Tema 6. el camino de españa a la adhesión

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TEMA 6. EL CAMINO DE ESPAÑA A LA ADHESIÓN Cuando, en abril de 1939, terminó la guerra civil española con el triunfo del bando nacional, el Nuevo Estado implantado por el general Francisco Franco y sus colaboradores mantenía con otros dos estados europeos, la Alemania nazi y la Italia fascista, unas relaciones tan estrechas como hacía muchas décadas que no establecían los gobiernos españoles con ningún otro país. Ello se debía tanto a la interesada ayuda que ambas potencias habían prestado al bando franquista durante la guerra como a la manifiesta identificación del llamado Régimen del 18 de Julio y de su Partido Único —Falange Española Tradicionalista y de las JONS— con una ideología totalitaria, el fascismo, que en aquellos años triunfaba en buena parte del Continente. Pese a estas circunstancias, la dictadura española evitó unir su suerte a la de los regímenes que integraban el Nuevo Orden Europeo. Franco envió a la División Azul a combatir en las filas del Ejército alemán en Rusia, pasó de la neutralidad a la no beligerancia dando imagen de su alineamiento político con el Eje y llegó a comprometer la entrada en guerra al lado del Tercer Reich, siempre que se satisficieran sus enormes demandas de armas y su suministros así como la cesión de buena parte del imperio africano de Francia. Como esto no se le dio, Franco no entró en la guerra y a partir de los últimos meses de 1942, 1

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TEMA 6. EL CAMINO DE ESPAÑA A LA ADHESIÓN

Cuando, en abril de 1939, terminó la guerra civil española con el triunfo del bando

nacional, el Nuevo Estado implantado por el general Francisco Franco y sus

colaboradores mantenía con otros dos estados europeos, la Alemania nazi y la Italia

fascista, unas relaciones tan estrechas como hacía muchas décadas que no establecían

los gobiernos españoles con ningún otro país. Ello se debía tanto a la interesada ayuda

que ambas potencias habían prestado al bando franquista durante la guerra como

a la manifiesta identificación del llamado Régimen del 18 de Julio y de su Partido

Único —Falange Española Tradicionalista y de las JONS— con una ideología

totalitaria, el fascismo, que en aquellos años triunfaba en buena parte del Continente.

Pese a estas circunstancias, la dictadura española evitó unir su suerte a la de los

regímenes que integraban el Nuevo Orden Europeo. Franco envió a la División Azul a

combatir en las filas del Ejército alemán en Rusia, pasó de la neutralidad a la no

beligerancia dando imagen de su alineamiento político con el Eje y llegó a

comprometer la entrada en guerra al lado del Tercer Reich, siempre que se satisficieran

sus enormes demandas de armas y su suministros así como la cesión de buena parte del

imperio africano de Francia. Como esto no se le dio, Franco no entró en la guerra y a

partir de los últimos meses de 1942, cuando la derrota alemana en Stalingrado y el

desembarco aliado en el norte de África cambiaron el signo de la contienda, impulsó un

retorno a la neutralidad, más favorable a los Aliados conforme adquiría certeza de su

victoria final.

1. DEL AISLAMIENTO A LA NEGOCIACIÓN

El franquismo se enfrentó, por lo tanto, a una mera condena moral en las

Conferencias de Postdam y de San Francisco. España no fue tratada como un país

enemigo, aunque quedó fuera de la Organización de Naciones Unidas, y por lo tanto de

la comunidad internacional, por su colaboración con la Alemania nazi. Mayor

importancia tuvo su exclusión, fundamentalmente por el veto de las democracias

europeas, de la ayuda económica norteamericana canalizada a través del Plan Marshall,

cuya ausencia contribuyó a agrandar el abismo entre las economías en recuperación de

la Europa occidental y una economía española estancada en el aislamiento de la

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autarquía. En la Europa occidental, fuera del Portugal salazarista, el régimen español

era tratado con suma hostilidad y el Gobierno francés llegó a cerrar la frontera común

en 1947, marcando el punto cenital del período de aislamiento del franquismo, abierto

un año antes con la recomendación de la ONU a sus miembros para que cerrasen sus

representaciones diplomáticas en Madrid. Pero ninguna de estas medidas de aislamiento

implicaba peligro real para la continuidad de la dictadura. La oposición antifranquista,

representada por el Gobierno republicano en el exilio y que desarrollaba una activa

lucha de guerrillas en el interior, no logró una intervención militar de los Aliados para

restaurar la democracia.

La consolidación de la dinámica de la guerra fría en las relaciones internacionales

puso en valor el anticomunismo visceral del Régimen y le fue abriendo espacios de

proximidad al bloque occidental, en especial tras el acuerdo de septiembre 1953 con

Washington para que las Fuerzas Armadas norteamericanas utilizaran bases aéreas y

navales en territorio español. Sin embargo, la diplomacia franquista no logró, nunca, su

meta de ingresar en la OTAN, ante el veto permanente de las democracias europeas. Y

cuando estas pusieron en marcha el proceso de integración económica, primero con la

CECA y luego con la CEE, la dictadura española fue expresamente marginada en

las negociaciones para constituir las Comunidades.

Por encima de las relaciones individuales con los países del Continente, el franquismo

hubo de buscar un criterio propio ante la apertura del proceso de integración europea.

En el seno del Régimen, las divergencias eran muy señaladas sobre este tema, aunque el

debate «Mercado Común sí, Mercado Común no» se realizaba con sordina en unos

medios de comunicación sometidos a la censura gubernativa. Estaban, por un lado

quienes, desde las filas del pensamiento tradicionalista, desde el falangismo o de

sectores económicos partidarios de la autarquía, o al menos de un fuerte

nacionalismo económico, consideraban que la aproximación a la nueva Europa y a su

modelo «demo-liberal» suponía una amenaza para la naturaleza de la sociedad y del

sistema político españoles, que estaban muy diferenciados de su entorno. Y por otro

quienes, desde posiciones no necesariamente europeístas, apreciaban en ello una

oportunidad de modernización social y económica que no podía dejarse pasar.

Entre estos últimos destacaron, aunque por motivos diferentes, los representantes de dos

familias políticas franquistas, denominadas por los historiadores como católica y

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tecnócrata.

a). Los católicos buscaban puntos de convergencia con la democracia cristiana europea,

con la vista puesta en una cierta democratización política del Régimen, muy

limitada y a largo plazo. Con el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín-

Artajo, y otros miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas

(ACNP) como impulsores, en 1952 se creó el Centro Europeo de Documentación

e Información (CEDI), dirigido por Alfredo Sánchez Bella, director del Instituto

de Cultura Hispánica y presidido por el archiduque Otto de Habsburgo. El Centro

fue un foco de contactos de los sectores católicos del franquismo con la derecha

democrática europea y de difusión de los ideales europeístas, aunque también de

propaganda franquista entre los medios católicos del Continente. Por otro lado, en

los ambientes democristianos y conservadores menos afectos al Régimen surgió, en

1954, la Asociación Española de Cooperación Europea, entre cuyos dirigentes

figuraban el monárquico José Yanguas Messía, el periodista y miembro de la

ACNP Francisco de Luis y José María Gil-Robles, tenaz opositor a Franco y

figura de relieve en la Democracia Cristiana europea.

b). Por su parte, los tecnócratas, hegemónicos en las áreas económicas de la

Administración y cuyos ideólogos más destacado fueron el diplomático Gonzalo

Fernández de la Mora y el jurista Laureano López Rodó, no tenían

planteamientos políticos distintos del autoritarismo básico del Régimen, pero

necesitaban el acercamiento a la Europa comunitaria como vínculo de

modernización social y de una paulatina liberalización económica, que abriera

mercados exteriores y permitiera masivas entradas de capital extranjero al margen

del que procedía de los Estados Unidos.

Entre los detractores del europeísmo vinculado a ideales de democracia parlamentaria y

de economía de mercado se encontraban, además de la plana mayor del falangismo y

del tradicionalismo, el propio general Franco y su estrecho colaborador, el almirante

Luis Carrero Blanco. Su opinión de los políticos europeos, a quienes calificaban con

frecuencia de agentes de la Masonería y el comunismo, no mejoró con el tiempo. Pero

su reconocido pragmatismo les hizo comprender a ambos, ante la dureza de la crisis del

sistema autárquico, que la apertura a los mercados europeos era la única solución para

abandonar un modelo económico que no ofrecía perspectivas de crecimiento.

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El Gobierno de 1957, presidido como todos los anteriores por Franco, supuso la entrada

de los tecnócratas en las áreas económicas del Ejecutivo y, con ello, el principio del fin

de la ruinosa etapa de la autarquía con el inicio, dos años después, de un duro Plan de

Estabilización que preparó las estructuras económicas del país para un modelo de

desarrollismo acelerado. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, el católico

Fernando María Castiella, coincidía con sus colegas tecnócratas del área económica

del Gobierno en que la necesidad de favorecer acuerdos con el Mercado Común.

Asuntos Exteriores se sumó, pues, a las iniciativas que alentaba el ministro de

Comercio, Alberto Ullastres y que tuvieron una primera respuesta en el plano interior

ya en julio de 1957, con la creación de la Comisión Interministerial para el estudio

de la Comunidad Económica (CICE), integrada por representantes de ocho

ministerios, el presidente del Consejo de Economía Nacional y el delegado nacional de

Sindicatos.

En enero de 1959, a punto de despegar el Plan de Estabilización, el Gobierno dirigía

una encuesta a organismos como el Banco de España, la Organización Sindical, el

Consejo de Cámaras de Comercio, o el Consejo Superior Bancario, sobre la

conveniencia de abordar la convertibilidad de la peseta, liberalizar parcialmente el

comercio exterior e iniciar el acercamiento al Mercado Común. Lo favorable de las

respuestas fortaleció la convicción de los responsables ministeriales de que la única

opción viable para la economía española era su paulatina integración en el ámbito

comunitario. A ello le siguió la creación, en 1960, de una Misión Diplomática ante la

CEE, destacada en Bruselas y presidida por el embajador José Núñez Iglesias, conde

de Casa Miranda. Y, en paralelo, el Gobierno ensayó algunas maniobras de diversión,

destinadas a sondear la receptibilidad de otros sistemas comerciales. Así, hubo

algunos contactos, que no prosperaron, con los miembros de la Asociación Europea de

Libre Comercio (AELC), creada ese mismo año por el Reino Unido y otros siete

países, incluido el Portugal salazarista. A comienzos de 1961 se intentó negociar,

también sin éxito, el estatuto de observador para España en la Asociación

Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC).

El rechazo latinoamericano, así como la escasa eficacia de la AELC, hicieron cada vez

más patente para las autoridades españolas que su asociación económica necesaria era

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con los países de la CEE, cuyo peso en el comercio exterior español comenzaba a ser

fundamental. Resultaba ahora evidente lo peligroso que resultaba quedarse fuera del

sistema comercial comunitario. En 1961, Bruselas estableció la proteccionista Política

Agrícola Común (PAC), que perjudicaba noblemente las exportaciones de frutas y

legumbres españolas a los Seis, y Gran Bretaña, Irlanda, Dinamarca y Noruega,

miembros de la AELC, solicitaron el ingreso en la CEE, limitando aún más las

posibilidades de diversificación comercial de España.

A comienzos de los años sesenta, gracias en buena medida a la labor de zapa que

realizaba Castiella, Franco se mostraba dispuesto a apoyar unos primeros y tímidos

gestos de aproximación hacia la estructura comercial de la Comunidad Económica

Europea, pero imponía dos fuertes limitaciones de partida. El acercamiento debía

hacerse teniendo presente que la economía española no padezca perjuicios en

ninguno de sus sectores básicos —nada de librecambio— y siempre que estuviera

garantizada la continuidad de las instituciones políticas españolas. Los Principios

del 18 de Julio, base doctrinal de la dictadura, seguirían siendo, por lo tanto, intocables.

Por otra parte, los círculos moderados de la oposición antifranquista comenzaban a dar

importancia al europeísmo como medio de presión contra el Régimen. En septiembre

de 1961 las autoridades gubernativas vetaron la celebración, en Palma de Mallorca, de

una Semana Europeísta Española, promovida por la Asociación Española de

Cooperación Europea que presidía José María Gil-Robles. Y en junio del año

siguiente, la presencia de antifranquistas españoles, liberales, democristianos y

socialistas, en el congreso del Movimiento Europeo celebrado en Múnich provocó una

furiosa reacción del Gobierno. El Ministerio de Información y Turismo activó una dura

campaña denigratoria contra los asistentes al «contubernio de Múnich», varios de los

cuales fueron confinados gubernativamente en lugares remotos del país tras la

suspensión gubernativa de algunos artículos del Fuero de los Españoles, la exigua

declaración de derechos ciudadanos que Franco había otorgado en 1945 como parte de

la puesta en marcha de su democracia orgánica. La imagen exterior que ello dio al

Régimen fue sumamente negativa y reforzó los argumentos de aquellos sectores de las

sociedades europeas que rechazaban de plano la aproximación de la España franquista a

la CEE.

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Sin embargo, por aquellos meses, Madrid culminaba, con el apoyo norteamericano, el

proceso iniciado en 1958 de integración en algunos de los principales organismos de la

economía capitalista mundial, tal como había sido organizada a partir de los Acuerdos

de Bretón Woods: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la

Organización para la Cooperación y el Desarrollo en Europa (OCDE). Para la

mayoría de los gobiernos occidentales y para los gestores, públicos y privados, de sus

economías, la España del desarrollismo era un apetecible socio comercial y su clara

definición anticomunista la incluía, sin duda, en la esfera del «mundo libre».

El Gobierno español contempló con suma atención la aparición de la figura de la

asociación comercial a la CEE, que otorgaba a sus beneficiarios un estatus

privilegiado en sus relaciones con la Europa comunitaria. Dado que la adhesión plena a

las Comunidades implicaba la existencia de una democracia homologable con las de

los Seis, y que ello era imposible mientras viviera Franco, tanto en Asuntos Exteriores

como en los ministerios económicos se habían propuesto alcanzar el estatuto de

asociación como un objetivo realista, siempre que el Régimen estuviera dispuesto a

asumir un maquillaje aperturista ante la opinión pública europea. Se animaron, por lo

tanto, maniobras de aproximación. Entre 1958 y 1962, la Administración española se

incorporó a 22 organismos conjuntos, pero se trataba siempre de organismos técnicos

que no implicaban membresía, ni asociación alguna con el Mercado Común Europeo.

Logrado el reticente visto bueno de Franco, Castiella se atrevió a dar un paso más

ambicioso. El 9 de febrero de 1962, dirigió una carta al presidente del Consejo de

Ministros de la CEE, el francés Couve de Murville, solicitando la apertura de

negociaciones para examinar la posible vinculación de España con la Comunidad

Económica Europea, pudiendo llegar con el tiempo a la plena integración.

El político español no entraba a definir la fórmula de la «vinculación» y se ceñía a

cuestiones económicas. Con absoluto realismo, pasaba por alto cualquier esfuerzo de

obtener una homologación del régimen con las democracias europeas, que hubiera

permitido pensar en una integración en la CEE, más allá de una mera asociación

comercial, que era la que latía en el fondo de la carta.

Pero incluso esta última posibilidad estaba lejos del alcance del franquismo. Semanas

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antes de la carta de Castiella, el 15 de enero de 1962, el eurodiputado alemán Willy

Birkelbach había logrado la aprobación del Parlamento Europeo para su Informe sobre

las condiciones de ingreso en las Comunidades de los países que lo solicitaran, que

excluía la integración o asociación de regímenes dictatoriales, como España o

Portugal. La oficialización de la doctrina Birkelbach en la CEE llevó a que la respuesta

de Couve de Murville, producida un mes después de la solicitud española, fuera

estrictamente protocolaria y no comprometiese a nada. Poco después, la represión

oficial desatada por el Gobierno sobre los opositores asistentes al Congreso de Múnich

reafirmó a las autoridades comunitarias en la necesidad de extremar las cautelas a la

hora de tratar con el régimen español. Y el fusilamiento, tras un proceso lleno de

irregularidades, del dirigente comunista Julián Grimau, en abril de 1963, deterioró aún

más la imagen del franquismo en toda Europa, donde se produjeron masivas

manifestaciones de protesta.

2. LA VINCULACIÓN COMERCIAL

Sin embargo, la dictadura española estaba acostumbrada a soportar este tipo de

turbulencias exteriores. A comienzos de 1964, con la apremiante necesidad de abrir

mercados al desarrollo industrial en marcha, Asuntos Exteriores volvió a la carga. El

14 de febrero, el representante ante las Comunidades, Núñez Iglesias, remitió una carta

a la Comisión Europea que era un mero recordatorio de la falta de respuesta a la de dos

años atrás y de que «el Gobierno español sigue teniendo el mismo interés por la

Comunidad». Esta vez, a pesar de que presidente de la Comisión, el socialista Paul-

Henri Spaak, no era precisamente un admirador de Franco, sí hubo contestación

favorable en el mes de junio, aunque sólo era un vago acuerdo de abrir

«conversaciones exploratorias» para examinar «los problemas económicos» que

creaba a España su exclusión del Mercado Común y «buscar las soluciones apropiadas».

La Comisión Europea cedía así ante el interés de los gobiernos de los Seis por el

emergente mercado español y, sobre todo, ante la actitud tolerante hacia el franquismo

de los gobernantes de la RFA y de Francia y se alejaba de la línea del Parlamento

Europeo, cuya opinión seguía siendo contraria a cualquier negociación con España.

Las «conversaciones exploratorias» se iniciaron el 9 de diciembre de 1964, llevadas por

parte española por la CICE, bajo la presidencia Núñez Iglesias, aunque la Comisaría

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del Plan Desarrollo, de la que era titular Laureano López Rodó, ejercía tareas de

coordinación. Para la gestión técnica del proceso, Asuntos Exteriores creó, dentro de la

Dirección general de Organismos Internacionales, una Subdirección de Relaciones con

las Comunidades Europeas que se encomendó al diplomático José Luis Cerón, quien

actuó en adelante como secretario de la Comisión Interministerial y principal

negociador ante las autoridades de Bruselas. Su interlocutor era Jean Rey, comisario

europeo y presidente del Grupo de Trabajo de Relaciones Exteriores de la CEE.

Pero el esfuerzo de ambas partes se vio lastrado desde el principio por las reservas

de los gobiernos europeos, muy conscientes de lo impopular que era en sus países la

dictadura española. Y la «crisis de la silla vacía» paralizó las negociaciones durante

meses.

También desde el principio se presentó un serio problema en España. La competencia

de Asuntos Exteriores en la negociación se veía amenazada por el sesgo estrictamente

técnico que le imprimían los miembros de las áreas económicas de la CICE, bajo la

presión de la Comisaría del Plan de Desarrollo. Los ministros tecnócratas, envueltos

en un aura de modernidad funcional y eficacia que se vendía muy bien, no estaban por

la labor de dejar al equipo católico de Asuntos Exteriores la gestión de unas relaciones

con la CEE que, desde su punto de vista, difícilmente avanzarían hacia acuerdos

concretos si no se contemplaban desde una perspectiva estrictamente comercial.

Tras el cambio de Gobierno de julio de 1965, que fortaleció aún más la posición de los

tecnócratas, Franco elevó la Misión Diplomática ante las Comunidades al rango de

Embajada y designó para el puesto al ministro de Comercio saliente, Alberto

Ullastres, como embajador y jefe, por tanto, de la futura delegación negociadora, en

detrimento del organigrama interno de Asuntos Exteriores, del que procedía el anterior

representante, Núñez Iglesias. Frente a la esperanza de obtener un estatuto político de

asociación con la CEE que alentaba Castiella, Ullastres comprendió enseguida que los

proyectos de lograr algún tipo de adhesión a los organismos comunitarios como Estado

asociado, o de alcanzar grandes acuerdos económicos, estaban condenados al fracaso.

Consideraba más realista convencer al Gobierno para que negociara un simple acuerdo

de comercio preferencial, que redujese, con un trato privilegiado, las desventajas que

reportaba a la economía nacional la existencia del gigante comunitario, que ya aportaba

el 57 por ciento de las importaciones españolas. Una opción que, por otra parte,

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concedería un trato prioritario a las exportaciones industriales, el buque insignia del

desarrollismo, en detrimento de los intereses del sector agrario, que debía competir en

muy difíciles condiciones con una docena de países mediterráneos, de agricultura

similar, que ya estaban en la CEE, aspiraban a entrar o negociaban acuerdos de

asociación o de comercio preferencial.

Las conversaciones exploratorias, reanudadas a comienzos de 1966, fueron largas y

difíciles y se vieron complicadas por un fenómeno exógeno: las profundas

divergencias surgidas en el seno de la CEE en torno a la Política Agraria Común ,

que llevó a Italia, a rechazar, alegando la doctrina Birkelbach, la posibilidad de un

acuerdo de asociación con un país de agricultura similar a la suya, como era España.

Rechazo en el que los italianos fueron apoyados, por causas políticas, por los países del

Benelux. En diciembre de 1966, el Consejo Europeo planteó tres posibles vías para la

negociación formal con España:

a). Un acuerdo comercial sobre determinados productos.

b). Un acuerdo de asociación.

c). Un acuerdo comercial preferente de carácter general, negociado en dos fases.

La primera propuesta fue rechazada por el Gobierno español, que la consideraba

claramente insuficiente. La segunda suscitó el rechazo de los países del Benelux y de

Italia, que consideraban que la asociación hubiera implicado una legitimación política

del franquismo.

Por lo tanto, la Comisión Europea se limitó a asumir una propuesta de acuerdo

comercial preferente, que se empezó a negociar en septiembre de 1967. Y tan sólo se

estudió la primera fase de las dos previstas, centrada básicamente en «una zona de

librecambio debilitada» sobre todo de comercio de productos industriales, con una

etapa de progresiva reforma arancelaria no inferior a seis años. La culminación de esta

primera fase no supondría, por otra parte, el inicio de la segunda, sino que habría que

negociarla entonces a la vista de los resultados obtenidos. En realidad, dada la vigencia

de la doctrina Birkelbach, eso era todo lo que Bruselas podía ofrecer.

La propuesta comunitaria de acuerdo comercial, conforme al artículo 113 del Tratado de

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Roma, preveía para la primera fase rebajas arancelarias por capítulos de productos,

de muy distinto calibre para cada parte. La CEE asumiría una rebaja del 60 por ciento

en la importación de la mayoría de los productos industriales españoles y de un 40 para

los textiles y el calzado. Por su parte, España asumiría una rebaja muy inferior de sus

aranceles, que sería del 25 para más de la mitad de sus importaciones industriales de la

CEE. En cuanto a la agricultura, donde la producción comunitaria apenas disfrutaría de

reducción de aranceles a su entrada en España, unos pocos productos hispanos se verían

beneficiados por el acuerdo preferencial, pero no aquellos que competirían

abiertamente con la producción de los miembros de la CEE —aceite, frutas y

horticultura, bebidas alcohólicas— y que suponían el grueso de la agricultura española

de exportación. Frente a estas propuestas, Ullastres y sus colaboradores proponían un

desarme arancelario prácticamente total para las principales exportaciones

industriales españolas a la CEE, a cambio de una reducción entre el 35 y el 40 para el

resto de las manufacturas. En cuanto a la agricultura, defendían un desarme

arancelario total para los productos no sujetos a reglamento comunitario y un

acuerdo preferencial para todos los demás.

La crisis monetaria de finales de los años sesenta, que forzó la devaluación de la peseta,

llevó al cierre del primer Mandato negociador sin haber alcanzado un acuerdo. En

octubre de 1969, tras recibir la Comisión bilateral un segundo Mandato, la delegación

española retornó a Bruselas. La integraban el nuevo ministro de Asuntos Exteriores,

Gregorio López-Bravo, el embajador Ullastres, el director general de Relaciones

Económicas Internacionales, José Luis Cerón y representantes de los ministerios de

Comercio, Agricultura e Industria. La ronda culminó con el Acuerdo Comercial

Preferencial, firmado en Luxemburgo el 29 de junio de 1970 por López-Bravo, Pier

Haarmel, presidente del Consejo de Ministros de la CEE y Jean Rey, presidente de la

Comisión Europea. En el acto protocolario, López-Bravo expuso con claridad las

ventajas que veía la parte española en el acuerdo preferencial: la posibilidad de

aumentar la productividad y la relación con el exterior de España, así como favorecer

las inversiones, incrementar los intercambios y ayudar a equilibrar la balanza, y así

favorecer el desarrollo económico español para alcanzar el nivel europeo.

El acuerdo, que se ceñía a la CEE y excluía por lo tanto los ámbitos de competencias

comunitarias de la CECA y la Euratom, estaba destinado a permitir una progresiva

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liberalización comercial, pero en términos desiguales para ambas partes. Preveía dos

etapas, cerradas y sin continuidad automática de la una a la otra. La primera, ya

pactada y con una duración de seis años, hasta el 31 de diciembre de 1976, consistía en

un calendario de reducción muy limitada de aranceles y de contingentes, a fin de ir

hacia «la supresión progresiva de los obstáculos esenciales al comercio». Luego se

negociaría la apertura de la segunda etapa, «por común acuerdo entre las Partes, en la

medida en que se reúnan las condiciones», con mayores cotas de liberalización, que

no se detallaban aunque se señalaba como objetivo «la supresión de los obstáculos con

respecto a lo esencial de los intercambios entre España y la Comunidad Económica

Europea». Es decir, un mínimo acuerdo de librecambio, pero sin unión aduanera.

Más allá no se preveía nada mientras España no fuese una democracia parlamentaria.

El Acuerdo Preferencial de 1970, en vigor desde el 1 de octubre, fue admitido por la

Comisión Europea en la creencia de que España podía exportar fundamentalmente

productos agrícolas, Por lo tanto, Bruselas procuró no ceder en el desarme arancelario

del mercado agrario. Pero en el terreno industrial, que los técnicos de la Comisión

consideraban muy secundario, sí concedió a España un generosísimo desarme, que

las empresas españolas, con una inesperada capacidad de expansión, supieron

aprovechar para ganar cuota de mercado rápidamente en el exterior e importar a precios

muy convenientes los bienes de equipo que no producían. Cuando terminó el primer

período, los desarmes arancelarios eran de hasta el 63 por ciento —el 57, de media—

para las exportaciones españolas de productos industriales, siempre que respetasen unos

precios mínimos en la frontera. En la misma fecha, sólo el 5 por ciento de las

importaciones desde países comunitarios seguían sujetas a cuotas, con una reducción

arancelaria media del 25 por ciento para el conjunto de los productos del Mercado

Común. El Acuerdo de Luxemburgo fue presentado a la nación como un rotundo

triunfo del Régimen, sobre todo en el terreno político. Pero en realidad, aunque fue

un gran avance, por cuanto permitió incrementar significativamente el comercio con los

países comunitarios, no implicó ningún cambio en el radical veto político de estos a la

dictadura franquista. Era un simple acuerdo comercial, sin trazas de asociación ni de

integración. Formalmente, España sólo logró ante la CEE el mismo estatus jurídico que

Marruecos, Túnez e Israel, países ribereños del Mediterráneo con los que competía por

el mercado agrícola comunitario.

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Las prolongadas negociaciones no provocaron grandes pasiones en España, fuera de

reducidos círculos empresariales e intelectuales. El europeísmo era un sentimiento

difuso, un tanto ajeno a las preocupaciones de la población. Había, desde luego, ilustres

europeístas, como Salvador de Madariaga o José María Gil-Robles, pero

permanecían exiliados, estaban en un discreto segundo plano político o eran

manifiestamente antifranquistas. Los reflejos ideológicos defensivos creados en los

años de la autarquía y del aislamiento diplomático habían fomentado el rechazo de

buena parte de la población española a lo que representaba la nueva Europa

democrática. Entre los propagandistas del franquismo persistía el desprecio hacia el

orden «demoliberal» restaurado en su entorno europeo, que era contemplado poco

menos que como la antesala del comunismo. Pero también había un lógico reflejo de

autodefensa conforme se observaba que el Régimen era excluido de las principales

organizaciones internacionales de la Europa democrática y que tal exclusión sólo podría

terminar cuando concluyera la propia dictadura del general Franco. Este, por otra parte,

asumió el hecho de que la negociación se limitara a un acuerdo comercial como una

bofetada de la Europa comunitaria a su régimen.

3. FRENAZO EN EL MERCADO COMÚN

La entrada en las Comunidades de tres nuevos miembros, Dinamarca, Inglaterra e

Irlanda, oficializada en enero de 1973, obligó a una modificación técnica del acuerdo

comercial hispano-comunitario, mediante un Protocolo Adicional por el que, a lo largo

de ese año, no se aplicó el acuerdo a los tres nuevos socios. La ampliación comunitaria

había sido aprovechada por la parte española para solicitar, ya en octubre de 1971

durante las negociaciones para la adhesión británica, una renegociación de la primera

fase del Acuerdo Preferencial que facilitase un mejor trato a la agricultura

española, así como algún tipo de asociación más formal a la CEE. Bruselas, por su

parte, pretendía reequilibrar una relación comercial que era claramente favorable

a España, abriendo más el mercado hispano a las importaciones industriales europeas y

manteniendo serias limitaciones a la entrada de productos agrícolas españoles en el

mercado comunitario, incluido el británico, el mayor cliente europeo de la agricultura

hispana. Ambas partes estuvieron de acuerdo en negociar una modificación del

convenio hispano-comunitario, que entrase en vigor el 1 de enero de 1974.

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En abril de 1973 se reunieron en Madrid representaciones de las dos partes y la

delegación española adelantó las líneas que defendería en la revisión del tratado. Pero,

en junio la Comisión Europea otorgó a sus negociadores un Mandato que iba

mucho más allá en la propuesta de liberalización comercial de lo que España

estaba dispuesta a admitir para la industria y no hacía, en cambio, concesiones en

el capítulo agrícola. Meses después, el estallido de la «crisis del petróleo» distanció

aún más las posiciones y relegó el tema español a un lugar muy secundario en la agenda

de la Comisión Europea. Era un comienzo que auguraba malos resultados, al menos

mientras el anciano general Franco se mantuviera al frente del Estado. Previendo unas

conversaciones dilatas, se buscó salvar el vacío legal suscribiendo un Protocolo

Adicional al acuerdo hispano-comunitario de 1970, para incluir las relaciones con los

tres nuevos miembros del Mercado Común, en el entendimiento de que si no se llegaba

a la segunda fase en el plazo previsto —algo que ya parecía muy posible— se irían

fijando acuerdos concretos de carácter transitorio hasta que se llegara a un nuevo

acuerdo general.

El 20 de diciembre de 1973 el presidente del Gobierno español, Luis Carrero Blanco,

perdió la vida en un atentado con bomba. Su sucesor, Carlos Arias Navarro,

encomendó la cartera de Asuntos Exteriores al diplomático y empresario Pedro

Cortina Mauri, hasta entonces embajador en París y hombre con una importante

actividad empresarial.

La llegada de Cortina coincidió con un empeoramiento del clima en el que se

desenrollaban las negociaciones con la Comunidad Económica Europea. España

había pretendido, en la nueva ronda negociadora, abierta en la primavera de 1973, que a

comienzos del año siguiente se concluyera un acuerdo para proceder a la readaptación

técnica de la segunda fase de aplicación del Acuerdo Preferencial de 1970. Pero las

negociaciones no prosperaban por los evidentes desajustes en las políticas de

liberalización comercial. Se añadía a ello el hecho de que el embajador ante las

Comunidades Europeas, Alberto Ullastres, se entendía peor con el nuevo ministro de

Exteriores que con sus dos antecesores, López Bravo y López Rodó, miembros como él

de la familia tecnócrata y partidarios de ceñir la negociación al terreno estrictamente

económico. Cortina Mauri, por el contrario, era un antiguo colaborador de Castiella, un

miembro del sector aperturista del Gobierno y, aunque se le consideraba un ministro

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técnico, probablemente hubiese desarrollado una vertiente más política en las relaciones

con Bruselas si la diplomacia española no se hubiera visto obligada a ponerse a la

defensiva y a asumir un fracaso tras otro ante el reverdecimiento de la presión

antifranquista en todo el Continente durante los dos últimos años de la vida del dictador.

En cualquier caso, las negociaciones sobre el Acuerdo se frustraron el 20 de

noviembre de 1974, cuando Ullastres amenazó con suspender las conversaciones si no

se introducían mejoras para los intereses de España en el paquete agrícola. La respuesta

de los negociadores comunitarios fue remitirse al Mandato de la Comisión, de junio de

1973, sin aceptar modificaciones. Con ello la ronda negociadora quedó interrumpida

y se consideró inevitable el comienzo de la aplicación de un espacio de contacto

bajo mínimos, pactado el año anterior. Pero ninguna de las dos partes deseaba una

ruptura. En enero de 1975, Ullastres y Roland De Kergolay, director general de

Relaciones Exteriores de la Comisión Europea, retomaron en secreto las

negociaciones. Conscientes de que la muerte de Franco no estaba lejana, contemplaban

los dos negociadores un escenario en el que, desde las filas del propio Régimen, se

acometiera un proceso de transición que desembocara en una restauración de la

democracia. En tal caso, era preciso tener afinados los instrumentos de negociación, con

vistas incluso a un convenio de asociación y a un posterior ingreso en el Mercado

Común. Ambos políticos alcanzaron un principio de acuerdo, a medio camino entre

las dos propuestas de partida, que preveía un desarme arancelario total de los

productos industriales para el 1 de enero de 1983, mientras que en el mercado agrícola

la CEE otorgaría a la producción española el mismo trato que a otros países

mediterráneos con acuerdos preferenciales. En el mes de julio, el Consejo Europeo

otorgó una orientación favorable a las conversaciones, lo que significaba que podían

proseguir con mayor respaldo oficial.

Pero el fusilamiento en las proximidades de Madrid de cinco miembros de

organizaciones terroristas en septiembre de 1975, que desató una oleada de protestas

por toda Europa, animaron la reactivación, por iniciativa del Parlamento Europeo, de los

principios de la doctrina Birkelbach sobre aislamiento de las dictaduras, aplicable

ahora solo a España en la Europa occidental. Los organismos de las Comunidades

Europeas emitieron duras notas de condena y el Consejo de Ministros de la CEE acordó

el 1 de octubre suspender cualquier contacto con el Gobierno franquista, a la espera de

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que decía el comunicado— «una España democrática encuentre su lugar en el seno de

los países europeos». Con este clima, y con el aparato político del Régimen empeñado

en una resistencia numantina que abría paso a todo tipo de incertidumbres, dejaron de

tener sentido incluso las discretas negociaciones entre Ullastres y De Kergolay. La

primera fase del Acuerdo Comercial de 1970 se mantenía, por lo tanto, como el único

logro realmente substancial cuando, en noviembre de 1975, falleció el general Franco, y

en 1986 España ingresó en la Comunidad como miembro de pleno derecho.

4. EL INGRESO EN LA COMUNIDAD

El arranque, lento y vacilante al principio, del proceso de transición a la democracia

abrió inmediatas expectativas de recuperar el diálogo con las instituciones comunitarias.

Aunque el presidente del Gobierno seguía siendo Arias Navarro, el nuevo ministro de

Asuntos Exteriores era un político liberal con marcado sello europeísta, José María de

Areilza, bien relacionado con los medios políticos del centro-derecha en los países de la

Comunidad. En febrero de 1976, el ministro realizó una gira por las capitales europeas

y, aunque recibió una negativa a su propuesta de readaptar el acuerdo vigente para que

englobase a los Nueve, logró que se aceptara el desbloqueo de las negociaciones para la

segunda fase del convenio. El 12 de mayo, el Parlamento Europeo votó una moción

aprobando la medida, pero condicionando su cumplimiento a que en España existiera

un sistema de democracia parlamentaria.

La Ley para la Reforma Política, aprobada en referéndum en 1976, la legalización de

los partidos políticos, incluidos los comunistas, y la celebración de elecciones libres a

unas Cortes Constituyentes en junio de 1977, demostraron que la Transición

española se abría camino, pese a la actividad núcleos franquistas resistentes con amplia

presencia en la Administración civil y en las Fuerzas Armadas. En este contexto, los

responsables comunitarios tuvieron interés en fortalecer la naciente democracia

facilitando al Gobierno de la Unión de Centro Democrático (UCD), que presidía

Adolfo Suárez, el acercamiento a la Comunidad Europea. En julio, un mes después de

las elecciones constituyentes, se produjo el intercambio de cartas entre Bruselas y

Madrid para poner fin a la provisionalidad acordada en 1973 y extender al Reino Unido,

Irlanda y Dinamarca los efectos del Acuerdo preferencial de 1970. Y el día 28 de ese

mes, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, entregó en la capital

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belga al presidente del Consejo de Ministros de la CEE, Henri Simonet, la solicitud del

Ejecutivo español «para la apertura de negociaciones con vistas a la integración de

España en dicha Comunidad como miembro de pleno derecho». Lo que suponía dar por

concluidas las fracasadas negociaciones para el desarrollo de la segunda fase del

acuerdo comercial de 1970. Con ello se iniciaba un trámite diplomático que tuvo su

continuidad cuando, el 20 de septiembre de 1977, el Consejo de Ministros comunitario

encomendó a la Comisión Europea que iniciase las negociaciones para la integración.

El interés prioritario que el Gobierno Suárez otorgaba al tema quedó reflejado, en

febrero de 1978, con la creación del Ministerio para las Relaciones con las

Comunidades Europeas, a cuyo frente se puso Leopoldo Calvo-Sotelo. En los meses

siguientes, la delegación española ante las Comunidades, presidida por el embajador

Raimundo Basssols, mantuvo frecuentes contactos con los funcionarios de la Comisión

que redactaban el informe sobre los efectos que tendría la adhesión de España. El

dictamen fue aprobado el 29 de noviembre de 1978 y era favorable al ingreso, pero

advertía sobre serias incompatibilidades en el sistema socioeconómico hispano, que

era necesario armonizar con el comunitario, mucho más liberalizado. Proponía un

período de adaptación de diez años, a fin de que adaptara sus estructuras un país que

mantenía un alto porcentaje de población agraria y cuya industria, propia de una

economía desarrollada, poseía un alto grado de protección e intervencionismo estatal y a

la que la crisis iniciada en 1973 había afectado seriamente en algunos sectores de sus

sectores —la minería del carbón, la siderurgia, la construcción naval— que precisaban

de una amplia reconversión. En enero de 1979, tras la aprobación en referéndum de la

Constitución española en el mes anterior, el Parlamento Europeo volvió a respaldar las

negociaciones de adhesión de España y Portugal. Y en junio, el Comité Económico y

Social dictaminó que la ampliación reforzaría el espacio social europeo y la democracia

en el flanco meridional del Continente.

Las negociaciones para la adhesión de España a la Comunidad se iniciaron el 5 de

febrero de 1979. La delegación de la Comisión Europea estaba encabezada por el

comisario Lorenzo Natali. La delegación española, presidida por Marcelino Oreja y

con asistencia frecuente de los sucesivos ministros de Relaciones con la CEE, Leopoldo

Calvo-Sotelo y Eduardo Punset, trabajaba con un documento gubernamental que

señalaba los aspectos en los que se debía incidir:

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- Evitar que las conversaciones se orientasen hacia la apertura de la segunda fase del

acuerdo comercial de 1970 y, por lo tanto, a la creación de un área hispano-

comunitaria de librecambio y, en cambio, centrarlas directamente en el proyecto

de ingreso como miembro de pleno derecho en la CEE.

- Pero obtener, a corto plazo, un régimen más favorable para la agricultura,

especialmente para el aceite de oliva, el vino y la fruta, a cambio de algunas

concesiones en otros sectores, sobre todo el lácteo y el remolachero.

Por otra parte, el Gobierno Suárez era ya consciente de la urgente necesidad de adoptar

cambios radicales en las estructuras comerciales e industriales de la economía española

para acercarla a la comunitaria antes de que ello se convirtiera en un lastre para la

adhesión a la CEE: reestructuración de las zonas francas, reconversión industrial en

sectores como la siderurgia, la minería, el naval o el del automóvil; privatizaciones en el

sector público, especialmente en las empresas del Instituto Nacional de Industria

(INI); medidas de protección medioambiental; fomento de la movilidad laboral, etc.

Poco haría, sin embargo, en este terreno un Gobierno centrista políticamente débil y

enfrentado a las tensiones sociales generadas por una prolongada crisis económica, a

pesar de que el acuerdo conocido como los Pactos de la Moncloa (octubre de 1977)

sentó las bases para una progresiva liberalización de las estructuras socioeconómicas.

Las conversaciones con la Comisión Europea fueron más lentas de lo esperado, sobre

todo por la reticencia de París a admitir en el club comunitario a una economía que sería

competidora directa de la francesa. En junio de 1980 se produjo el llamado giscardazo,

o parón Giscard, cuando el presidente francés exigió que, antes del ingreso de

España, se solucionasen a satisfacción de su país cuestiones como la reforma de la

PAC y, vinculada a ella, la financiación de los recursos propios de la Comunidad. El

peso del voto de los agricultores franceses, y en menor medida de los italianos, era un

factor determinante para alentar la resistencia de sus políticos a la adhesión de España.

El temor a que los franceses desataran una nueva crisis de la silla vacía actuaba como

freno para la negociación. Por otra parte, la delegación española exigía un largo período

transitorio de diez años, con objetivos anuales, a fin de adaptar las estructuras

económicas y sociales del país a las del Mercado Común, pero sin que ello supusiera

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una amenaza a la estabilidad de la joven democracia, cuya fragilidad quedó patente con

el intento de golpe de Estado involucionista del 23 de febrero de 1981.

El fracaso del golpe, conocido popularmente como el tejerazo, consolidó la vía

democratizadora española en unos momentos en los que el recién creado Gobierno

Calvo-Sotelo buscaba sortear las dificultades de la negociación económica con la CEE

estimulando otra baza europeísta: la solicitud de ingreso en la OTAN. Este había sido

un objetivo persistente, e inalcanzable, del franquismo. Luego, el Gobierno Suárez

había otorgado prioridad a la negociación económica con la Comunidad Europea y

mantuvo una cierta vocación neutralista en cuestiones de defensa. Con su sucesor,

Calvo-Sotelo, las cosas cambiaron radicalmente. En su discurso de investidura ante las

Cortes, el 25 de febrero de 1981, ya señaló el ingreso en la Alianza como uno de los

objetivos de la apuesta europeísta de su Gabinete. En agosto, dirigió una propuesta a las

dos Cámaras parlamentarias en tal sentido y, pese a la oposición en bloque de la

izquierda, el Congreso el 16 de octubre y el Senado el 26, aprobaron sendas

resoluciones favorables. Con tal respaldo, el Gobierno solicitó su adhesión al Tratado

de Washington el día 2 de diciembre. La respuesta favorable del Consejo Atlántico dio

paso a unas breves negociaciones que condujeron, el 30 de mayo de 1982 al ingreso de

España en la Alianza, si bien sólo en su estructura política —el Consejo Atlántico— a la

espera de que una reconversión de las Fuerzas Armadas facilitara el ingreso en la

estructura militar integrada.

Mientras el Gobierno de la UCD desplegaba su estrategia atlantista, las conversaciones

con la CEE avanzaban lentamente. A los pocos días de constituirse el Gobierno Calvo-

Sotelo, a finales de febrero de 1982, este aceptó una de las exigencias básicas de la

Comisión Europea, la aplicación inmediata en España del Impuesto sobre el Valor

Añadido (IVA). A cambio, la Comisión admitió el período transitorio de diez años que

solicitaba la delegación española. Ello permitió relanzar las negociaciones y en tan sólo

dos meses se alcanzó un acuerdo sobre cinco capítulos, si bien eran los menos

conflictivos: circulación de capitales, armonización de la legislación sobre transporte,

cuestiones económicas y financieras, libertad de establecimiento y de prestación de

servicios y política regional.

En octubre de 1982, UCD perdió las elecciones ante un Partido Socialista que se alzó

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con la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. El nuevo Gobierno, presidido

por Felipe González, manifestaba una clara vocación europeísta en la línea de la

socialdemocracia continental. Su ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán,

un diplomático muy veterano, encontró una eficaz mano derecha en el nuevo Secretario

de Estado para las Comunidades, Manuel Marín, cuya rápida identificación con los

mecanismos políticos de las Comunidades le llevaría, algunos años después, a presidir

la propia Comisión Europea. La voluntad manifestada por el PSOE de avanzar

rápidamente en la negociación se vio, además, favorecida por sendos cambios en el

liderazgo de los países que más se habían opuesto a la adhesión. Apenas un año antes, el

liberal Giscard d'Estaing, manifiesto enemigo de la candidatura hispana, había sido

sustituido al frente de la República francesa por el socialista François Mitterrand. A

comienzos de 1983, el también socialista Bettino Craxi fue designado jefe del

Gobierno italiano, rompiendo décadas de monopolio de la Democracia Cristiana.

Sin embargo, el Ejecutivo que se mostró más constante y eficaz en la defensa de los

intereses españoles fue el de la República Federal Alemana, donde los socialdemócratas

habían cedido el poder a los democristianos de Helmut Khol también en octubre de

1982. Actuando como presidente del Consejo Europeo durante el primer semestre de

1983, Khol propuso una fórmula de conciliación. Los recursos propios de la Comunidad

se incrementarían, como demandaban los franceses, con un aumento del porcentaje de la

recaudación del IVA que destinaban los estados a financiar el presupuesto comunitario.

A cambio, se aceleraría la adhesión de España y Portugal. La aceptación de esta fórmula

y la del cheque británico un año más tarde, cuyo pago asumiría en buena parte España,

venció también la reticencia de Londres a la admisión de los dos nuevos socios.

En el primer semestre de 1985 se negociaron los paquetes más conflictivos, sobre temas

de agricultura, pesca, asuntos sociales o el régimen especial de las Canarias. Persistían

las reticencias, pero el 29 de marzo se pudo dar por cerrada la negociación. El 12 de

junio, Felipe González firmó, en el Palacio Real de Madrid, el Acta de adhesión de

España a las tres comunidades. Quedaba el trámite de su aceptación por el Parlamento

bicameral español. El 20 de junio el Congreso de los Diputados, y el 17 de julio el

Senado, dieron su aprobación por unanimidad. El 1 de enero de 1986, veinticuatro años

después de la primera iniciativa, tuvo efecto la incorporación de España a la Comunidad

Europea como socio en plenitud de condiciones.

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Pero esta vinculación estaba condicionada por un asunto en el que el Gobierno

González se jugaba su propio futuro. El PSOE se había opuesto públicamente al ingreso

de España en la OTAN durante la etapa de gobierno de la UCD, pese a las presiones de

sus correligionarios, los socialdemócratas europeos. A las elecciones de 1982, que ganó

por mayoría absoluta, el partido concurrió con un lema de ambigüedad calculada —«la

OTAN, de entrada, no»— y la promesa de convocar un referéndum para legitimar una

posible salida y el cierre de las bases norteamericanas en España. Pero una vez que

Felipe González y sus ministros tomaron conciencia de la vinculación política entre el

ingreso en la CEE y la permanencia en la Alianza, dejaron claro que el cumplimiento de

la promesa electoral se centraría en una consulta únicamente sobre los términos de la

permanencia, no sobre la salida, y cuyo resultado no sería, además, vinculante para el

Ejecutivo. Frente a la petición de voto favorable de los socialistas —González

condicionó a ello su permanencia en el poder— los partidos de la izquierda

promovieron el voto negativo y los conservadores de Alianza Popular, que tras el

desembarco en sus filas de gran parte de la extinta UCD era el partido más atlantista del

panorama español, aconsejaron votar en blanco, por cuestiones de política interior.

Los ciudadanos hubieron de votar, conjuntamente, tres propuestas concretas:

1. La participación de España en la Alianza Atlántica no incluirá su incorporación a la

estructura militar integrada.

2. Se mantendrá la prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares en

territorio español.

3. Se procederá a la reducción progresiva de la presencia militar de los Estados Unidos

en España.

Celebrado el 12 de marzo de 1986, con una participación del 59,5 por ciento del censo,

el referéndum arrojó un resultado favorable del 52,5 por ciento de los votos. Con ello, el

Ejecutivo dio por cerrado el debate, mantuvo su permanencia en los órganos políticos de

la OTAN. Y, a la espera de que trascurriese algún tiempo antes de ingresar en la

estructura militar de la Alianza, se incorporó plenamente a los procesos de integración

continental que, rumbo a la constitución de la Unión Europea, se desarrollaban en las

sedes comunitarias de Bruselas y Estrasburgo.

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