Séneca, San Agustín y Cicerón y el Estado

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SÉNECA Y LOS PADRES DE LA IGLESIA 163 encima de ella". 12 En una epístola al emperador Valentiniano afirmó audazmente que en materias de fe "son los obispos los que deben ser jueces de los emperadores cristianos y no los emperadores de los obispos". No discutió en modo alguno el deber de obediencia a la autoridad civil, pero afirmó que no era sólo derecho, sino deber, de un sacerdote reprender a los gobernantes seculares en materia de moral, precepto que no sólo enseñó, sino que puso en práctica. En una famosa ocasión se negó a celebrar el sacramento de la eucaristía en presencia del emperador Teo- dosio porque éste había pecado al producir una matanza en Tesalónica y en otra la suspendió hasta que el emperador hubo retirado una orden que Ambrosio consi- deraba en menoscabo de los privilegios de un obispo. En otra ocasión se negó fir- memente a entregar una iglesia para que se destinase al culto arriano, pese a la orden del emperador Valentiniano. "Los palacios pertenecen al emperador, las iglesias al sacerdote." Admitía la autoridad del emperador sobre la propiedad secu- lar, incluyendo las tierras de la iglesia, pero negaba el derecho de los emperadores a tocar los edificios eclesiásticos, dedicados directamente a un uso espiritual. Sin embargo, repudió a la vez decididamente todo derecho a resistir por la fuerza la ejecución de las órdenes del emperador. Argüía e imploraba, pero no incitaba al pueblo a rebelarse. Así, pues, según Ambrosio, el gobernante secular está sometido a la instrucción de la iglesia en materias espirituales y su autoridad, al menos sobre algunas cuestiones eclesiásticas, es limitada, pero el derecho de la iglesia debe mantenerse por medios espirituales y no por la resistencia. Dejó en una gran va- guedad los límites precisos entre las dos clases de problemas. El pensador cristiano más importante de la época que estamos estudiando fue San Agustín, el gran converso, discípulo de San Ambrosio. Su filosofía es poco sistemática, pero su mente había abarcado casi todo el saber de la Antigüedad y, en gran parte, éste se transmitió a la Edad Media a través de él. Los escritos de San Agustín han sido una mina de ideas en la que han excavado los escritores posteriores, tanto católicos como protestantes. No es necesario repetir todos los puntos en los que estaba de acuerdo en lo sustancial con la generalidad del pensa- miento cristiano y que ya hemos mencionado en este capítulo. Su idea más carac- terística es la concepción de una comunidad cristiana, junto con una filosofía de la historia que presenta a tal república como la culminación del desarrollo espiritual del hombre. Debido a su autoridad, esta concepción se convirtió en parte imposible de desarraigar del pensamiento cristiano, que se ha extendido no sólo durante la Edad Media, sino hasta muy entrada la Moderna. Los pensadores pro- testantes, en grado no menor que los católicos, han estado dominados a este respec- to por las ideas agustinianas. Su gran libro, La Ciudad de Dios, fue escrito para defender al cristianismo contra la acusación pagana de que aquél era responsable de la decadencia del poder de Roma y en particular del saqueo de la ciudad por Alarico en el año 410. Sin embargo, desarrolló incidentalmente casi todas sus ideas filosóficas, incluyendo su teoría de la significación y meta de la historia humana, con la que trataba de co- locar la historia de Roma en la perspectiva adecuada. Implicaba esto una reexpo- sición, desde el punto de vista cristiano, de la idea antigua de que el hombre es ciudadano de dos ciudades, la ciudad de su nacimiento y la Ciudad de Dios. En San Agustín se hizo explícito el sentido religioso de esta distinción, sugerida ya por Séneca y Marco Aurelio. La naturaleza humana es doble: el hombre es espíritu y cuerpo y, por lo tanto, es a la vez ciudadano de este mundo y de la Ciudad Celestial. El hecho fundamental de la vida humana es la división de los intereses 12 Las citas están tomadas de la op. cit. de Carlyle, vol. I, pp. 180 ss. y notas de pie de página.

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La teoría del estado vista desde la perspectiva de tres grandes autores Séneca, San Agustín y Cicerón

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encima de ella".12 En una epístola al emperador Valentiniano afirmó audazmenteque en materias de fe "son los obispos los que deben ser jueces de los emperadorescristianos y no los emperadores de los obispos". No discutió en modo alguno eldeber de obediencia a la autoridad civil, pero afirmó que no era sólo derecho, sinodeber, de un sacerdote reprender a los gobernantes seculares en materia de moral,precepto que no sólo enseñó, sino que puso en práctica. En una famosa ocasiónse negó a celebrar el sacramento de la eucaristía en presencia del emperador Teo-dosio porque éste había pecado al producir una matanza en Tesalónica y en otra lasuspendió hasta que el emperador hubo retirado una orden que Ambrosio consi-deraba en menoscabo de los privilegios de un obispo. En otra ocasión se negó fir-memente a entregar una iglesia para que se destinase al culto arriano, pese a laorden del emperador Valentiniano. "Los palacios pertenecen al emperador, lasiglesias al sacerdote." Admitía la autoridad del emperador sobre la propiedad secu-lar, incluyendo las tierras de la iglesia, pero negaba el derecho de los emperadoresa tocar los edificios eclesiásticos, dedicados directamente a un uso espiritual. Sinembargo, repudió a la vez decididamente todo derecho a resistir por la fuerza laejecución de las órdenes del emperador. Argüía e imploraba, pero no incitaba alpueblo a rebelarse. Así, pues, según Ambrosio, el gobernante secular está sometidoa la instrucción de la iglesia en materias espirituales y su autoridad, al menos sobrealgunas cuestiones eclesiásticas, es limitada, pero el derecho de la iglesia debemantenerse por medios espirituales y no por la resistencia. Dejó en una gran va-guedad los límites precisos entre las dos clases de problemas.

El pensador cristiano más importante de la época que estamos estudiando fueSan Agustín, el gran converso, discípulo de San Ambrosio. Su filosofía es pocosistemática, pero su mente había abarcado casi todo el saber de la Antigüedad y,en gran parte, éste se transmitió a la Edad Media a través de él. Los escritos deSan Agustín han sido una mina de ideas en la que han excavado los escritoresposteriores, tanto católicos como protestantes. No es necesario repetir todos lospuntos en los que estaba de acuerdo en lo sustancial con la generalidad del pensa-miento cristiano y que ya hemos mencionado en este capítulo. Su idea más carac-terística es la concepción de una comunidad cristiana, junto con una filosofíade la historia que presenta a tal república como la culminación del desarrolloespiritual del hombre. Debido a su autoridad, esta concepción se convirtió en parteimposible de desarraigar del pensamiento cristiano, que se ha extendido no sólodurante la Edad Media, sino hasta muy entrada la Moderna. Los pensadores pro-testantes, en grado no menor que los católicos, han estado dominados a este respec-to por las ideas agustinianas.

Su gran libro, La Ciudad de Dios, fue escrito para defender al cristianismocontra la acusación pagana de que aquél era responsable de la decadencia del poderde Roma y en particular del saqueo de la ciudad por Alarico en el año 410. Sinembargo, desarrolló incidentalmente casi todas sus ideas filosóficas, incluyendo suteoría de la significación y meta de la historia humana, con la que trataba de co-locar la historia de Roma en la perspectiva adecuada. Implicaba esto una reexpo-sición, desde el punto de vista cristiano, de la idea antigua de que el hombre esciudadano de dos ciudades, la ciudad de su nacimiento y la Ciudad de Dios. EnSan Agustín se hizo explícito el sentido religioso de esta distinción, sugerida yapor Séneca y Marco Aurelio. La naturaleza humana es doble: el hombre es espírituy cuerpo y, por lo tanto, es a la vez ciudadano de este mundo y de la CiudadCelestial. El hecho fundamental de la vida humana es la división de los intereses

12 Las citas están tomadas de la op. cit. de Carlyle, vol. I, pp. 180 ss. y notas de pie de página.

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humanos: de un lado, los intereses terrenos centrados alrededor del cuerpo; deotro, los intereses ultraterrenos que pertenecen específicamente al alma. Como yase ha dicho, esta distinción se encuentra en los cimientos de todo el pensamientocristiano en materia de ética y de política.

Sin embargo, San Agustín hizo de la distinción la clave para comprender lahistoria humana, que está y estará siempre dominada por la lucha entre las dossociedades. De un lado se encuentra la ciudad terrena, la sociedad fundada en losimpulsos terrenos, apetitivos y posesivos de la naturaleza humana inferior; porotro, la Ciudad de Dios, sociedad fundada en la esperanza de la paz celestial y lasalvación espiritual. La primera es el reino de Satán, la historia del cual comienzacon la desobediencia de los ángeles rebeldes y encarna especialmente en los impe-rios paganos de Asiría y Roma. La otra es el reino de Cristo, que encarnó primeroen el pueblo hebreo y después en la iglesia y el imperio cristianizado. La histo-ria es la narración dramática de la lucha entre esas dos sociedades y el dominiofinal tiene que corresponder a la ciudad de Dios. Sólo en la Ciudad Celestial esposible la paz; sólo el reino espiritual es permanente. Ésta es, pues, la interpretaciónagustíniana de la caída de Roma: todos los reinos meramente terrenos tienen quedesaparecer, ya que el poder terreno es por naturaleza mudable e inestable; se basaen aquellos aspectos de la naturaleza humana que producen necesariamente laguerra y la sed de dominación.

Pero se necesita una cierta precaución al interpretar esta teoría y en especialal aplicarla a los hechos históricos. Lo que quería decir San Agustín no era que laciudad terrena o la Ciudad de Dios pudieran identificarse de modo preciso conlas instituciones humanas existentes. La iglesia como organización humana visibleno era para él lo mismo que el reino de Dios, y aún menos era idéntico el gobiernosecular a los poderes del mal. No era probable que un jerarca eclesiástico que sehabía basado en el poder imperial para reprimir la herejía, atacase al gobierno comorepresentación del reino del mal. Como todos los cristianos, San Agustín creía quelas potestades "que son, de Dios son ordenadas", aunque creía también que el pe-cado había hecho necesario el empleo de la fuerza por los gobiernos y que esteempleo era el remedio divinamente ordenado de los pecados. En consecuencia, noconsideraba a las dos ciudades como visiblemente separadas. La ciudad terrena erael reino del diablo y de todos los hombres malos; la ciudad celestial, la comuniónde los redimidos en este mundo y en el futuro. En toda la vida terrenal, las dossociedades se encuentran mezcladas, para no separarse sino en el Juicio Final.

Al propio tiempo, Agustín concebía el reino del mal como representado, almenos, por los imperios paganos, aunque no exactamente identificado con ellos.Concebía también a la iglesia como representación de la Ciudad de Dios, aunqueésta no podía identificarse con la organización eclesiástica. Uno de los aspectosmás influyentes de su pensamiento ha sido la realidad y la fuerza que dio a laconcepción de la iglesia como institución organizada. Su esquema de la salvaciónhumana y de la realización de la vida celeste se basaba absolutamente en la reali-dad de la iglesia como unión social de todos los verdaderos creyentes, a través dela cual puede operar en la historia humana la gracia de Dios.13 Por esta razón,consideraba la aparición de la iglesia cristiana como el punto culminante de la

13 Es preciso admitir que hay otro aspecto en el pensamiento agustiniano. Su personalidad estuvosiempre dividida entre la posición de un jerarca eclesiástico y la de un místico cristiano. En esteúltimo carácter podía concebir la gracia como relación de un alma con Dios, y los escritores detendencia protestante se inclinan a darle esta interpretación. Pero para fines históricos, y en especiala la luz de su influencia en la Edad Media, la afirmación sentada en el texto es correcta.

historia; marcaba una nueva época en la lucha entre los poderes del bien y los delmal. De ahí en adelante, la salvación humana está ligada con los intereses de laiglesia y, en consecuencia, esos intereses son preponderantes sobre cualesquiera otros.

Por consiguiente, la historia de la iglesia era para San Agustín literalmente loque mucho más tarde dijo Hegel, con bastante inexactitud, del estado: "la marchade Dios sobre la tierra". La especie humana es, sin duda, una sola familia, perosu destino final no se alcanza en la tierra, sino en el cielo. Y la vida humana es elteatro de una lucha cósmica entre la bondad de Dios y la maldad de los espíritusrebeldes. Toda la historia humana es el majestuoso desarrollo del plan de salvacióndivina, el momento decisivo del cual está señalado por la aparición de la iglesia.A partir de ese momento, la unidad de la especie significa la unidad de la fe cris-tiana bajo la dirección de la iglesia. Sería fácil inferir de ello que el estado tienelógicamente que convertirse en mero "brazo secular" de la iglesia, pero la inferenciano es necesaria y las circunstancias de la época eran tales que San Agustín nohubiera podido deducirla. Su teoría de la relación entre los gobernantes secularesy los jerarcas eclesiásticos no era más precisa que la de otros escritores de su tiem-po y, en consecuencia, en las posteriores controversias respecto a este punto, ambosbandos pudieron invocar su autoridad. Pero hizo indiscutible para muchos siglos laconcepción de que, bajo la nueva ley, el estado tiene que ser cristiano, servir auna comunidad que es una por virtud de una común fe cristiana y servir a unavida en la que los intereses espirituales se encuentran indiscutiblemente por enci-ma de todos los demás y contribuir a la salvación humana manteniendo la purezade la fe. Como dijo James Bryce, la teoría del Sacro Imperio Romano se basó en laCiudad de Dios agustiniana. Pero la concepción no desapareció en modo algunocon la decadencia del Imperio.. Ninguna idea era más difícil de captar para unpensador del siglo XVII que la noción de que el estado pudiera apartarse por enterode todos los problemas de creencia religiosa. Aun en el siglo XIX, Gladstone pudosostener todavía que el estado tenía una conciencia que le permitía distinguir entrela verdad y la falsedad religiosa.

San Agustín expone del modo más vigoroso posible la necesidad de que unaverdadera república sea cristiana. Oponiéndose a las posiciones mantenidas porCicerón y por otros escritores precristianos de que corresponde a una verdaderarepública la tarea de realizar la justicia, sostuvo que ningún imperio pagano podíaser capaz de realizarla. Es una contradicción en los términos decir que un estadopuede dar a cada uno lo suyo mientras que su constitución misma niega a Diosla adoración que se le debe.14 La filosofía de la historia de San Agustín le obligabaa admitir que los imperios precristianos habían sido —en un cierto sentido—estados, pero para él era claro que no podían haberlo sido en el pleno sentido de lapalabra que era aplicable después del establecimiento del cristianismo. Un estadojusto tiene que ser un estado en el que se enseñe la creencia en la verdadera religióny, acaso también, aunque San Agustín no lo dice directamente, un estado en elque esa religión esté apoyada por la ley y la autoridad. Después del advenimientodel cristianismo ningún estado puede ser justo, a menos que sea también cristiano,y un gobierno considerado aparte de su relación con la iglesia estaría desprovistode justicia. Así, pues, el carácter cristiano del estado estaba inserto en el principioumversalmente admitido de que su finalidad es realizar la justicia y el derecho. De

14 Ha sido materia de controversia la significación del hecho de que San Agustín discuta ladefinición del estado formulada por Cicerón. C. H. Mcllwain (The Growth of Polítical Thoughtin rhe West, 1932, pp. 154 ss.) se ha opuesto, a mi entender con acierto, a la interpretación dadapor A. J. Carlyle y J. N. Figgis.

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un modo u otro el estado tenía que ser también una iglesia, ya que la forma últimade organización social era religiosa, aunque todavía podía ser objeto de controversiala forma que debiera adoptar la unión.

La explicación dada hasta ahora de las ideas políticas de San Ambrosio y SanAgustín subraya la autonomía de la iglesia en cuestiones espirituales y la concepcióndel gobierno compartido por dos órdenes, el real y el clerical. Tal posición impli-caba no sólo la independencia de la iglesia, sino también la del gobierno secular,mientras éste actuase dentro de su jurisdicción propia. El deber de obedienciacívica, de sujeción a las potestades que son, que San Pablo había expresado demodo tan vigoroso en el capítulo XIII de la Epístola a los romanos, no quedabaen modo alguno sobreseído por el creciente poder de la iglesia. Es un hecho inte-resante, que pone de manifiesto la ausencia de toda intención por parte de loseclesiásticos de esta época de invadir las prerrogativas del gobierno civil, el de quelas afirmaciones más vigorosas de la santidad de los gobernantes seculares formu-ladas por cualquiera de los Padres, aparezcan en los escritos del grande y poderosopapa al que se ha denominado padre del pontificado medieval. El asombroso éxitologrado por San Gregorio al asegurar la defensa de Italia contra los lombardos, ysu influencia en favor de la justicia y el buen gobierno en la Europa occidentaly el norte de África, realzaron enormemente el prestigio de la sede romana, entanto que la debilidad del poder secular obligó prácticamente al papa a asumirlos poderes de gobernante político. Sin embargo, San Gregorio es el único de losPadres que habla de la santidad del gobierno político en un lenguaje que sugierela existencia de un deber de obediencia pasiva.

La opinión de San Gregorio parece ser la de que un gobernante malvado tienederecho no sólo a la obediencia —cosa que probablemente habría admitido cual-quier escritor cristiano—, sino aun a la obediencia silenciosa y pasiva, opiniónno expuesta con igual fuerza por ningún otro de los Padres de la Iglesia. Así, en suRegulae Pastoralis, que habla de la clase de admonición que deben dar los obisposa sus ovejas, afirma del modo más categórico, no sólo que los subditos tienen queobedecer, sino que no deben juzgar o criticar las vidas de sus gobernantes.

Poique los actos de los gobernantes no han de ser heridos con la espada de la lengua,ni siquiera cuando se juzgue con razón que deben ser reprendidos. Pero si alguna vez, aun-que sea en lo más mínimo, la lengua resbala, el corazón tiene que inclinarse con la aflicciónde la penitencia, a fin de que pueda volver sobre sí y, cuando ha ofendido a la potestadpuesta sobre él, tema el juicio de aquél que puso el poder sobre él.15

Esta concepción de la santidad del gobierno no dejaba de ser natural en unaépoca en que la anarquía había llegado a ser un peligro mayor que el control dela iglesia por los emperadores. A pesar de que Gregorio ejercía una autoridad, tantosecular como eclesiástica, que virtualmente era regia, hay una notable diferenciade tono entre sus cartas a los emperadores y las audaces protestas y reprobacionesque surgieron de la pluma de San Ambrosio.16 Gregorio protesta contra los actosque considera no canónicos, pero no se niega a obedecer. Su posición parece ser queel emperador tiene poder para hacer aun lo injusto, siempre que, naturalmente,quiera arriesgarse a la condenación eterna. No sólo es de Dios el poder del go-bernante, sino que no hay nadie, salvo Dios, superior al emperador. Los actos delgobernante están, en último término, entre Dios y su conciencia.

15 Tomado de Carlyle, op. cit., vol. I, p. 152, n. 2.16 Véase las cartas reproducidas por Carlyle en op. cit., vol. I, pp. 153 ss.