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Pedro Montoya es un guardia de seguridad de locales nocturnos, con un glorioso pasado en el boxeo profesional, que se vio abruptamente truncado en la pelea más importante de su vida. Un hecho fortuito en uno de los baños de la discoteque donde trabajaba lo lleva a descubrir un extraño don: la capacidad de guiar a almas en pena hacia la eternidad. Dicho don lo pondrá cara a cara con una trama de dos siglos de historia, tendiente a liberar a las fuerzas del mal sobre la faz de la Tierra. Con la ayuda de un barman, una parapsicóloga y una monja, intentará cooperar en la lucha contra las huestes del infierno, tratando de salvar el destino de la humanidad.Este relato no tiene otro norte que entretener, entregando un texto de lectura rápida y liviana, sin mayores pretensiones. Ojalá disfruten al leerlo, como yo disfruté al escribirlo

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Puñetazos por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro. Prohibida su distribución parcial. Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor. Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor. ©2014 Jorge Araya Poblete. Todos los derechos reservados.

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Presentación Pedro Montoya es un guardia de seguridad de locales nocturnos, con un glorioso pasado en el boxeo profesional, que se vio abruptamente truncado en la pelea más importante de su vida. Un hecho fortuito en uno de los baños de la discoteque donde trabajaba lo lleva a descubrir un extraño don: la capacidad de guiar a almas en pena hacia la eternidad. Dicho don lo pondrá cara a cara con una trama de dos siglos de historia, tendiente a liberar a las fuerzas del mal sobre la faz de la Tierra. Con la ayuda de un barman, una parapsicóloga y una monja, intentará cooperar en la lucha contra las huestes del infierno, tratando de salvar el destino de la humanidad. Este relato no tiene otro norte que entretener, entregando un texto de lectura rápida y liviana, sin mayores pretensiones. Ojalá disfruten al leerlo, como yo disfruté al escribirlo

Jorge Araya Poblete Septiembre de 2014

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0 Pedro Montoya salió del baño del bar notoriamente nervioso, como fijándose que nadie lo viera salir en ese instante del lugar. La música afuera sonaba a gran volumen, haciendo que todos tuvieran que gritar y acercarse para intentar escuchar a sus incidentales interlocutores, lo cual tranquilizó al hombre al sentir que pasaba desapercibido. Montoya volvió al sitio en que estaba ubicado hacía ya media hora, en uno de los extremos de la corta barra, tratando que nadie notara su presencia, y bebiendo con calma un gran vaso de ginebra de dudosa procedencia: mientras no tuviera gusto a aguardiente aromatizado como el ron o el pisco que servían en el lugar, ni el sabor a nada del vodka, el apagado hombre bebería sin molestar a nadie, intentando olvidar el pasado y que nadie en el presente lo recordara a él. Montoya se divertía mirando la fauna que a esa hora llenaba el bar; pese a los años que frecuentaba ese lugar y muchos otros, nunca terminaba de maravillarse con los tipos de personas que aparecían de tanto en tanto, buscando llamar la atención de cualquier modo con tal de salir temporalmente del rutinario anonimato de la vida diaria, el mismo que Montoya necesitaba para ser feliz. De pronto se dio cuenta que el barman no estaba, haciendo que los pedidos de las mesas empezaran a acumularse, y el ánimo de los parroquianos a alterarse; justo cuando creía que el ambiente del lugar empeoraría irreversiblemente, vio al barman salir del baño y dirigirse presto y con cara de enojo hacia él: instintivamente apuró el contenido del vaso para luego meter las manos en sus bolsillos, pues suponía que la conversación que vendría terminaría mal. —Muéstrame las manos—dijo el barman, tomando las muñecas de Montoya para poder ver sus nudillos y sus dedos, mientras la gente bajaba el volumen de los reclamos por la atención, para saber el porqué del enojo del indispensable hombre a esas horas de la noche—. Por la cresta, ¿qué te dije cuando llegaste?—preguntó el barman a Montoya, quien fijó su vista en el piso. —¿Necesitas ayuda?—preguntó tras él un obeso hombre de piel curtida y mirada fría, que trabajaba como guardia en el bar. —No, a este lo arreglo yo—respondió el barman, para luego voltear hacia Montoya, sin soltar sus muñecas—. Te he dicho hasta el cansancio que no agarres a puñetazos las paredes del baño. Eres tan bruto que las golpeas hasta sangrar, y dejas tu sangre impregnada en las paredes. Te dije lo que iba a pasar si te pillaba de nuevo, ¿cierto? —Responde huevón, te están hablando—dijo el guardia con voz de enojado, sin lograr que Montoya despegara su vista del suelo. —Déjalo, si este huevón no habla. Ya, te fuiste del bar, y no te quiero de vuelta hasta que se te pase la tontera, huevón idiota—dijo el barman,

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para luego llevar por las muñecas a Montoya hasta la entrada y dejarlo parado en el lugar, mirando concentrado el piso. —Yo no sé por qué le perdonas tanto a ese loco de mierda, yo ya le hubiera sacado la chucha hace tiempo, y lo hubiera vetado para siempre del lugar—dijo el guardia, contrariado. —Porque el tipo no es malo, solamente es loco—respondió el barman—. Además, el tipo estará a más tardar en tres días de vuelta, pagando la cuenta y dejando una propina decente. Montoya se alejó del lugar, algo amargado por haber sido nuevamente sacado del bar que más le gustaba. Su deambular era errático, producto en parte del vaso de ginebra, y de no saber a dónde ir; de pronto, sus pies parecieron adquirir vida propia, por lo que se dejó llevar al destino que fuera que le tenían deparado. Cinco minutos más tarde Montoya estaba parado en la puerta de un club elegante, al que entró sin que el portero o el guardia pudieran siquiera alcanzar a reaccionar. Sin pensar en acercarse a la barra o a alguna mesa, el hombre se dirigió al baño de mujeres, provocando la estampida de sus usuarias, al ver al mal vestido hombre que entró al lugar y de la nada empezó a lanzar puñetazos al aire, para luego terminar por golpear con violencia uno de los pilares del gran espejo que adornaba la lujosa habitación, el cual inmediatamente quedó salpicado de sangre. Apenas veinte segundos más tarde dos enormes tipos lo tomaron bajo los brazos y lo sacaron del lugar por la puerta posterior; justo cuando se disponían a darle la golpiza de su vida, el portero los detuvo, dejando que Montoya se fuera caminando cabizbajo, como siempre. —¿Qué mierda te pasa, acaso no viste el escándalo que armó ese degenerado, huevón?—dijo el guardia más añoso y más agresivo—. Ese tipo es conocido, anda de pub en pub haciendo shows de boxeo en los baños, y nadie hace nada para ponerle un alto definitivo. —Cálmate, a Montoya lo conozco hace tiempo, de cuando era famoso. El tipo es un loco inofensivo, y aunque no lo parezca es más útil que cualquiera de nosotros para la sobrevivencia de nuestros trabajos—dijo el portero, para luego agregar—. Si alguna vez yo no estoy, y él entra a algún baño, deja que le pegue a las paredes y cuando termine, sácalo sin hacerle nada. Montoya seguía caminando sin rumbo fijo. Luego de pasar por dos bares aún no lograba emborracharse; ese era el único modo que tenía para dejar de ver a los fantasmas de los fallecidos en cada bar, a quienes reducía a puñetazos para que pudieran reaccionar y seguir de una vez por todas sus caminos hacia lo que fuera que significara la palabra eternidad.

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I Pedro Montoya era un hombre con un pasado doloroso de recordar. El hombre había sido uno de los mejores boxeadores de peso crucero de la historia deportiva del país, y uno de los pocos que había logrado vivir de las ganancias del deporte. Luego de una explosiva carrera de tres años en el profesionalismo, en que batió por nocaut a todos sus rivales, Montoya recibió el esperado contrato para pelear el título mundial de su categoría contra el mejor de los campeones mundiales, quien ya había unificado títulos de cuatro distintas asociaciones de boxeo: el campeón necesitaba una pelea con un desconocido, para luego abocarse a preparar la última unificación que le faltaba, para convertirse en el campeón indiscutido a nivel planetario. Montoya sabía que esa podría ser tal vez su única oportunidad, así que preparó casi exageradamente los cuatro meses que separaron la firma del contrato con la fecha de la pelea: si llegaba a perder, deberían sacarlo en camilla del ring. El día de la pelea por fin había llegado. Junto con su entrenador había preparado una estrategia casi infalible, pues habían descubierto en los videos del campeón un error técnico que lo dejaba descubierto luego de lanzar el gancho con la izquierda, por lo que se había preparado físicamente para ser capaz de aguantar dicho golpe y sobre el mismo contragolpear con la derecha. Luego de toda la parafernalia propia de la presentación de los púgiles empezó el combate; justo cuando faltaban treinta segundos para el término del primer round, el campeón mundial lanzó su gancho de izquierda. Montoya se mentalizó en ese único momento, soportó la violencia del impacto, y gracias al trabajo de meses lanzó con todo el peso de su cuerpo y casi como reflejo un gancho lateral de derecha a la sien del campeón, el cual cayó como petrificado a la lona. Montoya lo había logrado, había noqueado al mejor campeón de la historia de su categoría, y estaba inscribiendo su nombre en los anales de la historia deportiva mundial. Diez segundos después, y mientras Montoya estaba encaramado en la segunda cuerda de su esquina celebrando, algunos gritos destemplados y el silencio del estadio le indicaron que algo malo pasaba: tras él, el ahora ex campeón mundial empezó a convulsionar incontrolablemente, debiendo ser sacado en una camilla hacia la ambulancia dispuesta para la ocasión. Una vez terminada la entrega del cinturón, Montoya y su equipo se dirigieron al hospital para saber de su rival: en cuanto llegó, se encontró con la esposa del ex campeón, quien lloraba desconsolada frente a varias cámaras de televisión, de las cuales Montoya no pudo escapar, y por las cuales se enteró de la muerte del joven boxeador. Así, con veinticuatro años Pedro Montoya había llegado al pináculo, y al mismo tiempo al final de su carrera deportiva.

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Diez años después, Montoya había agotado todos sus ahorros, y había conseguido un trabajo de guardia en una disco acomodada, en donde unos pocos parroquianos de mayor edad recordaban su meteórica carrera deportiva; gracias a ellos, el pasar del ex boxeador era relativamente tranquilo, pues su pasado era suficiente tarjeta de presentación para que todos evitaran conflictos con él. La vida empezaba lentamente a sonreírle a Montoya, permitiéndole el extraño lujo de soñar con un presente seguro y un futuro levemente esperanzador. Una madrugada de viernes, Montoya estaba haciendo labores de vigilancia dentro del recinto junto a otro compañero, quedado el tercero de turno en portería a una hora en que la gente empezaba lentamente a retirarse. De pronto, en un instante en que la música bajó un poco de volumen para engancharse con la siguiente pista, Montoya escuchó un golpe seco que venía del baño de hombres; sin tener tiempo para avisarle a su compañero por el intercomunicador, se dirigió corriendo al lugar, para ver si alguien se había caído y necesitaba auxilio, o si se había iniciado una riña que requiriera su intervención. Cuando entró, se encontró con un tipo evidentemente ebrio, vestido con una anticuada chaqueta de cuero, pantalones de mezclilla de pierna ancha y botas con puntas metálicas. Montoya intentó acercarse, siendo de inmediato recibido con una andanada de golpes de puño, que fácilmente logró controlar gracias a su experiencia como boxeador profesional; antes que el extraño tipo de mirada desorbitada y gestos descontrolados alcanzara a reaccionar, Montoya lanzó dos ganchos al mentón que lo derribaron, pero que el ex deportista no sintió con fuerza en sus manos. Sin darle más vueltas al asunto, Montoya vio al tipo afirmarse contra la pared, y decidió rematarlo con un potente gancho de izquierda al hígado, para dejarlo fuera de combate sin lesionarle más la cara, y poder sacarlo del lugar sin causar mayor conmoción. El peleador se acercó, contrajo la mitad izquierda de su cuerpo, y descargó con violencia un gancho ascendente al hígado de su incidental rival; en ese instante Montoya se llevó la sorpresa más extraña de su vida: en vez de impactar el cuerpo de su contrincante, el puñetazo atravesó al hombre y dio de lleno en el muro del baño, generándole un dolor incontrolable al romper sus nudillos, y dejando rastros de sangre en la pared donde se apoyaba el extraño individuo. Justo en ese instante, la sorpresa del puñetazo pasó a segundo plano al ver lo que le sucedía al anacrónico hombre. Montoya instintivamente miró su puño para asegurarse de sólo haber roto su piel y no haberse fracturado; al mirar al muro vio cómo su sangre salpicada en la pared de azulejos del baño pareció empezar a brillar, al mismo tiempo que una sonrisa llenaba la cara del tipo con el que había peleado. El brillo de su sangre empezó a crecer hasta convertirse en un enorme círculo luminoso de dos metros de diámetro, por el cual entró el ahora transparente cuerpo del sonriente hombre, no sin antes voltear a mirarlo y gesticular aparatosamente con su boca un “gracias”. En cuanto

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el hombre desapareció dentro de la luz el círculo en la pared se desvaneció, y los compañeros de turno de Montoya aparecieron en el baño, tomaron uno de cada brazo al ex boxeador, y lo llevaron raudos a la oficina del dueño. —Siéntate Montoya—dijo el obeso hombre de cara vestimenta con voz inexpresiva—. Un cliente dijo que estabas dándole puñetazos al aire y a las murallas del baño, ¿qué pasó, estás drogado? Te he dicho varias veces que si quieres consumir seguro, yo te consigo buena mercadería. —Jefe… sí, estoy drogado—dijo Montoya, mirando al piso. —No huevón, no estás drogado—dijo el dueño del local—. Estás demasiado consciente para eso. Ya, suelta la lengua y cuenta qué te pasa. —Jefe, mejor dejémoslo así… le presento mi renuncia y me voy, no tiene que pagarme nada—respondió Montoya sin despegar la mirada del piso. —No te quiero echar, quiero que me digas qué cresta te pasó en el baño—dijo el hombre, ahora con marcada rabia contenida en sus palabras. —Jefe, en serio… no quiero que crea que estoy loco, después no voy a poder conseguir pega… en serio, me voy por las buenas, no pienso armar atados ni hablar mal de usted ni de nadie, le juro que nunca volverá a saber de mi—dijo Montoya poniéndose de pie con lentitud, sin atreverse a mirar al hombre a sus ojos. —Te lo voy a preguntar por última vez por las buenas Montoya—dijo el dueño del local, abriendo su chaqueta y dejando ver una pistolera con un arma semiautomática en su interior—, dime por favor qué mierda pasó en mi baño. El ex boxeador se dejó caer en su silla; en su mente quedaba claro que no podría librar de esa situación, y que luego de contar su increíble historia, quedaría cesante y con una mala fama tal, que le sería imposible seguir trabajando en el rubro. Sin ver escapatoria alguna posible, Montoya relató con lujo de detalles lo que había sucedido momentos antes. Para sorpresa suya, el dueño del local escuchó atentamente el relato, sin siquiera esbozar una sonrisa cuando llegó a la parte del puñetazo a la pared a través del aparente fantasma, y sólo dejando entrever algo de sorpresa al contarle lo del agujero luminoso en el muro. Al terminar el relato, el obeso hombre pareció resoplar, con una mezcla de rabia y resignación; mientras se acercaba a su escritorio y abría el cajón de más abajo, le preguntó a Montoya: —¿Estás seguro que esa es toda la verdad, nadie te contó nada acerca del pasado de este local? —Sí señor, eso es todo lo que pasó en su baño—respondió Montoya, para luego agregar—. Y respecto del pasado de este local, no tengo la más mínima idea, nunca he preguntado, y no me interesa saberlo. Todos

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tenemos un pasado, y usted sabe que el mío es lo suficientemente doloroso como para no querer intrusear en el pasado de otros. El dueño de la disco escuchó sin mirar a Montoya, mientras hurgueteaba en el cajón. De pronto se enderezó, se paró frente al guardia, y poniendo una foto ante sus ojos preguntó directamente: —¿Cuál de los tres es el tipo al que golpeaste? —El del medio señor—respondió el ex boxeador, sorprendido al ver una fotografía instantánea en formato Polaroid, algo desteñida, en que se veía nítidamente al hombre al que había enfrentado con la misma vestimenta, acompañado por dos hombres, uno de los cuales tenía las mismas facciones que el dueño del lugar, pero con el doble de cabellera y la mitad del peso.

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II Pedro Montoya parecía estar pegado a la silla frente al escritorio de su jefe; mientras tanto, el obeso hombre se había dejado caer en el sitial del otro lado de la mesa, se había tomado casi al seco un vaso de whisky sin hielo, y ahora miraba la luz de la ampolleta a través de los dos cubos de su segundo vaso. Luego de suspirar aparatosamente dejó el vaso sobre la mesa y miró al guardia, quien no alcanzó a desviar la mirada a tiempo. —¿Sabes por qué el negocio se llama Sociedad de Eventos Disco DYN? Esas son las iniciales de los tres dueños originales, Donoso, Yáñez y Narváez. Como sabes yo soy Donoso, y mi socio es Narváez. La foto que te mostré es de 1969, cuando inauguramos este local. —¿El señor Yáñez está… muerto?—preguntó nervioso Montoya. —En 1978 el negocio cayó bruscamente, por el toque de queda. Narváez y yo ya habíamos diversificado nuestras inversiones, y hacía años que habíamos dejado las motos y las tenidas de motoqueros rebeldes. Yáñez creía que el negocio sobreviviría gracias a la mística y no sé qué otras huevadas, y no entendía lo que estaba pasando. Pese a que Narváez y yo incluimos a Yáñez en la sociedad, y que él recibía sagradamente su parte de las ganancias, sentía que su vida perdía sentido al ver que la disco no podía funcionar sino como restaurante durante el día. Hace exactamente 36 años Yáñez se cortó las venas de noche en la pista de baile en desuso… lo encontramos a la mañana siguiente en una posa de sangre, con la misma tenida de la foto. Desde esa fecha el personal se queja que en el baño y en la cocina se escuchan ruidos cuando los clientes se van. —Jefe, ¿usted cree que yo golpeé a su amigo… al fantasma de su amigo? —No sé qué mierda hiciste Montoya, la verdad no sé qué mierda hiciste… ándate a tu casa, mañana hablamos—respondió Donoso. —¿Mañana jefe? ¿No me va a despedir de inmediato?—preguntó extrañado el guardia. —No sé cómo despedirte aún, no creo que en la Inspección del Trabajo esté registrada como causal válida de despido la riña con un fantasma. Ahora ándate y deja cerrado por fuera—dijo el hombre, para empezar a mirar la vieja foto a través del vaso de whisky. La helada madrugada no parecía hacer mella en el ex boxeador. El hombre caminaba con su chaqueta en la mano, vistiendo apenas un delgado polerón sin nada debajo: luego de la extraña experiencia vivida, casi nada podría alterar su relación con la realidad. Esa noche fue interminable para Montoya. En su mente sabía que había dormido, pero el cansancio no se había quedado enredado en sus sábanas como de costumbre, sino atrapado en su cuello y su espalda:

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cinco horas había pasado acostado reviviendo una tras otra vez el episodio en su trabajo, tratando en cada ocasión de reaccionar distinto, pero terminando siempre del mismo modo. Ese día terminó siendo la eterna continuidad de la noche anterior, por lo que agradeció ver en su reloj que había llegado la hora de irse al trabajo, a sabiendas que ese sería su último día en ese lugar. —Montoya, el jefe te está esperando—le dijo en cuanto llegó el jefe de seguridad. —¿Qué condoro te mandaste huevón, es cierto que estabas volado y agarraste a puñetes las paredes del baño?—preguntó uno de los guardias que venía llegando al turno. —No lo huevees, mira que volado y todo dejó hundida la muralla—respondió su compañero, mirando con cierta lejanía al ex boxeador. Montoya no respondió, y se dirigió de inmediato a la oficina de Donoso; cuando entró, se encontró con que éste estaba acompañado por su socio, Narváez. —Buenas… —Siéntate Montoya—dijo de inmediato Narváez—. Parece que hubo una psicosis colectiva anoche en este hoyo. Me dicen que le pegaste al fantasma de Yánez anoche. —Señor… —El Señor está en los cielos pelotudo, no acá—interrumpió Narváez, mientras Donoso miraba impertérrito la escena—. ¿Le pegaste o no al fantasma de Yáñez? —Creo que sí. —¿Desde cuándo eres capaz de pegarle a los fantasmas, huevoncito? Porque cuando te contratamos lo hicimos porque le pegabas a la gente. —Es mi primera vez—respondió Montoya, sacando un esbozo de sonrisa a Donoso. —Yo no creo en fantasmas Montoya—dijo Narváez—, el asunto es que el resto de la gente que trabaja acá sí, incluyendo a mi socio. Y esto nos generó un problema con tu despido. —Si quiere puedo renunciar, con tal que no se siga hablando del tema. A mí me interesa conseguir trabajo, y si el rumor se extiende no lo lograré. —La gente no quiere que te vayas—dijo de pronto Donoso. —Las viejas del aseo y de la cocina, y tus colegas guardias, dicen que anoche nadie penó, lo que sea que esa mierda signifique—dijo Narváez—. El asunto es que supieron que quiero echarte, y tienen ganas de sublevarse. Lo bueno es que te pago poco, así que tampoco me molesta mucho seguir pagándote por hacer nada. —¿Por hacer nada?—preguntó Montoya extrañado. —El huevón que te vio anoche cree que eres psicótico, y no quiere verte dentro del local. Ya conversé con el abogado, y lo mejor para dejar felices a ese idiota y a la gente de acá, es dejarte como portero.

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—En sí no es ser portero…—empezó a decir Donoso. —No te pongas latero huevón, lo que me interesa es que este tipo no esté dentro de la disco de nuevo, no cómo se llame ese cargo—interrumpió Narváez, para luego dirigirse a Montoya—. Estamos claros entonces, a partir de hoy eres portero, maestro de ceremonias, vigilante externo, o como le quieras poner a tu nueva pega. Y trata de no volver a pegarle a un fantasma, si le quieres sacar la chucha a alguien hasta soy capaz de pagarte el abogado, pero si sales con una nueva sorpresa, te echo de una. —¿No que no creías en fantasmas?—preguntó irónico Donoso. —Puta que te has puesto mina para tus comentarios con la edad, huevón—dijo Narváez, para luego irse del lugar sin despedirse de nadie. —Ya escuchaste a mi socio Montoya, te quedas pero sin volver a armar atados—dijo Donoso. —Gracias jefe—dijo Montoya, saliendo raudo del lugar antes que alguien cambiara de opinión, para instalarse lo antes posible en la puerta de la disco. Ese turno de noche fue uno de los más extraños que le tocó vivir, sólo comparable con el día en que llegó al trabajo luego de años de haber desparecido del ring, cuando todos se acercaban a preguntarle qué había hecho en sus años de ostracismo, y a sacarse fotos con él. En esa ocasión las miradas de miedo y admiración se multiplicaban entre sus compañeros de trabajo; varias de las señoras encargadas del aseo y de la cocina intentaban atarle hilos de lana roja en las muñecas, mientras otras le regalaban rosarios y matitas de ruda. Inclusive una de las meseras se acercó algo nerviosa, lo abrazó, y metió en uno de sus bolsillos un pequeño librito, que resultó ser una edición resumida del nuevo testamento de las iglesias cristianas. Así, desde esa noche el ex boxeador tuvo un nuevo renacer en su complicada vida, que esperaba que por fin fuera el último. Dos meses después, Pedro Montoya se encontraba cumpliendo su turno de guardia en portería. Luego de aquietadas las aguas le habían permitido volver a ingresar al local en funcionamiento, pero el ex boxeador ya se había acostumbrado a trabajar a la intemperie, lo que le acomodaba más, le permitía hacer una labor de seguridad más bien preventiva, y lo mantenía alejado de los conflictos mayores que se presentaban en la pista de baile y en la barra, producto del alcohol y los malos entendidos; su máxima preocupación en su nuevo puesto era detectar a quienes intentaban ingresar alcohol comprado fuera del recinto, y a quienes se querían colar en la fila aduciendo parentescos con los dueños o alcurnia farandulera. Esa madrugada, luego que el local quedara desocupado, Montoya encendió un cigarro para pasar el frío. De pronto vio que en uno de los bares ubicado al frente de su lugar de trabajo, algunas mujeres salieron

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corriendo despavoridas. Dentro de ese grupo venía una joven, a la que habían contratado para ayudar con la seguridad en el sector del baño de mujeres, la cual se dirigió directamente donde el ex boxeador, agitada. —Pedrito por favor, échanos una mano—dijo la joven con cara de asustada—. Al frente hay una pandilla de no sé qué chucha que están atacando a los guardias, y los pacos no llegan nunca. Los huevones están desarmados pero son muchos, y los cabros no le pegan tanto al cuento como tú. Montoya sin titubear le avisó a su compañero para que lo cubriera, y partió corriendo al bar a ayudar como pudiera. En cuanto entró, un tipo de chaqueta de cuero y casi calvo le lanzó una patada a la cabeza y unos cuantos puñetazos desordenados, recibiendo de vuelta un gancho al mentón que lo noqueó inmediatamente. Rápidamente el ex boxeador ubicó a los guardias, y empezó a ayudar a aquellos que eran golpeados por más de un agresor, para así emparejar las cosas tratando de no meterse en demasiados problemas para cuando llegara carabineros. De pronto vio que uno de los tipos corría hacia él descontrolado con una botella rota en su mano, listo a usarla como arma; Montoya sin problemas bloqueó el brazo con el gollete, y le lanzó una andanada de rápidos golpes cortos al abdomen arrinconándolo contra la muralla, para rematarlo con un violento puñetazo a la cabeza, que dio de lleno en la pared que daba a la barra. Justo cuando vio que tanto guardias como pandilleros estaban parados mirándolo perplejos, la sangre de sus nudillos impregnada en la muralla se iluminó, abriendo nuevamente un portal redondo de dos metros de diámetro por donde el tipo de la botella rota entró sonriendo, dejando caer el trozo de vidrio que se desvaneció antes de tocar el piso, al mismo tiempo que la luminosa puerta se apagaba y se cerraba sólo para sus ojos. En el momento en que los pandilleros pretendían recomenzar su agresión, se escucharon varias voces gritando desordenadas: —¡Carabineros, nadie se mueva!

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III El sargento Rivas miraba con cara de cansancio la escena de la que formaba parte. Luego de detener a todos los pandilleros y enviarlos a la comisaría en varios vehículos policiales, se encontraba en la oficina del dueño del bar junto a éste, al jefe de seguridad y a Pedro Montoya, quien cubría su mano con un vistoso pañuelo que le había prestado la guardia que lo había contactado. En cuanto Donoso y Narváez aparecieron en la oficina, avisados por el administrador de la disco, Rivas cerró la puerta por dentro y le puso pestillo. —No podían ponerse a huevear al principio del turno, o esperar a que empezara el turno siguiente, ¿cierto? —Sargento, los pandilleros nos atacaron cuando quisieron, no cuando nosotros queríamos—respondió el jefe de seguridad. —No me refiero a eso Carlos, me refiero a lo que esos huevones dijeron, que este loco agarró a puñetes el aire y luego la muralla—respondió con firmeza el sargento. —Sargento Rivas, esto es mi culpa—dijo el dueño del bar—. Yo me equivoqué al armar los turnos de los guardias, debí haber contratado a más gente, o tal vez mejor… —¿Van a seguir haciéndose los huevones?—dijo enojado Rivas—. ¿O quieren que me los lleve a todos detenidos acaso? —Sargento, yo soy el culpable de todo esto—dijo Montoya—. Me descontrolé al venir a ayudar a los colegas, y por eso me puse a hacer leseras. —Conozco tu historia Montoya, siempre he sido fanático del boxeo—respondió el sargento—. Y como soy fanático, sé que nunca te pegaron tanto como para dejarte tonto, así que estás drogado o estás loco; porque supongo que no esperarás que crea ese rumor que anda dando vueltas en el sector, que eres poco menos que un caza fantasmas que noquea almas. —Sargento, necesito hablar con usted en privado—dijo Narváez—. Mi socio, el señor Gutiérrez y la gente de seguridad nos esperarán acá. —Está bien Narváez, vamos—respondió el sargento Rivas—. Ojalá se pongan de acuerdo en la mentira que me van a contar cuando vuelva. Montoya volvió a fijar su vista en el piso cuando su jefe y el sargento salieron de la oficina, pues sabía que sus locas visiones habían metido en problemas a todos en esa habitación. —Gracias por tu ayuda Pedrito, me salvaste a los guardias pencas que tengo—dijo el jefe de seguridad. —Pero te metí en problemas a ti y al señor Gutiérrez, Carlos—respondió el ex boxeador.

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—Todavía no entiendo por qué mierda pasa todo esto—dijo Donoso, molesto—. Entiendo lo que ocurrió en nuestra disco, por el suicidio de Yáñez en la pista de baile. Pero hasta donde recuerdo, no hay ninguna historia parecida en este bar, ¿o me equivoco, Gutiérrez? —En el bar nunca ha muerto nadie, Donoso—respondió el dueño del bar, incómodo con la costumbre de su vecino de tratar a toda la gente por su apellido—. Pero por si no te has dado cuenta, en el poste de luz hay una animita… —Sé la historia de la animita, ese tipo murió atropellado hace no más de diez años—interrumpió Donoso. —¿Te acuerdas por qué lo atropellaron?—preguntó Gutiérrez. —Claro, el tipo estaba discutiendo con alguien en tu bar y le llegó un cornete que le rompió la nariz; el tipo se descontroló y salió corriendo con una botella quebrada en la mano para vengarse del que le pegó, cruzó la calle sin mirar y lo atropelló una camioneta. —¿Y te fijaste cuando Pedro le contó a Carlos a quién le pegó?—preguntó Gutiérrez, generando una mirada de estupor en Donoso. —Huevón, ¿estás ayudando a las almas en pena a encontrar el camino?—preguntó Donoso a Montoya. —Más que eso, creo que estoy pagando con este castigo por la muerte del campeón mundial—respondió Montoya, sin despegar la vista del piso. —¿Todavía te culpas por eso, cabro?—preguntó Carlos—. Ese fue un accidente deportivo, nada más, tú no eres un asesino, y lo sabes. —Tú no viste la cara de la viuda cuando llegamos al hospital… era una lolita, con suerte tenía más de dieciocho… si no me hubiera vuelto loco entrenando ese maldito golpe él aún estaría vivo, y yo aún podría estar boxeando—dijo Montoya. —Cierto, y si las vacas volaran llovería leche y mierda, pero no vuelan—dijo Donoso—. El asunto es que estás guiando a las almas en pena a la luz… pucha, podríamos hacer el medio negocio ofreciendo el servicio a casas del barrio alto que no hayan podido vender por… —¿En serio Donoso, eso es todo lo que ves, un nuevo negocio?—interrumpió Gutiérrez—. Eres un conchesumadre huevón, el cabro puede caer preso, no sabe qué le pasa ni por qué le pasa, y tú estás viendo cómo sacarle provecho económico a esa huevada. —¿Y qué quieres que haga, que llore por la muerte de un huevón que se ganaba la vida sacándole la chucha y dejando tontos a otros?—respondió Donoso—. Ese huevón murió en su ley, y este pendejo fue el verdugo, punto. Y sí, le veo el lado económico porque eso sacaría a este cabro de la pobreza y de mi negocio, sin tener que indemnizarlo, ¿conforme? Justo en ese momento Narváez y el sargento Rivas volvieron a la habitación. —Señores, ya aclaramos la situación con el señor Narváez—dijo el sargento—. Tanto él como los pandilleros llegaron a un acuerdo, nadie levantará cargos contra nadie, y como ya no hay denuncia ni cargos, mi

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presencia sobra acá. Buenos días, y traten de no meterse en más problemas. —Te pasaste… —empezó a decir Donoso. —Nada que te pasaste, tuve que mojar a esos huevones para que no hablen ni vuelvan por acá, y esa plata la voy a descontar de tus ganancias, a ver si aprendes a ponerte los pantalones en la pega—dijo Narváez, para luego dirigirse a Montoya—. Tú estás despedido, no quiero huevones raros en mi negocio. Anda a buscar tus cosas, y vuelve mañana a mediodía a buscar tu finiquito y tu indemnización. Ah, me importa una raja si alguien quiere interceder por él, mi decisión es irrevocable, no quiero huevones con poderes mágicos, ni brujas ni ninguna huevada, quiero gente normal haciendo una pega rutinaria y normal. —No hay problema Pedro, te vienes a trabajar con nosotros—intervino de inmediato Gutiérrez—. Tú te llevas super bien con Carlos, y a nuestro equipo de seguridad le hace falta alguien como tú; de hecho si no hubiera sido por nuestra culpa, aún tendrías tu trabajo. —Ya Pedrito, te vienes a la noche para acá, te enseño el cuento administrativo y tú me enseñas a boxear—agregó el jefe de seguridad del bar, esbozando una sonrisa. —Gracias… pero antes de aceptar necesito un tiempo, ni siquiera yo sé por qué me está pasando… lo que me está pasando—dijo Montoya, poniéndose de pie y saliendo de la oficina. Pedro Montoya salió cabizbajo del bar en que había tenido su segundo encuentro con un fantasma. En ese momento su mente estaba enfocada en entender por qué de un día para otro había adquirido esa capacidad de lidiar con almas desencarnadas que habían tenido muertes violentas, más que en su cesantía. Mientras los primeros rayos del sol empezaban a iluminar las calles de la ciudad, Montoya sentía que su realidad se oscurecía, pues dentro de su entendimiento de la vida, no sabía quién lo podría ayudar a entender su don, castigo, o problema; mal que mal, dentro de los círculos en que se había desenvuelto laboralmente, no parecía haber alguien capaz de decirle siquiera dónde o a quién preguntarle. Luego de descartar a psicólogos, sacerdotes y médicos, Montoya se decidió a consultar con alguna bruja, tarotista o adivina que no cobrara muy caro, y cuyo nombre le diera confianza. Ese mismo día después del mediodía, y luego de haber cobrado el cheque de la indemnización y haber guardado el dinero en casa de su hermano, Montoya salió a caminar por las calles a ver si lograba encontrar algún aviso que cumpliera sus expectativas, y así poder averiguar de una vez por todas el origen de su problema. El ex boxeador no le había contado nada a su familia, por miedo a ser tildado de loco; además, la esposa de su hermano lo consideraba una mala influencia por su pasado deportivo y su presente laboral y económico, por lo que no podía comentar frente a ella lo que le estaba pasando, pues de inmediato

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lo asociaría con una secuela del boxeo, deteriorando aún más su débil red familiar. Del mismo modo, si llegaba a mencionar que estaba buscando a una bruja o tarotista, firmaría automáticamente su exilio de la casa de su hermano de por vida. Luego de caminar varias cuadras, y de mirar en cada negocio, árbol o poste de alumbrado donde hubiera algún cartel pegado promocionando o vendiendo algo, se decidió por una tal Señora Beatriz, pues no aparecía en la fotografía con ningún disfraz, usaba su nombre, no se anteponía ningún título rimbombante, y su imagen se alejaba radicalmente de todos los estereotipos que conocía y de los prejuicios que él tenía. Después de llamar por teléfono, averiguar que el precio de la consulta estaba al alcance de su bolsillo, y concertar cita casi al instante, se dirigió raudo a la dirección impresa en el anuncio, con la esperanza de salir del lugar con sus dudas aclaradas, y con alguna guía para reencauzar su precario futuro. Montoya llegó a una vieja casa sin antejardín de fachada blanca y con los marcos de las ventanas pintados de color burdeos, que resaltaban como en todas las casas del barrio. Cuando tocó el timbre, una señora que apenas superaba el metro cincuenta apareció por la puerta, lo saludó, y sin decir palabra alguna lo guió a la primera habitación, que daba a una de las vistosas ventanas. La mujer se sentó en un escritorio enorme, sacó un mazo de naipes desde una pañoleta morada y empezó a recitar los precios de sus servicios. —Señora, la verdad es que necesito otro tipo de ayuda, no una lectura de naipes para saber mi futuro económico o amoroso. —A ver señor, en el aviso dice claramente lo que hago. Si necesita algo que no aparece ahí, yo no soy quien usted necesita—respondió la mujer, envolviendo el mazo de cartas con el pañuelo. —Disculpe, es que en la foto aparecía confiable, por eso me atreví a venir sin necesitar de lo que usted promociona—dijo Montoya, poniéndose de pie—. ¿Usted conoce a alguien que me pueda ayudar con un caso de fantasmas? —Siéntese—dijo la mujer, sacando nuevamente el mazo, pidiéndole a Montoya que eligiera varias cartas, para luego distribuirlas en una forma rectangular sobre la pañoleta extendida—. No, esto está mal, las cartas hablan de una maldición, no de fantasmas—agregó la mujer, para luego guardar el mazo de cartas envuelto en la pañoleta, tomar las manos de Montoya y cerrar los ojos. —¿Qué pasa?—preguntó el ex boxeador, cuando vio que la mujer sonreía. —Fantasmas y maldición no es una buena mezcla, y es bastante infrecuente señor. Parece que la vida dejará de sonreírle—respondió la pequeña mujer.

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IV La señora Beatriz miraba con ojos cansados a Montoya producto del esfuerzo requerido para escudriñar en su alma; por su parte, Montoya intentaba entender lo que la pequeña mujer había querido decirle. —¿Es necesario que le cuente lo que me está pasando?—preguntó Montoya. —No señor, ya vi qué es lo que le sucede, y también pude ver por qué le sucede—respondió la señora Beatriz—. Esta capacidad de ver almas desencarnadas que no han encontrado su camino y ayudarlas abriendo un portal hacia el más allá, es producto de una maldición. —¿Pero quién querría echarme una maldición a estas alturas de mi vida?—dijo Montoya, notoriamente amargado—. Le creo cuando tenía fama y fortuna, pero ahora soy un pobre diablo con un trabajo sacrificado pero normal dentro de todo. —No toda maldición pasa porque alguien lo embruje. En su caso la maldición la adquirió con su última pelea—dijo la menuda mujer. —Lo sabía… sabía que esto tenía que ser un castigo por haber muerto a ese pobre hombre—dijo Montoya, apesadumbrado. —No señor, no es así—respondió la mujer—, lo que está pasando no es un castigo, ni es una maldición en su contra. Su rival era satanista, tenía un pacto con las fuerzas del mal. Cuando él murió producto de su golpe, la energía maligna que tenía en él se liberó, y se canalizó de modo inverso hacia usted. Una vez pasó el tiempo necesario para que su alma estuviera lista para utilizar su poder positivo, éste se activó. —¿Poder positivo?—preguntó Montoya—. ¿O sea que esto es casi una bendición? —Por si no se ha dado cuenta, lo es. Gracias a este don, usted es capaz de ayudar a esas almas a dejar de sufrir en un plano tortuoso, para seguir su camino hacia la eternidad—dijo la señora Beatriz, con voz esperanzadora. —¿Y qué puedo hacer para dejar de… ayudar a estas almas en pena?—preguntó derechamente Montoya. —Nada, no hay nada que usted, yo o alguien más pueda hacer para que usted pierda esta capacidad—dijo la mujer. —¿Entonces estoy condenado a golpear fantasmas, y a abrirles puertas al más allá con la sangre de mis puños, por todo lo que me queda de vida?—preguntó nervioso el ex boxeador. —Sí, así es—dijo la mujer—. Pero hay algo más que es… —Creo que no quiero saber más—interrumpió Montoya—. Muchas gracias señora Beatriz, tome, acá está el precio de la consulta. —Gracias señor Montoya. Y si alguna vez necesita saber… —No, lo que sea que vaya a pasar, no lo quiero saber. Adiós—dijo el ex boxeador, saliendo raudo del lugar.

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Pedro Montoya caminaba cabizbajo sin rumbo fijo, alejándose de la casa de la adivina y acercándose paso a paso al dolor de la revelación de su terrible futuro. Tal vez el único consuelo que podía tener era que su rival era un hombre consagrado al mal, por tanto el acabar con su vida no debería implicar un pecado mayor, lo que de un u otro modo lo dejaba algo más en paz consigo mismo; sin embargo, ello no alcanzaba para sacarlo de la pesadumbre que implicaba ir por la vida golpeando seres que sólo él podía ver, y tener que romperse la piel y sangrar para abrir un portal para cada uno de ellos. Desde ese instante en adelante, su relación con la gente normal probablemente empeoraría más y más, convirtiéndolo en el paria que sentía ser desde que dio muerte al campeón mundial y acabó con su juventud y su alegría de vivir. Montoya iba pasando frente a una cocinería medio vacía. La avalancha de olores de comida casera le trajo agradables recuerdos de infancia, y lo hizo revisar su billetera, a ver si le alcanzaba para almorzar una cazuela de vacuno o un plato enorme de porotos con rienda y longaniza. Justo cuando su economía le había dado el vamos, una fuerza incontrolable movió sus pies y lo llevó, sin que él pudiera resistirse, a la cocina del lugar; luego de mirar a su alrededor, supo que no podría almorzar en ese agradable local. La cocinera y su hermana, encargada de atender las mesas y administrar el negocio, se encontraban en la cocina ordenando los escasos pedidos de esa hora de la tarde, en que llegaban los rezagados y uno que otro curioso, a probar comida casera a precio casero. Mientras las mujeres se coordinaban para sacar rápido los pedidos y no hacer esperar de más a los comensales, un tipo alto y macizo de mirada extraviada entró a la cocina sin saludar, y empezó a lanzar puñetazos a la altura de la cintura a algún rival invisible, para finalmente lanzar un violento golpe a la muralla cubierta de azulejos, quebrando uno de ellos y dejando todo cubierto de sangre. El hombre se quedó tieso unos segundos mirando su sangre en la muralla, para en seguida voltear hacia las mujeres; la cocinera tomó de inmediato el cuchillo carnicero más grande que tenía a mano, apuntándolo hacia el extraño hombre, quien les dijo, mientras cubría su puño sangrante: —Una señora bajita y gordita, de cabello largo y ondulado, de manos gruesas y sin el meñique de la mano izquierda, antes de partir dijo “perdón”—dijo Montoya, mirando al piso. —La mamá—dijo la cocinera, dejando el cuchillo sobre la mesa y rompiendo en llanto—, la mamá no pudo hacer una despedida antes de suicidarse… no sabía leer ni escribir… —No la lloren más, ya se fue—dijo Montoya, saliendo del lugar mientras ambas mujeres se fundían en un abrazo llorando desconsoladamente.

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El ex boxeador estaba desconcertado, pues esta tercera vez había sido muy distinta de las dos anteriores: ahora sus piernas lo llevaron casi inconscientemente al lugar donde estaba el fantasma, sin necesidad de cruzarse en su camino. La sensación de no poder controlar sus acciones le era demasiado ajena, lo que lo tenía inclusive algo asustado: en ese momento no sabía si acudir donde el señor Gutiérrez para aceptar su oferta de trabajo en el bar, o volver a la casa de su hermano, a aguantar las pesadeces de su cuñada pero dentro de lo más cercano que podía estar de una familia. Luego de no dormir esa noche pensando en qué hacer y curando la piel de su mano izquierda, y teniendo en claro lo precario y cambiante de su situación, Montoya decidió empezar a vivir el día, y tratar de conseguir el dinero suficiente para solventar sus gastos en un entorno lo más amistoso posible; así, a mediodía fue a hablar con el señor Gutiérrez para cobrarle la palabra, con la certeza que en ese bar se sentiría seguro, pues ya conocían en parte su secreto, y dentro de todo sus servicios serían útiles, al menos por un tiempo.

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V Dos meses después, Pedro Montoya estaba nuevamente desempleado. Pese a no haber tenido ningún problema en el trabajo ni haberse encontrado con otro fantasma cerca del lugar, Gutiérrez notó que desde que llegó Montoya a trabajar, la gente empezó a cambiar de bar, tal vez por miedo, tal vez por rumores esparcidos maliciosamente por su ex empleador: ello, sumado a que desde la pelea con la pandilla nunca más aparecieron personas agresivas en el local, y que las ganancias no alcanzaban para sostener a tantos guardias, llevó al dueño del bar a despedirlo, pese a los ruegos del resto del personal del lugar. De todos modos, y para no perjudicarlo, Gutiérrez le dio el dato de tres o cuatro bares que sí necesitaban guardias, todos ubicados en distintas comunas de la ciudad para evitar que los comentarios llegaran demasiado rápido, y le hizo una aparatosa carta de presentación ensalzando su pasado deportivo y obviando su presente paranormal. Esa tarde, Montoya estaba llamando por teléfono a dos de los bares, ubicados en comunas contiguas, para tratar de coordinar en la misma jornada un par de entrevistas y así ahorrar algo de dinero en transporte; mientras tanto su hermano Ernesto, su cuñada Ester, y su sobrino Arturo, tomaban onces en la mesa del comedor. —¡Onto!—dijo de pronto una voz bajo la mesa. —¿Qué estás haciendo ahí loquillo?—dijo Ernesto a su hijo de dos años, Manuel. —¡Onto!—repitió el niño, sonriendo e indicando a Montoya. —¿Qué es eso de “onto”? Él es el tío Pedro—dijo Ernesto, tomando en brazos al pequeño. —¡Onto!—volvió a repetir el niño. —¿Y de dónde sacaste esa palabra?—preguntó Ernesto. —De la mamá—dijo Arturo—. La mamá dice que el tío Pedro quedó tonto porque le pegaron mucho en la cabeza, y por eso Arturito le dice “onto”. —¿En qué quedamos la otra vez Ester?—preguntó Ernesto a su mujer, algo molesto. —¿Quedamos? Nosotros no quedamos en nada, tú dijiste lo que se te antojó decir y creíste que eso era ley—respondió la mujer—. Amor, tú y yo sabemos que el boxeo dejó tonto a tu hermano, por eso no puede encontrar trabajo, por eso vive con nosotros a los 34 años, y por eso aún no es capaz de formar su propia familia y mantenerla. —Pero si sabes que al Pedro nunca lo noquearon ni le pegaron tanto. Míralo, ni siquiera tiene la nariz chata, nunca se la quebraron—respondió Ernesto. —Voy saliendo, tengo dos entrevistas de trabajo ahora—dijo Montoya, poniéndose de pie—. Y no discutan por mí, me gusta cuando Manuel dice “onto”.

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Montoya ya no se amargaba con las pesadeces de su cuñada, pues tenía claro que su presencia en esa casa limitaba de varios modos la vida en pareja y en familia de su hermano; lamentablemente para todos, su independencia económica era inexistente, y no tenía otro lugar donde quedarse sin que le cobraran alojamiento. Esa noche Montoya no volvió a la casa, pues en el segundo bar en que se presentó necesitaban urgente a quien fuera que se quedara al menos por aquella jornada, pues minutos antes había renunciado el único guardia que quedaba. El administrador le prometió pagarle el doble si se quedaba esa noche, y un sueldo bastante más alto que los que había recibido hasta ese entonces, con tal que le asegurara quedarse el mayor tiempo posible, a lo que el ex boxeador accedió de inmediato, a sabiendas que no renunciaría antes de ser despedido; lo único que esperaba era que el fantasma de quien hubiera muerto en ese sitio se demorara lo más posible en aparecer, para así poder ahorrar algo de dinero y sostenerse en los futuros meses de cesantía. Una hora más tarde el guardia había comprendido por qué toda la gente renunciaba de ese lugar: los precios de los tragos eran extremadamente bajos, pues el fuerte del negocio era el tráfico de drogas. Así, el sitio se llenaba de gente que consumía grandes cantidades de alcohol y se embriagaba rápido, y de consumidores de drogas que al poco rato de ingresar ya estaban consumiendo en el mismo local; antes de las doce de la noche había tenido que intervenir en tres riñas, y había tenido que rescatar a una niña que estaba tirada en el baño ahogándose en su propio vómito. Al amanecer, Montoya estaba con el cuerpo molido, pero con una buena paga por su trabajo en una mano, con un contrato indefinido en la otra, y con los nudillos inflamados de tanto golpear gente de carne y hueso. Sin querer ilusionarse, Pedro Montoya se sentía feliz, al menos esa mañana. Un mes y medio después, el guardia estaba separando en un rincón de la barra a dos clientes que se estaban golpeando por una mujer; de pronto un tercero se abalanzó sobre él, recibiendo al instante dos puñetazos a la cara que lo dejaron paralizado. Montoya sintió nuevamente esa terrible sensación de golpear casi al vacío, y se dio cuenta que la ropa de su agresor estaba en desuso hacía ya más de cuarenta años: el ex boxeador sabía exactamente lo que tenía que hacer, y las consecuencias que ello traería, pero a sabiendas que no había otro camino, arrinconó al alma en pena contra uno de los muros, para abrir un portal al más allá con su sangre. Luego de cerrado el portal, los dos tipos a los que estaba separando seguían peleando, y sólo el barman parecía haberse dado cuenta de lo sucedido. Después de inmovilizar a los ebrios peleadores y sacarlos del local, se acercó a la barra.

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—¿Quieres un trago de cortesía?—preguntó el barman. —¿Viste lo que pasó recién?—preguntó directamente Montoya. —Sí, sacaste a dos borrachos enamorados por el copete—respondió el barman, mientras hacía una mezcla en la coctelera. —¿Viste qué pasó entre medio de la pelea?—volvió a preguntar el guardia. —¿Que le tiraste puñetes al aire y te rompiste la mano en la muralla? No, no lo vi—respondió el barman, para de inmediato agregar—. ¿Sabes por qué estoy acá trabajando quince años? Porque no veo lo que no debo ver y lo que no me interesa. Si le pegas al aire, a las murallas, a los parroquianos o al jefe, a mí me da lo mismo, mientras eso no me deje sin trabajo. Vive tu vida como se te antoje, y no te metas en la mía, esa es mi regla. Permiso, voy a servir esto antes que se derrita el hielo. Montoya se quedó pensando en el barman mientras éste se preocupaba de seguir con su trabajo. El guardia no quiso sentirse esperanzado, pero al menos se dio el gusto de respirar con tranquilidad mientras vendaba su mano para cubrir su sangre, y partía asacar a una mujer drogada del baño de hombres.

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VI —Se te pasó la mano huevón, ni yo me puedo hacer el loco con lo de hoy—dijo dentro de la abombada cabeza de Montoya una voz lejanamente conocida—. Si el jefe se entera cagaste, así que hay que ver cómo salimos de esta—dijo nuevamente la voz, que ahora sí se hizo reconocible. —¿Dónde estoy, Antonio?—preguntó el boxeador al barman. —Este es el rincón donde me oculto del mundo en este hoyo de mierda. ¿Te acuerdas qué fue lo que pasó?—preguntó el hombre de semblante serio. —Sólo sé que me duele demasiado la cabeza—respondió el guardia. —Quédate aquí y haz memoria, a ver si más rato podemos inventar una excusa creíble para el jefe. El guardia estaba acostado en un sofá cama, sin luz, intentando no pensar para que el dolor de cabeza desapareciera luego. Poco a poco su mente empezó a aclararse y a dar luces de lo que había sucedido cerca de una hora antes. Montoya recordaba estar vigilando el sector de la cocina y los baños, cuando de pronto una muchacha se acercó a él y lo empezó a mirar con curiosidad; el guardia pensó, por su vestimenta, que podría ser otra fantasma, pero no se atrevió a golpearla temiendo que fuera una persona normal que gustaba de vestirse a la usanza de los años ochenta. Un par de minutos después el hombre confirmó su sospecha cuando una de las meseras pasó a través de la imagen de la chica, la cual se rió a carcajadas al ver la cara de Montoya. El guardia se preocupó que nadie lo viera para evitar comentarios, y cuando todo pareció aquietarse en ese lado del local, lanzó un puñetazo a la muralla, desde el cual de inmediato se abrió el portal desde su sangre impregnada en la madera. La chica lo miró, le lanzó un beso al aire, y antes de entrar a la luz abrió la boca y pronunció un sonido ensordecedor, luego de cual despertó en la sala de estar del barman. A los pocos minutos Antonio volvió al lugar, y le preguntó a Montoya de qué se acordaba. Una vez el guardia hubo terminado su relato, el barman lo miró fijamente. —¿Y no recuerdas nada más? Qué conveniente, dejas la cagada y culpas a la fantasma de una pendeja—dijo Antonio. —No entiendo a qué te refieres—respondió Montoya. —¿Quieres que yo te cuente lo que olvidaste?—dijo el barman, en tono casi irónico—. Pues bien, después del puñetazo a la muralla empezaste a gritar como loco y a tomarte la cabeza. De pronto te arrodillaste, golpeaste como bestia el piso con tu puño roto hasta que casi sangró a chorros, y de ahí te pusiste a escribir una frase con tu sangre en el piso frente a la cocina.

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—¿Una frase? ¿Qué frase?—preguntó consternado Montoya. —Ni idea, en cuanto te recogieron pesqué un trapero y yo mismo la limpié, antes que empezaran a sacarle fotos con los teléfonos, o a hacer algún video y que terminaras en youtube. De ahí te trajeron acá—respondió el barman. —¿Y hace cuánto rato fue eso?—preguntó Montoya. —Ya hace como una hora. Ya, déjate de preguntar huevadas y concentrémonos en inventar una buena chiva para el jefe—dijo el barman, haciendo gestos de estar apurado. —Eso, inventen una buena chiva para engrupirse al huevón del jefe—dijo tras los hombres Aurelio Henríquez, el dueño del local—. Para mala cueva de ustedes mi hermana estaba en el local cuando le dio la huevada al guardia, y grabó el video con su celular. —Don Aurelio… —¿Qué cresta fue eso Montoya, una posesión demoníaca acaso, o alguna droga nueva?—preguntó el dueño del local, haciendo oídos sordos al intento de intervención del barman. —Eso fue… eh.., epilepsia—respondió el guardia, mientras miraba cómo el barman gesticulaba tras él la palabra en sus labios mientras hacía temblar su cuerpo entero para hacerlo entender. —¿Epilepsia? ¿Y cómo cresta puedes ser guardia con epilepsia?—preguntó Henríquez. —Eso… me quedó después del boxeo… es que se me olvidó tomarme las pastillas don Aurelio…—dijo el guardia, sin dejar de mirar los gestos del barman. —¿Sabes Montoya? No te creo nada—respondió Henríquez, dibujando una mueca de amargura en el rostro del ex boxeador—. Pero para suerte tuya estoy cagado, nadie se quiere venir para acá por la mala fama del lugar… te salvaste jabonado huevón, pero para la otra te vas cagando de acá, aunque tenga que venir a quedarme yo a sacar borrachos de mi negocio. Cuando te sientas mejor te vas a tu casa, y mañana te quiero con todas las pastillas tomadas. Y tú déjate de hacer morisquetas a mis espaldas, Antonio—dijo Henríquez antes de salir de la habitación y cerrar de un portazo. —Gracias Antonio, me salvaste la pega—dijo Montoya—. ¿Por qué me ayudaste? —Porque eres raro, eres diferente a la escoria que había llegado hasta ahora a trabajar por acá. Todavía tienes esa extraña costumbre de saludar, de pedir permiso, por favor y dar las gracias—dijo el barman, para de inmediato agregar—. Y porque tengo ganas de saber qué diablos te pasó en realidad. —Ni yo sé qué me pasó, y la verdad es que no quiero averiguarlo Antonio—dijo Montoya, poniéndose de pie y recordando la insistencia de la señora Beatriz por contarle ese algo más que en su momento no quiso escuchar—. Ya me siento mejor, ¿no quieres que me quede por si llegara a haber algún problema?

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—El jefe dijo que te fueras, así que mejor te vas—respondió el barman—. Además, en media hora más cerramos, así que ya no queda demasiada gente que se ponga a hacer huevadas. Cuídate camino a casa, y cuando te decidas a hablar me ubicas en la barra. Pedro Montoya enfiló hacia la casa de su hermano, tratando de demorarse lo más posible para llegar a la hora de costumbre y no levantar sospechas en su familia. A esa hora de la madrugada sólo quería acostarse a dormir para que desapareciera el dolor de cabeza, y poder olvidar el desagradable incidente que había echado a perder el tranquilo oasis en que llevaba viviendo esos meses. Luego de un almuerzo relativamente normal, gracias a que logró llegar a una hora que no levantara sospechas, y a la disminución en las tensiones en la casa gracias a poder aportar más dinero a la economía del hogar, Montoya se sentó en el living a ver televisión y descansar un rato antes de prepararse para su turno en el local. Esa tarde tenía pensado dormir una siesta, pero la reaparición del dolor de cabeza lo tenía bastante nervioso, pues si presentaba una reacción apenas parecida a lo que le había ocurrido en el trabajo la noche anterior, se vería rápidamente en la calle y con un nuevo problema sin solución en su estrecho horizonte. Para intentar distraerse y en el peor de los casos, disimular cualquier descontrol, Montoya tomó el diario del día anterior y un lápiz, a ver si podía hacer el crucigrama del día: nunca había sido bueno para llenarlos, pero al menos quería probar algo distinto que lo hiciera pensar en algo que no fuera su cabeza. Algunos minutos después Montoya despertó sobresaltado: se había quedado dormido con el diario en las piernas, y el lápiz estaba a medio metro suyo, en el suelo. A su lado estaba sentado su sobrino Arturo. —¿Pasa algo, Arturito?—preguntó Montoya, a ver si en el sueño había hecho alguna estupidez. —Parece que de verdad fueras tonto, tío—dijo el niño—. Mira como rayaste el diario, así no se hace un crucigrama. Y ya estás grandecito para esos juegos. Montoya miró el diario, y vio que había escrito una serie de letras inconexas en los cuadros del crucigrama, dejando espacios al azar entre ellas. —Estaba jugando Arturito, tú sabes que no sé hacer estas cosas. Simplemente cerré los ojos y me puse a tirar letras a tontas y a locas—dijo el guardia. —Eso no son letras a tontas y a locas tío, a mí no me puedes hacer tonto con ese juego—respondió el niño, poniendo cara de seriedad.

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—Claro que son letras a tontas y a locas Arturo, ¿o acaso sabes qué significa… “etreum al ed onreibog led”?—preguntó Montoya, algo extrañado. —Tío, a mi edad ya jugamos a escribir al revés para hacer mensajes secretos, pero tú ya estás viejo para eso—dijo el niño para de inmediato ponerse de pie—. Que mi mamá no te vea, o te va a retar de nuevo por tonto. Montoya miró lo que había escrito, y por un momento compartió el comentario de su cuñada: frente a la inteligencia de su sobrino, él parecía un tonto. Si no hubiera sido por el niño, Montoya no habría logrado jamás entender la frase que había escrito automáticamente mientras dormía. Con cuidado ordenó todas las letras al revés, y ante sus ojos apareció una perturbadora y extraña frase:

“del gobierno de la muerte”

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VII —¿Estás seguro que no estás consumiendo ninguna cosa rara, Pedro?—preguntó Antonio al guardia, quien parecía estar mirando a la nada. —No Antonio, yo no consumo nada, de repente me tomo algunos copetes para ver si olvido toda esta mierda que me está pasando, pero nunca he consumido drogas—respondió Montoya, desviando la mirada hacia el piso de madera. —¿Y sigues viendo fantasmas y esas huevadas acaso?—preguntó nuevamente el barman. —Antonio, yo sé que tú no te metes en las cosas de nadie, y que pareces aceptar lo que sea mientras ello no te genere conflictos—dijo Montoya—. Sé también que nunca has creído en lo que me pasa, y como hasta ahora no te había afectado, simplemente no me tomabas en cuenta. Creo que lo más sano es que sigas sin tomarme en cuenta, y no te vuelvas a echar encima la responsabilidad de cubrirme. —No te estoy cubriendo, me estoy protegiendo—respondió el barman—. Los otros guardias ni siquiera podían cuidarse ellos mismos, eran unas mierdas llenas de músculos grandes y bonitos pero que servían sólo para mostrárselos al resto; ni te imaginas las veces que tuve que tomar un bate de madera que tengo debajo de la barra para salvar a esos cobardes cabezas de músculo. Desde que llegaste no se te ha ido nadie en collera, y los parroquianos ya saben que no se te pueden tirar a choros porque tú no echas la choreada, pegas y después preguntas. Así que prefiero tener a un loco que cree cazar fantasmas a puñetazos y que hace bien su pega, a cualquier huevón cuerdo que arranca a la primera de cambio. —Supongo que debo darte las gracias por eso—respondió Montoya, sin despegar la vista del piso—, pero de todos modos no te preocupes de volver a cubrirme las espaldas. Esta historia se está poniendo cada vez más rara, y no quiero meter en líos a nadie. —Bueno, si no quieres que te ayude haz mal tu trabajo, te aseguro que en menos de media hora te cago con el jefe—dijo el barman, para luego despachar el trago que estaba preparando e ir a preocuparse del resto de los pedidos de los clientes. Pedro Montoya levantó la cabeza y empezó a fijarse en los clientes, a ver si notaba algo extraño que requiriera su intervención, para dejar de pensar en la frase que parecía haber inyectado en su cerebro la sonriente fantasma la noche anterior. Todo en esa aparición había sido extraño: la niña lo buscó sin violencia, no requirió tampoco que la golpeara, y parecía estar esperando a que el guardia notara su presencia para entregarle el mensaje escrito al revés. Montoya necesitaba pensar que había sido una simple casualidad, pero lo claro del sentido de la frase, y las palabras inconclusas de la señora Beatriz tiempo atrás, le daban a entender que debería estar preparado para que en cualquier momento otro fantasma le entregara una nueva frase, que aclarara el sentido de la primera. Lo único

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que deseaba era que las siguientes entregas fueran sin tanta parafernalia, como la de la noche anterior. De pronto el ruido de un golpe seco seguido de un grito, y de vidrios golpeando el piso, devolvieron a Montoya al mundo real y lo llevaron a ayudar al muchacho que acababa de recibir un botellazo en la cabeza. Montoya llevaba un mes sin tener ningún encuentro, lo que lo tenía bastante nervioso, pues sabía que en cualquier instante aparecería un alma necesitada de sus servicios, o peor aún, presta a entregarle un nuevo mensaje para aclarar el primero. Durante ese período había mejorado un poco su situación en la casa de su hermano, y su jefe no había vuelto a aparecerse por el local, por lo que todo parecía estar preparado para la siguiente crisis, que llegaría tan de improviso como las anteriores. Junto con ello, el parco barman parecía seguir interesado en lo que le sucedía, aunque cada vez que se lo preguntaba éste lo negara; gracias a ello se hacía cada vez más habitual que Montoya recibiera uno que otro trago de cortesía, que le ayudaban a calentar el cuerpo en las largas noches de turno, sin llegar a provocarle problemas para desempeñar sus labores de seguridad. Una noche cualquiera, anormalmente tranquila como para servir de excepción que confirma la regla, o de calma previa a la tempestad, Montoya estaba de pie al lado de la barra, con un vaso largo lleno de ginebra, licor que le agradaba bastante y que además tenía poca venta en el local, mirando a su alrededor. De pronto el temido y esperado momento de volver a los problemas se presentó, en la forma de un muchacho de pelo corto, terno cruzado y zapatos de gamuza, que caminaba como extraviado en el lugar; el guardia entendió lo que se venía, por lo que apuró el contenido del vaso para poder culpar al alcohol si es que algo salía mal. En cuanto dejó el vaso vacío en la barra, vio que la imagen del muchacho estaba casi completamente transparente; sin pensarlo dos veces Montoya se metió tras la barra, llenó nuevamente el vaso, lo bebió, y para sorpresa suya la imagen del joven desapareció por completo. El guardia se dirigió al lugar en que había estado el alma del muchacho, no encontrando rastro alguno de su presencia; sin desearlo, había encontrado el modo de bloquear la aparición de los espectros, o al menos postergarla hasta otro momento. —Hace sed parece—dijo Antonio, mirando al guardia que empezaba a evidenciar el efecto del licor—, ¿o echabas de menos a tus amigos los fantasmas y los invocaste con la ginebra? —Sé que no me crees nada, pero por si te interesa, acabo de descubrir que el trago bloquea las visiones—respondió el guardia, algo mareado. —Ah ya, sobrio ves fantasmas y los agarras a puñetes, y curado ves la realidad. Déjame anotarlo en mi libro de chivas novedosas—respondió el barman, mientras volvía a su trabajo y dejaba a Montoya afirmado en la barra y tratando de recuperar el equilibrio.

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A la noche siguiente Montoya llegó al trabajo esperando lo inevitable. En cuanto entró al vacío local se encontró de frente con el muchacho de vestimenta formal y peinado engominado, que lo miraba con cara de tristeza y resignación. El guardia, casi sin mirarlo, le dio un violento puñetazo a la muralla, abriendo el portal para que el joven siguiera el rumbo necesario mas aún no encontrado, lo que iluminó su rostro y normalizó de inmediato su triste semblante. Tal como había sucedido la vez anterior con la fantasma de la coqueta muchacha, el joven abrió la boca para llenar los oídos de Montoya de un ensordecedor ruido, que casi lo hace perder el conocimiento como la ocasión previa; sin embargo en esta oportunidad el guardia había tomado la precaución de sentarse en cuanto golpeó la muralla, para evitar la caída y toda la parafernalia que ello implicaba. Del mismo modo había dejado a mano papel y lápiz, para no necesitar escribir nada con sangre en el piso, y tener registro inmediato del mensaje que aclararía el anterior. —¿Llegaste curado, o no dormiste bien anoche?—dijo la voz de Antonio, despertándolo en el acto. —Dormí mal anoche, por eso me senté a cabecear un rato antes de abrir—respondió Montoya, guardando papel y lápiz antes que el barman siguiera haciendo preguntas. —Sí, no andas con tufo ni con los ojos raros. Ya, te queda un cuarto de hora para dormir, abrimos en veinte minutos—dijo Antonio, dejando a Montoya solo en el lugar, mientras salía a fumar al estacionamiento antes de empezar a funcionar. El guardia sacó el papel que había dispuesto para la ocasión; efectivamente en él había una serie incomprensible de letras escrita por su aún temblorosa mano. Luego de invertir el orden de las letras se encontró con una nueva frase que en nada aclaraba el sentido de la anterior:

“de vivir el instante atroz”

Montoya estaba confundido: ni la nueva frase por sí sola, ni ambas juntas parecían tener mucho sentido, pese a que sonaba mejor la antigua al final y la nueva al principio. El guardia sentía que estaba iniciando un camino desagradable, en que de vez en cuando se agregarían más y más frases para completar alguna suerte de mensaje que alguien no vivo quería entregarle. Tal vez ese mensaje era la explicación de su extraña capacidad, pero también cabía la posibilidad que dicha capacidad le hubiera sido entregada para poder recibir ese mensaje que estaba dando vueltas en un plano en que no podía ser entregado. Montoya se dio cuenta que no le quedaba más opción que sacrificar algunas horas de sueño y algo de dinero para pedir una hora con la señora Beatriz, y escuchar lo que la primera vez se negó a saber.

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VIII —¿Usted de nuevo por acá? ¿Qué pasó, la curiosidad no lo dejó tranquilo?—preguntó la señora Beatriz al ver a Pedro Montoya en la puerta de su casa. —No, los fantasmas y sus mensajes no me dejan tranquilo—respondió el guardia. —Ya veo, esto está pasando más rápido que lo que yo creía. Pase, vamos a mi consulta para conversar con tranquilidad—dijo la mujer, guiando a Montoya a la misma habitación de la primera vez. En esta ocasión la mujer no sacó paños ni cartas ni nada especial para hablar con el atribulado guardia. —¿Cuántos mensajes ha recibido ya?—preguntó sin preámbulos la señora Beatriz. —Dos, uno de una niña… del alma de una niña algo coqueta, y el otro del alma de un joven de tenida formal—respondió Montoya. —Los mensajeros son intrascendentes, lo importante es el mensaje y su origen—dijo la mujer—. ¿Puedo ver qué mensajes le han dado? —El primero decía “del gobierno de la muerte” y el segundo “de vivir el instante atroz”—dijo de memoria el guardia. —De vivir el instante atroz del gobierno de la muerte… faltan al menos dos mensajes más—dijo la señora Beatriz—, pero probablemente no sean sólo cuatro líneas. —No entiendo nada—dijo Montoya. —La mayoría de los mensajes son en rima—empezó a explicar la señora Beatriz—, pues están basados en escritos antiguos originados en la época del medioevo, en que se solían utilizar fórmulas alfabéticas para conjurar demonios. En ese entonces se consideraba un lenguaje más elevado el de la rima consonante, y es por ello que casi todas estas fórmulas están hechas del mismo modo. —Eso quiere decir que con cuatro líneas habrá dos rimas consonantes—dijo Montoya, dejando boquiabierta a la adivina—. Es que cuando chico me gustaba leer a Gabriela Mistral, y ella era una maestra en esas rimas—agregó algo sonrojado el ex boxeador. —La culpa es mía por prejuzgarlo… lo bueno es que ahora sabe que las siguientes líneas probablemente rimarán con una de las dos que usted ya tiene, y con ello podrá tener un patrón para saber cómo seguirlas—dijo la aún sorprendida señora Beatriz. —¿Sirve de algo que le diga que los mensajes venían al revés, que la última letra era la primera de la frase, así que tengo que escribir las letras en orden inverso para que se entienda?—preguntó Montoya. —Claro, eso explica por qué tiene más sentido poniendo la primera al final—dijo la adivina—. Eso quiere decir que deberemos esperar a que lleguen todas las líneas para poder armar el mensaje. —¿Y cuándo sabré si se acabaron los mensajes?—preguntó algo preocupado Montoya—. El problema es que aparecen de vez en cuando,

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sin un tiempo definido entre uno y otro. Capaz que pase harto tiempo y yo crea que se acabaron, y no sea así. —No tengo esa respuesta ahora señor Montoya, eso lo sabremos en la medida que vayan apareciendo las frases—respondió la señora Beatriz—. Es muy probable que dentro de la fórmula venga especificado. —¿Por qué dijo “sabremos”?—preguntó Montoya. —Porque es muy probable que vuelva más adelante a preguntar sus dudas, y a ver para qué sirve la fórmula que le dan las almas que no encuentran su camino—respondió la adivina. —Lo que no logro entender es por qué estas almas que necesitan mi ayuda me dan este poema, fórmula, conjuro o lo que sea—dijo Montoya. —¿Recuerda que le conté que el boxeador que usted derrotó tenía pacto con las fuerzas del mal?—preguntó la adivina—. Pues bien, el pacto no se hace con todas las fuerzas del mal, ni con el príncipe de las tinieblas como tal. La mayoría de los pactos se hacen con algún demonio específico. —Ya entiendo, algún demonio que esté dispuesto a hacer un pacto en ese instante—dijo Montoya—. ¿Y con qué demonio se hizo este pacto? —No puedo pronunciar su nombre, pues nombrarlo es invocarlo—respondió la adivina—. Este demonio tiene la potestad de ocultar la luz que sale del camino al más allá, dejando a las almas a la intemperie, entre nuestro plano y el superior. Todas las almas incapaces de encontrar el camino, están en ese estado por su culpa. —¿Y a sabiendas de eso el campeón mundial hizo un pacto con ese demonio?—preguntó espantado Montoya. —De hecho nadie sabe con qué demonio hace pacto, pues todos se presentan como “el demonio”—respondió la señora Beatriz—. Además, son miles los seres de oscuridad que andan buscando energía como sea y donde sea, así que es imposible saber a la entidad a la que se enfrenta, a menos que le pregunte el nombre, y sepa lo que ese nombre significa. Recuerde que el mal se basa en el engaño y la seducción. —¿Y por qué entonces esas almas me dan esas frases?—volvió a preguntar Montoya. —Por venganza, probablemente contra el demonio que los encerró en la nada, y en parte en agradecimiento por el camino que usted les abre con su sangre—respondió la señora Beatriz—. Algo hay en usted, algo que aún desconozco, que le permitió derrotar al campeón mundial pese a su pacto, y que le permite abrir un camino al más allá con su sangre. —¿Y tiene que ser con sangre, no hay otro modo por casualidad?—preguntó el guardia, acariciando nerviosa e instintivamente sus nudillos. —No lo sé, probablemente no, probablemente su sangre sirva de energía para que la luz de la puerta se canalice a través de ella—respondió la mujer—. Tal vez sea el modo que tiene su cuerpo de abrir el portal debido a su pasado deportivo, tal vez haya sido algo accidental, la verdad es que es así y no de otro modo.

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—El otro día me bebí media botella de ginebra, y con eso el fantasma que me dio el segundo mensaje despareció, reapareciendo al día siguiente, ¿por qué pasó eso? —No lo sé, no sé qué relación pueda tener el alcohol con su don, señor Montoya—respondió la señora Beatriz, algo preocupada—. ¿Acaso pretende huir de su destino bebiendo? —Lo único que pretendo es tener una vida mínimamente normal, nada más—respondió el ex boxeador, mientras se levantaba—. Bueno, creo que eso es suficiente por hoy, ya no tengo más preguntas. Creo que volveré cuando tenga este mensaje más avanzado, para que me ayude a traducirlo. ¿Cuánto le debo, lo mismo que la otra vez? —No me debe nada señor Montoya, lo ayudaré gratis con este asunto—respondió la mujer, para luego entregarle una tarjeta—. Ahí está mi número de celular personal, cualquier problema que tenga respecto de los fantasmas o del mensaje no dude en llamarme, y yo veré si está en mis manos ayudarlo. Cuídese señor Montoya. Luego de agradecer su deferencia, Montoya salió de la casa de la señora Beatriz con rumbo a la de su hermano. La situación se estaba poniendo extremadamente compleja, pues la presencia de un demonio de por medio, y de una especie de maldición o conjuro en desarrollo, ponía en riesgo a su familia: la única decisión segura para sus seres queridos era irse de la casa, arrendar una pieza en alguna pensión barata, y así alejar el peligro que implicaba estar cerca de él en esos momentos. Además, ello permitiría a su hermano y su esposa hacer la vida en familia que necesitaban para poder ser felices, y lo obligaría de una vez por todas a empezar a hacerse responsable de su futuro. Si las cosas resultaban bien en su trabajo, y lograba mantener alejados a los fantasmas de su horario laboral, tenía posibilidades de lograr algo de estabilidad económica. Un par de meses después, Montoya estaba viviendo en la calle. Luego de irse de la casa de su hermano y arrendar una pieza en una enorme y vieja casona destinada al subarriendo, los fantasmas empezaron a acosarlo día y noche, sin dejarlo en paz casi en ninguna circunstancia; ello lo llevó a darle de puñetazos al aire a casi todas las habitaciones de la casona, por lo que terminó siendo desalojado, quedando sus cosas retenidas en el lugar como parte de pago por los destrozos que causó en el sitio. La vergüenza le impidió recurrir nuevamente a su familia, por lo que decidió vivir a la intemperie durante el día, mientras pasaba las noches en su trabajo, el que a cada instante se ponía peor: Antonio, el único nexo con la realidad que le quedaba, renunció agotado de tantas peleas y malos ratos, yéndose a un bar tan malo como en el que trabajaba pero sin tantas riñas y con mejores propinas. Montoya ahora estaba en un lugar inhóspito, con un nuevo barman que parecía tanto o más peligroso que los mismos clientes, y cuyo actuar generaba más que nada desconfianza en el guardia, pues el hombre estaba más dedicado al microtráfico que a la preparación de tragos y atención a los clientes; lo único positivo era

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que el nuevo barman no se preocupaba del licor que sacaran los trabajadores del local, y como andaba armado no tomaba en cuenta la presencia o ausencia de Montoya. Así, preso de una vida con muy poco sentido, y con una responsabilidad adquirida de la nada y que ya no quería asumir, Montoya empezó a beber cada vez más, con tal de no ver a los fantasmas a su alrededor, luchando por conseguir que les abriera la puerta que un demonio les había negado. Esa madrugada el local había cerrado temprano producto de un tiroteo que terminó con la muerte de uno de los clientes a manos de una supuesta prostituta, que terminó siendo policía encubierta. Montoya estaba a las 4 de la mañana en la calle, sobrio, a merced de cualquier alma desencarnada que lo buscara para poder encontrar su camino, y sin tener dónde llegar, pues aún no había encontrado un lugar para arrendar. Cuando creía que en cualquier instante debería romper sus nudillos contra alguna muralla, vio un viejo bar que aún tenía sus puertas abiertas. Luego que el guardia lo dejara pasar, Montoya se dirigió de inmediato a la barra; de pronto y sin que alcanzara a darse cuenta, un vaso largo lleno de ginebra estaba frente a él. —¿No es ese el trago de los boxeadores cazafantasmas acaso? —Antonio, qué gusto verte—dijo Montoya, reconociendo a su amigo el barman. —¿Cómo estás Pedro, no te has metido en más problemas que los de costumbre, cierto?—preguntó el barman mientras seguía preparando tragos. —No, no me he metido en más problemas. —¿Te dejaron tranquilos los fantasmas, o los estás conjurando con trago acaso?—preguntó Antonio. —El barman que te reemplaza es cosa seria, trafica, anda armado, y no le interesan los tragos—dijo Montoya—, así que no tengo problemas en mantener conjurados a los fantasmas, como tú dices. —Estás cagado Pedrito, por salir de una vas a caer a otra peor—dijo Antonio—. Yo no voy a ser parte de eso amigo mío, no te voy a cobrar el trago, pero tampoco te voy a vender más, así que si te quieres quedar, lo haces durar o te tomas una bebida. —No te preocupes Antonio, no te daré problemas, me tomo el ginebra y me voy—dijo Montoya, apurando el contenido del vaso y dejando de propina el valor del trago. El guardia salió a la calle, resignado. Faltaban al menos dos horas para que despuntara el alba, y no tenía dónde ir. Sabía que esa era la noche propicia para una nueva aparición, así que andaba armado con papel y lápiz, listo a escribir el mensaje que ayudaría a completar parcialmente la estrofa del poema.

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A esa hora de la madrugada, en que la noche y el día luchan por apoderarse del saludo, las sombras parecen cobrar vida y convertirse en personas o fantasmas. Ya sin miedo por la experiencia adquirida, pero con la precaución de no confundir un alma desencarnada con un cuerpo vivo, Montoya miraba a su paso todo aquello que pudiera corresponder a un alma en busca de ayuda, encontrando sólo hombres y mujeres vivos, ebrios o drogados; de pronto una sombra apareció de la nada, tomando la forma de un hombre enjuto y temeroso. Montoya lo miró, y vio en esa alma la posibilidad de hacer una prueba: —¿Necesitas ayuda para encontrar la luz?—preguntó Montoya al alma, que pareció no inmutarse con las palabras del guardia—. Abriré para ti la luz, pero antes necesito que me dictes el mensaje. De inmediato el alma abrió la boca, haciendo que Montoya perdiera toda noción de sí durante un tiempo indeterminado. En cuanto se recuperó miró el papel, y vio en él las letras de la siguiente frase; cuando levantó la cabeza, el alma seguía en el mismo lugar y en la misma posición, sólo que ahora parecía estar más nervioso que antes, por lo recogido de su cuello y la postura rígida de sus manos. Montoya guardó el papel, y de inmediato le dio un feroz golpe a la muralla; mientras la luz empezaba a manar de la sangre en la pared, miró al fantasma que parecía mucho más relajado. —Gracias por la frase, ojalá que la luz te lleve donde necesites llegar. Luego que el fantasma entrara a la luz y ésta se desvaneciera tal como había aparecido momentos antes, Montoya abrió el papel, invirtió las letras y pudo leer el mensaje:

“para que tengas la suerte”

—Vaya, parece que la señora Beatriz sabe algo de esto—murmuró mirando el papel, al ver que “suerte” tenía rima consonante con la última palabra del primer mensaje: “muerte”.

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IX Las calles de la capital son una suerte de desafío para el raciocinio. Pese a estar plagadas de gente, la sensación de soledad que se puede llegar a sentir en ese enjambre que murmura un secreto que todos poseen de modo inconcluso, y que no son capaces de descubrir ni compartir pues nadie sabe quién posee la pieza del rompecabezas que encaja con la suya, es simplemente desoladora. Nadie parece ver más allá del espacio que está por delante de sus zapatos, a menos que ello reporte algún tipo de ganancia. Dicha sensación de soledad desoladora se hace más evidente y agresiva en quienes viven en la calle; ellos son un mobiliario urbano casi invisible, que de tanto en tanto dificulta la marcha, y a que a veces inclusive interrumpe los pensamientos egoístas con una canción, un baile, o la petición de una limosna. Pedro Montoya estaba sentado en un banco de la plaza, mirando a todos pasar demasiado apurados y concentrados en sus mundos, tanto como para no poder darse cuenta si estaban vivos o muertos; luego de los meses rescatando almas en pena, había llegado a pensar que muchas de ellas no se habían dado cuenta que habían muerto, y seguían transitando por la realidad en la ignorancia de su estado real, luchando por seguir integrados a un plano de la existencia que los había rechazado. A veces Montoya pensaba que él mismo estaba muerto, y que por eso era capaz de ver a las almas en pena; sin embargo, cada vez que rompía su piel contra algún muro, recordaba lo vivo que estaba, y la responsabilidad que la vida le había dado sin que él pudiera siquiera dar su opinión al respecto. Luego de terminar de engullir las cuatro sopaipillas que había comprado para desayunar esa mañana, enfiló sus pasos a la casa de la señora Beatriz, para contarle las novedades. —Adelante señor Montoya, asiento—dijo la menuda mujer, luego de guiar al guardia a la habitación de costumbre—. Estuvo varios meses desaparecido, ¿qué le había pasado? —Pasaron muchas cosas… la verdad es que preferí esperar a tener algo más de información en vez de aparecerme con cada frase que los fantasmas me entregaran, señora Beatriz—respondió Montoya, entregándole a la mujer un papel con dos estrofas de cuatro frases cada una—. Vine ahora porque creo que esas frases dan una parte del mensaje, pero no soy capaz de interpretarlo. —Déjeme ver qué dice esto—dijo la mujer, poniéndose unos gruesos anteojos y leyendo en voz alta:

“La reunión de las dieciséis en cuatro familias de cuatro harán el conjuro que veréis y dará cumplimiento al trato

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Junta las frases veloz para que tengas la suerte de vivir el instante atroz

del gobierno de la muerte”

—¿Qué significa eso de la reunión de las dieciséis en cuatro familias de cuatro?—preguntó de inmediato Montoya. —La verdad es que no sé—respondió la señora Beatriz—. Puede significar cualquier cosa… lo único que se me ocurre a primera vista es que cuatro por cuatro es dieciséis, pero no sé qué pueda querer decir eso. —Pucha, yo creí que en brujería eso significaba algo—dijo Montoya, algo desilusionado. —Señor Montoya, yo no soy una bruja, soy parapsicóloga con estudios en artes adivinatorias—respondió algo contrariada la pequeña mujer—. No me gano la vida haciendo embrujos, sino descubriéndolos y contrarrestándolos. —Disculpe mi ignorancia, yo sólo sé golpear gente y fantasmas—respondió ruborizado el guardia. —También sabe de poesía de Gabriela Mistral—dijo la mujer, para luego quedar inmóvil y pensativa. —¿Pasa algo?—preguntó el guardia, preocupado. —Gabriela Mistral—dijo la señora Beatriz, mientras empezaba a sonreír. —No entiendo qué tiene que ver Gabriela Mistral con la brujería—dijo Montoya. —Con la brujería nada, con la poesía todo—respondió la mujer—. La reunión de las dieciséis en cuatro familias de cuatro quiere decir que ha recibido la mitad de las frases que conforman el conjuro. —Disculpe mi estupidez, pero aún no lo entiendo—dijo el guardia, aún confundido. —Se refiere a que el texto tiene dieciséis líneas, agrupadas en cuatro estrofas de cuatro líneas cada una—dijo la señora Beatriz, sonriendo—. Usted ya ha recibido ocho líneas, agrupadas en dos estrofas de cuatro líneas, por lo tanto faltan ocho líneas más para completar las dos estrofas faltantes. —Bueno, al menos ya sé cuántos fantasmas me faltan—dijo el ex boxeador, algo apesadumbrado—. Y también sé que apenas voy a la mitad de esta maldición. —Ya tiene un objetivo señor Montoya, ahora está algo más claro de lo que debe hacer que hace un rato. Eso debería al menos tranquilizarlo, y en una de esas hasta alegrarlo—dijo la mujer, con cara de satisfacción. —Sí, supongo que debo alegrarme porque sólo me faltan ocho puñetazos a las paredes para terminar este conjuro, o como se llame—dijo el guardia, quedando luego pensativo unos segundos—. ¿Y usted me puede asegurar que después de terminar de conseguir las líneas que me faltan, dejaré de ver almas en pena y volveré a tener una vida común y corriente, tal como antes?

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—Pucha señor Montoya, yo no le puedo asegurar nada, si apenas estoy empezando a entender todo este lío junto a usted—respondió la señora Beatriz—. Por lo menos estaré esperando a que usted complete de reunir las frases para ayudarlo a interpretarlas en su conjunto, y ver para qué sirve el conjuro. —Gracias señora Beatriz, sin su ayuda jamás hubiera sabido para qué estoy haciendo esto, y ahora al fin sé cuánto me falta por hacer. ¿Cuánto le debo? —Nada señor Montoya, ya le dije que no le voy a cobrar por esto. Soy una mujer de palabra—dijo la mujer, sonriendo. Pedro Montoya se fue de la casa de la señora Beatriz con el papel con las estrofas y una extraña mezcla de sentimientos. Pese a todo lo que le había tocado vivir, el saber cuál era su objetivo facilitaba un poco soportar lo que le faltaba para completar de una vez por todas con el conjuro, y ver si una vez terminado ello podría volver a buscar un camino algo más terrestre en su existencia. Por ahora sólo debía abocarse a encontrar las almas que le faltaban, por lo que debería permanecer sobrio la mayor cantidad de tiempo posible, lo cual no era problema para él: pese a gustarle la ginebra, la sensación de embriaguez le era demasiado incómoda, y sólo lo hacía para poder dejar de ver a los fantasmas. Antes de seguir rumbo a cualquier parte, el guardia buscó una farmacia para comprar un desinfectante para tener a mano luego de abrir cada portal, y así evitar dañar irreversiblemente la piel de sus manos. Tres meses después, la vida de Montoya se parecía cada vez más a la de un ser humano normal. El guardia había conseguido una pieza en arriendo, y gracias a permanecer sobrio, había logrado agregar más frases al conjuro que los fantasmas le dictaban; además seguía aplicando su técnica de hablarle a las almas en pena, para poder guiarlas a algún lugar deshabitado, conseguir la frase y abrirles el portal, evitando problemas con la gente que lo rodeaba y por ende, dándole algo más de estabilidad a su existencia, y permitiéndole soñar en que algo bueno recibiría luego de tanto tiempo apoyando a almas desencarnadas de desconocidos. En la medida que el tiempo pasaba, la ansiedad se apoderaba de Montoya. Cada frase nueva que recibía era una línea menos pendiente del conjuro, dejándolo a cada instante más cerca del momento en que se liberaría de esa maldita carga que le había acarreado la disputa del título mundial hacía ya una década. La esperanza de volver a una vida rutinaria, sin sobresaltos, sólo con aquellos propios de seres vivos, era aliciente suficiente para casi andar buscando fantasmas a quienes abrirles portal a cambio de una frase más para el conjuro; en un par de ocasiones se encontró con entidades que no parecían entender a qué se refería con lo de las frases, a las que de todos modos les abrió un portal, y que se fueron igual de agradecidas que todas las almas anteriores, pero

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mirándolo a la distancia con desconfianza, como si temieran que al no tener nada para darle a cambio les negaría el camino a la luz. Esa mañana Montoya iba a casa de vuelta del trabajo. Las madrugadas lluviosas generaban en los habitantes de la ciudad una suerte de necesidad por permanecer en sus hogares, o prolongar su estadía en sitios techados y secos, por lo que la urbe parecía despertar más tarde y más lento; eso le permitía al guardia disfrutar de una caminata en paz, y facilitaba la aparición de espectros ávidos de ayuda. De pronto un tipo enorme apareció frente a él bloqueándole el paso; sin mediar provocación el voluminoso hombre empezó a lanzarle certeros puñetazos que apenas alcanzó a bloquear, y que debió contrarrestar utilizando su mejor técnica. La levedad en los golpes del hombre y en el impacto en sus puños le hizo notar de inmediato que se trataba de un espectro, y lo depurada de su técnica le permitió reconocer en él a un boxeador. En ese instante un nudo apretó su garganta, y sin pensarlo dos veces se agazapó para recibir un gancho de izquierda y de inmediato responder con un violento golpe lateral a la sien del fantasma, que cayó petrificado al suelo: el alma en pena del ex campeón mundial, que había muerto por su mano hacía ya más de diez años, lo había encontrado para reclamarle su paso al más allá. Montoya se acercó nervioso al espectro en el suelo, pero antes de poder dirigirle la palabra su boca se abrió, haciéndole perder momentáneamente el conocimiento, para luego rehacerse con la nueva frase en el papel, que había escrito automáticamente. El alma del ex campeón mundial estaba de espaldas a Montoya, quien no intentó hablarle, sino simplemente rompió su puño contra el muro más cercano para abrirle el portal al motivo de todos sus pesares. El guardia vio con extrañeza su sangre impregnada en el muro, que no se iluminaba luego de pasados varios segundos; de pronto una puerta se abrió, dejando ver la oscuridad más profunda que ojo humano hubiera visto hasta ese momento en el planeta. El alma del ex campeón mundial de boxeo se acercó y se paró en su borde, para luego voltear y dejar ver a Montoya su rostro, donde sus ojos estaban ocupados por dos agujeros tan oscuros como la densa negrura que manaba del extraño portal. El alma desencarnada esbozó una leve sonrisa, y luego simplemente se dejó caer en la nada, la cual se desvaneció en el instante. —¿Quién es?—preguntó a través de la puerta la mujer. —Soy yo señora Beatriz, Pedro Montoya. —Señor Montoya… son las seis y media de la mañana, ¿no podría haber esperado a una hora algo más prudente?—preguntó la señora Beatriz, abriendo la puerta de su casa cubierta por una vieja bata de levantar de toalla. —Lo tengo señora Beatriz… —¿Qué tiene?—preguntó la mujer, aún algo aturdida. —El conjuro, tengo completo el conjuro.

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X El café tiene muchas cualidades químicas demostradas y demostrables en el organismo humano; sin embargo, el efecto de quitar el frío y el sueño en la mente colectiva, es más poderoso que cualquier estudio científico. Pedro Montoya bebía con cuidado el café para no quemar su lengua, mientras la señora Beatriz intentaba despejar el sueño de su mente y de sus ojos, para poder hablar lo más racionalmente posible con el ex boxeador. —¿Está seguro de tener el conjuro completo, señor Montoya?—preguntó aparentemente algo más despierta la señora Beatriz. —Sí, ya tengo las dieciséis líneas en cuatro estrofas de cuatro. Al leerlo suena lógico, aunque no entiendo del todo para qué podría servir este conjuro—respondió el boxeador, sacando de su bolsillo una hoja donde había escrito el texto ordenado—. No se imagina cuántas veces conté las líneas para asegurarme que no faltara ninguna. Esta cosa completa podría significar mi libertad, al fin. —¿Hubo algo especial con la última entrega, con la de la primera línea del conjuro?—preguntó la señora Beatriz. —Sí, el fantasma que me la dio era el del campeón mundial que… ya sabe… —O sea que se cerró el ciclo por completo—comentó la mujer—. Qué bien por usted señor Montoya, supongo que haber visto esa alma partir lo dejó un poco más conforme. —Sí, creo que las cosas cambiarán de ahora en adelante—dijo Montoya, sonriendo. —Bueno, supongo que si vino a esta hora es para mostrarme el conjuro, a ver si lo puedo ayudar a entender para qué sirve—dijo la mujer, sacando sus gruesos anteojos del cajón del escritorio. —Por supuesto señora Beatriz, acá está—dijo Montoya, entregándole el papel. —Veamos qué dice acá, a ver si lo logro recitar como un poema de la Mistral:

“Para acabar este mundo Profano, humano e inmundo

Estas letras has de pronunciar Para esta victoria lograr.

Demonios de sur y norte

Maleficios de oeste y este Despiertan a la hembra consorte

Para dejar todo agreste.

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La reunión de las dieciséis En cuatro familias de cuatro Harán el conjuro que veréis Y dará cumplimiento al trato.

Junta las frases veloz

Para que tengas la suerte De vivir el instante atroz

Del gobierno de la muerte”

—Vaya, suena terrible al escucharlo recitado—dijo Montoya. —Sí, es terrible este conjuro—dijo la mujer, luego de sacarse los lentes. —¿Y sabe qué significa?—preguntó Montoya, intrigado. —Sí, que serviste a nuestro cometido, sin darte cuenta que nos estabas entregando la fórmula para darle las llaves de la Tierra al verdadero dios de la humanidad, el gran señor Lucifer—dijo la mujer poniéndose de pie, y lanzando el papel arrugado a la cara de Montoya—. Ahora vete de mi templo, humano estúpido y asqueroso, y ruega porque mi señor Lucifer tenga piedad de tu alma y te acepte en su reino de perdición. —Pero… señora Beatriz… —¡Sal de mi templo, pedazo de mierda!—pronunció una voz salida de la boca de la menuda mujer, que llenó la cabeza del ex boxeador, hasta el punto de sentir que le iba a estallar sobre el cuello, el cual se vio obligado a salir lo antes posible para salvar su vida e integridad mental. Montoya estaba confundido y adolorido. Sentado en la acera mientras intentaba borrar el sonido que aún le hacía zumbar los oídos, pensaba en todo lo que había vivido hasta ese instante, e intentaba comprender el porqué de su extraña suerte. Lo peor de todo era que su único nexo con alguna explicación racional de lo que le estaba pasando no era lo que decía ser, y lo había utilizado para obtener el conjuro y utilizarlo para su beneficio personal. Justo cuando el ex boxeador creía que ya nada podría empeorar, su cuerpo sintió la imperiosa necesidad de dirigirse a un almacén situado a media cuadra de donde estaba sentado. Sin ser capaz de controlar sus actos, el hombre llegó al almacén y se encontró de sopetón con una mujer vestida con ropas que parecían sacadas de una tienda de atuendos de finales del siglo XIX. A sabiendas de lo que se vendría, Montoya simplemente cerró los ojos y le dio un violento golpe de puño a una de las paredes del local, abriendo el portal para la agradecida alma en pena, mientras la dependiente del local sacaba un bate de madera para espantar al extraño hombre, quien se fue del lugar tan rápidamente como había llegado. Montoya caminaba cabizbajo alejándose de la casa de Beatriz y del almacén. Su cabeza se sentía casi tan mal como cuando la voz salida de la boca de la mujer había inundado todo; en esos momentos parecía que sus piernas eran atraídas de todos lados. El ex boxeador quería llegar

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luego a su pieza para esconderse, y se negaba a mirar a su alrededor; sabía el panorama que encontraría cuando levantara su cabeza, y no quería seguir metido en esa anómala realidad. Esquivando postes, árboles, perros, personas y fantasmas, el ex boxeador llegó a la casa donde estaba alojado y se encerró en su pieza, a pensar qué diablos hacer con la avalancha de almas en pena que aguardaban por él en todos lados, y dónde buscar ayuda para saber qué diablos significaban las palabras de la señora Beatriz.

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XI Pedro Montoya estaba llegando al bar donde trabajaba Antonio. Tres días antes su amigo lo había sacado del bar, tomado de las muñecas, por romper sus manos en la pared al ayudar a otro fantasma a encontrar su camino, y no había tenido tiempo de pagar el trago ni dejar propina. El obeso guardia, al verlo llegar, se cruzó en su camino para impedir que entrara a hacer un nuevo escándalo. —Déjame pasar—dijo Montoya, escueto. —No sé por qué chucha todos te respetan o te temen, pero conmigo esas huevadas no corren—dijo el tipo con voz en cuello—. Te vas a ir de mi… —Me temen porque hace once años maté a puñetes al campeón mundial de peso crucero en el ring y con guantes—respondió Montoya, con mirada amenazadora—. Ahora no hay ring, ni reglas, ni guantes, así que saca tu tonelada de grasa de la puerta y déjame pasar a hablar con Antonio, o sales en camilla o en cajón de esta pocilga, chancho conchetumadre. Luego de sortear al guardia, quien quedó paralizado luego de escuchar las amenazas de Montoya, el ex boxeador fue directo a la barra, donde Antonio estaba limpiando todo para empezar a hacer su trabajo. —Volviste, ¿se te pasó la tontera, huevón idiota?—preguntó el barman sin levantar la vista de la barra. —No, no se me va a pasar, vengo a pagar el trago del otro día, y a dejar la propina que mereces—dijo Montoya, pasándole un billete de diez mil pesos a Antonio. —¿Qué te pasó que empeoraste de tu locura?—preguntó el barman, mirando esta vez a los ojos al ex boxeador, quien de inmediato bajó la mirada—. Estuviste harto tiempo tranquilo, hueveando poco, en el medio ya casi no se hablaba de ti, y de repente volviste dejando la cagada por todos lados. —Discúlpame, no quise meterte en problemas. Me voy a mi pega, a ver si esta vez logro llegar—dijo Montoya, incorporándose. —Yo me acuerdo que estabas yendo donde una bruja, psicóloga o algo, ¿qué pasó con eso?—preguntó el barman. —Nada que seas capaz de creer. Nos vemos—dijo el ex boxeador. —A ver, déjate de huevadas, siéntate y cuéntame la historia—dijo Antonio—. Si te aguanté el cuento del cazafantasmas, puedo aguantar cualquier tontera de tu parte. Montoya se sentó a la barra, y empezó a contarle a Antonio todas sus peripecias, con lujo de detalles. Luego de terminar el relato, y el vaso de ginebra que el barman le había regalado, le pasó el papel con el conjuro en forma de poema, el que Antonio leyó casi inexpresivamente. Luego de

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doblar el papel y devolvérselo al ex boxeador, tomó un gran sorbo de cerveza y se quedó mirando silencioso la superficie de la barra, para finalmente suspirar ruidosamente. —Tú sabes que yo no mezclo trabajo con vida personal, Pedro—dijo Antonio, sin dejar de mirar la barra—. De hecho creo que aparte de mi nombre, no sabes nada más de mí. —Es verdad, ni siquiera sé tu apellido… pero no entiendo qué tiene que ver eso con mi historia, porque supongo que para ti no es más que eso—respondió Montoya. —Yo puedo ayudarte a aclarar qué significa lo que te está pasando—dijo el barman—. Bueno, no directamente yo… —¿A qué te refieres, Antonio?—preguntó intrigado el ex boxeador. —Escúchame bien, a mi me importa una raja que hayas sido campeón mundial de boxeo invicto, que hayas muerto a tu rival en el ring, o lo que sea, si se llega a saber que te estoy ayudando en esto, te juro que soy capaz que romperte una colección de bates de madera en la cabeza por hocicón—dijo Antonio mirando a los ojos a Montoya. —Viejo, te juro que no sé a qué diablos te refieres—dijo Montoya, sorprendido. —Te voy a enviar con alguien que te ayudará, que se gana la vida en estas cosas—dijo el barman, nuevamente fijando su vista en la barra—. Se llama Verónica, y es mi hermana. —Ah, ahora entiendo—dijo Montoya, sorprendido. —¿No me vas a hacer ninguna pregunta?—dijo Antonio. —No tengo ganas que me apalees, así que si hay algo que contar, esperaré a que me lo cuentes—dijo Montoya. —No me gusta hablar de temas raros por ella—dijo el barman—. Somos buenos amigos, nos queremos harto, pero nos vemos muy poco y la verdad es que a ninguno le nace andar a la siga del otro. Ella es la inteligente de la familia, entró a la universidad mientras yo tomaba el curso de bartender en un instituto; cuando ella se recibió de psicóloga, yo llevaba cuatro años trabajando y me había ido de la casa. Un par de años después ella empezó a investigar estas cosas de la parapsicología y el esoterismo, por una paciente muy rara que le llegó, que había pasado por varios psiquiatras y psicólogos sin encontrar solución a sus males. El asunto es que de una semana para otra esta tipa llegó sana, como si nada a la consulta de mi hermana, a despedirse y a darle las gracias. Cuando mi hermana vio que esta mujer efectivamente estaba completamente normal, le preguntó qué había hecho y ella le contó que había ido donde una señora que le había hecho no sé qué, y que eso la había mejorado. Mi hermana buscó a esta persona, le pagó una consulta para ver qué hacía, y según me contó, desde que entró le dijo todo de su pasado, le contó dos o tres cosas que pasarían en el mediano plazo, y que se dedicaría a la parapsicología. Cuando pasaron las tres cosas que esta persona le dijo tal y como se las dijo, mi hermana se decidió a estudiar estos temas, y actualmente, si bien es cierto sigue ejerciendo de

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psicóloga, la mayor parte del tiempo encuentra soluciones en estas cosas raras. —Espero que no cobre muy caro—dijo Montoya. —No te preocupes, le dices que vas de parte mía y no te cobrará—respondió Antonio—. Toma, acá está su teléfono y dirección. —Bueno, después que la vea te contaré cómo me fue—dijo Montoya, guardando el papel. —Es cosa tuya si me quieres contar o no, lo que me interesa es que te ayude para que dejes de meterte en problemas y no te terminen amputando los dedos por tanto golpe—dijo el barman—. Ahora ándate a tu trabajo, que yo debo dejar todo listo para empezar a atender en el mío. El ex boxeador estaba aún algo sorprendido al saber que la eventual solución a sus problemas podría venir de la mano de la hermana de la única persona que se acercaba a su definición de “amigo” en esos momentos de su vida. Montoya salió raudo del local, no sin antes dirigir una mirada de odio al guardia obeso, quien sólo atinó a dejarle el espacio suficiente para que pasara, sin intentar siquiera un ademán en su contra. Dos días después, y tal como habían concertado por teléfono, Montoya estaba llegando a la casa de Verónica, la hermana menor de Antonio. Tanto el barrio como la arquitectura eran similares a donde había visitado a la señora Beatriz, lo cual le causó bastante incomodidad, y un poco de desconfianza. Luego de entrar a la habitación destinada como oficina y sentarse, la joven mujer abrió de inmediato los fuegos. —Así que usted es el famoso Pedro Montoya. Me acuerdo de haber visto sus peleas en la televisión cuando era adolescente, usted era realmente bueno peleando—dijo la mujer. —Gracias señorita—dijo Montoya, algo desacostumbrado a los halagos deportivos. —Lo noto algo incómodo, ¿qué le pasa? —Nada, es que… su casa se parece demasiado a la de otra persona que visité antes… —Es por un cuento económico—se apuró a contestar Verónica—, sale más barato arrendar una casa vieja en estos barrios. Usted debe entender que no se gana demasiado en este oficio. —Sí, lo imagino—respondió Montoya, algo cohibido por la juventud de la mujer. —Bueno, Antonio me llamó y me recomendó su caso, pero no quiso contarme nada, salvo un comentario burlón típico de él—dijo Verónica. —¿Lo de decirme cazafantasmas?—preguntó el ex boxeador—. Tal vez tenga razón. —Bueno, lo mejor es que me cuente por qué mi hermano le dice así, a ver si lo puedo ayudar en algo para cambiar ese sobrenombre—dijo Verónica.

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Montoya dedicó la siguiente hora en relatar cada detalle de lo que le estaba pasando, deteniéndose en cada hito para que Verónica tuviera toda la información posible, y así hubiera alguna posibilidad de ayudarlo en su predicamento. Luego de terminar el relato, el ex boxeador le entregó a la mujer el papel con el texto de las frases ordenadas para que ella lo interpretara. Mientras la joven leía y transcribía el texto a su computador, Montoya vio aparecer tras ella a una mujer de rasgos similares a los de Verónica, algo más baja, y con un peinado y vestimentas que sólo había visto en películas antiguas sobre el lejano oeste norteamericano. Instintivamente los puños del ex boxeador se cerraron, y el hombre empezó a buscar alguna muralla cercana. —No es necesario—dijo de pronto Verónica, sin despegar su vista del papel—. Ella no está atrapada acá, puede pasar libremente entre ambos planos; ella es un ancestro mío, que me ayuda en mis labores y me avisa si algo malo está a punto de sucederme. El ex boxeador se quedó en silencio mirando el alma de la mujer que ayudaba a Verónica en su trabajo. Luego de leer por sobre el hombro de la parapsicóloga, el ancestro de la joven pareció decirle algo al oído, para luego desvanecerse en el aire, no sin antes mirar con curiosidad a Montoya. —Supongo que puedo confiar en que guardará este secreto, señor Montoya—dijo Verónica, mirando a los ojos al ex boxeador. —Por supuesto señorita—respondió el guardia—. Además, supongo que no me creerían mucho si contara algo así en alguna parte; y en el medio en que trabajo, a lo más me preguntarían si estoy borracho o drogado. —Bueno señor Montoya, vamos a lo nuestro entonces—dijo la mujer, acomodándose en su silla—. Esta mujer, Beatriz, es una bruja poderosa que usó su don para hacerse del conjuro. —Ella me dijo muchas cosas respecto de mi capacidad, que no sé si sean ciertas—dijo Montoya. —No mucho de lo que ella le dijo es verdad—dijo Verónica—. El boxeador al que usted mató efectivamente tenía pacto con la oscuridad, esta capacidad se activó en usted gracias a la muerte de su rival… el resto no es tan simple como ella se lo explicó. —¿Todo el resto?—preguntó nervioso el ex boxeador. —A ver, de partida todas las almas que le entregaron las frases de este conjuro están del lado del mal—dijo la mujer, para sorpresa de Montoya—. La idea era usar esta capacidad suya de comunicarse para que la bruja dispusiera de este conjuro para ayudar a cimentar el imperio de la oscuridad sobre el planeta. —¿Y solo con ese conjuro va a quedar la…? —No, un conjuro por sí solo y una sola bruja no son capaces de tanto—se apuró a responder la mujer—. Esto que usted está viviendo le está pasando a mucha gente en el mundo al mismo tiempo, y será la suma de

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todos estos brujos y conjuros lo que puede gatillar el principio del fin de la realidad. —¿Y hay algo que aún se pueda hacer?—preguntó Montoya. —La génesis de este conjuro es interesante señor Montoya, tal como su capacidad de interactuar con almas en pena—dijo la mujer—. Nada de lo que pasa en la guerra entre el bien y el mal es fruto del azar, todo está fríamente planificado por las entidades que conforman cada bando. En este juego de estrategias somos las fichas que hacemos que las cosas pasen. —¿Qué quiere decir eso, que estaba en mi destino que yo matara al campeón mundial para que se desencadenara todo esto?—preguntó confundido el ex boxeador. —Quiere decir que sin importar su oficio o las circunstancias de su vida, usted estaba destinado a servir de nexo entre el conjuro y la bruja—respondió la joven mujer. —¿Y eso también es culpa de la maldición?—preguntó Montoya. —No existe maldición alguna señor Montoya, esto es un plan de las huestes del mal para lograr la conquista de las almas humanas—respondió Verónica. —Entonces no logro entender por qué me pasa esto a mí, si yo no le hago daño a nadie—dijo el ex boxeador. —Todos tenemos ancestros señor Montoya, que condicionaron con sus actos en el pasado nuestras realidades actuales—dijo la joven mujer—. Tal como mi ancestro trabaja conmigo desde el plano intermedio, uno de los suyos dedicó su vida a luchar contra las huestes del mal. —¿Ahora me va a decir que quien escribió el conjuro era mi tatarabuelo?—preguntó casi enojado Montoya. —No, su ancestro era un laico que trabajó para la inquisición—respondió la mujer. —Yo creía que la inquisición era de puros curas—comentó Montoya. —El clero orquestaba y ordenaba, pero no se ensuciaban las manos—dijo Verónica—. La verdad es que la inquisición jamás quemó una sola bruja, pero sí lograron mantener a raya a las huestes del mal, al menos por algunos siglos. —Entonces gracias a ese ancestro yo estoy metido en esto ahora—dijo algo apesadumbrado el ex boxeador. —Sí, gracias a su ancestro usted tiene esa capacidad, y gracias a la mía yo tengo la posibilidad de ayudarlo, o al menos guiarlo—dijo Verónica. —Bueno, ¿y al final hay algo que se pueda hacer contra este conjuro?—preguntó nuevamente Montoya. —Sí, y la respuesta está en el mismo conjuro—respondió a secas la mujer. —No entiendo. —En la época en que se generó el conjuro la lucha entre el bien y el mal era bastante descarnada, y ello llevó a que los límites entre uno y otro bando a veces fueran muy poco precisos—dijo Verónica—. Ello gatilló en parte los excesos en que se vio envuelta la iglesia católica y la sociedad

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en general, lo que se vio agravado por las plagas que asolaron a la humanidad. En esos momentos muchas entidades del infierno le ofrecieron salud y riqueza a algunos clérigos, con tal que los ayudaran salvando de la muerte en la hoguera a algunos súbditos del mal. —Eso pinta para mal, señorita—dijo Montoya. —De hecho así fue. Un monje, cuya familia falleció a causa de una de las tantas plagas que han asolado a la humanidad y que en un principio fueron atribuidas a conflictos de fe de las personas, en un acto de rebeldía invocó al príncipe de las tinieblas para ofrecerle su alma y su ayuda desde dentro de la iglesia. Este monje accedió a una fórmula para conjurar demonios y mantenerlos fuera de nuestra realidad, la que fue convenientemente modificada para que hiciera lo contrario. Esa fórmula requiere del alma de una mujer consagrada al mal, para que se haga efectiva y logre su objetivo. En el conjuro aparece nombrada como la “hembra consorte” —¿Eso quiere decir que la señora Beatriz es esa consorte?—preguntó sorprendido Montoya. —Al parecer sí. —Entonces este monje se condenó para siempre. —No es tan así—dijo la joven mujer—. Este monje se dio cuenta del error que había cometido, y luego de pensarlo por un buen tiempo, se dirigió donde el inquisidor para denunciarse y tratar de encontrar una solución a su pecado. De inmediato el inquisidor contactó a sus superiores, y luego de algunas semanas de intercambios de correspondencia privada, llegó desde Roma un viejo sacerdote para ayudar a solucionar el problema como fuera. —Eso tampoco suena muy bien que digamos, señorita. —Este sacerdote estudió cuidadosamente el conjuro modificado, y encontró el modo de usar la fórmula para evitar el triunfo de las huestes del mal—continuó Verónica—. Para ello utilizó la parte de la tercera estrofa que dice “la reunión de las dieciséis en cuatro familias de cuatro”, para hacer frente a las huestes del mal. —¿Y se puede saber cómo la utilizó?—preguntó algo ansioso Montoya. —Por medio de las actas de la inquisición, ubicó a dieciséis religiosas de cuatro congregaciones distintas, cuatro de cada una, que hubieran pecado de modo tal contra la iglesia que su condena fuera la muerte en la hoguera, y que durante el proceso o al final de éste hubieran manifestado arrepentimiento sincero—respondió la mujer—. Este sacerdote se reunió a solas con cada una de ellas, y a cambio del perdón de sus almas de parte del Papa, las instruyó para que, cuando el conjuro se utilizara, ellas estuvieran listas para luchar contra la “hembra consorte”, por medio de una fórmula secreta emanada de las escrituras originales. —O sea que a cambio de sus vidas, estas religiosas… —No señor Montoya, creo que no me entendió bien—interrumpió Verónica—, estas religiosas recibieron el perdón para sus almas, pero una vez que memorizaron la fórmula entregada por este sacerdote y juraron ante la cruz estar dispuestas a luchar contra la hembra consorte

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cuando fuera necesario, murieron quemadas en sus respectivas congregaciones a vista y paciencia de todas sus hermanas de religión. —A veces me cuesta entender esto de las religiones, señorita—dijo Montoya—. ¿Cómo es que se pasan la vida hablando de paz y amor, y al rato están matando y oprimiendo al que piensa distinto a ellos? —Es más simple de lo que parece, señor Montoya—respondió Verónica—. La paz y el amor son para aquellos que forman parte de la religión, quienes están afuera deben ser convertidos, y si no se puede, apartados o hasta eliminados. —Parece que no le gustan las religiones, señorita—comentó Montoya, esbozando una tímida sonrisa—. Bueno, supongo que ahora me contará cómo es que estas dieciséis monjas… bueno, sus almas, serán capaces de luchar contra la señora Beatriz. —Las dieciséis almas deben agruparse en sus respectivas congregaciones, y cuando llegue el momento en que la hembra consorte despose al demonio elegido por el príncipe de las tinieblas para concretar el conjuro, catalizarán las energías del bien y las guiarán para destruir la unión, en lo posible destruir a la consorte y al demonio, y con ello debilitar lo suficiente el conjuro como para que no tenga efecto alguno sobre las almas encarnadas de nuestro planeta—respondió Verónica. —¿Y cómo se supone que se juntarán esas dieciséis almas? Porque supongo que no están ni en el cielo ni en el… —de pronto la mente de Montoya pareció ser invadida por una idea que lo dejó sin habla—. Por eso es que no he dejado de ver fantasmas… las almas de las dieciséis monjas están esperando… —A que usted las canalice de modo tal que puedan hacer frente a la consorte y al demonio elegido—dijo Verónica, para luego agregar—. Ahora comienza su verdadera misión, señor Montoya.

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XII Pedro Montoya parecía estar mirando a través de Verónica. El ex boxeador intentaba ver si la ancestro de la parapsicóloga estaba presente, o si había alguna otra entidad desencarnada en el lugar; su mirada perdida recorría la habitación en que estaban, tratando infructuosamente de encontrar algún alma para ayudar, y así olvidar las palabras de la mujer, que habían sepultado sus esperanzas de volver a tener en el corto plazo una vida normal. De pronto una voz se empezó a escuchar, llenando cada vez más sus oídos, y sacándolo de su estado de abstracción. —Señor Montoya, ¿qué le pasa, se siente mal?—preguntó Verónica, algo preocupada. —No… no se preocupe, estaba buscando alguna respuesta a esta nube negra que se apoderó de mi vida—respondió el ex boxeador—. Bueno, creo que lo mejor es que me diga cómo lo haré para… ¿cómo dijo?, canalizar las almas de estas monjas, porque supongo que no será tan simple como sacarme sangre de los nudillos. —El problema señor Montoya es que no tengo idea de cómo se hace eso—dijo la mujer—. Mi ancestro no me dijo más que lo que le acabo de contar. —Cresta… o sea que deberé aprender por las malas, como la primera vez—comentó el guardia. —Trataré de encontrar el modo de ayudarlo a hacer su trabajo. Déjeme su número de celular, y en cuando averigüe algo le avisaré—dijo Verónica. —Usted me contó que el cura de Roma usó parte del conjuro para hacer lo de las monjas, y que éstas fueron elegidas de a cuatro, en cuatro congregaciones, ¿cierto?—preguntó Montoya, luego de intercambiar números telefónicos con Verónica. —Claro, dieciséis monjas, cuatro de cuatro congregaciones distintas. —Y todas murieron en sus respectivas congregaciones—agregó el ex boxeador. —¿Acaso está pensando en ir a las congregaciones y ubicar las almas de las monjas?—preguntó Verónica, mientras su rostro parecía iluminarse por lo simple de la solución que había pensado Montoya. —Claro, voy a ir a cada monasterio o como se llamen esas cosas, tocaré la puerta, pediré hablar con la superiora y le diré “oiga Sor, ¿me da permiso para juntar las almas de las cuatro monjas que quemaron hace no sé cuántos siglos en su patio? Las necesito para que peleen contra el diablo, de ahí se las devuelvo tal y como estaban”—dijo en tono irónico y visiblemente molesto el guardia. —Tal vez no sea la forma, pero en el fondo es la única solución real—dijo Verónica, seria—. No veo por qué haya que mentir, o que darle muchas

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vueltas al asunto. Además, por lo que me ha contado mi hermano, cuando algún alma lo necesita, usted pasa por encima de todo y todos. —¿De verdad cree que voy a ir a meterme con este… discurso a los conventos, si ni siquiera sé cuáles son o cómo se les dice a las monjas?—preguntó sorprendido Montoya—. Además, hasta donde sé, las monjas no creen en fantasmas. —Pero sí creen en el demonio, en la inquisición, y en la autoridad del Papa—respondió la joven mujer—. Por otro lado, esta historia debe ser conocida por las superioras, y probablemente haya pasado de generación en generación. —De ser cierta—dijo Montoya. —Por supuesto señor Montoya, usted está en todo el derecho de dudar de lo que le he contado hasta ahora—dijo Verónica. —No es que dude de usted… es que me da un poco de vergüenza ir a meterme a un convento… —Cuatro conventos—corrigió la joven mujer—. Y es normal que aún no digiera todo lo que le he contado. Yo tampoco llegué a este camino de un día para otro, y muchas veces las dudas me invaden y no me dejan avanzar. Ahora, si es sólo la vergüenza lo que lo limita, lo puedo acompañar a visitar los conventos: por un lado usted saldrá de sus dudas, y por otro nos aseguramos de dejar todo listo para dar la batalla contra Beatriz y su demonio consorte. —¿Cuánto tiempo tengo para canalizar las almas de las monjas?—preguntó Montoya. —No lo sé, no me dieron esa información—respondió Verónica. —Trataré de pensar en esto, y de hacerlo rápido—dijo Montoya—. Ojalá cuando tome la decisión no sea demasiado tarde. —¿Eso quiere decir que…? —Eso quiere decir que lo pensaré a solas. Si decido pedir su ayuda la llamaré de inmediato, y si no, simplemente tomaré el toro por las astas, y que sea lo que dios quiera—dijo el ex boxeador, poniéndose de pie—. No le quito más tiempo señorita, ¿cuánto le debo? —Nada, no me debe nada, esta misión es demasiado importante para preocuparnos de cobros—respondió Verónica, acompañando a Montoya a la puerta. —La señora Beatriz tampoco me cobró… ojalá no me salga con alguna sorpresa más adelante. Nos vemos señorita—dijo el ex boxeador, despidiéndose de mano de la parapsicóloga. Montoya caminaba silencioso por la angosta acera. Su ensimismamiento era ocasionalmente interrumpido por algún vehículo que pasaba a media velocidad por la también angosta calle, que parecía estar hecha sólo para peatones o bicicletas. En ese momento no tenía idea qué hacer, y sabía que la respuesta no llegaría a su mente cuando él quisiera o necesitara, sino tal vez en el peor momento. De pronto se dio cuenta que no había ninguna persona caminando por el lugar, y que tampoco lograba ver algún alma que necesitara ayuda para retomar su camino; pese a todo

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ello, Montoya no apuró el paso, pues se sabía capaz de golpear personas y almas, como también sabía que estaba indefenso ante un poder del mal, lo que le había quedado claro al escuchar el grito de la señora Beatriz, cuando su alma lo expulsó de su templo. Montoya llegó por fin a una calle con locomoción colectiva: el contraste con la silenciosa calle donde vivía Verónica no alcanzó para desconcentrarlo de su predicamento, y el ahora continuo ruido de motores y bocinas hacía las veces del silencio de la pequeña callejuela. A un par de cuadras el ex boxeador vio una enorme iglesia, de la cual iban saliendo cuatro monjas, una de las cuales llevaba una vestimenta distinta a la de las otras tres: en ese instante se dio cuenta que no tenía idea cuáles eran los conventos a los que tenía que ir, dónde quedaban, ni cuántos de ellos había en la ciudad. Luego de un profundo suspiro, decidió que lo mejor era ir a algún cibercafé, y esperar la buena voluntad de las personas para pedirle a quien estuviera allí que le ayudara a buscar por internet la información que necesitaba. Luego que el dueño del local le enseñara pacientemente cómo buscar, Montoya logró dar con los quince conventos que había en la ciudad; de solo pensar en visitar esos quince lugares, y a sabiendas que en nueve de ellos no encontraría nada, decidió probar si había entendido las instrucciones de su mentor, e intentó buscar cuáles de ellos eran lo suficientemente antiguos como para haber tenido relación con la historia que le había contado Verónica. Después de hacer una lista en papel y buscar uno por uno, dio con los cuatro más antiguos, que sería con los cuales empezaría su búsqueda. Ahora sólo le faltaba hacerse del valor para ir a dichos conventos, y atreverse a preguntar por las monjas muertas en la hoguera siglos atrás.

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XIII Pedro Montoya caminaba nervioso por la avenida en que se encontraba enclavado el convento. El avance de la modernidad no había dejado de lado los barrios solitarios en que se solían construir las edificaciones religiosas, llevando a que en el transcurso del siglo XX todos los monasterios y conventos dentro de la ciudad terminaran conviviendo con viviendas o comercio, llegando a terminar rodeadas de rascacielos en algunas ocasiones. El ex boxeador había ideado una suerte de discurso, ayudado por Antonio, para presentarse en cada lugar y no tener que improvisar ni encontrarse sin saber qué decir de buenas a primeras. Luego de memorizar el qué decir, se armó de valor para ir al convento más antiguo y probar suerte, pues pensaba que al empezar por el más antiguo tenía mayores posibilidades de encontrar las almas de las monjas que estaba buscando. En cuanto llegó a la puerta, su estómago pareció recogerse, peor que cuando recibió en su carrera profesional algún gancho al plexo solar o al hígado: para un hombre como él, enfrentarse a boxeadores, borrachos y delincuentes era cosa fácil, y luego de los meses de experiencia, encontrarse con fantasmas de todo tipo y hasta hablar con ellos se había convertido casi en un hábito; pero llegar a un convento lleno de mujeres consagradas a la religión era un desafío mayor, pensando en su casi nula relación con el sexo opuesto, con su poca cercanía a los credos de cualquier índole, y a todos los prejuicios encarnados en las monjas, que había visto hasta ese entonces en los programas de televisión, y escuchados de boca en boca en las largas noches de guardia en los centros nocturnos en que se había desempeñado. Pese a todo, sabía que en algún momento debería empezar a reclutar las almas de las monjas, máxime sin tener certeza alguna de cuánto tiempo faltaba para que Beatriz desposara al demonio, si es que ya no era demasiado tarde. Así, sin estar plenamente seguro de lo que estaba haciendo, tocó a la gran puerta de madera, siendo recibido por una religiosa joven de mirada temerosa. —Buenos días hermana, mi nombre es Pedro Montoya, necesito saber cómo pedir audiencia con la madre superiora—dijo Montoya, buscando los ojos de la monja, cuya mirada se perdía en el piso. —Buenos días señor Montoya—dijo una voz detrás de la religiosa joven, sujetando con firmeza la puerta, para luego pasar a través de ella y quedar frente al ex boxeador—. Sor Elena no recibe a nadie que no venga por algún tema eclesiástico, o enviado por algún superior de la congregación. —¿Hace cuánto murió una religiosa joven, delgada, como de veinte años, piel pálida, pelo colorín y ojos negros?—preguntó Montoya, mientras describía al fantasma de la joven que apareció en la puerta junto a la

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religiosa que le bloqueaba el paso, quien pareció palidecer al escuchar las palabras del ex boxeador. —Hermana Carmen, vuelva a hacer sus deberes, yo me haré cargo—dijo una tercera monja de apariencia más amable, que apareció tras la religiosa que ahora se afirmaba temblorosa de la puerta—. Señor Montoya, soy la Madre Elena, pase por favor, vamos a mi oficina. —Deme medio minuto por favor—dijo Montoya, para descargar un violento puñetazo a una de las paredes, dejando su sangre pegada en la piedra del muro, desde donde se abrió el portal que permitió al alma de la joven religiosa seguir su camino a la eternidad. Montoya y Sor Elena se dirigieron a la oficina de la superiora. Luego de ofrecerle un café, la religiosa le pasó un pañuelo de papel al ex boxeador para que limpiara la sangre de sus nudillos. —¿Por qué se rompió la mano en la pared?—preguntó sin más preámbulos la superiora. —Para ayudar al alma de la religiosa colorina a seguir su camino al más allá—respondió el ex boxeador—. Mi sangre les abre la puerta al más allá a las almas que no encontraron el camino en su momento. —¿Para eso me buscaba? —No, eso no tiene nada que ver con mi visita. ¿Quién era ella?—preguntó Montoya. —La hermana Elizabeth—respondió la superiora—. Ella era una joven escocesa, que vino a unirse a nuestra congregación, y que sufrió un accidente fatal en la cocina, cuando tenía apenas 22 años… pero eso fue hace treinta años, no puedo creer que su alma no hubiera encontrado en todo este tiempo la paz de dios. —No se dio cuenta que estaba muerta—respondió Montoya, casi con frialdad—. Pero ya se fue, ahora debe estar descansando, supongo. —Supongo que como congregación estamos en deuda con usted, por ayudar a nuestra hermana—dijo Sor Elena—. Dígame por favor en qué lo puedo ayudar, y haré todo lo que esté a mi alcance, e inclusive más. —Sor Elena, necesito saber si en su congregación hay alguna historia acerca de cuatro religiosas quemadas en la hoguera por la inquisición, hace algunos siglos atrás—dijo Montoya, provocando en sor Elena una expresión de sorpresa, quien sin decir palabra se puso de pie y salió de la habitación, para volver un par de minutos después con sus manos cubiertas por sendos guantes blancos de tela, trayendo con ella un voluminoso libro que parecía listo a convertirse en polvo en cualquier momento. —Toda congregación religiosa de más de tres siglos de antigüedad ha tenido en sus filas ovejas negras, señor Montoya—dijo sor Elena, mientras abría con delicadeza el libro en sus primeras páginas, examinando el índice, para luego empezar a buscar en el tercio final del texto—. Nos avergonzamos de ello, y tratamos en lo posible de no difundirlo ni publicarlo, pero como corresponde a una institución

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responsable, guardamos registro de ello, y de todo lo que ha pasado dentro de nuestras paredes. —¿Ese libro es como un diario de vida del convento?—preguntó Montoya, sin tener certeza de cómo llamar al volumen que manipulaba la religiosa. —Esto es más específico que un registro de hechos del convento, señor Montoya—respondió la religiosa, mientras ojeaba con cuidado y buscaba en las amarillas páginas—. Este es el registro del Tribunal del Santo Oficio respecto de los procesos concernientes a los miembros de nuestra congregación. —¿Tan grande?—se atrevió a comentar Montoya. —Debe recordar señor Montoya, que la brujería, para el tribunal del santo oficio, era cosa de mujeres—dijo sor Elena—. Por ello es históricamente entendible que en un lugar donde hubiera muchas mujeres congregadas, las posibilidades de encontrar brujas era más alta… acá está—dijo de pronto interrumpiendo su propio relato la religiosa, dando vuelta el libro e indicando con su índice derecho un párrafo. —Qué raro escribían en esa época, la ortografía es como… ¿en 1804?—dijo de pronto Montoya. —Sí, el proceso se inició en 1804, y terminó en 1805 con la quema en la hoguera de estas cuatro mujeres que rompieron sus votos, y decidieron dedicar sus almas al mal—dijo sor Elena—. El proceso fue más largo que lo habitual, por el concurso de un sacerdote romano, que viajó a hablar con estas religiosas en privado, para finalmente otorgarles el perdón de sus almas y la restitución de sus votos, y así poder morir en la hoguera dentro de las paredes de este convento. En el texto del tribunal, por lo que veo, no hay registro de lo conversado por estas religiosas con el sacerdote, ni la identidad del mismo. —¿Y usted sabe dónde fue el sitio exacto donde fueron quemadas estas monjas?—preguntó Montoya. —Acompáñeme—dijo sor Elena, poniéndose de pie. Sor Elena y Pedro Montoya se dirigieron por los corredores del convento hacia uno de los patios interiores del lugar. En la medida que avanzaban, los ladrillos parecían ser más antiguos, y la falta de mantención de ese sector de la edificación era evidente. De pronto sor Elena se detuvo, y se colocó delante de Montoya, cortándole el paso. —¿Para qué necesita ver el lugar donde fueron quemadas estas pecadoras?—preguntó la religiosa. —Necesito encontrar sus almas, tal como lo hice con el alma de la hermana Elizabeth—respondió Montoya. —¿Para qué necesita encontrar estas almas? ¿Acaso viene a guiarlas hacia la eternidad, como lo hizo con el alma de la hermana Elizabeth? —No, la verdad es que parece que sé para qué vino el sacerdote romano, y qué hicieron estas monjas a cambio del perdón de sus almas—dijo Montoya, para luego contarle a sor Elena lo que había sido de su vida

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hasta ese momento, la conversación que tuvo con Verónica, y su decisión casi forzada de buscar las almas arrepentidas de las monjas, para tratar de detener los planes de Beatriz y las huestes del mal. —Es bastante valiente para contarme todas estas herejías, señor Montoya—dijo sor Elena—. También fue bastante valiente de su parte venir acá sin conocer a nadie. —No olvide que además tuve una cuota de suerte, si no hubiera sido por el alma de la hermana Elizabeth… —La suerte no existe señor Montoya—interrumpió sor Elena—. Si el alma de la hermana Elizabeth no encontró el camino en su momento, fue por voluntad de dios, para que usted pudiera revelarse ante nosotras. El mismo dios fue quien le dio este don para ayudar a las huestes del bien a combatir a los demonios y a los adoradores de satanás, y de paso ayudar a algunas almas a encontrarse con el camino al paraíso celestial. ¿Y qué se supone que hará si es que encuentra las almas de las hermanas arrepentidas? —La verdad es que no lo sé, sor Elena—respondió Montoya, algo complicado—. Yo sólo sé abrir un portal al más allá cuando estoy en presencia de algún alma que no ha encontrado su camino. En algunas ocasiones pude hablarles a algunas, y convencerlas de ayudarme, pero todo en el marco de la promesa de que luego podrían seguir el camino que alguna vez se interrumpió. En este caso no sé qué haré. —Bueno, esperemos que esas almas no hayan encontrado su propio camino al más allá, y que mantengan su palabra luego de más de dos siglos de espera. Sígame, estamos por llegar—dijo la religiosa, para reiniciar la marcha hacia el viejo patio central del convento.

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XIV El ex boxeador caminaba en silencio casi al lado de sor Elena. Siempre le había provocado curiosidad el modo de ser de las religiosas; luego de conversar algunos minutos con la superiora del convento, había caído en cuenta de la cantidad de prejuicios que tenía, y de los estúpidos estereotipos que rodeaban a las mujeres que decidían dedicar su vida a su fe; luego de esos breves minutos, Montoya había descubierto en las monjas, y en especial en sor Elena, a mujeres comunes y corrientes que seguían lo que sus corazones les dictaban. —Llegamos señor Montoya—dijo sor Elena, deteniéndose frente a un amplio patio que no se diferenciaba de los que ya habían pasado, salvo por lo viejo de los ladrillos de las paredes que lo rodeaban—. ¿Puede ver algo, acaso están acá las almas de las hermanas arrepentidas? Montoya entró en silencio al patio, sin ver a nadie por ninguna parte. A diferencia de lo que esperaba no era un lugar lúgubre, no había postes clavados en la tierra, no había restos antiguos de fuego ni nada que recordara o conmemorara lo que había sucedido en ese patio hacía más de doscientos años: en su lugar el patio estaba cubierto de un césped aparentemente bien cuidado, con asientos tipo bancos de plaza, e inclusive algunas flores silvestres apegadas a las viejas paredes de ladrillo. Montoya empezó a remover con la punta del zapato algunas piedras enterradas en las zonas sin pasto, las cuales tampoco tenían evidencia alguna del tamaño evento que había ocurrido en el lugar; si sor Elena lo hubiera enviado a buscar el patio sin darle ninguna seña, jamás hubiera sospechado que ese era el lugar. De pronto el ex boxeador tuvo una suerte de corazonada: dejó de mirar y remover piedras, y se dirigió donde la religiosa. —Sor Elena, ¿está segura que este es el lugar? Acá no hay nadie, y me parece algo extraño que esté tan bien mantenido y cuidado—dijo Montoya, algo nervioso. —¿Está seguro que no hay ninguna alma en este lugar?—preguntó la religiosa. —Nada, de ninguna época, o al menos ninguna que yo pueda ver—respondió el ex boxeador. —Eso es suficiente para mí. Sígame señor Montoya, ahora que sé que no es un charlatán, lo llevaré al verdadero sitio de la purificación de las cuatro religiosas—dijo sor Elena, encaminando sus pasos fuera del patio deliberadamente equivocado. Montoya siguió a sor Elena, quien tomó rumbo hacia las oficinas del convento. A medio camino se encontraba un pasillo más largo que el habitual, y que a la mitad tenía una discreta reja que bloqueaba el paso a

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una gran puerta de madera con manillares de acero envejecido. La religiosa sacó de entre sus ropas una llave casi oxidada, soltó el seguro de la reja, la abrió y se puso de pie junto a ella. —Esta puerta está cerrada desde que se terminó de construir. Nadie ha entrado en doscientos años a este lugar, así que no sé en qué condiciones se encuentre. Si bien es cierto en este sitio se llevó a cabo la purificación por fuego de cuatro almas que encontraron el perdón de dios, y que juraron transformarse en parte de su espada empuñada para luchar contra las huestes del mal, también es cierto que encierra la mayor vergüenza que ha vivido nuestra amada congregación. Yo lo esperaré acá en la puerta, si necesita algo lo ayudaré, pero no voy a entrar de buenas a primeras—dijo sor Elena, para de inmediato sacar otra llave y abrir la cerradura de la puerta de madera. Montoya se acercó para ayudar a mover la puerta, que con el paso del tiempo tenía las bisagras oxidadas y la madera hinchada; luego de forzarla hacia ambos lados por casi un minuto, logró que por fin cediera, y se abriera hacia adentro. En cuanto pudo soltar el seguro interno de la otra hoja de madera, le fue más fácil abrir ambas a la vez, quedando a la entrada del patio de la ejecución. El sitio era físicamente igual al patio falso que le había presentado segundos antes la religiosa, sólo que cubierto de densa maleza y enredaderas, que tapaban casi en su totalidad las paredes del lugar. Montoya entró al sitio, pisando con cuidado por si había alguna irregularidad o agujero en el suelo que lo pudiera desestabilizar, o inclusive hacer caer. Con cuidado fue tanteando el terreno, cuando de pronto sintió esa ya conocida sensación de sus pies guiándolo sin que él pudiera controlarlos: luego de seis o siete pasos, se detuvo frente a una de las murallas. —Acá fueron quemadas… justo acá pusieron los postes donde amarraron a las monjas y las quemaron—dijo Montoya mirando a sor Elena, casi sin pensar. —Usted tiene un don de dios muy extraño, señor Montoya. Exactamente en ese lugar, según el relato de una de las hermanas de la época, fue el holocausto—dijo la religiosa, sacando de entre sus vestimentas un pequeño libro, tan antiguo como el primero que habían revisado, que parecía ser una suerte de diario de vida. Montoya siguió mirando los detalles del lugar, cubiertos por la densa vegetación; tenía claro que no habría vestigios físicos de las ejecuciones, pero no sabía de qué modo contactar las almas de las religiosas, por lo que examinaba todo a su alrededor, por si su cuerpo le volvía a dar alguna señal. Justo después de aproximarse a la muralla para escarbar

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entre las enredaderas, volteó hacia sor Elena y se encontró de frente con cuatro mujeres que lo miraban fijamente. —Sor Elena, ¿dice en alguna parte si las religiosas estaban vestidas de hábito blanco al morir, con la cabezas descubiertas, y el pelo cortado como a tijeretazos?—preguntó de pronto Montoya, con la vista fija en algún lugar indeterminado. —Dios santo, ¿están aquí?—dijo sor Elena, palideciendo. Las almas de las religiosas miraban con curiosidad a Pedro Montoya; luego de doscientos años encerradas, era extraño ver a un hombre vivo, no religioso, de gran estatura y tan extraña apariencia. Por su parte Montoya, ya acostumbrado por meses a las apariciones, intentaba mantenerse calmo para tratar de comunicarse con las almas de las religiosas, sin perder el conocimiento en el intento. De todos modos, y tal como la experiencia le dictaba, siempre andaba con un lápiz y algunas pequeñas hojas de papel, por si las respuestas a sus preguntas causaban el mismo efecto que las frases del conjuro provocaban en su conciencia. —¿Cómo debo dirigirme a ellas sor Elena?—preguntó Montoya, sin despegar su vista de las religiosas. —Hermanas, dígales hermanas—contestó la superiora, nerviosa y emocionada con lo que no era capaz de ver en esos momentos. —Hermanas, ustedes hicieron un juramento doscientos años atrás, antes de morir—dijo Montoya, tratando de concentrarse en no usar modismos para hacerse entender ante las almas de las religiosas—, de luchar contra las huestes del mal cuando se les requiriera. Hace algunos días el conjuro creado en su época cayó en manos de una bruja, que será la consorte de un demonio, así que llegó el momento de cumplir el juramento que hicieron. Yo estoy ayudando a reclutarlas, pero necesito de su cooperación para saber qué más debo hacer en este conflicto. En ese momento una de las almas se acercó para rozar la ropa de Montoya, pasando su mano de largo a través del brazo del ex boxeador, retrocediendo de inmediato, avergonzada. Tras ello, otra de las religiosas abrió la boca, nublando la conciencia de Montoya. —Señor Montoya… señor Montoya, por favor despierte, ¿está bien?—dijo la voz de sor Elena, mientras el ex boxeador recuperaba de a poco la conciencia. —Parece que me dejaron un mensaje las hermanas—dijo Montoya, mirando a su alrededor. El ex boxeador se encontraba apoyado contra el muro cubierto de enredaderas, mientras sor Elena estaba en cuclillas a su lado; al menos en esos momentos, las almas de las religiosas no se veían por ninguna parte.

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—Salgamos de aquí, vamos a mi oficina para que le cuente lo que vi—dijo la religiosa encarnada, tomando del brazo a Montoya para ayudarlo a incorporarse. Montoya y sor Elena salieron del patio, el cual quedó nuevamente con llave. Mientras la religiosa se aseguraba que todo hubiera quedado bien cerrado, Montoya revisó el bolsillo en que guardaba papel y lápiz, encontrando una de las hojas escrita por lado y lado. Terminado el breve recorrido de vuelta a la oficina de sor Elena, Montoya se dejó caer en la silla que la religiosa le ofreció, para luego empezar a beber el café que le trajeron sin preguntar. —¿Se siente bien, señor Montoya?—preguntó evidentemente preocupada sor Elena. —Un poco aturdido pero bien, molesta menos que un gancho al mentón—respondió Montoya sonriendo, para tratar de tranquilizar a la religiosa—. Yo ya he vivido esto muchas veces, para ser preciso dieciséis veces además de ésta, así es como recibí cada línea del conjuro. Pero parece que ahora tomó más tiempo, por lo extenso del mensaje, ¿qué fue lo que me pasó? —Después que me preguntó lo de las vestimentas de las hermanas, empezó a hablarle al aire, muy pausadamente. Luego se miró el brazo sonriendo, y de pronto sus ojos se abrieron casi con violencia, se lanzó de espaldas contra el muro, sacó del bolsillo lápiz y papel y empezó a escribir sin mirar a toda velocidad, hasta que de repente se desmayó, no sin antes guardar el escrito—dijo sor Elena, ya más tranquila al ver a Montoya tomar el evento con bastante naturalidad. —Al menos fue menos traumático que mi primer mensaje—comentó Montoya, para sacar el papel y empezar a revisarlo—. Igual que siempre, todo al revés. Qué fome es esta parte del trabajo. —¿Qué cosa, leer el mensaje?—preguntó la religiosa. —No, dar vuelta el mensaje—respondió el ex boxeador, generando una mirada de perplejidad en la religiosa—. Parece que no le conté hace un rato que los mensajes los recibo al revés, la última letra de la última palabra es en realidad la primera letra de la primera palabra. Debo tomar esta cosa y reescribirla al revés para entender qué diablos… perdón, qué dice. —Déjeme ver… ah, ya entiendo—dijo sor Elena mirando el papel, para luego preguntar—. ¿Me lo permite unos minutos? —Por supuesto—respondió Montoya, aún aturdido. —Gracias, ya vengo—dijo sor Elena saliendo de la oficina por un breve instante, para volver sin el papel. —¿Qué hizo con el mensaje? —Se lo pasé a una hermana… —¿Está segura que es una buena idea? ¿Y si se equivoca al leerlo o escribirlo?—preguntó preocupado Montoya, interrumpiendo a la religiosa.

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—En un convento sobran las manos dispuestas a hacer trabajos tediosos. Le pasé el mensaje a una hermana que está haciendo votos de silencio, ella transcribirá el mensaje en el orden adecuado y me lo traerá en cuanto esté listo—respondió sor Elena—. Ahora tómese tranquilo el café y descanse, que por lo extenso del texto me parece que tiene bastante trabajo por delante.

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XV “Estimado señor, antes que todo le damos las gracias i la bendición de Dios Todopoderoso por alludarnos a cumplir el juramento ante Dios i el Papa. El padre enviado por el Santo Oficio nos dio a cada una una misión para luchar contra Satanas i todos sus demonios i diablos i íncubos i súcubos i la bruja que comprometió su alma inmortal a esa inmoralidad. Dice el padre enviado por el Santo Oficio que vuesa mercé deberá guiar a nuestras almas a cien llardas del templo donde se llevará a cabo la afrenta contra Dios Todopoderoso i Jesucristo su Único Hijo i el Espíritu Santo, correspondiendo a cada congregación un punto cardinal para cumplir el conjuro, que cuando llegue al lugar a cien llardas hallará dónde dejarnos. Nuestro amado convento está al norte del templo del mal así que el norte será nuestro punto cardinal. Cuando halla ubicado a las cuatro congregaciones en sus puntos cardinales su labor habrá acabado i deberá alejarse con la convixión de haber cumplido la voluntad de la Santísima Trinidad i con nuestra bendición i gratitud eterna por alludarnos a cumplir tan sagrada misión” Pedro Montoya estaba sorprendido, pues cada vez que creía que estaba más cerca de tener menos problemas, aparecía una nueva dificultad que complicaba su aparentemente irracional necesidad de lograr vivir una existencia normal. Sor Elena por su parte miraba el texto y buscaba en el rostro de Montoya alguna expresión que le ayudara a aclarar sus dudas. —¿Entiende bien el mensaje, señor Montoya?—preguntó la religiosa sin previo aviso. —Sí, al menos para mí está completamente claro—respondió Montoya, mientras seguía mirando el papel. —¿Sabe entonces dónde queda el templo del mal al que hace referencia el mensaje? —Claro, es la casa de la señora Beatriz, la bruja consorte—respondió Montoya—. Al menos eso gritó cuando me echó del lugar. —¿Y eso de las cien yardas? —Son noventa metros—dijo Montoya, ante la sorpresa de sor Elena—. Mi mamá arreglaba la ropa en la casa cuando yo era niño; los carretes de hilo que compraba decían cien yardas o noventa metros. —Parece sencillo al escucharlo así—dijo sor Elena, esbozando una leve sonrisa. —Puede sonar sencillo, pero el asunto es que no sé a qué se refiere con que sabré dónde dejar sus almas a noventa metros de la casa de la señora Beatriz—dijo Montoya—. Tal vez no sea mala idea ir con una brújula a ver qué hay a noventa metros en cada punto cardinal, así no me encontraré con sorpresas. Además, aún me queda trabajo yendo a los otros tres conventos, y decidiendo cómo lo haré para llevar las almas de las monjas a donde sea que deba llevarlas.

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—Al menos le puedo dar una pequeña mano—dijo sor Elena abriendo un cajón, y sacando de él una vieja agenda de tapas de cuero—. Yo me encargaré de llamar a las superioras de las congregaciones restantes, les hablaré de usted, y concertaré las citas pertinentes para que pueda ir a cada convento en el instante que necesite para juntar las almas de las hermanas que darán la lucha contra los seres del mal. —Se lo agradezco sor Elena, no sabe el peso que me saca de encima—dijo el ex boxeador, viendo que la religiosa parecía estar mirando a la nada, para luego sonreír evidentemente—. ¿Pasa algo, sor Elena? —Los caminos del Señor son misteriosos, señor Montoya—dijo la religiosa, retomando su semblante adusto—. Estaba revisando la agenda para darle las direcciones de los tres conventos restantes, y acabo de caer en cuenta que dichos edificios están justo en los tres puntos cardinales restantes. Al parecer todo estaba dispuesto desde hace mucho tiempo para esta lucha entre el bien y el mal —¿Y no podría ser acaso al revés?—preguntó Montoya, con evidente preocupación—. ¿No será acaso que la señora Beatriz escogió justo esa casa, situada al centro de los cuatro conventos? —Por nuestro bien, y el de las almas de las dieciséis religiosas, espero que no sea así—comentó sor Elena. La religiosa acompañó al ex boxeador a la puerta del convento. Mientras ella se encargaba de hacer los contactos con los tres conventos restantes, Montoya iría al barrio donde se encontraba la casa de Beatriz, e intentaría ubicar lo que fuera que hubiera a noventa metros en cada punto cardinal rodeando el templo donde se llevaría a cabo la ceremonia del conjuro. Luego de pasar a su pieza a cambiarse de ropa y a conseguir prestada una brújula, se dirigió al viejo barrio bastante nervioso, al recordar cómo había sido engañado y expulsado de dicho lugar, y esperando que Beatriz estuviera lo suficientemente ocupada o segura para no notar su presencia. Montoya miraba de reojo a los transeúntes que lo observaban, suspicaces. Con el teléfono celular en una mano para usar la aplicación de geoposicionamiento satelital o GPS, y una vieja y enorme brújula plástica en la otra, intentaba ubicar el lugar preciso noventa metros al norte de la casa de Beatriz, a ver si encontraba algo que sirviera a las almas de las monjas para esperar. El ex boxeador estaba consciente que las almas no necesitaban de un sitio físico para estar o quedarse, pero el texto hacía alusión a un lugar físico donde debería “dejarlas”. Montoya caminaba con lentitud para no tropezarse, alternando la mirada entre sus aparatos y los obstáculos de la calle. De improviso se encontró con una animita, la que evitó para seguir buscando, pero al mirar casi de inmediato la pantalla del GPS, se vio al sur del punto a noventa metros. —Pucha que le puso color para encontrar la animita, caballero—dijo de pronto una voz gruesa y gastada, por el abuso del tabaco.

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—No sabía lo que estaba buscando, me mandaron con estas cosas y me dieron instrucciones de cómo llegar—dijo Montoya volteándose, para quedar de frente a una joven y pequeña mujer de escasa y amarillenta dentadura, que a simple vista no parecía capaz de generar una voz como la que había escuchado. —Igual lo mandaron a buscar la más rara de todas—dijo la mujer con voz de cigarro—. ¿Es de la televisión, cierto? —No, me hicieron este encargo unos tipos de una universidad, parece que es para un trabajo de historia religiosa o algo así—mintió Montoya, tratando de sonar convincente al menos para sí mismo. —Pucha, se metieron en el medio tete entonces sus jefes, caballero—dijo la mujer, con una mueca que pretendía ser una sonrisa. —¿Y eso por qué?—preguntó Montoya. —Yo vivo acá a tres cuadras con mi abuelita, que tiene noventa y ocho años—dijo la mujer con voz de tabaco—, y ella siempre me ha dicho que las cuatro animitas de la población están desde siempre. —¿Cómo que desde siempre?—preguntó el ex boxeador—. ¿Y cuáles cuatro? —O sea, desde que ella era cabra chica que estaban esas animitas, y su abuelita le contó lo mismo a ella—respondió la mujer, tratando no enredarse al hablar—. Y no hay nadie que sepa de qué muertito son esas animitas, si no tienen nombre, ni siquiera cruz. —Ah chucha, de verdad que se metieron en el medio tete—dijo Montoya—. Oye, me dijiste que en esta población hay cuatro animitas, no me digas que son todas iguales. —Claro, son todas blancas, como casitas, sin placas ni cruces—respondió la joven—. De hecho algunas viejas dicen que no son animitas, que son casitas para duendes o demonios. De noche aparecen de repente y les tiran aceite, tierra de cementerio o pichí, y a la mañana siguiente, cuando pasan los del camión que riega, las lavan y quedan tan blancas como antes. —Oye, ¿y me podrías decir dónde están las otras tres, para no andar paseando como gil con estas leseras?—preguntó el ex boxeador. —Claro, es refácil—dijo la joven—. Camina dos cuadras, doblas la esquina por la misma vereda, avanzas dos cuadras, y listo. —¿Pero las dos cuadras las camino a mi derecha o a m izquierda? —Para cualquier lado, dos cuadras para allá o para acá, dobla por la misma vereda, y a dos cuadras están las dos animitas—dijo la mujer, moviendo las manos como si fueran flechas de señales de tránsito—. Igual es loco, mi abuelita me dijo que si uno unía las animitas que están frente a frente, aparece una cruz. Yo no le creí, así que pesqué un plano de las guías telefónicas viejas, marqué las cuatro animitas, y adivine qué: tenía razón la veterana. —O sea que la última animita está a esta misma altura, pero tres cuadras para allá—dijo Montoya. —Eso mismo, las cachó al vuelo—dijo la joven—. Y yo que pensaba cobrarle luca por llevarlo…

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—Toma, ahí tienes dos lucas por contarme la historia completa—dijo el ex boxeador, sacándole una última sonrisa a la joven con voz de tabaco, quien salió corriendo antes que Montoya se arrepintiera. Montoya eligió su derecha y empezó a caminar, siguiendo las instrucciones que le dio la mujer con voz de tabaco, y tal como dijo la joven, llegó con toda facilidad a las otras tres animitas, todas iguales, y todas ubicadas a noventa metros del punto central, donde se encontraba la casa de Beatriz. Luego de dar la vuelta completa y volver a la primera animita, Montoya se dispuso a volver a su pieza para ordenar un poco sus ideas y decidir cuándo visitaría los conventos faltantes; en ese momento el ex boxeador se fijó en la extraña planta que estaba situada justo detrás de la animita, en la cual parecía estar afirmada, y que cubría parcialmente su techo y totalmente su fondo. Para salir de dudas movió las ramas de la planta, para ver con sorpresa que por la cara posterior había una estrella de cinco puntas invertida grabada en la piedra, y unos cinco centímetros tras la planta, una pequeña piedra perfectamente redonda, aparentemente de mármol, con una cruz labrada en su centro, y sendas leyendas en latín por toda la circunferencia: tal como sospechaban o sabían las habitantes añosas de la población, las animitas parecían ser trampas preparadas por demonios o sus seguidores, para ocultar los verdaderos puntos a donde debía guiar las almas de las religiosas. Sólo para no encontrarse con sorpresas hizo la revisión de las cuatro animitas, encontrando en todas algún matorral frondoso ocultando la estrella de cinco puntas invertida en el muro posterior, y tras ello la piedra de mármol adonde debería guiar a las religiosas. Un escalofrío recorrió el cuerpo del ex boxeador: si no hubiera sido por su curiosidad, hubiera guiado a las almas de las religiosas a una trampa que probablemente las hubiera dejado cautivas en medio de la nada para siempre, y le hubiera quitado a la humanidad tal vez la única posibilidad de salvarse de la conquista de las huestes del mal.

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XVI Pedro Montoya tenía un verdadero nudo en la boca del estómago esa mañana. Las gestiones de sor Elena habían dado fruto casi de inmediato, abriéndole las puertas de los conventos restantes al ex boxeador para que pudiera ubicar las almas de las otras doce religiosas, y coordinar fecha y hora en que guiaría a dichas almas a los puntos cardinales de mármol para que se hicieran cargo de combatir a Beatriz, y al demonio que la desposaría. En ningún instante había tenido noticias de las actividades de la bruja, por lo que estaba haciendo todo lo más rápido posible para no encontrarse con la sorpresa de haber seguido todos los pasos adecuadamente pero a destiempo. Verónica le sirvió un café a Montoya, para ayudarlo con el frío y los nervios. Esa mañana fue la elegida para llevar las almas de las monjas a sus respectivos puntos cardinales, para que esperaran el momento de iniciar la batalla contra lo que sería liberado al hacerse efectivo el conjuro, y Montoya decidió pasar a avisarle a la parapsicóloga de su decisión. —Lo veo demasiado nervioso, señor Montoya—dijo la hermana de su único amigo—, ¿está seguro de poder hacer esto sin cometer errores? —Por lo menos fui capaz de descubrir la trampa de las animitas, algo es algo—dijo el ex boxeador, mientras la taza de café temblaba entre sus grandes manos. —Cuando uno está nervioso está más propenso a cometer errores—dijo Verónica—, y hoy lo veo especialmente descontrolado. —El problema es que esto no acabará hoy—dijo Montoya con voz segura—. Estamos seguros que las cosas pasan cuando queremos, pero no es así. La señora Beatriz lleva semanas con el conjuro en su poder, y aún no pasa nada con ello. Dudo que lo que vaya a pasar no se haga notar en algún tipo de cambio visible en la realidad, o que las almas de las monjas no me hayan dicho si ya es demasiado tarde. Lo que creo que pasará es que llevaré las almas de las monjas a sus puntos cardinales, y quedarán ahí hasta quién sabe cuándo. Y si hay una cosa que odio en mi vida es esperar. —Pero habrá que hacerlo no más, señor Montoya—dijo Verónica—. Lo importante al terminar esta misión es que todo este esfuerzo dé el resultado esperado, sea cuando sea. —Tiene razón como siempre, señorita Verónica—dijo el ex boxeador, apurando el café—. Bien, lo mejor es ir al primer convento, a ver si logro contactarme con las almas de las monjas para saber cómo llevarlas. —¿Lleva papel y lápiz?—preguntó Verónica. —Siempre ando con ellos, pero ahora intentaré pedirles que sólo me respondan sí o no con las cabezas. No quiero desmayarme y andar mareado en la calle con cuatro fantasmas a mi cargo—respondió

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Montoya para luego despedirse, e ir de inmediato al convento de sor Elena. Montoya caminaba casi sin pensar, intentando no bajar el ritmo ni tropezarse. Necesitaba llegar luego, necesitaba terminar luego su parte de la misión, necesitaba pronto empezar a tener una vida, y tenía miedo que si demoraba mucho, el conjuro se haría realidad y ya no tendría una vida para disfrutar. Su mente estaba cada vez más revolucionada, pensando en la posibilidad que las cosas salieran mal, y que la catástrofe fuera culpa suya. Ahora sólo importaba guiar las almas de las religiosas a cada punto cardinal, para que ellas hicieran aquello que habían jurado y que les aseguraría el perdón de su dios, y eventualmente, la salvación de la Tierra y sus habitantes. Después de más de media hora de caminata a toda velocidad, el ex boxeador llegó frente a la gran puerta de madera del convento, siendo recibido por la misma hermana que abrió la primera vez, quien lo hizo pasar y lo llevó lo antes posible donde sor Elena, para luego desaparecer rauda de la presencia del hombre capaz de ver fantasmas en ese terreno sagrado. —¿Está seguro que está preparado para esto, señor Montoya?—preguntó la religiosa al ver el rostro casi desencajado del ex boxeador—. Si quiere puedo llamar a las otras superioras y cambiar el día. —No sor Elena, no hay modo que esté tranquilo, ni hoy ni nunca—respondió Montoya—. No saco nada con seguir postergando esto. Lo mejor es hacerlo hoy, y esperar a que todo salga perfecto. No dilatemos más esto, lléveme por favor al patio donde están las almas de las religiosas, necesito preguntarles un par de cosas antes de guiarlas al sitio preparado para ellas. Sor Elena y Pedro Montoya caminaron en silencio al patio donde fueron quemadas las monjas. Tal como la primera vez, sor Elena decidió quedarse fuera, y estar preparada a entrar sólo si el ex boxeador entraba en trance y necesitaba ser rescatado del lugar. Montoya se dirigió directamente al sitio en que se ejecutó a las hermanas, para encontrarse de frente con sus almas, que nuevamente lo miraban con curiosidad. —Buenos días hermanas, espero que estén bien. Necesito hacerles un par de preguntas, pero que por favor sólo me respondan sí o no moviendo sus cabezas, ¿es ello posible?—preguntó Montoya, recibiendo de inmediato la respuesta de las cuatro almas asintiendo a la vez. —Hermanas, este es el día elegido para llevarlas a su punto cardinal, para que puedan cumplir con su juramento. Con ustedes me comuniqué al principio, y fueron las que me entregaron las claves para llegar a este momento. Necesito preguntarles, ¿no hay problema en ser las primeras en ir? —dijo Montoya, tratando de armar la pregunta para sólo necesitar un sí o un no, para de inmediato recibir de todas las religiosas un contundente “no”.

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—Gracias hermanas. La siguiente pregunta es acerca de cómo llegar, ¿voy directo al lugar y ustedes se… materializan allá?—preguntó el ex boxeador, volviendo a recibir un “no” por respuesta—. Ah... ¿entonces se irán… caminando conmigo?—preguntó ahora Montoya, recibiendo de inmediato un “sí” de las cuatro almas. Sor Elena miraba desde el dintel de la puerta a Montoya hablando al aire desde el muro hacia el centro del patio, mirando concentrado y moviendo su cabeza, asintiendo y negando algunos segundos después de haber guardado silencio. De pronto Montoya dejó de hablar y se dirigió a la puerta. —¿Qué pasó, señor Montoya, está todo bien?—preguntó la religiosa. —Me llevo a las hermanas, sor Elena. Se irán caminando conmigo hasta el punto cardinal de mármol, donde esperarán a que los cuatro puntos estén ocupados, y a que Beatriz y su consorte se junten, para iniciar la lucha contra ellos—respondió Montoya, mirando nervioso hacia la puerta que sor Elena terminaba de cerrar, para de improviso suspirar aliviado. —¿Pasó algo que yo no pude ver, señor Montoya? —A veces se me olvida que son fantasmas, sor Elena—contestó el ex boxeador—. Mientras usted cerraba la puerta, las hermanas se acercaban a ella con lentitud. Cuando usted la cerró, pensé que habían quedado encerradas… pero claro, de inmediato atravesaron la hoja de madera como si nada. Y yo que creía que era la puerta la que no las dejaba salir de ese patio. —Señor Montoya, quiero acompañarlos—dijo de pronto la religiosa—. Sé que no tengo nada que hacer en ese lugar, pero me gustaría hacer la caminata con usted y con las hermanas encargadas de luchar contra el demonio. —Por mí no hay problema, sor Elena—respondió de inmediato el ex boxeador. Luego de dejar delegadas las responsabilidades administrativas por el tiempo que se ausentaría, sor Elena salió junto a Montoya a la calle para acompañar las almas de las religiosas al punto cardinal que las esperaba para cumplir su juramento. Hacía meses que la religiosa no había necesitado salir, por lo que de cierto modo miraba con curiosidad a ver si la ciudad había cambiado algo mientras ella había permanecido en su convento; salvo un nuevo edificio en construcción, el barrio seguía tal como de costumbre, y las caras de sus habitantes se veían igual que siempre. Tal como la religiosa esperaba y suponía, el mundo fuera de su mundo no había notado su ausencia. Montoya caminaba lento para no cansar a sor Elena, mientras se fijaba en todo lo que sucedía a su alrededor. El ex boxeador miraba de reojo tras de sí, para ver qué pasaba con las almas de las religiosas, que caminaban ordenadamente en dos filas de a dos tras él y sor Elena. Una

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sonrisa se apoderó de su rostro al fijarse que tanto sor Elena como las almas de las cuatro religiosas caminaban levemente encorvadas, y con las manos metidas y entrecruzadas en las mangas de sus hábitos. —¿Pasa algo señor Montoya, las hermanas están bien?—preguntó sor Elena. —Hay costumbres que se heredan por lo que veo, sor Elena—respondió el ex boxeador. —¿Falta mucho para llegar? —Apenas un par de cuadras. Montoya y sor Elena caminaron el resto del trayecto en silencio. En cuanto llegaron a la animita, se acercó la joven con voz de tabaco mirándolo con suspicacia. —¿No que lo habían enviado de una universidad a intrusear las animitas, amigo?—preguntó directamente, provocando la sorpresa de sor Elena. —La hermana quiso acompañarme en esta ocasión—respondió Montoya algo avergonzado, tratando de no mentir frente a la religiosa. —Ah ya—dijo la muchacha, para luego voltear hacia la religiosa—. ¿Viene a rezar por el muertito desconocido, madrecita? —No, vengo a conocer el lugar. Pero ahora que estoy aquí, por supuesto que he de decir una oración por las almas que lo requieran—dijo sor Elena, mirando a Montoya, quien se dispuso a despejar el punto cardinal de mármol para las almas de las religiosas. —Oiga madrecita… ¿y yo puedo rezar con usted?—preguntó la muchacha. —Por supuesto hija, ¿sabes rezar? —Sí poh madrecita, si mi abuelita es pechoña… o sea, católica—corrigió la joven, sonrojándose. —Recemos entonces un padrenuestro y un avemaría por las almas presentes en este lugar—dijo sor Elena, sacándole una sonrisa a Montoya, quien miró fijamente luego a las almas de las religiosas, indicándoles el sitio en que se debían ubicar. Las almas de las cuatro religiosas se dirigieron en orden hacia el punto cardinal de mármol; cuando pasaron frente a Montoya, cada una de ellas dibujó la palabra “gracias” con sus labios en silencio. En cuanto vieron la piedra, dos se arrodillaron mirando hacia el norte y las otras dos hacia el sur, entrecruzando sus manos y agachando sus cabezas; en ese momento el ex boxeador empezó a marearse y a perder algo de conciencia: las religiosas habían empezado a murmurar una letanía, y el murmullo alteraba el don de Montoya, quien pese a todo logró mantener la conciencia y el equilibrio, aguantando la molesta sensación abusando de sus fuerzas.

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—Gracias por rezar conmigo—dijo de pronto sor Elena, abrazando a la muchacha con voz de tabaco—. Ahora necesito pedirte que me dejes un rato a solas en la animita. —Gracias madrecita, por supuesto—dijo la muchacha, despidiéndose visiblemente emocionada. —¿Este es el punto cardinal?—preguntó sor Elena mirando la piedra de mármol. —Sí, está justo detrás de la estrella de cinco puntas grabada en la animita—dijo Montoya, mientras indicaba la figura. —¿Qué hacen ahora las hermanas? —Están rezando, dos mirando al norte y dos al sur. Parece que mientras dos atacan la casa de la señora Beatriz, las otras dos vigilan—respondió el ex boxeador. —Si mal no recuerdo en el poema se alude a “demonios de sur y norte” y “maleficios de oeste y este”—dijo sor Elena—. Lo más probable es que las hermanas que están de espaldas al templo del mal se dispongan a luchar contra dichos demonios y maleficios que intentarán defender la unión de la bruja con su consorte. —Bueno… claro, suena más lógico que lo que yo había pensado—dijo Montoya—. Mi memoria no es tan buena como la suya sor, por eso no me acuerdo de cada parte del poema. —Yo preferí memorizarlo, por si servía de algo—dijo la religiosa—. En realidad, el que usted y yo sepamos qué significa cada trozo del conjuro, o la misión de cada una de las almas de las hermanas no sirve de nada, lo único realmente útil es que ellas estén en donde está estipulado, para que puedan dar la batalla que se les encomendó y así salvar sus almas, y las nuestras. —Bueno, por lo menos ahora están rezando concentradas, supongo que es parte de la preparación para hacer su trabajo—dijo Montoya—. Eso quiere decir que yo también debo preocuparme de hacer el mío. —Cierto señor Montoya, debe ir a los otros tres conventos a buscar las otras almas y a dejarlas en sus santuarios para que esté todo listo y a tiempo—dijo la religiosa—. Yo debo volver a mi convento, es hora que las hermanas de mi congregación se unan en oración con estas santas guerreras para darles toda la fuerza que requieran de nuestra parte. Después de despedirse sor Elena se dirigió a su convento, y Montoya se quedó algunos minutos observando las almas de las cuatro religiosas que seguían rezando sin parar, y sin inmutarse frente a la estrella de cinco puntas labrada en la animita. Luego de no ver ningún cambio en las almas, el ex boxeador se dirigió a los tres conventos restantes, en los cuales vivió la misma situación: tal como sor Elena, las superioras de cada una de las congregaciones decidieron acompañar a Montoya y a las almas de las elegidas para dar la batalla contra el mal, para poder rezar en el sitio y luego elevar las oraciones de todas las hermanas en pos del objetivo final.

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Pasadas las seis de la tarde, Montoya estaba en la casa de Verónica, cansado de tanto caminar y con un no despreciable dolor de cabeza producto del rezo murmurado de las almas de las religiosas, que siempre terminaban alterando su conciencia. Mientras bebían un café, la parapsicóloga escuchaba atentamente el relato del ex boxeador. —Así que finalmente no pasó nada—dijo Verónica, calmada—. Tal como conversamos la otra vez, esta era una de las posibilidades, que aún faltara tiempo para la unión de Beatriz con su demonio consorte. —Ojalá no haya que esperar mucho… ¿se imagina que esta unión esté planificada para cien o doscientos años más? Eso sí que sería una burla de la vida—dijo Montoya. —No creo que haya que esperar tanto, las cosas suceden cuando deben suceder, ni antes ni después—respondió Verónica. —Si hay algo que no tengo es paciencia, voy a estar con un nudo en el estómago hasta saber algo del destino de las religiosas—dijo el ex boxeador. —La verdad es que a mí no me importa cuándo pase ni qué, sino el resultado de lo que pase—dijo Verónica—. ¿Qué es lo más importante para usted, señor Montoya? —Poder tener una vida normal—respondió el ex boxeador, perdiendo su mirada en la borra de la taza de café.

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XVII Pedro Montoya miraba con desdén a quienes entraban y salían del bar en que trabajaba esa tibia noche. Habían pasado dos meses desde que había llevado las almas de las religiosas a los puntos cardinales de mármol, sin que nada tangible pareciera haber sucedido. Desde ese entonces no había vuelto a ver fantasmas deambulando por doquier, lo que lo tenía bastante tranquilo; sin embargo, de vez en cuando se daba una vuelta por el sector de los cuatro puntos cardinales de mármol, en donde aún era capaz de ver las almas de las dieciséis religiosas rezando permanentemente, dos de frente al templo del mal, y dos de espaldas a él en cada punto. Pese a que las visiones se habían acabado, su vida seguía pasando sin sentido ni trascendencia, desnudando el lado más oscuro de su alma: su incapacidad de tener una existencia normal era sólo responsabilidad suya. Ya no había excusas, ya no había más responsabilidades superiores, ya no había nada ni nadie pidiendo su ayuda ni necesitando su don, ahora estaba sólo a cargo de su vida, y no había sido capaz de tomar las riendas de sí mismo. Montoya sentía ser un fracaso como persona, y los hechos acaecidos terminaban por darle la razón. Cerca de las dos de la mañana la entrada del local estaba desierta; recién en dos o tres horas cerrarían, y ahí deberían extremar cuidados para evitar las riñas de ebrios, enamorados y despechados. Cuando Montoya se aprestaba a entrar al lugar para ayudar en las labores de vigilancia internas, sufrió un violento mareo acompañado de un fulminante dolor de cabeza, tal como cuando los espectros le hablaban, pero de una intensidad insuficiente como para hacerlo perder el conocimiento, lo que de inmediato le recordó a las religiosas murmurando sus oraciones. El guardia empezó de inmediato a revisar el sector, por si el alma de alguna de las monjas lo necesitaba para algo; al acercarse a un árbol el mareo y el dolor se hicieron más intensos, señal inequívoca que alguna de las hermanas debería estar ahí. Haciendo uso de todas sus fuerzas, Montoya rodeó el tronco para encontrarse de frente con un ser de contextura media, desnudo, cubierto de pelos, y cuya piel parecía de un color rojo tan penetrante que lastimaba a la vista. En cuanto el ser vio al ex boxeador huyó despavorido en dirección a donde estaban los puntos cardinales de piedra y por ende, el templo de Beatriz. Todo parecía indicar que el momento de la batalla había llegado. Montoya empezó a trotar en dirección al lugar en que se llevaría a cabo el enfrentamiento, pensando que su presencia podría ser útil en ese lugar. De pronto, y entre medio del dolor de cabeza y el mareo que iban en aumento, sonó su teléfono celular.

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—¿Aló, señor Montoya? Habla Verónica. No sé qué sucede, el alma que me ayuda me despertó de repente y me dijo que lo llamara, ¿qué le pasa? —Verónica, esto empezó, encontré un demonio suelto en la calle que va hacia el punto cardinal norte. ¿Sabe dónde quedan las animitas?—preguntó Montoya sin dejar de correr. —El alma que me ayuda me dice cómo llegar, nos encontramos allá. Montoya seguía trotando. En la medida que se acercaba a la casa de Beatriz, el dolor de cabeza y el mareo se hacían más intensos, y cada vez con más frecuencia veía aparecer sombras de distintos tamaños y formas, que viajaban raudas hacia la casa de la bruja; mientras tanto, los pocos transeúntes y vehículos que circulaban a esa hora por las calles, miraban con curiosidad al enorme hombre corriendo con las manos sujetando su cabeza, y mirando hacia todos lados con la mirada perdida. En un momento fue tal la intensidad del dolor y el mareo que debió detenerse para no tropezar y caer; sin embargo, un par de minutos después el dolor empezó a disminuir ostensiblemente, permitiéndole reincorporarse y reanudar su carrera. Cuando llegó a una cuadra del punto cardinal norte, entendió el porqué de la disminución de sus molestias. El ex boxeador estaba estupefacto, la calle a las dos y media de la mañana parecía una pintura esquizofrénica de una escena de la guerra de trincheras de la Primera Guerra Mundial. Por todos lados había esparcidos trozos de demonios y demonios enteros inanimados, invisibles al ojo humano normal, pero que sí eran capaces de provocar náuseas y vómitos en quienes circulaban y vivían en esa zona de la ciudad. Mientras más se acercaba al punto cardinal norte, la densidad de restos aumentaba, y la intensidad de sus síntomas se hacía cada vez menor. Cuando se encontraba a diez metros de la animita, divisó las almas de las religiosas: se encontraban en la misma postura que al principio, arrodilladas rezando con los ojos cerrados, completamente desnudas salvo por escasos y pequeños trozos de vestimenta que quedaron carbonizados sobre sus pálidas e inmaculadas pieles. De pronto sus síntomas empezaron a aumentar de nuevo; al voltear, vio una horda de demonios que venían velozmente desde el norte para intentar llegar a la casa de Beatriz. Cuando estaban a cien metros del punto cardinal sus cuerpos estallaban violentamente, esparciendo sus trozos por doquier, ocultos al ojo humano pero no al olfato. En medio de la vorágine de la batalla contra los demonios, una voz humana lo devolvió al terreno físico. —¡Señor Montoya… Pedro!—gritó Verónica, intentando contener las náuseas, de pie al lado de la animita, y junto al alma de la ancestro que la guiaba. —Verónica, ¿cómo se siente?—preguntó Montoya, sujetando a la mujer que parecía a punto de desfallecer.

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—Horrible… ¿qué diablos pasa?—preguntó asustada la parapsicóloga—. No me puedo contactar con mi ancestro, ni siquiera sé cómo está. —De pie, a su lado, se ve bastante relajada—dijo el ex boxeador—. La batalla comenzó Verónica. Montoya levantó sin problemas a Verónica y la llevó a un banco de madera para que reposara y se repusiera. Mientras la parapsicóloga intentaba dejar de vomitar y mantenerse erguida en el asiento, Montoya empezó a relatarle los acontecimientos ocultos al ojo humano. De pronto el ex boxeador recordó los otros tres puntos cardinales, y una vez que se convenció que a Verónica no le pasaría nada estando semiacostada en el asiento, salió raudo a revisar los otros tres círculos de mármol y a sus respectivas religiosas. Cuando llegó al punto cardinal este, el panorama era algo distinto mas no por ello menos sobrecogedor. Las almas de las religiosas se encontraban de rodillas rezando, y al igual que en el punto norte, completamente desnudas luego que sus vestimentas se hubieran carbonizado. A quince metros al este había un grupo de hombres y mujeres descarnados rezando una suerte de letanía, que miraban con odio hacia la ubicación de las religiosas; delante de ellos una gran cantidad de cuerpos yacían inertes, como una suerte de trinchera que parecía pudrirse y descomponerse rápidamente frente a sus ojos. De pronto todos los restos desaparecieron, y la primera fila de seres que rezaban intentaron avanzar, para empezar a caer fulminados sin ser capaces de dar dos pasos seguidos. En ese instante Montoya recordó que el poema decía “demonios de sur y norte” y “maleficios de oeste y este”, por lo tanto en ese punto cardinal no habría demonios atacando sino brujos lanzando maleficios, los que claramente no surtían efecto, pues todas las almas caían inertes al intentar acercarse a las religiosas. Los rezos de las almas de las mujeres consagradas tenían un poder simplemente incontrarrestable. Montoya siguió avanzando. Cuando llegó al punto sur, la imagen era calcada al norte, con el piso cubierto de restos de demonios invisibles al ojo humano, y personas casi desmayadas de tanto vomitar y sin saber qué les estaba pasando, mientras las almas de las cuatro religiosas seguían rezando, concentradas. Algo más confiado y tranquilo, fue de inmediato al punto oeste, donde la línea de almas de brujos estaba a veinte metros de las religiosas, sin ser capaces de avanzar ni un ápice sin caer desfallecidos para empezar a descomponerse. Montoya volvió corriendo al punto norte, y luego de asegurarse que Verónica era capaz de soportar un rato más todos los síntomas, decidió ir a la casa de Beatriz, para saber qué habían logrado las ocho religiosas que apuntaban sus rezos hacia el templo de la bruja.

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En cuanto el ex boxeador entró en el radio de las manzanas contenidas entre los cuatro puntos cardinales, el dolor de cabeza y el mareo reaparecieron con más intensidad que de costumbre. Mientras se tambaleaba de lado a lado, veía cómo la gente que deambulaba a esas horas en el sector parecía sentirse bien, y no lograba divisar restos de demonios o de brujos descarnados por ninguna parte. Temeroso del resultado de los rezos de las ocho religiosas que oraban hacia la casa de Beatriz, Montoya apuró el paso para ver si podía ayudar en algo; en cuanto divisó la fachada de la vieja casa, el dolor de cabeza y el mareo desaparecieron, y el ex boxeador se sintió revitalizado y fortalecido: el radio de acción de los rezos de las religiosas estaba circunscrito sólo al templo del mal, por lo que las posibilidades de que todo saliera bien parecían ser altas. Montoya se apegó a la pared de la casa vecina, se agachó, y lentamente se asomó por una de las ventanas de la casa de la bruja que daba a la calle. En el interior, una extraña escena parecía estar por llegar a su fin. El dormitorio cuya ventana daba a la calle estaba totalmente iluminado. Por la ventana el ex boxeador pudo distinguir paredes y techo pintados de negro, y pese a no haber ampolletas, velas, ni nada para iluminar la habitación, un brillo molesto a la vista parecía manar desde la negrura de las paredes. Con sumo cuidado y lentitud Montoya se enderezó para ver la parte baja de la habitación: en el suelo pudo distinguir una figura de forma humana que se sujetaba la cabeza con ambas manos, y que parecía estar gritando pero sin hacer ruido alguno. De pronto su boca se abrió en una dimensión completamente anormal, para que al instante su cabeza estallara en mil pedazos, como si estuviera llena de explosivos. Justo cuando Montoya se echó hacia atrás al ver saltar los trozos de cerebro a la ventana, un agudo dolor en su nuca lo hizo perder el conocimiento.

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XVIII —Buenos días don Pedro, ¿cómo amaneció hoy?—dijo una voz grácil y hasta rítmica en la borrosa claridad del lugar donde se encontraba. —¿Qué pasó… dónde estoy?—preguntó Montoya, logrando enfocar la mirada, para ver al lado de la cama donde se encontraba a una muchacha joven de cabello colorín, vestida de blanco y celeste. —No se agite don Pedro, la doctora Donoso viene en un par de minutos a visitarlo. Cuando ella se vaya le daré su tratamiento—dijo la paramédico, sin dejar jamás de sonreír. —¿Dónde estoy?—preguntó de nuevo el ex boxeador, tratando de entender qué había pasado después de ver explotar la cabeza de la extraña figura humana en la casa de Beatriz. —Está en la Clínica Psiquiátrica Schultz, nos estamos haciendo cargo del tratamiento de su esquizofrenia—dijo la joven—. El doctor Schultz es fanático del boxeo, y en cuanto supo lo de su crisis ofreció hacerse cargo del tratamiento completo de su cuadro. —¿Esquizofrenia… qué esquizofrenia?—en ese momento Montoya intentó incorporarse, siendo retenido en la cama por un extraño conjunto de correas que rodeaban su cuerpo. —Ya viene la doctora Donoso, ella le explicará todo—dijo la paramédico—. Al doctor Schultz no le gusta que los paramédicos hablemos con los pacientes de sus historias, pero usted me cayó bien. Usted llegó anteayer, luego que lo encontraran botado en la calle, y en la posta empezara a hablar incoherencias de fantasmas, demonios, brujas y monjas. Apareció casi de inmediato en televisión lo que le estaba pasando, y justo antes que lo internaran en el psiquiátrico, mi jefe hizo las movidas y lo trajo para acá. Estará mil veces más cómodo y seguro que en el sector público, y yo lo voy a cuidar para que no le pase nada. —Debe haber un error… —Ahí viene la doctora Donoso, ella es una experta en esquizofrenia. Está en las mejores manos señor Montoya—dijo la paramédico, para luego guiñarle un ojo antes de salir de la habitación. El ex boxeador estaba paralizado en la cama. Luego de todas las peripecias vividas, ahora se encontraba amarrado a un catre clínico de una sala de aislamiento psiquiátrico, en espera de una doctora que al parecer le explicaría todo lo que estaba pasando; el solo pensar que todos esos meses habían sido sólo alucinación tras alucinación, le generaba una angustia tal que le impedía pensar con claridad. De pronto la joven paramédico volvió a entrar, y sin decirle nada inyectó en la bolsa del suero una droga que lo aturdió suavemente, sin el dolor de nuca de la primera vez. Montoya despertó mareado. Ahora se encontraba en una clásica habitación de paredes acolchadas, como de película de terror, acostado

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en el blando suelo, con polera y pantalón verdes, descalzo y sin nada a mano que lo pudiera dañar. De pronto se escuchó el crujido de la puerta, y una figura pequeña vestida con bata blanca entró en la habitación, en cuya identificación se leía claramente “Dra. Beatriz Donoso”. —¿Cómo está, señor Montoya?—dijo la mujer vestida de médico, sonriendo. —¿Beatriz…?

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XIX Pedro Montoya estaba como petrificado. Apoyado contra una de las paredes de la habitación acolchada, miraba aterrorizado a Beatriz, disfrazada de médico, sin ningún rasguño, y con una irónica sonrisa adornando su rostro. Por un momento el ex boxeador llegó a pensar que la mujer efectivamente era médico, y que él en su estado alterado la había imaginado como bruja. —¿Cómo estás, maldito humano?—preguntó la mujer, despejando las dudas de Montoya. —¿Qué pasa, qué cresta hago aquí? —¿Aquí? Este es el lugar donde cumplirás tu condena por lo que te queda de vida, maldito humano—respondió la mujer. —¿Condena? ¿Qué mierda pasó? —¿Quieres saber qué pasó?—preguntó Beatriz, enrabiada—. Pasó que hiciste todo lo que no tenías que hacer, desgraciado. Fuiste capaz de juntar a las monjas y ubicarlas en los puntos cardinales sin caer en las trampas que habíamos dejado, hijo de perra. —Parece que no sirvió de mucho—dijo Montoya. —¿No? Tus monjas contuvieron las hordas de demonios y los ejércitos de brujos que teníamos preparados para proteger a mi consorte—dijo Beatriz casi con pena. —El monstruo en tu casa al que le explotó la cabeza… —Sí mierda, mi consorte designado por Lucifer. Tú y tus monjas hijas de perra mataron a mi consorte, y me quitaron la dicha de colaborar con mis fluidos en la construcción del reino de las tinieblas en la tierra—dijo Beatriz con rabia. —¿O sea que… los vencimos?—preguntó esperanzado Montoya. —Claro, tus monjas, tus conventos y tu brujita blanca hicieron todo lo que les dijiste que hicieran, y lograron destruir a mi consorte—respondió Beatriz, cada vez más enrabiada. —Pero… ¿por qué estoy acá si los vencimos?—preguntó Montoya. —Parece que no te acuerdas de lo que te explicó la brujita blanca esa—dijo Beatriz, mirando con odio al ex boxeador—. Esa desgraciada te dijo clarito que un solo conjuro no era capaz de asentarnos en la realidad física, que lo que te estábamos haciendo acá también pasaba en muchas otras partes del mundo, ¿te acuerdas ahora, o estabas preocupado de mirarle las tetas a esa mina? —Pero entonces… —Si huevón, ¿quieres llenarte de orgullo? Fuiste la única mierda en todo el planeta que buscó ayuda, la canalizó, y dio la pelea; el resto de los maricones arrancó cuando ya le habían entregado los conjuros completos a mis colegas—dijo cada vez más enojada Beatriz—. El único que hizo lo que debía hacer fuiste tú, y terminaste cagándome, pero ello no fue

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suficiente como para impedir nuestra conquista. Tú ganaste tu batalla, pero la humanidad perdió su guerra. —¿Qué pasó con las almas de las religiosas?—preguntó preocupado el ex boxeador. —Da lo mismo, eran meros instrumentos, tal como toda la traílla de demonios y brujos que hicieron mierda con sus rezos—respondió Beatriz. —¿Y cuándo se apoderarán de la Tierra? —Este planeta ya es nuestro—dijo la bruja, con una mueca irónica—. ¿Qué, acaso esperabas una especie de apocalipsis, llamas saliendo de la tierra, azufre, calderos y esas huevadas? Puta que hicieron bien la pega los cristianos, hicieron un lavado de cerebro que casi duró dos siglos. —Bueno, y entonces, ¿cómo será?—preguntó Montoya, intentando pensar qué hacer. —Ahora que las tropas de tu diosito odioso nunca llegaron, iremos de a poco infiltrando el planeta—dijo Beatriz, sonriendo—. Primero los gobiernos y las religiones, luego la economía y las relaciones personales, para finalmente oscurecer las almas humanas de aquellos que no nos pertenecen: tendrán que aprender a pisotear o morir, y cuando se den cuenta de lo que serán capaces de hacer por sobrevivir, se convertirán en súbditos de Lucifer. En cincuenta años todo será nuestro, y sin necesidad de parafernalia. —¿Y qué pasará conmigo?—preguntó Montoya desanimado, al darse cuenta que no quedaba nada por hacer. —Tú eres legalmente un esquizofrénico peligroso para la sociedad, que anda por la vida viendo fantasmas y brujas, y abriendo portales a puñetazos en las paredes—dijo Beatriz, poniéndose de pie—. Schultz, el dueño de esta cosa, consiguió tu tuición legal, y se encargará que salgas de aquí en un cajón. —¿Me van a matar, o me tendrán drogado de por vida?—preguntó Montoya. —Ninguna de las anteriores, simplemente estarás encerrado por siempre en este bunker aislado del mundo. Ese es un buen castigo por haberme cagado el futuro, cabeza de músculo—respondió Beatriz—. De vez en cuando vendré disfrazada de doctora a huevearte un rato, de puro gusto. —No me voy a volver loco mierda, sé sobrevivir solo, y en algún instante… —¿Solo? Tú no vas a estar solo—dijo Beatriz, interrumpiendo al ex boxeador. En ese instante ante los ojos de Montoya aparecieron las almas de las dieciséis religiosas desnudas, las de las cuatro superioras de los conventos, la de Antonio y la Verónica. —¿Qué mierda hiciste, maldita perra conchetumadre?—gritó desaforado Montoya. —Te dejé un regalito para que tengas con quién conversar—dijo la bruja mientras salía de la habitación—. Maldito humano, ¿eres detallista? —¿De qué estás hablando, mierda?—preguntó Montoya.

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—¿Te diste cuenta que las paredes, el piso y el techo están acolchados, y que es imposible que te lastimes alguna parte de tu cuerpo, como por ejemplo, tus puños…?

FIN

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