Resi
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Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Las gotas de lluvia se deslizaban por el cristal de la ventana suavemente, como en un
recorrido prefijado de antemano. El día había amanecido gris y tormentoso, el tipo
de días que más me gustaba, supongo que porque se asemejaba a mi estado emo-
cional. Había estado lloviendo durante toda la noche y ya se habían formado charcos
en las zonas de césped y en los caminos de tierra por los que paseaba cada día. Los
altos árboles se veían aún más imponentes cuando sus ramas de movían al ritmo que
les marcaba el viento. Una danza natural que tenía efectos hipnóticos en mí. No podía
dejar de mirar. El viento silbaba al contacto con las ramas, trayendo, quién sabe, historias
de otros lugares, historias pasadas de gente anónima, tal vez gente como yo mismo. El
olor a tierra mojada ya se podía notar a pesar de tener la ventana cerrada. Era una fragan-
cia que lo impregnaba todo en aquellos días lluviosos. Me recordaba a mi infancia
en el campo, cuando, junto a mi hermana y mis primos, salíamos a coger moras o a atra-
par hormigas que sirvieran de cebo para las perchas de los pajaritos. Cuando
llegábamos al cortijo, empapados, nuestras madres nos ponían inmediatamente frente
a la chimenea temiendo que pudiéramos resfriarnos. Ingenuas. Los niños son mucho
más fuertes de lo que los adultos creemos. Aguantan un chaparrón como si nada.
A mi edad, uno de esos aguaceros podría dejarme en la cama varios días, pero
en aquella época, la época de la no preocupación, era prácticamente invulnerable.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
En el comedor nos congregamos las mismas almas de cada día. Bueno, algunos
de los allí asistentes parecía que habían perdido el alma por el camino, tal vez en algún
frasco de pastillas. Los más afortunados, como yo, sólo tomábamos una medicación suave
a base de Lorazepán y Lormetazepán para mantenernos calmados. Otros estaban
prácticamente destruidos y ya no eran ni la sombra de lo que antes pudieran haber
sido. Sólo figuras que deambulaban arrastrando los pies y dejando escapar un hilillo de
baba por la comisura de los labios. La vida les había golpeado fuerte y los había derriba-
do hasta dejarlos en aquel lastimoso estado.
Para almorzar solíamos tener una dieta a base de caldo de pollo o verduras, carne o pes-
cado y fruta de postre. No solíamos comer pasta muy a menudo, lo cual me irritaba
porque era una de mis comidas favoritas. Siempre me sentaba en la misma mesa, rodea-
do de la misma gente. Eran mesas de cuatro personas. Junto a mí se situaba un esquizof-
rénico llamado Raúl, un paranoico con instintos suicidas al que llamábamos Ángel
porque se había tirado ya de dos azoteas y todavía no se había matado (tal vez
era un milagro), y Tomás, un depresivo con complejo de inferioridad que tenía una
marcada dependencia emocional hacia su madre. Por mi parte, yo sólo era uno más,
alguien que había dicho basta, que no podía seguir afrontando el mundo.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Mis padres destilaban una profunda sensación de culpabilidad cuando me visitaban. Yo
siempre los había tranquilizado afirmándoles que allí era feliz, pero no sé si les resultaba
de consuelo a la decisión que habían tomado de ingresarme. No les culpo por ello. Era
algo que estaba escrito en el libro de mi vida. Algunos años antes de acabar en aquel
lugar, tuve un sueño muy real. En dicho sueño, mi familia me internaba en un psiquiátrico,
bastante parecido a ese en el que me encontraba, por cierto. A mí me invadía un terri-
ble sensación de tristeza, no por el hecho de que me dejaran allí, sino porque sabía
que era algo que pasaría. Llevaba toda mi vida esperando a que llegara ese momento.
Aquel sueño me marcó profundamente y me dejó K.O. durante varios días en los
que no podía dejar de pensar sobre todo aquello. Cuando años después mis padres
me anunciaron su decisión de que lo mejor que podíamos hacer era que ingresara en la
Residencia, fue como una constatación de que la profecía se había cumplido. Obvia-
mente el destino nunca falla. Te acaba atrapando.
* Creo que la señorita Gertrudis me vigila dijo Raúl entre susurros.
* Si, yo también lo he notado. Creo que pretende darnos más medicación de la
cuenta para acabar con nosotros y quedarse con nuestro dinero� le apoyó Ángel.
* ¿Se puede saber de qué dinero hablas?� pregunté�. No tenéis ni donde caeros muertos.
El Estado os paga la estancia aquí.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
* Aún así prosiguió Raúl, creo que algo trama. Estaré con los ojos bien abiertos. Tal
vez sea una espía del Gobierno que quiere matarnos para ahorrar al Estado nuestra
manutención.
* No digas todo eso muy alto, amigo, si no quieres que te aten a una cama durante
una temporada le aconsejé-‐ ¿Tú qué dices, Tomás?
salvo mamá, por supuesto. salvo mamá, por supuesto.
* Ahí lo tenéis. Un hombre realista que no se deja avasallar por obsesiones absurdas. Tene-
mos mucho que aprender de ti, Tommi concluí.
* No sé, no sé…¿Quién querría matarme a mí? No soy nada, no valgo nada, nadie me quiere…
salvo mi mama, por su puesto.
* Ahí lo tenéis. Un hombre realista que no se deja avasallar por obsesiones absurdas. Tene-
mos mucho que aprender de ti, Tommi concluí.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
La historia era muy sencilla. Poco antes de ser recluido, nació la hija de mi herma-
na. Era mi primera y única sobrina, y desde el mismo momento de su nacimiento
me di cuenta de que sería lo más parecido que iba a tener a una hija. Así, cuando
la decisión de mi ingreso era ya irrevocable, me tatué la inicial de su nombre para tener-
la presente de alguna manera. Si algún día perdía la cabeza y los recuerdos por
culpa de la locura o la medicación, aquella letra me haría agarrarme a un pequeño
fragmento de mi memoria.
* Ahora debe de tener unos once años. No la he vuelto a ver desde que apenas
tenía uno. Prefiero que no venga por aquí. Tal vez cuando sea mayor sienta interés
por conocerme y me visite le conté, engañándome a mí mismo.
Don Valentín asintió con la mirada y una lágrima se deslizó por su mejilla. Él sabía que
tampoco recibiría la visita que más ilusión le hacía. A pesar de todo, seguía que-
riendo a su mujer, probablemente porque le había devuelto la sensación de juventud
durante el poco tiempo que estuvieron juntos.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Las noches eran el patio de juegos donde el demonio de la locura pasaba sus
horas más intensas. Llantos y aullidos rompían el silencio. Pasos de enfermeras por el
pasillo jeringuilla en mano para calmar las almas de aquellos desgraciados. En la pen-
umbra de mi habitación reconocía las voces de mis compañeros de morada, desvari-
ando, asomándose al borde del precipicio de sus mentes enfermas, a punto de caer
para no volver nunca más. Existe una zona de no retorno en la mente humana. Si cruzas
la línea, ya no hay vuelta atrás. Alguno la traspasó aquella noche, otros la habían
dejado lejos hacía mucho tiempo.
Una noche anormalmente tranquila, se sintió un desgarrado grito de mujer y un
golpe seco. Apenas unos segundos, y todo volvió a estar en silencio. Me asomé a la
puerta de mi habitación y reconocí el rostro de una joven enfermera en la puerta de
la sala homónima con cara de extrañeza. Ambos nos dirigimos a la puerta entreabier-
ta que había al final del pasillo temiéndonos la peor de las situaciones. Al enfrentarnos
a la escena, la joven no pudo reprimir un grito de horror que atrajo a más enfermeras
y a un puñado de locos curiosos. Raúl se encontraba de pie, con una cuña en las
manos, junto al cuerpo sin vida de la señorita Gertrudis.
* Quería matarme. Ya te dije, Boss, que nos estaba vigilando. No podía permitir que
se saliera con la suya, me dijo con la mirada pérdida. Ahora ya no nos podrá
hacer nada. Ya podremos dormir tranquilos.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.
Esa noche, Raúl cruzó la línea de no retorno. Jamás pensé que pudiera hacer algo así, y
me sentí culpable por no haberme tomado sus comentarios sobre la señorita Gertrudis
más en serio. Sus ojos habían perdido la poca cordura que les quedaba mientras le
ponían la camisa de fuerza y se lo llevaban a una celda de aislamiento.
Han pasado años de aquellos sucesos, y el pobre Raúl ya no está con nosotros. En un
descuido de sus cuidadores, se tragó un buen puñado de pastillas que acabaron
con él. Yo sigo en la Residencia, esperando a que llegue mi hora. Mis padres y famili-
ares cercanos están muertos ya. Pero aún vive alguien que viene a visitarme con regu-
laridad. Cuando cumplió los dieciocho años, ella vino a conocerme. Con los años no ha
dejado de hacerlo, y me trae fotos de sus hijos. Yo no quiero que los traiga a la Resi-
dencia para que no se impresionen con el ambiente. Si cuando sean mayores, y yo
sigo vivo, quieren conocerme, aquí estaré.
Gertrudis era la enfermera jefe de la institución, una cincuentona grande como un
oso y tan fuerte como dicho animal. Después del doctor Miralles, era la persona
que más poder tenía entre aquellos muros. Las demás enfermeras estaban a su
cargo y la temían profundamente. Cuando lanzaba una de sus fulminantes miradas ya
sabías que algo iba a pasar, habitualmente una severa bronca a alguna de sus jóvenes
súbditas. Porque, en efecto, aquella era una relación de vasallaje: la Reina Gertrudis y su
corte de enfermeras perfectamente uniformadas de blanco. Si alguna se descarriaba,
podía darse por expulsada de sus dominios. Su actitud de comandante nazi sólo se aten-
uaba con el doctor Miralles. Primero porque la escala jerárquica así lo exigía, y segundo
porque estaba secreta y absolutamente enamorada de él. Este hecho era vox populi, pero
jamás nadie se atrevió a mencionarlo en su presencia. Por su parte, el doctor nunca
mostró el más mínimo interés, lo cual agrió aún más el carácter de la señorita Gertrudis.
Por las tardes solía pasear por los jardines que rodeaban el edificio. Casi siempre solo,
pero a veces encontraba en el camino a don Valentín. Era un hombre de unos ses-
enta años, tremendamente rico y sin hijos, que había sido ingresado allí por su reciente
esposa, una rubia explosiva de apenas veinticinco. El pobre don Valentín había sufrido una
apoplejía que lo había dejado postrado en una silla de ruedas y le impedía hablar.
Su recién adquirida esposa, ni que decir tiene, había dispuesto todo lo necesario
para que a su querido marido no le faltara de nada en la Residencia, y aquella era
una de las mejores, casualmente a una gran distancia de su ciudad, lo cual la impedía
ir a verlo con regularidad. Obviamente todo esto no nos lo pudo contar don Valentín,
pero la información llegó a través de los dimes y diretes de las enfermeras que lo habían
leído todo en las revistas del corazón.
A causa de todo esto, don Valentín no era un gran conversador, pero sabía escuchar.
Se interesaba por todo aquello que le rodeaba y muchas veces me hacía gestos
con los ojos, pidiéndome que le dijera qué era aquello que se movía por entre unas
ramas, o qué sabía sobre su equipo favorito de fútbol, y trivialidades por el estilo. En
una ocasión se quedó mirando mi antebrazo derecho. Vio una letra “A” que tenia tatuada
a sus ojos me rogaban que le contara a qué se debía.