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El curso del muerto Rafael Gómez Pérez

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El curso del muerto

Rafael Gómez Pérez

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Cuando Quique levantó un extremo de la manta,vimos que era un muerto. Una bala en mediode la frente había acabado con su último pensa-

miento.

A aquel tiempo Quique y yo le llamamos desde entoncesel curso del muerto. Ocurrieron tantas cosas en aquelcurso que ahora, cuando lo cuento, alguna gente medice que por qué no lo escribo. Si lo escribiese, empeza-ría en aquella tarde de Nochebuena en la que Quiqueme estaba diciendo:

—¿Sabes tú que hago yo con tu espíritu navideño?

—¿Te he hablado yo de espíritu navideño?

—No, pero lo estás pensando. Díselo a los grandesalmacenes, para que vendan más y sigan forrándose.La gente pone cara de Papá Noel, dan un regalito a unpobre o a una vieja solitaria y ya se cree que ha cum-plido. El resto del año se pueden ir a la… Conmigo nocuentes.

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1Tarde de Nochebuena

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Todo esto se había armado porque le había pedido aQuique que me acompañara a llevar regalos a un hos-pital infantil. Mi madre era entonces de una oenegé deayuda a niños con no sé qué enfermedad y, con susamigas, habían conseguido un montón de cosas. Rega-los buenos, no cuatro desechos. Había una furgonetallena. Quique y yo sólo teníamos que descargarla y, siqueríamos, distribuir algunos regalos.

Le dije a Quique:

—Que lo sepas: mi madre no se ocupa de esto sólo enNavidad. Está todo el año. Mi viejo se queja de que sepase dos tardes a la semana en hospitales. Ella dice que vade compras, pero ha estado con niños y niñas que sepasan días enteros esperándola. Ella no habla de espí-ritu navideño. Se lo curra.

Había conseguido cabrearme.

—Siempre hay excepciones –concedió Quique.

—Y porque tú no aguantes en tu casa, no es paraponerse así.

Enseguida me arrepentí de haberlo dicho. Bastantetenía Quique en su casa como para que yo se lo refre-gara por los morros. Después de veinte y muchos añosde casados, su padre estaba a punto de abandonar a lamadre. Se había liado con una tía de su empresa,quince años más joven que él. Al principio, decía Qui-que, parecía que su madre iba a encajar bien el golpe,pero conforme se acercaba la Navidad, empezó aponerse cada vez más nerviosa, no tenía ganas de nada yle pedía a su hijo que “por lo menos él no la dejara”.

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Quique no soportaba el estado de su madre. Esperabamucho de su hermana, que estaba casada y vivía enLugo. Pero precisamente ese año había anunciado queno vendría por Navidad, con el tiempo tan frío, con unniño de seis meses. Quique se veía la noche de Navidadsolo con su madre. Una lata.

No pareció que le afectara mi comentario. Ahora leinteresaba desahogarse con alguien, contándome unavez más su teoría de la Navidad.

—La gente es que es mema. La noche del 24 es la nocheque sigue a la del 23, como en cualquier mes y en cual-quier año. La gente piensa que, por ser la noche deNavidad, las cosas van a cambiar. En unas horas nocambia nada: el que se está muriendo se acaba demorir; otros se ponen enfermos esa noche; otros sematan en la carretera; a unos les roban, a otros los atra-can; los que se suelen aburrir todas las noches se abu-rren también en esta, o más.

Eran las seis de la tarde del día 24. Íbamos por la calleAlcántara, camino de la casa de Alberto, adonde yahabría llegado Rafa. Los cuatro amigos de siempre,desde la primaria. Los inseparables. Las dos parejas demus que se combatían desde hacía años. Rafa conAlberto y yo, Emilio, con Quique. El mus era de laspocas cosas con las que Quique se distendía. Jugabamuy bien, porque su expresión habitual era de unaingenuidad y de una candidez que conseguía engañar alos contrarios. Incluso a mí, a veces, a su compañero.Yo tenía que estar atento a las señas corrientes del mus ya otras señas invisibles del rostro de Quique.

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Los cuatro éramos muy amigos, pero con Quique miconfianza era completa. Teníamos hasta acordadosmensajes-tipo, en el móvil, para ahorrar palabras: v, sinmás, era “ven cuando puedas”; n, “ahora no puedo”; p,era “plasta a la vista”, lo que nos había servido paralibrarnos de esa gente que se pega a ti y no te deja…

Íbamos por Ramón de la Cruz en lugar de seguir porLista, que era lo más directo desde mi casa, porqueQuique no quería andar por donde iba tanta genteque se afanaba en comprar. Lo que no sabía es queen cualquier calle puede pasar cualquier cosa. Detrásde nosotros, a poco más de diez metros, resonó unestallido de los que consiguen asustar. Después delestallido, una voz que gritaba:

—¡Bomba tocha!

—¿Y esos cretinos? –gritó Quique. ¿Se creen que están enValencia? Esto es Madrid. En el culo les estallaba yo lospetardos.

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Llegamos a casa de Alberto, sitio habitual de nuestrasreuniones, porque su cuarto era tan grande comoel salón de mi casa. Alberto era hijo único. Su

padre, un psiquiatra de ésos con mucho cuento, quesalen siempre en la tele. Abajo estaba la consulta yarriba la vivienda: una casa inmensa sólo para tres per-sonas. El cuarto de Alberto había sido decorado por sumadre y tenía varios ambientes. Había también unapequeña mesa de camilla, que era el lugar ideal paranuestras timbas. Y todo lleno de estanterías con losjuguetes de Alberto desde pequeño. Era el últimocuarto de un pasillo, de forma que allí estábamos aisladosde todo.

La partida de mus de aquella tarde fue de las que no seolvidan en mucho tiempo. Pero os la voy a ahorrar, por-que esto del mus depende de la afición y porque quieroir al grano, al muerto, cuanto antes.

Al salir de la casa de Alberto, emprendimos el recorridohabitual cuando había tiempo y ese día aún lo había,

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2Fobias

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porque eran poco más de las ocho y media. Por Ayalabajamos hasta casi acompañar a su casa a Rafa, quevivía en Hermosilla; después, Quique y yo, seguíamospor mi calle, Núñez de Balboa, hasta dejarme en miportal. Él seguía después hasta su casa, en Diego deLeón ya casi con Velázquez.

Rafa nos contó, antes de irse, que después de la cenatenía una macrofiesta. Se habían puesto de moda.Antes, ese desparrame se dejaba para Nochevieja. Perolos tiempos de Nochebuena con la familia y Noche-vieja con los amigos habían pasado. Como la noche esjoven, acabar de cumplir con la familia en Nochebuenaa la una de la madrugada significaba poder continuar lafiesta en otra parte, ahora ya sin aguantar las historiasde la tía Noelia o ver al abuelo dormitar tras ponerseciego de langostinos. Había sitio aún.

—¿Os animáis?

—¿Dónde es? –preguntó Quique.

—Cerca, por Manuel Becerra.

—¿Y cómo se llama?

—Barato, cincuenta euros.

—¡Jo, barato!

Yo sabía que Quique, de haber tenido dinero, tampocohubiera ido, temiendo lo que podría organizar su madre.

—¿Con quién vas? –preguntó.

—Con mi hermana, el novio y las amigas.

—¿Muchas pibas?

—Cinco. Anímate.

—No puedo.

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A mí ni siquiera me lo proponía. Después de tantosaños de conocernos, sabían que yo era hombre defobias, y una de ellas, la más acentuada, era la de lasaglomeraciones. No concibo algo más insoportableque el interior de una manifestación y cuando hevisto a veces en la tele las avalanchas en los estadios defútbol, en las que hay muertes, lo único que noentiendo es cómo la gente no lo ve venir. He dejadopasar cientos de autobuses al verlos repletos de gente.No puedo ir en metro en las horas punta. Por suerte,el colegio lo tenía a cinco minutos de mi casa,andando. Con el tiempo he podido acostumbrarme alcine, pero colocándome en la parte de atrás y cerca delas puertas de salida.

Desde pequeño me han llevado varias veces al psicó-logo y tuve que explicar que lo que me angustia es estarencerrado en un sitio con mucha gente, sobre todo siyo me encuentro en medio. Estar encerrado y solo nome agobia nada, aunque siempre he de saber dóndeestá la puerta más cercana.

Más fobias: no puedo ver las interioridades, las vísceras delos cuerpos, sean vivos o muertos.

Más aún: no puedo ver la violencia con recochineo, latortura. No puedo ver cómo a alguien, en una pelí-cula, le saltan un ojo o le meten una sierra por la boca ole cortan un dedo. No sólo no conozco nada de esecine que llaman gore, sino que en el cine corriente, sihay matanzas o cosas muy violentas miro para otraparte y aviso a quien me acompaña que me digacuándo la cosa cambia.

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Una vez hablé de esto con el padre de Alberto, el psi-quiatra. Allí, en su casa. Había yo quedado un domingocon Alberto. Me abrió la puerta su padre. Me ve y legrita a su hijo:

—Es tu amigo Emilio, el de las fobias.

Me mosquée un poco, porque Alberto no tenía que irpor ahí contando lo que sabía por conversaciones deamigos.

—Si quieres, hablamos ahora un momento de eso.

En resumen: que no me preocupara, si no iba a más.Que el tiempo lo curaría. Que si me servía de algo, a éltampoco le gustaba nada verse en medio de unamultitud.

Que nada de medicamentos, que la vida misma suelecurar la mitad de las cosas.

Así que, para mí, una macrofiesta era una macrofobia.Y lo de estar una hora en una cola, delante de unabarra, entre apretujones, para que te sirvan una copacon whisky de garrafón en lugar de ser una diversiónsería una tortura. Quique resume todo esto de unamanera directa, pero que en él no suena a insulto:

—Nada, que eres un cagao.

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Seguimos andando Quique y yo y a la altura deNúñez de Balboa con Padilla casi nos tropezamoscon uno que estaba detrás de unos contenedores de

basura, tumbado en la cuneta, tapado con una manta.

—Emilio —dijo Quique—, vamos a desearle feliz Navidad.

—No seas...

—¿Y de éste quién se ocupa? ¿Llamamos a las amigasde tu madre?

—Cuando te pones plasta…

—¿No quieres espíritu navideño?

Se rebuscó en el bolsillo de atrás del pantalón y sacó unbillete de cinco euros.

—Voy a dárselo para que se quede cocido otra vez,cuando acabe de dormir ésta.

—Déjalo, Quique.

—¡Espíritu navideño, hombres de buena voluntad ytodo eso! ¿O no estás de acuerdo?

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3Arrojado en la calle

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Se acercó al bulto:

—¡Oiga, oiga! ¿Quiere una ayuda?

El bulto no se movía.

En la calle de al lado estalló otra de esas bombas tochasque la gente tira no se sabe por qué. Fue tan grande elruido que en la casa de enfrente de donde estábamos seabrió una ventana y tres personas se asomaron. Entoncesvieron también el bulto y a nosotros dos al lado de él,Quique mucho más cerca que yo. Después he caído en lacuenta de que debieron asociar el ruido con el cuerpoen el suelo y con los dos “jóvenes” que estaban allí.Pero entonces sólo pensé que había que escapar de allícuanto antes.

Los de la ventana se habían ido, pero Quique insistía enhablar con el tumbado, que seguía quieto, lo másquieto que yo había visto nunca a nadie.

—Quique, yo me voy, que cenamos a las nueve.

—Ya estás cagao. Vamos a echarle una mano, PapáNoel –me dijo.

—Haz lo que quieras.

Quique levantó un extremo de la manta. Un hombrede unos cuarenta y tantos años. Muerto. Un tiro en lafrente. Entre ceja y ceja. A bocajarro.

—Me voy –fue mi reacción inmediata.

Quique me miró como diciendo “es muy tuyo eso delargarse muerto de miedo”.

Lo dejé recostado en la pared, fumándose un cigarro.

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Si yo contara esta historia en tercera persona, mepodría situar fuera y por encima de las cosas queocurrieran y dar completa noticia de todo. Algu-

nos de los que cuentan las cosas así parecen tenerpoderes mágicos, porque pueden estar dentro de lamente de los personajes y saber lo que piensan, sienteny desean.

Yo cuento sólo lo que vi y por eso lo hago en primerapersona.

—Y, a nosotros, ¿qué? –podéis pensar.

Lo digo sólo para explicar lo que sigue. Estábamos apunto de empezar a cenar. Entre nosotros y el resto dela familia que viene nos juntábamos catorce personas.Sonó el teléfono y se puso mi padre.

—Es tu amigo Quique –me dijo–, pero no son horas dellamar...

—Tío, –me decía Quique con una voz que indicabapreocupación–, tienes que ayudarme. Tienes que venir

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4Quique en apuros

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ahora mismo aquí, a la comisaría de policía… Se tratadel muerto…

Creía que era una broma.

—No es broma, Emilio, de verdad. A la comisaría queestá en Príncipe de Asturias, al final de Ramón de laCruz.

—Pero, ¿qué pasa?

—No me dejan contar nada, tú ven, cuanto antes.

Y colgó.

Llamé aparte a mi padre y se lo dije.

—¿No será una de esas estúpidas bromas que os gas-táis?

—No, Quique no es de ésos.

—Pues tendré que acompañarte, si vas a una comisaría.

Entramos en el comedor y mi padre anunció que unamigo mío había tenido un percance, y teníamos que ira ayudarle.

—¿Pero, qué ha sido? –preguntó mi madre.

—No lo sabemos bien, pero volveremos lo antes posi-ble.

—Os esperamos –dijo mi madre–, no vamos a cenarsin vosotros.

Por el camino, mi padre me preguntó por Quique ypensé que era bueno que supiera lo de su padre y sumadre, sola y medio enferma.

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Yo nunca había entrado en una comisaría y menosen la noche de Navidad. En un banco, mediotirado, había un tipo cuyo mayor delito, a juzgar

por la peste que echaba, habría sido una borrachera deesas que dan por insultar al prójimo o molestarlo. Enotro, una prostituta que desafiaba al frío con su mini-falda y a la que, según me contaría después Quique,habían encontrado trapicheando cocaína. En otrobanco, aburrido más que nada, estaba Quique.

Mi padre se presentó. Le pidieron su carné de identidady a mí el mío. Mi padre, que trabaja en el ayuntamientode Madrid y tiene buenas amistades, preguntó por elcomisario y dijo al policía que lo conocía, por si esopudiera servir de algo.

—Pero, ¿de qué se trata? –preguntó mi padre.

—Este chico –dijo el policía señalando a Quique– hasido denunciado como sospechoso… Nos ha dicho queha estado toda la tarde con su hijo y que los dos vierontirado en la calle al cadáver… Unos vecinos nos llamaron,

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5Comisaría de noche

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porque habían visto a dos sospechosos junto al cuerpo.Cuando llegamos, encontramos al chico… ¿Qué tienestú que decir? –me preguntó.

—Yo estuve con Quique toda la tarde y cuando volvía-mos a casa encontramos un bulto. Cuando me dicuenta de que estaba muerto, le dije a Quique que yome iba, que aquello era una cosa seria. Me fui, pero élse quedó allí. Pero Quique no tiene nada que ver, bastasaber la hora exacta en que murió…

—Deja eso para nosotros, ¿quieres?

—Mi hijo tiene razón –dijo mi padre–, todo esto esabsurdo.

—No podemos descuidar ningún detalle. ¿Usted res-ponde por el chico?

—¿Por mi hijo?

—Por su hijo y por su amigo.

—Sí, por supuesto. ¿Se sabe quién es el muerto?

—Ya lo estarán contando en la radio. Un colombiano…

—No veo que puede tener que ver este chico con todoeso.

—Pudo haber visto algo. Ahora pueden irse y quédensea disposición por si son necesarias más preguntas.

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Eran ya más de las diez y el barrio estaba comomuerto. Al no funcionar ya los autobuses y elmetro y, sobre todo, al ser la hora de la gran cena de

Nochebuena, las calles se habían quedado para el frío.

—Te dejamos en tu casa, –dijo mi padre a Quique.

Yo iba de copiloto y Quique detrás. Se adelantó y medijo al oído que si podía hablar con mi padre sin que seenfadara. Le hice una señal de que sí. Mi padre era deesas personas que siempre escuchaba, sin ningunaprisa para decir su opinión. Murió hace ahora tres años ytodos los recuerdos que tengo de él son buenos.

—Verá, –dijo Quique–, mi madre no sabe nada de eso. Lallamé desde la comisaría y le dije que Emilio me habíainvitado a cenar. Como en casa no lo celebramos…

—Bien, pero al llegar a casa, antes de cenar, llamas otravez a tu madre, para tranquilizarla. Nosotros tenemosla costumbre de ir a la Misa del Gallo. O vienes connosotros, o cenas y te llevo a tu casa.

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6Misa del Gallo

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—No, voy a la misa esa.

Sonreí, porque iba a ser la primera misa a la que Qui-que iba desde hacía muchos años. Su caso era el de tan-tos: siguen yendo a misa algunos años después de laprimera comunión; luego lo van dejando y al final nadade nada. Pero es que Quique, que estaba contra casitodo, también estaba contra la religión.

A veces habíamos hablado de eso, en interminablesdiscusiones con las que él disfrutaba más que yo. Repe-tía sin darse cuenta, y pensando que era algo que élacaba de inventar, muchas cosas que algunos dicencontra la religión: que si es sólo una reliquia de lostiempos medievales, que si la ciencia acabará con esassupersticiones, que si los curas viven como pachás, que sila Iglesia sólo es amiga de los ricos, que si te tratancomo a niños…

A mí esas discusiones me aburren: que cada uno vivasu vida como quiera. Pero no tenía más remedio quedecir algo. Que no, que el cristianismo parecía bastanteanterior a los tiempos medievales (tiempos que, porotro lado, me encantaban porque yo era un lector apasio-nado de los libros sobre el rey Arturo y los de caballe-ría); que no, que siempre ha habido religión y ciencia yque muchos hombres de ciencia muy famosos erantambién creyentes; que fue la Iglesia la primera que seocupó de los pobres, y desde los primeros años del cris-tianismo… Pero era inútil.

A la Misa del Gallo fuimos los catorce, más Quique,en tres coches. Como Quique quería marcar distan-cias y quedarse atrás, me senté con él en el último

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banco. La iglesia estaba llena, pero no atiborrada. Lagente, en su mayoría, eran familias, como la mía yalgún que otro turista. Había un coro que cantabamuy bien y cuando llegó el Gloria, además de la campa-nilla, que no dejó de sonar, repicaron las campanas dela torre. Vi que Quique estaba algo sorprendido, peropara nada disgustado. El ambiente era de alegría. Lamúsica, estupenda.

Cuando acabó la misa, se pasaba a besar la imagen delNiño Jesús. Siempre me había llamado la atención elrostro de satisfacción con que volvía la gente despuésde ese gesto. Al fin y al cabo, hay pocas cosas más senci-llas y grandes que besar a una criatura: que me lo digana mí, ahora, cuando beso a mi pequeño Emilio, depoco más de dos años, rubio, grande, fuerte y lleno degenio. Convencí a Quique para que me acompañara.

—No tienes que hacer nada –le dije en voz baja. Vendetrás de mí. Si no quieres besar la imagen, haces elgesto y ya está. O no vengas.

—O sea, una hipocresía, –me respondió, siempre pre-parado para discutir.

—¿No puedes verlo como acompañar a un amigo?Anda que no he ido contigo a sitios que no me gusta-ban nada.

—Ya, ya, no seas plasta. Voy.

El coro cantaba un radiante Adeste, fideles, según la letraque estaba en unos papeles, en latín y en castellano,sobre los bancos. Una de las estrofas dice: ¿Cómo nodevolver amor a quien así nos ama?

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Al salir, Quique me dijo:

—No ha estado mal la misa ésta de la gallina…

Dejamos a Quique en la puerta de su casa. Quedé conél para el día siguiente, para que me contara todo lo delmuerto.

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Cada vez que me acuerdo… –me estaba con-tando Quique. Cuando tú te fuiste, no sé lo queme pasó por la cabeza, pero no podía separarme

de aquello. Me empecé a fijar en los detalles. De lamanta solo quedaba fuera un zapato, bastante nuevopara ser de un pobre. Tenía pinta de sudamericano,bueno, de los que son como un poco indios. Además,olía a algo muy raro, como a sudor de un tío muycocido…

—Sigo pensando que hiciste mal en quedarte.

—Pero aquello me intrigaba. ¿Qué se hace en estoscasos? Miro a mi alrededor, por si hubiera más gente,porque a los de la ventana se les veía espiando detrás delas cortinas, y en la esquina de enfrente un tío como deunos veinte años, también con pinta de sudamericanoy con una bolsa en la mano. Yo no sabía ya qué hacer.

—Irte cuanto antes.

—Yo pensé que tendría que avisar a la policía, a alguien.Llevaba el móvil pero no me acordaba de ninguno de

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7Emociones fuertes

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esos teléfonos que siempre dan y que uno parece quelo sabe, pero no lo sabe… Y cuando me doy cuenta veovenir por la calle el coche de la pasma. Se baja unmadero y me dice que no me mueva, como si yo estu-viera para moverme. Uno se queda allí y otro me acom-paña a la comisaría diciéndome que en buena mehabía metido, y yo le digo que no sé nada de eso. “Yatendrás ocasión de aclararte”, me dice. En la comisaríaotro poli me dice que le cuente lo que sé, y le cuentohasta la partida de mus, y entonces sale tu nombre, y lepido permiso para llamarte…

Yo me imaginé que desde que vieron a Quique los poli-cías se dieron cuenta de que no tenía nada que ver conaquello, que era verdad lo que contaba, que se lo habíaencontrado. No sólo porque el muerto, como se supocuando por fin fue el juez y levantó el cadáver, eracolombiano, estaba fichado como perteneciente a unade las mafias de la coca que operaban en Madrid, y lle-vaba varias horas muerto cuando lo vimos nosotros.No sólo por eso, sino porque el aspecto de Quique…

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Hay gente que parece, como se dice, una mos-quita muerta y en realidad son ejemplares únicosde mala sangre. En mi clase conocía a algu-

nos… Y hay gente que tiene aspecto de ir de mala san-gre por la vida y en realidad son pan comido.

Otro tipo de gente parece de mala catadura y resultaque lo son. Y sólo nos quedan los que tienen aspectode inocentes, entre otras cosas porque son inocentes.

Quique era de éstos. No he dicho hasta ahora nada desu aspecto porque no venía al caso. Pero ahora no estáde más. Yo recuerdo a Quique, en primaria, como eseniño blanco, rubio, ojos azules y piel como de porce-lana que muchas madres quisieran tener como hijo.Un niño parecido a los que salen, por Navidad, en loscoros de Austria, Finlandia, Estonia y demás países nór-dicos. Niños rubios cantando Noche de paz, que emo-cionan a las mujeres cuanto más mayores son y que leshace decir que son ¡ángeles, ángeles!

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8Carita de ángel

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Hay gente, entre estos angelitos rubios, que luego cam-bian. Rafa, el que vivía en Hermosilla, el alma de lapareja de mus Rafa/Alberto, era también, en primaria,uno de esos querubines. Pero a partir de los trece añosempezaron a gustarle los líos, los viajes arriesgados, lasaventuras y se convirtió en el hombre experimentadoque es ahora. Quique no. A pesar de la pelusilla de barba y bigote,a pesar de sus ideas incendiarias, el aspecto de Qui-que en la época de esta historia seguía siendo el dealguien rubicundo y sencillo, con una mirada inteli-gente y directa, con todos los signos necesarios paraque cualquiera que tratase con él se diera cuenta deque siempre iba a decir lo que pensaba. Una persona,por nacimiento, incapaz de mentir. Pero como nadiees perfecto, Quique, bueno de verdad, era tambiéntestarudo como un mulo. Iba por la vida por ladirecta, sin ceder ni a un lado ni a otro. Su aparienciainmediata no era, sin embargo, de un tío bruto, sino,ya digo, de un ángel.Me figuro a un policía, acostumbrado a tratar conmacarras, skin heads, maleantes y yonquis, mirandopor primera vez a Quique. No tiene más remedio quecreerle.Por eso me extrañó cuando, dos días después, me vinocon esto:—No te he dicho que no dije nada a la poli sobre el tíoque vi en la esquina.—Pero, ¿por qué?—¿Y si era uno que pasaba por allí y es uno de esos sinpapeles, y lo meto en un lío?

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—Pero se supone que tenías que contar todo lo quesabías... ¿Seguía allí cuando llego la poli?

—No, parece que se lo olió, porque miré y habíadesaparecido.

—Me imagino que tendrás que ir a la poli… ¿Y si fuerael asesino?

—Si fuera él, no se iba a quedar allí.

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