28
mujeres para librarse de la sumisión “han tenido que ser más y no menos
autointeresadas”23.
En opinión de Phillips el mayor punto de encuentro de las feministas con el
republicanismo es su clamor por una revitalización de la esfera pública –que en el
caso de las mujeres busca asegurar para ellas un papel más activo. Sin embargo, a
juicio de Phillips, los republicanos todavía operan con una dicotomía demasiado
tajante entre lo público y lo privado que somete a las mujeres a una exclusión
tanto práctica –por la menor participación de la mujer en el mercado de trabajo o
en la política- como conceptual –por la categorización de las actividades
femeninas como <<domésticas o privadas>>24 . A pesar de ello, a juicio de
Phillips, la alternativa republicana ha cobrado fuerza en las feministas frente al
inmovilismo y autocomplacencia de la tradición liberal. En expresión de Phillips:
El feminismo es en gran parte un descendiente del liberalismo: está
alimentado por una crítica similar de las posiciones inmutables de las
jerarquías tradicionales, por un compromiso similar con la autonomía
individual, por una creencia similar en que los seres humanos son iguales por
naturaleza, cualquiera que sea la vida que lleven adelante. Pero la tradición
liberal se desarrolló durante demasiado tiempo en un ámbito exclusivamente
masculino, y las presunciones que se formaron en su seno han sido fuente de
inquietud para todas las generaciones feministas posteriores. Durante gran
parte del siglo XX, las feministas han tratado de moderar los excesos del
liberalismo mediante la adopción del pensamiento socialista; ahora que el
socialismo mismo está en retirada, el republicanismo luce como un aliado
más prometedor25.
El liberalismo, a juicio de Phillips, se asocia igualmente con un sesgo
individualista-posesivo: “cada uno ha de velar por uno mismo”. Según Phillips, a
su vez, el republicanismo ha restado importancia a los conflictos de interés
anteponiendo su concepto de bien común, se ha centrado en lo político en
Críticas feministas a la democracia liberal | Iván Teimil García
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23 Citando a Young, Phillips recuerda que las invocaciones al desinterés o a la imparcialidad han ido en contra de las reivindicaciones de los grupos que recientemente han articulado sus preocupaciones distintivas (véase, Phillips, A., op. cit., 2004, p.273). A mi juicio, la idea restringida a la que Young alude al referirse a la imparcialidad, una idea que según mi criterio muy pocos defenderán, es muy distinta de la idea de justicia como imparcialidad que yo defiendo, imprescindible –que no obstaculizadora- para una consideración abierta e inclusiva de los intereses legítimos de todos los grupos. 24 Una de las autoras que practica esta rígida distinción, a la que se opondrían las feministas es, según Phillips, Hannah Arendt (véase Phillips, op. cit., 2004, p 281)25 Phillips, A., op. cit., 2004, p. 284.
29
detrimento de lo social y lo económico, y ha idealizado el ámbito público
olvidando que éste ha de ser reformulado para que su vigorización tenga
consecuencias relevantes para las mujeres. Estas clasificaciones son harto
simplistas pues, como ya he explicado, ni el liberalismo puede entenderse
unitariamente por su fijación en el autointés ni el republicanismo por la pura
homogeneización de los intereses en un concepto asbstracto de bien común26. Sin
embargo, Phillips reconoce que la tradición republicana tomada críticamente
puede constituir una alternativa o un correctivo a la democracia liberal tal como
la entendemos hoy. Coincido con la autora en que la revitalización de una esfera
pública en la que las mujeres puedan en pie de igualdad hacer valer sus intereses
parece más cercana al modelo de un republicanismo deliberativista.
Las reflexiones de Phillips arrojan una conclusión muy clara: no se trata de
asumir en bloque una tradición determinada –más aún, cuando existe
ambivalencia dentro de la propia tradición- sino que la adaptación de la teoría
feminista a una determinada corriente filosófico-política se debe refinar y matizar
hasta donde sea posible.
3. En contraste con la orientación que parece tomar el último artículo citado de
Anne Phillips, Susan Moller Okin opta por una reformulación de las críticas
feministas dentro de la teoría de la justicia rawlsiana. En opinión de esta autora,
la ausencia de reflexiones sobre justicia y familia y justicia y género plantea un
serio problema a la teoría de Rawls, no resuelto y, si cabe más desatendido en El
liberalismo político. En la tercera parte de Teoría de la justicia, señala Okin,
Rawls se refiere a la familia monógama como parte de la estructura básica de la
sociedad, admitiendo que las familias desempeñan un papel primordial en la
educación moral inicial. Sin embargo, a juicio de Okin, en El liberalismo político
contradice esta afirmación, sugiriendo que las familias al estar fundamentadas en
el afecto quedan fuera del radio de acción de los prinicipios de justicia. Asimismo,
Rawls en esta obra separa “lo político” de “lo personal y lo familiar” ámbitos
nuevamente regidos por la dimensión afectiva de la que carece lo político. Ahora
bien, desde un punto de vista político es importante, a juicio de Okin, que se
preste atención a la justicia en las familias y entre los sexos debido a los cambios
y transformaciones que las unidades familiares han sufrido en los últimos años:
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26 Phillips también repara en esta idea.Véase, Phillips, op. cit., 2004, pp. 284-285.
30
Como es bien sabido, actualmente en los Estados Unidos casi la mitad de
los matrimonios acaban en divorcio; casi una cuarta parte de los niños/as
viven en hogares monoparentales (en un noventa por ciento de los casos, con
su madre); una todavía pequeña –aunque creciente- porporción de niños/as
son criados por parejas del mismo sexo, y la mayor parte de mujeres con
hijos menores de tres años trabajan fuera de sus hogares27.
La familia tradicional se ha quebrado dando paso a nuevas unidades. En
este sentido, Okin tiene razón en decir que las relaciones familiares deben
considerarse políticas en algunos aspectos, sobre todo frente a las incursiones de
otros grupos o colectivos que abogan por las familias entendidas al modo
tradicional. A mi juicio, una regulación de los derechos de las familias cuyos
padres son personas del mismo sexo (en lo que se refiere el derecho al
matrimonio, a la cobertura legal de la pareja y de los hijos) o de las familias
monoparentales (en lo que se refiere a ayudas económicas y sociales para poder
compatibilizar la crianza con el trabajo) es esencial desde el punto de vista de la
justicia social.
En opinión de Okin, las familias pertenecen claramente a la estructura
básica de la sociedad pese a que Rawls contradiga su primera opinión en El
liberalismo político. El intento de Rawls de evitar la construcción de una teoría
moral comprehensiva le habría llevado a limitar su concepción política de la
justicia a unos pocos aspectos básicos, definidos por las esencias constitucionales,
lejos de los cuales sería muy difícil mantener la estabilidad de tal concepción. Las
visiones de la vida de las diferentes escuelas, universidades, asociaciones, iglesias,
etc, quedan fuera del ámbito de lo político y del ámbito de la razón pública. Sin
embargo, esta suposición rawlsiana encierra considerables dificultades. A juicio
de Okin, parece posible mantener en privado la opinión de que quienes no creen
lo que nosotros creemos serán condenados y sostener en cambio (dado un aprecio
por los valores como la paz y la estabilidad política) que el Estado no debería
imponer la propia religión. Ahora bien, como expone Okin sostener en privado la
creencia de que los negros y las mujeres son inferiores por naturaleza, sin que ello
afecte a la propia capacidad de relacionarse con tales personas como ciudadanos
libres e iguales parece imposible. Coincido con Okin en que existen creencias que
difícilmente podremos poner entre paréntesis a la hora de relacionarnos
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27 Okin, S. M., “Liberalismo político, justicia y género”, en Perspectivas feministas en teoría política, Carme Castells (comp.), Barcelona, Paidós, 1996, 1ªEd., p. 130
31
políticamente con los otros, por lo que la escisión tajante entre lo público y lo no
público, lo político y lo no político se vuelve más bien difusa y perjudica la
estabilidad que antes queríamos circunscribir a los principios de lo público como
blindados contra injerencias irrazonables.
Okin considera demasiado optimista a Rawls cuando afirma que la mayor
parte de las religiones históricas pueden ser consideradas como razonables. En
opinión de esta autora, hay serias dudas sobre si ciertas formas de
adoctrinamiento entrarían dentro de la categoría de <<razonable>> utilizada por
Rawls. Por ende, según Okin, existe un grave conflicto entre la libertad
confesional y la igualdad de las mujeres. Rawls parece ignorar que en muchas
ocasiones las sectas rechazan la tendencia hacia la igualdad sexual:
[L]as sectas infringen el principio anticastas que, en otros casos –por ejemplo,
cuando se trata en casos de raza y etnicidad- Rawls considera
razonablemente establecido por los principios de justicia28.
A juicio de Rawls, las asociaciones varias de la estructura básica de la
sociedad son libres para promover determinados cursos de acción a sus
miembros, siempre y cuando éstos tengan ya garantizado el status como
ciudadanos libres e iguales y sean tanto conscientes de las alternativas existentes
como libres para adoptarlas, en caso de que resulten más satisfactorias para el
desarrollo de sus proyectos racionales de vida. Sin embargo, Okin entiende que
esto no es posible en el seno de las familias y de las religiones que predican la
desigualdad entre los sexos, o por ejemplo, la esclavitud, o la inferioridad de
personas inmigrantes o de distinta raza. En estos casos, en opinión de Okin, el
liberalismo político no puede mantener su promesa de tolerancia tan amplia con
respecto a las diferentes concepciones del bien. Asimismo, para Okin es de
lamentar que en El liberalismo político se pierda el énfasis que Rawls puso en “la
familia como primera escuela de justicia” (por emplear el término de John Stuart
Mill), especialmente cuando las familias muchas veces practican la injusticia en lo
relativo a la distribución de trabajo, poder, oportunidades, ocio, acceso a los
recursos y otros bienes importantes. Muchas familias ni siquiera proporcionan un
entorno seguro en lo fundamental. A juicio de Okin, si excluimos a las
asociaciones, subcomunidades (y por ende a las familias) del ámbito de los
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28 Okin, S. M., p. 135.
32
principios de justicia les damos la posibilidad de que inculquen a sus miembros
los valores de jerarquía y desigualdad en lugar de, por ejemplo, los valores
igualitarios que representa el principio de la diferencia. En palabras de Okin:
Al separar la esfera de lo político, a la que deber aplicarse la justicia, de la
esfera personal, asociativa y familiar, donde debe haber mayor tolerancia
ante numerosas creencias y estilos de vida muy distintos, Rawls parece cerrar
la posibilidad de que las familias (y asociaciones) sean justas29.
En la introducción a El liberalismo político Rawls afirma que las cuestiones
de la desigualdad y la opresión de las mujeres se pueden abordar apelando al
mismo principio de igualdad que Lincoln esgrimió para condenar la esclavitud.
Siguiendo el influjo de este principio, Okin considera que la sociedad debe
organizarse para restituir a la mujer aquello que históricamente le ha sido parcial
o totalmente negado, tal como ocurre en los sistemas de castas30. La justicia para
las mujeres es todavía un objetivo pendiente, debido a que la estructura de la
sociedad es heredera de aquel otro organigrama político en que la mujer estaba
legalmente subordinada y destinada a prestar servicios sexuales y domésticos. No
obstante, abolida la subordinación legal de la mujer en las sociedades
occidentales, los supuestos sociales que justificaban su subordinación continúan
vigentes:
No importa cuán formalmente iguales sean las mujeres, mientras que sigan
teniendo una responsabilidad desproporcionada respecto de las tareas
domésticas, la crianza de los hijos/as y el cuidado de las personas enfermas y
ancianas, y mientras su trabajo siga siendo algo privado, infravalorado, no
remunerado o escasamente remunerado, el principio anticastas seguirá siendo
violado y las mujeres estarán sistemáticamente en situación de desventaja31.
Okin explica que la explotación sexual y racial comporta diferencias
importantes. En primer lugar las mujeres blancas no han sido con mucho tan
explotadas como los negros de ambos sexos bajo la esclavitud. En segundo lugar,
siguiendo a Okin, la situación de las mujeres difiere al menos en tres aspectos de
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29 Okin, S. M., op. cit., p. 14330 Okin cita a Deborah Rhode, Catharine Mackinnnon y Cass Sunstein como teóricos, que junto con ella misma, han insistido en la idea de considerar al género como un sistema de castas que obliga a un replanteamiento de la sociedad en términos más igualitarios. Véase, Okin, S. M., op. cit., pp. 145-147.31 Okin, S. M., op. cit., p.146.
33
la de los esclavos liberados. Primero, no hay alternativa establecida para el
trabajo no remunerado –esto es, el trabajo doméstico, incluyendo la crianza y el
cuidado de los hijos- mientras que existían al menos dos alternativas al trabajo
esclavista: el trabajo asalariado y la recolección por cosechas –aunque a veces
estas tareas estaban también mal remuneradas. Así, en lo referente a las mujeres
sería necesario que se reconocieran las tareas reproductivas como trabajos
socialmente necesarios. Segundo, Okin señala, que la vulnerabilidad física, sexual
y psicológica de las mujeres es menos visible que la de los antiguos esclavos,
quedando oculta en el hogar, y la vulnerabilidad económica no se hace explícita
hasta el divorcio o la separación. Tercero, la opresión de las mujeres, tal como
señaló Mill, se volvió un problema más complejo por el hecho de que la mayoría
de las mujeres convive íntimamente con un hombre y, a consecuencia de ello
cualquier cambio significativo en las relaciones entre los sexos provoca
sentimientos muy intensos y encontrados. Más allá de estas diferencias, para
Okin lo que las mujeres necesitan para superar su sumisión tiene algo en común
con lo que necesitaban los esclavos. Tal como a estos hubo que proporcionarles
tierra para que no se vieran obligados a pasar de la esclavitud a un trabajo
asalariado racista, las mujeres necesitan igualmente los medios económicos y los
cambios estructurales necesarios que les posibiliten, más allá de la igualdad
formal, acceder a los mismos puestos de poder social y económico que les estaban
vedados. Aunque parezca una reivindicación trasnochada, en multitud de
ocasiones los trabajos de mujeres y hombres están desigualmente remunerados en
función del sexo. Como otras feministas, Okin insiste en que es necesario
implementar las ayudas y la cobertura a las mujeres que van a dar a luz, para que
este hecho no se convierta en un elemento discriminatorio y permita a las mujeres
desarrollar una vida laboral en igualdad de condiciones y disfrutar de un permiso
parental con las garantías suficientes de poder reincorporarse a su anterior
trabajo32.
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32 Frente a las críticas feministas de Rawls, Okin intenta “redimir” la posición original rawlsiana aduciendo que la imagen de maximizadores puramente desinteresados refleja más que la elección entre egoístas racionales, la empatía, la benevolencia y la misma preocupación por los demás que por uno mismo. Aludiendo a textos de Rawls en los que éste habla de estos sentimientos morales, Okin intenta demostrar que ocupan también un lugar importante en su teoría de la justicia. Según Okin estas reflexiones de Rawls tienen como consecuencia la reducción de la oposición directa entre razón y sentimiento, justicia y cuidado, que han favorecido la exclusión de la mujer. Para esta interpretación véase especialmente, Okin, S. M., “Reason and Feeling in Thinking about Justice”, en Ethics, 1989, pp. 289 y ss.
34
Acomodar las exigencias legítimas que los grupos desfavorecidos de la
sociedad plantean a nuestro sistema democrático sigue siendo uno de los retos
fundamentales a los que se enfrenta la teoría política actual. Como he mostrado
en otros trabajos gran parte de las teorías de la justicia y la democracia del siglo
XX han hecho explícito que las bases de tal sistema democrático deben erigirse
sobre fundamentos imparcialistas, escrupulosamente respetuosos con las
libertades y derechos de todos los ciudadanos que se han sedimentado en nuestra
cultura pública. En contraste, la filosofía política que aboga por la afirmación de
las identidades diferenciales, y en particular la filosofía feminista, ha denunciado
la cortedad de miras de las teorías imparcialistas a la hora de tratar con las
particulares reivindicaciones de cada grupo minoritario o desaventajado33. Según
los autores afines a esta línea, la teoría política no debería construirse sobre los
parámetros imparcialistas y universalistas que ha manejado el liberalismo e
incluso cierto sector del republicanismo, sino sobre la consideración de la
diferencia de grupo y la constatación de la opresión real que estos grupos sufren,
aún en las sociedades democráticamente más avanzadas. El compaginar la
atención y las medidas necesarias para paliar la injusta y arbitraria situación a la
que se ven sometidas las personas que integran sectores minoritarios o
desfavorecidos de la sociedad, con los derechos formales más fundamentales,
sigue siendo una de las tareas pendientes en nuestro presente democrático. Por lo
mismo, se vuelve perentorio el diseño de programas y políticas que dispongan una
convivencia más democrática y plural en el futuro.
Sin embargo, no es cierto que la idea de la justicia como imparcialidad sea
errónea para articular las demandas de los grupos desfavorecidos de la sociedad.
Tales demandas nos obligan a reparar en que concebir esta imparcialidad
exclusivamente como neutralidad de las instituciones –protectoras de los derechos
iguales- ante el quehacer de los individuos es insuficiente. Resulta fundamental
igualmente atender a su dimensión dialógica-discursiva. Si así lo hacemos la
justicia como imparcialidad no es contrapuesta sino, al contrario,
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33 El propio Rawls reconoce al inicio de El liberalismo político, el peso que tienen en su obra las cuestiones relativas a la tolerancia política y religiosa frente a otras relacionadas con la diferencia: “Podría parecer que mi énfasis en la Reforma y en la larga disputa acerca de la tolerancia como orígenes del liberalismo político resulta anacrónico a la vista de los problemas de la vida política contemporánea. Entre nuestros problemas más básicos están los raciales, étnicos y de género. Y podría parecer que éstos son problemas de naturaleza muy distinta que requieren principios de justicia distintos de los discutidos por la Teoría.” ( Rawls, J., El liberalismo político, Barcelona, Crítica, 2006, p.24).
35
complementaria de la justicia como atención a la diferencia. La justicia como
imparcialidad así concebida expresa que sólo son justas las normas, leyes y
consensos que recogen por igual el interés de todos los potencialmente afectados.
La imparcialidad en este caso, lejos de concebirse como criterio absoluto,
ciego ante las diferencias, es una pauta deliberativa que enfatiza precisamente la
obligación democrática de acoger a todos aquellos que esgrimen una
reivindicación legítima. La imparcialidad, que no supone exclusión ni
justificación acrítica del orden existente, como mantienen algunas feministas, sino
inclusión y disposición a la crítica, expresa -tal como recuerda Habermas- el
contenido de la justicia postradicional. Esto es así porque ésta ya no puede
medirse en ninguno de los ámbitos sociointegradores de nuestro sistema –moral,
política, derecho- por el rasero de las ideas justificatorias de un “ethos” concreto.
Al contrario, ha de expresar en cualquiera de los tres ámbitos aludidos, lo que
está en el interés de todos, o lo que es lo mismo, aquellos contenidos básicos que
tenemos buenas razones para proteger y salvaguardar en todo caso.❚
Referencias bibliográficas:
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Críticas feministas a la democracia liberal | Iván Teimil García
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com 36
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-PHILLIPS, A., “Must Feminists Give up on Liberal Democracy?”, en Democracy
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¿Deben las feministas abandonar la democracia liberal?, en Castells, C. (comp.),
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(Edición castellana: Teoría de la justicia, México, FCE, 2002, 2ª Reimp.).
-RAWLS, J., Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1993.
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-YOUNG, I. M., “Communication and the Other: Beyond Deliberative
Democracy”, en Benhabib, S. (ed.) Democracy and Difference: Changing
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Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com 37
Donna Haraway. La redefinición del feminismo a
través de los estudios sociales sobre ciencia y tecnología34
Noemí Sanz MerinoUniversidad de Oviedo
Resumen: El pensamiento feminista dentro de la epistemología se abrió paso en la
década de los ochenta del pasado siglo. Los estudios de género, como parte de los
llamados estudios culturales dentro de la corriente de los Science Studies,
enriquecieron sobremanera este incipiente campo disciplinar a través de la
inclusión de nuevas categorías analíticas y objetos de estudio. Sin embargo, su
característica militancia política se veía limitada por los mismos debates internos
que afectaban al resto del feminismo contemporáneo desde su consolidación en
los años setenta. Con el presente trabajo se quiere destacar la importante
contribución de Donna Haraway a la superación de las llamadas Science Wars y,
especialmente, mostrar cómo, al mismo tiempo, redefinió el propio feminismo
epistemológico haciéndolo escapar de un debate interno que consideramos se
identificaba con la más general escisión entre feminismos de la igualdad y de la
diferencia.
Abstract: The Feminist thought makes its way within epistemology in the eighties
of the past century. Gender Studies, as part of the so-called Cultural Studies,
enriched the incipient Science Studies including new analytical categories and
focuses of attention. However, their characteristic political militancy became
limited by the same internal debates that had affected the rest of the
contemporary feminism since the seventies. In this work I stress the Donna
Haraway’s important contribution to overcome the Science Wars and,
particularly, I expose how, at the same time, she redefined the feminist
epistemology helping it to escape from its also division between “Difference
Feminism” and “Equity Feminism”. ❚
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34 Este trabajo no hubiera sido posible sin el apoyo del Ministerio español de Ciencia e Innovación a través del proyecto de investigación “Concepto y dimensiones de la cultura científica“ (FFI2008-06054/FISO).
38
Donna Haraway. La redefinición del feminismo a
través de los estudios sociales sobre ciencia y tecnología
Noemí Sanz MerinoUniversidad de Oviedo
I. Introducción
El feminismo contemporáneo obtiene su madurez como movimiento
teórico-político en la década de los años sesenta del pasado siglo, en el contexto
de los movimientos contraculturales y por los derechos civiles, especialmente
destacados en EEUU. A este nuevo periodo se le llamó la “segunda ola” del
feminismo, para diferenciarlo de las primeras formas de defensa y reivindicación
de los derechos de la mujer que se habían sucedido desde la ilustración francesa
hasta los sufragismos inglés y norteamericano de principios del siglo XX. Pero, al
igual que aquella primera ola no estuvo constituida por un enfoque teórico y
político uniforme acerca de la figura femenina en la vida social occidental,
tampoco la segunda ola designa a un movimiento feminista homogéneo.
Si bien al comienzo de la misma existió brevemente una hegemonía del
posteriormente llamado “feminismo de la igualdad”, a principios de la década de
los setenta se puede hablar ya de la consolidación de una fuerte crítica a éste
desde el conocido como “feminismo de la diferencia”. Se podría pensar que,
como para ambos feminismos lo importante era que mujeres y hombres tuvieran
los mismos derechos civiles y reconocimiento social, ello sería suficiente para
hacer viable un proyecto político-social compartido. Pero, según no pocos
especialistas, el feminismo como movimiento social y político efectivo se vio
truncado en aquella segunda ola, precisamente, por la distinta manera de pensar
las condiciones de partida para esa igualdad social, las cuales parecían demasiado
vinculadas a la defensa o no de diferencias naturales y/o histórico-sociales entre
géneros. Se trata de lo que Nancy Fraser35 catalogó como el fracaso a la hora de
relacionar una política cultural de identidad y diferencia con una política social
de justicia.
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35 Nancy Fraser, “Multiculturalidad y equidad entre los géneros: Un nuevo examen de los debates en torno a la ‘diferencia’ en EE.UU.”, Revista de Occidente, n. 173, 1995, pp. 33-55.
39
Como veremos en los siguientes apartados, se puede establecer un
paralelismo entre esta trayectoria teórico-política y lo sucedido con los llamados
estudios de genero sobre ciencia y tecnología. La epistemología feminista
mantendrá un interés reivindicativo por un lugar más destacado de la mujer en las
prácticas tecnocientíficas, primero, y más tarde defenderá el género como
categoría sociológica que habrá de tenerse en cuenta también en el análisis
epistemológico sobre la justificación de teorías científicas y en la aceptación de
determinados desarrollos tecnológicos. Con ello, enriquecerá los Estudios sociales
de la ciencia, habitualmente adolecientes de una interpretación prescriptiva sobre
el proceder científico-tecnológico. Sin embargo, sus representantes, escindidos
igualmente según sus interpretaciones epistemológicas fueran ofrecidas desde la
igualdad o la diferencia, serán también blanco de las críticas de lo que emergerá,
entonces, como una tercera ola del feminismo dentro de la epistemología
finisecular. Donna Haraway será una de las principales protagonistas de esta
nueva postura.
II. El “género” y la teoría feminista
El punto de vista feminista hegemónico hasta principios de los años setenta
fue aquel que defendía la posibilidad de un proyecto político profundamente
igualitario para hombres y mujeres. Según este feminismo de la igualdad,
cualquier diferencia a la que se pudiera apelar en la construcción de tal proyecto
común denotaba algún tipo de sexismo. Esta postura se mantuvo incluso cuando
la categoría de “género”, en tanto diferenciada de la de “sexo”, se hizo con el
protagonismo de las disputas entre esta postura y la del feminismo de la
diferencia en el ámbito de los estudios sociales y culturales propios del último
tercio del siglo veinte.
Aunque la categoría analítica “género” en las ciencias sociales, como una
condición humana no innata y vinculada al ámbito de la cultura, comenzó a
utilizarse en primer lugar en la psicología médica teórica y clínica interesada en
los trastornos de identidad sexual, fueron los estudios antropológicos donde
floreció el uso de la versión anti-biologicista de “género” 36, allanando con ello el
camino a la aparición de la primera versión del feminismo de la diferencia.
Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
36 Marta Lamas, “La antropología feminista y la categoría de ‘género’”, Nueva Antropología, Vol. VIII, n. 30, 1986, pp. 174-198.
40
Hasta los años setenta, la tendencia generalizada dentro de los análisis
antropológicos era la de tener en cuenta la diferencia sexual como una variable
explicativa del estatuto social y/o la división del trabajo, es decir, de las
identidades culturales. El sexo, como un factor natural inmutable, determinaba
funciones tan fundamentales como la maternidad, la cual solía justificar, a su vez,
la tradicional reclusión femenina en el ámbito de la vida privada. La aparición del
“género” fue el comienzo del fin de modelos tan clásicos como el de la teoría
paleoantropológica que concedía una papel subordinado a la mujer-recolectora
respecto de las actividades propias del hombre-cazador (vinculándolas siempre a
consideraciones biológico-anatómicas).37
Durante los años setenta surgieron multitud de estudios de caso que
mostraban que, en distintas culturas, los hombres y mujeres desempeñaban las
mismas actividades (es decir, en unas comunidades eran las mujeres las tejedoras
de canastos, mientras que en otras podían ser los hombres, por ejemplo). Al
mismo tiempo y sin embargo, tal diferenciación en esas tareas era culturalmente
justificada como propias de cada sexo sobre los mismos argumentos. La división
de trabajo y poder, por tanto, ya no mostraba una correlación tan clara con las
características sexuales, sino con un rasgo que se presentaba relativo a cada
cultura concreta: el género. De esta manera, éste se convirtió en el centro de
atención. Ya no había que estudiar las diferencias biológicas como las diferencias
de género.
En este contexto, la antropología y otros estudios culturales que utilizaron
el prisma feminista hicieron suya aquella consideración de Simone de Beauvoir
acerca de que “no se nace mujer, se llega a serlo”38. El “género”, como producto
cultural, dentro del binomio naturaleza/cultura, no sólo permitía desvelar cómo la
condición sexual como argumento de las ciencias sociales se presentaba más bien
como el resultado de una naturalización del “género” (es decir, que el “sexo” era
Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino
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37 Las necesidades de la caza se presentaron durante mucho tiempo como el nicho de la cooperación, comunicación, uso de herramientas, etc. que habrían desencadenado la evolución cultural propia de los homínidos. Como alternativa a esta teoría del hombre cazador, establecida a mediados del siglo XX, paleoantropólogas como Adrianne Zihlman y Nancy Tanner presentaron la versión contraria basándose en similares argumentos: fue, precisamente, la necesidad de crianza el contexto para el desarrollo de la comunicación y la inteligencia, mientras que la recolección de frutos y plantas se presentó como la fuente alimenticia más segura y constante durante la evolución homínida. Véase: N. Tanner y A. Zihlman, “Women in Evolution. Part 1. Innovation and Selection in Human Origins”, Signs, n.1, 1976, pp. 585-608.38 Simone de Beauvoir, El segundo sexo, en Obras Completas, Vol. 2, Madrid: Aguilar, 1981 [original 1949], p. 247.
41
un constructo social), sino que, además, ayudaba a esclarecer con mayor
precisión cómo esa supuesta diferencia natural se volvía política y socialmente
desigualdad.39
El feminismo de la igualdad había ejercido su militancia en la defensa de
una igualdad de derechos civiles, especialmente, fundamentándose en
reinterpretaciones de las polémicas contractualistas clásicas del XVII, pues las
relaciones entre hombres y mujeres bien podían ser vistas también como resultado
del contrato civil moderno: la libertad civil conseguida mediante el contrato social
no habría sido universal porque, a su vez, habría sido también un contrato sexual
que perpetuó la tradicional dominación masculina. Las propias mujeres habrían
sido, asimismo, objeto de tal contrato: “El contrato (sexual) es el vehículo
mediante el cual los hombres transforman su derecho natural sobre la mujer en la
seguridad del derecho civil patriarcal”.40
Con el uso de la categoría “genero” por parte del feminismo de la
diferencia, la teoría y el activismo feministas pudieron entrar a combatir
directamente los más profundos fundamentalismos biologicistas que habían
contribuido a perpetuar ese supuesto contrato sexual. Ahora bien, aún
considerándose el binomio entre géneros masculino y femenino un artefacto
cultural impuesto histórico-culturalmente que habría posibilitado las estructuras
socio-políticas subyugantes de la figura femenina en las diferentes culturas, para
las feministas de la igualdad cualquier diferenciación que se admitiese como
punto de partida era sinónimo de sexismo y sospechosa de esencialismo, por lo
que su postura continúo minimizando la diferencia misma entre ambos géneros.
Aun con todo, la mayor limitación del feminismo de la diferencia se encontró en
su propia evolución.
El también llamado feminismo cultural surgió como rechazo interno a lo
que parecía un enfoque feminista aún androcéntrico, tanto en su análisis de la
historia de las mujeres como en su propuesta de una sociedad más justa. No le
faltaba razón al considerar que la aspiración del feminismo de la igualdad era la
inclusión de la mujer en la esfera pública tal y como ésta ya existía. El primer
feminismo no entraba a criticar las características estructurales de ese ámbito
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39 M. Lamas, op. cit., p. 184 y ss.40 Carole Pateman, El contrato sexual, México: Anthropos, 1995 [original 1988], p. 15.
42
como resultantes del patriarcado histórico, sino que, además, al hacerlo, según las
teóricas de la diferencia, devaluaba la condición femenina misma: aceptaba la
masculinidad como norma en su caracterización de lo que debía ser una sociedad
igualitaria universal. Por otro lado, estaba su también homogenización sexista de
pensar en términos universales la condición de subordinación femenina,
ocultando su implicación en jerarquías de clase, raza, etnicidad y sexualidad. En
realidad, esta última consideración crítica será aplicable a ambos feminismos y
constituirá un elemento fundamental del malogrado proyecto político de la
segunda ola del feminismo.41
A mediados de los años ochenta, tras la orquestación política de los
distintos movimientos sociales resultantes de la contracultura42, el consecuente
protagonismo teórico y político del debate en torno al multiculturalismo y la
postmodernidad, y del florecimiento ya señalado de los estudios culturales
feministas desde las ciencias sociales, surge un segundo tipo de feminismo de la
diferencia en el que se pasarán a centrar las discusiones feministas, al menos,
hasta mediados de la década de los noventa. Lo que empezó como una
reconfiguración feminista interna en torno a la diferencia entre géneros
(masculino-femenino) se volvió, por aquellos años, una redefinición en términos
intra-género (es decir, en torno a las diferencias entre mujeres).
Como avanzábamos, la principal crítica dirigida desde el feminismo de la
igualdad al de la diferencia tenía que ver con su caída en el sexismo, pues su
exaltación de la femineidad en sí, si bien no se basaba en argumentos
naturalizados, respondía a estereotipos socio-culturales que perpetuaban las
diferencias de poder existentes entre géneros. Efectivamente, las primeras teorías
de la diferencia tendían a privilegiar el fenómeno femenino, como si su condición
histórico-cultural les hubiera dotado de unos valores mejores a nivel socio-
político, lo que según las críticas no hacía más que perjudicar a las mujeres, pues
destacaban como origen de tales virtudes las funciones domésticas, familiares, etc.
tradicionalmente desempeñadas. Además, aunque no todas las feministas de la
diferencia necesariamente presentaban como mejor a la femineidad frente a la
masculinidad, casi todas exaltaban la igualdad de género entre mujeres, a través
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41 N. Fraser, op. cit. 42 Aant Elzinga y Andrew Jamison, “Changing Policy Agendas in Science and Technology”, en Sheila Jasanoff et al. (Eds), Handbook of Science and Technology Studies. Sage Publications, 1995, pp. 572-597.
43
de la defensa de la existencia de una suerte de solidaridad femenina universal
como consecuencia de la dominación compartida a lo largo de la historia. Pese al
explícito rechazo del tradicional innatismo de las teorías androcéntricas por parte
de las teóricas de la diferencia, tanto su apelación a un sexismo cultural como a
una supuesta solidaridad femenina las acercaban sobremanera también al
esencialismo, aunque se tratara de uno cultural más que biologicista.
En ese mismo esencialismo centrarán su atención las voces críticas de
feministas lesbianas, afroamericanas y de distintas etnias y clases sociales. Un
nuevo feminismo de la diferencia pone de manifiesto cómo no es lo mismo ser
mujer heterosexual y cristiana en EEUU que serlo afroamericana y pobre. De
hecho, no es lo mismo ser mujer en Europa que en la India. Para estas nuevas
teóricas, tanto el universalismo intra-género como la supuesta solidaridad
femenina defendidos hasta entonces eran quimeras igualmente cargadas de
valores culturales muy concretos: occidentales, blancos, heterosexuales, de clase
media, etc. A mediados de los ochenta se empezaba a hacer patente que no sólo
había dos géneros (masculino y femenino) sino que había una gran diversidad de
los mismos (transexuales, lesbianas, gays, travestidos, etc.), y, además, que todas
esas categorías, así como el reconocimiento social de tales condiciones, estaban
también profundamente contextualizadas en diversas circunstancias y discursos
socio-culturales.
A finales del siglo veinte había, pues, una constelación de teorías y
propuestas feministas que llegaron hasta el relativismo y el antiesencialismo más
radicales, afirmando, por ejemplo y respectivamente, que todas las formas de
feminismo y de cultura tienen el mismo valor, o que todas las identidades se
reducen a ficciones discursivas represivas43. Todas estas perspectivas eran, sin
duda, difícilmente reconciliables, lo que no facilitó un proyecto político concreto,
aunque, por otro lado, ello fue lo que constituyó el germen de la tercera ola
dentro del feminismo, tal y como mencionaremos al final de este trabajo.
Pese a estas cuestiones teóricas, a partir de los años setenta, el progreso civil
del colectivo femenino era a nivel de derechos civiles equiparable al masculino en
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43 En el citado trabajo de Nancy Fraser se puede encontrar una revisión breve de todas estas teorías y sus críticas mutuas. Véase, en relación al uso concreto de “género”, Donna Haraway, “‘Género’ para un diccionario marxista: la política sexual de una palabra”, en Ciencia, Cyborgs y Mujeres: La reinvención de la Naturaleza, Valencia: Ediciones Cátedra, 1995 [original 1991], pp. 213-251.
44
la mayoría de los estados desarrollados. Ahora bien, quedaban aún muchos
caballos de batalla en la vida cultural de estos países para poder hablar de una
paridad generalizada. La actividad científica, tan fundamental para la vida
pública de los países postindustriales, era un buen ejemplo de la falta de
participación femenina o, al menos, de uno de esos lugares donde se mantenían
blindados techos de cristal. De hecho, dado el incremento del protagonismo y
relevancia sociales de la ciencia y la tecnología durante el siglo veinte, no es de
extrañar que el feminismo encontrara en su estudio un importante escenario para
su activismo político. Antes de entrar a tratar específicamente los estudios de
género sobre ciencia y tecnología así como, más concretamente, la epistemología
feminista, veamos primero el contexto académico del que pasaron a formar parte:
los ahora en conjunto identificados indistintamente como Estudios sociales de la
ciencia y la tecnología o Estudios sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS).
III. La guerra (civil) de la ciencia
La consolidación de los Estudios sociales sobre ciencia y tecnología se sitúa
en la década de los ochenta del pasado siglo, pero su aparición se remonta a dos
décadas antes. A este respecto suelen distinguirse dos orígenes paralelos de los
mismos aunque, sin embargo, hoy se consideran ya parte de un mismo colegio
invisible. 44
Por un lado, también en el contexto de los movimientos contraculturales
estadounidenses aparece un activismo intelectual y social que, en concreto, se
posiciona contra las consecuencias socialmente negativas de la implantación de
los desarrollos científico-tecnológicos para la sociedad y el medio ambiente,
apareciendo entre los años sesenta y setenta los primeros trabajos de lo que se
conocería como Science, Technology and Society (Estudios de ciencia, tecnología
y sociedad o CTS). Esta tendencia, también identificada posteriormente en la
bibliografía especializada como tradición americana, vertiente social o “baja
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44 No obstante este desenlace, en realidad la división entre una tradición europea y una americana en los estudios CTS no es tan simple. Los propios estudios feministas sobre ciencia y tecnología ejemplifican este hecho. La epistemología feminista, que comparte un interés político tanto por las consecuencias tecnocientíficas sobre la sociedad como por la caracterización de unas ciencia y tecnología mejores, tuvo en su origen una transcendental presencia en Estados Unidos. De hecho, los estudios Ciencia, Tecnología y Género (como también son denominados) engloban tal variedad de tendencias y estudios que nos invita a verlos como un movimiento amplio y complejo, con su propio devenir teórico-histórico, más allá de los estudios CTS en general.
45
iglesia”45, tiene su origen simbólico en la obra de la bióloga Rachel Carson, La
primavera silenciosa (1962).
Tanto la obra de Carson como los movimientos sociales canalizaron otras
opiniones académicas sensibilizadas con el tema, politizándolas46. De entre ellas,
destacarían los propios estudios de género, en su origen vinculados esencialmente
al campo médico47. A los movimientos feministas y raciales, tanto políticos como
académicos, se les unirían pronto los ecologistas, cuyos activismo y expansión por
entonces les erigieron como un nuevo grupo influyente socialmente48. Es así
como, a finales de los sesenta, apareció una militancia concreta desde los propios
expertos que, no en vano, fue identificada ya entonces como la “academia
disidente”49. En fin, los estudios CTS se constituyeron como una serie de análisis
provenientes de muy diversas disciplinas científicas (técnicas, naturales y sociales)
que se unieron a la crítica popular, apoyándola con casos de estudio y
proponiendo soluciones prácticas cargadas de un fuerte compromiso ético-
político, lo que condujo en ciertas ocasiones a importantes reformas en las
políticas administrativas estadounidenses.
La tradición CTS norteamericana englobaba una serie de líneas de
investigación muy heterogéneas: historia de la cultura tecnológica, ética de la
ciencia y la tecnología, en torno al debate “determinismo” / “autonomía”
tecnológicos, crítica política de la tecnología, evaluación y control social, crítica
religiosa a la tecnología, didáctica de las ciencias, etc. En su desarrollo recogían
perspectivas teóricas como el pragmatismo, la filosofía clásica de la tecnología, la
fenomenología, el marxismo, etc. Más concretamente, lo que caracterizó a este
primer movimiento CTS fue:50 su énfasis en las consecuencias sociales de los
sistemas científico-tecnológicos; su atención a la tecnología y, secundariamente, a
la ciencia; su carácter práctico y prescriptivo; su marco valorativo principalmente
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45 Steve Fuller, “¿Se han extraviado los estudios de la ciencia en la trama kuhniana?: sobre el regreso de los paradigmas a los movimientos”, en Ibarra y López Cerezo (Eds.), Desafíos y tensiones actuales en Ciencia, Tecnología y Sociedad, Madrid: Biblioteca Nueva-OEI, 2001, pp. 71-98.46 Hilary Rose y Steven Rose (Eds.), The radicalisation of science, London: Macmillan, 1976; A. Elzinga y A. Jamison, op. cit.47 A. Elzinga y A. Jamison, op. cit. 48 Kirkpatrick Sale, The green revolution. The American Environmental Movement 1962-1992. New York: Ill and Wang, 1993.49 Teodore Roszak, El nacimiento de la contracultura, Barcelona: Kairós, 1970 [original 1968].50 Marta I. González García et al., Ciencia, Tecnología y Sociedad. Una introducción al estudio social de la ciencia y la tecnología. Madrid: Tecnos, 1996, p.69.
46
desde la ética y la teoría de la educación; y, finalmente, su institucionalización
administrativa y académica en Estados Unidos (desde sus orígenes).
Por otra parte está el origen de la llamada tradición europea y/o académica,
“alta iglesia” o, más específicamente, los Science Studies (aunque también incluye
Science & Technology Studies), los cuales centraron su análisis y crítica en los
momentos de la generación científica y tecnológica, es decir, en el contexto de la
comunidad científica y sus procesos de producción. En este sentido, este enfoque
se originó y desarrolló él mismo exclusivamente en el ámbito universitario. Su
objetivo fue el posicionarse en contra de la línea epistemológica de la filosofía y
sociología de la ciencia que aún dominaba por entonces (lo que se puede
generalizar como “concepción heredada”, resultado de los más de cincuenta años
de dominio en el campo del positivismo y empirismo lógicos). Para ello amplió
disciplinarmente el punto de vista de la reflexión metacientífica con aportaciones
de la sociología, la antropología, la psicología, etc. Su origen específico se
enmarca en la reacción antipositivista de los años cincuenta y sesenta
(ejemplificada en los trabajos de Quine, Feyerabend, Hanson, etc.) y cuyo punto
culminante se sitúa en la publicación de La estructura de las revoluciones
científicas de Thomas Kuhn (1962). Todo ello dio lugar a la autodenominada
“interpretación radical” de éste nacida en la Escuela de Edimburgo. En particular,
esta tradición europea se identificó por: su énfasis en los factores sociales
antecedentes; su atención a la ciencia y, secundariamente, a la tecnología; su
carácter teórico y descriptivo; y por su institucionalización académica desde su
origen51.
Junto con el segundo Wittgenstein, ciertos trabajos en historia social de la
ciencia, la sociología del conocimiento de Durkheim sobre ordenamiento social y
la causalidad social del conocimiento, los trabajos de la filósofa Mary Hesse
sobre los modelos y analogías subyacentes a los paradigmas científicos, y los de la
antropóloga Mary Douglas sobre el simbolismo socialmente construido que sirve
de base a las normas de conducta permitieron a David Bloor y Barry Barnes52
traspasar definitivamente la tradicional frontera entre factores internos y externos
de la ciencia y proponer una “sociología del conocimiento científico” (Sociology
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51 Ibidem.52 David Bloor, Knowledge and Social Imagery. Chicago: The University of Chicago Press, 1991 [2ª edición, original 1976]; Barry Barnes, Interests and the growth of knowledge, Londres: Routledge, 1977.
47
of Scientific Knowledge, también SSK). Es decir, las intérpretes radicales de Kuhn
buscaron el establecimiento de conexiones causales entre conocimiento científico
y factores sociales, frente a la tradición epistemológica imperante que sólo tenía
en cuenta factores epistémicos a la hora de explicar la aceptación de teorías y/o
hipótesis científicas53.
Siguiendo esta perspectiva, surgieron el EPOR (Empirical Programme of
Relativism) de H. M. Collins y el SCOT (Social Construction of Technology) de
T. Pinch y W. E. Bijker –que añadieron este análisis al desarrollo de tecnologías.
En su conjunto, estas propuestas epistemológicas se dedicaron a hacer una
revisión y reconstrucción de los episodios más paradigmáticos de la producción
del contenido de la ciencia moderna. Habitualmente, la Teoría del Actor-Red
(Actor-Network Theory o ANT), la única oficialmente superviviente y aún hoy en
expansión, suele describirse como el paso siguiente en la tendencia relativista que
parecía haber supuesto el constructivismo social radical de la tradición descrita
hasta ahora54.
De la mano de estos distintos programas epistemológicos comenzó un
rechazo explícito contra los supuestos teórico-metodológicos más importantes de
la concepción heredada, aquellos que se mantenían sobre una atención asimétrica
a los pares de categorías incluidas en los siguientes dualismos aceptados como
incuestionables: ciencia/sociedad, hechos/valores, factores epistémicos/no
epistémicos, contextos de descubrimiento/de justificación, etc. Tal nuevo enfoque
se fundamentó, por el contrario, en un mayor o menor énfasis compartido de los
siguientes principios:55
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53 La Teoría de los intereses de Barnes se presentó como el modelo interpretativo para dar cuenta del análisis sociológico según los principios teórico-metodológicos propuestos por Bloor, el Strong Programme (Bloor, op.cit.):Causalidad: la sociología del conocimiento científico ha de ser causal, esto es, ha de centrarse en las condiciones que producen creencia o estados de conocimiento.Imparcialidad: ha de ser imparcial respecto de la verdad y la falsedad, la racionalidad y la irracionalidad, el éxito o el fracaso. Ambos lados de estas dicotomías necesitarán explicación.Simetría: los mismos tipos de causas explicarán tanto las creencias falsas como las verdaderas.Reflexividad: en principio, sus pautas explicativas han de poder aplicarse a la sociología misma.54 E.g. González García et al., 1996, op cit.; Alain Sokal y J. Bricmont, Imposturas Intelectuales. Barcelona: Editorial Paidós, 1999 [original 1997]; Paul Boghossian, Fear of knowledge: against relativism and constructivism. New York: Oxford University Press, 2006.55 Emilio Lamo de Espinosa et al., La sociología del conocimiento y de la ciencia. Madrid: Alianza Universidad, 1994, pp. 520-521.
48
Principio de naturalización: Si las variables sociales intervienen en el proceso de investigación científica (modos de producción y validación), las ciencias sociales pueden dar cuenta del corpus del conocimiento científico.
Principio de causación social: La actividad científica no la llevan a cabo sujetos epistémicos ideales, sino grupos sociales concretos que se inscriben en un medio social también concreto. El conocimiento científico es, así, resultado del tipo de estructuración de tales organizaciones sociales, convencionalmente llamadas comunidades científicas.
Principio del constructivismo: El conocimiento científico es una representación que no proviene directamente de la realidad ni es su reflejo literal. La experiencia no es neutral. El conocimiento y, en buena medida, la realidad se consideran socialmente construidos.
Principio del relativismo: No hay ningún criterio universal que garantice la verdad de una proposición o la racionalidad de una creencia. Todos los procesos de producción y validación son el resultado de la interacción social entre científicos y/o entre éstos y el entorno social.
Principio de instrumentalidad: La ciencia no difiere sustancialmente de otros tipos de conocimientos, tan sólo lo hace en tanto que tiene una mayor eficacia en la resolución de problemas (función instrumental y pragmática).
En términos generales podemos afirmar que tanto la SSK como las
posteriores versiones de esta nueva sociología de la ciencia –desde los estudios de
laboratorio (e.g. ANT) a los de controversias (e.g. EPOR)– siguieron dichas
directrices. Ahora bien, aunque muchos de aquellos principios han sido asumidos
en cierto grado desde entonces hasta nuestros días, no existió una duradera “paz
en el [nuevo] feudo” de la sociología del conocimiento científico. Las conocidas
como “guerras de la ciencia”,56 de la década de los noventa, no fueron –a pesar
de Sokal– más que la culminación de un proceso de revisión interna de aquellos
principios por parte de las distintas vertientes de la SSK, que se daba ya desde
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56 Con este nombre el editor de Social Text, Andrew Ross, presentaba en 1996 un monográfico dedicado a la reflexión sobre los factores sociales y políticos que inciden en la ciencia. Fue en este mismo número donde apareció el artículo de Alan Sokal donde se hizo pasar por un físico converso al postmodernismo (véase, “Transgressing the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity”, Social Text, 46/47, 1996, pp. 217-252). Dos meses después Sokal haría pública su “broma” y su denuncia, con ello, de la facilidad con que se podía publicar en una revista de ciencias sociales sin ningún tipo de fundamento científico (véase, “A phyisics experiments with Cultural Studies”, Lingua Franca, mayo-junio, 1996, pp. 62-64). No es necesario entrar aquí a explicar en qué consistieron estos años de recelo y crítica mutuas entre las ciencias naturales y las sociales, pues esta guerra explícita entre las dos culturas tuvo una gran repercusión en la bibliografía especializada. Ahora bien, el debate subyacente tenía que ver, más bien, con una lucha entre dos maneras de entender la ciencia misma, su respectivo estatuto epistémico y, por tanto, su prestigio social. En este sentido, los verdaderos contrincantes de los constructivistas fueron, no tanto los científicos en tanto tales, sino los defensores del racionalismo epistémico (de ahí que muchos fueran filósofos de la ciencia).
49
finales de la década de los setenta57 . O, al menos, no sólo hubo una “guerra”
entre las ciencias naturales y lo que podría parecer una postura postmoderna
compartida en contra de éstas por parte, especialmente, de analistas sociales,
humanistas, feministas, ecologistas, etc. Hubo, en general y durante más tiempo,
una auténtica guerra civil entre estas últimas perspectivas, una protagonizada,
especialmente, por la discusión en torno a dos problemáticas distintas, aunque
relacionadas: la normatividad epistemológica y la normatividad socio-política. 58
La primera de estas contiendas internas giró especialmente en torno a la
radicalización de dos de los principios antes señalados: una derivada del giro
naturalista y la otra del giro sociológico, ambas íntimamente unidas. Con ello
surgió el temor epistemológico a lo que parecía una combinación de dos
relevantes consecuencias: por un lado, que el naturalismo parecía llevar al
abandono de la normatividad, por otro, que –con los estudios constructivistas–
aparentemente se emprendía un camino sin retorno al relativismo epistémico.
Como explicita Ronald N. Giere, según el “argumento del relativismo, […]
la filosofía de la ciencia sería incapaz de distinguir la ciencia buena de la mala.
[…] Tal filosofía de la ciencia sería, en el mejor de los casos, inútil, y en el peor,
perniciosa”. En cambio, el “argumento de la normatividad” defiende que “el
objetivo de la filosofía de la ciencia, sin embargo, no es simplemente el de
describir los métodos que emplean los científicos, sino el de prescribir qué
métodos deberían emplear”.59 Estos debates, que Giere presenta dentro de la
reacción filosófica antipositivista, no calaron posteriormente sólo en la tradición
filosófica poskuhniana, sino que fueron replicados dentro de los Science Studies y
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57 Antonio Arellano Hernández, “La guerra entre ciencias exactas y humanidades en el fin de siglo: el ‘escándalo’ Sokal y una propuesta pacificadora”, Ciencia Ergo Sum, Vol. 7, n. 1, México, 2000, pp. 56-66.58 Algunos ejemplos de todo ello son: David Bloor, “Anti-Latour”, Studies of History and Philosophy of Science, Vol. 30, nº 1 (marzo), 1999a, pp. 81-112; D. Bloor “Reply to Bruno Latour”, Studies of History and Philosophy of Science, Vol. 30, nº 1 (marzo), 1999, pp. 131-136; Harry Collins y Steven Yearly, “Epistemological Chicken”, en A. Pickering (Ed.), Science as Practice and Culture, Chicago: University of Chicago Press, 1992, pp. 301-326; Langdom Winner, “Constructivismo social: abriendo la caja negra y encontrándola vacía”, en Iranzo et al. (Coords.), Sociología de la ciencia y la tecnología, Madrid: CSIC, 1995, pp. 305-318 [original 1993]; Bruno Latour “For Bloor and Beyond: A reply to David Bloor’s ‘Anti-Latour’”, Studies in History and Philosophy of Science, Vol. 30 nº 1, 1999, pp. 113-129; Michel Callon y B. Latour, “Don´t throw the Baby out with the Bath School! A reply to Collins and Yearly” en A. Pickering, op. cit., pp. 343-368; S. Fuller, op. cit.59 Ronald N. Giere, “Filosofía de la ciencia naturalizada”, en Adelaida Ambrogi (Ed.), Filosofía de la ciencia. El giro naturalista. Palma: Universidad de las Islas Baleares, 1999, pp. 103-134 [original 1985]; la cita en la p. 106 [Cursivas en el original].
50
entre éstos y los estudios CTS norteamericanos al entrar, todos ellos, a formar
parte de un mismo “colegio invisible” de estudios sociales sobre ciencia. Las
tempranas polémicas entre Latour, Bloor y Collins, por ejemplo, acerca del
excesivo constructivismo, relativismo y descripcionismo de uno u otro, son
muestra de esta primera dimensión de la guerra civil de los estudios sociales de la
ciencia.
Por otro lado, los enfoques CTS, con su origen fundamentalmente
contestatario, no compartían que la única preocupación normativa de la nueva
sociología de la ciencia y la tecnología tuviera que ver con cómo las ciencias
sociales han de explicar la actividad y producción científico-técnicas. Por ejemplo,
¿cómo se podría admitir, desde el feminismo epistemológico, la mera tarea de
descripción del quehacer de una ciencia patriarcal? De hecho, la preocupación
normativo-epistemológica se vinculará pronto a una reflexión normativa de cariz
socio-político dentro de este debate interno, es decir, un tipo de análisis que va
más allá de la valoración epistemológica acerca de qué es buena ciencia en su
dimensión teórico-metodológica (tarea clásica de la epistemología como teoría del
conocimiento científico)60. Además de que la ciencia es fundamentalmente una
práctica social, está el hecho de que es una práctica importante y determinante en
la sociedad. Surge así la cuestión en torno a su posible valoración también en
términos de su bondad socio-política. Se trata del debate en torno a la obligación
o no de un compromiso ético-político del analista de la ciencia y a qué objetivos
habría de responder éste. Es acerca de esta última preocupación respecto de la
cual destacarán las reflexiones feministas dentro de la epistemología, es decir,
para ellas será fundamental responder a preguntas tales como: ¿qué se considera
buena ciencia en tanto fenómeno social? o ¿a qué tipo de justificación y
legitimación sociales responde su práctica?
Ambos, los estudios de género y los estudios sociales sobre ciencia, como
parte de los llamados estudios culturales sobre ciencia, compartían muchas
similitudes e importantes giros epistemológico-metodológicos. Ambos defendían
la construcción social de los hechos científicos, exponiendo la inmutabilidad de la
Naturaleza a la flexibilidad de la Cultura. En general, mientras los estudios
sociales de la ciencia hicieron uso de factores sociales como “valores”, “intereses”
y “convenciones” para minar la preeminencia en las explicaciones positivistas y
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60 Javier Echeverría, La revolución tecnocientífica. México: FCE, 2003.
51
racionalistas de los factores epistémicos como “evidencia”, “hechos”, etc.; las
feministas -en su lucha particular contra la hegemonía de los reduccionismos
biologizantes- hicieron similar movimiento poniendo su énfasis también en el
factor socio-cultural, pero de la dicotomía sexo/género. En fin, ambos partirán de
la artificialidad socio-cultural de los hechos científicos y su objetividad, hasta
entonces considerados representaciones fieles de una naturaleza independiente del
sujeto cognoscente.
Sin embargo, el matiz de la atención concreta por el género fue más
determinante de lo que pudiera parecer a simple vista. De hecho, hubo
importantes diferencias entre ambos enfoques, las cuales permanecieron durante
más de una década como conflictos aparentemente insolubles entre ambas
propuestas metacientíficas. En términos generales, las principales críticas que los
estudios sobre Ciencia, Tecnología y Género dirigieron a los demás estudios
constructivistas sobre ciencia y tecnología se centraron en su:61
Atención por la generación del desarrollo científico-tecnológico. Esta exclusividad como foco de análisis social supone ciertas limitaciones tanto analíticas como teórico-reflexivas. Por un lado, pierden la capacidad de dar cuenta de las consecuencias científico-tecnológicas sobre la sociedad, donde los sesgos de género presentes en los productos tecnocientíficos (ya sean a nivel simbólico y/o material) se intensifican. Por otro lado, corren el riesgo de caer en un modelo explicativo unidireccional que entienda la generación de conocimiento y artefactos únicamente como un proceso que va desde el sistema ciencia y tecnología hacia la configuración de la sociedad. Ello haría perder de vista tanto otros efectivos y potenciales productores como, lo que es más importante, la posibilidad de desarrollo de interpretaciones, modelos y productos alternativos.62
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61 Por supuesto, algunos de los siguientes puntos críticos irán más dirigidos a ciertos programas constructivistas que a otros, pero no creemos que una diferenciación de los mismos tenga relevancia para los objetivos de este trabajo. No obstante, para una panorámica algo más específica de las principales críticas feministas al análisis social sobre la ciencia, puede verse: V. Singleton, "Feminism, Sociology of Scientific Knowledge and Postmodernism: Politics, Theory and Me", Social Studies of Science, n. 26 (1996), pp. 445-468. Mientras que en relación a los enfoques en conflicto interesados más bien en el análisis de los procesos tecnológicos, véase: V. Sanz González, “El conflicto entre el constructivismo y los estudios feministas sobre tecnología en el estudio de las fases de uso y consumo”, Clepsydra: Revista de estudios de género y teoría feminista, Vol. 5 (abril 2007), pp. 129-146.62 Como se mencionará brevemente en el siguiente apartado, pues no es objeto concreto de este trabajo, dentro de la reflexión y análisis feminista hay un destacado grupo de investigadoras trabajando sobre los contextos de recepción y uso tanto de la ciencia como de la tecnología. De hecho, y como ya se había señalado, su amplitud temática y postura normativa en torno a la ciencia y la tecnología impiden que el enfoque feminista pueda ser fácilmente reducido a una de dos tradiciones señaladas de origen de los estudios sociales sobre ciencia y tecnología.
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Homogenización de los agentes. Independientemente de que atiendan a los contextos de generación y/o difusión y uso del conocimiento y los artefactos en cuestión, no toman significativamente la diversidad de actores involucrados. Ello les impide ver las diferencias entre capacidades y poder de control, mientras que, dependiendo del caso y contexto, esas diferencias pueden explicar determinados cursos de acción, elección, justificación, etc. De nuevo, ello limita tanto la capacidad explicativa de sus programas epistemológicos como la propuesta de proyectos de acción o productos alternativos.
Producción de relatos asimétricos. Más significativo se les presentaba a las feministas el hecho de que los modelos constructivistas no daban cuenta de aquellos actores sistemáticamente excluidos u olvidados tanto en las prácticas tecnocientíficas como respecto de su apropiación social. Además de la clara reivindicación política que subyace a esta crítica, está el hecho de que el origen de algunos productos científicos y/o tecnológicos podrían ser explicados también por el triunfo de objetivos interesados, precisamente, en tal exclusión por parte de ciertos colectivos.
Ausencia de interés normativo y compromiso político. Las críticas anteriores, denunciadas igualmente por muchos representantes del enfoque de “baja iglesia”, vienen a confluir en esta acusación más general: los Science & Technology Studies carecen de interés normativo tanto epistemológico como socio-político por una ciencia y tecnología mejores. A este respecto, más concretamente, incluso cuando afirman pretender minar la imagen tradicional de la ciencia y la tecnología como productos y prácticas neutrales y objetivas, se olvidan de caracterizarlos también como fenómenos que encarnan los valores e intereses, en palabras de Haraway, del hombre blanco occidental.
En opinión de los enfoques feministas, si el resto de los constructivistas
incluyeran el “género” como una categoría más para el análisis social de las
prácticas científicas y de sus procesos de transferencia y uso sociales, podrían
subsanar muchas de las anteriores limitaciones, pues ello permitiría evidenciar
cómo, también a través de la toma del género como un hecho científico, se
estabilizan o desestabilizan, a su vez, diversas prácticas sociales y/o simbolismos y
representaciones culturales políticamente relevantes (entre ellas las de las propias
tecnociencias).
Efectivamente, los estudios feministas sobre ciencia desvelaron importantes
carencias en los análisis constructivistas, incluyendo por su parte interesantes
cuestiones a tener en cuenta en el estudio de la ciencia, tanto epistemológica como
ético-políticamente hablando. Pero su también amplia y heterogénea diversidad
no se salvó de las críticas internas, lo que en conjunto contribuyó a limitar la
posibilidad de propuesta común de un programa alternativo desde el que evaluar
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las prácticas tecnocientíficas y sus productos. Como veremos a continuación,
muchas de esas diferencias se debieron a una dualidad discursiva que podemos
identificar con la más general entre los feminismos de la igualdad y la diferencia.
A este respecto, nos centraremos, en todo caso, en la teoría de la ciencia
feminista.
IV. La epistemología feminista
Tal y como nos recuerda González García,63 el primer acercamiento de
género a la ciencia se hace a través de la evidencia del poco número de científicos
mujeres y con relatos acerca de la habitual falta de reconocimiento de las
relevantes aportaciones científicas de ellas a lo largo de la historia de la ciencia
desde la Antigüedad.64 Más tarde, lo que Sandra Harding habría llamado el paso
de la cuestión de la mujer en ciencia a la cuestión sobre la ciencia en el
feminismo65 sucedió a través de la reflexión derivada de una nueva manera de
enfocar el interés de género por la producción de conocimiento: “¿Habría sido
diferente una ciencia hecha por mujeres?”66 . Si bien, hay que hacer la
puntualización de que tal transición sólo se pudo dar dentro de un contexto
académico donde el análisis epistemológico había ya redefinido pragmáticamente
a la ciencia, el de los estudios constructivistas.
Los enfoques feministas surgen a la vez que el resto de estudios sociales de
la ciencia, precisamente, porque son el resultado de haber seguido igualmente los
distintos giros epistemológicos basados en los señalados principios naturalista,
sociológico, etc. Es decir, se constituyeron igualmente como investigaciones
teóricas y empíricas que destacaban la conexión entre la producción del
conocimiento científico y los intereses sociales de los actores implicados.
Asimismo, su primera reacción fue también contra las maneras tradicionales de
concebir la ciencia misma (crítica a la ciencia), de analizarla (crítica a la
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63 Marta I. González García, “Género y conocimiento”, en J.A. López Cerezo y J.M. Sánchez Ron (Eds.), Ciencia, tecnología y sociedad en el cambio de siglo, Madrid: Biblioteca Nueva-OEI, 2001, pp. 347-358.64 La introductora de la perspectiva de género en los estudios sociales sobre ciencia y en epistemología en general en España ha sido la Catedrática Eulalia Pérez Sedeño. Respecto de este tema en concreto, Pérez Sedeño tiene varias publicaciones. Un acercamiento ilustrativo acerca de la relación del acceso históricamente limitado de la mujer a la educación y prácticas científicas con la concepción tradicionalmente aceptada sobre la ciencia lo encontramos en su trabajo “¿El poder de la ilusión? Ciencia, Género y Feminismo”, en M. T. López de la Vieja (Ed.), Feminismo: del pasado al presente. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2000.65 Sandra Harding, Feminismo y ciencia. Barcelona: Morata, 1996 [original 1986], p.11.66 M.I. González García, op.cit., p. 349.
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metodología metacientífica), así como de apropiársela ciertos sectores sociales
(crítica a su moderna industrialización/burocratización).67 Lo que identificará al
conjunto de la reflexión “ciencia y género” en términos generales, y que
subyacerá a dichas tres dimensiones de crítica hacia la concepción heredada de la
ciencia y su traducción político-social, será la defensa de:68
La relevancia del sujeto que conoce, frente a la epistemología sin sujeto cognoscente anterior.
El carácter situado del conocimiento, frente a la tradicional defensa de la “visión desde ningún lugar”.
El nexo entre conocimiento y poder, frente a la hipótesis clásica de la neutralidad valorativa de la ciencia.
Desde sus orígenes hasta la actualidad, los estudios de género sobre ciencia,
como consecuencia de su interés por el papel de la mujer, ponen mucho énfasis en
el rol y naturaleza del sujeto cognoscente, y en la perspectiva del conocer. Es
decir, y en conexión con su atención por las relaciones de poder, para ellas la
producción de conocimiento está profundamente implantada en estructuras
sociales que sitúan a los actores en el punto de partida como dominadores o
dominados.
No es de extrañar, por tanto, que el marxismo haya influido sobremanera
en muchos de los primeros estudios de género también sobre la tecnociencia.69 Si
la posibilidad de ver un Marx determinista social de los modos de producción
subyace a las sociologías del conocimiento científico70, las relaciones de poder y
dominación encarnadas en convencionalismos sociales y perpetuadas luego por
los medios científico-tecnológicos se presentaron igualmente a los ojos de las
teorías feministas como los modelos de explicación más elaborados de los
disponibles para la denuncia de las estructuras patriarcales y los roles subyugados
de las mujeres en las sociedades capitalistas. Sin embargo, será la inclusión de la
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67 Helen E. Longino, “Feminist critiques of rationality: critiques of science or philosophy of science”, Women’s Studies International Forum, Vol. 12, n. 3, 1989, pp. 261-269.68 M.I. González García, op. cit., pp. 350 y ss.69 Aunque no lo mencionáramos antes, muchas teorías feministas beberían en general del marxismo y el socialismo, lo que no es de extrañar dado que su reflexión sobre las dinámicas sociales basadas en las estructuras familiares y laborales capitalistas permitían denunciar de manera similar los supuestos patriarcales aún presentes en las propias ciencias sociales y teorías políticas.70 Thomas J. Misa, “Rescatar el cambio sociotécnico del determinismo tecnológico”, en M.R. Smith y L. Marx (Eds.), Historia y determinismo tecnológico. Madrid: Alianza Editorial, 1996 [original 1994], pp. 131-157.
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condición sexual como elemento determinante en la producción científica y, por
lo tanto, como factor empírico no epistémico a tener en cuenta por los análisis de
las ciencias sociales sobre la misma, lo que diferenciará a las feministas tanto de
la concepción heredada como del resto de acercamientos constructivistas.71
Por otro lado, ha sido propio de la epistemología feminista atender a las
consecuencias epistémicas de la encarnación de valores culturales también en los
propios sujetos cognoscentes. A pesar de que no es una cuestión tratada en el
citado trabajo de González García, la verdad es que la atención al cuerpo como
soporte del sujeto y/o del objeto (femeninos) de la ciencia se podría mencionar
como una importante aportación de los estudios de género sobre ciencia. El
cuerpo femenino, como diferente, toma un especial protagonismo en la
epistemología feminista, de ahí también que el contexto médico destaque como
uno de los lugares más comunes de esta perspectiva. La diferencia sexual, y no
sólo de género, supuso un lugar perfecto también para la influencia de ciertas
filosofías, digamos “postmodernas”, en los feminismos teóricos posteriores a la
contracultura. No sólo fueron importantes las fuentes marxista y socialista para
la epistemología de género, también lo fue igualmente la filosofía francesa que
criticó el individualismo moderno (como, por ejemplo, la de la propia Beauvoir) y
que, en general, desarrolló una fuerte tradición de pensamiento sobre la alteridad.
Además, con la perspectiva microsocial feminista, al traducirse las estructuras de
poder en microfísicas de poder que pasan asimismo por la dominación de los
cuerpos, Foucault se presentará para estos estudios, también, como una
inspiración determinante.
Estas particularidades teórico-analíticas se verán, además, puestas en
práctica sobre diversos focos de atención72:
Efectos de la ciencia y la tecnología sobre las vidas de las mujeres: buscan analizar las consecuencias negativas de determinadas teorías científicas y prácticas tecnológicas para las mujeres, en tanto que éstas se relevan a menudo como instrumentos para la perpetuación de problemas sociales. Un ejemplo paradigmático de este foco de atención lo encontramos en el
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71 Sin embargo, de tal inclusión de la categoría de género no puede entenderse como antecedente la obra marxista. Véase al respecto, “‘Género’ para un diccionario marxista...” en D. Haraway, op. cit., 1995.72 Para una panorámica resumida de todos estos focos de atención así como sobre las diversas teorías feministas, véase: Marta I. González García y Eulalia Pérez Sedeño, “Ciencia, Tecnología y Género”, Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología, Sociedad e Innovación, n.2 (abril), 2002.
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análisis del diseño y uso de las tecnologías de reproducción asistida.
Sesgos de género en la construcción de la ciencia y tecnología: al igual que el resto de estudios sociales sobre ciencia, también se ocupan del análisis de las prácticas y teorías tecnocientíficas con la intención, eso sí, de identificar posibles sesgos sexistas presentes en las mismas.
El significado sexual de la naturaleza, la investigación y la innovación: también se ocupan habitualmente de detectar los sesgos de género que puedan estar presentes en el lenguaje de la ciencia (por ejemplo, en sus metáforas y explicaciones), en el discurso científico (por ejemplo, sobre la naturaleza) y en las concepciones sobre la propia ciencia y la tecnología (como cuando el progreso científico-tecnológico se identifica con una “carrera” o con otros ámbitos competitivos más bien vinculados a actividades y valores tradicionalmente masculinos).
Por último, sumado a este conjunto de estudios de caso, será también
propio de los estudios sobre ciencia y género, frente al resto de estudios
constructivistas, el desarrollo de teorías feministas sobre la ciencia y la tecnología
que prescriben no sólo un análisis epistemológico mejor sino una ciencia y
tecnologías también mejores. Centrándonos en nuestro interés por la
epistemología feminista, aquella que atiende a las prácticas de generación de
conocimiento y a los mecanismos de aceptación de teorías y/o hechos científicos,
encontramos que la mayoría de las distintas propuestas pueden incluirse en
alguno de los siguientes proyectos alternativos: 73
Sustituir el sujeto del conocimiento científico: se trata de las teorías feministas que consideran que el desarrollo del sistema ciencia y tecnología
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73 Ibidem. Podría igualmente incluirse la atención a las tecnologías. En todo caso, aún quedaría un tercer conjunto de teorías feministas sobre ciencia y tecnología, aquel que las entiende como instrumentos de liberación (ibidem). Al igual que los productos tecnocientíficos pueden perpetuar ciertas creencias y conductas culturales, algunos enfoques feministas apuestan por el desarrollo de aquellas teorías científicas y sistemas tecnológicos que, en cambio, podrían mostrar posibilidades emancipadoras para las mujeres. Se corresponderían, por un lado, con el criticado desde otros feminismos como “empirismo ingenuo”, en tanto que su objetivo se limita a encontrar rasgos pseudocientíficos o de mala praxis científica basados en consideraciones sexistas, sin entrar a cuestionar la propia imagen neutral de la ciencia ni el tradicional análisis epistemológico. Por otro lado, respecto de la tecnología, lo ejemplificarían las “tecno-optimistas” que buscan denunciar las tecnologías subyugantes de la mujer y apostar por aquellas que las liberen de/en el ámbito de la vida privada (como la píldora anticonceptiva o la lavadora). Estas últimas serán criticadas por el resto de feministas en tanto que proponen “apaños tecnológicos” que, al igual que la concepción tradicional sobre la tecnología, entiende ésta como una entidad autónoma y determinante de la sociedad, mientras que en el diseño de la misma concursan causas y estructuras sociales y culturales. Ambas consideraciones fueron pronto calificadas por el resto de feministas como posturas esencialistas, tanto acerca de los sujetos como de los objetos implicados en las prácticas y usos tecnocientíficos. De hecho, nos interesan más los dos conjuntos de teorías feministas explicitados a continuación porque son el resultado de haber seguido los supuestos epistemológicos y metodológicos supuestamente antiesencialistas propios de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología, resultando en la dicotomía igualdad-diferencia.
57
occidental es inherentemente patriarcal, precisamente, por el prominente lugar del hombre en su diseño y producción. De ahí que proponen, directamente como más apropiada, una ciencia hecha por mujeres.
Multiplicar los sujetos del conocimiento científico: generalmente tratando de preservar la objetividad y/o racionalidad de la producción científica, y partiendo del supuesto básico de los estudios sociales, de que la ciencia es una empresa eminentemente social, se propone como guía normativa la inclusión de un mayor número de puntos de vista en el proceso de construcción científica. Ello implica la defensa de una imagen de la ciencia contextualizada al mismo tiempo que abierta a ciertos estándares de crítica y legitimación universales.
Como vemos, podemos decir que las distintas respuestas ofrecidas a aquella
inicial pregunta acerca de si una ciencia hecha por mujeres sería diferente subyace
como el eje vertebrador de la gran diversidad de versiones de las perspectiva de
género, algunas de ellas difícilmente reconciliables. Es, precisamente al atender a
tales diferencias, donde encontramos el paralelismo antes anunciado con la
situación propia del feminismo de la segunda ola. Para terminar con este
apartado mostraremos lo que queremos decir tomando brevemente como ejemplo
dos prominentes teóricas feministas de la ciencia que se podrían interpretar como
ejemplos paradigmáticos de una epistemología feminista de la diferencia y una de
la igualdad respectivamente.74
En 1983 se publica el libro A feeling for the organism de Evelyn Fox Keller,
obra con la que se considerará consolidada la crítica feminista de la ciencia75. Dos
años después de este ensayo sobre la vida y obra de la científico Barbara
McClintock, Fox Keller presenta su propia teoría de la ciencia, basada en el
concepto de “objetividad dinámica”76. Si la objetividad es la búsqueda de una
comprensión del mundo lo más fiable posible, “la objetividad dinámica es la
búsqueda de conocimiento que hace uso de la experiencia subjetiva (Piaget la
llama conciencia del yo) en interés de una objetividad más efectiva”77. Realizando
una relectura de la construcción cognitiva tanto del mundo que nos rodea como
de la propia ciencia desde una interpretación en clave feminista de la teoría de
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74 Una peculiaridad que habría de ser señalada, no obstante no supone una circunstancia significativa respecto de nuestra exposición de la cuestión, es que, en el caso de los estudios sobre ciencia y tecnología, lo que consideramos igualmente como feminismo de la igualdad habría surgido temporalmente algo más tarde que el feminismo epistemológico de la diferencia.75 M.I. González García et al., op. cit.76 Evelyn Fox Keller, Reflexiones sobre género y ciencia. Valencia: Institució Alfons el Magnànim, 1991 [original 1985].77 Ibid., p. 127.
58
Piaget y de cierto psicoanálisis contemporáneo, Fox Keller afirma que la
disyunción opuesta entre amor y dominación, que habría estructurado la
educación femenina y masculina respectivamente, es la que ha resultado en la
construcción del sujeto moderno y, a través de la primacía del hombre en la
historia, en la ecuación entre conocimiento y poder, cimiento de la práctica
científica actual.
La contienda que muchos científicos experimentan, tanto en su trato con la
naturaleza como un todo cuanto con los objetos particulares que estudian,
refleja la contienda que experimentan en su trato con otros humanos [...].
Los sentimientos de poder que aporta esta dominación no sólo se asemejan
al sentido del poder que se puede derivar de someter a los otros a la propia
voluntad; son exactamente los mismos sentimientos. En este sentido, pues,
el sueño de dominio sobre la naturaleza, que es compartido por tantos
científicos y científicas, es un reflejo del sueño que el hijo estereotípico
espera realizar cuando se identifica con la autoridad de su padre. Pero, por
su naturaleza misma, estos sueños son autolimitadores. Impiden que el hijo
llegue a conocer a su madre verdadera. Y por ello, podríamos argumentar
que, de manera similar, obstruyen los esfuerzos de los científicos por
conocer la naturaleza “verdadera”.78
Mientras la objetividad, según la lógica masculina, es una lógica “estática”
que ve “lo otro” como algo distinto e independiente sobre lo que hay que
imponer la propia voluntad, la “dinámica” se basa en una forma de autonomía
también dinámica. Desde su concepción, la alteridad no se interpreta como una
amenaza que hay que subyugar, sino que, aun reconociendo la diferencia, se
atiende a la misma interpretándola como posibilitante de una complementariedad
de lo propio. Tradicionalmente, las mujeres habrían sido educadas para
relacionarse con los demás según estas lógicas de simpatía y empatía; a nivel
epistémico sucede lo mismo: la objetividad buscada no se basa en el aislamiento
del objeto y la autonomía del propio sujeto cognoscente, sino en una visión
integradora –no reductora- de la complejidad de las cosas, según la cual el sujeto
se ve en continuidad con el objeto que estudia.
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78 Ibid., p. 134 (Cursivas en el original).
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Partiendo del hecho de que no es que la ciencia sea realmente “estática”,
sino que se trata de la ideología que la ha dominado tradicionalmente -haciendo
menos viables y visibles otras formas de relacionarse los sujetos conocedores y los
objetos conocidos-, Fox Keller propone la objetividad dinámica como criterio
para describir una ciencia más adecuada, precisamente, porque desde ella se
atiende y reconoce esa misma diversidad de enfoques que caracterizan a la propia
ciencia.
Tanto Evelyn Fox Keller como otras teorías feministas de la ciencia que
buscaron sustituir el sujeto de la ciencia79 tuvieron pronto que responder a las
críticas surgidas desde el propio feminismo de la diferencia, aquellas que pusieron
de manifiesto que existen muchas formas de dominación y opresión, así como que
hay muchas formas de cultura, educación, etc. Esa primera versión de
epistemología feminista no parecía haber escapado del esencialismo que tanto
criticaba. Aun con todo, el conjunto de epistemologías feministas de la diferencia,
todavía tendría que contestar a la siguiente pregunta: ¿cuál sería entonces, de
entre tal variedad de mujeres y oprimidos en general, el punto de vista que habrá
de privilegiarse?
Es frente al temor de una respuesta excesivamente relativista a esta última
pregunta contra lo que reacciona la que podría considerarse una epistemología
feminista de la igualdad. De esta teoría de la ciencia podemos considerar
característico el que emerge especialmente en el contexto de la filosofía de la
ciencia, también como una postempirista que critica tanto el esencialismo como el
individualismo epistemológico propios del análisis prekuhniano. Sin embargo, en
opinión de estas especialistas, las primeras reacciones feministas contra la
concepción heredada habrían radicalizado en exceso su discurso, llegando a
confundir las propias racionalidad y objetividad científicas con los resultados de
su ejercicio (las teorías científicas) o con las formas metacientíficas tradicionales
de dar cuenta del mismo80.
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79 Un versión quizá más radical de este feminismo epistemológico surgió de los feminismos de corte marxista y socialista –de entre los que destaca el de Sandra Harding, por ejemplo-, que proponían un concepto de “objetividad fuerte” en tanto que sólo podía ser encontrada en el punto de vista femenino, ya que sólo aquél es capaz de ofrecer la perspectiva desde la periferia: sólo los oprimidos pueden ser testigos de aquello que no es visible desde posiciones privilegiadas. Véase, S. Harding, op.cit.80 H. Longino, op.cit. 1989, p. 263.
60
Los estudios sociales sobre la ciencia habían puesto de manifiesto una
imagen de la misma que ya no podía ser obviada por la epistemología finisecular.
Así lo entendieron una amplia variedad de filósofos de la ciencia que admitieron
la naturaleza profundamente social de la empresa científica pero que, en todo
caso, no quisieron abandonar la tradicional labor normativa de la epistemología.
La filósofa de la ciencia Helen Longino no sólo es considerada una epistemóloga
feminista sino que su propuesta teórico-metodológica, el Empirismo contextual,
es asimismo definida como una de las elaboraciones más sofisticadas dentro de la
nueva filosofía de la ciencia81.
Para Longino, reaccionar contra la racionalidad en tanto que masculina es
expropiar a la mujer de tal importante facultad humana82. Si bien es cierto que
los puntos de vista están contextualizados y que ello puede acarrear practicas y
productos científicos sesgados sexualmente, la solución no está en sustituir el
sujeto de la ciencia, sino en buscar los métodos y criterios apropiados para
evaluar la justificación racional de las creencias. Esta obtención de un común
terreno para un escrutinio epistémico libre de ideología es posible, en su opinión,
a través de multiplicar los sujetos cognoscentes, es decir, la objetividad científica
ha de pasar a ser definida en términos de intersubjetividad.83
Los argumentos antipositivistas sobre la carga teórica de la observación y la
infradeterminación de la teoría por la evidencia empírica, que ella reconoce hasta
cierto nivel (pues no admite que, sin embargo, nos conduzcan al relativismo
propio de la sociología del conocimiento científico), habrían ya contribuido a
mostrar la inconsistencia del individualismo epistemológico, según ella.
Efectivamente, ambos argumentos hacen más prudente al empirista, dirá
Longino, pues ha de tener en cuenta que la experiencia sensorial ya no es la única
legitimadora del conocimiento. Longino distinguirá entonces entre
consideraciones epistémicas y no epistémicas a la hora de evaluar la objetividad
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81 Como decíamos, especialmente a partir de los años ochenta, ciertos filósofos quisieron dar cuenta también de la naturaleza social de la actividad científica pero con el objetivo de mantener la confianza en sus productos, ofreciendo los criterios que habrían de identificar la “buena ciencia”. Así, empezaron a autoincluir sus propuestas en la llamada “epistemología social”, cuyo florecimiento se da en la década de las guerras de la ciencia. Son muchas y variadas las teorías que ahí pueden incluirse. Autores especialmente destacados serán -además de Longino- Philip Kitcher, Alvin Goldman y Steve Fuller.
82 Ididem.83 Helen E. Longino, Science as Social Knowledge: Values and Objectivity in Scientific Inquiry. Princeton: Princeton University Press. 1990.
61
de las teorías propuestas. Ella los denominará respectivamente factores
“constitutivos” y “contextuales”, y ambos los presentará como consideraciones
empíricas y teóricas a tener en cuenta por el analista.
Los datos de la experiencia conservan con esta autora el estatuto
privilegiado como base para la justificación, ahora bien, ellos mismos están
sujetos a evaluación evidencial (aunque los datos provenientes de la experiencia
serán la base menos débil respecto de todas las consideraciones evidenciales). “La
objetividad en este análisis constituye un ideal al que las comunidades pueden
aspirar, pero que no tienen por qué alcanzar” 84, en concreto, no lo habrían hecho
aquellas comunidades científicas que han excluido históricamente a las minorías
raciales y a las mujeres. La objetividad de la ciencia y la racionalidad de su
proceder se basa en la acción colectiva, sólo así las propias “descripción y
relevancia de las experiencias particulares pueden ser corregibles a la luz de
consideraciones teóricas y, también, de consideraciones empíricas adicionales”85,
porque son el seguimiento de ciertas normas y actitudes sociales las que
mantendrán el conocimiento lo más objetivo posible. Es decir, es posible evaluar
la implicación de cuestiones adicionales no epistémicas en la ciencia y corregirlas.
Lo que en sus primeros trabajos se presentó como una guía de crítica,
también contra lo que hemos llamado feminismo epistemológico de la diferencia,
en su propia formulación de la epistemología social se presenta finalmente como
su particular receta para la buena ciencia. Longino especificará un marco
normativo, desde una perspectiva procedimental, sobre el que se supone se
mantendrá la objetividad del conocimiento científico como ideal regulativo para
la discusión crítica. En concreto, en el trabajo de Habermas, Longino encuentra
inspiración para su “igualitarismo matizado” (tempered equality):
Las comunidades deben ser caracterizadas por la igualdad de la autoridad
intelectual. [...] Donde exista el consenso éste no debe ser el resultado de
un ejercicio de poder económico o político, o de la exclusión de
perspectivas disidentes, sino resultado de un diálogo crítico en el que todas
las perspectivas relevantes están representadas.86
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84 Helen E. Longino, “Feminismo y filosofía de la ciencia”, en González García et al. (Eds.), Ciencia, Tecnología y Sociedad: Lecturas seleccionadas. Barcelona: Editorial Ariel, 1997, pp. 71-83 [original de 1990], p. 75.85 Ibidem.86 Helen E. Longino, The fate of Knowledge. Princeton: Princeton University Press, 2002, p. 131.
62
Longino, al multiplicar los sujetos, no concede privilegio epistemológico a
ningún grupo social (no reduciendo, en última instancia, a un criterio político la
evaluación epistémica), ni tampoco cae en la defensa de una esencia, ya sea
natural o culturalmente determinada, diferente para hombres y mujeres87. Sin
embargo, no evita otros aspectos críticos, desvelados también desde la propia
epistemología social.
Por un lado, aunque Longino parte de un estudio empírico en su análisis de
las consideraciones epistémicas y no epistémicas que inciden realmente en la
práctica científica, dirigiéndola y, en ocasiones, sesgándola, su ulterior defensa del
criticismo y el consenso privilegiados apriorísticamente -como valor y marco,
respectivamente, para la acción científica- hacen de su teoría una aproximación
insatisfactoria respecto de la explicación del progreso científico (y, con ello, de su
propio concepto de objetividad) 88 . Es decir, su defensa de una objetividad
científica no está fundamentada en el mismo acervo empirista y contextualizado
que ella proclama. Si atendemos a la ciencia real ésta nos muestra que no
podemos partir de una sobrevaloración a priori de los factores o valores
epistémicos en el proceder de la ciencia, pues en muchos casos el éxito científico
viene también propiciado por factores valorativos de los que ella considera –
también apriorísticamente– como no deseables89.
Por otro lado, el trabajo de Longino, dado también su apriorismo
racionalista, seguiría obviando aquello que tanto los estudios feministas como los
sociales sobre ciencia en general habrían puesto satisfactoriamente de manifiesto:
que tanto la noción de comunidad como, especialmente, la consideración de
quiénes son los sujetos relevantes que han de concursar en el proceso que busca el
consenso, son también, al menos en cierta medida, construidos socio-
culturalmente.
En fin, a pesar de que los Science Studies no proponían un programa de
denuncia y/o propuesta para una ciencia mejor, el pensamiento feminista
tampoco encuentra consenso al ofrecer lo que debería ser una ciencia alternativa
a la definida desde el punto de vista androcéntrico. El fracaso descrito por Nancy
Fraser, citado al comienzo de este trabajo, demandaba, a finales del siglo pasado,
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87 M.I. González García y E. Pérez Sedeño, op.cit.88 Miriam Solomon, Social Empiricism. Cambridge: The MIT Press, 2001, p. 143 y ss.89 Ibidem.
63
un “necesario replantarse de manera radical una política representativa que
pueda renovar el feminismo sobre otras bases [...] que libere a la teoría feminista
de la obligación de construir una base única o constante, permanentemente
refutada por las posturas de identidad o de antiidentidad a las que
invariablemente niega”90.
Como veremos a continuación, su interés metacientífico permitirá a Donna
Haraway poner patas arriba muchos de los supuestos, heredados de la
Modernidad, aún presentes en los enfoques vistos hasta ahora, no sólo en
términos epistémicos y políticos, sino y especialmente a nivel ontológico, lo que
romperá con el debate entre igualdad y diferencia contribuyendo a una tercera ola
de la epistemología feminista. Al mismo tiempo, su trabajo ejemplificará una
lectura comprometida políticamente y reflexiva epistemológicamente que ayudará
a alejar ciertas perspectivas CTS de las Science Wars.
V. Haraway: el Feminismo Cyborg.
En la obra recopilatoria y revisada de trabajos previos (de entre 1978-1989)
de Donna Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres,91 encontramos una perspectiva
filosófica que supondrá la reformulación misma de la postura feminista en sus
niveles epistemológico, político y ontológico. Para hacerlo beberá de las mismas
fuentes que el resto de los feminismos epistemológicos y de los estudios
constructivistas, pero su crítica y reformulación de ambos enfoques sobre la
ciencia contribuirá a un acercamiento posterior entre ellos, a la vez que
conseguirá ofrecer un discurso profundo, rico y liberador de los debates de género
anclados en el binomio igualdad-diferencia.
El interés de Haraway por la ciencia se origina en su formación como
zoóloga. Sus primeros trabajos atenderán a la reflexión metacientífica sobre la
primatología. Esto la llevará a centrar parte de su discurso en la construcción de
las distintas identidades que estas ciencias biológicas generan sobre los
organismos supuestamente naturales. En su estudio sobre la ciencia beberá de los
estudios constructivistas de Knorr-Cetina y de la obra conjunta de Latour y
Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
90 Judith Butler, El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona: Paidós Ibérica, 2007 [original 1989, traducción de la segunda edición 1999], p. 52.91 D. Haraway, Ciencia, Cyborgs y Mujeres: La reinvención de la Naturaleza. Valencia: Ediciones Cátedra, 1995 [original 1991].
64
Woolgar como superación de Kuhn. En su formación como humanista también se
dejará influir por la antropología (especialmente de Mary Duglas) y por la
filosofía con Derrida y Mary Hesse, por ejemplo. Todos ellos la embarcarán en la
caracterización semiótica de las ciencias naturales y las identidades construidas
por las mismas como prácticas narrativas.
Otro cimiento constitutivo de su pensamiento será su simpatía por la
ideología marxista y la militancia feminista (e.g. Judith Buttler y Sandra Harding)
y contracultural en general, perspectivas todas ellas que exaltaban el punto de
vista de los oprimidos. Esto le llevará a considerar la sociedad contemporánea
occidental como aquella que promueve interesadamente en todos sus productos
culturales los valores de un individualismo liberal, racista y masculino. Su
denuncia de estos rasgos será algo inherente a la totalidad de su obra.
Por último, está su destacado interés por los derroteros que ha tomado el
desarrollo tecnocientífico durante el siglo XX y su simpatía por la ciencia ficción.
En ambos, realidad y literatura, la estadounidense encontrará un mundo infinito
de metáforas y seres híbridos resultantes de prácticas de comunicación y cargados
de simbolismo. En su reflexión sobre la dimensión tecnológica actual también
citará a Winner y, en su atención a lo que llamará “biopolíticas de los cuerpos”,
se presenta ineludible el recuerdo de Foucault (aunque en pocas ocasiones se
refiera a él explícitamente).
Esta heterogénea perspectiva, interesada por los fenómenos científico-
tecnológicos y políticos señalados y su profundo compromiso con la crítica a la
Modernidad y sus consecuencias para la cultura y sociedad occidentales actuales,
la llevará entonces a recuperar imágenes y símbolos del saber popular y el
folclore, a fijarse en las identidades y entes cultural y naturalmente limítrofes y
problemáticos, pero también a tomar muy en consideración las materialidades de
las que además está constituida la sociedad.
Haraway optará por autodenominarse postmoderna, entendiendo esta
acepción tan sólo en tanto crítica y superación del pensamiento moderno, pero
sin vincularse a sus derroteros relativistas y/o nihilistas. No nacemos mujeres, dirá
también Haraway, pero las identidades creadas en las prácticas científico-
tecnológicas se encarnan en los sujetos y los objetos y, como tales, tienen
consecuencias sociales. Querer permanecer como un observador neutral de estas
Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com 65
circunstancias es una ilusión moderna, pero tampoco la perspectiva de los
subyugados es más privilegiada para analizar las actividades científico-
tecnológicas y políticas por el mero hecho de estarlo. Así, criticó a sus colegas
coetáneas, presentando una imagen de la realidad social y natural alejada de los
supuestos modernos que los estudios de género aún compartirían. Para Haraway
las posturas feministas estaban teóricamente fundamentadas en las tramas
machistas y occidentales.
Será la hibridación creciente entre la sociedad y las tecnociencias la que
servirá a Haraway de catalizador para encontrar insatisfactorios los feminismos
de la igualdad y la diferencia. En concreto, ella presentará el “cyborg” como una
metáfora que le servirá en su obra en varios sentidos. Primero le permite mostrar
irónicamente en qué nos estamos transformando y qué tipo de entidades nuevas
están emergiendo: promesas aberrantes, peligrosas, limítrofes e híbridas cargadas
de simbología y que se escapan a los reduccionismos modernos entre natural-
artificial, material-cultural, sujeto-objeto, etc. Al mismo tiempo y reflexivamente,
su uso de la metáfora es también político, se convierte para ella en una
herramienta para una política auténticamente emancipadora.
En “Manifiesto para cyborgs” (1983) deja clara la relevancia de un
compromiso del analista que habría de seguirse del reconocimiento metacientífico
de tal situación híbrida de la nueva realidad en construcción, en tanto que no sólo
es suficiente con su puesta de manifiesto. Con ello, Haraway adelantaba las
cuestiones que poco más tarde protagonizarían las guerras de la ciencia.
A finales del siglo XX –nuestra era, un tiempo mítico–, todos somos
quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquinas y organismos; en
unas palabras, somos cyborgs. El cyborg es nuestra ontología, nos otorga
nuestra política. Es una imagen condensada de imaginación y realidad
material, centros ambos que, unidos, estructuran cualquier posibilidad de
transformación histórica [...]. [frente a la conflictiva visión occidental
moderna de la relación máquina-organismo] El presente trabajo es un
canto al placer en la confusión de las fronteras y a la responsabilidad en su
construcción.92
Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
92 D. Haraway, op. cit., 1995, p. 254 [cursivas en el original].
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En el ámbito epistemológico, Haraway muestra la militancia contra
cualquier descripción teórica de la realidad con pretensiones de
neutralidad y objetividad. Todas esas reflexiones y argumentaciones están,
tal y como se denuncia en el trabajo “Conocimientos situados” (1987)93 ,
presentadas ya como sesgadas ideológicamente, pues están escondiendo un
compromiso moral e ideario político concretos. No existen perspectivas
inocentes y la suya está muy lejos de pretender serlo. Esta práctica de
reflexividad responde así al objetivo de eliminar o superar cualquier
tentación o impulso sustancializador.
Pero su fuerte rechazo del esencialismo va igualmente acompañado
del mismo desprecio hacia el relativismo. Éste también encierra, nos dirá,
una pretensión totalizadora. Mientras el objetivismo presume de mirar
desde ningún lugar cuando lo hace de forma clandestina desde una
perspectiva muy concreta, el relativismo promete mirar desde todas partes
por igual cuando en realidad no está situado en ninguna (ibid., p. 329), y,
al hacerlo, -al prestar el mismo valor a todas las miradas- no le concede
valor a ninguna. La mirada epistemológica, como la política, ha de ser
comprometida pero sin pretender ser totalizante. Ha de tener la conciencia
de la existencia de otras miradas, miradas igualmente parciales. Se trata de
mostrar que los conocimientos siempre son, y así han de ser, mostrados
explícitamente como situados.
No es que se esté negando la posibilidad de conocer, por tanto, sino
que se trata de defender que las formas de conocimiento están encarnadas.
Cualquier intención de presentarse como un punto de vista inocente (ya
sea en tanto neutral o en tanto más justo) será criticado por la autora
norteamericana, incluidas las perspectivas feministas: todas las miradas
denotan una política localizada y mediada, nunca ingenua ni privilegiada.
Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino
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93 “Conocimientos situados: la cuestión científica en el feminismo y el privilegio de la perspectiva parcial” y “Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del s. XX” se encuentran ambos en Haraway, op.cit., 1995.
67
En este sentido, y compartiendo similar concepción epistemológicamente
simétrica con Bruno Latour,94 criticará las propuestas feministas que toman
irreflexivamente la noción de identidad de género. La dicotomía sexo-género es,
tal y como ella denuncia,95 tan artificial y moderna como la establecida entre
naturaleza y cultura. Ambas están configuradas por relaciones de producción
contextualizadas, son resultado de las ciencias naturales y sociales y de su
historia. En tanto tales, están cargadas de una política de la que hay que ser
consciente y poner de manifiesto. Por lo tanto, el pensamiento feminista que
milite desde la oposición y diferencia de una supuesta naturaleza femenina no
repararía en que intenta privilegiar otro esencialismo moderno, cayendo
igualmente en la lógica capitalista de dominación de la naturaleza por la cultura,
pues toma el sexo como un recurso que –representado ahora como “género”– las
mujeres deberían controlar.
Tampoco se escaparán de su crítica aquellos análisis que pretendan no
comprometerse en absoluto (aunque partan de una crítica a los dualismos
esencialistas de la Modernidad) y que se presentan, irreflexivamente, como meros
descripcionistas. En este último sentido, y directamente –aunque sin utilizar esta
terminología- Haraway habla contra la idea de agnosticismo generalizado
presente en Latour.96 Haraway explica cómo el principio de simetría extendido
no conlleva necesariamente desatender la determinación de las identidades que se
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94 Bruno Latour es el principal teórico de la Teoría de Actor-Red. Ésta se basa, precisamente, en lo que este filósofo francés tomó como la “extensión del Principio de simetría” del Programa Fuerte de David Bloor, quien habría intentado superar el modelo anterior -aquel que establecía de manera asimétrica la verdad de la ciencia según los parámetros naturales y la falsedad de sus teorías según parámetros sociales– estableciendo la sociedad como causa tanto de los aciertos de la ciencia como de sus errores. Según Latour, con ello Bloor no superó dicho modelo y era necesario un segundo principio de simetría: el que establecería explicaciones simétricas acerca del estado de lo natural y del estado de lo social. Pero esto sólo es posible si partimos de que las ideas de “naturaleza” (el dominio de lo no humano) y “sociedad” (el dominio de lo humano) no son dos esencias bien diferenciadas que se influencian o no mutuamente, sino que ambas son consecuencias: son, también, el resultado de afirmaciones y juicios provenientes de las ciencias sociales y naturales (B. Latour, Post Scriptum a la edición española de Ciencia en Acción. Como seguir a los científicos e ingenieros a través de la sociedad, Barcelona: Labor, 1992 [original 1987].95 Véase el capítulo de Donna Haraway, “‘Género’ para un diccionario marxista...”, en Haraway, opt. cit., 1995, pp. 213-251.96 Según la metodología ANT, el analista nunca debe de partir de conocimientos previos de las tecnociencias que observa ni de preconcepciones sociológicas o epistemológicas; sólo ha de describir las transformaciones que suceden ante sus ojos y cómo ellas van generando nueva realidad natural y social. El analista es una tabula rasa, en este sentido, puede registrar los supuestos de partida de aquellos actores implicados pero nunca deducirlos por sí mismo ni entrar a valorarlos.
68
encarnan en la producción de las nuevas entidades tecnocientíficas, las que
también se van constituyendo en las propias (re)configuraciones socio-técnicas97.
Haraway atiende entonces a las críticas feministas que suscitaba la obra de
Latour y que le convirtieron en un destacado protagonista de las Science Wars,
aquellas basadas en, por un lado, el miedo a estar ciego ante las diferencias de
poder dadas en y a través de las prácticas sociotécnicas, y, por otro, el miedo a la
limitación que de ello se puede deducir para una posible acción/intervención
política. Ella se alejará muy claramente de la pura descripción:
epistemológicamente, se puede mantener una teoría de la ciencia que mantenga la
insistencia en las significaciones legítimas de objetividad, pero en un sentido que
tenga más que ver con la ética y la política. Es viable un estudio de la ciencia
crítico (como el feminista) a la vez que interpretativo (como sería catalogado el
del propio Latour de los años ochenta).98 Un ejemplo posibilista de ambas
inquietudes lo ve ella ya en el trabajo de la filósofa feminista Sandra Harding:
Harding, como Latour, está comprometida con los procesos de formación
de la ciencia. Pero a diferencia de Latour de Ciencia en acción, Harding no
confunde las prácticas constitutivas y constituyentes –que acaban en
cuerpos marcados, versátiles e históricamente determinados por raza, sexo
y clase–, que generan y reproducen sistemas de desigualdad estratificados,
con categorías funcionalistas preconfiguradas. No comparto su eventual
terminología de la macrosociología, ni su identificación demasiado
evidente de lo social. Pero creo que su argumento básico es fundamental
para otro tipo de programa fuerte dentro de los estudios de la ciencia, uno
que no se acobarde frente a un proyecto de simetría ambicioso,
comprometido tanto con el conocimiento de la gente y las posiciones de las
que puede venir el conocimiento, y a quiénes es destinado este
Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino
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97 Donna Haraway, Testigo_Modesto@Segundo_Milenio. HombreHembra@_Conoce_Oncoratón. Feminismo y Tecnociencia, Barcelona: Editorial UCO, 2004 [original 1997], p. 53.98 Hay que señalar que, a pesar de la crítica anterior, proferida aún en esta obra posterior, Haraway reconocerá que, en cambio, el objeto de sus anteriores argumentos negativos contra el autor francés ha desaparecido en el Latour de los noventa, producto también de su mirada renovada al feminismo: “Especialmente al escribir y hablar a mediados de los años noventa, tanto Latour como Woolgar y otros estudiosos, evidencian un serio interés no defensivo en los estudios de la ciencia feministas, incluyendo la crítica de sus propias estrategias retóricas y de investigación de los ochenta” (ibid., p. 314, nota 19). Aquella crítica que giraba en torno a la lógica masculina de Ciencia en acción, se remontaba a D. Haraway, op. cit., 1991.
69
conocimiento, como con la disección de las condiciones de producción del
conocimiento.99
Para Haraway el mayor peligro de la Modernidad actual es el no
reconocimiento de la parcialidad de los discursos esencialistas. Esto limita el
enriquecimiento epistémico, político y ontológico de nuestros discursos y
entidades. En cambio, invita, como el Latour de los noventa, a celebrar la
multiplicidad e hibridación de la realidad circundante y de las narraciones que se
corresponden con esta realidad. Sólo en este marco habrá que entenderse la
posibilidad de un conocimiento objetivo: asumiendo que todo punto de vista ha
de ser colectivo porque cualquier mirada es siempre parcial, manipuladora de
aquello que observa y de lo que da cuenta, e introductora de reivindicaciones
concretas: “La reflexividad crítica, o la objetividad fuerte, no eluden las prácticas
creadoras del mundo, utilizadas para forjar conocimientos que contienen en sí
distintas oportunidades de vida y muerte”100.
No basta, entonces, el mostrar la contingencia de los modos de producción:
se ha de ofrecer “una versión del mundo más adecuada, rica y mejor, con vistas a
vivir mejor en él y en relación crítica y reflexiva con nuestras prácticas de
dominación y con las de otros, y con las partes desiguales de privilegio y de
opresión que configuran todas las posiciones”101 . Como señala esta autora, lo
primero que surge del reconocimiento de la parcialidad en nuestras miradas hacia
el mundo, de la localidad de los conocimientos producidos y de las identidades
ontológicas resultantes, es la conciencia también de nuestra responsabilidad
respecto de nuestras prácticas. Buscar objetividad en la universalidad, y no en la
parcialidad autocrítica, nos hace irresponsables. Nuestras pretensiones de
objetivar el mundo generan modelos de realidad de los que debemos
responsabilizarnos porque ellos están estructurados, pero también porque son
estructurantes de la vida de la gente102.
Con todo, este intento de combinación entre el compromiso de la
epistemología feminista y el constructivismo social no resulta en una visión
idealista de nuestro entorno como un constructo meramente ideológico que nos
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99 Ibid., p. 55.100 Ibidem.101 D. Haraway, op.cit., 1995, p. 321.102 Ibid., p. 335.
70
lleve a una epistemología relativista, como mencionábamos más arriba. Los
objetos del conocimiento científico son entidades semióticas que, si bien obtienen
su identidad del proceso de objetivación científica y de la interacción social –
procesos a través de los cuales se materializan sus propios límites–, no podemos
obviar la presencia material e inmediata de las propias entidades: “su
determinación final o única de lo que puede ser considerado como objeto de
conocimiento en un momento particular histórico”103.
En este contexto Haraway defenderá, como Latour, la disolución de la
distinción moderna entre sujeto y objeto, en tanto que también concede a este
último la naturaleza de agente.104 Los no-humanos y las realidades materiales no
son meros recursos pasivos del científico, quien supuestamente los usa y descubre,
son actores que determinan también el posicionamiento de los conocimientos
generados sobre ellos mismos y sobre el resto de realidades. Los objetos del
mundo abren y cierran posibilidades de acción y de significación. Ellos mismos
son estructurantes, no sólo los discursos interesados de los actores sociales
involucrados en las prácticas tecnocientíficas lo son. Es más, una epistemología
responsable como la de los conocimientos situados requiere “que el objeto de
conocimiento sea representado como un actor y como un agente, no como una
pantalla o un terreno o un recurso, nunca como un esclavo del amo que cierra la
dialéctica en su autoría del conocimiento ‘objetivo’”105 . No sólo todos, sino
también todo puede ser un cyborg, híbridos de naturaleza y cultura.
En fin, todo proyecto de conocimiento científico será, para Haraway, un
proyecto fronterizo mediante el que, a través de sus prácticas materiales y
comunicativas, se definen entidades materiales y semióticas que denotan y
encarnan estructuras de poder. Estas entidades, entre las que están incluidos los
humanos y las cosas, actuarán y se comunicarán en el mundo como los seres
Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino
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103 Ibid., p. 345.104 Este fundamental abandono del dualismo sujeto-conocedor-activo/objeto-conocido-pasivo como coordenadas de la explicación epistemológica es lo que, en otro trabajo, nos ha llevado a considerar a Latour y a Haraway como el padre y la madre respectivamente de un “giro ontológico” en epistemología. El primero por representar la primera propuesta del principio de simetria generalizada, y la segunda por dotar a esta nueva perspectiva de una dimensión profundamente política y comprometida. Pueden verse al respecto los capítulos cuatro y quinto de Noemí Sanz Merino, Estilos políticos de la ciencia y el ‘giro ontológico’ en epistemología, Tesis Doctoral, Universidad de Oviedo, 2010.105 Ibid., p. 341.
71
híbridos que son porque –a pesar de las limitaciones de significado impuestas en
cada momento y lugar– siguen siendo encarnaciones tecno-orgánicas y textuales.
Como señala Broncano, el cyborg es más que una metáfora. La constatación
de su existencia real es la clave para abandonar las dicotomías aristotélicas entre
artificial-natural, acción-representación, cultura-técnica, etc., sobre las que, en
realidad, han partido todos los proyectos de epistemología, teoría política y
ciencias sociales modernas106. Al presentarlo, Haraway ofrece una postura
ontológica, epistemológica y política potencialmente reconciliadora para el
feminismo107, adelantado su tercera ola, la cual será igualmente propuesta por
autoras como Judith Butler: "Si la afirmación de Beauvoir de que no se nace
mujer, sino que se llega a serlo es en parte cierta, entonces mujer es de por sí un
término en proceso, un convertirse, un construirse del que no se puede afirmar
tajantemente que tenga un origen o un final"108.
Butler propondrá el mantenimiento del uso de “género”, pero
reformulándolo frente aquellas que quisieron eliminarlo (las teóricas de la
igualdad), pero también frente a aquellas que lo presentaban como una esencia
diferenciadora. Admitirá la reflexividad interpretativa de la categoría de género,
su multiplicidad y cambio, y la definirá como un constructo tan artificial como el
de “sexo”, para finalmente proponerla, en cambio, como un concepto
prescriptivo: dado que de hecho es una construcción cultural que se sustenta en
prácticas y discursos culturales, convirtiéndose en un elemento normativo por su
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106 Fernando Broncano, Entre ingenieros y ciudadanos. Filosofía de la técnica para días de democracia, Barcelona: Montesinos, 2006, p. 26.107 También para los estudios de género y los constructivistas sobre la ciencia, como decíamos. En concreto, reconciliándolos con el criticado Latour: “la brillante y enloquecedora polémica aforística de Latour contra todos los reduccionismos, logra el consenso esencial para las feministas: ‘no os fiéis de la pureza, es el vitriolo del alma’ (Latour 1984). Latour no es, por otro lado, un notable teórico feminista, pero podría ser convertido en uno con lecturas tan perversas como las que hace del laboratorio” (Haraway, op. cit., 1995, p.315, nota a pie 2). Haraway y la propia evolución del pensamiento de los teóricos ANT (incluido Latour) abrieron las puertas a un acercamiento entre el microanálisis social y el feminismo a finales de los noventa. Un ejemplo de este acercamiento puede encontrarse, por ejemplo, en el caso de Anne Berg y Manete Lie, quienes destacarán el concepto ANT de “delegación” (“Feminism and Constructivism: Do Artefacts Have Gender?”, Science, Technology & Human Values, Vol. 20, nº 3, 1995, pp. 332-351) o en el de María Lohan, donde se destaca el de “actante” (“Constructive Tensions in Feminist Technology Studies”, Social Studies of Science Vol. 30, nº 6, 2000, pp. 895-916). Actualmente existen ya varias autoras feministas que se han posicionado sin remilgos en el universo ANT, como Annamarie Mol (The body multiple: ontology in medical practice. London: Duke University Press, 2002) y Charis Thompson (Making Parents: the Ontological Choreography of Reproductive Technology. Cambridge: MIT Press, 2005).108 J. Butler, op. cit., p. 98 [cursivas en el original]. Ella será considerada, por este trabajo, el inicio de la Teoría Queer.
72
naturalización a través del lenguaje, las instituciones y otras físicas del poder,
mejor sería tomarlo como una muestra de la complejidad irreductible que es, con
el objetivo de legitimar las propias variedad y diferencia.
La imbricación contemporánea de la ciencia y la tecnología en las
sociedades avanzadas, en las vidas cotidianas e incluso en los cuerpos biológicos,
permitieron a Haraway, como acabamos de tratar, dotar al “cyborg” de similar
aspiración, tanto política como epistemológicamente hablando.
Cabría preguntarse, a continuación, si en tal híbrido no encontramos
germinando, también, el final de la necesidad misma de un proyecto político y/o
epistemológico propiamente feminista, aunque eso sería ya otra cuestión... ❚
Dona Haraway. La redefinición del feminismo a través de los estudios...| Noemí Sanz Merino
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Justicia y diferencia en Iris Marion YoungLa repolitización de la sociedad a través
de un nuevo concepto de justiciaTamara Palacio Ricondo109
Universidad de Oviedo
Resumen: Este trabajo tiene por objeto examinar el concepto de justicia social
aportado por Iris Marion Young, con el que la escritora contribuyó a renovar la
vigencia del movimiento feminista. A pesar de que el mayor protagonismo recaerá
sobre su propuesta de la diferencia y la parcialidad (especialmente en lo que tiene
que ver con la opresión a que se ve sometida la mujer), también tendrán aquí
cabida las tendencias académicas que sedujeron a Young en sus últimos años,
llevándola a preocuparse por los problemas de justicia transnacional. Pretendo así
reivindicar el papel desempeñado por la teórica a la hora de entender el
feminismo como una cuestión de justicia global.
Abstract: This article examines the concept of social justice provided by Iris
Marion Young. It considers Young’s account on difference and partiality
(especially in connection to the oppression of women), as well as the concern on
problems of transnational justice that Young showed during her last years. These
reflections can be seen as an important contribution to the understanding of
feminism as a question of global justice.. ❚
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
109 Este artículo ha sido posible gracias al apoyo de una beca doctoral (código UNOV-10-BECDOC) financiada por la Universidad de Oviedo.
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Justicia y diferencia en Iris Marion YoungLa repolitización de la sociedad a través
de un nuevo concepto de justiciaTamara Palacio Ricondo110
Universidad de Oviedo
Introducción
Lejos de lo que pudiera parecer a primera vista, el movimiento feminista ha
sufrido en las últimas décadas una importante revitalización que ha convertido a
los movimientos en pro de la mujer en motor de numerosas reivindicaciones
sociales. Han sido especialmente dos los frentes que han hecho de estos
movimientos un protagonista indiscutible, tanto social como políticamente
hablando. Por una parte, las discusiones sobre cómo debe entenderse la justicia
han ocupado gran parte de la literatura feminista, preocupada por determinar
quiénes deben involucrarse en la toma de decisiones y cuáles son los mejores
procedimientos a la hora de resolver los conflictos de tipo político. Por otra parte,
pero en estrecha relación con esta preocupación por las cuestiones de justicia, nos
encontramos con las nuevas oleadas de movimientos sociales que, en un contexto
en el que las fronteras territoriales han comenzado a cuestionarse, reivindican la
ampliación y correspondiente redefinición de la esfera pública en un intento por
extender más allá de los límites nacionales los derechos civiles y políticos de las
mujeres.
Es precisamente en el seno de estos intentos por determinar qué es la
justicia, quién queda dentro de sus límites de aplicación y cómo deben
establecerse las reglas del juego político donde se inserta nuestro interés por Iris
Marion Young (1949-2006), una de las más importantes teóricas políticas
feministas de los últimos tiempos, cuyos revolucionarios planteamientos han sido
fuente de inspiración para activistas y movimientos sociales comprometidos con
una mayor democratización de todos los aspectos de la vida cotidiana.
Concretamente, es su obra de 1990 Justice and the Politics of Difference111 el
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
110 Este artículo ha sido posible gracias al apoyo de una beca doctoral (código UNOV-10-BECDOC) financiada por la Universidad de Oviedo.111 Young, I. M., Justice and the Politics of Difference, Princeton University Press, Princeton, 1990. (Citaré por la traducción española de Silvina Álvarez, La Justicia y la Política de la Diferencia, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000).
75
trabajo que mayor importancia cobró en este sentido, por ser donde Young
aportó una nueva visión de la justicia con la que trataba de repolitizar la esfera
pública y democratizar los organismos institucionales.
Su peculiar postura al respecto queda definida, en la obra citada, tomando
como punto de partida la larga tradición de la teoría crítica y por oposición a los
dos modelos hegemónicos que han sentado las bases del debate político moderno
y contemporáneo: el paradigma distributivo de la justicia social y el ideal político
de la imparcialidad. Puesto que su intención es hacer compatible la democracia
con la parcialidad y la diferencia culturales, Young se rebela contra estos dos
pilares fundamentales de nuestras democracias occidentales, a los que supone
articulados en torno un ideal común de asimilación. En clara confrontación con
este ideal, la profesora de la universidad de Chicago aporta una posible
alternativa política, centrada en la pluralidad y la heterogeneidad de la esfera
pública, cuyo pilar central se encuentra en las políticas de la diferencia.
Acerca de estas últimas políticas trataré en este ensayo, cuyo principal
objetivo es analizar las categorías y conceptos vertebradores de la noción de
justicia formulada por Young. La preocupación por estas cuestiones de justicia
nace de la idea de que la situación de la mujer, no sólo a nivel nacional, sino a
escala global, es consecuencia de numerosas injusticias institucionalizadas que
requieren de una urgente solución. Esto precisamente, el entender el feminismo
como una cuestión de justicia transnacional, hará derivar el interés del ensayo
hacia los últimos trabajos de Young, en los que la justicia es entendida más allá
de los límites nacionales. Al mismo tiempo, sin embargo, se tratará de hacer
explícitas aquí las limitaciones de esta noción de justicia global, cuestionada en
sus fundamentos por autores que se adhieren a modelos cosmopolitas.
De forma general, el presente ensayo se divide en cinco apartados. En el
primero de ellos, “El paradigma distributivo. Funciones ideológicas del modelo
posesivo”, plantearé las principales críticas de Young a las concepciones finalistas
de la justicia en las que se atiende, fundamentalmente, a la redistribución
equitativa de los bienes materiales. Serán tres los aspectos a los que me referiré en
la medida en la que hacen de las políticas redistributivas un análisis demasiado
superficial de las injusticias institucionales; a saber, los procedimientos para la
toma de decisiones, la división del trabajo y los símbolos y significados culturales.
En el segundo epígrafe, “Las categorías de la opresión y la desigualdad de
Justicia y diferencia en Iris Marion Young .| Tamara Palacio Ricondo
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género”, atenderé al concepto de “opresión” formulado por Young y cómo éste
se encuentra en numerosas prácticas cotidianas que atentan contra la autonomía
y el pleno desarrollo de las capacidades de las mujeres. A continuación, en “La
imparcialidad como modelo de asimilación y eliminación de la diferencia en la
esfera pública”, me centraré en la crítica de Young al ideal de imparcialidad, ante
el cual reivindica una noción positiva de la diferencia y la heterogeneidad en los
espacios públicos, esenciales ambas para la consolidación de la democracia y la
eliminación de la injusticia. Este punto será ampliado cuando en “Las políticas de
la diferencia” trate acerca de esta alternativa política propuesta por Young, a
través de la cual trata de superar los límites tanto del modelo distributivo como
del ideal de imparcialidad. Algo que, como veremos, solo será posible en la
medida en que adoptemos un modelo que cuestione las diferencias sociales en su
estructura misma, lo que Young define como “politics of positional difference”.
Finalmente, en “El cuestionamiento de las fronteras. Una teoría de la justicia
global”, remitiré a los últimos trabajos de Young, en los que emprendió la tarea
de hacer de los movimientos sociales agentes políticos comprometidos con una
revolución cultural e institucional a nivel transnacional.
1. El paradigma distributivo. Funciones ideológicas del modelo posesivo.
El enfrentamiento entre las políticas de la redistribución y las políticas del
reconocimiento ha sido el factor definitorio de la mayor parte de los debates
contemporáneos sobre la justicia. Frente a autoras como Nancy Fraser, quien
apuesta por la combinación de ambos puntos de vista en un único modelo dual de
la justicia social112, Young ha optado por la preeminencia de uno de estos ejes,
pasando a convertirse en una de las principales representantes y defensoras de las
políticas de la diferencia. Aun cuando las teorías de la justicia buscaban el reparto
equitativo de bienes y cargas entre los miembros de la sociedad, Young comenzó
a oponerse a dicha identificación entre justicia y distribución. Frente a este
“modelo posesivo” de la justicia, presente tanto en los enfoques liberales
capitalistas como en aquellos otros de tipo socialista o marxista, Young consideró
más importante atender no ya a la propia distribución de los bienes materiales,
Justicia y diferencia en Iris Marion Young .| Tamara Palacio Ricondo
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
112 Fraser, N., “From Redistribution to Recognition? Dilemmas of Justice in a “Postsocialist” Age”, New Left Review, I/212, 1995, pp. 68-93; Justice Interruptus. Critical Reflections on the “Postsocialist” Condition, Routledge, New York, 1997; “Social Justice in the Age of Identity Politics: Redistribution, Recognition, and Participation”, in Peterson, G. B. (ed.), The Tanner Lectures on Human Values, vol. 19, University of Utah Press, Salt Lake City, 1998. pp. 1-67; “Rethinking Recognition”, New Left Review, 3, 2000, p. 107-120.
77
sino a los mecanismos por medio de los cuales ésta tiene lugar así como al
contexto institucional que lo favorece. Al afirmar que “los conceptos de
dominación y opresión, antes que el concepto de distribución, deberían ser el
punto de partida para una concepción de la justicia social”113, trató también de
poner de manifiesto que el paradigma distributivo al que tanto han recurrido los
teóricos en su afán por eliminar las diferencias sociales cumple, en el fondo, una
importante función ideológica en el más estricto sentido marxista del término.
Retomando el concepto de ideología como el conjunto de ideas que
presentan el contexto institucional en que surgen como natural o necesario114 ,
Young nos desvela dos problemas que, bajo el prisma de las políticas
redistributivas, más que eliminarse o erradicarse parecen reforzarse. En primer
lugar, el paradigma distributivo pasaría por alto el análisis de las estructuras
sociales que condicionan las medidas distributivas, inclinándose la balanza a
favor de las cuestiones de tipo práctico en detrimento de las de tipo
procedimental, a pesar de ser estas últimas centrales en numerosos casos de
injusticia social que, por ser de carácter simbólico y cultural, no pueden reducirse
a cuestiones meramente distributivas. En segundo lugar, el paradigma distributivo
no reconocería los límites de su aplicación lógica pues -si como afirma Rawls- la
justicia consiste en la correcta distribución de derechos y deberes115, el paradigma
distributivo se extendería a cualquier valor social que, en las cantidades
apropiadas, pudiera ser poseído por los agentes sociales, con total independencia
de que nos estemos refiriendo a derechos, oportunidades o, en un caso extremo, a
la autoestima y el poder de los individuos. Todos estos aspectos de la vida social a
los que nos venimos refiriendo serían entendidos por esta conceptualización
finalista de la justicia, sin distinción alguna, más que como relaciones e
interacciones sociales, como objetos, puesto que el paradigma distributivo se
encuentra asociado a una ontología social incompleta así como a un modelo
estático de lo social. Al pasar los individuos a ser vistos a la manera de átomos,
completamente independientes del contexto social en que se encuentran y, por lo
tanto, anteriores a las instituciones sociales de las que forman parte, nos
encontramos ante una concepción de la sociedad extremadamente acotada o
restringida en la que el valor de los procesos y de las relaciones sociales se torna
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113 Young, I. M., La Justicia y la Política de la Diferencia, op. cit., pág. 33. 114 Young, I. M., op. cit., pág. 129.115 Young, I. M., op. cit., pág. 46.
78
completamente irrelevante. Son consecuencias materiales de este planteamiento,
según Young, la fragmentación de la vida social en pequeños grupos de interés y
la privatización de las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos; o, dicho de
manera más general, la despolitización de la esfera pública que tiende a la
producción y reproducción de ciertas injusticias presentes en nuestras sociedades
de bienestar capitalista.
Con objeto de hacer frente a esta naturalización del status quo y del
discurso político a que atiende el modelo distributivo, Young pone en entredicho
los eslabones que permiten mantener fuertemente unida la cadena del poder116 .
Para ello cuestionará (1) los actuales procedimientos de toma de decisiones, (2) la
división del trabajo y, finalmente, (3) los distintos símbolos y significados
culturales. De este modo pone en entredicho el contexto institucional en que se
insertan las medidas redistributivas, las cuales lo asumen como dado sin plantear
posibles alternativas a través del cuestionamiento de sus principios más básicos y
fundamentales.
(1) Los procedimientos de toma de decisiones
La sociedad capitalista de bienestar es el contexto en que más se ha
discutido acerca de la sustancia de la justicia. No debemos olvidarnos de que
estos intensos debates se han desarrollado bajo el imperio de las políticas
distributivas. No es de extrañar si tenemos en cuenta que en el seno de estas
sociedades han pasado a ser considerados principios fundamentales el que la
sociedad, con vistas a la maximización del bienestar colectivo, sea responsable de
la regulación económica, el que prevalezca el derecho a que aquellas necesidades
básicas de toda persona sean satisfechas, y el que los procedimientos
institucionales sean impersonales, garantizando al máximo la igualdad formal de
todos.
Sin la menor intención de negar la importancia que estos principios han
tenido en el proceso de democratización de nuestras sociedades de bienestar,
Young apunta a su especial contribución a la hora de despolitizar la esfera
pública, haciendo que, cada vez más, lo político se defina por analogía al
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116 Young se adhiere a la noción de poder establecida por Foucault en un intento por negar aquellas perspectivas -de corte liberal y marxista- en que el poder es entendido como una relación diádica entre “gobernante” y “gobernado”.
79
mercado117. Apelando al rótulo de “sociedad reglada”, Young llama la atención
sobre el hecho de que los trabajadores, dentro del conjunto social donde prima el
control burocrático, no necesitan involucrarse a la hora de tomar decisiones,
puesto que los fines de su actividad están pautados por la propia gestión
burocrática. El individuo en cuestión únicamente debe adaptarse a la “ética de la
profesionalidad” que le es propia en función del cargo que desempeña,
permaneciendo fiel a las normas previamente establecidas y en función de las
cuales las decisiones son evaluadas, no por ser correctas o injustas, sino por su
validez legal. El verdadero problema de todo esto se da cuando nos topamos con
lo que Habermas denominó “colonización del mundo de la vida”118 , lo cual
parece ser el centro de atención de las críticas de Young cuando atiende a
nuestras actuales sociedades del bienestar capitalista. Y es que hemos llegado a un
punto en que nuestras políticas son resultado de la competencia y la negociación
establecida entre los diferentes grupos de interés. Lejos de lo que puedan suponer
los modelos formales, no es la persuasión la que determina cuáles son las mejores
medidas o cuáles son las decisiones más justas, pues el elemento deliberativo que
debiera orientar las cuestiones de interés colectivo queda pervertido, al ser los
ciudadanos excluidos de los procedimientos para la toma de decisiones, en la que
primaría, en realidad, la razón técnica o instrumental, carente de toda carga
valorativa.
Ante esta mercantilización de lo político, y por oposición al paradigma
distributivo, Young apuesta por una democratización de las instituciones, no
únicamente entendida como la distribución del poder, sino como una
“reorganización de las reglas para la toma de decisiones”119. Se trata así de
cuestionar a las instituciones vigentes y de plantear, a través de la discusión
pública y abierta, posibles alternativas con miras a repolitizar la vida social. Algo
que ya fue reivindicado por diversos movimientos sociales de insurrección que
trataban de limitar el poder del Estado, y que fueron de tanta influencia desde su
fundación, en los años 60, que, desde entonces, la política que defienden ha
quedado definida por su radical oposición a las instituciones vigentes,
preocupadas por reabsorber las demandas de los movimientos de insurrección a
favor de su propio status quo.
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117 Young, I. M., op. cit., pág. 125.118 Habermas, J., Teoría de la Acción Comunicativa, 2vols., Taurus, Madrid, 1987.119 Young, I. M., op. cit., pág. 140.
80
(2) La división del trabajo
Young pone de manifiesto su oposición a los actuales criterios de
cualificación, que permiten la división del trabajo entre quienes están cualificados
y quienes no lo están, cuando afirma que, “dado que el ocupar cargos y puestos
de trabajo afecta fundamentalmente al destino de los individuos y las sociedades,
la toma democrática de decisiones sobre estos temas es una condición esencial de
la justicia social”120.
Entre los criterios de cualificación a las que se opone abiertamente habría
que destacar el mérito, según el cual es común suponer que los mejores empleos
deben asignarse a quienes están mejor cualificados, asumiéndose con ello el igual
valor moral y político de las personas. Ello supone, para autores como James
Fiskhin, la garantía de que, a la hora de seleccionar a los empleados y
trabajadores, se respete la equidad procesal, mientras que para otros como John
Rawls la asignación de los empleos en función de la cualificación personal es tan
arbitraria como la distribución de los puestos en función de la raza o el sexo, pues
el individuo es tan poco responsable de sus capacidades como pueda serlo de
estos últimos factores.121 De modo que, tomando en cuenta esta crítica rawlsiana,
pero yendo aún más lejos, Young señala que la idea de un criterio del mérito
objetivo es tan utópica como pueda serlo el ideal de imparcialidad. Señala
fundamentalmente tres problemas al respecto: en primer lugar, los trabajos son
demasiado complejos como para evaluar su correcto desempeño de una forma
neutral; en segundo lugar, es muy difícil determinar cuál es la contribución de
cada uno de los miembros de la organización industrial o administrativa, así
como poder precisar cuáles hubieran sido los resultados si el trabajador hubiera
actuado de otro modo (o simplemente no hubiera intervenido); y, finalmente,
debemos tener en cuenta que la división del trabajo implica, por lo general, que
quienes son encargados de evaluar el trabajo de sus subordinados no están
familiarizados con la tarea en cuestión.
Por todo ello, el criterio del mérito nunca puede medir de manera imparcial
la productividad o las capacidades de un trabajador. Mas bien, nos encontramos
ante un criterio de tipo político en la medida en que valora y jerarquiza
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120 Young, I. M., op. cit., pág. 356.121 Véase Fishkin, J., Justice, Equal Opportunity, and the Family, Yale University Press, New Haven, 1983, pp. 22; Rawls, J., A Theory of Justice, Harvard University Press, Cambridge, 1971, pp. 101-104; Young, I. M., op. cit., pág. 337.
81
determinadas cualidades y aptitudes que debieran quedar sujetas a un debate
público, donde se discutiera, por ejemplo, quiénes tienen autoridad para
determinar cuáles son las capacidades adecuadas para un determinado cargo o
quiénes disponen de las capacidades necesarias. Sólo en un debate de este tipo
podría quedar garantizada la equidad en la toma de decisiones, los criterios serían
explícitos y públicos y ningún grupo permanecería excluido para que, de este
modo, la cualificación de los individuos fuera completamente independiente
respecto de determinados valores o una cultura específica. La excepción, es decir,
el otorgar cierta prioridad a los miembros de un grupo definido, únicamente
podría darse si con ello se lograra socavar la opresión. Con esta crítica Young no
trata de cuestionar la especialización como tal o la posibilidad de la paga
diferenciada, sino que trata mas bien de poner en entredicho la distinción entre
los llamados bienes dominantes, o la planificación de las tareas, y la propia
ejecución de las labores según lo dispuesto por los especialistas, que en razón de
su cargo tendrían el derecho a un sueldo mucho más elevado, a un mayor
prestigio y un mejor acceso a los recursos. Punto de vista éste en el que la justicia
social requiere de una democratización del trabajo que corra pareja a la
democratización misma de la esfera pública y del Estado, para así permitir a
todas las personas ejercer sus capacidades con plena libertad en espacios
socialmente reconocidos.
(3) Símbolos y significados culturales
A la hora de cuestionar los símbolos y significados culturales que favorecen
la discriminación sistemática de determinados grupos, marcados y estigmatizados
como “los otros”, Young apela a la constitución de la racionalidad moderna.
Permanece, en este sentido, muy próxima a las reflexiones de autores como
Foucault acerca de la razón científica moderna que, al instaurar la idea de un
sujeto trascendente e impersonal, habría contribuido de manera directa a la
eliminación de la particularidad y la diferencia. Tal proceso de homogeneización
y exclusión -según los propios términos de Foucault- serviría a la imposición de
los valores pertenecientes a aquellos grupos privilegiados, cuyos caracteres
quedarían recogidos en jerarquías y metáforas en las que se mantienen, de forma
implícita, ciertos sesgos de tipo racial, sexual y de clase. Esto es algo evidente si
atendemos, por ejemplo, a la construcción de cuerpos feos o degenerados o a las
virtudes típicamente masculinas que por tradición han sido asociadas al científico,
Justicia y diferencia en Iris Marion Young .| Tamara Palacio Ricondo
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al tiempo que la naturaleza, el objeto de estudio que ha de ser dominado y
controlado por su investigador, ha adquirido aquellas particularidades propias de
la mujer.
Tal vez la fundación de esta mentalidad moderna queda ya alejada de
nosotros. Sin embargo, a pesar de que las normas sociales y legales prohíben
cualquier tipo de conductas discriminatorias, lo cierto es que no podemos pensar
que las injusticias sociales hayan desaparecido por completo en nuestras actuales
sociedades del bienestar. Aunque la discriminación social ya no forme parte de la
conciencia discursiva de los individuos122, lo cierto es que existen distintas formas
de injusticia social que dependen de procesos inconscientes que generan
reacciones de rechazo y aversión para con los miembros de los grupos oprimidos.
Sólo en la medida en que se produzca una afirmación positiva de la
identidad de los grupos oprimidos, al tomar éstos conciencia de su situación y
crear sus propias imágenes culturales, y en la medida en que los agentes sociales
privilegiados se hagan responsables de sus acciones y las consecuencias que de
ellas se derivan, será posible llevar a cabo una revolución en la que se modifiquen
los hábitos culturales y se politice la cultura misma.
2. Las categorías de la opresión y la desigualdad de género
En su intento por poner de manifiesto que los problemas de justicia van más
allá de las cuestiones distributivas, Young se refiere de manera explícita a las
deudas que su concepto procedimental de la justicia tiene para con el “concepto
ético-político incompleto de la justicia” de Agnes Heller, según el cual la justicia
haría referencia a los procedimientos que permiten evaluar las normas
institucionales; y, ante todo, a la influencia que en su obra ha tenido el modelo
habermasiano de la “ética comunicativa”123 , de acuerdo con el cual únicamente
pueden considerarse justos los contextos sociales en que todos los individuos
puedan ejercer sus libertades. Así entendida la noción de justicia, habría dos
condiciones sociales que definen la injusticia: mientras que la dominación estaría
referida a todas aquellas situaciones en que las normas institucionales impiden a
todos los individuos determinar las circunstancias de sus acciones, o sus acciones
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122 Young toma el concepto de conciencia discursiva, conciencia práctica y sistema básico de seguridad de los planteamientos de Anthony Giddens en The Constitution of Society, University of California Press, Berkeley, 1984. 123 Habermas, J., Conciencia Moral y Acción Comunicativa, Península, Barcelona, 1985.
83
mismas, sin relación de reciprocidad, y otorgando una mayor autonomía a unos
que a otros; la opresión, en cambio, incluiría todos los procesos institucionales
que, de manera sistemática, “impiden a alguna gente aprender y usar habilidades
satisfactorias y expansivas en medios socialmente reconocidos, o procesos sociales
institucionalizados que anulan la capacidad de las personas para interactuar y
comunicarse con otras o para expresar sus sentimientos y perspectivas sobre la
vida social en contextos donde otras personas pueden escucharlas”124. De modo
que el concepto de “opresión” no debe entenderse tal y como ha sido entendido
tradicionalmente, entrelazado con la tiranía por parte de los gobernantes y
cargado de connotaciones de conquista, pues ha sido reemplazado por la noción
de opresión característica de los movimientos sociales emergentes en los años 60 y
70, con los que ha pasado a designar aquellas injusticias posibilitadas por
nuestras prácticas cotidianas a pesar de que, a primera vista, resulten inocentes.
En el momento en que se trata de llevar a cabo un análisis de estos
mecanismos inherentes a la injusticia social, podemos percatarnos de lo complejo
de la situación, lo que, de manera directa, parece contribuir a que las causas de
estas desventajas e injusticias no se sometan a revisión, permaneciendo estables
los hábitos y símbolos culturales que las generan. Determinar qué es un grupo
social o cuándo un grupo es oprimido son problemas que ocuparon la atención de
Young, plenamente consciente de que a pesar de que todas las personas oprimidas
sufren impedimentos al desarrollo y ejercicio de sus capacidades, no todos los
grupos sociales sufren la opresión en la misma medida. A este respecto, debemos
tener presente, en primer lugar, que los grupos sociales, tal y como Young los
entiende, no son meras colecciones de gente, sino que nos encontramos ante “una
clase específica de colectividad con consecuencias específicas respecto de cómo las
personas se entienden a sí mismas y entienden a las demás”125. A diferencia de los
llamados “conjuntos”, el grupo social no quedaría definido por un atributo, sino
por el sentido de identidad definitorio o constitutivo del individuo, que no podría
ser entendido con anterioridad al grupo social al que pertenece, sino que los
miembros de cada grupo presentarían ciertas afinidades entre sí, identificándose,
todos y cada unos de ellos, con una identidad mutua y reconociéndose en una
historia compartida (lo que también diferenciará a los grupos de las asociaciones,
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124 Young, I. M., op. cit. pág. 68.125 Young, I. M., op. cit. pág. 77.
84
constituidas de manera voluntaria y consciente por individuos ya formados y con
una personalidad claramente definida).
Por otra parte, el problema de determinar cuándo un grupo está oprimido
llevó a Young a afrontar el problema de la injusticia social a partir de un
concepto plural de la opresión en el que se pueden diferenciar cinco categorías
diferentes: explotación, marginación, carencia de poder, imperialismo cultural y
violencia. Podemos entonces afirmar que nos encontramos ante un grupo
oprimido cuando aparece, al menos, una de estas categorías enumeradas. Me
interesaré aquí en lo que ellas tienen de relevante en la cuestión del género, dado
que a lo largo de toda su obra Young se preocupó de manera especial por la
situación de la mujer, a la que consideró uno de los principales grupos sociales
afectados por la opresión. Según sus propias palabras: “En cuanto grupo, las
mujeres están sometidas a la explotación en función del género, a la carencia de
poder, al imperialismo cultural y a la violencia”126.
(I) La explotación
En las últimas décadas, la noción marxista de explotación por la cual la
masa de trabajadores no cualificados no sólo transferiría su poder a los
propietarios de los medios de producción, sino que vería disminuir su propia
autonomía y poder a favor de los intereses de la clase dominante, se ha revelado
demasiado limitada. Al centrar su interés en las diferencias de clase, el enfoque
marxista resulta poco explicativo a la hora de dar cuenta de fenómenos tan
comunes en nuestra vida cotidiana como la explotación sexual o racial, lo que ha
hecho que la mayoría de las feministas se desvinculen del marxismo, al que por
tradición y desde su origen han estado estrechamente asociadas.
El principal foco de atención de estas nuevas feministas es la explotación
sexual pues consideran que la mujer sufre, en cuanto grupo, un tipo especial de
sometimiento en el que se ve desposeída de su poder a favor del dominio
masculino. Young señala, en este sentido, que “la explotación de género tiene dos
aspectos: la transferencia a los hombres de los frutos del trabajo material y la
transferencia a los hombres de las energías sexuales y de crianza”127. Fruto de un
proceso de socialización marcado por el cuidado, es la mujer quien generalmente
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126 Young, I. M., op. cit., pág. 112.127 Young, I. M., op. cit., pág. 89.
85
se ve responsable de una serie de tareas de las que su compañero se verá
liberado, pudiendo éste incorporarse libremente al mercado laboral. De este
modo, mientras que el varón puede desempeñar oficios creativos que le
permitan reforzar su estatus, la mujer se ve abocada a desempeñar trabajos
socialmente considerados femeninos, todos ellos poco valorados y
recompensados, que convertirán a la mujer en una menor de edad de por vida
al depender económicamente de su marido, a quien deberá proporcionar no
ya sólo descendencia, sino también cuidado emocional y satisfacción
sexual128.
Puesto que estas injusticias, basadas en una “transferencia de energías a
través de la cual los servidores refuerzan la categoría de los servidos”129, no se
eliminan, como bien indica Young, a través de la redistribución de bienes:
“Hacer justicia donde hay explotación requiere reorganizar las instituciones y
las prácticas de toma de decisiones, modificar la división del trabajo, y tomar
medidas similares para el cambio institucional, estructural y cultural”130.
(II) La marginación
Por marginación entiende Young aquellas situaciones en que el sistema no
quiere -o bien no puede- usar a ciertos individuos que quedarían excluidos de la
participación útil en la sociedad y que, al estar estrechamente relacionadas las
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128 En este sentido, el punto más escabroso en que últimamente se han centrado todos los focos de atención es el aumento de la trata de seres humanos con fines sexuales, donde la explotación de la mujer (incluidas las menores de edad) hace aún más evidente el concepto de opresión formulado por Young. Contra esta explotación sexual, numerosas instituciones internacionales como Naciones Unidas o la Unión Europea, así como importantes organizaciones no gubernamentales, se han lanzado durante las últimas décadas a una campaña por la concienciación de los ciudadanos. Así, por ejemplo, en su “Plan integral de lucha contra la trata de seres humanos con fines de explotación sexual”, el Ministerio de Igualdad español ha definido este tipo de explotación como (i) una cuestión de género, (ii) una violación de los derechos más fundamentales, (iii) un hecho trasnacional que requiere de la cooperación internacional y (iv) finalmente, como un delito que requiere de la contundente acción policial y judicial. De hecho, son muchas las normas de derecho internacional que tratan de eliminar estas conductas opresivas no ya sólo a nivel nacional, sino en un marco mucho más amplio. Esto es consecuencia de que tales formas de esclavitud desbordan los límites territoriales. Un claro ejemplo de ello es España puesto que, aunque el nuestro no es un país de origen, recibe numerosas víctimas de la trata procedentes de zonas como República Dominicana, Brasil, Colombia, Nigeria, Ucrania, Rumania, Marruecos... Ante tales injusticias el Ministerio de Igualdad incluye en su Plan medidas de sensibilización, educación y formación, además de medidas de tipo legislativo y de asistencia y protección a las víctimas.129 Young, I. M., op. cit., pág. 92.130 Young, I. M., op. cit., pág. 93.
86
nociones de independencia y autonomía con la noción de ciudadanía, quedarían
sujetos a un tratamiento paternalista y degradante ante los servicios sociales y las
administraciones, públicas o privadas.
Conforme a una noción tal de la marginación, la esfera de lo militar y lo
policial son un genuino ejemplo de estos ámbitos en que, por tradición, se ha
impedido la aplicación de las capacidades de las mujeres en los espacios públicos.
Esta estrecha conexión entre la dominación masculina y la lógica militarista
que claramente tendería a marginar a la mujer en la medida en que la considera
carente de capacidades útiles para la seguridad del Estado, tiene cabida en “The
Logic of Masculinist Protection Reflections on the Current Security State”131 ,
donde Young analiza cómo el poder patriarcal se funda en la dedicación del
hombre a la seguridad de la comunidad o el Estado: en el ámbito del hogar
(entendido o visto como refugio), es el hombre quien goza de plena autonomía en
la medida en que sea capaz de tomar las decisiones que permitan vivir seguros a
quienes de su virilidad dependen. Entre tanto, la subordinación femenina no sería
entendida como una forma de sumisión al varón, puesto que la mujer estaría
obligada a obedecer y manifestar su agradecimiento y admiración a la figura
masculina, cuya autoridad quedaría revestida bajo los ideales de la virtud o el
amor a los suyos.
En La justicia y la política de la diferencia, nos dice Young que esta
presunción de que la dependencia es por sí misma opresiva es un error, un mero
prejuicio, si nos atenemos a las experiencias propias de grupos no hegemónicos,
entre las cuales podemos encontrar visiones completamente diferentes en las que
la dependencia no supone una pérdida de la elección personal o de la
respetabilidad social, pudiendo ser considerada, incluso, una condición básica del
ser humano. Entender la dependencia como opresiva es, por tanto, una
consecuencia de los valores y símbolos culturales hegemónicos, “De modo que
aunque la marginación implica claramente importantes cuestiones de justicia
distributiva, conlleva además la privación de condiciones culturales, prácticas e
institucionales, para el ejercicio de las capacidades en un contexto de
reconocimiento e interacción”. 132
Justicia y diferencia en Iris Marion Young .| Tamara Palacio Ricondo
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131 Young, I. M., “The Logic of Masculinist Protection Reflections on the Current Security State”, Journal of Women in Culture and Society, vol. 29, no. 1, 2003.132 Young, I. M., La Justicia y las Políticas de la Diferencia, op. Cit., pág. 97.
87
(III) La carencia de poder
La carencia de poder, al estar íntimamente relacionada con la respetabilidad
profesional y laboral, se manifiesta en numerosas prácticas cotidianas a través de
conductas racistas y sexistas. En este último caso, es muy común el que las
mujeres se dediquen al mantenimiento de la casa y el cuidado de los hijos, siendo
el principal sustentador de la familia el varón. En aquellos casos en que la mujer
se decide a combinar estas labores del hogar con el trabajo fuera de casa, y a
pesar de las numerosas medidas que se han tomado contra esta discriminación133,
lo cierto es que, fruto de una socialización marcada por el cuidado, las mujeres
tienden a ser asociadas con empleos poco valorados y, por tanto, poco
remunerados, presentándosele numerosos obstáculos a la hora de ocupar cargos
de cierta responsabilidad. Por el contrario, los empleos que requieren de una
mayor especialización y profesionalización son más accesibles a los hombres, lo
que les confiere un mayor estatus frente a las trabajadoras no profesionalizadas.
Fundamentalmente la diferencia entre estas dos categorías radica en que son los
trabajadores no especializados quienes obedecen y ejecutan las tareas según lo
pautado, mientras que los trabajadores especializados (generalmente varones de
raza blanca) son quienes planifican las labores, lo que les garantiza la
oportunidad de ir progresando en la jerarquía laboral, obteniendo cada vez
puestos de más autoridad y responsabilidad, en los que, si bien no gozan de una
absoluta capacidad para tomar las decisiones últimas por sí mismos, pueden
ejercer su poder sobre aquellos trabajadores cuyo trabajo son los encargados de
supervisar. Y esto es algo que generalmente no se limita a lo laboral, sino que los
profesionales gozan de una respetabilidad de la que en pocas ocasiones pueden
disfrutar quienes ocupan los cargos menos valorados, ya se trate de miembros de
minorías raciales, sexuales, etc.
(IV) El imperialismo cultural
La opresión, en cuanto imperialismo cultural, conlleva la universalización
de la experiencia y los valores del grupo dominante socialmente, quien proyecta
sus propias experiencias como representativas de la humanidad en su conjunto.
Las perspectivas de los grupos minoritarios, en cambio, se volverían invisibles e
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133 Por ejemplo, en el caso de la legislación española, la ley 3/2007 de 22 de marzo (BOE 71, 23 de marzo) por la que se define, conforme al principio de la igualdad de oportunidades dentro del ámbito laboral, el acoso por razón de sexo como situación discriminatoria, reafirmándose en su artículo 48 la igualdad de oportunidades dentro del ámbito laboral.
88
irían adquiriendo gradualmente connotaciones negativas, al ser los miembros del
grupo estereotipados e identificados con una esencia inferior y generalmente
vinculada a sus cuerpos. La injusticia radica, por lo tanto, en que el grupo
dominante impone su propia visión de la vida social a los demás grupos, sin
considerar sus propias experiencias y valores como una perspectiva más entre
otras. Young lo expresa afirmando que “las experiencias e interpretaciones de la
vida social propias de los grupos oprimidos cuentan con pocas expresiones que
afecten a la cultura dominante, mientras que esa misma cultura impone a los
grupos oprimidos su experiencia e interpretación de la vida social”134.El llamado
“eterno femenino” supondría un claro ejemplo de imperialismo cultural, en la
medida en que la mujer no es definida por sí misma, sino en función de unos
valores masculinos que determinarían una esencia definitoria de lo que es la
mujer. Una esencia, por otra parte, dada negativamente en la medida en que es
entendida como la carencia de aquellos caracteres y capacidades socialmente
valorados y entendidos como neutrales cuando lo cierto es que se trata de un
perfil claramente masculino.
(V) La violencia
Entendiendo bajo el rótulo de violencia sistemática no sólo los ataques
físicos a los miembros de los grupos marcados socialmente, sino también todas
aquellas formas de acoso o intimidación provocados con la intención de
ridiculizar o humillar a dichas personas, Young contempla todas estas conductas
no ya como el acto particular de un individuo concreto, sino atendiendo al
contexto social que lo rodea y que hace de estos actos hechos posibles e incluso,
en los casos más extremos, aceptables. Así, puesto que “lo que hace de la
violencia un fenómeno de injusticia social, y no sólo una acción individual
moralmente mala, es su carácter sistémico, su existencia en tanto práctica
social”135 , Young afirma que no debemos entender exclusivamente como
violentos los actos mismos de agresión y humillación de los individuos, sino la
posibilidad misma de que, en función de su identidad de grupo, estos individuos
sean vejados socialmente136. Una vejación, por otra parte, que resulta irracional y
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134 Young, I. M., op. cit., pág. 105.135 Young. I. M., op, cit., pág. 107. 136 Según datos ofrecidos por el Ministerio, entre 2007 y 2008 se han presentado en los juzgados españoles 268.418 denuncias por parte de mujeres que sufrían malos tratos a manos de sus parejas. Además, el número de mujeres muertas como resultado de la violencia doméstica habría ascendido, entre 2003 y 2008, a 414 mujeres.
89
guiada por procesos inconscientes como el temor y el odio. En palabras de
Young:
“La opresión de la violencia consiste no solo en la persecución directa,
sino en el conocimiento diario compartido por todos los miembros de
los grupos oprimidos de que están predispuestos a ser víctimas de la
violación, sólo en razón de su identidad de grupo. El solo hecho de
vivir bajo tal amenaza de ataque sobre sí misma o su familia o amigos
priva a la persona oprimida de libertad y dignidad y consume
inútilmente sus energías”137
La violencia, en cuanto forma de injusticia, no puede ser abordada desde
parámetros distributivos, sino que requiere de un cuestionamiento mucho más
profundo que afecte a los pilares más básicos de nuestras sociedades actuales.
Únicamente en la medida en que sean transformadas las imágenes culturales y los
estereotipos en que se basan nuestras conductas cotidianas, podrá eliminarse la
violencia sistemática que día a día afecta a los miembros de los grupos
minoritarios.
3. La imparcialidad como modelo de asimilación y eliminación de la diferencia en
la esfera pública
Hasta aquí la crítica de Iris Marion Young al paradigma distributivo. Pasaré
a continuación a ocuparme de su otro gran foco de atención en La justicia y la
política de la diferencia: el ideal de la imparcialidad.
Para referirse a este ideal normativo, que se ha instaurado como la seña de
identidad de la racionalidad moral, Young toma de Adorno la expresión “lógica
de la identidad”, y lo describe no sólo como un ideal imposible, sino como un
paradigma que atiende a fines ideológicos en la medida en que busca eliminar del
razonamiento moral las diferencias (tanto contextuales como sentimentales) a
favor de la unidad. Al suponer que el razonador imparcial es aquel capaz de
alcanzar un punto de vista universal, se buscaría una “subjetividad moral
trascendente” reduciendo la pluralidad de agentes morales a una única
subjetividad por lo que, más que en términos de procesos o de relaciones, esta
lógica de la identidad trataría de conceptualizar los entes en términos de
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137 Young, I. M., La Justicia y la Política de la Diferencia, op. cit., pág. 108.
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sustancias y de categorías lo más estables posibles. Lo paradójico es que, a pesar
de que se busque dominar (o en su caso extremo eliminar) lo heterogéneo para
negar lo que las distintas situaciones tienen de particular, en el fondo lo que se
consigue es totalmente lo contrario pues, lejos de acercarse a un último principio
unificador, la lógica de la identidad genera tajantes dicotomías que únicamente se
pueden eliminar cuando uno de los elementos en cuestión es suprimido. De modo
que el intento de unificación de los agentes morales en una misma voluntad
general fracasa necesariamente porque, como ya mostraron Derrida y Adorno, la
experiencia forma parte de la realidad que se trata de unificar, no pudiéndose
eliminar nunca los sentimientos e intereses del sujeto. En la medida en que el
punto de vista moral surge de la interacción con otras personas, es imposible
alcanzar un punto de vista neutral, imponiéndosenos la necesidad de tener en
cuenta las reivindicaciones y necesidades de las demás personas; es decir, una
racionalidad dialógica, o como Habermas la define, ética comunicativa.
A pesar de todas estas críticas, la lógica de la identidad no solo ha sido
protagonista de los debates morales, sino que se ha instaurado también,
especialmente desde finales del siglo XVIII, como principio fundamental de la
teoría política normativa. Nuevamente, en este ámbito se buscaría la
homogeneidad mediante la exclusión de lo diferente a través de la eliminación de
todos los aspectos corporales y afectivos, por cuanto que es la razón la única que
nos permite dar expresión a nuestra verdadera naturaleza humana y ejercer
nuestra más plena libertad al participar de la voluntad general.
Una vez mas, Young hace aquí hincapié en el hecho de que “la
imparcialidad no sólo es imposible, sino que el compromiso con este ideal tiene
consecuencias ideológicas adversas”138. Concretamente, señala tres funciones
ideológicas que, según su punto de vista, cumpliría el ideal de la imparcialidad y
ante los cuales habría que buscar la estabilidad y equidad social en un contexto
de plena pluralidad y heterogeneidad. En primar lugar, la imparcialidad estaría
estrechamente relacionada con el paradigma distributivo por cuanto que ambos
se sustentan en la necesidad de un Estado neutral. Por otra parte, legitimaría
tanto el control burocrático como la jerarquía en los procedimientos de tomas de
decisión, resultando innecesarios los procedimientos de tipo democrático,
redundantes en un contexto en que los agentes buscan la imparcialidad en sus
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138 Young, I. M., op. cit., pág. 190.
91
decisiones. Finalmente, lejos de eliminar la opresión, la imparcialidad tendería a
reforzarla al convertir el punto de vista de los grupos privilegiados en expresión
de la humanidad en su conjunto, lo que encuentra su máxima expresión en la
filosofía hegeliana, donde “concebido como miembro del Estado el individuo no
es un centro de deseos particulares, sino el portador de derechos y
responsabilidades universalmente articuladas”139.
En su apología de la democracia y de la idea de una esfera pública lo más
heterogénea y diversa posible, cuya defensa desarrollará posteriormente en
Inclusion and democracy140 , Young incluye estas objeciones, junto a las cuales
recurrirá a la noción de inclusión, tan importante para la democracia como pueda
serlo para la justicia. Estas tres nociones (justicia, inclusión y democracia)
constituyen, en definitiva, un único y mismo ideal, según el cual una decisión
únicamente puede considerarse justa cuando la gente delibera bajo condiciones
democráticas. Ahora bien, como ya hiciera en “Communication and the other:
Beyond Deliberative Democracy”141, Young trata de ir aún más lejos y pretende
fundar lo que ella denomina como “modelo comunicativo de la democracia”. Un
sistema que, por tener en cuenta la pluralidad, resulta más amplio que el ideal
deliberativo; el cual, en ocasiones, puede resultar excesivamente excluyente y
ponerse al servicio de los mecanismos de opresión y dominación. Es por ello
precisamente por lo que, en Young se opone abiertamente a este modelo
normativo de la democracia deliberativa, demasiado acotado frente a su ideal de
la reciprocidad asimétrica. Este último estaría fundado en el reconocimiento de
las diferencias culturales entre los participantes de la discusión pública, así como
en el cuidado de los distintos intereses personales y las posibles vinculaciones de
éstos con la posición social del individuo en cuestión.
Pero esto no es todo. El modelo comunicativo estaría orientado hacia unos
fines muy distintos de aquellos a los que atienden los deliberativistas,
preocupados por alcanzar el bien común a través del consenso de todos los
afectados, cuyos intereses se rendirían a la fuerza y la evidencia del mejor de los
argumentos. Young sostiene que inclusión y heterogeneidad únicamente son
posibles en el seno de una democracia comunicativa con un marcado carácter
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139 Young, I. M., op, cit., pág. 192.140 Young, I. M., Inclusion and Democracy, Oxford University Press, Oxford, 2000.141 “Communicaton and the Other: Beyond Deliberative Democracy” quedó recogido como tercer capítulo en Intersecting Voices, Princeton University Press, Princeton, 1997.
92
transformativo que pretenda modificar no sólo los parámetros del debate, sino los
mismos temas y asuntos que se sitúan en la cabecera de la agenda política.
4. Las políticas de la diferencia
Young nos presenta en La justicia y la política de la diferencia tres ejemplos
de opresión (con marcadas referencias a los EE.UU.) que requieren de una
solución urgente: el caso de los indígenas, el caso de los latinos y el caso de las
mujeres. Ve en todos ellos manifestaciones de la opresión de las minorías,
perpetuadas en nuestras sociedades del bienestar capitalista generación tras
generación de manera inconsciente y, por tanto, sin ser cuestionadas en sus
fundamentos. Acto seguido, apunta a una posible solución con vistas a maximizar
la igualdad de los individuos y a garantizar el pleno desarrollo de sus facultades y
capacidades en espacios públicos reconocidos. Esta solución que nos presenta se
funda en la parcialidad y en la heterogeneidad, principios que desde los años 60 y
70 vienen siendo reivindicados por los grupos minoritarios, en lucha por obtener
el reconocimiento de su condición y por elaborar una imagen positiva de su
propia especificidad de cara a la sociedad. Entre todos ellos destacarían de
manera especial, por ser los abanderados de la lucha por la diferencia, el
Movimiento Negro y el Movimiento Indígena, a los que pronto se unieron
movimientos de gays y lesbianas, así como diversos movimientos que luchaban
por el reconocimiento positivo tanto de los valores como de las experiencias de
las mujeres. Es, sobre todo, a finales de los años 70 cuando despega esta oleada
de movimientos dentro de la sociedad civil que, ante aquellas actividades
socialmente valoradas por estar asociadas a la masculinidad, pretende revalorizar
el cuidado y la crianza, así como promover la autoorganización de la mujer a
través de asociaciones e instituciones fundadas en análisis ginecéntricos en los que
se trata de dar cabida a la diferencia entre las propias ciudadanas (ya fueran
diferencias raciales, de clase, etc.).
A pesar de sus múltiples diferencias, el objetivo fundamental de estos
movimientos sería esencialmente hacer ver que el ideal de la asimilación que ha
marcado las tendencias políticas de los últimos tiempos no es solo un ideal
imposible, sino que, en la medida en que atenta contra las diferencias individuales
y de grupo, ni siquiera es deseable. Bien es cierto que estamos obligados a
reconocer los logros de este ideal de humanidad de corte kantiano. Como afirma
Young:
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“No cabe duda de que el ideal de liberación entendido como la
eliminación de las diferencias de grupo ha sido enormemente
importante en la historia de la política emancipatoria. El ideal de
humanidad universal que niega las diferencias naturales ha sido un
desarrollo histórico crucial en la lucha contra la exclusión y la
diferenciación por categorías. Dicho desarrollo ha hecho posible
afirmar el igual valor moral de todas las personas y, de este modo,
afirmar el derecho de todas las personas a participar y ser incluidas en
todas las instituciones y posiciones de poder y privilegio”142.
Por tanto, sin la menor intención de negar todas estas ventajas que nos ha
reportado el ideal de lo cívico público, Young se imbuye de lleno en la tradición
de la teoría crítica para oponerse al ideal de asimilación que subyace bajo la
superficie de tan idílico fundamento político, y se adhiere a los movimientos
sociales y políticos que han buscado la no adecuación a un ideal humano
elaborado conforme a unos valores y unas experiencias, en el fondo, sesgadas y
ligadas a determinados intereses grupales, sirviendo a la diferenciación entre
quienes se adecuan a tal ideal humano y quienes, por una naturaleza
esencialmente distinta (e inferior), se mantienen en los peldaños más bajos de la
jerarquía social. Como bien indica la profesora de Chicago, el insistir en la
homogeneidad no sólo nos hace insensibles a la diferencia, sino que además
permite a los grupos privilegiados identificarse a sí mismos con un punto de vista
neutral y universal que queda definido como “lo propio del hombre”.
Paralelamente a este encumbramiento del grupo dominante, quienes forman parte
de grupos oprimidos tienden a desarrollar una conciencia negativa de sí mismos,
cuando en el fondo todas esas diferencias y esos puntos de vista alternativos
tienen un significado positivo al contribuir al enriquecimiento de nuestras
sociedades, caracterizadas cada vez más por la pluralidad.
En el seno de esta heterogeneidad Young propone la autoorganización de
los grupos oprimidos con objeto de relativizar la cultura dominante al poner de
manifiesto que no se trata, como se pretende, del punto de vista natural humano,
sino de una posible visión entre otras muchas. Así, frente al tradicional
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142 Young, I. M. La Justicia y la Política de la Diferencia. op. cit. pág. 268.
94
significado opresivo de la diferencia, funda una nueva noción en la que la
heterogeneidad cobra tintes emancipatorios al reclamar “la definición del grupo
por el grupo, como una creación y construcción, antes que como una esencia
dada”143. De modo que la diferencia, al cobrar el sentido no de una sustancia,
sino de una relación inmersa en un contexto preciso, lejos ya de contribuir a la
dominación de unos grupos sobre otros (tal parece ser el temor de quienes se
oponen a estas políticas de la diferencia), garantizaría la igualdad efectiva de los
individuos en su vida cotidiana, puesto que la diferencia no sería vista desde
principios esencialistas. Únicamente cuanto todos los grupos sean reconocidos en
lo que tienen de diferente y cuando estas diferencias se reconozcan públicamente
como positivas, podrán todos los individuos ser considerados en pie de igualdad.
Por supuesto ello precisa, y la propia Young es consciente de ello, de un conjunto
de derechos básicos iguales para todos que garanticen el que la diferencia no sea
motivo de exclusión. La novedad con respecto a los sistemas clásicos radica en
que, junto a este sistema básico de derechos, debe incluirse una serie de medidas
políticas más específicas y compatibles con derechos sensibles a las diferencias de
grupo, que sirvan a la defensa y el mantenimiento de la diferencia y la
heterogeneidad, fundamental para los sistemas políticos democráticos tanto en lo
procesal como en lo sustantivo.
En lo que tiene que ver con el procedimiento democrático mismo, la
representación de los diferentes grupos aseguraría la equidad a la hora de tratar
los asuntos de dominio público, quedando así recogidos en las deliberaciones los
intereses de todos los grupos, por diferentes que ellos puedan resultar. Por ora
parte, y en cuanto a lo sustantivo, Young aparece en deuda con los
planteamientos habermasianos, pues al igual que éste se muestra a favor de la
obtención de mejores resultados y la adopción de medidas más justas a través de
la deliberación pública, fuente de un mayor conocimiento social y de una mayor
implicación política por parte de los ciudadanos144. La necesidad que tengamos
de dar razones ante los demás miembros de la sociedad aseguraría el encuentro
dialógico intersubjetivo145 que haría compatibles los intereses privados y
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143 Young, I. M. op. cit. pág. 289. 144 Para una versión más reciente acerca de la democracia deliberativa ver Habermas, J., “¿Tiene aún la Democracia una Dimensión Epistémica? Investigación Empírica y Teoría Normativa”, ¡Ay, Europa!: Pequeños Escritos Políticos, Trotta, Madrid, 2009.145 Aspecto éste que ha sido destacado en Martinez, Máriam, “Diferencia, Justicia y Democracia en Iris Marion Young”, en Ramón Máiz Suárez (coord.), Teorías Políticas Contemporáneas, Tirant lo Blanch, 2009, pp. 477-505.
95
personales con las necesidades ajenas146, permitiendo además que se den cabida
en el razonamiento político y moral no sólo los factores racionales, sino también
aquellas emociones y sentimientos que como puso de manifiesto Seyla Benhabib,
no pueden sustraerse de la perspectiva del “otro concreto”147.
Ahora bien, pese a que Young apuesta por las políticas de la diferencia
como la principal alternativa a la dominación y la opresión que sufren estos
grupos, es plenamente consciente de que no todas las políticas de la diferencia ni
todas las reivindicaciones de los grupos sociales se encuentran al mismo nivel, ni
sirven con la misma fuerza al fin perseguido. En “Structural Injustice and the
Politics of Difference” 148 apunta ya a esta cuestión cuando reconoce dos frentes
abiertos: por una parte, las que llama “politics of positional difference” incluirían
las reivindicaciones que, sobre todo, a lo largo de la década de los 80, guiaron a
los movimientos feministas, así como a las minorías raciales y sexuales; por otra
parte, las definidas como “politics of cultural difference” habrían dominado
durante la década de los 90, en que los movimientos sociales comenzaron a
decantarse por las cuestiones nacionales, étnicas y religiosas. A través de estas dos
categorías, Young diferencia aquellas cuestiones de justicia a las que entiende
como estructurales, de aquellas otras que, sin carecer de importancia, dependen
en cierta medida de las anteriores. El profundo abismo que se abre entre sendas
perspectivas, las cuales no sólo difieren por la manera que tienen de entender la
constitución de los diferentes grupos sociales, sino por los principios sobre los que
se fundan sus reivindicaciones y los principios políticos a los que toman como
centro de sus críticas, no ha sido, sin embargo, tenido en cuneta por las
discusiones más recientes acerca de la justicia. Ello es problemático porque
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146 Los límites entre lo privado y lo público fueron ya tratados por Young en su ensayo de 1986 titulado “Impartiality and the Civic Public: Some Implications of Feminist Critiques of Moral and Political Theory”, donde trata de otorgar un nuevo sentido a lo privado. Éste dejaría de verse como el ámbito apartado de la mirada de los demás para pasar a ser entendido como aquella parcela de lo íntimo de la que toda persona tiene derecho a excluir a los demás. Nuestra teórica de la diferencia trata con ello de replantear los límites entre lo público y lo privado, lo emocional y lo racional, con el afán de instaurar una esfera pública en la que impere la pluralidad de subjetividades y en la que se hagan públicos todos aquellos temas que hasta el momento habían sido considerados privados.147 Benhabib, S. “The Generalized and the Concrete Other”, , en Benhabib, S., Cornell, D. (eds.), Feminism as Critique, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1987, pp. 77-95, 174-81; Benhabib, S., Situating the Self, Routledge, New York, 1992.
148 Young, I. M. “Structural Injustice and the Politics of Diference”. Justice, Governance, Cosmopolitanism and the Politics of Difference, Du Bois Lectures, Harvard University, 2004/2005.
96
mientras que las políticas de la diferencia de tipo cultural, entre las cuales Young
incluye la obra de Will Kymlicka149, enfatizan la importancia que tienen las
diferencias culturales para los individuos, definiéndose, por tanto, en oposición al
individualismo liberal que supone que el individuo es previo a los diferentes
grupos, de los que sólo posterior y voluntariamente formará parte, las políticas de
la diferencia de tipo estructural se revelan contra el ideal político de la
imparcialidad y lo cívico público, buscando así la representación de los grupos
oprimidos. Esta última categoría supondría, en definitiva, un ataque contra todas
aquellas injusticias estructurales que, reproducidas de forma sistemática,
impedirían a los individuos ejercer sus capacidades y oportunidades en igualdad
de condiciones; algo muy distinto de los impedimentos a la libre expresión de sus
creencias, a la libre asociación y reunión, a la posibilidad de educar a sus hijos
según sus propios ideales de vida… en que se ven envueltos quienes sufren algún
tipo de injusticia cultural.
Pese a todo son, como decimos, estas últimas cuestiones las que han
cobrado un mayor protagonismo en los trabajos más recientes de teoría política,
lo que ha llevado a Young a señalar en su trabajo tres consecuencias negativas al
respecto: (i) en primer lugar, estas cuestiones culturales desvían la atención de los
principales problemas de justicia, pasándose por alto aquellas injusticias
estructurales que debieran ser el foco de atención; (ii) en segundo lugar, las
políticas de la diferencia que se centran en estas cuestiones culturales tienen como
centro de atención las injusticias producidas por la acción y la autoridad del
Estado, cuando muchas de las injusticias que afectan a los grupos oprimidos
tienen lugar en la vida cotidiana, por efecto de las conductas toleradas y
admiradas en la sociedad civil; y por último (iii), las políticas de la diferencia
centradas en las discriminaciones de tipo cultural favorecen la normalización de
la cultura dominante.
(i) Cuando Young afirma que las políticas de la diferencia de corte cultural
tienden a oscurecer algunos usos de la justicia se está refiriendo al proceso (más
o menos inconsciente) por el que se oscurecen aquellos procesos en que
determinadas personas son asociadas a ciertos estereotipos, siendo por ello
segregados de los grupos más privilegiados y viéndose apartados de los cargos de
autoridad. Ello no supone exclusivamente un problema de tipo cultural, sino que
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149 Kymlicka, W., Multicultural Citizenship, Oxford University Press, Oxford, 1995.
97
más bien tiene que ver con la igualdad de oportunidades de los individuos para
desarrollarse y ejercer sus capacidades en los distintos ámbitos políticos que
influyen directamente en sus vidas.150
(ii) En cuanto al Estado y la sociedad civil no debemos olvidar que ambos
son decisivos a la hora de solventar las injusticias que dañan a los grupos
oprimidos. Ahora bien, parece que las políticas culturales van de la mano de las
políticas liberales al suponer que el Estado debe interferir lo menos posible en las
relaciones entre individuos o grupos. En tales circunstancias, el principal
problema al que las teorías políticas (de corte liberal) se enfrentan es el de
determinar los límites precisos entre la esfera pública y el ámbito de lo privado,
para así fijar de manera definitiva y rotunda los límites de la acción del Estado.
Mientras, la sociedad civil pasaría desapercibida para estos enfoques liberales,
contribuyendo las políticas culturales a perpetuar las injusticias estructurales,
presentes en la vida cotidiana a pesar de que las leyes vigentes hayan reconocido
abiertamente la igualdad formal de todos los individuos.151
(iii) Finalmente, Young acusa a las políticas culturales de normalizar la
cultura al enmarcar todos los debates sobre el multiculturalismo bajo unos
valores y unas costumbres típicamente occidentales. Al preguntarnos si debemos
tolerar determinada conducta que nuestra cultura entiende como cuestionable,
nos estamos situando a nosotros mismos como los sujetos decisivos en el debate.
El nuestro es el punto de vista de la cultura dominante, la cual, conforme a sus
hábitos y costumbres -entendidas como neutrales-, decide permitir y tolerar
ciertas expresiones culturales. Esto es claro si atendemos a los debates acerca de
la mujer, en cuyo seno se evalúa la discriminación sexual en función de valores
masculinos que contribuyen a degradar a la mujer y a hacerla más vulnerable. Y
es algo aún más evidente cuando, en el marco de las injusticias transnacionales,
las categorías en que se basan nuestros análisis y mediante las cuales tratamos de
mejorar la situación de países vecinos, lo que en realidad conseguimos es todo lo
contrario. Así, por ejemplo, en el caso de la mujer, los debates que se han llevado
a cabo en Europa acerca del multiculturalismo pueden contribuir aún más a
degradar a las mujeres del Tercer Mundo.152
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150 Young, I. M. op. cit. pág. 103-106.151 Young, I. M., op. cit., pág. 106-109.152 Young, I. M., op. cit., pág. 109-111.
98
Young acusará a Kymlicka de no tener en cuenta estos matices cuando en
Multicultural citizenship se centra en las cuestiones culturales. En este tipo de
injusticias, el conflicto es la consecuencia de que una de las comunidades políticas
(no siendo necesariamente la mayoritaria) limita la capacidad de una o mas
comunidades a la hora de expresarse y vivir conforme a su ideal. Por lo que, al
menos en este contexto, es completamente normal que los miembros de esas
comunidades demanden para sí derechos especiales que les permitan proteger su
forma de vida y que, en la medida de lo posible, les sitúen en el mismo nivel de
autonomía y desarrollo en que se encuentra la cultura privilegiada o dominante.
Pero, independientemente de la importancia que todas estas injusticias culturales
puedan tener y de lo necesario que sea el erradicarlas, lo cierto es que existen,
según Young, una serie de injusticias aún más profundas o fundamentales que no
podemos pasar por alto. Las clases socio-económicas, los grupos definidos por la
incapacidad, el género o la raza son los principales afectados por una serie de
injusticias estructurales derivadas de la división social del trabajo, de la jerarquía
en los procesos de toma de decisiones, de los distintos estereotipos asumidos
socialmente…. Ante todas ellas, es necesario reconocer que existen ciertas
instituciones que asignan a los distintos individuos valores completamente
diferentes, no siendo reducibles estas injusticias a políticas culturales. Por ello,
aunque Young considera a las políticas de tipo cultural defendidas por Kymlicka
importantes para la supresión y eliminación de la opresión, son, pese a todo, las
políticas de la diferencia estructurales aquellas que, según ella, tienen una mayor
importancia por cuanto que ponen a la luz las injusticias sistemáticas, llamando
la atención sobre los procesos de explotación, marginación y normalización que
mantienen a ciertas personas en situación de subordinación.
5. El cuestionamiento de las fronteras. Una teoría de la justicia global
El nuevo rumbo que en las últimas décadas tomaron los problemas de
justicia, cada vez más centrados en las cuestiones transnacionales, hizo que el
peso de la obra de Young en sus últimos trabajos girara en torno al problema de
la justicia global. A pesar de que ya en La justicia y la política de la diferencia la
teórica feminista incluyó un último epígrafe referido a este tipo de problemas, es
Justicia y diferencia en Iris Marion Young .| Tamara Palacio Ricondo
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sobre todo a partir de 1997 cuando categorías como “empowerment” o
“responsibility” adquieren un mayor protagonismo153.
En términos generales, su planteamiento consiste en la aplicación de las
políticas de la diferencia, a las que presenta como alternativa a las políticas
opresivas basadas en la distribución y la imparcialidad, no ya solo en el seno de
nuestras sociedades democráticas, sino en un nuevo contexto político que
desborda los límites nacionales. Por ello, en debates posteriores ha sido muy
discutida la estrecha relación existente entre su concepción nacional y su
concepción global de la justicia. En lugar de actualizar sus planteamientos
tratando de ajustarlos lo más posible al nuevo escenario político, actitud que llevó
por ejemplo a Fraser a enriquecer su modelo dual de la justicia mediante la
noción de misframing154 , Young se mantiene fiel a los conceptos de poder y
opresión aportados en trabajos anteriores.
En un ambiente en el que cada vez son más frecuentes los problemas de tipo
global (tales como el cambio climático, el terrorismo internacional, la
feminización de la pobreza, etc.), Young emprendió la tarea de establecer vínculos
entre la noción de responsabilidad y su tradicional concepto de justicia a través de
lo que denominó “social connection model of responsability”155. Aporta así un
modelo de la justicia global que toma como punto de partida no ya la idea de una
supuesta humanidad común, sino la responsabilidad que tenemos para con todos
aquellos individuos con los que mantenemos relaciones institucionales. Por lo
que, así como en el nivel nacional es preciso que los grupos dominantes sean
conscientes del rol que desempeñan y, por tanto, de las consecuencias opresivas
que de ello se derivan, es necesario que los distintos Estados se hagan
responsables de aquellas injusticias de las que son copartícipes.
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153 Young, I. M., “Punishment, Treatment, Empowerment: Three Aproaches to Policy for Pregnant Addicts”, Intersecting Voices: Dilemmas of Gender, Political Philosophy, and Policy, Princeton University Press, Princeton, N.J., 1997; Inclusion and Democracy, Oxford University Press, Oxford, 2000; “Responsibility and Global Justice”, Journal of Political Philosophy, 2004,vol. 12, nº4: 365-88.154 Fraser, N., Scales of Justice, Columbia University Press, New York, 2009. (Traducción al castellano de Antoni Martínez Ruiz, Escalas de Justicia, Herder, Barcelona, 2008). Sobre el concepto de misframing en N. Fraser ya he trabajado en el texto, escrito en colaboración con Francisco Javier Gil Martín, “La Justicia Desencuadrada. Consideraciones Sobre la Pobreza Global a Partir de la Teoría Crítica del Marco en Nancy Fraser”, Ética del Desarrollo Humano y Justicia Global, VIII Congreso Internacional de IDEA, Nau Llibres, Valencia, 2010, pp. 363-367.155 Young, I. M., “Responsability and Global Justice: A Social Connection Model”, Social Philosophy and Policy, 2006, Vol. 23, nº1: 102-30.
100
Precisamente este aspecto condujo a Young a desarrollar toda una crítica a
las concepciones de corte nacionalista y al concepto de soberanía a ellas asociado.
Al quedar obligado a respetar la igualdad formal de todos los individuos
mediante la aplicación de las mismas leyes para todos los ciudadanos, el Estado
podría convertirse en un medio de opresión y eliminación de la diferencia que, a
nivel nacional, no daría cuenta de las demandas de los grupos minoritarios. Es
más, sería incluso frecuente el que el Estado se convirtiera en un mecanismo de
opresión transnacional, cada vez que tratara de extender su autoridad a los
vecinos más débiles156 . A ello habría que añadir además que, bajo estos mismos
presupuestos nacionalistas, no habría obligación alguna para con los demás
Estados al estar la soberanía limitada por las fronteras territoriales.
Hay, por otra parte, un segundo paralelismo entre la justicia nacional y la
justicia global en el planteamiento de Young; vínculo que, como sucediera en el
caso anterior, ha sido objeto de controversia. Al querer hacer compatibles las
medidas cosmopolitas que transgreden los límites territoriales con la libre
determinación local, Young entiende a esta última como pareja al autogobierno
de los grupos oprimidos: el empoderamiento de éstos dependería de su capacidad
para producir una imagen positiva de sí mismos frente a la concepción
dominante, quedando ésta relativizada, del mismo modo a como es preciso que,
en la esfera transnacional, se de una federación descentralizada de democracias.
No obstante, el ambicioso proyecto de Young parece resultar, en última
instancia, demasiado limitado. A pesar de la profundidad a la que llega en su
tratamiento de las cuestiones nacionales, su planteamiento de la justicia global no
logra reformular nociones tan fundamentales como la noción de poder o la de
opresión. En primer lugar, surgen dificultades en lo que respecta a su idea de la
responsabilidad de los grupos privilegiados para con los miembros de las
minorías. Si partimos de la necesidad de que la responsabilidad se funde en el
reconocimiento de que los propios valores y conductas son un instrumento
opresivo, nos encontramos con la dificultad de que, para Young, la mayor parte
de estas conductas se funda en mecanismos inconscientes. Algo que se torna aun
más complejo cuando nos enfrentamos al problema de empatizar con los
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Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
156 Young, I. M., “Self-determination and Global Democracy”, Inclusion and Democracy, Oxford University Press, New York, 2000; “Hybrid Democracy: Iroquois Federalism and the Postcolonial Project”, en Ivison, Patton, and Sanders (ed.), Political Theory and the Rights of Indigenous Peoples, Cambridge University Press, Cambridge, 2000.
101
miembros de culturas radicalmente distintas a la nuestra. En segundo lugar, si,
como propone Young, tratamos de solventar estas dificultades impulsando la
autonomía local de las distintas sociedades, nos veremos inmersos en nuevas
contradicciones. En este sentido, cabe destacar que su modelo de la federación
descentralizada de democracias promueve la revalorización del autogobierno de
las culturas minoritarias (es decir, cierto nacionalismo), al mismo tiempo que se
hace hincapié en la necesidad de privilegiar la perspectiva global. En tercer y
último lugar, Young no desarrolla lo suficientemente el concepto de poder. En vez
de establecer diferentes modalidades del poder -en función de si se trata de un
poder colectivo o individual-, y de analizar las relaciones que estas distintas
modalidades guardan entre sí y en relación a las categorías de dominación y
opresión, Young nos aporta un concepto de poder unificado. Pasa por alto así
cuestiones centrales de la injusticia global que no jugaban ningún papel dentro de
los límites estatales pero que son fundamentales para entender las injusticias
transnacionales. Un ejemplo de tales cuestiones sería, sin ir mas lejos, analizar en
qué medida el empoderamiento colectivo contribuye al individual.
Sin embargo, más allá de todas las posibles críticas, es preciso reconocer que
la obra de Young, especialmente en lo que tiene que ver con la justicia
transnacional, quedó incompleta. Queda abierta, por tanto, la cuestión de si
Young hubiera permanecido fiel a su análisis de la justicia o si, por el contrario,
de seguir con vida, hubiera optado por reformular sus principales categorías para
adaptarlas a los problemas más recientes de justicia global. Hubiera cumplido, en
tal caso, con el objetivo apuntado ya en su obra de 1990, La justicia y la política
de la diferencia, donde señaló:
“Los cinco criterios de opresión que he desarrollado pueden ser puntos de
partida útiles para preguntarnos qué significa opresión en Asia, América Latina, o
África, pero tal vez sería necesario realizar una importante revisión de algunos de
estos criterios, o incluso reemplazarlos completamente”157 ❚
Justicia y diferencia en Iris Marion Young .| Tamara Palacio Ricondo
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
157 Young, I. M., La Justicia y la Política de la Diferencia, op. cit., pág. 431.
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Encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional.
Una aproximación a la teoría crítica de Nancy FraserFrancisco Javier Gil Martín158
Nancy Fraser es una de las principales representantes actuales de la teoría
crítica de la sociedad, tradición de pensamiento político y social que ella ha
enriquecido con una original reformulación feminista que incorpora, entre otras,
perspectivas y estrategias postmodernas y pragmatistas. En este artículo me
aproximaré a un tema que aparece de manera reiterada en sus publicaciones
desde hace más de dos décadas. Me refiero a la revisión del concepto de esfera
pública, que ella considera indispensable para los cometidos de una teoría crítica
cuyo principal objetivo es cuestionar la injusticia institucionalizada. La
selectividad de mi acercamiento implicará desestimar otros aspectos relevantes de
la obra de Fraser y con ello tal vez desdibuje la riqueza de sus planteamientos.
Pero la centralidad de sus reflexiones sobre la función de la esfera pública servirá
al menos de hilo conductor para repasar la evolución de sus propuestas de
desenmascarar las formas existentes de injusticia y para ofrecer una panorámica
general de su actual posición sobre la justicia global. Y en último término es
preciso tener presentes esas reflexiones para entender por qué Fraser, lejos de
restringir su prioritaria ocupación teórica al ámbito académico, combina su
aspiración a una teoría crítica comprehensiva con la esperanza de contribuir en la
práctica a la concertación de compromisos y al enriquecimiento del entramado de
razones que han de movilizarse en los procesos de justificación pública.
Para cumplir mi propósito comenzaré recordando las enmiendas críticas que
Fraser planteó hace más de dos décadas a la teoría de la esfera pública de
Habermas (I). Enlazaré después esa revisión con el modelo -inicialmente dualista-
de la justicia como paridad participativa, que singulariza el proyecto de Fraser y
las vicisitudes del mismo desde mediados de los años noventa (II). Finalmente
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
158 Este artículo se inscribe en el Proyecto de I+D: “Concepto y dimensiones de la cultura científica” (FFI2008-06054). Reelabora una ponencia titulada “Paridad participativa y esfera pública transnacional. Nancy Fraser y el encuadre postwestfaliano de la justicia”, que defendí en junio de 2008 en el Congreso Internacional “Las mujeres en la esfera pública”. Agradezco a Carlos Thiebaut sus comentarios a aquella presentación oral.
107
examinaré la reciente reconsideración de la transformación estructural de la
esfera pública bajo las condiciones de la constelación postnacional, un tema
central en la rectificación de dicho modelo que Fraser ha ofrecido en los últimos
años (III).
(I) Una forma indirecta, pero creo que iluminadora, de comenzar a situar las
reflexiones y aportaciones de Fraser que quiero destacar consiste en aludir a
cuatro estadios de la teoría habermasiana de la esfera pública. Habermas
introdujo su teoría mediante un fascinante argumento histórico en
Strukturwandel der Öffentlichkeit, obra publicada en 1962 que luego conocería
una extraordinaria divulgación mundial a raíz de su traducción al inglés en el año
1989. No obstante, antes de esta reedición, Habermas había reelaborado su
teoría con la compleja argumentación sociológica de Theorie des
Kommunikatives Handeln. Desde finales de los años ochenta articuló además su
concepción de la esfera pública dentro de una teoría política que adquirió forma
madura en Faktizität und Geltung. Finalmente, desde mediados de los años
noventa en adelante, Habermas extendió su concepción deliberativa de la esfera
pública al marco ampliado de la condición postnacional, haciéndola desempeñar
un papel central en su reivindicación del ideario cosmopolita de tradición
kantiana.
En “Rethinking the Public Sphere”, un artículo escrito con motivo de la
publicación en 1989 de la citada traducción inglesa del libro de Habermas, Fraser
defendió la pertinencia para la teoría social crítica y para la práctica democrática
de la concepción habermasiana de la esfera pública como un ámbito vinculado a
la esfera privada y a la vez separado por igual del Estado y del mercado159. No
obstante, cuestionó diversos supuestos del modelo liberal de la esfera pública
burguesa analizado por Habermas en 1962, así como el que éste, pese a concluir
que dicho modelo era insostenible en las condiciones de la democracia de masas
del Estado del bienestar, no hubiera elaborado una clara concepción alternativa
de la esfera pública postburguesa. Las críticas de los supuestos del modelo liberal
-y, por extensión, a la reelaboración sociológica del mismo por parte de
Encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional...| Francisco Javier Gil Martín
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159 “[Dado que es un] lugar para la producción y circulación de discursos que pueden ser críticos con el Estado […] y una arena para debatir y deliberar en vez de para comprar y vender”, “este concepto de esfera pública nos permite tener ante la vista las distinciones entre los aparatos del Estado, los mercados económicos y las asociaciones democráticas, distinciones que son esenciales para la teoría democrática” (Fraser, 1992, pp. 110-111). Para lo que sigue a continuación en este primer apartado, véase Fraser, 1992, 117-136; y 2007a, 11-13.
108
Habermas en la segunda etapa antes citada160 - apuntaron ante todo a la
presunción de legitimidad de la esfera pública como ámbito inclusivo de las
personas privadas reunidas en calidad de libres e iguales y a la presunción de
eficacia de la esfera pública como mecanismo institucional destinado a
racionalizar la dominación política.
Por un lado, Fraser subrayó la incidencia de las desigualdades existentes en
la sociedad civil sobre el acceso y la participación en la esfera pública y, frente al
monismo del modelo liberal y del propio modelo habermasiano, destacó la
necesidad de una pluralidad de públicos alternativos (subaltern counterpublics)
para promover el ideal democrático de la inclusión y la igualdad a través de la
comunicación intercultural y de la contestación frente a los públicos dominantes
(1). Por otro lado, la por entonces profesora de la Northwestern University
también subrayó que la capacidad de la opinión pública para conseguir eficacia
política dependía de que se reforzara, frente al dualismo liberal de Estado y
sociedad civil, la interrelación entre los “públicos fuertes” parlamentarios y los
“públicos débiles” de las asociaciones no gubernamentales de la sociedad civil (2).
(1) Fraser criticó el supuesto del modelo liberal de que quienes accedían a la
esfera pública podían poner entre paréntesis -sin por ello eliminar- sus diferencias
de clase y de estatus y emprender así un proceso de deliberación como si
participaran en pie de igualdad. Frente a tal idealización Fraser defendió que las
desigualdades sociales impactaban de suyo sobre la deliberación en la esfera
pública, la cual podía enmascarar formas internas de dominación incluso
mediante impedimentos informales a la participación; y que, en realidad, la
eliminación de tales desigualdades era una condición necesaria para la
participación paritaria efectiva. De este modo, la realización de la democracia
política desafiaba de hecho la pretensión liberal de la autonomía de la esfera
pública y la neutralidad de las instituciones políticas con respecto a otros ámbitos
y procesos no políticos en los que operaban sistemáticamente las relaciones
sociales de desigualdad.
Por otro lado, frente al monismo de la versión que Habermas priorizara en
su reconstrucción histórica, esto es, frente a la descripción y a la normatividad de
una única esfera pública de corte liberal como contrapartida de las instituciones
Encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional...| Francisco Javier Gil Martín
Eikasia. Revista de Filosofía, año V, 39 (julio 2011). http://www.revistadefilosofia.com
160 Véase una crítica previa a los principales elementos de dicha reelaboración sociológica en Fraser, 1985.
109
de la democracia representativa, Fraser enfatizó la proliferación de públicos
alternativos con la capacidad de articular las interpretaciones de los grupos
socialmente subordinados acerca de sus propias identidades, necesidades e
intereses, y con la capacidad de movilizar discursos contestatarios frente a los de
los públicos dominantes. Además defendió que esa proliferación podría mejorar y
ampliar las oportunidades de la participación democrática paritaria, siempre que
se diera “la comunicación a través de las líneas de la diferencia cultural” (Fraser,
1992, 127).
El movimiento feminista durante el último tramo del siglo XX promovió,
según Fraser, uno de esos públicos alternativos y contestatarios con sus propios
foros y vocabularios. Y, como tal, no sólo cuestionó los sesgos sexistas que
lastraban la propia discriminación liberal de lo que se debía considerar asuntos
públicos, objeto de deliberación y debate en la esfera pública burguesa en
detrimento de los asuntos privados, relegados a la vida doméstica y personal. Ese
movimiento social fue también -argumenta convincentemente Fraser- el principal
referente de los intentos de remodelar las propias fronteras entre lo público y lo
privado, al mostrar la contingencia histórica y la eficacia retórica de tales
clasificaciones culturales y al mantener una continuada lucha en el debate público
por la clarificación y revalorización de ciertos temas, intereses y puntos de
vista161.
(2) Fraser también cuestionó el modelo liberal de la esfera pública desde el
punto de vista de su eficacia. Según el supuesto liberal, una esfera pública
democrática que funcione con éxito requiere una nítida separación entre la
sociedad civil y el Estado. Fraser cuestionó ese supuesto al mantener que tal
eficacia precisa más bien de la interconexión entre “públicos débiles” y “públicos
fuertes”. Los primeros, emplazados dentro de la sociedad civil, son generadores
de la opinión pública, pero no son responsables de la toma de decisiones ni del
establecimiento de leyes vinculantes. Los segundos, emplazados dentro del
Encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional...| Francisco Javier Gil Martín
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161 Fraser pone el ejemplo de la violencia doméstica: “Hasta hace muy poco, las feministas estaban en minoría al pensar que la violencia doméstica contra las mujeres era una cuestión de interés común y, por tanto, un tema legítimo del discurso público. La gran mayoría de la gente consideraba que ese tema era un asunto privado entre lo que se suponía que era un número bastante pequeño de parejas heterosexuales (y tal vez los profesionales sociales y legales que se suponía que lo trataban). Entonces las feministas formaron un público alternativo (subaltern counterpublic) desde el que nosotras difundimos un punto de vista de la violencia doméstica como un rasgo sistémico generalizado de las sociedades dominadas por varones. Finalmente, después de una continua contestación discursiva, hemos logrado convertirlo en una preocupación de interés común” (Fraser, 1992, 129). Véase también Fraser, 1992, 132.
110
sistema estatal, se encargan de las deliberaciones que resultan en la toma de
decisiones y son así la sede para la autorización discursiva del empleo del poder
estatal. Según Fraser, “el carácter excesivamente débil de algunas esferas públicas
en la sociedades del capitalismo tardío despoja a la "opinión pública" de fuerza
práctica” (Fraser, 1992, 137). Por eso, la eficacia democratizadora de la esfera
pública depende no sólo de que “la fuerza de la opinión pública se fortalece
cuando un cuerpo representativo tiene el poder de trasladar una tal "opinión" a
decisiones con autoridad” (Fraser, 1992, 134-5), sino también de que existan
diseños institucionales que mejoren el modo en que los públicos fuertes rindan
cuentas ante los débiles o que activen los mecanismos para que se vean
efectivamente forzados a ello.
No deja de tener interés que, en sus publicaciones de la primera mitad de los
años noventa, Habermas adoptara y elaborara dentro de su modelo discursivo de
la política deliberativa (y en su discusión sobre las “luchas del reconocimiento en
el Estado democrático de derecho”) las referidas contribuciones críticas de Fraser
sobre la pluralidad de la esfera pública, la crítica feminista a las políticas de
equiparación y el reacoplamiento entre públicos fuertes y públicos débiles162. Pero
no resulta menos interesante el hecho de que, desde mediados de esa década,
Habermas ampliara su enfoque deliberativo de la esfera pública en relación con lo
que denominó desde entonces la “constelación postnacional” y la “condición
cosmopolita”. Como es obvio, no ha lugar discutir aquí las vicisitudes de esos
desarrollos de la teoría habermasiana de la esfera pública, pero conviene no
perder de vista que existen evidentes correlaciones con las más recientes (y
comparativamente tardías) preocupaciones de Fraser, que son las que nos
ocuparán más adelante, en el tercer apartado.
(II) Desde que presentara la versión madura del modelo dual de justicia
social a mediados de los años noventa, y en especial en las Tanner Lectures on
Human Values que impartió en 1996, hasta su debate con Axel Honneth sobre el
sentido y alcance de la noción de reconocimiento, debate con el que ambos
contendientes buscaban clarificar los fundamentos y cometidos de la teoría social
crítica, Fraser defendió la necesidad de integrar de manera coherente la
redistribución y el reconocimiento, entendidas como dimensiones primigenias e
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162 Véase por ejemplo los capítulos 7 y 8 de Faktizität und Geltung (Habermas, 1992, pp. 349-467 y en especial las pp. 373-382) o el capítulo 8 (“Kampf um Anerkenung im demokratiscehn Rechtstaat”, un texto de 1993) de Die Einbeziehung des Anderen (Habermas, 1996, pp. 237-276).
111
irreductibles, pero interdependientes de la justicia social y, de hecho, también
como las dos perspectivas hegemónicas de la misma en la teoría y la práctica
contemporáneas163. Una y otra vez planteó esa defensa con vehemencia frente a
las “falsas antítesis” a que conducían otros enfoques centrados unilateral o
exclusivamente en la política de clases o en las políticas de identidad. Para sortear
los reduccionismos (economicista y culturalista) de ese tipo de posiciones
antagónicas, la perspectiva dualista de Fraser no sólo trataba de imbricar las
respectivas especificidades y fortalezas de cada uno de los dos puntos de vista de
la justicia social, sino que ante todo se proponía pensar de manera estereoscópica
el texto económico subyacente a las relaciones de reconocimiento y el texto
cultural implícito en las relaciones de redistribución. De ese modo, analizaba las
formas de injusticia, las denuncias y los remedios a las mismas desde el
entrecruzamiento de las dos perspectivas, particularmente en relación con los ejes
de subordinación asociados al género y la raza (considerados “colectividades
bivalentes”, “categorías híbridas” o “diferenciaciones sociales bidimensionales”),
pero también, aunque por lo general en menor grado, a las subordinaciones por
clase social y por identidad sexual. Además, este enfoque explicativo
bidimensional se entrelazaba con un monismo normativo, de modo que (a) los
modos en que se materializan las injusticias, (b) las reivindicaciones justificadas
que las denuncian y (c) los remedios eficaces que tratan de atajarlas se medirían
siempre con arreglo al criterio normativo de paridad participativa. Por tal se
entiende una norma universalista fundada en el principio de igual valor moral
que, al tiempo que respeta el pluralismo moderno de valores y formas de vida,
exige acuerdos u ordenamientos sociales que permitan a todos los miembros de la
sociedad interactuar unos con otros en pie de igualdad y participar como pares en
la vida social.
(a) De acuerdo con el citado modelo dualista, incluso las situaciones de
explotación, marginación y privación económicas podrían ser formas de injusticia
distributiva estructuradas también en cuanto a género y/o raza y para las cuales se
precisaría entonces un planteamiento teórico estereoscópico. Pues tales
situaciones deberían analizarse no sólo -desde el punto de vista de la distribución-
como una forma de injusticia social enraizada en la estructura económica de la
Encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional...| Francisco Javier Gil Martín
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163 Para cuanto se comenta en este apartado, véase Fraser, 1998; y Fraser y Honneth, 2003. Véase también Fraser, 1995, que -al igual que “Rethinking the public sphere” (Fraser, 1992)- fue luego incorporado en lo esencial a Justice Interruptus, así como la tercera parte de este libro (Fraser, 1997, 173-235).
112
sociedad y en las formas de exploración exigidas por ella, sino también -desde el
punto de vista del reconocimiento- como una forma de injusticia enraizada en
previas categorizaciones y clasificaciones de estatus y en la infravaloración de
ciertos roles y de ciertos grupos asociados a ellos164 . Para referirse a tales
materializaciones de la injusticia, Fraser acuña las expresiones “mala
distribución” (maldistribution) y “reconocimiento erróneo” (misrecognition). De
acuerdo con el monismo normativo de ese modelo dualista, el criterio de la
paridad participativa insta a superar ambas formas de injusticia, entendidas
básicamente como impedimentos institucionalizados que niegan a algunos
individuos y grupos la posibilidad de participar en pie de igualdad con otros en la
interacción social.
(b) En consecuencia, las reivindicaciones justificadas a favor de la igualdad
social, elevadas frente a injusticias debidas en último término a una estructura
que establece desigualdades económicas y subordinaciones de clase, tendrían que
estar por lo general inextricablemente trabadas -con variadas modulaciones según
el caso- con las reivindicaciones justificadas a favor del reconocimiento de las
diferencias, dirigidas contra las injusticias derivadas en último término del orden
cultural de la sociedad que establece jerarquías y subordinaciones de estatus. A
Fraser le interesa especialmente esa trabazón en temas de género. Dado que
atañen a uno de los “grupos bidimensionales” que sufren a la vez los efectos de la
mala distribución y del reconocimiento erróneo, las reivindicaciones feministas se
han de dirigir tanto contra las injusticias de género que comportan desigualdades
económicas, toda vez que socavan la independencia de las mujeres y les impiden
participar en igualdad de condiciones en la vida social, como contra las injusticias
que comportan mermas de reconocimiento derivadas de la institucionalización de
rasgos masculinos que han sido erigidos como valores universales.
(c) De igual modo, las reparaciones de la mala distribución y del
reconocimiento erróneo tendrían que combinar estrategias diversificadas. Podrían
adoptar un sentido afirmativo, esto es, ser puramente correctivas y orientarse a la
rectificación de resultados injustos generados socialmente, pero sin amenazar el
marco subyacente que los produce; o bien adoptar un cariz transformador, esto
es, tender de manera más ofensiva a la reestructuración de las relaciones
socioeconómicas existentes y al cambio cultural -o incluso a la subversión- de los
Encuadre de la justicia y la esfera pública transnacional...| Francisco Javier Gil Martín
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164 La feminización de la pobreza sigue, por ejemplo, estos parámetros; véase Gil, Palacio, 2009.
113
patrones de interpretación y evaluación. En este sentido, ciertos sectores
feministas preconizan, por ejemplo, un cambio de raíz de la estructura económica
que elimine la división del trabajo -retribuido y no retribuido- por géneros y/o el
desmantelamiento del androcentrismo que estructura el orden de estatus de la
sociedad por la vía de disolver los patrones institucionalizados que sancionan la
interpretación y la subordinación socio-cultural de lo femenino. Las estrategias
también podrían asumir una vía intermedia y compatibilizar el carácter
pragmático de la afirmación, concentrada en reformas factibles, con el empuje de
la transformación, que ataca las injusticias en su raíz. O podrían, en fin,
decantarse por determinadas modalidades de reparación transversal, que empleen
medidas distributivas para reparar las injusticias por subordinación de estatus y/o
medidas de reconocimiento para reparar la mala distribución. Esas modalidades
de reparación transversal, a su vez, han de combinarse por lo general con
estrategias de contención en vista de los posibles impactos que pueden provocar
las diferentes estrategias de reparación susceptibles de aplicarse en cada caso.
Esta articulación de una ontología social dualista con arreglo a una
concepción universalista de la justicia como paridad participativa explica uno de
los principales posicionamientos de Fraser ante lo que consideró en su día la
tendencia dominante de la “época postsocialista”. Me refiero a su crítica del
modelo unilateral del reconocimiento basado en la identidad y a su detallada
defensa de un modelo alternativo basado en la noción de estatus, algo en lo cual
Fraser ha seguido batallando con posterioridad165. Fraser defiende que, mientras
que el modelo identitario reifica la identidad –por ejemplo, la feminidad- y trata
el reconocimiento erróneo -la depreciación y deformación de esa identidad- como
un daño cultural independiente, en cambio su modelo no identitario es capaz de
entrar en sinergia con la distribución y de concebir el reconocimiento recíproco
como una cuestión de estatuto social de quienes cuentan o deben contar como
plenos interlocutores en la interacción social (y el reconocimiento erróneo, en
consecuencia, como una forma injustificada de subordinación social por la que se
les impide a éstos participar como pares en la vida social). La reparación de la
justicia requiere, por tanto, una política de reconocimiento orientada a superar
esa subordinación de estatus que se ha establecido mediante unos patrones
institucionalizados de valoración e interpretación cultural que niegan a algunos
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165 Además de Fraser 2000, 2001 y de Fraser y Honneth, 2006; véase Fraser 2007b, las réplicas a Linda Alcoff y a Nikolas Kompridis en Fraser 2007c, pp. 306-312, 320-327; y la recopilación de Olson, 2008.
114
sujetos dicha participación paritaria, que menosprecian los rasgos característicos
de esos sujetos o que les asignan rasgos en cuya construcción dichos sujetos no
han tenido oportunidad de participar por igual. La consecución de una igualdad
de estatus depende entonces de que se lleve a cabo una desinstitucionalización de
determinados patrones de valor -por ejemplo, de patrones androcéntricos de
valor- que impiden la paridad –por ejemplo, en cuanto al género-, así como de su
reemplazamiento por otros patrones que favorezcan efectivamente esa paridad.
Una tal política de reconocimiento y la consiguiente justificación del
desmantelamiento de valores y normas que obstaculizan la paridad de
participación debería modular y engarzar diversas estrategias, dependiendo
siempre de las condiciones y contextos de cada caso. Fraser presta atención, por
ejemplo, al controvertido asunto del velo en el caso de niñas musulmanas que
tuvo lugar en Francia durante los años noventa y comienzos del nuestro siglo (y
que posteriormente ha conocido episodios equiparables en otros países europeos)166. De acuerdo con el punto de vista de la autora, las defensoras (en particular,
las provenientes de filas feministas) de la autorización para llevar el foulard en las
escuelas públicas estarían obligadas a justificar con razones públicas que la
prohibición del velo es una imposición injusta y que, en cambio, la tolerancia de
esa vestimenta más que exacerbar la subordinación de la mujer acredita un
símbolo de identidad que merece ser reconocido en los marcos de una sociedad
multicultural. De igual manera, esas abogadas de la causa del velo, en tanto que
se embarcan en la búsqueda de un remedio para lo que consideran un
reconocimiento erróneo, podrían practicar una estrategia mixta de reforma no
reformista, esto es, una estrategia en principio afirmativa, volcada sobre una
discriminación concreta que afecta al derecho de un grupo a la participación
plena en la educación pública, pero que a la larga podría llegar a tener
consecuencias transformadoras en la cultura política, tales como la
reinterpretación multicultural de la identidad nacional o de la cultura
mayoritaria, la adaptación de la población islamista a un régimen pluralista e
igualitario respecto al género o acaso la depotenciación de la relevancia política
de la religión.
En términos generales Fraser sostuvo desde las Tanner Lectures en adelante
que (a) la detección de injusticias, (b) la articulación de reivindicaciones y (c) la
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166 Véase Fraser y Honneth, 2003, pp. 41-42, 81-82 (trad. 46-47, 79).
115
habilitación de reparaciones remiten a la participación ciudadana dentro de la
esfera pública. Por un lado, las reivindicaciones de justicia por parte de los grupos
e individuos afectados estarán justificadas si son capaces de identificar y de
cuestionar de manera adecuada los obstáculos institucionalizados a la paridad de
su participación en la interacción social, tanto en el plano de las desigualdades
socioeconómicas cuanto en el plano de los patrones y valoraciones
socioculturales. La identificación del daño y la justificación de las reivindicaciones
tienen que formularse y hacerse valer en el espacio de la esfera pública,
sometiéndose con ello a los procesos de deliberación colectiva167 . La propia
norma central de la paridad participativa se entiende de manera dialógica y sólo
se puede desempeñar en procesos democráticos de deliberación pública168. Por
otro lado, la habilitación de las estrategias de reparación de las injusticias en y
desde las dos dimensiones, cultural y económica, competen igualmente a los
procesos de deliberación ciudadana y han de articularse e implementarse dentro
de los parámetros del debate público.
Pese a que apelara de esta guisa a la participación en la esfera pública y a la
necesidad de la justificación pública de las reivindicaciones y estrategias
reparadoras dentro de un marco normativo de democracia deliberativa, en sus
Tanner Lectures y otros textos posteriores Fraser defendió como posición general
que lo político podía entenderse como una categoría interna a las dimensiones
económica y cultural de la justicia, toda vez que la redistribución y el
reconocimiento tenían que ver con las asimetrías de poder y las estructuras de
subordinación. Esa posición general perdura aún en su confrontación con Axel
Honneth. Al hacer frente a la concepción del reconocimiento del francfortiano,
Fraser siguió concibiendo las relaciones de injusticia ante todo en términos de
obstáculos económicos y culturales institucionalizados para la paridad en la
participación dentro de la vida social y, por tanto, desde el esquema dualista del
entrelazamiento de la dimensión distributiva orientada a corregir las
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167 Véase Fraser 1998, pp. 37-38 n. 39; Fraser y Honneth, 2003, pp. 42-45 (trad. pp. 47-49). Para la consideración que sigue a continuación sobre la canalización deliberativa de las estrategias reparadoras, véase Fraser y Honneth, 2003, pp. 70-88 (trad. 69-84).168 “La paridad participativa sirve como lenguaje de discusión y deliberación públicas sobre cuestiones de justicia. Más aún, representa el principal lenguaje de la razón publica, el preferido para llevar a cabo la argumentación política democrática sobre temas de distribución y reconocimiento… [Es] una norma que se ha de aplicar de forma dialógica, en procesos democráticos de deliberación pública. Ninguna visión dada -ni la de los reclamantes ni la de los “expertos”- es intocable… Solo la participación plena y libre de todas las partes implicadas puede bastar para justificar las reivindicaciones” (Fraser y Honneth, 2003, p. 43; trad. pp. 47-8).
116
desigualdades de clase y la dimensión del reconocimiento orientada a transformar
las jerarquías de estatus. Desde ese enfoque dual trataba de apuntalar un marco
conceptual para la teoría crítica que vinculara el análisis de teoría social acerca de
la subordinación con un enfoque de filosofía moral sobre la injusticia. Aunque
Honneth también se manifestaba a favor de integrar ambas dimensiones169 ,
Fraser consideraba que el proyecto de ese autor, consistente en fundar la teoría
crítica en una teoría del reconocimiento, estaba lastrado por la combinación de
una ontología social monista y un sectarismo normativo, frente a lo cual ella
proponía imprimir un giro dentro de la teoría crítica desde una política del
reconocimiento que ignoraba la economía política a una política integrada de la
redistribución y del reconocimiento. Esa concepción integrada ajustaba dentro del
enfoque dualista una noción de lo político amplia en apariencia, pero en el fondo
restringida. Su amplitud aparente deriva de su amarre normativo en los procesos
deliberativos de los ciudadanos en los espacios públicos e incluso del marcado
énfasis en los potenciales de ciertos movimientos sociales, como los vinculados al
feminismo, para llevar adelante las estrategias de reparación a las que antes nos
hemos referido. Sin embargo, su enfoque limitaba de hecho el alcance de lo
político al interiorizarlo en las dos dimensiones citadas, considerando por regla
general las obstrucciones a la paridad normativa impuestas en la ciudadanía o en
la expresión y representación en las esferas públicas un aspecto relativo a las
mermas en la distribución o a la subordinación de estatus.
Curiosamente, la profesora de la New School for Social Research de New
York se inclinó en ocasiones por considerar que tal vez lo político (o, como dirá
con posterioridad, la representación política) fuera una tercera dimensión,
independiente y diferenciada de la redistribución y del reconocimiento170. En
relación con esto llegó a afirmar que las relaciones políticas pueden ser injustas en
sí mismas siempre que existan obstáculos políticos para la paridad participativa,
incluso con independencia de los efectos de dichas relaciones sobre la mala
distribución y el reconocimiento erróneo. A éstas se le añadía entonces la
injusticia de la “marginación política” o “exclusión política”, cuyo remedio sería
la “democratización”. Sin embargo, Fraser también contempló explícitamente la
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169 Como señalara Thomas McCarthy en una reseña de la edición inglesa, “pese al “o” en el título del libro, Fraser y Honneth argumentan que también se requiere un “y”, aunque cada uno de ellos lo haga de una manera muy diferente” (McCarthy, 2003, 398).170 Véase en especial Fraser, 1998, pp. 30-1, n. 31; y Fraser y Honneth, 2003, pp. 67-69, 73 (trad. pp. 67-68, 71)
117
“marginación política” y la “exclusión en las esferas públicas y en los cuerpos
deliberativos” como formas específicas de subordinación de estatus y, por tanto,
como “injusticias de reconocimiento”171, lo cual es difícilmente conciliable con
las afirmaciones que acabamos de recordar sobre la autonomía de lo político. En
todo caso, Fraser pospuso el desarrollo teórico de la nueva y compleja armazón
conceptual que implicaba esa autonomía de lo político en su teoría de la justicia y
sólo posteriormente -como veremos en el siguiente apartado- ha sustituido
efectivamente el “enfoque perspectivista” inicial por un “modelo tridimensional”
de la injusticia institucionalizada.
Es evidente que no sólo en el encaje concreto de la dimensión política, sino
en toda la concepción de Fraser -dualista en cuanto a su ontología social, pero
monista en lo normativo- resulta esencial el modelo de esfera pública de doble
recorrido a que aludimos páginas atrás, con su juego conjunto entre los públicos
fuertes dentro del sistema político y las redes informales de comunicación y
asociación en la sociedad civil. A este respecto es interesante recordar una atinada
objeción de Honneth sobre la prioridad de la esfera pública172 . Para este autor, la
concepción bidimensional de Fraser adolece de un sesgo en el modo de filtrar el
estatuto público de los tipos de agentes y reivindicaciones relativas a las
cuestiones de justicia, sesgo en buena medida explicable por el enclave
usamericano tanto de los debates ante los que reacciona la autora como de los
movimientos sociales en quienes busca los destinatarios del teorizar crítico-social.
Para Honneth, el filtrado de la visibilidad y de la resonancia en la esfera pública
sobre la base de la capacidad de amplificación de los temas relevantes por parte
de determinados movimientos sociales políticamente organizados no puede llegar
a saturar la justificación de los daños morales y de las reivindicaciones legítimas
que asociamos a la gramática de la (in)justicia. Aquende la esfera política pública
se libran, a menudo callada e inadvertidamente, muchas luchas sociales que
carecen de ese tipo de portavocía de los públicos débiles, capaces bien de
presionar, bien de acoplarse con los públicos fuertes; esto es, del tipo de
portavocía que Fraser encuentra en los movimientos sociales especializados con
mayor o menos exclusividad en el reconocimiento cultural.
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171 Fraser y Honneth, 2003, pp. 21, 23 (trad. pp. 29, 31). Por lo demás, la asunción de la dimensión política (y de su relativa autonomía con respecto a las otras dos dimensiones) brilla más bien por su ausencia en está la segunda de las contribuciones de Fraser al debate con Honneth: véase las pp. 222-236 (trad. 167-175).172 Véase la réplica de Honneth, en Fraser y Honneth, 2003, pp. 114-125 (trad. pp. 93-97).
118
Para finalizar vale la pena señalar otro aspecto que está tímidamente
apuntado en su debate con Axel Honneth acerca de la idea de reconocimiento y
que luego ha ganado en relevancia dentro de los escritos recientes de Fraser.
Dicho debate giraba en torno a los presupuestos, destinatarios y tareas actuales
de la teoría social crítica, pero junto con ello estaba en cuestión igualmente la
solvencia de “la teoría crítica de la justicia en la era de la globalización”173. A ese
respecto, Fraser pretendía que su teoría estaba mejor pertrechada que la de su
contrincante porque era capaz de hacerse cargo de un hecho decisivo de nuestro
tiempo presente, a saber, que la globalización está desencajando el marco de
referencia que en el pasado delimitaba de antemano las luchas por la justicia y el
conjunto de los sujetos relevantes de las reivindicaciones y prestaciones de la
justicia, marco de referencia que no era otro que el Estado-nación. De ahí -
concluye Fraser- que al tratar hoy por hoy de las deliberaciones sobre la
institucionalización de la justicia nos topemos con el problema del marco, esto es,
con el problema de asignar adecuadamente el alcance del propio criterio
normativo de la paridad participativa en vista de los múltiples niveles en los que
puede darse dicha institucionalización: “Dada la creciente relevancia de los
procesos transnacionales y subnacionales, el Estado soberano westfaliano ya no
sirve como la auténtica unidad o ámbito de la justicia… El Estado es un marco
entre otros de una nueva estructura emergente de muchos niveles. En esta
situación, las deliberaciones sobre la institucionalización de la justicia deben
cuidarse de plantear las cuestiones en el nivel adecuado, determinando cuáles son
genuinamente nacionales, cuáles locales, cuáles regionales y cuáles mundiales.
Deben delimitar diversas áreas de participación, para distinguir el conjunto de
participantes con derecho a la paridad en cada una… Por tanto, la discusión del
marco debe desempeñar un papel central en las deliberaciones sobre las
disposiciones institucionales” (Fraser y Honneth, 2003, pp. 87-88; trad. p. 84).
Como consecuencia, el ajuste de la justicia pasaba necesariamente por enfrentarse
también al consiguiente problema del “desencuadre” o encuadre erróneo
(misframing), un problema que Fraser aún se limita a identificar como la indebida
asignación de la paridad o como la exclusión de los sujetos que deberían contar
como pares en uno u otro nivel, pero sin llegar a desarrollar por el momento sus
notables implicaciones para la citada “teoría crítica de la justicia en la era de la
globalización”.
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173 Fraser y Honneth, 2003, p. 233 (trad. p. 175). Para lo que sigue, véase las pp. 87-94 (trad. pp. 84-88).
119
Estos dos problemas imprimen en adelante un nuevo significado al lema de
la “lucha por la justicia”, un lema con el que cabe caracterizar a toda la
trayectoria teórica de Fraser. La autora que en su día intentara atajar el sesgo
distributivo de las teorías liberales de la justicia reivindicando la “lucha por las
necesidades” (y con ella la pugna por las interpretaciones discursivas en la esfera
pública)174, quien años más tarde -como hemos visto- tratara de superar la deriva
culturalista de la “lucha por el reconocimiento” supeditando las reivindicaciones
identitarias a la justificación pública en condiciones paritarias, hará explícito –
como veremos en el siguiente apartado- un programa de politización del marco
como parte esencial de la respuesta a la “anormalidad” de la justicia. Y esa
“lucha por el marco” (o por el adecuado encuadre) se pone en perspectiva una
pugna continuada por la hegemonía en la propia configuración de los marcos que
se ha de dirimir dentro de los espacios públicos transnacionales.
(III) Es a partir de sus Spinoza Lectures de 2004 en la Universidad de
Ámsterdam cuando Fraser rectifica explícitamente su inicial enfoque
bidimensional con la consideración de que la representación política constituye
una tercera dimensión de la justicia175. De acuerdo con esta rectificación, que es
una de las líneas de vertebración en todos y cada uno de los artículos,
conferencias y entrevistas recopilados en su libro Scales of Justice, existen tres
dimensiones conceptualmente irreductibles de la justicia que se delimitan a la vez
que se interrelacionan sobre la base de sendos órdenes de subordinación que se
hallan entrelazados, aun cuando sean analíticamente diferentes: además de las
desigualdades económicas de clase y de las jerarquías socioculturales de estatus,
hay que contemplar el orden de subordinación derivado de la constitución
política de la sociedad. Esos tres órdenes de subordinación se corresponden a su
vez con tres géneros igualmente entrelazados de injusticia institucionalizada,
puesto que a la mala distribución y al reconocimiento fallido se les suma ahora la
representación errónea (misrepresentation). Dado que todas estas variantes de
injusticias violan el mismo principio de la participación paritaria, un objetivo
prioritario de la teoría crítica que asume como parte esencial de sus cometidos la
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174 Véase los dos últimos capítulos de su libro Unruly Practices (Fraser, 1989, pp. 144-160 y 161-187).175 Las Spinoza Lectures -“Refraiming Justice in a Globalizing World” (Fraser, 2005) y “Two Dogmas of Egalitarianism”- han sido recopiladas respectivamente como los capítulos 2 y 3 de su libro Scales of Jusice (Fraser, 2009a, 12-47; trad. 31-96). Véase también Nash y Bell, 2007, especilamente las pp. 75-6 (la entrevista que ha sido también recopilada como último capítulo de Fraser 2009a); y Fraser, 2007c, 312-4.
120
“crítica de la injusticia institucionalizada” consiste ahora en combinar esa
ontología social pluralista o tridimensional con el monismo normativo de la
paridad participativa a la hora de establecer el trenzado conceptual para las
cuestiones sustantivas -o para el “qué”- de la justicia176.
Como no se cansa de repetir en Scales of Justice, esta remodelación (que
concierne al propio estatuto de una “teoría crítica de la justicia”) tiene el
propósito declarado de abordar el tipo “anormal” de injusticias que predominan
como resultado de la globalización y de clarificar -e incluso ponerse en función
de- los potenciales emancipatorios de aquellos movimientos sociales que tratan de
responder a las mismas, conscientes de que sólo pueden hacer valer sus
reivindicaciones dentro de una constelación postnacional. Con el fin de afrontar
críticamente las situaciones de injusticia y las consecuentes denuncias de las
mismas en un momento histórico en el que el estado nacional, territorialmente
circunscrito, está dejando de ser el enclave apropiado para concebir y manejar las
cuestiones de justicia y el foro adecuado en donde entablar las demandas y las
luchas para conseguirlo, la empresa de habilitar un discurso suficientemente
complejo ante tales desafíos precisa plantearse como una “teoría crítica del marco
o del encuadre” (framing) y al mismo tiempo rehabilitar una “teoría crítica de la
esfera pública” (Fraser, 2009a, pp. 6, 78). Y esto implica -tal como argumenta de
manera detallada entre otros lugares en “Abnormal Justice”177- que la sustancia
de la justicia depende en buena medida del marco y que los modos de abordar las
cuestiones de justicia con arreglo a los marcos pertinentes han de replantearse en
respuesta a las nuevas redes y estructuras de gobernanza. De ahí la elección de la
anfibológica expresión inglesa para el título del libro: scales of justice.
Scale sugiere no sólo la imagen de la balanza, sino también la imagen del
mapa. La primera imagen remite a la ponderación proporcionada con que el juez
imparcial que sopesa los méritos relativos de las pretensiones en conflicto. No hay
que olvidar que el verbo deliberar procede del latín deliberare y este verbo a su
vez de libra, balanza. Traigo a colación esta etimología porque, como vimos, en el
modelo de Fraser la detección de injusticias, la articulación de las reivindicaciones
y la justificación concreta de las estrategias de reparación han de canalizarse a
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176 Véase, por ejemplo, Fraser 2007c, pp. 328 y 337, n. 24.177 Se trata de un artículo dedicado a Richard Rorty que se publicó originalmente en Critical Inquiry y que luego fue recopilado como el cuarto capítulo de Scales of Justice (2009a, pp. 48-75; trad. pp. 97-144). Para un tratamiento más reciente, véase Fraser, 2010.
121
través de los espacios de discusión de la esfera pública informal y de los cuerpos
deliberativos oficiales, espacios tradicionalmente delimitados con arreglo a un
marco de referencia nacional. La segunda imagen, la de la métrica de que se sirve
el geógrafo para representar las relaciones espaciales, remite al encuadre
adecuado. Veremos enseguida que estos cambios de escala y de formatos hacen
exigible a su vez un principio normativo que vaya más allá de la ciudadanía
nacional (tratado con la citada teoría crítica del marco), así como un nuevo juego
conjunto entre instituciones globales y esferas públicas transnacionales
(tematizado mediante la citada teoría crítica de la esfera pública).
Antes de entrar a considerar esas dos cuestiones conviene prestar atención al
notable partido que Fraser saca a otra anfibología, la de la noción de
representación, que comporta el sentido de inclusión democrática a la vez que la
connotación de un marco de referencia simbólico. Se sirve de ella, en primer
lugar, cuando subraya que la mala distribución y el reconocimiento fallido
dependen en buena medida de la representación errónea como forma
institucionalizada de injusticia que deriva de la constitución política de la
sociedad. Tras la remodelación antes aludida, está claro que la dimensión política
resulta decisiva para establecer los criterios de pertenencia social y las reglas de
decisión dentro de una comunidad y, por ello, para esclarecer y fijar qué vale
como asuntos atendibles de justicia, quiénes cuentan como sujetos de justicia y
miembros autorizados para hacer reclamaciones justificadas y cómo han de
arbitrarse y resolverse sus reivindicaciones. De este modo, la representación
política ahora resulta clave con vistas a especificar el alcance de las otras dos
dimensiones, es decir, determinar quién está incluido o excluido del círculo de los
que tienen derecho a una justa redistribución y a un reconocimiento debido. O,
dicho de otra manera, no tendrán capacidad de hacerse oír, de ser tenidos en
cuenta y de hacer las reivindicaciones oportunas quienes no cuenten como
miembros relevantes, esto es, quienes no sean sujetos debidamente representados
con arreglo a los procedimientos que estructuran los procesos públicos de
confrontación y los mecanismos para tomar decisiones.
Fraser explota igualmente la citada anfibología al distinguir dos clases de
representación errónea. Un primer tipo de representación errónea tiene lugar en el
terreno de la política ordinaria y es la que niega a ciertos individuos dentro de
una comunidad la oportunidad de participar como iguales. Acabamos de aludir
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precisamente a una de las consecuencias de esta clase de misrepresentation. En
cambio, el “desencuadre” o “encuadre erróneo” (misframing) consiste en una
injusta delimitación del marco que excluye de la comunidad a ciertos sujetos y les
priva del derecho a hacer en ella cualesquiera reivindicaciones de redistribución,
reconocimiento y representación político-ordinaria. Al situar en un primer plano
la discusión sobre la propia determinación del marco o encuadre en que se aplica
la justicia, este metanivel de la misrepresentation afecta al pluralismo socio-
ontológico sobre el qué de la justicia porque establece de antemano quiénes
cuentan en las reivindicaciones de justicia y cómo se fijan los límites para el qué y
para el quiénes. Como sostiene Fraser en un paso central de su argumentación, en
el “marco westfaliano-keynesiano” se ha dado por supuesto que las demandas de
justicia solamente son aplicables dentro del Estado-nación, donde se atendían y
atienden a los intereses y necesidades de los ciudadanos de ese Estado. Pero hoy
en día la territorialidad ya no puede funcionar siempre y en todo lugar como
criterio para delimitar quiénes son los sujetos de justicia y cuál es el cariz y el
alcance de los problemas de justicia. Cuando éstos tienen un carácter
transnacional y aún así se mantiene unilateralmente la manera tradicional de
abordarlos como cuestiones redistributivas dentro del Estado territorial nacional,
entonces no sólo se los está abordando desde el marco equivocado, sino que se
está cometiendo además otra forma de injusticia. Nos encontramos así ante el
desencuadre como una modalidad de la injusticia característica de la era de la
globalización (Fraser 2009a, p. 21; trad. p. 48-9).
De acuerdo con esta revisión de sus propias premisas westfalianas, la misión
de la teoría crítica comprometida con la emancipación se orienta, en primer lugar,
a describir la nueva gramática de pretensiones políticas en la que lo que está en
cuestión ya no son sólo las cuestiones de justicia de primer orden, sino también
las cuestiones de segundo orden acerca de cómo deberían enmarcarse las
dimensiones entrelazadas de la injusticia de primer orden. Pero, una vez que se
pone así en cuestión los parámetros de la “justicia normal” del marco nacional, la
misión crítica tiene que orientarse hacia el misframing como el tipo de injusticia
que se ubica en el metanivel de la representación política e impide a determinados
colectivos sociales y a los individuos que los integran participar en igualdad de
condiciones en el proceso decisorio sobre cuestiones que les atañen. Dado que las
cuestiones de justicia de primer orden quedan enmarcadas de un modo que
excluye indebidamente a ciertos grupos o colectivos de la consideración
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equitativa, tal meta-injusticia también desvirtúa las propias injusticias de carácter
transnacional por la vía de territorializarlas o de nacionalizarlas. Existen
posiciones, como la mantenida de manera paradigmática por John Rawls, que
relegan una buena parte de tales injusticias a asuntos domésticos de Estados
débiles, impotentes o fallidos. Al igual que los teóricos y que los colectivos y
movimientos sociales en los que se inspira, Fraser trata de cuestionar en su raíz
ese encuadre nacional restringido a problemas distributivos, el cual a sus ojos
parece resignificar el provecto adagio latino, haciéndole decir fiat domestica
iustitia et pereat mundus;
Al redirigir la atención a las “exclusiones que surgen transnacionalmente
cuando se entrecruzan procesos que operan en diferentes escalas” (Fraser 2007c,
p. 317), la teoría crítica de Fraser asume que para el adecuado cuestionamiento
del desencuadre ya no basta con una idea de ciudadanía que subsuma la norma
de la paridad participativa. Antes bien, sostiene que ese cuestionamiento requiere
de un principio normativo de inclusión que tiene que estar desacoplado de la
ciudadanía nacional para operar de manera reflexiva y poder determinar el marco
adecuado en cada caso. Y en ese punto, si la territorialidad ya no es la
circunscripción única de la justicia ni ésta atañe exclusivamente a los intereses de
los ciudadanos miembros de este o aquel Estado nación, entonces lo decisivo es
cómo delimitan los propios sujetos sometidos a estructuras transnacionales de
gobernanza y dominación los marcos en los que tematizar, reclamar y gestionar
sus pretensiones de justicia.
En su búsqueda del principio normativo con el que llevar adelante ese
cuestionamiento político del misframing, Fraser considera insuficientes no sólo, y
por razones obvias, el principio de ciudadanía o nacionalidad compartida, sino
también el principio cosmopolita que apela a rasgos distintivos de todo ser
humano, al que considera demasiado abstracto e incapaz de cribar entre las
relaciones sociales pertinentes. Tampoco le satisface un principio transnacional
que tome en consideración a todos los afectados, como ocurre con el principio de
universalización de la ética del discurso habermasiana o el all-affected principle
que ella misma defendió con anterioridad. Podemos dejar a un lado las razones
que le han llevado a esa autocrítica y abandono del principio de todos los
afectados y concentrarnos en el hecho de que la autora opta finalmente por el all-
subjected principle, esto es, por el principio que sostiene que lo que hace de un
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conjunto de personas sujetos de justicia (y, por ende, miembros de pleno derecho
en la esfera pública política de que se trate) es su sujeción conjunta a una
estructura de gobernanza que determina las reglas básicas de su interacción. En el
caso de las situaciones de injusticia donde esas estructuras sobrepasan las
fronteras nacionales y remiten a organismos que establecen las reglas básicas de
ámbitos de acción que operan a nivel global, aquellos que son sujetos de justicia
por estar sometidos a determinadas estructuras relevantes de gobernanza están
autorizados desde el punto de vista normativo, y con independencia de su
ciudadanía política, a participar como pares en el debate público y elevar sus
reivindicaciones para que sean consideradas en la toma de las decisiones que les
atañen. En tanto no atiendan a ese derecho a ser debidamente representados y se
beneficien de la vigente compartimentación del espacio político internacional que
impide siquiera plantear tales reivindicaciones, determinados países (que
normalmente son los más desarrollados económicamente y que quedan
salvaguardados por su forma de organizarse como sistema internacional de
Estados soberanos) son responsables de la situación de injusticia de esas
poblaciones allende sus fronteras.
Acorde con todos estos ajustes del enfoque teórico que convergen en la
politización del marco, Fraser se ha volcado en reformular la teoría crítica de la
esfera pública con objeto de identificar las posibilidades de democratización
dentro la presente constelación histórica178. Trata pues de actualizar el sentido
normativo de la concepción de la esfera pública por referencia a los encuadres
políticos de la teoría de la justicia. Para dibujar el contraste deseado, Fraser
regresa de nuevo a la obra del primer Habermas, Strukturwandel der
Öffentlichkeit, esta vez para explicitar seis supuestos que mantienen al concepto
de esfera pública y a la propia teoría crítica que lo analizó, así como a una buena
parte de los seguidores y de los críticos de la misma, irremediablemente cautivos
del esquema “westfaliano” del espacio político y del proyecto político de la
democratización del Estado nación. Tales supuestos son la correlación de la esfera
pública con un aparato estatal dotado de poder soberano exclusivo sobre un
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178 Véase “Transnationalizing the Public Sphere. On the Legitimacy and Efficacy of Public Opinion in a Post-Westphalian World” (Fraser 2007a), reeditado como quinto capítulo de Fraser 2009a, 76-99; trad. 145-184. Si en “Rethinking the Public Sphere”, Fraser señaló que el concepto de esfera pública “es indispensable para la teoría social crítica y la práctica política democrática” y para “los esfuerzos constructivos que se necesitan con urgencia para proyectar modelos alternativos de democracia” (Fraser, 1992, p. 111), en el artículo recién citado afirma que la “noción de una ‘esfera pública transnacional’ es indispensable para quienes intenten reconstruir la teoría democrática en la actual constelación postnacional” (Fraser, 2007a, p. 8; 2009a, p. 77; trad. p. 147).
125
territorio, la delimitación de la ciudadanía como población nacional dentro de ese
territorio, la focalización del interés público en cuestiones de economía nacional,
la condensación y el carácter centrípeto y unitario de la esfera pública sobre la
base de una infraestructura nacional de comunicaciones y medios de
comunicación, la lengua vernácula como condición de posibilidad de la
inteligibilidad y operatividad de los debates públicos y, en fin, la producción
literaria nacional como elemento configurador de mentalidades, suministro del
imaginario colectivo y fuente de solidaridad social.
En el marco westfaliano delimitado junto con estos supuestos, las esferas
públicas cumplen una función democratizadora y emancipatoria cuando la
opinión pública que se forma dentro de ellas es a la vez legítima y eficaz, esto es,
cuando surge mediante procesos de comunicación suficientemente equitativos e
inclusivos y cuando tiene la doble capacidad de influir sobre el empleo del poder
público y de responsabilizar a los funcionarios públicos para que den cuenta de su
gestión. La legitimidad sólo se logra si las esferas públicas nacionales son
auténticamente inclusivas y capacitan a todos los ciudadanos para participar
como pares en los procesos comunicativos de la formación de la opinión pública;
y la eficacia sólo se logra si la opinión pública nacional obtiene la fuerza política
suficiente como para incidir sobre el poder administrativo dentro del sistema
político y para someter bajo el control de los ciudadanos las acciones de los
funcionarios del estado nacional.
Fraser considera que los seis supuestos sociológicos que eran constitutivos
de la esfera pública están siendo desestabilizados en las coyunturas globales
actuales. Y a partir de ahí deriva la tesis de que la doble funcionalidad antes
aludida ya no se cumple de igual forma en la publicidad transnacional, donde no
existe un pueblo ni un estado ni, por tanto, cabe trazar un paralelismo con el
flujo comunicativo entre ambos polos del modelo westfaliano. Por lo que hace a
la legitimidad, los interlocutores no son conciudadanos con iguales derechos de
participación política y con un estatuto común de igualdad política. Y por lo que
hace a la eficacia, la opinión pública no se dirige a un estado soberano capaz de
implementar la voluntad de los ciudadanos y de resolver sus problemas. En el
plano transnacional, por tanto, no cabe esperar sin más un alineamiento de la
esfera pública a nivel global con el poder legitimatorio que asociamos a la
soberanía popular, por un lado, ni tampoco un alineamiento con el poder
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administrativo de las instituciones estatales, por otro lado. Esto genera problemas
de legitimidad y de eficacia. Existe un déficit de legitimidad democrática porque
la transnacionalización política de las instituciones formales diverge de la
transnacionalización de la sociedad civil. Un ejemplo de esta deficiencia lo ofrece
la UE, donde los cuerpos legislativos y administrativios no cuentan con el
contrapeso de una esfera pública europea que pueda obligarles a rendir cuentas.
Existe un déficit de eficacia política, porque los públicos transnacionales
existentes no se ven acompañados a nivel global por poderes administrativos y
legislativos. Un ejemplo de esto lo ofrecieron las manifestaciones mundiales
contra la guerra el 15 de febrero de 2003, que movilizaron una masa ingene de
opinión pública transnacional, pero se mostraron impotentes para impedir las
decisiones tomadas unilateralmente por la administración Bush y sus aliados.
La “lucha por el marco” (o por el adecuado encuadre) que pone en
perspectiva un proceso en escalada hacia la desterritorialización de la justicia
consiste ante todo en una lucha por la hegemonía dentro de la
transnacionalización de la esfera pública. De ahí que Fraser esté empeñada en
imaginar por dónde podría avanzarse en la solución a los déficits citados. Para
superar el déficit de legitimidad es preciso, sostiene la autora, que emerjan y se
estabilicen esferas públicas transnacionales en las que impere el planteamiento
normativo de que todos los afectados puedan participar como pares; y para
superar el déficit de eficacia se requiere igualmente la creación de poderes
públicos transnacionales que puedan implementar modalidades de voluntad
popular transnacional formadas democráticamente. Con esta consideración de
carácter normativo no se persigue -subraya la profesora neoyorkina- una especie
de alineamiento entre esferas públicas cuasi-nacionales y poderes públicos cuasi-
estatales que logre recrear algo parecido al imaginario westfaliano a gran escala y,
por lo tanto, no haga sino obturar las separaciones que son imprescindibles para
que resurjan formas de reflexividad crítica. Antes bien, las esferas públicas
postwestfalianas aparecen como los espacios para contestar los marcos centrados
en el Estado y para traspasar las fronteras de los estados territoriales, porque en
la medida en que hacen uso de la capacidad de reflexividad, de su capacidad de
saltar a otro nivel y reflexionar sobre las prácticas de primer orden, dan lugar a
una forma de metapolítica o de política del marco. Y lo que la situación de
anormalidad en que vivimos actualmente hace necesario es la creación de
instituciones globales a las que acompañen o salgan al encuentro esas nuevas
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esferas públicas transnacionales para que, de este modo, se reactive en otro nivel
un juego conjunto entre públicos débiles y públicos fuertes de nueva hornada. No
por casualidad el subtítulo del libro Scales of Justice -subtítulo que extrañamente
no aparece en la traducción castellana- es Reimagining Political Space in a
Globalizing World. Pues, en suma, lo que Fraser nos invita a imaginar o a buscar
mediante la imaginación es una nueva configuración post-westfaliana de
múltiples esferas públicas con nuevos poderes públicos.
(IV) Es probable que este planteamiento no constituya la última palabra de
Fraser. En todo caso, esa posición, si nuestra simplificadora interpretación no la
traiciona en exceso, suscita numerosos interrogantes. Concluiré este artículo
enunciando únicamente la duda razonable de que la propuesta de Fraser no
aporta demasiada visibilidad, pese a lo que ella pretende, toda vez que no puede
sino dejar inconclusa su reformulación de la teoría crítica de la esfera pública
transnacional179.
Ciertamente, Fraser aboga por redefinir el espacio político transnacional en
la dirección de impugnar los procesos, organizaciones y mecanismos
institucionales que operan transnacionalmente para obstruir la paridad
participativa de quienes están sujetos a estructuras de gobernanza (Fraser 2009a,
76-79). En ese enclave de luchas y aspiraciones sitúa precisamente los principales
desafíos que ha de asumir hoy la nueva etapa del movimiento feminista, el cual
habría progresado desde una inicial preocupación dominante por la
redistribución, pasando por la cresta de la ola del reconocimiento, hasta el actual
cuestionamiento de los modos de representación en relación con los marcos180 .
Pero, por otro lado, Fraser también admite que su intento de redefinir las
coordenadas de la esfera pública transnacional y el modo en que se debería
reactivar sus funciones críticas constitutivas -la legitimidad normativa y la eficacia
política- es una tarea apenas esbozada. Si bien el sentido de esa tarea consiste,
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179 He formulado esta y otras críticas a Fraser en Gil, 2010. Acerca de su pretensión de emular el intento de Habermas en los años ochenta de buscar claridad en una situación empañada por una creciente falta de transparencia (die neue Unübersichtlichkeit), véase la entrevista del capítulo final de Fraser, 2009a. En esa entrevista, Fraser declara que una de sus tareas como teórica al emprender el diagnóstico del presente es clarificar conceptualmente y ponerse en función de los potenciales emancipatorios de los colectivos y movimientos sociales que se enfrentan a situaciones transnacionales de injusticia inmersos en la imperante falta de claridad acerca de las alternativas al orden existente. Al poner su teoría crítica al servicio de los activistas de la globalización, Fraser declara, un tanto pretenciosamente, que el “desencuadre” es uno de los supuestos que muchos activistas manejarían de manera confusa y sobre el que vendría a arrojar luz su teoría crítica del marco.180 Véase en especial Fraser 2009a, cap. 6; y 2009b. Para un comentario, véase también el último apartado de Gil, Tamara, 2010.
128
según la autora, en extraer desde la constelación histórica presente los criterios
normativos y las posibilidades de emancipación política, en realidad Fraser se
limita a la defensa de que las mencionadas funciones irrenunciables mantienen en
plena vigencia la deliberación y la contestación de la esfera pública a la vez que en
las condiciones de transnacionalidad actuales, donde ya no cabe trazar
paralelismos con el tipo de mediaciones entre los polos -pueblo y Estado- del
modelo westfaliano, fuerzan a reconsiderar la inclusión de los interesados allende
su ciudadanía y la implementación vinculante de las decisiones democráticas
allende las organizaciones estatales.
De hecho, el trayecto a la constelación postwesfaliana queda en buena
medida desdibujado, supeditado al deseado tránsito hacia -y encuentro entre-
instituciones globales y esferas públicas transnacionales. Pese a las reiteradas
apelaciones a las posibilidades de la imaginación política, en Scales of Justice se
echa en falta la proyección de medidas y diseños institucionales sobre los que
concretar las potencialidades utópicas. Y esto vale tanto en lo referente al proceso
de institucionalización transnacional de la esfera pública como en lo referente a la
creación de poderes públicos transnacionales con capacidad de garantizar las
reivindicaciones democráticas de los públicos débiles y de hacer valer las
decisiones políticas frente a los organismos oficiales globales y a los poderes
organizados que no están legitimados ni controlados democráticamente. Ahora
bien, sin una mayor concreción acerca de esas reclamadas instituciones
representativas globales, que habrían de funcionar en el sistema multiestratificado
de gobernanza globalizada, y sin una mejor visualización del propio proceso de
institucionalización transnacional de la esfera pública, mediante el que tendrían
efecto las transferencias entre los públicos débiles y los públicos fuertes de nueva
hornada, el trayecto al desperfilado espacio político postwesfaliano que Fraser
nos invita a imaginar tal vez apenas alcance a ser un mero desiderátum. ❚
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Performidad y política en Judith ButlerFranke Alves de Atayde
“Las fábulas de género inventan y divulganlos mal llamados hechos naturales”
Judith Butler (El género en disputa)
Resumen: Este artículo discute el concepto de performatividad de Judith Butler
como una categoría política, explorando su relación con la concepción de
‘democracia radical’ de Chantal Mouffe. Argumentase que al rechazar los
esquemas dicotómicos y esencialistas de pensamiento y defender la producción
político-discursiva de lo social las autoras plantean una refundación de la
democracia, percibida como el espacio privilegiado del conflicto, que requiere una
variedad de prácticas ‘identitarias’ y movimientos pragmáticos destinados a
ampliar las fronteras de lo inclusivo.
Abstract: This text discusses Judith Butler´s concept of performativity as a
political category, exploring its relation with Chantal Mouffe´s conception of
‘radical democracy’. It´s argued that, rejecting the dichotomic and essentialist
schemas of thought and supporting the political-speech production of the social,
the authors propose a refoundation of democracy, perceived as the privileged
space of conflict that requires a variety of ‘identitary’ practices and pragmatic
movements in order to expand the borderlands of the inclusive. ❚
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Performidad y política en Judith ButlerFranke Alves de Atayde
Los escritos de Judith Butler han sido muy discutidos. Teórica con una
amplia influencia en el pensamiento social capaz de extrapolar los estudios de
género y los queer studies, Butler es una autora polémica, de amplio recorrido,
que ha llegado a ser tan apasionadamente atacada como vehementemente
defendida181.
Su primer libro de gran impacto, también su obra de mayor circulación y
repercusión, es Gender Trouble, cuya primera edición es de 1990182. Su tentativa
de entender, exponer, diseccionar, criticar y cuestionar el funcionamiento de los
mecanismos por los cuales los hechos naturales son naturalizados ha sido
difundida y popularizada en el discurso de la militancia política y académica en
Estados Unidos, Europa y más recientemente en América Latina.
En otra obra, Deshacer el Género, expone la forma cómo su pensamiento
ha sido influido por la Nueva Política de Género (New Gender Politics), una
nueva configuración política que en otro de sus trabajos había caracterizado
como “una combinación de movimientos que engloban al transgénero, la
transexualidad, la intersexualidad y a sus complejas relaciones con las teorías
feminista y queer” (2002a, p. 17).
Más adelante, Butler ha reiterado su reconocimiento a las contribuciones
teóricas del feminismo. La filósofa comprende que éste aún propone desafíos a los
movimientos sociales e identitarios y que no se puede perder de vista que el
feminismo se ha enfrentado siempre a la violencia (sexual o no) contra la mujer.
Entiende, además, que tal posición puede (y debe) servir de base para una alianza
del feminismo con otros movimientos, ya que “la violencia fóbica contra los
cuerpos es parte de lo que une el activismo antihomofóbico, antirracista,
feminista, trans e intersexual” (2002a, p. 24).
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181 Nussbaum (1999), expone sistemáticamente las críticas más comunes al pensamiento de Judith Butler. 182 La edición en castellano, utilizada en este artículo, es de 2007.
134
Dado que considero que es crucial situar la obra de Butler en relación a
estas alianzas teórico-políticas, lo que me he propuesto en este texto es
justamente localizar y contextualizar su pensamiento en la intersección entre
política y reflexión teórica. Por ello tengo presente que estas dimensiones son
complementarias, pero no idénticas. Entre otras, esto significa que la reflexión
teórica y el repertorio conceptual de Butler no permiten utilizar el compromiso
político de manera que influya en el ejercicio analítico, en el sentido de disminuir
el carácter de rigor filosófico.
Este pequeño ensayo está compuesto de tres partes. En la primera
presentamos la crítica butleriana a la categoría identitaria de género. El
argumento es que el género es algo socialmente construido a través del discurso y
que las diferencias sexuales deben ser percibidas como efectos del género. Al
enfatizar el carácter socialmente construido no sólo del género, sino también del
sexo, el discurso es concebido como la fuente primaria del poder. Es desde estas
coordenadas desde donde Butler hace la crítica al universalismo y al esencialismo
del sujeto feminista. Como mostraremos a través de la interpretación de los textos
de Butler, la identidad ‘mujer’ como sujeto del feminismo representa una unidad
totalizadora que crea distintas relaciones de subordinación y exclusión. Si ‘mujer’
es una identidad fragmentada, que no consigue representar las distintas demandas
de los feminismos, entonces la categoría no debe ser utilizada como base para la
solidaridad política.
A continuación abordaremos la construcción performativa de las
identidades. El performativo es el dominio en el cual el poder actúa como
discurso. La fuerza normativa de la performatividad, o su poder de establecer lo
que importa (cuerpos masculinos o femeninos, por ejemplo), opera a través de la
reiteración de las normas y también por medio de la exclusión, creando los
cuerpos inteligibles – aquellos que se producen a través del reconocimiento, del
acuerdo, con las normas – y los cuerpos abyectos – aquellos que no se adaptan a
la norma. Por situarse fuera del régimen de inteligibilidad de la norma, el abyecto
posee las condiciones de subversión. En esta perspectiva política, la
performatividad adquiere un papel central en el proceso de transformación social.
En la tercera sección del texto intentamos relacionar la perspectiva
butleriana de las identidades performativas con la democracia radical de Chantal
Mouffe, puesto que en ambas concepciones se ofrecen elementos para pensar una
Performidad y política en Judith Butler | Franke Alves de Atayde
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nueva política. Veremos cómo las autoras rechazan los esquemas dicotómicos y
esencialistas de pensamiento, defendiendo la inclusión de la diferencia y la
valoración de la pluralidad como medio para alcanzar una democracia radical
donde el conflicto sea fundamental. Concluyendo, presentaremos las
consideraciones finales de esta reflexión.
1. Crítica al sujeto del feminismo
Uno de los temas centrales de las investigaciones de Judith Butler es su
crítica de las categorías identitarias, específicamente de la identidad de género. En
El Género en Disputa, desconstruyó el concepto de género, en el cual se había
basado toda la teoría feminista. La división sexo/género funcionaba como una
especie de pilar fundacional de la política feminista, en la medida en que ésta
partía de la idea de que el sexo es natural y el género es socialmente construido.
Discutir esa dualidad fue el punto de partida para que la pensadora cuestionase el
concepto de mujer como sujeto del feminismo.
Las feministas adoptaron la distinción sexo/género para destacar la
variabilidad histórica y cultural del género y argumentar así en contra del
esencialismo en la definición de la identidad de género. El concepto de género, su
categorización como algo culturalmente construido, se delimitó por contraste con
el concepto de sexo, como algo naturalmente adquirido, y ambos formaron el par
sobre el cual las teorías feministas inicialmente se basaron para defender
perspectivas ‘desnaturalizadoras’, que desafiaban la asociación de lo femenino
con la fragilidad y la sumisión.
El modelo sexo/género, al reforzar la dicotomía sexo/natural contra género/
cultural, permaneció dentro del marco epistemológico de la distinción naturaleza/
cultura, donde el cuerpo sexuado macho/hembra se correspondía con la
diferenciación en el género masculino/femenino, esencializando y limitando de
este modo las propias posibilidades del género. Como afirma Butler:
“La hipótesis de un sistema binario de géneros sostiene de manera
implícita la idea de una relación mimética entre género y sexo, en la
cual el género refleja el sexo o, de lo contrario, está limitado por
él” (Butler, 2007, p. 54)
Performidad y política en Judith Butler | Franke Alves de Atayde
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La oposición binaria del género al mismo tiempo que contrapone los dos
términos de la oposición, construye la igualdad de cada lado de la oposición y
oculta las múltiples identificaciones entre los lados opuestos, exagerando por
tanto la propia polarización a la vez, que oculta el múltiple juego de las
diferencias de cada lado de la oposición.
Se trata de un juego de exclusión e inclusión. Con eso, cada lado de la
oposición es presentado y representado como un fenómeno unitario. La represión
de las diferencias en el interior de cada grupo de género, como argumenta Judith
Butler, funciona para construir las reificaciones del género y de la identidad,
alimentando las relaciones de poder y cristalizando las jerarquías sociales. Según
la autora, “insistir en la coherencia y la unidad de la categoría de las mujeres ha
negado, en efecto, la multitud de intersecciones culturales, sociales y políticas en
que se construye el conjunto concreto de ‘mujeres’” (2007, p. 67). En este
sentido, la categoría ‘mujeres’, al pretender ser globalizante, se torna normativa y
excluyente e ignora otras dimensiones que marcan privilegios, como las
dimensiones de clase y de raza.
El desmonte de esa concepción de género representa el desmonte de una
ecuación en la cual el género es concebido como la esencia y la sustancia,
categorías que solo funcionarían dentro de la metafísica que Butler también
cuestiona. Así como Derrida desmontó la estructura binaria significante/
significado y la unidad del signo, y de ahí hizo la crítica a la metafísica y a las
filosofías del sujeto, Butler desmontó la dualidad sexo/género e hizo su crítica al
feminismo (Pérez Navarro, 2008).
La principal crítica de Butler se dirige contra la premisa por la cual se
origina la distinción sexo/género: como ya dijimos, el sexo es lo natural y el
género es lo construido. Butler libera a la noción de género de la idea de que la
propia diferenciación de género ha de derivar del sexo y discute en qué medida
ese binarismo sexo/género es arbitrario. “Tal vez el sexo siempre haya sido el
género, de tal forma que la distinción entre sexo y género se revela absolutamente
ninguna” (Butler, 2007, p. 57). Butler indica así que el sexo no es natural; él es
también discursivo y tan cultural como el género.
En el debate con Beauvoir, Butler indica los límites de estos análisis de
género que, según ella, “presuponen y definen por anticipación las posibilidades
Performidad y política en Judith Butler | Franke Alves de Atayde
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de las configuraciones imaginables y realizables de género en la cultura” (2007, p.
28). Partiendo de la emblemática afirmación “no se nace mujer, se llega a ser”,
Butler apunta al hecho de que “no hay nada en su estudio [de Beauvoir] que
asegure que la ‘persona’ que se convierte en mujer sea obligatoriamente del sexo
femenino” (2007, p. 57).
En esa tentativa de “desnaturalizar” el sexo, Butler propuso liberarlo de
aquello que ella define –en referencia a Nietzsche– como metafísica de la
sustancia. Según Butler, en la mayoría de las teorías feministas el sexo es aceptado
como sustancia, como aquello que es idéntico a sí mismo y, por tanto, como una
proposición metafísica. Algunas teorías feministas incluso sitúan el sexo en un
campo prediscursivo, lo que garantiza la estabilidad interna y el marco binario
del sexo, pero sin llegar a percibir que esa prediscursividad es resultado de las
construcciones culturales del género.
Para Butler el sexo es una categoría ‘generizada’. Una categoría construida
discursivamente a través del género. No es posible, según ella, establecer un
cuerpo natural antes de la cultura porque tanto el observador como el cuerpo
mismo están embebidos de un lenguaje cultural. Así, no tiene sentido definir el
género como la interpretación cultural del sexo. Como observa Soley-Beltran:
“Esta línea de razonamiento no considera la fisiología como la base
para los valores culturales, sino, por el contrario, como el recipiente de
la impresión de valores culturales a través de los cuales es interpretada.
El cuerpo se convierte entonces en una ocasión para el
significado” (2009, p. 35).
Butler sigue argumentando que, al contrario de lo que defendían las teorías
feministas, el género sería un fenómeno inconstante y contingencial, que no
denotaría un ser sustantivo, “sino un punto de unión relativo entre conjuntos de
relaciones culturales e históricas específicas” (Butler, 2007, p. 61). La noción
butleriana de género rompe con modelos sustanciales de identidad. El género no
es una identidad estable, es una categoría que requiere una conceptualización de
‘temporalidad social’, ya que es una identidad débilmente constituida en el
tiempo. La identidad de género no es más que una ‘ficción reguladora’,
construida por actos performativos. Aparece así la noción de performatividad,
dotada de una función constructiva y constitutiva en el universo discursivo. “La
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performatividad debe entenderse como la práctica reiterativa y referencial
mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra” (Butler, 2002, 18).
La dicotomía sexo/género es reflejo de lo que Butler denominó Matriz
Heterosexual, o sea, una red de inteligibilidad cultural a través de la cual se
naturalizan cuerpos, géneros y deseos183. Como argumenta Butler:
“Los géneros ‘inteligibles’ son los que, de alguna manera, instauran y
mantienen relaciones de coherencia y continuidad entre sexo, género y
deseo. Es decir, los fantasmas de discontinuidad e incoherencia,
concebibles únicamente en relación con las reglas existentes de
continuidad y coherencia, son prohibidos y creados frecuentemente
por las mismas leyes que procuran crear conexiones causales o
expresivas entre sexo biológico, géneros culturalmente formados y la
‘expresión’ o ‘efecto’ de ambos en la aparición del deseo sexual a
través de la práctica sexual” (2007, p. 72).
Hemos visto que Butler está en contra de cualquier definición esencialista de
la identidad de género. Por ello presenta el género como actuación. El género es
un efecto de la repetición constante de una serie de gestos. Y si, como decíamos,
la identidad de género no es más que una ‘ficción reguladora’ constituida por
actos performativos, es evidente que no existe un yo verdadero, que la identidad
personal no está fijada en un núcleo esencial, sino que está cambiando
permanentemente, ya que está construida culturalmente.
Fue a través de la crítica a las dicotomías producidas por la división sexo/
género como Butler desarrolló su crítica del sujeto y contribuyó al desmonte, a la
deconstrucción de la idea de un sujeto unitario. Butler no recusa completamente
la noción del sujeto, pero propone la idea de un género como efecto en lugar de
un sujeto centrado. Dicho con sus palabras: “la presunción aquí es que el ‘ser’ un
género es un efecto” (2007, p. 58). Aceptar ese carácter de efecto sería aceptar
que la identidad o la esencia son expresiones, y no un sentido en sí del sujeto. No
existe una identidad de género por detrás de las expresiones de género.
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183 La matriz heterosexual instaura la producción de oposiciones asimétricas entre femenino y masculino, entendidos como atributos que designan hombre y mujer, y requiriendo que identificación y deseo se excluyan mutualmente, eso implica que “quien se identifica con un determinado género debe desear un género diferente” (Butler, 2002b, p. 76).
139
Así, la identidad ‘mujer’ como sujeto del feminismo no es más que una
unidad totalizadora que crea distintas relaciones de subordinación racial, de clase
y heterosexista, entre muchas otras. Para Butler la insistencia feminista en la
“coherencia y la unidad de la categoría de las mujeres ha negado, en efecto, la
multitud de intersecciones culturales, sociales y políticas en que se construye el
conjunto concreto de ‘mujeres’” (2007, p. 67).
Con esta crítica, Butler estaría intentando a la vez dislocar el feminismo del
campo de los ismos (humanismo, racionalismo, liberalismo…) como práctica
política que presupone el sujeto como identidad fija y redirigirlo, hacia un
emplazamiento conceptual y político que deje en abierto la cuestión de la
identidad, que no ‘organice’ la pluralidad, sino que la mantenga en permanente
vigilancia. Partiendo del pensamiento de Foucault, Butler concibe el sujeto como
un ente socialmente constituido en el discurso. Descarta pues la posibilidad de
concebir un sujeto presocial, porque eso implica acceder a sujeto antes de que
llegue a serlo. Según una penetrante apreciación de Soley-Beltran, esta estrategia
comporta un atentado a la modernidad política:
“Butler quiere deshacerse de la ficción de un sujeto anterior a su
subjetivación, puesto que cree que es una reminiscencia de la hipótesis
liberal del estado natural y una estrategia del poder para esconder sus
mecanismos de producción, ya que el poder alcanza su legitimidad
mediante la articulación de la idea del sujeto como un ser presocial
que puede consentir, consciente y libremente el contrato social” (2009,
p. 41).
¿Es posible hacer política sin un sujeto? Para Butler, sí. Es posible la política
sin que sea necesaria la constitución de una identidad fija; no se precisa la
asistencia de un sujeto a ser representado para que esa política se legitime. Y
como consecuencia de esta línea de razonamiento, hay que repensar las
restricciones que la teoría feminista enfrenta cuando procura representar a las
mujeres. ¿Quién constituye el ‘quien’, el sujeto para el cual el feminismo busca
una liberación? Frente a lo que ella considera una exigencia de la política que el
feminismo compartiría con otras modulaciones modernas en la familia de los
ismos, esto es: la presencia de un sujeto estable. Butler sostiene el carácter
excluyente que comporta de suyo tal exigencia: “Afirmar que la política exige un
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sujeto estable es afirmar que no puede haber oposición política a esa
afirmación” (2007, p. 53).
En estas condiciones, ¿cómo pensar la agencia, la capacidad de acción del
sujeto? Para Butler la relación entre el sujeto y la agencia se presenta como una
circularidad inevitable, ya que el sujeto es a la vez el efecto del poder, concebido
como anterior al sujeto, y la condición para una agencia que ha sido formada por
las condiciones del poder que constituye el sujeto. La complicidad con el poder y
la ambivalencia en las formas de resistencia serían inevitables. En el proceso de
subjetivación debe suspenderse el ‘yo’, pero se debe recuperar para pensar la
agencia. Podemos formular el sentido de esta ambivalencia citando de nuevo
Soley-Beltran:
Por medio de esa estrategia, Butler trata de distanciarse tanto de la
noción del sujeto como obsoleto – un punto de vista que sostiene la
extinción del sujeto debido a que está implicado en su propia
subordinación, como de la noción liberal del sujeto, cuya agencia se
opone al poder. (…) Estas posiciones implican un fatalismo político y
optimismo naïf respectivamente” (2009, p.46).
Y ¿cuándo surge la agencia? Surge al darse una discontinuidad entre el
poder que inicia el sujeto y el poder que el sujeto asume. La agencia reside en el
hecho de que, aunque los discursos sean considerados como constitutivos del
sujeto, este sujeto no es determinado por las reglas del discurso. De hecho, las
reiteraciones de las reglas nunca son simples repeticiones, sino que siempre
generan una especie de excedente, pequeñas variaciones que desestabilizan los
significados instituidos de esas normas, lo que abre espacio para su
desestabilización. En este sentido, la agencia excede el poder que la hace posible.
En otras palabras, Butler redefine la agencia como una posibilidad contingente y
la sitúa dentro de matrices de poder. Los “sujetos están constituidos en el
lenguaje, pero el lenguaje [al tener que reiterarse constantemente] es también el
lugar de su desestabilización” (2007, p. 113).
2. La (de) construcción pragmática de la identidad
En la obra de Butler, el concepto más difundido fue el de performatividad, a
la que ya me he referido páginas atrás. Su popularización vino acompañada de
una mala interpretación que asociaba performatividad a performance, y que
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inducía a creer equivocadamente que este concepto se refería a la capacidad de los
sujetos de rebelarse en relación a las normas. La consecuencia de este equívoco
fue confundir la teoría performativa con una construcción voluntarista de la
identidad (Pérez Navarro, 2008). En su variante extrema, esa lectura errónea que
invitaba a creer que uno puede levantarse por la mañana, mirar en el armario y
decidir qué género va a ser hoy, no hace sino tomar el género como una especie
de consumo, un estilo de vida. Por tanto, tras la banalización de la noción de
performatividad lo que hay es una comercialización del género.
En Cuerpos que importan, Butler retomó de modo esclarecedor el concepto
de performatividad y lo disoció de la idea voluntarista de representar un “papel
de género”, en que el sujeto construye para sí, libremente, un cuerpo que expresa
y marca su identidad de género. Por el contrario, ella demostró que la
performatividad se basa en la reiteración de normas que son anteriores al agente y
que, siendo permanentemente reiteradas, materializan aquello que nombran. No
se trata, por tanto, de una opción, sino de una cohibición, aun que ésta no sea
percibida como tal. De ahí surge su efecto atemporal, que hace de ese conjunto de
imposiciones algo aparentemente ‘natural’.
El proceso de construcción de la identidad no es producido por un sujeto,
sino por una citacionalidad performativa que opera mediante la reiteración de
normas que producen tanto como desestabilizan la identidad. El proceso de
identificación con las normas es el proceso de citación de estas. La norma deriva
su poder de ser citada como tal, pero también de las citas que provoca.
Para Butler, performatividad y performance son dos formas distintas de
comprender la construcción de la identidad. El constructivismo como
performance es la autorrepresentación, “la libertad de un sujeto para formar su
identidad según le plazca” (Butler, 2002, p.145); y representa la construcción
como artificio. En cambio, el constructivismo como performatividad se define por
la reiteración forzosa de la norma y tiene en cuenta las restricciones que impulsan
y sostienen dicha reiteración.
Según Butler, los cuerpos son materializados performativamente a través de
la matriz binaria de género. Los cuerpos que encarnan la norma del sexo,
repitiéndose y naturalizándose, son los que importan socialmente porque son
aquellos que hacen realidad la norma. Son los cuerpos inteligibles, “aquellos que
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se producen como consecuencia del reconocimiento de acuerdo con las normas
sociales vigentes” (Butler, 2006, p.15). Aquellos que no se conforman con la
norma no llegan a ser calificados como humanos, son los cuerpos abyectos.
Butler sigue argumentando que la estructura social, por ser temporal, debe
ser reiterada, ritualísticamente, una y otra vez. Está en la temporalidad de la
estructura su condición de subversión. El espacio entre las reiteraciones es el lugar
para el surgimiento del riesgo y del exceso. Este exceso subversivo se configura
como una expropiación de los actos mediante los cuales la normatividad se
presenta a sí misma como original. Así los cuerpos abyectos estarían siempre en
condiciones de subvertir la norma, ya que, al existir fuera del régimen de
inteligibilidad de la norma, pueden descentrar y subvertir la construcción de la
identidad.
En este sentido, el feminismo, considerado como un sistema normativo,
produce el sujeto que representa a través de la exclusión de aquellos que no se
encajan, los abyectos. Según Butler, estos forman los vacíos representativos, o sea,
los excluidos por la definición de ‘mujer’. Estos vacíos representativos pueden ser
evitados si la política feminista abandona la búsqueda de una base universal en la
identidad femenina y se ocupa de las funciones productivas y jurídicas del poder,
desarrollando una genealogía crítica del sexo, género y deseo. El abandono de
categorías esencialistas es “necesario para poder acomodar, sin domesticarlas, las
críticas democratizantes que han reconfigurado y reconfigurarán los contornos
del movimiento de una forma que todavía no podemos prever con
exactitud” (Butler, 2002, p. 60).
Como forma de superación de las definiciones sustancialitas de género,
Butler propone una ‘política de actos performativos de género’ que exponga las
estrategias de reificación de esta categoría vaciando su significado y reconociendo
la complejidad del género.
La agenda política consiste en desestabilizar la polarización política del
género (hombre/mujer) a través de la incorporación deliberada de la ambigüedad.
Como posibilidades subversivas, metáforas de la parodia de género, Butler
destaca el drag, las identidades femme/butch184 y las performances del activismo
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184 Butch se refiere al sujeto lesbiano que tiende hacia comportamientos y actitudes ‘masculinas’, mientras que Femme designa al sujeto lesbiano que tiende a identificarse con comportamientos y actitudes femeninas.
143
queer. En todos estos casos asistimos a la repetición de una categoría
convencional que crea nuevos contextos, desestabilizando la masculinidad y la
feminidad como identidades sustantivas y naturales. Como explica Soley-Beltran:
el género es expuesto “como una categorización, una forma artificial y un rol que
pueden ser adoptados con éxito sin tener en cuenta la anatomía. […] Las
categorías [de género] son des-familiarizadas, luego negadas, y luego retornadas
con un significado transformado” (2009, p. 62). Es un proceso de expropiación
de los actos mediante los cuales el género se presenta a sí mismo como original.
Proceso que desenmascara el ‘original’ como un mito.
En su análisis de la performatividad, la parodia sirve como analogía
explicativa del carácter repetitivo que concede materialidad y sustancia a las
normas de género. La repetición cómica de las normas las desnaturaliza y las
subvierte: “Al imitar el género, la drag manifiesta de forma implícita la estructura
imitativa del género en sí, así como su contingencia” (Butler, 2007, p. 269). De
cualquier modo, la filósofa alerta que no toda parodia es subversiva, dado que
puede ser simplemente una repetición convencional que solo reconstituye los
términos de la matriz hegemónica del género. Y subraya igualmente que el
contexto es determinante de la posibilidad de subversión, ya que el género es una
identidad tenuemente constituida en el tiempo.
3. Performatividad y Democracia Radical. Pensar una nueva política.
¿Con la desconstrucción del sujeto ‘mujer’, está el feminismo condenado al
fracaso de su acción política? ¿Para pensar en la práctica política, es necesario
concebir con antecedencia la existencia de un sujeto? Hemos visto en las páginas
antecedentes que con estas interrogantes se pone en tela de juicio la
categorización del feminismo como política identitaria.
Judith Butler defiende de forma explícita que desconstruir el sujeto no es
declarar su muerte. O, dicho de otra manera, con la desconstrucción de la
categoría ‘mujer’, la autora no está proponiendo el abandono de la categoría, sino
su resignificación. Ella está convencida de que la unidad no es necesaria para la
acción política efectiva y de que, en lugar de fragilizar la práctica política
feminista, la crítica al esencialismo y la defensa de la diferencia pueden contribuir
a su revigorización. Así lo expresa Judith Butler, por ejemplo, en la siguiente cita:
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“¿Es precisamente la insistencia prematura en el objetivo de la unidad
la causa de una división cada vez más amarga entre los grupos?
Algunas formas de división reconocida pueden facilitar la acción de
una coalición, justamente porque la ‘unidad’ de la categoría de las
mujeres ni se presupone ni se desea. (...) Sin la presuposición ni el
objetivo de ‘unidad’, que en ambos casos se crea en nivel conceptual,
pueden aparecer unidades provisionales en el contexto de acciones
especificas cuyos propósitos no son la organización de la
identidad” (2007, p. 69).
Para Butler, la idea de identidad de género tiene siempre un carácter
normatizador, porque implica que se construye algún tipo de unidad, y la
búsqueda de la unidad es en sí misma normatizadora y excluyente, reificando las
nociones de sexo y de género. Por eso, para la autora, la crítica de la política
identitaria y del fundamentalismo como política de exclusión es una cuestión
central para el feminismo y los demás movimientos sociales. Pero eso no
representa riesgos para la política de esos movimientos. Al revés, es su propia
posibilidad. Desde esa perspectiva, la política de identidad presenta límites para la
movilización política en la medida en que la tentativa de unificación acaba por
producir resistencias y formación de facciones en el interior del movimiento.
El objetivo de Butler es abrir caminos que puedan tornar vidas más viables,
más posibles de que sean vividas. Permitir un futuro incierto, abierto,
imprevisible, maleable, no cerrar definiciones, no delimitar el espacio en el cual se
reconoce la vida humana, mantener espacio para nuevas posibilidades. Su sistema
filosófico es políticamente comprometido con una concepción de ciudadanía
dinámica y revisable, marcada por constantes diálogos y negociaciones.
Siguiendo esa lógica, en vez de teorías que conciben el sujeto como
anterioridad, necesitamos teorías que se propongan pensar cómo el sujeto es
constituido y cómo las diferencias y jerarquías son construidas y legitimadas en
esas relaciones de poder. Como enuncia Butler,
“Podemos estar tentados a creer que asumir el sujeto por anticipado
es necesario para salvaguardar la agencia del sujeto. Pero afirmar que
el sujeto es constituido no es afirmar que es determinado: por el
contrario, el carácter constituido del sujeto es la precondición misma
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de su agencia. [...]¿Necesitamos asumir teóricamente desde el principio
un sujeto con agencia antes de que podamos articular los términos de
una tarea social y política significativa de transformación, resistencia y
democratización radical? Si no ofrecemos por anticipado la garantía
teórica de ese agente, ¿no estamos condenados a renunciar a la
transformación y a la práctica política con significado? Lo que yo
sugiero es que la agencia pertenece a una forma de pensar acerca de las
personas como actores instrumentales que confrontan un campo
político externo. [...] En un sentido, el modelo epistemológico que nos
ofrece un sujeto o agente previamente dado se recusa a reconocer que
la agencia es siempre y solamente una prerrogativa política. Como tal,
parece crucial cuestionar las condiciones de su posibilidad, no darla
por hecho como una garantía a priori” (2001, p. 27-28).
Así, aquello que es supuestamente representado como categoría apriorística
es realmente ‘producido’. Esa noción desestabiliza la base estable del género. Pero
no elimina categorías como ‘hombres’ y ‘mujeres’; por el contrario, las redefine.
¿Eso significa recrear la universalidad? A este respeto Butler señala lo siguiente:
“Puede parecer al principio que estoy simplemente abogando por una
más concreta y diversa “universalidad”, una noción de lo universal
más sintética e inclusiva y de esa manera comprometida con la propia
noción fundamental que estoy tratando de minar. Pero pienso que mi
tarea es significativamente diferente de la que articularía una
universalidad abarcadora. En primer lugar, tal noción totalizadora
podría lograrse sólo al precio de producir nuevas y más profundas
exclusiones. El término “universalidad” tendría que quedar
permanentemente abier to , permanentemente d isputado,
permanentemente contingente, para no dar por cerrados reclamos
futuros de inclusión por adelantado. De hecho, desde mi posición y
desde cualquier perspectiva históricamente restringida, cualquier
concepto totalizador de lo universal suprimirá en vez de autorizar los
reclamos no previstos ni previsibles que serán hechos bajo el signo de
lo “universal”. En este sentido, no estoy acabando con la categoría,
sino tratando de aliviar a la categoría de su peso fundamentalista para
convertirla en un sitio de disputa política permanente” (2001, p. 17-8).
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Si tomamos la identidad como performativamente construida, negar la
esencia de la identidad no implica negar la existencia de sujetos políticos y de
práctica política, pero sí redefinir su constitución. En ese aspecto, Judith Butler
defiende la política de coaliciones sin presupuestos fundacionalistas.
Por tanto, Butler distingue entre ‘política de identidad’ y ‘política de
coaliciones’, en lo cual se advierte una cercanía con las posiciones de Chantal
Mouffe. Mientras que la política de identidad implica la afirmación de una
unidad, la política de coalición se abre a la constitución de alianzas contingentes.
Aplicada al caso del feminismo, “la política de coalición no exige ni una categoría
ampliada de ‘mujeres’ ni una identidad internamente múltiple que describa su
complejidad de manera inmediata” (2007, p. 70). Y en otro texto posterior,
Butler incide sobre el mismo contraste y sobre la posibilidad de resignificar sus
términos:
“Yo argumentaría que cualquier esfuerzo por darle un contenido
universal o específico a la categoría de las mujeres, presumiendo que
esa garantía de solidaridad se requiera por anticipado, necesariamente
producirá faccionalización, y esa “identidad” como punto de partida
nunca se podrá sostener como la base solidificadora de un movimiento
político feminista. Las categorías de identidad no son nunca
meramente descriptivas, sino siempre normativas, y como tales son
excluyentes. Esto no quiere decir que el término “mujeres” no deba ser
utilizado, o que deberíamos anunciar la muerte de la categoría. Por el
contrario, si el feminismo presupone que “mujeres” designa un
indesignable campo de diferencias, que no puede ser totalizado o
resumido por una categoría descriptiva de identidad, entonces el
término mismo se convierte en un sitio de apertura y resignificabilidad
permanente” (2001, p. 32-34).
Chantal Mouffe considera que el rechazo del esencialismo y la inclusión de
las diferencias son puntos cruciales para la realización de un proyecto de
democracia plural y radical, realización que pasa a través de la desconstrucción
de las identidades esenciales. De acuerdo con esa interpretación, las luchas
políticas contemporáneas tienen sus conflictos y antagonismos marcados por
sujetos constituidos por un conjunto de posiciones. La identidad de ese sujeto
múltiple y contradictorio es construida discursivamente por varios componentes
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como sexo, raza, etnia, clase, edad y sexualidad. Los actores sociales son
portadores de diferentes posiciones de sujeto en situaciones diferentes en la
sociedad, lo cual impide que cualquiera de esas posiciones se torne en
completamente fija. Así, no es posible hablar de la categoría “mujer” ni en cuanto
sujeto universal ni en cuanto identidad esencial del feminismo. En estas
condiciones, el aspecto de la articulación es decisivo. Para la supervivencia del
movimiento feminista es fundamental que se ponga en práctica una política
articulatoria entre las distintas posiciones de sujeto, o expresiones de género
como prefiere Butler, que luchan por un significado particular de libertad e
igualdad (Mouffe, 1993).
Así pues, la crítica a la identidad esencial no conduce necesariamente al
rechazo absoluto de cualquier concepto de identidad. Dentro de esta
interpretación aún es posible, con las reservas y límites, retener nociones como
‘clase obrera’, ‘hombres’, ‘mujeres’, ‘negros’, u otros significantes que se refieren a
sujetos colectivos.
Al desarrollar el concepto de “democracia radical”, Chantal Mouffe, ofrece
una contribución específica para nuestra aclaración de las posiciones de Butler.
Mouffe hace una distinción entre “la política” y “lo político”. En la primera
expresión se hace referencia al mundo de la política entendido como la
organización institucional del Estado y de las instituciones representativas, como
partidos políticos, sindicatos, iglesias, asociaciones de clase, y otras más. La
segunda expresión refiere, en cambio, a una comprensión teórica según la cual la
sociedad estaría pulverizada por una diversidad de situaciones de conflicto y de
relaciones de opresión, donde se evidencia la lucha por la igualdad y libertad en
determinados espacios de lo social, en una clara indicación de que el proyecto
político moderno elaborado por el liberalismo no completa en el propósito de
extender, a todos y a todas, tales beneficios.
Al reconocer la naturaleza necesariamente diversificada de las relaciones
sociales, y en ellas las condiciones para el surgimiento de conflictos en
determinados emplazamientos de lo social, Mouffe establece las bases para la
defensa de una teoría política opuesta a la perspectiva liberal. Frente a la
entronización liberal del acuerdo, el “pluralismo agonista” de Mouffe sostiene la
importancia del disenso en una sociedad democrática. La naturaleza radical de la
democracia estaría, por tanto, en la imposibilidad de erradicación del
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antagonismo. Algo muy próximo del pensamiento de Butler. Mouffe distingue
igualmente entre su posición y lo que ella define como “pluralismo extremo”,
entendido como la valorización de todas las diferencias y sobre el cual expresa
abiertamente sus reservas debido de nuevo a su aspiración de una democracia
radical: “A pesar de su pretensión ser más democrática, considero que esa
perspectiva [de pluralismo extremo] nos impide reconocer el modo en que ciertas
diferencias se construyen como relaciones de subordinación y, en consecuencia,
deberían ser cuestionadas por una política democrática radical” (2003, p. 37).
A mi modo de ver, Judith Butler y Chantal Mouffe comparten la idea de que
las respuestas a los problemas acerca del encaje entre igualdad y diferencia, del
rechazo al esencialismo y a las normatizaciones, están en la manutención de los
conflictos. Para ambas, la articulación feminista en el campo político, si se
pretende democrática y no esencializada debe, diferentemente de los abordajes
funcionalistas y positivistas así como de algunos abordajes liberales, desarrollar
una noción operativa del conflicto.
Rechazar los esquemas dicotómicos de pensamiento, no ocultar las
diferencias internas de cada categoría, pensar en términos de pluralidades y
diversidades y rechazar los abordajes esencialistas son temas en los que las dos
autoras están plenamente de acuerdo. El camino para una democracia radical
pasa por una crítica deconstructiva de la identidad y por la (de)construcción
performativa de los sujetos. En este sentido los planteamientos de Butler y Mouffe
representan la tentativa de una refundación de la democracia.
4. Consideraciones finales.
El punto común entre esas dos pensadoras es la necesidad de romper el
esquema heredado de las tradiciones filosóficas occidentales que se basan en
modelos dicotómicos de pensamiento, y así desconstruir el pensamiento binario.
Vimos que las autoras parten de la constatación de que el discurso
humanista, y de los demás ismos, que han caracterizado a la teoría moderna,
juntamente con sus nociones de sujeto e identidad intrínsecamente esencialistas,
fundacionalistas y universalistas, tienden a ocultar las especificidades de los
diferentes ‘sujetos’ que ocupan otras fronteras políticas fuera de aquellas con que
se atrinchera el hombre blanco, heterosexual y propietario.
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Esas críticas ponen en evidencia el hecho de que la noción de sujeto está
marcada por particularidades que se pretenden universales y, en la medida en que
pretenden universalizar las especificidades de un sujeto particular, acaban por
crear una categoría normativa y opresora, para utilizar la definición de Judith
Butler.
Al desconstruir la identidad como categoría sustancial, estas autoras
instauran como política los términos mismos con los que se estructura la
identidad. A través de esta cuestionan el marco fundacionalista en que se ha
organizado el feminismo como política de identidad. Como hemos comentado en
este trabajo, de las tesis de Butler se desprende que la división de los cuerpos entre
masculinos y femeninos es una interpretación política de esos cuerpos y que el
sexo ha de ser comprendido como una categoría normativa, y no simplemente
descriptiva, que produce, circunscribe y regula los cuerpos al posibilitar o
imposibilitar determinadas identificaciones que, a su vez, producen cuerpos
sexuados culturalmente inteligibles. En ese sentido, estamos de acuerdo con
Soley-Beltran en que “todo el trabajo de Butler y su teoría del género se pueden
considerar una estrategia [política] subversiva, puesto que tratan de ‘des-
ontologizar’ la categoría del sexo colapsando retóricamente la distinción sexo/
género” (Soley-Beltran, 2009, p. 65).
Vimos con Butler que el poder que tiene el discurso para realizar aquello
que nombra está relacionado con la performatividad y, en consecuencia, la
convierte en un ámbito donde el poder actúa como discurso. La misma
reiteración normativa que garantiza la eficacia de los actos performativos que
refuerzan las identidades existentes puede significar también la posibilidad de
interrupción de las identidades hegemónicas. La repetición puede ser
interrumpida, cuestionada y contestada. En esa interrupción residen las
posibilidades de instauración de identidades que no representen simplemente la
reproducción de las relaciones de poder existentes. Es esa posibilidad de
interrumpir el proceso de citacionalidad que torna posible pensar en la
producción de nuevas y renovadas identidades, que permitan una nueva acción
democrática. Butler está preocupada en entender como la vida humana obtiene su
legitimidad social, ya que toda la legitimidad es siempre socialmente dada;
entender como la vida se delimita, e que ese proceso de delimitación deja fuera e
debe dejar para que la delimitación ocurra, y cómo es posible alterar eses límites,
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explorar su permeabilidad. Esa es la política de Butler. Una política que como
refiere Mouffe, no requiere de una teoría de la verdad y de nociones de validez
universal, sino más bien de una variedad de prácticas y movimientos pragmáticos
destinados a persuadir a la gente de que amplíe el espectro de su compromiso con
los demás, de que construya una comunidad más inclusiva, que pueda suprimir
los vacíos representativos ampliando el campo de la institución política y, como
había dicho antes, creando un espacio para la refundación de la democracia. ❚
Bibliografía
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La herencia ética y estética de Simone de BeauvoirSusana Carro Fernández
Schopenhauer, filósofo de la misantropía y la identidad femenina, afirmó
«Las mujeres son el sexus sequior, el sexo segundo desde todos los puntos de
vista, hecho para que esté a un lado y en un segundo término» (Schopenhauer,
1961: 378).
El argumento del «sexo segundo» utilizado por Schopenhauer en 1851
debía ser contestado por una mujer y así sucede cuando, en 1949, Simone de
Beauvoir convierte la voz «segundo sexo» en el título de la obra canónica del
feminismo. «No se nace mujer, se llega a serlo» (Beauvoir, 1987 II: 13); no hay
naturaleza que se constituya como destino, sino sólo costumbres que, desde la
infancia, moldean los roles de género y la jerarquía sexual. La sociedad, continúa
Beauvoir, no define a las mujeres por sí mismas, sino como lo Otro del varón, la
alteridad frente a lo esencial y absoluto. Mientras el hombre tiene el privilegio del
acceso al ámbito público y puede afirmarse a través de los proyectos que en él
desarrolla, la mujer «está encerrada en la comunidad conyugal», el hogar es el
lugar donde su ser acontece, donde su vida cobra sentido y desde donde es
definida. Desde esta perspectiva, el hogar adquiere un sentido cuasi ontológico: la
mujer como «ser-en-su-casa» (Molina Petit, 1994: 135) frente al «ser-en-el-
mundo» heideggeriano.
Tal es la situación que la sociedad patriarcal crea para las mujeres; una
situación que impide el ejercicio pleno de su trascendencia en la vida pública y la
relega a la inmanencia. Situación infligida, impuesta y, por tanto, dirá Beauvoir,
de opresión. Alguien que vivió de cerca la experiencia de tal situación escribía en
su diario: «Siento mi casa como una trampa» (Bourgeois en Museo Nacional
Centro de Arte Reina Sofía, 1999: 42). Las declaraciones pertenecen a la artista
francesa Louise Bourgeois (nacida en 1911), contemporánea de Beauvoir a quien
la sociedad de su tiempo no le concede realizarse a través de un proyecto de vida
que trascienda los límites del hogar. En busca de alguna estrategia para escapar
de tal situación, Bourgeois escribe: «Ojalá pudiera hacer mi privacidad más
pública y al hacerlo perderla» (Bourgeois en Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía, 1999: 47). Con este propósito en mente a mediados de la década de
los cuarenta Bourgeois inicia la serie de las Femme Maison.
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En las Femme Maison la casa es una metáfora de la existencia de la propia
artista, el reflejo de una vida definida por el ámbito doméstico. En los cuatro
dibujos que componen la serie, el cuerpo de la mujer brota a partir del edificio y,
allí donde debería residir el intelecto, no hay más que estructura arquitectónica.
Aunque no hay rostros que comuniquen emociones en el primer dibujo de la
serie185, sí hay un gesto: un pequeño brazo levantado. A juicio de ciertos críticos
el brazo miniaturizado practicaba un saludo cordial, manifestando así la felicidad
de quien acepta «la identificación “natural” entre mujer y hogar» (Chadwick,
1992: 303). Sin embargo, esta lectura no se corresponde con las declaraciones que
posteriormente haría la propia autora: «Las pequeñas manos que surgen de la
estructura están pidiendo ayuda a gritos: “¡Por favor, no me olvide. Venga a
buscarme. Estoy herida!”» (Bourgeois en Museo Nacional Centro de Arte Reina
Sofía, 1999: 42).
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185 Véase figura 1: Femme Maison. Tinta sobre lienzo, 1946-47.
Figura 1.
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Pero la Femme Maison no sólo invoca ayuda, sino que representa también
una solución: destruye lo privado al hacerlo público. Exponer los hechos a la luz
pública significa colocarlos bajo la lupa de la razón y lo que ésta desvela son
prejuicios de género sustentados sobre mitos. Los hechos y los mitos es
precisamente el título del primer volumen de El segundo sexo donde Beauvoir nos
desvela cómo los mitos de la feminidad convierten a las mujeres en seres definidos
por el hombre.
«A lo largo de la historia las mujeres se han visto a sí mismas como madres,
esposas, mujeres fatales, ídolos de belleza, brujas pérfidas, vírgenes o sumisas
sirvientas» (Beauvoir, 1987 I: 67); es decir, la sociedad ha atribuido a las mujeres
un número determinado de papeles, máscaras y disfraces que se ven obligadas a representar si quieren ser aceptadas. Por tanto, el hombre no busca en la mujer un
igual, sino una idea, y la condena a participar en un sueño que ella no ha
construido. Cuando las mujeres sueñan lo hacen a través del sueño de los
hombres.
A través de la deconstrucción de los mitos de la feminidad, Beauvoir dejará
sus huellas más inmediatas en la periodista americana Betty Friedan quien retoma
este tema en La mística de la feminidad (1963). Esta obra, a medio camino entre
el ensayo y la novela autobiográfica, denuncia cómo la sociedad impone a la
mujer un código de conducta que pasa necesariamente por el matrimonio, la
maternidad y el trabajo en el hogar. Heterodesignación cuyo efecto queda
perfectamente descrito en la siguiente declaración: «Soy la que sirve la comida; la
que viste a los niños y hace las camas; alguien a quien puede llamarse cuando se
desea algo. Pero, ¿quién soy yo realmente?» (Friedan, 1974: 43).
Ni la comunidad científica ni la sociedad en general están dispuestas a
catalogar esta situación como problemática y qué mejor solución para ignorar un
problema que no otorgarle nombre alguno. Friedan será la encargada de
denunciar el problema que no tiene nombre y lo hace nombrándolo: represión de
la identidad. En enero de 1964 la artista alemana Eva Hesse escribe en su diario:
“No puedo ser tantas cosas a la vez: mujer, hermosa, artista, esposa,
ama de casa, cocinera, señora de la compra, todas esas cosas. Ni
siquiera puedo ser yo misma ni saber quién soy. He de hallar algo
claro, estable y en paz dentro de mí”
(Hesse, citado en Bochner et al. 1993: 166).
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Entre 1967 y 1972 la artista neoyorquina Martha Rosler (nacida en 1945)
elabora una serie de fotomontajes y, en uno de ellos,186 contemplamos a una
joven e impecable ama de casa que, equipada con los más sofisticados
electrodomésticos, parece realizada en el ejercicio de «sus labores», una guerra
personal contra el polvo y la suciedad. El fotomontaje representa, sin duda, la
«perfecta ama de casa» entregada a la tarea de convertir el hogar en un santuario
de paz, tranquilidad y orden para el esposo.
Pero cuando la sociedad americana estaba convencida de que el sueño del
hombre se había encarnado en este arquetipo de lo femenino, se produce una
distorsión: la joven esposa, en su afán de limpieza, aparta una cortina y descubre,
al otro lado de la ventana, dos soldados en una trinchera. En otro de los
fotomontajes de Bringing the War Home: House Beautiful, la vidriera del
sofisticado salón se abre al campo de batalla, mientras que, en un tercer
fotomontaje, las escaleras del lujoso apartamento son transitadas por una mujer
vietnamita con un niño mutilado en brazos.
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186 Figura 2: Bringing the War Home: House Beautiful. Serie de veinte fotomontajes, 1967-1972.
Figura 2.
155
Aunque Rosler nos está hablando sobre el modo en que los medios de
comunicación importan imágenes de muerte a los hogares norteamericanos,
tampoco hemos de olvidar que en su obra subyace una crítica a la psicopatología
de lo cotidiano (Eiblmayr, en C. de Zegher, 1999: 158). Entonces, la noción de
«la guerra exterior, la guerra en casa», podría leerse también como una crítica al
hogar en tanto que espacio de alto potencial de violencia (tema que la autora
retomará en Semiotics of the Kitchen). Es evidente que Rosler pretende exponer la
distorsión de la realidad cotidiana: el hogar como plácida burbuja en medio de la
violencia, el ama de casa que ha de sentirse realizada a través de una actividad
que no le permite la afirmación singular, el ámbito doméstico como lugar de
reclusión y la perfección de la mística de la feminidad... En definitiva, paradoja,
error visual, contraste, desplazamiento repentino hacia una realidad desfigurada.
Tal vez el hogar «ideal» quedó allí donde había nacido, en las mentes de los
soldados durante la batalla.
Friedan consideraba que la mística de la feminidad constituía un problema
de desigualdad y, como tal, sería superable a través de reformas que permitieran
conciliar las tareas de ama de casa con el mercado laboral. En este punto se
distancia de Beauvoir quien calificaba de opresión la situación de la mujer en la
sociedad. El punto de fractura entre Beauvoir y Friedan es también el nexo de
unión entre la feminista francesa y el feminismo radical. Kate Millett reconoce la
impronta que sobre ella ejerce Simone de Beauvoir y decide hallar las causas de la
situación de opresión descrita por la filósofa francesa. La respuesta de Millett
apuntará hacia la política sexual del patriarcado, es decir, hacia el entramado
ideológico, económico, social y psicológico destinado a conseguir la sujeción de
las mujeres. Precisamente la expresión Política sexual es la que da título a la obra
que Kate Millett publica en agosto de 1970. Dicha obra supuso toda una
revolución en la teoría política feminista; convulsión que quedó sintetizada bajo
el eslogan «lo personal es político» y cuyo calado fue de tal magnitud que sus
consecuencias resonaron incluso en el ámbito artístico.
Efectivamente, a partir de este momento el llamado arte feminista da un
nuevo paso: expresa públicamente el mundo de vida doméstico para así desvelar
una situación de opresión encubierta por la ideología patriarcal. El mejor
exponente de esta simbiosis entre arte y feminismo es, sin duda, la Womanhouse.
Surgida como proyecto dentro del programa educativo de arte feminista
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impartido por Judy Chicago y Miriam Schapiro en la Universidad de California
en Valencia (Los Ángeles, -CalArts-), consistió en intervenir en una casa
pendiente de derribo. Del 30 de enero al 28 de febrero de 1972, las alumnas del
programa convirtieron cada habitación en un espacio artístico público con el que
revelar y sancionar la realidad de la mujer en el hogar. Bridal Staircase187 (Kathy
Huberland), Nurturant Kitchen (Hodgetts, Weltsch y Frazier), Menstruation
Bathroom188 (Judy Chicago), Linen Closet189 (Sandy Orgel) o Waiting (Wilding)
son algunos de los reveladores títulos de las instalaciones de la Womanhouse. Los
ambientes atestados de imágenes y objetos no evocan una casa real, sino un
simulacro, una interpretación hiperbólica y mordaz del hogar como espacio
donde acontece el ser de la mujer.
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187 Figura 3: Bridal Staircase. Instalación de Kathy Huberland, 1972.188 Figura 4: Menstruation Bathroom. Instalación de Judy Chicago, 1972.189 Figura 5: Linen Closet. Instalación de Sandy Orgel, 1972.
Figu
ra 3
.
Figu
ra 4
.
157
Pero la influencia del feminismo radical no se traduce sólo en la crítica
teórica al ámbito de lo privado, sino en la conquista de los espacios públicos. Los
grupos de autoconciencia en torno a los que se organizan las asociaciones
radicales son los primeros espacios a disposición de las mujeres, experiencia que
animará a la conquista de espacios mayores y más notorios. Es así como se
multiplicarán las agrupaciones, asociaciones políticas, sociedades culturales, foros
y congresos, a la par que se toman también las calles, el espacio público por
excelencia. Las mujeres artistas constituyen una manifestación particularmente
evidente de esta colonización de lo público: primero se multiplicarán sus
asociaciones y los espacios destinados al arte hecho por mujeres, para después
pasar a reivindicar como propios los lugares tradicionalmente asignados al arte
masculino. Durante la Conferencia de Mujeres Artistas de la Costa Oeste
celebrada en la Womanhouse en enero de 1972, Miriam Schapiro animó a las
artistas a «salir de nuestros talleres-comedores, de nuestros estudios-mesa de
cocina» para buscar su lugar en el mundo más amplio del arte (Wilding en
Broude y Garrad, 1994: 35).La «habitación propia» reivindicada por Virginia
Woolf permanece, medio siglo después, como premisa indispensable para la
conquista de los espacios públicos.
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Figura 5.
158
La conquista del espacio llama también a la conquista del tiempo por
antonomasia: la Historia. Si ya en 1929 Virginia Woolf nos hablaba de un
espacio propio como premisa indispensable para lograr la paridad en la creación
artística, en 1949 Simone de Beauvoir reflexiona sobre la necesidad de una
historia para las mujeres, unos referentes, unos modelos que confirmen que es
posible una vida propia. Las artistas, apoyadas por críticas, sociólogas e
historiadoras rastrearán una genealogía de mujeres que constituyan el referente
pasado para la acción emancipadora en el presente. The Dinner Party,190
instalación realizada por Judy Chicago y un amplio número de colaboradoras
entre los años 1974-1979, es el caso paradigmático de las nuevas inquietudes.
Con esta instalación Judy Chicago pretende recuperar a aquellas mujeres que
«han sido dejadas fuera de la Historia» (Stein, en Broude y Garrard, 1994: 227) y
para ello las congrega en torno a un monumental banquete. La ceremonia se
organiza en torno a un tablero equilátero de casi quince metros de lado.
Alrededor de la mesa figuraban 39 asientos reservados a distintos personajes
femeninos, tanto reales (Georgia O’Keeffe, la reina egipcia Hatshepsut, Cristine
de Pisan o la emperatriz bizantina Teodora) como mitológicos (Ishtar, Isis,
Artemis, la Diosa Madre). En cada puesto de la mesa había una composición
formada por manteles bordados, cálices, servilletas, paños y platos de cerámica en
los que las invitadas eran encarnadas por una mariposa-vagina abstracta. El resto
de las convocadas a esta ceremonia de la Historia estaban representadas en el piso
de azulejos pulidos que Chicago denominó The Heritage Floor y donde aparecían
inscritos en letras doradas un total de 999 nombres. No comparto la opinión de
aquellos críticos que confieren a The Dinner Party un valor puramente
anecdótico, pues considero que, al convertirse en eco de la lucha por un espacio
público y un reconocimiento histórico, la instalación articula los mayores ataques
contra el modernismo estético: el recelo hacia cualquier hegemonía de la forma, el
compromiso con el contenido político, la plena aceptación de las artes
consideradas «menores» (la artesanía, el vídeo, el arte escénico), la crítica del
culto al genio, el uso de nuevos materiales o el desarrollo de los trabajos en
colaboración.
Pero la influencia de Simone de Beauvoir no sólo se puede encontrar en el
feminismo de la igualdad y en el arte feminista de los setenta, sino que a través de
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190 Figura 6: The Dinner Party. Instalación dirigida por Judy Chicago y realizada en colaboración con otras artistas (1974-1979).
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la conceptualización de lo Otro, llega también a las herederas del discurso de la
excelencia y sus ramificaciones estéticas. Ahora bien, será esta una influencia por
inversión: si para Beauvoir lo Otro es el reducto en el que el pensamiento
occidental confina y silencia a la mujer (sombra frente a luz, intuición frente a
reflexión, naturaleza en lugar de cultura, pasión frente a razón...), para las
feministas de la diferencia lo Otro es el lugar sobre el que construir la subversión,
recuperar la identidad femenina, explorar lo extraño, lo ajeno a lo Mismo. Desde
la alteridad, dirá Hélène Cixous, surgirán otras escrituras, otras formas de leer y
de nombrar (Cixous, 1995: 101) pues la mujer, al escribir, retorna al reino de lo
imaginario, lo poético e indiferenciado. Lo Otro se convierte así en el lugar para
una estética a la búsqueda de un tiempo anterior al nombrar, a la sintaxis, al
orden simbólico, a la superación del tejido gramatical.
En la misma línea de feminismo de la diferencia, Luce Irigaray identificará el
cuerpo femenino con el lugar desde el que la mujer recuperará su lenguaje
siempre censurado: parler femme. Interrogar al cuerpo sobre la identidad
femenina es una estrategia que se traslada a las artes plásticas de la mano de
Carol Schneeman. En la performance Rollo Interior (Interior Scroll) (1975)
Schneemann se va quitando poco las vendas que oprimen su cuerpo hasta quedar
desnuda sobre una plataforma. A continuación, va desenrollando de su vagina un
rollo hecho de papeles prensados y, asumiendo una serie de poses torpes y
acrobáticas, Schneemann irá leyendo el texto en voz alta. Dicho «rollo interior»
contiene la proclamación de un tiempo más allá del control patriarcal y misógino
del cuerpo de la mujer. Recordando a Cixous, el cuerpo de la mujer es ya un
texto y la escritura sería «el cuerpo articulado al máximo». Esta actitud de
escribir de y por el cuerpo es la que retoma también la artista cubana Ana
Mendieta en las action paintings tituladas Body Tracks (1974): tras cubrir sus
manos y brazos con sangre los aplicaba sobre la pared hasta escribir «Ella
consiguió amor».
Tras la publicación de Para una moral de la ambigüedad (1947) Beauvoir
decía sentir «la necesidad de escribir en la punta de los dedos y el sabor de las
palabras en la boca» (Beauvoir 196Ib: 135-136), pero dudaba pues no sabía qué
emprender. El resultado de tal vacilación fue El segundo sexo una lúcida mirada
que desveló cuál era la situación de la mujer en la sociedad y los mitos que
perpetuaban su opresión. Beauvoir trasladó a sus herederas el ejercicio de la
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sospecha y esta mirada crítica se bifurca en dos tendencias: crítica a la razón
patriarcal (feminismo radical) y crítica al logocentrismo (feminismo de la
diferencia). En ambos casos se revela la falsa neutralidad del sujeto y la razón
trasladándose dicha denuncia al ámbito de la representación. La consecuencia del
cruce entre arte y feminismo será el ataque directo al modernismo estético: se
rechaza el imperativo formalista de Greenberg, se impone el contenido de la obra
como denuncia política, la reflexión autobiográfica triunfa, se pone en cuestión la
categoría de genio, son recuperadas las artistas olvidadas por la Historia, la
performance se convierte en técnica para la representación, se investiga con
materiales tradicionalmente desestimados... Y en el vértice de la convulsión que
sacudió los cimientos éticos y estéticos encontramos a Simone de Beauvoir, una
autora que quiso comunicar lo que había de original en su experiencia, «arrancar
al tiempo y a la nada el esplendor de la vida» (Beauvoir, 1961 I: 19). ❚
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SAF. Sociedad de FilosofíaSociedad Asturiana de Filosofía