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«Realmente nada perece, todo va hacia arriba, hacia adelante; morir es
mucho más tranquilo de lo que nos imaginamos» (Walt Whitman)
«Karonte» Una nueva visión sobre el morir y la muerte.
Compiladora: Silvia Helena Valencia Madrid.
Correctora de Estilo: Gloria Lucia Fernández Gutiérrez.
«Quien es dueño de su vida es dueño de su transición»
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CONTENIDO
AGRADECIMIENTOS
PROLOGO
INTRODUCCION
GENERALIDADES
1. Aprender a morir: Jorge Montoya Carrasquilla, médico gerontosiquiatra.
2. La voz del silencio: Rubén Darío Correa Dávila, médi-co bioenergético.
3. Una visión humanista sobre el morir y la muerte: Luis Alfonso Vélez Correa, médico.
4. Muerte y salud mental: Mario Ruiz Osorio, psicólogo clínico.
5. La agonía síquica: Mario Ruiz Osorio, psicólogo clíni-co.
LA MUERTE EN LAS DIFERENTES ETAPAS DE LA
VIDA
6. La muerte del adolecente: Adolfo León Ruiz Londoño, psicólogo clínico.
7. El adulto joven frente a la muerte: Mónica Duque Me-jía, médica psiquiatra.
8. El adulto maduro hacia la muerte: Silvia Lucía Gaviria Arbeláez, médica psiquiatra.
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9. El viejo frente a la posibilidad de morir: Dora Luz Gon-zález Jiménez, médica psiquiatra.
10. El proceso de la muerte en la vejez. Una mirada desde
la gerontología: Alicia Macías Valencia, Gerontóloga.
11. La familia frente a la muerte: Olga Montoya Echeve-
rri, médica paliatóloga.
EL DUELO
12. El duelo anticipado: Maribel Gómez Ossa, trabajadora
social.
13.El duelo como un proceso natural: Mónica María Agu-
delo Muñoz, psicóloga clínica.
14.El duelo patológico: Mónica Duque Mejía, médica psi-
quiatra.
15.Duelo y trastornos mentales: Jorge Julián Calle Bernal,
médico psiquiatra.
16.Cómo vivir el duelo: Ana María Arias Zuleta, psicólo-
ga clínica.
17.Autocuidados en el proceso de duelo: Carmenza Gil
Botero, psicoorientadora.
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AGRADECIMIENTOS
El libro que usted tiene en este momento en sus manos existe
gracias a Lucía Margarita Restrepo Cuartas, amiga por tres
décadas, profesora de radio de la Facultad de
Comunicaciones de la Universidad de Antioquia, que nos
motivó y orientó en la realización del programa radial
Karonte: una nueva visión sobre el morir y la muerte. Del
mismo modo, surgió del apoyo de la emisora de la
Universidad de Antioquia con su directora de ese entonces,
Alba Lucía Henao Torres y de la actual, Beatriz Mejía Mejía.
Agradecemos a la enamorada de los símbolos y los arcanos
del Tarot, Elena María Molina Villegas, que con sus
profundos conocimientos y sabiduría nos conectó al mito y a
la carta 5, el Pontífice o Hierofante.
A todos los invitados de las áreas sociales, humanas y
espirituales, investigadores profundos del tema,
especialmente médicos y al maestro de maestros, el
psicólogo junguiano Luis Enrique Mejía Domínguez, in
memoriam.
A Gloria Lucía Fernández Gutiérrez y su esposo Silvio
Vargas González, quienes con su rigurosidad y encanto
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amistoso le dieron forma precisa al texto: ella como
correctora de estilo y él como animador respetuoso.
Especialmente agradecemos a la comunidad de los
Invisibles, sus familias visibles y a la comunidad en general.
A mis Maestros de Oriente: D.K. Djwal-Khul, el Tibetano, y
de Occidente, la psiquiatra suiza Elizabeth-Kubler Ross,
pionera en los estudios sobre la muerte, los moribundos, los
cuidados paliativos y las experiencias cercanas a la muerte.
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PRÓLOGO
AHORA ES EL MOMENTO
La muerte nos despoja de toda vestidura: física, emocional y
mental. Nos desnuda para que encontremos nuestro real ser:
humano y espiritual. ¿Quién es esta desnudadora de seres
humano espirituales? Este personaje, en el lenguaje
universal, pertenece al género femenino: «la» muerte. Y es
una mujer, Silvia Helena Valencia Madrid, quien nos brinda
un abordaje diferente de ella, la muerte.
Silvia Helena es pionera en nuestro medio en la difusión de
una nueva cultura del proceso de morir y de la muerte
misma. Lo novedoso de esta perspectiva es que no está
basada en la tragedia, tristeza y dolor que tradicionalmente
ha envuelto a lo tanático. Es un enfoque en lo consciente,
liberador y luminoso de este proceso natural de la vida que
llamamos la muerte. Dicho dolor es humano y seguirá
existiendo en alguna medida y debe ser atendido; sin
embargo, también existe lo trascendental, espiritual y divino
que quiere resaltar Karonte, una nueva visión sobre el morir
y la muerte.
Esta magnífica obra es un ejemplo evidente de superación de
la negación individual, familiar y social que hemos tejido
alrededor de la muerte hasta convertirla en tabú y mito
intocable e innombrable.
En Karonte, Silvia Helena compendia el aporte de muchos
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profesionales, artistas y humanistas, para conocer de una
manera distinta no solo la muerte sino también la vida. El
lector encontrará en este texto sabiduría sobre dolorología,
paliatología y tanatología con el humanismo de quienes han
vivido en «carne propia» el dolor, el «cuidar al que no
pueden curar» y el «servir a quien va a partir». No son
invitados al azar, son seres convocados por sus propias
vivencias para enseñarnos sobre el desapego, el duelo, el
servicio, la compasión, el perdón, la reconciliación, la
meditación, la liberación, el silencio y la paz que están
inmersos en el morir y la muerte. Cada invitado nos ofrece lo
mejor de sí, no solo desde su teoría profesional sino también
desde su experiencia vital de la muerte con los pacientes y
familiares, enfermos terminales, moribundos y fallecidos.
Incluso muchos de ellos se cuestionan sobre su propia
muerte. Son seres citados por el cielo.
Este es un material escrito con el alma y para el alma. Si no,
no tendría explicación el hecho de que el lector halle en él
mensajes tan profundos para su vida como:
«La verdad de la vida es la vida misma, cuyo principio no
está en el vientre y cuyo final no está en la tumba».
«Para un mejor viaje, ir ligeros de equipaje».
«Recuperemos la cercanía con ese ser que está a punto de
partir y logremos que esa persona que se nos va, se sienta
humana hasta el final».
«Comprendamos que la muerte es la pérdida de un ser
irremplazable y su duelo es único para cada persona, familia
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y sociedad».
Karonte es una invitación abierta a ser karontes. Que el
lector conozca cómo superar su temor e impotencia ante la
muerte de un ser querido, amigo, hermano, cercano o lejano,
se prepare y se sienta partícipe del arte sagrado de ser puente
entre la vida-muerte-vida. El servicio de karonte es un honor
y un llamado de la vida para la persona que quiere servir con
corazón a otro ser humano que completó su misión.
El parto es un acto feliz para toda la familia, padre, madre,
hermanos, amigos. La muerte es otro parto, la explosión de
un volcán de luz naranja, el alma. Es otro evento feliz para
los que esperan al fallecido al otro lado, en el túnel y en la
luz. Es el reencuentro con los familiares y amigos que habían
partido antes. Los que estamos a este lado del puente vital
podemos participar de esa felicidad luminosa de la muerte
siendo karontes.
Con esta nueva conciencia, la de la transición feliz, la
tanatología sería diferente: los dolores físicos y emocionales
disminuirían, las agonías se acortarían y disolverían, no
existirían las «almas en pena», los duelos serían procesados
con gratitud y no con reclamo o desolación, se le enviaría luz
al fallecido y no cuentas de cobro, el perdón sería la nota
clave de este tiempo y habría más paz en cada corazón.
Para alcanzar la luz hay que enfrentar las sombras y los
miedos que rodean culturalmente al proceso de la partida
final. Como decía uno de los entrevistados referente a hablar
con la verdad, sin matar la esperanza, a los familiares del
paciente que va a morir y no ocultarle con mentiras su
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situación crítica, tarde o temprano se dará cuenta, «es
imposible disfrazar la realidad».
La muerte ha sido una de las realidades más disfrazadas y
ahora es desenmascarada y desnudada para claridad vital de
nuestra sociedad por muchos autores gracias a Silvia Helena
Valencia Madrid y al programa radial de la Universidad de
Antioquia: Karonte, una nueva visión sobre el morir y la
muerte.
Rubén Darío Correa Dávila Md.
«Se nace desnudo
Y se muere desnudo»
Medellín, Julio 14 de 2015.
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INTRODUCCIÓN
Este texto recoge una selección de 17 programas radiales de
una realización de 271 en su totalidad, que se emitieron entre
1998 y 2012 por la Emisora Cultural de la Universidad de
Antioquia. Los programas, con un carácter educativo y
cultural, se emiten en la actualidad por el siguiente enlace:
REDCON, Red de conocimiento de la Facultad de
Educación de la Universidad de Antioquia.
Nuestro programa nació de una necesidad sentida de educar
y elevar el nivel de conciencia de la comunidad sobre la
muerte. Ampliar la visión sobre este tema a fin de que
colectivamente podamos comprender desde la vivencia
cotidiana que la muerte no existe porque existe la vida, y que
la vida y la muerte son dos caras de la misma moneda:
opuestas y por ende complementarias.
El objetivo está sintetizado en las palabras de nuestro
maestro D.K. El Tibetano: «Se debe cultivar una nueva
actitud y establecer una nueva ciencia respecto a la muerte.
Que la muerte deje de ser lo único que no podemos controlar
y que nos vence inevitablemente, y comencemos a controlar
http://www.campusvirtualgitt.com/comunidadredco/?q=seccion/karonte
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nuestro tránsito al más allá y a comprender algo de la
técnica de esa transición».
Con un espíritu ecléctico, multidisciplinario y pluralista
fuimos tejiendo este programa con la intención enunciada.
Su estructura se basó en el diálogo amable y sencillo,
intercalando música y poesía, para que el oyente sintiera que
nos acogía en la sala de su hogar para compartir y charlar
coloquialmente acerca del morir, la muerte y el duelo.
Nuestros invitados abarcaron una gran constelación de
profesiones del área humanista y social: médicos,
psicólogos, artistas, sacerdotes, enfermeras, trabajadores
sociales, arquitectos, psiquiatras, educadores, astrólogos,
antropólogos, comunicadores sociales y filósofos, entre
otros.
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Por qué y para qué este texto
Porque como cultura occidental consideramos que es
importante educarnos a fin de obtener una nueva visión más
sana, natural y armónica de ese evento tan ligado a la vida,
de modo que al adquirir una actitud más serena al respecto
podamos valorar y apreciar más y mejor nuestra propia
existencia y la de los demás y, en la medida de lo posible,
entrar en un campo de relaciones armónicas. Quizás
entender mejor la muerte nos podrá ayudar a desarrollar un
arte de vivir, y por ende un arte de morir en forma
consciente, digna y libre.
Esta nueva visión sobre el morir y la muerte podríamos
construirla colectivamente a partir de las siguientes
preguntas dadas por los sabios de Oriente, que aluden a la
muerte como «la gran transformación»:
¿Podemos imaginarnos que el momento de la Muerte-
Transición pueda llegar a ser para el que parte y quienes lo
rodeen un evento feliz, sereno y en paz?
¿Podríamos visualizar que en ese momento, en vez de
lágrimas y temor por no querer reconocer lo inevitable, la
persona moribunda, su familia —en caso de que exista— y
sus amigos se pongan de acuerdo sobre el día y la hora y
solo la felicidad caracterice ese tránsito?
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¿Y que las mentes y los corazones de los que quedan estén
libres de ideas funestas y dolorosas y los lechos de muerte
sean considerados ocasiones más felices que los nacimientos
y casamientos?
La nueva visión planteada apunta entonces a disolver el
temor-terror de nuestra cultura frente al morir y la muerte, y
a que comprendamos como humanidad que lo real es un
ciclo circular, un continuum permanente de la danza vida-
muerte-vida-muerte-vida-muerte. Aunque la verdad sea
dicha, al llegar o ver aproximarse la muerte en nuestros
hogares todo se desconfigura pues tememos al cambio, a
salir de nuestra zona de confort aunque esta sea desgraciada,
y nuestras estructuras de ego individuales y familiares se
derrumban.
Recordamos también en este momento para usted, amable
lector, lo que hemos compartido innumerables veces a
familias y grupos institucionales: las palabras de nuestra
maestra del morir y la muerte en Occidente, la médica
psiquiatra suiza Elizabeth Kübler-Ross (1926-2004): «La
Muerte simplemente es la salida del cuerpo físico, así como
la mariposa sale de su capullo. Es una transición a un nivel
más alto de conciencia donde uno continúa percibiendo,
entendiendo, riendo y creciendo.
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Para aquellos que buscan entenderla, la muerte es una fuerza
altamente creativa. Los más altos valores espirituales de la
vida pueden originarse del conocimiento y estudio de la
muerte».
Por último les compartimos el mito que nos ha iluminado en
el programa y cuya intención ha sido sanar y educar. Cada
programa inicia y termina con la siguiente frase: «Karonte
era el barquero que en la mitología griega pasaba las almas
de la vida a la muerte, para ser juzgadas ante el tribunal de la
muerte.
Tú puedes ser ese buen barquero Karonte, que ayuda a pasar
las almas al horizonte en forma digna y libre.
Karonte: una nueva visión sobre el morir y la muerte».
Detengámonos un momento para aclarar que estamos
haciendo colectivo el mito, que desde la psicología simbólica
alude al Puente, al Intermediario, al que ayuda a pasar de un
lado a otro o de un estado a otro. En este sentido, todos
somos Karontes-Puentes para otros.
Desde la tanatología moderna y sus investigaciones de las
experiencias cercanas a la muerte (ECM) no existe el juicio
sino la revisión de la propia vida. Y siguiendo la línea de
avanzada al respecto, proponemos el nombre del mito con K
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y no con C, como siempre se halla en los libros de mitología
griega, simplemente porque somos una nueva humanidad
ante la vida y ante la muerte.
Recordemos que estamos ante un arquetipo de la humanidad,
pues todas las culturas cuentan con este personaje desde la
más alta antigüedad.
Esperamos entonces que este texto sea productivo y
constructivo para su vida, sus duelos y su muerte o la de
otros seres, al ser usted convocado en este servicio de
Caronte.
¡Buen viento y buena mar!
Silvia Helena Valencia Madrid ---Programa Karonte.
Medellín, Colombia, Junio 3 de 2015
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GENERALIDADES
1. APRENDER A MORIR
Jorge Montoya Carrasquilla
«Quien enseña a un hombre a morir, le enseña a vivir».
(Miguel de Montaigne)
Antes de abordar cualquier idea sobre «aprender a morir», es
preciso definir primero de qué muerte estamos hablando: ¿de
la muerte de otro o de mi propia muerte? En el primer caso,
cabe reflexionar si se trata de alguien muy cercano a mis
afectos, y de ser así, es preciso examinar la intensidad de mi
vínculo con ese ser, la fuerza del apego que me liga a él. Y
en ambos casos, es decir, tanto si se trata de la muerte de un
ser querido como de la mía propia, necesito discernir si
estamos hablando de la muerte como de un acontecimiento
que llegará en algún momento del futuro, o de la muerte
como de un proceso que ocurre en un presente continuo.
Porque la muerte es una presencia constante en la vida: cada
noche morimos a la que fue la realidad de nuestro día, cada
tanto dejamos atrás situaciones, afectos, convicciones.
Nuestro cuerpo envejece, parten los seres queridos, cambian
las circunstancias materiales. Morimos instante tras instante,
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y momento a momento nacemos a formas nuevas de nuestra
realidad.
La respuesta personal de cada uno frente a la muerte también
define la posible estrategia para aprender a morir. Cada
persona se para frente a esa realidad de modo diferente, y de
hecho esa posición varía a lo largo de la vida por factores
como la edad, por ejemplo. El apego es un buen indicador de
la calidad de dicha respuesta. ¿Qué tan intensa es la relación
que establecemos con nuestras posesiones, nuestros seres
queridos, nuestros planes, nuestras ideas? En cada uno de
estos campos de nuestra realidad empeñaremos en mayor o
menor medida el corazón. Y esta medida determinará la
intensidad del sentimiento de pérdida cuando ocurra una
muerte, un final, en cualquiera de ellos. Tal vez la muerte de
una ilusión no cumplida nos afecte más que la pérdida de un
amigo, o la renuncia a un deseo reprimido se convierta en
una liberación. Todo dependerá de cuán capaces seamos de
dejar ir, de renunciar a aquello que perdemos, de aceptar lo
transitorio como un aspecto inherente al hecho de estar
vivos. Y de nuestro modo de reaccionar ante sucesos
angustiantes o potencialmente angustiantes.
Hay algo más que incide en la respuesta que damos a una
pérdida, y es si esta se presenta de manera súbita, o si hemos
tenido tiempo de verla llegar o incluso de participar en el
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proceso. Obviamente, es más traumática la pérdida que llega
sin anunciarse y que trastoca nuestra realidad sin darnos la
oportunidad de tomar medidas que amortigüen el trauma.
Aunque un tiempo de espera demasiado largo para el
desenlace también puede aumentar nuestra resistencia a dejar
partir, porque empezamos a alimentar la ilusión de que
finalmente no vamos a perder ese ser querido, no va a
cambiar esa circunstancia de nuestra vida que queremos
preservar.
Cuenta además la disponibilidad del apoyo social y familiar;
la presencia o la carencia de esta ayuda cambiarán la
perspectiva de la recuperación frente a una pérdida.
Finalmente, la llegada de crisis concurrentes, es decir, de
problemas adicionales a la pérdida misma también
dificultarán el proceso de adaptación.
No hay duda de que la muerte trastoca de forma grave
nuestra relación con el mundo y con otras personas. Así,
cuando se pierde a alguien de forma súbita, la realidad que
servía de base a todas las acciones, interacciones y
expectativas se derrumba. La rutina diaria pierde todo su
sentido: las conversaciones con otros, la forma de reaccionar
ante los sucesos, los proyectos e ilusiones que se estaban
construyendo, todo se hace añicos. Aprender a morir,
entonces, significa aprender a nacer a una realidad nueva. A
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esa realidad que poco a poco se configura después de la
pérdida. Y si la persona, objeto o situación que se ha perdido
era la base de nuestra relación con otros o con el mundo al
punto que se había constituido casi una simbiosis, aprender a
morir implica también aprender a vivir otra vez con los
cambios profundos que seguramente sufrirá nuestra
personalidad, pues el proceso de reacomodarnos a una vida
nueva sin ese ser o esa circunstancia pondrá en evidencia
emociones, comportamientos, memorias, anhelos: unos para
ser revaluados y dejados atrás, otros para constituirse en
nuevas fortalezas que se sumarán a las que la resolución del
duelo traerá consigo.
Resumiendo, aprender a morir es un proceso en el concurren
varios factores: la muerte de la que estamos hablando, es
decir, si se trata de mi propia muerte o de la muerte de otro;
el grado de apego a esa persona o situación que ya no está; si
la pérdida ocurre de improviso o paulatinamente; nuestras
condiciones personales (edad, personalidad) y la
disponibilidad de apoyo familiar y social (familiares,
amigos, grupos de apoyo, ayudas terapéuticas, ambiente
laboral). Todos estos elementos juegan un papel, porque
nuestra forma de comportarnos es integral; sin embargo, el
apego es quizás el más importante, pues tiene incidencia
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directa en la facilidad con que nos adaptamos a los cambios
que traen las pérdidas.
Aprendemos a morir en el trabajo consciente con cada uno
de estos temas. Por ejemplo, para encarar mi muerte futura
puedo asumir que esa muerte ocurre en un presente continuo,
que cada día muero un poco. Puedo entonces culminar cada
día con un repaso sobre lo aprendido en la jornada y
reflexionando sobre la manera en que puedo enriquecer con
ese aprendizaje mi siguiente mañana. Los rosacruces llaman
a esta práctica la técnica de retrospección. Con ella, el
aprendizaje sobre la muerte se convierte en una vía para
crecer.
El número y nivel de mis apegos crean otro espacio de
reflexión. ¿A qué o a quién estoy más apegado? ¿Cuáles
pueden ser las estrategias para dejar ir estos apegos? ¿Sé cuál
es la diferencia entre dejar ir y perder? Perder tiene la
connotación de algo que me ha sido sustraído contra mi
deseo. Dejar ir, en cambio, es un acto de la voluntad, algo
que se hace con plena libertad y que trae consigo un
crecimiento espiritual. En la observación atenta de mis actos,
de mis emociones, de los rasgos de mi personalidad puedo
detectar las fortalezas y las debilidades que me acompañan
en esta tarea de liberarme de mis apegos.
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Aprender a dejar ir es una empresa que puede tomarme toda
la vida. Cada crisis puede convertirse en una oportunidad
más para aprender a soltar, a fluir con los cambios. Cada
partida, cada final, son libros abiertos llenos de experiencias
que puedo capitalizar para mi beneficio. Vivir con la actitud
de dejar ir, de ver el ave volar sin sentir la necesidad de
apresarla, de aceptar que las cosas sigan su curso sin caer en
la tentación de controlarlas. A medida que aprendo a dejar ir,
cambia mi sentido de la vida. Me hago más libre, pues mi
temor a perder lo que considero seguro desaparece. Vivo con
más gratitud y apertura, pues sé que todo lo que llega a mi
vida es un don que debo y puedo disfrutar mientras está
presente, y que puedo despedir con agradecimiento cuando
se va.
La «parábola del equipaje», una técnica de introspección
utilizada en los grupos de apoyo para situaciones de duelo,
ayuda a contemplar la muerte, tanto como un acontecimiento
futuro, como algo que nos sucede en un presente continuo.
Según esta parábola, la muerte es un viaje que con seguridad
haremos en algún momento remoto del futuro. Y aunque
inevitablemente partiremos, el hecho de verlo como algo
lejano en el tiempo nos exime de la necesidad de preparar lo
que llevaremos como equipaje. Pero si en cambio sabemos
que el viaje se nos presentará en cualquier momento,
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entonces lo más sensato es que tengamos las maletas listas,
que elijamos cuidadosamente lo que vale la pena guardar, lo
que sea valioso y no se nos haga pesado de cargar. Desde
esta perspectiva, cada uno examinará continuamente lo que
vale la pena llevar en el equipaje, si lo llenaremos de apegos,
de resentimientos, de miedos, es decir, de todo cuanto es
pesado de llevar. O si por el contrario decidiremos dejar todo
eso fuera de nuestras maletas para viajar con asuntos tan
ligeros como el amor, la alegría, la esperanza, el gozo, los
buenos recuerdos. Un equipaje así no solo nos prepara para
la muerte, sino que hace más llevadera nuestra vida, no
importa cuáles sean las circunstancias que debamos afrontar.
Cabe aquí recordar la frase de Miguel de Montaigne, cuando
dijo «Quien enseña a un hombre a morir, le enseña a vivir».
Quien aprende a hacer bien su equipaje no solo está listo
para ese viaje insoslayable, sino que además está siempre
dispuesto a recibir lo que la vida le entrega con cada nuevo
día.
Aprender a morir, entonces, es hacerse dueño de la verdadera
libertad. Libertad absoluta de apegos y temores para asumir
la vida completa, con ética, con integridad, con gozo, con
pasión. «Hoy es un buen día para morir», dijo alguna vez
Caballo Loco, el jefe siux. Hoy es un buen día para morir
porque llevo en mí el amor por lo que soy, por mis
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circunstancias, por las personas que me acompañan. Hoy, en
este momento presente, tengo todo lo que tengo que tener, no
necesito nada más, estoy libre para partir en cualquier
momento porque no dejo nada atrás: el amor soy yo, el amor
va conmigo.
2. LA VOZ DEL SILENCIO
Rubén Darío Correa Dávila
«En el momento de la muerte desaparece el lenguaje, a
medida que se anuncia la palabra y se lleva a cabo la
restitución. Luego, la palabra ya no se oye porque el sonido
la elimina o absorbe, produciéndose la eliminación de todo
lo que interfiere al sonido». (Djwhal Khul-D.K. El Tibetano)
¿Qué es la voz del silencio? La respuesta la hemos
encontrado al lado de los pacientes que están próximos al
instante definitivo de su partida. Pues esos momentos son
una invitación abierta al encuentro con uno mismo, a la
autoexploración. En ese silencio nos ponemos en contacto
con nuestros valores reales y descubrimos nuestro ser más
profundo.
Nuestra cultura fomenta el ruido, e incluso el ruido
ensordecedor. Y lo fomenta porque ese ruido nos impide el
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encuentro con nosotros mismos y con el otro; entorpece el
diálogo, trivializa los lazos y esconde bajo su estridencia
nuestros más caros valores. Por eso es indispensable
fomentar los espacios para compartir tranquilamente en
familia, con los amigos, con nuestra soledad, espacios donde
sea posible la introspección y el contacto real con los que
nos rodean. Los medios masivos de comunicación buscan la
exteriorización, no la interiorización del ser humano. Y
aunque en algunos casos cumplen una función educativa, su
objetivo es puramente comercial: vendernos un mundo
externo tan atractivo, que nos lleve a olvidarnos de ese
mundo interno tan vasto, tan valioso, que tenemos todos los
seres humanos. En ese sentido, tal vez sea preciso pensar que
necesitamos ver menos televisión, oír menos radio,
desconectarnos por ratos largos de las redes sociales para
establecer diálogos donde estemos más presentes y podamos
vivir contactos realmente cálidos. Tal vez sea ese el camino
para recuperar los valores que nos son comunes y cuya voz
está sofocada por el ruido imperante.
Todo ese ruido se nos ha vuelto casi una necesidad para
poder estar con nosotros mismos. Encendemos la televisión,
ponemos música, cualquier aparato que haga ruido para
poder sentirnos presentes; es casi como si el ruido fuéramos
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nosotros mismos, como si sentir siempre estímulos externos
nos permitiera reencontrarnos.
Pero ese reencuentro solo es posible en el silencio. Meditar
en la voz del silencio es una invitación a escuchar el vacío, la
calma interior, la voz de nuestra soledad. Apartarnos y
silenciarnos no es un ponernos en un estado de tristeza o
amargura. Por el contrario, nos ponemos en un estado de
calma, de aceptación. En la soledad de ese silencio nos
vamos haciendo maestros en el arte de escucharnos a
nosotros mismos para conocer cuál es nuestra voz, cuál
nuestro tacto, a qué nos sabe la vida. En la quietud de esa
atención conocemos más y mejor nuestro cuerpo,
desciframos su lenguaje, nos ponemos en contacto con sus
emociones. Meditar en la voz del silencio es un camino para
explorarnos con plena tranquilidad, sin que nada externo nos
desvíe de la senda interior.
Ahora, cuando el ruido y las exigencias del afuera son más
estridentes, es cuando más se nos pide que nos conozcamos a
nosotros mismos; que construyamos un mundo interior
sólido que pueda hacer frente a lo incierto del mundo
exterior. Enriquecernos con esa fuente infinita de paz, de
alegría, de sabiduría, de compasión, de coraje que todos
llevamos dentro para poder enriquecer a los seres que
comparten su vida con nosotros. Ese enriquecimiento es
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mutuo, pues en la medida en que me descubro mejor a mí
mismo puedo descubrir mejor a los demás. En la medida en
que salgo de mi ruido externo y me sintonizo con mi música
interior puedo oír mejor la música de los valores de quienes
me acompañan.
Patanjali fue un pensador hindú autor del Yoga Sutra,
importante texto acerca del yoga. Patanjali nos dice que la
meditación en la voz del silencio invita a la quietud, a la
tranquilidad del ser. Esa cualidad nos lleva a encontrarnos
con el alma del silencio, con su naturaleza más profunda, que
es la paz. Según él, meditamos para alcanzar nuestra meta
más preciada, que es la realización del ser. En sus
aislamientos prolongados, los grandes místicos de todas las
vertientes espirituales se han podido realizar en el gran
silencio para florecer y fructificar luego en sus comunidades.
Es un movimiento dual, pero a la vez de integración: estar
primero separados para después poder unirse; estar primero
en el silencio para acceder luego a la música del todo.
Hay otro silencio del que hemos oído hablar: el silencio de
los cementerios, el silencio de los muertos. ¿Qué es ese
silencio de los muertos? ¿Cómo podemos oírlo, si llevamos
tanto ruido con nosotros? Cuando una persona está sola oye
en su interior un permanente murmullo: los eventos del día,
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de la semana, de los meses, de los años. Nunca tenemos paz,
caminamos en la compañía de las voces de nuestro pasado.
Cuando una persona está muriendo está haciendo un proceso
de desprenderse de todo ese pasado, de todo el ruido que
significa el recuerdo de su vida. Y si quien lo asiste tiene a su
vez su propia carga interior, no podrá diferenciar si es su
miedo frente a la muerte o si es el miedo del moribundo lo
que está sintiendo allí. No podrá separar sus emociones de
las de la persona a la que acompaña. En cambio, quien tiene
silencio interior podrá estar en sintonía con las necesidades
del moribundo, podrá sentir, intuir, palpar esa realidad
humana que hay allí, y que en la mayoría de las ocasiones es
profundamente dolorosa.
El silencio de los muertos es el silencio del desapego, del
desinterés, de la revisión en la escala de valores, de ver que
todo lo que creíamos cierto ya no tiene ninguna validez. Es
un silencio que nos lleva a aligerar el equipaje, a enfrentar el
hecho de que ya no tenemos ningún asidero con el mundo
material porque ha llegado el momento de ser solo lo que
somos, no la ilusión de ser que habíamos construido para
estar en el mundo.
Son muchos los sentimientos que acompañan este silencio,
sentimientos que son vividos tanto por el moribundo como
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por los que están a su alrededor. Uno de ellos es el abandono
total, la entrega a lo que está ocurriendo, y que debe ser
asumida por el que parte y por los que lo ayudan a partir. El
otro es la soledad; nacemos solos y morimos solos, nadie
puede cruzar estos dos umbrales por nosotros.
Otro sentimiento profundo es el de la infinitud, la
inconmensurabilidad, la ausencia de límites. Quien
acompaña a un moribundo constata que las cosas que eran
importantes en la cotidianidad se rompen, se vacían de
significado. El tiempo rompe sus límites, las antiguas
coordenadas espacio-temporales pierden su finalidad. Por
eso cuando se le ayuda a morir a alguien en medio de la voz
del silencio es posible permanecer minutos, horas, días en
profunda y silenciosa actitud de ayuda.
La familia es fundamental cuando se trata de acompañar a un
paciente en su proceso de muerte. Ellos son los mejores
Karontes. Cada familia ayuda según su conocimiento, su
cultura, su ambiente, sus tradiciones religiosas o espirituales.
Sin embargo, hay unas pautas generales que pueden asegurar
que este acompañamiento signifique el mayor bienestar
posible para quien va a partir. En general, no es adecuado
que haya numerosas visitas al lado del moribundo. Llegan
tíos, abuelos, sobrinos, hijos, amigos, y se genera un ruido
físico y emocional con todo tipo de conversaciones que no
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vienen al caso. Esto sin contar con las manifestaciones
descontroladas de dolor e incluso con discrepancias que se
ventilan justo al lado del paciente. Olvidamos que el
moribundo es un ser con percepción ampliada que está
recibiendo toda esta información perturbadora. Si las visitas
son cortas, y con pocas personas a la vez, se evitan este tipo
de situaciones.
La idea es que la familia esté centrada en lo que su ser
querido está viviendo más que en la cotidianidad
acostumbrada. De hecho, una persona en tránsito de muerte
invita a que haya cambios profundos en la vida familiar. Su
próxima partida obliga a todos los miembros de la familia a
hacer una revisión de sus actitudes y sentimientos y abre las
puertas para dejar atrás resentimientos y malos recuerdos.
Y el mejor camino para que este proceso se viva desde el
corazón y traiga consigo crecimiento y sanación, es hacerlo
desde el silencio. Porque cuando meditamos en la voz del
silencio descubrimos que somos seres completos, que
siempre podemos estar en contacto con la fuente de nuestra
felicidad interior. Descubrimos la vibración de nuestra alma,
la luz interna, la tranquilidad y el amor que todos llevamos
dentro y al que le hemos puesto toda clase de barreras. En
resumen, nos ponemos en contacto con nuestro ser.
-
El Tibetano expresa bellamente esta verdad en su poema La
voz del silencio:
Antes de que el alma pueda ver, debe alcanzar la armonía
interior.
Los ojos de la carne deben permanecer ciegos a toda
ilusión.
Antes de que el alma pueda ver la imagen, el hombre
debe estar sordo a los bramidos y murmullos.
No debe escuchar ni los bramidos de los elefantes
ni los argentinos zumbidos de la dorada luciérnaga.
Antes de que el alma pueda comprender y recordar,
debe unirse primero con la voz del que habla en el silencio.
Mis experiencias como médico Karonte han sido bien
curiosas. Cuando acudíamos a ayudar a estos pacientes
pensando que nosotros éramos los terapeutas que todo lo
sabían hasta nos deprimíamos un poco, cuando
constatábamos que desde el punto de vista médico no
teníamos mucho por hacer. Esa era la mirada que habíamos
aprendido en nuestras universidades, y la impotencia que
empezábamos a conocer convertía esos momentos en causa
de dolor personal. Poco a poco aprendimos que sí teníamos
mucho que entregarle a esos pacientes: el solo hecho de estar
en silencio a su lado, de tocarles la cima de la cabeza, de
poner la mano en su pecho, cerca de su corazón, nos ayudó a
-
descubrir una dinámica nueva en nuestra tarea como
terapeutas. Empezamos a sentir que no éramos nosotros los
que ayudábamos al paciente, pues era él quien nos ayudaba a
descubrirnos a nosotros mismos. Pensábamos que hacíamos
una especie de sacerdocio para que él diera el paso y
resultaba que era el paciente el que nos iniciaba en nuestro
acercamiento a la energía de la muerte. Así mismo, íbamos
convencidos de que seríamos maestros para el paciente y su
familia, cuando en realidad eran ellos los que nos daban
lecciones de vida.
La experiencia en el silencio y la soledad de la muerte nos
hizo ver la vida en su esencia, en su grandeza, en la felicidad
inagotable que había en ella. De hecho nos asombrábamos al
constatar que no había tristeza en nosotros, aunque el
paciente hubiera fallecido minutos antes. De cada encuentro
salíamos llenos de energía, llenos de vida, sintiendo que la
muerte no era un final sino un paso más en la existencia.
El rol de la familia en el tránsito de un moribundo es
esencial. Su papel, además de cuidar y acompañar con todo
el amor posible, incluye el respetar el silencio de quien está
próximo a partir. Para ilustrar esta idea recuerdo el caso de
una paciente cuya casa quedaba cerca de una vía principal;
su habitación daba justo sobre la calle y en consecuencia el
ruido del tráfico podía oírse con mucha intensidad. Pero
-
además tenía al lado la sala de la casa, donde cada día de su
enfermedad se reunían no menos de veinte personas a
conversar en voz alta de lo divino y lo humano. Mientras
estábamos allí, tratando de ayudar a esa persona, sentíamos
la interferencia del ruido por todos los costados. Era
imposible crear momentos de meditación, de tranquilidad, de
intimidad; y si eso sentíamos nosotros, imaginen qué podía
sentir la paciente que estaba allí muriendo.
Podemos comparar los momentos finales de una persona con
alguien que está durmiendo o quiere dormir. Cualquier ruido
o movimiento fuerte lo sobresalta y le genera zozobra. Eso le
ocurre al moribundo; él necesita silencio para entrar con
serenidad en el sueño de la muerte.
Cuando estamos en presencia de alguien próximo a morir y
ocupamos el tiempo en parloteos inútiles, no estamos siendo
conscientes del momento sagrado que se está viviendo en ese
lugar. Porque la muerte es un momento sagrado que debe ser
respetado en todas sus dimensiones: desde la más obvia de la
tranquilidad que el paciente necesita para dar su paso
definitivo en paz y felicidad, hasta el silencio interior al que
él y su familia puedan acceder para revisar asuntos como el
perdón y la reconciliación, por ejemplo. Incluso, para ayudar
a su ser querido a bien morir, la familia debe evitar el que
llamamos el ruido astral, es decir, los llantos, los gritos, las
-
recriminaciones, las preocupaciones, todo eso que en últimas
es más de los que se quedan que de quien parte y que solo
produce perturbación en unos y otros.
Ya he mencionado el término de la energía de la muerte, y
quisiera extenderme un poco al respecto. Muchas personas
se extrañan cuando, uno o dos días antes de morir, el
paciente parece tener una recuperación en la que se muestra
de mejor ánimo e incluso se alimenta bien. Los parientes se
preguntan entonces si su ser querido estará recuperándose,
pero lo que ocurre es que la persona está haciendo acopio de
nuevas fuerzas para dar el paso definitivo. Porque la realidad
es que se requiere energía para cruzar el umbral de la
muerte: energía bioquímica, energía mental y energía
emocional. El moribundo necesita tener su mente clara, una
consciencia de su decisión más profunda para poder
desprenderse. Y quien lo acompaña también necesita
descansar y alimentarse bien para estar en las mejores
condiciones físicas y síquicas que le permitan estar presente
y proporcionarle a su ser querido fuerza y serenidad.
Pero aparte de estas energías digamos tangibles, hay otra
energía que se intensifica cuando alguien está a punto de
morir. Muchas personas la han experimentado como la
presencia de una luz, de una vitalidad, de una felicidad
diferente a todo lo que se ha experimentado antes. Puede
-
sonar contradictorio, pero la muerte es un suceso feliz; de
hecho, muchas personas que han tenido las llamadas
experiencias cercanas a la muerte manifiestan haber sentido
el deseo de no regresar después de experimentar el estado de
paz y felicidad que parece reinar al otro lado del velo. Y
después de su vivencia, la inmensa mayoría de estas
personas regresa con una energía especial, con una sabiduría
nueva que les permite hacer cambios en su vida.
La presencia del ángel de la muerte también es una
experiencia común junto al lecho de un moribundo. Muchos
pacientes expresan que ven a sus padres o a sus abuelos
fallecidos, o a Cristo, la virgen María o al Buda, según sus
creencias religiosas. El hecho es que experimentan una
presencia especial en los momentos previos a la muerte, una
presencia que los reconforta y les da tranquilidad, que les
tiende la mano para conducirlos en su viaje. Por lo general
esta presencia asume el aspecto de un ser luminoso que les
extiende la mano y les muestra el camino por un túnel al
final del cual los espera una luz brillante y acogedora. Son
muchas las culturas que reconocen este ser de luz, este ángel
de la muerte que apoya y acompaña a quienes están
muriendo y les hace sentir que no están solos, que la muerte
no existe porque lo que ocurre en realidad al final de la vida
-
es un tránsito, un cambio de energía hacia una realidad
espiritual plena.
Afirmar esta realidad no es una invitación al suicidio, a la
decisión de partir simplemente porque lo que nos espera al
otro lado sea una realidad mejor. Se trata de eliminar el terror
a la muerte para vivirla como un proceso, como un paso que
todos daremos ojalá en las mejores condiciones, sintiendo
que hemos amado y crecido en esta vida y que nuestra tarea
ha beneficiado a muchos otros. Se trata de desmitificar la
muerte y tener sobre ella una visión profunda y espiritual.
Porque lo que ocurre, contrario a esta visión de la muerte, es
que la hemos deshumanizado, la hemos sacado de su
contexto familiar e incluso la hemos tecnificado. Las persona
mueren en los hospitales, en las unidades de cuidados
intensivos, y después de su muerte el cuerpo es conducido,
bien sea a salas de velación, o bien directamente a su proceso
de cremación. Hemos olvidado que la muerte es un proceso
vital, no un proceso técnico. Hemos perdido de vista que la
muerte debe ser vivida, de ser posible, en la compañía de los
seres queridos, en ese hogar que ha sido el escenario de vida
de la persona que parte, ese lugar que guarda aromas,
recuerdos, rincones que le son familiares y con los que ha
tejido sus días. Una sala de velación podrá ser un lugar
«cómodo», pero no es un lugar cálido ni humano. Si el
-
fallecido debe pasar allí algún tiempo, lo ideal es que sea un
lugar lo más privado y tranquilo posible, porque después del
momento mismo del deceso la persona que ha muerto pasa
por algunas etapas en su viaje al mundo espiritual.
Veamos a grandes rasgos cuáles son, según las enseñanzas de
Djwhal Khul, El Tibetano. Pero primero hablemos un poco
de este maestro espiritual. Su nombre apareció por primera
vez en los libros de Madame Blavatsky, fundadora de la
Sociedad Teosófica y autora de La doctrina secreta,
publicado en 1888. Luego, a partir de 1919 Alice A. Bailey,
teósofa también, empezó a escribir libros dictados por
Djwhal Khul, el primero de ellos llamado Iniciación humana
y solar. Hasta su muerte, acaecida en 1949, ella atribuyó sus
numerosos escritos a la inspiración de este Maestro
Ascendido.
Según El Tibetano, las primeras etapas del proceso de la
muerte son las de la restitución, cuando el vehículo físico
entra en su más franco deterioro. En esas etapas pueden
notarse fenómenos como temblores del cuerpo, señales de
que el cuerpo energético se está desprendiendo de su
envoltura física. Luego, cuando pensamos que ya la persona
está muerta, viene la etapa que El Tibetano llama «el arte de
la eliminación», es decir, de la destrucción de las emociones
y apegos que no dejan descansar definitivamente al que está
-
haciendo la transición. Apegos a personas, emociones,
posesiones, lugares. Si hay disputas familiares, las
emociones negativas originadas por ellas generan energía
astral que es sentida por quien ha partido y le causa
desasosiego. Esas emociones y apegos son la carga que
impide descansar a quien ha fallecido y pueden ser la causa
que hay detrás de las manifestaciones de lo que llamamos
almas en pena, es decir, personas que permanecen vinculadas
a este plano terrenal sin poder seguir su camino al mundo del
espíritu.
En este mismo orden de ideas, el llanto es el ruido más
perturbador y desgarrador para el moribundo. No hay nada
que lo afecte más que oír a su alrededor los lamentos
descontrolados de sus seres queridos. Imagine lo que usted
sentiría si, cuando está a punto de dormir, entra a su
habitación una multitud de personas gritando y llorando. Esa
misma perturbación la experimenta el paciente moribundo,
que no puede comprender por qué no lo dejan descansar
tranquilo cuando más lo necesita. Pero además el ruido más
estridente es el ruido emocional, producto de todas las
emociones confusas que nos habitan: miedo, resentimiento,
ira, ansiedad. La emoción con la que debemos sintonizar en
esos momentos en los que acompañamos a un moribundo es
la del amor, para darle paz y seguridad.
-
Acompañar al moribundo no implica necesariamente
hablarle o darle instrucciones sobre su partida. Tal vez en
esos momentos sea más poderoso el pensamiento, la
presencia silenciosa y amorosa, tomar sus manos o poner
nuestra mano en la cima de su cabeza o cerca de su corazón.
Hacerle sentir, al tomar su mano con decisión y fortaleza,
todo nuestro amor y al mismo tiempo todo el poder, toda la
fuerza que ese ser necesita para dar su paso definitivo.
Para nosotros, ese contacto silencioso significa simplemente
cerrar los ojos, experimentar en nuestro cuerpo cómo la
energía, las sensaciones, los pensamientos se serenan y
silencian estando allí. Podríamos decir que esa persona nos
ayuda a entrar rápidamente en una de las meditaciones más
profundas y vibrantes que hayamos vivido nunca, pues nos
pone en contacto con nuestro ser de luz. Esa comunicación
profunda que establecemos con el moribundo nos pone en
contacto con el alma, que es la rectora de la muerte.
Con el ritmo de vida que llevamos en la actualidad, no es
fácil morir en silencio. Sin embargo, uno de nuestros más
grandes intereses es propender por una cultura del silencio;
mientras más silencio tengamos en nuestros hogares, más
tiempo tendremos para conectarnos con la esencia de la vida
y para prepararnos para la muerte. Lo más probable es que si
vivimos inmersos en el ruido, así será nuestra muerte, y sería
-
lamentable que un momento tan sagrado, tan feliz y
luminoso sea desaprovechado en medio de un ambiente de
perturbación. Ayudémonos unos a otros a que el silencio sea
nuestro alimento cotidiano, a que compartamos más de
nuestra consciencia gracias al sosiego que mora en nuestra
alma. Descubriremos aspectos insospechados de nosotros
mismos, podremos ser más y más felices al ver la vida con
otra perspectiva y a nosotros mismos como lo que somos:
esa energía, esa luz, esa paz, ese amor que abundan en
nuestro interior. Y llegaremos entonces a la felicidad del
silencio, a ser dichosos con o sin la persona que ha partido,
pues moraremos en el silencio impersonal, en el desapego
profundo que significa estar en contacto permanente con la
esencia de nuestro ser.
«Entonces, sobreviene el silencio y el sonido mismo ya no se
oye; después del acto final de la integración, viene la
profunda paz». (Djwhal Khul, D.K. El Tibetano)
-
3. UNA VISIÓN HUMANISTA SOBRE EL MORIR Y
LA MUERTE
Luis Alfonso Vélez Correa
«Si consideramos que no es el cuerpo físico el que alberga al
espíritu, sino que el espíritu se expresa e interactúa por
medio del cuerpo, podremos entender que el morir
representa que el yo espiritual se desprende de su envoltura
física. A partir de ese momento, el espíritu se manifiesta en
otras personas por medio de la intuición. La muerte no es el
fin, es el comienzo de una nueva forma de comunicación
donde los pensamientos son más importantes que las
palabras». (Elias Benzadon)
Una visión humanista de la muerte contempla al ser humano
en sus dos dimensiones de materia y espíritu. Como ha
ocurrido innumerables veces en la historia del pensamiento,
se cuida de caer tanto en el angelismo como en el
materialismo. El primero, derivado de la filosofía platónica,
considera que el espíritu está encarcelado en el cuerpo y que
la muerte trae su liberación; para el segundo, la muerte
significa la disolución de la materia, una transmutación de la
misma y nada más.
La perspectiva humanista hace énfasis en que el ser humano
es carne espiritualizada o espíritu encarnado, y corresponde a
-
la mirada semita del ser humano. Si se lee la Biblia en su
aspecto profundamente antropológico, se puede ver que para
los judíos el ser humano no era un cuerpo más un espíritu,
sino un cuerpo espiritualizado o un espíritu encarnado.
¿Qué pasa entonces con la muerte? Que el ser humano pasa a
otras coordenadas totalmente distintas a estas de tiempo y
espacio que nos son habituales. Por eso se nos hace tan
difícil pensar en la muerte, porque no tenemos ningún
referente para comprender esa otra realidad que intuimos. En
este sentido no es extraño que el papa Juan Pablo II haya
declarado alguna vez que ni el cielo ni el infierno eran
lugares a los que se llegaba en un sentido real, y hacía
énfasis en decir que el espíritu no ocupa un espacio y que
además después de la muerte no transcurre el tiempo tal
como lo comprendemos.
Sea cual sea la perspectiva, el hecho es que nos hemos
deshumanizado frente al morir y la muerte, y cuando digo
deshumanizado me refiero al hecho de que hemos ignorado
tanto la perspectiva espiritual como la material del ser
humano. La historia de las religiones evidencia un desprecio
hacia la materia que ha llevado a verdaderas aberraciones
religiosas y aun culturales. Las mismas religiones han tenido
que revisar ese desprecio por la dimensión material del ser
humano que las ha llevado a condenar y castigar expresiones
-
naturales de la sexualidad, por ejemplo. Es ese mismo
desprecio el que se pone de presente cuando desde lo
religioso se considera que la muerte es una liberación del
espíritu, que por fin puede abandonar así su cárcel material.
Pero hoy la deshumanización también toca la otra polaridad,
cuando desde una visión materialista se niega la dimensión
espiritual del hombre y se piensa que la muerte es
simplemente la disolución de la materia.
En este contexto, ¿cómo podríamos hablar de una cultura de
la muerte, en tanto posición consciente frente a la misma? En
Colombia, por ejemplo, estamos familiarizados con las
muertes violentas, presentes en todas sus formas en los
medios de comunicación. Vemos a los padres enterrar a sus
hijos, cuando en la espiral natural de la vida ocurre todo lo
contrario. Nuestra sociedad se ha vuelto tanatofóbica, es
decir, una sociedad temerosa de la muerte, que maquilla y
esconde los cadáveres, que no permite que los niños asistan a
los velorios y los entierros. Además de haber perdido el
sentido humanista de la muerte, estamos llenos de
ambivalencias frente al morir. Esta ambigüedad proviene de
una falta de cultura, entendida esta desde el pensamiento de
la antigua Grecia: cultura es la explicación que el ser
humano y su comunidad hacen sobre la existencia del
hombre, el mundo que lo rodea y su relación con los otros
-
hombres. Así, cuando yo reflexiono sobre mi existencia: por
qué y para qué estoy aquí, cuánto tiempo estaré, estoy
haciendo una reflexión cultural. Lo mismo ocurre cuando me
pregunto qué es para mí el mundo que me rodea, cómo me
comporto en ese mundo, qué representan las demás personas
que lo habitan, cuál es mi relación con esas personas.
Desafortunadamente, Occidente ha presenciado una pérdida
cultural muy grande. No voy a entrar a discutir las razones,
pero sí puedo afirmar que son pocas las personas que
reflexionan sobre sí y sobre los demás. Hace algunos años
Albert Camus definía así al hombre francés: «El hombre
francés es un hombre que fornica y lee los periódicos».
Definición que hoy puede aplicarse al hombre de cualquier
lugar del mundo.
La definición de Camus expresa la banalidad de las personas
y sociedades, la banalidad de estar atados todos los días a
comportamientos e informaciones que ahuyentan la
reflexión. Por eso podemos decir que no es que neguemos la
muerte, por lo menos a un nivel consciente, puesto que su
presencia objetiva es ineludible. Pero sí la volvemos algo
fútil al crear toda una pornografía de la misma cuando la
exhibimos con sensacionalismo en los medios de
comunicación sin ningún respeto, con ensañamiento y con el
único propósito de generar miedo y ganar dinero.
-
El ser humano actual no ha querido darse la posibilidad de
preguntarse ¿quién o qué soy yo? ¿hacia dónde voy? ¿qué es
la muerte para mí?. Y si una sociedad y su cultura no tienen
claras estas preguntas, se obtiene lo que estamos
presenciando: la banalización de la vida y por lo tanto del
morir y la muerte. Como profesor universitario que he sido
sé que es muy frecuente que la sociedad culpe a la academia
por muchos de sus problemas. Y en el tema que nos atañe, es
muy común oír «¡Es que la universidad solo crea científicos,
es que la universidad deshumaniza!». Y en cierto modo es
cierto, pero la verdad completa es que en este proceso de
deshumanización participa toda la sociedad porque a la
universidad llegan estudiantes deshumanizados, producto de
una sociedad deshumanizada. ¡Como se dice comúnmente,
no podemos pedirle peras al olmo!
Si el estudiante que ingresa a la universidad no ha tenido, ni
en su casa ni en su ambiente social, acceso a la cultura en los
términos que planteamos, si es una persona con una
estructura de pensamiento superficial, es decir, tiene mucha
información pero sin ninguna profundidad ni estructura, es
apenas lógico que nuestros profesionales hayan perdido su
sentido de humanidad. Por eso no creo que la culpa sea
únicamente de la universidad. Es posible que desde ella deba
hacerse énfasis en estos aspectos culturales, pero su materia
-
prima, por así decirlo, es fiel reflejo de la carencia de cultura
de la sociedad: ahí es donde comienza el problema.
El hedonismo y el afán de resultados inmediatos priman en
el pensamiento actual. Y no es ni siquiera un hedonismo
filosófico, como el que practicaba Epicuro, en el sentido de
afirmar «Voy a vivir la vida a plenitud, porque no hay nada
más que esto». Nuestro hedonismo, nuestro afán, no son
expresiones culturales, no son formas de pensamiento: son
una alienación neurótica.
Creo que cualquier persona mentalmente sana debe tener una
posición frente a su muerte. Puede pensar en que hay otra
vida más allá, puede pensar que la muerte es una disolución,
o puede aceptarla como una transformación, un cambio de
estado o de energía. Pero sea cual sea su pensamiento debe
tenerlo asumido y ser coherente con él; no se entiende por
ejemplo que alguien que con creencias religiosas piense en la
posibilidad de un cielo eterno se aterre frente al hecho de
morir. Hay un pasaje muy bello en el Fedón, de Platón, en el
que un discípulo le pregunta a Sócrates si tiene miedo de
morir después de que se tome la cicuta. Sócrates le responde
que él no tiene miedo, porque si después de la muerte hay
algo, él espera llegar al mejor mundo después de una vida
consagrada al bien; y si no hay nada, ¿entonces por qué
temer?
-
Yendo un poco más allá en este intento de reflexionar sobre
la muerte desde el humanismo, conviene preguntarse sobre
la relación directa de este enfoque con la ética. Un primer
paso es determinar qué es la ética. La ética es el respeto por
la vida, es el respeto por el ser viviente y por el no viviente.
Por eso en la actualidad la ecología va del brazo de la ética.
Su posición de respeto y de cuidado del medio ambiente
incluye los animales, el agua, los minerales y la flora, como
signo de una posición ética. Tal vez por eso cuando la ética
individual y social se degrada lo primero que se degrada es
el medio ambiente, al faltar el respeto por el ser. En este
espacio de reflexión, que incluye lo viviente y lo no viviente,
decimos que el morir es un continuo con la vida. Este es un
concepto difícil de entender en nuestro pensamiento
occidental, tan dado a los antagonismos, a las polaridades.
Pero el pensamiento oriental no ve el mundo en divisiones de
blanco y negro, bueno y malo, sino en términos de bueno-
malo, de un continuum entre dos manifestaciones. Desde ahí
es posible entender la muerte no como contraria a la vida,
sino como el desenlace de un proceso permanente de
transformación. La vida no termina, se transmuta, o en
términos de la ley de la conservación de la materia de
Lavoisier, «Nada se crea, nada se destruye, todo se
transforma». Cuando muero, mi núcleo vital no se destruye,
simplemente cambia de estado. Este punto de vista rescata la
-
naturalidad del hecho de morir y descarta la posición
antagónica entre la vida y la muerte. Así, Hipócrates les
decía a sus alumnos que no debían sentirse derrotados
cuando no pudieran salvar la vida de uno de sus pacientes,
porque en la naturaleza la muerte estaba tan presente como la
vida, y en consecuencia no tenía sentido una posición
incompatible entre las dos.
En el terreno de la práctica, ¿cómo se humanizaría la muerte
en la medicina? Creo que la respuesta viene con la medicina
paliativa que es, en palabras de Boulkin, cuidar a los que no
podemos curar. En la formación de los profesionales de la
salud siempre se ha inculcado que su tarea es conservar la
vida, y que cuando aparece la muerte debe ser considerada
como un fracaso. En consecuencia, a los estudiantes se les
enseñaba a curar enfermedades y no más; de este punto en
adelante no se consideraba ninguna otra intervención. Así
que cuando llegaba la muerte, muchas veces el profesional se
retiraba con una sensación de derrota que era transmitida al
mismo paciente y a su familia.
La medicina paliativa introdujo el concepto de que los
médicos debían estar atentos y presentes al proceso y
momento de morir, tan intensos desde el punto de vista
humano. La medicina paliativa trata de brindar bienestar al
paciente cuando ya no es posible intentar ninguna cura. Se
-
ocupa de tratar los síntomas que pueden perturbar a la
persona que está a punto de morir, sin considerar ya opciones
terapéuticas extraordinarias: su objetivo es simplemente
ayudar y acompañar al paciente. Es posible confundir
medicina paliativa con la eutanasia inclusiva o pasiva, que
contempla la posibilidad de cesar el suministro de ciertos
medicamentos o de suspender algunas terapias. Es en este
campo difuso donde la sabiduría y humanidad del
profesional de la salud le ayudarán a tomar decisiones con
compasión y comprensión.
Parece paradójico, pero los médicos y enfermeras, que
somos los que estamos más en contacto con la muerte,
tenemos ambivalencias profundamente nocivas frente a la
misma. Muchos de estos profesionales huyen de la muerte
del paciente o proyectan sus temores frente a él. Creo que
cualquier persona que trabaje en el campo de la salud debe
tener, más que cualquiera, una posición clara y elaborada
sobre su propia muerte. Porque no es posible hablar y
enfrentar la muerte de otro si antes no se ha hablado, no se
ha asumido la muerte personal.
Muchas veces, cuando he visto radiografías de pacientes con
cáncer, he pensado: «Algún día va a haber una radiografía
mía que muestre un cáncer, o va a llegar algún colega a
decirme: “Hombre Luis Alfonso, tú estás próximo a morir”».
-
Entonces, ¿qué es para mí la muerte? Pienso que el concepto
que cada persona tiene de la muerte depende mucho de la
ciencia, la filosofía y las creencias que tenga. Por filosofía
entiendo el saber del ser, por ciencia el saber de lo
fenomenológico y por creencia el conocimiento amoroso de
la realidad. Cuando digo filosofía no me refiero a
conocimientos académicos en esta área. La filosofía es una
posición frente al ser, o sea que un campesino analfabeta
tiene una filosofía, una posición frente al ser; una creencia, y
un saber fenomenológico que proviene de su oficio de
agricultor. Para mí, la muerte es una transmutación, no una
aniquilación. No puedo demostrar científicamente este
concepto; más bien es una intuición, algo que me dice en mi
ser que cuando muera, este yo no puede desaparecer.
¿Qué ocurre después de esta transformación? Aquí
intervienen conceptos religiosos y culturales que operan
desde la creencia, no desde la demostración científica.
Budistas, judíos, cristianos, cada grupo tiene su propia
descripción del mundo después de la muerte. Por eso digo
que la creencia es un conocimiento amoroso de la realidad,
porque se trata de un conocimiento en el que no hay una
categoría racional aunque sí emocional.
Creo entonces que las personas que se ocupan de sanar, antes
que buenos profesionales deben ser buenos seres humanos,
-
personas íntegras y compasivas que puedan estar en
condiciones de ayudar a otros cuando les llegue el momento
de partir. No en vano Hipócrates decía que la cualidad más
importante de un médico debía ser la filantropía, que
etimológicamente quiere decir «amor por el ser humano»,
esa bondad con que puede ayudar desde su corazón al
paciente que llega al final de su vida. Pienso que rescatar esa
bondad pasa por recuperar una figura que se ha perdido casi
por completo: la del médico familiar, aquel médico que
conocía al paciente y a su familia, conocía su casa, sus
circunstancias, su historia personal. Cuando un médico
conoce así de cerca a un paciente le queda mucho más fácil
sentir empatía y establecer una relación más humana con la
persona que va a morir.
Otro tópico muy discutido cuando se habla de pacientes
terminales es el de calidad de vida. Yo prefiero hablar de
calidez de vida, porque el término calidad se ha impregnado
de un sentido económico. Cuando se habla de calidad de
vida de un paciente se habla de este tipo de valor: por
ejemplo, si un pianista pierde una mano su calidad de vida
como pianista se pierde, pero no así la calidez de su vida
desde un punto de vista de sus relaciones como ser humano.
Lo mismo podría decirse de un cuadrapléjico, que puede
tener gran calidez de vida en el campo personal y poca
-
calidad de vida desde el punto de vista económico, si no
puede trabajar. Calidez tiene que ver con amor, con calor,
con lo que está presente cuando una persona quiere su vida,
disfruta su existencia así tenga grandes limitaciones físicas o
psíquicas, cuando ama y se siente amada, cuando siente la
protección de un hogar y valora la oportunidad de existir. Por
eso es muy grave que una persona sana determine la calidad
de vida de una enferma subestimando la capacidad de
adaptación del otro, su actitud interna para mantener la
calidez en su vida.
En este orden de ideas, es preciso humanizar los servicios de
salud; es decir, humanizar a las personas que trabajan en
ellos. Considerar que no solo la ciencia es necesaria para
formar un profesional de la salud, sino también la filosofía,
los sistemas de creencias. Si un médico o una enfermera
tienen claros estos campos les será más fácil respetar las
creencias y expectativas de sus pacientes y en consecuencia
ayudarles mejor en el proceso de la muerte. Muchas veces
las plegarias, los cirios que se ponen cerca de un paciente le
dan más tranquilidad que cualquier medicamento. Se trata de
ver al paciente como a una persona completa en la dimensión
de sus creencias y su contexto cultural
Es preciso también dejar de ver la muerte como una derrota
de la medicina. Retomando a Hipócrates, reconocer que hay
-
personas que deben morir a pesar de la medicina, y saber que
eso no está mal. El médico está llamado a ayudar a morir, a
que ese proceso natural transcurra de la forma más
confortable y natural que sea posible. Por eso Napoleón
decía que los médicos, llevados por un cientificismo
deshumanizado hacían las cosas más difíciles al momento de
la muerte.
Yo insisto en que los profesionales de la salud deben tener
unos valores que vayan más allá de la ciencia y se acerquen a
las dos virtudes indispensables para humanizar su práctica: la
compasión y la capacidad de diálogo. Compasión, como la
palabra indica, es estar acompañando a la pasión, es sentir el
dolor del otro. En el caso del morir y la muerte, se acompaña
el dolor y el sufrimiento de la persona que está próxima a
partir. Aquí quiero hacer una distinción entre dolor y
sufrimiento, porque no todo dolor produce sufrimiento, y
viceversa: a uno le duele algo en el organismo, pero el que
sufre es el ser. Desafortunadamente, a los profesionales de la
salud se los capacita para curar el dolor, pero muy pocas
veces para tratar el sufrimiento. El paciente sufre desde su
ser, porque como dice Espinosa, «Todo ser quiere
permanecer en su ser». Cuando el ser humano se siente
amenazado en su integridad, sufre. Por eso todo paciente es
metafísico, su sufrimiento es ontológico. Es preciso entonces
-
que el profesional de la salud tenga compasión por el
sufrimiento del paciente y lo acompañe en ese sufrimiento,
independientemente de que sienta o no dolor. Muchas
personas mueren sin experimentar ningún dolor físico, pero
sí angustia por la posibilidad de desaparecer como ser. En
este sentido el diálogo es crucial, porque nos permite
acercarnos al paciente. Toda persona en trance de muerte
quiere dialogar, y tanto los médicos y enfermeras como los
familiares tienen miedo de hablarle. Por eso se debe estar
abierto a hablar de la muerte cuando el paciente lo requiera,
o bien respetar su silencio: muchas veces un llanto callado
expresa más que cualquier palabra.
Mi recomendación es que todos reflexionemos sobre lo que
significa la muerte desde el punto de vista de nuestras
creencias, de nuestro contexto cultural y de nuestra particular
manera de entender el mundo. Insisto especialmente en que
los profesionales de la salud tengan muy clara su posición
frente a la muerte para que puedan ayudar a otros, no solo a
vivir, sino a tener una actitud serena y esperanzadora en el
momento de su muerte.
Cuando este tipo de reflexión se da en una familia, en una
sociedad, el morir se hace menos doloroso. Verbalizar las
situaciones de muerte ayuda a conjurar el miedo y hace más
fácil afrontar la realidad del hecho de morir. Si nos
-
culturizamos hacia una actitud sana y positiva frente a la
muerte, si no huimos de ella y acompañamos a la persona
que está muriendo ofreciéndole amor, compasión y apertura
a lo que quiera expresar, la muerte no será más una tragedia
dolorosa sino un hecho natural.
4. MUERTE Y SALUD MENTAL
Mario Ruiz Osorio
«Hablar, hablar para no morir,
amar la palabra para no perderme.
La palabra es mi luz,
el fuego interior
donde caliento mis manos»
(Gloria Posada)
Cuando uno aborda la muerte desde el punto de vista de la
psicología, especialmente desde la psicología tradicional,
constata que esta disciplina todavía tiene raíces muy hondas
en la biología y la medicina, y que en este sentido la
psicología se aproxima a la muerte con todas las
herramientas de las ciencias biológicas. Sin embargo existe
una propuesta, el psicoanálisis, que promete posibilidades
más integradoras de abordar el tema de la muerte.
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Aparece por ejemplo el concepto de la muerte como la
sombra de la vida, como esa presencia oculta en el
inconsciente de todos los seres humanos, que
paradójicamente la convierte en una especie de ideación de
inmortalidad: la mayoría de las personas sienten la muerte
como algo ajeno, algo que les ocurre a otros, nunca a ellos.
El mismo Freud afirmaba esta idea de inmortalidad que
alberga el hombre. Y la verdad es que buena parte de
nuestros hábitos parecerían confirmar esta idea, pues
fumamos, tomamos licor en exceso, comemos alimentos
ricos en grasas o practicamos deportes de alto riesgo como si
nuestra vida fuera a durar por siempre. Así, el psicoanálisis
describe la existencia como una pugna entre la vida y la
muerte. Tendemos a la vida, pero la muerte está siempre a
nuestras espaldas. Sin embargo, esta no es una visión
fatalista; al contrario, saber que la muerte camina dos o tres
pasos atrás nuestro debería inspirarnos para valorar más la
vida, para vivirla con mayor consciencia y pasión.
¿Cómo relacionamos entonces los conceptos de muerte y
salud mental? Recuerdo una definición de salud mental
especialmente significativa: salud mental es reconocer que
en uno también hay una parte enferma. Es decir, que los
seres humanos gozamos de condiciones de armonía, de
vitalidad, pero a la vez albergamos tristeza, neurosis,
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depresión. En cada uno conviven aspectos luminosos y
oscuros, pero desconocemos los segundos y queremos estar
siempre dentro de los límites de la tranquilidad y la felicidad.
En consecuencia, vemos la muerte como una fatalidad, una
derrota. Y extrañamente persistimos en desafiarla, nos
movemos impulsados por la tendencia a ser divididos por la
muerte, a desaparecer tras ella.
Cuando nos pensamos como un ser muerto, desaparecido,
sentimos horror y tratamos de alejar ese pensamiento,
tratamos de exorcizar la presencia de esa gran desconocida
que, justamente porque no la conocemos, nos causa temor y
dolor. La muerte, digámoslo así, es vista por la mayoría de
los seres humanos como el lazo que está alrededor del cuello
del ahorcado, es la amenaza de un final que puede llegar en
cualquier instante. No obstante, lo que da sentido al
recorrido de la vida es justamente la existencia de la muerte:
la vida es un camino que todos recorremos para llegar al
mismo lugar. La consciencia de la muerte nos posibilita
construir una existencia, la inminencia de nuestra
desaparición nos lleva a construir una obra que nos
trascienda y deje una huella. Como bien decía Nietzsche,
«Lo que uno viene a hacer aquí es una obra». Para muchos,
la vida es una obra que finaliza con la muerte. Pero, ¿en
realidad no queda nada de nosotros? La memoria de nuestra
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obra queda con nuestra familia, con las personas que
compartieron nuestro trabajo, con aquellos con los que
tejimos vínculos. Pensemos por ejemplo en Sócrates, que
vivió hace casi dos mil quinientos años. Aunque su cuerpo
material ha desaparecido, su pensamiento sigue vivo entre
nosotros. La muerte, entonces, encuentra sentido en la
existencia.
Pensar en la muerte no solo significa imaginar cómo será el
momento en que expiremos, de qué modo dispondrán de
nuestro cuerpo los que queden o qué nos pasará después de
muertos, según nuestros miedos y creencias religiosas.
Pensar en la muerte implica comprender que hay situaciones
en nuestra vida que son también pequeñas muertes. Una
depresión, un revés económico, el fallecimiento de un ser
querido. Sucesos que rompen el orden de la vida y nos
obligan a construir una realidad nueva. Si en lugar de eludir
la angustia por la pérdida intentáramos enfrentarla, asumirla
como parte de la existencia, nos acercaríamos a ese momento
de verdad en el que nos reconocemos como seres frágiles,
vulnerables, y podríamos pensar en la muerte con más
serenidad. Sería posible que llegáramos al final de nuestra
existencia aceptando que la misma se mueve entre lo
positivo y lo negativo, lo trascendente y lo intrascendente, y
que la muerte no es más que el otro polo de la vida.
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Pero así como no pensamos en nuestra muerte, se nos
dificulta también pensar en la muerte del otro cuando ese
otro es un ser querido. Y cuando esa muerte nos toca, cuando
perdemos a alguien que amamos, aparece el proceso
psíquico del duelo. Un proceso doloroso, que desencadena
toda clase de reacciones físicas y anímicas mediante las
cuales reelaboramos el significado que ese ser tenía en
nuestra vida. Un tiempo que debe ser vivido a consciencia,
pues el hecho real de la muerte de alguien cercano nos
confronta con la idea que tanto eludimos de nuestra propia
desaparición. Por eso, si no vivimos el duelo con
consciencia, nos condenamos a hacer de él algo patológico y
a revivirlo de manera dañina más adelante.
¿Cuáles son esas conductas lesivas al momento de elaborar
un duelo? La primera es la negación, engavetar el dolor en el
último lugar del pensamiento y de la acción. No volver a
hablar de la persona fallecida ni expresar los sentimientos
que se generan por su ausencia. Toda esta energía reprimida
y no elaborada se acumula en el interior y finalmente se
desborda en estados como la melancolía o la depresión
profunda en los que el sujeto pierde su autoestima y cae en
una indiferencia total con respecto al mundo. Aquí es
necesario considerar que en esta represión del duelo y su
posterior manifestación en una situación patológica inciden
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mucho las características de la personalidad, como en el caso
de las personas muy dependientes que basan su seguridad y
el sentido de su existencia en el otro. Cuando este tipo de
personas sufren una pérdida, tienen menos recursos
interiores para enfrentarla.
Otro factor que puede desatar patologías es cultural: nos
educan en la idea de que todo es susceptible de reparación,
de que cualquier pérdida puede ser subsanada. Dicha
creencia persiste como una fantasía animista que obstaculiza
la aceptación de la partida definitiva de un ser querido
cuando este muere. Cuando esta negación llega a extremos,
cuando el duelo es reprimido, las personas caen fácilmente
en la depresión y en estados aún más graves, como la
autoagresión (alcoholismo, drogadicción, trastornos
alimentarios y del sueño) e incluso el suicidio. Es preciso
que vivamos el dolor sin la represión o la moderación que
nos exige la cultura, abandonando el miedo a sentir y a
expresar lo que sentimos.
En resumen, negar la muerte, ignorar su posibilidad o su
presencia, es la causa, por un lado, de patologías durante el
duelo, y por otro, de un menor nivel de aceptación, de
conexión y fluidez con la vida. Porque como hemos dicho, es
justamente la muerte la que nos posibilita hacer una vida.
Cuando en vez de huir de ella nos decidimos a pensarla,
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cuando nos disponemos a estar presentes en el dolor que
puede traer consigo, nuestra vida se enriquece y se toca con
pensamientos y emociones de una profundidad que
desconocíamos. De este modo la muerte potencia una
creatividad, un querer hacer, un interrogar continuo de la
realidad. Empezamos a encontrar en el dolor una puerta
abierta hacia nuestro mundo interior, una oportunidad de
crecimiento. Dejamos de ser espectadores pasivos de nuestra
existencia y empezamos a vivir más intensamente penas y
alegrías, éxitos y fracasos, encuentros y soledades.
Siempre encontraremos en nuestra existencia situaciones que
escapan a nuestro control. Y en vez de sentirnos
todopoderosos, podemos acudir a otro que nos ofrezca
consuelo y orientación. Ese otro puede ser un profesional, un
buen amigo, un miembro de la familia. En este último caso
vale resaltar que una familia que comparte su dolor en un
proceso de duelo seguramente va a ver fortalecidos los
vínculos entre sus miembros. El soporte emocional que se
brindan entre sí incrementa el diálogo, estrecha el afecto y
hace visibles las fortalezas y debilidades de la relación
intrafamiliar para que todos sus miembros aprendan de ello.
Frente a la idea de la muerte, es preciso empezar a pensar en
eso que somos, en esa alma que nos lleva a emprender
nuevos caminos y a ver el mundo del color que decidamos.
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Si no nutrimos nuestra alma, las pérdidas y dificultades de la
vida solo serán fuente de ansiedad, de amargura y de
depresión, en lugar de ser fuente de aprendizaje y de
crecimiento interior. Y ese cultivo del alma parte de
conocernos, de mirar siempre hacia nuestro interior para
descubrir nuestras fortalezas y debilidades de modo que
podamos incrementar las primeras y trascender las segundas.
En las penas y en las alegrías, el mejor texto que podemos
leer, el mejor maestro al que podemos acudir es nuestra
propia alma. Busquemos la respuesta que está siempre
disponible en nuestro mundo interior para orientar con
certeza nuestros pasos.
5. LA AGONÍA PSÍQUICA
Mario Ruiz Osorio
«Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera
de mi cuerpo. Descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y
desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño.
Todavía un instante, contemplemos juntos las riberas
familiares, los objetos que, sin duda, no volveremos a ver.
Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos».
(Marguerite Yoursenar)
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Desde un punto de vista orgánico, se piensa que las últimas
48 horas que vive un paciente terminal son la etapa de la
agonía, cuando es imposible detener la enfermedad y lo que
se sigue con certeza es la muerte. La medicina establece una
serie de síntomas para determinar si un paciente ha entrado
en estado agónico: los estertores que la gente llama
comúnmente «el ronquido de la muerte», y que se
caracterizan por una respiración ruidosa y por la dificultad
para tomar aire y exhalarlo; el dolor físico; la incontinencia
urinaria, o por el contrario, la retención de orina; la inquietud
y agitación; las náuseas y vómitos; el dormir intranquilo, que
se evidencia en movimientos oculares aunque la persona esté
sedada; la sudoración excesiva; los rasgos, especialmente la
nariz, perfilados; cambios en la temperatura, el color y la
textura de la piel, y por último, la llamada lacrima mortis, o
última lágrima que puede resbalar por las mejillas poco antes
de morir.
Todos estos síntomas nos remiten a la agonía en su aspecto
orgánico. Pero ocurre que también se puede hablar de agonía
desde una perspectiva psíquica, aunque la investigación
sobre la misma haya estado dificultada justamente por la
situación de los pacientes. Sin embargo, ha sido posible
recoger testimonios de esta vivencia con algunos pacientes
que lograron llegar lúcidos hasta el final o con los familiares
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que acompañaron a sus seres queridos en esos últimos
momentos.
Lo anterior, añadido a mi experiencia personal cuando he
podido presenciar la muerte de varias personas, me permite
afirmar que aunque cada uno tiene su propia manera de
afrontar ese último momento, hay algo que sí determina el
encuentro con la muerte, y es el modo como se ha vivido.
Porque la agonía conlleva el proceso de devolverse, de
pensar en lo que se hizo y lo que se dejó de hacer para llegar
a un balance definitivo. En consecuencia, estos últimos
momentos evidencian lo que la persona ha sido, eso sí, de
acuerdo con el nivel de consciencia con que pueda vivirlos,
porque recordemos que hoy en día muchos pacientes
agonizan completamente sedados, sin tener la posibilidad de
expresarse. Cabe anotar también que en la mayoría de las
investigaciones se privilegian los casos de quienes sufren
hasta el final y no de quienes llegan a la muerte en paz y con
aceptación, tal vez porque se estudia más aquello que es
digamos anómalo.
Como si se tratara de la explosión de una supernova, la
agonía puede recoger en pocos instantes la vida entera de un
sujeto. Morimos como vivimos. Por ejemplo, he visto casos
en los que la familia le pide a su ser querido que exprese
todo lo que siente, cuando la realidad es que la persona ha
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vivido en silencio, sin abrir su corazón a los demás. Y
aunque en estos momentos extremos algunos logran hacer un
cambio, por lo general su partida corresponde a lo que ha
sido su existencia. Por eso sostengo que uno vive hasta el
final; que la agonía puede ser más dolorosa cuando no se han
reparado viejos asuntos personales, cuando la vida ha sido
vivida como una derrota. La muerte entonces es el momento
del balance, es la oportunidad de verse con y en el otro y
decidir cómo será nuestra partida.
Como se dijo, cada uno tiene su forma personal de encarar
ese último momento. Hay quienes se quedan en absoluto
silencio desde mucho antes del final; es una mudez a la que
he llamado heroica, porque el individuo se condena a sí
mismo a una soledad interna y externa con la que expresa
que cualquier intento de los demás por mantenerlo en el lado
de la vida no significa ya nada. Y uso el calificativo de
heroica porque se necesita valor para morir solo, negándose
a la palabra.
La agonía onírica es la de los pacientes que por su condición
clínica mueren completamente sedados. El sujeto habita en
su inconsciente gracias a un sueño artificial, y por lo general
la muerte ocurre sin que la persona se dé cuenta, ya que los
límites entre la vida y la muerte se hacen difusos. Hay otros
casos, considerados patológicos, en los que la persona está
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en un estado