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Saga Gabriel III

La redención de Gabriel (sin revisar)

Sylvain Reynard

Traducción de Lara Agnelli para Esencia / Planeta

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Selingsgrove, Pennsylvania

Junio 2011

El profesor Gabriel Emerson se detuvo junto a la puerta de su despacho con

las manos en los bolsillos, observando a su esposa con fuego en la mirada. Su

cuerpo alto y atlético era impresionante, igual que las marcadas facciones de

su rostro y sus ojos azules como zafiros.

La había conocido cuando ella tenía diecisiete años —diez menos que

él— y se había enamorado a primera vista. Pero el tiempo y las circunstancias

—básicamente su indulgente estilo de vida— se habían encargado de

separarlos.

A pesar de todo, el cielo les había sonreído. Al matricularse en un curso

de posgrado en Toronto seis años más tarde, ella se había convertido en su

alumna. La cercanía había reavivado su afecto, y un año y medio después se

habían casado. Tras seis meses de casados, él la amaba incluso más que

antes. Envidiaba hasta el aire que respiraba.

Ya había esperado bastante para hacer lo que estaba a punto de hacer.

Tal vez tuviera que seducirla, pero Gabriel se enorgullecía de su experiencia en

el terreno de la seducción.

Las notas de Mango, la canción de Bruce Cockburn que flotaban en el

aire, lo transportaron al viaje que habían hecho juntos a Belice. Habían hecho

el amor en un montón de sitios, incluso en la playa.

Julia estaba sentada tras el escritorio, ajena a la música y a su escrutinio.

Estaba escribiendo en el ordenador portátil, rodeada de libros, carpetas y dos

cajas de papeles que Gabriel había transportado diligentemente desde la

planta baja de la antigua casa de sus padres.

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Llevaban una semana instalados en Selinsgrove, descansando de sus

ajetreadas vidas en Cambridge, Massachussetts. Gabriel era profesor en la

universidad de Boston y Julia acababa de terminar su primer año de doctorado

en Harvard, bajo la supervisión de una brillante académica que se había

formado en Oxford. Antes de mudarse, habían hecho reformas en la casa.

Buena parte de los muebles que el padre adoptivo de Gabriel, Richard, había

dejado en la casa, habían ido a parar a un almacén.

Julia eligió los nuevos muebles y las cortinas, y convenció a Gabriel para

que la ayudara a pintar. Aunque Gabriel prefería decorar con madera oscura y

piel marrón, Julia se decantaba por las tonalidades más propias de una casa

costera, con las paredes pintadas de blanco, igual que los muebles, y toques

decorativos en varios tonos de azul.

En el estudio habían colgado reproducciones de varios cuadros que

tenían también en su casa de Harvard Square: Dante y Beatriz en el puente de

santa Trinidad, de Henry Holiday, La primavera de Botticelli y La Virgen con el

niño y dos ángeles de Fra Filipo Lippi. La mirada de Gabriel quedó cautiva de

esta última imagen.

Podría decirse que los cuadros representaban las distintas etapas que

había atravesado su relación. El primero representaba su encuentro y la

creciente obsesión por su parte. El segundo mostraba por un lado la flecha de

cupido que había alcanzado a Julia cuando él ya no le recordaba, y por otro

lado, su noviazgo y posterior matrimonio. Por último, el cuadro de la Madonna

mostraba lo que Gabriel esperaba del futuro.

Ésta era la tercera noche que Julia pasaba trabajando, redactando la que

sería su primera conferencia, que presentaría en público en Oxford el mes

siguiente. Cuatro días atrás, habían hecho el amor en el suelo del dormitorio

cubierto de pintura, antes de que les trajeran los muebles.

(Julia había decidido que la pintura corporal era su nuevo deporte favorito,

especialmente si era al lado de Gabriel.)

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Con el recuerdo de su último contacto físico y aprovechando que la

música estaba aumentando el tempo, Gabriel pasó a la acción. Su paciencia

tenía un límite. Aún eran recién casados. No tenía intención de permitir que

siguiera ignorándolo cada noche para entregarse a la investigación.

Se acercó a ella con paso firme pero sigiloso. Agarrándole la melena con

una mano, la echó a un lado, dejando al descubierto su cuello. La incipiente

barba le rascó la piel, intensificando sus besos.

—Ven —susurró él.

Julia sintió un escalofrío en la nuca. Mientras aguardaba, Gabriel le

acarició el cuello con los dedos, largos y delgados.

—No he acabado la conferencia. —Julia alzó su preciosa cara hacia él—.

No quiero que la profesora Picton tenga que avergonzarse de mí. Soy la

alumna más joven invitada.

—No le darás ningún motivo para sentirse avergonzada. Y todavía tienes

mucho tiempo para acabarla.

—Tengo que preparar la casa. Tu familia llega dentro de dos días.

—No son mi familia —la corrigió él con una mirada abrasadora—. Son

nuestra familia. Y no te preocupes por eso. Contrataré a alguien que se

encargue de la casa. Ven, trae la manta.

Julia miró a su alrededor y vio la vieja manta sobre una silla blanca, llena

de cosas, debajo de la ventana. Echó un vistazo a los bosques que rodeaban el

patio.

—Ya está oscuro.

—Yo te protegeré. —Gabriel la ayudó a levantarse y al hacerlo le rodeó la

cintura con las manos y la acercó a él.

Julia sintió el calor de sus manos a través del fino vestido de verano. Era

una sensación muy agradable y excitante.

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—¿Por qué quieres ir al huerto a oscuras? —lo provocó ella, quitándole

las gafas y dejándolas sobre el escritorio.

Gabriel le dirigió una mirada que podría haber derretido nieve antes de

susurrarle al oído:

—Quiero ver tu piel desnuda brillando a la luz de la luna mientras estoy

dentro de ti.

Succionando, se metió el lóbulo de la oreja de Julia en la boca y lo

mordisqueó con delicadeza. Siguió la exploración descendiendo por su cuello,

entre besos y suaves mordiscos, mientras el ritmo del corazón de Julia se

aceleraba.

—Una declaración de deseo —susurró él.

Julia se entregó a las sensaciones y por fin se dio cuenta de la música

que estaba sonando. El aroma de Gabriel, una mezcla de licor de menta y

Aramis le inundó la nariz.

Él la soltó, pero no la perdió de vista mientras ella se hacía con la manta,

observándola como un gato observa a un ratón.

—Supongo que Guido de Montefeltro puede esperar —dijo ella, echando

un vistazo a sus notas por encima del hombro.

—No se ha movido en setecientos años —bromeó él—. Está

acostumbrado a esperar.

Julia cerró el ordenador portátil, devolviéndole la sonrisa. Dándole la

mano, bajó con él la escalera.

Mientras cruzaban el patio y se adentraban en el bosque, la expresión de

Gabriel se volvió aún más juguetona.

—¿Has hecho el amor en un huerto de manzanos alguna vez?

Ella negó con la cabeza.

—En ese caso, me alegro de ser el primero.

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—Eres el último, Gabriel. El único.

—Doy gracias a Dios por ello.

Gabriel aceleró el paso, iluminando el camino con una linterna. La llevaba

sujeta de la mano, y le indicaba que tuviera cuidado con las raíces y otros

obstáculos.

Era junio, y en Pensilvania hacía mucho calor. La vegetación estaba

crecida, y las frondosas copas de los árboles casi no dejaban pasar la luz de la

luna ni de las estrellas. Entre las cigarras y las aves vespertinas, la noche

estaba llena de sonidos.

Al entrar en el claro, Gabriel la acercó más a él. Las flores silvestres

salpicaban la hierba. Al otro lado del claro se adivinaban varios viejos

manzanos. Un poco más allá, los nuevos árboles que Gabriel había plantado

extendían sus ramas hacia el cielo.

Mientras se dirigían al centro del claro, Gabriel se relajó. Había algo en

aquel lugar, no sabía si sagrado o de otra naturaleza, que lograba calmarlo.

Julia lo observó mientras él extendía la manta sobre la hierba antes de

apagar la linterna. La oscuridad los envolvió como un manto de terciopelo.

La luna brillaba sobre sus cabezas, aunque en ocasiones su pálido rostro

quedaba oculto por nubes deshilachadas. Un grupito de estrellas brillaba sobre

ellos.

Gabriel acarició los brazos de Julia antes de pasar un dedo por el discreto

escote de su vestido.

—Me gusta —murmuró.

Admiró la belleza de su esposa, visible hasta entre las sombras. El arco

de sus pómulos, sus labios carnosos. Le levantó la barbilla y la besó.

Era el beso de un amante ardiente, que quería comunicarle con la boca

que la deseaba. Gabriel apretó su cuerpo contra el de Julia, mucho más

menudo, enredando los dedos en su melena castaña.

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—¿Y si alguien nos ve? —preguntó ella, con la respiración entrecortada,

antes de devolverle el beso, metiendo la lengua en su boca.

Gabriel dejó que lo explorara a placer antes de retirarse.

—Este bosque es privado y, como has mencionado hace un rato, está

oscuro. —Gabriel extendió las manos, abarcándole no sólo la cintura sino

también la curva de la espalda.

Hundió los dedos en los hoyuelos que se le formaban en esa zona, una

de las partes favoritas de su cuerpo, antes de volver a ascender hasta llegar a

sus hombros. Sin más preámbulos, le quitó el vestido por encima de la cabeza

y lo tiró sobre la manta. Luego le desabrochó el sujetador con un leve

movimiento de muñeca.

A ella se le escapó la risa ante su movimiento digno de un experto. Con

las manos, se sujetó el sujetador contra el pecho, tratando de cubrirse. Era un

modelo de encaje negro, muy atractivo pero del todo transparente.

—Se te da muy bien.

—¿El qué?

—Quitar sujetadores en la oscuridad.

Él frunció el cejo y a ella le pareció que se hacía el silencio a su alrededor.

A Gabriel no le gustaba que le recordaran su pasado.

Poniéndose de puntillas, le dio un beso en su angulosa mandíbula.

—No me quejo —susurró—. Después de todo, disfruto de tu experiencia.

La boca de Gabriel perdió el rictus de tensión.

—Me encanta tu lencería, Julianne, pero te prefiero desnuda.

—Lo sé, pero no estoy segura. —Miró a su alrededor—. Tengo miedo de

que alguien nos interrumpa.

—Mírame.

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Julia lo miró a los ojos.

—Nada se interpondrá entre nosotros. Lo juro. Estamos solos. Sólo yo

puedo verte. Y lo que veo es impresionante.

Gabriel trazó los valles y colinas de su torso, uno a uno, antes de dejar las

manos sobre sus caderas y acariciarle la piel con los pulgares.

—Yo te cubriré.

—¿Con qué? ¿Con la manta?

—Con mi cuerpo. Aunque alguien pasara por aquí, no te vería.

Las comisuras de los labios de Julia se alzaron en una sonrisa.

—Piensas en todo.

—Sólo pienso en ti. Tú lo eres todo.

Bajando la cabeza hasta unir sus labios, apartó el sujetador que se

interponía entre ellos. Le acarició los pechos mientras la besaba más

profundamente antes de seguir bajando las manos hasta sus caderas para

quitarle las braguitas.

Julia lo besó mientras él se desnudaba, se deshacía de la ropa y

empujaba a Julia hacia la manta. Una vez tumbada, la cubrió con su cuerpo

desnudo.

Apoyándose en las manos situadas a ambos lados de su cara, le clavó

sus ojos azules mientras declamaba:

«Hasta el lecho nupcial la conduje, ruborizada como la aurora.

Los cielos y las constelaciones nos fueron favorables en aquella bendita

hora.»

—El paraíso perdido de Milton —dijo ella reconociendo los versos,

mientras le acariciaba la incipiente barba.

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—Deberíamos habernos casado aquí. Deberíamos haber hecho el amor

aquí por primera vez.

Ella le enredó los dedos en el pelo.

—Estamos aquí ahora.

—Aquí es donde descubrí lo que era la auténtica belleza.

La besó una vez más, acariciándola suavemente. Julia le devolvió las

caricias y la pasión entre ellos se encendió y empezó a arder con fuerza.

Durante los meses que llevaban casados, el deseo que sentían el uno por

el otro no había disminuido. Sus encuentros seguían siendo apasionados y

llenos de dulzura. Se olvidaron de las palabras y dejaron que sus manos, sus

cuerpos y la felicidad del amor físico hablaran por ellos.

Gabriel conocía bien a su esposa. Sabía lo que la excitaba, lo que la

impacientaba y lo que la llevaba al éxtasis. Hicieron el amor al aire libre,

rodeados de la oscuridad de la noche y del verdor de la naturaleza.

En el extremo del claro, los viejos manzanos que habían sido testigos de

su casto amor en el pasado, apartaron la mirada educadamente.

Cuando hubieron recobrado el aliento, Julia permaneció tumbada de

espaldas admirando las estrellas, sintiéndose ligera, como si no pesara nada.

—Tengo algo para ti —susurró él, antes de volverse a buscar sus

pantalones.

Regresando a su lado, le colocó algo alrededor del cuello. Con la linterna,

iluminó el regalo.

Julia bajó la vista hacia la joya. Era un colgante de plata de ley, formado

por anillas entrelazadas. De las anillas colgaban tres pequeños amuletos: una

manzana de oro y un corazón y un libro de plata.

—Es precioso —murmuró ella, acariciando los colgantes uno a uno.

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—Lo he hecho traer de Londres. La manzana simboliza el lugar donde

nos conocimos y el corazón, por supuesto, es el mío.

—¿Y el libro?

—Con esta luz no se ve, pero en la cubierta se lee el nombre de Dante.

Quería celebrar tu primera conferencia.

Julia lo besó apasionadamente y él volvió a tumbarla sobre la manta,

dejando la linterna a un lado.

Cuando se separaron, le apoyó la palma de la mano sobre el vientre y le

besó el espacio que quedaba justo debajo del pulgar.

—Quiero plantar mi bebé aquí dentro.

Julia se tensó.

—¿Tan pronto?

—Nunca sabemos el tiempo que nos queda en este mundo.

Julia pensó en Grace, la madre adoptiva de Gabriel, y en su madre

biológica, Sharon. Ambas habían muerto jóvenes, aunque en circunstancias

muy distintas.

—Dante perdió a Beatriz cuando ésta tenía veinticuatro años —añadió

Gabriel—. Perderte sería devastador.

—No hablemos de muerte. Acabamos de celebrar el amor y la vida. —

Julia acarició los colgantes una vez más.

Él se disculpó cubriéndola de besos antes de volver a tumbarse.

—He vivido casi tanto como ella y estoy sana. —Julia le apoyó la mano en

el pecho, sobre el tatuaje, y acarició el nombre escrito sobre el corazón

sangrante—. ¿Es ella la causante de su ansiedad?

Gabriel se tensó de nuevo.

—No.

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—Si lo es, no me importa —trató de convencerlo, apartándole un mechón

de pelo de la frente.

—Sé que es feliz.

—Yo también lo creo. —Julia titubeó, como si quisiera decir algo más.

—¿Qué pasa? —le preguntó Gabriel, acariciándole el cuello.

—Estaba pensando en Sharon.

—Sigue.

—No he tenido un buen modelo materno.

Él se inclinó para besarla en los labios.

—Serás una madre fantástica. Eres cariñosa, paciente y amable.

—No sabría cómo hacerlo —susurró.

—Lo descubriremos juntos. Soy yo quien debería estar preocupado. Mis

padres biológicos fueron la viva imagen de una familia disfuncional. Y mi vida…

no ha sido precisamente un modelo de comportamiento.

Julia sacudió la cabeza y lo besó.

—Se te da muy bien cuidar del niño de Tammy, hasta tu hermano lo

reconoce. Pero es muy pronto para tener un hijo, Gabriel. Nos casamos en

enero. Y me gustaría acabar el doctorado antes de tener hijos.

—Lo sé, y te dije que estaba de acuerdo —replicó él, acariciándole las

costillas con un dedo.

—La vida de casada es maravillosa, pero todavía estoy

acostumbrándome a algunas cosas. Sé que a ti tiene que pasarte lo mismo.

—Por supuesto. Aún estamos aprendiendo a convivir. Pero eso no nos

impide hacer planes de futuro, Julianne. —Hizo una pausa—. Creo que debería

ir a ver a mi médico cuanto antes. Han pasado tantos años que temo que la

vasectomía pueda ser irreversible.

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—Hay más de una manera de formar una familia. Podemos plantearnos

otros tratamientos médicos. O podríamos adoptar a alguno de los huérfanos del

orfanato de los franciscanos en Florencia —dijo ella, con la mirada perdida—.

Cuando llegue el momento.

—Podemos hacer todas esas cosas. Tras la conferencia, pienso llevarte a

Umbría antes de ir a la exposición de Florencia. Pero, en cuanto hayamos

vuelto de Europa, iré al médico.

Ella lo besó, y Gabriel aprovechó el movimiento para colocarla encima de

él. Una especie de corriente eléctrica surgió entre ellos. Gabriel la agarró con

fuerza por las caderas.

—Cuando estés lista, empezaremos a practicar.

—Sí, creo que deberíamos prepararnos a fondo.

—Tienes toda la razón —susurró él, rodeándola con los brazos.