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12 13 etiqueta negra MAYO - JUNIO 2013 SE BUSCAN DEMÓCRATAS EN LA CÁRCEL MÁS PELIGROSA DEL PERÚ Una crónica de Daniel Alarcón Fotografías de Aníbal Martel Traducción de Jimena Talavera En el Pabellón Siete de Lurigancho, los presos debaten en quince idiomas y votan para elegir a su líder. ¿Qué cambian cuatrocientos hombres encerrados después de hacer una cola? Pabellón de pacientes con tuberculosis en el penal de Lurigancho. © Aníbal Martel

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SE BUSCANDEMÓCRATASEN LA CÁRCELMÁS PELIGROSA

DEL PERÚ

Una crónica de Daniel AlarcónFotografías de Aníbal Martel

Traducción de Jimena Talavera

En el Pabellón Siete de Lurigancho, los presos debaten en quince idiomas

y votan para elegir a su líder. ¿Qué cambian cuatrocientos hombres encerrados

después de hacer una cola?

Pabellón de pacientes con tuberculosis en el penal de Lurigancho.

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los pabellones con números impares. El verdor se mar-chitó hace tiempo, pero conserva el nombre y el pres-tigio. Numerosos residentes llevan las llaves de sus propias celdas y deambulan con libertad por la prisión como les plazca, aunque algunos prefieren no abando-nar la calma relativa de su territorio. El otro lado de Lurigancho es conocido como La Pampa, los pabellones pares, hogar de miles de acusados de asesinato y hurto. La densidad aquí puede llegar a ser el doble de la de El Jardín, las condiciones insalubres y a menudo violentas.

El penal de Lurigancho está a nueve kilómetros del centro de Lima, pero es un espejo de la vida de la ciu-dad. La Pampa está organizada en barrios; cada pabellón corresponde a un distrito de la capital. Los pabellones componen un mapa imaginario del mundo criminal de Lima —uno para San Martín de Porres, otro para La Victoria, otro para San Juan de Miraflores, y así—, y cada sección sirve de comité de bienvenida, grupo de apoyo y escuela para los jóvenes delincuentes que tie-nen la mala suerte de llegar ahí. El Jardín y La Pampa están separados por una pared alta de ladrillo y un es-trecho callejón conocido como El Jirón de la Unión, cuyo homónimo fue alguna vez el paseo más aristocrá-tico del centro colonial de Lima. La versión de aquí es un mercado al aire libre donde uno puede cortarse el pelo y comprar jabón, baterías, hojas de afeitar, camise-tas viejas, drogas y chupetes. Durante el día, el callejón está plagado de los «sin zapatos», el ejército de presos drogadictos de Lurigancho que no pertenecen a ningún pabellón. Cada noche más de doscientos de estos hom-bres no encuentran dónde dormir.

En Estados Unidos hay seis presos por cada guardia; en Lurigancho, cada guardia se encarga de unos cien hombres. Por eso las autoridades suelen hacerse de la vista gorda cuando se trata de contrabando de drogas, alcohol, televisión por cable y celulares: son comodi-

Para entender un lugar como Lurigancho, es mejor no fijarse demasiado en palabras como «cárcel» o «preso» o «celda», o en las imágenes que estas provocan. Los siete mil cuatrocientos hombres que viven en la mayor y más conocida prisión

del Perú no usan uniforme. No se pasa lista ni hay hora de dormir. Cualquier control que las autoridades de la prisión tienen dentro de Lurigancho es nominal. Aseguran la puerta de la prisión y casi nada más. Los veinte pabellones del complejo pueden dividirse en dos secciones: los presos en mejores circunstancias viven en El Jardín,

dades que hacen tolerable la vida en prisión. Las dro-gas ayudan a sobrellevar el hacinamiento y mantienen a una población inquieta en una nebulosa apacible. «Es la única forma de controlar a estas bestias» me explicó un traficante de drogas.Él encontraba aterrador pensar en Lurigancho sin su dosis diaria. Las sobredosis son comunes, pero sólo hay sesenta y tres doctores para los cuarenta y nueve mil presos en el sistema penitenciario peruano, y sólo un puñado está asignado a Lurigancho. Por las puertas de la prisión entra suficiente alimento como para dos escasas comidas al día, pero todo lo de-más —desde el mantenimiento hasta la disciplina y la recreación— es responsabilidad de los hombres ence-rrados. Cada pabellón tiene un jefe, una figura superior en el bajo mundo de Lima cuya autoridad es incuestio-nable. El Pabellón Siete de El Jardín, que reúne a trafi-cantes internacionales de droga, es la excepción.

El Pabellón Siete alberga a hombres que han viajado por el mundo, tienen múltiples pasaportes y hablan va-rios idiomas. El estándar de vida aquí refleja la relativa opulencia de esta élite. Los narcotraficantes son hombres de negocios que aceptan como dogma que la mayoría de los problemas pueden resolverse, o evitarse, con dinero. La mayoría son peruanos de las regiones selváticas pro-ductoras de coca, pero también hay otros: hombres de China, Holanda, Italia, México, Nigeria, España, Tur-quía. Las paredes del patio muestran la diversidad de sus residentes: mapas pintados de la Unión Europea, logos de equipos de fútbol colombianos, murales que celebran la vida en la selva, uno de los cuales muestra un minús-culo biplano, el emblema del narcotráfico, que flota muy alto sobre las verdes y arboladas colinas. Hay presos de casi treinta naciones, y van desde un desafortunado aspi-rante a mula que nunca pasó la seguridad del aeropuerto hasta el experimentado traficante de cocaína que cum-ple con paciencia su tercera o cuarta sentencia en su

tercer o cuarto país. También hay presos comunes, hom-bres traídos al pabellón para trabajar. El resultado es una cultura única y cosmopolita —en Lurigancho, pero no de Lurigancho—, una comunidad protegida dentro de una prisión. Como los casi cuatrocientos presos aquí no obedecen a las jerarquías del mundo criminal de Lima, ni les interesa, en el Pabellón Siete no se impone un sólo jefe. Aquí hay democracia.

Llegué la mañana de un domingo de marzo de 2011 y encontré un ánimo muy festivo en el Pabellón Sie-te. La campaña anual para elegir a un nuevo gobierno estaba en marcha. Santos1, el sociable candidato que encabezaba la Lista # 2, iba de puerta en puerta con su compañero, Virgilio, el próspero dueño de la pollería del pabellón. Sus oponentes postulaban a un hombre llamado Barrios como delegado, pero la Lista # 1 esta-ba controlada en realidad por Avi, un traficante israe-lí. Cada lista tenía media docena de puestos: delegados de comida, disciplina, economía, cultura, deportes y salud, además de subdelegados en cada una de estas áreas. Varios presos llevaban camisetas de campaña —blancas con una estrella azul, o rojas con letras amari-llas que decían «SANTOS Y VIRGILIO, VOTA POR UN CAMBIO». Habían afiches de campaña forrando las paredes, algunos diseñados para imitar las primeras planas de periódicos locales, otros citaban encuestas ficticias. Uno mostraba el dibujo de una vieja raqueta de tenis de madera y la frase «¡NO MÁS RAQUETAS», la jerga para las inspecciones policiales. Estas son tan inusuales, y el concepto de «contrabando» tan flexible en Lurigancho, que cada raqueta es vista como una ofensa al orden establecido, y el síntoma de un mal delegado. La última, en enero, había conmocionado tanto a la población, que se convirtió en un tema de campaña. Santos y Virgilio habían organizado una fiesta el día anterior a mi llegada, y aún colgaban por el patio banderas multicolores adornadas con el nú-mero 2. Un puñado de hombres sin camisa desmante-laba el escenario donde había tocado una banda del pabellón vecino. Santos y Virgilio incluso habían he-cho arreglos para que bailarinas de afuera se unieran

al show; mujeres voluptuosas que habían impresionado al electorado. Mientras sonaba la música y ellas baila-ban, Santos había ido de mesa en mesa, estrechando las manos de sus compañeros de pabellón y sus familias que estaban de visita, pidiéndoles sus votos. Después de todo, así se ganan las elecciones, ya sea en prisión o en las calles. La fiesta había sido, según todos los indicios, bastante exitosa.

Después de la fiesta, Avi había estrenado una nueva tanda de afiches de campaña hechos a mano:

Visité Lurigancho por primera vez con la esperanza de enseñar una clase de escritura creativa, y recorrí toda la prisión en un intento casi fallido de reclutar alumnos. En ese entonces, Lurigancho albergaba a casi un cuarto de los presos del Perú y la aglomeración ha-bía alcanzado un punto de crisis. La prisión, construi-da para alrededor de dos mil hombres en un área del tamaño del Maracaná, se había convertido en el hogar de más de once mil. Se vendían navajas abiertamente, así como pipas para crack, ingeniosas fabricaciones he-chas con fragmentos torcidos de metal. Hombres del-gados y con el torso desnudo se desplomaban contra las paredes, cubiertos de cicatrices, con la mirada baja y ausente de los drogadictos. La tuberculosis se multi-plicaba. En Lurigancho no se recolecta la mayor parte de la basura —unas treinta toneladas por semana—, y los presos más pobres se alimentan hurgando por estos desechos en busca de cualquier cosa comestible. Una bufanda gris colgaba de una vieja antena de radio, la bandera no oficial de la prisión. Era el recuerdo de un preso drogadicto que había escapado de la clínica psi-quiátrica, se había subido a la antena y se había ahor-cado. El amontonamiento era tan severo, que cientos de ocupantes vagabundos construyeron con su dinero un vigésimo primer pabellón de alojamiento informal. En la mayoría de las prisiones, si los presos tuvieran acceso a martillos, concreto, ladrillos y palas, los po-

1 El autor utilizó seudónimos para proteger la privacidad y seguridad de todos los presos que le compartieron sus historias.

PIENSA, COMPAÑERO¿Vas a dejar que compren tu voto

con una fiesta?

No al gasto,

sí a la inversión

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drían usar para escapar. Cuando visité el Pabellón Veintiuno, encontré a los residentes construyendo una pared alrededor de su nuevo hogar para tener un lugar seguro al anochecer.

El gobierno prohibió la entrada de nuevos presos en julio de 2009. Desde entonces la población ha disminui-do casi cuarenta por ciento. Esto es tanto un gran alivio como un serio problema. Ahora Lurigancho es un lugar más tranquilo y algo más seguro para cumplir una con-dena. Pero como gran parte de la economía de la prisión depende de los visitantes y del dinero y provisiones que llevan, también es un lugar bastante más pobre. La dura realidad del encarcelamiento es que, mientras más tiempo estés adentro, es más probable que se olviden de ti. «El primer año, hasta tu perro y tu gato vienen a visitarte» me dijo un hombre. «Después de eso estás solo». Menos presos nuevos significa menos visitantes, lo que a su vez se tradu-ce en presupuestos más ajustados para el mantenimiento y la seguridad. El agua se acaba con frecuencia, la sobre-cargada red eléctrica se avería cada dos o tres días, y no se pueden pagar las reparaciones más importantes.

La crisis económica también ha llegado al Pabellón Siete. Con la excepción de unos cuantos presos muy ri-cos, todos los hombres de Lurigancho, incluso los más drogadictos, deben hacer algún trabajo para sobrevivir: hay pintores, albañiles, electricistas, masajistas, abo-gados, doctores y cocineros. Una estructura de clases bastante rígida existe junto al sistema democrático del pabellón: algunos hombres viven solos en relativa opu-lencia, mientras otros comparten una celda, uno pagan-do renta al otro, o ambos pagando renta a un tercero. Si no pueden pagar eso, los presos hacen su hogar en El Gran Hermano, llamado así por el reality televisivo. Allí unos treinta y cinco hombres duermen en literas triples bajo un techo agujereado en condiciones más parecidas a la vida en La Pampa. Aún más pobres son los que viven en La Candelaria, un espacio estrecho y sucio detrás de la cocina, que es más un hueco de dro-gadictos con catres que un área habitable. La mayoría de estos hombres, conocidos como «rufos», son adictos al crack, hombres delgados y de apariencia enfermiza que estafan o roban para drogarse. Son la mano de obra barata del Pabellón Siete, responsables de gran parte del trabajo doméstico y del mantenimiento. Un tercio de estos hombres no debería vivir ahí, pero son acepta-dos como «residentes» condicionales. Limpian las cel-

En Lurigancho viven más de siete mil internos. El penal se construyó sólo para dos mil.

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das de los presos adinerados, trabajan en los numerosos restaurantes del pabellón y barren el patio todas las noches. Si el consumo de drogas de un rufo se sale de control, si roba o se pelea, se arriesga a que lo expul-sen. Los miércoles y sábados —días de visita— un rufo que no se haya bañado y afeitado no puede estar en el pabellón para no asustar a mujeres y niños. Y cuando los ricos reciben visitas, los rufos bien afeitados y la clase trabajadora del pabellón atienden a los visitantes. Les sirven comida y bebida, llevan mensajes y paquetes pesados de la puerta de la prisión al pabellón. Pero el buen comportamiento no les da todos los privilegios de la ciudadanía: algunos no pueden votar. Algunos de los extranjeros, cuyas familias están lejos, alquilan sus cel-das a presos más pobres que no tienen un lugar privado para una visita conyugal. El dinero es el alma de la pri-sión, por lo que, aunque la aglomeración había bajado, y Lurigancho era más habitable, nadie celebraba. Para ambos candidatos, la extrema situación económica se-ría el tema más urgente.

Cuando Murat —un kurdo conocido por el pabellón como el «Iraquí»— llegó a Lurigancho, no sabía nada de español. Pero ahora, cinco años después, hablaba lo suficiente como para postular a delegado de economía de la lista #2. Era alto y delgado, con un rostro angosto y cabello oscuro amarrado en una severa cola de caba-llo. Tenía un tatuaje borroso de una estrella en el brazo izquierdo. Había aprendido español por necesidad. No había otros kurdos o árabes con quienes hablar. «Dos kurdos —dijo—, y controlaríamos toda la prisión». Aunque para estas elecciones estaban en bandos opues-tos, Murat y Avi eran amigos, por lo que Murat me llevó a ver al cerebro y principal impulsor detrás de la Lista #1. El israelí nos recibió en su celda con aire acondi-cionado con una advertencia: no tenía tanto que decir sobre las elecciones. «Odio la política», dijo Avi, con los brazos abiertos, mientras se encogía de hombros. Su sonrisa me dijo otra cosa: era la exagerada sinceridad de un actor que intenta que su expresión sea visible para el público hasta en las butacas más baratas. Avi llevaba un par de zapatillas Nike nuevas, pantalones de buzo azules, una camiseta blanca, y un kipá coronaba su cabello corto entrecano. En una repisa de madera

sobre su cama había una foto enmarcada de sus dos hijos adultos: un recordatorio de la vida que lo esperaba en Tel Aviv. Me sorprendió mirando y explicó que, aun-que su hija estaba comprometida, se negaba a casarse hasta que él pudiera estar en la ceremonia. Avi frun-ció el ceño. Llevaba once años y cinco meses de una sentencia de veinte años. El israelí ofreció un cigarro al iraquí, y, mientras la celda se llenaba de humo, los dos hombres se sumieron en una apacible conversación sobre el futuro del pabellón. Un peruano bajito y de rostro rechoncho llamado Morales se unió a nuestro es-pontáneo salón político. Les pregunté: «¿Alguna vez un extranjero ha sido delegado?». Recordaron a un nigeria-no llamado Michael, que ascendió al puesto después de que transfirieran a un delegado peruano. «¿Cuándo?», pregunté, y guardaron silencio. Ninguno lo sabía con certeza. En prisión, los días, meses y años con frecuen-cia parecen mezclarse: ¿2003, 2004, 2005? Y, en reali-dad, ¿qué importaba ahora que el nigeriano había sido liberado? Pero sí recordaron una cosa: había postulado para la reelección, y perdió. «Un extranjero no puede controlarnos», dijo Morales, con un toque de orgullo en su voz. El candidato de la lista #1 insistió en que su rol en las elecciones era menor: «No tengo razón para ser parte de esto. El ganador de estas elecciones tie-ne que ser el pueblo. Necesitamos agua y electricidad, no problemas con la policía». Los oponentes de Avi, Santos y Virgilio, proponían subir los impuestos para combatir el déficit presupuestario. Cada residente del pabellón pagaba tres soles a la semana para el manteni-miento y la seguridad. La tradición era que cualquiera que llevara más de siete años estaba exento. La Lista # 2 acabaría con las exenciones e introduciría un nuevo sistema: de uno a siete años pagarían tres soles; de sie-te a diez, dos soles, y más de diez, sólo un sol. Para Avi esa propuesta era una crueldad, una falta de compren-sión de las realidades del pabellón. Su campaña había llenado el Pabellón Siete de afiches que decían «¡NO AL SHOCK!». «Yo puedo pagarlo», dijo Avi, «pero hay gente aquí que no puede. ¿Cómo les vas a cobrar?» Avi tampoco confiaba en las intenciones de sus oponentes: «¿Por qué organizaron una fiesta?», preguntó. «Para hacer que la gente gaste dinero». Hacer campaña era una necesidad, pero su lista tenía un rumbo distinto: donarían una cena de pollo a la brasa aquella noche a todos en el pabellón, caballero o rufo, ciudadano o

residente, una celebración de cierre de campaña. Ha-bría pollo hasta para mí, si quería. Le pregunté, medio en broma: «¿Será pollo de Virgilios?» Avi sonrió. «De afuera», dijo. No compraría el pollo a su oponente.

La pollería Virgilios trajo una novedad a la escena de restaurantes de Lurigancho: el delivery. Antes de la cri-sis económica, Virgilio vendía hasta ciento veinte po-llos a la brasa a la semana, trabajando sólo en los días de visita y tomando órdenes de toda la prisión. Fueron buenos tiempos, cuando Lurigancho estaba rebosante de dinero. Cuando cada día de visita era un carnaval. Apenas podían mantener el ritmo del negocio. Ahora Virgilios vende la mitad de pollos. Aun así el can-didato era tan conocido por su restaurante, que en alguna de la propagan-da de campaña de la Lis-ta # 2 su nombre estaba escrito con una s de más. Virgilio era, después de todo, un empresario. Los delegados anteriores ha-bían presionado para que lo apoyaran, pero Virgilio se había negado a participar en política hasta 2010, cuando sus cómplices fueron li-berados, y parecía que él también saldría pronto. «Aho-ra quiero dejar algo», me dijo el empresario. «Tengo este negocio, esta pollería. Vivo bien. Mis hijas van a un buen colegio, pero quiero dejar mi huella aquí».

El mismo espíritu empresarial que Virgilio puso en la campaña fue el que lo llevó a Lurigancho. Creció en Tocache, un pueblo campesino crucial para el tráfico de drogas en el Perú cuando el negocio comenzaba. La coca crece con facilidad en esa región: tres cosechas al año, y, según los traficantes con los que hablé, apenas se tienen que cuidar las plantas. Un joven inteligente como Virgilio podía ganar mucho dinero. No pensaba en sí mismo como un criminal: todos en Tocache eran parte del negocio. «Era normal», me dijo. Virgilio co-sechaba y procesaba su propio cultivo, el cual vendía a los colombianos. Además era dueño de una discoteca y tres restaurantes en el pueblo. El día que lo arresta-

ron, alguien había robado a un conocido vendedor de papaya en Tocache. La policía buscó al ladrón inspec-cionando cada vehículo que pasaba. En el camión de Virgilio encontraron treinta y cinco kilos de cocaína. A Santos lo arrestaron en Lima en noviembre de 2006, después de trabajar por años como piloto transportan-do cocaína procesada a Colombia. Alto, de espaldas an-chas y encantador, era ideal para la profesión. Me fue fácil imaginar a Santos volando muy apacible sobre la interminable cuenca del Amazonas. Lo principal —me dijo— era calcular el combustible: suficiente para lle-gar hasta allá, pero ni una gota más. Cada centímetro disponible del avión debía estar lleno de droga. Ahora Santos llevaba cuatro años de una sentencia de doce. Como Virgilio, compartía su historia sin orgullo, amar-

gura ni vergüenza. Ninguno de los dos se dejaba llevar por el lamento del prisionero, esa lista larga y nostál-gica de todo lo perdido: mujeres, autos, casas, dinero, libertad. Ambos estaban anclados en el aquí y el ahora, en el Pabellón Siete, su hogar. Y estaban decididos a ga-nar las elecciones. Santos encabezaba el partido, pero, en realidad, él y Virgilio postulaban como un dúo. Por todo el pabellón, los afiches llevaban sus nombres, y el lema oficial de su plataforma decía: ¡¡¡¡SI TRIUNFA-MOS ES PORQUE SOMOS UN EQUIPO!!!! En cuanto a sus posibilidades, Virgilio respondió por ambos que estaba seguro de que ganarían: «Cien por ciento segu-ro». Santos defendía su plan para eliminar las exencio-nes. Todos tendrían que pagar. Refiriéndose al estado desvencijado del pabellón, dijo que los residentes más pobres, a quienes llamaba «refugiados», podían vivir así porque estaban acostumbrados. «Así es como viven afuera», dijo. Pero él no: los hombres de su posición es-taban acostumbrados a una vida mejor.

En Estados Unidos hay seis presos por guardia; en Lurigancho, cada guardia se encarga de unos cien hombres. Por eso las autoridades tienden a hacerse de la vista gorda con el contrabando de drogas. Éstas mantienen a una población inquieta en una nebulosa apacible. «Es la única forma de controlar a estas bestias», me dijo un traficante

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En los techos de Lurigancho puede sentirse cierta paz, o hasta soledad. Ahí también comienza a apreciarse todo el tamaño y la precariedad de la prisión. La silueta de los desmoronados pabellones de tres pisos contrasta con los agudos dientes de las montañas. La ropa aletea en los tendederos, los gallos graznan con impaciencia en sus corrales y algunos presos sin camisa duermen bajo el sol radiante. El humo se eleva desde pequeñas fogatas, mien-tras los hombres hacen intricadas cirugías para reparar sillas de plástico rotas. Hay tanques de agua de distintos tamaños, largos rollos de cables de extensión y docenas de antenas de televisión improvisadas: una invención lo-cal fabricada de palos de escoba, botellas de gaseosa y largos tubos de luz fluorescente. Cada pabellón tiene por lo menos un «techero», un preso que vigila desde arri-ba y lo protege contra ataques. Esto parece fácil en una ventosa tarde de verano, pero uno se imagina lo solitario y aterrador que puede ser en una fría y húmeda noche de invierno. Cuando visité Lurigancho, en los pabellones de El Jardín los residentes añadían unos metros más de ladrillo a los muros que los protegían de La Pampa y los remataban con alambre de púas.

A la distancia están los vecinos de Lurigancho: la pe-riferia más frágil y nueva del universo en expansión de Lima, chozas improvisadas que se aferran a las colinas que desafían tanto la lógica como la gravedad. El trans-porte entre la ciudad y la prisión es difícil. Mucha de la economía local se basa en sustentar la vida dentro de la prisión, un mercado cautivo de miles que deben alimentarse, vestirse y mantenerse. Los martes, los co-merciantes, la mayoría mujeres, empujan sus carritos llenos de provisiones hasta la puerta: productos enlata-dos, bolsas enormes de arroz y vegetales, así como cual-quier contrabando que pueda esconderse entre ellos. Los miércoles y sábados, el camino que lleva a la puerta está cerrado al tráfico y atestado de vendedores. Los visitantes a la prisión pueden conseguir zapatillas, artí-culos de tocador, cajas de comida o incluso un tatuaje con el nombre de su amado antes de entrar.

Los techeros ven a sus vecinos a lo largo del camino hasta las colinas del frente. Para ellos hasta esta des-alentadora vista puede ser excitante. «Tal vez puedas reservar un terreno para mí», me dijo un joven techero, mientras señalaba a las chozas que ascendían más allá

Los presos reciben provisiones de sus familias dos veces por semana. Algunos trabajan trasladando los víveres en carretillas.

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de las paredes de la prisión. Él se crio lejos de Lima, en Puno, cerca de la frontera con Bolivia, y había pasado poco tiempo en la capital antes de que lo arrestaran. «Pero tienes que apurarte», dijo. «Para cuando salga, ya estarán llenos». Conocí al techero más experimen-tado del Pabellón Siete, Efraín, en su última semana de encierro. Sería liberado el sábado siguiente, después de casi una década de encarcelamiento por asesinato. Hablamos sobre las elecciones, pero él no estaba tan interesado: su vida real comenzaría en sólo unos días. Su esposa se había ido con otro, y ahora ella y su nuevo amante habían huido del país anticipando la liberación de Efraín. Sabían de lo que era capaz. Efraín también lo sabía, y estaba ansioso. «Le ruego a Dios que no me encuentre con ella», me dijo. Su rostro amplio y cua-drado lucía angustiado. «Si regreso una vez más, me moriré aquí». Efraín llegó por primera vez a Lurigan-cho cuando tenía dieciocho años, en 1985, durante lo que un hombre describió como «La Época del Cuchi-llo». Por esos días, Lurigan-cho era un lugar sobrepo-blado y miserable, y en un constante estado de guerra. Las pandillas que represen-taban diferentes distritos de Lima peleaban por el con-trol de la prisión, y los tiroteos eran frecuentes, entre matones de barrios enemigos, o entre los presos y las autoridades de la prisión. Hasta hoy existe un impresio-nante arsenal escondido en Lurigancho —pistolas, ri-fles, granadas—, pero en ese entonces estas armas eran parte de la vida diaria. A la hora de la comida, cada pabellón mandaba hombres con navajas y machetes para escoltar la ración de la cocina a la puerta del pabellón. Los techeros estaban armados con revólveres, y casi todas las mañanas se recogían cuerpos del Jirón de la Unión. A veces las pandillas de La Pampa secuestraban hombres de El Jardín y los tenían de rehenes hasta que arreglaban el rescate. Efraín recuerda un Pabellón Siete débil, el hogar de un puñado de desafortunados narco-traficantes provincianos varados en Lima, hombres que no tenían otra opción que invitar a un criminal local a que dirigiera el pabellón y los protegiera.

Tal vez no sea coincidencia que la llegada de la de-mocracia al Pabellón Siete, a fines de los ochenta, fuera de la mano con el creciente poder del narcotráfico en el Perú. Cada vez más extranjeros eran encarcelados y traían dinero y conexiones. Si un peruano de provin-cia tenía poco interés en las rivalidades entre los delin-cuentes de Lima, un colombiano o argentino o francés estaba aún menos interesado. Eran hombres acostum-brados a una mejor calidad de vida. No querían dirigir la prisión. Querían vivir con dignidad. Así, el Pabellón Siete comenzó a mejorar.

Efraín estuvo en La Pampa y vio de lejos el enrique-cimiento del Pabellón Siete. Al comienzo de su última condena, se instaló en el Pabellón Seis, controlado en ese entonces por presos del distrito de San Martín de Porres.

Efraín no estuvo ahí por mucho tiempo antes de que lo acusaran de querer derrocar al jefe. Lo expulsaron y se quedó sin ningún lugar a donde ir. Estuvo sin hogar por un tiempo. El único pabellón de Lurigancho que lo acep-tó fue el Pabellón Siete. Un hombre con su reputación y experiencia podría proporcionarles una protección útil. Efraín descubrió un estilo de vida diferente. «No podía acostumbrarme al principio. La gente era demasiado re-lajada, y yo venía de un mundo muy violento». Peleaba todo el tiempo, lo expulsaron más de una vez, hasta que comenzó a entender la cultura de sus nuevos alrededores. En La Pampa —explicaba Efraín—, la calma se mantiene con violencia o amenazas de violencia. En el Pabellón Sie-te, «ellos no te atacan. Son pacíficos. La gente aquí es más educada. Tuve que aprender a comportarme». La prueba de que había aprendido fue su trabajo como techero. In-cluso ahora no hay quizás un trabajo más importante para la seguridad de un pabellón. Toda la población deposita su

El gobierno prohibió la entrada de nuevos presos a Lurigancho.Hoy es un lugar más tranquilo, pero también más pobre. Sin presos nuevos hay menos visitantes, y gran parte de la economía depende del dinero que ellos traen. «El primer año hasta tu perro viene a visitarte», me dijo un hombre. «Después estás solo». La realidad es que, mientras más tiempo estás preso, más probable es que se olviden de ti P

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confianza en ti: mientras duermen, tú eres sus ojos y oídos. Si hay problemas, tú debes ser el primero en dar la alarma. Que a Efraín, un refugiado de La Pampa, le encomenda-ran este trabajo era prueba de que se había integrado a la cultura de El Jardín. Tenía razones para estar orgulloso de sí mismo. Había encontrado un hogar.

El tradicional clímax de la época de campaña del Pa-bellón Siete ocurre la noche anterior a las elecciones. La comunidad se reúne en el patio central del edificio, a lo largo de los balcones del segundo y tercer piso, para oír hablar a los candidatos. Este evento, llamado «el balconazo», les da la oportunidad de defender su plataforma frente a los votantes. A la hora designada, los hombres comenzaron a reunirse, y una febril ex-pectación llenaba el pabellón. Retiraron a toda prisa los pantalones que se secaban y las camisetas de los tendederos para que todos tuvieran una vista despe-jada del debate. Había caído la noche y el calor había bajado. Los parlantes sonaban con pop de los ochen-ta, y, aunque no estoy seguro de qué preludio musical esperaba, «Keep On Loving You», de REO Speedwa-gon, definitivamente no lo era. Un miembro del comité electoral probó el micrófono y su acento colombiano hizo eco a través del pabellón. Yo me paré en el se-gundo piso, mientras varios hombres me empujaban para acomodarse a lo largo del balcón. Desde ahí se veía una celda del tercer piso, la puerta abierta, donde un hombre barrigón en camiseta pintaba con cuidado una silla de montar dorada en un caballo de cerámica negro. Cuando todo estuvo listo, se apagaron las luces del pabellón, lo que hizo salir a los rezagados que aún quedaban dentro de sus celdas. Una llamada hizo eco a través del patio y los hombres se amontonaron, parados hombro con hombro. El grupo más joven y escandaloso estaba en el tercer piso. Habían venido con tambores y matracas. La única duda era cuál de las listas les había pagado. En Lurigancho, como en las calles de Lima, el entusiasmo en una reunión política es una mercancía que se compra y se vende como cualquier otra.

La organización era simple: un discurso de cinco mi-nutos por cada uno de los candidatos, seguido de una réplica de tres minutos. Primero fue Barrios de la Lista # 1, un traficante bajo de piel morena del pueblo mi-

nero de Cerro de Pasco. Vestía una camiseta negra en lugar de la camiseta de campaña blanca con la Estrella de David que Avi había diseñado. El público recibió a Barrios con un ligero aplauso cuando tomó el micró-fono. Tosió. «No soy muy bueno leyendo», anunció, y explicó que un socio suyo daría el discurso por él. Hubo un murmullo, un momento de confusión, hasta que el jefe del comité electoral intervino y declaró que eso no estaba permitido. Cada candidato debía leer su propio discurso. El público abucheó, y Barrios pareció sorprendido, y, con reticencia, tomó el micrófono una vez más. Silbidos del tercer piso, luego silencio, o lo más cercano al silencio en un lugar como Lurigancho. Barrios sostuvo sus papeles frente a él, nervioso, y co-menzó a leer en una voz baja y titubeante, como un niño. Sólo alcancé a distinguir una línea del discurso: «El problema con el agua —murmuró Barrios— será resuelto». Santos, por el contrario, fue recibido con el clamor del público y comenzó con una broma a expen-sas de su oponente: «Yo fui de puerta en puerta para hablar con cada uno de ustedes sobre mis propuestas. No mandé a un niño para que lo hiciera». Los rufos en-loquecieron, lo que se manifestaba con gritos y golpes de tambor. «Tengo un negocio. Ya no tengo que tra-bajar ilegalmente», dijo Santos, refiriéndose al rumor, repetido con frecuencia, de que Avi no había dejado atrás su vida anterior. Mientras el público lo aclamaba, Santos sonreía confiado. Les advirtió sobre los dismi-nuidos ingresos. Sin nuevos presos —dijo Santos— no entraba dinero, pero el pabellón no necesitaba inver-sión privada, sólo buena administración. Esto fue lo más cerca que estuvo de mencionar su controvertido plan para eliminar las exenciones de impuestos, pero dado el animado bullicio que venía de la galería del tercer piso, yo tenía la sensación de que podría haber dicho casi cualquier cosa. Las réplicas fueron menos dramáticas. Después de su desastrosa presentación, Barrios había tenido más suerte hablando del corazón. «¡Todos ustedes me conocen!», dijo, y repitió esta idea una y otra vez, casi diez veces en sólo tres minutos. Ha-bía una cualidad suplicante en su voz, como si sintiera que el carisma de Santos fuera un truco engañoso. Esta vez los rufos lo alentaron. Santos, por su parte, replicó con unas cuantas burlas más, pero gastó la mayor parte de su energía alabando a los hombres del pabellón y a la democracia en sí: «¡Mañana ustedes decidirán!»,

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dijo ante un gran aplauso. «¡Los invito a que me elijan a mí!». Cuando terminó me abrí paso hacia el frente, donde encontré a Avi y Barrios rodeados de sus parti-darios. Barrios asintió con timidez, pero no dijo nada cuando le pregunté si pensaba que todo había salido bien. Avi, imperturbable como siempre, respondió por su compañero, haciendo un gesto hacia el grupo de jóvenes a su alrededor. «Si ellos están contentos —dijo—, entonces yo estoy contento». Un partidario de la Lista # 1 le había puesto una camiseta de campaña a uno de los perros de la comunidad. Ahora el nervioso animal estaba sobre una mesa de billar y gemía y se pa-seaba de un lado al otro hasta que un hombre lo tomó en brazos. Las delgadas patas del perro dejaron de temblar, mientras se relajaba contra el pecho de este preso. Los partidarios de Barrios comenzaron a corear el nombre de su candidato —«¡Ba-rrios! ¡Ba-rrios!»—, y él los saludaba mientras alzaba vacilante su mano. No parecía un grito de guerra, sino más bien un breve in-tento para subirle los ánimos. Del otro extremo del pa-bellón vino la respuesta —«¡San-tos! ¡San-tos!»—, y, momentos después, los cantos rivales se armonizaron en un ritmo idéntico que se neutralizaba uno a otro.

Después del debate me senté en el patio a conversar con algunos hombres. La energía del «balconazo» se había disipado. El tiempo de gritar quedó atrás, y, en esa noche despejada, algunos hombres jugaban cartas, otros a los dados y otros más caminaban de un lado al otro del patio, una relajada caminata nocturna en un espacio atestado y confinado. Habían sacado el televi-sor de cuarenta y dos pulgadas del pabellón, el mismo que los delegados salientes compraron para el Mun-dial de Fútbol de 2010, y que mostraba una comedia estadounidense doblada a todo volumen a la docena de rufos narcotizados frente a él. Según las reglas del comité electoral, la campaña terminaba la mediano-che del día anterior a la votación. Pero unos diez mi-nutos antes de las doce, un rufo pasó por nuestra mesa con un nuevo volante de Barrios y Avi. En la parte de arriba, en letra grande, estaba la frase «CERO DEU-DAS» y, en la parte de abajo, el número 1 atravesado por una X. Mientras sostenía este documento, me per-caté del movimiento a mi alrededor: nuevos afiches aparecían a lo largo de las paredes del patio, todos con este intrigante nuevo eslogan. La Lista #1 prome-tía eliminar la deuda de todos.

Leí el volante de nuevo, bastante impresionado, y lo guardé. Grupos de hombres se reunían en el patio para leer la nueva promesa de campaña de Barrios. Incluso bajo la luz débil se podía ver que asentían.

La votación fue en la sala de pesas del pabellón, un área del patio demarcada por una valla metálica. Era otro día caluroso y radiante, y ambos partidos habían colocado mesas largas justo fuera del área de votación para que ellos y sus partidarios observen la jornada. Barrios, Avi y su gente estaban sentados en las mesas blancas; Santos y Virgilio, en las rojas, pero ambas filas estaban tan cerca y la atmósfera era tan cordial, que parecía que los ban-dos opuestos eran en realidad ramas competitivas de una misma familia. El perro de la noche anterior apareció con la camiseta ahora sucia de campaña de la Lista # 1, y los partidarios de Santos fingieron molestarse. «¡La campa-ña se terminó!», alguien gritó. Otro hombre garabateó un número «2» en un pedazo de papel y lo pegó a la espalda del perro con un pedazo de cinta adhesiva. Todos se rie-ron, menos el perro.

Cuando la votación comenzó de manera oficial, más de treinta hombres hacían fila. Eran las diez de la mañana. Se les llamaba uno por uno al salón de pesas donde, debajo de los afiches enmarcados de Arnold Schwarzenegger y Jean-Claude van Damme, al compás de Queen y Peter, Paul and Mary, y bajo la atenta y seria supervisión de los tres hom-bres del comité electoral y los representantes de cada cam-paña, los presos del Pabellón Siete votaban. A cada uno se le daba un lapicero y una boleta impresa en papel amarillo. En la esquina del salón, una sábana anaranjada colgaba de las barras de una máquina de pesas. La cortina se jalaba y el votante se ocultaba sólo para aparecer un momento

Por el hacinamiento, los presos de Lurigancho han construido un pabellón informal.

CERO DEUDASPor tickets, multas e ingresos. Borrón y cuenta nueva.

Barrios puede ofrecerlo porque tiene respaldo de

gente solvente, inversionistas con experiencia en

delegatura y no “chicos nuevos” que quieren su

primera oportunidad para hacer experimentos.

Barrios no necesita hablar mucho para hacer

obra y trabajar por el pabellón.

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después, luego de cumplir con su deber cívico. La boleta doblada se introducía en una caja de zapatos y el votante presionaba la huella de su dedo pulgar en el registro. Los miembros del comité tachaban su nombre y llamaban al si-guiente. Hay algo especial acerca de las elecciones, un in-negable toque de optimismo en una fila de ciudadanos que esperaban con paciencia para expresar su opinión. Cada voto en el Pabellón Siete es un puñetazo que se quedará sin lanzar, una bala que no se disparará.

En el pabellón los rufos dormían, los más solitarios se enfurruñaban y los extranjeros se buscaban para quejarse en sus lenguas nativas. Una alarma estridente anunció la comida del mediodía, y, como de costum-bre, los hombres formaron una fila para que les revi-saran sus boletos antes de que recibieran el almuerzo. El pesado toldo de plástico que cubría el patio subía y bajaba con la brisa de vera-no. Los techeros vigilaban, y de tanto en tanto mira-ban hacia los polvorientos vecindarios a la distancia. Estos hombres, ciudadanos de dos docenas de países, que hablan quince idiomas distintos, han diseñado, sin ayuda externa, una forma pacífica de gobernarse a sí mismos, la cual han mantenido durante más de dos dé-cadas: más tiempo que el que las elecciones democrá-ticas han existido en el Perú. Les pregunté a docenas de prisioneros cómo se inició el sistema del Pabellón Siete, pero nadie lo recordaba. Mientras el resto de la prisión resuelve sus problemas con la fuerza, en el Pa-bellón Siete forman una fila ordenada y votan por un líder. Mulas, traficantes, intermediarios e inocentes. Un hombre, un voto.

El último voto entró en la caja de zapatos a las cua-tro de la tarde, y luego comenzó la cuenta. El jefe del comité colocó las tiras de papel amarillo en pilas. Fue un momento tenso. Las elecciones en el Pabellón Siete por lo general se deciden por menos de una docena de votos. Después del anuncio de la noche anterior, hu-

biera creído que Barrios y Avi ganarían las elecciones. Estaba seguro de que la promesa de eliminar las deudas personales marcaría una diferencia crucial. Pero estaba equivocado. El electorado mostró bastante madurez; la verdad, más de lo que podría verse en las calles. La pila de votos para Santos y Virgilio crecía. Fue una victoria aplastante. Cuando terminó, el margen era de más de sesenta votos: un nuevo récord.

Próspero, el representante de campaña de la Lista # 1, estaba taciturno y serio. Cuando terminó el primer conteo, cada representante recibió la pila de la otra campaña para que verificaran las boletas una por una. Siempre hay un puñado de votantes primerizos que garabatean fuera de las líneas, firman sus nombres o

escriben eslóganes de campaña en la parte de atrás. De acuerdo con el reglamento, todas estas boletas deberían anularse. Próspero revisó la pila de la Lista # 2, al parecer resignado a la derrota, hasta que de pronto dejó de contar. Había encontrado un voto in-válido. «Esto está arreglado», anunció. «Han contado mal. No puedo participar en esta farsa». Hubo silencio por un momento largo, y luego el jefe del comité trató de razonar con él. «Tira todos los votos que quieras», le dijo. «El objetivo de que tú los cuentes es corre-gir nuestros errores». Pero Próspero no cedía. Exigió que se invalidara toda la elección por una sola boleta contenciosa. Nadie sabía qué hacer. Por los siguientes veinte minutos todo se estancó. Afuera los votantes comenzaban a impacientarse. Silbaban y gritaban para que dieran los resultados; el ruido subía y bajaba. El presidente del comité estaba furibundo y la tensión alta. ¿Qué pasaba si Próspero se paraba y se iba? ¿Si se negaba a firmar? Incluso aquí, entre los hombres

El Pabellón Siete es el único en Lurigancho donde se hace una campaña para elegir un gobierno. Estos hombres, ciudadanos de docenas de países, que hablan unos quince idiomas distintos, han diseñado una forma pacífica de gobernarse a sí mismos. Mientras el resto de la prisión resuelve sus problemas por la fuerza, en el Pabellón Siete forman fila y votan por un líder P

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civilizados y pacíficos del Pabellón Siete, ¿podíamos estar seguros de que nada pasaría? ¿Habría un golpe de estado? ¿Un gobierno provisional? ¿Fallaría por fin este experimento democrático? Después de casi media hora de impasse, el jefe del comité electoral estaba pre-parado para anunciar al ganador, con o sin el acuerdo de la Lista # 1. Señaló con un largo dedo acusador a Próspero. «Si hay algún problema —dijo—, ¡tú eres el responsable!». Este último comentario debilitó la convicción de Próspero. Vaciló, sacudió la cabeza y luego, como si estuviera haciéndonos un favor a todos, comenzó a contar la pila de votos frente a él. Desechó los más que pudo. El comité lo miraba con furia. Todo lo demás pasó muy rápido. Se preparó la proclamación formal y todos la firmaron. Momentos después todo el comité estaba de pie en el patio. El presidente subió a una mesa, y anunció que la Lista # 2 había gana-do. Una ovación emergió del público. El patio estaba lleno y los ánimos festivos. Los miembros del comité habían acordado no mencionar el mal rato de la cuen-ta de votos, pero ya se corría la voz. Próspero estaba parado avergonzado a un lado junto a Avi y Barrios, mientras Santos se trepaba a una mesa para agradecer a sus partidarios. El Pabellón Siete rugió. «¡No los de-fraudaré!», gritaba Santos. En ese momento, como a propósito, los techeros del pabellón vecino cortaron las cuerdas que sostenían su lado del toldo. Al prin-cipio no nos dimos cuenta, sólo sentimos una especie de sombra. Miré hacia arriba y vi a los techeros que sonreían mientras observaban el patio. Quizás esa era su forma de burlarse de sus vecinos democráticos. El toldo se hundió con lentitud y elegancia, como un glo-bo que se desinfla. El patio comenzó a vaciarse. Las elecciones habían terminado.

Volví al Pabellón Siete al día siguiente y me en-contré en la entrada con un nuevo equipo de guar-dias. La transición había comenzado de inmediato: el jefe de disciplina saliente había entregado las llaves momentos después de que se anunciaran los resulta-dos. Santos y sus hombres estaban en la oficina de los delegados revisando los libros. Había casi mil tres-cientos soles en cuotas sin pagar —las deudas que

Un grupo de internos busca arena en Lurigancho. El presupuesto para el mantenimiento en la prisión es tan reducidoque no pueden pagarse las reparaciones más importantes.

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el volante de campaña de Barrios había prometido perdonar— junto con pilas de facturas de comida y materiales de construcción. Reabrir el baño clausura-do en el segundo piso había sido una de las promesas de la campaña de Santos, pero habían descubierto una gotera en el techo. No había contado con ese gas-to extra, y ya estaba sintiendo resistencia a su plan de austeridad. «Vamos a tener que hablar con la gente», dijo el nuevo delegado. «No sé cómo vamos a con-vencerlos». El nuevo líder del Pabellón Siete parecía cansado. Había dormido muy mal. Algunos hombres se emborracharon la noche anterior y Santos había tomado su primera decisión disciplinaria como de-legado a las 5:00 a.m., cuando expulsó del pabellón a los presos transgresores durante veinticuatro horas. Le esperaba un año de esta clase de fastidios. Después de un rato salí al patio, adonde habían bajado mesas y sillas del techo para el día de visitas. Una banda to-caba para los presos y sus invitados, mientras las familias brevemente reunidas disfrutaban de una comida, una risa, un baile. Parecía más un club social en un día de ve-rano que una prisión. Los restaurantes del pabellón hacían negocio rápido, los rufos trabajaban de mese-ros moviéndose de prisa entre las mesas. Un titiritero actuaba para los niños, con su flexible creación que rebotaba al compás de la música. Otros niños se acer-caban a los juegos que, junto con un tobogán y un columpio, habían sido colocados al lado de la banda en una radiante área de sol. Un niño estaba alejado de los otros, jugando con un trompo, lanzándolo con-tra el piso de cemento del patio y luego agachándose para hacerlo girar en la palma de su mano. Cada vez que lo lograba, corría a enseñar a sus padres, que es-taban sentados en silencio, mirando al niño jugar, sus manos entrelazadas con soltura.

Vi a Avi cerca de la parte delantera, sentado en una mesa con dos mujeres jóvenes y un amigo de él llamado Tito, que también había estado en el partido derrotado. Avi me llamó. No habíamos hablado desde que anun-

ciaron los resultados, y, cuando vio que me acercaba, levantó su puño en el aire. Sonrió de oreja a oreja. «¡Gané!», gritó. Insistió en que los acompañara a almor-zar. El resultado de las elecciones —explicó— no le molestaba en lo más mínimo. Los problemas del pabe-llón, después de todo, no eran suyos. La deuda no des-aparecería, pero le veía el lado positivo: «Ahora puedo ahorrar el dinero que planeaba gastar». Esto era moti-vo suficiente para celebrar. Tito, un joven de menos de treinta, había postulado como delegado de deportes de la Lista # 1. Era un puesto que había tenido antes: sus responsabilidades incluirían organizar el campeonato de fútbol del pabellón, y abrir y cerrar la sala de pesas. Como a Avi, no le importaba perder. Su hermano había postulado al mismo puesto en el partido de Santos y

Virgilio. «¿Postulaste contra tu hermano?», le pregunté, pero a Tito no le pareció extraño. Eran sólo elecciones, y, de todas formas, toda su familia estaba encerrada. Su padre vivía en el Pabellón Siete y su hermana en el pe-nal de mujeres de Lima, al otro lado de la ciudad.

La banda —un timbalero, un tecladista y un cantan-te— recorrió un frenético repertorio de éxitos loca-les de salsa y cumbia. Un español deambulaba entre las mesas haciendo trucos de cartas para las familias visitantes, y esperaba una propina. Por ahora seguía siendo joven y apuesto, si acaso algo taciturno, pero consumía drogas y, a menos que pudiera controlar su hábito, le deparaba una serie de horrores. Muchas de las mesas lo rechazaban con un gesto de la mano, y en cada caso el español inclinaba la cabeza y seguía su camino sin protestar. Un rufo trajo mi almuerzo a la mesa: un plato de arroz y pescado. Avi le agradeció, le puso una moneda en la mano, y el hombre desapa-reció. La banda mandó un saludo a Tito y sus invita-

Un día de visita en Lurigancho, una banda de músicos tocabasalsa y cumbia para los presos mientras sus familias disfrutaban de la comida, las risas y el baile. Los restaurantes del penal hacían negocio rápido. Un titiritero actuaba para los niños. Otros se acercaban a los juegos en un área de sol. Parecía más un club social en un día de verano que una peligrosa prisión P

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dos —usaban su batería, después de todo—, y él les agradeció con una palmada desganada. Un momento después, el titiritero ambulante llegó a nuestra mesa. Balanceó su títere alrededor por un rato, pero lo que en realidad quería —deduje con rapidez— era mi al-muerzo a medio comer. No estaba muy hambriento, así que se lo ofrecí. El hombre se puso el títere bajo el brazo y tomó el plato en su otra mano. Nos agradeció muy efusivo y luego encontró un lugar para sentarse a unos metros de allí: en cuclillas, de espaldas a la pared. Se comió las sobras muy rápido con las manos. La banda tocó «Como si nada», un éxito local sobre el desamor, y las chicas de la mesa cantaban a coro, mientras golpeteaban con sus pies y esperaban que Tito o Avi las sacaran a bailar. Pero ninguno lo hizo. Tito tenía la mirada clavada en el titiritero hambrien-to. Me dijo que la pobreza y desigualdad del pabellón eran muy alarmantes. Un día —me contó— afuera en las calles de Lima, un expresidiario del Pabellón Siete se había cruzado con un rufo, años después de que ambos fueran liberados. Tito frunció el ceño. Era una historia que hombres como él, los presos aco-modados del Pabellón Siete, contaban con horror: el rufo recordaba toda la humillación y el maltrato que había sufrido allá adentro, día tras día, igual que el titiritero, mendigando por comida y cosas peores. El rufo mató al exconvicto ahí mismo. «Es terrible», dijo Tito, mientras ponía de cabeza el viejo cliché de la prisión: «Allá afuera, todos somos iguales».

Desde el otro lado de la mesa, Avi me llamó. —Discúlpame —dijo—. Tengo que pedirte un favor.—Claro —dije.—Tengo dos libros que necesito que envíes a Israel —su

rostro estaba muy serio—. Sólo un paquetito. ¿Puedes hacerlo por mí?

El convicto narcotraficante israelí me miraba, mien-tras mantenía su áspera expresión. La banda tocaba, ruidosa y molesta, y yo no sabía qué decir. Comencé a tartamudear una excusa, pero el israelí me interrum-pió con una sonrisa.

—Muy bueno —dije—. Fue muy gracioso.La mesa sin duda lo creyó así. Tito y las chicas tam-

bién se reían. «Te voy a decir algo —dijo Avi—, no hay lugar como el Pabellón Siete. Esto es el paraíso». Arriba, en la oficina de delegados, Santos y sus hom-bres trabajaban para salvar al pabellón del colapso económico. Aquí afuera comenzaba una fiesta.Cada pabellón del penal tiene un «techero», un preso que vigila y duerme en la azotea.

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