QUIEN FUE

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¿QUIEN FUE? Abel Segura. (seudonimo) Fue a la altura del paradero número tres a eso de las 8:00 de la mañana. Habíamos salido hace unos quince minutos desde el terminal de Yumbel, por la tanto llevábamos aproximadamente unos ocho kilómetros recorridos, cuando el aire comenzó a mutar su composición y lo que era una agradable brisa de campo repleta de respuestas, como pregonaba el bueno de Bod Dylan en mis oídos a través de los audífonos conectados a mi celular, se transformo en un pesado soplo de hedor progresivo. Lo que en la jerga popular se conoce bajo la denominación de un “peo”. Esa expresión corpórea que se explaya usando como médium el derrier, popo o culo de la gente. Un aire nuevo, pero no como el de Gonzalo Rojas, (no para vivirlo, sino para sentirlo) sino que como para repudiarlo y dejarlo pasar como si el olfato tuviese la potestad de censurar y escoger sus designios. No obstante lo poderoso de aquella combustión, su eclosión devino en lo interesante de aquel viaje, pues quienes tenemos una leve inclinación por buscar el origen de las cosas, necesitamos descubrir la fuente de un modo más o menos lógico, razonable y en eso puse mis, a esa hora, soñolientos empeños. En primer lugar escrute las reacciones de los demás pasajeros, los cuales excluyéndome no sobrepasaban los doce, once para ser exactos, para encontrar en ellas algún indicio, pero nada era o parecía “extraño”. Entonces tome lápiz y papel y ensaye un improvisado croquis del interior del bus, concluyendo que los asientos ocupados por personas eran el 1 y 2, con dos señoras de avanzada edad. El 7 y 8 con una pareja joven, donde ella estaba embarazada y el miraba por la ventana

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CUENTO QUE RELATA UN VIAJE CUALQUIERA ENTRE YUMBEL Y CONCEPCION.

Transcript of QUIEN FUE

¿QUIEN FUE?

Abel Segura. (seudonimo)

Fue a la altura del paradero número tres a eso de las 8:00 de la mañana.

Habíamos salido hace unos quince minutos desde el terminal de Yumbel, por la

tanto llevábamos aproximadamente unos ocho kilómetros recorridos, cuando el

aire comenzó a mutar su composición y lo que era una agradable brisa de campo

repleta de respuestas, como pregonaba el bueno de Bod Dylan en mis oídos a

través de los audífonos conectados a mi celular, se transformo en un pesado soplo

de hedor progresivo. Lo que en la jerga popular se conoce bajo la denominación

de un “peo”. Esa expresión corpórea que se explaya usando como médium el

derrier, popo o culo de la gente. Un aire nuevo, pero no como el de Gonzalo

Rojas, (no para vivirlo, sino para sentirlo) sino que como para repudiarlo y dejarlo

pasar como si el olfato tuviese la potestad de censurar y escoger sus designios.

No obstante lo poderoso de aquella combustión, su eclosión devino en lo

interesante de aquel viaje, pues quienes tenemos una leve inclinación por buscar

el origen de las cosas, necesitamos descubrir la fuente de un modo más o menos

lógico, razonable y en eso puse mis, a esa hora, soñolientos empeños. En primer

lugar escrute las reacciones de los demás pasajeros, los cuales excluyéndome no

sobrepasaban los doce, once para ser exactos, para encontrar en ellas algún

indicio, pero nada era o parecía “extraño”. Entonces tome lápiz y papel y ensaye

un improvisado croquis del interior del bus, concluyendo que los asientos

ocupados por personas eran el 1 y 2, con dos señoras de avanzada edad. El 7 y 8

con una pareja joven, donde ella estaba embarazada y el miraba por la ventana

como buscando algo. El 9 por un ex compañero del colegio que me caía pésimo

pues se había comido (léase agarrado, servido, atracado, besado, etc.) a mi

hermana en la fiesta de egreso de cuarto medio. El 15 y 16 ocupados por dos

profesores de miradas caídas y bolsos de cuero gastados. Al parecer uno era de

lenguaje (llevaba libros) y el otro de matemática (no llevaba nada). El 21 por el

gasfíter del pueblo que bajaría según dijo al auxiliar del bus, cuando le corto el

boleto, un poco mas allá nomas y que por aquello no le cobrase. El 35-36 por dos

carabineros a los cuales no les cortaron boleto, ni les cobraron, pero que

limpiaban sus gorras y acomodaban cada cierto tiempos sus ampulosas guatas y

el 41 por una estudiante mal agestada que mascaba un chicle y se tomaba fotos

desde diversos ángulos. El olímpico silencio, las miradas quietas y los ronquidos

rítmicos, avizoraban una empresa difícil de construir. Esto me llevo a pensar que

tal vez era yo el único que había percibido aquella pútrida manifestación, entonces

lance una tromba de aliento a mi mano abierta para buscar pistas, pues a esa

hora todo conspira para una boca putrefacta, pero no era ello ni lo temprano del

día la causa de lo nauseabundo. Como segunda maniobra dirigí rápidamente mi

vista a la puerta del baño, pero esta yacía cerrada y con una hoja de cuaderno

adosada que decía “baño malo”. El círculo comenzaba a cerrarse y la curiosidad

iba en inversa proporción al “pedo”, que ya se había escurrido por las hendijas del

tiempo y el espacio. La duda crecía como lo hacen los besos de domingo por la

tarde en la plaza de armas, ¿quien había sido el peorro o la peorra? ¿Quien dio

visa a su esfínter para bostezar en el rectángulo rodado que nos llevaba a la

capital regional? Por un momento pensé que todos conspiraban, por otro sentí

pena ante una posible enfermedad gástrica de las abuelas de los primeros

asientos, de la cual todos sabían menos yo y por eso nadie se había pronunciado,

siquiera recogiendo su nariz o abriendo soterradamente su ventana, o bien dando

un cínico estornudo que evidenciara malestar como se hace en las filas del banco

o en cualquier fila con tal de no enfrentar directamente al culpable.

El sonido del motor era un sonsonete terco y los aromos se sucedían como viejas

cartas o una rubia al trote pasando frente a uno, la mirada se subcontrataba a la

ventana de modo cansino e ingresaba a un punto muerto, avanzábamos, ya era

mitad de camino. Entonces nuevamente como un fantasma venido de las cloacas

apareció el humor fétido y se poso como una mariposa pestilente para recordarme

los últimos días del abuelo muerto de cáncer bucal o la halitosis del recepcionista

de la biblioteca municipal. Allí estaba, campeando el aire, terrible, invencible, pero

nadie se daba cuenta otra vez, luego mi duda pudo mas e interrogue a la escolar

y le dije ¿esta pasado a raja? Jajajajaja. Respondió, si a eso le podemos llamar

respuesta, y volvió a fotografiarse. A lo lejos sentí murmullos de risa, me pareció

ver otras tantas muecas, pasamos notoriamente de cuarta a quinta velocidad,

cuando llegamos al peaje todo me pareció una ironía, reí para adentro.

Quedaba poco, quince minutos más y habría acabado todo. Me bajaría, compraría

un cigarro, iría a la universidad y lo que parecía una pesadilla no sería más que

una buena anécdota para contar. Finalmente el bus aparco en su anden y todos

comenzaron a bajar raudos, más de lo común. Fue sin querer la primera señal

de que de algo arrancaban y ese algo no era otra cosa que el polizonte peo del

cual les relato. Por primera vez en todo el viaje sentí que me comprendían, que no

estaba tan loco. De hecho me aventajaron por lo menos por treinta segundos entre

el ultimo pasajero en bajar (el gasfíter, acostumbrado a los gases, bromee) y yo,

hasta el chofer y el auxiliar se habían perdido de vista.

Tal como en mi idea viajera apenas descendí atine a desenvainar mi billetera del

bolsillo de atrás del jeans y compre un cigarrillo que guarde por el apuro, saque el

pase escolar y los 120 pesos, cruce la calle tegualda y subí a la micro. Pero no iba

solo, el aroma mortuorio iba conmigo otra vez, la evidencia era total, todos movían

su cabeza, yo busque desesperado a alguien que viniese en el bus y estuviera en

la micro dándole sentido a todo, inclusive levante mi pierna para escrutar la planta

de mis zapatillas. Nada. Al sentarme sentí un leve latido acuoso en mi pantalón,

al sentarme comprendí y no lo pude evitar. Baje riendo como un poseso, mientras

sentía el peso de todas las miradas, baje, fui al baño, vi los pantalones y grite

¡EUREKA!