Siliconas Express - Capitulo 1 -- Maria Ines Krimer

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MARÍA INÉS KRIMER Siliconas express

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María Inés KrIMer

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La mujer está sobre la camilla, boca abajo, conec-tada a un suero. Las sábanas limitan el campo opera-torio: dos flotadores a los costados del sacro. El anes-tesista regula el goteo y vigila el monitor. La lámpara calienta el quirófano. Vidal levanta la cabeza. Pide a la enfermera que le rasque la nariz debajo del barbijo. Muestra una cánula que, conectada a un aparato de va-cío, saca el exceso de adiposidad. Pinta con pervinox. Empieza por el lado izquierdo. La grasa sube y se depo-sita en un frasco de vidrio. El cirujano pregunta si hay molestias. Hunde la cánula con más fuerza mientras dice que se pueden sacar hasta dos litros. Y también que otra opción es desplazar la grasa por dentro del cuerpo: las células se mezclan con el plasma y aseguran el éxito del injerto.

–Sarita también se hizo una lipo –dice Lea.–¿Con Vidal? –pregunto.–Sí –dice Lea.

Dora barre los pelos hacia el fondo del salón. Bos-teza. Ya tendrían que estar cerrando, dice. No dejar entrar a nadie. Las extensiones de Lea le han termi-nado por arruinar la tarde. La peluquería de la calle

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Gurruchaga tiene las paredes forradas con espejos. Un televisor colgado en la pared. Atrás está el gabinete de belleza y el reservado donde se guardan las batas y las toallas. Cuando termina de barrer, Dora se sienta en una butaca. Abre la billetera. Sonríe. Mira las fotos de sus hijos: un nene parado en la puerta de la escuela y una chica uniformada.

Afuera está Corrientes. Frenadas en el semáforo. Ruidos. Bocinas. El cartel de Coca Cola recién se está encendiendo. Nunca me voy a acostumbrar a Bue-nos Aires, pienso mientras controlo el esmalte de las uñas. Dora se ha sentado en la butaca de cuerina con el Clarín en las manos. Dice que los delitos aumen-tan todo el tiempo. Que los chorros arreglan con la policía. Que la protección a confiterías y kioscos se distribuye sesenta por ciento al comisario y cuaren-ta entre los integrantes del servicio. Ya no se puede vivir, concluye mientras arroja el diario al revistero. Va hacia el fondo del salón. Ahora Lea está miran-do un video de Madonna mientras espera que pasen los minutos de color. Mi prima me ha pedido que la acompañe para decidir el largo de las mechas porque tiene miedo de que le hagan un desastre en la cabeza: sobre la mesada, ordenadas como en un quirófano, están las extensiones.

–¿Te gusta Madonna, Lea? –pregunta Dora.Mi prima se mira en el espejo.–Está impecable –dice.Dora dobla la bata.–No parece de cincuenta –sigue Lea.–Está toda operada –dice Dora.

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–No me vendría mal una refrescadita –dice Lea–. Estira los pómulos hacia atrás con las dos manos.

Mira a Dora.–¿Me anotaste para depilación?–La chica me plantó –dice Dora–. Estoy buscando

reemplazante.Miro el reloj.Miro las extensiones alineadas sobre la mesada. Al

crecer el pelo necesitan un service para volver a pegar-las. Mi prima está meshiguene, por cierto: pegarse en la cabeza pelo de una boliviana. Abro las manos, las cierro. Camino hacia la mesa de entradas. A esta hora Gladys está terminando la limpieza del departamen-to y no me gusta colgarla con la paga. Pero tampoco quiero dejar a Lea en banda: mi prima atribuye a sus necesidades una importancia extraordinaria, la jerar-quía de un imperativo categórico. Me parece que si no la escucho o no le presto atención sale a la calle y se tira debajo de un auto. Miro hacia la ventana. La recepcio-nista está comiendo un sándwich y me hace un gesto con el mentón. Me acerco.

–Un tipo te busca –dice.Miro hacia afuera. No veo a nadie. Todos los cuer-

pos son iguales dentro de los abrigos. El viento sacude las cabezas ocultas en las solapas. Pese a que todavía hace frío, los días comienzan a alargarse. Coca, dice el letrero, plata sobre rojo. Cola, dice el letrero, pla-ta sobre rojo. La pupila crece, círculo rojo tras círculo rojo. Miro hacia Corrientes. Una mujer pide monedas envuelta en una frazada. Una vidriera con peluches. Un puesto de flores taponando un Farmacity. Ahora el

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tráfico casi ni se escucha. Vuelvo y acomodo las hileras de extensiones, la más larga al centro, las más cortas en los bordes.

–¿Estás segura de que me buscaban a mí? –pregunto.–¿No sos Ruth Epelbaum?Asiento con la cabeza.–El tipo me lo dijo clarito.–¿Y dónde se metió?La recepcionista se encoge de hombros, se para

frente al mostrador mirando la pantalla de la compu-tadora. Una figura se recorta bajo la luz roja. Abre y cierra la puerta. El hombre avanza con una electricidad contenida. Traje impecable, lustroso. Camisa blanca. Corbata. El pelo recién cortado. El hombre se sienta en la butaca de al lado. Entonces olfateo el olor a loción para después de afeitar como si fuera una magdalena envenenada. Debajo del traje brilloso, la camisa blanca y el corte de pelo impecable, reconozco a Hugo.

–Qué hacés, piba.–Cómo estás.Trato de ocultar el temblor de la mano.–Te cambiaste el look –dice.Sonrío. No quiero que note la turbación que siento

al volver a encontrarlo. Hugo se mira la punta del índi-ce. Se estira hacia atrás en la butaca. Después se inclina hacia delante, con las manos en las rodillas. A través del saco entreabierto veo la sobaquera de un arma.

El corazón parece que se me va a salir del pecho. Ahora es mi pierna la que se empieza a mover y tengo que sujetarla con la mano. Lo conocí en un viaje en colectivo a Paraná. Esa noche el río venía cargado, con

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espuma y yo iba a visitar a Pablo Filkenstein para averi-guar datos sobre el juez Fontana. Días más tarde Hugo se apareció por Buenos Aires y nos vimos en mi casa de la calle Gurruchaga: no fue para alquilar balcones pero el hombre tenía lo suyo. La noche que pasamos juntos, antes de que Chiquito Gold apareciera por el depar-tamento, es un recuerdo que me persiguió por meses: me despertaba de madrugada tanteando el lado vacío de la cama. Nos encontramos pocas veces y después no tuve más noticias. Ni una llamada, nada. Hugo se borró de mi vida y lamenté que la historia se cortara. Hacía tiempo que no tenía relaciones y ese encuentro me salvó las papas. Lea tenía la teoría de aprovechar los “mientras tanto” pero con Hugo no llegué a compro-barlo. Y ahora el tipo que me dejó en banda aparece y con una sonrisa seductora me pregunta si conozco a Silveyra. Es la segunda vez que escucho ese nombre en la semana. Días atrás recibí una llamada de un doctor Katz con el encargo de buscarlo.

Buscar a alguien me resulta raro, una experiencia que no termino de digerir del todo. Riesgos de la pro-fesión aparte, vivo tranquila en un departamento de Villa Crespo, con la sola compañía de Gladys, mi shik-se, y los muebles que heredé de mis padres. Pero todo empezó mucho antes. Cuando mis abuelos vinieron de Polonia se instalaron en un conventillo de la calle Ma-labia. Papá, el menor, se fue a vivir a Paraná. Conoció a mamá, se casaron y nací yo. Durante años viajába-mos a visitar a mis tíos en trenes que tenían camarotes con escupideras de loza. Tomábamos té con limón en

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sus casas y los hombres una grapa a la espera de los varenikes del mediodía mientras afuera se ofrecían ba-clavas, boios, burekitas y los vendedores de yogurt pre-gonaban su mercadería. Al volver, Paraná me parecía más provincia. Allí trabajé durante treinta años en el archivo de la Sociedad Israelita, para qué hablar de los integrantes de la kehilá, los conocía como la palma de mi mano. Cuando los directivos me pidieron que diera un paso al costado –yo insistía con hablar de los pros-tíbulos judíos y ellos querían que hablara de fotos y candelabros– pedí el retiro anticipado y me vine a vivir a Buenos Aires. Mi primer caso, la búsqueda de la hija de un joyero de la calle Libertad, me cayó en el velorio de una prima. El segundo fue un fracaso: la mujer de un farmacéutico se había fugado con la amante y el hombre nunca me pagó los gastos.

–Necesito un corte –dice Hugo.Ahora ya no parece interesado en mi persona y se

desparrama como si estuviera dispuesto a disfrutar de una sesión de spa. Las palabras no suenan como pala-bras. El silencio se desploma en la peluquería. Hugo se endereza. Dora acomoda las tijeras y los peines al lado de las extensiones. Se para detrás de él, le extiende una bata sobre los hombros y le ajusta las tiras detrás del cuello. Le hace girar la cabeza en dirección a la puerta justo en el momento en que los faros de un auto barre-nan la avenida. Siento el voltaje en la espalda, la rigidez de su cuello.

Hugo se para y arroja la bata sobre las extensiones. La alfombra de goma ahoga el ruido de los pasos. Cru-

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za las piletas y se esfuma hacia la calle. Miro hacia el gabinete de belleza. Lea me hace señas con las manos preguntándome de dónde saqué ese candidato. La pe-luquería huele a colonia, a crema de enjuague, a amo-níaco. Me siento en la butaca tibia. Presto atención. No al televisor sino a cosas lejanas, gaseosas. Un grito ahogado. El ruido de una moto. Una sirena. Cruzo el salón. Le pregunto a Lea cuánto falta. Aunque no quiera reconocerlo me ha gustado volver a ver a Hugo. Ya no me acuerdo ni de Katz ni de Silveyra ni del en-cargo de buscarlo. Durante unos segundos me quedo con los brazos cruzados, mirando la pantalla. Vidal muestra el frasco. Dice que es conveniente colocar una faja para que los músculos se retraigan. También que se pueden eliminar las estrías estirando la piel y retiran-do el sobrante. Se sutura y se hace un nuevo ombligo, centrado en la ubicación deseada. Después vienen las propagandas. La mujer de la camilla aparece con un jean ajustado. Gira frente a la cámara.