RobeRto López MoReno
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confabulario
RobeRto López MoReno que tocamos, lo que respiramos entre la urna y el esca-
ño. En honor a tal legalidad, debo tener esos 68 años
de los que hablé al principio. Si me asomo al espejo
así mismo lo grita desesperanzadamente el inquirido
lunario. Entonces, ¡oh tremendo desconcierto!, enton-
ces, ¿quién es éste; este niño de agosto que en el siglo
XXI está escribiendo estas infantiles letras, justo hoy,
día once (¿lunes-domingo?) de 1942, entre el dolor del
riñón derecho, la sonda en el pájaro y la roja hinchazón
de su pie izquierdo?...
¿Albur de los calendarios? Lo cierto es que nací un once
de agosto chiapaneco. En este 2011 debo tener 68 años
de edad pisando sobre la ciudad de México; pero ¿y
si en el 68 nací de nuevo? Entonces, si así fue, tengo,
mientras llega octubre, 42 años, yo, el que en el 42 hizo
que fuera manchada con tinta negra, a dos caras, una
hoja tamaño oficio. En mi país todo es justo, veraz, la
corrupción no existe, legal es todo, lo que miramos, lo
Luis Alberto Ruiz
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peRLa SchwaRtz Desterrada de su cabello,
deambula por la vida
con el portento
de una fiera yegua,
trasgrede la sumisión.
Es una mujer que se asume
en su circunstancia,
no doblega su rebeldía,
su espíritu se alimenta
de los claroscuros de la luna.
La mujer des-cabellada
adquiere del viento
esa fuerza telúrica
que le hereda
el poderío de una hechicera
capaz de conjurar
los atavismos.
Su corazón fluctúa
entre la razón
y la sin razón.
Libre de ataduras
una mujer des-cabellada
sobrevuela,
ha encontrado a la otra
que la habita. Juan Román Del Prado
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MaRgaRita RíoS-FaRjat*Juego del viento
El viento juega a las horas amarillas
juega a las casas de las sombras
a las cosas escondidas
Nos llena el tablero de lejanías
El viento arrastra ramas sobre su cara
arranca las venas de la hoja
y de la hoja la mirada
Nos mira el horizonte en la distancia
Arranca el viento recuerdos al ojo
y se nos caen las hojas secas
los pasados días de oro
Se esparcen recuerdos en la hojarasca
El viento juega a los segundos aires
nos jala de una luz ligera
y nos sopla sobre el tiempo
Y entonces el destino juega un poco
La reina
La vida la puso en su lugar
en el escaque más oscuro
frente al radiante alfil de la acechanza
Poemasla reina vulnerable
de rodillas dando cuentas
Un filo de conciencia arde sobre ella
qué reina más desconcertante
ya no se conoce
quisiera deshacer los movimientos
pedir perdón por todas partes
qué caminos más sembrados
de negras exigencias
en realidad no quería asustar a nadie
el destino juega los papeles
pero debe poner cara de reina
aceptar el paredón de los rabiosos
aceptar el castigo de jugársela
de ser espada de fuego
la espada primera del rey que se esconde
viento vociferante
la provocadora oficial de tempestades
El caballo
Extraña
el carrusel y sus niños sin tiempo
extraña la simple bandera del aire y el sube
y baja circular de la fortuna.
Pero los reyes están en disputa
y le han mandado traer desde la infancia:
en realidad no es caballito de feria aunque prefiera
las vueltas de colores y los lúdicos espejos y jugar
a la inocente monotonía en vez de ser llamado a la milicia
a los aires silenciosos de alta escuela
a las reglas del cuadrado a jugar en serio.
No, no es caballito de feria ni en el carrusel del ajedrez:
cimbra y siega de golpe el tablero
y nadie respira
cuando avanza.
El enroque
Agazapado tras el enroque el rey cavila, se da cuenta.
repasa los hechos del escaque contiguo, rodeado de cinta
[amarilla.
Sus enemigas son las negras pero los ojos de las blancas
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Le habló de energías detenidas,
de ríos internos buscando su cauce,
ríos revueltos y estancados.
Indígena del alto cerro mexicano
sabe cosas de alta vida.
En la vida está la magia, lo sabemos,
pero él conoce algunos ritos: es chamán.
La piedra es símbolo, fluyen los ríos.
Mira hondo con los ojos cerrados
y mira también con el tacto
con los ojos sabios de la mano.
La piedra es símbolo: fluye al fin
el ojo calmo del espíritu.
* Del libro Cómo usar los ojos, de Margarita Ríos-Farjat, coedición
de Conarte (Nuevo León) y Editorial Bonobos (Estado de México),
en prensa.
le miran con castigo. El rey se asusta, se da cuenta.
El rey devuelve las miradas, “me mueve la mano de Dios”.
Peritos y forenses dictaminan el inútil sacrificio de la torre,
para qué enrocarla sin motivo, para qué gastarla así
y ponerse en interdicto ante las negras. Era buena pieza,
casi una dama en el tablero y feroz en las batallas.
La torre y el rey nunca son iguales: la que vale más
tiene el menor valor. La mano del destino para ambas
es la misma pero a una la ciega ser el rey
y corre a ponerse la corona en lugar de la cabeza.
El rey se da cuenta, tarde. Su ambición
es una derrota anticipada, un suicidio tardío.
Chamán
El chamán le dijo “eres tú misma”
y sacó de su boca una piedrita,
un pequeño cuarzo blanco.
Irene Arias
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RobeRto bañueLaS*
modesta de las carpas. Ahí, en estuche-prisión de cristal
tallado se exhibía, diminuta y reluciente, LA EXCEPCIÓN
DE LA REGLA.
Ronda de sicarios
Sabía que despierto podría luchar contra los enemigos
-desconocidos o disfrazados- que en sueños lo perseguían
en la cita puntual de cada noche, los cuales emergían del
fondo oscuro de una calle abandonada de durmientes
protegidos con puertas de doble aldaba, llegaban hasta el
farol de la esquina y ahí hacían brillar la impaciencia de
sus puñales. Otras veces, de camino obligado a casa, era
atacado por una pandilla capitaneada por un contrahecho
con gafas trifocales que, sin mirarle de frente, daba una
señal para que todos vociferaran su repertorio de maldi-
ciones que escupían en forma de saurios irritados.
Durante la última pesadilla, a pesar de la debilidad
dolorosa de sus piernas, intentó cruzar una gran avenida,
pero cientos de automóviles (sin distinción de marcas o
modelos) se arrojaban contra él en representación de sus
infames perseguidores. En un esfuerzo nutrido de pavor,
saltó para esquivar la embestida de un coche nuevo paga-
do a plazos y, para no escapar a una desgracia establecida
por el destino, fue atropellado por un destartalado V.W. al
que, según dijo el estudiante de canto que lo conducía, le
fallaron los frenos. Oyó voces y pensó, atrapado todavía
en el sueño, que los curiosos se acercaban para ver al
herido que se convulsionaba. Gimiendo de dolor, en la
soledad formada por la lejanía de amigos y parientes,
abrió los ojos y reconoció, a pesar de las máscaras y de
las voces fingidas, a los enemigos que se integraban a la
vida diaria de abyectas simulaciones.
Intercambio de eslabones
Cuando el hombre (el más inteligente y voraz de los
depredadores) estaba acabando con las selvas, los monos
(sus más resignados parientes) optaron por emigrar hacia
las ciudades más cercanas a los restos de su hábitat.
Transcurridos algunos años de penosa adaptación y lento
aprendizaje, muchos de los inmigrantes adquirieron, en
La fuerza del destino
Los caballos, concentrados en el motor de ocho
cilindros, se desbocaron al sentir la recta pro-
longada de la carretera y Ambrosio, conductor
nostálgico de auto prestado, no pudo controlarlos. Asido
con desesperación al volante forrado de piel, visualizó en
un instante la mitad del accidente que le costó la vida a
su amiga Elisa.
Además del fallo de los frenos y de la crueldad del
destino, el juez ya dictó sentencia.
¡Esto es el fin del mundo!
Era el caos de la desesperación y la organización de la
angustia. El hombre común, el que forma y da vida a la
masa de empleados, al ejército pacífico del proletariado y
la materia prima de la carne de cañón ya había agotado
las maldiciones, las denuncias, las manifestaciones de
protesta y el recurso de invocar la ley en un Estado de
Derecho que había prometido la Justicia y otras abstrac-
ciones que ahora estallaban a cualquier hora en bombas
olvidadas en la bolsa de las compras o en algún regalo
enviado a los representantes de la delincuencia en el
poder que habían hablado de revolución triunfante y de
conquistas del mañana mientras el presente perdía la
paciencia y de las religiones se usaban, como proclamas
recién nacidas, los anatemas y las profecías de venganza
y de castigo.
Solitaria
En la gran feria, fascinante por sus prodigios y difusa por
abigarrada, fuimos pocos los curiosos afortunados en
conocer la pieza más valiosa, casi escondida en la más
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casa y de dar sepultura a un desconocido que encontra-
mos debajo de la mesa de billar.
Cuñada imposible
-Yo no sé si tu hermana es virgen o no; pero lo que a mí
me tiene cansado es que se pasa los días creyéndose lo
que no es. Si está viviendo con nosotros, digo yo, que
haga lo posible por llevar una vida normal, que trate de
entender a la gente de aquí y que no gaste las benditas
horas del día en estarse quejando como una solterona
amargada y reseca. Aunque el pueblo es chico y aquí las
muchachas se casan o se van antes de cumplir los veinte,
Celia no ha cumplido ni los veinticinco y puede encontrar
marido aquí o en el otro lado: no ha de faltar un gringo
o un chicano que se entusiasme con ella. A tiempo yo le
aclaré que con esas ínfulas que se da, en aquellos tiem-
pos, no hubiera aceptado al Señor San José porque era
el carpintero del barrio. Yo digo que la pobre no sabe lo
que quiere o no se entiende a sí misma… Lo que la tiene
con ese carácter tan agrio es que el año pasado despre-
ció a Victor porque una vez lo vio pasar en bicicleta con
los pantalones arremangados y se burló de él porque no
tenía bellos en las piernas. Y ya ves lo qué ha pasado:
lampiño y todo, se casó con la hija de don Lorenzo y ya
está compartiendo con el suegro las ganancias que deja
la farmacia… Pero no llores, Rosario; todo lo que te he
dicho es para ayudarte con tu hermnana y que la acon-
sejes bien porque si no… Chin, ahora me toca contigo…
Bueno, ya cálmate y vamonos al cine a ver la nueva del
007.
Reino lejano
Antes de proseguir su camino, cuando se vio rodeado de
tantos imbéciles que no habían comprendido ninguna de
sus parábolas, proclamó con voz tonante: “EN VERDAD
OS DIGO QUE MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO”.
Espejo interior
Ese hombre que lee poesía para eludir el retorno a otro
sueño incumplido, es tu esposo. Sin embargo, lo sientes
grupos diferenciados, actitudes de vanidad, sometimien-
to servil, elegancia afectada, simulación circunstancial,
pragmatismio cínico y mal uso del poder.
El cazador furtivo
Tenemos un amigo, detective de profesión, que no deja
de ejercer su oficio a ninguna hora. Nos ha confesado
que sufre de pesadillas, pero que éstas le han dado la
clave de la solución de muchos casos difíciles a los que
algunos colegas, desesperados por el hecho inevitable de
parecer ineptos de vocación, habían renunciado a encon-
trar la causa, el lugar y el culpable. Su charla, especie de
biografía testimonial, resulta más amena que muchas
novelas del género policíaco; pero nos disgusta que
mientras fuma su pipa o sorbe el café que le invitamos,
no deja de escrutar con la mirada el lugar en que podría
quedar escondida el arma homicida que algún día, por
amarga fatalidad, usaríamos mi mujer o yo. Y nos moles-
ta su actitud por muchas razones: somos un matrimonio
armónico, tanto racional como sexualmente; nunca pro-
vocamos una discusión con temas de religión, política o
arte moderno, y, sobre todo, ambos creemos en algunos
beneficios del divorcio.
Los viajes de la virtud
Después de haber sembrado la represión y las variantes
del temor al pecado, a lo largo de una gira de conferen-
cias, el moralista profesional regreseó a su casa de sol-
terón apócrifo, morada y laboratorio para la elaboración
continua de virtudes obsoletas y rentables.
Antes de proyectar los temas e itinerarios para la
siguiente gira, acostumbraba colocar en el reino de este
mundo el descanso y los placeres necesarios: situado
entre la fuga y la contemplación de una ambigüedad
flotante, optaba por recorrer el campo internacional y
apátrida de la masturbación ilustrada.
Excelente servicio
Después de terminada la fiesta -en las orillas de un tur-
bio amanecer- nos quedó la inmensa tarea de limpiar la
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y exaltado porque acababas de conocer a la niña que
nació esa tarde; las lágrimas brotaban fácilmente de tus
ojos maravillados, pero sin que el nudo de tu garganta se
deshiciera para expresar tu felicidad. Entraste y te pareció
prudente, o de buen gusto, o repitiendo la escena de una
película en la que tú te habías sentido el más solitario
de los espectadores, arrodillarte y llorar al borde de su
cama mientras ella te acariciaba los cabellos. Pudiste
hablar para preguntarle cómo estaba y ella, con una
sonrisa casi profesional, te contestó que muy bien, que
esa primera experiencia sería la última y que muy pronto
podría volver a bailar y cantar en los centros nocturnos
con las luces los triunfos fama relaciones admiradores
invitaciones fotografías revistas de obras son amores en
viajes coches homenajes residuos de la anestesia…. Pero
de la niña, con la turbación de padre primerizo, tú hiciste
todos los comentarios.
* Del libro inédito Los inquilinos de la Torre de Babel.
más lejano que al joven que se quedó en el otro país
con el recuerdo de tu amor. Tú paraste el juego, sabia
y fríamente, cuando te presentaron a este hombre que
no acabas de conocer. Estás habitada de recuerdos y de
frustraciones. Esta casa, con sus lujos y el ceremonial
que te rodea, no logra cancelar la prolongación doloro-
sa de aquella hora de júbilo en la playa cuando quisiste
detener el tiempo de tu dicha, junto al mar sonoro y la
tarde que todo lo cubría con su luz dorada. La tibieza
que hay en esta sala te trae un reflejo de aquel verano.
“¿Deseas algo, querida?” Agradeces y sonríes, tomas el
primer sorbo de la copa de coñac y te estremeces ante la
velocidad del viaje que has realizado de aquel pasado a
este presente. Caminas hacia el ventanal y sientes tristeza
al contemplar la nieve que cubre los campos como si la
vida fuera a quedarse congelada para siempre.
Naturaleza y ficción
Tú llegaste hasta la puerta de su habitación, agradecido
Roberto Bañuelas
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VíctoR aRgüeLLeS ÁngeLeSCorazón de la nada
Con esta moldura de letras reproduzco el sonido: como van,
sortijas de su andar a tientas, como vienen y revelan un enjam-
bre de luces olvidadas.
Esta modulación lleva signos abrasivos, demandan ser puli-
mentados.
A veces, es sólo el llanto de palabras que alguna vez atravesa-
ron témpanos.
Hoy sitiado en contracorriente vaticino tempestad; basta mirar
el tapiz del cielo para saber la prontitud del llanto, próximo a
desbandarse.
El surgimiento de la noche viene con su imprevista finitud, me
doblega y algo parece llamar a altas horas en que el sueño me
colapsa.
Viene y es el tramo del sendero caminado, y es la llama cauti-
va, inconclusa en el río; reconozco ser de todo aquello la voz
soterrada del exilio.
Cuando vuelvo acudo a tus orillas y, en este volver exhalo
corazonadas en el aire; formas cautelosas me hacen descender
al terciopelo marino. Muslos de una mar desnuda, que abrevia
con sus olas su grandeza. Infinito corazón partido de la roca.
Señal de fuerte vida
Cuando el poema arribe con su carga, pondrá su verbo en el
oído, hará surgir la voz. Situado desde ahí como zumbo de
colmena, el poema ordenará dictados, iniciará su ascenso para
reconocer su debilidad y fortaleza.
Con un lápiz siempre agudo a cada paso del desplome de las
sombras, eternizo mi otredad en los ojos abismales de todo
aquello que se acerca, que me mira: seres y cosas en total
mutismo pronto habrán de inaugurar palabras.
Con cuadernos blanquísimos recibo lluvias de signos a la tinta,
suficientes charcos arrastrarán pequeñas olas para dejarme
marcas transparentes. Escritura congénita para ser de mí:
señal de fuerte vida que no quiere ser desanudada.
Espejo de tu cicatriz
Si es sólo un espejismo. Prolongada cicatriz de ti nocturna,
Ágata púrpura bañada en el mejor de los brillos lacerantes, que
un día invoca en sus luces residuales. Tú disfrazas y ocultas en
un velamen tu principio matinal de selva acalorada. Tú desha-
ces a contrapelo mi caricia ofrecida al mejor astro de afelpado
tacto. Ocultas de mí, la luz cubierta de tu musgo acalorado,
selva vientre, vientre de terciopelo. Qué más tuerto corazón que
el ojo repite hasta el cansancio. Si es tu pálpito muchedumbre
de blasfemia, rota irías por una avenida cruzada, entrecruzada
de piernas. Rota como una pústula abreviatura de la leña, Rota
en sedienta forma de morir agazapada de quimera.
Me hundes en el párpado, tú: prolongada. Abisma en el mejor
de los conductos.
Ceniza
Transida y fría. Parda la libélula, delibera su anatomía de exqui-
sita sombra transparente. Robusta parece fenecer, robusta
hace girar su parpadeo en un dos por dos al instante sorpresivo
de su una aleta. Aleteos de parvadas mariposas. ¿Qué será…,
qué fue en su funesta vida de pasado giratorio? Vuelo y vuela.
Y vuelvo a ser de ti, papalota nocturna de mi parque y vuelvo a
ser de ti, un deseoso por llevarte como una conspiración brava
de luciérnaga en el ojo, tras los parpados. En oscuro lapso de
aguijón del paladar para escribirte mi sabor de amargo, enfer-
mo de vida, pues mi muerte la llevas tras de ti cuando parada
en mi ventana la esperanza se hace un puñado de ceniza.
El sueño
El escribiente lleva por delante una nube cargada de explosi-
vos, palabras; todas cubiertas de frío, un escudo para no ser
atravesado por las horas inexactas, estéril guiño de la herida de
la noche. Lleva el aguijón urgente en la punta; no de veneno, de
prisa por estamparse en el paraíso de la letra. Llueve, el poeta
llueve dentro de sí, y para no mojarse se ha inventado una
sombra de árbol, donde pájaros eléctricos cagan en su hom-
bro; en su cesto de poemas rotos hay fotografías de memoria
reveladas en B y N. Llueve, en la casa he dejado mis retazos,
un mar se ensancha y pretende tragarme. Cierro los parpados
y soy devorado por el sueño.
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puertas y las ventanas para que la tormenta no sacuda la
casa, para que la tormenta no nos llene de sentencias, de
cobros, de sospechas y de cartas. Antonieta querida, pero
ahora, qué decir. Los eternos incrédulos dirán, tú eres res-
ponsable. Porque la tormenta, Antonieta, también a mí me
ha alcanzado y ahora que han querido que reciba de nuevo
la pistola, he mirado hacia atrás y he visto mis sacudidas
puertas en tus ojos, Antonieta querida, y he dicho: No seré
capaz de guardar ese triste recuerdo.
La diaria decepción de no encontrar una parte en qué
divertirse. La diaria decepción de no saberse en la velocidad
de la tierra. La diaria decepción, el escalofrío diario de no
mirarse en el movimiento de la luna, alrededor del sol, en
nuestra perdida galaxia, en mis propias uñas. ¿Pani, cómo
has querido ver en mis gestos sueños que ya no existen,
futuros que arrojé con el descuido premeditado de la suici-
da? Cónsul, oh, te lo pido, te lo ruego, no me pidas ahora
que piense en mi padre, no quiero pensar ni en ángeles,
ni en Méxicos. Las avenidas posibles ahora son de fuego,
sí, de fuego. Ya no puedo verme así. Yo no sé, no sé, no me
preguntes, yo no sé por qué nacemos nosotras, las que del
amor lo queremos todo, la tragedia y el cielo, las que de
la maternidad lo esperamos todo, la entrega y la rebeldía,
las que de la vida lo esperamos todo, el suicidio y el orgas-
mo, y no encontramos más que hombres que se rinden,
niños que le copian los gestos a sus padres, países que
no reclaman, que no inventan. Para qué nacemos noso-
tras, las que no soportamos los adobes pálidos, las caras
maquilladas, la mendicidad, los falsos poetas, los falsos
revolucionarios, los falsos amantes. ¿Para qué nacemos
nosotras que nos enfrentamos a la diaria decepción de
pétalos que anochecen, de trenes que desaparecen entre
colinas? Cónsul, sí, debes saberlo, nada de lo que digas
iLeana gaRMa
¿Qué más aire nuevo que el de esta poesía? ¿Qué más
aire nuevo que el del Sena mirándome sin poder
reconocerme? ¿Qué más aire de acertijos que el que
me obsequia la rue Saint Jacques? Aire nuevo, aire que
adelgaza, aire que ya no hay tiempo, aire que es tarde para
el aire nuevo. Aire, si me lo trajeras a él, a los otros, a las
calles que he olvidado, las ventanas que he dejado abier-
tas, los rituales enfermos, el amor de un niño; te diría que
hace falta más, que a mí no puedes traerme. Yo misma no
he podido encontrar mi rostro, ni el Petit Point, ni la Ile
de la Cite. Oh, y esta catedral, no tiene aire. Catedral que
miras con tu serpiente, con tu Adán y Eva, a través de las
quimeras y tu piedra de siglos. Aire que eres sólo aire, luz
que eres sólo luz ahora derramada por los vitrales que
tantas lluvias han conocidos y delgados susurros y rezos
y resignaciones triviales. Deben de saber, sí, los vitrales,
la luz, el aire, que todo esto no es resignación, es sólo la
búsqueda del aire nuevo. Y tú, que me miras con los ojos
del que te hizo, del callado escultor que cobijó sus miedos
en la forma de tu boca y tus heridas, tú, figura inerte, eres
testigo de esta búsque…
Los eternos incrédulos alzarán los hombros diciendo:
<<¡Bah!, otra fantasía>>; pero pronto, demasiado pronto,
verán que tengo razón. Eterna incrédula, no has sabido
entenderme, no has podido comprender los caminos de
este cuerpo enfermo, de este cuerpo que a su manera es
toda mi alma dictándome una puerta oculta a los otros,
una puerta sin ti, pero una puerta contigo. Antonieta, vine
aquí para cerrar las puertas de esa casa desierta con la
que vine al mundo. Se ha hecho tarde, mi Antonieta, se ha
hecho tarde. Con qué pasos avanzar y asegurar todas las
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servirá de estrella para este cielo vacío.
Cada acto al cumplirse, adquiere condición estática
equivalente a la muerte. Cada acto nos arroja más hacia lo
que somos. Cada acto al cumplirse, Antonieta querida, nos
señala el desesperado reloj de nuestros rezos, nos regresa
las manos sin líneas, los pies sin el polvo de los exilios,
el corazón sin la claridad de las derrotas. Te lo dije tan-
tas veces mi Bovary Mexicana, para que me miraras a los
ojos. Lo dije no como un amante, sino como el amigo que
comenzó a tu lado el infortunio de creerse Dios. Antonieta,
aquella tarde en que llegaste a mi habitación para pedirme
dinero, viniste a mí también para que te consolara, para
que te tratara como el padre que habías perdido y te lim-
piara las alas y la sonrisa. Antonieta, ya no sabías aceptarte
en la ruina, en el asfalto, en el exilio. Pero Antonieta de
mis oraciones, cada acto al cumplirse nos regresa al teatro
vacío, a la isla saqueada por los recuerdos, a la soledad.
Nunca he podido llevar el alma ligera, siempre me
ha ido pesando algo y en verdad, a nadie le deseo destino
semejante. Siempre me ha ido pesando una insatisfacción
innata, un deseo de llegar a no sé dónde. Nunca he podido
llevar el alma ligera, nunca he podido abarcar en mi cuer-
po como en las novelas, el amor de las madres, el odio de
Baudelaire a los imbéciles. Siempre me ha parecido que no
abarco la playa entera con la mirada. Siempre he creído
que me quedo en las medianías y eso es lo que me llena de
pesar, sí, es eso. Oh, yo no podré soportar la mediocridad,
no podré respirar más tiempo, y tu amor, ya lo sabes, es
mediocre. Yo lo quería todo, quería que descorrieras las
cortinas un segundo después de mi pregunta, quería que
abrieras con apuro la ventana y que le gritaras a todo París,
te necesito, Antonieta que lo diste todo, te necesito, te
necesito, te necesito. Quería que lo dijeras tres veces como
si al confirmarlo de esta manera pudiera permanecer tu voz
en el aire, en el viento, en París de tarde, en el Sena. No lo
dijiste. Piensas que podrás permanecer a mi lado, ahora
aquí en París, haciendo la revista, la crónica de nuestros
errores, y para qué, para recibir tu amor sin peligros, sin
arrabales en penumbra, sin océanos carnívoros. Así no es
posible. No es posible que me digas: Ningún alma necesita
de otra. Nadie, ni hombre ni mujer necesita más que a Dios;
cada uno tiene su destino comprometido con el creador.
Pueden parecer pobres nuestras reflexiones ante los
demás, aun sin serlo, pero tal juicio no alivia la carga del
esfuerzo que cuesta alcanzarlas. Tienes razón Antonieta
querida, Antonieta conocida en Toluca, Antonieta millona-
ria y pobre, pobrísima de ti y de mí y de México. Antonieta
eras feliz de ser mujer pero una feminista triste. Pueden
parecer pobres nuestras reflexiones ante los demás, pobre
el deseo de mirarte en el puerto, en un París lluvioso, pobre
el deseo de que permanecieras callada y nueva ante mi
soledad y mi ruina, Pudo parecerte estúpido, fingido, acaso
escueto, vilmente llano el telegrama que te mandé a mi
llegada, por eso llegaste a mi hotel hasta pasados tres días
Perla Estrada
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historia no existe para tus ojos, no existo enferma, porque
no me consolaste.
Lo que excusa la mezquindad de nuestros actos es que
cuando los vivimos, padecemos, y es el caudal del dolor
sufrido lo que al cabo determina la misericordia y liquida
la expiación. Antonieta querida, y aquel mes de agosto el
dolor no lo ocultaron los pinos ni los encinos de Linares.
Los Robles iban haciendo más profunda la noche y en las
jornadas de la campaña que me parecía infinita, Antonieta
querida, no supe darte nada, no supe siquiera prometerte.
Antonieta, y tú te reías en la carretera mientras el viento
te devolvía la serenidad perdida por la noche. El viento de
Linares, sus casas de tabique, el sol de agosto, el agosto
extenso, el agosto al que no le veíamos horizonte, aquel
agosto en que fuiste para mí. Eso me quedó de mis afanes
en la campaña, me quedaste tú metida hasta dentro del
calor y el temor de no estar haciendo algo más, pero no me
dejabas decir nada, me cerrabas la boca con tu cuerpo, me
cerraste los pensamientos, los recuerdos, lo cerraste todo
con la música de tu cuerpo. Antonieta que en Linares fue
donde en verdad te conocí y ahí te quedaste para siempre,
no en París, no es cierto que en París. Antonieta querida,
perdona la mezquindad, pero el dolor ahí estuvo, y fue her-
moso, aunque me duele todo el cuerpo ahora, Antonieta de
mis rezos, fue hermoso, el amor todavía tiene grietas que
se inundan de sudor, como una zanja entre los matorrales,
y es hermoso, pero yo Antonieta querida, sólo hablo para
que entiendas que lo que excusa la mezquindad de nuestros
actos es que cuando los vivimos, padecemos, y es el caudal
del dolor sufrido lo que al cabo determina la misericordia y
liquida la expiación. Porque los días terminarán por deshi-
larse como en un telar viejo, porque las costumbres terro-
sas que vimos juntos no pudieron decirnos nada, porque el
llano nos sujetó con la mano de su ocaso, y los viajes nos
retuvieron en el rojo de sus gritos.
Bibliografía
Brandu, Fabienne, Antonieta, Fondo de Cultura Económica,
México 1991.
Rivas Mercado, Antonieta, Correspondencia (Universidad
Veracruzana, 2005) Compilación, preámbulo y notas de Fabienne
Bradu, Xalapa, Ficción, 390 p. ISBN: 968-834-681-0
Vasconcelos, José, Obras Completas Tomo I, Fondo de Cultura
Económica, México 1994.
y después me asombraste con tus caprichosas preguntas,
con tus ideas para la revista, con el libro sobre la historia
de la fallida campaña, Antonieta querida, y caminamos
juntos como si el Sena nos conociera juntos, como si las
calles de París nos conocieran juntos, como si Notre Dame
estuviera ahí para nosotros. Hablamos, Antonieta queri-
da, de tantas cosas aquella última vez, aquella caminata
final en que parecíamos conocer cada nube y cada fruto
del mundo, mi Antonieta, y me deslumbraste con el fuego
de tus caprichos porque así eras tú Antonieta. Antonieta
capricho, Antonieta millonaria, apátrida, trasterrada de la
felicidad, de la complacencia. Y así estabas bien, porque
pueden parecer pobres nuestras reflexiones ante los demás,
aun sin serlo, pero tal juicio no alivia la carga del esfuerzo
que cuesta alcanzarlas.
Al hablar, los ojos más bien grises, se le encendían de
pasión, como si un cruce incesante de relámpagos fuesen
las señales de una pasión resuelta, una voluntad que conoce
sus metas; pero luego, en el reposo, se advertía no sé qué
ternura. Al hablar, los ojos más bien grises, me decían que
la despedida iba a ser ya para siempre, aunque volviésemos
a reunirnos, sí. En Texas, sus ojos me decían que se daba
por vencido, que él también tendría que huir. Y yo huía,
escapaba de la falsa posibilidad de hacer política, de la
falsa oportunidad de superar nuestros propios prejuicios.
Ya sabía que en Texas quedaría todo. Oh, Vasconcelos, ya
sabía que en Texas quedaría intacta y enterrada nuestra
mutua nostalgia. Es de tanto caminar que se van perdiendo
los amores, que las pasiones se terminan, que se miran
las metas como un perdido cometa, como el globo que ha
escapado de la mano de un niño. Pero luego, aquel reposo
de tu mirada gris lo fui recordando en Estados Unidos, sí,
lo fui haciendo nuevo, lo fui alargando hasta dejarlo filoso,
letal. Oh, Vasconcelos, y fue entonces que enfermé y los
calmantes no servían para nada y supe de tu derrota. Al
hablar, tus ojos más bien grises se me iban perdiendo en
las costillas, tus ojos me llevaban a un corredor alegre, a
una cama tibia, a un libro como un viaje, como un barco,
como una tormenta. Tus ojos Vasconcelos, los ojos que
adormecí en mi enfermedad y en mi delirio sin que pudie-
ras venir a mi lado, sin que pudiéramos encontrarnos, pero
fue mejor. Oh, tengo que decirme que fue mejor, sólo por-
que no fue de otra manera, sólo porque este andamio de la
conf
abul
ario
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y las velas encendidas delante del Santísimo Sacramento
y ante un cuadro de la Virgen del Carmen y fui a caer
delante del altar mayor sobre el que estaba expuesto el
retrato de san Expedito Patrono de las Causas Justas y
Urgentes… El párroco acudió seguido por la muchedum-
bre, y, al contemplar el espectáculo, me bendijo. Yo volví
en mí, y durante varios días me sentí muy bien ya dada la
bendición, y comencé a contarle lo que hacía.
-Le decía padre, que a ciertas horas del día, una
fuerza misteriosa, superior a la mía se apodera de mi
cuerpo, de mi alma, y que entonces, aunque me resista,
bailo horas y horas hasta caer agotada, y vuelo. Le decía
que con una voz magnífica canto trozos de óperas que
jamás he conocido, me familiarizo con Verdi, que es de
aquí, de Plasencia: Nabuco, Aida, Traviata, la Fuerza de
Destino, pero también de las otras, las desconozco; que
doy conferencias interminables en lenguas extranjeras
ante una multitud imaginaria; que declamo poesías, que
anuncio mi próxima muerte y la de todos mis amigos; que
muchas veces desgarro con mis dientes todo lo que puedo
hacer pedazos, que, en casa, aterrorizo a todos los que allí
se encuentran al deslizarme como una serpiente entre los
respaldos de los asientos; que rujo, maúllo, aúllo, llamo,
grito cada vez más fuerte, sembrando el terror hasta tal
punto que a ciertas horas toda la casa parece transforma-
da, como exposición de feroces fieras. Tengo visiones de
cosas lejanas, que yo no puedo conocer. Nunca he salido
de aquí.
-Contó que, a veces, después de saltos y vuelos dig-
nos de un acróbata, de silla en silla, de mesa en mesa
e incluso de habitación en habitación, su cuerpo caía
inerte, y permanecía hinchada y completamente negra,
durante días enteros, despertando la piedad y la repul-
MaRtha FigueRoa de dueñaS
No me sentía bien desde hace algún tiempo,
alguien me dijo que en las colinas de Plasencia
en la iglesia de Santa María di Campania había
un párroco célebre por sus bendiciones, el sacerdote
Felice Frasi. Era un día soleado y frío de octubre, toda
vestida de blanco quería recibir la bendición de ese sacer-
dote, deseosa que me santificara, un domingo, después
de comer pedí prestado un carro para el trayecto. Fue la
alcaldía de San Giorgio la que me prestó el caballo y el
carro. Muy ilusionada me puse en camino, en compañía
de mi amado esposo y de mis padres. El caballo, buen
trotador, devoró buena parte del recorrido, cuando, en un
determinado momento, comencé a sentirme mal. En ese
instante el caballo se detuvo. Le dieron latigazos hasta
hacer sangrar, el pobre animal, dando coces y encabri-
tándose, tendió sus patas en el suelo, alargó el cuello,
pero no avanzó. Entonces, como fuera de mí, salté del
carro, me libré del control de mis familiares y, volando,
si, “volando” atravesé los campos y subí la colina en
dirección a la iglesia donde queríamos ir. La gente salía,
después de la bendición de la tarde. Cuando me vieron, de
aquella manera, vociferando y gesticulando, manoteando,
agitada, con los cabellos al aire, comenzaron a correr, las
mujeres gritaban, los hombres me aventaban piedras, los
perros ladraban a través de los campos hacia sus casas.
Finalmente, llegué al umbral. Todos se apartaron; y yo,
volando siempre, con la cabeza inclinada y caída hacia
delante, me metí por la puerta medio abierta de la iglesia,
la había atravesado incluso por delante —o más bien por
encima— de una masa numerosa de fieles y me detuve
suspendida, aturdida o embelesada en medio de las flores
42
El
Bú
ho
“Fuego, fuego que llevas mi cruz,
Dad a mi camino tu luz,
Fuego, fuego de la antigüedad,
Ilumina mi oscuridad,
Fuego, fuego que atraes la muerte,
Incinera mi mala suerte”
-¡Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado! a una
distancia de unos diez metros se escucharon gritos angus-
tiados dentro de la casa “me estoy quemando, quítenme
del fuego… me estoy quemando”. Numerosos vecinos
que escucharon aquellos gritos llenos de dolor, aquella
voz espantosa, pudieron ver al esposo acostado sobre la
cama haciendo movimientos convulsivos y desesperados
“quítenme de las llamas… me estoy quemando”; nadie
pudo hacer nada por la sencilla razón que no se veían las
llamas. Momentos después el retorcido esposo víctima de
sus propias brujerías, falleció,
Leonora se trasformó, estaba liberada, voló, voló y
voló convertida en una blanca mariposa; vuela como una
sinfonía de colores, como un encaje de flores, avanza
tocando el agua con sus alas para quitar cicatrices y dolo-
res… De su corazón sereno y frágil surgen dulces caricias
que apaciguan su congoja… Escapa mariposa y vuela,
abre tus alas al sol. Cuanto más alto navegues, menos
sentirás dolor.
sión de cuantos la veían. Añadió, entre muchos otros
detalles, que, durante sus crisis, no se sabe por qué flui-
do misterioso, sus padres, aunque vivían bastante lejos,
se encontraban también indispuestos. Se podría pensar,
evidentemente, que esta señora fantaseaba para hacerse
interesante. Pero la continuación de los acontecimientos
no permite esa justificación, era inequívoca.
El Padre Pier Paolo Veronesi, que había escuchado
este relato, y era capellán de un hospital psiquiátrico y
que había conocido muchos otros enfermos. Pensó al
principio en un caso de histeria perfectamente carac-
terizado, como por otra parte lo habían diagnosticado
todos los médicos de Plasencia que la pobre señora doña
Leonora Tricolli había podido consultar. Pero la histo-
ria continúa y algunos episodios tuvieron lugar ante un
público amplio
Que un mediodía regresó a su casa antes de lo espe-
rado y vio a Cesare que le ponía algo la comida ¿Cuántas
veces lo habrá ya hecho antes? ¿Cuántos meses, o años?
Por supuesto, sin probar aquellas viandas acudió a una
persona de su confianza, un Sciamano que era conocido
por ser versado en las malas artes de los brujos. Le dio
estas instrucciones: Durante la noche en un lugar oculto
prende fuego con leña y ramas de encino verde, cuando
ya se levanten fuertes llamaradas arroja en ellas la comida
diciendo este conjuro tres veces:
Alberto Calzada