Teoría de la tradición

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Teoría de la Tradición Dr. Carlos Herrejón Peredo Comentarios de lecciones (textos y sesiones) Alejandro Mendoza Febrero de 2015

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Teoría de la TradiciónDr. Carlos Herrejón Peredo

Comentarios de lecciones (textos y sesiones)Alejandro Mendoza

Febrero de 2015

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Comentario de la lección del 16 de febrero.

A) Definiciones desde la Etnología y la Antropología.

«Tradición».

La definición que se nos ofrece en el Dictionnaire de l’ethnologie et de

l’antropologie tiene un énfasis en el enfoque antropológico,

absolutamente comprensible dada su proveniencia, tal que sólo se

entiende la “tradición” como una manera de la “cultura”, es decir,

aquélla es definida a la luz de ésta, pues la tradición se hace

perceptible sólo como aquello que constituye, en conjunto y de manera

coherente, “lo que se llama una cultura”. Ahora bien, bajo esta

definición se aprecia la dimensión objetiva de la tradición en demérito

de la dimensión subjetiva, pues se trata de “lo que persiste de un

pasado en el presente donde ella es transmitida”; se puede destacar

que la acción de transmitir aparece, por la necesidad de la cosa

misma, pero de manera secundaria.

Por otro lado, se nos presenta una concepción tradicionalista de

la tradición toda vez que aparece concebida, primero, como un

contenido cultura hacia el cual se solicita una conformación obligatoria

con ella por parte de los sujetos de la cultura y, por otra parte, en

cuanto que la tradición, según esta definición “cultural-presentista”, es

inconsciente o sólo llega a la percepción presente cuando está

declinando.

A este respecto, me parece que es válido cuestionar la reducción

ontológica de la tradición a la cultura; quizá sea válido preguntarnos si

la tradición no será, más bien, aquello que en efecto hace posible la

cultura pero de una manera propia, a saber: sosteniendo la

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historicidad de la vida humana, de tal manera que no sea preciso que

sólo a través de la “cultura” podamos percibir la tradición sino que

ésta, por sí misma, nos rodea y conforma nuestro ser antes del

presente de la cultura.

Finalmente, es interesante observar que el criterio fundamental

que en esta definición se emplea para distinguir las categorías de

sociedades de acuerdo a su manera de tener la tradición es a partir de

la forma de la transmisión, aquí, en la distinción de transmisión oral y

transmisión escrita. Y tenemos aquí una manera de concebir la

escritura que la muestra como el medio por el cual la asunción de la

finitud de la memoria de nuestro ser histórico puede, no obstante,

mantener abierto el horizonte de su experiencia, pues en la medida en

que la escritura guarda, bien que de manera selectiva y objetivadora,

la infinitud posible de la oralidad, a partir de su capacidad de acervo

podemos desplazar nuestro sentido de la incorporación de contenidos

culturales. Si bien es necesario apuntar que el peligro de lo escrito

siempre estará en sedimentar la tradición al punto que nos olvidemos

de ella, precisamente como algo dinámico y subjetivo.

«Transmisión»

De la misma manera que el concepto de “Tradición”, el de

“Transmisión” también se define a partir del concepto abarcador de

“Cultura”. Aquí la indicación remite al inherente carácter

comunicacional de la cultura, de sus contenidos, de donde hay que

entender transmisión como comunicación de los contenidos culturales.

Una observación fundamental hay que poner sobre esta definición: no

se considera la dimensión temporal de su ejecución, de aquí que no

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aparezca remitida tanto a la tradición cuanto más bien a la noción de

“formación presente de la persona en la cultura”. Por esto,

seguramente, que la indicación crítica sea relativa a las construcciones

ideológicas que dirigen las prácticas de transmisión, lo que puede dar

cuenta del hecho de que no sea la “lógica de la eficacia” la que

conduce la transmisión sino la “intención cultural”, es decir, el sentido

formativo.

Hay una identificación implícita, me parece, de la transmisión

como dispositivo de “educación”.

«Cultura».

Toda vez que tanto tradición como transmisión han sido definidas a

partir de su significación cultural, es consecuente que ahora nos

preguntemos qué debemos entender, a fin de cuentas, por la cultura

misma.

El “momento” de la definición con el que nos encontramos en el

texto es el del planteamiento del problema, en el cual se nos presenta

la cuestión de principio acerca de “las dos acepciones principales” que

de la palabra “cultura” dispone la antropología. Por una parte, se habla

de la cultura en general para mostrarnos en un somero recorrido

histórico las escuelas de la antropología cultural que parte desde la

exposición de la cultura por Tylor y su idea del “todo complejo” en que

lo humano propiamente considerado se distingue de lo meramente

natural, precisamente en tanto que cultura.

En la antropología cultural se puede destacar el realce que cobra

la transmisión precisamente porque, en tanto que la cultura no es

herencia natural, debe ser mediada, de la sociedad a los sujetos, a

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través de la educación cuyo contenido es primariamente el de la

tradición, no obstante que no se enfatice a la tradición misma en esta

definición de cultura. Sin embargo, esta definición de la cultura se

acota a su carácter “psicologizante” que destaca de la cultura la

dimensión espiritual soslayando el acervo material. En esta primera

acepción, finalmente, se señala el progreso de la antropología

contemporánea en cuanto que, en lugar de perderse en una empresa

tan equívoca, ha desplazado su dirección de conocimiento hacia el

problema del “paso” de la naturaleza a la cultura.

La segunda acepción de cultura se trata de la que nos habla ya

más bien de la diversidad de culturas, donde habiendo asumido el

carácter universal-humano de la cultura, la pregunta crítica es la que

interroga por sus diferencias. Una precaución metodológica se impone

a esta consideración: no pretender una sistematización de la

diversidad de las culturas, sea desde el punto de vista del relativismo,

sea del evolucionismo o bien, finalmente, del humanismo.

La afirmación fundamental para impedir la asimilación de la

diversidad cultural en una sistematización es el hecho evidente de que

en ello se tendría que recurrir, necesariamente, a una estrategia de

superposición de unas culturas sobre otras y hacer de su “unidad” una

cuestión de genealogía que haría de la comparación una manera de

reducir una cultura a los términos de otra lo que terminaría por ser una

traducción alienante que siempre debería interrogar desde qué

posición cultural se realiza la traducción. Además de esto, es preciso

sostener que las culturas se vinculan y efectúan procesos entre sí, es

decir, no hay aislamiento cultural desde el cual la diferencia implique

ruptura: más bien debemos observar una contemporaneidad e

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interacción entre la diversidad de las culturas y concebir su diferencia

no tanto hacia la tarea de la recuperación de una identidad

subyacente, sino más bien en término de sus correspondencias.

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B) Comentario a las lecciones del texto Teoría de la tradición.

Conceptos fundamentales.

Se han venido modelando dos presupuestos en torno a la tradición:

por una parte, que ella es el ámbito en el que ineludiblemente se

encuentra nuestra existencia en la medida en que nuestra finitud nos

constituye como seres históricos y esto se extiende a la siguiente

posición: el ser humano existe desde la tradición, ella no es una

opción que “asépticamente” podamos evitar o tomar sino que de

antemano es ese tan referido “horizonte” de la experiencia histórica-

comprensiva de la vida1. El otro presupuesto es que todo ser humano

trata de entenderse en el mundo a partir de la tradición, siquiera en el

nivel menor de una consciencia que precisa mediar la transmisión

hacia su subjetividad.

Precisamente esto último es lo que se considera a partir del apartado

“Conciencia en la tradición”. Me parece muy importante destacar que

esta cuestión de la conciencia no se nos plantee en el marco de una

“filosofía de la reflexión” que piense la conciencia en términos de una

constitución trascendental del fenómeno de la tradición a partir de una

suspensión o puesta entre paréntesis de ella, sino que la conciba en

su gestarse mismo, pues si bien se ha acentuado la dimensión

dinámica de la tradición, que es lo subjetivo en ella, aquí, no obstante,

se ha destacado su ser integral, tanto subjetivo como objetivo de

1 Me refiero a experiencia “histórica-comprensiva” como un concepto diferente al que se expresa en el término de “experiencia empírica”, cuya diferencia fundamental radica en que aquélla es la que previamente nos da la orientación de sentido de la manera en que comprendemos nuestro ser tal como se da en el mundo; la experiencia “empírica”, por su parte, aquí entendida en su significado de percepción presente de una consciencia cognitiva-positiva de cosas.

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manera simultánea, de donde podemos decir que la presentación de la

conciencia en la tradición es un fenómeno que se da en la historicidad

de ésta y no en una reflexión puramente subjetiva.

Así pues, se indica algo que normalmente está presupuesto pero

que, en realidad, es una cuestión que precisa ser aclarada

suficientemente, a saber: que la conciencia no sólo —y tal vez hay que

decir que no inicialmente— se refiere a la “percepción” del contenido

de la tradición sino a la acción de la transmisión, sea esta percepción

conceptual, aconceptual o supraconceptual. Y así, según esto, en la

medida en que hay conciencia de la transmisión dentro de la vivencia

de la misma es que no es necesario identificar conciencia con

reflexión, como hacen las filosofías idealistas subjetivistas: ésta es una

conciencia “inmanente” o “mundana” que va con el mismo acto de la

transmisión. En virtud de este carácter perceptivo no necesariamente

conceptual y no propiamente reflexivo, es que la transmisión de la

tradición encuentra una voluntad inmediata de ser legada.

Con esto tenemos un criterio para observar que, en sentido

estricto, no hay sociedades en las que no haya un ejercicio de

tradición, pues encontramos que los grupos humanos que se definen

como “no tradicionales” tienen la característica de que, en ellas, la

crítica sólo ha suspendido la referencialidad al contenido, pero ello no

ha comportado que suspenda la continuidad de la acción, de tal

manera que las sociedades modernas se definen como tales, a sí

mismas, sólo desde un punto de vista parcial en relación a la tradición:

ahí donde la percepción de la transmisión no se encuentra en el plano

de lo consciente. Valga aquí retomar que esta tendencia a superar la

tradición propia de la crítica del pensamiento moderno se asienta en

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un concepto disminuido de la tradición que no observa la dimensión

activa y en ello ha tenido que ver la precariedad de una conciencia

histórica genuina, que en la modernidad no ve la amplitud de la

temporalidad de la existencia y de su expresión en la historicidad de la

cultura. En este sentido es que se afirma que “toda sociedad es

tradicional”, distinguiendo este carácter, que se habrá de considerar

constitutivo de la vida histórica-cultural (por la tradición es que

podemos hablar conjuntamente de historia y cultura), del

tradicionalismo: éste se refiere a la noción “conservadurista” de la

tradición. (Me gustaría no confundir el “conservadurismo” con una

potencia de valoración y creatividad que sí se encuentra en cierta

actitud “conservadora”).

Si la conciencia de la tradición, según hemos destacado, se da

de manera inmanente, dentro del movimiento de la vivencia de la

tradición misma y no en una reflexión trascendental, hay que destacar,

igualmente, que hay una “tendencia natural” de apropiación conceptual

de la vivencia de la tradición, es decir, que se trata de clarificar el

significado objetivo así como, en su otro aspecto, se tendrá que dar

claridad en relación a los medios de la transmisión, pues la posesión

de la tradición tiene como rasgo distintivo el de ser una conciencia que

toma posición, por lo menos en las sociedades formadas a la luz de la

formación occidental.

Sería válido afirmar que la vida histórica del ser humano está

determinada por una permanente voluntad de transmisión; pero

también habría que puntualizar que esta perennidad de la voluntad en

la tradición se va diferenciando con la manera en que la conciencia se

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relaciona sobre todo con el contenido. Así pues, la distinción primaria

entre tradición y costumbre nos plantea que la tradición es más que

una voluntad inmediata de transmitir; en ella debe concurrir una

conciencia clara tanto hacia la acción como al contenido: la costumbre

es la cosificación de la acción en virtud de la ausencia de la

conciencia, fenómeno por el que la transmisión idéntica se acentúa

sobre la transmisión progresiva, esto es, la tradición deja de ser

horizonte significativo y se torna mera costumbre.

Hasta ahora hemos visto la dimensión conceptualista de la tradición,

su ser como se manifiesta en sí mismo; pero es preciso que no

perdamos de vista que la concreción de la tradición se da en situación:

hay determinantes sociales, económicos, históricos, culturas, etcétera,

que determinan la realización concreta de una tradición. Hablamos de

las condiciones circunstanciales que posibilitan la existencia de la

tradición así como su horizonte.

Habiendo advertido en parágrafos anteriores que el agente de la

tradición es el hombre en tanto que social, así nos referimos a la

voluntad y la conciencia de la tradición en términos análogos: no son

ni la voluntad ni la conciencia de los individuos los que se expresan en

la tradición sino la del grupo social. Sin embargo, resaltamos que hay

diferenciales en la “apropiación” de la tradición en el sentido de que se

puede realizar una discriminación positiva para observar que no todos

los individuos concurren y participan con el mismo grado de conciencia

y voluntad hacia la tradición.

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Por otro lado, hablamos de dos formas peculiares, sui generis,

de agentes de la tradición: el agente como patrimonio y el agente

como corriente cultural. La base de esta indicación es que el ser

histórico del hombre implica, por necesidad, el dejar testimonio de su

existencia como algo que puede recuperarse en el modo de acervo o

como expresión cultural del tipo de las corrientes culturales. Desde

esta consideración se nos abre, además, una perspectiva desde la

cual podemos ver meridianamente que la conciencia en la tradición no

es una noción semejante a la reflexión sobre la tradición: sucede que

aun si no hay una voluntad expresa y una conciencia deliberada de

transmitir, sin embargo la gesta humana es inherentemente tradicional:

la afirmación de que “el hombre es un signo del hombre” lo expresa

suficientemente en tanto que no hay obra del ser humano que no esté

inserta en la tradición y que, consiguientemente, no pueda ser

recuperada para la tradición, incluso hasta para una tradición que no

sea la propia del “autor”, el ejercicio de apropiación de un patrimonio o

una corriente cultura puede tener el carácter de trascender su

horizonte específico; lo que aquí se tornaría problemático sería la

cuestión de la autenticidad de la apropiación.

Pero el asunto propio es que las gestas humanas son de suyo

interpelativas para quien, por supuesto, pueda abrir su sentido para un

encuentro adecuado. Un poco podemos introducir aquí la noción de

Gadamer sobre el carácter dialógico de la comprensión: nos

encontramos ante el mundo en tanto que lo comprendemos porque

hay una experiencia originaria en la que somos interpelados

libremente y nuestro acto de comprender es una respuesta a lo que la

tradición suscita en nuestra subjetividad.

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Llegamos ahora a un asunto que puede ser de los más

significativos en torno a la tradición, a saber: su creación. Si bien se

puede sostener que no hay ninguna creación de tradiciones ex nihilo,

pues la historicidad de la vida lleva consigo el comenzar, siempre,

desde un horizonte que previamente ha sido conformado y, desde ello,

legado, al haber acentuado la dimensión subjetiva necesariamente

activamos la posibilidad de crear: se habla, bajo este matiz, de que la

creación es más bien una “nueva síntesis de elementos culturales

preexistentes”.

De la misma manera en que no confundimos, según se ha visto,

conciencia con reflexión, tampoco confundimos “creación” con un

gesto absoluto de formación histórica desde una circunstancia

trascendente. Entendemos la creación como conformación histórica.

Ahora bien, en este aspecto de la creación distinguimos la

conformación, que es lo propiamente originario, ante los mecanismos

de la transmisión, en tanto que puede ser el caso tanto de que el

creador o los creadores de una tradición sean sus primeros

transmisores como también puede ser el que quienes se den a esta

tarea posterior ya no sean los creadores. Hay casos en la creación en

que un solo sujeto sea el transmisor-creador si sólo nos referimos al

contenido de la tradición, pero se observa que es dudoso que sea así

en cuanto a la transmisión. Y al revisar esta estimación vemos que se

trata de la cuestión de la tradición que tiene a la dimensión social del

hombre como su ámbito, de lo contrario la creación no trascendería al

individuo creador y, por tanto, no se constituiría en legado.

Finalmente —por lo que a esta lección respecta—, hablamos del

doble aspecto de la nueva tradición: como transformación “natural”,

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por una parte, y como invención “artificiosa”, por otra. Ya las palabras

que les dan nombre nos ponen en el asunto. La primera se refiere a la

resignificación coyuntural de algo que se asume como un proceso que

mantiene su filiación (diríamos con Shils) con un legado; la otra

pretende inaugurar otro sentido en la experiencia, si bien siempre a

partir de tradiciones preexistentes.

Me detendré un poco en la consideración del ejemplo de la

configuración de los Estados-naciones en América Latina durante el

siglo XIX. Aquí se presenta un fenómeno en el que la recepción se

destaca sobre la transmisión en cuanto que la idea de que “hay un

legado que se debe constituir como tradición” es realmente algo que

ocurre en la actividad de la recepción, más aún, aquí la recepción es la

actividad que conforma un contenido del pasado en una tradición. La

formación de los Estados-naciones no podría apelar a un purismo de

una intención de transmisión originalmente proyectada hacia esa

conformación, sino que aquí es la recepción la que le imprime a la

transmisión su cariz específico como contenido de identidad. Se da

algo así como una fabulación o un acto de “legendar” un pasado para

ponerlo en el presente como coincidente: aquí parece que es la

recepción aquella que crea la significación del contenido y que de

hecho lo constituye como tal. Es posible que este artificio en la

tradición sea lo que después permite a la crítica historiográfica hablar

de las “mitologías” subyacentes en ciertos constructos históricos.

Lección del 26 de febrero.

La transmisión de la tradición supone un medio que siendo

inicialmente un modo de lo subjetivo, se puede transformar en un

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contenido objetivo de la tradición: para que la “causa agente” sea

efectiva en su acción de transmitir, es preciso de una “causa

instrumental o mediante”. Hablamos entonces de medios intrínsecos y

de medios extrínsecos; los primeros son las facultades inmediatas del

ser humano desde su constitución “natural”, mientras que en los

segundos comprendemos lo que el hombre ha fabricado, ya como

“cultura”, para disponer de la posibilidad de una transmisión “compleja”

de la tradición: es decir, todos los sistemas de comunicación que

transmiten contenidos que inicialmente no serían modos miméticos del

comportamiento, sino que implican la complejidad de la techné, como

de manera destacada sería la formación en patrimonios y corrientes

culturales. Sobre esto, decimos que los medios nunca se dan de

manera aislada sino que se combinan. Quisiera resaltar que es posible

considerar que, sobre todo en el nivel generacional, la transmisión

acentúa su inmediatez de tal manera que podría hablarse de una

transmisión mimética, pero no en el sentido de una recepción

inconsciente y bajo una voluntad suspendida; en la recepción mimética

hay, por supuesto, volición y percepción pero dado que ahí la tradición

es al mismo tiempo el mundo circundante inmediato en que se

proyecta la vida, hay una tendencia “natural” a no poner una instancia

mediadora-reflexiva hacia la transmisión misma y, menos aún, hacia el

contenido, sino que aquí se tiende a e identificar la “tradición” con el

valor absoluto de la experiencia de la vida. Comprensiblemente, lo

obvio de la recepción mimética radica en que ella se da a partir de que

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voluntad y percepción se encuentra cuya situacionalidad es estrecha:

no se anula la libertad pero su horizonte es limitado2.

Se afirma que la tradición, “más que comportar un sistema de

medios, se constituye por un sistema de tradiciones”; esta indicación

es pertinente a propósito de la virtualidad que todos los medios de los

que una tradición dispone para ser transmitida para constituirse, ellos

mismos, en tradiciones. Me parece que es oportuno señalar cierto

“riesgo” al que se exponen estas tradiciones que se han constituido en

tales a partir de su original condición de medios: aislarse de su

contexto significativo originario y, con ello, convertirse en imperativos

culturales que, en la medida en que se alejan de su circunstancia

inicial, pueden ser objeto de una crítica nihilizante de su valor y de su

sentido. Y esto no radica en otra cosa sino en otra tendencia que

también es natural cuando se objetiva la tradición: identificar el

contenido transmitido con el medio de la transmisión, pues puede

suceder, como efectivamente ha sido, que sobre todo en los

patrimonios y las corrientes culturales el medio de la transmisión se

convierta en la norma orientadora de la interpretación del contenido.

Así, en la tradición filosófica, en un mismo acto de crítica se rechazó a

“El filósofo” en virtud del rechazo de “La Escuela”: la equivalencia que

2 En la necesidad de recuperar a la filosofía del “olvido del ser” dado en la “ontología tradicional”, Heidegger habla de la necesidad de una Destrucción de la tradición de esa ontología tradicional. Lo que aquí nos resulta relevante es la indicación heideggeriana de que el Dasein, el existir humano, tiende a “caer” y “perderse” en la tradición al punto de que deja de saberse que se encuentra en ella. A partir de lo que hemos visto en estas lecciones, me pregunto si esa propuesta heideggeriana de “desmontar” la tradición no implicaría, necesariamente, un momento trascendental de suspender el movimiento de la historicidad de la tradición, no obstante que el propio Heidegger no lo supone así, cabe, sin embargo, interrogar más críticamente si al final de cuentas semejante destrucción no tiene que pasar por un momento de reflexión pura.

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la naciente ciencia moderna estableció entre la escolástica y

Aristóteles: “Habla Aristóteles y callan la Razón y la Experiencia” es un

motto que se encuentra en Díaz de Gamarra, por hablar de la

polémica “modernidad filosófica mexicana”3.

También resaltamos la continuidad de los medios de la

transmisión no obstante que su contenido tenga una variación

profundamente significativa; aquí sucedería al contrario de lo recién

señalado: lejos de que el contenido transmitido de la tradición sea

inadecuadamente hecho equivalente al medio-continente, más bien

ocurre que éste le otorga a aquél una connotación de mayor valor por

tener un reconocimiento más arraigado y legítimo dentro de la

tradición. Y quizá en este aspecto podríamos plantear la cuestión de la

“desmitificación” precisamente a partir de que, lo que se comienza a

“devaluar” es, en principio un acto de iconoclasia, no inicialmente

hacia el contenido sino al medio que lo ha legado, pues en éste

radicaría la previa mitificación.

Ya se ha insinuado y medianamente sospechado que la

“educación” habrá de ser considerada como un espacio relevante en la

tradición, pues ser con-formado como sujeto en una tradición bien

puede ser la finalidad propia de la educación (por lo pronto si la

estimamos con independencia de cuestiones ideológicas y como

3 En virtud de este proceso de reducción del contenido al medio, se nuble la visión para mantener la vigencia de tradiciones. Me referiré aquí, en particular, a cómo la filosofía moderna, en su afán del método y la ciencia, dejó de ver el vigor que para la metafísica aún guardaba el pensamiento “escolástico” de Francisco Suárez, al grado de que la supuesta originalidad de Descartes se exhibe como profundamente deudora del vigor de pensamiento de Suárez, en el ámbito de la metafísica, insisto, pues si hubo un pensador que restituyó la suficiencia y autonomía de la metafísica fue Suárez antes que Descartes. Pero, se ve, esa cosificación del medio termina por perder de vista el sentido propio del contenido.

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estrategia discursiva). En ese su sentido inicial, entonces, hablamos

de la educación dentro de la dimensión activa de la transmisión de la

cultura que puede ser, a su vez, formal o informal. “Informal” se refiere

a los aspectos más “cotidianos” e inmediatamente asibles de la

tradición y su lugar preferente es la familia o el mundo entorno

inmediato a los sujetos: es la transmisión por generación. “Formal” se

refiere, por su parte, a la que amplía el horizonte de contenido de la

tradición, pues en ella se puede tratar de un dispositivo complejo que,

además de los elementos cotidianos de lo generacional, incluye el

patrimonio y las corrientes culturales. Una distinción fundamental es

que, en contraste, la educación formal tiene un carácter más

sistemático y conceptual y, por tanto, podemos hablar de ella ya como

dispositivo intencional y de recepción ya más o menos reflexivo.

Ahora bien, pero si desde el concepto ilustrado de “educación”

como “formación” para ser autónomo, es decir, para acceder

adecuadamente a lo que en Shils vimos como la tradición ilustrada de

la racionalidad, se ha concebido a la educación como uno de los

aspectos sociales más críticos del tradicionalismo, es importante

señalar que como medio de transmisión, la educación rehabilita el

principio de autoridad en la medida en que la educación, en cuanto

formativa, es normativa. Pero hablamos de la razonabilidad de la

autoridad en el sentido de autoridad legítima que propicia la finalidad

educativa de formar personas autónomas. Podemos pensar la

educación como la instancia mediadora entre la mera mímesis y la

reflexión pura, como el espacio en que los sujetos dialogan con la

tradición para incorporarla críticamente y tener una apropiación

interactuante con, y sobre todo, en ella.

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Hemos visto que la temporalidad es un aspecto decisivo en la

tradición: sólo una transmisión que adquiere un carácter “histórico”

puede ser considerada, propiamente, como tradición. La diacronía es

la forma en que la temporalidad de la transmisión le confiere el

esencial carácter histórico a la tradición. Hay tres formas en que se

lleva a cabo la cadena temporal de la tradición:

1. Coincidente con el continuum del tiempo. Es la cadena de la

tradición inmediatamente vivida como las costumbres donde un

comportamiento mimético puede ser suficiente para lograr la

diacronía consistente.

2. No coincidente con el continuum del tiempo. Aquí hablamos de

las tradiciones que han pasado por rupturas y que han estado

ausentes en algunos momentos de la historia para ser

recuperadas. Es la tradición referida al patrimonio y a las

corrientes culturales. Se destaca aquí el papel activo de la

recepción en la interpretación y selección del acervo a recuperar.

En esta cadena se da el líneas arriba señalado peligro de la

pérdida de las significaciones originarias de una tradición y el

peligro mayor, desde luego, de la pérdida de una tradición

cuando sus “vestigios” son más bien escasos, pues no hay una

memoria generadora de tradiciones ex nihilo.

3. Finalmente, hay una cadena que combina las dos anteriores. En

este caso, la transmisión tiene como fuentes tanto a las

generaciones como al acceso directo de los textos o vestigios de

las tradiciones. Aquí es posible considerar no sólo la

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recuperación sino incluso la reforma de una tradición a partir de

su aplicación presente.

Voy a reiterar lo ya señalado líneas arriba: en tanto que nuestra

experiencia es finita la tradición nos da el horizonte inicial para

encontrarnos en el mundo; pero esto implica que la historicidad sea

imposible de poner entre paréntesis y, de esta manera, si cabe pensar

en una reflexión sobre la tradición, ella nunca lo será en el modo de lo

puro y trascendental sino necesariamente será una reflexión

inmanente e histórica: la tradición se pone en cuestión desde su propia

facticidad.

Los últimos apartados de la primera parte del texto nos ponen ante la

consideración de lo que bien podríamos llamar “Dimensión existencial”

de la Tradición. Siguiendo el léxico de las “causas”, aquí nos

encontramos ante la problemática causa final, aquella que responde al

para qué de algo en general y, en este caso, de la tradición. Se reitera

que no se trata de una o algunas tradiciones en particular sino del

sentido de la tradición en general.

No abordaríamos con la óptica adecuada la cuestión de la

finalidad y sentido último de la tradición si no hacemos referencia a

ese señalado carácter existencial, pues de hecho toda pregunta sobre

el para qué pone en movimiento la significación que para la vida

humana tiene ese algo acerca de lo cual se pregunta su sentido. Por

ser una “cosa” que se da por el ser humano, la tradición debe tener

una íntima relación con el tiempo puesto que la vida del ser humano

está constituida fundamentalmente por la temporalidad. Con este

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reconocimiento, bien que breve pero debidamente justo, nos resulta

del todo adecuado a la cosa sostener que el sentido último de la

tradición es el de “perpetuar la vida humana” como la labor de hacer

historia para darle fundamento a nuestra existencia. Ahí está la

finalidad de la tradición: no tanto resistir al tiempo sino habitarlo

históricamente, lo que no significa, en modo alguno, estar en

referencia al pasado sino recuperar el sentido propio del ser histórico:

la apropiación de todas las dimensiones del tiempo en el presente. Por

esto, la tradición nos es legada en el presente, como horizonte

previamente conformado y hacia nuestra apertura del futuro.

Entonces nos debemos preguntar de qué modo es que la

tradición permite perpetuar la vida humana. En principio no se trata de

una cuestión de carácter “natural”; la tradición sostiene la existencia en

su sentido histórico y, por tanto, como “cultura”. Aquí podemos

establecer pertinentemente la distinción y relación propia entre

tradición y cultura que, según habíamos visto en la concepción

antropológica y etnológica, hacía de la tradición el componente

subyacente del presente de la cultura. Aquí, por el contrario, decimos

que hay cultura sólo en la medida en que hay tradición pues es en

ésta donde la temporalidad de la vida humana se convierte en

históricamente significativa y, por tanto, darse como cultura. Si

definiésemos la cultura sólo en su presente etnográfico, entonces

perderíamos el elemento fundamental de la temporalidad del ser

humano. En contraste con esta perspectiva, la tradición es lo que

arraiga en la historia a la cultura. No hay cultura sin tradición porque

no puede haber fenómeno humano que no vaya en la temporalidad: no

podemos concebir una esencia pura, trascendente, de la vida cultural

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sino que toda cultura está determinada por la historicidad en la que se

gesta. La distinción entre tradición y cultura nunca puede ser una

distinción real sino sólo de razón.

La manera en que a nivel ya empírico-histórico, propiamente

antropológico, la tradición realiza esta labor de guardar la existencia

en el tiempo es a través de la constitución de la identidad. Pero no se

trata de una identidad esencialista que rompa con la temporalidad

histórica (esto es imposible para la finitud del ser humano), sino de la

identidad histórica que se trata, ante todo, de una identidad con que

los individuos se pueden encontrar mas en la dimensión social de su

vida. Como ya hemos visto, la tradición sólo tiene sentido cuando su

agente es el hombre en su ser social. Por esta razón podemos decir

que la tradición y la cultura se trascienden: su constitución de

identidad va más allá de los individuos que pertenecen a esa

identidad, pero siempre como algo en el tiempo: el hombre, la

humanidad, no los individuos, es lo que sobrevive, pero no como

especie biológica sino en tanto que grupo social y cultural que expresa

su formación histórica de la temporalidad.

Al hablar, por otro lado, de una constitución de identidad en

sentido histórico-existencial y no abstracto-esencialista, la empirie de

la cultura nos muestra la diversidad de las tradiciones históricas. Pero

es importante no perder de vista que en el término diversidad no se

trata de una multiplicidad abstracta y evanescente de tradiciones, sino

de identidades que se encuentran ante la otredad en un escenario de

identidades diversas. En este sentido, una lógica muy elemental nos

muestra que sólo cuando hay un sí mismo con identidad puede haber,

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entonces, otro en sí mismo que presenta como diverso. El principio de

posibilidad de la diferencia es, en efecto, la previa identidad.

Una identidad tiene como principio de existencia su tradición

histórica desde la que se erige en el presente hacia su futuro desde el

pasado. Por esto hablamos de una identidad dinámica que

corresponde al hecho de que su sustancia sea la historicidad de la

tradición. Precisamente cuando se pierde esa sustancia de la tradición

en un nivel significativo —en sus elementos primordiales—, ahí

comienza la declinación de una identidad histórica. Aquí se resalta la

importancia del patrimonio, que por su mayor fuerza de permanencia

en el tiempo guarda en sí un constante potencial de recuperación de la

tradición a la que dicho patrimonio pertenece. Por esta razón es que lo

patrimonial no es un vestigio arqueológico sino que sigue hablando al

presente y sostiene la posibilidad de que lo pasado aún tenga valor

presente. de aquí que podamos hablar, entonces, del “axioma

paradójico de la tradición: en ella se resguarda lo originario de la

identidad, pero en la medida en que esa identidad va en el tiempo,

también debemos hablar de una trascendencia inmanente —valga el

oxímoron— en virtud de la cual es que la tradición conserva la

identidad en la medida en que tiene la capacidad plástica y creadora

de apropiarse de lo que en el tiempo y ante lo diversidad se presenta

en su horizonte y espacio de vivencia: la tradición conserva la

identidad al ponerla en progreso. El asunto de la tradición, a este

respecto, no es la preservación de una igualdad abstracta; no es el

principio de identidad de la lógica formal lo que la tradición resguarda

sino una identidad histórica que sostiene la mismidad, no lo idéntico.

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La tradición crece, se enriquece, o bien declina y pierde, pero siempre

en atención a la salvaguarda de una identidad histórica.

Así, pues, finalmente, nos encontramos con el sujeto de esta

identidad, es decir, al que se le dan estas atribuciones. Se trata de

todos los grupos sociales, sean los que definen la tradición por la

transmisión generacional o los otros más complejos de las corrientes

culturales y el patrimonio, es en atención a estos grupos que se

procura guardar la identidad en la tradición que otorga un principio

subyacente de unidad. El “paso del tiempo” no es fragmentariedad de

expresiones sino elaboración de una “sustancia histórica” que da

síntesis de lo múltiple como identidad: la tradición es el principio

existencial de la constitución de una esencia histórica.

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