SEGUNDO GRADO CONTENIDO - zweiteKlasse · La pequeña niña grande. Había una vez una gata. Aves....

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SEGUNDO GRADO

CONTENIDO

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50.

El león que no sabía escribir.

Galileo lee.

El caballito de siete colores.

Riquirrirrín y Riquirrirrán.

Una pesadilla en mi armario.

Ana la rana.

Los candados.

Trabalenguas.

La tortuga (Cuento Zapoteco).

El perro topil (Cuento Náhuatl).

Mantarraya.

Tú no me vas a creer.

¿Dónde está mi tesoro?

¡Ven, hada!

Cosas que pasan.

La pequeña niña grande.

Había una vez una gata.

Aves.

Serpiente.

Cuento tonto de la brujita que no pudo sacar la licencia de manejar.

Emiliano.

El señor don gato.

Adi vino y se fue.

La Luna.

La mulata de Córdoba.

Negrita.

Coplas.

¿Qué es el tiempo?

El clima de cuatro estaciones.

Amigos del alma.

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21. El león que no sabía escribir

El león no sabía escribir. Pero eso no le

importaba porque podía rugir y mostrar

sus dientes. Y no necesitaba más.

Un día, se encontró con una leona.

La leona leía un libro y era muy guapa. El

león se acercó y quiso besarla. Pero se

detuvo y pensó: “Una leona que lee es

una dama. Y a una dama se le escriben

cartas antes de besarla.” Eso lo aprendió

de un misionero que se había comido.

Pero el león no sabía escribir.

Así que fue en busca del mono y le dijo:

“¡Escríbeme una carta para la leona!”

Al día siguiente, el león se encaminó a

correos con la carta. Pero, le habría

gustado saber qué era lo que había

escrito el mono. Así que se dio la vuelta

y el mono tuvo que leerla.

El mono leyó: “Queridísima amiga:

¿quiere trepar conmigo a los árboles?

Tengo también plátanos. ¡Exquisitos!

Saludos, León.”

“¡Pero noooooo!”, rugió el león. “¡Yo

nunca escribiría algo así!” Rompió la carta

y bajó hasta el río.

Allí el hipopótamo le escribió una nueva

carta.

Al día siguiente, el león llevó la carta a

correos. Pero le habría gustado saber

qué había escrito el hipopótamo. Así que

se dio la vuelta y el hipopótamo leyó:

“Queridísima amiga: ¿Quiere usted nadar

conmigo y bucear en busca de algas?

¡Exquisitas! Saludos, León.”

“¡Noooooo!”, rugió el león. “¡Yo nunca

escribiría algo así!” Y esa tarde, le tocó el

turno al escarabajo. El escarabajo se

esforzó tremendamente e incluso echó

perfume en el papel.

Al día siguiente, el león llevó la carta a

correos y pasó por delante de la jirafa.

“¡Uf!, ¿a qué apesta aquí?”, quiso saber la

jirafa.

“¡La carta! -dijo el león-. ¡Tiene perfume

de escarabajo!” “Ah -dijo la jirafa-, ¡me

gustaría leerla!”

Y leyó la jirafa: “Queridísima amiga:

¿Quiere usted arrastrarse conmigo bajo

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SEGUNDO GRADO tierra? ¡Tengo estiércol! ¡Exquisito!

Saludos, León.”

“¡Pero noooooo! -rugió el león- ¡Yo

nunca escribiría algo así!”

“¿No lo has hecho?”, dijo la jirafa.

“¡No! -rugió el león- ¡Noooooo! ¡No! Yo

escribiría lo hermosa que es. Le escribiría

lo mucho que me gustaría verla.

Sencillamente, estar juntos. Estar

tumbados, holgazaneando, bajo un árbol.

Sencillamente, ¡mirar juntos el cielo al

anochecer! ¡Eso no puede resultar tan

difícil!”

Y el león se puso a rugir. Rugió todas las

maravillosas cosas que él escribiría, si

supiera escribir.

Pero el león no sabía. Y, así, continuó

rugiendo un rato.

“¿Por qué entonces no escribió usted

mismo?”

El león se dio la vuelta: “¿Quién quiere

saberlo?” –dijo.

“Yo” -dijo la leona-.

Y el león, de afilados colmillos, contestó

suavemente: “Yo no he escrito porque

no sé escribir.” La leona sonrió.

Si queremos decir algo, con nuestros propios sentimientos e ideas, tenemos que escribirlo nosotros

mismos.

Martin Baltscheit, El león que no sabía escribir. México, SEP-Lóguez, 2007.

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22. Galileo lee

Me encanta leer y compartir lo que leo porque puedo reír, ponerme triste,

pensar, y platicar con otros lo que aprendo o me recuerdan los libros. A

Galileo, el niño de este cuento, también le gusta leer: sólo que su maestra y él tardaron un

poquito en descubrirlo.

Había una vez un niño que leía. Y la

maestra le decía:

-¡Mal! ¡Repítelo!

Y el niño intentaba repetir. Pero apenas

acababa, otra vez la gritería:

-¡Mal! ¡Repítelo!

Y al niño le daba vergüenza. Trataba de

esforzarse, y a la hora del “veamos”

nuevamente sucedía.

-Hugo bebe guantes –leía.

-¡Mal, tonto! Dice: Hugo be-be a-gua an-

tes.

La maestra corregía y, mientras, el niño

soñaba que un día sería portero y que en

su próximo cumpleaños iba a ir a la

tienda y ordenar que le diesen esos

guantes, ésos de la repisa. “Y entonces –

pensaba- seré el mejor, ¡ya no más dedos

torcidos!”

-¡Lee, niño!

Y el niño despertaba, asustado, y era

obligado a leer lo que la maestra quería,

pero... ¡Nada! Sólo podía ver lo que

sentía. El niño, temeroso, balbuceaba:

-La casa de Cata es una basura.

Y la maestra gritaba:

-¡Mal! Dice: La casa de Cata es una

lindura.

Pero el niño ya no oía, se confundía.

-¡Lee, niño!

Y el niño brincaba, se sacudía, despertaba

y leía:

-La maestra es monita.

-¡Mal! Dice: La maestra es bonita.

Todo el grupo se reía. La maestra se

desesperaba. Y el niño lloraba. Y era

obligado a escribir 365 veces “La maestra

es bonita”.

Por suerte llegaron las vacaciones:

tiempo para descansar y pensar.

“Pero, ¿por qué siempre yo?”, pensó el

niño cuando volvieron a clases y la

maestra lo escogió:

-Lee, Galileo.

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SEGUNDO GRADO El niño tembló, se afligió y leyó:

-Teco ladró, saltó y murió.

La maestra comprendió y con dulce

mirada, preguntó:

-¿De qué murió Teco?

El niño no entendió. ¿Habrá escuchado

bien? ¿Podría responder tranquilo? Y se

soltó a contar que Teco, su perro, un día

salió apresurado, no escuchó el claxon y

murió atropellado. Al platicarlo, el niño

lloró y se desahogó.

La maestra miró al niño.

El niño miró a la maestra y ahora sin

temblar, ya más tranquilo, releyó:

-Tico ladró, saltó y mordió.

La maestra le aplaudió y dijo:

-¡Muy bien! ¿Saben? En estas vacaciones

estuve leyendo el cuento de la

Cenicienta, una joven con mucha suerte.

¿Quién de ustedes conoce a Cenicienta?

¿A quién le gustan los cuentos de hadas?

Nadie respondió. El grupo calló.

Pasaron unos minutos, la maestra

comenzó a sacar de su bolsa, un montón

de cuentos de hadas y brujas, de reyes y

reinas, sirenas y muñecas, gigantes y

enanos, vampiros y dragones.

-¿Alguno de ustedes quiere conocer la

historia del niño portero?-.

¿Adivinen quién levantó primero la mano?

Lia Zatz, Galileo lee. México, SEP-Le, 1992.

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23. El caballito de siete colores

Es hermoso recordar a una persona que, debido a su forma de ser y actuar, nos deja huella. Un

maestro puede trascender a través del tiempo por los recuerdos que nos deja. Este cuento es una

muestra de ello. Espero que les agrade y ustedes sigan contándolo. [Es una lectura larga. Hay

que tomarlo en cuenta.]

Hace tiempo había un rey y su esposa.

Eran felices, porque sus tres hijas eran

nobles de corazón.

Las princesas vivían con libertad, pues

nadie les haría daño. Pero un día, cuando

paseaban, fueron secuestradas por unos

forasteros que pidieron dinero para

devolverlas con vida.

Las tropas del rey no pudieron

rescatarlas. Así que el rey puso letreros

que decían:

EL CABALLERO QUE RESCATE A LAS

PRINCESAS SE CASARÁ CON UNA DE

ELLAS Y SERÁ PRÍNCIPE.

Aunque muchos jóvenes querían ser

príncipes, nadie se atrevía a penetrar en

el bosque.

Tres hermanos muy humildes decidieron

salvarlas, pero los dos mayores pensaron

que el pequeño sería un estorbo, y lo

dejaron en casa.

El rey les preguntó:

-¿Qué necesitan?

Los muchachos dijeron:

-Una bolsa de oro.

El rey se las dio, y ellos partieron al

bosque.

Luego llegó el pequeño; le pidió al rey un

costal de pan y una soga, y corrió tras los

mayores gritándoles:

-¡Hermanitos, espérenme y les doy pan!

Ellos aceleraban el paso, pero después de

unos días vieron que el oro no les servía

en el bosque, pues no había tiendas.

Para no morir de hambre, esperaron a su

hermano y comieron de su pan. Luego,

cuando el joven se durmió, le robaron el

pan y continuaron su camino.

Pero él no se dio por vencido y los

siguió.

El primero en llegar al pozo donde

estaban las princesas fue el mayor. Pero

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SEGUNDO GRADO no se atrevió a bajar. Tampoco el

mediano.

Cuando el joven llegó lo convencieron, y

lo bajaron con su soga. En el pozo había

un hombre, pero el muchacho lo tomó

por sorpresa y le pegó en la cabeza.

Amarró por la cintura a las princesas, y

sus hermanos las fueron subiendo. Pero

en lugar de sacar al pequeño, tiraron la

soga al pozo.

Cuando vio a sus hijas, el rey se puso tan

contento que decidió casar a los

hermanos con dos de las princesas.

La más pequeña quiso explicarle lo que

había sucedido, pero el rey, con la

emoción, ni la escuchaba.

Mientras tanto, en el pozo el joven

lloraba. De repente se le apareció un

caballito de siete colores que le ordenó:

-Arranca un pelo de cada color y te

concederé siete deseos.

El joven tomó un pelo naranja y dijo:

-¡Sácame de aquí!

Tomó el pelo azul y dijo:

-¡Dame de comer!

Tomó el pelo amarillo y dijo:

-¡Llévame al palacio!

Sus hermanos, temiendo que el rey se

disgustara con ellos, ordenaron que no lo

dejaran entrar. Entonces el muchacho

tomó el pelo verde y dijo:

-¡Conviérteme en negrito!

Así pudo entrar, habló con la jovencita, y

ella le contó todo a su padre, quien

decidió encarcelar a los hermanos

mayores. Pero el joven no quería lastimar

a sus hermanos. Tomó el pelo morado y

dijo:

-¡Caballito de siete colores, regrésame a

como era!

Tomó el pelo rojo y dijo:

-¡Que el rey perdone a mis hermanos!

Por último tomó el pelo rosa y dijo:

-¡Que el rey deje que mis hermanos y yo

nos casemos con las princesas!

¿Te gusta? El hermano menor era valiente,

tenaz y de muy nobles sentimientos.

Debemos ser como él.

Teófilo Martel y Galicia, El caballito de siete colores. México, SEP, 2002.

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24. Riquirrirrín y Riquirrirrán

Las rimas son divertidas; pueden repetirlas una y otra vez poniéndoles música y movimientos.

Vamos a leer dos rimas. (Ésta es una lectura muy corta. Eso permite repetir las rimas con los

niños dos o tres veces.)

Riquirrirrín y Riquirrirrán

son dos pececitos

que en el agua están;

son tan parecidos y nadan tan igual,

que no sé decir quién es

Riquirrirrín y quién Riquirrirrán.

Los ojos tienen sus niñas,

las niñas tienen sus ojos,

y los ojos de las niñas

son las niñas de mis ojos.

¿Qué es la niña de un ojo? ¿Qué quiere decir que algo es la niña o las niñas de nuestros ojos? Yo

los quiero a ustedes como a las niñas de mis ojos.

S/A, Riquirrirrín y Riquirrirrán (Selección de Marta Acevedo). México, SEP, 1990.

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25. Una pesadilla en mi armario

¿Alguna vez has tenido pesadillas? ¿Qué haces? Cuando leas

este cuento veras que realmente no son tan terribles.

Había una pesadilla en mi ropero. Antes de acostarme, siempre cerraba la puerta del

armario. Tenía miedo de voltearme a mirar. Metido en la cama, a veces me atrevía a echar

un vistazo.

Una noche decidí librarme de mi pesadilla para siempre. En cuanto la habitación quedó a

oscuras, la sentí acercarse a mi cama. Encendí la luz con rapidez y la descubrí sentada a los

pies de la cama.

-¡Vete, pesadilla, o te disparo! -le dije.

De todas maneras, le disparé. Mi pesadilla se echó a llorar. Yo estaba enojado, pero no

mucho.

-Cállate, pesadilla, que vas a despertar a papá y a mamá –le dije.

Pero como no paraba de llorar, la cogí de la mano, la metí en la cama... y cerré la puerta

del armario.

Creo que hay otra pesadilla dentro de mi armario, pero mi cama es demasiado pequeña

para tres.

Marcer Mayer, Una pesadilla en mi armario. México, SEP-Kalandraka, 2003.

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26. Ana la rana

Cuando Ana la rana

llegó a la ciudad

supo que ya nadie

usaba la A.

Quiso pedir agua,

Quiso pedir pan,

pero no podía

sin esa vocal.

Nadie comprendía

su latín vulgar,

lengua del pantano,

ronca y gutural.

Pero Ana la rana

era sabia y tal;

dejó las palabras

para los demás.

Se buscó una hoja

y un lápiz labial,

y habló con dibujos

sin tener que hablar.

Dibujó una fuente

y un trozo de pan;

pintó la esperanza,

pintó la amistad.

Todos la entendían

le daban de más...

Y después, al irse,

muy sentimental,

dibujó una mano

casi natural,

moviéndose lejos...

y punto final.

Eduardo Polo, “Ana la Rana” en Chamario. México, SEP-Ekaré, 2005.

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27. Los candados

Gati Gatico tenía mal genio. ¿Sabes por qué? Porque mamá Patuca le hizo unos pantalones

que se le caían a cada rato.

Un día Patuca fue al mercado y le trajo

un cinturón, pero como está tan gordito

Gati lo reventó en seguida.

Una gallinita que es su vecina, le

recomendó unos tirantes y se los puso,

sólo que después de comer, ¡plif! ¡plaf!,

se zafaron y le pegaron en la cara.

-A mí siempre me va de la cachetada –

rezongó- sentándose en la orilla de la

banqueta.

Entonces doña Zorra, que es muy lista, le

aconsejó que se pusiera los tirantes con

candados y... ¡Así sí!

Sólo que ahora ¡no puede quitarse los

pantalones! Porque no se acuerda dónde

dejó las llaves.

Isabel Suárez de la Prida, “Los candados” en Cuentos de Amecameca. México, SEP- Amaquemecan, 1991.

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28. Trabalenguas

Una cola es una hilera de gente que se forma para comprar algo o para entrar a algún lugar. También

es el rabo de muchos animales. Hay colas de muchas formas diferentes. Este libro nos presenta una

serie de adivinanzas sobre las colas de varios animales. ¿Listos?

El dragón tragón

tragó carbón

y quedó panzón,

panzón quedó el dragón

por tragón,

¡qué dragón tan tragón!

Ahora que ya se lo saben, a ver si consiguen que sus papás también se lo aprendan.

Martha Satrías de Porcel, ”Trabalenguas” en Cómo motivar a los niños a leer. México, SEP-Pax, 1993.

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29. La tortuga (Cuento Zapoteco)

Cuando bajaron las aguas del Diluvio, era un lodazal el valle de Oaxaca.

Un puñado de barro cobró vida y camino. Muy despacito caminó la tortuga. Iba con el

cuello estirado y los ojos muy abiertos, descubriendo el mundo que el sol hacía renacer.

En un lugar que apestaba, la tortuga vio al zopilote devorando cadáveres.

-Llévame al cielo –le rogó-. Quiero conocer a Dios.

Mucho se hizo pedir el zopilote. Estaban sabrosos los muertos. La cabeza de la tortuga

asomaba para suplicar y volvía a meterse bajo el caparazón, porque no soportaba el hedor.

-Tú que tienes alas, llévame -mendigaba.

Harto de la pedigüeña, el zopilote abrió sus enormes alas negras y emprendió el vuelo con

la tortuga a la espalda.

Iban atravesando nubes, y la tortuga, con la cabeza escondida, se quejaba:

-¡Qué feo hueles!

El zopilote se hacía el sordo.

-¡Qué olor a podrido! –repetía la tortuga.

Así hasta que el pajarraco perdió su última paciencia, se inclinó bruscamente y la arrojó a

la tierra.

Dios bajó del cielo y juntó sus pedacitos. En el caparazón se le ven los remiendos.

Tradición Popular, “La tortuga” en De aluxes, estrellas, animales y otros relatos. Cuentos indígenas. México, SEP-Sans Serif, 1991.

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30. El perro topil (cuento náhuatl)

Desde hace mucho tiempo (ya llovió),

algunos hombres hacían sufrir a los

perros. Entre ellos surgió la idea de

defenderse: diferentes perros que hay en

la tierra se pusieron de acuerdo. Cada

uno fue contando sus preocupaciones y

decidieron decírselo al dios Tláloc para

que enviara un sufrimiento a los hombres

que los lastimaban. Eso era lo que se

merecían.

Después de haber escrito, buscaron

entre ellos a un perro topil, un perro

mensajero, y le dijeron que tendría que

atravesar ríos, subir y bajar cerros,

cruzar bosques y defenderse hasta llegar

a Tláloc. El perro elegido aceptó. Sin

embargo, surgió otra preocupación:

¿dónde llevaría el mensaje? Si lo llevaba

en el hocico o en las manos, lo perdería

cuando intentara defenderse. Pensando

en este problema, el perro más anciano

habló:

-Este recado puede ir más seguro

guardándolo en su cola.

Ya decidida la manera de enviar el

recado, lueguito se lo guardaron en la

cola y el perro salió brincando a cumplir

su encargo.

Han pasado muchos años y hasta ahora el

perro no ha regresado con la respuesta.

Por eso cada vez que los perros se

encuentran se huelen la cola, para ver si

no es el que trae la respuesta, o para

castigarlo si todavía no ha llevado el

recado, o bien, para ver si trae la

contestación y no la ha entregado.

Elisa Ramírez Castañeda, El perro topil. México, SEP-Pluralia, 2005.

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31. Mantarraya

¿Quiénes han visto una mantarraya? Cuando van nadando bajo el agua parece que vuelan. Son

en vedad como mantas voladoras. Miren la ilustración.

Parezco una alfombra

que vuela en el mar;

como látigo mi cola

lleva electricidad.

Tiene una larga cola, como un látigo que usa para atacar cuando es molestada. Con ella da

descargas eléctricas muy poderosas.

La usa para balancearse cuando planea fuera y bajo el agua como si fuera una alfombra

voladora.

Cuando la quieren atacar salta y se azota sobre el agua, haciendo mucho ruido.

Es prima de los tiburones, pero a diferencia de ellos le encanta que la acaricien. Su piel es

rasposa como lija.

Silvia Dubovoy, “Mantarraya” en Colas. México SEP-Everest, 2002.

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32. Tú no me vas a creer

Antenoche estuvo el Malo

-tú no me vas a creer-,

ronco, peludo y feo,

que me quería comer.

Son sueños, mi niño, sueños.

Me amarró con gruesas cuerdas,

me cubrió con negra capa,

y mientras todos dormían

me arrastró fuera de casa.

Un caballo lo esperaba,

era grande como el cielo,

las patas como palmeras

y la carrera de trueno.

El Malo clavó la espuela,

el caballo dio un relincho,

y las estrellas fugaces

perdieron todo su brillo.

Corrimos la noche entera,

cruzamos varios esteros,

y al saltar sobre una roca

el caballo cayó muerto.

Trece lagartos azules

hicieron ronda de muerte,

y en una iglesia cercana

el reloj daba las siete.

Tanto de menos te eché,

que tú viniste a buscarme,

el Malo retrocedió,

sin atreverse a tocarme.

En tus brazos me tomaste,

tus manos me acariciaron;

me cubriste con tu manto

y los sustos se esfumaron.

A casa volvimos luego,

tú cantando y yo durmiendo,

sin hacer caso del Malo,

que se quedó maldiciendo.

Antenoche estuvo el Malo

-tú no me vas a creer-

pero estando tú a mi lado

nada tengo que temer.

Es cierto, mi niño; cierto

nada tienes que temer.

Jaime Blume Sánchez, Tú no me vas a creer. México, SEP-Ekaré, 2005.

Jaime Blume Sánchez, Tú no me vas a creer. México, SEP-Ekaré, 2005.

33. ¿Dónde está mi tesoro?

Cada uno de nosotros tiene un tesoro que cuidar. ¡Los invito a que escuchen el siguiente cuento y

descubran cuál es el tesoro del Pirata Brutus!

Un día, el pirata Brutus despertó de la

siesta.

-Tengo ganas de jugar con mi tesoro –

exclamó.

Tantas ganas tenía que se puso el

sombrero al revés y saltó de la hamaca.

Fue derechito a buscar su tesoro, pero

no lo encontró.

Así que Brutus subió a su barco pirata y

navegó alrededor de la isla.

Luego se acercó a una orilla y se bajó.

Justo ahí, medio escondido en la arena,

había un cofre chiquitito.

Lo abrió de un soplido. Dentro encontró

un montón de caramelos y unas monedas

de chocolate.

-¡Éste no es mi tesoro! -protestó Brutus.

Y siguió caminando. Dio la vuelta a una

palmera. Entonces, de la rama más alta

cayó un cofre bastante grande.

Brutus lo abrió con uno de esos gritos de

pirata que destapan lo que sea. Metió la

mano y sacó cocos de oro y plátanos de

plata.

-¡Tampoco es el tesoro que busco! -

gruñó malhumorado.

Así que Brutus emprendió viaje

nuevamente, cruzó la selva varias veces

porque se perdió, aunque era muy

orgulloso y no lo quiso reconocer, hasta

que, de repente, tropezó con un loro

parlanchín que le recitó:

-¿Qué es una cosa que empieza con T y

rima conmigo?

El pirata no podía perder el tiempo en

adivinanzas, por eso, acertó a la primera

y el loro tuvo que entregar el premio.

Un cofre enorme.

Brutus abrió el tesoro de un cabezazo y

dentro vio las estrellas, la Luna y un

cubito de hielo para el chichón.

-¡Este tesoro ni lo conozco! -se

impacientó.

Así que se alejó corriendo, trepó a una

montaña de caracoles y algas hasta que

alcanzó la cima. Ahí, debajo de una

piedra, descubrió un cofre gigante.

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SEGUNDO GRADO Brutus lo abrió de una patada; con la pata

de palo, claro.

Dentro estaba nada más y nada menos

que el Sol, y de un rayo luminoso colgaba

una etiqueta que decía: “Señor pirata

Brutus, éste es el tesoro más inmenso

que existe, no va a encontrar uno

mejor.”

-¡No me interesa! -chilló el pirata-

¡Cuando digo mi tesoro, es mi tesoro!

¡Quierooooo miiii tesoroooo!

Tantas ganas tenía de jugar con su tesoro

que se enfureció, y la isla tembló.

Los peces perdieron algunas escamas.

Las olas creyeron que era la hora de la

tormenta.

Hasta el sombrero que tenía puesto al

revés, salió volando.

Al final, un lagrimón le resbaló por la

mejilla.

Tan triste se puso que casi inundó el

mismísimo mar.

Pero en eso...

-¡Hola papá! -saludó la piratita Brutilda,

desde la playa.

-¡Tesoro mío! -se alegró Brutus- Te

estaba buscando...

Y los dos pasaron una tarde de lo más

divertida, jugando a los indios.

Ahora ya sabemos cuál es el tesoro del pirata Brutus. Ustedes ¿tienen un tesoro parecido? Y, por

cierto, ¿quién sabe qué es lo que empieza con T y rima con loro?

Gabriela Keselman, ¿Dónde está mi tesoro? México, SEP-Alfaguara, 1999.

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34. ¡Ven, hada!

¿Se han fijado cómo algunas palabras son tan divertidas que si las separan forman frases

completamente distintas? Miren éstas: [el maestro las va escribiendo en el pizarrón].

Venada Ve nada ¡Ven, hada!

Entumecer En tu mecer

Tuerto Tu huerto

Estudia Es tu día

Temido Te mido

Envolver En volver

Desazón De sazón ¡De ésas son!

Amarte A Marte

Llorosa Lloro, osa ¡Yo, Rosa!

Locura ¡Lo cura!

Subida ¡Su vida!

Balbuceo Va al buceo

Helado El lado El hado

¿Qué les parecieron? ¿Quiénes pueden encontrar otras?

Alejando Magallanes, ¡Ven, hada! México, SEP-SM, 2006.

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35. Cosas que pasan

Si tuviera el pelo lacio, sería más linda...

Pero no.

Si tuviera un caballo, iría a la escuela a

galope... Pero no.

Quisiera cantar como ese pájaro...

Ser fuerte como ese árbol...

¡Y más alta! Y con ojos verdes. ¡Pero

NO!

Sin embargo, ayer me pasó algo único.

Apareció un genio y me dijo:

-¡Hola! y, ¡Felicidades!

-¡Como eres la persona que más deseos

ha pedido este mes, me han mandado a

cumplirte uno!

-¿Uno?... ¿Y si me olvido de pensar en

algo? ¿Y si después me arrepiento y

quiero otra cosa? ¿Y si ahora justo me

atonto y no se me ocurre nada bueno?

¿Y si me doy cuenta más tarde de que no

pedí lo que más quería? ¡Ay, qué difícil!

-¿Te falta mucho todavía, niña? –preguntó

el genio.

-¡Ya sé! ¡Quiero TODO!

-¿Todo? –dijo el genio- No lo conozco. A

ver... tarea, trapecio, triciclo, tobogán,

¿topo?, no; trompo, tampoco...

-¿Y? –pregunté yo, mientras me comía las

uñas.

-Mira, niña –dijo por fin-, ese deseo tuyo

no está en el catálogo, y no puedo

esperar más a que pienses otro. Te doy

lo que tengo a mano: ¡un conejo gris!

¡Adiós!

-¡¿Un conejo?!

Isol, Cosas que pasan. México, SEP-FCE, 2000.

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36. La pequeña niña grande

Daniela era pequeña. Bueno, en realidad

no era taaan pequeña. Era más grande

que el bebé de la vecina, y más grande

que el gato.

Pero era más pequeña que los niños del

jardín de niños, mucho más pequeña que

los niños de la escuela, y muchísimo más

pequeña que papá y mamá.

Su tía Ana siempre le decía: “¡Cómo has

crecido!” Pero Daniela sabía que era

bajita y se enojaba.

Hasta que una noche se despertó

convertida en alguien muy grande. Se

levantó y corrió al cuarto de sus papás.

Papá y mamá, dormidos, se veían tan

chiquitos que Daniela soltó una carcajada.

Se rio tan duro que los despertó.

-¡Levántense! –Les dijo- Van a llegar

tarde al trabajo. Pero papá y mamá no

querían levantarse.

Daniela los alzó y los llevó al baño.

Primero le lavó las manos y la cara a

papá, y le cepilló los dientes, y después a

mamá. Los tomó de la mano y se dirigió

al ropero.

–Te pondrás lo que yo diga –le dijo a

papá, que se vistió sin quejarse.

-Y tú –le dijo a mamá-, no escarbes más

en el armario. Yo te escojo un vestido.

–Pero quiero ponerme un pantalón –dijo

mamá.

-Todos los días es lo mismo –contestó

Daniela-. Si te escojo un vestido, quieres

un pantalón. Si te escojo un pantalón,

quieres un vestido.

Daniela sentó a papá y mamá en la mesa

de la cocina y les dio a cada uno un

huevo tibio, una rebanada de pan con

miel y un vaso de leche. Papá comió solo,

pero, como ya era tarde, Daniela terminó

de darle el desayuno a mamá.

–¡Yo como sola! –dijo mamá, furiosa.

Pero Daniela le quitó la cucharita y le dio

el huevo.

Terminado el desayuno, Daniela le dio a

papá un cepillo y tomó otro para peinar a

mamá.

-¡Me estás jalando el pelo! –gritó mamá-.

No tengo la culpa de que tengas el pelo

enredado –dijo Daniela-. Córtatelo.

–A papá no le gusta que yo traiga el

cabello corto –dijo mamá.

Papá y mamá se fueron al trabajo y

Daniela se quedó en la casa. De repente

todo quedó en silencio. El silencio no le

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SEGUNDO GRADO gustaba. Incluso, cuando Daniela

comenzó a hablar el silencio no le

respondió.

-¡Mamá, mamá! -gritó Daniela. Gritó tan

duro que se despertó. Y allí junto a la

cama estaba mamá.

-Mamá, mírame. ¿Soy más grande que

papá? –preguntó Daniela.

-No –sonrió mamá-. No eres más grande

que papá.

-¿Y más que tú?

–No -aseguró mamá-, tampoco más

grande que yo.

-Entonces... tal vez soy una pequeña niña

grande... -dijo Daniela. Se tapó de nuevo

y se quedó dormida.

Uri Orlev, La pequeña niña grande. México, SEP-Norma, 2003.

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37. Había una vez una gata

Había una vez una gata de tres colores:

amarillo, blanco, y negro. Era rayada

como los tigres. Tenía bigotes largos y

dormía todo el día. Cuando los niños se

iban a la escuela ella ni se enteraba. Al

medio día, cuando los niños volvían le

decían:

-¡Tigresa! ¿Eres una gata o una almohada?

La acariciaban y le daban leche. Después

de comer, los niños levantaban la mesa;

se les caía un vaso y hacía crach. Pero la

gata no se despertaba. Durante la tarde,

por la ventana de la cocina llegaba el ¡tiii!

de las bocinas de los coches o el ¡bram!

del tubo de escape de los camiones y

también el ¡strach! de un choque en la

esquina y la tigresa ni abría un ojo.

Cuando llegaba la noche, todos se iban a

la cama a dormir. El departamento

quedaba oscuro y en silencio.

Una noche, se empezó a escuchar un

miau muy suavecito. ¡Y los ojos de la

tigresa se abrieron! Con una patita abrió

un poco la puerta y se salió.

Ahora el miau era más grande y después

se hizo un MIAU así de grande. Y la

tigresa respondió con otro miau que

tenía forma de suspiro. Allá abajo en la

calle estaba un gato. Se llamaba Esteban.

La tigresa fue saltando de balcón en

balcón hasta llegar a la vereda. Esteban

quiso darle un beso pero ella salió

corriendo y Esteban corrió tras ella. Pero

la Tigresa corría muy rápido y dejó a

Esteban con la lengua de fuera. La Tigresa

se le acercó y le puso una patita en la

cabeza, él quiso abrazarla, pero la gata

subió corriendo a un farol y desde allí

arriba lo llamó con un miau muy mimoso.

A Esteban le daba miedo subir a las

farolas, pero se animó y llegó arriba justo

cuando la Tigresa saltaba al balcón de la

vecina. El gato fue tras la gata y le dijo un

MIAAAAUUUU tan romántico que

despertó a la vecina, quien le dio un

escobazo. Pero la Tigresa lo salvó

llevándoselo tomado por la cola. Cuando

estuvo repuesto, el gato miró a la gata y

le dijo:

-¡Gracias!

LEEMOS MEJOR DÍA A DÍA

SEGUNDO GRADO -¡Qué gracias! -le contestó la gata-

Apúrate. Vamos a mirar la luna desde el

techo de aquella casa.

-Me tengo que ir a dormir –dijo al rato la

gata.

El gato se dio vuelta para preguntarle si

no se cansaba nunca. Pero ella ya estaba

trepando de balcón en balcón hasta llegar

a su casa. Cuando salió el sol y los niños

se fueron a la escuela, la Tigresa ni se

enteró.

Sergio Kern. Había una vez una gata. México, SEP-Melhoramentos Melbooks, 1992.

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38. Aves

Desde tiempos muy antiguos, los pájaros

han simbolizado virtudes, valores y

defectos. La paz se representa por una

paloma; la felicidad, con un pájaro azul; la

sabiduría con el búho; la soledad, con el

pelícano; la cobardía con el avestruz; la

dignidad con el águila. Hay pájaros que

representan países: el quetzal a

Guatemala, el cóndor a Chile, el gallo a

Francia y el águila azteca a México.

Según los sabios, el tatarabuelo de los

pájaros vivió hace 150 millones de años y

tenía un nombre muy raro. Se llamaba

Archaeopterix.

Los pájaros están presentes en las

leyendas de casi todos los pueblos. Una

leyenda cora cuenta que, cuando empezó

el diluvio Nakawé ordenó al hombre

construir una caja y encerrarse allí con

un loro y una guacamaya. A los cinco

años, estos pájaros avisaron al hombre el

fin del Diluvio y las aguas se dividieron en

cinco mares.

En casi todas las tradiciones sobre el

diluvio, un pájaro anuncia su inicio y su

fin.

En los ritos religiosos de los aztecas,

huicholes y otros pueblos, el loro, la

guacamaya, el colibrí y el águila se

ofrendaban al sol. Las plumas más

vistosas adornaban los altares y centros

ceremoniales. Algunas tenían el

significado de oraciones: las del loro, para

la lluvia y las de la guacamaya, para el sol.

Rafael Martín del Campo, “Aves” en Animales mexicanos, aves y mariposas. México, SEP-CONAFE, 1987.

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39. Serpiente

En náhuatl serpiente se dice cóatl. Cóatl

también significa gemelo o cuate.

En México hay alrededor de quinientas

especies de serpientes. Cincuenta son

peligrosas para el hombre.

Las serpientes están consideradas como

lagartijas que han perdido sus patas.

Emplean la boca para atrapar a sus

presas, y las tragan enteras.

Algunas serpientes enrollan su cuerpo

alrededor de sus víctimas, y las aprietan

hasta asfixiarlas antes de comérselas. Las

serpientes ponzoñosas inoculan su

veneno clavando sus colmillos en las

presas.

La mordedura de la coralillo y la de la

serpiente marina atacan al sistema

nervioso; causan insensibilidad, parálisis y

finalmente la muerte. El veneno de las

víboras de cascabel, nauyacas y cantiles

destruye los capilares sanguíneos y los

glóbulos rojos, causando una asfixia

progresiva y mortal.

Esta herida quema; por eso los antiguos

mexicanos llamaron a las víboras de

cascabel “serpientes de fuego”.

Siempre han sido temidas. Aún hoy los

padres de familia lacandones suplican a

sus dioses: “No castigues a mi hijo con

mordedura de serpiente. No le castigues

con la muerte”.

Rafael Martín del Campo, “Serpiente” en Animales mexicanos, aves y mariposas. México SEP-CONAFE, 1987.

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40. Cuento tonto de la brujita que no pudo sacar la

licencia de manejar

En algunos países, a la licencia de manejar se le dice carnet.

Era una brujita

tan boba, tan boba,

que no conseguía

manejar la escoba.

Todos le decían:

-Tienes que aprender

o no podrás nunca

sacar el carnet.

Ahora, bien lo sabes,

ya no hay quien circule

por tierra o por aire

sin un requisito

tan indispensable.

Si tú no lo tienes,

no podrás volar

pues ¡menudas multas

ibas a pagar!

¡Ea! No es difícil.

Todo es practicar.

-Bueno... dijo ella

con resignación.

Agarró la escoba,

se salió al balcón,

miró a todos lados

y arrancó el motor...

pero era tan boba,

que, sin ton ni son,

de puro asustada,

dio un acelerón,

y salió lanzada

contra un paredón.

Como no quería

darse un coscorrón,

frenó de repente...

y cayó en picada,

dentro de una fuente:

se dio un remojón

se hirió una rodilla,

sus largas narices

se hicieron papilla

y como la escoba

salió hecha puré,

pues la pobrecilla

además de chata

se quedó de a pie.

Angela Figueroa Aymerch, “Cuento tonto de la brujita que no pudo sacar el carnet” en Cuentos tontos para niños listos. México, SEP-Trillas, 1993.

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41. Emiliano

Cuando Emiliano tenía seis años hizo un

berrinche de antología porque era su

cumpleaños y esperaba de regalo carne

de puerco en salsa verde y con

verdolagas -su platillo preferido-. Pero no

hubo manera; el dinero de los Zapata no

alcanzaba más que para un cuartillo de

frijol y dos de maíz al día. Ni hablar de

los tomates para la salsa y mucho menos

de la carne.

Al ver que lo único de particular que

tenía el plato de aquel cumpleaños era

que en vez de cuatro tortillas le habían

puesto tres, Emiliano se soltó a berrear.

De nada sirvió que sus padres lo

abrazaran, ni que don Gabriel le hubiera

fabricado un corralito con varas de

huizache; de nada los mimos de doña

Cleofás; el niño quería su carne de

puerco.

-Pero, hijo, ahora que vendamos al

becerro te compro la comida que quieres

–decía angustiado don Gabriel.

-No, la quiero hoy. –Contestaba

Emiliano.

-Pero hijito, no hay con qué. –Agregaba

doña Cleofás tratando de abrazarlo.

-¡No! –gritó, y salió corriendo.

Al regresar estaba todavía tan enojado

que prefirió no hacer ruido para que no

lo sintieran; así pudo escuchar cómo

doña Cleofás lloraba y don Gabriel

trataba de consolarla:

-¡Tanta pobreza! –decía la señora entre

sollozos.

-Mire, mujer, mejor pobres que indignos

–decía en voz baja don Gabriel.

-¿Y de qué me sirve eso si mis chamacos

lloran de hambre?

El señor de la casa ya no supo qué

contestar. Emiliano desde fuera adivinó

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SEGUNDO GRADO que también su padre comenzaba a

derramar algunas lágrimas.

Y más se enojó, pero esta vez de manera

diferente. Ahora se disgustó consigo

mismo por haber puesto tan tristes a sus

padres; quería morirse de vergüenza por

haber hecho llorar a su padre.

A partir de aquel día Emiliano usó la

misma cara todos los días, fueran grises o

soleados. Pero ahí no paró el asunto.

Imaginen a un niño de seis años con cara

de estar haciendo la tarea más

importante del mundo mientras corta

verdolagas en los campos, hasta que el

morral está lleno.

Así, con su cargamento, vuelve a

presentarse a su casa, pero esta vez va

haciendo mucho ruido para que se

enteren de que llegó y se limpien la cara

antes de que él entre.

-Mire, mamá, lo que traigo, ya nomás nos

faltan los tomates–dice Emiliano y suelta

su carga junto al fogón.

-¡Hijo! ¿De dónde las cogiste? –pregunta

doña Cleofás.

-Pues por ahí –responde el niño.

-Pero nos hace falta la carne, hijo –dice

aún triste la madre.

-No hombre, los frijolitos con verdolagas

han de saber muy sabrosos, eso es lo que

quiero de regalo.

Guillermo Samperio, Emiliano Zapata, un soñador con bigotes. México,

SEP-Alfaguara Infantil, 2005.

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42. El señor don Gato

Estaba un gato sentado

en su sillita de palo

con el zapato picado

y el sombrero a la francesa.

Llegaron cartas de España

que si quería ser casado

con una gata morisca

de copete colorado.

El gatito, de contento,

se subió en un tejado

y se rompió tres costillas.

A las doce de la noche

ya el gatito había expirado.

Ya murió señor don gato,

ya lo llevan a enterrar,

entre cuatro zopilotes

y un ratón de sacristán.

Ton, tolón, muerto lo llevan en un cajón;

como el cajón es de palo,

muerto lo llevan en un caballo;

como el caballo es tordillo,

muerto lo llevan en un castillo;

como el castillo es de fuego,

muerto lo llevan en un borrego;

como el borrego es de lana,

muerto lo llevan en una cama;

como la cama es de aceite,

muerto lo llevan a San Vicente.

San Vicente está cerrado,

sale el diablo a repicar

y les da de merendar,

guajolotes en conserva

y lagartijas en pipián.

Tradición popular, El señor don gato. México, SEP-Petra Ediciones, 1992.

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43. Adi vino y se fue

Hoy nos tocan adivinanzas. ¿Listos? A ver quién las adivina.

Empieza con ele.

No es langosta ni león,

lechuza, liebre ni lombriz,

pues tiene más grande la nariz.

Respuesta: Elefante

¿Cuál es la fruta

que le avisa a su papá

que ya terminó?

Respuesta: Papaya

La zanahoria y el mango se casaron

y tuvieron una hija, chapeada y gordita.

El mango quería llamarla manga

y la zanahoria, zanahorita.

Después de mucho discutir

decidieron mita y mita.

¿Cómo le pusieron a su hijita?

Respuesta: Manzana

Alberto Forcada. Adi vino y se fue. México, SEP-Norma, 2006.

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44. La luna

¡Es increíble cómo están ligadas la ciencia y la imaginación! Cuando Julio

Verne escribió De la Tierra a la Luna, hace más de 100 años, adelantó

hechos que hasta hace muy poco parecían disparatados: “El hombre

llegará a la Luna mediante un cohete espacial”; “El cohete será lanzado

desde Florida, en los Estados Unidos”; “Habrá una cápsula para que

regresen los tripulantes”. Todo lo que razonó e imaginó el novelista

francés se hizo realidad el 20 de julio de l969 cuando el Apolo XI llegó a

nuestro satélite.

Las culturas de la antigüedad interpretaron la presencia del astro más cercano a nuestro

planeta y así surgieron mitos, leyendas e historias en cada civilización. En Mesoamérica,

grandes astrónomos como los mayas y los aztecas crearon calendarios muy exactos

basados en los ciclos de la Luna.

Todos nos hemos quedado alguna vez fascinados viendo una luna llena, y después hemos

pasado muchas horas tratando de descubrir lo que hay en su superficie: los europeos ven

en ella un hombre que ríe, los indígenas mexicanos un gran conejo, y tú, ¿qué ves en la

Luna?

Sirius, “La luna” en Telescopio de papel. La Tierra, La Luna. México, SEP, 1992.

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45. La mulata de Córdoba

Hoy vamos a leer una leyenda, una historia tradicional que ha pasado de una generación

a otra y que ha sido contada de muchas maneras. La versión que vamos a leer es de Luis

González Obregón.

Cuenta la tradición, que hace más de

doscientos años, en la ciudad de

Córdoba, Veracruz, vivió una joven que

nunca envejecía.

Nadie sabía de quién era hija; la llamaban

la Mulata. En el sentir de la mayoría, la

mulata era una hechicera que había

hecho pacto con el diablo, quien la

visitaba todas las noches, pues muchos

vecinos aseguraban que al pasar a las

doce por su casa, habían visto que por las

rendijas de las ventanas y puertas salía

una luz siniestra, como si por dentro un

poderoso incendio devorara aquella

habitación.

Otros decían que la habían visto volar

por los tejados, despidiendo miradas

satánicas y sonriendo diabólicamente con

sus labios rojos y sus dientes

blanquísimos.

Los jóvenes, prendados de su hermosura

se disputaban la conquista de su corazón.

Pero a nadie correspondía, a todos

desdeñaba, de ahí la creencia de que el

único dueño de sus encantos era el señor

de las tinieblas.

Sin embargo, la mulata asistía a misa,

hacía caridades, y todo aquel que

imploraba su auxilio la tenía a su lado.

¿Qué tiempo duró la fama de la mulata?

Nadie lo sabe.

Lo que si se asegura es que un día en

México se supo que desde la villa de

Córdoba había sido traída a las sombrías

cárceles del Santo Oficio por practicar la

brujería.

Pasó el tiempo, hasta que un día se supo

que en el próximo auto de fe, la

hechicera saldría para ser quemada en la

hoguera. Pero el asombro creció cuando

se supo que la Mulata había escapado

burlando la vigilancia de sus carceleros...

más bien, saliéndose delante de uno de

ellos.

¿Cómo había sucedido eso?

He aquí la verdad de los hechos.

Una vez, el carcelero penetró en el

inmundo calabozo de la hechicera, y se

LEEMOS MEJOR DÍA A DÍA

SEGUNDO GRADO quedó maravillado al contemplar en una

de las paredes, un barco dibujado con

carbón por la Mulata, la cual le preguntó

en tono irónico:

-Buen hombre ¿Qué le falta a este barco?

-¡Desgraciada mujer! -contestó el

interrogado- si te arrepintieras de tus

faltas, si quisieras salvar tu alma de las

penas del infierno, no estarías aquí y

ahorrarías al Santo Oficio que te juzgase!

¡A ese barco únicamente le falta que

ande! ¡Es perfecto!

-Pues si vuestra merced lo quiere, si en

ello se empeña, andará, andará y muy

lejos…

-¡Cómo! ¿A ver?

-Así –dijo la Mulata. Y ligera saltó al navío

dibujado en el muro, y éste, lento al

principio y después a toda vela,

desapareció con la hermosa mujer por

uno de los rincones del calabozo.

Luís González Obregón.

Manuel Michaus y Jesús Rodríguez (compiladores), “La mulata de Córdoba” en El galano arte de leer. México, SEP-Trillas, 2000.

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46. Negrita

Fue la madre quien hizo la pregunta:

-¿Y qué nombre le ponemos?

-¡Jibarita! –gritó el mayor de los hijos,

pero el otro protestó enseguida:

-¡No! ¡Le ponemos Negrita!

La cachorrita, que estaba tratando de

roer un hueso a los pies de Bruno,

levantó cómicamente la cabeza como si la

hubieran llamado y Bruno, sonriente,

terminó el asunto:

-Ha contestado ella misma –dijo-. Se

llamará Negrita.

Y así fue como le pusieron el nombre

para siempre, porque también era negra

como la noche sin estrellas.

Entonces fue a enseñarle; de eso se

ocupó Bruno, quien comenzó por

lanzarle un pedazo de madera y allá iba

Negrita con sus patas grandotas,

tropezando y volviendo a pararse, hasta

regresar orgullosa, poniendo la madera a

los pies de Bruno. Pero entonces era una

perra poco juiciosa todavía, pues a veces,

si pasaba una mariposa mientras ella

corría a buscar el madero, olvidaba su

misión desviándose tras la mariposa y

cayendo de cabeza en la zanja. También

por ignorancia y curiosidad, regresaba a

veces con el rabo entre las patas a todo

aullar, por ponerse a oler panales de

avispas. Hubo una tarde que hizo

memoria en la vida de los niños y fue

cuando Negrita, mirando hacia atrás, se

descubrió el rabo. Entonces se lanzó

contra él, girando enloquecida como un

trompo.

Los niños se morían de risa y Bruno y

María comprendieron que habían

conseguido un verdadero juguete para

ellos.

Negrita fue creciendo y aprendiendo. Por

aquellos días Bruno realizó un prodigio

de enseñanza con ella. Pacientemente

consiguió que Negrita, valiéndose de sus

dientes, fuera capaz de zafar la soga

anudada a la puerta del gallinerito, donde

María encerraba al caer la tarde a su gallo

y sus seis gallinas.

La perra aprendía fácilmente cuanto

quisieran enseñarle. Hasta los muchachos

mismos por aquellos días le enseñaron a

“morirse”. Bastaba que le dijeran:

“Muérete, Negrita” para que se echara

boca arriba completamente inerte,

LEEMOS MEJOR DÍA A DÍA

SEGUNDO GRADO fingiéndose muerta. Entonces venía “el

entierro”. La tiraban de las patas

arrastrándola hasta que le ordenaban de

nuevo:

-¡Vive, Negrita!

Inmediatamente abría los ojos y de un

salto se ponía de pie, moviendo la cola

como si aplaudiera su gracia. Tanta fue la

fama de Negrita, que más de un

interesado vino a que Bruno le vendiera

su perra. Bruno contestaba siempre lo

mismo:

-No hay dinero en el mundo para

comprarme esta perra.

Y le pasaba la mano alisándole el pelo

brillante en la cabeza, mientras Negrita

cerraba los ojos de felicidad.

Jorge Cardoso Onelio, Negrita. México, SEP-Era, 1992.

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47. Coplas

Hoy vamos a leer unas coplas, es decir, unos poemas populares, que quién sabe quién compuso,

quién sabe cuándo. Estas coplas se dicen y se cantan en distintas regiones del país, donde fueron

recogidas por un investigador de nuestras canciones.

La primera es de Veracruz:

Corté la flor del arroz

por lo bonito que huele:

sólo le pido a mi Dios

que no tengas quien te cele,

porque cuando oigo tu voz,

hasta el corazón me duele.

Ahora siguen tres del Bajío:

A los ángeles del cielo

les voy a mandar pedir

una pluma de sus alas

para poderte escribir.

Ni te compro limas,

ni te compro peras,

ni te comprometas

a lo que no puedas.

Diga si nos ha de abrir

para no estar esperando:

no somos tinajas de agua

para estarnos serenando. [Serenar algo es

dejarlo por la noche a la intemperie, para

que reciba el sereno, el frío de la noche.]

Y, para terminar, una de

Jalisco:

¿Qué cosa le sucedió

al coyote en la cocina?

Se comió a la cocinera

creyendo que era gallina.

Pedro García de León, “Coplas” en Cajón de coplas. México, SEP, 1986.

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48. ¿Qué es el tiempo?

Si te levantas por la mañana y hace un día

radiante y el cielo está despejado, ¡hace

un día perfecto para salir a jugar! En

cambio, si ves nubarrones negros, rayos,

truenos y fuertes vientos, ya sabes que es

mejor quedarse en casa hasta que pase la

tormenta que se anuncia.

Hay días en los que hace tanto frío que

tienes que ponerte ropa muy gruesa. Hay

otros días, en cambio, en los que hace

tanto calor que sólo estás a gusto medio

desnudo. Todos estos cambios son lo

que llamamos el tiempo: si está nublado,

si llueve, si hace sol, si hace frío o calor...

Y es tan importante para todos que hasta

hay canciones que hablan sobre el

tiempo. ¿Conoces alguna?

Con la palabra tiempo también designamos

otra cosa: el paso de los minutos y las horas,

de los años y los siglos... pero eso es otra

cosa. Ojalá nos toque en otra lectura. A ver

si alguien encuentra un libro sobre esa otra

clase de tiempo aquí en la escuela; o si

alguien lo tiene en casa.

Núria Roca, “¿Qué es el tiempo?” en El clima. México, SEP-Edebé, 2006.

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49. El clima de cuatro estaciones

Invierno, primavera, verano, otoño... ¿Les suenan estos nombres?

El invierno es la estación en la que las plantas y los animales parecen

dormir.

En la primavera empiezan a florecer los árboles, y el sol calienta un poco

más cada día.

Después de la primavera, viene el verano con días muy calurosos y

soleados, tras los cuales poco a poco llega el otoño: las plantas empiezan

a perder las hojas y la gente se empieza a abrigar. ¡Todo se prepara para

soportar el frío y tormentoso invierno!

En el lugar donde vivimos, ¿hay cuatro estaciones? En invierno, ¿hace

buen tiempo, o nieva y hace mucho frío? Y en verano... ¿van a meterse a

un río, una alberca, o tal vez la playa? Éste clima de cuatro estaciones es

el clima típico de las zonas templadas.

Pero también, en muchos lugares del mundo, hay otro clima, que tiene sólo dos

estaciones: una estación en la que llueve muchísimo y otra en la que casi no llueve nunca.

Se trata del tiempo o la época de lluvias, la estación húmeda, y el tiempo o la temporada

de secas, la estación seca, y en ambas siempre hace calor. Esto sucede en las zonas

tropicales.

En los polos, en cambio, el clima es polar: siempre hace frío, incluso en verano. En los

polos la diferencia entre el verano y el invierno es que el Sol no sale durante el invierno, o

sea que siempre es de noche, mientras que en verano no se pone nuca, de modo que

siempre es de día. En los polos el día y la noche duran... ¡seis meses cada uno!

Las plantas, los animales y las personas nos acostumbramos a las estaciones del lugar en el

que vivimos, pero todos tenemos nuestra estación preferida.

Nuria Roca, “El clima de las cuatro estaciones” en El clima. México, SEP-Edebé, 2006.

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50. Amigos del alma

No puede haber dos amigos mejores que Lulai y Arturo: van juntos a la

escuela, se sientan juntos, juegan juntos en el patio y a los dos les entran

ganas de hacer pipí al mismo tiempo. Tan amigos son que un día

decidieron casarse. Los casó Adrián Carro, que dijo que sabía casar,

porque su padre era juez y ya había casado a un montón de gente. Y en

verdad Adrián Carro sabía casar; lo hizo mejor que cualquier cura y

cualquier alcalde, con unas frases tan bien dichas que parecía que se

había pasado la vida casando gente:

-Arturo, ¿quieres a Lulai por siempre y por jamás en el calor y en el frío, en enero y en

agosto y hasta después de la resurrección?

Y los invitados, que eran Pedrito Gómez, Carbajo y Paula, exclamaron impresionados:

-¡Ooohhhhh!

Y Arturo contestó:

-Sí, sí, pero, ¿le puedo dar ya el beso a la novia, que tengo mucha prisa?

-No, todavía no, aprovechado –dijo Adrián Carro-, porque la novia todavía no ha

contestado.

-Lulai –empezó Adrián-, ¿quieres a Arturo para casarte con él y para quererle por la

noche y por la mañana una hora detrás de otra aunque haya días que no lo soportes?

Ante tal pregunta, la novia se quedó dudando un rato y al final contestó:

-Bueno, estaré casada un día sí y un día no, porque si no me aburro.

Y los invitados a la boda, que dieron esta respuesta por buena, no dejaron ni que Adrián

Carro echara su bendición a los novios, antes de que dijera aquello de: “Yo los declaro

marido y mujer”: tiraron cada uno un puñado de tierra en las cabezas de los novios, y

entonces sonó el timbre y echaron a correr hacia la clase, todos menos el novio, que fue

muy despacio y muy desilusionado, porque cuando uno se hace la ilusión de besar a su

novia es muy difícil volver a clase simplemente con las ganas.

Elvira Lindo, Amigos del alma. México, SEP-Alfaguara, 2001.