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ANTROPOLOGÍA T 2 – EL SER PERSONAL Y SUS DIMENSIONES TEMA 2 El SER PERSONAL Y SUS DIMENSIONES 1 1. La persona 1.1 Origen del término Según Boecio, buen conocedor del mundo clásico, la voz latina “persona” procedería de personare, que significa resonar, hacer eco, retumbar con fuerza. De esta forma, nos remite a un aspecto muy concreto del teatro antiguo: al hecho de que, con el fin de hacerse oír por el público, los actores griegos y latinos utilizaban, a modo de megáfono o altavoz, una máscara hueca, cuya extremada concavidad fortalecía el volumen de la voz; esta carátula recibía en griego la denominación de prósopon, y en latín, justamente, la de persona. Por su parte, el adjetivo personus, de la misma familia semántica, quiere decir sonoro o resonante, y connota la intensidad de volumen necesaria para sobresalir o descollar. Pero la careta tenía otro objetivo inmediato, en cierto modo paradójico. Al mismo tiempo que dirigía la atención de los asistentes hacia los variados actores y les permitía distinguirlos, ocultaba el rostro de estos y llevaba a los espectadores a centrar su interés en los «personajes» a quienes los artistas encarnaban. Y todo ello, con un motivo también claro: lo excelente, lo que importaba en la función teatral, no era la individualidad de los intérpretes, a 1 En la exposición de este tema, seguiremos a T. Melendo (El significado de “persona”, apuntes para uso del IESF) y a J. Aranguren, Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana, Pamplona 2003 (tema 3, La persona). 1

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ANTROPOLOGÍA T 2 – EL SER PERSONAL Y SUS DIMENSIONES

TEMA 2

El SER PERSONAL Y SUS DIMENSIONES1

1. La persona

1.1 Origen del término

Según Boecio, buen conocedor del mundo clásico, la voz latina “persona” procedería de personare, que significa resonar, hacer eco, retumbar con fuerza. De esta forma, nos remite a un aspecto muy concreto del teatro antiguo: al hecho de que, con el fin de hacerse oír por el público, los actores griegos y latinos utilizaban, a modo de megáfono o altavoz, una máscara hueca, cuya extremada concavidad fortalecía el volumen de la voz; esta carátula recibía en griego la denominación de prósopon, y en latín, justamente, la de persona. Por su parte, el adjetivo personus, de la misma familia semántica, quiere decir sonoro o resonante, y connota la intensidad de volumen necesaria para sobresalir o descollar.

Pero la careta tenía otro objetivo inmediato, en cierto modo paradójico. Al mismo tiempo que dirigía la atención de los asistentes hacia los variados actores y les permitía distinguirlos, ocultaba el rostro de estos y llevaba a los espectadores a centrar su interés en los «personajes» a quienes los artistas encarnaban. Y todo ello, con un motivo también claro: lo excelente, lo que importaba en la función teatral, no era la individualidad de los intérpretes, a menudo ignorada, sino la alcurnia de los héroes representados.

Se advierte entonces cómo, desde una doble perspectiva —la del simple alcance de la voz y la de la re-presentación teatral—, el vocablo «persona» se halla emparentado ya en su origen con la noción de lo prominente o relevante, que es sin duda el significado o la connotación que prevalecerá a lo largo de toda la historia, y lo único que de momento pretendo subrayar, por el enorme interés que ostenta para el desarrollo de la antropología y de la propia vida humana. A su vez, en Roma, entre otros en el ámbito jurídico y político-social, se utilizó con frecuencia el término «persona» con un matiz particular, aunque no desligado de lo visto hasta ahora. Persona se relacionaría con per se sonans, para indicar a quienes, en el sentido más amplio de la expresión, pueden hablar por sí mismos, con voz propia. Por tanto, a los poseedores de

1 En la exposición de este tema, seguiremos a T. Melendo (El significado de “persona”, apuntes para uso del IESF) y a J. Aranguren, Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana, Pamplona 2003 (tema 3, La persona).

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determinados derechos, entre ellos la emisión del voto, tremendamente significativo en aquel entonces porque implicaba la participación activa en la vida pública o en la gestión del bien común y, con ello, la plena condición de ciudadano u hombre libre.

1.2 Definiciones de persona

La definición más célebre es la de Boecio: “substancia individual de naturaleza racional”, con la que se destaca que la persona existe en sí (sustancia individual) y no en otra realidad (como ocurre con el color o la forma); y que tiene un modo de ser propio (naturaleza racional, en sentido amplio): es espíritu y materia y, por lo tanto, entendimiento, razón, voluntad, sensibilidad, apetitos, afectos, sentimientos… Esta definición pone el acento en el modo de ser propio de la persona humana (modo ‘racional’) que mejor la distingue de las otras personas (angélica y divina), quienes no tienen naturaleza ‘racional’ (su conocimiento es intuitivo; no necesitan ‘razonar’ para conocer; son espíritu, no materia…); pero cuando Boecio habla de un modo de ser racional no piensa en un ser frío y calculador, sino en alguien con capacidad de obrar libre y amorosamente.

Si aplicamos estos criterios a la definición de Boecio, la más célebre tal vez de toda la historia del pensamiento, advertiremos que resulta bastante aceptable. Cuando Boecio define a la persona como una «sustancia individual de naturaleza racional» —rationalis naturae individua substantia— se está situando en la tradición aristotélica.

Dentro de ella, la formulación expuesta indica:

Una realidad individual y subsistente (individua substantia), en el sentido de que no inhiere o existe en otra, como sí ocurre con el color, la forma o la temperatura.

Y, además, configurada según un particular modo de ser: la naturaleza racional.

En el nivel no excesivamente especializado del presente escrito, el único reparo de cierto peso que cabría oponer a esta definición es que, tal como está expuesta, sólo se aplica con pleno rigor a la persona humana. Pero veremos de inmediato que, en virtud de la buena voluntad con que nos enfrentamos con la fórmula, esa pega puede incluso transformarse en una ventaja.

Hay que reconocer que el lenguaje de Boecio resulta un tanto extraño a los oídos y a la sensibilidad actuales, acostumbrados a otros modos de conocer, de discurrir y de expresarse. Pero esto no quita que el enunciado que estamos examinando sea una auténtica y genuina definición: es decir, que delimite dentro de un contexto más amplio, distinguiéndolo de todos los demás, el modo de ser correspondiente a la persona humana: y eso es precisamente «definir» (de-limitar: poner límites que acoten una realidad dentro de un conjunto más dilatado, para diferenciarla de las demás de ese mismo grupo).

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Para advertirlo conviene señalar que al apelar a la naturaleza racional, Boecio no está indicando simplemente que el hombre y la mujer poseen esa facultad que solemos llamar razón (y menos todavía si la entendemos en el estrecho y depauperado sentido racionalista), sino una manera de ser que es, justamente, la de un compuesto de espíritu y materia, dotado por eso no sólo de entendimiento-razón, sino también de voluntad, de sensibilidad, de los apetitos o inclinaciones que corresponden a esa sensibilidad, de afectos o sentimientos de muy diverso tipo y nivel, de capacidad de crecimiento orgánico y automoción, de la aptitud y necesidad de relacionarse con el mundo y, en particular, con las restantes personas, etc.

Esto no es una graciosa concesión a un pensador más o menos consagrado, sino la simple exposición de los hechos, de acuerdo con la lógica y la metafísica de los tiempos clásicos. Si todos esos atributos no se encuentran expresamente afirmados en la fórmula que nos está sirviendo de base es justo porque se trata de una definición, y no de una descripción completa o de un tratado. (Tampoco al definir el triángulo o al determinar el agua como H2O exponemos el conjunto de propiedades que corresponden a uno o a otra).

Y en esa enunciación el término «racional», que antes calificaba como defectuoso si pretende referirse a toda persona, designa justamente el modo de ser de la persona humana y, por tanto, su distinción con cualquier otra.

Pretendemos extraer algunas de las virtualidades del pensamiento de Boecio (pues el modo de ser «racional» implica la capacidad de obrar libre y amorosamente) adaptándonos más a las formas actuales de encarar la realidad. Pero hay que reconocer que, en cuanto definiciones, resultan inferiores a la anteriormente expuesta.

1. En el caso de la libertad, porque la del hombre es muy distinta, y menos perfecta, que la del ángel y, sobre todo, que la divina; y, en consecuencia, no define o delimita al ser humano, distinguiéndolo de los otros también libres. Esto puede obviarse hablando de «animal libre», como hacen algunos autores, pero por la línea del «animal» —que, en efecto, precisa el tipo de libertad propia del hombre— se introducen otras connotaciones que la sensibilidad del mundo de hoy rechaza todavía con más fuerza, si intentamos atribuirlas al ser humano.

2. Y algo parecido sucede al apelar al amor. Es cierto, o así lo pienso, que sólo las personas son capaces de amar y dignas de ser amadas cuando el término amor —cuyos significados no pueden ser más variados— se toma en su acepción más cabal, como búsqueda del bien del otro en cuanto otro. Y que esa forma de expresarse suele resultar más existencial o más significativa o más poética… o tal vez más cursi. Pero también en este caso hay que distinguir entre amores y amores; y, limitándonos solo al conjunto de las personas, el modo de Amar de Dios es infinitamente distinto del que somos capaces los seres humanos. Por tanto, si aludimos simplemente al amor, sin más distingos, dejamos de ceñirnos a los dominios de la antropología (tratado del hombre), aunque tal vez consideremos en universal a todo tipo de personas.

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Con otras palabras: la libertad propia del ser vivo corpóreo y con alma espiritual supone sin duda un modo de ser, al que corresponden un conjunto muy claro de atributos; y la referencia al amor nos sitúa en el contexto de las personas de un modo más dinámico y actual que cuando hablamos de una sustancia individual de naturaleza racional. Con todo, en estricto rigor, la fórmula de Boecio, rectamente entendida, define de forma más neta a la persona humana.

En absoluto pretendo afirmar con esto que los planteamientos de Boecio o Tomás de Aquino sean inmejorables ni, tan siquiera, los más oportunos que se han formulado a lo largo de la historia del pensamiento. Ni que sus tratamientos de la persona carezcan no solo de lagunas, sino de defectos y errores o que resulten exhaustivos. Pero sí que no deberían rechazarse a priori y que, sobre todo el de Tomás de Aquino, admite ser engrandecido y completado con las adquisiciones posteriores, dotándolas simultáneamente del fundamento metafísico del que algunas o incluso bastantes de éstas carecen.

De manera particular en los últimos tiempos, la atención de los filósofos (sobre todo de los personalistas) se ha centrado en la consideración de la persona humana y ha puesto de relieve otras características, poco desarrolladas en el pensamiento clásico. Sin duda, todo ello ha contribuido al progreso de nuestro conocimiento del hombre y debe ser muy aprovechado, ensamblándolo de la manera más fecunda posible con las adquisiciones pretéritas.

En general, unas y otras —las más clásicas y las actuales— son perfectamente compatibles, aunque en contados casos exijan algunas puntualizaciones o correcciones de las doctrinas a las que complementan; y casi siempre —en aras de una mayor inteligibilidad— requieren una atenta y discreta renovación de la terminología, que torne el pensamiento antiguo más connatural y expresivo para la sensibilidad de hoy y, sobre todo, más específico y exclusivo de las realidades personales.

Sin pretender en ningún caso ser exhaustivos, apuntamos a continuación algunos de los extremos subrayados en las últimas décadas:

1) La importancia del cuerpo y, de manera muy especial, de la sexualidad y del carácter sexuado de todo ser humano, lo que ha llevado a señalar la igualdad fundamental y las también claras diferencias entre la persona-varón y la persona-mujer. La persona humana, sin más, constituye una abstracción, puesto que siempre se encuentra bajo uno de los dos modos posibles: persona masculina o persona femenina.

2) La unidad del entero sujeto humano, apreciada por los clásicos y perdida por influjo del racionalismo (con sus ideas claras y distintas), que hace que la índole de persona alcance virtualmente a todo lo que el hombre es, en su alma y en su cuerpo, y a todo lo que realiza, en su interior y de cara al exterior.

Como más tarde se verá: a) «todo en el hombre es humano»: cada uno de sus componentes (físicos, psíquicos o espirituales) y todas y cada una de sus acciones… mientras él mismo no las desprovea de su índole personal; b) como

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consecuencia, con más o menos intensidad según los casos, «todo» influye en «todo»: lo orgánico en lo psíquico, lo espiritual en lo meramente fisiológico y viceversa («el alma se reeduca frecuentemente por medio del cuerpo», se ha escrito con notable tino); c) finalmente, la profunda unidad constitutiva del hombre reclama también un comportamiento coherente y unitario en todos los ámbitos en que su existencia se despliega (es lo que habitualmente se conoce como «unidad de vida», organizada por lo común en torno a un gran amor y articulada merced a él).

De esta forma se supera cualquier dualismo, y también los monismos que pretendían reducir la persona a espíritu o el hombre en su integridad a epifenómeno de la materia (actitudes todas ellas mucho más frecuentes de lo que cabría esperar, y no siempre ajenas a aquellos mismos que teóricamente las rechazan).

3) La relevancia del diálogo (también del habla, del lenguaje) y, más en general, de las relaciones interpersonales, que distingue claramente el modo de ser de las personas (co-existir o existir-junto-con: no hay yo sin tú) del de los animales y las cosas. La llamada «filosofía dialógica» tiene muy en cuenta esta nota distintiva de la persona.

4) En este mismo contexto, el papel insustituible —para el desarrollo propiamente humano— de la libertad, el amor y la afectividad, mal comprendidos, desatendidos o incluso negados por algunas corrientes filosóficas de las últimas centurias, muy influidas por el racionalismo. Y, ligado a lo anterior, el estudio de la intimidad humana, que en cierto modo define su carácter personal.

5) Junto con todo ello, la capacidad y la necesidad del hombre de autoconstruirse, o de mejorar, y de manera muy específica a través del trabajo y de las relaciones adecuadas con la Naturaleza.

6) Como consecuencia o presupuesto, según se mire, la índole de futuro o proyectiva de nuestra existencia: el hombre se construye a sí mismo asumiendo y concretando los ideales o fines que le corresponden según su peculiar modo de ser. De ahí que la dimensión de futuro (lo que voy a hacer... y lo que voy haciendo conmigo mismo y, por ende, aquello para lo que me habilito y preparo y a donde me encamino mediante ese obrar) tenga tanta importancia en su vida.

Estos y otros muchos atributos asimismo importantes han llevado a proponer «definiciones» de la persona humana aparentemente muy distintas de las que antes enunciamos. Como acabamos de apuntar, todas ellas son aprovechables porque enfatizan aspectos de la realidad personal que en otros momentos tal vez quedaron en sordina. Y en cierto modo definen al hombre, al señalar caracteres o cualidades que le corresponden en propiedad y lo diferencian de aquellas realidades que no alcanzan el rango de persona.

Por ejemplo, se caracteriza a la persona por poseer un lenguaje articulado; por su aptitud para el juego, en el sentido más hondo de este vocablo; al realzar su

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capacidad de (crear y) resolver problemas; al subrayar el papel de la afectividad en la vida humana; la aptitud para perfeccionarse casi sin límites, al tiempo que perfecciona las realidades exteriores (el «perfeccionador perfectible», con expresión de Polo); la peculiaridad exclusiva de su cuerpo y de su sexualidad, cargados de significado personal, etc. Estos modos de enfocar y entender al hombre son fecundos y, siempre en contacto con la experiencia, permiten en muchos casos «reconstruir», contemplar y comprender mejor la integridad de la persona humana. Y por eso interesa mucho prestarles atención.

Con todo, en cuanto definición en sentido estricto no resultan plenamente válidas. Señalan más una propiedad que un modo de ser. O, mejor, apuntan a un modo de ser, priorizando un atributo concreto y delimitado, que normalmente remite a dimensiones más hondas y constitutivas —y, por lo mismo, si se entienden correctamente, más «definidoras»— de la persona humana, a las que conviene elevarse para obtener una visión cabal de lo que el hombre es.

Por ejemplo, no cabe duda de que, entre las realidades terrenas, solo el ser humano es capaz de hablar en el sentido más fuerte de la expresión, igual que de resolver problemas o perfeccionarse al cultivar la naturaleza mediante el trabajo…; mas todo ello se basa, a fin de cuentas, en su condición de sujeto dotado de un alma espiritual que forzosamente anima a un cuerpo orgánico establecido. De manera similar, la apertura al otro, la necesidad de él, la posibilidad de una comunicación también afectiva…, encuentran su fundamento en ese modo de ser al que acabo de aludir, con las facultades y posibilidades de acción que de él derivan.

2. Notas caracterizadoras de la personalidad

Como se ha visto en el tema anterior, la inmanencia es una de las características de los seres vivos, que significa permanecer dentro, pues inmanente es lo que se guarda y queda en el interior.

Pues bien, al referirnos a la persona, lo que en otros seres vivos es sólo inmanencia, pasa a ser intimidad, que indica un dentro que sólo conoce uno mismo. Nuestros pensamientos no los conoce nadie, hasta que los manifestamos. Tener interioridad, un mundo interior abierto hacia mí y oculto para los demás, es intimidad: una apertura hacia dentro.

La intimidad es el grado máximo de inmanencia, porque no sólo es un lugar donde las cosas quedan guardadas para uno mismo sin que nadie las vea o las conozca, sino que además es, por así decir, un dentro que crece, del cual brotan realidades inéditas que no estaban antes: son las cosas que nos ocurren, planes que ponemos en práctica, invenciones, etc. La intimidad tiene capacidad creativa. La persona es una intimidad de la que brotan novedades, una intimidad creativa, capaz de crecer,

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La persona tiene una segunda y sorprendente capacidad: sacar de sí lo que hay en su intimidad, mostrarla, manifestarla, comunicarla a los demás. La intimidad y su manifestación indican que el hombre es dueño de ambas y, al serlo, es dueño de sí mismo y de sus actos y, por tanto, principio de éstos. Esto nos indica una tercera dimensión de la personalidad: la libertad. Una de las características más radicales de la persona es ser libre: la persona vive y se realiza libremente, poseyéndose a sí misma y siendo dueña de sus actos. Por otra parte, mostrarse a uno mismo y nostrar lo que a uno se le ocurre es de algún modo darlo. La capacidad de dar y de darse es otra de las dimensiones de la personalidad. Sólo las personas son capaces de dar. Finalmente, dar no es sólo dejar algo abandonado, sino que requiere la aceptación para que sea verdaderamente un don. Si no hay otro (otra persona) que acoja, el don y la persona misma quedan frustrados. Por eso, una última característica del ser personal es el diálogo con otra intimidad.

Siguiendo a Yepes, veamos con más detallle cada una de las dimensiones de la personalidad.

2.1 La intimidad

La intimidad es tan central para la persona, que hay un sentimiento que la protege: la vergüenza o pudor, que constituyen la protección natural de la propia intimidad frente a miradas externas y que dan origen al moderno concepto de “privacy”, un reducto donde no se admiten extraños. El pudor se refiere a lo propio de la persona, porque ésta posee todo lo suyo desde sí misma y por eso todo lo que es propio de la persona forma parte de su intimidad.

Al ser un aspecto tan ligado a la personalidad, la intimidad requiere ser tratada con suma delicadeza y respeto. Exponer la intimidad indebidamente o entrometerse desde fuera sin un motivo que lo justifique, causa un grave daño a la persona. El acceso a la intimidad requiere una justa causa, como por ejemplo la pertenencia al círculo familiar, el proporcionar un tratamiento terapéutico, la ayuda espiritual, etc.

La característica más importante de la intimidad es que no es estática, sino dinámica, fuente de cosas nuevas, creativa. Por otra parte, ninguna intimidad es igual a otra, cada una es irrepetible e intransferible: nadie puede ser yo.

La persona es única e irrepetible, porque es un alguien, no sólo un “qué”, sino un “quién”. Las personas no son intercambiables, porque cada una tiene su propia identidad. “Quién” significa: intimidad única, un yo interior irrepetible, consciente de sí. La persona es así un “absoluto”, en el sentido de algo único e irreductible a cualquier otra cosa. Mi yo no es intercambiable con nadie. Este carácter único de cada persona alude a esa profundidad creadora que es el núcleo de cada intimidad. La palabra “yo” apunta a ese núcleo de carácter irrepetible: yo soy yo, y nadie más puede ser la persona que soy yo.

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2.2 La manifestación

Se ha dicho anteriormente que la manifestación de la persona es el mostrarse o expresarse a sí misma. Manifestar la intimidad es la segunda nota caracterizadora de la persona. La manifestación de la persona se realiza a través del cuerpo y. gracias a éste, también a través del lenguaje y de la actuación.

La persona humana experimenta a menudo que, precisamente por tener una interioridad, no se identifica con su cuerpo. El cuerpo no se identifica con la perronas, pero al mismo tiempo no es un añadido, un apéndice: forma parte de nosotros mismos. Nosotros somos también nuestro cuerpo. Volveremos sobre este punto más adelante. El cuerpo forma parte de la intimidad. La tendencia espontánea a proteger la intimidad de miradas extrañas envuelve también al cuerpo, que es parte de mí. El cuerpo no se muestra de cualquier manera, como no se muestran de cualquier manera los sentimientos más íntimos. Por eso la persona se viste y deja al descubierto su rostro. El hombre y la mujer se visten para proteger su indigencia corporal del medio exterior, pero también lo hace porque su cuerpo es parte de su intimidad: el vestido mantiene el cuerpo dentro de la intimidad. El nudismo no es lo natural, porque no es natural renunciar a la intimidad.

La variación de las modas y de los modos del vestido tienen que ver con la intensidad con que una sociedad vive el sentido del pudor o la vergüenza. Esta diferencia de intensidad en el sentido del pudor tiene que ver con la intensidad de la percepción de la relación entre sexualidad y familia. Cuando el ejercicio de la sexualidad queda reservado a la intimidad familiar, entonces no se muestra fácilmente. Cuando se extiende una visión de la sexualidad según la cual el individuo dispone de ella a su arbitrio individual, el sexo sale de la intimidad y el pudor pierde importancia. Esta visión está en estrecha relación con la proliferación del erotismo en las manifestaciones sociales, con la pornografía, y otros fenómenos degradantes de la persona.

El cuerpo es la condición de posibilidad de la manifestación humana. Por eso tenemos un cuerpo configurado de tal modo que puede expresar la personalidad humana. Esto se ve sobre todo en el rostro, que es “una singular abreviatura de la realidad personal en su integridad” (J. Marías). El rostro representa externamente a la persona. Se suele decir que la cara es el espejo del alma.

La expresión de la intimidad se realiza también mediante un conjunto de acciones que se llaman expresivas, comunicativas o relacionales. A través de los gestos, el hombre expresa sus sensaciones, imaginaciones, sentimientos, pensamientos, deseos. Reírse, llorar, fruncir el ceño, echar una mirada de indignación, o desviarla, poner mala cara, son expresiones de lo que uno lleva dentro. A través de estas acciones, la persona habla el lenguaje de los gestos o el lenguaje del cuerpo. Volveremos sobre este aspecto al tratar específicamente de la sexualidad como dimensión de la persona.

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Otra forma de manifestación de la intimidad es el hablar. La palabra nació para ser compartida. Mediante el lenguaje, la persona manifiesta y comunica su intimidad. El hombre encauza también la creatividad de su intimidad a través de la acción, mediante la cual trabaja, modifica el medio y da origen a la cultura.

2.3 El diálogo intersubjetivo

Decíamos que una forma de manifestar la intimidad es hablar. Decir lo que uno lleva dentro requiere siempre un interlocutor. Las personas tenemos la necesidad de compartir el mundo interior con alguien que nos comprenda.

La persona humana es un ser constitutivamente dialogante. Por ser persona, el hombre necesita el encuentro con el tú, alguien que nos escuche, nos comprenda y nos anime. Por el contrario, la falta de diálogo es lo que motiva la mayor parte de las discordias y la falta de comunicación arruina las comunidades humanas (matrimonios, familias, empresas, etc.).

Todo esto se puede decir de un modo más profundo y radical: no hay un yo sin un tú. Una persona sola no existe como persona, porque ni siquiera llegaría a reconocerse a sí misma como tal. El conocimiento de la propia identidad, la conciencia de uno mismo, sólo se alcanza mediante la intersubjetividad, es decir, gracias a la relación con otros seres personales.

Este proceso es la formación de la personalidad humana, mediante el cual se modula el propio carácter, se asimila el idioma, las costumbres y las relaciones con las instituciones de la colectividad, se incorporan sus valores comunes, sus pautas, etc. y se llega a ser alguien en la sociedad, a tener una identidad propia y una personalidad madura e integrada con el entorno, de modo que se puedan establecer unas relaciones interpersonales adecuadas.

2.4 La capacidad de dar

Que la persona es capaz de dar, quiere decir que se realiza como persona cuando extrae algo de su intimidad y lo entrega a otra persona como valioso, y ésta lo recibe como suyo. La intimidad se constituye y se nutre también de aquello que los demás nos dan. Cuantos más intercambios de dar y recibir tenemos con otras personas, más rica es nuestra intimidad.

La efusión, el salir de uno mismo, es lo más propio de la persona. El amor no es más que una forma de donación, una manifestación del dar –más propiamente, del darse- de la persona. Abordaremos este tema más adelante.

2.5 La libertad

Decimos que la persona es libre porque es dueña de sus actos, y porque antes es dueña del principio de sus actos, de su interioridad y de la manifestación de ésta. Al ser dueña de sus actos, también lo es del desarrollo de su vida y de su destino, ya que es capaz de elegir ambos. Lo voluntario es lo libre. La libertad es una nota de la persona tan radical como las anteriores, e incluso más. Por eso dedicaremos el próximo tema a hablar específicamente de ella.

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Antes de concluir este apartado, hemos de formularnos una última pregunta: ¿para ser persona, es preciso ejercer las capacidades o dimensiones mencionadas con anterioridad? ¿es persona el hombre dormido, el que está en coma, el recién nacido o concebido, el discapacitado? La respuesta es clara: el no ejercicio de las capacidades propias de la persona, no conlleva que ésta deje de serlo, puesto que quien es persona es puede llegar a actuar como tal, precisamente porque es ya persona. Quien afirma que sólo se es persona una vez que se ha actuado como tal, reduce a la persona a sus acciones sin explicar de dónde procede esa capacidad, reduciendo a la persona a pura materia.

3. Sensibilidad, racionalidad y afectividad

Una vez explicadas las principales notas caracterizadoras del ser personal, hemos de hablar necesariamente de las dimensiones del ser humano en cuanto ser vivo, racional y libre.

3.1 La dimensión sensible

Como hemos visto en el tema anterior, el ser humano, posee las funciones sensitivas propias de los animales. Nos referimos a los sentidos, que le permiten un conocimiento elemental del mundo que le rodea (que denominaremos conocimiento sensible), y a las tendencias, que le mueven a actuar y perfeccionarse en el plano sensible.

El ser humano percibe el mundo a través de los sentidos. Se denominan sentidos externos aquellos que nos permiten captar el mundo exterior: la vista, el gusto, el tacto, el oído y el olfato. Los sentidos externos perciben “sensaciones” que son sus actos propios. Los llamados sentidos internos son la imaginación, la estimación y la memoria.

El proceso de conocimiento sensible inicia con las sensaciones que son captadas por los sentidos externos. Las sensaciones no se dan aisladas, sino relacionadas en la percepción: la percepción es una actividad cognoscitiva del sentido común, que lleva a cabo la unificación de sensaciones. El archivo de las percepciones lo realiza la imaginación, que puede reproducir los objetos percibidos y elaborar nuevas síntesis sensoriales no percibidas. Por su lado, la estimación consiste en poner en relación una realidad exterior con la propia situación orgánica y la propia vida. Se puede decir que la estimación es una cierta anticipación del futuro, en cuanto rige el comportamiento que el sujeto va a tener respecto al objeto valorado. A su vez, la memoria conserva las valoraciones de la estimativa y los actos del viviente; retiene la sucesión temporal del propio vivir. Tiene una gran importancia para el ser humano, ya que es la condición de posibilidad del descubrimiento y conservación de la propia identidad y el modo de enlazar con el pasado, conservándolo.

Forman también parte de la dimensión sensible de la persona las llamadas funciones apetitivas o apetitos, que dan lugar a los deseos e impulsos, que son

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el origen de la conducta y que mueven al ser vivo hacia su autorrealización, hacia lo que el conocimiento sensible le presenta como bien, como algo apetecible y conveniente para sí. También puede hablarse de inclinaciones o tendencias. Las tendencias sensibles en los animales y en el hombre, se dividen en deseos e impulsos, y se dirigen a satisfacer los instintos sensibles, los más destacados son la nutrición y la reproducción2.

Todas estas capacidades son comunes al ser humano y a los demás animales. Sin embargo, en el ser humano se dan integradas en la racionalidad. Es decir, el ser humano no vive la sensibilidad como puro instinto animal, sino que la vive orientada y dirigida por la dimensión racional.

3.2 La racionalidad

Además de la dimensión sensible, la persona posee una serie de facultades superiores, que lo convierten en “animal racional”. Podemos decir que, además de la dimensión sensible propia de los demás animales, posee una dimensión superior, que llamaremos racionalidad.

Veamos a continuación algunas de las capacidades específicas que se reconocen en esta dimensión racional:

a) Inteligencia y pensamiento:

Una de las manifestaciones más claras de la racionalidad es la capacidad intelectual o pensamiento. Las operaciones del pensar son tres:

1) la abstracción i simple aprehensión, mediante la cual se obtienen los conceptos. Esta operación de conceptualización se realiza mediante una luz intelectual (conocida en la tradición filosófica como intelecto agente) que el hombre tiene y que se proyecta sobre las imágenes elaboradas por la imaginación, de las cuales abstrae el concepto.

2) La segunda operación es el juicio, que tiene lugar cuando se reúnen y conectan entre sí los conceptos: por ejemplo, “la caja es cuadrada”.

3) La tercera operación se denomina propiamente raciocinio, que consiste en elaborar una concatenación lógica de proposiciones.

Hay que tener en cuenta que el pensamiento no actúa al margen del conocimiento sensible, sino que parte de éste. Por otra parte, el lenguaje es vehículo y expresión del pensamiento. El hombre ha desarrollado la capacidad de hablar porque es capaz de pensar. Pensamiento y lenguaje son inseparables.

2 Para ampliar este contenido, cfr. R. YEPES-J. ARANGUREN, Fundamentos de Antropología, Eusa, Pamplona 2001, 33-35.

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b) La voluntad:

Trataremos ahora muy sintéticamente de esta facultad, ya que al hablar sobre la libertad y el amor en el tema siguiente, nos referiremos a sus actos específicos.

Se podría decir que la voluntad es el apetito racional, por el cual nos inclinamos al bien en cuanto conocido intelectualmente, siendo el bien aquello que nos conviene. Lo que los deseos o impulsos son a la sensibilidad, lo es la voluntad a la vida racional. El acto propio de la voluntad es “querer”.

La voluntad puede querer cualquier cosa, no está predeterminada hacia un bien determinado, sino abierta al bien en general. Así, la voluntad no actúa al margen del intelecto, de la razón, sino simultáneamente con ella: sólo se puede querer lo que se conoce (de ahí el adagio clásico: nihil volitum quin praecognitum, nada puede ser querido, si antes no es conocido).

La voluntad se plasma en la conducta, dando lugar a las acciones voluntarias. Una acción voluntaria es una acción conscientemente originada por el sujeto y plenamente atribuible a éste. Lo voluntario se puede definir como “aquello cuyo principio está en uno mismo y que conoce las circunstancias concretas de la acción” (Aristóteles). La voluntariedad de un acto implica siempre la responsabilidad sobre el mismo: al ser humano se le puede pedir cuentas de lo que hace de modo voluntario. Por otra parte, el hombre es responsable de sus acciones (que se presumen voluntarias, si no se demuestra lo contrario), ante la comunidad y ante la ley.

Al analizar la acción voluntaria, hay que considerar un doble momento: a) en primer lugar se da un deseo racional, que es la tendencia a un bien conocido como fin; el deseo racional se refiere a los fines, es decir, a aquello que se quiere conseguir: b) en segundo lugar viene la elección, que consiste en decidir cómo y con qué medios llevar a cabo la acción que permite alcanzar el fin perseguido. La elección requiere una deliberación previa, que sopesa las distintas posibilidades o caminos para llegar al fin querido. Volveremos sobre este punto al tratar del amor.

3.3 La afectividad

Además de las facultades meramente sensibles (conocimiento sensitivo y apetitos sensibles) y de las racionales (intelecto y voluntad), el ser humano posee la dimensión afectiva. Ya los clásicos tenían la afectividad como “una parte del alma distinta de la sensibilidad y de la razón” (Platón). Podríamos decir que la afectividad es una dimensión intermedia en la que se unen la sensibilidad y la racionalidad, y en la que se comprueba que el ser humano es verdaderamente unidad de cuerpo y alma.

Forman parte de la afectividad los sentimientos, las emociones y las pasiones. Sin pretender hacer un análisis exhaustivo, y permaneciendo en el plano filosófico, podemos descomponer el sentimiento en cuatro momentos fundamentales, relacionados dinámicamente según el siguiente orden:

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1) objeto y circunstancias desencadenantes del sentimiento;2) emoción o perturbación anímica;3) alteraciones orgánicas o físicas;4) conducta o manifestación del sentimiento.

Podemos definir los sentimientos como el “modo de sentir de las tendencias” (Vicente-Choza). Son la conciencia de la armonía o desarmonía entre la realidad y nuestras tendencias: por ejemplo, se experimenta tristeza cuando algo se percibe como un obstáculo para los propios fines. Los sentimientos son perturbaciones de la subjetividad, y por ser conciencia sensible, tienen un valor cognoscitivo.

Los sentimientos y pasiones son un mundo muy complejo, en el que intervienen, como en todo el psiquismo humano, la razón y la voluntad, junto con las tendencias sensibles. El puesto de la afectividad en la vida humana es central. Los sentimientos conforman la situación anímica e impulsan o retraen la acción. La vivencia subjetiva de la felicidad está estrechamente relacionada con el modo de sentir de nuestras tendencias. Por es, hay que otorgar una valoración muy positiva de los sentimientos, ya que refuerzan e intensifican las tendencias.

Las escuelas éticas que han minusvalorado los sentimientos, considerándolos manifestaciones de la debilidad humana, han caído tarde o temprano en un visión deshumanizada del hombre. Por otra parte, hay que rechaza la visión opuesta (quizá hoy más difundida), que otorga un valor desmesurado a los sentimientos. El llamado sentimentalismo no es tampoco una postura equilibrada, ya que postula que la actuación debe estar dirigida por los sentimientos. Pero éstos no perciben el bien de la persona, sino bienes parciales.

El mundo afectivo es muy rico, y contribuye a la felicidad del ser humano, siempre que esté debidamente orientado. Un comportamiento planamente humano es aquel en el que la dimensión racional dirige la actuación mediante la inteligencia y la voluntad, orientando la sensibilidad y los sentimientos hacia aquellos bienes que se perciben como tales a la luz de la razón. Aristóteles habla del “dominio político” de la razón sobre los sentimientos, son como ciudadanos libres que pueden ser enseñados a dirigir sus acciones hacia el bien de toda la ciudad. Los sentimientos deben ser educados desde la infancia, para que ocupen su lugar en el ser y en el actuar de la persona3.

4. Unidad de la persona y su dimensión sexuada

Todos tenemos experiencia de la propia corporeidad, pero ¿qué es el cuerpo para la persona? La Filosofía se ha planteado muchas veces la demostración de la existencia del alma, pero no ha dedicado tantas energías a buscar el 3 Para ampliar el contenido, cfr. R. YEPES-J. ARANGUREN, Fundamentos de Antropología, cit., 48-54.

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estatuto ontológico del cuerpo. Sto. Tomás, siguiendo la filosofía aristotélica, afirma que el cuerpo forma parte de la persona. La persona humana es una unidad sustancial corpóreo-espiritual: no es sólo cuerpo, ni sólo espíritu; ni tampoco es un espíritu encerrado en un cuerpo, en la línea esbozada por Platón. Según esta antropología, el cuerpo sería algo que la persona "tiene", algo yuxtapuesto a su ser personal, pero no constitutivo de su condición de persona. Se abre entonces un dualismo irreconciliable entre persona y cuerpo. Esta tesis dualista parece constituir el presupuesto antropológico de la ética moderna. En efecto, el cuerpo es algo que el sujeto puede manipular a su gusto, libremente, según sus intereses y preferencias: pensemos, por ejemplo, en el fenómeno del cambio de sexo mediante una operación quirúrgica, o en la manipulación genética, etc.

Los clásicos expresaban esta unidad cuerpo-alma, en el adagio anima forma corporis (el alma es la forma del cuerpo). Esto tiene mucha importancia porque implica que todo lo que le pasa al alma le pasa también al cuerpo: la felicidad, los disgustos, los entusiasmos, las ilusiones, etc. No somos seres "puros", que puedan vivir al margen de la sensibilidad, de los sentimientos, de los placeres y de los dolores sensibles. El cuerpo y el alma caminan siempre juntos porque son una sola cosa: la persona. Por eso ambos participan de todo lo que le pasa al "yo".

El cuerpo no es algo externo y distinto del propio ser personal, sino parte de ese ser. Nosotros somos también cuerpo y no sólo tenemos un cuerpo: el cuerpo es algo que se es, no algo que se tiene, que se usa... El cuerpo es expresión de toda la persona: es la dimensión con la que la persona se presenta ante los demás, con la que muchas veces se expresa: en este sentido, podemos hablar de un lenguaje del cuerpo, porque el cuerpo tiene la capacidad de expresar a toda la persona: lo que quiere, lo que busca, lo que desea expresar o comunicar. La mirada, un gesto de saludo o de reprobación, de admiración o de enfado, revelan la interioridad de un ser con estatuto de persona.

El cuerpo humano es, por tanto, parte constitutiva del ser personal; a la vez, la persona humana es persona en primer lugar por su espiritualidad. El acto de ser que es propio del espíritu es comunicado al cuerpo y, en virtud de esta comunicación, el cuerpo es elevado a la dignidad misma de la persona y se convierte en parte constitutiva de ella. Por consiguiente, desde una perspectiva metafísica puede afirmarse que el cuerpo humano es personal y, a su vez, que la persona humana es corporal.

De una parte, es indudable que el hombre debe su condición de persona a su espíritu, puesto que sólo al espíritu le corresponde el ser subsistente que caracteriza al ser personal. Pero, de otra parte, no es menos indudable que nuestra experiencia nos demuestra que el cuerpo no es una cosa extraña a nuestro ser personal: es el "mismo yo" el que está en la raíz u origen de la puesta en acto de los dinamismos espirituales, psíquicos y físicos. En consecuencia, la naturaleza de la corporeidad humana es intrínsecamente diversa de la naturaleza de la corporeidad animal y de la infraanimal. La razón

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de esta diversidad esencial reside en el hecho de que sólo la corporeidad humana es una corporeidad personal: la persona humana es una persona corpórea y, a su vez, el cuerpo humano es personal. Precisamente por esto, el cuerpo humano está ordenado interiormente para expresar en el mundo del universo visible, a la persona en cuanto tal: en cierto modo, el cuerpo es la manifestación de la persona.

En síntesis, el cuerpo forma con el espíritu una unidad sustancial que constituye la persona humana. En esta tesis se fundamenta la antropología y la ética sexual de orientación cristiana. De ella pueden deducirse, entre otras, tres consecuencias importantes: a) el cuerpo está esencialmente orientado a ser expresión de la persona humana; b) el cuerpo humano es así lenguaje de toda la persona; c) la sexualidad es parte del lenguaje corporal; es expresión de la dimensión esponsal que tiene el cuerpo humano.

La tendencia sexual no es, por tanto, algo exclusivamente corpóreo, biológico: muy al contrario, es expresión de toda la persona, manifiesta la apertura a la comunión conyugal, y la misma donación personal. El acto conyugal (donación física) es expresión de la donación de las personas de los cónyuges. Precisamente por ese motivo la consumación del matrimonio ha sido considerada como parte integrante de la completa constitución del vínculo conyugal.

En una visión dualista, en la que el cuerpo es entendido como un atributo externo del sujeto, la sexualidad no es expresión de la persona, sino mero objeto de uso; en este contexto cultural ha cuajado la progresiva banalización de la sexualidad. La persona se define como una subjetividad dotada de libertad, una libertad que no es medio para alcanzar la felicidad, sino fin en sí misma. El sujeto "tiene" un cuerpo en propiedad y puede hacer con él lo que desee; la sexualidad, como tendencia meramente biológica, entra a formar parte de esa lógica del uso que la vacía de significado, banalizándola.

Muy al contrario, la visión unitaria de la persona nos revela que la sexualidad humana está intrínsecamente ordenada a expresar la vocación de la persona a ser don de sí mismo; la sexualidad constituye la posibilidad misma de esa donación; en definitiva, la sexualidad es el "lenguaje corpóreo" de la comunión interpersonal entre el varón y la mujer.

5. La dignidad de la persona

La dignidad constituye una especie de preeminencia, de bondad o de categoría superior, en virtud de la cual algo destaca, se señala o eleva por encima de otros seres, carentes de tan alto valor.

La dignidad reside en la intimidad de la persona que la eleva por encima de toda otra realidad, la hace excelente. Esta excelencia se traduce en una “sobreabundancia en el ser”, una excedencia que permite a la persona humana

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ser autónoma, estar-en-sí, con la consecuencia de ser libre y capaz de amar, lo que no se da en las criaturas inferiores.

La dignidad es la valía correspondiente a una “sobreabundancia del ser”, a una poderosa consistencia interior, a una serena y nada violenta fuerza íntima, cuyos frutos más sobresalientes son la libertad y el amor, que hacen de la persona un “alguien” autónomo.

El núcleo de todo el argumento podría esclarecerse del siguiente modo: las realidades infrapersonales ––un animal, una planta–– tienen tan poca entidad, son tan poca cosa, que todas sus actividades tienen que encaminarlas a mantenerse en el ser, a asegurar esa tenue realidad que las constituye. De ahí la importancia capital, decisiva entre ellas, de lo que hoy conocemos como principio o instinto de conservación. La persona, por el contrario, demuestra su preeminiencia, su mayor rango en el ser, porque puede desentenderse, olvidarse de sí misma, y volcar toda su energía configuradora hacia la afirmación de aquellos que la rodean. Porque es mucho, podríamos explicar, no necesita ya ocuparse de sí misma, puede ponerse entre paréntesis y atender así al perfeccionamiento de los otros.

Entendemos por dignidad aquella excelencia correlativa a un grado tal de interioridad, que configura al sujeto como autónomo. Hablar de autonomía es en cierto modo, hablar de libertad. Son muchos los pensadores que han relacionado la dignidad del hombre con su libertad. Hoy en día se ha generalizado la idea de que la dignidad del hombre radica en su libertad, se identifica con ésta.

Aún siendo su manifestación más reconocida y reconocible, dignidad no debe identificarse con libertad:

Porque no todo acto libre es digno (la experiencia demuestra que hay actos libres indignos, malos, no elevados).

Porque la libertad, siendo el más patente, no es la única manifestación de la dignidad de la persona, que puede descubrirse también por la presencia de otros rasgos característicos.

La dignidad es una condición del ser personal, independientemente se otras concreciones sucesivas (grado de inteligencia, rango, sexo, raza, aptitudes físicas, salud, etc.). El ser humano es digno por el hecho de ser persona. Todas las personas son igualmente dignas. La actitud de respeto hacia las personas es el reconocimiento de su dignidad.

Siendo cierto lo que acabamos de decir, los filósofos distinguen dos conceptos: Dignidad ontológica es la que corresponde a toda persona por el hecho

de serlo, por poseer un ser de rango elevadísimo; Dignidad moral es la que se le añade cuando actúa en conformidad con

su naturaleza y con su ser, perfeccionándose; o la que «pierde» no cuando se atenta contra ella, sino cuando el propio sujeto se comporta de

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modo que «deshace» o «atenúa» (en lo que es posible) su índole de persona.

En virtud de esta distinción, podemos hablar de que hay personas más dignas que otras, de acuerdo a su comportamiento.

5.1 La persona es un fin en sí misma

El principio fundamental de una ética y una antropología personalista se puede enunciar así: la persona ha de ser afirmada por sí misma. De alguna manera, ya Kant lo había dicho: Obra de tal modo que trates a la humanidad, sea en tu propia persona o en la persona de otro, siempre como un fin, nunca sólo como un medio”4. Tratar a una persona como medio es instrumentalizarla, cosificarla, y por tanto degradarla.

Se instrumentaliza a la persona: a) cuando se la trata como un ser no libre, cuando no se respeta su libertad; b) cuando se la manipula y se sirve de ella para conseguir los propios fines.

El segundo principio del personalismo, que deriva de este primero, afirma que la actitud adecuada hacia una persona, dado su valor como fin, es decir, como bien, es el amor. Volveremos sobre este aspecto al tratar sobre el amor humano.

5.2 Cómo se reconoce a la persona

El obrar propio de la persona se reconoce en tres operaciones básicas e íntimamente relacionadas entre ellas, de modo que difícilmente pueden desligarse unas de otras:

a) el conocimiento en su sentido más preclaro: saber lo que es cada realidad—personas, animales, cosas…—, y no simplemente reaccionar ante ellas,como hacen los animales;

b) la libertad: real, aunque limitada desde muchos puntos de vista en los sereshumanos;

c) el amor, también en su acepción más noble, que como veremos es el actosupremo de la libertad.

4 I. KANT, Fundamentos para una metafísica de las costumbres.

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Bibliografía complementaria

ARREGUI, J.V.-RODRÍGUEZ LUESMA, C., Inventar la sexualidad, Madrid 1995.

ARANGUREN, J., Antropología filosófica. Una reflexión sobre el carácter

excéntrico de lo humano, McGraw-Hill, Madrid, 2003.

ARANGUREN, J., El lugar del hombre en el universo. «Anima forma corporis» en

Santo Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 1997.

ARISTÓTELES, Acerca del alma, ed. T. CALVO MARTÍNEZ, Gredos, Madrid 1978.

GILSON, E., El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid 1978.

KOLB-WHISHAW, Cerebro y conducta. Una introducción, McGraw-Hill, Madrid

2002.

LAHEY, B., Introducción a la psicología, McGraw-Hill, Madrid 1999.

LEWIS, C.S., La abolición del hombre, Encuentro, Madrid 1992.

MALO, A. Antropología de la afectividad, Eunsa, Pamplona 2004.

MARÍAS, J., Antropología metafísica, Revista de Occidente, Madrid 1973

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YEPES, R.-ARANGUREN, J., Fundamentos de Antropología. Un ideal de la

excelencia humana, Eunsa, Pamplona 2003.

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