Que no falte una oración -...

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Que no falte una oración Walter Turnbull El festejo de la Navidad tiene tres propósitos: recordar llenos de agradecimiento el misterio de la Encarnación del Verbo, alegrarnos en la confiada esperanza de la segunda venida de Nuestro Señor, y sobre todo hacernos anhelar y disponernos a procurar el nacimiento de Cristo en el mundo de hoy. El Adviento es la preparación para que se realicen estos tres propósitos. Entre muchas posibles cosas que hacer, yo sugeriría que no falte una sencilla oración, todos los días, de preferencia frente al pesebre. Si encuentran o pueden formular una mejor (que yo espero que así sea), háganla. Si por lo pronto no se les ocurre ni encuentran nada, aquí hay una sugerencia. Gracias, Padre bueno, porque has querido mandarnos a tu Hijo a compartir nuestra vida para que nosotros podamos compartir la tuya. Gracias, hermanito Jesús, porque has querido venir a nosotros, compartir nuestra fragilidad y nuestro dolor, nos has dado ejemplo de pobreza y de servicio y a través de inmenso sacrificio has vencido al pecado y a la muerte y nos has abierto el camino al cielo. Gracias, mamita María, por tu entrega, por hacer la voluntad de Dios. Por tambiénentregarnos a tu Hijo. Porque aceptando a tu Hijo te has hecho madre nuestra y a través de tu propio dolor eres partícipe y guardiana de nuestra redención. Gracias por tu «sí» a la vida. Gracias, señor San José, que merecidamente fuiste el sustituto del Padre para el pequeño niño Jesús y para su Divina Madre. Gracias por tu ejemplo de bondad, de fe y de esfuerzo en el servicio a Dios y en el amor a Jesús y a María. Te admiramos y nos acogemos a ti porque en medio de limitaciones y problemas supiste preparar aquel portal para la llegada de tu Hijo, y conservar la serenidad y dotar a tu familia de lo necesario, sin perder la confianza en Dios. Gracias a todos, Sagrada Familia de Nazaret, por su ejemplo de humildad y su testimonio de familia. Les pedimos su protección para todas las familias y los niños que hoy se encuentran en tan grave peligro y por nuestra familia para que podamos seguir su ejemplo. Te pedimos, Señor Jesús, que así como naciste en aquel pobre pesebre y tu presencia iluminó la oscuridad, nazcas hoy en nuestros corazones y tu presencia ilumine nuestras vidas y las limpie de mal y de pecado. Te pedimos que seamos capaces de llevarte a dondequiera que vayamos, para que nazcas también en la calle, en el trabajo, en las escuelas, en los medios y en los gobiernos. El mundo te necesita más que nunca, Señor. Ven a nuestras almas, ven a nuestros ambientes, ven a nuestro mundo, ¡Ven, Señor Jesús! Seguramente a usted Dios le inspirará una oración más adecuada, o puede usar ésta, pero que no le falte su oración. Para eso es el Nacimiento.

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Que no falte una oración Walter Turnbull

El festejo de la Navidad tiene tres propósitos: recordar llenos de agradecimiento el

misterio de la Encarnación del Verbo, alegrarnos en la confiada esperanza de la

segunda venida de Nuestro Señor, y sobre todo hacernos anhelar y disponernos a

procurar el nacimiento de Cristo en el mundo de hoy. El Adviento es la preparación

para que se realicen estos tres propósitos.

Entre muchas posibles cosas que hacer, yo sugeriría que no falte una sencilla

oración, todos los días, de preferencia frente al pesebre. Si encuentran o pueden

formular una mejor (que yo espero que así sea), háganla. Si por lo pronto no se les

ocurre ni encuentran nada, aquí hay una sugerencia.

Gracias, Padre bueno, porque has querido mandarnos a tu Hijo a compartir

nuestra vida para que nosotros podamos compartir la tuya.

Gracias, hermanito Jesús, porque has querido venir a nosotros, compartir nuestra

fragilidad y nuestro dolor, nos has dado ejemplo de pobreza y de servicio y a través de

inmenso sacrificio has vencido al pecado y a la muerte y nos has abierto el camino al

cielo.

Gracias, mamita María, por tu entrega, por hacer la voluntad de Dios. Por —tú

también— entregarnos a tu Hijo. Porque aceptando a tu Hijo te has hecho madre

nuestra y a través de tu propio dolor eres partícipe y guardiana de nuestra redención.

Gracias por tu «sí» a la vida.

Gracias, señor San José, que merecidamente fuiste el sustituto del Padre para el

pequeño niño Jesús y para su Divina Madre. Gracias por tu ejemplo de bondad, de fe y

de esfuerzo en el servicio a Dios y en el amor a Jesús y a María. Te admiramos y nos

acogemos a ti porque en medio de limitaciones y problemas supiste preparar aquel

portal para la llegada de tu Hijo, y conservar la serenidad y dotar a tu familia de lo

necesario, sin perder la confianza en Dios.

Gracias a todos, Sagrada Familia de Nazaret, por su ejemplo de humildad y su

testimonio de familia. Les pedimos su protección para todas las familias y los niños que

hoy se encuentran en tan grave peligro y por nuestra familia para que podamos seguir

su ejemplo.

Te pedimos, Señor Jesús, que así como naciste en aquel pobre pesebre y tu

presencia iluminó la oscuridad, nazcas hoy en nuestros corazones y tu presencia

ilumine nuestras vidas y las limpie de mal y de pecado. Te pedimos que seamos

capaces de llevarte a dondequiera que vayamos, para que nazcas también en la calle,

en el trabajo, en las escuelas, en los medios y en los gobiernos. El mundo te necesita

más que nunca, Señor. Ven a nuestras almas, ven a nuestros ambientes, ven a

nuestro mundo, ¡Ven, Señor Jesús!

Seguramente a usted Dios le inspirará una oración más adecuada, o puede usar

ésta, pero que no le falte su oración. Para eso es el Nacimiento.

Tiempo de Navidad Walter Turnbull

Sacar del desván el árbol empolvado, el nacimiento, las esferas, las series de

foquitos, los adornitos (o peor tantito, tener que ir a comprarlos); checar que las series

funcionen bien y en su defecto tratar de arreglarlas; acomodar todo: árbol, nacimiento,

series, esferas, adornitos; comprar los regalos de obligación; embellecer la casa;

confeccionar el “regalito” de la escuela; acomodar las fechas para los compromisos;

asistir a posadas y pastorelas; planear la cena (demonios, nos toca con los suegros);

soportar la velada con el patriarca de la familia; gastos y más gastos, en medio de

colas y un tránsito enloquecedor... Es tiempo de Navidad. Los niños que no se dan

cuenta de todo el ajetreo lo esperan con gran regocijo. Ellos sólo piensan en los

regalos y en los dulces. Algunos adultos (sobre todo algunas amas de casa) ya lo ven

venir con verdadero horror.

Y sin embargo lo volvemos a hacer. Año tras año. Las posadas, las pastorelas, los

adornos, los regalos y los festejos. Quién más, quién menos, guardamos alguna

ilusión. La tercera vela de la Corona de Adviento es rosa, en señal de alegría. La época

nos trae el recuerdo de buenos momentos y la expectativa de otros mejores: el

momento de encender el nacimiento, aquel hermoso concierto, la risa y el abrazo con

el ser querido, la deliciosa cena, la satisfacción del amigo al abrir el regalo que busqué

con tantas ganas, la posada tradicional con sus cantos y su sabroso ponche, tal vez

hasta una reconciliación o un reencuentro; y si somos cristianos practicantes, el

camino del Adviento, la oración junto al nacimiento y la gloriosa Misa de Navidad. Todo

ese trabajo nos ayuda a vivir todos esos momentos.

El Adviento y la Navidad son como un resumen de la vida. Esfuerzo, ajetreo,

sobresaltos, contratiempos, contrariedades... pero aderezados de buenos recuerdos y

esperanzadoras expectativas: el recuerdo siempre gozoso de que Dios quiso venir a

nosotros en forma de niño para compartir nuestra vida y la esperanza de que Jesús va

a volver a nosotros en toda su gloria para que nosotros podamos compartir la suya.

Después de todo, vale la pena arreglar la casa y organizar el festejo. Vale la pena vivir

la vida. Nosotros también vamos a recibir un gran regalo.

Tradiciones de diciembre Walter Turnbull

Curioso título se le da hoy en día a los festejos alrededor del nacimiento de Jesús:

«Tradiciones mexicanas de diciembre». «Diciembre en la tradición mexicana»,

pregonan los anuncios oficiales que enaltecen nuestro rico acervo cultural.

Las piñatas se inventaron en China y fueron después llevadas a Europa y luego

traídas aquí. Algo parecido sucede con las pastorelas, y la representación del

Nacimiento fue inventada por San Francisco de Asís en Italia por ahí del 1223.

Tendríamos que hablar de «Tradiciones católicas adoptadas en México».

Tradiciones propiamente mexicanas serían en tal caso la danza del venado, el

pulque, la Guelaguetza de Oaxaca, la divinización de los gobernantes, la conversión de

los liberales en conservadores una vez en el poder, la transformación de movimientos

libertarios en dictaduras, etc.... esas sí, nacidas aquí, aunque tengan similitudes en

otras épocas y culturas.

El hecho es que regímenes van y vienen, pero la campaña secularizante no parece

terminar nunca. He leído que alguna vez Lázaro Cárdenas, no queriendo disgustar

demasiado al pueblo prohibiendo la Navidad, trató de sustituir a Jesucristo por

Quezalcoatl: los niños mexicanos le iban a pedir juguetes a Quetzalcoatl. Ahora se

trata de que los mexicanos veamos la Navidad como una particularidad del folclor

mexicano, que igual pudo haber sido un aquelarre, un carnaval, o una pamplonada.

Vaya en nuestro descargo que no somos los únicos: sabido es que los vecinos sajones

le cantan a Santaclós y a la nieve, que no son para nada mejores que Quetzalcoatl.

Según me informé en un artículo en la excelente página ZENIT.org, un grupo del

movimiento de Schönstatt decidió hace unos años lanzar la campaña «Navidad en la

Calle», que consistía en realizar en público exposición de nacimientos o imágenes

religiosas, cantos de villancicos con mensaje navideño, obras de teatro o, mejor aún,

organización de obras de caridad a lo grande. Por cierto, también tienen una muy

recomendable página: www.navidadalacalle.org.

Algo parecido habríamos de hacer todos según nuestro círculo de influencia: en

nuestro trabajo, en nuestro barrio, en nuestra escuela... al menos en nuestra familia:

dejar bien patente que para nosotros la fiesta se llama Navidad y en ella celebramos

que Dios decidió venir a los hombres en la persona de un niño para que los hombre

pudiéramos regresar a Él.

Un pasaje de la Biblia que me encanta, y que tiene una actualidad palmaria en

estos tiempos, es aquel del libro de Samuel 24, 14: «Ahora, pues, temed a Yahveh y

servidle perfectamente, con fidelidad; apartaos de los dioses a los que sirvieron

vuestros padres más allá del Río y en Egipto y servid a Yahveh. Pero, si no os parece

bien servir a Yahveh, elegid hoy a quién habéis de servir, o a los dioses a quienes

servían vuestros padres más allá del Río, o a los dioses de los amorreos en cuyo país

habitáis ahora. Yo y mi familia serviremos a Yahveh.»

¿Diciembre en la tradición mexicana? ¡No, gracias! Celebración de los misterios de

nuestra Salvación que por Providencia Divina llegaron a nuestras tierras y

atinadamente las adoptaron nuestros ancestros. Y al menos algunos las queremos

conservar.

Vivir las posadas a lo cristiano

16 de Diciembre. Fecha oficial, según el calendario religioso, del comienzo de las

posadas. Hermosa tradición piadosa en la que se recuerda el penoso peregrinar de

María y José buscando un lugar donde dar a luz a su hijo y el rechazo de que fueron

objeto por parte de la sociedad, y se le canta: “yo te doy mi corazón para que tengas

posada”.

Originalmente se rezaba el rosario, que se fue adornando con cantos relativos a

la época, piñatas y pastorelas.

Con el tiempo se convirtió en una fiesta pagana, en un pretexto para la

convivencia, la diversión, el baile, la comilona, la borrachera, el reventón o el franco

degenere; toda una gama de posibilidades según el nivel de inmoralidad del público

asistente.

“Hoy es la posada del Viernes”, decía un locutor de radio. “Tengan mucho

cuidado, porque es en la que hay más muertitos”. Cruel realidad, terrible muestra de

decadencia moral y de pérdida del sentido del milagro de la salvación. Ahora con la

invención de las preposadas y las celebraciones de fin de año de empresas y

agrupaciones, seguramente para cuando usted lea estas líneas ya habrá una larga lista

de recientes accidentados, embarazadas, contagiados de sida, despedidos, peleados y

amancebados que nadie necesitaba y que ocurrieron bajo el efecto de la borrachera y

con el pretexto de las posadas.

Se nos presentan a los cristianos algunas alternativas:

Rendirnos ante realidad decadente y participar resignadamente en este tipo de

manifestaciones. Echar una cana al aire.

Abstenernos de asistir a reuniones degradantes y buscar sólo buenas opciones

aunque sean pocas: una pastorela edificante, una (difícil de encontrar) posada

tradicional, una convivencia con gente decente que realmente nos enriquezca, unas

pláticas sobre el Adviento, una obra de caridad especial...

Asistir sin dejarse enredar a todo tipo de reuniones y aprovechar para dar

testimonio. En la posada familiar o entre vecinos utilizar la poca o mucha influencia

que tengamos para convertirla en una fiesta religiosa; invitar a los allegados a la

pastorela, a la plática, a la obra de caridad, aunque seamos la diversión de la

concurrencia; y saber decir: “no, jefecito, yo no me presto a eso”, “no, compañeros,

yo no me embriago”, “no, señorita, no es nada personal pero yo no quiero”, “hasta la

vista, mis amigos, me voy con mi familia”... Y si la situación lo permitiera, llegar

incluso a decir: “amigos, les propongo que hagamos una oración porque estamos

recordando el nacimiento de nuestro salvador”.

24 de Diciembre

En el cuento del Gato con Botas, hay una parte en la que el gato desafía al ogro: “Si

quieres que creamos en tu poder, conviértete en un animal.” El ogro rápidamente se

convierte en un imponente león. El gato entonces va más lejos: “Eso fue fácil: el león

es un animal de tu tamaño. Si realmente quieres impresionarnos, conviértete en algo

chiquito, digamos un ratón.”

Esto me recuerda el misterio de la Encarnación.

Dios nos impresiona con la inconmensurable creación y con todas las maravillas de la

naturaleza; apreciamos su fuerza en los huracanes y en los rayos, su belleza en los

atardeceres y en las flores y en las formaciones de las cavernas, su grandeza en las

montañas y en las distancias intergalácticas y su fineza en la perfección del cuerpo

humano.

Pero la más portentosa obra de Dios, la más extraordinaria demostración de su poder

y de su grandeza, es cuando por amor a nosotros decide convertirse en la más

indefensa de las criaturas: en un niño, y en un niño pobre, y ponerse en las manos de

los hombres para más tarde morir por ellos. Es en esta generosidad desmedida y en

esta humildad radical donde Dios nos manifiesta su superioridad. La humildad es

virtud de las almas más grandes y sólo la grandiosidad infinita de Dios pudo concebir

ese nivel de humildad.

Y por cierto, en el cuento del Gato con Botas, el ogro se convierte en ratón y el gato se

come al ogro. Justamente como finalmente Dios se convierte en alimento y nosotros

podemos comernos a Dios.

No había lugar para Ellos

Cuando estaban en Belén le llegó a María el día en que debía tener a su hijo. Y dio a

luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en una pesebrera, porque no

había lugar para ellos en la sala común (Lc. 2, 6-7).

Así de escueta es la narración que nos hacen los Evangelios de la razón por la que Dios

hecho niño tuvo que nacer en un lugar inhóspito. El suceso ha nutrido la imaginación y

la sensibilidad de la humanidad durante siglos y vemos hermosas obras de arte y

costumbres que exaltan esta penosa búsqueda de asilo y el rechazo de la gente. En

nuestro país tenemos las posadas, heredadas probablemente de alguna costumbre

europea, que recuerdan esa historia y durante 9 días congregan a los fieles a dolerse

por el hecho y a ofrecer a los humildes peregrinos nuestras condolencias y nuestra

acogida, aunque sea “a toro pasado”

En realidad, la historia no dice que hayan sido rechazados o discriminados. En aquel

entonces la persecución contra el catolicismo todavía no existía. Tampoco fue

necesariamente un caso de discriminación. Lugar en la posada lo había, pero no

adecuado para ellos. Los exegetas dicen que ese “para ellos” es importante. Tal vez

había lugar para otros, pero para ellos no.

Y no es que José y María fueran muy exigentes y pidieran demasiado. Sabemos que

eran gente humilde y recia, adaptable a las circunstancias, y que finalmente se

conformaron con un pesebre. Lo que sucede es que por su situación necesitaban

ciertas condiciones especiales: María estaba a punto de dar a luz a Jesús y necesitaba

un mínimo de espacio y un mínimo de intimidad. No se trataba ni de molestar a otros

ni convertirse en un espectáculo para la curiosidad del público presente. Jesús, a pesar

de su infinita humildad, que lo llevó a “reducirse a la nada, tomando la condición de

servidor y haciéndose semejante a los hombres (Flp. 2, 6), para nacer en un lugar

necesita ciertas condiciones.

Las descripciones del lugar varían según la traducción. Se habla de “la sala principal”,

de la “posada”, del “alojamiento”, y en otra se menciona como la “sala común”. Esta

última es la traducción que más me gusta. “Sala común” me suena a lugar común, lo

acostumbrado, lo normal, lo popular. Lo común en nuestra especie, a lo largo y ancho

de la historia, es el orgullo, la mentira, la búsqueda egoísta del bienestar propio, el

conformismo, la complacencia con el estado actual… Eso es lo que se encuentra en la

“sala común”. Un “lugar común” le llaman los intelectuales a lo que todo mundo hace,

lo que en todos lados se encuentra. Jesús para nacer necesita, de parte nuestra, una

actitud de humildad, de honestidad y búsqueda de la verdad, de renuncia al propio

bienestar y de sacrificio, de afán de superación. Necesitamos tener al menos un

poquito de esas virtudes para que Cristo pueda nacer en nosotros. Y eso no se da en

la sala común.

Aunque el mensaje de salvación es para todos los hombres, para recibir a Cristo hay

que salirse de lo común.

Para que Cristo nazca Humildad

Ya he dicho yo alguna vez, meditando aquellas palabras —«Y dio a luz a su

primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en una pesebrera, porque no había

lugar para ellos en la sala común» (Lc. 2, 6-7)— que la sala común representa la

actitud común, la actitud primaria, la postura normal del hombre primitivo, lo obvio, lo

instintivo, lo que general y naturalmente se encuentra en el hombre en su respuesta

ante la llamada de Dios: el orgullo, el autoengaño, la búsqueda egoísta del propio

bienestar, la búsqueda de la satisfacción material, la dejadez. Eso es lo que

normalmente se encuentra. Y en esas situaciones no puede nacer Cristo, igual que no

pudo nacer en la sala común de la posada. Para que Cristo naciera era necesario un

lugar especial y desusado, como el portal que, aunque no tenía comodidades, tenía

intimidad y cobijo. Así, para que Cristo nazca, son necesarios atributos anormales: la

humildad, la honestidad, la renuncia, el afán de superación.

Vamos con el primero: la humildad. El instinto natural del ser animal es la

prevalencia, la ventaja sobre los demás, la superioridad respecto a los demás; el

dominio, el sometimiento, el dar la mayor importancia a las necesidades propias; el

sentirse más digno, más merecedor, más valioso; el quererse sentir autosuficiente, la

soberanía, la independencia. Es una actitud, podríamos decir, necesaria entre los

animales, para asegurar su supervivencia. Fue esa la actitud que perdió a Satanás y la

que éste infundió en Adán y Eva: “Serán como dioses”... y también los perdió.

Sin embargo, en principio, el hombre no es solo un animal. El hombre es una

etapa superior en la escala de la evolución y está llamado a alcanzar cualidades

superiores. La primera actitud que tendría que adoptar el hombre ante la grandeza de

la creación, ante el milagro de la vida y ante el misterio de Dios, tendría que ser la

humildad. El reconocernos pequeños, limitados, vulnerables, indefensos,

dependientes, indignos, incompletos, necesitados, ignorantes, incapaces de alcanzar

nuestros anhelos por nosotros mismos... todo eso. Siendo el hombre una maravilla y

teniendo que alcanzar la autosuficiencia para subsistir en este mundo, ante Dios somos

nada y nuestros anhelos de infinitud jamás podrán ser colmados por nuestras propias

facultades y recursos. Y ante nuestros hermanos, la actitud tendría que ser de

aceptación, admiración, reconocimiento a su dignidad, respeto a su persona,

solidaridad, servicio, amor igual al que se tiene a uno mismo, reverencia ante la

presencia de Dios en ellos. Después de todo, todo ser humano es también hijo de Dios.

Humildad no significa complejo de inferioridad, sino reconocimiento de la propia

situación.

Lo primero que Dios nos enseña con su encarnación y su nacimiento entre

nosotros es su humildad, al hacerse como nosotros y al hacerlo en condiciones

precarias, de necesidad, de indigencia, de escasez. Bien nos lo hace notar San Pablo

en su carta a los Filipenses: “Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con

humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando

cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tened entre vosotros los mismos

sentimientos que Cristo, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el

ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo

haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre”. La sala

común, el lugar común, lo que es común por naturaleza, es la soberbia. Para nacer en

Belén Jesús escogió un lugar sencillo. Para nacer en nosotros necesita un corazón

humilde.

Para que Cristo nazca Honestidad Walter Turnbull

La sala común, en la que no hubo lugar para José, María y Jesús al momento de

nacer, representa la actitud común, el pensamiento común, lo normal, lo socialmente

aceptado. Y en la sala común no había lugar para el Nacimiento de Jesús. Igualmente,

para que Cristo nazca en un corazón, no es adecuada la actitud común. Lo común es la

soberbia, el engaño, la búsqueda egoísta del propio bienestar, la dejadez. Lo que

Cristo necesita para nacer es humildad, honestidad, renuncia y afán de superación.

La honestidad es esencial para encontrar la verdad, que a su vez es esencial para

cualquier logro significativo. «La verdad los hará libres», afirmó Jesús, y el famoso

líder hindú, Mahatma Gandhi, predicaba la obsesión por la verdad. No hay peor engaño

que el que nos hacemos a nosotros mismos. Para realizar cualquier proyecto, sobre

todo el proyecto de nuestra persona, necesitamos reconocer nuestra situación actual,

nuestra posición en el universo, nuestras luces y sombras, nuestro adelanto en el plan

de Dios para nosotros, y conocer el estado al que debemos llegar.

Lo normal, lo común, el impulso primario es la inconciencia, la ignorancia culpable,

el autoengaño. La defensa más común ante la llamada de Dios es el refugiarse en una

serie de mentiras: que si la ciencia, que si el dinero de la Iglesia, que si la Inquisición,

que si la hipocresía de los católicos, que si las cruzadas… Otra forma de engaño es el

pasar por alto o minimizar nuestras carencias, nuestros vicios, nuestros

incumplimientos. El pensar “no puedo o no necesito ser de otra forma”. El pensar o

asumir que nuestra conducta es buena y que nadie puede indicarnos una posible área

de superación. Lo común es aceptar, defender y justificar nuestra forma de actuar y de

pensar; el andar endilgando culpas a otros; el dar por sentado que somos

suficientemente buenos, el darnos permisos, el argüir falsas razones. Incluso se da

entre ateos y agnósticos el pensar que entrarán al Cielo si al final resulta que sí existe,

porque ellos sí son buenos, y no como esos hipócritas... Qué frecuente es ir por el

mundo satisfecho de uno mismo sin detenerse nunca a evaluar la realidad. Qué fácil es

encontrar pretextos para tranquilizar nuestra conciencia. Lo más común es pensar que

ser más devoto que nosotros es fanatismo y ser menos devoto es paganismo. Es duro

buscar la verdad y generalmente preferimos cobijarnos en nuestros prejuicios.

Antes que Jesús, se presentó Juan el Bautista predicando: «Preparad el camino del

Señor. Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos. Ya está el hacha puesta a

la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al

fuego.» No hay nadie que no necesite conversión. Para que Cristo nazca en nuestro

corazón, es necesario revisarnos honestamente y reconocer nuestras faltas ante Dios,

nuestra necesidad de cambio y nuestra necesidad de su autoridad sobre nosotros.

Para que Cristo nazca Renuncia Walter Turnbull

Puede haber miles de razones para rechazar a Cristo. En el hombre existe, junto

con la tendencia a buscar a Dios, la tendencia a rechazarlo. En el fondo de cada uno

existe una repulsión a aceptar la superioridad de otro y a aceptar su autoridad. Esta se

manifestó claramente en los primeros hombres. Pero hay algunas que son más

comunes. Representan el «lugar común» del que nos habla el Evangelio, en el cual

José y María no pudieron quedarse y Jesús no pudo nacer. Estas razones principales

son: la soberbia, el autoengaño, la búsqueda egoísta del placer mundano y la dejadez,

el conformismo. Para que Cristo nazca se necesita humildad, honestidad, renuncia y

evolución, afán de logro.

El ambiente secularizado y materialista en que vivimos nos hace francamente

renuentes al sacrificio, a la ascesis, a la sobriedad. Incluso entre católicos convencidos

es considerado como una manía de antiguos santos excéntricos o de místicos

masoquistas. Quisiéramos alcanzar la recompensa en el Cielo después de haber tenido

la gratificación en la Tierra. Y sin embargo, los grandes místicos, comenzando por San

Pablo nos dicen categóricamente: «Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os

preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm. 13, 14), y dice

también: «golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los

demás, resulte yo mismo descalificado» (1Co. 9, 27). Y Jesús es todavía más tajante

cuando dice: «el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna»

(Jn. 12, 25). Y es un hecho que la enorme mayoría de los santos han padecido y

aceptado una enorme cantidad de sufrimientos y carencias. Sería muy pretencioso de

nuestra parte asumir que todos ellos estuvieron equivocados y nosotros, 2,000 años

después, finalmente descubrimos la verdadera santidad.

La realidad nos dice que siempre es necesario renunciar a algo para dar algo al

necesitado; renunciar a aquel pecado o a aquella relación que nos aparta de la Gracia;

renunciar al placer (nunca completo) que me brinda aquel vicio; renunciar —un

misionero— al confort y a la seguridad para salir a predicar el Evangelio; renunciar a

los propios instintos e impulsos para adoptar la conducta más conveniente; renunciar a

mi soberanía para someterme a la voluntad de Dios: renunciar a mis sentimientos para

conceder, o pedir, aquel perdón; como Cristo renunció a su condición Divina para

salvarnos compartiendo nuestra condición humana. Los impulsos terrenos, para

nuestro disgusto, no solo no contribuyen a nuestra superación espiritual, sino que en la

mayoría de los casos resultan francamente opuestos.

Qué tentador es descalificar a la Iglesia y a Cristo, asumiendo o inventando

historias macabras sobre el dinero de la Iglesia o las malas mañas de los clérigos y las

monjas o sobre los muertos a causa de la religión, con tal de no renunciar a nuestros

placeres, a nuestro estilo de vida, a nuestras irracionales convicciones. Y —¡Ay!—

cuántos hay que por aferrarse a sus placeres prefieren rechazar a Cristo. En el lugar en

el que María puede dar a luz a Cristo, tiene que haber algo de renuncia.

Para que Cristo nazca

Afan de superación Walter Turnbull

Continuamos hablando sobre la sala común, en la que Cristo no pudo nacer.

Representa la postura común del hombre, la actitud primitiva, lo instintivo, lo natural,

lo fácil. Representa la soberbia, la autosuficiencia ante Dios; el engañarnos a nosotros

mismos con razonamientos y pretextos para no buscarlo; el eludir a Dios por

aferrarnos a nuestros placeres, nuestros privilegios, nuestros vicios, nuestro confort,

nuestras ideas...; y la dejadez, el conformismo, la abulia.

Tentación muy común en nuestro tiempo es sentir que somos suficientemente

buenos así como somos; pensar que menos piedad que la nuestra es maldad y más

piedad que la nuestra es fanatismo; conformarnos con el nivel de santidad en el que

estamos. En vez de tratar de superarnos a nosotros mismos en la relación con Dios,

preferimos asumir que Cristo vino a poner las cosas fáciles, a rebajar los requisitos

para alcanzar la salvación. maduro, el actual tirano de Venezuela, está seguro de que

chávez, anterior tirano de Venezuela y tradicional enemigo del catolicismo, está en el

cielo y hasta le da instrucciones a Dios. Y sin embargo, cuando Cristo en el Sermón de

la Montaña dice «pero yo les digo», siempre es para elevar el nivel de exigencia.

«Entren por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que

conduce a la ruina, y son muchos los que pasan por él. Pero ¡qué angosta es la puerta

y qué escabroso el camino que conduce a la salvación! y qué pocos son los que lo

encuentran» (Mt. 7, 13-14). Y dice también: «...el Reino de Dios es cosa que se

conquista, y los más decididos son los que se adueñan de él» (Mt. 11, 11).

Dice Juan Pablo II en su Carta Apostólica NOVO MILLENNIO INEUNTE: «...si el

Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios [...] sería un contrasentido

contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una

religiosidad superficial.» Justamente con lo que nos conformamos la enorme mayoría.

El Reino de Dios exige no sólo un alto nivel de santidad, sino una disposición de

evolución permanente, de conversión diaria. El gran San Pablo, uno de los más

grandes santos de la historia, escribe a sus discípulos: «...yo no me creo todavía

calificado, pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por

delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo

alto en Cristo Jesús» (Flp. 3, 13-14).

Nacimiento

El nacimiento de Cristo que recordamos en nuestros pesebres es el resultado de

una serie de contrariedades e injusticias: Un poder humano que ordena un censo con

la única y malévola intención de mejor explotar a sus sometidos, una ley absurda que

obliga a la gente a empadronarse en su ciudad de origen (como si para pagar

impuestos no fuera bueno cualquier lugar) sin tener en cuenta los problemas que

ocasiona a la gente, un parto que llega en el momento más inoportuno, una carencia

de medios debida a una situación económica limitada, la falta de un espacio adecuado

en Belén, la falta de habilidad (así debe haberlo sentido él) de San José para negociar

alguna solución más satisfactoria... Al final tenemos un parto casi a la intemperie en

una noche fría como suelen serlo en el desierto, en el lugar más incómodo e insalubre

que se pueda imaginar para el nacimiento de un bebé. «¿Por qué a mí?» —se

preguntaría San José—, «¿Por qué no pude conseguir algo mejor?» Una situación

verdaderamente lamentable. Nosotros, hoy en día, lo celebramos emocionados, llenos

de reverencia y de ternura.

Hoy sabemos que esta aparente calamidad no era tal, sino que era la manera de

Dios de demostrarnos su humildad, el desapego a los bienes materiales y a la

vanagloria, su predilección por los pobres y los sencillos. Cristo, aunque fue visitado

por reyes, quiso nacer entre animales y entre pastores. Las incomodidades de la

Sagrada Familia eran un germen del sufrimiento redentor de la Pascua. La situación

precaria del portal fue para demostrarnos que «quien a Dios tiene nada le falta». Hoy

celebramos porque sabemos que toda esa tragedia llevaba una semilla de salvación,

porque en ese destierro Dios nos quiso mostrar su amor hasta el sacrificio.

Algo así puede pasar en nuestra vida. Para la mayoría de los hombres y mujeres

en este mundo, la vida tiene muchas noches de invierno en el desierto, tal vez

demasiadas. Pero la presencia de Jesús y de María las puede entibiar y las puede

iluminar. Todo puede ser manifestación del amor de Dios y una invitación a la

humildad. San José no era un fracasado. Todo tiene un «para qué» en los designios

amorosos de Dios. Los pastores «encontraron a un niño envuelto en pañales acostado

en un pesebre... y se volvieron glorificando y alabando a Dios.»

«María, por su parte, [guardaba silencio y] guardaba todas estas cosas y las

meditaba en su corazón.»

Fiesta de la Humildad

En estos tiempos en que la sociedad valora más que nada la autoestimas y las

vanidades, la Navidad representa todo lo contrario: es una fiesta de la Humildad.

«He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra», había dicho María

al ángel el día de la Encarnación del Verbo de Dios; una respuesta que sonaría hasta

despreciable para nuestra cultura competitiva. Y Dios, en respuesta, se pone en sus

manos como un niño indefenso, necesitado de todo.

Dios se había enamorado de la humildad de María: «Ha puesto sus ojos en la

humillación de su esclava”, y ahora “me llamarán dichosa todas las generaciones

porque El Poderoso ha hecho obras grandes en mí.”

Siempre habrá que recordarlo: Cristo participa de nuestra vida de hombres para

que nosotros podamos participar de su vida de Dios. Él, “siendo de condición divina, no

retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando

condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte

como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de

cruz” (Flp. 2, 6-8). Dios participa de nuestra pequeñez para que nosotros podemos

participar de su grandeza. Y el camino de esa grandeza es precisamente la humildad y

el servicio: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos,

y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el

que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera

ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo

del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por

muchos» (Mt. 20, 25- 28). Qué bueno fuera que los gobernantes y los poderosos de

todo el mundo vieran sus privilegios como una ocasión de servir. Dios, que es el Amo y

Señor del Universo, es ciertamente quien más sirve.

El camino de la redención y la elevación del hombre a alturas insospechadas

empieza por una humillación y una oportunidad de servicio. Empieza por Jesús, María y

José: Jesús sirviendo al hombre y María y José sirviendo a Jesús.

Que esta Navidad, al meditar ante el nacimiento, además de la ternura y la alegría

que inspira en nosotros este dichoso acontecimiento, sepamos descubrir esa humildad

y ese servicio del que Dios mismo nos pone la muestra, y podamos pedir como la

Madre Teresa: «Señor, cuando tenga hambre, dame alguien que necesite comida [...]

Haznos dignos, Señor, de servir a nuestros hermanos» (Madre Teresa de Calcuta).

Navidad es participación

Hay un himno que solía rezarse durante el Oficio de Lectura de la Liturgia de las

Horas (no sé cuándo se descontinuó). En la versión clásica del Salterio, que

afortunadamente se sigue editando, todavía aparece. A mí me parece hermosísimo

(cuestión de gustos, claro), y describe en forma magistral la indescriptible grandeza

del misterio de la Encarnación y la Navidad. Por si ustedes no lo tienen o no lo

conocen, se los comparto. Ojalá que lo disfruten igual que yo.

Palabra creadora de cósmicas grandezas,

rasgando poderosa la nada del silencio,

inmenso manantial de múltiples bellezas,

eterno resplandor del único misterio.

Palabra que, hecha luz radiante y creadora,

estalla en los abismos eternos de la nada,

llenando los espacios y los tiempos de sonora

sinfonía de ser, de amor y de esperanza.

Palabra mensajera en alas de los vientos,

meciendo cariñosa las aves en su vuelo,

llenando las montañas con rítmicos acentos

de brisas y armonías, de luz, color y ensueños.

Palabra que en delirio de amor inenarrable,

al soplo virginal y ardiente de tu Espíritu,

sin dejar un momento de ser Hijo del Padre,

naciendo de mujer, del hombre se hace hijo.

Navidad es fiesta, es gloria, es ternura, es encuentro, es compartir, es alegría, es

convivencia, es oración... pero es sobre todo participación. Para que nosotros algún día

podamos participar de la vida y la felicidad de Dios, Dios, en un “delirio de amor

inenarrable”, decide participar de la nuestra. ¡Feliz participación de la Vida de Dios!

El diablo o la Virgen

Cuando usted se propone montar una pastorela entre aficionados, a nivel

parroquial o entre vecinos, sin recompensa económica, sólo por el gusto de hacerla...

el actor más difícil de conseguir es la que representa a la Virgen.

Por principio, de la Virgen se espera que sea , si no bonita, al menos agraciadita,

y que parezca joven. En segunda, su actuación, aunque sea poca, tiene que ser

buena, porque todo lo que la Virgen dice es importante. En tercera, casi nadie lo

quiere hacer. Cuando usted reúne un grupo para una pastorela, todos quieren ser el

diablo, o cuando mucho, pastor. El ángel y la Virgen son la última elección.

Hay razones que pueden ser buenas. La Virgen en general, como ya dijimos, sale

poco y habla poco. Igual que en el Evangelio. Casi no hay parlamentos largos para la

Virgen. El diablo, en cambio, normalmente tiene parlamentos largos y exigentes,

propios para el lucimiento personal.

Pero hay otras razones no tan buenas.

Sucede que el demonio, a pesar de ser nuestro peor enemigo y querer solamente

nuestro mal, ejerce una extraña fascinación sobre nosotros los humanos. Es una

consecuencia del pecado original. Es esa inclinación al mal y a ese pasajero placer que

se obtiene cuando se practica, que la doctrina llama concupiscencia. Los malosos son

atractivos, digo yo. Y si no que lo digan los jóvenes decentes a los que les cuesta un

chorro de trabajo ligar, o las jóvenes decentes que de pronto se enamoran del vividor.

Dice el finado y maravilloso escritor José Luis Martín Descalzo que el deporte más

practicado en la actualidad es el de hacernos pasar por más malos de lo que somos.

Nos encanta presumir de malos. Y es que, efectivamente, la maldad siempre promete

un cierto grado de felicidad que para un santo es inaccesible. Promete más libertad,

menos límites, más variedad de opciones, experiencias más excitantes, más recursos

para alcanzar nuestras metas. Después de todo, el demonio es el príncipe de este

mundo. “Te daré todos los reinos de la tierra si, postrándote, me adoras” (Mt. 4, 8-9).

En los Salmos hay varias referencias a la tentación que sienten los buenos de volverse

malos al ver el éxito y el bienestar que acompaña a estos últimos. La tentación de ser

el diablo definitivamente nos llega a casi todos. Y no es que aceptemos abiertamente

la maldad. Más bien es una ingenua esperanza de poder servir al diablo y a Dios, de

poder coquetear con el mal estando casados con el bien, de poder probar el mal y en

el último minuto soltarlo y cambiar de camino antes de que nos mate.

Alguna vez le preguntaron creo que a Santo Tomás de Aquino qué se necesitaba

para ser santo. Su respuesta fue: desearlo. Efectivamente, lo primero son las ganas

de serlo. Si realmente se tienen ganas, Dios pone lo demás. El problema es que, hoy

en día, nadie tiene ganas. Ahorita nos atrae más el pecado, estamos en la etapa del

coqueteo.

Qué bonito sería que, al menos en esta época de Adviento y Navidad,

practicáramos el deporte de hacernos los buenos. Que quisiéramos ser el ángel o la

Virgen. Que pudiéramos renunciar por un tiempo a ese placercito que el pecado nos

proporciona. Tal vez el disfrazarnos de Virgen por un rato nos ayude a parecernos un

poquito más a ella toda la vida.

El día ha de llegar en que todos se peleen por ser el Ángel o la Virgen. Después

de todo, como ya dijimos, su papel es corto, pero es el más importante.

Navidad es renacimiento

Me llegan varios correos con la triste, preocupante noticia de una película —“La

brújula dorada”— supuestamente para niños, basada en un libro escrito por un

enemigo de Dios. No un enemigo insignificante como lo somos todos algunas veces

cuando le volteamos la espalda, no: hablamos de un enemigo declarado, un fanático

militante del ateísmo, que en una trilogía de libros termina presentando, como final

feliz, al hombre matando a Dios para librarse de Él.

Esto, aunque debe preocuparnos y ocuparnos, no debería extrañarnos ni tantito.

La presencia de Dios en el mundo siempre ha provocado intenciones de matarlo. Desde

el arrebato momentáneo de Herodes, hasta el nefasto fenómeno de la “ilustración”, la

masonería o el comunismo con campañas permanentes a nivel internacional. En

nuestro país con este fin se han probado balas, leyes, programas educativos... Hoy

este empeño es como una plaga extendida por el mundo que convive con la

humanidad y que brota en cualquier momento de cualquier nauseabundo agujero. Hoy

a Cristo ya no se le puede volver a matar, pero sí se puede matar su presencia entre

nosotros. Es una guerra sin tregua fuera y dentro de cada uno.

Por eso Cristo deja en el mundo una Madre que pueda seguirlo engendrando

diariamente. Cristo renace de la Iglesia en cada sacramento, en cada conversión, en

cada prédica, en cada catequesis, en cada acto de amor, en cada oración fervorosa.

Para mantenerse vivo en nosotros, necesita renacer una y otra vez en nuestro

corazón, en nuestras familias, en nuestros grupos, en nuestras instituciones, en

nuestras naciones. Por eso la Iglesia nos ofrece la Navidad.

La Navidad no es simplemente recordar con alegría aquel glorioso momento en

que Dios se hace niño entre nosotros. Es actualizar el misterio. Es hacernos el

propósito de que Cristo vuelva a nacer todos los días en el oscuro y sucio portal, en

nuestras almas pecadoras, en nuestro ambiente corrompido, en nuestro mundo

secularizado, y que igual que el pesebre se llenó de luz y de calor, nuestras vidas y

nuestro mundo se llenen de la gracia y de la luz de Cristo. No importa lo densas que

sean las tinieblas o incómodo el lugar. Cristo puede volver a nacer dondequiera que

María es recibida y un José acondiciona el pesebre.

Una cosa o la otra

Para mí una parte esencial de la Navidad son las pastorelas. Si el Adviento es como

un compendio de la vida del cristiano, las pastorelas (al menos las buenas) son como

una representación de ese compendio. Dios se hace hombre para salvarnos del

pecado; todos nosotros somos invitados a llegar hasta Él para ser beneficiarios de esa

salvación; el camino es largo y difícil, y el demonio trata, con obstáculos y con

tentaciones, de impedir que los pastores lleguen hasta el portal, donde está Jesús; los

pastores, si es que se empeñan, pueden vencer esos obstáculos con la ayuda de Dios,

representada por San Miguel Arcángel... Al final todos, transformados por lo aprendido

durante el viaje, comparten la compañía de la Sagrada Familia alrededor del pesebre

en una escena de gozo, armonía y gloria, anuncio del cielo.

Este año, como en otras ocasiones, me veo involucrado en una pastorela que, a

reserva de su más autorizada opinión, hace un buen intento por aportar algo de esta

buena doctrina al respetable público. A mí, como participante, todas las escenas me

parecen maravillosas. Les comparto una:

El demonio, como siempre, ofrece a los pastores una opción más fácil, más

divertida, más tentadora; les ofrece placer, poder, diversión, popularidad, belleza

física... El pastor guía les recuerda su compromiso de llegar al portal. Los pastores

preguntan al diablo si no pueden ir a Belén y después pasar a recoger sus regalos. —

“¡De ninguna manera!, —contesta el demonio furioso—, o escogen una cosa o escogen

la otra.”

Muy parecida es la situación del cristiano light del que todos tenemos un poco (o

un mucho). Quisiéramos llegar al cielo con Jesús pero antes quisiéramos disfrutar del

mundo y sus engaños. Y la cruda realidad parece ser que no se puede. O se escoge

una cosa o se escoge la otra. Esta época de Navidad también nos presenta en forma

concentrada las dos opciones: las posadas y las fiestas con sus desmanes, sus

excesos, sus dispendios... o la celebración en familia del misterio de nuestra salvación,

con su alegría sencilla, son sus muestras de cariño, con sus momentos de devoción,

con su ocasión de compartir con el que menos tiene, son su acercamiento a Dios hecho

niño.

Ojalá que escojamos, en esta época navideña y para siempre, seguir el camino a

Belén. Y ojalá que nos toque ver al menos una buena pastorela.

La Navidad nos pide valor

La historia de la Navidad está llena de actos de valor. Todos ellos ocurridos para

que Cristo pudiera nacer y reinar.

Valor de la Virgen María, que acepta recibir en su seno y en su vida al Salvador,

sin reparar en las molestias o problemas que esto le podría acarrear; valor para

emprender un problemático viaje para ir a servir a su prima Isabel; valor para

emprender otro viaje, todavía más difícil, ya a punto de dar a luz, para que el plan de

Dios se cumpliera y el Redentor naciera en Belén.

Valor de José, que sin importarle los comentarios de la sociedad, recibe a María en

su casa; valor para enfrentar el inconmensurable compromiso que significaba hacerse

cargo del Hijo de Dios, y de la Madre de Dios; valor para afrontar las sucesivas

dificultades que este compromiso le iba acarreando: el viaje a Belén, el buscar y

acondicionar un lugar para el nacimiento del niño, la huída a Egipto y una problemática

estancia en aquella tierra ajena...

Valor de los Santos Reyes para dejar sus cómodos palacios y emprender un viaje

de búsqueda espiritual lleno de peligros e incomodidades; valor para confiar en una

estrella, en una luz que sólo se podía comprender por la fe; valor para modificar sus

planes y desafiar la posible furia de Herodes; valor para dedicar el resto de sus vidas a

llevar a otros la noticia de su hallazgo.

Tal vez los cristianos de hoy en día tengamos que emplear un poco de valor. Para

desechar finalmente aquel vicio tanto tiempo arrastrado; para hacer un esfuerzo por

aumentar nuestras obras de piedad (oración, sacramentos, sacrificios, servicios,

lecturas) en este tiempo de crecimiento; para renunciar a ese gusto, ese placer que

nos resultaría nocivo o a ese tiempo o ese dinero que podemos emplear en ayudar al

necesitado; para recibir con cordialidad o eventualmente perdonar a aquel pariente

que nos resulta tan molesto; para participar activamente en un acto piadoso como

puede ser una posada tradicional; para animar a la familia a realizar una oración ante

el Nacimiento en la Nochebuena; para andar por ahí recordando a compañeros y

vecinos que el sentido de la Navidad es la celebración del Nacimiento de nuestro

Salvador. Y para adoptar una postura de agradecimiento, esperanza, paciencia y

preparación ante estos Sagrados Misterios en estos tiempos tan atribulados y

materialistas.

Consejos de un triunfador

La lectura de San Pablo (Carta a Tito) que nos trae la Misa de la noche de

Navidad, nos aporta algunas recomendaciones, aparentemente sencillas, como dichas

de paso por decir cualquier cosa, pero cargadas de enorme sabiduría, trascendencia y

actualidad. Son como un magistral resumen de las principales acciones que todo

hombre tendría que emprender para hacer de su vida algo significativo y, finalmente,

alcanzar su destino eterno.

Renuncien a la vida sin religión. Aunque el hombre es un ser esencialmente

religioso, la tentación de la vida sin religión es una eterna constante. Vivir sin

responsabilidades, sin mandamientos, sin obediencias, sin jerarquías, sin

compromisos, sin renuncias. Pablo ni siquiera dice: sean piadosos, sino que, consciente

de lo común y atractiva que es esta tentación —y más en estos tiempos en que el

enemigo ha abarrotado la cultura de pretextos aparentemente razonables—, nos invita

categóricamente a renunciar a ella, a la irreligiosidad.

Vivamos de una manera sobria. ¿No son buenas todas las cosas que Dios ha

creado? ¿No tenemos los hombres derecho a la felicidad? ¿No tiene el trabajador

derecho a disfrutar del fruto de su trabajo? ¿No son buenas las aportaciones que ha

hecho la civilización al bienestar humano? Tal vez, pero también la búsqueda del

placer, y sobre todo el placer en exceso, son la herramienta más utilizada por el

demonio para alejar a los hombres de Dios, sin contar con los problemas sociales y de

salud. San Pablo es claro; es mejor la sobriedad.

Una vida justa. Doctrinas van y doctrinas vienen que tratan de eliminar el

problema de la injusticia. Con más insistencia de hace unos siglos para acá, la

humanidad ha despertado a la inaceptabilidad de este terrible flagelo. Tristemente,

muchas de estas doctrinas han propuesto alcanzarla —la justicia— al margen de Dios,

o incluso haciendo la guerra a Dios, y a través de instituciones o estrategias que

intentan soslayar la realidad del pecado y las consecuencias del desempaño personal.

San Pablo ya lo aconsejaba hace muchos siglos, como una acción personal que traería

enormes beneficios a la vida propia y a la estructura social. Lleven una vida justa cada

quien.

Una vida piadosa. ¿Pero es que es necesario practicar una religión para ser bueno?

—¿Crees que por ser religioso eres mejor que yo?— preguntan altaneramente los ateos

militantes. La cultura moderna nos ha llevado a ver la piedad y la beatería como cosas

despreciables, conductas de perdedores y de ancianos, aburridas, para amargados...

San Pablo —que lo experimentó en su propia vida— lo recomienda sin ambages: llevan

una vida piadosa.

Y qué alejados de estos consejos se encuentran todos los influyentes en nuestro

mundo. Políticos, personajes de la farándula, millonarios, deportistas famosos,

estrellas de los medios, líderes de opinión... los que el mundo llama “triunfadores”,

todo el tiempo nos invitan exactamente a lo contrario.

¿Qué hacer para mejorar nuestra vida? ¿Por dónde empezar? ¿Quién nos da el

mejor secreto para la felicidad? ¿Qué cambios deberían ocurrir en mi vida a raíz de la

celebración de la navidad? Yo, a ojos cerrados, tomaría el consejo de San Pablo:

renunciar a la irreligiosidad y llevar una vida justa, sobria y piadosa. Son consejos de

un hombre muy sabio, muy experimentado, muy santo... un verdadero triunfador.

Alégrense siempre en el Señor Walter Turnbull

El tercer domingo de Adviento está catalogado como el “Domingo de la Alegría”. El

Adviento está llamado a ser un tiempo de reflexión, de piedad, de oración… y sin

embargo, en este domingo, aún antes de llegar la fiesta del Nacimiento, la liturgia nos

invita a la alegría. De hacho, cuando se tienen en la corona velitas moradas y una rosa

(es decir, una velita rosa), éste es el domingo de prender la rosa. La Iglesia nos quiere

recordar que este tiempo de reflexión y de piedad se debe finalmente a un suceso de

gran alegría: el amor de Dios por nosotros y el nacimiento de Dios entre nosotros,

participando de nuestra vida, para que algún día nosotros podamos participar de la

suya. El cristianismo, aunque reconoce la debilidad humana y el peligro del mal,

comporta un mensaje que siempre debe llevarnos a la alegría. Alguna vez escuché a

un gran predicador afirmar que los cristianos son los únicos que tienen una verdadera

razón para ser optimistas y estar alegres: saber que el mal no tiene la última palabra y

que Dios tiene un plan de felicidad para nosotros.

La postura del hombre mundano generalmente se identifica con la alegría, con el

disfrute de las cosas, con la risa, con la diversión… y tiende a relacionar el cristianismo

con la seriedad, la gravedad, la renuncia, el sacrificio, la ascesis, el sufrimiento…

cuando en realidad la alegría como la pretende el mundo se basa casi siempre en

frivolidades y en goces limitados y pasajeros, en placeres vanos, y es la amistad con

Dios, su presencia entre nosotros —que recordamos y celebramos en la Navidad que, a

su vez nos recuerda su amor, la paz que su presencia nos comunica— lo único que nos

puede dar una alegría plena y permanente. “Volveré a verlos y se alegrará su corazón

y su alegría nadie se la podrá quitar.” (Jn. 16, 22) Los hombres de mundo que han

tenido la sensatez de convertirse y el valor de reconocerlo, aseguran que su vida antes

de Cristo era festiva, ruidosa, divertida, pero triste y vacía.

En las tertulias mundanas parece que se aprecia y se vive el amor al prójimo y la

convivencia. Incluso, en ciertos ambientes, se logra un buen acercamiento con los

abrazos, los regalos, los gestos amables, los buenos deseos... y tal vez hasta haya

algún acto de perdón y de afecto sincero, pero generalmente el mundo nos orilla a

buscar la felicidad y la alegría sin Dios, solo en el festejo, solo en lo material, solo en la

convivencia (que en realidad no tiene nada de malo), solo en las cosas terrenas, sin

detenerse a ver si son buenas o malas y sin ver que son goces que no nos llevan a la

felicidad plena y eterna, como la que Dios no ofrece a su lado.

Hoy las lecturas nos vuelven a la realidad: Jerusalén se regocija porque «tu

salvador está en medio de ti, Él se goza y se complace en ti», «Él ha alejado a tu

enemigo. ¡El Rey de Israel está en medio de ti, no temerás ya ningún mal!» Juan

Bautista, que propone valiosísimas soluciones humanas, advierte: «viene uno que es

más fuerte que yo,.» Y San Pablo, con relación a la alegría, nos propone: «en toda

ocasión, presenten a Dios sus peticiones, mediante la oración y la súplica,

acompañadas de la acción de gracias.» Sólo Él nos puede dar la paz. Y termina

recordando: «Y la paz de Dios, que es mayor de lo que se puede imaginar, les

guardará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús.»

Hoy las lecturas nos vuelven a la verdad: “Regocíjate, hija de Sión; alégrate de

todo corazón, Jerusalén […] El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que

salva.” (Sofonías 3, 14) Jerusalén tiene motivos para alegrarse porque su Dios está en

medio de ella y se complace en ella. Juan el Bautista, quien aporta valiosísimos

consejos prácticos para la felicidad del hombre en esta tierra, como “sean generosos”,

“sean justos y respetuosos”, al final agrega un factor adicional: “viene uno que es más

fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. Él los bautizará

con el Espíritu Santo y fuego”. Esta es en realidad la Buena Nueva. San Pablo, aquel

triunfador en todos los sentidos que llevó una vida durísima, en relación a la alegría,

nos propone: “estén siempre alegres en el Señor; que nada les preocupe, sino que, en

toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, presenten sus peticiones a

Dios.” Y más adelante añade: “Y la paz de dios, que es mayor que lo que se puede

imaginar, les guardará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús”.

Solo Dios nos puede dar la paz. Solo Él, con sus salvación, nos puede brindar el

gozo completo y la alegría que nadie nos puede quitar.

Preparar el Camino Walter Turnbull

En una lectura de la liturgia del Adviento, encontramos una curiosa alteración de

texto: donde Isaías dice: «Una voz grita: "En el desierto preparadle un camino al

Señor”», el evangelista pone: «Una voz grita en el desierto: "Preparad el camino del

Señor”». Parece un simple cambio de puntuación, pero el cambio en el significado es

importante. ¿Se trata de un error en la Escritura, que demostraría que toda la doctrina

cristiana es un fraude, como a muchos enemigos de Dios les gustaría encontrar? En

realidad no. Más bien parece un cambio intencional de parte del Espíritu Santo que

inspiró a ambos escritores. Sucede que ambas versiones son correctas y necesarias.

La primera versión, la de Isaías, nos habla de un desierto que hay que

acondicionar (como detalle chusco, los teólogos de la liberación interpretan que

tenemos que emparejar la sociedad dispareja, y los amantes de los ovnis entienden

que tenemos que construir pistas de aterrizaje para naves interplanetarias). El desierto

es un lugar estéril, infecundo, agreste, accidentado... Muy como nuestro mundo actual,

repleto de obstáculos para el establecimiento de la justicia y de la armonía o la

experiencia de la felicidad, o tal vez nuestro propio corazón, en el que hay también

muchos obstáculos y hay que acondicionar caminos para que Dios pueda llegar:

caminos de justicia, de conversión, de piedad, de buena voluntad, de verdad, de amor

al prójimo. Dios es quien va traer la salvación, pero es necesario que nosotros

pongamos algo de nuestra parte. Necesita caminos de acceso que sólo nosotros

podemos construir.

La segunda versión, la de San Lucas, habla de un desierto en el que hay que

predicar: un lugar solitario, inhóspito, despoblado o poblado por fieras... otra vez, muy

parecido al mundo actual, tal vez superpoblado y abarrotado, pero en donde nadie

quiere escuchar ni interesarse por los demás. Cuántas veces parece que los profetas

predican en el desierto, a oídos que no quieren oír. Y en esa soledad, ante esa

indiferencia o incluso hostilidad, el profeta de hoy tiene que anunciar que Dios viene en

nuestro rescate.

En un mundo que puede ser el exterior o nuestro propio mundo interior, que nos

puede parecer perdido, devastado, sin remedio, Dios nos ofrece una esperanza:

«Consuelen a mi pueblo». He aquí que Dios viene como un buen pastor, con su fuerza,

su salario y su recompensa para cada quien. De hecho su venida ya comenzó, y ha de

completarse en cualquier momento, y nosotros tenemos que preparar su venida. Eso

es lo que nos viene a recordar el Adviento.

Diablo de pastorela Walter Turnbull

Es tiempo de Adviento y Navidad. Tiempo de posadas y pastorelas cómicas.

Tiempo de diablos graciosos, pastorelas en las que el diablo aparece como el ganador,

como el héroe. La inconsciente ilusión del liberal.

Hace unos días, en un programa “cultural”, le preguntaban a los entrevistados:

“¿Dios o el diablo?” Uno de ellos hábilmente contestó: “Los ángeles”. La ilusión del

liberal moderno. No un Dios celoso que compromete, que desafía, que pide mucho

porque lo da todo. Mejor los ángeles, cándidos y bonachones, seres mágicos a nuestro

servicio, maquinitas de hacer favores sin exigir nada a cambio. El otro —¿payaso,

pobre, vivales, ingenuo, ignorante, suicida, farsante? ¿Cuán sería el calificativo

adecuado?— se vio más descarado: “No, los ángeles son muy aburridos. Yo prefiero al

diablo”.

Y en las pastorelas comerciales se refleja este sentir: los diablos son los

protagonistas. Se roban la obra. Se les dedica casi todo el tiempo, y sus apariciones

son siempre cómicas, sus respuestas siempre creativas, y hay que ver cómo se

divierten. Tranquilamente se burlan del ángel que viene a combatirlos y engatusan a

los pastores a desviarse del camino. El ángel no puede nada contra ellos. El diablo es

ingenioso, gracioso, poderoso, es un triunfador... Si pierde el diablo es muy al final, en

un instante fugaz, sin que nadie lo note, sin que se sepa cómo, si es que pierde.

En la vida real se da una situación parecida. El mexicano ve en el diablo la parte

chusca de la vida. El diablo es la chispa, la astucia, la marrullería, la diplomacia, la

maña, el ingenio, la comicidad, la diversión. Es una herramienta indispensable.

Prácticamente a él le debemos nuestra supervivencia. “Estábamos mejor con la

corrupción”, dicen algunos. Y así vamos por la vida, dejándonos seducir por el diablo y

sus tentaciones. Los ángeles son aburridos, el pesebre está incómodo, oscuro y frío.

El diablo es quien en realidad nos satisface. Ahorita estoy con el diablo. Dios puede

esperar. Se nos figura que podemos disfrutar lo que el diablo nos ofrece y al final, con

un golpe de suerte o de manubrio, cambiarnos al buen carril.

Qué bueno sería que nos diéramos cuenta que el demonio es un ser despreciable,

que ha perdido por su propia decisión cualquier acceso a la felicidad; es el perdedor

por excelencia; y que quiere arrastrarnos a su desgracia. Que su mayor deseo es

hacernos eternamente infelices como él lo es.

Que entendiéramos que, por alguna razón que nosotros no podemos entender,

Dios, en su sabiduría infinita y en su designio de amor, ha permitido al diablo mucho

poder y muchas libertades, pero no tiene en sí ningún poder sobre Dios o sobre los

ángeles. Que al final de los tiempos, o en cualquier momento que sea necesario, los

ángeles lo volverán a precipitar al infierno sin ninguna dificultad, y entonces veremos

que fue una pésima decisión aliarnos con él por unas migajas de aparente felicidad.

Hay que enterarse de lo que son las cosas y llamar a las cosas por su nombre.

Ingenio, astucia, gracia, son parte de la inteligencia que Dios nos ha dado y que

podemos usar para buscar nuestro bien. El demonio es un ser poderoso que quiere

nuestra infelicidad eterna, y hacia allá nos dirigimos cuando coqueteamos con él.

Ojalá nos tocaran más pastorelas en las que quedara bien claro.