Santiago Posteguillo - Las Legiones Malditas

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  • Fiction Book Description

    Santiago Posteguillo

    Las legiones malditas

    1." edicin: febrero 2008

    O Santiago Posteguillo, 2008

    O de los mapas: Antonio Plata Lpez

    O Ediciones B, S. A., 2008

    Bailen, S4 - 08009 Barcelona (Espaa)

    Printed in Spain

    ISBN: 978-84-666-3657-8

    Depsito legal: B. 476-2009

    Impreso por A amp; M GRFIC, S.L.

    A las primeras palabras de Elsa. Los maravillados ojos de su madre.

    Agradecimientos

    Gracias a Yolanda Cespedosa por confiar en esta novela, al igual que al resto de pro-

    fesionales de Ediciones B y mi reconocimiento a Vernica Fajardo por su amabilidad y

    eficacia durante todo el proceso de creacin y edicin de esta obra.

    Mi agradecimiento muy especial a Salvador Pons, por sus consejos, por sus revisi-

    ones y sus comentarios y, por encima de todo, por su amistad. Gracias a los profesores

    Jess Bermdez y Rubn Montas de la Universitat Jaume I por su ayuda con los tex-

    tos latinos y griegos.

    Gracias a todos aquellos que con sus comentarios positivos me dieron nimos para

    dar trmino a Las legiones malditas, en particular a todos los lectores de Africanus, el

    hijo del cnsul, que con sus mensajes por correo electrnico o desde diferentes foros de

    Internet me han insistido una y otra vez en que deseaban saber ms sobre la pica figura

    de Escipin el Africano y todo su entorno.

    Gracias a mis familiares y amigos por estar siempre ah. Y, por encima de todo, graci-

    as a Lisa por apoyarme constantemente cada da de escritura, por animarme y por ayu-

    darme. Y, por fin, gracias a nuestra pequea hija, Elsa, por ser muy buena y dormir

    mucho, pues en sus horas de sueo las legiones malditas marchaban hacia Cartago.

    Proaemium

    Si fas endo plagas caelestium ascender cuiquam est Mi soli caeli mxima porta pa-

    tet

    Palabras puestas en boca de Publio Cornelio Escipin por el poeta ENNIO en sus

    Elogia

    [Si es lcito a un mortal llegar all donde viven los dioses, Para m solamente se abre

    la gran puerta del cielo]

  • Publio Cornelio Escipin slo tena 26 aos cuando acept comandar las tropas ro-

    manas en Hispania. Su padre y su to haban muerto durante la eterna guerra que Roma

    libraba contra Cartago y a Escipin le correspondi dirigir el destino de una de las ms

    apreciadas, y tambin envidiadas, familias de Roma en medio de los terribles vaivenes

    de aquel conflicto blico. Por su juventud busc el apoyo de su amada esposa Emilia

    Tercia y del veterano Cayo Lelio, un oficial que antao prometiera al padre del joven

    Escipin proteger a su hijo y luchar con l el resto de su vida. Publio Cornelio Escipin

    contaba con el apoyo de oficiales valientes que vean en l la reencarnacin misma de

    sus legendarios padre y to que durante aos comandaron a los romanos contra las hues-

    tes de Anbal, pero el joven general tambin tena enemigos temibles: en el campo de

    batalla, Asdrbal y Magn, hermanos de Anbal, y el general pnico Giscn esperaban

    reunir sus tres ejrcitos para masacrar sus legiones en Hispania, mientras que en una int-

    rigante Roma, el viejo senador Quinto Fabio Mximo intentaba aprovechar la intermi-

    nable guerra para eliminar a todos sus adversarios polticos, entre los que destacaban los

    Escipiones. En medio de ese tumultuoso escenario, las pasiones y los anhelos de Plauto,

    el famoso comedigrafo, Netikerty, una hermosa esclava egipcia, Sofonisba, la hija de

    un general cartagins, Masinisa, un rey destronado, Sfax, un monarca tan lascivo como

    astuto, o Imilce, la esposa ibera de Anbal, no son sino piezas de un complejo rompeca-

    bezas que slo alcanzan a comprender en toda su fastuosa complejidad la incisiva mente

    de Quinto Fabio Mximo y la intuitiva personalidad del propio Escipin, al tiempo que

    el todopoderoso Anbal sigue acechando, esperando el momento idneo para lanzar su

    ms mortfero ataque. Mientras tanto, en Sicilia, desterradas para siempre, las legiones

    V y VI permanecen olvidadas por todos. Son legionarios desmoralizados, indisciplina-

    dos, desarrapados, sin provisiones ni tribunos que los gobiernen, pues representan la

    vergenza de Roma: son los derrotados de Cannae que sobrevivieron y huyeron para ser

    luego condenados al destierro por una despechada Roma para quien aquellos hombres

    slo encarnaban el espritu ms despreciable de la derrota y el fracaso. Por eso todos lla-

    maban a aquellas tropas las legiones malditas. Slo un desesperado podra estar tan

    loco como para asumir su mando.

    Dramatis personae

    Publio Cornelio Escipin, Africanus, protagonista de esta historia, general en jefe de

    las tropas romanas destacadas en Hispania y en frica, cnsul en el 205 a.C, procnsul

    el 204, 203 y 202 a.C.

    Emilia Tercia, hija de Emilio Paulo, mujer de Publio Cornelio Escipin

    Lucio Cornelio Escipin, hermano menor de Publio Cornelio Escipin

    Pomponia, madre de Publio Cornelio Escipin

    Cayo Lelio, tribuno y almirante bajo el mando de Publio Cornelio Escipin

    Lucio Emilio Paulo, hijo del dos veces cnsul Emilio Paulo, cado en

    Cannae; cuado de Publio Cornelio Escipin Cornelia mayor, hija de Publio Cornelio

    Escipin Publio, hijo de Publio Cornelio Escipin Cornelia menor,hija pequea de Pub-

    lio Cornelio Escipin

    Netikerty, esclava egipcia Calino, esclavo al servicio de Lelio Icetas, pedagogo gri-

    ego

  • Quinto Fabio Mximo, cnsul en el 233,228,215,214,209 a.C, censor en el 230 a.C. y

    dictador en el 217 a.C, princeps senatus y augur vitalicio

    Quinto Fabio, hijo de Quinto Fabio Mximo, pretor en el 214 a.C. y cnsul en el 213

    a.C.

    * Las mujeres en Roma slo reciban el nombre de su gens, en este caso ambas perte-

    necan a la gens Cornelia y de ah sus nombres, pero no reciban un praenomen como

    los hombres, por ello se las distingua dentro de una familia con apelativos como mayor

    o menor.

    Marco Porcio Catn, protegido de Quinto Fabio Mximo, quaestor de las legiones

    Claudio Marcelo, cnsul en el 222,215,214,210 y 208 a.C.

    Quincio Crispino, cnsul en el 208 y pretor en el 209 a.C.

    Claudio Nern, cnsul en el 207

    Q. Cecilio Mtelo, cnsul en el 206

    P. Licinio Craso, cnsul en el 205

    Cneo Cornelio Lntulo, cnsul en el 201

    Cneo Octavio, procnsul en el 201

    Cayo Lntulo, praetor urbanus

    Lucio Marcio Septimio, centurin y tribuno al servicio de Escipin Mario Juvencio

    Tala, centurin y tribuno al servicio de Escipin Quinto Terebelio, centurin y tribuno

    al servicio de Escipin Sexto Digicio, oficial de la flota romana Cayo Valerio, primas

    pilus de la V legin Silano, tribuno al servicio de Escipin

    Cayo Albio Caleo, centurin de la guarnicin de Suero

    Cayo Atrio Umbro, centurin de la guarnicin de Suero

    Marco Sergio, centurin de la VI legin

    Publio Macieno, centurin de la VI legin

    Pleminio, pretor de Rhegium

    Dcimo, centurin renegado al servicio de Anbal

    Atilio, mdico de las legiones romanas

    Marco, proximus lictor al servicio de Escipin

    Quinto Fulvio, viejo senador proclive a las ideas de Fabio Mximo, cnsul en el 237,

    224 y 209 a.C y pretor enel215y214 a.C.

    Cneo Bebi Tnfilo, tribuno de la plebe

    Marco Pomponio, pretor y senador Marco Claudio, tribuno de la plebe Marco Cincio,

    tribuno de la plebe

    Indbil, lder celtbero Mandonio, lder celtbero

    Tito Macio Plauto, escritor de comedias y actor

    Nevio, escritor, amigo de Plauto

    Ennio, escritor

    Livio Andrnico, escritor

    Casca, patrn de una compaa de teatro

    Aulo, actor

    Anbal Barca, hijo mayor de Amlcar, general en jefe de las tropas cartaginesas en

    Italia Asdrbal Barca, hermano menor de Anbal Magn Barca, hermano pequeo de

    Anbal Asdrbal Giscn, general cartagins Hann (1), general cartagins en Hispania

    Hann (2), general cartagins en frica

    Maharbal, general en jefe de la caballera cartaginesa bajo el mando de Anbal

    Imilce, esposa ibera de Anbal Sofonisba, hija de Asdrbal Giscn

    Sfax, nmida de los masaessyli, rey de Numidia occidental

    Masinisa, nmida de los maessyli, general de caballera, hijo de Gaia, reina de Numi-

    dia oriental

  • Bcar, oficial nmida al servicio de Sfax

    Tiqueo, jefe de la caballera nmida de Anbal en frica

    Filipo V, rey de Macedonia

    Antoco III, rey de Siria y seor de todos los reinos del Imperio Selucida

    Epfanes, consejero del rey Antoco III

    Ptolomeo V, rey de Egipto

    Agatocles, tutor de Ptolomeo V

    LIBRO I LAS INTRIGAS DE ROMA

    209 a.C.

    (ao 545 desde la fundacin de la ciudad)

    Qui periurum convertir volt hominem ito in Comitium; qui mendacem et gloriosum,

    apud Cloacinae sacrum, ditis damnosos maritos sub baslica quaerito. Ibidem erunt

    scorta exoleta quique stipulari solent, symbolarum collatores apud forum piscarium. In

    foro nfimo boni homines atque dites ambulant, in medio propter canalem, ibi ostenta-

    tores meri; confidentes garrulique et malevoli supera lacum,qui alteri de nihilo audac-

    ter ducunt contumeliamet qui ipsi sat habent quod in se possit ver dicier. Sub veteri-

    bus, ibi sunt qui dant quique accipiunt faenore. Pone aedem Castoris, ibi sunt sbito

    quibus credas male. In Tusco vico, ibi sunt homines qui ipsi sese venditant, vel qui ipsi

    vorsant vel qui alus ubi vorsentur praebeant.

    PLAUTO de su obra Curculio, versos 470 a 485

    [Si quieres encontrar un perjuro, ve al Comitium[* Donde se renen lo senadores an-

    tes de cada sesin del Senado]; si buscas un mentiroso o un fanfarrn, intntalo en el

    templo de Venus Cloacina; y si buscas a maridos ricos malgastadores, ve a la Baslica.

    All tambin habr putas, algunas ya muy envejecidas, y hombres dispuestos a negociar,

    mientras que en el mercado del pescado encontrars a los organizadores de banquetes.

    En la parte baja del foro pasean ciudadanos de reputacin y riqueza; en la parte media

    del foro, cerca del canal, slo encontrars los que van a exhibirse. Al otro lado del lago

    se encuentran los personajes cnicos, charlatanes y malvados que siempre critican a ot-

    ras personas sin razn alguna y que, sin embargo, ellos mismos podran ser objeto de

    verdaderas crticas. Ms abajo, en las tabernae veteres estn los prestamistas que ceden

    y cobran dinero en condiciones de autntica usura. Tras el templo de Castor estn aquel-

    los en los que haras mal en confiar demasiado a la ligera. En el VcusTuschs estn los

    hombres que se venden, ya sean los que se entregan a s mismos, o los que dan a otros la

    oportunidad de entregarse ellos.]

    1 Los estandartes clavados en la tierra

    Siete aos antes de la batalla de Zama Lilibeo, Sicilia, agosto* del 209 a.C.

    * Hacemos referencia a los meses del calendario actual, pero hay que tener presente

    que en aquella poca el calendario romano se rega por los ciclos lunares, tena slo diez

    meses y luego dos meses aadidos al principio ms uno intercalar que se aada segn

  • se estimara necesario para mantener la consonancia con el paso de las estaciones (vase

    calendario en el captulo 14).

    Iba tambalendose de un lado a otro. Por su gladio, una espada oxidada y sin filo, que

    sonaba al ser zarandeado por los vaivenes de su propietario, y por una vieja malla sucia

    de cuero se adivinaba que aquel borracho era o haba sido legionario de Roma. Sus ojos

    semicerrados buscaban con mirada turbia un punto donde aliviarse y descargar parte del

    lquido ingerido. Como un perro se detuvo junto a dos enormes postes de madera que se

    alzaban inermes ante l.

    - s

    Dijo en voz alta, entrecortada, y solt una carcajada que reson absurda entre las tien-

    das que rodeaban el lugar. Empez a orinar, pero apenas haba comenzado sinti que lo

    alzaban del suelo con una furia inusitada. Con su miembro al descubierto an rezuman-

    do vino barato filtrado por su ser, fue arrojado a varios pasos de distancia. El hombre

    lanz un grito de agona mientras rodaba por el suelo. Cuando su cuerpo se detuvo, apo-

    y sus manos empapadas de orina sobre el polvo del suelo que se le peg a la piel como

    un manto de miseria. Se alz y vocifer con odio dirigindose a su atacante.

    - Por Castor y Plux y todos los dioses! Ests loco? Te voy a matar!

    Su oponente no pareci impresionado. Se acerc despacio con la espada desenvaina-

    da, dispuesto a ensartarlo como a un jabal al que fuera luego a asar a fuego lento sobre

    una hoguera de brasas incandescentes.

    El legionario ebrio ech entonces mano de su arma. La sac de su vaina y la blandi

    torpemente. Fue entonces cuando un instante de lucidez le ayud a reconocer las fuleras

    de bronce y los torques de oro que colgaban del cuello de Cayo Valerio, el primus pilus,

    el primer centurin de los triari, el oficial de mayor rango de la V legin de Roma des-

    terrada en Sicilia, quien, espada en ristre, se abalanzaba sobre l con la mirada envene-

    nada, asesina. Pero qu haba hecho para que aquel centurin la tomara as con l? El

    legionario levant la espada para frenar el primer golpe que se cerna sobre sus maltrec-

    hos huesos pero fue insuficiente para detener el pulso firme de su superior. El arma ce-

    di al empuje del centurin y salt por los aires sin apenas desviar el golpe certero que

    asest el maduro oficial sobre el hombro derecho del legionario.

    Un grito de dolor rasg el amanecer en el campamento de las legiones V y VI de Ro-

    ma junto a Lilibeo en la costa oeste de Sicilia. Una multitud de legionarios sali de sus

    tiendas para contemplar cmo el primus pilus escarmentaba a uno de los suyos con una

    saa fuera de lo comn. Un centurin de menor rango se acerc a Cayo Valerio e inten-

    t calmarlo.

    - Es suficiente, Valerio! Por Jpiter, vas a matarlo!

    Valerio se revolvi como un felino.

    - El muy insensato ha orinado sobre los estandartes de la legin!

    Un silencio denso se apoder de la muchedumbre de legionarios. El primus pilus es-

    taba a punto de matar a uno de los suyos pero tena razn: orinar sobre las insignias del

    ejrcito era un acto inslito y sacrilego.

    - Es rac ba lo que ha

    El legionario herido por Valerio gimoteaba e imploraba en el suelo, consciente a gol-

    pes y sangre de la terrible felona que haba perpretado. El primer centurin de la legin

    gir sobre s mismo, lentamente, observando a todos los soldados que se haban arremo-

    linado aquella maana junto a los estandartes, en el centro del campamento. No haba

    tribunos en aquel ejrcito desterrado, desarbolado, olvidado. Nadie ms para imponer

    orden. En el rostro de los soldados el centurin comprendi que haban entendido la

    gravedad de la ofensa de su compaero. Nadie osaba interceder ya. Valerio se volvi de

  • nuevo hacia su vctima y antes de que ningn otro oficial pudiera decir nada, ensart de

    nuevo al borracho retorciendo su espada al sacarla, asegurndose de hacer el mayor des-

    trozo posible. Un grito seco, ahogado, culmin la operacin. El legionario haba sido

    juzgado, condenado y ejecutado. El cuerpo inerme qued encogido sobre el polvoriento

    suelo de Sicilia. Los soldados, poco a poco, fueron dispersndose. Era la hora del desa-

    yuno. Las cornetas no se hacan sonar ya entre aquellas tropas, pero los estmagos de

    todos saban adivinar el horario de cada escasa comida.

    Cayo Valerio se qued a solas junto al muerto, al lado de los estandartes. l era el

    centurin que haba ordenado clavar aquellos estandartes en aquel lugar. Pareca que sus

    astas de madera se hundieran en las entraas de la tierra. All, varados en el destierro,

    llevaban las insignias ms de siete aos, desde la terrible derrota de Cannae. S, se era

    el secreto de aquel destierro, la mancha que impregnaba las almas de todos los legiona-

    rios de aquellas dos legiones: eran los supervivientes de la derrota de Cannae. Demasi-

    ado humillante para Roma verlos vivos. Su pena fue el destierro. Un castigo dictado por

    Quinto Fabio Mximo, cinco veces cnsul de Roma, una vez dictador. Una sentencia

    refrendada por el Senado reunido en la Curia. Los tribunos supervivientes que los saca-

    ron de la masacre de Cannae fueron perdonados. Patricios como el propio hijo de Fabio

    Mximo, o el joven Publio Cornelio Escipin, su amigo Cayo Lelio y otros tribunos que

    el Senado perdon, pero los legionarios y el resto de los oficiales fueron condenados a

    un ostracismo permanente: Hasta que Anbal fuera derrotado!, dicen que haba sen-

    tenciado Fabio Mximo. Cayo Valerio se sent junto a los estandartes. Estaba agotado.

    No del esfuerzo sino vencido en su nimo. La indisciplina se apoderaba de todos sus

    hombres. Vino, mujeres tradas con dinero o la fuerza, saqueos en las poblaciones veci-

    nas, hombres que no cuidaban las armas o las vendan por un trago de licor, legionarios

    sin uniforme, empalizadas troceadas para calentarse en invierno, guardias que no se

    cumplan. Apenas tena un grupo de fieles que mantena cierto orden dentro de aquel ca-

    os de deshonra y podredumbre. Y mucho peor era todo en la VI legin. All Marco Ser-

    gio y Publio Macieno, que ejercan como centuriones al mando, haca tiempo que hab-

    an cedido a las presiones de sus subordinados y consentan el pillaje, los robos y las vi-

    olaciones en toda la comarca. Ms an, ahora lideraban las salidas de saqueo y terror

    por toda la regin. Por su parte, Valerio se esforzaba por mantener un pice de orden y

    dignidad en la V, pero aquello ya no eran dos legiones de Roma, sino salvajes abando-

    nados, sin esperanza ni jefes, aguardando a que el tiempo pasara. La guerra se desarrol-

    laba a su alrededor pero nadie los reclamaba para ningn frente. En Hispania combata

    el joven Escipin; en Italia, el hijo de Mximo luchaba contra el ejrcito de Anbal, y lo

    mismo con el resto de los tribunos perdonados; todos parecan tener su oportunidad de

    redimirse, pero ellos no. Las legiones V y VI de Roma estaban condenadas a pudrirse

    hasta que todos les olvidaran. Rogaron en vano al cnsul Marcelo tras su conquista de

    Siracusa; creyeron ver en l a alguien que intercedera en su favor; y lo hizo: un general

    clemente que se apiad de su lenta tortura, pero a quien Fabio Mximo deneg posibili-

    dad alguna de perdn para aquellos soldados manchados de deshonra y cobarda, segn

    dicen que haba sentenciado el viejo senador. Desde entonces ningn otro general se ha-

    ba interesado por ellos. Roma ganara o perdera aquella guerra, pero antes de recurrir a

    las legiones malditas la ciudad del Tber haba sacado de las crceles a los reos de

    muerte o liberado y armado a los propios esclavos o a legionarios casi nios. Cualquier

    hombre por vil o inexperto que pudiera ser era mejor a los ojos de Roma que los legi-

    onarios de las legiones malditas. Cayo Valerio sinti que algo le cegaba los ojos. Una

    de las fuleras brillaba y reflejaba en su rostro curtido la luz del sol. El veterano centuri-

    n sonri con lstima. De su pecho colgaban las viejas condecoraciones testigo de su

    valenta contra los piratas de Iliria o los galos del norte. All parecan fuera de lugar. Sin

  • embargo, l, tozudo, se esmeraba en sacarles brillo cada maana. Hoy acababa de matar

    a uno de sus hombres que de borracho que estaba no saba ni lo que haca. Aquello no

    tena sentido. Por qu albergar esperanza alguna de redencin?

    Cayo Valerio, sentado sobre la seca tierra de Sicilia, carraspe con profundidad sono-

    ra. Escupi en el suelo. Cerr los ojos. Un legionario, dubitativo, se acerc al centurin.

    El soldado llevaba un cuenco con el rancho. Valerio olisque en silencio. Percibi el

    olor intenso de la pasta de algarrobas que tenan para desayunar. Llevaban varios das

    con la misma comida cada maana. Era alimento para bueyes, pero los suministros de

    Agrigento o Siracusa se retrasaban sine die. Sus cartas de reclamacin estaban sin res-

    puesta. Valerio abri los ojos, tom el cuenco que le acerc el legionario y con la cucha-

    ra de madera que vena con el tazn empez a comer con disciplina. No tena hambre,

    pero deba dar ejemplo.

    2 Publio Cornelio Escipin

    Cartago Nova, Hispania, agosto del 209 a.C.

    - Hay mucha sangre -dijo el general Publio Cornelio Escipin. Un hombre joven, de

    apenas ventisis aos. Una juventud casi insultante para sus subordinados y, sin embar-

    go, todo haba cambiado desde la conquista de aquella ciudad, desde la cada de Cartago

    Nova-. Mucha sangre -repiti el joven general, como hablando para s mismo. A sus es-

    paldas Lucio Marcio Septimio, un veterano tribuno de cuarenta aos, le escuchaba con

    respeto.

    Se hizo el silencio.

    Ambos caminaban por lo alto de la muralla norte de aquella ciudad conquistada ape-

    nas unos das atrs. Marcio pens que el general esperaba una explicacin.

    - Estaba repleto de cadveres, mi general. Estuvieron retirando cartagineses muertos

    hasta ayer mismo.

    Publio se detuvo y se gir de sbito encarando al experimentado tribuno.

    - Debi de ser una lucha temible, Marcio, la que tuvo lugar aqu. Terebelio se gan a

    pulso la corona mural. Viendo esto me alegro de que se la hayamos concedido. Igual

    que a Digicio, por lo hecho junto con Lelio en la muralla sur -y de nuevo, dndole la es-

    palda al tribuno, el joven general continu hablando, como distante, meditabundo-. Fue

    un combate glorioso pero tan doloroso para ellos y para nosot

    Marcio no saba bien qu aadir. No saba ni siquiera si deba aadir algo. El joven

    general volvi a mirarle.

    - Tena un buen plan, Marcio, un plan perfecto. Slo as hemos podido conquistar es-

    ta ciudad en apenas seis das, pero sin el valor vuestro, Marcio, el tuyo, el de Lelio, el de

    Terebelio, Digi estra sangre esto no habra sido posible. Ahora es cuando

    creo por primera vez que tenemos una posibilidad, Marcio: los cartagineses nos triplican

    en nmero, pero yo tengo mejores oficiales, mejores soldados.

    Marcio hinch el pecho sin casi darse cuenta. Estaba claro que el joven general saba

    hacer que todos se sintieran bien, importantes, respetados. Qu diferente al vanidoso

    Nern, que tuvo el mando temporalmente en Hispania tras la cada de Cneo y Publio

    Cornelio Escipin, el to y el padre del joven general. Marcio le miraba atento mientras

  • este nuevo lder de las legiones romanas escrutaba el horizonte desde lo alto de la mu-

    ralla. El general volvi a hablar.

    - Hay que acelerar los trabajos para levantar este muro. Hay que hacerlo y hacerlo r-

    pido.

    - Estamos en ello, mi general, pero no creo que los cartagineses vayan a atacar pron-

    El joven Escipin le interrumpi.

    - Ellos tampoco esperaban que nosotros atacramos y ahora estn muertos. Que se

    aceleren los trabajos, Marcio. Toma el doble de hombres si hace falta.

    - De acuerdo, mi general. -Y Marcio baj del muro para dar las rdenes a sus legiona-

    rios.

    Publio Cornelio Escipin oteaba el paisaje hmedo y pantanoso de la laguna desde lo

    alto de la muralla norte de Cartago Nova. A su alrededor, decenas de legionarios se afa-

    naban en traer ms piedras y argamasa con la que cumplir las rdenes de su general: ele-

    var ese sector del muro veinte pies ms para proteger as la ciudad recin conquistada de

    un posible ataque cartagins de represalia. Publio arrugaba la frente y las comisuras de

    los ojos en un vano esfuerzo por descubrir alguna patrulla pnica en lontananza, pero no

    se vea nada. Los cartagineses, de momento, slo haban respondido con silencio y una

    cada vez ms fastidiosa quietud a su heroico asalto a la capital de la regin. Todo aquel

    vasto territorio no era sino tierra enemiga, hacia el interior, donde se encontraban las

    grandes minas de plata, hacia el sur e incluso hacia el norte. Slo unas pequeas fortifi-

    caciones y poblaciones de la costa eran fieles a los romanos: la retomada Sagunto, aun-

    que debilitada y en ruinas, y el campamento militar de Suero, establecido por el propio

    Escipin para salvaguardar sus rutas de abastecimiento desde el norte del Ebro. Slo al-

    l, cruzado el gran ro, aumentaban las fuerzas de Roma, pero aun as, con una frontera

    dbil y permeable a los ataques pnicos organizados. Y quedaba Tarraco, como capital

    romana en Hispania, donde su mujer embarazada y su hija pequea le esperaban ansi-

    osas por verle de nuevo junto a ellas. Haca meses desde que partiera y las dejara all, lo

    mejor protegidas que poda en aquel terreno hostil a la causa romana, ya por los propios

    cartagineses como por los mismsimos iberos, los pobladores originarios de aquel pas.

    Eran demasiados los enemigos a batir, demasiados los peligros y escasos sus recursos.

    Pens que la toma de Cartago Nova azuzara el caliente temperamento de Asdrbal, el

    hermano de Anbal, y le conducira a alguna accin descabellada contra la ciudad cada,

    una batalla de asedio que Escipin aprovechara para debilitar a los cartagineses, pero

    nada de todo aquello haba ocurrido. Asdrbal haba encajado la prdida de Cartago No-

    va con inteligencia y se haba contenido, a la espera de atacar a los romanos en campo

    abierto, donde les triplicaban en nmero. Publio baj la mirada y suspir. La lucha en

    Hispania iba a ser mucho ms complicada de lo que haba imaginado. Ahora lo nico

    que poda hacer era reconstruir y fortalecer las fortificaciones de Cartago Nova, dejar en

    ella una guarnicin lo suficientemente poderosa como para resistir cualquier ataque y

    replegarse hacia el norte, por la costa, pasando por Suero y Sagunto, hasta alcanzar el

    Ebro y luego Tarraco, con sus dos legiones, con sus dos nicas legiones. Necesitaba re-

    fuerzos. Necesitaba refuerzos como un rbol necesita agua para vivir. Necesitaba que

    Cayo Lelio, a quien haba enviado a Roma con todo tipo de prisioneros pnicos y riqu-

    ezas extradas de Cartago Nova, convenciera al Senado de lo preciso de enviar nuevas

    tropas a Hispania: dos legiones ms. Eso era todo. Tan poco y tanto a la vez. Dos legi-

    ones ms e Hispania sera suya. Sin refuerzos, por el contrario, los cartagineses, adverti-

    dos ya de su audacia, desconfiaran y no buscaran entrar en combate con l hasta unir

    sus tres ejrcitos, el de Asdrbal Barca, el de Magn Barca y el de Asdrbal Giscn, y

    slo entonces se lanzaran contra l en un golpe nico pero mortal y definitivo. Sin refu-

  • erzos tendra que hacer una guerra de ataques y repliegues agotadora para sus hombres y

    de resultados inciertos. Sacudi la cabeza. No. Esto no tendra por qu ser as. Estaba

    Lelio. En el Senado. Quiz lo consiguiera. Al menos una legin. S. Y forz una sonrisa.

    S. Habra refuerzos. Tena que pensar de esa forma. Si no, slo cabra esperar la inter-

    cesin de los dioses en su favor o verse abandonado por ellos y, como su padre y su to

    tres aos atrs, perecer en la cruel tierra de aquella regin. Quiz fuera buena ocasin

    aquella maana para hacer un sacrificio. Eso nunca estaba de ms. A los legionarios les

    gustaba. Les daba seguridad.

    Publio Cornelio Escipin comenz a descender de la muralla. Sus lictores le seguan.

    Todos se apartaban a su paso y le saludaban con respeto. Pese a su enorme juventud pa-

    ra ostentar el mando de dos legiones se haba ganado la lealtad de todos, por su habili-

    dad como estratega, por su valor en la batalla y porque se haba corrido la voz de que

    los dioses le protegan. Slo as poda explicarse el prodigio de tomar una ciudad inex-

    pugnable en tan slo seis das, sin traicin en el interior de la misma, sino slo por la fu-

    erza del asalto emprendido. Los dioses estaban con l, de eso estaban convencidos sus

    hombres, y Publio lo lea en sus ojos. No se esforz nunca en desmentir esa creencia.

    l, no obstante, se senta ms perdido, ms solo que nunca. Con Lelio lejos, su mejor

    hombre, se encontraba solo, aunque Lucio Marcio Septimio, quien ya combatiera con su

    padre y su to, se haba mostrado como un muy fiel tribuno. A lo mejor debi haber

    mandado a Marcio al Senado. Se le vea ms hbil con las palabras, pero tena ms con-

    fianza en Lelio. Adems, con el botn y los prisioneros de Cartago Nova exhibidos en

    Roma, no deberan hacer falta muchas palabras para persuadir a los senadores. Esas pru-

    ebas deberan abrir las puertas a los refuerzos; claro que estaba Fabio Mximo. Quinto

    Fabio Mximo. Publio frunci el ceo. Mximo ya neg refuerzos a su padre y su to,

    pese a las victorias iniciales de stos en Hispania, y ahora su padre y su to yacan muer-

    tos en aquellas tierras, abatidos en derrotas tremendas, fruto de la traicin y la falta de

    recursos, sin tan siquiera haber recibido los funerales que merecan como procnsules

    de Roma. Publio, hijo, sobrino y nieto de cnsules, se sinti amargo en su soledad. Sin

    su padre y su to, muertos, sin su mejor oficial, Lelio, ahora en Roma, y sin un hijo va-

    rn. Sobre Publio recaa todo el peso de la impresionante historia de una de las ms po-

    derosas familias de Roma. La responsabilidad le abrumaba. Tena a su hija Cornelia, pe-

    ro necesitaba un varn para preservar el clan, su familia, su historia. Emilia estaba em-

    barazada. sas haban sido buenas noticias que celebrara bebiendo con Lelio poco antes

    de la partida de ste hacia Roma. Publio tena puestas sus ilusiones en este nuevo emba-

    razo de su amada Emilia. Podra tratarse ahora de un nio. Lleg al pie de la muralla y

    se adentr en las calles de la ciudad en direccin a la gran puerta este, la que daba acce-

    so al istmo. All tena las tropas de maniobras. No haba dejado que sus hombres tuvi-

    eran un momento para la holgazanera pese a la gran victoria conseguida. Los necesita-

    ba fuertes y preparados. Permita, no obstante, que tomaran vino por la noche, con mo-

    deracin, que disfrutaran de mujeres y que comieran en abundancia. Los hombres as se

    sentan bien tratados y, a la vez, estaban preparados y dispuestos para el ataque o la de-

    fensa, segn aconteciera. Publio ensanch el pecho mientras andaba.

    No deba dar sensacin de desnimo ante sus legionarios. Cuando paseaba por la ci-

    udad o entre sus tropas era el centro de todas las miradas. Su apariencia, su porte, su se-

    guridad eran importantes. Eso se lo ensearon su padre y su to. S, quiz tuviera un hi-

    jo, y pudiera ser que Lelio regresara con refuerzos. Haba esperanzas en el horizonte.

    Todo era posible.

  • 3 El amigo de Plauto

    Roma, septiembre del 209 a.C.

    Tito Macio Plauto haba decidido cruzar el foro. Era ms frecuente que rehuyera aqu-

    ella ruta y que bordeara el centro de la ciudad, pero era temprano y pens que apenas

    habra gente. Entr al foro desde el norte, atravesando las tabernae novae donde los car-

    niceros y pescadores empezaban a exponer su mercanca. El olor a carne cruda y pesca-

    do fresco era penetrante, pero a Plauto aquello no le molestaba. Ahora era un reconoci-

    do autor de teatro, de comedias, como les gustaba enfatizar con cierta irona despechada

    a algunos de sus colegas escritores, autores de tragedias, de teatro serio, digno, eso dec-

    an. Pero Plauto creci entre las penurias y la miseria y el olor a plebe no le asustaba. Esa

    gente que trasladaba jabales abiertos en canal y colgaba pollos ensartados en grandes

    ganchos de hierro era la misma que le aclamaba las tardes de teatro, la que le alimenta-

    ba, la que haba hecho que su vida cambiara. Dej las tabernae novae y cruz el foro en

    perpendicular. En el centro de la gran explanada tuvo que rodear un nutrido grupo de li-

    bertos que se arremolinaban ya en las primeras horas del da en torno a la estatua de Si-

    leno o, como el pueblo la llamaba, el Marsias. Los esclavos que eran manumitidos y

    aquellos que conseguan comprar su propia libertad seguan la tradicin de visitar el cer-

    cado que rodeaba la estatua, y pasando junto a la vid, el olivo y la higuera que crecan

    junto a la misma, aproximarse hasta tocar elpileus, el gorro frigio de aquel ser de piedra

    que simbolizaba la libertad recin obtenida. Desde que la ciudad se vea obligada a re-

    currir a esclavos para completar sus ejrcitos en la interminable guerra contra Anbal,

    los desfiles de libertos frente a aquella estatua se haban quintuplicado. Plauto sigui

    avanzando y lleg al lado sur del foro. All, en las tabernae veteres los cambistas abran

    sus pequeos comercios, mirando con ojos nerviosos a un lado y a otro, siempre distan-

    tes, siempre temerosos del hurto o del engao. Plauto haba saboreado el amargo nego-

    cio de sus actividades prestatarias cuando en el pasado dependi de ellos para su fraca-

    sado intento de comerciar en telas. Los puestos de los cambistas haban crecido en n-

    mero con la ampliacin de los dominios de Roma, y an ahora, en medio de la guerra

    contra Anbal, sus servicios de cambio de moneda y crditos varios eran ms necesarios

    que nunca.

    Plauto paseaba despacio, en parte porque el peso de sus cuarenta y un aos se dejaba

    notar y en parte porque estaba tranquilo. Roma ya no era aquella urbe cruel con l, que

    le despreciara, una ciudad en la que antao se arrastrara mendigando limosna o algo pa-

    ra comer. Todo aquello haba pasado. Qu diferentes parecan las cosas ahora. Y, sin

    embargo, aquella guerra amenazaba con llevrselo todo por delante. Nueve aos de

    combates. Batallas en las que l mismo se vio involucrado para poder subsistir. Se son-

    ri con pena al recordar su paso por el ejrcito de Roma como miembro de las tropas

    auxiliares que salieron junto con las legiones hacia el norte para detener el avance de

    Anbal. De aquel tiempo slo recordaba con aoranza la amistad del joven Druso. Su

    nico amigo de verdad. La guerra era cruel y fra. Ni siquiera tuvieron tiempo de ver de

    dnde vena el enemigo, entre aquella densa niebla, aquel fatdico amanecer, junto al la-

    go Trasimeno. Los legionarios siempre estaban en manos de patricios aventureros que

    arriesgaban las vidas de los soldados sin conocimiento ni justificacin. Eran ms de una

    decena las legiones que haban ido cayendo ante Anbal y varios los cnsules muertos.

    Cayo Flaminio o Emilio Paulo eran los cados ms renombrados, pero junto con ellos

  • haban perecido decenas de senadores. Eso le hizo sentir un poco mejor a Plauto mient-

    ras segua esperando junto a las tabernae veteres la llegada de su nuevo amigo: Nevio.

    Cneo Nevio era un escritor de tragedia y poesa pica algo mayor que l y que haba

    disfrutado del xito desde haca ms tiempo. Plauto le apreciaba porque era de los pocos

    escritores que vean en sus comedias algo ms que un mero pasatiempo para el populac-

    ho. Plauto vio la figura gruesa de Nevio coronada con su cabeza casi sin pelo y su andar

    pesado cruzando el foro desde la explanada del Comitium, abrindose paso entre el tu-

    multo de libertos arremolinados junto al Marsias y alcanzando los puestos de los cam-

    bistas. Plauto cruz la explanada del foro y le sorprendi por detrs mientras Nevio ob-

    servababa a los libertos haciendo cola frente a la estatua del guerrero frigio. -Se les ve

    felices -dijo Plauto.

    Nevio reconoci la voz de su amigo. Le respondi sin sobresalto, con una voz pausa-

    da y manteniendo su mirada fija en los esclavos recin manumitidos.

    - Pobres libertos. No saben que van a algo peor que la esclavitud.

    - Qu quieres decir? -inquiri Plauto.

    Nevio se volvi hacia su amigo.

    - T, t ms que otros deberas saberlo: antes eran esclavos y malvivan, eso es cierto,

    pero ahora son slo carnaza para esta guerra inacabable, tropas auxiliares, primera lnea

    de combate, los primeros en caer heridos o muertos.

    Plauto asinti. Rememor sus tiempos en el ejrcito. Trat de borrar los funestos re-

    cuerdos sacudiendo la cabeza.

    - Es contradictorio, pero tienes razn, Nevio: mejor esclavo que legionario. Claro que

    hay algo peor.

    - Algo peor? -Esta vez era Nevio el confundido.

    - S, por todos los dioses: ser caln, esclavo de un legionario.

    Nevio rio a carcajadas lanzando su cabeza hacia atrs.

    - Cierto, cierto, por Jpiter, Plauto, siempre te superas. No es extrao que triunfes en

    Roma con tus comedias. Esclavo de un legionario, las dos desgracias juntas, no lo haba

    pensado.

    Plauto mir a su alrededor con el rabillo del ojo. Su amigo segua riendo y haba le-

    vantado demasiado el volumen de su voz.

    - Quiz no debiramos hablar de estas cosas en pbli

    - Muy al contrario -intervino Nevio con rapidez-, deberamos hablar mucho ms de

    estas cosas y siempre en pblico, incluso deberamos mencionar estos asuntos frente a

    nuestro pblico, en nuestras obras.

    Plauto vio acercarse una patrulla de triunviros que rondaban a esa hora por el foro.

    Haban aparecido girando por el templo de Castor y estaban cruzando el foro en diago-

    nal marchando directos hacia ellos. Plauto mir nuevamente a su alrededor. Les habra

    delatado alguien? Tan rpido?

    - Estamos en guerra y criticar al ejrcito es peligroso, Nevio -dijo Plauto sin dejar de

    vigilar la ruta de los triunviros.

    El aludido asinti, pero se rebel en sus palabras.

    - Es peligroso vivir, querido Plauto. Y s, es especialmente peligroso criticar al ejrci-

    to y a los senadores y a los patricios y los cnsules. Nadie relacionado con el poder pu-

    ede ser criticado porque estamos en guerra. Es un magnfico orden de co ra los

    que mandan. Y, sin embargo, querido amigo, en tu ltima obra, y no lo niegues porque

    lo recuerdo perfectamente, dices: opulento homini hoc servitus dura est, hoc magis mi-

    ser est divitis servos. [Qu duro es ser esclavo de un poderoso! Qu terriblemente des-

    graciado es el esclavo de un rico!]

  • - Ya. Dud antes de ponerlo. Y sigo preocupado desde que se estren la obra. A veces

    siento que me vigilan. -Y seal hacia la espalda de Nevio-. Los triunviros enen ha-

    cia aqu.

    Nevio se volvi despacio. Los soldados se acercaban con paso firme. Ambos amigos

    contuvieron la respiracin. Los legionarios pasaron ante ellos con paso veloz sin deter-

    nerse. Se dirigan a la Curia Hostilia, donde se reuna el Senado de Roma.

    - Al final conseguiste que me pusiera nervioso yo tambin, por Jpiter! -exclam

    Nevio dejando salir el aire contenido en sus pulmones durante unos segundos-. Eres un

    loco y adems te crees el centro del mundo: acaso crees que los triunviros no tienen ot-

    ra cosa de qu preocuparse que de lo que t escribes en tus obras?

    - Lo siento, pero a veces pienso que jugamos con fuego. Tengo dudas sobre esta re-

    unin.

    Nevio abraz a su amigo por la espalda.

    - Nadie dice, querido Plauto, que no sea peligroso, pero debemos hablar, primero ent-

    re nosotros, entre los que sabemos en esta ciudad y luego, una vez que estemos de acu-

    erdo, debemos hablar en pblico, al pblico. No podemos quedarnos de brazos cruzados

    esperando que toda Roma termine como cadveres en los campos de batalla. Al princi-

    pio de la guerra haba casi doscientos cincuenta mil ciudadanos romanos. Hoy apenas

    son doscientos mil. Cul es el lmite?

    - Vis upongo que necesitamos preservar a nuestro pblico, no podemos per-

    derlos a todos o nadie vendr a nuestras obras.

    - Eso es bueno -Nevio volvi a rer-, eso no lo haba pensado: si todos mueren nos

    quedamos sin pblico; espera que se lo cuente a Livio: eso sera quiz lo nico que le

    persuada. Seguro que no lo ha pensado. Anda, vamos, acompame y, por todos los di-

    oses, alegra esa cara. Pareces culpable de algo, de todo, y ya sabes que en Roma lo que

    importa son las apariencias.

    Plauto intent relajar un poco la adusta expresin de su rostro, irgui su espalda y se

    alej del foro caminando junto a su amigo. Cruzaron el foro transversalmente, dejaron a

    su derecha las tabernae veteres y bajaron por las calles que discurran paralelas a la Clo-

    aca Mxima en direccin al Foro Boario, donde a esas horas se compraba y venda el

    ganado. El hedor de la gran cloaca de Roma y la imagen de los corderos en venta para

    ser sacrificados se mezclaron en su mente de forma convulsa. Eso era Roma: hedor y

    ganado con el que comerciar. Y, sin embargo, haba empezado a amar a esa misma ci-

    udad que tanto le haba hecho sufrir. Las ideas de Nevio, no obstante, proponan alterar

    este inicio de paz y estabilidad que su vida haba encontrado en Roma. Tena, una vez

    ms en su agitada existencia, miedo. Senta que de nuevo se estaba metiendo en proble-

    mas pero, como en otras ocasiones, se dejaba llevar por los acontecimientos pese a sen-

    tir presagios nefastos. Adems estaba seguro de que Casca, su protector y el que financi-

    aba sus obras, no estara nada contento si se enteraba de su amistad con Nevio.

    - Cuidado!

    Plauto sinti que Nevio le coga por la espalda. Un carro tirado por caballos pas casi

    al galope y tras l un segundo vehculo. Plauto no tuvo tiempo de ver quin iba en el

    primero, pero el segundo pareca llevar a un oficial del ejrcito. Estaban en la intersecci-

    n entre el Vicus Tuscas y el Clivus Victoriae.

    - Aqu siempre hay que ir con mil ojos -aadi Nevio-. Y t, mi querido Plauto, siem-

    pre tan distrado.

    Plauto asinti.

    - No deberan permitir esos vehculos y a esas velocidades por el centro mismo de la

    ciudad -dijo el comedigrafo.

  • - A Catn, protegido de Quinto Fabio Mximo? -Nevio hablaba entre risas-. Yo slo

    quiero poder hacer pblicas mis crticas a esta guerra y t ya quieres prohibir circular

    por Roma a uno de sus hombres ms poderosos. Por cosas como sta me encanta hablar

    contigo.

    - Ests seguro de que era Catn? -pregunt Plauto en voz baja. -El mismo -asever

    su amigo Nevio-, pero tranquilo, que a esa velocidad no pueden or cmo les critica el

    pueblo.

    Siguieron caminando. Nevio dio unas palmadas en la espalda de

    Plauto y se adentraron entre los puestos de ganado del Foro Boario, el cual cruzaron

    rpido, molestos entre otras cosas por el mal olor de los animales hacinados y el gento

    que se arremolinaba en cada esquina. Siguieron hacia el sur, dejando a su izquierda el

    gran altar, el Ara Mxima Herculis Invicti, en honor del todopoderoso Hrcules. Tras l,

    ambos amigos saban que se encontraban las crceles del circo de Roma, un lugar de-

    sagradable del que era mejor alejarse, aunque todos saban que ms horribles eran las

    mazmorras de la crcel subterrnea excavada en tiempos arcanos junto a la plaza del

    Comitium, lejos, al norte, en el foro, desde donde haban empezado su caminata en bus-

    ca de la casa del poeta Ennio. Entraron as en las callejuelas del Aventino y ante sus oj-

    os desfilaron los templos que los antiguos reyes y cnsules levantaran en aquel viejo

    barrio de la ciudad haca decenas de aos, en algunos casos siglos: el templo de Diana y

    el templo de la Luna, erigidos ambos por el rey Servio Tulio; el templo de Minerva, y

    luego el de Juno Regina, cuya construccin fue ordenada por el cnsul Camilo tras los

    acontecimientos del asedio de Veyes y, finalmente, el moderno templo de Iuppiter Li-

    bertas, levantado por mandato de Sempronio Graco no haca ni veinte aos. Plauto no

    pudo evitarlo.

    - Tanta religin, tantos templos levantados en honor de tantos dioses y qu poco se

    acuerdan ellos de nosotros.

    - Te equivocas, querido Plauto, ah te equivocas. Se acuerdan cada da y cada noche

    de nosotros. Es slo que los dioses se regocijan mortificndonos. Por eso esta guerra,

    por eso tanto sufrimiento.

    Plauto pens en argumentar sobre la sacrilega sentencia de su amigo, pero, examinan-

    do su vida, aquella visin de Nevio sobre los dioses era, a fin de cuentas, la que mejor

    explicaba la mayor parte de las cosas que le haban sucedido. Un pensamiento le atemo-

    riz: ahora que le iba tan bien y que era un escritor respetado y amado por el pueblo de

    Roma, sera que los dioses se haban olvidado de l? Mejor as. Se encogi de hombros

    sin decir nada y sigui a su amigo. Estaba cansado. En casa de Ennio habra buena co-

    mida y bebida. Carpe diem.

    Llegaron en pocos minutos. La casa del poeta era una pequea domus, sin apenas ves-

    tbulo, de modo que en cuanto un esclavo les abri la puerta y les dej pasar, Plauto y

    Nevio se encontraron en medio del atrio de la casa. All les recibi con afecto Ennio, el

    joven poeta que haba aceptado la propuesta de Nevio de acoger a todos los escritores

    importantes de la ciudad para debatir sobre poltica. Eso era lo mismo que decir que qu-

    era cuestionar el actual curso de los acontecimientos, pero dicho de un modo ms su-

    ave. Ennio se haba esmerado: en los diferentes divanes que conformaban el triclinium

    ya se encontraban otros escritores, entre los que destacaba la vieja figura del respetado

    Livio Andrnico: el ms veterano de todos ellos, tambin el ms conservador. Plauto re-

    cord las palabras de su amigo Nevio al describir a Livio: un hueso duro de roer, mejor

    dicho, un hueso viejo y duro de roer, mejor an, un hueso del que apenas queda ya nada

    por roer. La carcajada de Nevio retumbaba an en la mente de Plauto, pero en aquel

    momento, al ver al viejo escritor all reclinado, comiendo aceitunas en espera de la co-

    mida que haba organizado el joven Ennio, aquel anciano no pareca alguien tan temib-

  • le. Y, sin embargo, el desenlace de la velada no hizo sino confirmar los temores de Ne-

    vio.

    Se sirvi lechuga y atn de entrantes, pollo de plato principal y uva de postre. Con los

    postres comenz la larga comissatio o sobremesa en la que Nevio no tard en exponer

    sus ideas: haba que hacer ver al pueblo la sangra que estaba suponiendo aquella guerra

    sin fin; lo mejor era intentar detener aquella locura, incitar al Senado para que pactara

    una paz con Cartago, sembrar ese mensaje en sus obras, difundirlo en cada representaci-

    n hasta que calara en el pueblo. Plauto apoy a Nevio como pudo. Senta sus palabras

    torpes al lado de la depurada retrica de su colega. Ennio aludi a su condicin de anfit-

    rin para proclamarse neutral en el debate y se limit a invitar a que el resto participara

    en la discusin con sus opiniones, pero todos callaron y miraron a Livio Andrnico. El

    viejo escritor era para los poetas y dramaturgos de Roma lo que Fabio Mximo repre-

    sentaba para los senadores y dems polticos, por eso, cuando carraspe antes de hablar,

    todos dejaron de comer fruta, de masticarla e incluso, algunos, hasta dejaron de respirar

    unos instantes.

    - La guerra es una sangra, s -empez Livio Andrnico-. Eso es un hecho incuesti-

    onable, pero esta guerra la empez Anbal. Roma se defiende. Eso tambin es un hecho

    irrefutable que ni vuestras palabras ni las mas podrn cambiar. Ese argumento tan slo,

    en manos de un senador mediocre, ser suficiente para diluir cualquier idea en el sentido

    de alcanzar una paz con Cartago y, en manos de alguien como Fabio Mximo, la idea de

    que Roma tan slo se defiende ser un arma tan poderosa que, si nos oponemos abierta-

    mente a luchar, nos barrer de un solo soplido. Somos slo escritores, poetas. Entreten-

    gamos los unos al pueblo, como hace nuestro amigo Plauto con tanto acierto, y cante-

    mos las hazaas de nuestros hroes, como tan bien sabe hacer nuestro anfitrin. -Y mir

    a Ennio, que le respondi con un cabeceo de asentimiento-. La guerra es inevitable, su

    final, incierto. Roma, amigos mos, es un enigma que se encuentra en una encrucijada.

    Hemos perdido cincuenta mil ciudadanos en esta guerra. Nevio pregunta cuntos ms

    habrn de morir antes de que esta contienda concluya. Yo os responder: tantos como

    haga falta hasta que se derrote a Anbal y todos, incluidos nosotros, si es l el que nos

    vence. Las palabras tienen cierto poder, pero el de las armas es muy superior y el tiempo

    de las palabras se desvanceci cuando Fabio Mximo declar la guerra ante el mismsi-

    mo Senado de Cartago. Me sorprende an que los cartagineses le dejaran salir con vida

    de all, pero diva sa es otra historia. Mi respuesta, en conclusin, a lo que propone

    Nevio es que no ser yo quien empiece a cuestionar a los cnsules y a los senadores

    sobre el modo de conducir esta guerra. En mi caso me limitar a escribir, a asistir a vu-

    estras obras cuando stas se representen y a cenar con vosotros cuando me invitis. Para

    eso me tendris siempre, para lo otro nunca. -Con esto se levant y se dirigi hacia En-

    nio-. Y debis perdonarme, pero mi edad me obliga a retirarme temprano. Espero que

    pasis una hermosa velada. Con permiso de nuestro anfitrin os dejo. Que los dioses os

    sean propicios.

    Livio se levant, salud a Ennio y se despidi de todos sin decir ms. Plauto observ

    la decepcin anclada en el rostro de su amigo Nevio, que le musit un comentario en

    voz baja.

    - Valiente mentiroso est hecho. Se va pronto porque se va de putas. Y encima dice

    que es viejo. Slo para lo que le interesa.

    Y Nevio tena motivos para su desilusin. A los pocos minutos, el resto de los invita-

    dos fue desapareciendo. El intento de Nevio por alimentar la rebelda entre sus colegas

    haba quedado en nada. Plauto no pudo evitarlo: en el fondo se senta ms tranquilo. Ya

    haba padecido hambre, miseria y esclavitud en el pasado y tena pavor a revivir una si-

    tuacin similar. A fin de cuentas, quizs el propio Livio tuviera razn. En cualquier ca-

  • so, Plauto se sinti mal por su pobre amigo. Nevio estaba desolado. Por un momento,

    Plauto temi que su amigo estuviera tramando alguna insensatez.

    4 El futuro de Lelio

    Roma, septiembre del 209 a.C.

    El sol de aquel final de verano caa implacable sobre la sudorosa frente de Cayo Le-

    lio, tribuno de las legiones desplazadas a Hispania bajo el mando de Publio Cornelio Es-

    cipin. Lelio se sec algunas gotas que se deslizaban sobre las mejillas con la propia to-

    ga blanca inmaculada que vesta. No quera que el sudor llegara a su barba, eso le mo-

    lestaba sobremanera. Pero no era el calor lo que le agobiaba, sino el fracaso. Haba pro-

    curado engalanarse oportunamente para acudir al Senado; sin embargo, ni sus ropas ni

    sus argumentos ni la gran conquista de Cartago Nova, ni los rehenes cartagineses ni el

    botn conseguido parecan haber impresionado a los senadores, al menos lo suficiente

    como para conseguir esos refuerzos que su general y amigo Publio Cornelio Escipin le

    haba encargado conseguir. El sudor era pues el fruto agrio del vano esfuerzo por inten-

    tar convencer a un Senado sorprendentemente reacio a escuchar peticiones provenientes

    de un general victorioso. Aquello le haba sorprendido. Una cosa es que los senadores

    no quisieran empear ms recursos del Estado en empresas que se prueban infructuosas,

    pero no era frecuente negar refuerzos all donde las cosas empezaban a ir bien despus

    de varias terribles derrotas, all donde un general romano estaba enderezando el curso de

    los acontecimientos.

    Se detuvo junto a la higuera Ruminal, en medio de la explanada del Comitium, frente

    al edificio de la Curia. Aqulla era la higuera en la que la tradicin dictaba que el Tber,

    en una de sus legendarias crecidas, haba depositado la canastilla con Rmulo y Remo,

    los fundadores de la ciudad. Bajo aquel rbol de leyenda Lelio senta una mezcla de ca-

    lor y desazn. Senta que haba fallado a su general. Incluso, por un instante, temi que

    el joven Escipin se lo echara en cara, pero sacudi la cabeza; aqulla no sera su reac-

    cin. Seguro que, aunque frustrado y dolido con el Senado, como el propio Lelio, Pub-

    lio le quitara importancia; el joven general hara alguna broma y se retirara a preparar

    una nueva campaa en Hispania contra tres ejrcitos cartagineses con las exiguas dos le-

    giones de las que dispona, buscando alianzas con las tribus indgenas, maquinando al-

    gn nuevo plan, alguna insospechada estratagema y, cuando todo estuviera diseado,

    Publio le llamara un atardecer a su casa de Tarraco para desvelrselo y recoger su opi-

    nin. As seran las cosas. Lelio apret los labios mientras contemplaba el suelo y su

    mente navegaba hacia Hispania.

    - Cayo Lelio, enviado de Publio Cornelio Escipin? -Una voz de hombre, pero agu-

    da y rasgada, le interpelaba a su espalda.

    Lelio se volvi lentamente, seguro de s, un poco molesto por verse interrumpido en

    su meditacin en medio de su tiempo de recuperacin del fracaso recin cosechado en el

    Senado. Al girarse, el adusto militar romano vio varias decenas de magistrados saliendo

    del edificio del Senado, algunos reunidos en pequeos grupos en el senaculum junto a la

    Curia y otros difuminando sus siluetas por las calles de Roma. Frente a l estaba un

    joven ciudadano, aproximadamente de la misma edad que el propio Publio, pero con ot-

    ra expresin en el rostro y con un aspecto muy diferente: era un hombre joven y delga-

  • do, demasiado delgado, casi cadavrico, con un entrecejo profundo dibujado entre los

    ojos que mantena a la espera de recibir respuesta a su pregunta.

    - Eres Cayo Lelio -se respondi a s mismo el que haba preguntado ante el obstinado

    silencio del propio Lelio-. Te he esperado hasta que salieras del Senado. Yo soy Marco

    Porcio Catn. Me enva Quinto Fabio Mximo, cnsul de Roma. Quinto, Fabio, Mxi-

    mo.

    El joven mensajero repiti el nombre de quien le mandaba slaba por slaba, dejando

    salir cada sonido despacio y rematando el nombre completo con una tenue y extraa

    sonrisa plasmada entre unos finsimos labios.

    Evidentemente, Cayo Lelio reconoci el nombre de Fabio Mximo, el viejo y experi-

    mentado senador de Roma, elegido cinco veces cnsul y una vez dictador de la Repbli-

    ca y ahora princeps senatus permanente en razn de su edad y su experiencia; un homb-

    re en todo extremo poderoso, respetado por sus colegas y temido por sus enemigos. Se-

    gn algunos, igual de temido por sus amigos. La cuestin con el viejo cnsul era saber

    de qu lado consideraba Fabio Mximo que se encontraba uno, si a su favor o en su

    contra. El anciano senador no pareca dejar demasiado espacio para opiniones interme-

    dias.

    - Qu desea el cnsul? -pregunt al fin Lelio.

    Catn esper unos segundos con su sonrisa en los labios. Estaba devolviendo con si-

    lencio el silencio anteriormente recibido. Lelio saba reconocer el rencor en los ojos de

    un hombre y, sin duda, aqul era un hombre profundamente vengativo. Lo tendra pre-

    sente para el futuro.

    - Bien -dijo al fin el joven enviado desdibujando su sonrisa con inusitada rapidez y

    retornando a su semblante rgido y serio con un nuevo ceo fruncido-. Fabio Mximo

    desea entrevistarse contigo, en privado. Hay ms asuntos de Hispania que le interesan,

    adems del tema de los refuerzos que el Senado ha negado, pero desea plantear

    propues en su casa. O es que tienes algo ms importante que atender?

    No era una pregunta. Lelio llevaba muchos aos dando y recibiendo rdenes y saba

    cundo una pregunta no esperaba respuesta. El comandante romano respondi lo nico

    que poda decirse.

    - Estoy a tu disposicin.

    - Bien, sigeme entonces.

    Catn se gir y comenz a caminar con celeridad en direccin opuesta al edificio de

    la Curia donde tenan lugar las deliberaciones del Senado. Lelio le sigui. Detrs de el-

    los varios esclavos armados con espadas y pila propios de legionarios les escoltaban.

    Estaba claro que aquel hombre no confiaba demasiado en las calles de Roma. La cuesti-

    n era si confiaba en alguien, esto es, ms all del propio cnsul que le enviaba. Propu-

    estas?

    Cruzaron el foro, pasando por encima de la Cloaca Mxima, cuyo hedor era especial-

    mente desagradable en las postrimeras del verano. Lelio vio el agua sucia discurriendo

    por el canal y pens cunta razn tenan aquellos que proponan que deba taparse de

    una vez, pero la guerra impona trabajos y ocupaciones ms urgentes para los ingenieros

    que la sanidad y el bienestar de los ciudadanos de la urbe.

    As caminaron durante unos doscientos pasos ms por el Vicus Tuscus, una concurri-

    da calle que transcurra en paralelo a la Cloaca Mxima hasta llegar a dos carros tirados

    por sendos caballos y custodiados por tres hombres, parados en la interseccin con el

    Clivus Victoriae. Catn subi en el primero de los carros junto a un conductor y un esc-

    lavo gigante que actuaba a modo de guardaespaldas e indic a Lelio que hiciera lo pro-

    pio con el otro carro. Nada ms subir, escoltado por uno de los guardias y otro conduc-

    tor, el vehculo de Lelio se puso en marcha persiguiendo velozmente el carruaje de Ca-

  • tn. Salieron tan rpido que casi arrollaron a dos ciudadanos que se cruzaban en su ruta.

    Lelio agradeci que al menos uno de aquellos hombres fuera de reflejos rpidos y retu-

    viera a su compaero evitando as ser aplastados por los caballos del carro.

    Casi al galope, rodeando la colina del Palatino, presidida por el templo de Jpiter

    Vctor, llegaron a la puerta Capena, al sureste de la ciudad, y entraron en la Via Appia.

    Por ella rodaron unos cinco minutos hasta desviarse en uno de los mltiples caminos de

    tierra que partan de la calzada romana, justo antes de alcanzar el desdoblamiento de la

    Via Appia y la Via Latina. Avanzaron durante otros veinte minutos hasta alcanzar una

    colina sobre la cual se dibujaba el perfil de una inmensa villa, rodeada de varias casas

    para esclavos, cercados para el ganado e imponentes y altos cipreses que, afilados, se er-

    guan como vigilantes perpetuos de aquel camino: la villa personal de Quinto Fabio M-

    ximo, una gigantesca mansin desde donde Lelio poda respirar en el aire el poder que

    emanaba desde cada piedra, desde cada ventana, desde cada habitacin de aquel majes-

    tuoso recinto. Y pensar que Anbal estuvo acampado all cerca apenas haca dos aos.

    A medida que se acercaban, Lelio observ la extensa plantacin de viedos que pob-

    laba las laderas de la colina. Sin duda, una de las mayores del entorno de la gran ciudad.

    Aquello le hizo recordar que su primera idea al salir del Senado haba sido la de tomar

    un buen vaso de vino fresco y mitigar as un poco su sensacin de derrota. Quizs el vi-

    ejo senador tuviera al menos la cortesa de regalarle con algo de buen vino de cosecha

    propia. No obstante, algo le deca al veterano oficial romano que si Fabio Mximo invi-

    taba a alguien a una copa en su casa esa copa sera de elevado coste personal. Lelio se

    senta incmodo en aquella situacin, pero rechazar una invitacin de uno de los homb-

    res ms poderosos de Roma, no, del ms poderoso hombre de Roma, no pareca una bu-

    ena estrategia para hacer amigos en la ciudad. Haba hecho lo correcto: aceptar la invita-

    cin, acudir adonde se le llevase y escuchar. Las circunstancias y su criterio dictaran

    por dnde conducirse durante la entrevista. Bueno, quiz restaba otro hombre de igual

    importancia en la ciudad: el aguerrido senador Marcelo, cuatro veces cnsul. S, sin du-

    da, los dos hombres se disputaban ser el senador ms respetado o ms temido de Roma.

    Slo que Marcelo pareca concentrar ms sus esfuerzos en el campo de batalla, frente a

    las tropas de Anbal, mientras que Mximo pareca repartir sus energas entre la guerra

    y las intrigas por controlar Roma.

    Mientras Lelio entretena su mente con estos pensamientos, fue conducido por varios

    guardias a travs de un cercado primero y luego un muro que rodeaba la gran casa del

    senador. Llegaron as al vestbulo de la villa y, por fin, a un gran atrio adornado con di-

    ferentes mosaicos encargados por Fabio Mximo a los mejores artesanos del momento.

    En los mosaicos se recogan diversas escenas donde se adverta la figura del propietario

    de aquella gran domus derrotando a diferentes enemigos de Roma. Destacaba especial-

    mente un gran conjunto de miles de pequeas teselas que recreaba el primer gran triunfo

    celebrado por Fabio Mximo para festejar su victoria sobre los ligures en el ao 521 ab

    urbe condita segn rezaba al pie del mosaico. De eso ha lio se entretuvo cal-

    culando el tiem intitrs aos. Unos artesanos trabajaban con tesn en una esqu-

    ina del atrio en otro gran mosaico.

    - Ya est aqu, mi seor -coment Catn con tiento. Fabio Mximo le mir desde su

    butaca.

    - Bien, querido Marco -empez el cnsul-, ha llegado el momento del da en el que se

    compra la voluntad de un hombre.

    Catn asinti, pero el viejo cnsul percibi duda en el gesto de su joven pupilo.

    - Crees que ese hombre es incorruptible, verdad, Marco? -pregunt Fabio Mximo-.

    Crees que nada hay en este mundo que pueda quebrar su lealtad a ese infausto joven Es-

  • cipin que nos importuna desde Hispania con sus cada vez ms extravagantes acciones

    militares, no es as?

    Catn no quera admitir que, en efecto, en esta ocasin, disenta del plan de su men-

    tor.

    - Llevan muchos aos juntos, desde Tesino -empez Catn a modo de justificacin-.

    Tesino, Trebia, Cannae y ahora la campaa en Hispania. El campo de batalla une a los

    hombres de forma extraa. Y est tambin esa promesa que hizo el tribuno Lelio al pad-

    re del joven Escipin, la de protegerlo siempre.

    El cnsul le escuch atento. Tom un sorbo de la copa de vino que sostena en la ma-

    no, la dej entonces en una pequea mesita y tom la palabra.

    - Tu juicio es ajustado, joven Marco: no hay nada que una ms a dos hombres que

    compartir victorias en el campo de batalla y, ms an, sobrevivir juntos a una o, como

    es el caso, varias derrotas. Adems est el juramento que mencionas. Eso tampoco es

    desdeable. No lo es. Pero volvamos al campo de batalla, ah es donde se forja el desti-

    no de los hombres. Estos hombres, Escipin y Lelio, han sobrevivido a varias derrotas y

    de entre ellas a la peor de todas, a la temible masacre de Cannae. En eso te doy la razn:

    nos encontramos ante un profundo lazo entre ellos, pero aqu es donde tu experiencia se

    queda corta frente a la ma, querido Marco. Vers: todo hombre es corruptible, Marco,

    absolutamente cualquier hombre, hasta el ms honesto es corrompible, pues, de un mo-

    do u otro, todos tenemos un punto dbil. La sagacidad del que te habla, joven Marco, re-

    side en la destreza que tengo de detectar el punto dbil de cualquier hombre. sa es la

    tarea difcil. Una vez detectado ese punto, el resto es trabajo para principiantes, casi una

    tarea inapropiada para m, aunque me ocupar de la misma, me ocupar, por todos los

    dioses que lo har, pero que pase ya ese oficial. Ser un agradable entretenimiento dilu-

    cidar cul es la ambicin o la duda o el sentimiento que hace dbil a quien t juzgas in-

    domable.

    Catn asinti y parti en busca de la presa con disciplina, aunque cuando consider

    que, una vez dentro del tablinium, no estaba ya a la vista del cnsul, Marco neg con la

    cabeza en claro desacuerdo con su mentor: aquel oficial no sera una pieza tan sencilla

    de cazar. Era cierto, no obstante, que el experimentado cnsul ya le haba sorprendido

    en ms de una ocasin, pero se haca viejo, demasiado anciano para esgrimir su poder

    con la maestra habitual. En todo caso, en un rato se vera quin de los dos estaba en lo

    cierto: la voluntad de un hombre estaba en la partida.

    Lelio paseaba por el atrio con las manos a la espalda, estudiando con atencin los im-

    presionantes muros de teselas diminutas con sus batallas, asedios, conquistas. El viejo

    senador pareca no tener prisa en hacer acto de aparicin y de Catn no saba nada desde

    que hablaran en el foro antes de subir a los carros. Sin duda, el carro de Catn lleg an-

    tes que el suyo, que haba ido ralentizando su marcha de forma deliberada para que as

    el enviado del cnsul pudiera advertir a Fabio Mximo de la llegada del tribuno romano

    con tiempo suficiente. Lelio imaginaba a Catn relamindose al transmitir con orgullo

    el cumplimiento de la misin encargada.

    All, en aquel amplio atrio, no haba apenas plantas, slo los mosaicos y pinturas al

    fresco. Las pinturas tambin estaban dedicadas a cantar las glorias del poder adquirido

    por el actual cnsul en el transcurso de sus diferentes mximas magistraturas. Un cuadro

    mural que cubra gran parte de una de las paredes estaba nuevamente centrado en most-

    rar la victoria de Fabio Mximo en su campaa contra los ligures del norte. Y as con

    cada pintura, con cada conjunto de teselas. Si la intencin de toda aquella parafernalia

    del atrio era la de hacer ver a cualquiera que all esperara la grandeza del dueo de aqu-

    ella casa y, a un tiempo, empequeecer al visitante, sin duda resultaba efectiva. El pro-

    pio Lelio, pese a ser tribuno, jefe de la caballera romana e incluso almirante de la flota

  • de Hispania, no poda sino sentir admiracin y respeto ante una vida de combate y vic-

    torias; claro que all no estaban recogidos numerosos episodios oscuros de diferentes

    mandatos del cnsul, como sus controvertidas campaas contra Anbal en territorio it-

    lico, de discutibles resultados para muchos, como la extraa batalla de los desfiladeros

    de Casilinum.

    Lelio se aproxim despacio a los artesanos que trabajaban en el nuevo mosaico. Eran

    tres hombres: dos aprendices jvenes y un artesano mayor, de unos cuarenta aos, que

    examinaba con minuciosidad las teselas que sus pupilos acababan de depositar en la ba-

    se del nuevo gran panel sobre el suelo. Lelio se dirigi a este ltimo.

    - Y esta nueva obra a qu est dedicada?

    El veterano artesano se gir y evalu la figura de quien le preguntaba antes de res-

    ponder. La robusta presencia del oficial romano le pareci digna de consideracin, de

    modo que, separndose un par de pasos de la obra en curso, se situ frente a Lelio.

    - Est dedicada a la toma de Tarento por el cnsul Quinto Fabio Mximo, seor de

    esta casa.

    Lelio asinti con reconocimiento y mir la parte que ya llevaban elaborada. En el mo-

    saico a medio realizar se vean las murallas de lo que representaba la ciudad de Tarento

    elevndose por encima de hombres y bestias destacando as lo inexpugnable de aquella

    fortaleza. En el otro extremo del mosaico se representaba con nitidez las legiones dirigi-

    das por Fabio Mximo asaltando aquellas murallas pese a lo aparentemente imposible

    de su empeo. Lelio pens en preguntar si los brucios que traicionaron a los tarentinos

    abriendo las puertas de la ciudad para permitir al viejo cnsul la toma de la fortaleza

    iban a aparecer tambin representados en la obra, pero estim al fin que no vena al caso

    incomodar a unos artesanos que, a fin de cuentas, no podan sino ejecutar su labor segn

    las instrucciones recibidas.

    - Impresionante -contest Lelio.

    El artesano se sinti alabado e iba a empezar una explicacin sobre su tcnica a aquel

    interesado visitante cuando una voz le impidi disfrutar de unos minutos de gloria.

    - Por aqu -Catn hizo acto de aparicin de nuevo e, ignorando a los artesanos, se di-

    rigi de modo seco a Cayo Lelio-. El cnsul te recibir en el jardn.

    Lelio se volvi hacia Catn. Decididamente, aquel joven y esqueltico mensajero del

    cnsul posea el don del sigilo. Apareca y desapareca casi como un druida galo en los

    bosques del norte. Al menos eso haba odo Lelio que contaban de los druidas.

    El oficial romano pas por el tablinium que daba acceso al peristilo porticado de dos

    plantas que rodeaba un bello jardn. Era una tarde agradable y el sol acariciaba cada rin-

    cn de aquella verde isla en aquella fortaleza de mrmol, piedra y ladrillo. En una esqu-

    ina, a la sombra de una inmensa higuera que emerga por encima del propio prtico y

    que impreganaba todo de su espeso aroma, refrescante e inconfundible, el viejo cnsul

    de Roma, recostado en un triclinium, degustaba con aparente aire distrado una copa.

    Junto a l dos hermosas esclavas. Una sostena un jarrn con vino, preparada para relle-

    nar la copa del cnsul cuando ste as lo indicara, y otra portaba un ancho plato de cer-

    mica lleno de frutas diversas, algunas desconocidas a los ojos de Lelio, pero de entre las

    que destacaban unas hermosas uvas frescas.

    No haba otro triclinium donde reclinarse sino tan slo un austero solium de madera

    de respaldo alto y recto, frente al cnsul. Catn seal la butaca a Lelio y desapareci

    tan sigilosamente como haba entrado. Lelio, no obstante, no se sent. Antes se dirigi

    al cnsul.

    - Te saludo, Quinto Fabio Mximo, noble cnsul de Roma, que los dioses te guarden

    y te sean propicios.

  • - Salve, salve -empez el cnsul, acompaando sus palabras con un breve gesto de la

    mano-, y sintate, sintate. Un valeroso soldado de Roma es siempre bienvenido en esta

    casa, siempre bienveni

    Cayo Lelio se sent. Lo de soldado le haba herido, pero cmo discutir con un ex

    dictador cinco veces cnsul. Adems, de sobrenombre Mximo, un apelativo obteni-

    do por el bisabuelo de Quinto Fabio al derrotar a los sabinos, de eso haca ya decenas de

    aos, pero la familia Fabia no haba dejado de usar aquel ttulo que los destacaba por

    encima de los dems. S, quiz para Fabio, Lelio slo alcanzaba la categora de soldado.

    Adems, su familia no era patricia, ni nadie haba liegado a ejercer la mxima magistra-

    tura entre sus antepasados. Sin duda, hoy el cnsul consideraba que se estaba rebajando.

    - Cayo Lelio. Un leal a Roma. Gran combatiente. Has servido en numerosas y difci-

    les batallas. -El cnsul enumeraba los acontecimientos a los que se refera despacio-.

    Unas cuantas derrotas, como Tesino, o Tre guna victoria, como la reciente con-

    quista de Cartago Nova. En cualquier caso, un leal a Roma. Es esta lealtad tuya, esta ca-

    racterstica la que me ha impulsado a llamarte hoy. Puedo invitarte a una copa de vino?

    Lelio haba pensado que esa pregunta no iba a llegar nunca.

    - S y lo agradezco. Hace calor y seguro que tu vino apaciguar mi sed, noble cnsul.

    Una de las esclavas acerc una copa de vino a Lelio y una tercera esclava entr en el

    jardn con otra jarra, diferente a la del cnsul, y le llen la copa. Lelio sabore el vino.

    Era bueno, sabroso, algo suave para su gusto, demasiado rebajado con agua, pero quiz

    lo suyo no era el refinamiento que se estilaba en los banquetes y comidas senatoriales.

    Tambin le qued la duda de si aquel vino sera el mismo que el cnsul estaba tomando

    o si quizs el cnsul regalaba diferentes vinos en funcin de la alcurnia de sus huspe-

    des. En cualquier caso, aquel vino era mejor que el de una taberna. l no necesitaba

    ms. Lo que s le sorprendi fue la extremada belleza de las esclavas de tez infinitamen-

    te bronceada por el sol. Tanta belleza contrastaba con el rostro arrugado por el tiempo

    de su dueo, quien adems vea cmo emerga de su labio inferior la protuberancia de

    una aeja verruga, rasgo que le vali el apodo de Verrucoso, sobrenombre, por otro la-

    do, que nadie osaba utilizar en su presencia. La admiracin de Lelio por las esclavas no

    fue pasada por alto por el cnsul.

    - Hermosas, verdad? Esclavas arrebatadas a los piratas en Iliria. Jvenes muchachas

    procedentes de Egipto, de sangre noble, confesaba su dueo, al menos eso dijo antes de

    morir. El imbcil crea que con esa confesin salvara su miserable vida. -Fabio Mxi-

    mo ech otro trago y dispuso su copa para ser rellenada; una de las esclavas diligente-

    mente verti ms vino en el cliz-. En fin, ningn mensaje ha llegado para reclamarlas

    desde aquellos territorios, as que me qued con ellas. Son muy, como podramos decir-

    lo, complacientes. Yo soy estricto, pero parece ser que se sienten mejor acogidas en mi

    casa que en Iliria.

    Lelio observ marcas de latigazos en las zonas del cuerpo que quedaban al descubier-

    to, en los antebrazos y parte de la espalda, ya que llevaban unas ajustadas tnicas nada

    romanas y desde luego nada apropiadas ni para una joven romana, ni tan siquiera para

    una esclava. Las miradas tristes de las jvenes tampoco parecan estar acordes con las

    palabras del cnsul. Sin embargo, no era el momento de contradecir al viejo senador en

    cuestiones domsticas.

    - Hermosas. Un gran combatiente como el cnsul merece disponer de su botn de

    campaa a su gusto -coment Lelio con tono conciliador.

    - S, en efecto, as lo veo yo. El reparto de un botn de guerra puede resultar fastidioso

    en ocasiones. Recuerdo una vez, contra los ligu ro no, has de tener cuidado

    con un anciano o puede aturdirte con viejas historias, casi ya leyendas de la historia de

    Roma. Hablemos de sucesos ms actuales, de Hispania, por ejemplo, o de algo an ms

  • prximo: hablemos de hoy en el Senado. Supongo que te habrs llevado una gran de-

    cepcin.

    Lelio guard silencio meditando una respuesta adecuada. La diplomacia no era lo su-

    yo. Dese no haber terminado su copa. Ahora necesitaba toda la agilidad mental de la

    que pudiera disponer.

    - Bi -empez dubitativo- en cierto modo s. Escipin ha conseguido una

    gran victoria, se puede revertir la situacin en Hispania -Lelio empez a sentirse ms se-

    guro- con unas pocas tropas adiciona

    - Tropas de las que no podemos prescindir! Por Jpiter! -interrumpi el cnsul arro-

    jando su copa contra el suelo. Una de las esclavas se arrodill y empez a limpiar, pero

    Fabio Mximo dio una palmada y las tres jvenes salieron corriendo dejando solos a

    Lelio, asombrado e inmvil ante la poderosa reaccin del senador y cnsul de Roma.

    - Lo siento, no he querido ofender al cn

    - Pues hay ofensa! Porque la estupidez es la mayor de las ofensas. Tenemos aqu,

    aqu, en la pennsula itlica, a Anbal, el mayor enemigo que nunca jams ha tenido Ro-

    ma y se necesitan todas nuestras fuerzas para combatir a ese salvaje cruel y sanguinario

    que asesina y arrasa por doquier. No damos abasto para contener sus continuos ataques

    y se nos piden ms tropas por parte de un Escipin desde Hispania; esto lo entiendo, pe-

    ro de un leal de Roma como t, Cayo Lelio, eso s me ha decepcionado a m.

    Cayo Lelio no supo qu contestar. No tena tampoco muy claro que el cnsul deseara

    una respuesta.

    - Mi buen Lelio -Mximo seren su rostro y adopt una voz ms sosegada-, no inter-

    pretes la vehemencia de mis palabras como un ataque a un valeroso soldado de Roma,

    pero es que me enerva ver cmo leales a Roma como t son absorbidos por la locura

    propugnada por insensatos como ese Escipin al que tanto pareces defender. -El cnsul

    estudi el impacto de sus palabras y al observar el silencio de su interlocutor prosigui

    con su razonamiento-. S que estimas su persona, Lelio, y que le crees grande, igual que

    creas grande a su padre. Y, sin embargo, qu han hecho estos Escipiones por Roma.

    Perder legiones. Perder legiones! Miles de jinetes en Tesino y miles de legionarios en

    Trebia y al final el inmenso desastre de Hispania. S, nos dicen que los dos Escipiones,

    el padre y el to del actual Publio, combatieron hasta la muerte, pero parecen todos olvi-

    dar que con ellos perdimos a legiones enteras y adems no se cieron a su objetivo esen-

    cial: evitar que los cartagineses puedan abrir una ruta de suministro desde Hispania has-

    ta la pennsula Itlica para hacer llegar vveres, armas y refuerzos a Anbal. En su lugar,

    llevados de ese loco afn de gloria que corre en la sangre de su familia, condujeron a

    nuestras legiones a la aniquilacin completa. Y ahora el hijo se lanza a conquistar ciuda-

    des. Cuntos cayeron en Cartago Nova? Cuntos? Incluso t, me consta, estuviste a

    punto de perder la vida en esa locura de ataque. No. No digas nada ahora. Escchame

    bien, Cayo Lelio. S, se toma una ciudad, pero los tres ejrcitos pnicos permanecen va-

    gando a sus anchas por Hispania, esperando el momento para abalanzarse sobre Roma,

    unirse a Anbal y terminar con todos nosotros. No ves el absurdo, Cayo Lelio? En His-

    pania no hay que conquistar ciudades, sino matar a los enemigos de Roma, masacrar a

    esos tres ejrcitos pnicos y no pasearse por la regin como asustado, esquivando a los

    enemigos, sin salirles al encuentro.

    Lelio quiso articular una defensa. La toma de Cartago Nova haba debilitado enorme-

    mente las alianzas de los cartagineses con las tribus de Hispania al liberar Escipin a to-

    dos los cautivos iberos. Y las derrotas de su padre y su to en Hispania haban sido fruto

    de la traicin al abandonar los celtas e iberos a los romanos en pleno campo de batal

    - S, s, te veo luchando en tu interior Lelio. -El cnsul prosigui su argumentacin

    con la misma intensidad que empleaba en sus discursos ante el Senado-. Sinceramente

  • crees en la habilidad militar y estratgica de tu general, pero, en realidad, pensemos,

    pensemos juntos, Lelio, qu ha hecho ese joven Escipin por Roma? -Y sin dtenerse

    prosigui-: Yo te lo dir: salvar a un cnsul, meritorio, s, pero quin salv realmente a

    ese cnsul en Tesino, a su padre? l o t, Cayo Lelio? Tengo mis informadores en el

    Estado. S lo que pas all. Una accin de un joven e inexperto loco que slo se salv

    por tu intervencin. Y de Cartago Nova ya he dicho lo que pienso. Una prdida de re-

    cursos y de refuerzos, un desvo del objetivo principal y que si lleg a un desenlace po-

    sitivo fue, una vez ms, gracias a tu inestimable intervencin.

    El cnsul se tom un breve respiro antes de continuar. Lelio permaneci sentado.

    Sostena su copa vaca sin decir nada. Miraba al suelo. No entenda adonde quera llegar

    el cnsul. Muchos de esos argumentos ya los haban esgrimido varios miembros del Se-

    nado aquella misma maana. Por qu citarle ahora en su casa para insistir en lo mis-

    mo?

    - Mi buen Lelio. Un hombre leal. Eso eres, as me consta. Los buenos dioses romanos

    no quieren que los hombres leales a Roma y su causa se pierdan en compaa de genera-

    les confundidos por costumbres y lenguas extranjeras importadas por sus famili

    Esta alusin fue demasiado para Lelio. El comandante romano se levant de su buta-

    ca e interrumpi al cnsul.

    - El inters de Publio Cornelio Escipin por el teatro y por los autores griegos no em-

    paa su lealtad a Roma que, tal y como he presenciado en persona, es la que preside y

    dirige todas sus decisiones militares y polticas.

    Lelio se encontr frente a la figura del cnsul, recostado en su triclinium, mirndole

    con intensidad, sus labios muy apretados, tensos.

    Fue entonces el cnsul quien se levant despacio. Sus sandalias hicieron aicos los

    restos de la copa quebrada que haba quedado sin recoger. Fabio Mximo era un hombre

    alto, extraamente fuerte para sus largos setenta y cinco aos y con una penetrante y

    aterradora mirada, especialmente cuando, como ahora, intentaba contener la ira. El ofi-

    cial romano retrocedi hasta toparse con su solium y de nuevo tom asiento. Se haba

    dejado llevar por los sentimiento te el propio Fabio Mximo. Trag saliva. Del

    semblante desgarrado del viejo cnsul, sin embargo, sali una voz dulce y acaramelada.

    - Lelio, Lelio, Lelio. La vida puede ser infinitamente difcil para un oficial romano en

    estos tiempos de guerra, o sorprendentemente agradable. Hay pocos espacios intermedi-

    os. Si sigues con ese Escipin acabars junto a l, en la misma tumba que su locura en-

    cuentre, con toda probabilidad en algn campo de batalla en Hispania, pues Escipin no

    regresar de Hispania vivo. He consultado los auspicios, he hecho sacrificios especiales

    que slo un cnsul puede hacer. Sabes que soy augur vitalicio. S ms que el resto de

    los mortales, mi buen Lelio. Escipin no regresar vivo de Hispania y los que le acom-

    paen alimentarn con sus cuerpos a los buitres de aquella regin sobre un desolado

    campo de batalla. As lo quieren los dioses; as ser. Es se el futuro que quieres, Le-

    lio, para ti, para los tuyos? Es as como deseas que tu persona sea recordada, como el

    perrito faldero de un joven loco y perdido entre influencias extranjeras perniciosas?

    Lelio observaba sin responder al cnsul mientras ste se acercaba despacio y prosegu-

    a con su discurso.

    - O quieres una vida diferente, especial, una autntica vida de un senador de Roma?

    Dime, Lelio, qu es lo que deseas, qu mueve tus plegarias a los dioses, cul es tu an-

    helo, tu ambicin?

    El cnsul se detuvo y dio una fuerte palmada. Las tres jvenes esclavas egipcias apa-

    recieron y velozmente se acercaron al anciano cnsul. El viejo senador dio una palmada

    ms y las tres, sin esperar ms instrucciones, se arrodillaron a los pies del cnsul. Una

    de las esclavas, la ms bella a los ojos de Lelio, se clav los trozos del vaso roto que su

  • amo haba arrojado al suelo y cuyos restos permanecan diseminados a su alrededor. Le-

    lio vio cmo la sangre manaba de una de las rodillas de la joven esclava y, sin embargo,

    sta ni gema ni se quejaba. Lelio la vio cerrar los ojos y tragarse su dolor empapado en

    la miseria de su servidumbre a aquel cruel anciano.

    - Deseas placer, esclavas fieles, hermosas, deseas su obediencia, sus favores, sus cu-

    erpos, sus almas? Todo eso puede tener quien trabaje conmigo si eso es lo que te mu-

    eve. -El cnsul analizaba con su profunda mirada las reacciones de su silencioso interlo-

    cutor-. Te sobrecoge el dolor contenido de una esclava joven, verdad? Tienes un cora-

    zn noble, repudias el sufrimiento sin sentido. Eso te ennoblece. Es digno de respeto.

    Te gustara salvar a estas esclavas de su existencia bajo mi poder? S, lo leo en tus ojos

    bar a tu ambicin mxi -Dos palmadas y las tres

    esclavas se alzaron y con la misma velocidad y sigilo con el que haban entrado desapa-

    recieron tras los prticos del jardn. Una de ellas esforzndose por disimular su cojera,

    con una mano en la rodilla-. Te gusta el buen vino, la buena mesa. Todo eso es digno de

    un lder de Roma, de un leal al Estado. El mejor de los vinos. Eso te gusta. Y no est

    mal. Yo mismo encuentro un sincero placer en los frutos de Baco. Catn me lo echa en

    cara, no de palabra, pero leo en sus ojos su desaprobacin. Catn tolera mis debilidades

    porque sabe que mi fin ltimo es servir a Roma, igual que l; pero debo reconocer que

    sera agradable tener a alguien con quien compartir estas pequeas debilidades. Catn es

    tan recto que puede aburrir -aqu el cnsul alz la voz y la proyect hacia el tablinium

    cuyo acceso estaba vedado por una espesa cortina oscura-; no es nada personal, querido

    Marco, pero eres tan rec -Y volvindose una vez ms al oficial romano continu-:

    Lelio, t puedes estar junto a m, junto a nosotros. Luchar por una Roma limpia de inf-

    luencias extranjeras. Tu mando, tus hombres, tu valor al servicio de Roma, no de un

    joven patricio que slo busca una venganza personal en Hispania usando las tropas, los

    recursos que necesita Roma para defenderse del invasor. Dime, Lelio, qu decides?

    Roma o la locura? Roma, el favor de los dioses y del Senado, o la muerte en tierra ex-

    traa?

    Lelio ret entonces con la mirada los inquisitivos ojos del cnsul. Quera combatir en

    silencio aquel torrente de palabras al que no saba cmo responder. Quera que su nega-

    tiva a dar respuesta se transformara en desafo. No pensaba ceder. Nada le hara cambiar

    su lealtad a Escipin. Nada.

    Y de pronto, como si el cnsul leyera sus pensamientos, el anciano aderez su voz

    con un tono que consigui hacer zozobrar la voluntad de Lelio.

    - Nada. Ninguna respuesta. Nada parece ser capaz de hacer torcer tu obcecacin, tu

    fidelidad obtusa a una causa sin senti iz s? -Y el cnsul asinti con la cabe-

    za lentamente primero y luego ms rpidamente, varias veces, acompaando su diag-

    nstico-. S, ahora lo veo: hay algo que te mueve, Cayo Lelio, ms all de tus fidelida-

    des; por todos los dioses, cmo he tardado tanto en verlo? Sin duda me hago viejo. Ca-

    yo Lelio, ms que otra cosa en este mundo, deseas ser un hombre nuevo, un hombre que

    llega a cnsul, a la magistratura mxima del Estado pese a que nadie de su familia antes

    lo haya conseguido. se y no otro es tu gran anhelo. Y por eso ests dispuesto a arries-

    gar todo y crees que bajo el loco mando de ese Escipin y sus victorias insospechadas

    algn da llegar ese reconocimiento, el consulado. Ahora todo encaja. Eso te mueve.

    Lelio sinti su corazn palpitar con inusitada rapidez. Presenta el camino que iban a

    tomar las prximas palabras del senador.

    - Pues bien, Lelio. Cnsul quieres ser, cnsul sers. Te lo garantiza quien ejerce la

    magistratura por quinta vez, el senador ms poderoso de Roma, el princeps senatus, pe-

    ro slo si hoy, aqu y ahora eliges sabiamente. Creo que ya sobran las palabras. Slo de-

    cirte que si optas por tu fidelidad a ese Escipin extranjerizado, igual que te he garanti-

  • zado la mxima magistratura, con la misma intensidad velar p