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COLECCIÓN BÍBLICA REZAR CON LA SAGRADA ESCRITURA ¿Cuánto amamos la Biblia? P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. Ediciones del Verbo Encarnado San Rafael (Mendoza) Argentina – Año 2009

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RezaR con la SagRada eScRituRa

¿cuánto amamos la Biblia?

P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E.

Ediciones del Verbo EncarnadoSan Rafael (Mendoza) Argentina – Año 2009

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“Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena” (2Tim 3, 16-17).

1. ¿Un libro prohibido para los fieles?

En los comienzos de la Evangelización de América, fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México (1528-1548), el primero que vio la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe milagrosamente estampada en la tilma del indiecito Juan Diego, deseaba que todos los naturales pudiesen leer la Biblia en sus propias lenguas. “No apruebo la opinión, decía, de los que dicen que los idiotas [las personas que carecen de instrucción] no [deben leer] las divinas letras en la lengua que el vulgo usa, porque Jesucristo lo que quiere es que sus secretos muy largamente se divulguen. Y así desearía yo, por cierto, que cual-quier mujercilla leyese el Evangelio y las Epístolas de san Pablo. Y aún más digo, que pluguiese a Dios que estuviesen traducidas en todas las lenguas del mundo, para que no solamente las leyesen los indios, sino también otras naciones bárbaras [puedan] leer y conocer, porque no

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hay duda que el primer escalón para la cristiandad es conocerla en alguna manera”1.

¡Quiere Jesús que sus secretos largamente se divulguen!

Al mismo tiempo que el gran obispo de México escribía estas palabras, en España la Inquisición se sentía obligada a prohibir las traducciones de la Biblia en lengua popular, no para impedir que los fieles la leyesen, sino porque en aquel momento no veían otro modo de preservarlos de las heréticas interpretaciones como, ante los ojos de todos, se veía en el ejemplo de los países afectados por los re-formadores protestantes. Podrá discutirse sobre el camino empleado para tal fin, sobre su oportunidad o exageración (que luego, en los resultados concretos, se demostró no carente de la debida cautela; de hecho España resistió a la herejía de una manera que no lograron las también católicas Francia e Italia).

Escribía don Marcelino Menéndez y Pelayo en su inmortal His-toria de los heterodoxos españoles: “A nadie escandalice la sabia cau-tela de los inquisidores del siglo XVI. Puestas las Sagradas Escrituras en romance [= las lenguas modernas derivadas del latín], sin nota ni aclaración alguna, entregadas al capricho y a la interpretación indivi-dual de legos y de indoctos, de mujeres y niños, son como espada en manos de un furioso, y sólo sirven para alimentar el ciego e irreflexivo fanatismo, de que dieron tan amarga muestra los anabaptistas, los puritanos y todo el enjambre de sectas bíblicas nacidas al calor de la Reforma. ¿Cómo entregar sin comentarios al vulgo libros antiquísi-mos, en lengua y estilo semíticos o griegos, henchidos de frases, mo-dismos y locuciones hebreas y preñados de altísimo sentido místico y profético? ¿Cómo ha de distinguir el ignorante lo que es Historia y lo que es ley, lo que es ley antigua y ley nueva, lo que se propone para la imitación o para el escarmiento, lo que es símbolo o figura? ¿Cómo ha de penetrar los diversos sentidos del sagrado texto? ¿A

1 Almoina, J., Rumbos Heterodoxos en México, Trujillo (1947), 158-159. Tomo estos datos de Vital Alonso, La Biblia en el Nuevo Mundo, Revista Bíblica, Año 50 (1988), 126. He modificado las palabras que en el original figuran en español antiguo, y he introducido algunos corchetes con explicaciones.

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qué demencias no ha arrastrado la irreflexiva lectura del Apocalipsis? Para evitar, pues, que cundieran los videntes y profetas, y tornasen los días del Evangelio eterno y aquellos otros en que los mineros de Turingia deshacían con sus martillos las cabezas de los filisteos, vedó sabiamente la Iglesia el uso de las Biblias en romances, reservándose el concederlo en casos especiales”2.

La Iglesia ya había aplicado semejantes prohibiciones ante otros peligros semejantes, como en tiempo de los valdenses lo había hecho un concilio de Tolosa y reproducido Don Jaime el Conquistador en 1233. La finalidad defensiva era clara, como lo demuestra el hecho de que pasado el peligro, la prohibición cayó en olvido, y hoy posee-mos una Biblia catalana completa que parece traducida en el siglo XV, y varios fragmentos, algunos muy considerables, de otras versio-nes diferentes. Y consta que en 1478 se imprimió en Valencia una traducción catalana de las Sagradas Escrituras, en que intervinieron Fr. Bonifacio Ferrer, hermano de San Vicente, y otros teólogos3. Y además, sigue diciendo el gran escritor español, “en Castilla, donde el peligro de herejía era menor, no hubo nunca tal prohibición, así vemos que Don Alfonso el Sabio, en su Grande y general historia, escrita a imitación de la Historia escolástica, de Pedro Coméstor, intercaló buena parte de los sagrados Libros traducidos o extractados en vulgar. Y en 1430, a ruegos y persuasión del maestre de Cala-trava, D. Luis de Guzmán, hizo rabí Moseh Arragel una traducción completa, notabilísima como lengua, que todavía yace inédita en la biblioteca de los duques de Alba. Esto sin contar otras muchas versio-nes, anónimas y parciales, que se conservan en El Escorial y la que hizo de los Evangelios y de las Epístolas de San Pablo el converso Martín de Lucena, a quien decían el Macabeo, a ruegos del marqués de Santillana”4.

2 Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Libro V, V (“El «Índice ex-purgatorio» internamente considerado”).

3 Ibídem.4 Ibídem.

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Creo que es indudable que esta medida, “de fuerza mayor” si se quiere, partía de un temor fundado que en algunos pasaba la raya de la exageración. Así, por ejemplo, teólogos de la talla de Melchor Cano temían que la Biblia leída por personas sencillas pudiese ali-mentar las herejías de los falsos místicos protestantizantes, los “alum-brados”, y en consecuencia insistía en negarles tal privilegio: “Por más que las mujeres reclamen con insaciable apetito comer de este fruto (leer la Sagrada Escritura), es necesario vedarlo y poner cuchillo de fuego, para que el pueblo no llegue a él”5; y también: “la expe-riencia ha enseñado que la lección de semejantes libros, en especial con libertad de leer la Sagrada Escritura, o toda o en gran parte de ella y trasladarla en vulgar, ha hecho mucho daño a las mujeres y a los idiotas [= gente sin instrucción]”6. No estaba de acuerdo santa Te-resa de Jesús, que se quejaba escribiendo: “Que tampoco no hemos de quedar las mujeres tan fuera de gozar las riquezas del Señor”, y “tengo por cierto no le pesa que nos consolemos y deleitemos en sus palabras y obras”7. En el Libro de la Vida escribe la Santa: “Cuando se quitaron muchos libros de romance, que no se leyesen, yo sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos y yo no podía ya, por dejarlos en latín; me dijo el Señor. No tengas pena, que Yo te daré libro vivo”8. Los libros de romance a que se refiere la santa eran no sólo obras de autores extranjeros de dudosa ortodoxia, sino tam-bién las de algunos espirituales españoles, como san Juan de Ávila, san Francisco de Borja, Bernabé de Palma, Bartolomé de Carranza, Luis de Granada; y también, como ya hemos indicado más arriba, la misma Sagrada Escritura.

El texto de Zumárraga, ya citado, demuestra que tal postura no era universal. Hay autores, como Menéndez y Pelayo, que minimizan

5 A. Caballero, Conquenses ilustres, II, Madrid (1871), 597, cit. por O. Steggink, Expe-riencia y realismo en Santa Teresa y San Juan de la Cruz, Madrid (1974), 169.

6 Cit. por M. Andrés, La Teología española en el siglo XVI, II, Madrid (1978), 573.7 Santa Teresa de Jesús, Conceptos del Amor de Dios, n. 8.8 Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, 25, 5, 5. Se trata del “Indice de libros prohibi-

dos”, publicado por el inquisidor Fernando de Valdés en Valladolid el 17 de agosto de 1559.

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el perjuicio causado por la prohibición entre la gente sencilla9, lo que no se condice con el “yo sentí mucho” de la santa avilense; pero quizá ésta se refería más que nada a los autores espirituales y no tanto a las Sagradas Escrituras.

De todos modos, “más adelante este rigor amansó, y aún en España vino a quedar en vigor la regla cuarta del Índice tridentino, que deja al buen juicio del obispo o del inquisidor, previo consejo del párroco o confesor del interesado, conceder o no la lectura de la Bi-blia en lengua vulgar por licencia in scriptis”10.

Como ya hemos dicho, estas prohibiciones, de todos modos, no tuvieron carácter universal. De hecho, no estuvieron de acuerdo con el rigor de los eclesiásticos españoles, los obispos italianos y fran-ceses del Concilio de Trento.

Al mismo tiempo, los misioneros en tierras gobernadas por la corona española, traducían partes de la Biblia, en particular los Evan-gelios y las Epístolas, y algunos libros del Antiguo Testamento, como el libro de Job y Tobías11. Así hicieron, en torno al 1530-1540, los franciscanos fray Arnaldo de Bassac, (tradujo las epístolas y evange-lios que se cantan en la Iglesia por todo el año), fray Bernardino de Sahagún (escribió una postilla sobre las epístolas y Evangelios do-minicales), fray Alonso de Molina (tradujo los evangelios de todo el año), fray Juan de Romanones (tradujo fragmentos de la Sagrada Escritura para ejercicio suyo y utilidad de los predicadores de indios), fray Luis Rodríguez (tradujo el libro de los Proverbios). Todos éstos lo hicieron del latín al náhuatl. Fray Maturino Gilberti, o.f.m., tradujo

9 “A decir verdad, la privación no era grande; porque ¿quién no sabía latín en el siglo XVI? Pues todo el que lo supiese, aunque fuera un muchacho estudiante de gramática, estaba autorizado para leer la Vulgata sin notas. Y el pueblo y las mujeres tenían a su disposición las traducciones en verso de los libros poéticos, que jamás se prohibieron; ciertos comentarios y paráfrasis y muchos libros de devoción, en que se les daba, primorosamente engastada, una buena parte del divino texto. Fácil sería hacer una hermosa Biblia reuniendo y concordando los lugares que traducen nuestros ascéticos” (Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Libro V, V).

10 Ibídem.11 Para los datos que siguen cf. Vital Alonso, La Biblia en el Nuevo Mundo, op. cit.,

126-131.

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parcialmente la Biblia al tarasco. Y téngase en cuenta que la Inquisi-Y téngase en cuenta que la Inquisi-ción comenzó a funcionar en América desde el 5 de junio de 1538. Precisamente, en 1572 el Santo Oficio de México hace una consulta a Fr. Alonso de Molina acerca de la versión de la Biblia a la lengua del pueblo12. A lo cual respondía el teólogo que se prohibiera a los indios el tener textos de la Sagrada Escritura sin exposición, pero no sin ella (con notas interpretativas), y que “deben gozar de ella como los otros cristianos”13. Y del mismo tenor es la respuesta de fray Domingo de la Anunciación, O.P.14 Los misioneros, pues, afirmaron con toda fuerza y claridad el lugar central que la Biblia ocupó (y ocupa) en la obra evangelizadora de la Iglesia.

De ahí que sea una gran injusticia la acusación del protestantis-mo que no se cansa de afirmar que la Iglesia prohibió la lectura de la Biblia a sus fieles, confundiendo una disposición temporal, determi-nada por serias razones teológicas y por el bien mismo de sus fieles. Como se expresa Menéndez y Pelayo: “¿A qué se reducen, pues, las declamaciones de los protestantes? Lejos de estar privados los espa-ñoles del siglo XVI del manjar de las Sagradas Escrituras, penetraba en todas las almas así el espíritu como la letra de ellas y nuestros doctores no se hartaban de encarecer y recomendar su estudio, como puede verse en los muchos pasajes recopilados por Villanueva”15.

12 Libros y libreros en el siglo XVL Publicaciones del Archivo de la Nación, México 1914. Citado por Zulaica, R., Los Franciscanos y la Imprenta en México en el siglo XVI, México (1939), 93-94.

13 “Será en detrimento de los naturales, el quitar a los ministros del Evangelio, cualquier cosa de las Escripturas arriba dichas traduzidas en la dicha lengua, atento a que la dicha lengua es muy dificultosa y difícil de aprender, y que con mucho trabajo se han traduzido en ella y declarado lo mejor que se pueda declarar en su lengua, conforme al verdadero frasis, y manera de hablar de los dichos naturales (...) Cuanto a lo cuarto que se pregunta, digo: que se prohiba y vede que los indios no tengan cosa de Sagrada Escriptura sin exposición, empero con ella me parece que deben gozar de ella como los otros xpianos” (citado en: Zulaica, R., op. cit., 94-95).

14 “Respondemos: que hablando en rigor, precisamente el libro que no se puede excusar para poderles predicar y enseñar es el de las Epístolas y Evangelios, que anda de mano, y aun éste, sería necesario corregirlo y ponerlo en más perfección de lo que comúnmente anda” (Libros y libreros, op. cit., 83-84).

15 Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Libro V, V.

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2. La Biblia pilar de la vida cristiana

Uno de los pilares del trabajo espiritual que tiene que hacer todo cristiano de modo diario y permanente es el contacto con la Sagrada Escritura, pues la Palabra de Dios hace con cada individuo lo que hace con toda la Iglesia: 1º lo hace nacer y vivir, 2º lo sostiene a lo largo de su historia, y 3º lo penetra y anima, con la potencia del Espíritu Santo16.

Como dice San Pablo a Timoteo, las “Sagradas Letras” pueden darnos “la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús” (2Tim 3, 15).

Tenemos necesidad de dedicarnos a la Sagrada Escritura.

Por este motivo, los Padres de la Iglesia fueron, como teólogos, principalmente “comentadores de la Biblia”. De muchos de ellos nos han llegado comentarios de muchos (y en algunos casos de casi todos) los libros de la Biblia. Y eso que ellos contaban con elementos muy rudimentarios para leerla, analizarla y estudiarla. Pero le dedicaban sus vidas.

El ejemplo más preclaro es San Jerónimo, quien subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los textos bíblicos: “¿No te parece que, ya aquí, en la tierra, estamos en el reino de los cielos cuando vivimos entre estos textos, cuando meditamos en ellos, cuan-do no conocemos ni buscamos nada más?” (Ep. 53, 10). Es suya la frase: “ignorar la Escritura es ignorar a Cristo”. Pero la ignora no sólo quien no la lee sino quien la lee sin estudiarla o sin tratar de entenderla.

Verdaderamente “enamorado” de la Palabra de Dios, se pre-guntaba: “¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?” (Ep. 30, 7). Así, la Biblia, instrumento “con el que cada día Dios habla a los fieles” (Ep. 133, 13), se convierte en

16 Instrumentum laboris para el Sínodo de la Palabra (2008), cap. 4.

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estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para todas las personas.

Leer la Escritura es conversar con Dios: “Si oras —escribe a una joven noble de Roma— hablas con el Esposo; si lees, es él quien te habla” (Ep. 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura hacen sabio y sereno al hombre (cf. In Eph., prólogo). Ciertamente, para penetrar de una manera cada vez más profunda en la palabra de Dios hace falta una aplicación constante y progresiva. Esto significa que debemos estudiar y comentar la Escritura a los fieles; más que otros temas.

A la matrona romana Leta le daba estos consejos para la edu-cación cristiana de su hija: “Asegúrate de que estudie todos los días algún pasaje de la Escritura. (...) Que acompañe la oración con la lectura, y la lectura con la oración. (...) Que ame los Libros divinos en vez de las joyas y los vestidos de seda” (Ep. 107, 9.12). Con la meditación y la ciencia de las Escrituras se “mantiene el equilibrio del alma” (Ad Eph., prólogo). Sólo un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden introducirnos en la comprensión de la Biblia: “Al interpretar la sagrada Escritura siempre necesitamos la ayuda del Espíritu Santo” (In Mich. 1, 1, 10, 15).

Así pues, san Jerónimo, durante toda su vida, se caracterizó por un amor apasionado a las Escrituras, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles. A una de sus hijas espirituales le recomenda-ba: “Ama la sagrada Escritura, y la sabiduría te amará; ámala tierna-mente, y te custodiará; hónrala y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus collares y tus pendientes” (Ep. 130, 20).

La tradición se continuó con la misma fuerza entre los teólogos medievales: “el teólogo medieval, decía Vosté, siempre se dedicaba a la Biblia, pensaba la Biblia, predicaba la Biblia”17. Hablando sobre Santo Tomás, el P. Congar tiene este elocuente elogio: “Santo Tomás

17 Vosté, J.M., Sanctus Thomas Aquinae Epistularum S.Pauli interpres, Angelicum 19 (1924), p. 260.

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jamás enseñó la Suma, pero consagró la primera hora del día, aquella en que la atención está aún fresca, la ‘hora de Prima’, a comentar el Texto sagrado. Así, en el mismo tiempo en que las cuestiones dialé-cticas se desarrollaban por sí mismas, la Escolástica encontraba un equilibrio en el contacto directo con la Palabra de Dios, no solamente para evocar algunos textos como argumentos, sino para hacer un comentario sistemático y continuo”18.

Debemos, pues, examinar con toda sinceridad cómo es nuestra relación con la Sagrada Escritura: nuestro amor y nuestro trato coti-diano. ¿Cuántas veces hemos leído la Biblia completa? ¿O los Evan-gelios, por lo menos? ¡Cuántas cabezas quizá se bajen con vergüenza ante esta pregunta!

Siendo la Sagrada Escritura, Palabra viva y eficaz de Dios, el trato familiar y profundo con la misma es eficazmente reparador y santificante. Si no nos dice nada, es por nuestra superficialidad. De-bemos tener con la Biblia un trato más profundo del que solemos: debemos no sólo leerla sino estudiarla; si es posible, leer comentarios sobre ella (siempre que nos conste que son buenos y concordes con la sana doctrina católica); quienes tengan más luces, deberían animarse a enfrentar los libros especializados que nos introducen en ese mundo misterioso, especialmente bajo la guía segura del magisterio y de los grandes padres y teólogos, con mucho tiento para no caer desbarran-cados en la crítica racionalista.

Y en particular, los sacerdotes deberían tomar consciencia que son “explicadores de la Sagrada Escritura”; comentadores, aunque más no sea para su provecho personal y el de sus feligreses.

Este contacto se puede realizar de diversas maneras: por la lectura espiritual, por el estudio, por la meditación y por la lectio divina.

18 Congar, Yves, La foi et la théologie, 1962, pp. 242-243.

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3. La lectura espiritual de la Sagrada Escritura

La ‘lectura espiritual’ es la lectura de libros místicos y tratados espirituales, en los que buscamos no sólo el conocimiento de las cosas espirituales sino principalmente el gusto y el afecto de las mismas.

La lectura espiritual tiene cuatro fines principales: alimentar el alma, elevar el corazón a Dios, ayudar de modo preparatorio a la ora-ción y fomentar el recogimiento interior. Evidentemente no cualquier libro sirve de lectura “espiritual”, pues no todos los escritos producen tales frutos. La Sagrada Escritura es, en tal sentido, el libro básico de la ‘lectura espiritual’, aunque no sea el único (pueden alcanzarse esos frutos con los escritos espirituales de los Padres, y de los ‘maestros espirituales’ de la época medieval y moderna).

“La Iglesia, dice el Catecismo, recomienda insistentemente a todos los fieles... la lectura asidua de la Escritura para que adquieran «la ciencia suprema de Jesucristo» (Flp 3,8), «pues desconocer la Es-critura es desconocer a Cristo» dice San Jerónimo”19.

La lectura espiritual nos ayuda a adquirir conocimientos espi-rituales, es la base de nuestras convicciones de fe y el estímulo para una entrega generosa a Dios.

Una lectura corrida de la Sagrada Escritura, sea de toda la Bi-blia o de algún libro en particular, se encuadraría en esta categoría. Es muy importante, por cierto.

Muchos católicos no leen la Biblia porque la consideran una lec-tura demasiado “larga” o “empeñosa”. Y lo es; pero no tanto como parece. Téngase en cuenta que si cada día leyéramos cuatro capítulos de la Biblia, terminaríamos de leerla completamente en menos de un año (más precisamente en once meses).

19 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 133.

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A quien quisiera leer la Biblia de corrido, especialmente si es la primera vez que lo hace, le recomendaríamos un orden particular: se debe comenzar por el Nuevo Testamento (pues éste ilumina al Anti-guo), ante todo por los Evangelios, luego los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas de San Pablo y de los otros apóstoles; finalmente el Apocalipsis. Recién después de haber leído el Nuevo Testamento, conviene embarcarse en la lectura del Antiguo, la cual puede hacerse en el mismo orden en que están publicados los libros en nuestras Biblias.

Es siempre muy recomendable leer las introducciones que nos sitúan en el contexto histórico y en la mente del autor inspirado; la-mentablemente muchas versiones tienen introducciones contagiadas de ideas racionalistas20.

4. El estudio de la Sagrada Escritura

Discutiendo con los fariseos, Jesús les echa en cara su poco entendimiento de la Biblia; no les critica su falta de lectura, sino su leer sin entender: “¿No habéis leído lo que hizo David cuando sintió hambre él y los que le acompañaban...? ¿Tampoco habéis leído en la Ley que en día de sábado los sacerdotes, en el Templo, quebrantan el sábado sin incurrir en culpa? ... Si hubieseis comprendido lo que significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio...” (Mt 12, 3-7).

Si no estudiamos, también nosotros leeremos sin entender.

El estudio se orienta particularmente a la inteligencia de la per-sona. Un estudio más científico es el interesado principalmente en las cuestiones técnicas, gramaticales, históricas, geográficas, literarias, etc., de la Biblia. Es muy útil e importante. Tal vez no todos están llamados a esta tarea; el sacerdote, al menos, debería hacer el intento

20 La mejor versión en Argentina es la Biblia de Mons. Straubinger. También son buenas la Biblia de Jerusalén (no tanto sus notas e introducciones en las últimas ediciones), la de Nacar-Colunga, la de Nieto y otras. No recomiendo la Biblia Latinoamericana.

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de tener un conocimiento científico de la Sagrada Escritura. Y los fieles, no harían mal, por lo menos en desearlo, como leemos en las hermosas palabras de Santa Teresita del Niño Jesús: “¿No resulta triste ver, en la misma Sagrada Escritura, tantas diferencias de traduc-ción? Si yo hubiese sido sacerdote, habría aprendido el hebreo y el griego, y no me habría contentado con el latín, y así habría podido conocer el verdadero texto dictado por el Espíritu Santo”21.

La Sagrada Escritura debe ser estudiada (y leída, se entiende) dentro de la Iglesia. Es decir, en la gran tradición de la Iglesia y bajo la guía auténtica y segura del magisterio de la Iglesia. ¡He aquí la gran deuda de la teología contemporánea que ha protestantizado la lectura y el estudio de la Biblia, sumergiendo en el caos y en los extravíos más serios al mundo católico!

No obraron así los santos. Por ejemplo, la gran Santa Teresa de Jesús no desea más que interpretar el Cantar de los Cantares “no saliendo de lo que tiene la Iglesia y los santos”22. Y por este motivo busca a los “grandes letrados”, porque “Dios los [sos]tiene para luz de su Iglesia”23. Y desea ardientemente “siempre procurar ir confor-me a lo que [sos]tiene la Iglesia, preguntando a unos y otros... que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar –aunque viese abiertos los cielos– un punto de lo que [sos]tiene la Iglesia”24. Esta intuición teresiana nos recuerda que el Magisterio tiene “la misión de garantizar la auténtica interpretación, y de indicar, cuando sea nece-sario, que tal o cual interpretación particular es incompatible con el evangelio auténtico”25.

San Juan de Ávila, comentando aquel versículo del Salmo Audi filia que dice “inclina tu oído” (Et inclina aurem tuam) lo aplica princi-

21 Santa Teresa del Niño Jesús, Últimas conversaciones, 4.8.522 Santa Teresa de Jesús, Conceptos de amor de Dios, 1, 8.23 Santa Teresa de Jesús, Moradas, 5, 1, 6.24 Santa Teresa de Jesús, Vida, 25, 12.25 Pontificia Comisión Bíblica, La Interpretación de la Biblia en la Iglesia, III B, 3. Cf. tam-

bién Dei Verbum 10: “la función de interpretar auténticamente la palabra de Dios, transmitida por la Escritura o por la Tradición, sólo ha sido confiada al magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en nombre de Jesucristo”.

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palmente de la Sagrada Escritura contraponiendo el “inclinar el oído” al “arrimar la vista”. Esto último ocurre, según el santo, cuando el co-razón quiere entender los misterios del libro sagrado con sus propias luces; quiere, precisamente, “ver”, que todo sea luz para él, y no se resigna a tener que caminar en la penumbra del misterio. Pero en es-tos caminos, el que quiere caminar por sus propias luces, se condena a la ceguera: “...muchos... porque se arrimaron más a la vista que a inclinar la oreja, tornóseles la luz en ceguedad y tropezaron en luz de mediodía como si fuera tinieblas”. No anatematiza el santo el sano intento de penetrar la Palabra divina; todo lo contrario, como lo de-muestran sus propios y eximios comentarios; pero fustiga la preten-sión de que en este terreno el oído, es decir, la docilidad del corazón a la guía segura del Magisterio y de la Tradición, no sea el principal y determinante referente: “Y habéis de mirar que la exposición de esta Escritura no ha de ser por seso o ingenio de cada cual, que de esta manera qué cosa habría más incierta que ella, pues comúnmente suele haber tantos sentidos cuantas cabezas [es decir, cada intérprete le haya un sentido diverso], mas ha de ser por la determinación de la Iglesia católica, a interpretación de los santos de ella, en los cuales habló el mismo Espíritu Santo, declarando la Escritura que habló en los mismos que la escribieron. Porque de otra manera, ¿cómo se pue-de bien declarar con espíritu humano lo que habló el Espíritu divino? Pues que cada Escritura [es decir, cada pasaje de la Sagrada Escritura] se ha de leer y declarar con el mismo espíritu con que fue hecha26. Y aunque a toda la Escritura de Dios hayáis de inclinar vuestra oreja con muy gran reverencia, mas inclinadla con muy mayor y particular devoción y humildad a las benditas palabras del Verbo de Dios hecho carne, abriendo vuestras orejas del cuerpo y del ánima a cualquier palabra de este Señor, particularmente dado a nosotros por maestro, por voz del eterno Padre que dijo: Este es mi amado Hijo en el cual me he aplacido, a él oíd. Sed estudiosa de leer y oír con atención y deseo de aprovechar estas palabras de Jesucristo. Y sin duda hallaréis

26 El Catecismo dice sobre este mismo tema: “Pero, dado que la Sagrada Escritura es ins-pirada, hay otro principio de la recta interpretación, no menos importante que el precedente, y sin el cual la Escritura sería letra muerta: ‘La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita’” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 111)

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en ellas una excelente eficacia que obre en vuestra ánima, la cual no la hallaréis en todas las otras que desde el principio del mundo Dios ha hablado ni ha de hablar hasta el fin de él”27. Y añade poco más adelante: “Y contra esta Iglesia no os mueva revelación ni sentimien-to de espíritu, ni otra cosa mayor o menor, aunque viniese ángel del cielo a lo decir, porque como dice San Pablo, esta Iglesia es columna y firmamento de la verdad, y mora en ella el Espíritu Santo, que ni engaña ni puede ser engañado”28.

5. La meditación de la Sagrada Escritura

Meditación de la Sagrada Escritura es lo que también podemos llamar “estudio sapiencial”. Lo entiendo como una lectura o estudio sencillo de la Sagrada Escritura, que puede consistir, quizá, en leer tratando de entender cada expresión, de sacarle todo el fruto que se pueda, todas las aplicaciones personales a la propia vida. A veces puede uno servirse de los comentarios de otros autores, especial-mente de los Santos Padres y de otros teólogos reconocidos por la Iglesia.

Se entiende que la meditación apunta a una comprensión es-piritual de la Sagrada Escritura. La distingo de la “lectio divina” en

27 San Juan de Ávila, Audi filia, al verso Et inclina aurem tuam. Las notas entre corchetes son explicaciones nuestras.

28 El Catecismo enseña al respecto (nn. 84-87): “El depósito sagrado de la fe (depositum fidei), contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura, fue confiado por los após-toles al conjunto de la Iglesia. Fiel a dicho depósito, todo el pueblo santo, unido a sus pastores, persevera constantemente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones, de modo que se cree una particular concordia entre pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida. El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo, es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma. El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar solamente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído. Los fieles, recordando la palabra de Cristo a sus apóstoles: ‘El que a vosotros escucha a mí me escucha’ (Lc 10,16), reciben con docilidad las enseñanzas y directrices que sus pastores les dan de dife-rentes formas”.

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cuanto esta no se detiene tanto en las palabras o versículos particula-res sino que se apoya más en textos más o menos largos y además se hace siempre en un ambiente de oración, mientras que la meditación pienso que puede hacerse “a caballo” entre la oración y el estudio bíblico.

La meditación tiene como fin “nuevas luces y sentidos ocultos y misteriosos”, en el decir de Teresa del Niño Jesús: “Lo que me sustenta durante la oración, por encima de todo es el Evangelio. En él encuentro todo lo que necesita mi pobre alma. En él descubro de continuo nuevas luces y sentidos ocultos y misteriosos”29. Y añade: “Jesús me guía momento a momento y me inspira lo que debo decir o hacer. Justo en el momento en que las necesito, descubro luces en las que hasta entones no me había fijado”. Y en carta al P. Roulland llega a escribir: “A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales en los que la perfección se presenta rodeada de mil estorbos y mil trabas y cir-cundada de una multitud de ilusiones, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me diseca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada Escritura. Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes in-finitos, la perfección me parece fácil: veo que basta con reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios”30.

La meditación de la Biblia puede hacerse de muchas maneras, pues hay métodos de meditación diversos según sean sus autores (san Ignacio, san Juan de Ávila, santa Teresa, etc.). También puede uno servirse, para meditar los textos sagrados, de la búsqueda de los “sentidos bíblicos” cuya tradición se remonta al siglo IV, y que fue sintetizado, al parecer, por Agustín de Dacia (hacia el 1286), en aquel díptico:

Littera gesta docet, qui credas allegoria,Moralis quid agas, quo tendas anagogia.

29 Santa Teresa del Niño Jesús, Historia de un alma, ms. A 83v.30 Santa Teresa del Niño Jesús, Cartas, n. 226.

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La letra enseña los hechos, lo que debes creer, la alegoría,el sentido moral lo que debes hacer, y dónde tender la anago-

gía.

Propiamente hablando se trata solamente de dos sentidos: el literal y el espiritual; pero este último se divide en tres, dando así cuatro sentidos.

El sentido histórico o literal es el sentido estricto y objetivo de las palabras: lo que las palabras dan a entender de forma literal. Es el fundamento de toda interpretación, y los demás sentidos podrán considerarse válidos en la medida que se apoyen sobre éste y no lo contradigan, de otro modo, caeríamos en el alegorismo arbitrario31.

Pero la Sagrada Escritura, por tener como autor al mismo Dios, quien no sólo se sirve de palabras, como los poetas, sino también puede acomodar hechos y acontecimientos para manifestar sus mis-terios, tiene también un sentido más profundo, que es llamado, por eso, espiritual. Este es triple:

El primero se denomina sentido alegórico, y es aquel por el cual las realidades del Antiguo Testamento son figura del Nuevo; es el sentido de la historia de Israel, por el que todo el pueblo de Israel fue profético y figurativo de lo que sería la vida de Cristo. Dice el Ca-tecismo: “El Nuevo Testamento tiene que leerse a la luz del Antiguo [Testamento]. La catequesis de los primeros cristianos empleaba en forma permanente el Antiguo Testamento. Como expresaba un anti-guo dicho, el Nuevo Testamento yace oculto en el Antiguo Testamen-to y este se revela en el Nuevo”32. Así, por ejemplo, el paso del mar Rojo significa la victoria de Cristo y el bautismo; el cordero pascual, el sacrificio de la cruz, etc.

31 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 116.32 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 129.

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Tenemos, luego, el sentido anagógico, por el cual las realidades del Nuevo Testamento son figura de las realidades futuras; así, por ejemplo, la Iglesia en la tierra es signo de la Jerusalén celeste.

Y, finalmente, el sentido moral o tropológico, por el cual los hechos de Cristo son modelo y figura de lo que debemos obrar no-sotros los cristianos, como lo expresa ya san Pablo: “Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos” (1Co 10, 11).

La búsqueda de estos sentidos en la oración, pueden hacer de ella una meditación fructífera que nos podría llevar a experiencias semejantes a la del beato Manuel González desde su destierro en Gibraltar: “Me ocurre con la contemplación del Evangelio algo de lo que me ocurre con la contemplación del mar. El mar y el Evangelio contemplados en conjunto me abruman, con su grandeza me dejan en suspenso el pensamiento y como paralizados los sentidos. El mar a los poetas hace decir muchas cosas; a mí me hace enmudecer... ¡Cuántas tardes y cuántas mañanas de estos mis días de destierro de la patria siento ese aplanamiento ante esta inmensidad de agua azul o brumosa del estrecho de Gibraltar! Pero lo que me oculta la masa me lo sugiere el pormenor... La figura caprichosa que forma una roca besada o lamida por la ola que va y viene, el juguete de las aguas con la lanchita pescadora que sube y baja como un gigantesco columpio, los matices y cambiantes de brillos y colores que ponen en la superficie del agua las nubes del cielo, los peñascos que oculta, y las distintas direcciones de los vientos; ¡cómo entretienen y hablan y sugieren comparaciones éstos y otros innumerables pormenores del mar! Algo de eso, decía, me ocurre con el Mar de luz, de santidad y de belleza que se llama Evangelio; el conjunto me cierra los labios, me achica y casi anonada; el pormenor me eleva y dispone a contemplar sin mareo y sin perplejidad los tesoros y maravilla que encierra”33.

33 Beato Manuel González, Partículas del Evangelio.

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6. La “lectio divina”

La lectio divina o lectio sacra aparece mucho en la literatura patrística de los siglos IV y V34. San Jerónimo dice, por ejemplo: “que el alma se alimente cotidianamente en la divina lectura” (mens quotidie divina lec tione pascatur); y San Ambrosio, hablando de un cristiano dice que “está dirigido al alimento de la divina lectura” (divi-nae pabulo lec tionis intentus). Alcuino, decía: “como la luz alegra los ojos, así la lectura [sagrada] el corazón” (Sicut lux laetificat oculos, ita lectio corda).

Los monjes la convirtieron en una fuente principal de oración.

El término lectio no puede reducirse a su traducción literal de “lectura”, aunque nos vemos obligado a usar esta expresión; en reali-dad le queda chica. Tampoco corresponde a “estudio”, si se entiende éste como actividad científica o cultural, de la que ya hemos hablado antes. Podría cuadrarle mejor el de “meditación” siempre y cuando no se lo confunda con la meditación sistemática tal como se practica especialmente a partir de San Ignacio de Loyola, o como la hemos referido en el punto anterior. En mucho se aproxima a la contempla-ción adquirida que describen los autores espirituales.

En cuanto a la expresión divina, indica dos cosas: que tiene por objeto la Palabra de Dios, y que es una lectura hecha en la intimidad del diálogo entre el hombre y Dios.

Teniendo en cuenta estas cosas, Louis Bouyer la definió como “una lec tura personal de la palabra de Dios, mediante la cual nos esforzamos por asimilar su substancia; una lectura que se hace en la fe, en espíritu de oración, creyendo en la presencia actual de Dios que nos habla en el texto sagrado, mientras nos esforzamos por estar nosotros mismos presen tes, en espíritu de obediencia y de completa entrega tanto a las promesas como a las exigen cias divinas”35.

34 Cf. H. De Lubac, Exégése médiévale. Les quatre sens de l'Écriture, París (1959), I, 82-84.

35 L. Bouyer, Parola, Chiesa e Sacramenti nel Protestantesimo e nel Cattolice simo, Bre-scia (1962), 17.

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La convicción fundamental de fe que guía este modo de acer-carse a la Sagrada Escritura es la expresada, entre otros, por Adal-gero: “cuando oramos, nosotros hablamos con Dios; cuando leemos (lectio) Dios habla con nosotros”36. También San Jerónimo decía: “oras, hablas con el Esposo; lees, Él te habla a ti”37. Esto implica:

a) Que se tiene un sentido vivísimo de la trascendencia de la Palabra divina: es “carta venida del cielo”, ante la cual todo lenguaje humano empalidece. Se la cali fica como divina pagina, sacra pagina, perennis pagina, etc. Se dice que nos permite “beber en la fuente del conocimiento de Dios”; que es un “beso de eterni dad”, que preludia la contemplación del cielo.

b) La convicción de que la Biblia es un libro actualmente vivo y operante. Bajo las fórmulas, está la presencia misteriosa de Dios que me interpela. Escu chando sus palabras “es como si viese su propia boca”38. Por tanto, Dios inspira siempre al que la lee con fe. La palabra “es fecundada milagrosamente por el Espíritu”, que continúa animándola con su soplo y asegura su juventud perenne. No sólo transmite un mensaje, una doctrina, sino que además es una presencia, es alguien (de aquí que la consideremos un modo de contemplación). Es el acto con que Dios me busca, se revela a mí y exige que me comprometa con Él. De ahí que se diga que la lectura de la Sagrada Escritura tiene una eficacia salvífica: en ella “se bebe la salvación”39.

Más aún, las palabras de Dios se hacen palabras nuestras. Por eso en la Historia de un alma, Santa Teresita transcribe palabras que dice Jesús en el Evangelio de San Juan pero aplicándoselas ella mis-

36 “Cum oramus, ipsi cum Deo loquimur; cum vero legimus, Deus nobiscum loquitur” (Adalgero, Admon. ad Nonsuindam reclus., c. 13: PL 134,931C).

37 “Oras, loqueris ad Sponsum: legis, ille tibi loquitur” (San Jerónimo, Epist. 22,25: PL 22,471)

38 San Gregorio Magno, Moral. xvl, 25,43: PL 75,1142.39 Regula Ferioli o Ferrioli Uzeticensis 22, en Holstenius, Codex Regularum I, ed. anastá-

tica, Graz (1957), 156.

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ma; son aquellas: “Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo y que el mundo sepa que tú los has amado como me has amado a mí”. Y añade: “Sí, Señor, esto es lo que yo quisiera repetir contigo antes de volar a tus brazos”. Pero inmediatamente se pregunta si no está exagerando al dirigir al Padre con sus propios labios, lo que fue dicho en realidad por Jesucristo, y reflexiona con estas valiosas palabras: “¿Es tal vez una temeridad? No, no. Hace ya mucho tiempo que tú me has permitido ser audaz contigo. Como el padre del hijo pródigo cuando hablaba con su hijo mayor, tú me dijiste: ‘Todo lo mío es tuyo’. Por tanto, tus palabras son mías, y yo puedo servirme de ellas para atraer sobre las almas que están unidas a mí las gracias del Padre celestial”40. ¡Tus palabras son mías! Esa es la mejor explicación de este valor actual y operante que debe tener para nosotros la Palabra de Dios.

c) Que hay una visión unitaria: toda la Biblia converge en Cris-to: “Toda la Escritura divina es un solo libro, y este único libro es Cristo”, dice Hugo de San Víctor41. Por eso, leer la Escritura es ir en busca de Cristo. En este sentido para Orígenes, san Ambrosio o san Bernardo la exégesis (por ejemplo, del Cantar de los Cantares) no es una técnica, sino una mística. Es hallar a Jesús: “Apenas has empezado a recorrer el códice y ya has encontrado a quien amas”, decía el ermitaño Guillaume Firmat.

Cómo se realiza. Los pasos característicos de una lectio divina fructuosa son:

a) Ante todo, es necesario preparar la “lectura” por medio de la ascesis. Como en la parábola del sembrador, la semilla no dará su fruto si no cae en terreno fértil. Por eso, para que esta lectura dé fruto debe ser preparada por medio de un trabajo que desemboque

40 Santa Teresa del Niño Jesús, Historia de un alma, Ms C 34v; cf. Ms A 55v; Cta. 258.

41 Hugo de San Víctor, De arca Noe mor., II, 8: PL 176,642.

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en la “pureza del corazón” (puritas cordis); esto es, en la ausencia de todo afecto hacia las cria turas que distraiga del amor de Dios y del sen tido de su presencia. Es libertad total en orden a una dedicación total a Dios. Sólo a quien la ha alcanzado, Dios se revela plenamen-te. Decía San Bernardo: “La Verdad no se muestra a los impuros”42. La pureza vuelve tersa y transpa rente la mirada contemplativa. Por tanto, hay que leer la Sagrada Escritura con ánimo de convertirse y hay que querer convertirse para poder entender la Sagrada Escritu-ra.

b) Además, puesto que el objetivo es un conocimiento vital, es nece sario que la lectura se sitúe en un clima de oración. “Hay que orar para entender” (la Escritura), dice san Agustín43. La oración a su vez exige un sosegado esfuerzo de recogimiento: no es posible ponerse “en religiosa escucha” si no es en un clima de silencio y de calma interior, que haga confluir en la escucha todas las energías del ser.

c) Finalmente se trata de una lectura dialogal. Dios ahora me habla; por tanto, yo debo escucharlo. Dios me sitúa como interlocu-tor suyo; me dirige la palabra y yo puedo responderle. Este diálogo se articula en cuatro momentos fundamentales:

1º Lectio: es el primer paso, por el cual se lee con la convic-ción de que Dios está hablando. No es la lectura de un libro, sino la escucha de alguien. Es “escuchar la voz de Dios hoy”. Se trata de leer un pasaje de la Sagrada Escritura, que debe ser ni demasiado largo ni excesivamente corto. Es necesario que el texto elegido tenga cierta unidad y que haya en él un concepto clave que unifique los demás elementos. Para esto puede servir mucho seguir los textos que ofrece

42 “Impuris se Veritas non ostendit, non se credit Sapientia” (Bernardo, In Cant. serm. 62,8).

43 San Agustín, Doct. Christ. III, 37,56: PL 34,89.

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la liturgia de la Misa de cada día que están seleccionados ya con ese criterio.

2º Meditatio: se puede aplicar a este paso las palabras de Dios al profeta Ezequiel: “Alimenta tu vientre y llena tu estómago con este volumen que yo te doy” (Ez 3,3). Los medievales usaban el término pintoresco de “rumiar” (en latín rumigare) que es la acción de algunos animales que mastican por segunda vez, volviéndolo a la boca, el alimento que ya estuvo en el depósito que a este efecto tienen tales bestias. Aplicado al libro sagrado indica una especie de “replegarse” amorosamente sobre los textos, en un clima de calma contemplativa, que desemboca en una asimilación vital: la palabra entonces llega a formar parte de nosotros mismos, mode lando pensamientos, senti-mientos, vida.

3º Oratio: es la plegaria que brota del corazón al toque de la divina palabra. Se trata de rezar con las ideas que hemos encontrado en el texto bíblico, ya sea que ellas mismas nos sirvan de oración en su formulación literal (como sucede, por ejemplo, con los Salmos) o bien convirtiendo nosotros esos pasajes en oración.

4º Contemplatio: contemplar es un acto más simple que la ora-ción, pero muy rico; a él pertenecen sentimientos como el estupor, la admiración, el reconoci miento, la adoración, la confesión de las gran-deza de Dios, la alabanza. Se realiza cuando de la oración se pasa a una especie de himno de admiración, en el que el alma expresa en términos de ala banza la dulzura de lo que ha contemplado. Entre los antiguos esa última etapa de la lectio expresa una experiencia religio-sa que se parece mucho al éxtasis; una fruición que parece antici par el gozo celeste. Así Santa Teresita tomaba la Biblia, “pidiendo a Dios que me consolase, que Él mismo me respondiera”44.

Algunos elementos prácticos que se han de tener en cuenta para practicar provechosamente la lectio.

44 Santa Teresita del Niño Jesús, Últimas conversaciones, 21/26.5.11

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Ante todo, se puede hacer a cualquier hora del día y en cual-quier lugar. Para el orante lo que importa no es lo que le rodea, sino lo que rumia en su interior. Y en su espíritu puede estar rumiando la Palabra de Dios en un grupo de oración, en un reclinatorio ante el sagrario, mientras se viaja o camina por la calle. Pero evidentemente hay ambientes que favorecen una oración más fructuosa.

El primero es el silencio externo (silencio de personas y ruidos) e interno (del alma, de nuestra imaginación y emociones). Y este silencio se da privilegiadamente en la soledad. Éste sería, pues, la situación ideal. Puede ser la soledad de la propia habitación, la del apartado oratorio o la de la iglesia.

Aunque también entra entre los elementos accidentales algunos autores recuerdan la importancia (especialmente si se hace en un lu-gar que no sea un oratorio o templo) de tener ante sí alguna imagen de Cristo y de la María Virgen; incluso un cirio encendido que nos re-cuerde a Cristo luz viva y resucitada que nos habla en las Escrituras.

En la medida de lo posible, ayuda mucho una buena versión de la Biblia, con buenas y serias introducciones y notas, que puede ayudar a una mejor comprensión del texto sagrado45.

En cuanto al mejor tiempo del día para la “lectio”, puede variar para cada persona, pero siempre ayuda más el hacerlo al inicio del día o al final de la tarde.

En cuanto a la frecuencia, el ideal es la “lectio divina” diaria, pero cada persona debe juzgar cuáles son sus posibilidades. Quizá muchos no puedan hacerlo más que una vez por semana o varias. Lo que importa es que haya continuidad y perseverancia hasta hacerse el hábito de este extraordinario ejercicio de piedad.

Finalmente, respecto a la duración, cada uno ha de hallar su propia medida en el interior de su corazón, pero teniendo en cuenta que un mínimo de tiempo es necesario para poder lograr esta “ru-miadura” de la Palabra divina. Media hora parece el mínimo indispen-

45 En Argentina contamos con la excelente versión de Mons. Juan Straubinger, reciente-mente reeditada por la Universidad Católica de la La Plata.

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sable; aunque quien sólo pueda dedicarle menos tiempo, indudable-mente siempre será mejor que nada.

Lo importante es prolongar interiormente a lo largo de todo el día lo que hemos escuchado de Dios en la Escritura, volviendo las veces que sea posible a lo que Dios nos ha dicho, como una antífona interior que nos ilumina el alma. Algo así como escribe Santa Teresa: “Tengo por gran merced del Señor la paciencia que su Majestad me dio... Mucho me aprovechó para tenerla haber leído la historia de Job en los Morales de San Gregorio... Traía muy ordinario estas palabras de Job en el pensamiento y decíalas: ‘Pues recibimos los bienes de la mano del Señor, ¿por qué no sufriremos los males?’ (Job 2,10). Esto me parece me ponía esfuerzo”46. En otro lugar confiesa: “Otro tiempo traía yo delante muchas veces lo que dice San Pablo, que todo se puede en Dios (Fil. 4,13); en mí bien entendía que no podía nada. Esto me aprovechó mucho”47.

Un esquema posible para hacer la lectio divina:

1. Preparación: silencio exterior e interior.

Me pongo en la presencia del Señor: contemplo a Dios que me quiere, me acoge, me escucha, me habla.

2. Petición:

Humildemente te pido, Señor, Tú que eres la luz verda-dera y la fuente misma de toda luz, que meditando fielmente tu Palabra, viva siempre en tu claridad. Por Jesucristo, tu hijo, nuestro Señor.

46 Santa Teresa de Jesús, Vida, 5, 8.47 Santa Teresa de Jesús, Vida, 13, 3.

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3. Lectura de la Palabra de Dios:

Leo tranquilamente el texto bíblico para hoy, en comu-nión con toda la Iglesia (puedo usar el evangelio, o la prime-ra o la segunda lectura de la Misa del día; o bien cualquier texto elegido por mí). Me fijo bien en todos los detalles.

4. Reflexiones sobre el texto leído; me pregunto:

¿Que dice este texto? (personas, circunstancias, actitu-des...)

¿Qué me dice a mí, personalmente? ¿Qué me quieres decir Tú, Señor, con estas palabras? (Meditación)

¿Que te digo yo ahora, Señor? ¿Cómo podría poner lo que he leído en forma de oración? ¿Qué me enseña a pedir, lo que he leído? (Oración)

¡Quiero identificarme contigo, Señor! ¿Qué hacer? (Contemplación, iluminación de mi vida concreta)

5. Terminar con una oración; por ejemplo:

Gracias, Señor, por tu presencia y tu cercanía en este rato de oración; y por la luz y la fuerza que me has dado. Ayúdame a vivir según tu voluntad y sirviendo siempre a mis hermanos. Por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor.

7. Frutos de la oración con la Sagrada Escritura

Los frutos de la meditación y de la lectio, además del contacto más íntimo con Dios, son dos actitudes fundamentales: conversión y vida consecuente.

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Primero la conversión. Es imposible entender las Escrituras si uno quiere seguir siempre sus propios caminos y no está dispuesto a ir por los que Dios quiera abrir precisamente por medio de las luces que nos puede dar en este modo de oración. Dice el Señor por Isaías: “mis caminos no son vuestros caminos ni los vuestros son los míos” (Is 55,10). La Palabra de Dios da discernimiento, ayuda a distinguir entre caminos y caminos. Nos ilumina y fortalece para mantenernos en el camino acertado. Nos juzga, cuando vamos por un camino equivoca-do, y nos espolea a la conversión. Sea meditando como escuchando en la “lectio divina” la Palabra de Dios, oímos una voz que nos dice: “¡Adelante!” o, por el contrario, “conviértete, cambia de camino, por el que vas no te lleva a la vida”. Nuestra actitud ha de ser como la de Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha” (1Sam 3,10). Quien hace “lectio divina” de modo habitual, escuchará la Palabra e irá recibiendo con Ella el don del discernimiento y la fuerza interior de la rectificación y de la conversión permanente, la “segunda conver-sión” de que habla la tradición monástica. Porque no olvidemos que “el justo cae siete veces al día”. Gracias al discernimiento hallaremos siempre el camino justo, y con la fuerza que nos da el Espíritu en las Escrituras seremos capaces de seguirlo y, en caso de haber tomado momentáneamente otro, de volver rápidamente a él.

El segundo fruto que se espera de la oración con la Biblia es la traducción de la Palabra en palabras y en vida. La “lectio” impulsa con gran dinamismo a hacer vida lo que se ha “leído” y a hacer partí-cipes a los demás de lo que el Espíritu le ha regalado en la “lectura”. Sin repercusión en el entorno vital, sea ésta evidente u oculta, no hay verdadera “lectio divina”. A la vez que hacemos “lectio divina”, ésta nos hace, nos construye interiormente, nos fragua en nuestra identidad, nos evangeliza, nos cristifica. Así el horizonte de la propia existencia se funde con el horizonte del texto sagrado en el tejido, denso y a veces intricado, de la vida cotidiana.

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Conclusión

El Catecismo cita las palabras de la Dei Verbum que dicen: “Es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura”48. Más aún, la Sagrada Escritura puede sanar el alma de sus heridas y preservarla de sus en-fermedades, pues, como decía San Jerónimo: “Ama la ciencia de la Escritura, y no amarás los vicios de la carne” (Ep. 125, 11).

Creo que es una deuda que muchos católicos todavía tienen pendiente, y por la cual pierden tantas riquezas de la vida espiritual, ya que, como dice Santa Teresa en su prólogo a los Conceptos de Amor a Dios, “algunas veces da el Señor tanto a entender...”. Y el beato Manuel González: “Las palabras de la sagrada Escritura, por ser de Dios encierran destellos de sabiduría de Dios, que mientras más se leen y meditan más luz dan”.

Es sobre la Sagrada Escritura y sobre la Eucaristía, como dos pilares fundamentales, que se edifica nuestra vida espiritual, se nutre, crece y madura: “la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo”49. Porque “en la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza, porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la ‘Palabra de Dios’ (1 Ts 2,13). En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos”50.

48 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 131.49 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 103.50 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 104.

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Miguel Ángel Fuentes

Por todo esto, san Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepo-ciano: “Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que el Libro santo no se caiga nunca de tus manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar” (Ep. 52, 7). ¡Probemos de vivirlo también nosotros!

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Índice

1. ¿Un libro prohibido para los fieles? 3

2. La Biblia pilar de la vida cristiana 9

3. La lectura espiritual de la Sagrada Escritura 12

4. El estudio de la Sagrada Escritura 13

5. La meditación de la Sagrada Escritura 16

6. La “lectio divina” 20

7. Frutos de la oración con la Sagrada Escritura 27

Conclusión 29

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8 de Septiembre de 2009Fiesta de la natividad de la santisima virgen María

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