Primeras Paginas Cuando Callaron Las Armas

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Cuando callaron las armas [11] Fátima caminaba despacio, con las manos en los bolsillos de la larga gabardina oscura que ro- zaba sus tobillos y se abría, como alas, con cada paso que daba. Un pañuelo negro de seda oculta- ba sus cabellos y cubría su frente, bordeando las pobladas cejas. Sus ojos grandes y almendrados miraban sin ver el asfalto de la calle. Era una mujer de mediana edad, robusta sin ser gorda, de tez pálida ligeramente oliva. Sacó el puño del bolsillo, miró la hora en su reloj de pul- sera y luego llevó la mano, de dedos largos y de- licados, a su pecho. Respiró profundo. Aún sentía el trepidar de su corazón, ese palpitar rápido y an- gustioso que se producía cada vez que tenía que pasar por el control entre las dos zonas. Hoy había sido peor que otras veces. El guardia, tenso, sin poder ocultar su nerviosismo, la interrogó con mucha desconfianza mientras examinaba sus pa- peles, demorándola más de la cuenta, para dar el visto bueno y permitir su paso hacia el otro lado. El día anterior, en territorio israelí, un coche bomba había estallado junto a un restaurante y Cuando callaron las armas

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Fátima caminaba despacio, con las manos enlos bolsillos de la larga gabardina oscura que ro-zaba sus tobillos y se abría, como alas, con cadapaso que daba. Un pañuelo negro de seda oculta-ba sus cabellos y cubría su frente, bordeando laspobladas cejas. Sus ojos grandes y almendradosmiraban sin ver el asfalto de la calle.

Era una mujer de mediana edad, robusta sinser gorda, de tez pálida ligeramente oliva. Sacó elpuño del bolsillo, miró la hora en su reloj de pul-sera y luego llevó la mano, de dedos largos y de-licados, a su pecho. Respiró profundo. Aún sentíael trepidar de su corazón, ese palpitar rápido y an-gustioso que se producía cada vez que tenía quepasar por el control entre las dos zonas. Hoy habíasido peor que otras veces. El guardia, tenso, sinpoder ocultar su nerviosismo, la interrogó conmucha desconfianza mientras examinaba sus pa-peles, demorándola más de la cuenta, para dar elvisto bueno y permitir su paso hacia el otro lado.

El día anterior, en territorio israelí, un cochebomba había estallado junto a un restaurante y

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había matado a catorce personas, entre ellas va-rios niños. Fátima recordó a su propia hijita yaquella noche de terror cuando su barrio, en terri-torio palestino, fue bombardeado por el ejércitoisraelí en retaliación a otro ataque ejecutado porlos miembros de las fuerzas palestinas. La mujersintió un escozor en sus ojos, pero no se permitióllorar. No ese momento. Ya casi llegaba a la casadonde daría la lección de piano y sabía lo sensi-ble que era Sara, su alumna. Seguro que la niñacaería en cuenta, de inmediato, de sus lágrimas.

Entró por una calle angosta con filas de edificiospequeños, de máximo ocho pisos a cada lado. Es-taban pintados todos de blanco y lo único que losdiferenciaba unos de otros era las distintas formasde las ventanas. Bueno, casi todos porque uno deellos tenía pequeños balcones de cemento delantede las ventanas, más por adorno que por utilidad.

Fátima se encaminó hacia ese edificio. A ladistancia escuchó el ruido de armas, de artillería.

Se detuvo delante de una puerta de hierro gris.Junto estaba el panel de los timbres. Ninguno te-nía nombre. Escogió el cuarto timbre, lo presionódos veces seguidas y una tercera luego de una li-gera pausa. Esa era la manera acordada en la quedebía timbrar, por precaución.

Una voz de mujer salió tenue por el parlante ypreguntó si era Fátima.

—Sí, soy yo. Fátima.La voz volvió a preguntar.

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—Señora Rosemberg, soy yo, Fátima, la pro-fesora de piano. No hay cuidado, por favor déje-me pasar.

Fátima se impacientó pero al rato se arrepintióde hacerlo. Todos se sentirían nerviosos aqueldía. Y estaban justificados. Pero… ¿qué día nomerecía la excusa de los nervios y el temor en esaguerra continua en la que vivían?

La puerta se abrió con un clic seco y Fátimasubió las escaleras de los cuatro pisos. Una mujerpecosa, de cabellos rojos y rizados, la esperabadebajo del dintel de la puerta abierta. Sonrió conamabilidad y extendió ambas manos con las pal-mas hacia arriba.

—Shalom, Fátima —formuló en hebreo el sa-ludo de paz.

—Salaam-aleikum, la paz sea contigo —res-pondió Fátima en árabe devolviendo la sonrisa.

—¡Qué gusto que haya venido! Pase, pase,que Sara está impaciente por verla. Le tiene unasorpresa —la mujer pelirroja la empujó suave-mente hacia dentro tomándola por un brazo.

Fátima entró al pequeño recibidor, se quitó lagabardina y entregó a la señora Rosemberg paraque la guardara. Debajo lucía sus eternas ropasnegras. Miró con detenimiento a la mujer pelirro-ja; era un poco más joven y bonita, pero viuda,igual que ella. Sus esposos habían muerto enatentados similares, pero cada uno en una zonadistinta del conflicto, en Jerusalén. Técnicamente

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las dos pertenecían a bandos opuestos, bandosenemigos, pero jamás habían sentido nada másque amistad desde que se conocieron. Recomenda-da por el médico que trataba a Sara, Fátima habíaaceptado dar lecciones de piano a la niña comouna terapia para su enfermedad.

Fátima se sentía cómoda en aquella casa. Laseñora Rosemberg siempre la recibía con la mis-ma cortesía e invariablemente le decía lo mismo:que Sara la esperaba impaciente y que le teníauna sorpresa.

—¡Fátima! —escuchó la voz infantil llamarlacon urgencia.

Una niña en silla de ruedas la esperaba en laotra habitación, junto al piano. Tenía trece años,pero su pequeño cuerpo parecía el de una criaturade seis. Llevaba el pelo rojo, como el de su madre,peinado en una larga trenza a un lado, amarradocon un cordón de zapatos.

Las dos mujeres se aproximaron donde ella.Fátima se adelantó y poniéndose en cuclillas to-mó las manos de la niña en las suyas.

—Sara, qué bien luces con este nuevo peina-do. Dime, ¿qué sorpresa me tienes este día?

Antes de que la niña pudiera contestar, escuchónuevamente el ruido de artillería más intenso. Laniña se quedó en silencio. Fátima se puso de piey se acercó a la ventana, nerviosa. En la lejanía seveían columnas de humo elevarse sobre la zonadonde ella vivía.

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—Escucha lo que ya puedo tocar —dijo Sara.Movió su silla de ruedas hasta quedar frente alpiano, y puso sus manos sobre las teclas blancasy negras. Era un piano de pared, de una maderahermosa, cruzada por vetas de distintos tonos ma-rrones. Tenía dos candelabros de bronce que sa-lían de la tapa vertical donde aún quedaban restosde unas velas rojas.

Sara ensayó unos acordes en el piano y volteóa ver a su maestra con una mirada brillante. Fáti-ma regresó a su lado y se sentó en un banquito demadera, junto a la niña.

La señora Rosemberg se acercó a ellas. Pero ahora el ruido de armas, de disparos y ex-

plosiones, sonó muy cerca del edificio. A Sara sele oscurecieron los ojos.

Fátima recordó los de su hija y vio el mismomiedo. Pensó en el miedo que opaca la mirada delos seres humanos como lodo sobre el cristal, perosacudió la cabeza para disipar esos pensamientos.

—¡Muy bien, Sara! Ahora podremos tocarjuntas —sonrió—. ¡A cuatro manos!

—Pero los disparos… —Sara se interrumpió.Le temblaban los labios.

La señora Rosemberg puso con serenidad unamano sobre el hombro de Sara y otra sobre el dela profesora.

Fátima colocó las manos de la niña sobre lasteclas de la izquierda, las de la escala alta. Luego,alzó las suyas con gracia mientras contaba hasta

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tres y con un movimiento de cabeza indicó a Sa-ra que comenzara a tocar el piano al mismotiempo que ella.

La música se esparció por toda la habitación. Y en ese instante callaron las armas.

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Los rayos de sol se filtraron con dificultad através de los vidrios sucios de la ventana, resal-tando los dibujos geométricos de la alfombra. Nohabía muchos muebles en la habitación; apenasuna mesita de patas cortas con una tetera de co-bre que hervía agua sobre un hornillo y dos ca-tres de madera —con colchones cubiertos porcobertores de telas bordadas— a lo largo de lasparedes. La gruesa alfombra en tonos escarlatas,que cubría el piso casi por entero, era donde seservía la comida. A un lado se hallaban grandes ypequeños almohadones amontonados. En una es-quina, una pesada cortina de lana separaba estaestancia del resto de la vivienda.

Era una casa campesina ubicada en la región deNuristán, en lo profundo de las montañas del Hin-du Kush, al noreste de Afganistán. Decían que loscimientos de piedra de la casa eran casi tan anti-guos como el origen de la familia que la habitaba,ya que se proclamaban descendientes en línea di-recta de Alejandro Magno, conocido con el nom-bre de Sekandar Kabir. Alejandro Magno, rey deMacedonia, había conquistado ese territorio, siglosatrás, en su paso para someter India. Mar

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Si bien los otros habitantes del poblado de De-rapech, en la provincia de Kunarhar, no aspirabana tener sangre real, sí aseguraban, orgullosamen-te, ser descendientes de los militares griegos queacompañaron a Alejandro Magno, y afirmabanque esa era la razón del color claro de su piel y elazul-verdoso de sus ojos, características sobresa-lientes de la gente de la región.

Ahamed Abedy entró a la habitación empujan-do la pesada puerta de madera que protestó conun chirrido. Era un niño de once años, de ojosprofundamente azules, hijo mayor y único varónde la familia que contaba con cuatro niñas meno-res que él.

Ahamed venía del poblado donde asistía a laescuela tres veces por semana para estudiar elCorán, el libro sagrado de los musulmanes. Lle-vaba el ceño fruncido por la preocupación. Sumaestro, que era también su tío preferido, Jashi,les advirtió sobre las extrañas minas terrestres,los explosivos, que los aviones de guerra habíancomenzado a lanzar en los campos y que estalla-ban al tocarlas. Lo más peligroso era que estosexplosivos eran pequeños, de colores brillantes yen forma de mariposa, lo que les daba una apa-riencia de juguetes. Esto atraía especialmente alos niños y niñas quienes, al tratar de recogerlas,morían o quedaban mutilados.

El muchacho sabía que debía advertir a sushermanas apenas regresaran a casa. Se acercó a laEd

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mesa y vertió un poco de té en un vaso de vidrio.Destapó el azucarero, se sirvió varias cucharadas,meció despacio y tomó el té a sorbitos para queno se regara. Con el vaso en la mano, se sentó so-bre la alfombra apoyándose en los almohadones.Tenía los pies descalzos, con unas medias a rayasrotas en los talones.

Desde el poblado llegó uno de los llamados ala oración que entonaba un mulah, el líder reli-gioso de la comunidad.

—Alá Ah-Akbar, Dios es grande… Ahamed buscó debajo de la mesita y sacó una

alfombra pequeña sobre la cual él rezaba. Salióde la casa. Se quitó los calcetines. Extrajo aguade un balde con una jarra y la puso en una palan-gana. Se lavó manos y pies —como exigía el ri-tual de purificación— y se arrodilló con el rostroen dirección a La Meca, lugar sagrado en el mun-do musulmán. Se inclinó y rezó:

—La Ilaja Lil A-lah, no hay otro Dios que Alá.¡Oh, Alá, el misericordioso…!

En medio de sus plegarias escuchó el ruidode aviones. Alzó la mirada. Eran dos y volabanbastante bajo sobre los bosques de cedros y pi-nos azules que bordeaban las laderas de las co-linas. Tenían una estrella roja en cada ala. Suinstinto fue entrar de inmediato a la casa, pero nolo hizo y continuó rezando. Él descendía de Ale-jandro Magno y por eso no podía tener miedo.Era el último descendiente de Sekandar Kabir, el Mar

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último… sería Alá, el poderoso, quien dispon-dría de su vida… finalmente.

Cerró los ojos y se concentró en la oración. Escuchó el vibrar de unas ametralladoras.

Eran las únicas cuatro que tenían los rebeldes delpoblado y estaban situadas en una loma cercana.

Los aviones dieron la vuelta y volaron de nue-vo sobre el campo, dejando a su paso una estelade pequeños objetos de colores que cayeron si-lenciosamente en la hierba.

Ahamed terminó de rezar, cuando una camione-ta vieja y destartalada se detuvo en el camino quesubía a la casa: cuatro niñas de diferentes edadessaltaron de la cajuela y corrieron por la hierba.

El muchacho recordó lo dicho por su tío, le su-daron las manos y se secó la boca.

Ahamed Abedy bajó corriendo por la laderajunto al camino. Sabía que corría más rápido quecualquiera de sus hermanas, pero ellas le aventa-jaban en distancia.

—Arggggg, argggg, aaaaaaa —el grito salióintermitente de su garganta.

Las niñas se detuvieron y lo miraron. Luego,en medio de risas, continuaron corriendo. Que-rían llegar antes que su hermano al lugar dondehabían visto caer los objetos de colores.

Pero esa pausa había sido suficiente y ahoraAhamed corría casi a su lado. Una de sus herma-nas se adelantó riendo y llegó junto a uno de lossupuestos juguetes. Era amarillo y parecía una

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mariposa sobre la hierba. La niña se detuvo ja-deante y se agachó extendiendo su mano, peroAhamed llegó primero y tomó la mariposa conuna mano prosiguiendo su loca carrera.

Finalmente, miles de mariposas amarillas yresplandecientes volaron a su lado.

Miles de mariposas amarillas. Miles de mariposas.Mariposas.