Tempus fugit, carpe diem
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Tempus fugit, carpe diem
A vueltas con el paso del tiempo
Javier López
Amigo Carlos: La tipología que te voy a presentar hoy es de esas que podríamos llamar
“baúles de doble fondo”.
De las que tienen una lectura doble.
¿Te acuerdas que hace tiempo le dedicamos
un artículo a las lecturas denotativas- las que
muestran las cosas como son- y a las
connotativas, que nos remiten a lo que no se
ve pero se imagina por asociación?
En aquella ocasión, elegí para ilustrarlo, las
fotografías otoñales, que muestran el paisaje,
mas no la melancolía, pero esta vez voy a usar
los relojes, quizá porque representan de
manera relevante esta dualidad interpretativa.
Por un lado, nos muestran lo que son, bellas máquinas, que fotografiamos con placer y por
otro, nos sugieren su parte connotativa, ese
paso inexorable del tiempo, que las máquinas
miden, y sabemos que está implícito en cada
imagen, aunque no lo podamos fotografiar.
En el mundo hay infinidad de relojes, desde los
de arena a ese famoso que se ha comprado Nadal.
De mesa, despertadores, de cocina, de pared…
Pero hoy quiero centrarme en dos tipos, por
los que siento especial debilidad, los relojes
de sol y los de torre.
En todos mis viajes los tengo presentes y es
raro que a la vuelta no incrementen mi colección.
Dicen que fueron los sumerios y babilonios, los que
comenzaron a medir el tiempo.
Como aquellas gentes usaban un sistema
duodecimal, dividieron el día en doce espacios y lo
mismo hicieron con la noche , asociando las horas
a la aparición de doce estrellas determinadas.
A nosotros, que hemos nacido con la convención
del sistema decimal, de base diez, nos puede
parecer extraño, pero a ellos les parecía natural.
Al fin y al cabo la luna aparecía y desaparecía doce
veces al año y en su sistema de contar con la mano
abierta, utilizaban el pulgar y las tres falanges de
los cuatro dedos restantes, algo tan rápido y tan
intuitivo como contar con los diez dedos, lo que
hacen nuestros niños. Todavía compramos los
huevos por docenas. El caso es que ya en el 1.700
antes de Cristo, nuestros amigos los egipcios ya
tenían el día dividido en 24 horas y los relojes para medirlo.
Por el día, cuando había sol, utilizaban
la sombra de los grandes obeliscos, y por
la noche, cuando todo eran sombras, usaban
las clepsidras, los relojes de agua, unos
recipientes con agujero por los cuales el
agua se iba perdiendo de manera regular.
Los recipientes estaban divididos con marcas
que señalaban el nivel a cada hora.
El mundo antiguo fue perfeccionando los
relojes de sol mediante la ciencia de la
gnomónica, la correcta colocación del “gnomon”, la varilla cuya sombra señaliza la hora.
Aunque hoy, que todo el mundo tiene reloj, hayan perdido su servicio a la comunidad, se
siguen conservando, por la añoranza que despiertan y por su innegable valor ornamental.
Yo, muchas veces me sorprendo comprobando si la sombra y la hora que marca, coincide con
la que señala mi reloj de pulsera. Y creo que en el fondo me alegra constatar su razonable
precisión.
Los otros relojes que llaman mi atención son los de torre. Parece que desde esa altura, con
su autoridad, dominan los pueblos y marcan su cotidiano devenir.
En algunos lugares , aunque la esfera esté marcada en números romanos, se sustituye el IV
por un IIII. Todavía no conozco el porqué y si alguno de los amigos del blog lo sabe, le
agradecería que nos ilustrara al resto. Incluso alguna esfera doble, presenta las dos formas.
Como en todos los órdenes de la vida, nos encontramos con las clases. Hay esferas cultas,
distinguidas y elegantes y las hay rústicas, modestas y de circunstancias.
Al final todos cumplen con su propósito de medir el paso del tiempo.
No creas, amigo Carlos, que es tan fácil definir el tiempo. Le llaman la cuarta dimensión.
Para localizar un objeto en movimiento necesitamos saber las tres dimensiones, largo, ancho
y alto y además el tiempo, porque un instante después ya no está allí.
Sabemos que se creo al mismo tiempo que el espacio y que está íntimamente relacionado con
él. Los físicos se refieren siempre al par como espacio-tiempo.
De lo que estamos todos seguros es de que el tiempo es unidireccional. Solo camina hacia
delante. Va del pasado, al presente y al futuro. Nunca corre en dirección contraria.
También nos dicen los físicos que no es una constante. Que el tiempo discurre de manera
diferente dependiendo de la velocidad. En los cuerpos que se desplazan a velocidades
cercanas a la luz, el tiempo transcurre más lento. Bueno, esto nosotros siempre lo hemos
sabido, el baile con la fea, siempre duraba más.
El reloj, a la postre , lo único que hace es medir
su inexorable discurrir. Y ahí comienza su
lectura connotativa.
No es difícil discernir que a cada vuelta de las
agujas, se va acercando la partida para el viaje
más largo de los emprendidos por el hombre.
Los poetas han sabido reflejar como nadie esta
certidumbre.
Quevedo lo borda en muchos de sus sonetos :
Ya no es ayer y mañana no ha llegado
hoy pasa, y es, y fue, con movimiento
que a la muerte me lleva despeñado
Azadas son la hora y el momento
que, a jornal de mi pena y mi cuidado
cavan en mi vivir mi monumento.
Es curioso porque todo el mundo recuerda del
genial D. Francisco, su poesía escatológica o sus
numerosos escritos satíricos y mordaces, pero se
olvidan de esta dimensión metafísica, de la llegada
inmisericorde la parca, verdadera obsesión del poeta.
En una carta a D. Manuel Serrano del Castillo, dice:
Vivimos tiempo que ni se detiene, ni tropieza, ni
vuelve. . Mi infancia murió irrevocablemente; murió
mi niñez, murió mi juventud, murió mi mocedad; ya
también falleció mi edad varonil. Pues ¿cómo llamo
vida a una vejez que es sepulcro, donde yo propio soy
entierro de cinco difuntos que he vivido?
El Barroco, época de pesimismo, bancarrota y
desengaño, fue buen caldo de cultivo para estas
oscuras reflexiones. Muchos poetas vivieron
igual sentimiento. Lo vemos también en Calderón:
A florecer las rosas madrugaron
y para envejecerse florecieron
cuna y sepulcro en un botón hallaron.
Tales los hombres sus fortunas vieron
en un día nacieron y expiaron
que pasados los siglos, horas fueron. Vivimos tiempo, que ni se detiene ni tropieza ni vuelve.
No quisiera despedirme, Carlos, sin hacer una
referencia a la patria de los relojes: La Selva
Negra, en Alemania. Allí se puede disfrutar del
museo de los relojes en Furtwangen con una muestra excepcional de los modelos más
variopintos a lo largo de la historia, o visitar
Triberg, la “Meca” de los relojes de cuco.
Hay mil modelos donde elegir.
Personalmente me encanta el más grande de
todos, (aunque el cuco se parezca mucho a
Macario, el cuervo de Moreno) que está en
Schonach, un pueblecito justo al lado.
Es una casa completa, con la maquinaria dentro.
Bueno amigo, te dejo que se me hace tarde.
De los relojes he aprendido, que debido al
Tempus fugit, hay que practicar el Carpe Diem.
Recibe como siempre mis mejores saludos
Javier