Rocío Bonilla Cañero. Un día sin luz

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Un día sin luz Me despierto con la voz de mi madre algo más tarde de lo que acostumbro. Es un domingo por la mañana, y rondan las once. A pesar de que un poco de luz se filtra por la persiana, estoy completamente a oscuras. Desde mi cama escucho a mis padres hablar, pero me encuentro tan cansada que no hago el mínimo esfuerzo en prestar atención a su conversación. Alzo la mano y tanteo la mesa en busca del interruptor del flexo, topando antes con toda clase de cosas que no me hacen falta pero que, por algún motivo, están ahí, estorbando. Por fin, agarro el botón con el objetivo de alumbrar algo y poder levantarme sin tropezar, pero nada, no se enciende. Hago un ruido de resignación y me incorporo para darle al interruptor general y poder ordenar mis cosas antes de irme a desayunar. Cuando mis dedos lo alcanzan, compruebo, frustrada, que tampoco funciona. “Qué raro”, pienso. Pongo las manos por delante y salgo al pasillo, que está bien iluminado por la luz exterior que viene de la cocina y el salón, así como las demás habitaciones. Por lo que veo, todos se me han adelantado a la hora de levantarse. Veo a mi madre en la cocina, calentando leche en un cazo y haciendo tostadas en una sartén. - Buenos días me dice, a la vez que lo hacen mi padre y mi hermana. - Buenos días respondo con una sonrisa-. ¿Alguien sabe lo que pasa con la electricidad? No funciona la luz, y el flexo parece que se ha roto. - Se ha ido la luz dice mi padre con cariño, sosteniendo una tostada- menos mal que tenemos cocina y termo de gas y podemos comer en caliente y ducharnos, porque ha habido un corte en todo el bloque. Espera a que vengan todos los modernos con vitrocerámica a pedirnos que calentemos sus lentejas añade riendo. Les doy un beso a mi hermana y a mi madre, y charlamos un rato de los planes que teníamos para el día mientras desayunamos tostadas con leche. Lo único que por ahora echo de menos es el café. Cuando vuelvo a mi habitación, subo la persiana todo lo que puedo para aprovechar el máximo la luz solar, que en invierno además de ser escasa, dura más bien poco. Ordeno lo que dejé la noche anterior en el escritorio y, una vez que mi cuarto está impecable, saco todo lo que me queda por hacer para el día siguiente, y lo termino sin problemas para la hora de comer.

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Redacción de Física

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Un día sin luz

Me despierto con la voz de mi madre algo más tarde de lo que acostumbro. Es

un domingo por la mañana, y rondan las once. A pesar de que un poco de luz

se filtra por la persiana, estoy completamente a oscuras. Desde mi cama

escucho a mis padres hablar, pero me encuentro tan cansada que no hago el

mínimo esfuerzo en prestar atención a su conversación.

Alzo la mano y tanteo la mesa en busca del interruptor del flexo, topando antes

con toda clase de cosas que no me hacen falta pero que, por algún motivo,

están ahí, estorbando. Por fin, agarro el botón con el objetivo de alumbrar algo

y poder levantarme sin tropezar, pero nada, no se enciende.

Hago un ruido de resignación y me incorporo para darle al interruptor general y

poder ordenar mis cosas antes de irme a desayunar. Cuando mis dedos lo

alcanzan, compruebo, frustrada, que tampoco funciona. “Qué raro”, pienso.

Pongo las manos por delante y salgo al pasillo, que está bien iluminado por la

luz exterior que viene de la cocina y el salón, así como las demás habitaciones.

Por lo que veo, todos se me han adelantado a la hora de levantarse.

Veo a mi madre en la cocina, calentando leche en un cazo y haciendo tostadas

en una sartén.

- Buenos días –me dice, a la vez que lo hacen mi padre y mi hermana.

- Buenos días –respondo con una sonrisa-. ¿Alguien sabe lo que pasa con la

electricidad? No funciona la luz, y el flexo parece que se ha roto.

- Se ha ido la luz –dice mi padre con cariño, sosteniendo una tostada- menos

mal que tenemos cocina y termo de gas y podemos comer en caliente y

ducharnos, porque ha habido un corte en todo el bloque. Espera a que vengan

todos los modernos con vitrocerámica a pedirnos que calentemos sus lentejas

–añade riendo.

Les doy un beso a mi hermana y a mi madre, y charlamos un rato de los planes

que teníamos para el día mientras desayunamos tostadas con leche. Lo único

que por ahora echo de menos es el café.

Cuando vuelvo a mi habitación, subo la persiana todo lo que puedo para

aprovechar el máximo la luz solar, que en invierno además de ser escasa, dura

más bien poco. Ordeno lo que dejé la noche anterior en el escritorio y, una vez

que mi cuarto está impecable, saco todo lo que me queda por hacer para el día

siguiente, y lo termino sin problemas para la hora de comer.

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Los primeros en llamar a la puerta son los vecinos de en frente, que con una

sonrisa de súplica le piden a mi madre que si pueden usar la cocina para

calentar unos pre-congelados. Obviamente, ella les dice que sí.

Mi padre tenía razón. En cuestión de quince minutos, nos vimos acosados por

más de la mitad de los vecinos del bloque, que llamaban al timbre con los

tuppers en la mano, pidiéndonos, y casi obligándonos a dejarlos entrar a

preparar sus respectivas comidas. Aun así, mis padres hicieron acopio de valor

y dispersaron a la aglomeración de gente en cuestión de segundos,

avisándoles de que la vecina del segundo tenía el mismo tipo de cocina y que

siempre podían hacerse un sándwich frío. Todos necesitamos tiempo para

almorzar, y cerca de seis familias habían calentado un guiso en nuestro fuego

en lo que llevaba de tarde.

Una vez conseguimos sentarnos en paz a comer, empezamos a conversar

sobre el tema.

- Espero que la del segundo no nos odie demasiado para cuando llegue la luz –

dice mi madre con guasa.

- Bueno, al menos vive sola y tiene espacio para preparar comidas de cuatro en

cuatro –añadió mi padre.

- Siempre puede cobrarles –intervino mi hermana, con humor.

Seguimos charlando hasta después de la sobremesa, sin importarnos que no

hubiera televisión, pues nunca nos cuesta hablar y reír en familia.

Por la tarde leo aprovechando los últimos rayos de luz que se cuelan por la

ventana. Hacia las seis y media, tengo que ir a la cocina a por una vela, ya que

es prácticamente de noche.

Miro el móvil con anhelo descansar sobre la mesa, sin batería. Sigo leyendo,

deseando que vuelva la luz para encender el ordenador y terminar los trabajos

que me quedan.

Me acabo el libro a la luz de las velas y miro a la pared, como pidiéndole que

me inspirase para hacer algo productivo y divertido, ya que no tengo forma de

comunicarme ni nada que hacer para entretenerme. Me decanto por dibujar un

poco, así que agarro mi cuaderno naranja lleno de bocetos y me paso trazando

delicadas líneas las siguientes dos horas.

Más tarde, cuando la vela está casi consumida y es la hora de cenar, un sonoro

chasquido resuena por toda la casa, y con un alegre tintineo las luces que

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habían estado todo el día apagadas se prenden de golpe, como si estuvieran

realmente felices de volver a nuestras vidas tanto como lo estábamos mi familia

y yo.

Lo primero que hice fue apagar las luces que sobraran y poner a cargar mi

móvil, que una vez encendido, empezó a vibrar con la entrada de whatsapps y

mensajes del día que había recibido cuando estuvo apagado.

Una vez ceno y me voy a la cama, me quedo pensando en lo afortunada, por

así decirlo, que soy de no ser totalmente dependiente de la electricidad. Es

cierto que no puedo poner la lavadora ni el lavavajillas, pero puedo cubrir

ciertas necesidades básicas como son comer algo caliente o ducharme con

agua templada.

Nunca he sido de hacer propósitos, pero me prometo a mí misma que a partir

de hoy usaré menos la electricidad e intentaré ahorrar un poco de luz, ya que

gracias al día de hoy he aprendido que por estar sin el flexo o el radiador

encendido, no se acaba el mundo.