Textos Sobre Borges y El Tema Del Doble

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1 TEXTOS INCLUIDOS EN ESTE DOSSIER 1. «El otro», El libro de arena. 2. Epílogo de El libro de arena. 3. «Veinticinco de agosto, 1983». 4. «El Doble», El libro de los seres imaginarios. 5. «Epílogo» a sus Obras completas en colaboración. 6. Fragmento de un curso de literatura (1966). 7. «Borges y yo», El hacedor. 8. «El querer ser otro». 9. «Tema del traidor y del héroe», Ficciones. 10. «La otra muerte», El Aleph. 11. «Los teólogos», El Aleph. 12. «Proteo», La rosa profunda. 13. «Otra versión de Proteo», La rosa profunda. 14. «Un ciego», La rosa profunda. 15. «All our yesterdays», La rosa profunda. 16. «Al espejo», La rosa profunda. 17. «Yo», La rosa profunda. 18. «No eres los otros», La moneda de hierro.

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Antología crítica de textos borgesianos sobre el tema del doble

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TEXTOS INCLUIDOS EN ESTE DOSSIER

1. «El otro», El libro de arena. 2. Epílogo de El libro de arena. 3. «Veinticinco de agosto, 1983». 4. «El Doble», El libro de los seres imaginarios. 5. «Epílogo» a sus Obras completas en colaboración. 6. Fragmento de un curso de literatura (1966). 7. «Borges y yo», El hacedor. 8. «El querer ser otro». 9. «Tema del traidor y del héroe», Ficciones. 10. «La otra muerte», El Aleph. 11. «Los teólogos», El Aleph. 12. «Proteo», La rosa profunda. 13. «Otra versión de Proteo», La rosa profunda. 14. «Un ciego», La rosa profunda. 15. «All our yesterdays», La rosa profunda. 16. «Al espejo», La rosa profunda. 17. «Yo», La rosa profunda. 18. «No eres los otros», La moneda de hierro.

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1. EL OTRO

El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cam-bridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo es-cribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las des-veladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero. Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente

al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edi-ficio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La mile-naria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista. Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a

los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra pun-ta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memo-ria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vi-nieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Alvaro. La reconocí con horror. Me le acerqué y le dije: —Señor, ¿usted es oriental o argentino? —Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contesta-

ción. Hubo un silencio largo. Le pregunté: —¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa? Me contestó que sí. —En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Bor-

ges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge. —No —me respondió con mi propia voz un poco lejana. Al cabo de

un tiempo insistió:

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—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris. Yo le contesté: —Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede

saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de ser-pientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palan-gana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carly-le, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balcánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg. —Dufour —corrigió. —Está bien, Dufour. ¿Te basta con todo eso? —No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy

soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano. La objeción era justa. Le contesté: —Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos

tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar. —¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad. Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente

no sentía. Le dije: —Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse,

no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasa-do, que es el porvenir que te espera? Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido: —Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos

Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo:

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“Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que na-die se alborote por una cosa tan común y corriente”. Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, ¿en casa como están? —Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que

Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas. Vaciló y me dijo: —¿Y usted? —No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasia-

dos. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre. Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los li-

bros. Cambié de tono y proseguí: —En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los

mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica bata-lla de Waterloo. Buenos Aires, hacia 1946, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El 55, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderán-dose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní. Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo im-

posible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era. —Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me

replicó no sin vanidad. —Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es? No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia. —El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que nadie en los

laberintos del alma eslava. Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serena-

do. Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido. Enu-

meró dos o tres, entre ellos El doble.

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Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa. —La verdad es que no —me respondió con cierta sorpresa. Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro

de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos. —¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El ver-

so azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine. Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de to-

dos los hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época. Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que vi-ven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias. —Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no es más que

una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba. Salvo en las severas páginas de la historia, los hechos memorables

prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situa-ción era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fa-talmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimien-to de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después. Casi no me escuchaba. De pronto dijo: —Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro

con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges? No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción: —Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo. Aventuró una tímida pregunta: —¿Cómo anda su memoria? Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte

años, un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté: —Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encar-

gan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.

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Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño. Una brusca idea se me ocurrió. —Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no estás so-

ñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo re-cuerde. Lentamente entoné la famosa línea:

L’hydre-univers tordant son corps écaillé d’astres.

Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando ca-da resplandeciente palabra. —Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea co-

mo ésa. Hugo nos había unido. Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve

pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz. —Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la deseaba y no

sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un an-helo, no la historia de un hecho. Se quedó mirándome. —Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es incapaz de mentir. Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas

de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remendo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal pa-ra durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy. De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor. Se me ocurrió un artificio análogo. —Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero? —Sí —me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé

a Simón Jichlinski en el Crocodile. —Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mu-

cho bien... ahora, me das una de tus monedas. Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me

ofreció uno de los primeros. Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen

muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.

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—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro. (Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fe-

cha.) —Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da mie-

do. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas. Hizo pedazos el billete y guardó la moneda. Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el

río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso. Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterra-

dor. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios. Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme. —¿A buscarlo? —me interrogó. —Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la

vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ce-guera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de ve-rano. Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro

tampoco habrá ido. He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie.

Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro con-versó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo. El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo en-

tiendo, la imposible fecha en el dólar.

El libro de arena (1975)

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2. [EPÍLOGO DE EL LIBRO DE ARENA]

[...] El relato inicial retoma el viejo tema del doble, que movió tantas veces la siempre afortunada pluma de Stevenson. En Inglaterra su nom-bre es fetch o, de manera más libresca, wraith of the living; en Alemania, Doppelgaenger. Sospecho que uno de sus primeros apodos fue el de alter ego. Esta aparición espectral habrá procedido de los espejos del metal o del agua, o simplemente de la memoria, que hace de cada cual un espec-tador y un actor. Mi deber era conseguir que los interlocutores fueran lo bastante distintos para ser dos y lo bastante parecidos para ser uno. ¿Valdrá la pena declarar que concebí la historia a orillas del río Charles, en New England, cuyo frío curso me recordó el lejano curso del Ródano? [...]

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3. VEINTICINCO DE AGOSTO, 1983 Vi en el reloj de la pequeña estación que eran las once de la noche pasa-das. Fui caminando hasta el hotel. Sentí, como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden los lugares muy conocidos. El ancho portón estaba abierto; la quinta, a oscuras. Entré en el vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían las plantas del salón. Curiosamente el dueño no me re-conoció y me tendió el registro. Tomé la pluma que estaba sujeta al pu-pitre, la mojé en el tintero de bronce y al inclinarme sobre el libro abier-to, ocurrió la primera sorpresa de las muchas que me depararía esa no-che. Mi nombre, Jorge Luis Borges, ya estaba escrito y la tinta, todavía fresca. El dueño me dijo: —Yo creí que usted ya había subido. Luego me miró bien y se corrigió: —Disculpe, señor El otro se le parece tanto, pero usted es más joven. Le pregunté: —¿Qué habitación tiene? —Pidió la pieza 19 —fue la respuesta. Era lo que yo había temido. Solté la pluma y subí corriendo las escaleras. La pieza 19 estaba en el

segundo piso y daba a un pobre patio desmantelado en el que había una baranda y, lo recuerdo, un banco de plaza. Era el cuarto más alto del hotel. Abrí la puerta que cedió. No habían apagado la araña. Bajo la des-piadada luz me reconocí. De espaldas en la angosta cama de fierro, más viejo, enflaquecido y muy pálido, estaba yo, los ojos perdidos en las altas molduras de yeso. Me llegó la voz. No era precisamente la mía; era la que suelo oír en mis grabaciones, ingrata y sin matices. —Qué raro —decía— somos dos y somos el mismo. Pero nada es raro

en los sueños. Pregunté asustado: —Entonces, ¿todo esto es un sueño? —Es, estoy seguro, mi último sueño. Con la mano mostró el frasco vacío sobre el mármol de la mesa de luz. —Vos tendrás mucho que soñar, sin embargo, antes de llegar a esta

noche. ¿En qué fecha estás? —No sé muy bien —le dije aturdido—. Pero ayer cumplí sesenta y un

años. —Cuando tu vigilia llegue a esta noche, habrás cumplido, ayer, ochen-

ta y cuatro. Hoy estamos a 25 de agosto de 1983. —Tantos años habrá que esperar —murmuré.

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—A mí ya no me está quedando nada —dijo con brusquedad—. En cualquier momento puedo morir, puedo perderme en lo que no sé y sigo soñando con el doble. El fatigado tema que me dieron los espejos y Ste-venson. Sentí que la evocación de Stevenson era una despedida y no un rasgo

pedante. Yo era él y comprendía. No bastan los momentos más dramáti-cos para ser Shakespeare y dar con frases memorables. Para distraerlo, le dije: —Sabía que esto te iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las

piezas de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio. —Sí —me respondió lentamente, como si juntara recuerdos—. Pero

no veo la relación. En aquel borrador yo había sacado un pasaje de ida para Adrogué, y ya en el hotel Las Delicias había subido a la pieza 19, la más apartada de todas. Ahí me había suicidado. —Por eso estoy aquí —le dije. —¿Aquí? Siempre estamos aquí. Aquí te estoy soñando en la casa de la

calle Maipú. Aquí estoy yéndome, en el cuarto que fue de madre. —Que fue de madre —repetí, sin querer entender—. Yo te sueño en

la pieza 19, en el patio de arriba. —¿Quién sueña a quién? Yo sé que te sueño, pero no sé si estás so-

ñándome. El hotel de Adrogué fue demolido hace ya tantos años, veinte, acaso treinta. Quién sabe. —El soñador soy yo —repliqué con cierto desafío. —No te das cuenta que lo fundamental es averiguar si hay un solo

hombre soñando o dos que se sueñan. —Yo soy Borges, que vio tu nombre en el registro y subió. —Borges soy yo, que estoy muriéndome en la calle Maipú. Hubo un silencio, el otro me dijo: —Vamos a hacer la prueba. ¿Cuál ha sido el momento más terrible de

nuestra vida? Me incliné sobre él y los dos hablamos a un tiempo. Sé que los dos

mentimos. Una tenue sonrisa iluminó el rostro envejecido. Sentí que esa sonrisa

reflejaba, de algún modo, la mía. —Nos hemos mentido —me dijo— porque nos sentimos dos y no

uno. La verdad es que somos dos y somos uno. Esa conversación me irritaba. Así se lo dije. Agregué: —Y vos, en 1983, ¿no vas a revelarme nada sobre los años que me fal-

tan?

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—¿Qué puedo decirte, pobre Borges? Se repetirán las desdichas a que ya estás acostumbrado. Quedarás solo en esta casa. Tocarás los libros sin letras y el medallón de Swedenborg y la bandeja de madera con la Cruz Federal. La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad. Volverás a Islandia. —¡Islandia! ¡Islandia de los mares! —En Roma, repetirás los versos de Keats, cuyo nombre, como el de

todos, fue escrito en el agua. —No he estado nunca en Roma. —Hay también otras cosas. Escribirás nuestro mejor poema, que será

una elegía. —A la muerte de... —dije yo. No me atreví a decir el nombre. —No. Ella vivirá más que vos. Quedamos silenciosos. Prosiguió: —Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo. Hacia

1979 comprenderás que tu supuesta obra no es otra cosa que una serie de borradores, de borradores misceláneos, y cederás a la vana y supersti-ciosa tentación de escribir tu gran libro. La superstición que nos ha infli-gido el Fausto de Goethe, Salammbô, el Ulysses. Llené, increíblemente, muchas páginas. —Y al final comprendiste que habías fracasado. —Algo peor. Comprendí que era una obra maestra en el sentido más

abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes. —Ese museo me es familiar —observé con ironía. —Además, los falsos recuerdos, el doble juego de los símbolos, las lar-

gas enumeraciones, el buen manejo del prosaísmo, las simetrías imper-fectas que descubren con alborozo los críticos, las citas no siempre apó-crifas. —¿Publicaste ese libro? —Jugué, sin convicción, con el melodramático propósito de destruirlo,

acaso por el fuego. Acabé por publicarlo en Madrid, bajo un seudónimo. Se habló de un torpe imitador de Borges, que tenía el defecto de no ser Borges y de haber repetido lo exterior del modelo. —No me sorprende —dije yo—. Todo escritor acaba por ser su menos

inteligente discípulo.

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—Ese libro fue uno de los caminos que me llevaron a esta noche. En cuanto a los demás... La humillación de la vejez, la convicción de haber vivido ya cada día... —No escribiré ese libro —dije. —Lo escribirás. Mis palabras, que ahora son el presente, serán apenas

la memoria de un sueño. Me molestó su tono dogmático, sin duda el que uso en mis clases. Me

molestó que nos pareciéramos tanto y que aprovechara la impunidad que le daba la cercanía de la muerte. Para desquitarme, le dije: —¿Tan seguro estás de que vas a morir? —Sí —me replicó—. Siento una especie de dulzura y de alivio, que no

he sentido nunca. No puedo comunicarlo. Todas las palabras requieren una experiencia compartida. ¿Por qué parece molestarte tanto lo que te digo? —Porque nos parecemos demasiado. Aborrezco tu cara, que es mi ca-

ricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis paté-tica, que es la mía. —Yo también —dijo el otro—. Por eso resolví suicidarme. Un pájaro cantó desde la quinta. —Es el último —dijo el otro. Con un gesto me llamó a su lado. Su mano buscó la mía. Retrocedí;

temí que se confundieran las dos. Me dijo: —Los estoicos enseñan que no debemos quejarnos de la vida; la puer-

ta de la cárcel está abierta. Siempre lo entendí así, pero la pereza y la co-bardía me demoraron. Hará unos doce días, yo daba una conferencia en La Plata sobre el Libro VI de la Eneida. De pronto, al escandir un hexá-metro, supe cuál era mi camino. Tomé esta decisión. Desde aquel mo-mento me sentí invulnerable. Mi suerte será la tuya, recibirás la brusca revelación, en medio del latín y de Virgilio y ya habrás olvidado entera-mente este curioso diálogo profético, que transcurre en dos tiempos y en dos lugares. Cuando lo vuelvas a soñar, serás el que soy y tú serás mi sueño. —No lo olvidaré y voy a escribirlo mañana. —Quedará en lo profundo de tu memoria, debajo de la marea de los

sueños. Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico. No será mañana, todavía te faltan muchos años. Dejó de hablar, comprendí que había muerto. En cierto modo yo mo-

ría con él; me incliné acongojado sobre la almohada y ya no había nadie. Huí de la pieza. Afuera no estaba el patio, ni las escaleras de mármol,

ni la gran casa silenciosa, ni los eucaliptus, ni las estatuas, ni la glorieta,

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ni las fuentes, ni el portón de la verja de la quinta en el pueblo de Adro-gué. Afuera me esperaban otros sueños. Veinticinco agosto, 1983 y otros cuentos, Siruela, Madrid, 1983 (ahora en La memoria de Shakespeare, múltiples ediciones en Alianza y Emecé).

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4. EL DOBLE Sugerido o estimulado por los espejos, las aguas y los hermanos gemelos, el concepto del Doble es común a muchas naciones. Es verosímil supo-ner que sentencias como “Un amigo es un otro yo” de Pitágoras o el “Conócete a ti mismo” platónico se inspiraron en él. En Alemania lo llamaron el Doppel-gaenger, en Escocia el Fetch, porque viene a buscar a los hombres para llevarlos a la muerte. Encontrarse consigo mismo es, por consiguiente, ominoso; la trágica balada Ticonderoga de Robert Louis Stevenson refiere una leyenda sobre este tema. Recordemos también el extraño cuadro How they met themselves de Rossetti; dos amantes se en-cuentran consigo mismos, en el crepúsculo de un bosque. Cabría citar ejemplos análogos de Hawthorne, de Dostoiewsky y de Alfred de Mus-set. Para los judíos, en cambio, la aparición del Doble no era presagio de

una próxima muerte. Era la certidumbre de haber logrado el estado pro-fético. Así lo explica Gershom Scholem. Una tradición recogida por el Talmud narra el caso de un hombre en busca de Dios, que se encontró consigo mismo. En el relato William Wilson de Poe, el Doble es la conciencia del héroe.

Éste lo mata y muere. En la poesía de Yeats, el Doble es nuestro anverso, nuestro contrario, el que nos complementa, el que no somos ni seremos. Plutarco escribe que los griegos dieron el nombre de “otro yo” al re-

presentante de un rey.

J.L.B. y Margarita Guerrero, El libro de los seres imaginarios (1967), en O.C. en colaboración, Emecé, Buenos Aires, 1997, p. 616

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5. EPÍLOGO [a sus Obras completas en colaboración, Buenos Aires, Emecé, 1979]

Hacia 1884 el doctor Henry Jekyll, mediante un modus operandi que se abstuvo de revelar, se transformó en el señor Hyde. Era uno y fue dos. (Años después, algo muy semejante ocurriría con Dorian Gray.) El arte de la colaboración literaria es el de ejecutar el milagro inverso: lograr que dos sean uno. Si el experimento no marra, ese aristotélico tercer hombre suele diferir de sus componentes, que lo tienen en poco. Tal es el triste caso del narrador santafesino Bustos Domecq, tan calumniado por Bioy Casares y por Borges, que le reprochan su barroca vulgaridad. [...] Quizá no huelgue recordar que los libros más personales —la Anato-

mía de la melancolía de Burton y los ensayos de Montaigne— son, de hecho, centones. Somos todo el pasado, somos nuestra sangre, somos la sangre que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros.

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6. [FRAGMENTO DE UN CURSO DE LITERATURA (1966)] [...] Hay una escuela filosófica hindú que dice que nosotros no somos actores de nuestra vida, que somos espectadores, y lo ilustra con la metá-fora del bailarín. Ahora quizá sería mejor decir del actor. Es decir que un espectador ve un bailarín o a un actor, o si ustedes prefieren, lee una no-vela, y acaba identificándose con ese personaje que está siempre ante sus ojos. Y lo mismo dijeron esos pensadores hindúes anteriores al siglo V de nuestra era. Lo mismo nos sucede a nosotros. Yo, por ejemplo, he nacido el mismo día que nació Jorge Luis Borges, exactamente. Yo lo he visto a él en algunas situaciones a veces ridículas, a veces patéticas. Y, como lo he tenido siempre ante los ojos, me he identificado con él. Es decir, se-gún esta teoría, el yo sería doble: hay un yo profundo, y este yo está i-dentificado —pero separado— con el otro. [...] a mí me ha pasado, a ve-ces [...] [que he sentido] [...]: “Todo esto es como si le sucediese a otro”. Es decir, he sentido que hay algo profundo en mí que estaba ajeno a esto. [...] Arias, M. y Hadis, M., edd., Borges profesor. Curso de literatura inglesa en la

Universidad de Buenos Aires, Emecé, Buenos Aires, 2000, p. 153.

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7. BORGES Y YO

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atribu-tos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradi-ción. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconoz-co menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso ras-gueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.

El Hacedor (1960)

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8. EL QUERER SER OTRO

Quisiéramos ser Goethe, dicen que dice alguna página de Eugenio d’Ors. Quisiera ser Alvear, dice el discutidor de tejemanejes políticos. Quisiera ser Joan Crawford, dice en cualquier platea o cualquier palco, cualquier voz de mujer. [...] Quisiera ser Goethe me parece una mínima canallada, una pequeña simulación de escritor que finge renunciar a otras más eviden-tes codicias para codiciar una obra que pocos visitan con gusto, pero que se considera muy distinguida. [...] Quisiera ser Alvear [...] significa Quisie-ra ser quien soy, pero con las oportunidades que tiene Alvear y que no apro-vecha, porque sólo es Alvear. [...] Quisiera ser Joan Crawford, en cambio, pue-de significar [...] Quisiera ser, cuerpo y alma, Joan Crawford. Ese deseo es el que más interesa en verdad: que B quiera ser N. [...] En el [caso] de la espectadora de Joan, B quiere dejar de ser B y

ser del todo N: pero esa previa obliteración o suicidio lo desaparece de modo que no queda nada de B y que su incorporación a N, o rápido con-sumo por N, es impracticable. Si en el decurso del minuto siguiente, yo me convierto en el antiguo barbero del hermano mayor del secretario confidencial de Al Capone, en el preciso instante en que ese problemáti-co personaje ocupa mi lugar, el milagro es tan imperceptible como abso-luto. Nada me impide suponer que esos secretos cambios, están aconte-ciendo continuamente y que un modesto Dios se complace con esos pu-dorosos milagros. [...] Arribo a esta conclusión melancólica: B no puede ser N, porque si llega a serlo, no se darán cuenta ni N ni B. En este desconsuelo, no sé de otro posible socorro que el de los meta-

físicos idealistas. Estos disolvedores benéficos —empezando por David Hume— arguyen que una persona no es otra cosa que los momentos sucesivos que pasa, que la serie incoherente y discontinua de sus estados de conciencia. B, para esos disolventes, no es B. Es, imaginemos: mirar distraído un farol + apurar el paso + reconocerse en el espejo de una con-fitería + deplorar que uno no puede enviarle alfajores a tal niña en tal calle + figurarse con algún error esa calle [...] etcétera. La primer conse-cuencia de esa teoría es que B no existe. La segunda (y mejor) es que no existiendo N tampoco, muchos instantes de la casi infinita serie de B pueden ser iguales a los de N. Vale decir: B, en determinados instantes, es N. Dos hombres rendidos de sed que prueban el primer contacto del agua [...] son literalmente el mismo hombre. Todas las personas absortas en la venturosa audición de una sola música, son la misma persona. To-dos los amantes que se abrazaron con plenitud en el ancho mundo, que se abrazarán y se abrazan son la misma clara pareja: son Adán y Eva. Na-

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die es sustancialmente alguien, pero cualquiera puede ser cualquier otro, en cualquier momento. Entre adivinaciones y burlas, me parece que hemos arribado a la mís-

tica. Magazine de El Litoral (Santa Fe, 1 de enero de 1933); reed. en Textos re-

cobrados (1931-1955), Emecé, Barcelona, 2001, pp. 32-34.

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9. TEMA DEL TRAIDOR Y DEL HÉROE

So the Platonic Year Whirls out new right and wrong, Whirls in the old instead; All men are dancers and their tread Goes to the barbarous clangour of a gong. W. B. YEATS: The Tower.

Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegan-tes misterios) y del consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan porme-nores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así. La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la república de Venecia, algún Estado sudamericano o balcánico... Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se llama Ryan; es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus Kilpatrick, cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre ciénagas rojas. Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de conspiradores; a semejanza de Moisés que, desde la tierra de Moab, divi-só y no pudo pisar la tierra prometida, Kilpatrick pereció en la víspera de la rebelión victoriosa que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del primer centenario de su muerte; las circunstancias del cri-men son enigmáticas; Ryan, dedicado a la redacción de una biografía del héroe, descubre que el enigma rebasa lo puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un teatro; la policía británica no dio jamás con el mata-dor; los historiadores declaran que ese fracaso no empaña su buen crédi-to, ya que tal vez lo hizo matar la misma policía. Otras facetas del enig-ma inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico: parecen repetir o combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así, nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe, hallaron una carta cerrada que le advertía el riesgo de concurrir al teatro, esa noche; también Julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la

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traición, con los nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia, vio en sueños abatir una torre que le había decretado el Senado; falsos y anónimos rumores, la víspera de la muerte de Kilpatrick, publicaron en todo el país el incendio de la torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio, pues aquél había nacido en Kilvargan. Esos parale-lismos (y otros) de la historia de César y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una secreta forma del tiempo, un di-bujo de líneas que se repiten. Piensa en la historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías que propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigración de las almas, doctrina que da horror a las letras célticas y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; pi-ensa que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio César. De esos laberintos circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que luego lo abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es in-concebible... Ryan indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el más antiguo de los compañeros del héroe, había traducido al gaélico los prin-cipales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio César. También descubre en los archivos un artículo manuscrito de Nolan sobre los Festspiele de Suiza: vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran hechos históricos en las mismas ciudades y montañas donde ocurrieron. Otro documento inédito le revela que, po-cos días antes del fin, Kilpatrick, presidiendo el último cónclave, había firmado la sentencia de muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido bor-rado. Esta sentencia no coincide con los piadosos hábitos de Kilpatrick. Ryan investiga el asunto (esa investigación es uno de los hiatos del ar-gumento) y logra descifrar el enigma. Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y los actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos días y muchas noches. He aquí lo acontecido: El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El país esta-ba maduro para la rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor había en el cónclave. Fergus Kilpatrick había encomendado a Ja-mes Nolan el descubrimiento del traidor. Nolan ejecutó su tarea: anun-ció en pleno cónclave que el traidor era el mismo Kilpatrick. Demostró con pruebas irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados con-

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denaron a muerte a su presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no perjudicara a la patria. Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda idolatraba a Kilpatrick; la más tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión; Nolan propuso un plan que hizo de la ejecución del traidor un instrumento para la emancipación de la patria. Sugirió que el condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias delibera-damente dramáticas, que se grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión. Kilpatrick juró colaborar en ese proyecto, que le daba ocasión de redimirse y que rubricaría su muerte. Nolan, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro drama-turgo, al enemigo inglés William Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth, de Julio César. La pública y secreta representación comprendió varios días. El condenado entró en Dublin, discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras patéticas, y cada uno de esos actos que reflejaría la gloria, había sido prefigurado por Nolan. Centenares de actores colabo-raron con el protagonista; el rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieron perduran en los libros his-tóricos, en la memoria apasionada de Irlanda. Kilpatrick, arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que lo perdía, más de una vez enriqueció con actos y con palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue desplegándose en el tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de a-gosto de 1824, en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba el de Lincoln, un balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del héroe, que apenas pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas. En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramáticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma parte de la trama de Nolan... Al cabo de tenaces cavilaciones, re-suelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe; también eso, tal vez, estaba previsto.

Ficciones (1944)

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10. LA OTRA MUERTE

Un par de años hará (he perdido la carta), Gannon me escribió de Gua-leguaychú anunciando el envío de una versión, acaso la primera españo-la, del poema The Past, de Ralph Waldo Emerson, y agregando en una postdata que don Pedro Damián, de quien yo guardaría alguna memo-ria, había muerto noches pasadas, de una congestión pulmonar. El hom-bre, arrasado por la fiebre, había revivido en su delirio la sangrienta jor-nada de Masoller; la noticia me pareció previsible y hasta convencional, porque don Pedro, a los diecinueve o veinte años, había seguido las ban-deras de Aparicio Saravia. La revolución de 1904 lo tomó en una estancia de Río Negro o de Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era entrerriano, de Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan ignorante como ellos. Combatió en algún entrevero y en la batalla última; repatriado en 1905, retomó con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo sepa, no volvió a dejar su provincia. Los últi-mos treinta años los pasó en un puesto muy solo, a una o dos leguas del Ñancay; en aquel desamparo, yo conversé con él una tarde (yo traté de conversar con él una tarde), hacia 1942. Era hombre taciturno, de pocas luces. El sonido y la furia Masoller agotaban su historia; no me sorpren-dió que los reviviera, en la hora de su muerte... Supe que no vería más a Damián y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que sólo re-cordé una fotografía que Gannon le tomó. El hecho nada tiene de singu-lar, si consideramos que al hombre lo vi a principios de 1942, una vez, y a la efigie, muchísimas. Gannon me mandó esa fotografía; la he perdido y ya no la busco. Me daría miedo encontrarla. El segundo episodio se produjo en Montevideo, meses después. La fiebre y la agonía del entrerriano me sugirieron un relato fantástico so-bre la derrota de Masoller; Emir Rodrígez Monegal, a quien referí el ar-gumento, me dio unas líneas para el coronel Dionisio Tabares, que había hecho esa campaña. El coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los ti-empos que fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de mar-chas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que se des-vió, “porque el gaucho teme a la ciudad”, de hombres degollados hasta la nuca, de una gerra civil que me pareció menos la colisión de dos e-jércitos que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Masoller. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí

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que detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Damián. —¿Damián? ¿Pedro Damián? —dijo el coronel—. Ése sirvió con-migo. Un tapecito que le decían Daymán los muchachos. —Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con fingida o veraz incomodidad. Con otra voz dijo que la guerra servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y que antes de entrar en batalla, nadie sabía quién es. Alguien podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre Damián, que se anduvo floreando en las pulperías con su divisa blanca y después flaqueó en Masoller. En algún tiroteo con los zumacos se portó como un hombre, pero otra cosa fue cuando los ejércitos se enfrentaron y empezó el cañoneo y cada hombre sintió que cinco mil hombres se habían coaliado para matarlo. Pobre gurí, que se la había pasado bañando ovejas y que de pronto lo arrastró esa patriada... Absurdamente, la versión de Tabares me avergonzó. Yo hubiera preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el viejo Damián, entre-visto una tarde, hace muchos años, yo había fabricado, sin proponérme-lo, una suerte de ídolo; la versión de Tabares lo destrozaba. Súbitamente comprendí la reserva y la obstinada soledad de Damián; no las había dic-tado la modestia, sino el bochorno.

En vano me repetí que un hombre acosado por un acto de cobar-día es más complejo y más interesante que un hombre meramente ani-moso. El gaucho Martín Fierro, pensé, es menos memorable que Lord Jim o que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía obligación de ser Martín Fierro —sobre todo, ante gauchos orientales. En lo que Taba-res dijo y no dijo percibí el agreste sabor de lo que se llamaba artiguis-mo: la conciencia (tal vez incontrovertible) de que el Uruguay es más elemental que nuestro país y, por ende, más bravo... Recuerdo que esa noche nos despedimos con exagerada efusión. En el invierno, la falta de una o dos circunstancias para mi relato fantástico (que torpemente se obstinaba en no dar con su forma) hizo que yo volviera a la casa del coronel Tabares. Lo hallé con otro señor de edad: el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, que también había militado en la revolución de Saravia. Se habló, previsiblemente, de Ma-soller. Amaro refirió unas anécdotas y después agregó con lentitud, como quien está pensando en voz alta: —Hicimos noche en Santa Irene, me acuerdo, y se nos incorporó alguna gente. Entre ellos, un veterinario francés que murió la víspera de la acción, y un mozo esquiador, de Entre Ríos, un tal Pedro Damián. Lo interrumpí con acritud.

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—Ya sé —le dije—. El argentino que flaqueó ante las balas. Me detuve; los dos me miraban perplejos. —Usted se equivoca, señor —dijo, al fin, Amaro—. Pedro Damián murió como querría morir cualquier hombre. Serían las cuatro de la tar-de. En la cumbre de la cuchilla se había hecho fuerte la infantería colora-da; los nuestros la cargaron, a lanza; Damián iba en la punta, gritando, y una bala lo acertó en el pecho. Se paró en los estribos, concluyó el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de los caballos. Estaba muerto y la última carga de Massoller le pasó por encima. Tan valiente y no había cumplido veinte años. Hablaba, a no dudarlo, de otro Damián, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el gurí. —Malas palabras —dijo el coronel—, que es lo que se grita en las car-

gas. —Puede ser —dijo Amaro—, pero también gritó ¡Viva Urquiza! Nos quedamos callados. Al fin, el coronel murmuró: —No como si peleara en Masoller, sino en Cagancha o India Muerta,

hará un siglo. Agregó con sincera perplejidad: —Yo comandé esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo

hablar de un Damián. No pudimos lograr que lo recordara. En Buenos Aires, el estupor que me produjo su olvido se repitió. Ante

los once deleitables volúmenes de las obras de Emerson, en el sótano de la librería inglesa de Mitchell, encontré, una tarde, a Patricio Gannon. La pregunté por su traducción de The Past. Dijo que no pensaba traducirlo y que la literatura española era tan tediosa que hacía innecesario a Emer-son. Le recordé que me había prometido esa versión en la misma carta en que me escribió la muerte de Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror advertí que me oía con extrañeza, busqué amparo en una discusión literaria sobre los detractores de Emerson, poeta más complejo, más diestro y sin duda más singular que el desdichado Poe. Algunos hechos más debo registrar. En abril tuve carta del coronel Di-

onisio Tabares; éste ya no estaba ofuscado y ahora se acordaba muy bien del entrerrianito que hizo punta en la carga de Masoller y que enterraron esa noche sus hombres, al pie de la cuchilla. En julio pasé por Gualegua-ychú; no di con el rancho de Damián, de quien ya nadie se acordaba. Quise interrogar al puestero Diego Abaroa, que lo vio morir; éste había fallecido antes del invierno. Quise traer a la memoria los rasgos de Da-mián; meses después; hojeando unos álbumes, comprobé que el rostro

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sombrío que yo había conseguido evocar era el del célebre tenor Tam-berlinck, en el papel de Otelo. Paso ahora a las conjeturas. La más fácil, pero también la menos satis-

factoria, postula dos Damianes: el cobarde que murió en Entre Ríos ha-cia 1946, el valiente, que murió en Masoller en 1904. Su defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: los curiosos vaivenes de la me-moria del coronel Tabares, el olvido que anula en tan poco tiempo la imagen y hasta el nombre del que volvió. (No acepto, no quiero aceptar una conjetura más simple: la de haber yo soñado al primero.) Más curio-sa es la conjetura sobrenatural que ideó Ulrike von Kuhlmann. Pedro Damián, decía Ulrike, pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto, y algunos hombres lo habían visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado, pero sí las imágenes del pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un desfallecimiento, y la sombra del entrerriano volvió a su tier-ra. Volvió, pero debemos recordar su condición de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; “murió”, y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea, pero hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que a la vez es más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me lleva-ron dos versos del Canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un problema de indentidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiani sostiene, contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas vie-jas discusiones teológicas y empecé a comprender la trágica historia de don Pedro Damián. La adivino así. Damián se portó como un cobarde en el campo de Ma-

soller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente, pero en los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra

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de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904. En la Suma Teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no

haya sido, pero nada se dice de la intrincada concatenación de causas y efectos, que es tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho remoto, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus conse-cuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con otras palabras; es cre-ar dos historias universales. En la primera (digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda, en Masoller, en 1904. Esta es la que vivimos ahora, pero la supresión de aquélla no fue inmediata y produjo las incoherencias que he referido. En el coronel Dionisio Taba-res se cumplieron las diversas etapas: al principio recordó que Damián obró como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego, recordó su impetuosa muerte. No menos corroborativo es el caso del puestero Aba-roa; éste murió, lo entiendo, porque tenía demasiadas memorias de don Pedro Damián. En cuanto a mí, entiendo no correr un peligro análogo. He adivinado

y registrado un proceso no accesible a los hombres, una suerte de escán-dalo de la razón; pero algunas circunstancias mitigan ese privilegio temi-ble. Por lo pronto, no estoy seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi relato hay falsos recuerdos. Sospecho que Pedro Damián (si existió) no se llamó Pedro Damián, y que yo lo recuerdo ba-jo ese nombre para creer algún día que su historia me fue sugerida por los argumentos de Pier Damiani. Algo parecido acontece con el poema que mencioné en el primer párrafo y que versa sobre la irrevocabilidad del pasado. Hacia 1951 creeré haber fabricado un cuento fantástico y ha-bré historiado un hecho real; también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de Di-os. ¡Pobre Damián! La muerte lo llevó a los veinte años en una triste

guerra ignorada y en una batalla casera, pero consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó mucho en conseguirlo, y acaso no hay mayores felici-dades.

El Aleph (1949)

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11. LOS TEÓLOGOS Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras en-cubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ar-dieron palimpsestos y códices, pero en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que na-rra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración especial y quienes lo leyeron y releyeron en esa remo-ta provincia dieron en olvidar que el autor sólo declaró esa doctrina para poder mejor confutarla. Un siglo después, Aureliano, coadjutor de Aqui-lea, supo que a orillas del Danubio la novísima secta de los monótonos (llamados también anulares) profesaba que la historia es un círculo y que nada es que no haya sido y que no será. En las montañas, la Rueda y la Serpiente habían desplazado a la Cruz. Todos temían, pero todos se con-fortaban con el rumor de que Juan de Panonia, que se había distinguido por un tratado sobre el séptimo atributo de Dios, iba a impugnar tan abominable herejía. Aureliano deploró esas nuevas, sobre todo la última. Sabía que en ma-

teria teológica no hay novedad sin riesgo: luego reflexionó que la tesis de un tiempo circular era demasiado disímil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera grave. (Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia.) Más le dolió la intervención —la intrusión— de Juan de Panonia. Hace dos años, éste había usurpado con su verboso De septima affectiones Dei sive de aeternitate un asunto de la es-pecialidad de Aureliano; ahora, como si el problema del tiempo le perte-neciera, iba a rectificar, tal vez con argumentos de Procusto, con triacas más temibles que la Serpiente, a los anulares... Esa noche, Aureliano pa-só las hojas del antiguo diálogo de Plutarco sobre la cesación de los orá-culos; en el párrafo veintinueve, leyó una burla contra los estoicos que defienden un infinito ciclo de mundos, con infinitos soles, lunas, Apolos, Dianas y Poseidones. El hallazgo le pareció un pronóstico favorable; re-solvió adelantarse a Juan de Panonia y refutar a los heréticos de la Rue-da. Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no

pensar más en ella; Aureliano, parejamente, quería superar a Juan de Pa-nonia para curarse del rencor que éste le infundía, no para hacerle mal. Atemperado por el mero trabajo, por la fabricación de silogismos y la

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invención de injurias, por los nego y los autem y los nequaquam, pudo ol-vidar ese rencor. Erigió vastos y casi inextricables períodos, estorbados de incisos, donde la negligencia y el solecismo parecían formas del des-dén. De la cacofonía hizo un instrumento. Previó que Juan fulminaría a los anulares con gravedad profética; optó, para no coincidir con él, por el escarnio. Agustín había escrito que Jesús es la vía recta que nos salva del laberinto circular en que andan los impíos; Aureliano, laboriosamente trivial, los equiparó con Ixión, con el hígado de Prometeo; con Sísifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles; con la tartamudez, con loros, con espejos, con ecos, con mulas de noria y con silogismos bicornutos. (Las fábulas gentílicas perduraban, rebajadas a adornos.) Como todo posee-dor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin; esa controversia le permitió cumplir con muchos libros que pare-cían reprocharle su incuria. Así pudo engastar un pasaje de la obra De principiis de Orígenes, donde se niega que Judas Iscariote volverá a ven-der al Señor, y otro de los Academica priora de Cicerón, en el que éste se burla de quienes sueñan mientras él conversa con Lúculo, otros Lúculos y otros Cicerones, en número infinito, dicen puntualmente lo mismo, en infinitos mundos iguales. Además esgrimió contra los monótonos el tex-to de Plutarco y denunció lo escandaloso de que a un idólatra le valiera más el lumen naturae que a ellos la palabra de Dios. Nueve días le tomó ese trabajo; el décimo, le fue remitido un traslado de la refutación de Juan de Panonia. Era casi irrisoriamente breve; Aureliano la miró con desdén y luego

con temor. La primera parte glosaba los versículos terminales del noveno capítulo de la Epístola a los Hebreos, donde se dice que Jesús no fue sa-crificado muchas veces desde el principio del mundo, sino ahora una vez en la consumación de los siglos. La segunda alegaba el precepto bíblico sobre las vanas repeticiones de los gentiles (Mateo 6, 7) y aquel pasaje del séptimo libro de Plinio, que pondera que en el dilatado universo no hay dos caras iguales. Juan de Panonia declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador más vil es precioso como la sangre que por él ver-tió Jesucristo. El acto de un solo hombre (afirmó) pesa más que los nue-ve cielos concéntricos y trasoñar que puede perderse y volver es una apa-ratosa frivolidad. El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo guarda para la gloria y también para el fuego. El tratado era límpido, universal; no parecía redactado por una persona concreta, sino por cual-quier hombre o, quizá, por todos los hombres. Aureliano sintió una humillación casi física. Pensó destruir o reformar

su propio trabajo; luego, con rencorosa probidad, lo mandó a Roma sin modificar una letra. Meses después, cuando se juntó con el concilio de

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Pérgamo, el teólogo encargado de impugnar los errores de los monóto-nos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada refuta-ción bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una pira, en-cendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la Tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces. Después gritó, porque lo alcanzaron las llamas. Cayó la Rueda ante la Cruz,1 pero Aureliano y Juan prosiguieron su

batalla secreta. Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban con el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos índices no me engañan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de Aure-liano que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de Juan, sólo han perdurado veinte palabras.) Los dos desaprobaron los anatemas del se-gundo concilio de Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generación eterna del Hijo; los dos atestiguaron la orto-doxia de la Topographia christiana de Cosmas, que enseña que la Tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo. Desgraciadamente, por los cuatro ángulos de la tierra cundió otra tempestuosa herejía. Oriunda del Egipto o del Asia (porque los testimonios difieren y Bousset no quiere admitir las razones de Harnack), infestó las provincias orientales y erigió santuarios en Macedonia, en Cartago y en Tréveris. Pareció estar en to-das partes; se dijo que en la diócesis de Britania habían sido invertidos los crucifijos y que a la imagen del señor, en Cesarea, la había suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos cismáticos. La historia los conoce por muchos nombres (especulares, abismales, cai-

nitas), pero de todos el más recibido es histriones, que Aureliano les dio y que ellos con atrevimiento adoptaron. En Frigia les dijeron simulacros, y también en Dardania. Juan Damasceno los llamó formas; justo es advertir que el pasaje ha sido rechazado por Erfjord. No hay heresiólogo que con estupor no refiera sus desaforadas costumbres. Muchos histriones profe-saron el ascetismo; alguno se mutiló, como Orígenes; otros moraron bajo tierra, en las cloacas; otros se arrancaron los ojos; otros (los nabucodonoso-res de Nitria) “pacían como los bueyes y su pelo crecía como de águila”. De la mortificación y el rigor pasaban, muchas veces, al crimen; ciertas comunidades toleraban el robo; otras, el homicidio; otras, la sodomía, el incesto y la bestialidad. Todas eran blasfemas; no sólo maldecían del Dios cristiano, sino de las arcanas divinidades de su propio panteón. Maquinaron libros sagrados, cuya desaparición deploraban los doctos. 1 En las cruces rúnicas los dos emblemas enemigos conviven entrelazados.

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Sir Thomas Browne, hacia 1658, escribió: “El tiempo ha aniquilado los ambiciosos Evangelios Histriónicos, no las Injurias con que se fustigó su Impiedad”. Erfjord ha sugerido que esas “injurias” (que preserva un có-dice griego) son los evangelios perdidos. Ello es incomprensible, si igno-ramos la cosmología de los histriones. En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo

que hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa idea. Invocaron a Mateo 6, 12 (“perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores”) y 11, 12 (“el reino de los cielos padece fuerza”) para demos-trar que la tierra influye en el cielo, y a 1 Corintios 13, 12 (“vemos ahora por espejo, en oscuridad”) para demostrar que todo lo que vemos es fal-so. Quizá contaminados por los monótonos, imaginaron que todo hom-bre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme; si fornicamos, el otro es casto; si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él. (Algún eco de esas doctrinas perduró en Bloy.) Otros histriones discu-rrieron que el mundo concluiría cuando se agotara la cifra de sus posibi-lidades: ya que no puede haber repeticiones, el justo debe eliminar (co-meter) los actos más infames, para que éstos no manchen el porvenir y para acelerar el advenimiento del reino de Jesús. Ese artículo fue negado por otras sectas, que defendieron que la historia del mundo debe cum-plirse en cada hombre. Los más, como Pitágoras, deberán transmigrar por muchos cuerpos antes de obtener su liberación; algunos, los protei-cos, “en el término de una sola vida, son leones, son dragones, son jaba-líes, son agua y son un árbol”. Demóstenes refiere la purificación por el fango a que eran sometidos los iniciados en los misterios órficos; los pro-teicos, analógicamente, buscaron la purificación por el mal. Entendieron, como Carpócrates, que nadie saldrá de la cárcel hasta pagar el último óbolo (Lucas 12, 59), y solían embaucar a los penitentes con este otro versículo: “Yo he venido para que tengan vida los hombres y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). También decían que no ser un malvado es una soberbia satánica... Muchas y divergentes mitologías ur-dieron los histriones; unos predicaron el ascetismo; otros la licencia, to-dos la confusión. Teopompo, histrión de Berenice, negó todas las fábu-las: dijo que cada hombre es un órgano que proyecta la divinidad para sentir el mundo. Los herejes de la diócesis de Aureliano eran de los que afirmaban que

el tiempo no tolera repeticiones, no de los que afirmaban que todo acto

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se refleja en el cielo. Esa circunstancia era rara; en un informe a las auto-ridades romanas, Aureliano la mencionó. El prelado que recibiría el in-forme era confesor de la emperatriz; nadie ignoraba que ese ministerio exigente le vedaba las íntimas delicias de la teología especulativa. Su se-cretario —antiguo colaborador de Juan de Panonia, ahora enemistado con él— gozaba de renombre de puntualísimo inquisidor de hetero-doxias; Aureliano agregó una exposición de la herejía histriónica, tal co-mo ésta se daba en los conventículos de Genua y de Aquilea. Redactó unos párrafos: cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos ins-tantes iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria: las admoniciones de la nueva doctrina (“¿Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira la luna ¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro. ¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tie-rra. Verdaderamente digo que Dios está por crear el mundo”) eran harto afectadas y metafóricas para la transcripción. De pronto, una oración de veinte palabras se presentó a su espíritu. La escribió, gozoso; inmediata-mente después, lo inquietó la sospecha de que era ajena. Al día siguiente, recordó que la había leído hacía muchos años en el Adversus annulares que compuso Juan de Panonia. Verificó la cita; ahí estaba. La incerti-dumbre lo atormentó. Variar o suprimir esas palabras era debilitar la expresión; dejarlas, era plagiar a un hombre que aborrecía; indicar la fuente, era denunciarlo. Imploró el socorro divino. Hacia el principio del segundo crepúsculo, el ángel de su guarda le dictó una solución interme-dia. Aureliano conservó las palabras, pero les antepuso este aviso: Lo que ladran ahora los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón doctísimo, con más ligereza que culpa. Después, ocurrió lo temido, lo espe-rado, lo inevitable. Aureliano tuvo que declarar quién era ese varón; Juan de Panonia fue acusado de profesar opiniones heréticas. Cuatro meses después, un herrero del Aventino, alucinado por los en-

gaños de los histriones, cargó sobre los hombros de su hijito una gran esfera de hierro, para que su doble volara. El niño murió; el horror en-gendrado por ese crimen impuso una intachable severidad a los jueces de Juan. Éste no quiso retractarse; repitió que negar su proposición era incurrir en la pestilencial herejía de los monótonos. No entendió (no quiso entender) que hablar de los monótonos era hablar de los ya olvi-dados. Con insistencia algo senil, prodigó los períodos más brillantes de sus viejas polémicas; los jueces ni siquiera oían lo que los arrebató algu-na vez. En lugar de tratar de purificarse de la más leve mácula de histrio-nismo, se esforzó en demostrar que la proposición de que lo acusaban era rigurosamente heterodoxa. Discutió con los hombres de cuyo fallo dependía su suerte y cometió la máxima torpeza de hacerlo con ingenio

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y con ironía. El 26 de octubre, al cabo de una discusión que duró tres dí-as y tres noches, lo sentenciaron a morir en la hoguera. Aureliano presenció la ejecución, porque no hacerlo era confesarse

culpable. El lugar del suplicio era una colina, en cuya verde cumbre había un palo, hincado profundamente en el suelo, y en torno muchos haces de leña. Un ministro leyó la sentencia del tribunal. Bajo el sol de las doce, Juan de Panonia yacía con la cara en el polvo, lanzando bestia-les aullidos. Arañaba la tierra, pero los verdugos lo arrancaron, lo desnu-daron y por fin lo amarraron a la picota. En la cabeza le pusieron una corona de paja untada en azufre; al lado, un ejemplar del pestilente Ad-versus annulares. Había llovido la noche anterior y la leña ardía mal. Juan de Panonia rezó en griego y luego en un idioma desconocido. La hoguera iba a llevárselo, cuando Aureliano se atrevió a alzar los ojos. Las ráfagas ardientes se detuvieron; Aureliano vio por primera y última vez el rostro del odiado. Le recordó el de alguien, pero no pudo precisar el de quién. Después, las llamas lo perdieron; después gritó y fue como si un incen-dio gritara. Plutarco ha referido que Julio César lloró la muerte de Pompeyo; Au-

reliano no lloró la de Juan, pero sintió lo que sentía un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su vida. En Aquilea, en Éfeso, en Macedonia dejó que sobre él pasaran los años. Bus-có los arduos límites del Imperio, las torpes ciénagas y los contemplati-vos desiertos, para que lo ayudara la soledad a entender su destino. En una celda mauritana, en la noche cargada de leones, repensó la compleja acusación contra Juan de Panonia y justificó, por enésima vez, el dicta-men. Más le costó justificar su tortuosa denuncia. En Rusaddir predicó el anacrónico sermón “Luz de las luces encendida en la carne de un répro-bo”. En Hibernia, en una de las chozas de un monasterio cercado por la selva, lo sorprendió una noche, hacia el alba, el rumor de la lluvia. Re-cordó una noche romana en que lo había sorprendido, también, ese mi-nucioso rumor. Un rayo, al mediodía, incendió los árboles y Aureliano pudo morir como había muerto Juan. El final de la historia sólo es referible en metáfora, ya que pasa en el

reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aure-liano conversó con Dios y que Éste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina. Más correcto es decir que en el paraí-so, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Pano-nia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.

El Aleph (1949)

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12. PROTEO Antes que los remeros de Odiseo fatigaran el mar color de vino las inasibles formas adivino de aquel dios cuyo nombre fue Proteo. Pastor de los rebaños de los mares y poseedor del don de profecía, prefería ocultar lo que sabía y entretejer oráculos dispares. Urgido por las gentes asumía la forma de un león o de una hoguera o de árbol que da sombra a la ribera o de agua que en el agua se perdía. De Proteo el egipcio no te asombres, tú, que eres uno y eres muchos hombres.

La rosa profunda (1975) 13. OTRA VERSIÓN DE PROTEO Habitador de arenas recelosas, mitad dios y mitad bestia marina, ignoró la memoria, que se inclina sobre el ayer y las perdidas cosas. Otro tormento padeció Proteo no menos cruel, saber lo que ya encierra el porvenir: la puerta que se cierra para siempre, el troyano y el aqueo. Atrapado, asumía la inasible forma del huracán o de la hoguera o del tigre de oro o la pantera o de agua que en el agua es invisible. Tú también estás hecho de inconstantes ayeres y mañanas. Mientras, antes...

La rosa profunda (1975)

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14. UN CIEGO No sé cuál es la cara que me mira cuando miro la cara del espejo; no sé qué anciano acecha en su reflejo con silenciosa y ya cansada ira. Lento en mi sombra, con la mano exploro mis invisibles rasgos. Un destello me alcanza. He vislumbrado tu cabello que es de ceniza o es aún de oro. Repito que he perdido solamente la vana superficie de las cosas. El consuelo es de Milton y es valiente, pero pienso en las letras y en las rosas. Pienso que si pudiera ver mi cara sabría quién soy en esta tarde rara.

La rosa profunda (1975) 15. ALL OUR YESTERDAYS Quiero saber de quién es mi pasado. ¿De cuál de los que fui? ¿Del ginebrino que trazó algún hexámetro latino que los lustrales años han borrado? ¿Es de aquel niño que buscó en la entera biblioteca del padre las puntuales curvaturas del mapa y las ferales formas que son el tigre y la pantera? ¿O de aquel otro que empujó una puerta detrás de la que un hombre se moría para siempre, y besó en el blanco día la cara que se va y la cara muerta? Soy los que ya no son. Inútilmente soy en la tarde esa perdida gente.

La rosa profunda (1975)

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16. AL ESPEJO ¿Por qué persistes, incesante espejo? ¿Por qué duplicas, misterioso hermano, el menor movimiento de mi mano? ¿Por qué en la sombra el súbito reflejo? Eres el otro yo de que habla el griego y acechas desde siempre. En la tersura del agua incierta o del cristal que dura me buscas y es inútil estar ciego. El hecho de no verte y de saberte te agrega horror, cosa de magia que osas multiplicar la cifra de las cosas que somos y que abarcan nuestra suerte. Cuando esté muerto, copiarás a otro y luego a otro, a otro, a otro, a otro...

La rosa profunda (1975) 17. YO La calavera, el corazón secreto, los caminos de sangre que no veo, los túneles del sueño, ese Proteo, las vísceras, la nuca, el esqueleto. Soy esas cosas. Increíblemente soy también la memoria de una espada y la de un solitario sol poniente que se dispersa en oro, en sombra, en nada. Soy el que ve las proas desde el puerto; soy los contados libros, los contados grabados por el tiempo fatigados; soy el que envidia a los que ya se han muerto. Más raro es ser el hombre que entrelaza palabras en un cuarto de una casa.

La rosa profunda (1975)

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18. NO ERES LOS OTROS No te habrá de salvar lo que dejaron escrito aquellos que tu miedo implora; no eres los otros y te ves ahora centro del laberinto que tramaron tus pasos. No te salva la agonía de Jesús o de Sócrates ni el fuerte Siddharta de oro que aceptó la muerte en un jardín, al declinar el día. Polvo también es la palabra escrita por tu mano o el verbo pronunciado por tu boca. No hay lástima en el Hado y la noche de Dios es infinita. Tu materia es el tiempo, el incesante tiempo. Eres cada solitario instante.

La moneda de hierro (1976)