Te quiero, baby
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Transcript of Te quiero, baby
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA S.A.
©2015 Isabel Keats
©2015 Harlequin Ibérica S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos
los de reproducción total o parcial.
Seis meses antes...
Alzó la mirada de la bandeja llena de canapés que le ofrecía el camarero y
entonces la vio. A partir de ahí, su corazón se aceleró de cero a cien en menos
de un segundo, notó las manos frías y húmedas, y una fina película de sudor
cubrió su frente. Tuvo que aflojarse el nudo de la corbata, al tiempo que se
pasaba el dedo índice por el cuello de la camisa varias veces; sentía que le
faltaba el oxígeno. Los labios de su amigo seguían moviéndose, pero él ya no
era capaz de prestar atención al enésimo chiste verde que le contaba. Un
rumor sordo atronaba en sus oídos y su cabeza parecía a punto de estallar.
Por un momento pensó que estaba sufriendo un infarto; sin embargo, lo
descartó en el acto. No, no era esa víscera esencial la que se le había averiado,
a pesar de que le dolía como si alguien se la estuviera arrancando del pecho;
era otro de sus órganos el que estaba fallando, uno en el que siempre había
confiado y que jamás le había traicionado: su cerebro. En un chasquear de
dedos había perdido la razón, el seso, el juicio... En definitiva, se había vuelto
completa y absolutamente loco.
Loco por ella.
Capitulo 1
India terminó de untar la Nocilla y envolvió el bocadillo en papel film. Se
chupó el dedo manchado de chocolate, cogió su trench rojo y el bolso de
encima de la mesa de la cocina y corrió hacia el oscuro y diminuto vestíbulo
donde la esperaba su hija, impaciente.
—¡Venga, mamá!
—Toma, guárdalo en tu mochila. ¡Rápido o llegaremos tarde otra vez! —
Dio un último repaso al uniforme, los zapatos (que por suerte la noche anterior
se había acordado de abrillantar) y al peinado de la nina, abrió la puerta para
que pasara y gritó—: ¡Adiós, Tata!
Bajaron a toda velocidad las lúgubres escaleras del antiguo edificio, que
ya desde primera hora de la manana olían a guisos rancios, y corrieron por la
acera sin dejar de reír, a pesar de las miradas de desaprobación que recibían
de algunos viandantes.
Por fortuna, el colegio estaba a tan solo dos manzanas de su casa y,
aunque congestionadas y sudorosas, consiguieron llegar antes de que la monja
que custodiaba la puerta las mirase con malos ojos.
—¡Lo conseguimos, piruleta! —India se inclinó sobre su hija para besarla
en el suave pelo rubio, que olía a champú de fresa.
—¡Somos las más rápidas! —Sol le lanzó aquella nueva sonrisa mellada
que mostraba la reciente rapina del Ratoncito Pérez—. Y eso que llevas
tacones.
—Exacto, una vez más he conseguido llegar a tiempo sin partirme un
tobillo. ¡Bien por mí! —Chocaron las palmas con fuerza, siguiendo su particular
ritual. India se inclinó para besarla, una vez más, y permaneció observándola
con una suave sonrisa en los labios hasta que la nina desapareció detrás del
portón de madera. Justo en ese momento sonó su móvil y, después de un
buen rato revolviendo en el bolso, logró localizarlo y contestar antes de que
quien fuera que llamara agotase su paciencia—. ¡Lucas! Sí, sí, voy ahora
mismo. Dile que ha pinchado el metro o, mejor, que los extraterrestres que me
habían abducido acaban de devolverme al planeta Tierra. Te juro que llego en
cinco minutos... ¡Taxi!
Levantó el brazo y tuvo la inmensa suerte de conseguir que, en plena hora
punta, uno de aquellos preciados vehículos se detuviera frente a ella, a pesar
de que había empezado a chispear.
India lanzó el abrigo y el bolso de cualquier manera sobre el asiento
trasero y se sentó con un suspiro de alivio; cada día aguantaba menos los
tacones.
—Al Hotel Palace, por favor.
Como era habitual, en vez aprovechar el tiempo que du- raba el trayecto
para repasar con calma lo que Lucas le había contado, se vio obligada a estar
de palique con el taxista. No sabía por qué, pero a la gente le daba por
contarle sus penas. Suspiró, resignada, y asintió con simpatía a la larga
enume- ración de sus achaques más recientes, se mostró debidamente
horrorizada al escuchar las villanías de la nuera perversa y las salidas de tono
de su hija adolescente, y se indignó, justamente, ante los últimos atropellos de
los políticos nacionales unos segundos antes de llegar a su destino.
Pagó a toda prisa y, tras responder con calidez a la efusiva despedida del
taxista, subió corriendo las escaleras de entrada, sonrió al elegante conserje,
perfectamente uniformado, que le sujetaba la puerta para que pasara, y siguió
corriendo por la mullida alfombra tejida en la Real Fábrica de Tapices hasta
llegar al famoso restaurante La Rotonda, situado bajo la impresionante cúpula
de cristal.
Allí se detuvo y miró a su alrededor, jadeante, hasta que descubrió a un
hombre moreno que le hacía senas desde una de las mesas. Entonces, respiró
hondo y, con aparente serenidad, se acercó hasta donde se encontraba su
amigo. Lucas se levantó en el acto de su cómodo butacón para recibirla y su
acompanante le imitó unos segundos más tarde.
—¡Por fin, India! Aunque le aseguré al senor Connor que aparecerías en
cuanto hubieras terminado de pintarte las unas de los pies, el pobre estaba
empezando a aburrirse de escuchar, una y otra vez, mis tediosas anécdotas de
caza.
India le dirigió una rápida y significativa mirada que prometía feroces
represalias y, en el acto, giró la cabeza para dirigir su mejor sonrisa
profesional al hombre que permanecía a su lado, observándola en silencio.
Tuvo que ajustar la dirección de su gesto y dirigirlo varios palmos más arriba;
el tipo era un auténtico gigante. Lucas era alto y tenía buen cuerpo, pero al
lado de aquel hombre parecía un muchacho algo enclenque.
—Encantada de conocerlo, senor Connor —saludó en su perfecto inglés
británico, al tiempo que le tendía la mano con desenvoltura. Él la tomó en la
suya en el acto y, aprensiva, observó cómo sus dedos desaparecían por
completo en aquel cálido apretón.
—El gusto es mío. —Tenía una de aquellas voces, profundas y muy
varoniles, tan apropiadas para anunciar en la tele detergentes y coches de
lujo, y por su acento India dedujo que era norteamericano.
En realidad, todo en él era agresivamente masculino, hasta el punto de
resultar incluso un poco apabullante. El senor Connor no era guapo. Sus
rasgos, demasiado marcados, eran de esos que al menos necesitan un par de
adjetivos para describirlos: mandíbula cuadrada y tenaz, nariz algo torcida y
prominente, y labios firmes y delgados.
La primera impresión de India fue que el senor Connor a lo mejor se había
dedicado al boxeo en algún momento de su vida. Desde luego, se dijo, aquel
cuerpo no desluciría en la categoría de peso pesado y, además, vestía de
pesadilla. Tuvo que parpadear unas cuantas veces para asimilar el traje de
chaqueta marrón chocolate, la camisa de un tono amarillo pálido y la corbata
también amarilla, pero, en esta ocasión, de un rabioso color limón. Aquel
hombre destacaba como un girasol en un ramo de rosas blancas entre los
distinguidos hombres y mujeres de negocios que, en ese momento, se
tomaban un aperitivo sentados en las mesas cercanas.
—Esta es la amiga de la que te hablé, Raff. India Antúnez del Diego y
Caballero de Alcántara.
—Es un nombre muy largo —comentó con una atractiva sonrisa que dejó
ver sus dientes, blancos y regulares.
—Sí, demasiado. —India le devolvió la sonrisa al instante, al tiempo que
se sentaba en la silla que Lucas sujetaba y luchaba por apartar la mirada de
aquella corbata indescriptible, medio cegada por su resplandor—. ¿Se aloja en
el hotel, senor Connor?
—Sí. Siempre me quedo en el Palace cuando estoy en Madrid, es muy
céntrico y cómodo; pero, por favor, llámeme Raff. —Alzó una de sus manazas
e hizo una sena a un camarero, que acudió enseguida. Tras preguntarle qué
quería, le encargó el café que ella había pedido antes de proseguir—: Imagino
que Lucas ya le ha contado un poco la idea que tengo.
—Bueno, verá —se encogió de hombros con un delicado movimiento
mientras, por debajo de la mesa, su pie, enfundado en el único par de Manolos
que no había vendido aún en la tienda de ropa de lujo de segunda mano, se
balanceaba, inquieto—, mi amigo Lucas no es muy comunicativo, pre-
cisamente. Solo me ha dicho que usted está interesado en que me ocupe de
organizar un evento importante.
Además, había anadido —aunque por supuesto India jamás lo confesaría
en voz alta— que Creso al lado del senor Connor era un muerto de hambre, y
que estaba dispuesto a pagarle una pasta por aquel trabajo.
Una pasta.
Aquellas palabras mágicas la habían hecho decidirse en el acto;
necesitaba el dinero con urgencia.
—En efecto, quizá podríamos llamarlo así... —respondió el gigantesco
americano con vaguedad.
Por unos segundos, a India le pareció distinguir un brillo travieso en
aquellos penetrantes ojos azules, pero se dijo que lo había imaginado; el rostro
del senor Connor mostraba la mayor seriedad. De pronto, le asustó la
posibilidad de que él pudiera echarse para atrás y de manera algo atropellada,
algo que le ocurría siempre que se ponía nerviosa, se apre- suró a comentar:
—He organizado todo tipo de eventos, senor Connor, torneos de golf, de
polo, bailes para debutantes de la alta sociedad, cenas de negocios... —India
se llevó la taza de café a los labios, procurando controlar el temblor de su
mano, y aspiró el exquisito aroma con deleite antes de dar un sorbo. Aquella
manana no le había dado tiempo a desayunar y la bebida ardiente la hizo
revivir.
—Lo sé, senorita... —vaciló antes de proseguir—. ¿Te importa si te llamo
por tu nombre de pila, India? Tú llámame Raff. Por cierto, no es un nombre
muy espanol. Al verte con ese pelo tan oscuro y esos ojos del color del
caramelo, tan grandes y rasgados, pensé que te llamarías Carmen o... o
Juana.
«¡Ya estamos con los topicazos!». Puso los ojos en blanco, aunque, por
supuesto, solo en su mente.
En realidad, estaba dispuesta a que aquel hombre le llamara casi cualquier
cosa que se le antojara si de ese modo no se le escapaba el trabajo, se dijo,
desesperada; aunque nada en su aspecto, impecable y sereno, con aquel
conjunto primaveral de Missoni de hacía tres temporadas, lo delataba.
—Por supuesto, senor... quiero decir, Raff. Verás, mi padre sentía pasión
por la India. Cuando estudiaba en Oxford conoció a un auténtico marajá de un
pequeno estado del sur y todos los anos pasaba allí largas temporadas. A juz-
gar por lo que él contaba, la expresión «vivir como un marajá» es de lo más
adecuada, créeme. —Al notar que empezaba a irse por las ramas, retomó el
tema que les ocupaba—. Pero dime, Raff, ¿en qué consiste exactamente el
evento que quieres que organice? Lucas no me ha aclarado gran cosa.
Raff Connor rodeó su vaso de cocacola con una de esas manos que
parecían filetes de ocho kilos, le dio un ruidoso trago, se secó los labios con el
dorso de la otra y, por fin, anunció:
—El evento soy yo.
India clavó sus ojos rasgados en el rostro de rudas facciones, pero fue
incapaz de sacar nada en claro de aquel semblante inexpresivo, así que,
perpleja, desvió la vista para posarla sobre Lucas. Sin embargo, allí tampoco
encontró ninguna respuesta; su amigo lucía su mejor cara de póquer.
—Creo que no lo entiendo... —empezó a decir, pero su interlocutor la
interrumpió alzando su manaza con un gesto imperativo y soltó la bomba:
—India, baby, necesito que en menos de tres meses hagas de mí un
hombre elegante y de modales distinguidos.
A ella no se le ocurrió ninguna respuesta. Confundida por completo, su
mirada aterrizó sobre los dedos, largos, fuertes y morenos que tamborileaban
impacientes sobre la mesa, subió por el espantoso puno amarillo de su camisa
sujeto con unos gemelos de Mickey Mouse, se deslizó sobre la manga marrón
de su chaqueta pasada de moda y, por fin, se detuvo en aquellos ojos que
lucían el mismo color que las alas de la mariposa morfo azul disecada que
tenía su padre en su dormitorio y que resaltaban en su rostro atezado de una
manera impactante.
—Quieres que te ensene a... a... —consiguió balbucear, al fin, sin apartar
la vista de él.
—A vestirme.
—A vestirte, sí claro, no me extra... quiero decir, a vestirte, a... —Sus
expresivos ojos castano claro pidieron auxilio una vez más.
—A comportarme en la mesa —apuntó el americano, solícito.
—A vestirte, a comportarte en la mesa, a... —repitió el eco, y tuvo que
luchar contra el deseo de pegarse dos bofetadas a sí misma, una en cada
mejilla. Sabía que se estaba comportando como una estúpida, pero era incapaz
de evitarlo.
—A recibir a mis invitados siguiendo el protocolo correcto... En fin, Lucas
me ha contado que has organizado numerosos eventos para particulares y
empresas importantes, que estás acostumbrada a moverte en los círculos
internacionales más selectos y, por lo que yo mismo puedo ver —aquellos ojos
electrizantes la recorrieron de arriba abajo con una extrana expresión que
India fue incapaz de interpretar—, pareces la persona idónea para el puesto.
El súbito y doloroso puntapié en la espinilla que Lucas acababa de
propinarle la hizo recuperar de golpe sus perdidas facultades. Volvió a dirigir a
su amigo una mirada cargada de reproche, antes de volverse hacia su
interlocutor una vez más.
—Por supuesto, senor... quiero decir... Raff. Estoy perfectamente
capacitada para el puesto. Lo que en realidad quieres es una especie de «plan
renove», ¿no es así? —En el acto se dio cuenta de que aquel extranjero no
había captado su patético intento de recurrir al humor.
Raff Connor le dio otro largo y sonoro trago a su cocacola antes de
responder:
—No sé a qué te refieres con eso, India, baby. Verás, seré sincero contigo.
—El hombretón le guinó un ojo con complicidad—. Yo soy un hombre hecho a
sí mismo. Nací en un barrio humilde de Chicago y todo lo que he logrado ha
sido a base de duro esfuerzo. Hasta ahora he estado demasiado ocupado para
preocuparme por estas cosas. Sin embargo, he llegado a ese punto en el que
un hombre mira a su alrededor satisfecho con lo que ha conseguido y, de
pronto, se da cuenta de que le falta algo. La guinda del pastel, por así decirlo.
—Ya veo —respondió India, sin ver nada en realidad; la pobre se sentía
como Stevie Wonder en el fondo de una mina, pero sin ganas de cantar.
El senor Connor recostó su imponente humanidad sobre el respaldo del
cómodo butacón, le mostró las palmas de aquellos inmensos filetes, es decir,
de sus manos, como si con aquel gesto quisiera demostrarle que no escondía
nada, y anunció:
—Voy a casarme en tres meses.
En cuanto se recuperó de la sorpresa, India lo felicitó: —¡Enhorabuena, os
deseo toda la felicidad del mundo a ti y a tu futura esposa!
Aliviada, pensó que, por fin, empezaba a entender de qué iba aquello.
Seguramente, su prometida era una mujer de un nivel social más elevado y él
deseaba estar a la altura. A juzgar por lo poco que India había visto de sus
modales, era evidente que le hacía falta una buena manita de barniz social.
—Ese es el problema, me temo —replicó muy tranquilo. Al ver su mirada
de desconcierto, aclaró—: Aún no tengo novia.