Tema 2. ¿por qué soy católico?

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Tema 2: ¿Por qué soy católico?

Curso en línea "Catequesis básica para padres"

Autor: Michel Esparza | Fuente: http://sontushijos.org

Respuestas al Tema 1:

1) Es posible demostrar la existencia de Dios: Sí

2) De qué modo se reveló Dios al hombre: Antiguo Testamento y,

llegada la plenitud de los tiempos, haciéndose hombre en Cristo

3) Cuál es el fundamento de la credibilidad de la doctrina cristiana? La Divinidad de Cristo (es la que menos aciertan)

4) Cómo se prueba la divinidad de Jesús? mostrando que los

Evangelios que narran sus milagros, especialmente el de la Resurrección, son fidedignos.

Conviene insistir en que ponemos el acento en LAS RAZONES DE LA

FE, esto es, en mostrar que el razonamiento ayuda a creer. Conviene

pues, dejar claro, que la fe no es, estrictamente hablando, un sentimiento, sino más bien "la voluntad que asiente a lo que le

propone la razón iluminada por la fe, esto es: que vale la pena creer,

aunque no se entiendan plenamente los misterios divinos, porque nos

fiamos de la Revelación de Dios, que no puede ni engañarse ni engañarnos".

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Tema 2: ¿Por qué soy católico? (La Iglesia Católica)

(No negamos nuestra fe a las palabras pronunciadas por el Poder divino)

(S. Hipólito)

No sólo cristiano, también católico

Debido a nuestra hambre de Dios, la espiritualidad siempre estará de

moda. Por desgracia, no sucede lo mismo con la Revelación objetiva y

con sus implicaciones morales. Con la excusa de combatir la intolerancia religiosa, no pocos cristianos han sucumbido ante el

aparente encanto de posturas sincretistas de corte oriental, como el

new age, que a la larga prescinden de Dios y reducen la oración a

una simple técnica de relajación mental. Por eso conviene insistir en que «la oración cristiana está siempre determinada por la estructura

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de la fe, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la

criatura»1. Hay muchos ejemplos cotidianos que muestran la

importancia de conocer bien las verdades reveladas por Cristo. No

hace mucho tiempo me contaba un amigo una anécdota muy ilustrativa en este sentido. Paseaba por las calles de Londres y quiso

entrar en una iglesia para acercarse a un Sagrario y rezar ante el

Santísimo Sacramento. El problema estaba en cómo saber si el

templo al que quería acceder era católico o protestante. La diferencia es esencial, precisamente por la presencia real de Jesucristo en la

Eucaristía. Mi amigo se solía fijar, para distinguir, en los horarios que

hay en la entrada. Si se anuncian servicios, es protestante, mientras

que si el aviso se refiere a las Misas, es una iglesia católica. Durante esas pesquisas, se acercó amablemente una señora anglicana para

preguntarle si deseaba algo e invitarle a entrar. Mi amigo le explicó

que es católico y que, por tanto, sabía que no encontraría al Señor en

el Sagrario. Extrañada, la buena señora le replicó: «¡Pero Jesús está en todas partes!». Intentó explicarle, me temo que en vano, que

efectivamente Cristo, como Dios, está en todas partes, pero que su

presencia sacramental en la Eucaristía es otro tipo de presencia

mucho más cercana, que sería imposible sin la Encarnación.

Esa anécdota muestra hasta qué punto las verdades de fe conforman

la vivencia cristiana. Los protestantes, en efecto, al desconocer la

presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, no pueden disfrutar de

ese gran regalo de amor que supone tenerle cerca de nosotros, escondido pero vivo. Allí donde está su cuerpo, se encuentra también

su alma y su divinidad. De ahí la importancia de conocer todas las

verdades reveladas por Dios. En concreto, si no se está familiarizado

con la «hondura de la Encarnación»2, la vida cristiana se resiente: se vuelve espiritualista.

No todos los cristianos son católicos. La religión católica, con más de

mil millones de fieles, es la más numerosa del mundo. Pero hay

cientos de millones de personas que creen en la divinidad de Cristo pero no en la Iglesia Católica. O bien estamos equivocados los

católicos, creyendo demasiadas cosas, o bien es incompleta la fe de

los ortodoxos (que no creen en la potestad otorgada por Cristo al

Romano Pontífice) y la de los protestantes (que, en líneas generales, además de no aceptar la autoridad del Papa, no veneran a la Virgen

María y no creen que Cristo haya instituido siete sacramentos).

¿Cómo saber quién tiene razón? Si un católico cree, por ejemplo, que

Jesucristo está realmente presente en el Sagrario y un protestante piensa que no, uno de los dos se equivoca. Es, pues, «necesario -

afirma Juan Pablo II-saber cuál de estas Iglesias o comunidades es la

de Cristo, puesto que Él no fundó más que una Iglesia, la única que

puede hablar en su nombre»3.

No se trata de hacer un juicio de valor sobre personas, sino sobre

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ideas. No pretendo comparar la valía personal de católicos y de otros

cristianos, sino buscar quién confiesa la fe más verdadera. De hecho,

hay ortodoxos y protestantes que son mejores personas que muchos

católicos. Una cosa es la verdad y otra la caridad. Estar en la verdad facilita la santidad de vida, pero Dios ayuda a todos. Además, los

cristianos que viven hoy en día no son responsables de las dolorosas

divisiones surgidas en el pasado. Lo que sí se espera de todos es que

busquen honestamente dónde se encuentra la verdad más plena y se adhieran a ella. También es verdad que la caridad, el amor y respeto

mutuos, facilita esa unidad tan ansiada entre los cristianos. Hubo

tiempos de obcecamiento, en que los miembros de las distintas

confesiones cristianas apenas se trataban. El afán ecuménico de Juan Pablo II ha contribuido mucho a crear ese ambiente distendido, tan

propenso a la búsqueda serena de la verdad. Gracias a Dios,

empiezan a desaparecer recelos multiseculares. Es de esperar que en

el siglo XXI se restablezca esa unidad por la que rezó Cristo en la Última Cena4.

Volviendo a tomar el hilo de nuestras consideraciones racionales,

hemos visto que sólo Dios es infalible. Si Jesucristo es Dios, todas sus

declaraciones son infalibles. Si revelase cien verdades, todas ellas serán igualmente verdaderas y nadie tendrá derecho a cambiarlas. Si

creo que Cristo es Dios, entonces aceptaré sus cien verdades. Incluso

antes de conocerlas, me las creeré, ya que la razón que me lleva a

creérmelas no radica en que me convenzan más o menos, sino en que el que las ha revelado es infalible, no puede engañarse ni

engañarme.

Pues bien, una de esas declaraciones dogmáticas de Cristo concierne a la Iglesia. Cristo mismo fundó una sola Iglesia, con San Pedro al

frente: «Tú eres Pedro -le dijo-, y sobre esta piedra edificaré mi

Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. A ti te

daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra

quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos»5. Este texto es fundamental. De modo

contundente, Cristo afirma que quiere edificar su Iglesia sobre Pedro

y le promete ayuda hasta el fin de los tiempos.

El Primado del Papa

De esas palabras, se desprende también el Primado del Papa sobre

los demás Obispos, puesto que Cristo confiere a Pedro una potestad por encima de los demás apóstoles. Eso es precisamente lo que no

reconocen los cristianos no-católicos: que Cristo haya constituido al

Obispo de Roma como pastor universal. Sin embargo, si estudiamos

este asunto en sede teológica, comprobamos la verdad de la fe católica. Para estudiar una cuestión teológica, es preciso acudir a las

dos fuentes de la Revelación: la Sagrada Escritura y el testimonio de

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la Tradición. Por último se estudian las declaraciones del Magisterio

de la Iglesia.

Empecemos con el Evangelio. Ahí vemos que Cristo confiere a Pedro potestades especiales que no confiere a los otros apóstoles: aparte de

entregarle -como hemos visto- la potestad de las llaves6, le dice que

tiene que confirmar a sus hermanos en la fe7, y después de la

resurrección le confirma en su ministerio pastoral8. En los Hechos de los Apóstoles, vemos a Pedro ejerciendo su primado, no porque él sea

mejor que los demás apóstoles, sino porque así se lo ordenó Cristo.

Tras la Ascensión, Pedro actúa siempre como cabeza de la Iglesia. Pide que se nombre a otro apóstol para ocupar el puesto de Judas. El

día de Pentecostés, es él quien dirige la palabra al pueblo. Preside el

Concilio de Jerusalén, resume sus conclusiones, acatadas por todos.

En una visión, se entera de que hay que aceptar en la Iglesia a los gentiles y bautiza a los primeros de ellos...

Los testimonios de los primeros siglos confirman que el Primado de

Pedro no es, como afirmaron algunos protestantes, un invento de los

cristianos de Roma para justificar su eminencia, sino algo aceptado por los cristianos desde el principio. Excavaciones en los años

cincuenta han demostrado que Pedro fue sepultado en Roma. Por

eso, los Obispos de Roma siempre fueron reconocidos como

sucesores de Pedro. Las leyes promulgadas por el Papa tenían vigencia en todas las iglesias, y si surgía alguna duda o disputa,

acudían a Roma para solucionarla. Así, Clemente I, tercer sucesor de

San Pedro, intervino en una discordia ocurrida en la iglesia de

Corinto. Escribe a los rebeldes y les pide «obedecer a lo que Cristo les ha mandado a través nuestro»9.

En el siglo II, San Ireneo, refiriéndose a la Iglesia de Roma, nos ha

legado este testimonio de fe: «Porque con esta Iglesia, debido a su

eminente origen, tienen que estar de acuerdo todas la iglesias, es decir los creyentes de todo el mundo, pues en Ella se ha conservado

la Tradición que viene de los apóstoles, para salvación de todos los

hombres de todas partes»10. A su vez, San Cipriano (siglo III),

enseña que «la sede episcopal de Roma es la Cátedra de Pedro, la más importante de las Iglesias, de la que procede la unidad

sacerdotal» y que «quien abandone la Cátedra de Pedro, sobre la que

Cristo ha edificado su Iglesia, ya no es miembro de la Iglesia». En el

siglo V, San Agustín confiesa que «sobre esta Cátedra de la unidad, Dios ha colocado también la doctrina de la verdad»11.

Esta doctrina ha sido confirmada por los diversos Concilios

ecuménicos. Así, en el año 451, el Concilio de Calcedonia, dirigiéndose al Papa León I, declaró: «Tu has sido el portavoz de la

voz de Pedro»12. El Concilio de Florencia (1440-1446) resumió de

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este modo la doctrina sobre el Primado del Papa: «Definimos que la

santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre

todo el orbe y que el mismo Romano Pontífice es el sucesor del

bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, verdadero vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos los

cristianos, y que al mismo, en la persona del bienaventurado Pedro,

le fue entregada por Nuestro Señor Jesucristo plena potestad de

apacentar, regir y gobernar a la Iglesia universal»13.

Misión de la Iglesia

Veamos ahora algunos matices que ayudan a entender la doctrina revelada sobre la Iglesia. Ante todo, es preciso señalar que la Iglesia

no ejerce su potestad en nombre propio. Se trata de una potestad

delegada. Pedro, y sus sucesores, administran algo que no les

pertenece, son «administradores de los misterios de Dios»14. «La palabra “administrador” -recuerda Juan Pablo II- no puede ser

sustituida por ninguna otra. (...) El administrador no es propietario,

sino aquel a quien el propietario confía sus bienes para que los

gestione con justicia y responsabilidad»15. Cristo confiere una

potestad que proviene de Dios mismo. Cuando Cristo confiere a los apóstoles la potestad de perdonar los pecados, les dice: «"Como el

Padre me envió, también yo os envío" Dicho esto, sopló sobre ellos y

les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados,

les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"»16.

La finalidad primordial de la Iglesia es salvar almas. Para llevar a

cabo esta misión, la Iglesia recibió de Cristo tres ministerios: enseñar, santificar (administrar los medios de salvación,

fundamentalmente los sacramentos) y gobernar (como en cualquier

sociedad humana, hace falta organizar las relaciones entre los

diversos miembros). Hay una diferencia entre los dos primeros

ministerios y el tercero. No es lo mismo potestad de enseñar y de administrar sacramentos que competencia para gobernar. Cuando la

Iglesia enseña su doctrina dogmática y administra los medios de

santificación, goza de la misma potestad infalible que Cristo. En

cambio, en su tarea de gobierno, por ejemplo al nombrar un obispo, la autoridad eclesiástica es simplemente competente y se puede

equivocar. No es lo mismo obediencia de la fe que docilidad. Una

declaración dogmática del Papa merece ser asentida por todos los

fieles como verdad de fe; en cambio, respecto a las directrices pastorales, se espera de los fieles una actitud de solidaridad.

Si se pierde de vista esa diferencia entre potestad y competencia, no

se entiende bien la Iglesia Católica. Cristo es garantía de que los sacramentos válidamente administrados tengan una eficacia divina y

de que lo que enseña de modo estable el Santo Padre, y los Obispos

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en comunión con él, sea infalible. Como veremos, se trata de una

potestad conferida por el mismo Cristo17. Pero en el ámbito pastoral y

en el gobierno de los asuntos que regulan la vida de la Iglesia (véase,

por ejemplo, el Código de Derecho Canónico, conjunto de leyes que regulan los derechos y deberes de los fieles), si bien Dios ayuda,

puede haber errores. Cuanto más santo sean un pastor, más

acertada será su actuación. En cambio, la eficacia sobrenatural de los

sacramentos y la confianza que merece una declaración dogmática no dependen directamente de su santidad de vida de los pastores. Cristo

mismo garantiza la eficacia de los sacramentos y la infalibilidad de la

doctrina.

Detengámonos en la potestad que ha recibido la Iglesia de enseñar

infaliblemente en nombre de Cristo. Veamos por qué nada es tan

seguro y razonable como creer en lo que enseña la Iglesia.

«Lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos»18, dijo Cristo a

Pedro. Y a los apóstoles: «Quien a vosotros os escucha, a mí me

escucha»19. Son palabras fuertes. No entendemos cómo hombres

falibles puedan participar de la infalibilidad divina. Es un misterio.

Pero si lo dice Cristo, que es Dios, lo creemos firmemente, ya diga que un trozo de pan se convierte en su Cuerpo o que el Papa no se

puede equivocar al proclamar un dogma de fe.

Es lógico que Cristo confíe a la Iglesia la potestad de conservar, interpretar y actualizar el depósito de la fe. Para asegurar la

transmisión fiel del mensaje de Cristo a través de la historia, se

precisa una instancia infalible de interpretación. Así, si surgen dudas,

se pueden resolver con la seguridad de que Dios está detrás de esa interpretación. Se evita así que, cada vez que nos gustaría saber lo

que Dios piensa sobre algo que se pone en duda -como la Asunción

de la Virgen- o sobre algo nuevo -como la fertilización in vitro-, tenga

que volver Cristo para aclararlo.

Es, pues, razonable que Cristo, inteligente como es, ya haya previsto

todo eso y lo haya resuelto de antemano, confiando esa potestad a su

Vicario en la tierra. No olvidemos que en el Evangelio se encuentran

de modo implícito muchas verdades de las que los cristianos, gracias a la oración y a la reflexión teológica, se han ido percatando poco a

poco a lo largo de la historia. Pero estos avances no deben traicionar

el núcleo original. De hecho, la Iglesia jamás ha proclamado un

dogma que contradiga al Evangelio o no esté implícitamente presente en él. La experiencia protestante, en cambio, muestra que al contar

únicamente con la Sagrada Escritura, la unidad de fe se ha ido

resquebrajando más y más.

Como recuerda Scott Hahn, en un libro apasionante en el que relata

su conversión a la fe católica, «desde la época de la Reforma, han ido

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surgiendo más de veinticinco mil diferentes denominaciones

protestantes, y los expertos dicen que en la actualidad nacen cinco

nuevas a la semana. Cada una de ellas asegura seguir al Espíritu

Santo y el pleno sentido de la Escritura»20.

Por otra parte, creer en la Iglesia no equivale a depositar nuestra

confianza en personas humanas. Al comparar el cristianismo con

otras religiones, vimos que no es razonable depositar toda nuestra confianza en un hombre, que sólo Dios ofrece plenas garantías de

credibilidad. Comparando a las diversas iglesias cristianas, podemos

aplicar el mismo razonamiento. Si lo miramos de cerca, el católico es

el único cristiano cuya fe se basa únicamente en Cristo.

Si sigue al Papa es porque cree en la promesa de infalibilidad hecha

por el mismo Cristo. Un protestante, en cambio, tiene que fiarse de

Cristo y de un hombre. De las cien verdades reveladas por Cristo, Lutero decide que hay que quitar cinco, Calvino que hay que quitar

diez, etc. ¿Pero cómo puedo estar seguro de que no se equivocan? A

pesar de todo el respeto que merecen, los fundadores de iglesias

protestantes son simples hombres que no han recibido directamente

de Cristo potestad alguna. Un metodista tiene que creer en John Wesley, un adventista en Willian Miller y en Ellen White, un mormón

en Joe Smith, un testigo de Jehová en C.T. Russel, etc. También

dentro de la Iglesia Católica ha habido siempre personas que afirman

haber recibido de Dios algún carisma especial. Piénsese en santos como Bernardo, Domingo de Guzmán, Francisco de Asís, Teresa de

Jesús, Ignacio de Loyola, Don Bosco, San Jose maría Escrivá, etc.

Todos ellos enriquecieron a la Iglesia con su docérina, con su

ejemplo, y con fundaciones extendidas hoy en día por todo el mundo. ¡Pero ninguno de ellos se sintió llamado a fundar otra iglesia y su

carisma fue reconocido por los sucesores de Pedro! No puede haber

unidad en la fe, dentro de la legítima diversidad, sin un Vicario de

Cristo común a todos los cristianos...

«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la

creación», dijo Cristo a sus discípulos21. Los apóstoles entendieron la

importancia de custodiar y de transmitir fielmente ese tesoro recibido

de Cristo.

Conscientes de lo que recibieron en depósito, no permitieron que

alguien lo cambiara. «Aun cuando nosotros mismos -afirma San

Pablo- o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema! Como lo tenemos dicho, también

ahora lo repito: Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que

habéis recibido, ¡sea anatema!»22. Como decía Juan Pablo I, «cuando

el pobre Papa y cuando los Obispos y los sacerdotes presentan la doctrina, no hacen más que ayudar a Cristo. No es doctrina nuestra,

es la de Cristo, sólo tenemos que custodiarla y presentarla23.

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La crisis que de las misiones católicas en las últimas décadas se debe

en gran parte a perder de vista lo que acabamos de ver. Los

misioneros deben evangelizar y vivir la caridad, pero si dudan de la verdad de la doctrina recibida de Cristo, se convierten en simples

asistentes sociales. No se trata de imponer a los demás, con afán de

conquista, las propias convicciones, sino de respetar delicadamente la

legítima libertad de cada persona. Tampoco es que los cristianos se sientan orgullosamente superiores a los demás. Se sienten humildes

depositarios de un mandato divino destinado a contribuir a la

verdadera felicidad de sus semejantes. Estar convencido de haber

recibido una verdad divina no impide el diálogo y el respeto de la legítima libertad ajena. Juan Pablo II ha sido un preclaro ejemplo de

persona a la vez coherente y tolerante. Ante los representantes del

poder mundial en las Naciones Unidas, afirmó en 1995: «Como

cristiano, mi esperanza y confianza se centran en Jesucristo... [quien] para nosotros es Dios hecho hombre y forma parte por ello de la

historia de la humanidad. [...] La fe en Cristo no nos aboca a la

intolerancia. Por el contrario, nos obliga a inducir a los demás a un

diálogo respetuoso. El amor a Cristo no nos distrae de interesarnos

por los demás, sino que nos invita a responsabilizarnos de ellos, a no excluir a nadie...»24.

El misterio de la Iglesia

Si se mira con ojos humanos, sin la fe, la Iglesia Católica no se

entiende. Es de Dios pero está compuesta por hombres. En ella,

convive lo más alto con lo más bajo. La Iglesia constituye un

profundo misterio. Es mucho más que un conjunto de clérigos con determinadas potestades. La unión íntima de todos los miembros de

la Iglesia, entre sí y con Cristo, en la tierra y en el Paraíso, es un

misterio tan profundo, que excede nuestra capacidad intelectual.

«Este misterio -recuerda Juan Pablo II- es más grande que la sola

estructura visible de la Iglesia. Estructura y organización sirven al misterio. La Iglesia, como Cuerpo místico de Cristo, penetra en todos

y a todos comprende. Sus dimensiones espirituales, místicas, son

mucho mayores de cuanto puedan demostrar todas las estadísticas

sociológicas»25. La Iglesia es la Familia de Dios, el Pueblo de Dios que camina hacia la Jerusalén Celeste. Llegará un día, tras el fin del

mundo, en que la Iglesia brillará en todo su esplendor. Entretanto,

cada día pasan miembros de la Iglesia militante a la Iglesia purgante

o triunfante. A veces nos fijamos demasiado en las miserias de los miembros de la Iglesia, olvidando la gloria de la Iglesia en el Cielo.

Helmut Laun, en un libro en el que relata su conversión , cuenta que

un día tuvo una visión de la Iglesia gloriosa. El relato de lo que

contempló es escalofriante. No encuentra palabras para describir lo que vio, pero lo intenta diciendo: «Todo lo que había leído sobre la

Iglesia Católica, una y santa, antes de mi conversión, era

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completamente cierto, ¡pero apenas era una sombra comparado con

la deslumbrante belleza sobrenatural de la Iglesia triunfante! Ni

siquiera un millar de palabras cuidadosamente escogidas podrían

nunca describir la visión que tendremos de la Iglesia de Cristo en su última y plena realidad, de una sola mirada, en la otra vida, cuando

estemos contemplando la bondad y sabiduría de Dios. Lo que

innumerables santos han dicho de la Iglesia es sin duda cierto. ¡Una

realidad inexpresablemente gloriosa!»26.

La Iglesia es un regalo de Dios. Conviene ponerlo de relieve

especialmente en estos momentos en los que sufre tantos ataques.

Se trata de una familia a la vez divina y humana. Es divina puesto que sus miembros están íntimamente unidos por lazos

sobrenaturales, y es humana en cuanto que prolonga el hogar más

maravilloso que jamás haya existido: el de Jesús, María y José en

Nazaret.

Creemos en la Iglesia por la misma razón que nos adherimos a las

demás verdades infaliblemente reveladas por el Hijo de Dios. Es muy

de agradecer la existencia de esta familia porque, a través de ella,

Cristo nos garantizó seguridad en la doctrina27. No prometió al Santo Padre, su vicario en la tierra, infalibilidad de conducta, sino de

doctrina. De los tres ministerios confiados a la Iglesia -enseñar,

santificar y regir-, Jesucristo asegura la eficacia de los dos primeros:

no hay error posible en los dogmas y está asegurada la eficacia de los sacramentos válidamente administrados. En cambio, a la hora de

organizar la vida eclesial, todo es mejorable. Si el Papa proclama un

dogma, el católico no se lo cree porque ese Papa sea un gran

hombre, sino porque recibió de Cristo la potestad de hablar en su nombre. «Es la Iglesia -enseña Juan Pablo II- la que conserva,

interpreta y actualiza el legado de Cristo. Y es en unión con la Iglesia,

bajo la dirección del Papa y de los Obispos, como cada cristiano

puede crecer en la fe. (...) Por desgracia, la Iglesia no siempre está

"sin mancha ni arruga". Pero es a ella a quien Jesús confió su Buena Nueva, así como los caminos ordinarios a través de los cuales nos

llega su gracia»28.

Para apreciar el gran don que supone la Iglesia, tenemos que trascender lo visible y centrarnos en lo esencial. Por ejemplo, al

recibir un sacramento, poco importa la imperfección del sacerdote

que lo administre, pues sabemos que es Jesucristo mismo quien nos

lo confiere. Así también, puesto que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, no dudamos de su santidad ante las patentes miserias de

algunos católicos, pues recordamos que su cabeza es Jesucristo, que

su alma es el Espíritu Santo y que la mayor parte de sus miembros

son santos que ya están en el Cielo. Sin duda, nos duelen los pecados propios y ajenos, más aún si sintonizamos con el dolor que causan al

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Corazón de Jesús, pero eso no enfría nuestro cariño hacia la que

amamos como a una madre.

«La Iglesia -dice San José María-, que es divina, es también humana, porque está formada por hombres y los hombres tenemos defectos

[...]. Cuando el Señor permite que la flaqueza humana aparezca,

nuestra reacción ha de ser la misma que si viéramos a nuestra madre

enferma o tratada con desafecto: amarla más, darle más manifestaciones externas e interiores de cariño»29. Hay quienes se

extrañan demasiado de las debilidades ajenas, como si no fuéramos

todos pecadores. Jesucristo, en cambio, es muy realista. Porque nos

conoce bien, predica tanto la perfección como la misericordia, y espera de nosotros una santidad que no está reñida con la miseria

reconocida y combatida. Por eso eligió a Pedro como primer Papa,

fundando así «la Iglesia sobre cobardías y arrepentimientos»30.

Desconocer la realidad de la miseria humana «será siempre la tentación aparentemente angélica y radicalmente demoníaca de la

soberbia. Cristo nos dejó su grito de Perfección: y esa entrañable

organización de cautelas, perdones y remiendos para la imperfección,

que es la Iglesia»31.

De todos modos, incluso las miserias humanas a lo largo de la

historia de la Iglesia corroboran su credibilidad. El Papa tiene un

poder absoluto es cuestiones de fe y moral, y sin embargo, los Papas

indignos mantuvieron la doctrina según la cual ellos mismos eran unos sinvergüenzas, que terminarían pagando caro sus propios

pecados. Muchos herejes se han desviado de la fe de la Iglesia para

justificar su propia vida. Pero eso nunca ha pasado con los Papas.

¿Por qué existen increyentes?

Si la fe es tan razonable ¿por qué hay personas que no creen? La

causa de incredulidad de quienes conocen todas las razones externas

que hemos expuesto, habría que buscarla en razones internas. Siendo capellán de estudiantes, conocí a un estudiante chino de

ingeniería que se decía ateo. «¿No sabes -le dije- que se puede

demostrar racionalmente la existencia de Dios?». Mostró interés y

quedamos citados para charlar con más calma. Llegado el momento, su actitud tozuda y su total desconocimiento filosófico me obligaron a

emplearme a fondo. Como buen oriental, le costó entender este

primer argumento clásico32: todo efecto tiene una causa; puesto que

nada hay dentro del universo capaz de justificar el origen de su existencia, habrá que buscar fuera de él hasta vislumbrar un Ser

increado y necesario, una causa primera sin la cual todo lo que

vemos no habría podido surgir. Hubo otro argumento que, por ser él

experto en informática, le convenció del todo: el maravilloso orden que observamos en el universo reclama una inteligencia superior que

lo haya planificado, del mismo modo que es impensable un programa

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de ordenador sin un programador: los átomos, al igual que los bytes,

son incapaces de organizarse por sí mismos.

Terminé explicándole que la creación pone de manifiesto la existencia de un Ser con voluntad e inteligencia: que no provenimos de una

especie de fuerza ciega, sino de un Ser personal. Su reacción final me

sorprendió. Pensé que se alegraría al descubrir que no somos

producto del azar sino del querer de una Persona infinitamente omnipotente y sabia. Más aún si, según la revelación cristiana,

resulta ser un Padre que nos ama con locura. En cambio, la desazón

del estudiante iba en aumento. Al preguntarle por qué, me dijo: «Me

has demostrado que Dios existe pero ¡yo no quiero ser el peón de nadie!». Su soberbia era clamorosa. Parecía abierto, pero no era

honesto.

Eso me recordó que, por muy importante que sea la formación -la evangelización precede a la fe33-, más aún lo es la actitud que

adoptamos ante la realidad. La fe es un don divino que tiene que ser

aceptado por una voluntad que, a su vez, depende mucho de las

disposiciones interiores. Rechazar la fe aún contando con suficientes

datos objetivos es algo tan viejo como el Evangelio. Allí se lee: «Aunque había realizado tan grandes señales delante de ellos, no

creían en él; (...) Sin embargo, aun entre los magistrados, muchos

creyeron en él; pero, por los fariseos, no lo confesaban, para no ser

excluidos de la sinagoga, porque prefirieron la gloria de los hombres a la gloria de Dios»34.

Como le sucedió al estudiante chino, la soberbia es lo que más impide

aceptar la fe. Quien, por ignorancia o por alejamiento voluntario, ha vivido durante años como si Dios no existiera, para poder sobrevivir

con cierta autoestima, suele forjarse una idea autosuficiente de sí

mismo que le impide admitir la necesidad que tiene de que otro le

salve. Es muy difícil que acepte a Dios quien no sea capaz de

relativizarse a sí mismo, quien no asuma, por ejemplo, que por sí mismo ni siquiera puede garantizar que seguirá estando vivo dentro

de unos minutos. Aparte de la autosuficiencia, también la falta de

honestidad moral influye en la actitud de rechazo hacia la fe. La vida

cristiana comporta una serie de implicaciones éticas que no se está dispuesto a asumir. Es el autoengaño típico de quien, por no vivir

como piensa, termina pensando como vive. No podemos juzgar a

personas concretas: cada una es única. Sin embargo, la experiencia y

la reflexión nos aportan datos útiles para entender la realidad. Nos descubre que, sin rectitud moral, es muy difícil abrirse a la verdad

sobre Dios. Se precisa toda una conversión interior.

La soberbia no es siempre tan manifiesta como en el caso del estudiante chino. Hay personas buenas, de conducta intachable, que

viven alejadas de Dios a causa de cierto orgullo solapado. He

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conocido a personas buenas, que han acudido a hablar conmigo con

grandes deseos de creer, pero incapaces de dar el paso definitivo. Es

para mí un misterio. Pienso que su incapacidad tiene quizá que ver

con una actitud inconscientemente soberbia. Cuando, por alejamiento voluntario o por falta de formación, se ha vivido durante años alejado

de Dios, es muy difícil aceptar la propia insignificancia, asumir, por

ejemplo, que uno no puede asegurar que seguirá estando vivo dentro

de cinco minutos. Si estoy alejado de Dios, para poder sobrevivir, para asegurar cierta autoestima y no deprimirme, necesito creerme

un pequeño dios. Y es muy difícil aceptar a Dios cuando no sé

relativizarme a mí mismo. Tendría que comenzar aceptando que Dios

lo es todo y que yo soy muy poca cosa. Me haría falta caer de rodillas implorando humildemente a Dios que se apiade de mí y me dé el don

de la fe...

Recuerdo una novela, en la que se dice a propósito de un hombre cultivado que no daba importancia a las cuestiones religiosas: «Acaso

fuese orgulloso sin saberlo; eso les sucede muy a menudo a los

hombres de cultura, muy pegados de sí mismos y de haber sabido

obtenerla, olvidando que la cultura es un producto más de la

creación, un poder creado por las criaturas con el poder otorgado por Dios»35. En todo caso, no nos corresponde a nosotros juzgar de las

disposiciones de las personas. Sólo a Dios, que tiene todos los datos,

le compete juzgar.

Para creer hace falta: poder, saber y querer. La gracia de Dios da la

capacidad, de ahí que la fe sea un don de Dios. El saber depende de

las luces que Dios da y de una buena evangelización. En principio, el

querer depende de cada uno. No obstante, hay rezar por la conversión de los que no quieren creer, para que Dios les ayude a

remover los obstáculos que les impiden abrazar la fe. Si alguien no

cree, es porque no quiere o porque no le han enseñado. Esto se

desprende de las palabras que Cristo, al punto de dejar esta tierra,

dijo a sus apóstoles: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el

que no crea, se condenará»36.

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1. Carta Orationis formas de la Congregación para la doctrina de la

fe, 15 de octubre de 1989, n. 1.

2. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 74.

3. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, p. 152.

4. Cfr. Jn. 16, 20-21.

5. Mt. 16, 18-19.

6. Cfr. Mt. 16, 13-19. 7. Cfr. Lc. 22, 31-32.

8. Cfr. Jn. 21, 15-17.

Page 13: Tema 2. ¿por qué soy católico?

9. Ep. 1, ad Cor., Denzinger n. 102.

10. Adversus haereses, III, 3, 2.

11. Ep. 105.

12. Denz., n. 306. 13. Denz., n. 1307.

14. 1 Cor. 4, 2.

15. Juan Pablo II, Don y misterio, B.A.C., Madrid 1996, p. 89.

16. Joh. 20, 21-23. 17. Cfr. Mt. 16, 19; Lc. 10, 16, Jn. 21, 15-17, etc.

18. Mt. 16, 19.

19. Lc. 10, 16.

20. S. y K. Hahn, Roma, dulce hogar, Rialp, Madrid 2000, pp. 89-90. 21. Mc. 16, 15.

22. Gal. 1, 8-9.

23. En J. Azcárate, La sonrisa de un Pontificado, folletos mc, n. 610,

p. 38. 24. Juan Pablo II, Discurso a la V Asamblea de la Organización

mundial de las Naciones Unidas, 5 de octubre de 1995.

25. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, o.c., p. 149.

26. H. Laun, Cómo encontré a Dios, Rialp, Madrid 1984, p. 163.

27. Mt. 16, 18-19. Sobre esta potestad delegada, véase también Lc. 22, 31-32; Jn. 21, 15-17; y 1 Cor. 4, 2.

28. Juan Pablo II, Discurso del 17 de mayo de 1985, n. 9.

29. San Josemaría, Lealtad a la Iglesia (homilía del 4 de junio de

1972), en Amar a la Iglesia, Madrid 1986, p. 21. 30. J. M. Pemán, La Pasión según Pemán, Edibesa, Madrid 1997, p.

3.

31. Ibidem, p. 74.

32. Hay dos principios básicos en filosofía, que la cultura china desconoce: el de causalidad y el de no contradicción.

33. San Pablo se pregunta: «¿Cómo creerán a Aquel que no oyeron?

¿Y cómo oirán si nadie les predica?» (Rom. 10, 14).

34. Jn. 12, 37, 42-43.

35. J. M. Sánchez-Silva, La adolescencia de Jesús nunca contada, Planeta, Barcelona 1997, p. 92.

36. Mc. 16, 15-16

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Preguntas

• ¿Es seguro y razonable creer en lo que enseña la Iglesia?

• En el fondo, ¿cuál es la diferencia substancial entre un católico y un

protestante?

• ¿Por qué creemos en la Iglesia? • Si la fe es tan razonable ¿por qué existen personas que no creen?