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UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA
FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS
Departamento de Sociología
Theatrum urbe o la dimensión poética del habitar:
interpretaciones iconológicas sobre las transformaciones
culturales de Bogotá a través de la fotografía callejera
(1930-1970)
Trabajo de Grado
Juan Felipe Montealegre P.
Luz Teresa Gómez de Mantilla – Tutora
Bogotá, 2018-I
[2]
Hay ciudades que se construyen continuamente,
hay ciudades que se borran a sí mismas
y que desaparecen cada día los rastros de su imagen anterior.
Bogotá pertenece a estas últimas,
es uno de sus mejores ejemplos1.
1 Autor desconocido (1988), “450 años de demolición”, en Revista Semana (versión digital recuperada), 22 de febrero de 1988. Artículo recuperado de: http://www.semana.com/cultura/articulo/450-aos-de-demolicion/9909-3. * Fotografía de portada: Personas conversando en la Carrera Séptima entre calles 14 y 15. Sady González, 1947. Colección de Arte del Banco de la República.
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Página de álbum familiar con fotografías instantáneas callejeras. Archivo familiar del autor.
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CONTENIDO
5. Ciudad, imagen, memoria: presentación del problema.
20. ¿Por qué pensar la ciudad bogotana desde la imagen fotográfica callejera?: justificación
del problema.
26. Hipótesis.
28. Objetivos.
29. Lo pensado y lo por pensar, lo visto y lo que queda por mostrar: estado del arte.
102. Marco teórico.
157. Metodología: interpretación iconológica y método documental.
174. Análisis de imágenes.
174. Tradición y modernidad en la bebida. Bogotá, el ring; chicha y cerveza, los
contendientes.
208. Vivir bajo un mismo techo y comer de la misma olla. Lo rural y lo urbano visto
desde el hacer mercado.
209. Mujer y patriarcado. Ver y ser visto como condición del ser en la esfera
pública.
211. Poéticas del habitar: montaje experimental.
212. Conclusiones.
8. Bibliografía.
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CIUDAD, IMAGEN, MEMORIA
Presentación del problema
Los álbumes familiares: portales del tiempo, generadores de memoria.
Parece ser que el contenido de un relato acerca de una experiencia vivida en el pasado no es
suficiente siempre que se carezca del soporte visual de dicha vivencia. Al menos así sucede
cuando nos sentamos a observar detenidamente uno de los álbumes familiares que nuestros
padres y abuelos atesoran en sus armarios, mesitas de noche o baúles. A diferencia de las
imágenes digitales que cada uno de nosotros –los más jóvenes– disponemos inmediata y
simultáneamente en cualquier momento y cualquier lugar en nuestros smartphones, la
relación que aún podemos mantener con los álbumes familiares requieren de una
temporalidad al margen de las exigencias de productividad y consumo que absorben el
discurrir de la vida cotidiana, especialmente en las ciudades. Tomarse el tiempo de observar
cada una de las fotos allí existentes, deteniéndose una y otra vez en los detalles que ellas
nos muestran y en la manera como han sido escogidas, clasificadas y distribuidas en cada
una de las páginas del álbum, demanda un tipo de disposición afectiva muy particular. La
delicadeza con la que se pasa de una página a otra, el aroma que brota de estos pequeños
portales del tiempo y las historias que surgen alrededor de cada imagen son algunos de los
aspectos que con mayor claridad sale a flote cuando tratamos con los álbumes familiares.
¿Podría hacerse entonces una suerte de elogio de la lentitud de la mirada y de la
tangibilidad de las imágenes fotográficas a partir de la reflexión crítica acerca de las
condiciones ontológicas y las potencialidades epistemológicas que poseen los álbumes
familiares en contraste con la actualidad digital de las imágenes?
Parece ser igualmente que los álbumes fotográficos brindan la oportunidad de actualizar la
experiencia del pasado cuando se los observa. Lo característico de un álbum fotográfico no
es sólo que cada imagen o cada página nos hablen sobre un acontecimiento o un rasgo
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particular de la historia familiar, sino que, más aún, nos induce a contar la historia de tales
rasgos y acontecimientos, a revivir por la vía oral la experiencia pasada. No es
precisamente que la fotografía adquiera pleno sentido en virtud de algo que no es ella
misma (el relato oral, la articulación de las palabras en la historia narrada o el propio hecho
objetivo al que se refiere); por su parte, la fotografía o el álbum fotográfico son capaces por
sí mismos de provocar la construcción de un relato que, más que re-presentación de lo
vivido, es su re-creación. El soporte visual que acompaña los relatos de nuestros abuelos
acerca de vivencias, fenómenos o acontecimientos inscritos en el pasado constituye el
origen de la experiencia actualizada del propio pasado. Es decir, ante la presencia de la
fotografía, nos vemos avocados a ‘decir’ algo al respecto de lo que se nos muestra, la
imagen nos ha interpelado a la manera de una entrevista que interroga por el qué, el cómo,
el dónde, el cuándo, el con quién, el por qué, etc. La imagen nos habla antes de que
nosotros podamos decir algo sobre ella; para poder contar la historia que está ‘detrás’ de la
foto –o, más bien, la historia que es la foto misma–, ella nos habrá tenido que inquirir
previamente sobre su sentido existencial.
En una sesión de fotoelicitación2 con mi abuela, surgió un debate en torno a la experiencia
fotográfica que se tiene con los álbumes familiares en contraste con la foto digital o
posmoderna; a propósito de esta tensión, la opinión de mi abuela resulta ser muy diciente a
la hora de identificar ese tipo particular de complicidad que existe entre las palabras
(historias, relatos) y las imágenes (fotográficas):
A mí me gustan las fotografías, tener álbumes para estar recordando y mostrarle a la
familia, porque una cosa es contar, otra cosa es verlos, ver las fotos. No me gusta la
2 La fotoelicitación es una técnica de investigación cualitativa que consiste en provocar –como su nombre lo indica– al sujeto entrevistado, a través de la observación de fotografías, con el fin de que reflexione acerca de su forma su contenido y de las condiciones objetivas y subjetivas de su producción. La peculiaridad de esta técnica de investigación radica en el hecho de que la presentación de la(s) fotografía(s) ante el sujeto entrevistado sustituye la formulación de la pregunta inicial en una entrevista convencional; ante la presencia de la foto, el entrevistado hablará espontáneamente sobre la imagen y es a partir de ese momento que se establece una especie de ‘triálogo’ entre el entrevistador, el entrevistado y la imagen. Para una ampliación de esta técnica, véase: Rose, G. (2012), “Making Photographs as Part of a Research Project: photo-documentation, photo-elicitation and photo-essays”, en: Visual Methodologies. An introduction to Researching with Visual Materials. Fourth Edition. Los Angeles, London, Singapore, New Delhi, Washington: Sage.
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tecnología, nunca he estado de acuerdo con eso… No me gusta, he peleado con su abuelo
por eso. Me gustan las cosas auténticas (subrayado mío)3.
De acuerdo con mi abuela, la tangibilidad de las fotos permite detenerse todo el tiempo
necesario para hablar de los momentos, los lugares y los personajes que la fotografía revela,
a diferencia de la liquidez de la foto digital. La mencionada complicidad entre la palabra y
la imagen indica que no siempre bastan las palabras para relatar una historia, sino que éstas
requieren de la materia visual que les confiere mayor viveza y realidad; puede ser que las
palabras desaparezcan, pero las fotos perduran con el tiempo: he aquí una primera
indicación formal acerca de la peculiaridad ontológica de la imagen respecto a la palabra –
y, en consecuencia, respecto a la temporalidad histórica–. En efecto, contar no es ver;
preferimos la vista sobre la palabra proferida, o más bien, sentimos –hoy más que nunca–
que no podemos prescindir de la imagen. Una cultura visual ha inundado indiscutiblemente
nuestros esquemas de percepción; una exclusiva sensibilidad visual condiciona el desarrollo
del nuevo sensorium4 de la experiencia humana en la sociedad contemporánea, más aún
cuando las tecnologías de la información, los medios de comunicación y la creciente
digitalización de la experiencia humana y la memoria.
En consecuencia, tenemos en nuestras manos la posibilidad virtual de viajar en el tiempo
gracias a la fuerza que ejercen los álbumes familiares sobre nosotros. No obstante, cabe
resaltar que el modo como cada álbum fotográfico está compuesto no necesariamente
obedece a un criterio de organización suficientemente claro como para determinar la
configuración ‘correcta’ de un archivo visual como éste; al contrario, una lógica
3 Entrevista realizada a mi abuela (Victoria Navarrete) en sesión de fotoelicitación. Mayo de 2017. 4 El término sensorium se usa aquí para designar la susceptibilidad de los esquemas de percepción y las condiciones de la sensibilidad estética de los sujetos de una sociedad (o de una comunidad de sentido) para ser afectados histórica y culturalmente por las distintas técnicas y tecnologías desarrolladas en el marco de la modernidad capitalista industrial, con fin de crear nuevas formas de comprender la realidad (entre ellas, la fotografía). El sentido de este término proviene de las ideas plasmadas por W. Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936): “Dentro de largos períodos históricos, junto con el modo de existencia de los colectivos humanos, se transforma también la manera de su percepción sensorial. El modo en que se organiza la percepción humana –el medio en que ella tiene lugar– está condicionado no sólo de manera natural, sino también histórica (…) Ahora es posible no sólo comprender las transformaciones del médium de la percepción de las que somos contemporáneos como una decadencia del aura, sino también mostrar sus condiciones sociales”. En Benjamin, W. (1936), La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. México: Itaca, 2003, pp. 46-47.
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fragmentaria, híbrida, relativamente dispersa y sin embargo coherente, auténtica y
simbólicamente poderosa tiene lugar en la composición de los álbumes fotográficos de la
familia. En una sola página de estos álbumes podemos atestiguar las más diversas temáticas
y rasgos formales: retratos de cinco centímetros por cinco (5x5), a blanco y negro, de los
tíos en su etapa juvenil; la pareja de abuelos caminando por la Carrera Séptima cogidos de
la mano en una fotografía de siete por doce (7x12); el nuevo nieto de la familia desnudo en
la alberca, un domingo familiar en el parque a color, el grupo de amigos del barrio
montando bicicleta, el bautizo de los primos gemelos y unas cuantas fotografías a color de
mediados de los años setenta. Aunque dichas fotos cuentan con unas condiciones de
producción más o menos dispares, cada una de las historias que las acompañan llegan a
cruzarse en algún punto; y son justamente esos entrecruzamientos, esas continuidades y
discontinuidades, esa forma pendular en que discurre la historia visual contenida en los
álbumes de familia, esa heterogeneidad de las temáticas y las facturas, esos pliegues y
torsiones que acontecen cuando se traducen en palabras los elementos visuales, aquello que
constituye en primera instancia el objeto de la presente investigación.
Las fotografías instantáneas callejeras y la transformación histórica de la práctica
fotográfica como síntoma de los procesos del habitar la ciudad
Pero existe un tipo particular de fotografías que reúne en un mismo y pequeño lugar –a
saber, el plano de visión ofrecido por la foto– una vasta multiplicidad de elementos de
diversa naturaleza que componen el telón de fondo –el contexto– de los relatos que surgen
a partir de la observación, más o menos detallada, de estas imágenes. Se trata de las
famosas fotografías callejeras o instantáneas, las mismas que constituían una de las
principales prácticas y atractivos de los centros históricos de las ciudades más importantes
de Colombia, gestionadas y producidas por una densa fila de fotógrafos que sorprendían
con admirable habilidad a los transeúntes de mediados del siglo pasado, aproximadamente,
y cuya mayoría de ellas reposan –con una interesante configuración y orden semióticos– en
los mencionados álbumes familiares, los cuales se atesoran como testimonio tangible, no
sólo de la íntima historia familiar, sino sobre todo de una peculiar manera de ser/estar-en-
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la-ciudad, a la vez que de una Bogotá que fue (familiar) y que ya no volverá a ser igual, a
pesar de algunas supervivencias tanto en su infraestructura como en el ethos y la psique
urbanas. En la presente investigación, la pregunta por una tecnología de la memoria en
particular (el álbum fotográfico familiar) se desdobla en la pregunta por la imagen o las
imágenes que hay de la ciudad al interior de ella y lo que éstas nos pueden decir acera de
los rasgos más destacados de la experiencia urbana, la vida cotidiana y el habitar en el
centro histórico bogotano.
Con el paso de los años hemos presenciado radicales transformaciones tanto en la
estructura objetiva de las condiciones socioeconómicas de la sociedad como en nuestra
sensibilidad estética, los esquemas de percepción y los elementos que configuran la
naturaleza de la experiencia del espacio y el tiempo. La consolidación de la influencia de
las nuevas tecnologías y del impacto de los medios masivos de telecomunicación –unido a
la vertiginosa dinámica del consumo de masa– han hecho que la experiencia humana en
general –y la experiencia urbana en particular, sobre todo en nuestras ciudades
latinoamericanas– se encuentre cada vez más mediada por estos dispositivos y, por
consiguiente, la percepción y apropiación que se tiene de los fenómenos y acontecimientos
que componen la realidad de la sociedad contemporánea se inscriba dentro de los límites,
ciertamente complejos, de tales medios y mediaciones. Nuestro estar en el mundo se
encuentra cada vez más mediado y mediatizado. Los aspectos ontológicos fundamentales
de nuestro habitar el mundo sufren modificaciones sustanciales con la globalización y
digitalización de las prácticas urbanas en la cotidianidad. Nuestra condición habitante en el
marco de la sociedad posmoderna supone un complejo debate en torno a las tecnologías y
mediaciones que determinan la cercanía (y lejanía) que mantenemos con nuestro entorno,
con la tradición, con la modernidad, con el territorio, con nosotros mismos y con los otros.
Se perfila entonces el problema alrededor de la importancia de una tecnología de la
memoria como lo es el álbum fotografía y, en particular, de la fotografía callejera en los
procesos de recuperación, debilitamiento, configuración y/o fortalecimiento de la memoria
colectiva en una época caracterizada por la liquidez, la inmediatez, la simulación y un
vertiginoso ritmo de vida. ¿Qué significa habitar la ciudad bogotana hoy en día? ¿Y qué
puede decirnos la complejidad iconográfica de las imágenes fotográficas sobre la ciudad
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como espacio habitado? ¿Cómo entender la historia a partir de montaje visual compuesto
por las imágenes que nos hablan de y desde la ciudad? ¿Cómo pensar la ciudad –sus
procesos simbólicos y transformaciones culturales– a través de las imágenes fotográficas?
Imagen y tiempo: memoria fotográfica
En cuanto a la relación de la imagen fotográfica con el tiempo, cabe resaltar que es sobre
todo en las fotos callejeras que se llegan a articular de diverso modo las tres dimensiones
fundamentales que conforman nuestra comprensión habitual –lineal– de la temporalidad
humana: pasado-presente-futuro. La fotografía en general captura un hecho, un momento,
una experiencia pasada; es la fijación del pasado en un instante dinámico, es la garantía de
que el pasado podrá actualizarse cada vez que se quiera. Y, no obstante, la fotografía no
remite únicamente al pasado, pues se convierte en al mismo tiempo en la promesa de que la
historia seguirá narrándose, adaptándose a las necesidades simbólicas y espirituales tanto
por la vía oral como por la visual. La foto queda para la posteridad, para las nuevas
generaciones; somos nosotros –jóvenes– los que nos hemos nutrido de las historias
narradas por nuestros abuelos y a la vez quienes querremos legar nuestros propios
testimonios –sean analógicos o digitales– a las futuras generaciones. En la fotografía, la
artificiosa distinción analítica pasado-presente-futuro deja de ofrecer su soporte
epistemológico a la comprensión de la historia como narrativa lineal para abrirle paso a la
riqueza –impura5 por naturaleza– de los desarrollos históricos de la ciudad que todos
habitamos.
Identidad punzante: la pregunta por las formas colectivas del habitar urbano
Una vez señalados los dos aspectos fundamentales que se articulan como potencial
energético al interior de las fotografías –espacio y tiempo–, vale la pena rescatar que el
contenido visual de las fotografías nos lleva a tomar en consideración una cuestión de suma
5 Sobre la aplicación de la noción de impureza en la historia –específicamente de la historia del arte entendida como historia de la cultura–, cf. Didi-Huberman, G. (2002), La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, Madrid: Abada Editores, 2009; texto al que nos referiremos posteriormente.
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importancia: el problema de la identidad. Pero no se trata exclusivamente del problema del
reconocimiento de las personas, los lugares y las situaciones que aparecen en la superficie
del contenido fotográfico (el studium de Barthes6), sino más bien de encontrar en el instante
punzante del detalle fotográfico (punctum) la interpelación afectiva que vincula a los
individuos que observan las fotos con la memoria de sus antepasados. Así pues, el
problema de la identidad se traduce en la pregunta por el potencial que tienen las imágenes
de cara a la construcción y el fortalecimiento de la memoria colectiva de una comunidad de
sentido. A pesar de que el interés de la presente investigación trabaje con material
cuidadosamente escogido en distintos álbumes familiares, su propósito no es indagar sobre
distintos aspectos de la identidad individual de quienes aparecen allí (y donde se
encuentran), ni tampoco de la memoria familiar que albergan, sino que se ocupa
principalmente de aquellos elementos que contribuyan a esclarecer las formas colectivas de
habitar la ciudad más características, junto con sus superposiciones, estratificaciones,
tensiones, ondulaciones, anacronismos, heterogeneidades, hibridaciones, vibraciones,
olvidos y afirmaciones que han acontecido a través de los años, en el marco de la
estructuración de la condición posmoderna actual. El análisis de tales formas colectivas de
habitar la ciudad –es decir, de co-habitación– nos arrojará algunas pistas alrededor de la
naturaleza de los nexos que guardamos con nuestra historia y tradición desde el punto de
vista de las prácticas, los discursos, las tecnologías, las formas simbólicas, la sensibilidad
estética de la comunidad urbana y la cultura material. ¿Cómo puede la fotografía callejera
iluminar el complejo tejido que entrelazan los procesos de la memoria con la identidad
colectiva de la comunidad urbana?
Habitar la ciudad
¿A qué formas colectivas de habitar podríamos estar refiriéndonos cuando exploramos
detalladamente las fotografías urbanas de los álbumes familiares?
6 Cf. Barthes, R. (1980), La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Barcelona: Paidós, 1989.
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El filósofo alemán M. Heidegger dedicó su vida intelectual a reflexionar sobre el
significado de la palabra ‘habitar’ desde una perspectiva ontológico-existencial circunscrita
a la relación fundamental de la existencia individual (Da-sein) con el sentido del mundo en
general (Sein). Habitar es el modo esencial de ser del hombre en el mundo. La continua
búsqueda por hacerse un lugar en el mundo conecta existencialmente el habitar con el
crear, de tal manera que el desenvolvimiento de la actividad humana en el mundo es
esencialmente poiética, creativa, artística. No obstante, las limitaciones de la visión
ontológica del habitar de Heidegger reducen la comprensión de la condición fundamental
de la existencia humana a una interpretación predominantemente individual. Aun así, no
podemos despachar sin más los aportes de Heidegger a este respecto, pero sí nos vemos en
la necesidad de contextualizar sus conceptos y situar concretamente el habitar ontológico en
un marco de problemas sociológicos que nos permita acercarnos a la cuestión de la
memoria colectiva y al papel que juegan las imágenes en dicho proceso, así como el
potencial simbólico que puede extraerse de ellas a la hora de ofrecer luces sobre los
pliegues de la experiencia urbana en el centro histórico de la ciudad.
Tomemos como ejemplo las fotos del reconocido reportero gráfico bogotano Sady
González (1913-1979), cuyas imágenes no sólo llegaron a capturar acontecimientos de
suma importancia para la historia de la ciudad –como el ‘Bogotazo’– sino que su
sensibilidad de dirigió a retratar los momentos y situaciones más cotidianas de la realidad
bogotana, en los cuales se destaca la aparición de las multitudes en las principales calles del
centro, las modas de innegable origen europeo (los paños finos, los elegantes sombreros de
copa, los bastones, los monóculos y los aristocráticos fracs en el caso de los cachacos; las
gruesas ruana de lana y el semblante curtido de niños y adultos campesinos; el recato
generalizado en el vestir y las maneras de las mujeres, etc.) y la interesante función social y
cultural de los cafés como lugar de encuentro de intelectuales, periodistas, artistas y
escritores que acabarían gestando destacados movimientos estéticos y corrientes de
pensamiento en el marco de la modernidad cultural tanto de la ciudad como del país. Otro
ejemplo lo podemos encontrar en la obra del también reportero gráfico Carlos Caicedo
(1929-2014), cuyo lente se posó insistentemente sobre los instantes de la vida cotidiana que
acababan por hablar acerca de las prácticas y los imaginarios culturales existentes sobre
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todo en la segunda mitad del siglo XX. ¿Cómo es que ciertas prácticas cotidianas pueden
dar cuenta de los modos colectivos de habitar la ciudad bogotana?
Establecimientos tales como cafés, librerías o salones de onces funcionan como lugares de
encuentro; incluso la calle misma era experimentada como lugar de encuentro y la
oportunidad de entablar lazos sociales con desconocidos. La generación de multitudes
callejeras alrededor de la conversación, el café, la actualidad social y la coyuntura política
sugieren la configuración de un ethos particular en el que la ciudad –entendida como polis–
constituye el objeto primordial de la auténtica opinión pública. Dando un paso hacia
adelante, observamos las transformaciones físicas e infraestructurales del espacio urbano
con los nuevos estilos arquitectónicos que responden a la necesidad de modernización
(piénsese en la demolición del Hotel Granada para la futura construcción del edificio del
Banco de la República) a partir de mediados del siglo XX; estilos que expresaban la
necesidad de adecuarse a los cambios económicos, sociales y culturales que prepararían el
terreno para el asentamiento del capital global en la sociedad del nuevo milenio. Por otro
lado, si bien la aparición de la técnica fotográfica (analógica) produjo considerables
cambios en los esquemas de percepción y el sensorium de los habitantes de la ciudad y de
todos aquellos que podían disponer de ella –pues representaba la posibilidad de documentar
la realidad y sus hechos ‘tal como’ habían ocurrido–, las nuevas tecnologías y los medios
de comunicación –en especial la radio y la televisión– fueron agenciando la
“domesticación” de la experiencia y el conocimiento de la ciudad en virtud de su función
mediadora y estabilizadora en el contexto de un ambiente azotado por la violencia y la
inseguridad generalizada en el país. Hoy en día, asistimos al auge de la mediatización de
toda actividad humana, a la estetización de las prácticas, espacios y estilos de vida y a la
adecuación del discurrir de la vida cotidiana según las lógica del consumo masivo de bienes
y servicios.
La calle se convierte hoy en un lugar de miedos, peligros e inseguridades; preferimos cada
vez la función estabilizadora e individualizante de los medios de comunicación. La calle
constituía el escenario por excelencia en el que el hombre urbano de la modernidad
encontraba su lugar en el mundo. En ella acontece permanentemente el diálogo y las
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múltiples transacciones entre lo público y lo privado. La ciudad moderna –y en particular
todos los micro y macroprocesos que tienen y tenían lugar en sus calles– es efectivamente
uno de las mayores producciones culturales –por cierto inacabada e inacabable– con las que
el ser humano ha demostrado la compleja necesidad de crear su hábitat en el mundo, de
proporcionarle sentido a su existencia en conjunto frente a sus semejantes La ciudad como
espacio de construcción de la identidad y la memoria colectiva: ¿qué lugar ocupa la ciudad
en una época donde las fronteras se han diluido y la que los vínculos con un territorio
determinado han perdido considerablemente su fuerza?
La práctica fotográfica callejera hoy: preguntas directrices
Cada detalle observado en las fotografías callejeras nos da una intuición sobre las prácticas
y los modos de ser/estar en la ciudad; a su vez, advertimos que la fotografía callejera en
general se mueve, a modo de péndulo, entre la contingencia y la institucionalidad que
caracterizan a la vida pública. Observamos la reacción de un par de religiosas ante la
presencia de una mujer vistiendo una minifalda; la actitud y disposición corporal de un
grupo de hombres coqueteando a un grupo de hermosas mujeres; el plan familiar de comer
helado la tarde de un domingo; la timidez de las mujeres al ser capturadas por los
fotógrafos callejeros anteriormente mencionados; el regocijo de las parejas caminando por
la Carrera Séptima, cogidos de la mano y representando los respectivos roles de hombre-
mujer; la indumentaria de los niños y la niñas antes de que apareciera una moda infantil
propiamente dicha; la caracterización del anonimato en el cruce de personas desconocidas,
etc. “El buen Dios se encuentra de los detalles” –así sostuvo insistentemente, por ejemplo,
el genial historiador y crítico de arte alemán Aby Warburg mientras desarrollaba su más
ambicioso proyecto del Atlas Mnemosyne7.
Con todo lo dicho, cabe plantear las siguientes preguntas, de las que se espera, si no
responder a cabalidad, al menos sugerir pistas para encaminar su desarrollo a profundidad
desde un análisis visual que valore el sentido de este tipo de imágenes fotográficas en tanto
7 Cf. Didi-Huberman, G. (2001), op. cit., pp. 442 y ss.
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soportes de la memoria urbana que resisten al olvido en una época donde nada perdura y
todo aparenta ser sustituible por cualquier cosa: En un contexto de violencia vivido a lo
largo de medio siglo, ¿cómo puede el pasado iluminar nuestra situación actual en cuanto a
los rasgos característicos que definen nuestra forma de habitar la ciudad? ¿Qué papel juega
la imagen –especialmente la imagen fotográfica callejera– en la construcción y
recuperación de la memoria colectiva de la ciudad? ¿Estamos condenados a la nostalgia
cada vez que nos referimos a la Bogotá antigua que alguna vez vivieron nuestros
antepasados? ¿Tienen las imágenes un poder intrínseco para orientar la construcción de un
proyecto colectivo de ciudad en un contexto determinado por la indiferencia, la
desconfianza, el individualismo y los efectos alienadores de los medios de comunicación y
el mundo del consumo? ¿Cómo comprendemos el habitar la ciudad? ¿Pueden ser las
imágenes una forma de habitarla? ¿Por qué la práctica de la fotografía callejera ha
desaparecido, limitando su existencia a los pocos fotógrafos callejeros que se encuentran en
la principal plaza de la ciudad? ¿Puede recuperarse dicha práctica? ¿Y su recuperación
podría significar la reactivación de la construcción poética de la ciudad, así como el
restablecimiento de la memoria urbana? ¿Cómo entender la práctica fotográfica callejera
como parte del desarrollo poético de la experiencia cotidiana en las calles de la ciudad?
¿Cuál ha sido la importancia del oficio de fotógrafo callejero en la construcción de un
conjunto denso y heterogéneo de imágenes de ciudad?
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Hombres con ruana y zapatos en la esquina suroriental del cruce de la Carrera Séptima y la Av. Jiménez. Saúl
Orduz, años 60’s.
Líneas de aporte de la investigación
El presente trabajo tiene sus raíces en un temprano interés por explorar los diversos
despliegues que las cuestiones de la estética filosófica, la filosofía del arte, la hermenéutica
contemporánea y la filosofía de la cultura tienen en la realidad empírica, y más
específicamente, en la realidad social de la ciudad bogotana. Bien podría decirse que este
ejercicio de reflexión es un producto mediato de las reflexiones desarrolladas en mi
monografía de grado del pregrado en filosofía (2014), titulada “El arte como
acontecimiento y la historia del arte a través de la mirada como una forma de cuidado-
creador. Un análisis en torno a Martin Heidegger y Régis Debray”. Allí tuve la oportunidad
de indagar por primera vez sobre los posibles puentes entre un ethos (partiendo de la
observación del ethos griegos constantemente caracterizado y reivindicado por el filósofo
alemán) y una estética del acontecimiento (Ereignis), en donde la obra de arte ocupa un
lugar protagónico a la hora de mostrar la naturaleza ontológica de la relación que guarda el
ser humano con el mundo que habita.
Pero el puente entre lo ético y lo estético del acontecimiento no llega a ser efectivamente
real sin la actividad de la mirada, siendo ella misma una construcción histórica y cultural.
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De ahí que la perspectiva mediológica de Debray8 haya permitido descubrir que el
elemento conductor entre una ética del habitar y una estética del acontecimiento es la
mirada como proceso histórico que se sirve materialmente de diversas técnicas y
tecnologías, tanto de producción de la imagen como de interpretación visual. Así pues, el
problema de la mirada recayó finalmente –una vez emprendido mi formación sociológica
gracias a las primeras incursiones en el campo de la sociología de lo simbólico, la
sociología del arte y la sociología visual– en el vasto mundo de la fotografía, sus usos
sociales, su modos de producción y reproducción, las formas de apropiación de su
contenido y de su sentido en tanto práctica, y su capacidad para interpelar la sensibilidad
académica de cara a la introducción de nuevos métodos de investigación sociológica: esto
es, en su poder epistemológico para transformar la manera tradicional –positivista– de
hacer sociología.
No contento con los grandes avances conceptuales adquiridos en el campo de la filosofía, el
azar y la causalidad propias de la experiencia me llevaron a fijar la atención sobre los
archivos fotográficos de mi familia, gracias a una espontánea conversación con mi abuela
acerca de esas curiosas fotos a blanco y negro que retrataban a personas de cuerpo entero,
en movimiento, mientras caminaban elegantemente por las calles de la ciudad. Y fue ese
elemento urbano, ajeno a lo familiar, lo que me cautivó y me condujo a plantearme una
serie de preguntas en torno a las múltiples relaciones entre el contenido de aquellas
imágenes y la memoria viva de la experiencia pretérita, entre el ámbito de lo público y de lo
privado y entre la Bogotá antigua –“chachaca”– y la Bogotá contemporánea –híbrida,
“glocal”–. Fue así como entonces surgió la pregunta por la ciudad a partir de lo que
muestran las antiguas fotografías callejeras, como manifestación del deseo por comprender
las razones por las cuales no vestimos de la misma manera, hablamos diferente, nos
socializamos de distintas formas, no habitamos los mismos espacios del mismo modo y ya
no sentimos más que un sentimiento de nostalgia de ciudad al ver una de estas imágenes
fotográficas.
Del álbum familiar a la pregunta por la ciudad y, más concretamente, a la cuestión sobre
cómo habitaban los ciudadanos de la Bogotá antigua y cachaca, de la Bogotá lluviosa, de
8 Debray, R. (1992), Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona: Paidós, 1994.
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sombrero y de corbata. Primer cruce del interés filosófico con el problema de la sociología
urbana, poco atendido desde hace más o menos 15 años: el habitar: ¿qué significa habitar la
ciudad [latinoamericana] hoy en día, cuando las dinámicas de la globalización diluyen las
identidades que alguna vez se mantuvieron relativamente estables, cuando las fronteras se
tornan difusas y no hay un espacio claramente delimitado sobre el cual asentar los vínculos
identitarios con un territorio específico? Así pues, esta investigación se encuentra
plenamente atravesada por el interés observar cómo, en la medida de lo posible, se concreta
la definición filosófica (ontológica, existencia y fenomenológica) del habitar heideggeriano
en la realidad social de nuestra ciudad bogotana, sin dejar de lado las particularidades de su
dinámica y estructura sociales, como también las de su población y del devenir histórico
cultural que les son propias. Sociología urbana del habitar
No obstante, la observación de las transformaciones del habitar urbano cuenta con un
recurso que hasta el momento no ha sido tenido en cuenta con mucha preocupación por el
campo de la disciplina sociológica, a saber: las antiguas fotografías callejeras y, en general,
la fotografía de paisaje urbano desde el punto de vista de quién la vive –a diferencia de las
panorámicas o los planos aéreos que representan el punto de vista omnisciente, la
perspectiva de Dios–. De manera que se ha escogido la fotografía callejera en general como
el instrumento para extraer un conocimiento histórico-cultural de las formas poéticas del
habitar urbano; o, dicho de otro modo, se trata de sugerir la posibilidad de conocer la
ciudad a través de la imagen fotográfica, reconociendo, a su vez, que la práctica fotográfica
callejera tiene como condición material de posibilidad la consolidación de la ciudad
moderna propiamente dicha. Forma y contenido, en la imagen fotográfica, solucionan su
aparente oposición en la noción de poética, en tanto la fotografía callejera se erige como
poética cuyo “contenido de representación” da cuenta de otras formas poéticas de la
experiencia cotidiana en las calles de la ciudad. Segundo cruce disciplinar: la filosofía de la
imagen y la relación entre la estética filosófica y la historia del arte ponen sus herramientas
al servicio de un ejercicio de sociología visual centrado en la cuestión del habitar urbano en
Bogotá.
Finalmente, pero no menos importante, aparece la cuestión de la memoria. La imagen
fotográfica aparece aquí como móvil de la memoria que nos traslada hacia un pasado vivido
[19]
y anhelado por nuestros padres y abuelos. La fotografía opera como una suerte de portal del
tiempo, moviliza relatos y sentimientos… es patética. Pero la memoria también se encarna
en las construcciones y edificaciones que componen el paisaje urbano de la ciudad; dichas
construcciones se erigen como testigos del transcurrir de los años, de las cosas, de los
movimientos y de las personas. Y esta pasar del tiempo es justamente lo que es posible
atestiguar, salvaguardar, gracias a la práctica fotográfica callejera y al sofisticado ojo de
reporteros gráficos reconocidos y de los anónimos fotógrafos ambulantes.
En síntesis, el presente trabajo constituye el producto de un proceso de reflexión que busca
integrar los aportes de la estética contemporánea con las herramientas conceptuales y
metodológicas de la sociología del arte, de la sociología de lo simbólico y de la sociología
visual. En todo el sentido de la palabra, la investigación es un texto, un tejido que se vale
tanto de la perspectiva filosófica de cara al planteamiento de problemas cuya importancia
ha sido notablemente menoscabada a favor de una mirada microsociológica de la
interacción social, y que a la vez se sirve del agudo sentido sociológico que conduce a
establecer criterios de operacionalización de los conceptos con los que trabaja la filosofía, a
fin de aterrizarlos y ponerlos en diálogo con la realidad empírica, social, en el marco del
desarrollo de las relaciones de poder protagonizadas por las diferentes clases sociales que
actúan en la estructura social.
No sobra destacar el intento por establecer una importante complicidad entre texto e
imagen. Complicidad que posee una consecuencia epistemológica de suma relevancia a la
hora de comprender las transformaciones histórico-culturales de los procesos del habitar
cotidiano de la ciudad, sin que ello implique la reducción a una construcción historiográfica
de un relato lineal del devenir urbano. En últimas, lo que está en juego es la apuesta por
construir una historia cultural de la ciudad que rompa con los cánones de la linealidad
positivista de la Historia y, en cambio, reconozca el potencial de la imagen fotográfica para
llevar a cabo saltos anacrónicos, sí, pero coherentes según una lógica, no de la racionalidad
pura, sino de una lógica en la cual la imaginación, los afectos y las sensibilidades
[20]
desempeñen un rol fundamental en la construcción de un futuro atlas del habitar bogotano.
¿POR QUÉ PENSAR LA CIUDAD
BOGOTANA DESDE LA IMAGEN
FOTOGRÁFICA CALLEJERA?
Justificación del problema
La primera pregunta que debe responder el presente proyecto concierne a la delimitación
temporal propuesta en el título. Se ha escogido un amplio intervalo (1930-1970) que a
primera vista no posee un referente histórico suficientemente destacado para intuir una
posible respuesta. Sin embargo, la década de 1930 constituye un período a partir del cual se
logran identificar claramente los primeros síntomas de la modernidad en términos
arquitectónicos de la construcción de una nueva ciudad9, ciudad que busca adaptarse
simbólica y materialmente a las exigencias económicas, políticas y culturales del proyecto
modernizador que se perfila a nivel internacional y que se verá plasmado en la
configuración del espacio urbano y las relaciones sociales al interior de las ciudades
capitales latinoamericanas.
9 Arango, S. (1997), “Arquitectura colombiana de los años 30 y 40: la modernidad como ruptura”, en Revista Credencial Historia, n. 86, 1 de febrero de 1997. Versión digital recuperada de: http://www.banrepcultural.org/node/32547.
Ejercicio de montaje fotográfico a partir de la selección de
fotografías descubiertas en el archivo familiar de mi amiga
Laura Morales. Las fotografías giran en torno a 1947-1950.
Se organizaron según tamaños y posturas corporales.
Fotografía del autor, septiembre de 2017.
[21]
En este sentido, resulta necesario precisar los significados que han sido otorgados a los
términos de modernidad y modernización con el fin de evitar malinterpretación. Por un
lado, la modernidad refiere particularmente a un movimiento cultural que se expresa en
distintas esferas tales como la arquitectura, las costumbres, los discursos, las políticas, las
filosofías y las estéticas; es decir, posee una connotación principalmente ética y cultural
(ethos). Mientras que el concepto de modernización designa específicamente un proyecto
de índole económica, tecnológica, productiva e infraestructural. Concretamente,
La modernidad se asume en Colombia como una proyección hacia el futuro, con el progreso
como mito. El movimiento moderno en la arquitectura europea fue un sueño cultural
proyectado a la sociedad del futuro, rompiendo los lazos de la tradición. Por otra parte, en
América Latina y Colombia la modernidad es tomada como un proyecto económico y social
en primer lugar y como cultural y estético en segundo orden (Arango: 187). Es así como en
los años 30 del siglo XX llega a nuestro país una no muy clara idea de la modernidad con el
referente de las sociedades consideradas avanzadas, en este caso Europa y Estados
Unidos10.
Si bien a partir de esta década se reconoce la ruptura de la ciudad, en las formas
arquitectónicas, con respecto a la Bogotá colonial y republicana de cara a la introducción de
la modernidad, esto no quiere decir que la selección del punto de inicio del estudio se limite
al criterio arquitectónico en el sentido de la proyección exclusivamente material de la
ciudad; pues ello implicaría retornar a la idea de la ciudad como espacio ocupado que
supone la concepción del habitar entendido en términos de la vivienda y la edificación.
Después de todo, es importante rescatar que este tipo de construcciones determinó en gran
parte la imagen de ciudad que se tenía proyectada para la época en contraste con la antigua
ciudad colonial y republicana; una imagen, por cierto, que no obedeció a una planificación
ordenada sino más bien a la transformación puntual de algunos de los sectores más
importantes del centro histórico y simbólico de Bogotá. Por el contrario, lo que aquí se
quiere sostener es la tesis según la cual la ciudad es un espacio habitado, donde el habitar
designa una condición ontológico-existencial tanto de los individuos como de los grupos
sociales que mantienen una relación particular con determinado territorio. De esta manera,
10 Perilla, M. (2008), El habitar en la Jiménez con Séptima en Bogotá. Historia, memoria, cuerpo y lugar. Bogotá: Facultad de Artes, Universidad Nacional de Colombia, 2008, p. 79.
[22]
lo sintomático que caracteriza la ruptura del espacio arquitectónico proyectado en las
décadas de 1930 y 1940 en Bogotá consiste en que la ciudad que empieza a construirse en
este momento va estableciendo poéticamente las condiciones de una nueva habitabilidad de
la ciudad, las cuales se debaten en un conjunto de tensiones entre la identificación con un
pasado colonial y republicano y las expectativas de un futuro cosmopolita que marcha de la
mano con la modernidad.
Estas nuevas condiciones de habitabilidad que se van construyendo implican la acción de
una serie de poéticas que se despliegan desde la configuración del espacio urbano en su
dimensión física e infraestructural –esto es, desde las formaciones más pesadas y
permanentes– hasta el ámbito de la vida cotidiana que discurre en las calles de la ciudad y
que adopta una variedad de formas culturales expresadas en prácticas, tendencias,
lenguajes, interacciones y costumbres del más variopinto tipo. Así pues, una de las
prácticas poéticas más destacadas que permea con creciente intensidad la vida cotidiana de
Bogotá en el siglo XX es precisamente la fotografía callejera, aun cuando es cierto que ya a
finales del siglo XIX pueden rastrearse los primeros intentos por documentar la apariencia
de la ciudad mediante la entonces novedosa técnica fotográfica. En el cambio de siglo la
fotografía urbana cumple un papel muy importante a la hora de registrar las
transformaciones de la morfología bogotana, tanto como las de los hábitos de sus
ciudadanos, las cuales evidencian el paso de una suerte de aldea urbana a la conformación
de un espacio urbano propiamente dicho, al interior del cual tienen cabida nuevas prácticas
y formas de socialidad. No obstante, debido a las características de la composición de este
tipo de fotografía urbana, y a las motivaciones que la soportaban, se conserva la distancia
entre la producción de las imágenes de la ciudad respecto de la vida y experiencia
cotidianas de los habitantes en relación con el espacio. Fue sólo con la creación y llegada
de las cámaras portátiles como la práctica fotográfica11 comenzó a hacer mella en la
cotidianidad de la ciudad; el uso extendido de la fotografía permitió que la vida social de
11 Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (2011), Bogotá vista a través del álbum familiar. Bogotá: Alcaldía Mayor de Bogotá, 2011, p. 9. Versión digital recuperada de: https://issuu.com/patrimoniobogota/docs/album_familiar_baja.
[23]
las ciudades entrara en contacto con lo que más tarde se llamaría la “cultura fotográfica”12 y
que sería entendida en términos de la “democratización” de dicha técnica.
Pues bien, simultánea a la paulatina construcción de edificaciones de nuevo estilo
arquitectónico (neoclasicismo-academicismo francés, inicialmente) de cara a la
transformación simbólica y material de la ciudad, la práctica fotográfica no sólo empieza a
registrar tales cambios sino que se introduce en los nuevos modos cotidianos de habitar las
calles de la ciudad –siendo ella misma un modo de habitar– para capturar momentos
espontáneos e irrepetibles de la vida callejera, otorgándoles el carácter duradero que sólo el
soporte material de la memoria fotográfica les podría proporcionar. Es así como
tímidamente aparece la fotografía callejera al igual que los primeros fotógrafos o reporteros
gráficos de la ciudad que retratan la vida cotidiana en las calles (como también grandes
acontecimientos en la historia de la ciudad). Dicha práctica fue tomando fuerza a mediados
del siglo XX y se desarrolló con gran intensidad hasta mediados de la década de los setenta,
cuando las nuevas tecnologías (cámaras digitales) sentenciarían el debilitamiento de la
fotografía callejera como poética urbana para resguardarse en el ámbito privado de quien
quisiera producir una imagen de sí mismo –consciente y deliberadamente– estando en la
calle.
A propósito de aquellos fotógrafos que retrataron hitos en la historia de la ciudad capital –
entre los más prominentes, Sady González (1913-1979)–, tales como El Bogotazo, la
fotografía urbana permitió dar cuenta de los cambios radicales experimentados en el habitar
de la ciudad luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Una ciudad
en llamas, destruida en casi su totalidad, son lo que muestran las osadas fotografías que
Sady capturó mientras se hallaba en el lugar de los hechos; sus fotos son testigo de lo que
entonces parecía un apocalipsis urbano en el que nada podía ser peor, donde el futuro era
incierto y la pregunta por el mañana no tenía sino sólo un profundo silencio como
respuesta. El 9 de abril de 1948 significó la abertura de una grieta para la historia, no sólo
de la ciudad sino de todo el país, una grieta que hasta nuestros días ha sido imposible
suturar, quedando las secuelas de una herida incapaz de sanar y repercutiendo en las formas
12 Cf. Bourdieu, P. (1965), Un arte medio. Ensayo sobre los usos sociales de la fotografía. Barcelona: Ediciones Gustavo Gili, 2003.
[24]
de socialización de los habitantes de la ciudad –los cuales ya no son necesariamente de
origen urbano–. Este acontecimiento, esta fecha que ha quedado grabada en el inconsciente
colectivo del país, constituye un punto intermedio o de transición dentro del período
propuesto en esta investigación; pues se trata justamente de leer y comprender, a través de
las imágenes fotográficas de la calle bogotana, las distintas transformaciones, luchas,
tensiones supervivencias, transfiguraciones, torsiones y permanencias experimentadas en
los modos del habitar urbano vistos desde las prácticas de la cotidianidad, del simple –pero
a la vez rico– estar-en-la-calle.
Así como antes del 9 de abril se podía advertir en la naciente fotografía urbana la
coexistencia de un pasado colonial con uno republicano, evidenciado no sólo en la
composición arquitectónica de la ciudad sino en las características demográficas de su
población (indígenas, campesinos, europeos y otro sujetos vestidos de frac y sombrero de
copa); así mismo, luego de tales acontecimientos, se observa en la nueva iconografía
fotográfica de la ciudad la misma coexistencia –aunque totalmente renovada y
transformada– de arquitecturas heterogéneas (sumando ahora el elemento moderno que, en
ocasiones, acabó sustituyendo la existencia de hermosos edificios que tuvieron que ser
demolidos), y de personas, las cuales, siendo víctimas de la violencia, han hecho parte de la
explosión de la ciudad –hacia el norte para las élites, hacia el centro y sur para las clases
populares– y de su recomposición demográfica. Una coexistencia que significa el
repoblamiento de la ciudad por sujetos provenientes de las zonas rurales más afectadas por
el conflicto y que decidieron venir a la ciudad capital en busca de oportunidades sin saber
que lo que les esperaba, encontrando finalmente todo menos la satisfacción a sus
expectativas y contribuyendo al deterioro tanto del espacio público como del espacio de las
relaciones sociales.
Pues tales fotos no dejan de insistir en que algo ha ocurrido, algo que inclusive podría ir
más allá de la lectura histórica y política oficiales que han predominado en la comprensión
de los hechos del 9 de abril y su incidencia en la vida social nacional. Las fotos callejeras (o
‘instantáneas’) nos permite acceder al dominio de la vida cotidiana antes y después del
crucial acontecimiento; y es allí donde podremos rescatar una suerte de memoria urbana
que ha quedado relegada debido a la fuerza legitimadora de la historia oficial y de las
[25]
perspectivas teóricas que han interpretado el significado de este acontecimiento en términos
estructurales de la política, la economía y la sociedad, dejando a un lado el punto de vista
de lo cotidiano, en donde se debaten las luchas de lo micropolítico (el cuerpo) y lo
micropoético (las prácticas) en el habitar bogotano.
De modo que un ‘antes de’ y un ‘después de’ El Bogotazo constituyen los dos puntos de
referencia históricos para examinar dichas transformaciones en el habitar urbano y las
poéticas de la ciudad.
Lugar donde fue muerto Jorge Eliécer Gaitán, salida del edificio Agustín Nieto. Foto de Sady González, mayo de
1948. Fototeca del Archivo de Bogotá.
[26]
Conmemoración de los 70 años del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, 9 de abril de 1948. Foto del autor.
HIPÓTESIS
La presente investigación parte de la idea según la cual las características ontológicas,
técnicas y epistemológicas de las fotografías instantáneas callejeras abren la posibilidad,
junto con una variedad más amplia de imágenes de ciudad, de establecer un puente entre las
esferas de lo estético y lo ético, teniendo en cuenta que la elaboración de este puente sólo es
posible en la medida en que se presupone la actual distancia entre ambas esferas. Una
distancia provocada por los tiempos modernos, por una mentalidad cada vez fragmentada,
individualizada, especializada y compartimentada, que acaba por separar lo que
originariamente –desde la antigüedad griega, por ejemplo– nunca estuvo desconectado y
nunca se experiencia como un campo aislado con respecto a la vida cotidiana. No se trata
de sugerir un posible retorno al modo de vida griego, para el cual polis, religión y arte se
hallaban íntimamente vinculados en la experiencia cotidiana de cada ciudadano (vale
recordar, ciudadano libre). No; por el contrario, se destaca la importancia de advertir las
razones por las cuales nosotros –habitantes de la ciudad de Bogotá, clásicos, modernos y/o
[27]
contemporáneos– no somos griegos en el sentido de que nuestra experiencia cotidiana
parece no estar fuertemente ligada a los procesos sociales del arte, la cultura, la ciencia, la
política, la religión e, incluso, de la calle, sino única y exclusivamente cuando resulta
necesario (ir a misa los domingos, visitar los museos los fines de semana, hacer diligencias
de manera obligada, ser-político cada cuatro años en elecciones, etc.).
Hay una fuerte desconexión entre lo estético y lo ético. Y esta desconexión no es abstracta
ni conceptual, sino sensible. Hemos olvidado que hay una estética de la existencia al
mismo tiempo que una economía ético-política de las sensibilidades, y son justamente las
fotografías callejeras –producidas en grandes cantidades a partir de mediados del siglo XX
en la ciudad– aquellas producciones culturales cuya forma y contenido nos permiten ganar
conciencia estos puentes rotos que aquí pretendemos reconstruir, re-ligar. En este sentido,
las antiguas fotografías callejeras se convierten en símbolos culturales propiamente dichos
(y en su significación originaria), si bien symballein designa la acción de reunir lo que en
algún momento se distanció:
El symbolon, de symballein, reunir, poner junto, acercar, significa en su origen una tessera
de hospitalidad, un fragmento de copa o escudilla partido en dos y repartido entre huéspedes
que transmiten los trozos a sus hijos para que un día puedan establecer las mismas
relaciones de confianza juntando y ajustando los dos fragmentos. Era un signo de
reconocimiento, destinado a reparar una separación o salvar una distancia. El símbolo es un
objeto de convención que tiene como razón de ser el acuerdo de los espíritus y la reunión de
los objetos. Más que una cosa, es una operación y una ceremonia: no la del adiós, sino la del
reencuentro (entre viejos amigos que se han perdido de vista). Simbólico y fraternal son
sinónimos: no se fraterniza sin tener algo que compartir, no se simboliza sin unir lo que era
extraño. En griego, el antónimo exacto del símbolo es el diablo: el que separa. Dia-bólico es
todo lo que divide, sim-bólico todo lo que acerca13.
13 Debray, R. (1992), Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona: Paidós, 1994, p. 53.
[28]
¿Serán entonces las antiguas fotografías callejeras un objeto destacado que nos permite
reencontrarnos con un pasado que percibimos lejano pero que ciertamente aún nos
pertenece en tanto parte de nuestra identidad como habitantes de Bogotá?
Por otro lado, la fotografía callejera se perfila como una herramienta que permite capturar
los elementos más significativos no sólo del paisaje urbano (donde figuran edificios, calles,
monumentos y otro tipo de construcciones), sino también del pasaje callejero, siendo la
Carrera Séptima bogotana el pasaje urbano a cielo abierto por excelencia; un pasaje donde
transcurren permanentemente personas y mercancías, y al mismo tiempo un pasaje donde la
carga simbólica resulta der tan fuerte que podría llegarse a pensar que se trata de un
corredor en el cual es posible experienciar (ver, oler, oír, saborear y tocar) los contrastes
entre una ciudad decimonónica –colonial y republicana– y la Bogotá moderna y
posmoderna.
OBJETIVOS
Objetivo general
Establecer las bases conceptuales y metodológicas necesarias para la construcción de un
atlas urbano que dé cuenta de algunas de las transformaciones culturales del habitar
cotidiano en las calles de Bogotá (1930-1970), a partir de la selección de un conjunto de
ejes temáticos que representan diversas tensiones alrededor de las cuales se configura la
estructura de la experiencia cotidiana en el espacio público de la ciudad.
Objetivos específicos
[29]
Construir una propuesta conceptual donde el habitar urbano sea entendido desde una
perspectiva poética-teatral por medio de lo que muestran las múltiples imágenes
fotografías encontradas.
Precisar el significado colectivo de las fotografías callejeras que sean halladas en los
distintos álbumes familiares explorados, a fin de expandir la significación que
adquiere predominantemente en el ámbito íntimo-privado del hogar.
Recoger y seleccionar el material visual pertinente a través de la consulta de
archivos digitales, bibliotecas, museos, álbumes familiares y páginas web.
Clasificar el material visual por tipologías, (paisajes urbanos, paseos callejeros,
acontecimientos históricos, aglomeraciones, individuos, etc.).
Analizar el material visual en función de las características coreográficas-teatrales
representadas en cada una de las fotografías callejeras.
LO PENSADO Y LO POR PENSAR, LO VISTO Y LO QUE QUEDA
POR MOSTRAR
Estado del arte
[30]
Montaje comparativo del cruce de la Carrera Séptima con Avenida Jiménez, 1900 vs. 2017. Realizado
por Diana María Duquev, publicado en Bogotá Antigua (Facebook).
A continuación, se ofrece una breve revista de lo que distintos autores, desde diversas
perspectivas teóricas y conceptuales, han planteado en relación con los ejes vertebrales que
estructuran la investigación: ciudad, imagen y memoria.
[31]
Sobre la ciudad: un acercamiento sociocultural desde lo global y lo latinoamericano
hasta la compleja ciudad de Bogotá.
En las últimas décadas se ha observado un incremento considerable de la literatura
interesada en abordar el problema urbano desde una preocupación por dar cuenta de la
especificidad de la ciudad contemporánea en relación –o por contraste– con las direcciones
o líneas de fuerza que orientaban su desarrollo desde un proyecto modernizador, las cuales
se vieron cuestionadas por el inesperable impacto que las sociedades iban experimentando
una vez que el capital global se instauró como rector de las diversas actividades humanas.
La disolución de fronteras claras y distintas –vinculantes– ponía en tela de juicio la
concepción originaria de la ciudad, siendo ésta producto de una intención existencial por
dar lugar a un conjunto de individuos dentro de un mismo territorio a través de la
demarcación de unas fronteras evidentemente distinguibles. Con la globalización de la
actividad económica el problema de la ciudad –su expansión y su acelerado crecimiento–
nos llevan a preguntarnos por el futuro de aquellos que habitamos en ella. Esta es tal vez
una de las principales razones por las cuales las consecuencias sumamente complejas de la
división del trabajo, la especialización disciplinar, y la cada vez más acentuada
fragmentación y dispersión de los conocimientos, hicieron que los estudios sobre la ciudad
dejaran de lado la intención de crear una teoría o una filosofía general de la ciudad global
contemporánea. Es así como vemos estudios de distinto enfoque disciplinar, metodológico
y epistemológico tales como la sociología urbana, la antropología urbana, los estudios
urbanísticos, la teoría de la ciudad desde un punto de vista arquitectónico, la psicología
urbana, la geografía urbana la historia urbana y otro sin fin de perspectivas particulares que
tienden a concentrarse en un fenómeno singular y a través del cual pretenden observar
lógicas más generales de tipo económico, político, social, estético y cultural, con el fin de
dar un mayor alcance explicativo a este tipo de reflexiones. Sin embargo, parece
insuficiente querer reunir este conjunto de esfuerzos fragmentarios para confeccionar una
especie de panorama –o imagen– general de lo que son los rasgos constitutivos de la ciudad
contemporánea y, específicamente, de una ciudad como Bogotá, dentro del contexto actual
de la globalización.
[32]
La ciudad global: impactos socioespaciales del capital globalizado.
Uno de los análisis más destacados en torno al problema de la ciudad en el contexto de la
globalización ha sido desarrollado por la socióloga holandesa Saskia Sassen (1991)14, quien
ha propuesto una mirada sumamente compleja y abarcadora sobre un tipo de ciudad que ha
denominado como ciudad global. Éste, junto con otros trabajos, pretende construir una
perspectiva general de los condicionamientos, las estructuras y las características más
sobresalientes de las actuales megaciudades del mundo contemporáneo. La ciudad global
tiene como puntos de referencia empíricos a las ciudades de Nueva York, Londres y Tokio,
reconociendo la existencia de otras ciudades de este tipo como París y Frankfurt. La
reflexión acerca de la ciudad global implica reconocer dos aspectos básicos: primero, el
surgimiento y la consolidación de un sistema financiero posibilitado por la
descentralización de la actividad económica, donde la lógica de producción industrial –
ligada a los Estados-Nación– ha sido desplazada por los grandes flujos transaccionales de
capital y el ofrecimiento de bienes y servicios a lo largo y ancho del globo; el segundo
aspecto tiene que ver con el auge de las tecnologías de la información y de la utilidad
funcional que desempeñan las enormes redes de comunicación que conectan los lugares
más distantes para garantizar el flujo ininterrumpido del trabajo y la producción al interior
de las empresas multinacionales.
Como punto de partida, la autora señala la combinación simultanea entre un espacio
disperso y una integración global que ha creado un nuevo rol estratégico para las ciudades
grandes15. Este doble proceso entre una dispersión o descentralización de la actividad
económica acompañada de la integración de los espacios de funcionamiento del capital
global caracterizan la posición que tienen estas ciudades dentro del actual contexto de la
sociedad mundial; dicho proceso tiene a su vez un impacto masivo en la actividad
económica internacional, donde “las ciudades toman el control sobre bastos recursos,
mientras las industrias financieras y de servicios especializados reestructuran el orden
14 Sassen, S. (1991), The Global City: New York, London, Tokio. Princeton, New Jersey: Princeton University Press, Second Edition, 2001. Las citas realizadas en lo que sigue han sido traducidas por mí al castellano. 15 Sassen, S. op. cit., p. 3.
[33]
social y económico de las ciudades”16. De ahí que el segundo rasgo de los impactos
masivos de este doble proceso recaiga sobre una nueva organización del espacio físico de
las grandes ciudades, existiendo un paralelo entre los procesos de base económica, la
organización espacial de las ciudades y la estructura social, que a pesar de las diferencias
históricas, culturales, políticas y económicas, las grandes ciudades se ubican en el conjunto
de procesos globales, trayendo consigo la estructuración de la economía mundial. A este
respecto, la autora se pregunta por las razones de que las estructuras claves de la economía
mundial se encuentren necesariamente situadas en la ciudad o, en otras palabras, sobre cuál
es el papel que desempeñan las ciudades dentro de la estructura de la economía mundial.
La autora afirma que entre más globalizada se halle la economía, mayor será la
aglomeración de las funciones centrales en pocos lugares17. Esto tiene que ver con su
advertencia de que no importan tanto los flujos de información que la nueva estructura de la
economía mundial requiera para su funcionamiento como la dimensión física, espacial e
infraestructural que dicha estructura exige para garantizar que la dinámica del capital
global sea efectivamente real.
Cabe señalar que la autora parte de un punto histórico específico –a saber, la década de
1960– en la que la nueva organización del sistema económico mundial se basa en la
formulación de las políticas económicas internacionales propuestas inicialmente por los
Acuerdos de Bretton Woods. Es así como en la década de 1980 esta nueva organización de
la economía mundial se consolida, haciendo evidente no sólo el surgimiento del actual
sistema financiero –acompañado del auge de las tecnologías de la información y las
telecomunicaciones– sino la expansión de la especialización de la producción. La autora
insiste en fijar prioritariamente su atención sobre la práctica del control global y no tanto
sobre el ejercicio del poder de la naciente estructura, como su principal estrategia
metodológica para abordar el problema del lugar de las ciudades en el contexto de la
globalización.
16 Ibíd., p. 4. 17 Ibíd., p. 5.
[34]
En una conferencia pronunciada en La Haya en noviembre de 1998 en el marco de la
Megacities Foundation titulada Las economías urbanas y el debilitamiento de las
distancias18, la autora resume su análisis sobre las ciudades globales y resalta la
importancia de concentrarse en dos aspectos estructurantes de dichas ciudades; en primer
lugar, el enfoque sobre las condiciones materiales del funcionamiento del capital global y,
segundo, el requerimiento de espacios físicos concretos para el control, la gestión y la
administración de las transacciones financieras y el flujo de bienes y servicios. Teniendo en
cuenta lo anterior, se deduce que la expansión del capital global necesita del emplazamiento
cada vez más evidente de pequeños puntos centrales donde se articulan las redes
económicas que disuelven las distancias físicas tradicionales. La ciudad, por tanto, hace
parte integral de esos puntos centrales que van a servir como ejes de contacto para la
dinámica económica actual, de manera que el tipo particular de ciudad que se construye
debe asumir el reto de recibir una creciente demanda de bienes y servicios por parte
empresas de todo los sectores industriales haciendo que la ciudad se convierta en un
espacio, si no exclusiva, sí primordialmente para la producción19.
Uno de los temas cruciales que atraviesa toda la reflexión de la autora sobre las ciudades
globales consiste en analizar las consecuencias que la globalización tiene a propósito de la
relación entre la ciudad y la nación, esto como dimensión política de los cambios
económicos. Sassen destaca la discontinuidad entre lo que se ha pensado como crecimiento
nacional y las formas de crecimiento de las ciudades globales. Aquello que beneficia a una
no necesariamente repercute manera positiva en la otra; por ejemplo, ciudades que
anteriormente gozaban de un gran desarrollo económico debido a la producción industrial
ubicada especialmente en las periferias perdieron su centralidad en la actividad económica
en beneficio de las ciudades productoras de bienes y servicios, las cuales llegaron a ocupar
un lugar mucho más central en la economía de un país, debido a que ellas juegan en función
del sistema urbano internacional y no de la economía nacional, por lo cual acabaron
distanciándose de las regiones. Esta consideración nos remite, pues, al problema de la
tensión entre la centralidad y la marginalidad.
18 En: AA.VV (2004), Lo urbano en 20 autores contemporáneos, Ángel Martín Ramos, ed., Barcelona: Edicions UPC, 2004, pp. 133-144. 19 Ibíd, p. 134.
[35]
Como consecuencia del debilitamiento de la producción industrial, los problemas sociales
en las ciudades se intensifican, generando así la contracara de la ciudad global, a saber: la
ciudad dual, producto de la fragmentación ocasionada por la organización del trabajo, la
distribución ocupacional y la gentrificación a nivel residencial y comercial20. Surgen de
este modo nuevos hábitos de consumo y, en consecuencia, nuevas configuraciones del
espacio urbano dirigidas hacia una población económicamente ostentosa que hace uso de
restaurantes y hoteles de lujo, planes turísticos y demás espacios de ocio y entretenimiento,
de los cuales quedan excluidos los trabajadores rasos de la ciudad. Así pues, piénsese de
igual manera en las consecuencias de la gentrificación –ligada a la especulación del valor
del suelo– y en la ocupación de los principales edificios de los centros históricos de las
ciudades por parte de personas con altos ingresos que acaban por dejar a un lado –en la
periferia– a la población de bajos recursos.
En este punto de la discusión, lo que la autora nos propone abordar es una serie de
interrogantes sobre el futuro de las ciudades contemporáneas dentro de la lógica de
expansión de la actividad económica global: ¿hasta qué punto los recursos humanos y
naturales podrán seguir el ritmo de la actividad económica actual? ¿Cuál es el lugar de la
producción industrial en el marco de la nueva economía? ¿Cómo anticipar los nuevos
índices desigualdad social, entendidos como la principal consecuencia no deseada de la
globalización? Todas estas preguntas responden a un programa político e investigativo
formulado por la autora con el fin de apropiarnos de la situación que tanto individuos como
grupos sociales que habitamos el espacio urbano, estamos experimentando.
De todo lo anterior debemos rescatar el aporte metodológico de la reflexión de Sassen
alrededor de la ciudad global, el cual consiste fundamentalmente en la efectuación de un
giro estratégico que va desde los flujos internacionales de capital e información hasta los
efectos sociales localizados en los centros urbanos de importancia. Pero aún más
importante es dirigir la atención hacia las condiciones materiales de posibilidad de la
20 Sassen, S., op. cit., p. 9.
[36]
actividad económica soportada por el sistema financiero, los medios masivos de
comunicación y las tecnologías de la información.
¿Cuál es entonces el lugar que ocupan las ciudades latinoamericanas en el marco de las
grandes estructuras contemporáneas expuestas anteriormente? Y a su vez, ¿cuáles son los
desafíos prácticos y teóricos que debe asumir cualquier intento de abordar una historia
cultural de las mismas a través del trabajo con imágenes fotográficas?
Las ciudades latinoamericanas en el nuevo (des)orden mundial
Ahora bien, ¿qué sucede con las ciudades latinoamericanas en el contexto de la
globalización? Vamos a realizar un repaso sobre las perspectivas que han trabajado
distintos pensadores interesados en reconocer las transformaciones más importantes de las
ciudades latinoamericanas en la actualidad. Como punto de partida, destacamos un libro
compilatorio titulado Las ciudades latinoamericanas en el nuevo desorden mundial
(2004)21, en el cual se reúnen varios artículos y ensayos dedicados a reflexionar sobre
distintos aspectos de las ciudades contemporáneas, teniendo en cuenta la particularidad de
cada una de las regiones que componen el continente latinoamericano. En este trabajo
compilatorio se incluye igualmente un pequeño escrito de la ya mencionada Saskia Sassen
a propósito de la metodología que emplea para hablar de las llamadas “ciudades globales”.
Como sabemos, su estrategia atiende a las condiciones materiales de posibilidad que
garantizan el funcionamiento ininterrumpido del capital global soportado por redes de
comunicación articuladas, gestionadas y controladas desde puntos específicos que pueden
ser georreferenciados en las grandes ciudades del mundo conformando así un sistema
urbano internacional; la dualidad del proceso de instauración del capital global, conformado
por una dispersión de la actividad económica y acompañada por un emplazamiento integral
para su funcionamiento, es lo que hará de las ciudades contemporáneas centros destinados
exclusivamente para la producción de bienes y servicios en el sector industrial.
21 García Canclini, N. (2004), “El dinamismo de la descomposición: megaciudades latinoamericanas”, en: Navia, P. y Zimmerman, M. (coords.), Las ciudades latinoamericanas en el nuevo desorden mundial. México: Siglo Veintiuno Editores, 2004.
[37]
En este sentido, toda ciudad que merezca el título de metrópolis ha logrado un desarrollo
económico tal que le permite adquirir una independencia y autonomía presupuestales, las
cuales, a su vez, le llevan a consolidarse como un ente relativamente autónomo de
producción cultural; esto indica, en otras palabras, que la ciudades más importantes dentro
de la dinámica global se convierten en referentes culturales autónomos e independientes de
los Estados-Nación22. Las ciudades pueden ser pensadas entonces como síntesis y
paradigmas –micromodelos– de procesos más extensos de la reestructuración económica
que experimenta el mundo contemporáneo. Si bien una característica fundamental de la
globalización –y aquí podemos hacer una pequeña acotación para introducir el
problemático concepto del neoliberalismo, al menos como es abordado desde la perspectiva
foucultiana23– es que promueve a toda costa una filosofía de la perpetua circulación de las
cosas; no obstante, dichas cosas adoptan ya no sólo un carácter material y concreto sino que
justamente en esta era lo que más circula son signos, es decir, que la globalización va
acompañada de una creciente semiotización del mundo24, gracias a la influencia que han
ejercido las tecnologías de la información y los medios masivos de comunicación en la vida
cotidiana e institucional, tanto de individuos como de grupos y colectivos. Zygmunt
Bauman, refiriéndose a Richard Sennett en su libro sobre la Globalización25, afirma que las
ciudades que proporcionaban originariamente un sentimiento de seguridad se ha tendido a
asociar más con el peligro que con la seguridad misma26; en otros términos, lo que
pensadores como Foucault y Deleuze habían llamado “la sociedad del control”, destinada a
garantizar un sentimiento de permanente seguridad en las prácticas y actividades de la vida
cotidiana de los individuos, tiene como efecto su contrario –la inseguridad– y esto se debe,
resumiendo bruscamente, a que la disolución de las fronteras, el desarraigo a un territorio y
la liquidación del sentido de pertenencia de los individuos frente a su entorno y a su
comunidad originaria de sentido, ha causado en ellos un malestar cultural que se manifiesta
en la necesidad y búsqueda afanadas por llenar de sentido la existencia mediante el
22 Op. cit., p. 19. 23 Cf. Foucault, M. (1977-1978), Seguridad, territorio, población. México: Fondo de Cultura Económica, 2006. 24 Cf. Baudrillard, J. (1969), El sistema de los objetos. México: Siglo XXI. 25 Bauman, Z. (1998), Globalización. México: Fondo de Cultura Económica, 2001. 26 García Canclini, N. (2004), op. cit., p. 23.
[38]
consumo, la espectacularización de las prácticas27 y la estetización del mundo28. De manera
que en un mundo regido por la paranoia y la esquizofrenia, lo único que le exigimos al ya
debilitado Estado-Nación es que nos garantice la posibilidad de escoger libremente nuestros
hábitos de consumo y de crearnos una segunda realidad construida por signos y
experiencias simuladas (los simulacros baudrillarianos). En consecuencia, la globalización
y la transnacionalización culturales han provocado “una fuerte rearticulación ontológica y
epistemológica de las entidades reales culturales y psíquicas”29.
Dentro de este trabajo compilatorio se encuentra un artículo de Néstor García Canclini
titulado El dinamismo de la descomposición: megaciudades latinoamericanas, cuyo objeto
principal de reflexión son las megalópolis caracterizadas “por un desaforado crecimiento y
una compleja multiculturalidad”30, concepto que va a ser clave para la caracterización de
las ciudades latinoamericanas teniendo en cuenta su desarrollo histórico desde la colonia,
pasando por su modernización republicana del Estado, hasta nuestros días posmodernos.
García Canclini propone un desplazamiento teórico que va de la pregunta por la cultura
urbana a la pregunta por la multiculturalidad. El concepto de multiculturalidad refiere a la
coexistencia de distintos aspectos culturales cronológicamente dispares que conviven en un
mismo espacio (urbano); es decir, que dentro de una misma ciudad cabe advertir la
presencia de otras muchas ciudades, insistiendo en el hecho de que este fenómeno se hace
presente al considerar la historia de las ciudades31. García Canclini afirma –refiriéndose al
caso particular de México– que éste “es el resultado de lo que las migraciones han hecho en
las ciudades al poner a coexistir a múltiples grupos étnicos”32; sin embargo, dicha situación
particular refiere no tanto al concepto de multiculturalidad como sí al de multietnicidad. La
multiculturalidad es más bien caracterizada por la diversidad urbana –y no tanto étnica–
que convive en la actualidad a la manera de una singular sedimentación de etapas
coloniales y de periodos posteriores a la independencia, o sea proyectos de
27 Debord, G. (1967), La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-textos, 2010. 28 Lipovetsky, G. & Serroy, J. (2015), La estetización del mundo. Barcelona: Anagrama, 2015. 29 García Canclini, N. op. cit., p. 24. 30 En op. cit., pp. 58-72. 31 García Canclini, N., op. cit., pp. 62-63. 32 Ibíd., p. 63.
[39]
modernización33. La multiculturalidad consiste, en últimas, en la copresencia de distintas
formas de cultura; en este caso, a la presencia de las formas locales junto con las formas
nacionales y transnacionales de la cultura.
García Canclini identifica tres capas de sedimentación que conforman la multiculturalidad
para el caso específico de México. La identificación de estas capas culturales puede ser
bastante diciente a la hora de abordar el caso bogotano y la historia de sus formas
culturales. En primer lugar, el autor identifica el sedimento de la ciudad histórico-
territorial emplazada en el centro histórico fundacional y caracterizada por una estética
colonial en su arquitectura; en la segunda capa de sedimentación se encuentra la ciudad
industrial, la cual se expande hacia la periferia y cuya densidad de los habitantes tiende a
disminuir en el centro histórico de cara a la expansión del territorio urbano; aquí se pueden
identificar, a su vez, tres importantes aspectos: (i) los usos del espacio concerniente al
proceso de descentralización de la ciudad, (ii) la subsiguiente conformación de unas
ciudades policéntricas y (iii) la degradación de los centros históricos para dar paso a otros
tipos de urbanización, esto es, para la creación de espacios residenciales en las periferias de
la ciudad. La tercera y última capa que García Canclini identifica la denomina ciudad
diseminada, pues su principal rasgo consiste en la difusión de los límites que antes la
definían como centro urbano; este tipo de ciudad recibe el nombre también de megalópolis.
Junto a la expansión física de la ciudad producida por la industrialización se suma una
etapa más desarrollada de la misma impulsada por el gran surgimiento de las
comunicaciones y el impacto que éste tiene en la cultura. Así pues, la ciudad histórico-
territorial, la ciudad industrial y la ciudad diseminada coexisten en una misma ciudad de
acuerdo con los desarrollos de la sociedad mundial contemporánea. De ahí que García
Canclini insista en la necesidad de elaborar una nueva definición de la ciudad a partir de
una comprensión sociocomunicacional “que incluya el papel estructural de los medios, su
acción informadora, constituyente de representaciones e imaginarios sobre la vida
urbana”34; esto, debido a que la industrialización ya no es el agente económico más
dinámico en el desarrollo de las ciudades, debido a que ahora su puesto es ocupado por los
33 Ibíd. 34 Ibíd., p. 65.
[40]
agentes financieros e informacionales, haciendo que el núcleo en las grandes urbes dejara
de ser el centro histórico para dar lugar a una modernización caracterizada por la
interacción constante entre la producción agrícola, la producción industrial y la producción
de bienes y servicios35. Finalmente García Canclini apunta hacia una definición de las
grandes ciudades como aquellos nudos en los que se realizan estos movimientos de
comunicación entre los tres sedimentos anteriormente mencionados. La emergencia de esta
heterogeneidad propia de las urbes actuales exige, en consecuencia, una reformulación
radical de las teorías urbanas clásicas para su adecuada comprensión.
No obstante todo lo anterior, la multiculturalidad de las ciudades determina
indefectiblemente un acceso diferencial respecto a los bienes y los mensajes globalizados;
las formas y los contenidos de la tradición, la modernidad y la posmodernidad difieren en
su acceso y apropiación según las características (de edad, género y nivel educativo) de la
población que vive en un mismo espacio urbano36.
Los planteamientos de García Canclini se relacionan con el análisis de Saskia Sassen a
propósito de la dispersión y la aglomeración, en la medida en que ambos piensan que este
proceso doble responde a una ideología urbanística soportada por razones políticas y
económicas. Haciendo un paralelo entre el caso europeo y el caso de regiones periféricas
como Latinoamérica, en el primero se identifica un período de planificación donde la
expansión urbana se regula con base en la satisfacción de las necesidades básicas de los
habitantes de las ciudades, mientras que en el segundo caso ocurrió un crecimiento caótico
determinado por la presión del crecimiento económico, llegando a intensificar la escasez, la
desigualdad, el uso depredador del suelo, el agua, el aire y demás recursos naturales, entre
otros factores socioambientales de alto impacto. Al igual que Sassen, García Canclini
culmina su reflexión con una serie de cuestionamientos por trabajar en torno a la ciudad
comunicacional o multicultural de los medios; pues este nuevo sedimento en el que nos
encontramos –habitamos– no representa ya un peligro de por sí para la sociedad sino que
depende de las direcciones que se le den a estas potencias, ya sea en beneficio o en
35 Ibíd., p. 66. 36 Ibíd., p. 67.
[41]
detrimento de la democratización de la ciudad. La realidad nos ha mostrado una
configuración de la ciudad basada en la construcción de barreras y murallas, en la
intensificación de la vigilancia y la seguridad privada con el pretexto de estar cumpliendo
con el discurso de la seguridad como principal elemento que anhelan los individuos en la
condición posmoderna. Cabe señalar la influencia que ha desempeñado este discurso de la
seguridad y el control en las ciudades puesto que en virtud de ellas es que se configura una
estética de la seguridad37 –que no sería otra cosa que una estética del miedo a la
inseguridad– que acaba por modelar los tipos de construcción urbana: nótese, por ejemplo,
el incremento en la construcción de conjuntos cerrados, las millonarias inversiones en
cámaras de seguridad, el deterioro de los espacios públicos y su percepción por parte de los
habitantes de la ciudad como lugares inseguros.
La ciudad por sedimentos: la ciudad hojaldre.
Resulta de sumo interés la imagen usada por Néstor García Canclini para ilustrar el
concepto de multiculturalidad que caracteriza a las ciudades latinoamericanas,
especialmente dentro del contexto de la globalización y de la condición posmoderna; a
saber: la imagen de los sedimentos y de la coexistencia/convivencia de distintas formas y
contenidos culturales provenientes, a su vez, de temporalidades históricas heterogéneas. El
arquitecto español Carlos García Vásquez nos ofrece una lectura –digamos– topográfica de
la ciudad, por cuanto la concibe como un compuesto sedimentado por capas de distinta
índole (económica, política, sociocultural, estética, tecnológica, etc.), cuyos
entrecruzamientos, tensiones y colisiones configuran el tipo de ciudad que habitamos hoy
en día. En su libro, Ciudad hojaldre: visiones urbanas del Siglo XXI (2004)38, García
Vásquez se propone explorar cada una de las capas más sobresalientes que componen la
ciudad de hoy, la ciudad del siglo XXI, teniendo en cuenta que la metodología de
observación de tales sedimentos –el uso de la lupa– deberá renunciar a cualquier intento por
construir una suerte de metarrelato lineal y omniabarcador de la historia de la ciudad
contemporánea, con el propósito de dar lugar a una mirada fragmentaria –pero consistente–
37 Ibíd., p. 70. 38 García Vásquez, C. (2004), Ciudad hojaldre: visiones urbanas del siglo XXI. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2008.
[42]
sobre el entorno urbano que sea capaz de dar cuenta de la inmensa complejidad que
caracteriza a la ciudad en tiempos de la globalización.
El autor de esta obra declara su interés por continuar el proyecto teórico de la francesa
François Choay, encarnado en el libro El urbanismo: utopías y realidades (1965), en el cual
se presenta una polaridad protagonizada por dos modelos de pensar la ciudad que vendrían
a funcionar como categorías historio gráficas, a saber: el modelo “progresista” y el modelo
“culturalista”. Ambos modelos son hijos del incipiente desarrollo de las ciudades
industriales y ejercerán una fuerte influencia en el pensamiento urbanístico de los años
posteriores, sobre en el contexto de la superación de la Crisis del Petróleo en 1973. De una
lado, el modelo progresista asume con entusiasmo el llamado a la modernización, con lo
cual pretende adecuarse a las nuevas exigencias impuestas por la economía industrial y el
crecimiento del capital; de otro, el modelo culturalista desempeñará un papel ciertamente
reaccionario –con tintes románticos y de corte marxista– cuya propuesta posee un carácter
global y a largo plazo, orientado a garantizar la continuidad histórica de la construcción de
la ciudad sin perder el hilo conductor que lo liga con las formas tradicional o premoderna
(preindustriales). A partir de esta polaridad, el aporte de García Vásquez consiste en poner
en tela de juicio “las construcciones históricas, lineales y coherentes que la modernidad
elaboró para conseguir legitimarse social, política y culturalmente”39, que acabaron
repercutiendo en una planeación de la ciudad basada en metarrelatos. Por su parte, la ciudad
hojaldre proyecta una imagen de la ciudad que no está fundada en los grandes relatos de la
modernidad sino en pequeños fragmentos que poco a poco van forjando, a la manera de
capas y pliegues, una visión sumamente imbricada de la ciudad posmoderna. De lo que aquí
se trata es de dar cuenta de una multiplicidad de “pequeños relatos separados y unidos por
sensibilidades diversas”40 que contribuyan a la configuración de distintas visiones y
perspectivas de la ciudad, según el enfoque en el cual predomine un aspecto por encima de
los otros que la componen, reforzando por consiguiente la idea de una ciudad como espacio
de heterogeneidad, de multiculturalidad y de impureza histórica.
39 Op. cit., p. 2. 40 Ibíd.
[43]
La estrategia de la que se sirve García Vásquez para caracterizar los hojaldres constitutivos
de la ciudad contemporánea (de la segunda mitad del siglo pasado a nuestros días), consiste
en presentar cuatro visiones fundamentales de la ciudad correspondientes, a su vez, a cuatro
campos disciplinarios distintos: la visión culturalista de la ciudad, la visión sociológica, la
visión organicista y la visión tecnológica. Lo interesante de dicha estrategia radica en el
hecho de que a través de cada perspectiva disciplinaria salen a flote problemas de distinto
tipo y distinto nivel discursivo en torno al fenómeno urbano. Por ejemplo, lo peculiar de la
visión culturalista de la ciudad reside en la valoración de la historia como el principal
móvil de los proyectos urbanísticos emprendidos por las vanguardias arquitectónicas
modernas, tanto en su intención por establecer la continuidad entre la tradición y los nuevos
cambios espaciales influenciados por la dinámica económica y la cuestión social, como en
su pretensión relativamente manipuladora de ‘recuperar’ ciertas partes de la ciudad –
especialmente aquellas de gran valor turístico y mediático– que anteriormente había sido
azotadas por la violencia, el delito, la drogadicción y la prostitución; será el propio autor
quien afirme que la historia constituye el medio discursivo de manipulación41 por
excelencia de la visión culturalista de la ciudad, en la medida en que justifica los cambios,
los proyectos y las transformaciones de la organización urbana en los países desarrollados
de Europa en la década de los 70. Pues bien, a diferencia de esta visión culturalista, la
visión sociológica de la ciudad hace especial énfasis en la multiplicidad de correlatos que
vinculan el desarrollo urbano con el despliegue de la modernidad dentro de la estructura
social. Esa visión y las dos restantes las caracterizaremos más adelante.
Vale la pena recalcar que cada una de las visiones de ciudad presentadas por García
Vásquez contiene a su vez tres tipos específicos de ciudad, los cuales destacan un conjunto
de aspectos relacionados con la perspectiva propuesta por cada visión. Así pues, la visión
culturalista de la ciudad comprende los tipos de ciudad de la disciplina, la ciudad
planificada y la ciudad poshistórica. La primera de ellas, la ciudad de la disciplina, se
caracteriza por constituir un proyecto de ciudad estructurado bajo los criterios de una
disciplina fundada en principios exclusivamente teóricos y arquitectónicos, lo que dará
como resultado el surgimiento de la urbanística moderna tal como la conocemos hoy en
41 Op. cit, pp. 27-28 y ss.
[44]
día. Esta tendencia disciplinar en la concepción de la ciudad surgió como respuesta a la
vertiginosa transformación de los procesos políticos, económicos y sociales que exigían
modificar la organización y el crecimiento de las ciudades más desarrolladas, pues dichos
cambios tenían un gran impacto en lo concerniente a la intensificación de la desigualdad
social, a la segregación y a la continua especialización espacial de las ocupaciones como
correlato de la división social del trabajo; fue así como La Tendenza –un grupo
arquitectónico italiano cuya figura más prominente fue Aldo Rossi– en la búsqueda por
otorgar una continuidad de tipo racionalista a la configuración de la ciudad moderna –y
basa en algunos postulados de la teoría marxista– dio inicio a los grandes proyectos
totalizadores y a largo plazo de la ciudad de la disciplina.
Pero justamente debido a las dificultades a las que se vería un proyecto arquitectónico y
urbanístico de semejante calibre (omniabarcante y a largo plazo), los nuevos proyectos de
ciudad optaron por un modelo más estratégico en términos pragmáticos y resolvieron
intervenir la ciudad “por partes” y máxime a un mediano plazo, puesto que la dinámica
económica hacía inviable cualquier proyecto que se resistiera a la fluidez y elasticidad de
sus movimientos; de este modo, se empezó a aceptar la participación de agentes privados
para gestionar el crecimiento y la expansión del espacio urbano desde puntos estratégicos
de la ciudad, generando los primeros vestigios de los centros internacionales, de negocios y
finanzas que darán forma a la ciudad posmoderna. Así pues, el producto de esta
reformulación del proyecto de ciudad “por partes” y a corto plazo se denomina ciudad
planificada. Por su parte, la ciudad poshistórica representa un punto de inflexión respecto al
papel que juega la historia en la construcción de la ciudad en el contexto cada vez más
demandante de la globalización –sus flujos de información y la poderosa influencia de los
medios masivos de comunicación en la vida de los individuos–. La ciudad poshistórica será
la primera capa reconocible de la ciudad posmoderna. Si bien el concepto de historia
subyace a lo largo de la visión culturalista de la ciudad, no obstante las condiciones de la
relación con la propia historia en tiempos de grandes cambios tecnológicos, económicos y
administrativos cambian de manera paulatina, aunque radical. El “fin de la historia”
acontece en la medida en que los vínculos identitarios que ligan a una sociedad o
comunidad con un territorio específico se han disuelto en pos de una red de conexiones de
[45]
telecomunicación. La relación con la historia ha cambiado y, por lo tanto, la búsqueda de
un lugar en el mundo, de una identidad relativamente estable y perdurable, ha sido
desplazada por un conformismo caracterizado por la necesidad de consumir y estetizar –no
sólo objetos, sino sobre todo experiencias, estilos y formas de ser–; esto es, de reencantar el
mundo. De ahí que pueda tomarse como ejemplo la estetización de la vida (Lipovetsky) tal
como puede observarse en la modernización del Time Square de NewYork, bajo el pretexto
de volver a las épocas doradas del Broadway tras un deterioro considerable del espacio
urbano debido a la presencia incontrolable de actividades relacionadas con el delito, la
prostitución, el consumo de drogas, entre otras.
A este respecto cabe detenerse un momento en la tensión que se produce alrededor de los
conceptos de historia y memoria colectiva al interior de la ciudad poshistórica. García
Vásquez trae a colación los planteamientos expuestos por la profesora de arquitectura y
urbanismo de la Universidad de Princeton en su libro The City of Collective Memory
(1994), según los cuales la “supone” el reconocimiento de un código –más o menos
especializado– que se encuentra en las nuevas propuestas arquitectónicas de las ciudades de
los países más desarrollados, mientras que la memoria colectiva hace referencia a algo que
“seguía operando en el presente, formando parte de las actividades de los grupos” y que se
transforma en “historia” cuando se elabora un “estereotipo ajeno a la cotidianidad de la
gente”42. Será pertinente retener esta discusión a fin de complejizar algunos otros
planteamientos a propósito de la relación entre la historia y la memoria colectiva desde la
perspectiva de una experiencia de ciudad vista desde las imágenes fotográficas, sin olvidar
la pregunta por las condiciones específicas que posibilitan la construcción y recuperación
de la memoria colectiva de una ciudad como Bogotá –y no tanto de la edificación de un
discurso visual de carácter historiográfico y lineal sobre la misma–. Por lo pronto, podemos
afirmar junto con García Vásquez, que la principal enseñanza de la ciudad poshistórica,
dentro de una perspectiva culturalista, es que, a pesar de que las referencias geo-históricas
ya no existen, no obstante éstas se pueden inventar.
42 Op. cit., p. 26.
[46]
Como se había mencionado anteriormente, la visión sociológica de la ciudad se concentra
en destacar los aspectos que permiten relacionar los procesos urbanos con los procesos de
la modernidad, estableciendo de esta manera paralelos entre la Ciudad y la Sociedad. La
visión sociológica de la ciudad asume en principio algunos postulados del pensamiento
marxista, por cuanto concentra su interés en abordar los nexos que la ciudad guarda con la
estructura socio-económica de la sociedad (esto es, los procesos del trabajo y la lógica del
sistema de producción capitalista) y cómo ésta, a su vez, mantiene sus relaciones con la
superestructura en tanto interpretación ideológica del mundo. A raíz de la anteriormente
mencionada crisis del petróleo de 1973, surgió la necesidad de repensar urgentemente las
estrategias de producción y difusión de la dinámica económica vigente hasta entonces; la
dimensionalización de los cambios que debían ejecutarse debían repercutir necesariamente
en dos esferas que, guardadas las proporciones, se encuentran estrechamente ligadas: tanto
a nivel internacional como en el ámbito específicamente urbano, la globalización y el
incipiente consumo de masas se perfilarían como los principales elementos constitutivos
del nuevo marco socio-económico, político y cultural de la posmodernidad. Es aquí cuando
García Vásquez retoma el tipo específico de ciudad global y su peculiar lógica productiva
urbana caracterizada por el neoliberalismo (desregulación de la economía), la expansión
geográfica (del capital, la fuerza del trabajo y la producción) y el auge de las tecnologías de
la información y los medios de comunicación (Sassen). Siguiendo a Manuel Castells –
citado por García Vásquez–, la ciudad se convierte ahora en un espacio de los flujos43
ininterrumpidos. Y es que la construcción de la ciudad como espacio de flujos requiere de
una reorganización espacial en el que la actividad económica –dividida en el sector
industrial, el sector ocupacional y el sector financiero– se encuentre estratégicamente
emplazada (localizada) a fin de garantizar la conectividad de objetos, personas e
informaciones. Cabe insistir en la idea –retomando a Sassen– según la cual la
descentralización de la actividad económica no va acompañada de la descentralización de la
propiedad del capital, pues, en correspondencia con ese doble proceso de dispersión y
(re)localización, las ciudades globales funcionan exclusivamente como puntos estratégicos
dentro de toda una inmensa red de interconexiones para cuyo entramado infraestructural –
43 Op. cit., p. 57.
[47]
en el cual el capital, propiedad de unas cuantas empresas multinacionales, se ha de asentar–
el espacio urbano debe cumplir las exigencias de la globalización.
Lo anterior produce cambios evidentes en la fisionomía de la ciudad. Su expansión hacia la
periferia obedece igualmente al desplazamiento que experimenta la actividad industrial
hacia las afueras de las ciudades de los países desarrollados, si no en las principales
ciudades de los países en vías de desarrollo; como contraparte de estos procesos, los
parques tecnológicos –en los cuales so ofrecer productos y servicios relacionados con el
diseño, el marketing, la moda, el ocio y la cultura– cobran una fuerza desbordante tanto
para la economía urbana –y su configuración espacial– como para el capital global.
Sin embargo, no todo es color de rosa. Dado que la verdad fáctica de los acontecimientos
del mundo humano revela siempre una sola cara de la moneda, dejando –algunas veces
forzosamente– invisibilizada y latente la otra cara, no tan agradable, el reverso de la ciudad
global es caracterizada por García Vásquez, al igual que Sassen, como la ciudad dual.
Como correlato social de la dispersión e instalación geográfica de la actividad económica
global, surgen al interior de las ciudades los principales y más graves flagelos que azotan a
las ciudades contemporáneas (especialmente aquellas cuyos países se encuentran en vías de
desarrollo): la segregación y la desigualdad sociales. Saskian Sassen llama ‘dual’ a este tipo
de ciudad debido a una polarización social que se produce como resultado, no de la
decadencia, sino de las políticas de desarrollo –principalmente económico– que se instauran
tanto en los países centrales como en los de la periferia (modelo norte-sur); en otras
palabras, no se trata más que del problema de las implicaciones que la lógica productiva del
capital global ha generado para el tejido social. En el caso del mercado laboral, la
desigualdad de oportunidades trae consigo el aumento del trabajo y la actividad económica
informales, además de una intensificación alarmante en los índices de pobreza. A propósito
de esta cuestión, cabe preguntarse por las implicaciones económicas y socioculturales
producidas por las transformaciones del entorno urbano agenciadas por los Planes de
Ordenamiento Territorial del Distrito de Bogotá, en relación con el desempleo, el trabajo
informal y la gentrificación del centro histórico de la ciudad; como se ve, las configuración
espacial de las principales calles del centro bogotano obedece a una lógica propia de la
[48]
ciudad dual, donde el trabajo informal, la pobreza y la desigualdad desfilan cotidianamente
a lo largo del corredor de la Carrera Séptima, por ejemplo, mientras se convive simultánea
y pasivamente con grandes almacenes de cadena, franquicias de empresas multinacionales
y prestadoras de bienes y servicios de última tecnología (esto es: multiculturalidad: o de
cómo coexisten la ciudad global y la ciudad dual; el crecimiento económico, la
fragmentación social, el debilitamiento político, la hibridación cultural y la esquizofrenia
estética/sensorial).
A fin de cuentas, el tipo de ciudad global nos permite observar el surgimiento de nuevos
ricos (profesionales altamente capacitados para desempeñar labores sumamente
especializadas) y nuevos pobres (poco cualificados y obligados a desenvolver tareas de tipo
técnico). Uno de los fenómenos sociales más destacados para el pensamiento transformador
de la ciudad global es el de la gentrificación, proceso mediante el cual, gracias a la
creciente especulación del valor del suelo de los centros de las ciudades, tiende a desplazar
a la población que tradicionalmente ha residido en dichos sectores, obligándolos a
instalarse en la periferia y, en el peor de los casos, a tener que construir viviendas
improvisadas con materiales no siempre adecuados; estas personas –normalmente de
escasos recursos– abandonan el que fue su hogar por décadas para dar lugar a la
construcción de grandes edificios patrocinados por poderosos capitales privados o, en el
mejor de los casos, a nuevos establecimientos (restaurantes, discotecas, sitios de ocio y
entretenimiento, centros comerciales, etc.) en los que personas de altos recursos aprovechan
su tiempo libre al interior de los importantes centros de las ciudades.
De aquí puede llevarse a cabo el salto hacia la ciudad del espectáculo44: el ocio, la cultura y
el entretenimiento son los protagonistas en tanto principales objetos de consumo y
generadores de experiencias extraordinarias. A falta de un arraigo territorial, la sociedad del
espectáculo –muy de la mano con los planteamientos de Debord y Lipovetsky– ofrece la
posibilidad de una experiencia simulada e ‘hiperestetizante’ de la ciudad. Los espacios para
el ocio, la cultura, la moda y el entretenimiento cuentan con cada vez mayor importancia en
la actividad económica de las urbes; los principales consumidores de la ciudad del
44 Op. cit., p. 78 y ss.
[49]
espectáculo son por lo general aquellos nacidos en el baby boom de posguerra, individuos
entregados a un mundo mediatizado, imaginado y reencantado, que entienden la libertad
integral del ser humano bajo el lente de la libertad de consumo. Las ciudades del
espectáculo adoptan una apariencia moderna dominada por las luces de neón, las
arquitecturas brillantes o de vidrio, el atiborramiento visual de los centros de las ciudades y
una contaminación auditiva que condensa tanto el flujo de personas y objetos como el flujo
de informaciones y capitales. La sociedad del espectáculo se asemeja a una especie de
burbuja en la que los individuos sólo se sienten interesados por “absorber por los sentidos,
sin cuestionarse críticamente su situación en el mundo”45.
Por último, dentro de la visión sociológica de la ciudad, encontramos a la ciudad sostenible.
Recibe así su nombre por representar una alternativa a las consecuencias del desarrollo
económico, social y político de las ciudades sobre el medio ambiente y la relación del ser
humano con la naturaleza. La ciudad sostenible juega un importante rol respecto a los
problemas planteados por los tres tipos de ciudad anteriormente tratados, al oponerse a “la
ciudad global (paradigma del tardo capitalismo) y a la ciudad del espectáculo (paradigma
de la sociedad de consumo), al tiempo que aspira a convertirse en alternativa a la ciudad
dual (paradigma de la injusticia social)”46. Este tipo de ciudad se caracteriza
fundamentalmente por la toma de conciencia por parte de la sociedad contemporánea “de
que las ciudades se estaban convirtiendo en máquinas depredadoras del medio ambiente”47.
La propuesta ha recibido acogida por parte de los gobiernos distritales de países en vías de
desarrollo, como por ejemplo Brasil; el autor saca a relucir el brillante ejemplo de la ciudad
de Curitiba, cuya administración a cargo de Jaime Lerner (1972-1992), supo articular el
compromiso social y el desarrollo urbano sostenible e integrado48.
En últimas, la visión sociológica de la ciudad nos presenta un panorama colmado de
problemáticas en torno al fenómeno urbano inscrito en el contexto/proyecto de la
modernidad; tales problemas podrían resumirse en los siguientes cuatro conceptos
45 Ibíd., p. 79. 46 Ibíd., p. 94. 47 Ibíd., p. 90. 48 Ibíd., p. 95.
[50]
generales: globalización, desigualdad/injusticia social, consumo (de masas) y
sostenibilidad. Leyendo las problemáticas sociales de las ciudades como síntomas de
patologías sociales a un nivel mucho más general, la visión sociológica de la ciudad
permite adentrarnos a la complejidad inherente que supone tanto el pensar la ciudad como
el trabajar para su transformación en términos de compatibilidad entre el crecimiento
económico y el desarrollo social, no obstante teniendo en cuenta la poderosa influencia que
juegan los medios, la cultura, el ocio y el entretenimiento como los nuevos codificadores de
la cultura urbana en la posmodernidad.
Nos acercamos, por tanto, a la tercera visión de la ciudad: la visión organicista49. La
filosofía que soporta esta perspectiva de la ciudad suele ser una de las más interesantes para
comprender la situación actual de los vínculos que mantiene el espacio urbano con sus
habitantes, sin olvidar que la un par de capas por debajo se encuentra al concepción de la
ciudad como espacio de flujos. Si bien uno de los primeros acercamiento a esta visión
organicista puede detectarse en los intentos por establecer “conexiones entre la lógica
formal y funcional de la ciudades y la lógica formal y funcional de los seres vivos en
general”50. Es así como la ciudad empieza a considerarse como un organismo vivo al cual
habría que brindarle un cuidadoso tratamiento como tal; la ciudad es un ente vivo que
palpita, cuyo centro histórico puede tomarse por su corazón y cuyas vías se entienden a la
manera de un sistema circulatorio.
Las nociones de ‘organismo’ vendrían a asociar prontamente la idea de que la ciudad se
asemeja a la constitución orgánica de un ser vivo tal como lo es el ser humano. Sin
embargo, para que ello fuese así hubo una serie de aproximaciones intermedias, las cuales
aportaran a la identificación de los tres tipos de la visión organicista de la ciudad: la ciudad
como naturaleza, la ciudad de los cuerpos y la ciudad vivida.
El pensamiento de la ciudad como naturaleza tiene sus orígenes en la prolífica relación
entre arte y ciencia que caracterizó a los tiempos del Renacimiento. En este momento del
49 Ibíd., p. 120 y ss. 50 Ibíd., p. 120.
[51]
desarrollo de la civilización, la noción de cosmos impregnaba aún la comprensión del ser de
la naturaleza, esto es, que la naturaleza era una suerte de representante de lo divino, de un
orden superracional que debía ser imitado por la ciudad. Las ideas de la belleza, el orden y
la armonía predominaban en la concepción originaria de la ciudad como un organismo
vivo51. Sin embargo, en las últimas décadas surgió la noción apolínea de la naturaleza
sufrió un giro de ciento ochenta grados debido a la complejidad que supone comprender
abarcadoramente la ciudad contemporánea, razón por la cual se empezó a asociar el
comportamiento de la ciudad a la luz de las teorías del caos; de tal manera que “el interés
contemporáneo por la naturaleza es mucho más afín a conceptos como caos y multiplicidad
que a los de equilibrio y armonía”52. Por tanto, ciudad y complejidad sería nociones que en
adelante irían indefectiblemente de la mano.
Pero fue al interior de esta concepción dionisíaca de la naturaleza –sustentada en postulados
fuertemente científicos– que se efectúo un considerablemente desplazamiento hacia la
noción de flujos. Aquí la imagen de la ciudad como un organismo sin cuyo sistema
circulatorio no podría existir, aparece con gran fuerza. La entropía característica del
organismo urbano, hacían de él un organismo en constante movimiento, siendo uno de los
principales síntomas de buena salud el hecho de que sus sistema circulatorio se encontrara
en óptimas condiciones. Esta visión se acerca a los planteamientos de Richard Sennet, en su
obra Carne y piedra (1994), a propósito de la reconfiguración a la que se vieron sometidos
los lugares abiertos de las ciudades, propicios para la aglomeración de individuos y
expresiones de tipo político y cultural (plazas, calles, parques, etc.), con el fin de adecuarlos
a las necesidades de movilidad que emergieron tras la consolidación del automóvil como
paradigma del desplazamiento autónomo en las ciudades modernas. Los organismos vivos
están en su mayoría compuestos por agua y pareciera entonces que la vida líquida se
asumiera como pilar fundamental en la organización y la producción de las ciudades
contemporáneas. En conexión con Sennet (1994), Zygmunt Bauman (2000) sostiene que
“la fluidez era una acertada alegoría para describir la esencia de la presente fase histórica de
la ciudad”53, la cual aboga por una concepción de la ciudad caracterizada por sus estados
51 Ibíd., p. 121. 52 Ibíd. 53 Citado en op. cit., p. 129.
[52]
líquidos y por la asimilación de la fluctuación permanente como paradigma de “la
condición evanescente de la ciudad tardocapitalista”54.
Ahora bien, el tercer y último tipo de ciudad incluida en la visión organicista resulta de
suma relevancia para nuestro proyecto de investigación interesado en una posible
construcción de una iconografía urbana del centro histórico de Bogotá: la ciudad vivida. A
este tipo de ciudad daremos la atención que merece en páginas siguientes; por lo pronto, a
modo de abrebocas, cabe ofrecer una presentación general con el fin de brindar aquellos
elementos que contribuirán a enriquecer tanto la comprensión teórica como las estrategias
metodológicas del presente estudio. Aunque la visión organicista de la ciudad vincula a esta
última con el concepto de organismo y, más específicamente, con el de cuerpo humano,
éste no puede prescindir, no obstante, de la dimensión espiritual o mental que la constituye.
Por lo tanto, la ciudad vivida representa un punto de torsión a partir del cual la ciudad deja
de ser exclusivamente un objeto de análisis y planeación, independientemente de las
vivencias de sus habitantes, –esto es: la ciudad como espacio neutro–, para dar lugar a una
concepción de la ciudad que concentra su atención hacia las experiencias y filiaciones que
tienen sus habitantes en su interior. En otras palabras, las consideraciones en torno a la
ciudad se apartan del estudio de las formas puramente arquitectónicas y funcionales hacia
las vivencias que tienen lugar al interior de ella (las cuales incluyen la participación de
deseos, sensaciones y memorias). Dicho desplazamiento constituye el inicio de un gran
sedimento dentro de la ciudad hojaldre en la medida en que la introducción del elemento
subjetivo de la ciudad nos lleva a preguntarnos por el significado del habitar la ciudad y las
distintas formas que producen los asimismo diferentes modos de apropiación del espacio
urbano. La ciudad (vivida), antes que el receptáculo de individuos reunidos en una misma
delimitación territorial, por más difusa que esta sea, es, ante todo un producto destacado de
la creatividad humana por hacerse un lugar-en-el-mundo. El habitar será, por tanto, el
componente más trascendental de la ciudad vivida. Dejamos pendiente el desarrollo de esta
tipología para lo que sigue.
54 Ibíd.
[53]
Finalmente, la cuarta y última visión de la ciudad: la visión tecnológica55. En este apartado
se condensan, casi que vertiginosamente, el último estado del despliegue histórico y
ontológico de la ciudad contemporánea, teniendo como sus protagonistas el auge de las
tecnologías de la información, la cibernética y el paulatino surgimiento de la realidad
virtual, internet y la nanotecnología. “La visión tecnológica concibe la ciudad como un ente
primordialmente productivo cuyo funcionamiento viene garantizado por las tecnologías”56;
a este respecto, asistimos a otro viraje que consiste en el reemplazo de la noción de
‘cultura’ como determinante de la construcción de la ciudad por el concepto de
‘civilización’. Junto a los grandes avances a la humanidad gracias al desarrollo tecnológico
de las principales potencias del mundo desde la década de 1960 –comenzando por la
llegada del hombre a la Luna– las visiones futuristas de la ciudad comenzaban a adquirir la
fuerza suficiente para proyectar una imagen semejante a la nueva ciudad contemporánea.
Dentro de la ciberciudad existen dos postura contrapuestas, a saber: (i) la tecnofilia, aquella
que respalda con entusiasmo la incorporación de elementos virtuales a la ciudad real o, más
radicalmente, que suscribe el proyecto de construir un ciberespacio en el que cada
individuo pueda habitar teniendo acceso a todo tipo de bienes, servicios, informaciones y
redes de comunicación de todo aquello que pueda imaginarse; la corriente de pensamiento
que defiende este modelo de ciudad recibe el nombre de e-topía. Por otro lado, (ii) se
encuentra la postura tecnófoba, enemiga de la virtualización de la vida urbana real; sus
razones están dirigidas en torno a una crítica sobre las repercusiones sociales de la
instalación de la ciberciudad, así como de la transformación de los seres humanos en
cibernautas o, en su defecto, en una especie de ciborgs. En últimas, un pensamiento
distópico alimenta la postura tecnófoba de la visión tecnológica de la ciudad, pues la
creciente fragmentación de los espacios y las actividades humanas a causa del poder
organizativo de la economía y las nuevas tecnologías se encuentra en abierta contraposición
con los proyectos de la modernidad encaminados a construir una experiencia totalizante y
abarcadora de la existencia humana a través del dispositivo urbano; aquello a lo cual nos
enfrentamos hoy en día es a la anulación de la aspiración de cualquier proyecto totalizador,
la ciudad se va dispersando a medida que lo requieran sus dinámicas interiores y exteriores,
55 Ibíd., p. 172 y ss. 56 Ibíd.
[54]
no existe ya un modelo de planificación espacial del territorio urbano, la ciudad planificada
ha quedado soterrada debido a las grandes transformaciones estructurales de la ciudad
posmoderna contemporánea. Ahora las ciudades adoptan cada vez más la forma (y el
funcionamiento) de un chip por cuanto su diseño está construido de cara al almacenamiento
y transmisión de una importante cantidad de información. Es así como la ciudad chip
aparece como un modo de organización territorial de la ciudad que no obedece a un modelo
simétrico, simplemente racional sino que su forma se adecúa justamente a las exigencias
del flujo de información y de capitales, haciendo que su crecimiento y dispersión sean cada
vez más evidentes al encontrarse zonas altamente densas contiguas a sectores despoblados
y zonas abiertas inutilizadas.
Hemos realizado nuestro recorrido por cada una de las capas que componen a la ciudad
hojaldre de mediados del siglo XX hasta nuestros días. Como pudimos observar –y vale la
pena recalcarlo– la ciudad, más que tratarse de un hecho acabado en el marco de la
modernidad, constituye una compleja producción en permanente creación y re-creación en
la que cada una de las intervenciones y formas de pensarla se imbrican de tal manera que
las huellas del pasado se encuentran y reencuentran con los problemas del presente y las
visiones a futuro. La ciudad contemporánea, habitante de la condición posmoderna de la
sociedad actual, exige que se la piense al margen de las explicaciones lineales, totalizantes,
estables, ordenadas y acabadas de la historia de su desarrollo. Por su parte, tanto las
ciudades en general como nuestras ciudades latinoamericanas en particular –y, sobre todo,
nuestra singular morada bogotana– plantean un conjunto de retos a la hora de construir un
panorama acerca de su evolución histórica desde mediados del siglo XX, la cual, a pesar de
ser fragmentaria es consistente; una evolución histórica que no se entiende bajo un
concepto de historia entendida como documentación historiográfica, científica y
absolutamente objetiva, ni de un concepto de ciudad en tanto objeto analizable a partir de
criterios estricta y exclusivamente disciplinares, sino más bien de una historia de la ciudad
entendida como una suerte de arqueología/genealogía urbanas, una hermenéutica de la
experiencia urbana en la que no sólo empieza a cobrar importancia la imagen de una ciudad
que a través del tiempo se ha procurado sus propias marcas y cicatrices, sino que asimismo
aparece con igual relevancia la dimensión subjetiva del habitar urbano. Abrimos, de esta
[55]
manera, las puertas hacia una comprensión poética de la ciudad en tanto forma destacada
del habitar humano en el mundo contemporáneo.
La ciudad vivida: una introducción a la dimensión poética del habitar humano en
las ciudades
¿Por qué y en qué medida es importante el concepto de ciudad vivida para el objeto de esta
investigación? ¿Cuáles son aquellos rasgos que permiten delimitar y enfocar la estrategia
metodológica y epistemológica del presente estudio? El concepto de ciudad vivida
trabajado por García Vásquez nos permite llevar a cabo un giro hermenéutico en torno a la
comprensión del fenómeno urbano en la contemporaneidad; este giro no representa otra
cosa más que el desplazamiento de una concepción formal y disciplinaria de la ciudad hacia
una perspectiva ontológico-existencial de la misma en tanto que la ciudad no es pensada ya
como un espacio neutro, esto es, un receptáculo que aglomera una multiplicidad de
individuos, prácticas y discursos de diversa índole, y en donde los problemas a enfrentar se
formular únicamente en término de su debida planeación independientemente de los efectos
que ésta tenga sobre la vida de los individuos, su cotidianidad y la relación afectiva que
ellos tienen con el espacio en cuanto habitantes urbanos. Nada que sea humano puede ser
absolutamente objetivo y neutral. Todo aquello con lo cual el hombre mantiene una
relación y por medio de lo cual el ser humano procura construir una morada en el mundo se
encuentra mediado –y mediatizado– por un conjunto de elementos heterogéneos que
configuran la especificidad de la experiencia urbana tanto individual como colectivamente.
Habíamos dicho que el concepto de ciudad vivida establece una ruptura con respecto a un
abordaje puramente formal de la ciudad –respaldado por las corrientes de pensamiento de la
arquitectura y vanguardias modernas– para dar lugar al papel que juegan las sensaciones,
los deseos y las memorias al interior de la ciudad como espacio vivido, habitado. Dentro de
esta noción de ciudad vivida, García Vásquez dilucida dos perspectivas teóricas que
orientan su comprensión: una perspectiva fenomenológica y otra perspectiva psicoanalítica.
En cuanto a la primera perspectiva, el autor destaca la idea según la cual “la ciudad está
[56]
ligada a la experiencia vivida por el cuerpo”57, es decir, que no sólo la ciudad alberga una
multiplicidad de cuerpos sino que ella, asimismo, pasa por el cuerpo. Aquí el concepto de
experiencia adquiere un lugar privilegiado porque permite establecer una red de conexiones
entre la dimensión objetiva (por ejemplo, aspectos físicos e infraestructurales) y la
dimensión subjetiva (vivencias, prácticas, afecciones, memorias) de la ciudad. La
experiencia es aquello que permite percatarnos de la relación recíproca y abigarrada entre
sujeto –ciudadano– y objeto –ciudad–. Sin embargo, previo al concepto de experiencia, se
encuentra el de percepción. García Vásquez trae a colación el libro de Kevin Lynch titulado
La imagen de la ciudad, donde se plantea la importancia de reflexionar sobre la percepción
de los aspectos de la ciudad teniendo en cuenta el predominio que posee el sentido de la
vista en la configuración de la experiencia urbana propiamente moderna. G. Simmel (1908)
ya había apuntado en esta dirección en la medida en que sostiene que la vista es el sentido
por excelencia de la modernidad urbana, pues –al igual que Aristóteles– ofrece la
posibilidad de percibir la mayor cantidad de diferencias acerca del entorno en el que se
vive, sumándole el hecho de que el vertiginoso ritmo de vida impuesto por las grandes
ciudad exige un conocimiento práctico y extensivo de cara al fortalecimiento y/o
debilitamiento de las relaciones sociales (por medio de la vista se llegar a tener una primera
idea, parcial, de aquellos con quienes se cruza en la calle) y del mundo del consumo que
está frente a nosotros (publicidad, medios de comunicación, etc.). Ahora bien, lo que vale la
pena destacar del análisis de Lynch es su interés por abordar el problema de “las
representación intelectual de los ciudadanos a partir de sus vivencias cotidianas”58 o, en
otros términos, indagar por el rol que desempeña la visualidad en los procesos de
construcción de la memoria colectiva de la ciudad. Según esto, se advierte la posibilidad de
explorar los elementos de la vida cotidiana de los ciudadanos que permiten elaborar una
representación intelectual de la vida en la ciudad; dicha representación puede dar cuenta de
aspectos fundamentales de la vida cotidiana y, del mismo modo, ésta constituye la base –la
materia– a partir de la cual los ciudadanos se hacen una idea del entorno en el que viven.
Contrario a las posturas que sostienen que la vida cotidiana carece del componente
reflexivo-racional, el concepto de ciudad vivida permite un acercamiento hacia la vida
57 Op., cit., p. 137. 58 Ibíd.
[57]
cotidiana cuyo potencial intelectual se expresa en prácticas tales como las condiciones de la
sensibilidad –en la visualidad– y la construcción de memoria colectiva. En un siguiente
apartado abordaremos la cuestión de los vínculos existentes entre memoria y vida cotidiana
a la luz del pensamiento de H. Bergson59 y A. Heller60.
En cuanto a la perspectiva psicoanalítica de la ciudad vivida, encontramos la centralidad
que ocupa la noción del subconsciente en la medida en que “la percepción de la ciudad está
condicionada por nuestros deseos, emociones, sentimientos”61. A primera vista, esta tesis
sirve como justificación de la tradición urbanística sostenida, por ejemplo, por los
proyectos inscritos en la “ciudad de la disciplina” y la “ciudad planificada”. No obstante, la
importancia que se otorga a la dimensión afectiva de la experiencia urbana tiene que ver
con el hecho de que las formas que adopta el espacio urbano se encuentra en estrecha
ligazón con la especificidad de los elementos psicosociales de una cultura en particular; así
pues, de lo que se trata es de profundizar en las relaciones existentes la psicología y el
espacio. Uno de los análisis más representativos a este respecto es el realizado por W.
Benjamin en su Libro de los pasajes de París, en el cual se propone llevar a cabo, según
García Vásquez, una reconstrucción psicológica de la ciudad. Por la misma, autores como
G. Deleuze y F. Guattari plantean que el desarrollo de la ciudad moderna no obedece a otro
fin que a la represión del deseo, convirtiéndola en un espacio ambivalente de ansiedad y
placer. En todo caso, tanto la postura de Benjamin como la de Deleuze y Guattari
convergen en la tesis de que la ciudad funciona como un “instrumento de dominio del
capitalismo”62. Las razones por las cuales cada autor afirma lo anterior obedece a un interés
por caracterizar las condiciones y procesos psicológicos que tienen lugar en las ciudades
modernas capitalistas –en el caso de Benjamin las ciudades modernas y en el caso de
Deleuze y Guattari las ciudades posmodernas–.
García Vásquez muestra cómo Deleuze y Guattari, basados en las contribuciones de
Benjamin, elaboran una propuesta teórica –con claros referentes empíricos en la historia–
59 Bergson, H. (1896), Materia y memoria. Buenos Aires: Cactus, 2006. 60 Heller, A. (1970), Sociología de la vida cotidiana. Barcelona: Península, 2002. 61 Ibíd., p. 138. 62 Ibíd., p. 139.
[58]
orientada hacia un intento por reterritorializar los flujos de deseo constantemente
reprimidos en las ciudades capitalistas: las máquinas deseantes63. Los autores llaman a este
tipo de estrategia a iniciativas de carácter principalmente artístico que crean “líneas de fuga
que desatan los deseos y arrasan los códigos urbanos preestablecidos”64. Hablando
concretamente, las máquinas deseantes hacen referencia a dispositivos o acontecimientos
artísticos que atacan directamente a la monumentalidad que erige, oficialmente, la memoria
histórica de un pueblo o una comunidad en el espacio que habita; por lo general, los
monumentos históricos que hallamos en las ciudades narran su historia desde la perspectiva
–digamos– de “los vencedores”, dejando por fuera a todos aquellos que hicieron parte de
las cruentas luchas por la transformación de la sociedad e invisibilizando a los vencidos,
pobres o marginados. Ejemplos de tales máquinas deseantes las encontramos en Berlín con
el Monumento del Holocausto del arquitecto Peter Eisenman, la Zona cero del World Trade
Center en Nueva York y, en el caso de Bogotá, el espacio dedicado –aunque
lamentablemente descuidado– al sitio en el que Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado en la
Carrera Séptima. Es así como Deleuze y Guattari efectúan un viraje que intenta ir de la
monumentalidad del poder instituido al acontecimiento histórico agenciado por la memoria
deseante. A este respecto podemos ya entrever un concepto de memoria que trasciende su
comprensión como facultad documental y cronológicamente lineal para pensarse como
memoria viva en tanto memoria que desea, goza y sufre; una memoria creativa que produce
ciudad a partir sus vínculos con el pasado, igualmente vivo, presente y actual. Nos
acercamos, por tanto a una memoria que adopta activamente formas estéticas, productora
de espacios y que responde a las más profundas necesidades espirituales del ser humano
que habita la ciudad. La memoria no es tanto recuerdo como pathos.
En todo caso, se abre una cuestión de suma importancia para el presente estudio: la
distinción fundamental entre Memoria y memoria65. Mientras que la Memoria –ligada
asimismo al concepto de Historia– tiene como referente principal a un pasado real y
pretende la construcción de un relato estable, lineal y completo de los hechos, la memoria
(deseante, viva) involucra la participación de reconstrucciones personales, fragmentarias,
63 Ibíd. 64 Ibíd. 65 Ibíd., p. 140 y ss.
[59]
inestables e incompletas que dan cuenta de la diversidad de experiencias, perspectivas y
acontecimientos que componen la actualidad de la historia de la ciudad y la forma como sus
habitantes se relacionan cotidianamente con ella. De nuevo la fragmentación e
inestabilidad, esta vez en el caso de la memoria colectiva. Si nos propusiéramos reunir cada
uno de estos fragmentos y reconstrucciones personales de la ciudad obtendríamos de todo
menos la Historia de la Ciudad, sino que, por el contrario, construiríamos una imagen
sumamente rica y original, a la manera de un collage, de la ciudad vivida. No se trata
entonces de reproducir los hechos en plano de las palabras y los metarrelatos; más bien se
trata de crear ciudad desde la producción de una ciudad nunca antes vista, en donde lo
invisible se hace patente en la visualidad. Se trata de concebir la memoria de la ciudad
como “una forma de reconstruir, en el presente, los deseos ocultos en la mente urbana”66.
Topofilia: del espacio ocupado al espacio habitado
A lo largo de las discusiones abordadas hasta ahora en torno a la cuestión urbana en
tiempos posmodernos –partiendo de un análisis global de las megaciudades en la actualidad
hasta llegar a una pequeña contextualización de la posición que ocupan las ciudades
latinoamericanas dentro la lógica mundial contemporánea–, se ha venido empleando
sutilmente un concepto que merece toda la atención del caso. Este concepto responde a los
debates suscitados por la pregunta contemporánea acerca del lugar: ¿qué significa tener
lugar en un mundo totalmente descentralizado, donde cada vez las fronteras físicas se
disuelven en beneficio de las redes de conexión que permiten el constante flujo de
información, personas y objetos? ¿Qué significa tener lugar en el mundo una vez rotos los
vínculos de la identidad (individual y colectiva) con un territorio específico? ¿Cómo podría
uno tener lugar estando siempre en movimiento? ¿Cuál es el lugar del ser humano en el
mundo globalizado? ¿Cuáles son las principales características ontológicas del ser-en-el-
mundo-posmoderno? ¿Cómo se han visto afectadas las distintas formas de habitar el mundo
luego de las transformaciones experimentadas por la sociedad en las últimas décadas?
¿Ofrecen nuestras ciudades latinoamericanas la oportunidad para que cada persona que la
habita tenga verdadero lugar en ella?
66 Ibíd.
[60]
El antropólogo francés Marc Augé (1995) ha sido uno de los primeros que se ha dedicado a
la pregunta por el lugar en el marco de las transformaciones socioculturales producto de la
modernidad tardía. La acuñación de la noción de no-lugar entendida como espacios fluidos
del anonimato pretende dar cuenta de la condición antropológica por excelencia de los
tiempos actuales; los no-lugares surgen como consecuencia del desarraigo al que se ve
expuesto el ser humano tras la disolución de las fronteras y las distancias, unido al
crecimiento de la masa social, el influjo de las telecomunicaciones y el exacerbado
consumismo individualista. El desplazamiento del lugar antropológico hacia la antropología
de los no-lugares abre la cuestión acerca de las condiciones de posibilidad y la naturaleza
de los nuevos lazos sociales que se crean y de los viejos nexos que se diluyen.
Ahora bien, un nuevo concepto se perfila como el elemento que permite articular la
pregunta por el lugar contemporáneo en relación con la ciudad en la que se vive, la ciudad
que se habita, la ciudad vivida. Esta nueva propuesta teórica ha sido desarrollada por el
profesor Carlos Mario Yory (2003, 2005, 2007)67 con el fin de llevar a cabo un giro
ontológico y epistemológico en la comprensión de la ciudad, giro con el cual culminamos
nuestra revisión en torno a la cuestión urbana actual. Dicho giro pretende colocar en tela de
juicio la definición de la ciudad como espacio continente, como receptáculo geográfico,
como lugar ocupado por una cantidad considerable de individuos. La ciudad es ahora
concebida como un espacio habitado: la elaboración relativamente definitiva –al menos
para el interés que orienta el presente estudio– de la ciudad vivida propuesta por García
Vásquez.
La estrategia conceptual utilizada por Yory para dar cuenta de las características de la
ciudad habitada –siempre en relación con las nuevas dinámicas sociales del consumo
67 Yori, C. M. (2003), Topofilia, ciudad y territorio. Una estrategia pedagógica de desarrollo urbano participativo con dimensión sustentable para las grandes metrópolis de América Latina en el contexto de la globalización. “El caso de la ciudad de Bogotá”. Madrid: Ed. Universidad Complutense de Madrid; Yori, C. M. (2005), “Del espacio ocupado al lugar habitado: una aproximación al concepto de topofilia”, en: Revista Barrio Taller, serie “La ciudad pensada”, n° 12: “Ciudad y Hábitat”. Bogotá: ed. Revista Barrio Taller, pp. 47-64; Yori, C. M. (2007), Topofilia o la dimensión poética del hábitat. Bogotá: Centro Editorial Javeriano y COLCIENCIAS.
[61]
impuestas en el siglo XXI debido a la globalización– recibe el sugerente nombre de
topofilia. Realizando una sucinta descomposición etimológica de dicho término (topos:
‘lugar’ y philos: ‘amor’, ‘amistad’, ‘atracción’; philiación: ‘adscripción’), advertimos
inmediatamente que la concepción de la ciudad como espacio habitado –y, por
consiguiente, del concepto de habitar– refiere fundamentalmente a un intento por
desentrañar las profundidades constitutivas de la condición humana en general, su ser-en-
el-mundo; esto es, un intento por descubrir la peculiaridad ontológica de la relación que
tiene el ser humano con el espacio, o sea, del habitar como dimensión poética de la
existencia. Es justamente la topofilia aquel concepto que insiste en mantener abierta la
pregunta por la posibilidad real de tener lugar en el mundo; más concretamente hablando,
por la posibilidad y los modos fácticos como el ser humano crea vínculos relativamente
perdurables con unos territorios o espacios específicos en los que discurre cotidiana o
extraordinariamente el entorno que habita. Para efectos del presente estudio, la topofilia
indaga por aquellos lugares del centro histórico de Bogotá en los que existe mayor
concentración de afectos, sentimientos, deseos, memorias y evocaciones cuando se transita
por sus calles o se frecuentan ciertos establecimientos. Así como anteriormente hacíamos
referencia al miedo a la ciudad y a la domesticación del conocimiento, de las prácticas y las
percepciones que se tienen de ella –todos éstos elementos que justifican el discurso
predominante de la seguridad en la llamada sociedad del control–, así mismo cabe
interrogar por las distintas formas y niveles como nos sentimos adscritos, afiliados, a
determinados lugares del centro histórico de nuestra ciudad. Pues, en efecto, a pesar del
deterioro físico y social en que ha caído el espacio urbano de los centros históricos de las
ciudades latinoamericanas, resultan sumamente dicientes las distintas reacciones,
percepciones y sentimientos que se generan cuando se camina por las calles del centro
bogotano en tanto se rememora lo que alguna vez allí se vivió, dejando una huella en la
memoria de la(s) persona(s) en cuanto fiel testimonio de la actualidad del pasado. Los
afectos y percepciones que se movilizan en determinados lugares del centro bogotano
constituyen la manera como el pasado permanece actual, del mismo modo que las
experiencias a las que uno se ve expuesto mientras se camina hoy en día en las calles del
centro revelan el carácter histórico del propio presente. Así pues, la topofilia será el
concepto que nos permitirá celebrar –descubrir– la unión de aquello que normalmente se
[62]
piensa inconexo, a saber: el juego exclusivamente humano entre la memoria colectiva, la
producción de espacios y su naturaleza patética (pathos). Por fortuna, la ciudad no es un
espacio neutro ni un espacio ocupable; es ante todo una de los modos destacados como el
hombre habita, mora el mundo de manera multicultural. De no ser por el patetismo que
caracteriza a la existencia humana, no habría más que Memoria en su sentido
historiográfico; por fortuna, la memoria colectiva de la ciudad no obedece a otro impulso
más que a la necesidad –propiamente humana– de darse un lugar en el mundo,
interpretándolo creativamente.
Nutriéndose del complejo pensamiento de M. Heidegger, Carlos Mario Yory elabora el
concepto de topofilia asumiendo los postulados básicos de la filosofía del habitar,
particularmente condensada en la conferencia titulada Construir, habitar, pensar (1951).
En ella, Heidegger sentencia de modo enfático que el hombre habita el mundo porque
construya espacios o lugares para vivir (vivienda), sino que, al contrario, el ser humano
construye espacios y edificaciones porque habita68. Así pues, ¿de qué manera atraviesa el
habitar heideggeriano a la propuesta de Yory?
En el intento por esbozar el concepto de topofilia partiendo de concepto de ciudad como
espacio habitado, Carlos Mario Yory inicia planteando la siguiente pregunta: “¿es posible
entender el habitar humano como la manifestación de una inherente teoría del lugar?”69.
Este interrogante apunta hacia una problemática fundamentalmente ontológico-existencial
que no obstante interpela concretamente a los seres humanos en la medida en que éstos se
han fabricado un mundo habitable, una cultura, una ciudad, un lugar propiamente dicho; y a
su vez, la comprensión de la naturaleza del espacio sólo puede ser posible mediante la
comprensión de “las implicaciones simbólico-espaciales de lo que significa ser-humano en
cuanto tal”70. De este modo, la elaboración del concepto de topofilia deberá partir de los
supuestos de que habitar es la forma de ser el hombre en el mundo y de que, para habitar, el
hombre se ve en la necesidad de construir (lugares).
68 Cf. Heidegger, M (1951). “Construir, habitar, pensar”, en: Filosofía, Ciencia y Técnica. Eds. Soler, F. y Acevedo, J. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997, pp. 204-228. 69 Yori, C. M. (2005), op. cit., p. 48 70 Ibíd.
[63]
Yory señala que la aparición del concepto de topofilia se debe a G. Bachelard en su obra La
poética del espacio (1965), la cual define dicho concepto a partir del acto de valoración de
ciertos lugares por parte de la imaginación y las vivencias humanas. Por otro lado, Yory
trae a colación la tesis del geógrafo chino-estadounidense Yi-Fu Tuan, según la cual la
topofilia se encuentra fundamentalmente relacionada con “una especie de sentimiento de
“apego””, un lugar que “liga a los seres humanos” a los lugares con los cuales “se sienten
identificados”71. No obstante, Yory toma distancia de estas concepciones de la topofilia
debido a su enfoque marcadamente psicologista, razón por la cual decide replantear el
objeto de discusión formulando una nueva pregunta en torno a aquello que distingue en
esencia el espacio habitado del espacio físico, geométrico y matemático que predomina
normalmente en cada una de nuestras representaciones. De nuevo, el espacio habitado no se
ocupa sino que se produce, se crea, se espacia… es poiético. “La topofilia aboga por la
construcción de una idea de dignidad centrada menos en los atributos del espacio… y más
en la evaluación de la relación que los distintos individuos pueden establecer, consigo
mismos y con los demás, gracias a la manera como habitan su espacio”72. Vemos así que el
concepto de topofilia esbozado por Yori apunta parcialmente hacia la calidad de los lazos,
las relaciones y las oportunidades de encuentro que los espacios logran hacer posible (en
términos de la cuestión de la vivienda, Yory propone abordarla como un proceso y no como
progreso, esto es, en últimas, tomarla desde su perspectiva cualitativa más que de la
cuantitativa).
Entonces, ¿qué significa habitar y en qué consiste su protagonismo respecto a la topofilia?
A grosso modo, el habitar puede ser caracterizado como la condición existencial del ser
humano por excelencia: ser un ser-espacial. El hombre no sólo ocupa un espacio ni tiene un
lugar en el mundo; el ser humano hace (abre el) espacio y crea lugar. Esa es la doble
dimensión ontológica del espacio: acoge al tiempo que se abre. Yory se detiene un
momento en el carácter hodológico del espacio73, el cual refiere especialmente a la imagen
de un camino intermedio entre un “hacia” y un “desde” con el fin de ilustrar la noción del
71 Ibíd., p. 49. 72 Ibíd., p. 50. 73 Ibíd., p. 51.
[64]
lugar existencial (habitar). En tanto en cuanto el camino se recorre, el recorrido toma
tiempo y es justamente en aquel momento de la vida en que el ser humano toma conciencia
de su ser-espacial, que se da cuenta que él mismo tiene lugar en el mundo, o sea, que el
espacio que habita es significativo para él. La producción de sentido es resultado del habitar
espacial y espaciante del ser humano, “la disposición del espacio habitado supone su
implícita construcción como lenguaje”74. La topofilia, entendida como una nueva teoría del
lugar, exige que este último término sea comprendido como lugar-cultural75; es decir como
un espacio vinculante para el ser humano, creador de sentido de pertenencia y configurador
de una determinada imagen del mundo.
De este modo, Yory se ve capacitado para sostener que no sólo la forma de ser del hombre
es espacial sino además que el habitar implica “estar afiliado”76 a un lugar. En este
momento, el autor da un paso en su argumentación con el fin de dilucidar las consecuencias
éticas de la concepción del habitar como filiación a un lugar relacional (con el otro); señala
entonces que la ética hace referencia a cierta “manera socio-espacial de comportarse… y,
por tanto, a una actitud política”, teniendo en cuenta que lo político consiste en el dominio
del interés público, o sea, de un escenario de convivencia en el que surge la conciencia de
la “responsabilidad frente al otro”77. Con este paso, nuestro autor efectúa un avance
significativo en cuanto a la comprensión del habitar como rasgo ontológico de la existencia:
no se trata exclusivamente del habitar heideggeriano, cuyo enfoque existencial tiene a
opacar hasta cierto punto la –inherente– dimensión social de ser-humano. Es a partir de este
momento que la elaboración del concepto de topofilia demanda un abordaje sociológico de
la estructura ontológica básica de la existencia humana: el habitar. Más aún cuando el
meollo del asunto fija su atención en la pregunta por una topofilia del habitar urbano, por el
estar-con (o el co-existir) con los otros en un lugar común.
El ethos social del habitar no sólo implica coexistencia fáctica; éste concierne de igual
manera a los hábitos, los comportamientos y las costumbres. Así lo afirma Heidegger: “el
74 Ibíd. 75 Ibíd. 76 Ibíd., p. 52. 77 Ibíd., pp. 52-53.
[65]
construir como habitar, esto es, ser sobre la Tierra, queda para la experiencia cotidiana del
hombre, como lo dice felizmente el lenguaje, de antemano como lo “habitual””78; pues, en
efecto, uno de los modos como el ser humano hace patente e instituye su particular modo
de habitar el mundo no sólo tiene en cuenta el lugar habitado, sino sobre todo los hábitos y
formas de ser que produce en su “camino”. Costumbres, prácticas, comportamientos,
sensibilidades, hábitos, usos, valoraciones, juicios y prejuicios, afecciones, deseos y
memorias… todas ellas dan cuenta de formas espaciales específicas que el ser humano
encuentra con el fin de “adscribirse”, “afiliarse” al mundo y producir su morada en él.
Habitar no significa otra cosa más que procurarse un lugar propio en el mundo (o en la
ciudad); en otros términos, el problema de la construcción del espacio habitado desemboca
en la cuestión acerca de la construcción topofílica del territorio79.
En última instancia, el concepto de topofilia obedece al “acto de co-apropiación originaria
entre el ser humano y el mundo”80. En tanto ciencia –hermenéutica– del habitar, la
topofilia coloca frente a nosotros el llamado a pensar sobre los modos de co-apropiación del
territorio (urbano en este caso) en los que se da lugar a la creación de nuevos espacios
habitables, al mismo tiempo que se es testigo de la destrucción de aquellos espacios viejos
de los cuales hemos llegado a experimentar una sensación de desarraigo, pérdida de
identidad, malestar y angustia cultural. En este sentido, la formulación del concepto de
topofilia debe concretarse en una serie de interrogantes dirigidos hacia las condiciones
socioculturales, simbólicas, espaciales, estéticas, tecnológicas y ontológicas de la
construcción topofílica del territorio urbano de Bogotá en el marco de las relaciones entre
lo local y lo global. Así pues, la pregunta contemporánea por el lugar81 adquiere un
importancia de gran magnitud por cuanto interpela no sólo al lugar que ocupamos en la
ciudad ni mucho menos al lugar que ocupa ésta en la dinámica global, sino, fundamental y
radicalmente, a “la construcción de una idea de dignidad”82 enfocada en la calidad de las
relaciones con el espacio, con uno mismo y con los otros que lo rodean.
78 Heidegger, M. op. cit., p. 210. 79 Yori, C. M. (2005), op. cit., pp. 55-56. 80 Ibíd., p. 56. 81 Ibíd., p. 57. 82 Ibíd., p. 50.
[66]
Cuando las fronteras se han disuelto y las distancias se han acortado, cuando ningún lugar
en el mundo es un lugar en el que el hombre (pos)moderno desea permanecer, cuando la
condición humana actual ha producido un peculiar arraigo al movimiento, “al arraigo a
ningún lugar o, en el mismo sentido, al arraigo a todo por igual”83, en ese momento surge
ineludiblemente la pregunta acerca de las nuevas formas de apropiación física y simbólica
tanto del espacio local –la propia ciudad, por ejemplo– y el espacio global –el consumo, la
cultura de masas, industrias culturales, etc.–. Y no sólo las nuevas formas de habitar que se
están produciendo en el marco de la globalización, sino más aún las luchas de resistencia a
favor de la diversidad cultural, del respeto por la singularidad de las experiencias y
memorias de los pueblos tradicionales frente a la amenaza de la homogenización de la
identidad bajo patrones principalmente de consumo irreflexivo; “lo que galvaniza hoy a las
identidades como motor de lucha es inseparable de la demanda de reconocimiento y
sentido”84.
La ciencia del habitar está llamada a tomarse en serio los efectos de la globalización sobre
la construcción del espacio en territorios específicos. No obstante, citando a J. Martín
Barbero (2002), Yory se propone poner en evidencia la doble cara del proceso de
globalización en términos de identidad territorial. Al igual que la advertencia de S. Sassen a
propósito del concreto emplazamiento infraestructural como correlato inherente a la
creciente dispersión de la actividad económica global, Yory sostiene que “la globalización,
al menos en su faceta cultural, no es una abstracción omniabarcante, sino una construcción
que se alimenta con las lógicas y los imaginarios locales”85; lo cual quiere decir que la
globalización es un proceso que se hace y se deshace constantemente. Para que dicho
proceso pueda existir como fenómeno social global, éste tiene que localizarse, “enraizarse
en las prácticas cotidianas de los pueblos y los hombres”86. La cuestión de fondo que se nos
antepone consiste en el debate acerca de las oportunidades de interlocución que tienen los
países del mal llamado “Tercer Mundo” con ese mundo exterior desde la propia
83 Ibíd., p. 54. 84 Ibíd., p. 57. 85 Ibíd., p. 58. 86 Ortiz, E. y Audefroy, J. (coord.) (1994), Construyendo la ciudad con la gente. Nuevas tendencias en la colaboración entre las iniciativas comunitarias y los gobiernos locales. México: Ed. Habitat International Coalition. Citado en: Yori, C. M. (2005), op. cit., p. 58.
[67]
especificidad que los define: ¿cuáles y como son las nuevas formas de comunicación entre
la especificidad de lo local y la generalidad de lo global?
Debido al sorprendente auge de las tecnologías de la información y las telecomunicaciones,
al lado de la producción de los espacios habitados se halla el problema en torno a la
producción de los signos87. Estamos asistiendo a una intensa semiotización de los modos y
estilos de habitar nuestras ciudades; las redes de información y los medios de comunicación
han revolucionado profundamente las formas de apropiación, ya no tanto de los territorios,
como sí de las identidades que ofrece el enorme –pero limitado– catálogo cultural del
mundo globalizado. Nuevamente, apoyándose en Barbero, Yory caracteriza con precisión
el estado actual de la situación sociocultural que estamos viviendo: “lo que ocurre hoy en
día, por el contrario, y en atención a la puesta en común de toda una pléyade de signos
globales, apropiables, en tanto sujetos a resemantización, es un proceso de permanente
hibridación cultural en el que tanto los espacios como los territorios se permean y
yuxtaponen, haciendo de la “adscripción territorial” un problema de relaciones y
situaciones, y no simplemente de enmarcaciones”88. De acuerdo con lo anterior, nuestro
autor insiste en el impacto que ha generado la alta producción de signos globalmente
apropiados y apropiables, por parte de cada habitante del mundo, sobre la naturaleza de las
relaciones y los lazos de pertenencia de las personas con su territorio natal (relaciones
topofílicas), así como con la pérdida de la identidad local en beneficio de una paradójica
“identidad global”, generándose así un “proceso de desidentificación que supone la
incorporación de los signos globales”89. Pero esta incorporación representa a su vez un
proceso de relocalización de tales signos globales, razón por la cual podrá advertirse una
relación dialéctica entre lo global y lo local caracterizada por la desterritorialización de lo
local por y en lo global, de un lado, y la reterritorialización de lo global en y por lo local,
de otro90.
87 Ibíd, p. 58. 88 Ibíd., p. 59. 89 Ibíd., p. 60. 90 Ibíd., p. 61.
[68]
Se abre entonces la discusión alrededor de un aparente cosmopolitismo soportado por el
mencionado “arraigo a la movilidad” que se sirve a su vez de una “anomia individual”91
caracterizada por la ambivalencia que acompaña a la construcción topofílica del territorio
urbano en medio de la continua producción de signos globales. Es así como llegamos al
punto de partida de la cuestión urbana en la contemporaneidad, a saber, el lugar que ocupan
nuestras ciudades latinoamericanas en el contexto de las transformaciones efectuadas por la
globalización y, específicamente, de los efectos experimentados en una ciudad como
Bogotá, colocando particular énfasis en las continuidades y discontinuidades, armonías y
tensiones en los modos de habitar el centro histórico de la ciudad.
De manera que estamos preparados para trabajar con una concepción compleja de la ciudad
entendida como “un palimpsesto en el cual las sociedades han escrito y reescrito su propia
historia; en donde se propone una comprensión del espacio tiempo como categoría
histórica”92; estamos preparados para abordar la multiculturalidad constitutiva de la ciudad
bogotana y sus transformaciones histórico-culturales, simbólicas y espaciales mediante el
trabajo con imágenes fotográficas que funcionen como documentos arqueológicos capaces
de desencubrir cada una de las capas, sedimentos u hojaldres que componen la experiencia
urbana actual en estrecha conexión con su pasado inmediato.
La dimensión poética del habitar acontece en la medida en que se toma conciencia del
carácter activo de los procesos que tienen lugar en la vida cotidiana, la vida cotidiana que
discurre en las calles de la ciudad. Totalmente opuesto a una actitud pasiva, el habitar
cotidiano de la ciudad supone una conciencia tácita, intuitiva, que corresponde
apropiadoramente al entorno en el cual ha nacido y ha sido criado –su tradición, su cultura
y su ethos–, al mismo tiempo que encuentra distintas maneras de desplegar sus
posibilidades creativas al interior de la experiencia urbana.
***
91 Ibíd., p. 62. 92 Montañez Gómez, G (1999), “Pensar la ciudad”, en: AA.VV, La ciudad: hábitat de diversidad y complejidad. Bogotá: Facultad de Artes, Universidad Nacional de Colombia, 2000, pp. 31-38.
[69]
Recapitulación: y Bogotá, ¿qué?
Hemos realizado un recorrido que parte de la caracterización de las megaciudades en el
contexto de la globalización, pasando por la multiculturalidad constitutiva de las ciudades
latinoamericanas, la interpretación de la ciudad como un hojaldre compuesto por una gran
diversidad de capas y sedimentos históricos, culturales, económicos y tecnológicos, la
concepción de la ciudad vivida que reemplaza el enfoque positivista por una perspectiva
fenomenológica-psicológica, la consideración de la ciudad como espacio habitado y no
simplemente ocupado, hasta llegar, finalmente, a la presentación de la noción de topofilia
como estrategia teórica alternativa para pensar las condiciones de posibilidad de la creación
de vínculos entre los seres humanos que comparten un hábitat común –la ciudad– en el
marco de las tensiones e interlocuciones entre lo local y lo global. Aun con todo, queda por
profundizar sobre los rasgos que definen la singularidad de la experiencia urbana en la
ciudad de Bogotá, a fin de establecer pertinentemente las conexiones de los planteamientos
conceptuales que hemos venido exponiendo hasta ahora.
Por tal motivo, nos detendremos en algunos aspectos ofrecidos por los aportes de la
profesora Beatríz García Moreno (1996), cuyo acentuado interés por pensar la ciudad de
Bogotá desde la experiencia estética y las prácticas urbanas abre la posibilidad de
configurar una perspectiva en torno a la ciudad que normalmente tiende a pasar
desapercibida. Paradójicamente, el vasto conjunto de sensaciones y percepciones que tienen
lugar en la experiencia urbana de la cotidianidad pasa por desapercibida. Por lo tanto, será
necesario insistir en algunos puntos clave que orientarán el desarrollo de una foto-
iconografía de la historia cultural centro histórico de Bogotá, en la medida en que permitirá
establecer conexiones entre la vida cotidiana, la experiencia urbana, el lugar que ocupan la
imágenes en su discurrir, y las formas de construcción de la memoria colectiva en estrecha
relación con el papel que desempeña la imagen y la intuición.
[70]
La poética urbana: la ciudad como obra de arte en permanente construcción.
La profesora Beatriz García Moreno (1996)93 parte de la concepción heideggeriana del
habitar (el habitar es la condición existencial del ser humano por excelencia) para concluir
en un primer momento que
una de las experiencias de ese habitar que ha alcanzado concreción material es la ciudad,
y que ésta, como respuesta a esa característica fundamental de lo humano, puede poner de
presente, además de transmitir su destino como bien utilitario, equipamiento para la
manutención de los que la habitan y para la permanencia de sus organizaciones colectivas,
lo oculto que los define, permitiéndoles poetizar sobre sí mismos y descubrirla en su
vocación de obra de arte en construcción94.
De acuerdo con el pensamiento de Heidegger a propósito de la obra de arte como
acontecimiento (salto originario: Ur-sprung)95, la autora sostiene que la ciudad no sólo
cumple una función utilitaria de resguardo y subsistencia para el ser humano (habitar
entendido como vivienda), sino que ella misma es producción poética en la medida en que
procura gozo y bienestar para todos aquellos que la habitan. García Moreno realiza un
sucinto barrido histórico a través de las distintas concepciones que filósofos y arquitectos –
desde Platón hasta R. Salmona– ofrecieron acerca de la ciudad como “espacio habitado”; en
este sentido, la autora se detiene con especial énfasis en esclarecer el sentido de aquello que
Heidegger denomina la “cuadratura”, compuesta por la relación ontológica que la
existencia humana (Dasein) mantiene con el cielo y la tierra, los mortales e inmortales. Sin
embargo, dado que el lenguaje metafísico-ontológico limita la comprensión del significado
concreto de la cuadratura, García Moreno se ve en la necesidad de acudir a la “hipótesis
contextualista o pragmatista del mundo” sostenida por diferentes autores tales como Pierce,
93 García Moreno, B. (1996), “En búsqueda de la poética de la ciudad: la ciudad como obra de arte en permanente construcción”, en: Giraldo, F. y Viviescas, F. (comp.), Pensar la ciudad. Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1996, pp. 171-189. 94 García Moreno, B. (1996), op. cit., p. 174. 95 Cf. Heidegger, M. (1936), “El origen de la obra de arte”, en: Caminos de bosque. Madrid: Alianza, 2010.
[71]
Dewey y Bergson, siendo el pensamiento de este último la fuente de la que beberá la autora
para lograr sacar el mayor provecho de “ese experimentar la ciudad, para entender, con
cierto orden, lo que allí ocurre, los motivos que la sostienen, es decir, los signos y valores
que la han configurado y configuran a cada momento, y posibilitar que esa comprensión
repercuta en una acción positiva que abra nuevos horizonte en su construcción”96.
Aunque desde la perspectiva contextualista o pragmatista de la experiencia urbana la ciudad
constituye una manifestación del habitar humano, ésta no debe limitar sus observaciones en
el marco de una descripción morfológica de la ciudad en función del bienestar de sus
habitantes –es decir, avanzar bajo el supuesto de que la ciudad es un objeto de reflexión–;
por su parte, la autora propone una interpretación del “evento-ciudad” que abarque su
experiencia como espacio habitado y que reconozca igualmente la novedad y el cambio que
le son propios97. En este sentido, García Moreno acude a la concepción bergsoniana del
mundo como un conjunto de imágenes, siendo la imagen al mismo tiempo aquello que
permite fijarse en lo concreto y “mantener la mente en movimiento”98. Según la autora,
para Bergson la imagen posee un dinamismo propio “que responde a un impulso vital que
define formas, descubre movimiento y genera transformaciones que logran duración e
implican memoria”99; de esta manera, el nexo entre imagen, duración y memoria será
objeto de discusión tanto para el sistema filosófico de Bergson como para el propósito de
García Moreno de establecer las bases conceptuales para la comprensión de la ciudad como
obra de arte en permanente construcción.
En este sentido, la intuición propuesta por el filósofo no será propiamente un sentimiento ni
una inspiración como sí un método que le permitirá formular el problema del evento-ciudad
en términos de ciudad-imagen corporeizada y materializada100. La imagen condensa una
serie de impulsos vitales y acciones que a su vez configuran memoria susceptible de
transformarse “de acuerdo con los nuevos intereses que encaminen el hacer de sus
habitantes”. La imágenes de la experiencia urbana “dan cuenta de sus historias colectivas e
96 García Moreno, B. (1996), op. cit., p. 176. 97 Ibíd., p. 178. 98 Ibíd. 99 Ibíd., p. 179. 100 Ibíd., p. 180.
[72]
individuales, de sus acuerdos y diferencias, de la manera como se aman y odian, en fin, de
cómo se relacionan y construyen a partir del reconocimiento de sus horizontes
existenciales”. En tanto la imagen implica duración –duración de la experiencia humana
que encarna– el intento por caracterizar la ciudad-imagen teniendo como punto de
referencia la ciudad de Bogotá, García Moreno sugiere tomar como ejemplo la imagen de la
ciudad a partir de la experiencia generada por la velocidad de un automóvil, en el cual se
advertirá rápidamente “el desconocimiento de las dimensiones básicas del habitar
humano”101 debido a que dicho recorrido no responde a una necesidad colectiva de andar la
ciudad, sino más bien de atravesarla. Caso contrario cuando la intención está basada en un
recorrido más lento –por ejemplo, a pie– a través del centro histórico bogotano a partir de
cuya primera imagen es posible percibir “la persistencia de un lenguaje arquitectónico
dominante en una considerable extensión, que proviene se la colonia, una época con una
gran unidad ideológica”102. El recorrido a pie por las calles del centro histórico de Bogotá
posibilita un experiencia relativamente continua de los elementos arquitectónicos y
espaciales que componen el paisaje urbano, a diferencia del recorrido en automóvil cuyo
vertiginoso ritmo impide el reconocimiento de los vínculos identitarios del habitar en
relación con un territorio determinado; el recorrido a pie constituye una imagen de la
ciudad que posibilita la comprensión de “la manera como el pasado se hace presente” a
través de la identificación de ciertos hábitos y comportamiento que han perdurado a pesar
del transcurso de los años y del modo como éstos han sido igualmente transformados de
acuerdo con la necesidades que impone la contemporaneidad.
En este sentido, “la ciudad se ofrece como un conjunto de imágenes que traen consigo un
sinnúmero de relatos, eventos sucedidos y contenidos aun en sus construcciones habitadas o
silenciadas, que se abren o cierran de acuerdo con los requerimientos del momento,
proponiendo recorridos diferentes para los humanos en su intento por apresarlos”103. El
lenguaje plástico de la configuración de la ciudad permite dar cuenta de comportamientos,
creencias, estructuras socioculturales y construcciones que son percibidos como síntomas o
indicaciones del momento histórico en el que surgieron, “poniendo de presente lo allí
101 Ibíd., p. 184. 102 Ibíd. 103 Ibíd., p. 185.
[73]
ocurrido, y a la vez girando para poder integrarse a la imagen de una actualidad que
también se ofrece como un todo”104.
La experiencia o el habitar urbanos son susceptibles de traducirse en imágenes más o
menos continuas de la ciudad dependiendo de la intensión que esté a la base de los
recorridos realizados. García Moreno coloca especial atención a los elementos que permiten
detectar la presencia de la tradición cuando se recorren las calles del centro histórico de
Bogotá. Ahora bien, su propósito es establecer la íntima relación bergsoniana que existe
entre la imagen y la memoria bajo el supuesto de que la experiencia debe posibilitar la
movilidad y el cambio. Para la autora, la imagen posee en sí misma memoria; pues gracias
aquella, la memoria acontece
Como algo presente que permite, de acuerdo con la cara que muestre, que la imagen ocupe
uno u otro sitio en la nueva composición y que colabore con el resto de imágenes otra
nueva, cuya manera de entremezclarse unas con otras recuerde el instrumento
configurativo del collage, dando cuenta de un sinnúmero de sucesos acaecidos en
diferentes temporalidades105.
García Moreno se esfuerza por enseñar que andar por una ciudad como Bogotá –y en
general por la ciudades latinoamericanas– nos coloca frente a un conjunto diverso de
imágenes de la misma, o, dicho de otro modo, frente a una imagen híbrida, sedimentada y
multicultural de la ciudad donde cada una de las capas memorísticas que la componen
permiten dar cuenta de la heterogeneidad ética, estética y simbólica del entorno que
habitamos. La ciudad como imagen adopta la forma de un montaje visual que hace posible
comprender en términos concretos la cuadratura heideggeriana que caracteriza el habitar
humano: éste habitar se pone de presente “a través de estas imágenes que parecen contener
un fluir entre esa tierra que se hace forma, ese firmamento que danza en luces y sombras y
ese destino social que se hace temática y compartimentación, conectando su geografía, su
historia, en unos materiales, en unos gestos, en una específica morfología”106.
104 Ibíd. 105 Ibíd., p. 186. 106 Ibíd., p. 187.
[74]
La reflexión en torno a la ciudad-imagen concluye con la idea según la cual los recorridos
realizados en su interior permiten reconocer “múltiples ciudades-imagen” (o diversas
imágenes de la ciudad) que dan cuenta de su propia complejidad “y de la dificultad que
encierra para abordarla”. Con todo, no hay que olvidar dicho conjunto de imágenes de
ciudad puede en ocasiones entrelazarse entre sí y ofrecer la posibilidad de una experiencia
continua a pesar de la disparidad temporal que las constituye, o, por el contrario,
presentándose como un “laberinto” en el cual “no hay posibilidad de encuentro y
comunicación”107. Lo que merece la pena destacar es que la dimensión poética del habitar
humano en una ciudad como Bogotá sólo llega a comprar importancia en la medida en que
la ciudad tenga la capacidad de “dar cabida a las múltiples vivencias de un habitar que
busca poner de presente la poética de la existencia humana y, por ende, su vocación como
obra de arte en permanente construcción”108, siempre teniendo en cuenta la temporalidad
que le es propia a cada experiencia-imagen de la ciudad.
Sociología del arte: el uso de las imágenes y la cultura material en la investigación
histórico-cultural de las ciudades. Elementos teóricos y metodológicos para el caso
bogotano
Hasta el momento hemos venido construyendo una imagen conceptual de la ciudad
contemporánea con miras a la caracterización general de las condiciones ontológicas,
existenciales, fenomenológicas y estéticas de nuestra ciudad bogotana. No obstante, el
propósito del presente estudio consiste en elaborar una imagen móvil, múltiple y
heterogénea –pero consistente– de la historia cultural del centro histórico de Bogotá, basada
en el tratamiento de sus pliegues, puntos de inflexión, tensiones, anacronismos, rupturas,
fantasmas y pervivencias. La construcción de un proyecto iconográfico de estas
dimensiones supone como correlato visual y epistemológico la elaboración de un collage o
“sistema de paneles” que sea capaz de dar cuenta de la vida y el movimiento del habitar
107 Ibíd., p. 188. 108 Ibíd., p. 189.
[75]
urbano en nuestra ciudad histórica. Por esta razón, resulta necesario detenernos en una
revisión en torno a los problemas metodológicos y epistemológicos fundamentales acerca
de los usos, los significados y la importancia de las imágenes –particularmente las
imágenes fotográficas halladas en álbumes familiares– para el estudio de los procesos
culturales que han tenido y tienen lugar en el centro histórico de Bogotá. La peculiaridad
ontológica de las imágenes nos permitirá explorar sobre su potencial, no sólo como
documentos históricos, sino sobre todo por lo que tienen que ‘decirnos’ sobre nuestras
formas de habitar la ciudad, teniendo en cuenta los elementos actuales del pasado y los
modos históricos del presente, a través de la observación de las formas simbólicas que
perviven a pesar del transcurso de los años y las transformaciones estructurales
experimentadas por la sociedad contemporánea.
De acuerdo con lo anterior, haremos un repaso por algunas de las contribuciones más
destacadas en esta materia, a saber: la investigación crítica iconográfica de la historia
cultural de un fenómeno (ya sea de un periodo histórico particular, de un acontecimiento
específico o, como en el caso de este estudio, de una parte de la ciudad entendida como
espacio habitado y espaciante), por medio del trabajo con imágenes fotográficas de ciertas
características formales y de contenido. Iniciaremos entonces nuestro recorrido exponiendo
las ideas y los aportes fundamentales del sorprendente proyecto del historiador y crítico de
arte alemán, Aby Warburg, a fin de esclarecer las conexiones que éste tiene con la obra
benjaminiana dedicada al fenómeno urbano de París desde la perspectiva de las prácticas y
la cultura materiales, con el propósito de definir la apuesta epistemológica y metodológica
que implica la investigación con imágenes fotográficas halladas en los álbumes de familia,
una vez reconstruidos los planteamientos de Armando Silva a propósito de su libro Álbum
de familia.
Aby Warburg: una breve contextualización
Aby Warburg (1866-1929) fue un destacado crítico e historiador del arte alemán,
célebremente conocido por fundar el método de investigación iconográfico, el mismo que
[76]
sirvió de punto de partida para los trabajos realizados por sus discípulos, entre los cuales
figuran F. Saxl, H. Wölfflin, G. Bing, E. Gombrich y E. Panofsky (padre de la iconología
contemporánea), entre otros. La importancia de Warburg en el campo de la investigación
cultural y la historia del arte radica en los aportes que la complejidad de su trabajo, la
dispersión de su metodología y la densidad de sus resultados trajeron para los posteriores
desarrollos teóricos en torno a la imagen, la historia del arte y las llamadas ciencias de la
cultura; así llamó Warburg a estas últimas para referirse al vasto conjunto de
conocimientos acerca de un fenómeno cultural espaciotemporalmente delimitado, los cuales
son extraídos a partir de un riguroso análisis iconográfico dentro del cual confluyen, a su
vez, distintos tipos de saberes y perspectivas en torno a dicho fenómeno.
Warburg dedicó toda su vida a construir una biblioteca –la cual acabó constituyendo el
principal insumo para la creación del Instituto Warburg, con sede actual en Londres– cuyo
material incluía todo tipo de textos, documentos, imágenes, obras de arte y archivos de la
más diversa naturaleza y procedencia. El profundo interés de Warburg por explorar las
formas simbólicas en las que la antigüedad clásica había sido rescatada y reapropiada por
los hombres del Renacimiento estableció el norte de sus investigaciones, al mismo tiempo
que delimitó el campo sobre el cual hiciera reposar sus graves problemas psicológicos que
lo acompañaron a lo largo de su vida. De manera que la obra de Warburg contempla dos
dimensiones: de un lado, el plano personal en el que la lógica de la investigación brindó un
considerable valor terapéutico para la regulación de las crisis psicológicas del autor; de
otro, el plano académico, fuertemente orientado por una sensibilidad particular en el que lo
psicológico y lo estético se funden para generar una perspectiva auténtica en el análisis y la
reflexión sobre la dinámica de los procesos culturales vistos a través de la imágenes y las
formas simbólicas en general, entendidas como producciones del pensamiento humano en
su aventura por apropiarse el mundo y crear sentido(s). Así pues, las contribuciones de la
obra de Warburg no pueden desprenderse de las condiciones psicológicas de su
personalidad, siendo entonces un ejemplo destacado de que vida y obra configuran un
matrimonio sólido, donde las investigaciones son el resultado de las fuerzas pulsionales de
su autor y en el que éste último encuentra en la labor académica un refugio permanente
frente a la locura. En Warburg encontramos que el trabajo con un denso archivo figurativo
[77]
acaba vinculándose estrechamente con el descubrimiento de un cierto tipo de psicología de
las imágenes.
La empresa intelectual de Warburg se nutrió principalmente de la obra del historiador del
arte y la cultura Jacob Burckhardt (1818-1897) y del filósofo alemán Friedrich Nietzsche
(1844-1900). Del primero extrae la idea según la cual la historia del arte manifiesta con
gran claridad “ubicuas oscilaciones y aceleraciones”109 que hacen que las formas de un
período particular de la historia se traslapen con las de otro y puedan convivir
simultáneamente en un mismo espacio tiempo; he aquí la primera insinuación para nuestro
autor de que los procesos de la historia no obedecen efectivamente a un continuum lineal
progresivo en el que todo lo pasado queda atrás de una vez por todas y que el desarrollo de
la humanidad se despliega creciente y unidireccionalmente Por su parte, Warburg aprende
de Burckhardt el hecho de que la historia posee sus propias oscilaciones y que su
movimiento depende de un conjunto de fuerzas que generan aceleraciones o retrasos. En
cuanto a la influencia de Nietzsche, Warburg se apropia fundamentalmente de la
perspectiva vitalista del pathos como energía originaria creativa que responde a los
intereses, necesidades y preocupaciones de todo ser vivo; toda producción humana –
incluido el pensamiento– se encuentra ineludiblemente atravesado por tensiones y pulsiones
que responden al postulado nietzscheano de la voluntad de poder. Existe, pues, un
patetismo inherente a toda producción humana; al tiempo que las fuerzas pulsionales e
instintivas se encuentran en la base del pensamiento, dichas fuerzas no obstante son
siempre interpretantes en función del robustecimiento de determinada visión del mundo y
de la vida (Weltanschauung).
En su libro Mitos, emblemas e indicios; morfología e historia (1986)110, el historiador
italiano Carlo Ginzburg dedica un pequeño apartado a la obra warburguiana con el
propósito de elucidar algunos de los problemas más importantes que plantea su empresa
intelectual, los cuales resultan pertinentes para la discusión formulada en este trabajo.
Teniendo presente que la propuesta de una iconografía de la experiencia urbana cotidiana
109 Zalamea, F. (2011), La figura y la torsión. Valencia: Institució Alfons el Magnànim, 2011, p. 136. 110 Cf. en adelante: Ginzburg, C. (1986), Mitos, emblemas e indicios: morfología e historia, Madrid: Editorial Gedisa, 1989, pp. 38-93.
[78]
del centro histórico de Bogotá se nutre de la idea según la cual el desarrollo histórico
cultural de la ciudad puede ser analizado en sus pliegues, tensiones, ondulaciones y
transformaciones a través de un complejo archivo visual de imágenes fotográficas, es de
resaltar que la obra de Aby Warburg constituye un modelo a seguir para la consecución de
dicho objetivo, no sólo en cuanto a la forma de presentar los resultados (un montaje
iconográfico –o collage– dividido por paneles: Atlas Mnemosyne), sino sobre todo por la
particularidad de la apuesta metodológica de la que se sirve; pues ésta se adecúa
perfectamente a una concepción de la historia como proceso inacabado, inestable y
pendular, al mismo tiempo que a un topos de investigación (“la ciudad”) sedimentado por
capas estético-culturales superpuestas y a la convicción de la fuerza reveladora de las
imágenes para detectar puntos de conexión –memorias– allí donde normalmente no se
advierten. Dentro de las primeras observaciones realizadas por Ginzburg a propósito de la
obra warburguiana, se señala su naturaleza dispersa y orgánica, aspectos que serán
explicitados cuando profundicemos sobre los elementos formales y metodológicos de su
trabajo. Sin embargo, destaca el problema de la consideración de la obra de arte como
fuente de documentación de determinada época histórica, problema que coloca
inmediatamente sobre la mesa la cuestión en torno al papel de las imágenes o las obras de
arte en la producción de conocimiento histórico; o, en otras palabras, el problema de la
imagen como documento: ¿pueden aportar las imágenes artísticas –y en qué medida– a la
comprensión de los procesos culturales de una época histórica en particular?
A partir de este momento se generarán grandes esfuerzos intelectuales para resolver dicho
interrogante. Empero, las posturas alrededor de este tema se dividieron principalmente en
dos bandos: uno formalista y otro –podríamos decir– de carácter más flexible, historicista y
abierto al diálogo interdisciplinar. En el primer bando destaca el crítico de arte suizo H.
Wölfflin, quien abogaba por la independencia del análisis estético de una obra respecto de
su utilización como fuente histórica; en consecuencia, el formalismo estético aborda el
problema del conocimiento justamente desde la consideración de los aspectos formales de
la obra, independientemente del contexto histórico y cultural que la originó, y asimismo
retoma el famoso problema kantiano del placer al plantear la cuestión de la experiencia
estética desde el punto de vista la forma.
[79]
Del otro bando, surgen aquellas posturas que defienden la idea de que la obra –su sentido–
puede ser explicada a partir de las condiciones concretas de su aparición y que, a su vez,
podría explicar de igual manera la realidad; se trata de aquella perspectiva que concibe a las
obras de arte como fuentes de documentación histórica. Así pues, surge un debate a
propósito de las estrategias metodológicas y conceptuales que permitirían definir la manera
más adecuada de abordar un objeto figurativo de cara a la producción de conocimiento
histórico; en otros términos, se traza el problema del control para la interpretación
iconológica. Pues, en efecto, si las creaciones artísticas pueden ser explicadas a partir de las
condiciones concretas de su aparición, se estaría dando por sentado aquello que ellas están
llamadas a explicar, cayendo así en un círculo vicioso argumentativo; lo cual desemboca en
la pregunta: ¿cómo evitar la arbitrariedad en la interpretación iconológica de las obras de
arte? ¿Es posible llevar a cabo una historia del arte sólo a partir de la consideración de los
aspectos formales de las obras? Fue E. Gombrich quien finalmente se propuso recuperar el
asunto sobre el acercamiento formal de las obras de arte, al reorientar la discusión con un
matiz equilibrado que le permitió percatarse de que una obra de arte tiene que ver, más que
con otra obra de arte, con la realidad en la que se inscribe, siendo su aplaudida Historia del
arte (1950) un ejemplo de esta renovación teórica.
Atlas Mnemosyne o el proyecto de una historia cultural de la metamorfosis de los
máximos valores expresivos de la antigüedad clásica en las formas artísticas del
Renacimiento italiano.
“El acto de interponer una distancia entre uno mismo y el mundo exterior puede calificarse
de acto fundacional de la civilización humana”111: así quiso introducir el propio A.
Warburg su inconcluso Atlas Mnemosyne en 1929. Para efectos de nuestro estudio, habrá
que detenerse en algunos de los elementos teóricos y prácticos más importantes que
motivaron esta inmensa empresa intelectual dedicada al análisis crítico-iconográfico de las
formas simbólicas generadas en el prolífico período de transición histórica del
111 Warburg, A., Atlas Mnemosyne. Trad. Joaquín Chamorro Mielke. Madrid: Akal, 2010, p. 3.
[80]
Renacimiento. Las palabras anteriormente citadas de Warburg –quien, a propósito, decía de
sí mismo que era “hamburgués de corazón, judío de nacimiento y florentino de espíritu”–
expresan un profundo interés por el problema general acerca de las formas (simbólicas) en
que se ha desplegado la creatividad humana, teniendo como marco de referencia un período
histórico cuya riqueza poiética sobrepasa los alcances de cualquier disciplina en particular.
El establecimiento de la distancia entre sujeto y objeto como acto fundacional de la
civilización humana crea al mismo tiempo un “espacio de pensamiento”112 (Denkraum)
cuya función social se debate en la tensión entre la vibración y el reposo de las fuerzas
culturales que componen el desarrollo histórico del espíritu humano en su afán por
comprender la realidad y hacerse un lugar en el mundo; en otros términos, dicha tensión
está protagonizada por los instintos apolíneo y dionisíaco propuestos por Nietzsche. El
juego –o conflicto– entre ambos polos energéticos tiene su más patente manifestación en la
producción de formas y estilos artísticos que configuran la memoria histórica de un período
determinado, dentro de la cual es posible caracterizar tanto la personalidad colectiva de una
comunidad de sentido como la personalidad individual de todos aquellos que la habitan. El
espacio que existe entre el en-sí y el para-sí de la conciencia (Hegel) es el espacio de la
fuerza creativa del espíritu humano que, haciendo mundo, se (re)produce a sí mismo;
ejemplo de ello lo constituyen tanto los relatos mítico-religiosos del mundo como las
construcciones matemáticas del mismo. Entre el instinto de captar el sentido del mundo por
medio de la imaginación y la fantasía y la voluntad conceptual de contemplarlo
teoréticamente, se encuentra el deseo de palpar dicho sentido a través de la creación
artística. En este sentido, las “ciencias de la cultura” (Kulturwissenschaften) –o como el
propio Warburg denominó al proyecto de una historia psicológica de la cultura– obedecen
al llamado de explicar los diversos modos en que impulso y acción se articulan; el
movimiento pendular entre lo racional y lo fantástico, la vibración y la quietud, la
proporción y el desgarramiento, es aquello que Warburg se propone explorar con respecto a
los modos en que los valores expresivos de la antigüedad clásica son reapropiados en la
Italia renacentista.
112 Cf. Warburg, A., op. cit., pp. 3-6.
[81]
Uno de los propósitos iniciales del Atlas Mnemosyne consiste en “reanimar los valores
expresivos predefinidos en la representación de la vida en movimiento”113 a partir de un
rigurosos análisis de los “modelos antiguos preexistentes que influyeron en la
representación” de semejante movimiento de la vida. De ahí que la investigación
warburguiana vaya perfilando su carácter psicológico-social en la medida en que se
pretende abordar “el sentido de los valores expresivos conservados en la memoria”; el
estudio de las formas de conservación de tales valores expresivos apunta, en últimas, al
intento por comprender los valores ético-estilístico, no de un pueblo y período particulares,
sino del desarrollo humano en general. En este sentido, el artista ocupa un lugar
preponderante en el manejo creativo de la tensión abierta por el espacio de pensamiento; el
artista es por naturaleza un hombre en crisis sometido a la necesidad de “tratar con el
mundo de las formas correspondientes a valores expresivos predefinidos” con los cuales
habrá de consolidar los vínculos o establecer rupturas entre el pasado y el presente. Si bien
el dominio del artista es el conjunto de valores expresivos heredados por la cultura, su
material de trabajo será justamente la plasticidad del lenguaje simbólico de los gestos, los
cuales se reapropiará otorgándoles una nueva forma expresiva, revitalizándolos y
generando entrecruzamientos del pathos originario; de manera que el gesto es expresión de
un pathos dominante, en este caso, en la Antigüedad, siendo éste, a su vez, un síntoma del
ethos que lo caracteriza114.
Así pues, el análisis cuidadoso de los procesos simbólicos de las gestualidades que
caracterizan el pathos dominante de una cultura remite directamente a la cuestión sobre la
pervivencia de las agitaciones anímicas que encuentran lugar, con un espíritu renovado, en
las representaciones figurativas del Renacimiento florentino; prontamente la empresa
intelectual warburguiana se percata de la constante y vertiginosa actividad sísmica del
despliegue cultural en un momento histórico determinado, movimiento agenciado por la
densidad anímica y energética que poseen las gestualidades entendidas como valores
expresivos prefigurados en la Antigüedad, los cuales adoptan nuevas formas estilísticas
gracias al empleo de diversas técnicas de transmisión que ponen en circulación la dinámica
113 Warburg, A., op. cit., p. 3. 114 Op. cit., p. 146.
[82]
del proceso cultural. En consecuencia, en la medida en que la formación de los estilos
artísticos se plantee como “problema del intercambio de los valores expresivos”115 de una
cultura, la historia de la cultura podrá interpretarse a la luz de la historia del arte116. A
estas alturas, podría definirse al proyecto warburguiano como una investigación del
dinamismo de los símbolos cuyo problema central consiste en el abordaje del “problema de
la fluxión de los estratos de imágenes contenidos dentro de una obra de arte (…) y dentro
de la creatividad humana”117.
Ahora bien, en la edición citada del Atlas Mnemosyne de Warburg, se encuentra un
conjunto de ensayos orientados a dilucidar algunas de las problemáticas más discutidas
alrededor del mayor proyecto iconográfico del historiador alemán, de los cuales tomaremos
las ideas principales del texto del historiador del arte español Fernando Checa (2009),
titulado “La idea de imagen artística en Aby Warburg: el Atlas Mnemosyne (1924-1929)”.
En este escrito se recogen los planteamientos introductorios que Warburg esbozó a modo
de presentación para su Atlas, dentro de los cuales se encuentra la referencia al mencionado
Denkraum (espacio de pensamiento); para Checa, los polos constitutivos del espacio de
pensamiento creado en el mundo renacentista son, de un lado, la lógica, y de otro, la magia
y la superstición, dando lugar a una (nueva) visión astrológica del cosmos que se
expresaría en un complejo figurativo densamente estratificado por imágenes de muy
diversos orígenes geográficos, históricos y estilísticos. La cultura figurativa del
Renacimiento pone de presente una tensión entre el ansia de cercanía con el objeto
(imaginación) y el mantenimiento de la distancia respecto del mismo (razón), tensión que
genera un sentimiento de malestar118 en el hombre espiritual renacentista que se debate
entre ambos bandos. El malestar espiritual producido por la tensión energética de la
conciencia humana se debe precisamente al predominio del movimiento vibratorio –
dionisíaco– que impulsa la fuerza creadora –y asimismo desgarradora– del hombre del
Renacimiento por reapropiarse los máximos contenidos culturales heredados de la
antigüedad clásica; dicho de otro modo, tanto el hombre del renacimiento como el ser
115 Ibíd., p. 5. 116 Ibíd., p. 4. 117 Zalamea, F., op. cit., p. 137. 118 Warburg, A., op. cit., p. 138.
[83]
humano se ven permanentemente interpelados por su pasado histórico y cultural con el
propósito de cargar sobre sus espaldas (Atlas) la titánica tarea de construir memoria
(Mnemosyne) a través de la interpretación figurativa –apolínea– del pathos de sus
antepasados manifestado en el lenguaje simbólico de la gestualidad.
En este momento puede entreverse que “la memoria no funciona sucesiva sino
estratificadamente”119. Lejos de ser reminiscencia, la memoria cobra vida y “se intensifica a
través de un peculiar proceso de cambio”; cambio que genera el malestar al interior del ser
humano y lo provoca a desplegar figurativamente sus capacidades simbólicas de
apropiación, reapropiación, invención y/o reproducción de los valores culturales heredados.
Checa no demora en advertir que “la comprensión del proceso de transmisión de las formas
no debe pensarse como una sucesión cronológica, sino como el lugar donde acontecen
entrecruzamientos instintivos que unen la psique humana con una materia que se estratifica
(se ordena) de manera acronológica”120. Se evidencia entonces la estrecha relación que
mantienen los conceptos de “psique”, “estratos”, “pathos” y “acronología” para caracterizar
la noción de historia trabajada por Warburg especialmente en el Atlas Mnemosyne. Las
mismas cartas vuelven a aparecer sobre la mesa: la idea de que los procesos de la memoria
involucran disposiciones anímicas, afectivas e instintivas –patéticas–; que la comprensión
de la historia exige una sensibilidad particular presta a las vibraciones, las ondulaciones, los
desgarramientos, las hibridaciones, las superposiciones y los anacronismos; y, finalmente,
que las imágenes hacen las veces de lupas o ventanas que posibilitan la observación de los
pliegues y de las minúsculas estratificaciones superpuestas en una misma representación
figurativa en tanto ellas contienen –no en el sentido del receptáculo sino en el de la con-
tensión– la esencia creativa, poética, del ser humano en busca del sentido del mundo y de
hacerse un lugar en él.
Pathosformeln y Nachleben
119 Ibíd., p. 139. 120 Ibíd., cursiva mía.
[84]
Dentro del proyecto warburguiano aparecen dos conceptos de capital importancia para
comprender la dinámica de los procesos culturales mediante las transformaciones y
metamorfosis que experimentan las formas simbólicas figurativas y de los valores
expresivos de los que éstas son su expresión, a saber: las Pathosformeln (o fórmulas de lo
patético) y el Nachleben (o la su-pervivencia de las imágenes). En su reflexión, F. Checa
nos proporciona algunas pistas para comprender el sentido que tiene la noción de
Pathosformeln al interior de Atlas de Warburg. Una primera observación consiste en situar
el término dentro de un interés por caracterizar el movimiento singular de los traslapes
gestuales, expresivos y estilísticos, provenientes de momentos históricos dispares e
inscritos en una misma producción figurativa; el Pathosformeln se refiere a “un cambiar y
complementar las raíces usadas en el superlativo”121. En el caso particular de la
investigación de Warburg sobre la reapropiación, transformación, reproducción y
supervivencia de los principales motivos expresivos de la antigüedad clásica en el
Renacimiento florentino, el Pathosformeln designa “la peculiar manera de revivir la
Antigüedad por parte de este período artístico que debía relacionarse con sus aspectos
orgiásticos y dionisiacos de la Antigüedad”122; tal como se ve, la influencia del
pensamiento nietzscheano es indiscutible. Finalmente, Checa considera que la recuperación
de la Antigüedad partía de una “empatía artística conscientemente libre” y no tanto de una
conveniencia racional o históricamente predeterminadas123. Esta em-patía constituye la
fuerza fundamental que garantiza la permanencia siempre viva, vigorosa y expresiva de los
valores y contenidos culturales de las Antigüedad que dan cuenta, a su vez, de un ethos o
modo de ser/habitar en común; son las fuerzas instintivas provenientes de las más
profundas entrañas de la esencia humana aquellas que certifican la posibilidad de seguir
viviendo en las formas de representación del mundo a pesar del imparable transcurso de los
años. Es la fuerza creativa del espíritu humano que hace lugar en el espacio de pensamiento
lo que motiva el devenir de las fórmulas de lo patético y aquello que hace de la historia de
la cultura una especie de “hojaldre” conformado por una variedad innumerable de estratos
que se funden y se confunden en virtud del trabajo que exige la construcción de la memoria
colectiva de un pueblo.
121 Ibíd., p. 146. 122 Ibíd., p. 145. 123 Ibíd., p. 146.
[85]
De este modo, nos aproximamos al concepto de Nachleben. Al hacer una descomposición
literal de la palabra (nach: después de, hacia; y Leben: vida), podría traducirse como “vida
posterior”. Sin embargo, en el contexto de las investigaciones de Warburg el término
Nachleben suele traducirse como supervivencia, aunque el sentido más adecuado del
concepto es hoy en día objeto de fuertes discusiones. El profesor del Departamento de
Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, Lisímaco Parra, sugiere traducir
Nachleben por “pervivencia”, indicando con esta expresión el carácter latente de los
valores y contenidos culturales de la Antigüedad que reaparecen de una u otra manera en
las representaciones figurativas del Renacimiento italiano. De todos modos, la sugerencia
del profesor Parra se basa fundamentalmente en las reflexiones realizadas por el historiador
del arte francés Georges Didi-Huberman, quien en su libro La imagen superviviente.
Historial del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (2002)124 se dedica precisa
y exclusivamente a estudiar la compleja trama de cuestiones ontológicas, epistemológicas,
estéticas y metodológicas que plantea la inmensa obra intelectual warburgiana. Por lo tanto,
dedicaremos un espacio a revisar algunas ideas generales de Didi-Huberman en torno a las
contribuciones del maestro Warburg, seguido de una pertinente profundización del
concepto de Nachleben con miras a elucidar la importancia que dicha noción tiene para el
proyecto de una iconografía cultural de la experiencia urbana en el centro histórico de la
capital colombiana.
Inicialmente, Checa caracteriza el Nachleben como “un proceso dinámico interior
consistente en un revivir”125 que involucra el salir a flote y resguardarse de las
gestualidades y movimientos latentes en el entramado psico-energético de una cultura en
particular. Sin embargo, el trabajo de Didi-Huberman sitúa este término en el marco de un
giro conceptual que va desde la historia del arte (Kunstgeschichte) a la fundación de una
ciencia de la cultura (Kulturwissenschaft) que acaba por “abrir el campo de los objetos
susceptibles de interesar al historiador del arte, en la medida en que la obra de arte no era
ya considerada como un objeto cerrado sobre su propia historia sino como el punto de
124 Didi-Huberman, G. (2002), La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg. Madrid: Abada Editores, 2009. 125 Warburg, A., op. cit., p. 146, cursiva mía.
[86]
encuentro dinámico –el relámpago, dirá Walter Benjamin– de instancias históricas
heterogéneas y sobredeterminadas”126. Didi-Huberman sostendrá en su reflexión que la
Kulturwissenschaft de Warburg terminó por “abrir el tiempo” de la historia de las
imágenes. Y es justamente esta abertura, este punto de fuga en el tiempo aquel que recibe el
nombre de “supervivencia”127. El autor destaca el origen disciplinar del término en cuestión
y lo ubica dentro de la antropología anglosajona de finales del siglo XIX, el cual fue
propuesto principalmente por el etnólogo británico Edward B. Tylor, quien a su vez se
sirvió de la palabra survival (y no simplemente revival) para referirse al “juego vertiginoso
del tiempo en la actualidad, en la “superficie” presente de una cultura dada”128; lo cual
conduce al planteamiento de la idea –y que será de suma importancia para el presente
estudio– según la cual “el presente está tejido de múltiples pasados”129. Será del mismo
Tylor de quien Warburg adoptará y adecuará la noción de Kulturwissenschaft (science of
culture)130.
Ahora bien, el siguiente paso que efectúa Warburg en su estrategia epistemológica para el
desarrollo de las ciencias de la cultura consiste en tomar en consideración el sentido de una
cultura a partir de sus síntomas, esto es, a partir de lo que ha permanecido impensado y de
aquello que aparentemente rompe con la sincronía de su despliegue histórico
(anacronismos). En la medida en que se piense el presente como el tejido de múltiples
pasados, se reconoce al mismo tiempo “la indestructibilidad de una impronta del o de los
tiempos sobre las formas mismas de nuestra vida actual”131; el presente recoge, potencia,
metamorfosea y/o debilita, olvida y degenera las huellas expresivas del pasado; el presente
mismo alberga su historia. Si bien una de las maneras de comprender las formas del pasado
es a través de la interpretación de los elementos que constituyen el discurrir de la
cotidianidad, “[b]asta echar un vistazo a los detalles vulgares (trivial details) de nuestra
vida cotidiana para darnos cuenta de en qué medida somos creadores y en qué medida no
126 Didi-Huberman, G., op. cit., p. 44. 127 Ibíd., p. 45. 128 Ibíd., p. 48. 129 Ibíd. 130 Ibíd., p. 47. 131 Ibíd., p. 50.
[87]
hacemos sino transmitir y modificar la herencia de los siglos anteriores”132. En este sentido,
la su-pervivencia de las formas culturales del pasado en el presenta no dan cuenta tanto de
una ‘esencia’ de la función simbólica de la Humanidad, sino que es interpretada más bien
como un “síntoma recurrente”, un “juego”, una “patología de la lengua” o un “inconsciente
de las formas”, en “donde yace la supervivencia como tal”133. La pervivencia de ciertas
formas y valores expresivos (ethos) del pasado constituyen síntomas característicos de la
condición psíquica de una época en particular; dicho de otro modo, las supervivencias
acaban por designa la presencia de lo ausente en una sociedad “pero cuya persistencia se
acompaña de una modificación esencial”134. Finalmente, Didi-Huberman culmina su
reflexión sobre el Nachleben señalando la doble dimensión que supone el análisis de las
supervivencias: de un lado, en tanto análisis de “manifestaciones sintomáticas” que
“designan una realidad de fractura”, y, de otro, en tanto análisis de “manifestaciones
fantasmales” que refieren a “una realidad espectral” inundada de apariciones de elementos
del pasado en figuraciones y estilos del presente135. No obstante, este último punto no
importa tanto como la idea que el autor desarrolla posteriormente en relación con la
impureza del tiempo histórico, al cual nos referiremos a continuación; pues la concepción
de la historia como proceso impuro constituye uno de los pilares hipotéticos para la
construcción de una iconografía urbana del centro histórico de Bogotá.
Aby Warburg y la impureza del tiempo
Didi-Huberman insiste en el hecho de que la formulación del concepto de Nachleben se
encuentra anclada al interés de Warburg por explorar las supervivencias de la Antigüedad
en las representaciones figurativas del Renacimiento italiano en particular. De esta manera,
el autor establece sucintamente la relación inmediata que guardan el Renacimiento en
cuanto período histórico y el Nachleben en tanto estrategia epistemológico de las ciencias
de la cultura: “el Renacimiento, como edad de oro en la historia de las artes, perderá algo
132 Tylor, E. B. (1871), citado en Didi-Huberman, op. cit., p. 49. 133 Didi-Huberman, op. cit., p. 50. 134 Ibíd., p. 52. 135 Ibíd.
[88]
de su pureza, de su completitud, y, a la inversa, la supervivencia perderá algo de su toque
primitivo o pre-histórico”136. La pregunta warburgiana por el Renacimiento tiene su
justificación en virtud del significado que tuvo este período histórico para el comienzo o el
recomienzo de la historia del arte “como saber”137. No obstante, si hubo algo que Warburg
aprendió de uno de sus grandes maestros, J. Burckhardt, fue una actitud epistemológica
modesta en el sentido del rechazo a la definición, a la aprehensión absoluta de los
fenómenos, a la conclusión, a la unidad y al cierre; en lugar de ello, Warburg optó por
conservar la fragmentación inherente a los procesos culturales, a su división y
estratificación aparentemente inconexas y contingentes. Se trata, en últimas, de tomarse en
serio el reto de resolver “la paradoja de una “historia sintética” hecha, sin embargo, de
“estudios particulares”, es decir, de estudios de casos no jerarquizados”138. La “modestia
epistemológica” conduce a Warburg a reconocer las condiciones de posibilidad de su
empresa intelectual: no trabajar más que sobre singularidades.
Didi-Huberman sostiene que la idea de la “impureza del tiempo” constituye el fundamento
teórico de la “supervivencia”139. Para afirmar esto, el autor destaca la visión estructural del
problema del “desarrollo del individuo” planteado por Burckhardt en términos de la
interpretación del funcionamiento de la historia en lugar de la de los juicios sobre la misma.
Dicha visión estructuralista presenta la ventaja de ser dialéctica140 –ventaja de la cual,
según el autor, Warburg fue consciente inmediatamente– y, por lo tanto,
epistemológicamente fecunda; esto es, que el problema de la dificultad en la comprensión
de la Antigüedad por parte de la cultura moderna se traduce en la pregunta por la relación
entre una cultura y su memoria –el autor afirma: “una cultura que rechaza su propia
memoria –sus supervivencias– está tan abocada a la impotencia como una cultura
inmovilizada en la perpetua conmemoración de su pasado”141. Acto seguido, Didi-
Huberman arriesga su opinión al declarar que “no de otro modo pensaba Walter Benjamin”
a este respecto. Profundizaremos en el sentido de esta afirmación en páginas siguientes. Por
136 Ibíd., p. 64. 137 Ibíd. 138 Ibíd., p. 66. 139 Ibíd., p. 70. 140 Ibíd. 141 Ibíd.
[89]
lo pronto, cabe subrayar que la idea de la impureza del tiempo permite abordar con una
suerte de “clarividencia dialéctica, un pensamiento de las tensiones y de las
polaridades”142.
La sorprendente variedad de elementos anacrónicos inscritos en las figuraciones producidas
en el Renacimiento en relación con la herencia de la Antigüedad aquello que le sugiere a
Warburg trabajar en y con las diferencias, las complejidades y las metamorfosis; el
“movimiento dialéctico” que caracteriza el nexo de una cultura con su propia memoria se
compone, por un lado, de un “tiempo-corte” referido a la recuperación del pasado antiguo
y, por otro, de un “tiempo-remolino” de los residuos vitales “que han permanecido
latentes” y desapercibidos en el constante ondular del terreno psico-cultural143. “La
antigüedad no es un “puro objeto del tiempo” que retorna tal cual cuando se la convoca: es
un gran movimiento de tierras, una sorda vibración, una armonía que atraviesa todas las
capas históricas y todos los niveles de la cultura”. En este orden de ideas, Didi-Huberman
cita las propias palabras de Burckhardt para afirmar que el sentido de la proposición “El
Renacimiento creó ningún estilo orgánico propio” es que “el Renacimiento es impuro, tanto
en sus estilos como en la temporalidad compleja de sus idas y vueltas entre presente vivo y
Antigüedad rememorada”144. Lo anterior, agrega el autor, representa una aguda crítica tanto
al historicismo (en su búsqueda de la unidad del tiempo) como al esteticismo (en su
búsqueda la unidas de estilo).
La concepción de la historia como proceso híbrido e impuro le proporciona mayor
dinamismo a la estrategia metodológica empleada por Warburg en su intento por analizar la
lógica de las pervivencias en los procesos formales de lo patético; en palabras de Warburg,
citadas por el autor: “la “mezcla de elementos heterogéneos” designa lo que hay de “vital”
en la “cultura del Renacimiento””145.
142 Ibíd., p. 71. 143 Ibíd. 144 Ibíd., p. 72. 145 Warburg, A. (1920), p. 127 (trad. 255), citado en: Didi-Huberman, G. op. cit., p. 72.
[90]
Warburg hoy: el montaje
En una entrevista realizada a Didi-Huberman a propósito de la exposición titulada Atlas:
¿cómo llevar el mundo a cuestas?, realizada en el año 2010 en el Museo Nacional Centro
de Arte Reina Sofía146, el historiador francés define el propósito central de la exposición:
“Esta exposición trata del destino de una forma de conocimiento visual llamada “Atlas”…
en la que podemos reconocer una historia de la imaginación humana”. Para Didi-
Huberman, el Atlas constituye “una presentación sinóptica de diferencias: ves una cosa, y
otra cosa completamente distinta colocada a su lado. El objetivo del Atlas es hacerte
entender el nexo, que no es un nexo basado en lo similar, sino en la conexión secreta entre
dos imágenes diferentes”. Así pues, tanto la exposición dedicada a la obra warburgiana
como el propio trabajo del alemán demuestran el valor de los montajes visuales que
permiten unir tiempos distintos:
(…) esta exposición habla de cómo usar el montaje para darle significado, un nuevo
significado a las imágenes. Cualquier imagen interesante no pertenece a un solo tiempo,
cualquier imagen interesante es una confrontación, una coexistencia de tiempos distintos.
Trazar la historia del arte a través del Atlas es lo opuesto a trazarla como una narrativa147.
Pues bien, en lo que sigue dedicaremos un espacio a desentrañar las virtudes metodológicas
y epistemológicas del Atlas como estrategia de montaje visual para presentar el movimiento
vital de los procesos culturales que pretendió abordar en su Mnemosyne. Para ello, la
reflexión que ofrece Fernando Zalamea148 a este respecto resulta gran interés para este
proyecto. En el marco de un intento por demostrar los movimientos vibratorios que se
traslapan en las diversas obras de R. Lull (lógica), L. Góngora (poesía) y A. Gaudí
(arquitectura), el autor se sirve de las características del método warburgiano para tender un
puente hacia la comprensión de la manera como las dinámicas de las obras anteriormente
descritas se presentan nuevamente –pero de modo renovado– en las obras de figuras
146 Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (2010), entrevista a G. Didi-Huberman, disponible en formato audiovisual en: https://www.youtube.com/watch?v=WwVMni3b2Zo. 147 Cursiva mía. 148 Zalamea, F. (2011), Op. cit.
[91]
contemporáneas tales como V. Martinov (música), V. Seth (literatura) y A. Kiefer (artes
plásticas).
En un primer momento, Zalamea destaca la destreza con la que Warburg supo abordar el
estudio de los fenómenos de la cultura mediante la propuesta de una metodología flexible
que se adecuara a los movimientos y ondulaciones de tales procesos, pues hasta entonces
cada uno de los enfoques metodológicos propuestos hasta ahora se endurecía antes de
operar sobre el campo de estudio. El mérito de Warburg consiste, según el autor, haber
variado y ondulado la mirada a medida que su objeto de estudio lo iba requiriendo149, por lo
cual muchas veces se vio en la necesidad de transgredir las fronteras disciplinares150; una
metodología de estas características le permite detectar en el terreno de las imágenes las
tensiones entre la unidad y la multiplicidad, la permanencia y la variación, la universalidad
y la particularidad, etc. Ahora bien, Zalamea no tarda en definir el proyecto de Warburg
como una geología de los signos artísticos que se desarrolla como un sistema dinámico
capaz de percibir los movimiento sísmicos de las producciones simbólica de una cultura en
un momento histórico determinado; esta “geología de los signos” tiene como objetivo
“desbrozar los sedimentos que se acumulan en las imágenes, exhibir correlaciones
culturales primitivas y mostrar la continua evolución de los estratos imaginales
posteriores”151. Como se había anotado anteriormente, el abordaje del problema de la
fluxión de los estratos imaginales152 se concentra exhaustivamente en el examen de los
“pliegues de terreno medio”153 que definan a los períodos históricos intermedios, de
transición o, en su defecto, de intensa producción simbólica y artística, tal como lo es el
Renacimiento para Warburg en la medida en que retoma elementos expresivos de la
Antigüedad para colocar las primeras piedras fundacionales de la cultura moderna.
Por otra parte, la investigación warburgiana del dinamismo de las imágenes y los símbolos
se nutre –según Zalamea– de los aportes realizados por Semon en el campo de la
neurofisiología, a propósito de los conceptos de engrama y ecforia, para caracterizar el
149 Ibíd., p. 136. 150 Ibíd., p. 143. 151 Ibíd., p. 136. 152 Véase la p. 57 de este escrito. 153 Ibíd., p. 138.
[92]
proceso mediante el cual “las imágenes se incrustan en un complejo tejido” psico-
patológico “que debe ser sacudido para que las imágenes emerjan de nuevo a la
superficie”154. De un lado, el engrama se refiere a la marca que se fija en el tejido nervioso
de un individuo (o cultura), conformando así una suerte de “patrimonio engramático”; de
otro, el proceso ecfórico designa el movimiento del tejido engramático en virtud de cuya
vibración ciertas huellas inscritas latentemente en dicho tejido salen a la superficie,
renovadas. Debido a un conjunto de excitaciones –cuyo grado de intensidad puede variar
considerablemente–, el tejido engramático sufre modificaciones tanto en sus capas más
superficiales como en las más remotas. Aquí tenemos una pista de lo que en su momento H.
Bergson quiso defender en lo concerniente a la relación entre la materia y la memoria,
mediada por el papel que juega la imagen en nuestra conciencia; por lo pronto, la
interpretación de Zalamea pareciera acercarnos lectura psicoanalítica del funcionamiento
psicológico de las pervivencias alrededor de los procesos culturales de cierta época. En
última instancia, el autor subraya el valor implícito en una estrategia elaborada por
Warburg para comprender gráficamente la lógica de la metamorfosis de las formas
figurativas en la historia de la cultura; dicha estrategia lleva el nombre de dinamograma, y
tal como su nombre lo indica, se trata de un gráfico que pretende visualizar el movimiento
de las imágenes y al mismo tiempo ofrecer una idea intuitiva de las imágenes del
movimiento155. El objetivo final de una estrategia como el dinamograma es, finalmente y de
acuerdo con Zalamea, crear una metodología de investigación lo suficientemente flexible
para que el observador sea capaz de “vibrar al mismo ritmo de incisión y excitación” que le
proponen las imágenes.
Pero ocurre que el autor efectúa un gran paso en su discusión para recordar el importante
trabajo de observación filosófica realizado por W. Benjamin en su –también– inconcluso
proyecto de los Pasajes de Paris de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Es aquí
donde la noción de montaje cobra su pleno sentido. En primer lugar, cabe resaltar el hecho
de que tanto Warburg como Benjamin se sirven de un lenguaje cargado de referencias a
fuerzas energéticas cuyo acontecer irrumpen en la linealidad de las narrativas que intentan
154 Ibíd., p. 140. 155 Ibíd., p.141.
[93]
dar cuenta de los procesos culturales al interior de una época determina; así pues, en
Benjamin encontramos las nociones del relámpago y de la iluminación para referirse a
aquellos acontecimientos que terminan por provocar entrecruzamientos y torsiones entre el
presente y el pasado, lo que ha sido y el ahora, mientras que por parte de Warburg la misma
idea es expresada en términos de Pathosformeln y Nachleben.
Zalamea trae a colación una frase de Benjamin sumamente diciente para los propósitos de
este trabajo: la imagen es la dialéctica en reposo156. En efecto, es una bella forma de
expresar la (paradójica) peculiaridad de las imágenes: capturar el movimiento de la
dialéctica de la historia en el que presente y pasado se solapan mutuamente. Afirma el
autor: “las múltiples metamorfosis de las imágenes, descubiertas y desplegadas en
meticulosos estudios de detalle, constituyen en realidad un movimiento genérico de torsión
dentro de la incesante actividad creativa e interpretativa del ser humano”157; esto para
señalar que la idea del montaje a la manera del Atlas Mnemosyne o de los Pasajes ofrecen a
su vez una imagen discontinua de la historia que permite realizar “saltos” de un momento a
otro, como si de trataran de “descargas eléctricas” o “figurativas” que se transmiten de un
cuerpo a otro referidas al “mundo de las representaciones figurativas” (electrocinética de
las imágenes)158. El montaje –entendido como una “panoplia de instrumentos ópticos” que
incluye la cultura material– posee innumerables ventajas a la hora de comprender “los
problemas ligados a la figuración del movimiento”; es un modo de exponer en reposo el
movimiento dialéctico de las formas históricas. Según el autor, tanto el Atlas warburgiano
como los Pasajes benjaminianos representan montajes que abordan, cada uno a su manera,
el “entrelazamiento de la acumulación y la singularidad, la tradición y la ruptura, la
memoria histórica y el choque discontinuo” de los procesos culturales. Nuestro autor
culmina su análisis acerca de las virtudes de las obras d ambos autores, planteando algunos
interrogantes a los que se tendría que enfrentar una posible empresa intelectual encaminada
a ofrecer una lectura semejante de la historia cultural de un espacio y un tiempo
enmarcados en las “aporías fundamentales en las que se mueve el mundo contemporáneo”,
a saber: en un mundo cada vez más entregado al vertiginoso y olvidadizo ritmo de la
156 Citado en ibíd.., p. 143. 157 Ibíd. 158 Ibíd., p. 143-144.
[94]
productividad y el consumo, ¿qué lugar existe hoy para el estudio de la memoria histórica
de un pueblo? ¿Cuáles son los nuevos rasgos y condiciones que debe cumplir un proyecto
de montaje visual/material para desentrañar los cambios ocurridos en la contemporaneidad
a nivel social y cultural?
Walter Benjamin, los Pasajes y la dialéctica de la mirada
Si ha habido un autor que (no tan) silenciosamente ha estado presente de modo latente en
cada una de las páginas hasta ahora desarrolladas, es indudablemente W. Benjamin junto
con su magnífico proyecto inconcluso sobre los pasajes comerciales del París de finales del
siglo XIX y comienzos del XX. Sobra decir que una de las mayores influencias e
inspiraciones del presente estudio es el proyecto emprendido por Benjamin para la
elaboración de una historia psicológica de la ciudad que entonces se perfilaba como la
capital del mundo, bastión de la modernidad y lugar de confluencia de un pasado
tradicional a punto de desaparecer y de un futuro industrial y comercial que comenzaba a
gestarse. Fueron especialmente las ‘iluminaciones’ en torno al fenómeno de la moda y la
figura del flâneur las que comenzaron a esbozar paulatinamente el planteamiento central
del problema que se intenta y a fortalecer el interés estético por lo urbano a partir de la
influencia que ejerce la aparición de nuevas tecnologías que impactan y modifican los
esquemas de percepción acostumbrados. Sobre todo en cuanto al flâneur, pues este
personaje urbano por excelencia representó una excusa metodológica y epistemológica para
lograr un acercamiento íntimo con las calles de la ciudad, así como para afinar la mirada en
un sentido reflexivo y formar una sensibilidad que hasta entonces no había sido
desarrollada hasta tal punto que permitiera encontrar cierto ‘orden’ en medio del caos de la
multitud y del incesante movimiento de personas, objetos/mercancías e informaciones.
Sin embargo, merece la pena llevar a cabo una contextualización general de las reflexiones
contenidas en los Pasajes a fin de destacar algunos elementos que permitan orientar el
desarrollo metodológico y conceptual de una iconografía cultural de la experiencia y el
habitar bogotanos en la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI, mediante el uso de
[95]
imágenes fotográficas callejeras. Para este propósito, resulta pertinente llamar la atención
sobre la interesante lectura que realiza Susan Buck-Morss (1989)159 a propósito de la obra
inconclusa de Benjamin, a la cual dedica un buen número de páginas con el objetivo de
releer los Pasajes en clave contemporánea.
Según la autora, “el proyecto de los Pasajes desarrolla un método filosófico altamente
original, que podría ser descrito como la dialéctica de la mirada”160. La razón para afirmar
lo anterior consiste en el hecho de que al tener contacto cercano con los centros comerciales
del París del XIX –y con todo aquello que en las tiendas se encontraba, fuesen antigüedades
y otros artículos considerados obsoletos por la nueva cultura del consumo, o simplemente
innovaciones del momento que con su aparición ya estaban condenadas a desaparecer– la
mirada del observador (flâneur) se veía sometida a corresponder diligentemente la fuerza
dialéctica del entrecruzamiento de distintas temporalidades que acontecía en ese mismo
espacio dedicado al comercio y al ocio. Semejante fuerza dialéctica de la historia condujo a
Walter Benjamin a desarrollar una metodología de investigación que fuese capaz de captar
la dinámica de los procesos históricos y culturales mediante el tratamiento de materiales
pertenecientes a la vida cotidiana. En otras palabras, los Pasajes de Benjamin se sirven de
la incipiente cultura de masas como fuente de verdad filosófica entendida como un modo de
conocimiento histórico161; de ahí que adopten su estilo de escritura particular, pues se trata
de una colección masiva de anotaciones acerca de la industria cultural del siglo XIX. Y no
sólo eso; la autora subraya la apreciación que propio Benjamin hizo sobre su trabajo, al
calificarlo como una “revolución copernicana” referida a la práctica de escribir historia. En
efecto, uno de las principales preocupaciones de Benjamin era la de desmitificar el
presente, es decir, despojar al presente de su interpretación en cuanto estado culmen de la
historia, lo cual repercutía en la destrucción del continuum lineal y progresivo de la
historia162. Según Buck-Morss, esta pretensión trae consigo una importante consecuencia
política en la medida en que la desmitificación del presente implica la disolución del papel
ideológico-legitimador de la historia, papel que no obstante –y éste era el problema
159 Buck-Morss, S. (1989), Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes. Madrid: La Balsa de la Medusa, 1995. 160 Buck-Morss, S. (1989), op. cit., p. 22. 161 Ibíd., p. 13. 162 Ibíd., p. 14.
[96]
neurálgico– se había insertado en el inconsciente colectivo de la sociedad una vez
materializado en las mencionadas industrias culturales de entonces.
Así pues, los contenidos culturales de la historia, encarnados en la diversidad y
heterogeneidad propia de la cultura material de la época, son redimidos por Benjamin –
según la autora– como “fuentes de un conocimiento crítico, el único que puede poner en
cuestión el presente” mitificado. De nuevo, las implicaciones políticas de la metodología
propuesta en los Pasajes no demora en resonar: en lo que a los procesos de la transmisión
de la cultura se advierte que la cultura no posee de por sí “el poder de cambiar lo dado, sino
que la memoria histórica afecta directamente a la voluntad colectiva y política de
cambio”163; en este sentido, se asume que los contenidos de la cultura cargan consigo la
memoria de las prácticas materiales de una sociedad, al mismo tiempo que la memoria
histórica supone una dimensión material expresada en los productos culturales: sólo a partir
de la conciencia de esta reciprocidad se puede gestionar la transformación de la realidad en
términos de la desmitificación del presente.
Siguiendo la línea argumentativa, Buck-Morss anota que “los Pasajes fueron pensados
como una “filosofía materialista de la historia””164; en lugar de partir de una filosofía de la
historia que predeterminara la lógica de los acontecimientos y las relaciones entre el ahora
y lo pasado, Benjamin decide trabajar con el propio material histórico, los cuales son
definidos como “anacrónicos resabios” encarnados en edificios, tecnologías y mercancías
del siglo XIX. En otros términos, los contenidos de la cultura material trabajada por
Benjamin reciben el elocuente título de fósiles o “ur-fenómenos”: cosas del pasado
encalladas en el presente. A este respecto, podríamos retomar lo dicho por F. Zalamea a
propósito del proyecto warburgiano y afirmar que, así como el montaje que representa el
Atlas Mnemosyne permite visualizar el movimiento psico-tectónico de las representaciones
figurativas por medios de la comprensión de saltos y discontinuidades, asimismo el montaje
literario y ensayístico de los Pasajes benjaminianos ofrece una visión de conjunto de las
163 Ibíd. 164 Ibíd., 19.
[97]
transformaciones socioculturales mediante una constelación de anotaciones sobre los
contenidos ofertados por las industrias culturales de su época.
Por lo tanto, el proyecto de los Pasajes no tiene otro propósito que el de “tender un puente
entre la experiencia cotidiana y las preocupaciones académicas tradicionales a partir del
estudio de los pasajes comerciales de París”165. De modo que la obra benjaminiana
contempla dos aspectos; de un lado, plantear una hermenéutica fenomenológica del mundo
profano tal como Heidegger la formuló, con la salvedad de que Benjamin supera las
limitaciones del enfoque ontológico-existencial; y de otro, constituir una perspectiva
materialista que permita “hacer hablar” a los fenómenos mismo en los términos de su
propia aparición ante la mirada del observador. Así pues, Buck-Morss nos ayuda a entender
el sentido general y las direcciones concretas que el proyecto benjaminiano de los Pasajes
recorre con el fin último de construir una imagen múltiple de las producciones culturales y
simbólicas que tienen lugar en el marco del desarrollo de la modernidad urbana europea.
Álbum de familia y la imagen de la fotografía
El trabajo de Armando Silva sobre el álbum familiar166 constituye uno de los grandes
referentes para este proyecto, debido a que el material empleado para desarrollar el análisis
visual propuesto proviene originalmente del contacto con este tipo de objetos que hacen
parte de lo que más arriba se ha denominado como “tecnologías de la memoria”. En efecto,
si no hubiese sido por la relación cercana con el álbum familiar (particularmente los
álbumes fotográficos de mi familia y los de las familias de amigos y amigas), no habría
sido posible plantear el problema de la presente investigación, no se hubiese reparado en la
existencia e importancia simbólica de este tipo de fotografías (callejeras) tanto para la
memoria familiar como para la memoria colectiva de toda una ciudad, que es lo que se
pretende explorar. Así pues, dado que uno de los propósitos de este trabajo consiste en
trascender el ámbito doméstico (íntimo, privado) en que se inscribe la supervivencia de
165 Íbíd. 166 Silva, A. (1998), Álbum de familia. La imagen de nosotros mismos. Bogotá: Editorial Norma, 1998.
[98]
tales fotografías para conducirlas a un plano de significación cultural para la memoria
urbana –y de relevancia para la reflexión sociológica sobre las relaciones entre imagen y
ciudad–, nos concentraremos en los aportes que Silva ofrece en relación con la imagen de
la fotografía en general167, no sin antes destacar el punto de vista del autor, expresado en
términos claramente personales, acerca de su objeto de estudio: “El álbum de fotos de
familia, en conclusión, es un tema que fascina pero también desborda; es decir, lo enamora
a uno y lo interioriza, pero también lo saca hacia todo tipo de relaciones tanto afectivas
como culturales, pues de una u otra forma nos muestra las mitologías sociales de cada
época”168. Estas declaraciones ponen de manifiesto que el álbum fotográfico familiar no
sólo es valioso e interesante para las propias familias, pues él alberga igualmente una fuerza
cultural que revela esa serie de “mitologías sociales de cada época”, las cuales merecen
toda la atención de la academia y la investigación sociológica. Dicha noción de mitologías
sociales sugiere que el álbum constituye una práctica/técnica visual que presenta lo que
podría entenderse como las maneras culturales de ser, hacer y conocer que definen a una
sociedad en un contexto histórico específico. Al reunir un conjunto de temporalidades
diversas, el álbum fotográfico familiar no es un relato cronológico de la historia familiar,
sino que conforma una composición visualmente densa cuyos entrecruzamientos espacio-
temporales acaban por construir la imagen móvil, tanto de una familia, como de una
sociedad –y en este caso, de una ciudad–.
Ahora bien, respecto a la imagen fotográfica como tal, la perspectiva semiótica del autor
remite fundamentalmente a las contribuciones de C. Peirce y sus análisis en torno a la
estructura triádica del signo. Ello se evidencia cuando Silva afirma: “La foto, pues, es
también un índice, como la marca del dedo en que imprime la huella para identificarnos.
Índice del representado, pero también de quien produjo la representación”169. En este
sentido, se vislumbra la triple estructura que compone al signo visual representado
empíricamente en la imagen fotográfica, en donde los modos de producción de dicho signo
cobra gran importancia en la medida en que permite advertir que la lógica de su
funcionamiento –y, por lo tanto, de su apropiación– varía históricamente de acuerdo a los
167 Así se titula el tercer capítulo de la op.cit., pp. 85-128. 168 Silva, A., op. cit., p. 17. 169 Ibíd., p. 88.
[99]
condicionamientos técnicos y culturales que repercuten sobre los esquemas de percepción
de los individuos y los grupos sociales. De ahí que Silva enfoque su análisis sobre la
imagen fotográfica en el marco de la modernidad, más específicamente en el marco de la
visibilidad moderna170; en este espacio dedicado a la visibilidad moderna, el autor expresa
su interés por “plantear de qué manera la fotografía se convierte ella misma en uno de los
pilares centrales de una reflexión moderna de la imagen”, y destaca algunas de las
problemáticas que se alcanzan a perfilar en este panorama, a saber: “lo relativo al campo de
visión, la democratización de sus observadores, la masificación de la visión, el tiempo
moderno de la narración, la lógica trial de su enunciado y su misma condición de
mecanicidad en el proceso de generación de su imagen”171.
Por esta misma línea, empiezan a aparecer las referencias al contexto urbano del que surge
la práctica fotográfica junto con las condiciones epistemológicas que determinan el plano
de la visión creado, al establecer diversas conexiones entre el cuadro de la imagen y la
imagen de la ciudad: “las fotos enmarcan la ciudad, la muestran como trozo, como vista
seleccionada, como cuadro más exactamente”172. Y agrega: “La foto, de otro lado, pasa sin
duda a ser en especial un fenómeno urbano, si uno entiende sus usos calculados para
producir efectos de ciudadanía: registros de identidad, archivos de rostros para la policía,
foto en periódicos y en medios audiovisuales, fotos familiares, pornografía, álbumes y otras
ritualísticas”173. Sin embargo, para el caso que aquí nos ocupa es necesario distinguir entre
la foto como realización pictórica de la ciudad y la foto como imagen-memoria, la cual
vendría a ser representada por la fotografía callejera; de este modo, Silva agrega el
elemento del contexto de la foto para ilustrar dicha diferencia en la medida en que “la foto
sin contexto se torna una imagen pictórica, con más o menos información que la que pueda
deducir el observador a través de los trajes que usan los posantes, el clima, los rasgos
étnicos y culturales, el sexo, etcétera”174. Por su parte, Silva sostiene que “la foto con
contexto, caso específico de la foto del álbum, sí que es una imagen-memoria, que
170 Ibíd., p. 90-98. 171 Ibíd., p. 92. 172 Ibíd., p. 94. 173 Ibíd., p. 95. 174 Ibíd., p. 111.
[100]
transforma en familiar a su observador, pues al fin y al cabo está dirigida a él o ella”175.
Pues bien, esta definición de la foto como imagen-memoria, es decir, la foto considerada en
su contexto, arroja luces a la hora de establecer las conexiones entre la mirada investigativa
que aquí se plantea –entendiendo que la mirada del investigador es en este caso la mirada
de un sujeto social que observa cierto tipo de fotografía que pueden hablarle en la medida
en que comparten, en mayor o menor grado, un contexto común a pesar de los cambios a lo
largo del tiempo– y el contenido de la foto que es visto.
En cuanto a la lógica del signo que se debate al interior de la imagen fotográfica, es preciso
exponer la interpretación que Silva desarrolla a este respecto sirviéndose de la perspectiva
semiótica de Peirce. A continuación un fragmento de Silva citando a un intérprete de la
obra peirciana para sintetizar la estructura triádica del signo fotográfico:
“En este caso, si tomamos la representación, ésta asume el mismo proceso de un signo. Toda
representación ha de conformarse con tres condiciones esenciales. Debe, en primer lugar, tener
cualidades como cualquier objeto, independientemente de su significado. Así, la palabra HOMBRE
impresa tiene seis letras que tienen ciertas formas y son negras. Yo denomino estas características
como las cualidades materiales de la representación. Segundo, una representación debe tener
realmente una conexión causal con el objeto. Si una veleta de viento indica la dirección de éste es
porque el viento realmente la hace girar. Si un cuadro de un hombre de una generación pasada nos
dice cómo se veía, es porque su apariencia real determinó la apariencia en el cuadro por causación,
actuando a través de la mente del pintor (…). En tercer lugar, cada representación se dirige hacia una
mente. Es una representación en tanto haga esto… Estas tres condiciones sirven para definir la
naturaleza de la representación” [MS 212/Winter-Spring 1873]176.
De acuerdo a lo anterior, estas tres condiciones obedecen respectivamente a tres aspectos
distintos que constituyen la unidad funcional de la imagen fotográfica, a saber: la imagen
como ícono, la imagen como índice y la imagen como símbolo. Precisamente estos aspectos
marcan los tres momentos de la interpretación iconológica propuesta para este trabajo, pues
se trata de partir del reconocimiento de la materialidad de las fotografías escogidas para
reconocer los elementos iconográficos contenidos en ella y posteriormente extraer lo que
175 Ibíd. 176 Ibíd., p. 103-104.
[101]
dichas imágenes pueden decirnos sobre los imaginarios, prácticas y representaciones
sociales que han tenido lugar en el contexto cultural bogotano, en términos del habitar y la
experiencia cotidiana en las calles de la ciudad.
En cuanto al problema del tiempo, Silva revela que “el tiempo de la foto es el pasado.
Registro de lo que ya no es”177; de esta manera, se establece una similitud entre los
planteamiento de Barthes en La cámara lúcida por cuanto comparte la idea de que la foto
entraña una función constativa, no sólo del objeto representado, sino del paso del tiempo: la
foto “constituye una prueba auténtica de la realidad”178. Esta precisión será clave para la
elaboración conceptual de la imagen en relación con los procesos de la memoria y de la
ciudad desde la perspectiva del habitar cotidiano.
Por último, cabe mencionar algunas ideas relacionadas con aspectos de la imagen
fotográfica que son destacados por Silva a la hora de referirse al momento de su
interpretación. Desde el punto de vista de las imágenes callejeras de/en la ciudad, resulta
interesante insistir en una diferencia crucial entre las fotos familiares (que representan
ceremonias, ritos, personas concretas, etc.) y las fotos callejeras igualmente contenidas en
los álbumes de familia: “La foto en la que prima la visualidad sería, en rigor, una liberación
de las exigencias de la pose, como si por un momento la vida captada por el fotógrafo se
dejase sorprender sin previo aviso”179. De esta manera podemos entender con mayor
claridad el carácter de aquellas fotos callejeras en que las personas son retratadas
espontánea y contingentemente en su andar cotidiano por las ciudad; y, sin embargo, es
posible observar en algunas de ellas que las personas fotografiadas se toman la molestia de
posar ante el lente del fotógrafo callejero. La tensión entre la pose y la espontaneidad de la
cotidianidad que es sorprendida por la acción del fotógrafo constituye un elemento
importante a tener en cuanta llegado el momento de la interpretación de las imágenes; lo
que sucede en ambos casos, mediante la representación fotográfica, es el “[i]n greso de la
177 Ibíd., p. 110. 178 Ibíd., p. 109. Cf. Barthes, op. cit., p. 137: “Lo importante es que la foto tenga una fuerza constativa, y que lo constativo de a Fotografía ataña no al objeto, sino al tiempo. Desde un punto de vista fenomenológico, en la Fotografía el poder de autentificación prima sobre el poder de representación”. 179 Ibíd., p. 117.
[102]
cosa, del objeto, a las redes de los sentidos culturales”180, es decir, a la inmersión de cada
uno de los elementos representados en la imagen a lo que se denomina “cultura
fotográfica”, “y esto nos hace ‘sabernos mirados’ (soy mirado por la foto, decía Lacan) lo
cual influye, primero en la pose y luego, digamos, en el mismo fotógrafo (…), quien en la
construcción de su escenario dejará introducir en su narración huellas permanentes de
mirón-mirado”181. Pues a propósito de la pose, Silva ofrece la siguiente definición:
“imaginarse el posante en el futuro y para unos destinatarios específicos que aceptan su
visión presente. O sea, se trata de un acto de visión postergada”182. Y aquí aparece un
nuevo elemento temporal de la foto que hasta el momento no había sido considerado: el
futuro, la pose como imagen que se constituye para la mirada futura. Se trata entonces de
mirar cómo en las fotografías donde los modelos posan pueden decirnos algo sobre las
implicaciones éticas, morales y culturales que se derivan del querer aparecen de cierto
modo y no de otro.
Así pues, contamos con los elementos necesarios para preparar el terreno de cara a la
interpretación iconológica de las imágenes callejeras halladas inicialmente en los álbumes
familiares y otras “tecnologías de la memoria” que se encuentran en el ámbito familiar
como testigos de un pasado urbano que ya fue y que se gozó o padeció, y de una memoria
que aún pervive en el sentimiento nostálgico de aquellos que pudieron vivir dicho pasado
en su cotidianidad.
THEATRUM URBE O LA DIMENSIÓN POÉTICA DEL HABITAR URBANO
Cómo pensar con imágenes la historia cultural de Bogotá (1930-1970) en su
cotidianidad
180 Ibíd., p. 120. 181 Ibíd., p. 123. 182 Ibíd., 124. Cf. Barthes, op., cit., p. 37: “Cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de “posar”, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen. Dicha transformación es activa: siento que la Fotografía crea mi cuerpo o lo mortifica, según su capricho”.
[103]
Fotografía instantánea de mi abuela Victoria caminando por la Carrera Séptima a la altura de la calle
12. Bogotá, 1963.
Ciudad e Imagen constituyen juntas la díada fundamental que atraviesa por entero la
presente investigación. Sin la mediación de la imagen la nueva pregunta por la ciudad no
hubiese podido ser formulada y, al mismo tiempo, sin la conjunción de los distintos
procesos socioculturales que conforman la vida callejera en la ciudad no habría sido posible
la creación de un tipo específico de imágenes. La relación Ciudad-Imagen no sólo delimita
[104]
un campo temático de investigación, sino que sugiere la transformación y reorganización de
las estructuras epistemológicas convencionales utilizadas en la producción de conocimiento
histórico, social y cultural sobre las ciudades, a fin de integrar nuevas categorías de análisis
e instrumentos de observación alternativos que sean acordes con las modificaciones
experimentadas en los esquemas de percepción (sensorium) colectivos e individuales, tras
los desarrollos técnicos y tecnológicos relacionados con la producción y reproducción de la
imagen.
Este estudio se plantea principalmente como una apuesta epistemológica que busca
otorgarle un valor protagónico a la imagen fotográfica en los procesos de construcción de
memoria urbana, no para continuar engrosando los vastos volúmenes de la historiografía
tradicional del desarrollo de la ciudad, sino para ofrecer una manera novedosa de abordar
las formas en que se sedimentan, se interrelacionan y se tensionan los aspectos
macroestructurales de tal desarrollo, ahora, desde la perspectiva del habitar y del discurrir
cotidiano de la vida callejera, junto con la multiplicidad de dinámicas culturales que se
insertan en ella. Este trabajo no pretende ser más que un ejercicio de experimentación que
busca poner en práctica la construcción de una historia no lineal del habitar urbano en el
centro de Bogotá mediante la confección de un atlas compuesto en su mayoría por
imágenes fotográficas. Se trata, por tanto, de arriesgar un modo de pensar la historia
cultural de la ciudad bogotana del siglo XX con imágenes, al mismo tiempo que se
reconoce la potencialidad epistemológica y metodológica de las imágenes fotográficas para
impulsar la creación de nuevos modos de habitar/percibir el tiempo histórico.
En la medida en que la historia no se concibe simplemente como el conocimiento sobre un
pasado lejano y estéril (tiempo muerto), la función de la relación dialéctica Ciudad-Imagen
será la de ofrecer las condiciones de posibilidad suficientes para generar un conocimiento
histórico de índole pragmático, de tal manera que a partir del descubrimiento de una serie
de memorias no contadas por el relato de la historia oficial de la ciudad el pasado cobre
vida en la experiencia actual de quienes la habitamos, y así, logremos adquirir grados de
conciencia cada vez más elevados sobre aquello que somos justamente en cuanto habitantes
de Bogotá, esto es, sobre nuestra identidad cultural desde el punto de vista de las
diferencias y continuidades que mantenemos con el pasado.
[105]
Ciudad e Imagen: un ejemplo concreto de la relación dialéctica existente entre el en-sí
inmediato de la certeza sensible (experiencia –exterior– de ciudad), y el para-sí mediato del
momento reflexivo de la autoconciencia que se sabe objeto de sí misma gracias a la
mediación de la imagen (Hegel). Así pues, desde una perspectiva fenomenológica183 ambos
conceptos de hallan inextricablemente unidos en la experiencia urbana cotidiana. Sin
embargo, es preciso aplicar una mirada analítica sobre cómo entender tales nociones desde
un plano conceptual, partiendo de la premisa según la cual distinguir no es separar. Por lo
tanto, miremos cómo se entenderán de ahora en adelante los conceptos de Ciudad e Imagen
de cara al planteamiento del concepto sintético de theatrum urbe para caracterizar el modo
de ser específico de una ciudad latinoamericana como Bogotá, en el contexto de las
diversas vicisitudes que implicaron el paso de una ciudad rural, de herencia colonial, a la
compleja urbe que ha visto materializar los procesos de la modernidad de una forma
singular, ciertamente distinta de la modernidad desarrollada en los países europeos
occidentales.
Ciudad y habitar
¿Cuál habitar?
Habitar es la condición ontológica fundamental de la existencia184. Habitar no es ocupar un
lugar físico, sino construir permanentemente el espacio significativo donde ha de morar el
ser humano. La ciudad, entendida como espacio-habitado, constituye uno de los
dispositivos culturales más destacados de la civilización occidental, a través del cual los
seres humanos han respondido a la necesidad colectiva de habitar en común, esto es, de co-
habitar. En cuanto dispositivo cultural, la ciudad devela su carácter de obra185, de creación
(poiésis); a su vez, en cuanto espacio-habitado, la ciudad es experiencia colectiva situada
en un territorio común. En esta medida, la ciudad, por medio de la acción conjunta de
quienes la habitan, permanece en la constante elaboración de su estructura material y de sus
redes simbólicas de comunicación: es autopoiética. Habitar no se entiende en términos de
183 Cf. García Vásquez, C. (2004), op. cit. y García Moreno, B. (1996), op. cit. 184 Heidegger, M. (1951), op. cit. 185 García Moreno, B. (1996), op. cit.
[106]
vivienda sino de la construcción colectiva de un modo singular de estar-en-el-mundo,
donde la carne y la piedra186 (y la mediática187) encuentran su lugar común y su espacio de
diálogo. Ahora bien, cuando se trata de atender a la naturaleza de los vínculos creados entre
y por los individuos que habitan la ciudad, nos encontramos frente al conjunto de dinámicas
englobadas en el concepto de topofilias del habitar188, el cual se propone abordar las
condiciones que hacen posible la generación del sentido de pertenencia o desentendimiento
de las personas con la ciudad en general, con determinados lugares de la misma en
particular, o con las diferentes producciones simbólicas y materiales que se emplazan en los
espacios abiertos de la ciudad (monumentos, edificaciones, calles, bienes muebles, etc.).
La ciudad no nace con la simple aglomeración de individuos en un territorio común, sino
que surge a partir de la necesidad de establecer redes de comunicación mediante la creación
de diversos lenguajes y sistemas de significación, dentro de los cuales el lenguaje verbal
tiende a predominar en las prácticas comunicativas de los habitantes de la ciudad. No
obstante, ello no implica que otras formas de comunicación no verbal dejen de operar
mientras se interactúa en el espacio urbano y con los demás; los lenguajes corporales y
gestuales, los lenguajes arquitectónicos y estilísticos, las formas visuales de la
indumentaria, los protocolos, la publicidad, la configuración y la distribución del mobiliario
público ejercen de igual manera un papel sumamente importante en las prácticas de
comunicación urbana. La ciudad como lugar del encuentro, espacio de transacciones
simbólicas y comunicativas, y centro de producción de sentido: la ciudad como lenguaje del
habitar. “El lenguaje es la casa del ser”189, siendo el lenguaje esencialmente poético antes
que instrumento de comunicación entendido bajo el esquema emisor-mensaje-receptor190;
de ahí que las formas de comunicación urbanas sean originariamente poéticas (creadoras de
sentido), antes que simples instrumentos de comunicación con fines prácticos, lo cual puede
186 Sennet, R. (1994), Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid: Alianza, 1997. 187 Perilla, M. (2008), El habitar en la Jiménez con Séptima de Bogotá: Historia, memoria, cuerpo y lugar. Bogotá: Facultad de Artes, Universidad Nacional de Colombia, 2008, p. 79. 188 Yory, C.M. (2005), “Del espacio ocupado al lugar habitado: una aproximación al concepto de topofilia”, en Revista Barrio Taller, serie “La ciudad pensada”, N° 12: “Ciudad y Hábitat”. Bogotá: Ed. Revista Barrio Taller, pp. 47-64. 189 Heidegger, M. (1946), Carta sobre el humanismo. Madrid: Alianza, 2000. 190 Heidegger, M. (1936), “El origen de la obra de arte”, en Caminos de Bosque. Madrid: Alianza, 2010, pp. 11-62.
[107]
tender un puente con la función simbólica fundamental de construir una “visión de mundo”
(Weltanschaaung) particular.
A pesar de las anteriores consideraciones, la concepción del habitar, en cuanto implica la
construcción de un espacio por ocupar, sigue insistiendo. La construcción simbólica y
material de un espacio no es condición previa para habitar. Al contrario, el ser humano no
habita porque construya espacios, sino construye porque ante todo habita el mundo; pues,
en efecto, no se construye desde ceros sino a partir de un conjunto previo de redes de
significación cultural que han sido heredadas por cada individuo que llega a (otrosiste en)
este mundo. El vínculo entre construir y habitar no se reduce a una relación técnica o
instrumental: “Pues construir no es sólo medio y camino para el habitar; el construir es, en
sí mismo, ya habitar”191. Para Heidegger, existe una relación ontológico-existencial
fundamental entre el ser (Sein), el ser humano (Dasein) y el habitar, relación que permite
configurar la concepción general de lo que es la cultura –claro, desde el punto de vista
occidental– para luego nutrir dicha concepción con los elementos particulares que la
componen en un contexto específico. La manera en que Heidegger comprende el habitar
constituye una fuerte crítica al predominio de la concepción técnica de su “esencia”. A
pesar de los movimientos interpretativos del concepto, basados en un juego etimológico
que resulta ser el blanco de repetidas controversias y desacuerdos, Heidegger procura
desvelar aquello en nuestra cotidianidad hemos olvidado debido a la poderosa fuerza de
absorción que tienen nuestras ocupaciones diarias sobre nosotros. El filósofo sostiene que
ser hombre quiere decir: ser como mortal sobre la Tierra, [que] quiere decir [a su vez]: habitar.
La vieja palabra bauen [en alemán: construir] dice que el hombre es en cuanto habita; pero esta
palabra significa al mismo tiempo: cuidar y cultivar, a saber, cultivar (bauen) el campo, cultivar
(bauen) viñas192.
Ciertamente, las reflexiones de Heidegger no se encuentran directamente en
correspondencia con la cuestión urbana. Por el contrario, en su pensar se halla el trasfondo
de un habitar rural alejado de los ritmos y los espacios del habitar urbano, en consonancia
con su crítica a la modernidad entendida como la época de la técnica. De ahí que Heidegger
191 Heidegger, M. (1951), op. cit., p. 208. 192 Ibíd., p. 210.
[108]
distinga entre un construir como cultivar (aquél que “sólo protege, a saber, el crecimiento,
lo que por sí mismo madura sus frutos”193) y un construir como edificar (“La construcción
naval y de templos produce, en cierto modo, su misma obra. El construir es aquí, a
diferencia del cultivar, un edificar”194). Se observa entonces que existe un interés por
destacar el construir que cultiva y protege, que atiende al ritmo de las cosas sin querer
dominarlas o explotarlas, frente a un construir entendido desde la perspectiva de la
producción y la productividad. Y semejante interés responde, en últimas, a la
reivindicación del sentido originario que posee la noción de cultura para designar el
proceso en y a través del cual la comunidad de los seres humanos ha protegido, cuidado,
transmitido y recuperado determinada forma de habitar el mundo –sea urbano o rural– a
partir de un conjunto específico de construcciones simbólicas y materiales; de manera que
“ambos modos de construir –construir como cultivar, en latín colere, cultura, y construir
como edificar construcciones, aedificare– están contenidos en el construir auténtico, en el
habitar”195.
El habitar, en cuanto construir que cultiva y edifica, halla su elemento común en la
experiencia concreta de lo cotidiano en la medida en que el ser humano se encuentra
ineludiblemente interpelado por la Tierra sobre la cual despliega su existencia. “El construir
como habitar, esto es, ser sobre la Tierra, queda para la experiencia cotidiana del hombre,
como lo dice felizmente el lenguaje, de antemano como lo “habitual”196. No es mera
casualidad lingüística que el habitar y lo habitual se encuentren estrechamente ligados.
Aquello que se cultiva y edifica, es decir, aquello que tiene como resultado parcial un
“sistema cultural” específico, se constituye en la estructura de pensamientos, creencias y
sensibilidades que componen nuestros hábitos y nuestro modo de ser cotidiano (ethos). Esta
“esencia” del habitar es lo que queda cubierto en el desempeño diario correspondiente tanto
a las actividades culturales como a las productivas; a menudo pasamos por desapercibido
que todo aquello que hacemos –y que, por tanto, dejamos de hacer o no hemos comenzado–
constituye una forma particular de relacionarnos con el ser en cuanto somos-existiendo.
Cuando Heidegger caracteriza el habitar como el modo de ser del ser humano en cuanto
193 Ibíd. 194 Ibíd. 195 Ibíd. 196 Ibíd.
[109]
mortal sobre la Tierra, está colocando sobre la mesa una relación implícita entre los
elementos de lo Divino y Mortal, por un lado, y lo Celestial y Terrenal, por otro, los cuales
forman lo que él denomina el cuadrante o la cuaternia para referirse a las diferentes
dimensiones que componen la existencia humana desde un punto de vista ontológico,
existencial y fenomenológico. “Habitamos no porque hayamos construido, sino que
construimos y hemos construido, en cuanto habitamos, esto es, en cuanto somos los
habitantes”197, dice Heidegger reafirmando lo mencionado anteriormente. Somos humanos
en cuanto mortales y somos mortales porque tenemos “el poder de morir”198; el ser para la
muerte no significa otra cosa que tenemos intrínsecamente el rasgo de la temporalidad y,
por tanto, de la historicidad, pero para que ello sea así es necesario estar en relación con los
otros elementos de la cuaternidad. La Tierra sobre la cual el ser humano es habitando
designa la base material, portadora y servidora199, a partir de la cual la existencia comienza
a erigir su morada en el mundo. El Cielo, por su parte, hace referencia a la forma de vivir la
temporalidad constitutiva del ser humano, es decir, a la relación que establece el ser
humano con el mundo en cuanto mortal, bien sea dejando “su curso al Sol y a la Luna, su
ruta a las Estrellas, a las estaciones del año su bendecir y su inclemencia”200, o bien
convirtiendo “la noche en día y el día en fatiga llena de ajetreos”201. Finalmente, lo Divino
–esa confusa categoría que nos hace pensar en la esencia que perdura más allá del tiempo y
a la que podría pensarse que indica el “ser” en general– indica lo inesperado del acontecer
que irrumpe en la regularidad cotidiana del habitar y que nos envía un mensaje, como si de
un destello de luz se tratara, sobre aquello que hemos olvidado y que aun así nos acompaña
a lo largo de nuestras vidas (¿será la pregunta por aquello que somos, por lo que hemos
sido, por lo que hemos dejado de ser y por lo que nos estamos proyectando?).
Pues bien, habitar no es efecto causal de la edificación de espacios físicos; más bien,
habitar se alza como la condición elemental que motiva dicha construcción según las
necesidades y los anhelos de los mortales que hacen espacio y viven los tiempos. La
diferencia entre los lugares que construimos y los espacios que habitamos radica en el
197 Ibíd., p. 212. 198 Ibíd., p. 213 199 Ibíd. 200 Ibíd., p. 214. 201 Ibíd.
[110]
hecho de que nuestra existencia no obedece única y exclusivamente a las normas de la
técnica, de la productividad y de la racionalidad instrumental (como podría esperarse de la
función que cumple un puente, una calle o una vivienda), sino que tiene la posibilidad de
desplegarse libremente de acuerdo con los movimientos de la creatividad, la imaginación y
la memoria, de tal suerte que el embellecimiento, el cuidado y la calidad estética de los
lugares y de la relación que sostienen entre sí los individuos que los frecuentan representa
un aspecto igualmente fundamental para el habitar. Así,
los espacios que nosotros recorremos cotidianamente, están espaciados por lugares; su ser se
fundamenta en cosas del tipo de las construcciones. Si prestamos atención a estas referencias
entre lugar y espacios, entre espacios y espacio, entonces ganamos un punto de apoyo para
meditar la relación entre hombre y espacio202.
Habitar y habitus
En últimas, la concepción heideggeriana del habitar gana concreción con la perspectiva
topofílica de Yory y la perspectiva estético-vitalista de García Moreno. Ambas
propuesta conceptuales confluyen a la hora de sugerir la idea de que habitar un espacio
como la ciudad, en particular la ciudad latinoamericana, puede abrir un camino para
pensar el habitar como condición fundamental para la configuración de un modo de ser,
un ethos que caracterice la relación histórica de un pueblo habitante con el propio
espacio que habita. No obstante, la caracterización de dicha relación histórica no puede
perder de vista los distintos aspectos que la hacen posible, a saber, de un lado, los
condicionamientos objetivos de la estructura socioeconómica –material– en que se
fundamenta y, de otro, y las disposiciones o esquemas de percepción subjetivas que
reproducen, apropian o confrontan tales condicionamientos. En definitiva, la mirada
sociológica del habitar heideggeriano nos obliga a concentrar la atención sobre las
múltiples tensiones entre la dimensión subjetiva (individual y colectiva) y la dimensión
objetiva (estructural) de los procesos de permanente construcción de un espacio común
al que, en este caso, damos el nombre de ciudad: Bogotá.
202 Ibíd., p. 221.
[111]
Resulta entonces imposible hablar de habitar sin dedicar un momento a la noción
bourdieuana de habitus, si bien dicha noción experimenta algunas precisiones a medida
que el autor va madurando su pensamiento. La anterior referencia de Heidegger sobre el
habitar ligado a lo habitual nos enseña que el hábito (o lo habitual) es el co-producto de
las diferentes construcciones que han emprendido los seres humanos a fin darle un
sentido a su existencia histórica en este mundo. Es decir, el hábito deviene
inevitablemente en experiencia cotidiana. Y es justamente en la experiencia cotidiana
aquel lugar por excelencia donde ocurren, no sin complejidad y confusión, las múltiples
transacciones entre la estructura objetiva del campo social y los esquemas subjetivos de
apropiación y reproducción de dicha estructura por parte de los individuos a través de
sus prácticas y acciones.
El concepto de habitus presenta una ventaja considerable para el presente estudio y
consiste en la capacidad de interpretar las transacciones entre la objetividad de las
estructuras sociales y la subjetividad de las prácticas, acciones, creencias y
pensamientos de los individuos, en términos de relaciones de poder protagonizadas por
las distintas clases sociales que luchan tanto por la legitimación de la continuidad del
establecimiento (élite y clases dominantes) como por el reconocimiento de nuevas
fuerzas sociales en busca de la transformación de las condiciones de vida (en el caso de
las clases populares, movimientos emergentes e, incluso, clase media). Curiosamente,
una de los primeros trabajos más importantes en la carrera de P. Bourdieu elabora
sutilmente la noción de habitus con base en el análisis de los usos sociales de la práctica
fotográfica en la Francia de la segunda mitad del siglo XX203. Allí el autor no se refiere
de manera explícita al concepto de habitus, pero sí lleva a cabo insistentes indicaciones
a la noción de hábito(s) y presupone la relación de esta noción con el concepto griego
de ethos. Así pues, se halla una poderosa intuición, en el pensamiento joven de
Bourdieu, de que los hábitos constituyen el reflejo de un ethos entendido como modo de
ser socialmente compartido, el cual es producto de la apropiación e incorporación de los
condicionamientos objetivos –estructuras estructuradas y estructurantes– por parte de
los individuos. La introducción de este conjunto de nociones obedece a la necesidad de
203 Bourdieu, P. (1965), Un arte medio. Ensayo sobre los usos sociales de la fotografía. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2003.
[112]
plantear una solución al problema metodológico relacionado con los resultados
obtenidos por los enfoques dicotómicos empleados por la sociología (uno objetivista-
positivo, otro intuicionista-subjetivo; a este respecto, Bourdieu encuentra en el análisis
de la práctica social de la fotografía una unidad de observación que le permite dirimir la
falsa entre subjetivista y objetivistas204. De este modo, Bourdieu encuentra prontamente
que el concepto de ethos le permite a la ciencia sociológica establecer correctamente los
puentes entre lo objetivo y lo subjetivo sin tomar partido por ninguno de los dos
ámbitos, pero tampoco sin quitarle la importancia que cada uno merece:
(…) la sociología menos sospechosa de subjetivismo recurre a conceptos intermediarios y
mediadores entre lo subjetivo y lo objetivo, tales como alienación, actitud o ethos. Le
corresponde, en efecto, construir el sistema de relaciones que engloba y el sentido objetivo
de las conductas organizadas según las regularidades mensurables y las relaciones
singulares que mantienen los sujetos con las condiciones objetivas de su existencia y con el
sentido objetivo de sus conductas, sentido que los posee, en la medida en que están
desposeídos de él205.
Es a partir de este planteamiento que logra dilucidarse que el problema fundamental de la
sociología consiste, para Bourdieu, en la descripción exhaustiva y la explicación rigurosa
sobre las formas como la objetividad de la estructura social se interioriza en y con el
despliegue de la subjetividad de los individuos. “En otras palabras, la descripción de la
subjetividad objetivada remite a la de la interiorización de la objetividad”206. Se trata
entonces de reconocer que la subjetividad no es más que un momento particular de
objetivación de las estructuras sociales, al mismo tiempo la objetividad sólo alcanza su
realización efectiva en virtud de la interiorización de su lógica por parte de la experiencia
subjetiva de los individuos. En consecuencia, Bourdieu descubre que la noción de ethos
204 Bourdieu, P. (1965), op. cit., pp. 37-38: “Heredera de una tradición de filosofía política y de acción social, la sociología ¿debe abandonar a otras ciencias el proyecto antropológico? Y, tomando por objeto exclusivo el estudio de las condiciones más generales y abstractas de la experiencias y de la acción, ¿puede sumir en el orden de lo insignificante las conductas que no esgrimen la evidencia inmediata de su importancia histórica? (…) La sociología supone, por su existencia misma, la superación de la oposición ficticia que subjetivistas y objetivistas hacen surgir arbitrariamente. Si la sociología como ciencia objetiva es posible, es porque existen relaciones exteriores, necesarias, independientes de las voluntades individuales y, si se quiere, inconscientes (en el sentido de que no se revelan por la simple reflexión), que sólo pueden ser captadas por medio del subterfugio de la observación y la experimentación objetivas”. 205 Ibíd., p. 40. 206 Ibíd.
[113]
designa al “sistema de disposiciones inconscientes y perdurables que son las costumbres”207
tiene un correlato sociológico que se concreta en las tensiones representadas por las
distinciones de clase. Por supuesto, el ethos rural difiere profundamente del ethos urbano, y
dentro de este último existen notables diferencias –unas más marcadas que otras– según la
posición que los individuos o grupos ocupen en el campo social.
Tales diferencias llegan a ser observables a partir de un análisis minuciosos de los usos
sociales de la fotografía, según Bourdieu:
(…) los hábitos de clases, entendidos como sistema de disposiciones orgánicas o mentales y de
esquemas inconscientes de pensamiento, de percepción y de acción, es lo que hace que los
agentes puedan engendrar, con la ilusión bien fundada de la creación de una novedad
imprevisible y de la improvisación libre, todos los pensamientos, las percepciones y las
acciones conformes a regularidades objetivas, puesto que él mismo ha sido engendrado en y por
las condiciones objetivamente definidas por esas regularidades208.
La fotografía entendida como práctica social llega a dar cuenta de los esquemas de
pensamiento, acción y percepción que caracterizan un ethos de clase; en otros términos, un
modo específico de habitar, socialmente determinado. El concepto filosófico de habitar se
torna a estas alturas un concepto sociológico cuando su definición involucra las tensiones
de clase asociadas inevitablemente a una interpretación sobre las formas de habitar una
ciudad latinoamericana, en torno a la cual confluyen múltiples fuerzas de tipo político,
económico, étnico y cultural. Por más novedosa que pueda parecer el uso de la técnica
fotográfica en una ciudad como Bogotá a comienzos del siglo XX, éste responde a una serie
de normas sociales y condicionamientos estructurales que hace que los individuos
(fotógrafos y fotografiados) reproduzcan en cierta medida el orden colectivo establecido;
por cierto, un orden basado en la una fuerte distinción de clase manifestada en la valoración
y estima sociales del gusto, de la sensibilidad estética, de la preferencia de determinadas
formas sensibles y contenidos temáticos respecto a otros, etc.
Puesto que es una “elección que alaba” y cuya intención es fijar, es decir, solemnizar y
eternizar, la fotografía no puede quedar entregada a los azares de la fantasía individual y, por la
207 Ibíd., p. 41. 208 Ibíd., p. 42-43.
[114]
mediación del ethos –interiorización de regularidades objetivas y comunes–, el grupo subordina
esta práctica a la regla colectiva, de modo que la fotografía más insignificante expresa, además
de las intenciones explícitas de quien la ha hecho, el sistema de los esquemas de percepción, de
pensamiento y de apreciación común a todo un grupo209.
Esto, por el lado de la fotografía como práctica. Sin embargo, en cuanto a los contenidos de
la fotografía, cabe preguntas cuáles son aquellos temas preferidos por los fotógrafos
ambulantes que esperan con atención a encontrar un objeto digno de retratar? Más aun, ¿a
quiénes tienden a fotografiar estos cazadores callejeros? ¿Y por qué razón? ¿A quiénes no
se les ocurre fotografiar y por qué? ¿Cuáles son las formas de habitar preferidas por los
fotógrafos callejeros y por qué se establecen como preferidas? ¿Cuáles son los ethos
involucrados tanto en el acto de disparar la cámara por parte de los fotógrafos como en la
actitud generada por quien se sabe (o no) fotografiado? Seguramente una breve
comparación visual nos ayude a encontrar una pista para dar solución a tales interrogantes:
209 Ibíd., p. 43-44.
Pareja de campesinos en el Parque Santander, Bogotá,
años 80's. Hernán Díaz. Archivo digital del Archivo de
Bogotá.
Carrera Séptima entre calles 11 y 12 hacia el norte,
Bogotá, años 60's. Autor desconocido. Extraída de
Bogotá Antigua (Facebook).
[115]
¿Cuál habrá sido la intención de los fotógrafos que produjeron estas imágenes? A la
derecha, se observa que la pareja de campesinos no atienden al hecho de que están siendo
fotografiados y prestan más bien atención a algo que ocurre frente a ellos, escapando del
plano fotográfico de la cámara. Al fondo aparece un hombre sentado, vestido de paño y con
corbata que sí se percata del instante fotográfico, manifestando un gesto de aparente
sorpresa. La importancia que campesinos y citadino le otorgan a la técnica fotográfica en el
espacio público difiere considerablemente; ello puede deberse a la jerarquía de prioridades
o expectativas que configura su hacer parte en el espacio público, su ethos, su sensibilidad.
Esto último podría corroborarse en la medida en que concentramos la atención sobre la
mirada de la mujer que conduce su mula por la calle de la Carrera Séptima; dicha mirada
expresa indiferencia frente al hecho fotográfico, o sea, frente al instante en que ha sido
convertida en objeto por parte del fotógrafo. Sabiéndose objeto, la mujer no detiene su
marcha y con notable gesto de esfuerzo desvía su mirada hacia el futuro próximo que le
espera. A propósito de esta comparación, Bourdieu afirma:
Así como al rechazar la práctica de la fotografía el campesino expresa la relación que
mantiene con el modo de vida urbano, frente al que experimenta la particularidad de su
condición, del mismo modo, la significación que las clases medias atribuyen a la práctica
fotográfica traduce o revela la relación que mantienen con la cultura, es decir, con las clases
superiores que poseen el privilegio de las prácticas culturales consideradas más nobles, y
con las clases populares, de las que quieren diferenciarse a cualquier precio, mediante las
prácticas que les son accesibles, su voluntad cultural210.
Pues bien, a diferencia de la población campesina, los individuos de clase media que
recorren el pasaje de la Carrera Séptima no tienen ningún problema en pagar por haber sido
fotografiados, por conservar la imagen de sí mismos y de sus seres queridos en sus archivos
210 Ibíd., p. 47.
[116]
personales, en posar según las reglas de lo socialmente establecido como respetable, digno
y honorable, tal como se evidencia en la mayoría –si no en la totalidad– de las fotografías
instantáneas callejeras. ¿Pues qué otra razón, aparte de la económica, tendría un fotógrafo
ambulante para fotografíar a individuos no pertenecientes a las clases medias que tienen la
posibilidad de ofrecer una suma de dinero a cambio de la imagen de sí mismos, a menos
que se quiera mostrar las diferencias de clases que tienen lugar en el espacio público
cotidiano?
[117]
¿Cuál ciudad?
Del mismo modo que el habitar constituye la condición ontológica sine qua non de la
existencia en general, y que la ciudad es una de las construcciones concretas más
destacadas de la dimensión poética –creativa– de la civilización occidental, asimismo la
calle se convierte en el fundamento simbólico y material por excelencia de la experiencia
urbana en general. A diferencia de los caminos y senderos, las calles –hecha de piedra y
concreto– conforman las vías arteriales por las cuales circula la especificidad de la vida en
la ciudad; su construcción no sólo obedece a la sofisticación de los modos de satisfacer las
necesidades comunicativas entre territorios separados por la distancia física, sino a la
actualización de las posibilidades comunicativas que crean, recrean, forman y transforman
los lazos sociales entre los individuos que habitan un mismo espacio. Las calles de la
ciudad se erigen como fieles testigos de la Historia (oficial) y los acontecimientos
anónimos que las han tenido como escenarios. Las calles se constituyen en una suerte de
pasarelas por las que se escenifican los diferentes roles sociales a través de la realización de
determinadas prácticas, de la apropiación de diversos gestos, conductas, creencias e
Padre caminando con sus hijos
por la Carrera Séptima, años 50
aprox. Publicada por Rafael Melo
en Fotos Antiguas de Bogotá y
Colombia (Facebook).
Boleto entregado a la persona
fotografiada en la calle para reclamar
el documento fotográfico. Publicada
por Rafael Melo en Fotos Antiguas
de Bogotá y Colombia (Facebook).
Mujeres con ruana y tacones
caminando por la Carrera Séptima,
Bogotá, años 60 aprox. Autor
Desconocido. Extraída de Bogotá
Antigua (Facebook).
[118]
imaginarios, y de la producción y reproducción de los esquemas ético-estéticos establecidos
por el contexto cultural en el que se inscriben los individuos. En últimas, la calle se
convierte en el espacio urbano por excelencia de la constante construcción de la vida
cotidiana en las ciudades211: “La construcción de la calle es un hecho que parte de la
vivencia de la cotidianidad, como historia de hitos y como historia de mitos”212.
La calle es espacio obligado de
la ciudad213 y a partir de su
observación detallada logramos
tener acceso a la complejidad
rizomática de la cotidianidad de
la vida urbana. Dentro de dicha
complejidad destaca
visiblemente la fuerza de los
procesos económicos y
simbólicos en tanto la calle es
experienciada como lugar de
encuentro e intercambio de
objetos; la vida cotidiana
implica necesariamente el
contacto con el otro-yo por
medio de las formas (discursivas y no discursivas) de la comunicación social y de la
expresión y exposición de la riqueza simbólica-artística de la ciudad214.
Ahora bien, debido a su carácter histórico, las calles de la ciudad han sufrido numerosas
transformaciones de acuerdo con las proyecciones de tipo natural, intelectual y espiritual
211 Melo, V. (2001), La calle: espacio geográfico y vivencia urbana en Santa Fe de Bogotá. Bogotá: Alcaldía Mayor, 2001: “El saber cotidiano es particular: cada individuo incorpora en su forma de saber cotidiano parte del saber popular de una forma específica que tiene ver con el propio desarrollo de su vida en sociedad”. “El saber cotidiano es la memoria de nuestra vida; nadie puede crearlo, vivirlo o aprenderlo por cada uno de nosotros”. 212 Melo, V. (2001), ibíd. 213 Ibíd. 214 Ibíd.
Carrera Séptima entre calles 12 y 11, Bogotá, años 50’s. Saúl Ordúz.
[119]
que condicionan los modos concretos de habitar en tanto oikos (hogar)215. Bogotá es la
ciudad objeto de indagación en el presente estudio; una ciudad latinoamericana que ha
participado –activa y de manera sumisa– en los procesos de la modernidad occidental
europea impulsadas desde los tiempo de la conquista y la colonia españolas. De ahí que la
construcción del hábitat urbano experimente modificaciones físicas y simbólicas de acuerdo
con la fisonomía que adquieren las calles por sus vínculos hereditarios con el pasado y por
las visiones-deseantes a futuro que proyectan modos novedosos de habitar; así pues, Bogotá
debió construirse a partir del estilo español propio de la colonia, donde la tierra, la piedra,
el barro y el polvo constituían los principales materiales con los que el territorio natural iría
adoptando un aspecto de villorrio216. Fue hasta bien entrado el siglo XVIII que el aspecto
aldeano y rural de la ciudad iba dejando paso de manera paulatina, ya en el tránsito dl siglo
XIX al XX, a la construcción de una “metrópoli” que cumple las características principales
de la urbe moderna, claro está, al mejor estilo latinoamericano (barroco). La calle poco a
poco no sólo era vivenciada como lugar de tránsito, sino sobre todo como espacio de
encuentro y reunión, lugar de origen de las multitudes anónimas y creación de opinión
pública –como si se tratara de una experiencia originaria similar al ethos griego de la polis.
Y con la llegada de los procesos de modernización capitalista e industrial, las calles se iban
transformando acorde con las necesidades del sistema productivo basado en la división del
trabajo y la especialización de las funciones sociales de los individuos en el marco de la
distinción de clases (lo que hoy conocemos como “estratos”); el vehículo entra en escena y
se enfrenta directamente al peatón en la lucha por el dominio de las calles y el espacio
público; la división de los tiempos en tiempos productivos y tiempos libres determina la
naturaleza de los usos de y las prácticas en el espacio urbano; y las dinámicas demográficas
que generan la fluctuación dialógica entre el campo y la ciudad repercuten necesariamente
en las formas concretas de andar en la calle, en la configuración de los lazos comunicativos
entre los individuos y el espacio, y los hábitos y costumbres de la población.
A medida que iba creciendo la ciudad, los desarrollos en términos de infraestructura –que
toman como modelo la estética extranjera (principalmente europea)– evidencian un
correlato a nivel simbólico, ético y afectivo que es experimentado por los habitantes de la
215 Ibíd. 216 Ibíd.
[120]
ciudad como progreso y modernización, o bien como ruptura y extrañamiento. Bogotá,
como espacio concreto de lucha entre las formas tradicionales del habitar y las dinámicas
transformadoras de la modernidad, resulta ser un eje de observación destacado para
comprender las distintas tensiones y sedimentos que componen las líneas de fuerza
constitutivas de la vida social y cultural de sus habitantes en el trasegar callejero. Será
posible entonces que a través de la lectura en imágenes de los distintos procesos sociales,
económicos, políticos, estéticos y culturales de Bogotá, en su ir y venir de la tradición y la
modernidad, se logren descubrir aspectos no vistos anteriormente en lo que concierne a la
singularidad del habitar urbano latinoamericano y los vínculos que éste mantiene en el
marco de las dinámicas mundiales de las cuales no se pueden desligar.
Ciudad e Imagen
Las imágenes de la ciudad y la ciudad como obra de arte
Dentro de la concepción de la ciudad como obra de arte inacabada se perfila una estrecha
relación con el concepto de imagen. Las imágenes de la ciudad y la ciudad como imagen
remiten a una perspectiva fenomenológica-vitalista del dispositivo urbano, en el sentido de
que las lógicas de la percepción (visual) sugieren la idea de que la ciudad no sólo alberga
Demolición del Hotel Granada (1951). Autor desconocido. Foto extraída de Bogotá Antigua (Facebook).
[121]
una multiplicidad de cuerpos, sino que ella misma pasa por el cuerpo217. Así pues, existen
múltiples imágenes de la ciudad por cuanto son múltiples las maneras como ésta es vivida,
experienciada y percibida por sus habitantes218. La superposición, más o menos
contingente, de las distintas imágenes de la ciudad-vivida configuran el imaginario
colectivo en el que confluyen las prácticas, los discursos y las representaciones sociales
sobre los distintos aspectos (económicos, políticos, sociales, estéticos y culturales) del
habitar urbano; dicho imaginario se introduce, a la manera de un collage, en la memoria de
los habitantes y determina las formas de apropiación y los grados de vinculación con el
territorio. En consecuencia, las imágenes en general y las imágenes de ciudad en particular
se presentan como mediadoras de la experiencia humana en su relación con un espacio
habitado.
La forma estética del collage ofrece un
ensamblaje visual de diversas imágenes que
corresponden a distintas formas de habitar la
ciudad. Cada una de las imágenes que
compone el collage urbano tienen su origen
en –y al mismo tiempo evocan– distintos
momentos históricos, cuya articulación brinda
a la mirada la posibilidad de comprender en
una unidad visual los movimientos telúricos
que conforman el conjunto de sedimentos
estratificados en los que se estructura la
ciudad fáctica; tales movimientos sugieren
entrecruzamientos, desplazamientos,
superposiciones, rupturas, torsiones y
transfiguraciones de las fuerzas poéticas que
han participado en la construcción de la ciudad
a través de los años. La forma del collage remite entonces a una imagen compuesta por
temporalidades heterogéneas que no sólo conviven en el imaginario sino, más
217 García Vásquez, C., op. cit. 218 García Moreno, B., op. cit.
Construcción del edificio del Banco de la República (1958). Autor desconocido. Foto extraída de Bogotá Antigua (Facebook).
[122]
auténticamente, en la experiencia cotidiana de la ciudad
aun cuando no se tenga plena conciencia de ello; la
belleza de la arquitectura neoclasicista de la época
republicana convive con la simplicidad del estilo
moderno de las edificaciones de la década de los setenta,
la practicidad en la oferta de bienes y servicios que se
encuentra en las principales calles comerciales del
centro entra en juego con la sobrecarga de sensaciones y
la contaminación audiovisual del entorno, etc. En
últimas, ciertas formas (éticas y estéticas) del pasado
urbano entran a dialogar con las necesidades prácticas
del presente, creando un espacio caracterizado por la
heterogeneidad de las prácticas y los discursos en cuanto
a las condiciones históricas de su surgimiento y permanencia.
De acuerdo a esto, se observa que el reconocimiento de los elementos iconográficos que
sobresalen en cada una de la imágenes particulares del collage prepara el terreno para la
elaboración de una interpretación iconológica de los sistemas simbólicos y las
representaciones sociales que estructuran las diversas formas de habitar la ciudad
construidas desde la primera relación que los sujetos establecieron con el territorio. De
manera que las imágenes de la ciudad no se limitan a representar miméticamente una
realidad objetiva del habitar, sino que se presentan ante la mirada como un índice219, un
síntoma220 de procesos económicos, políticos y socioculturales, los cuales, aunque no
aparecen claramente en el campo de visión de la imagen, se encuentran de manera latente
en él; por tanto, la tarea de la interpretación iconológica de las imágenes de ciudad consiste
en sacar a flote dichos procesos como aquellos que constituyen la condición de posibilidad
de tales imágenes. Extraer la dimensión oculta de lo que se muestra es el principal reto de
semejante empresa, de tal modo que lo oculto se muestre en la interpretación de la imagen
estando presente como tal, a la manera de la tierra heideggeriana221. A este respecto, puede
219 Silva, A., op. cit. y Barthes, R., op. cit. 220 Warburg, A., op. cit. y Didi-Huberman, G. op. cit. 221 Heidegger, M. (1936), op. cit.
Incendio Edificio Avianca (1973). Tomada de El Tiempo, 1998. Extraída de Bogotá Antigua (Facebook).
[123]
parecer que la interpretación iconológica de las imágenes de ciudad añaden elementos que
no pertenecen a la naturaleza de la mismas, pero lo cierto es que el ejercicio interpretativo
no haría otra cosa más que mostrar aquellos procesos que sin embargo ya estaban
contenidos en dichas imágenes: los punctum222.
Imagen y memoria: los tiempos de la imagen y la imagen de los tiempos
Ahora bien, sin duda la imagen de ciudad
alberga en su campo visual una hibridación
temporal –y, por tanto, un conglomerado de
distintos estilos y poéticas urbanas–. La imagen
de ciudad proyecta el modo específico de
convivir –ya sea armónica o conflictivamente–
de un tiempo presente con ciertas formas del
pasado; la imagen captura en su propio lenguaje
el movimiento de la historia en sus distintas
configuraciones urbanas, contrario a la creencia
de que la imagen ofrece un contenido estático.
En cambio, la impureza temporal223 que la
constituye hace que la imagen sea inquieta y que
asimismo inquiete a la mirada que se posa sobre
ella; la imagen de ciudad habla, nos dice algo sobre nosotros mismos antes de que nosotros
podamos decir algo sobre ella.
Es así como ciertas formas y contenidos del pasado se hacen presentes en la imagen actual
de la ciudad. El pasado vive, perdura, en la imagen. En la imagen de ciudad, el pasado no
cohabita con el presente como si fuese algo muerto; al contrario, la imagen le otorga
dinamismo a los elementos del pasado al colocarlos en diálogo con los elementos del
presente, y dicho diálogo resulta apelando a las distintas conexiones, interrupciones y
222 Barthes, R., op. cit. 223 Didi-Huberman, G., op. cit.
Calle 11 o de La Moneda. Óleo de autor no identificado. Revista Credencial Historia. Edición 83, nov. 1996.
[124]
entrecruzamientos de ambas temporalidades como parte de un todo histórico-existencial
que resume la esencia poética del habitar vinculado a la construcción urbana. En otros
términos, el pasado deviene imagen “en la medida en que puede ayudar a comprender el
presente y a prever el futuro: es un esclarecedor de la acción”224. Del mismo modo, sólo
podemos llegar a reconocer el pasado en cuanto tal “cuando se hace imagen presente”225.
En últimas, la cuestión que aquí se asoma no es otra que el problema de la memoria y su
relación con la imagen, o
mejor, la pregunta acerca de la
dimensión material de la
memoria, por un lado, y de la
potencialidad mnémica de la
imagen, por otro. Así pues, la
memoria no es entendida aquí
como una facultad cuyo
ejercicio queda a discreción de
la voluntad individual, sino, por
el contrario, hace referencia al
acontecer del pasado en su
devenir como esclarecedor del
presente, esto es, en el poder
de su constante actualización
por medio de la imagen de ciudad. En el marco de la experiencia cotidiana de la ciudad, la
memoria se presenta (acontece) como la interpelación o influencia del pasado sobre la vida
fáctica de quienes la habitan; en cada imagen de ciudad que se produce, la memoria pone
en marcha el diálogo entre el pasado histórico y el tiempo presente. Por lo tanto, la imagen
es poseedora de memoria226.
224 Bergson, H. (1919), L’energie spirituelle, 58 ed., en: Deleuze, G. (1957), Henri Bergson: Memoria y vida (textos escogidos). Madrid: Alianza Editorial, 1977, pp. 60-61. 225 Bergson, H. (1896), Materia y memoria. Buenos Aires: Cactus, 2006, pp. 148. 226 García Moreno, B., op. cit.
¡Salta, salta! Bogotá, 1960. Carlos Caicedo, Historia de la fotografía en
Colombia. Museo Nacional, Editorial Planeta.
[125]
Finalmente, en la medida en que la imagen de ciudad constituye el soporte material de la
memoria colectiva de los procesos del habitar urbano, aquello de lo cual nos habla la
imagen antes de que podamos decir algo sobre ella es justamente de nosotros, de nuestra
identidad en tanto habitantes de la ciudad bogotana. Todo lo que de algún modo es (o
‘tiene’ identidad’) perdura a lo largo del tiempo; sin embargo, perdurar no significa
permanecer siempre el mismo de la misma manera (perdurar no es sinónimo de
estabilidad). Al contrario, en tanto acontecimiento del pasado en la imagen del presente, la
memoria pone en evidencia la fragilidad de la identidad urbana en términos del habitar, al
mostrarnos que no existe una solución de continuidad absoluta entre el pasado y el tiempo
presente, pues lo que caracteriza a la experiencia cotidiana del habitar es la superposición,
el cambio y la interacción de elementos provenientes de distintas épocas en la que las
rupturas, desplazamientos y discontinuidades resultan ser las verdaderas configuradoras de
la identidad cultural urbana, por cuanto gracias a estas fisuras es posible advertir con mayor
claridad los fantasmas y las supervivencias del pasado que aún gozan de actualidad227, y en
virtud de las cuales forjamos dicha identidad del habitar bogotano. El papel de la memoria
en relación con el habitar-poético de la ciudad consiste en abrir el lugar en el que acontecen
los entrecruzamientos y se producen las estratificaciones de las distintas imágenes de
ciudad que dan cuenta de aquellas topofilias cuya fuerza vinculante ha bastado para
perdurar a pesar de las grandes transformaciones culturales experimentadas en la historia de
la ciudad. Una cuidadosa atención a los procesos de la memoria que tienen lugar en la
imagen nos llevaría, por tanto, a plantear los siguientes interrogantes en relación con los
modos de habitar Bogotá y la construcción de identidad: ¿qué hemos dejado de ser y cómo
lo hemos dejado de ser? ¿Y qué hemos llegado a ser, en virtud de qué o pese a qué?
227 Cf. Didi-Huberman, G., op. cit.
[126]
Las imágenes fotográficas callejeras como instrumentos de pensamiento sociológico
sobre la ciudad
Aspectos ontológicos de la imagen fotográfica callejera
Antes de continuar, vale la pena aclarar que la
materialidad constitutiva de la imagen fotográfica
exige reconocer los siguientes aspectos generales.
En primer lugar, sin esta característica ontológica,
no habría imagen fotográfica como tal, esto es, que
la fotografía posee como condición de posibilidad
de su existencia el soporte material en el cual se
imprimirá la distribución de fotones y rayos
lumínicos que componen finalmente la imagen
visual. Segundo, el rasgo material de la fotografía
es justamente el resultado de la aplicación de un
conjunto de procedimientos técnicos y físico-
químicos ejecutados por un dispositivo tecnológico
específico –la cámara–, siendo entonces necesario
resaltar que la fotografía constituye el efecto
tangible de una técnica de producción de la imagen
que depende de determinados condicionamientos
económicos y tecnológicos, los cuales se inscriben,
a su vez, en un momento específico del desarrollo de las fuerzas productivas en el contexto
del capitalismo industrial.
Respecto a su contenido visual –normalmente llamado “contenido de representación”–,
cabe aclarar que la imagen fotográfica dista mucho de ser una simple representación
mimética del referente empírico que se halla frente al lente de la cámara; es decir, que la
foto no es copia fiel de la realidad sino que constituye un signo deíctico, un índice228 cuya
228 Silva, A. op. cit., p. 88.
"Mi padre y mi tío mayor". Foto publicada en el grupo Bogotá Antigua (Facebook) por Guillermo Ariza, 1968.
[127]
“fuerza constativa”229 no se limita a reforzar la realidad ni la identidad del “objeto”
representado, sino que atañe especialmente a la constatación del tiempo: “desde un punto de
vista fenomenológico, en la Fotografía el poder de autentificación prima sobre el poder de
representación”230; de esta manera, la fuerza deíctica del contenido visual de la fotografía
apela directamente a la verdad de la foto en términos de “esto-ha-sido”231 y, en
consecuencia, logra estimular a la memoria encarnada en una serie de afectos y emociones
compartidos en virtud de un pasado común. En últimas, “la verdad de la imagen pasa por el
cuerpo”232 y su contenido visual se convierte en un testigo irrefutable del movimiento de la
historia, tanto individual como colectiva. A este respecto, cabe precisar el sentido
metodológico de la imagen fotográfica que se desprende de la anterior definición, si bien
puede inducirse la idea de que dicha imagen –en tanto imagen-memoria, imagen del pasado
o pasado hecho imagen– constituye un documento histórico cuya verdad residiría, pues, en
el contenido de representación. Sin embargo, la verdadera potencialidad de la imagen
fotográfica que aquí se quiere destacar, en relación con el problema de la memoria urbana,
se concentra en la función simbólica que desempeña en el contexto de su producción y
apropiación –antes que en su utilidad documental– para dar cuenta de las transformaciones
en los modos del habitar bogotano, al interior de procesos históricos de mayor o menor
duración; esto es, el tratamiento de las imágenes fotográficas como formas simbólicas233 o
símbolos culturales234, los cuales se convierten finalmente en huellas235 de tales modos de
habitar, reforzando así la concepción de las producciones fotográficas en tanto índices.
Finalmente, en cuanto a las características de su conservación, la imagen fotográfica cuenta
con la peculiaridad de insertarse en una práctica cultural, socialmente compartida, al
interior de la tradición familiar, específicamente urbana; dicha práctica involucra la
construcción de una tecnología de la memoria que actúa como archivo fotográfico en el que
se atesoran las imágenes que terminan configurando la identidad de un grupo en concreto
229 Barthes, R., op. cit., p. 137. 230 Ibíd., cursiva mía. 231 Ibíd., p. 144. 232 Ibíd., p. 120. 233 Cf. Cassirer, E. (1925), Esencia y efecto del concepto de símbolo. México: Fondo de Cultura Económica, 1925. 234 Warburg, A., op. cit. 235 Didi-Huberman, G., op. cit.
[128]
(p. e., familia y cercanos). Estamos hablando del álbum fotográfico y más específicamente
del álbum familiar. Allí, cierto tipo de fotografías reposan como objetos potencialmente
interpeladores cada vez que se dispone a abrir alguna de sus páginas; aunque su
construcción no obedece a un criterio de organización suficientemente claro como para
determinar la configuración ‘correcta’ (cronológica-lineal) del archivo visual, no obstante
la diversidad de historias y relatos que es capaz de movilizar acaban por cruzarse en algún
punto, una forma específica –auténtica– de mostrar la historia de la familia, de las personas
allegadas e, incluso, de los espacios que fueron habitados por ellos.
Así las cosas, contamos con las siguientes características de la imagen fotográfica,
pertinentes para el presente estudio: (i) la materialidad como su rasgo ontológico
fundamental; (ii) las condiciones técnicas de su producción, ligadas a cierto grado de
desarrollo de las fuerzas productivas (económicas y tecnológicas) en el marco del
capitalismo industrial; (iii) la “verdad” deíctica de su contenido referida al (paso del)
tiempo y no al objeto fotografiado, verdad
que se deriva de la función simbólica que
ejercen las imágenes en la vida de los
usuarios y productores; y (iv) las formas
culturales de su conservación por medio
del archivo fotográfico o el álbum familiar
(tecnologías de la memoria). Cada una de
estas propiedades tiene como punto de
partida el soporte material de las imágenes
fotográficas; imágenes en las que si su
referente empírico es el escenario urbano,
conducen a la superación de la imagen-
percepción o imagen-subjetiva de la ciudad
para elevarnos a una materialidad mnémica
inscrita en las fotografías de la ciudad, o en
otras palabras, a una memoria viva que toma cuerpo en este tipo de imágenes, y que es
capaz de tocar las fibras más sensibles de la memoria urbana, actualmente debilitada, para
ofrecernos la posibilidad de indagar por las distintas transformaciones y vicisitudes del ser-
Palacio de las Comunicaciones (Edificio Manuel Murillo Toro, actual Ministerio de las TICS) junto a la extinta Iglesia de Santo Domingo. Fotografía de Sady González. Biblioteca Luis Ángel Arango, 9 de enero de 1947.
[129]
en-el-mundo (habitar) urbano de nuestra Bogotá. Se trata, en última instancia, de una
imagen de ciudad potencialmente autoconsciente (para-sí), cuya fuerza sólo será activada
por la acción de aquella mirada que sea capaz de ver a través suyo el conjunto de pliegues y
sedimentos que constituyen el terreno sociocultural en el que la experiencia cotidiana actual
en las calles del centro histórico de la ciudad hunde sus raíces. Sin embargo, resulta más
plausible que la mirada se halle previamente atravesada por la imagen-memoria, como si
ella nos mirara para preguntarnos quiénes somos al mostrarnos quiénes hemos sido. Este es
el caso específico de la fotografía callejera y de la imagen de ciudad.
El desplazamiento de lo privado a lo público
La presente investigación parte de un movimiento específico de la mirada que se posa sobre
las antiguas fotografías callejeras de la Bogotá de la primera mitad del siglo pasado. Un
movimiento que representa la transición de la mirada íntima e individual, de profundo valor
afectivo para la memoria familiar, hacia una esfera de comprensión del valor simbólico de
estos documentos fotográficos desde una perspectiva sociocultural de las prácticas urbanas
cotidianas. El material con el cual la investigación desarrolla sus observaciones y análisis
sobre el devenir de la vida urbana en Bogotá experimenta una suerte de transformación
semántica, en la medida en que ha sido extraído de un contexto cercano y familiar para
exponerlo, finalmente, en un campo de reflexión más amplio que tiene que ver con la
pregunta por aquello que somos y por lo que hemos dejado de ser en cuanto miembros de
una misma sociedad, dentro de la cual nos reconocemos como hijos e hijas de un mismo
relato e historia comunes, encarnadas en los imaginarios colectivos, en las costumbres, en
los hábitos, en las creencias, en los rituales y las prácticas cotidianas, en los actos de
cortesía, indiferencia y lazo social, en las valoraciones socio-morales de la apariencia, en
las gestualidades, en los roles sociales y en los usos creativos y rutinarios de los espacios y
los tiempos, etc.
[130]
Vemos cómo un mismo objeto
fotográfico cambia de significado
dependiendo del punto de vista desde el
que se le mire. El origen de este
proyecto hunde sus raíces en una
experiencia personal que involucró la
participación activa de mi abuela como
representante de la memoria viva de mi
círculo familiar; aquí las antiguas
fotografías callejeras, insertas de
manera singular en las páginas de los
álbumes familiares de mi casa, poseen
intrínsecamente un profundo valor
afectivo para la memoria de la familia,
especialmente para sus miembros (mis
parientes) más antiguos. Sin embargo,
en el momento en que indago junto con
mi abuela sobre el origen de este tipo de
fotografías, las conversaciones
adquieren un nivel de comprensión que
trasciende el ámbito puramente familiar de interés hacia estos documentos; ahora, aun
cuando el significado de las fotografías sigue estando referido a la familia (y especialmente
al recuerdo, las experiencias y la historia de vida de mi abuela de mi abuela), el contenido
de sus palabras remite, directa o implícitamente, a un conjunto de procesos y condiciones
de tipo económico, social, político, estético y cultural, que marcaron las directrices
estructurantes de la vida cotidiana y la vida callejera del centro bogotano de mediados del
siglo XX, esto es, a una experiencia colectiva –compartida– de ciudad. Las imágenes que
van brotando de la memoria hablada de mi abuela esbozan el movimiento de la vida
cotidiana que discurre en las calles, como si el paisaje urbano se transformara en el telón de
fondo del escenario en el cual mi abuela (junto con las demás personas que rememoraba)
representaba un papel en la vida social de las calles. Una riqueza de formas de
Abuelos de Paola Rico (amiga) caminando por el centro de
Bogotá, 1971. Archivo familiar de Paola.
[131]
comunicación y sociabilidad, así como de contenidos culturales, se despliega a medida que
mi abuela describe las imágenes. Seguramente fue esta misma riqueza de la vida cotidiana
la que constituyó el principal centro de atención de escritores, periodistas, artistas,
reporteros gráficos y fotógrafos callejeros, quienes se sirvieron de la plasticidad de su
materia prima para construir un lenguaje que hablara sobre las formas elementales de la
vida callejera y del habitar urbano, en una ciudad como Bogotá de mediados de siglo XX;
de su obras se pueden destacar los más variopintos detalles de la escena callejera del centro
bogotano: la importancia de vestir elegantemente, las normas tácitas que regulan el
comportamiento y las relaciones entre los sexos, los distintos fines por los cuales se salía a
hacer “diligencias” al centro, así como los diversos lugares que allí se solían frecuentar, las
prácticas laborales y recreativas, el uso del espacio público y el significado social de las
posturas y disposiciones corporales, etc., etc.
Mi tátara abuela Leonor en plena Carrera Séptima, años 50’s aprox. Archivo familiar del autor.
Ahora bien, cuando la curiosa voluntad de saber no se dirige ya tanto a la historia familiar,
sino a los modos concretos de vivir la ciudad y de andar en las calles en los tiempos que
atestiguan las antiguas fotografías, se produce un importante viraje epistemológico que
[132]
convierten a estos elementos fotográficos de intimidad familiar en auténticos documentos
histórico-culturales236. Claro está que la condición afectiva-familiar de este tipo de
fotografías no se abandona por completo. No obstante, las preguntas que pueden ser
formuladas en torno a su significado cultural, ligado a la experiencia de un pasado vivido
por nuestro abuelos, permitirían extraer un conjunto de interpretaciones sobre aquello otro
que no corresponde precisamente al ámbito familiar; y ese otro, distinto del dicho ámbito,
es “la ciudad”, particularmente la calle, de la cual se pretende hablar en términos de las
diferentes tensiones que atraviesan a las formas concretas de habitarla, mediante el
reconocimiento y la comprensión sociocultural de las prácticas, discursos, imaginarios y
representaciones que tejen el incesante movimiento creativo/reproductivo de la vida
cotidiana. Es más, en el momento en que el significado de las antiguas fotografías callejeras
es trasladado hacia el campo de la reflexión sociocultural sobre los modos concretos de
habitar la ciudad, es posible que se genere una nueva sensibilidad al interior del ámbito
académico; sensibilidad de la cual seguramente poseen un gran dominio los adultos
mayores que tuvieron la oportunidad de vivir la antigua Bogotá a blanco y negro. Esta
misma sensibilidad se expresa comúnmente a través de un sentimiento muy particular al
que llamamos “nostalgia”, sin saber muy bien lo que dicha noción entraña en el fondo, de
tal suerte que despachamos apresuradamente las manifestaciones de dicho sentimiento
como si se tratara de un romanticismo impotente y caduco que nada tiene que ver con la
visualización de un futuro próspero. Sin embargo, basta con escuchar y leer los relatos que
nuestros padres y abuelos construyen tan pronto ven una de estas fotografías callejeras, sea
que aparezcan ellos mismos o viejos conocidos, sea que identifiquen el lugar donde alguna
vez tuvieron una grata o no tan grata experiencia. Es inevitable que en dichos relatos surjan
elementos relacionados con el contexto de la vida nacional, las vicisitudes de la violencia
en los campos y las ciudades, las constantes referencias a una extinta cultura material que
daba cuenta de las necesidades prácticas y los usos diarios de la vida cotidiana, la añoranza
de las modas de antaño y, sobre todo, el rico repertorio de costumbres que eran exhibidas
públicamente en las relaciones sociales callejeras. En otras palabras, este tipo de fotografías
casi que obliga a quien las mira a hablar sobre los aspectos de su vida personal siempre en
relación con sucesos, acontecimientos o experiencias colectivas inscritas en el “gran relato”
236 Cf. Ginzburg, C., op. cit.; Olave, G., op. cit.; Warburg, A., op. cit.
[133]
de la historia nacional en general y de la historia bogotana en particular. Y esto quiere decir
que, a pesar del desplazamiento de la mirada que se posa sobre las fotografías antiguas,
existe una solución de continuidad respecto a la experiencia estética que despierta en sus
observadores. ¿Existe entonces la posibilidad de tender un puente de solidaridad entre los
intereses investigativos de la academia sobre la ciudad y la sensibilidad histórica y estética
que los habitantes “del común” poseen de las transformaciones urbanas?
Dicho lo anterior, el presente estudio debe enfrentarse a una primera tensión fundamental,
tensión sin la cual no sería posible abordar los demás conflictos socioculturales de la vida
cotidiana que pretenden ser ilustrados mediante la complicidad que sostengo entre imagen y
ciudad. De hecho, semejante complicidad sólo puede ser justificada en virtud de dicha
tensión, la cual, lejos de tratarse de una relación rígida, representa el movimiento
epistemológico y metodológico sine qua non para que el antiguo objeto fotográfico
abandone su limitado lugar de origen (el archivo familiar) y se aventure a decirnos algo
sobre la ciudad que habitamos poéticamente, a través de un ejercicio crítico de comparación
que permita ofrecer algunas luces sobre la confusa idea de nuestra identidad como
“bogotanos”, a partir de la consideración de aquello que fuimos algunas vez y que dejamos
de ser. Así pues, esta tensión fundamental se refiere a la importante discusión acerca de lo
público y lo privado, y específicamente a la manera como este tipo particular de antiguas
fotografías de la calle no sólo habla para el corazón de las familias colombianas, sino
también –y con igual fuerza– para la memoria colectiva de la ciudad y el enriquecimiento
de su patrimonio visual-material.
El interés público del archivo privado: del álbum familiar al atlas urbano
Un cuidadoso acercamiento a los álbumes familiares permite advertir la existencia de unas
cuantas fotografías antiguas que destacan tanto por las cualidades de su factura como por el
contenido que representan. De un lado, se trata de un conjunto de fotografías de menor
tamaño (en comparación con la foto moderna que prevalece en los álbumes), generalmente
a blanco y negro y cuyos bordes, en el mejor de los casos, conservan el fino troquelado de
patrones cuidadosamente diseñados, que, en el peor de los casos, aparecen doblados, rotos
[134]
o manchados como índice relativo del paso del tiempo. Por otra parte, son fotografías que
muestran a distintas personas, solas o en compañía, comúnmente de cuerpo entero y
elegantemente vestidas, mientras caminan por la calle hasta que son sorprendidas por el
fotógrafo ambulante; como telón de fondo se vislumbra con relativa claridad el paisaje
urbano compuesto por edificios del más variopinto estilo arquitectónico, nutrido por el
conjunto anónimo de personas que transitan por la misma calle, los establecimientos
comerciales, las obras públicas, los medios de transporte y, en algunas ocasiones, por las
condiciones climáticas del momento. Ahora bien, es tan reducida la cantidad de este tipo de
fotografías en los álbumes familiares que la mayoría de las veces “debería” llamar nuestra
atención para indagar sobre la fecha de su producción, el lugar de la captura y la identidad
de aquellos que allí aparecen retratados; sin embargo, lo cierto es que ocurre todo lo
contrario, como si nuestra mirada se viera mucho más interesada por la fotografía grande y
a color que predomina en las demás páginas del álbum. Entonces, cuando efectivamente
nos resolvemos a problematizar la existencia de estas fotos antiguas advertimos que se
articulan elementos heterogéneos, dentro de los cuales unos se ubican en el círculo familiar
(reconocimiento de las personas, situaciones concretas y contextos precisos), mientras que
otros corresponden a un ámbito extra-familiar, mucho más relacionado con los diversos
elementos constitutivos de la experiencia callejera y la vida urbana cotidiana, entendidas
como espacios de la vida en común.
Hay, pues, un interesante juego entre la extrañeza y la familiaridad contenidas en estas
fotografías antiguas. Lo extraño de las antiguas fotos del archivo familiar tiene que ver
particularmente con el fenómeno urbano. Resulta sumamente interesante percatarse de la
presencia de las calles del centro bogotano en las antiguas fotografías –en donde
seguramente aparecen individuos que nada tienen que ver con la historia familiar–, porque
ellas logran vincular de modo especial la memoria íntima familiar con la memoria colectiva
de un pasado urbano que despierta los sentimientos de nostalgia anteriormente
mencionados, especialmente en aquellos que fueron objetos espontáneos del lente
fotográfico y que por ello mismo vivieron la antigua ciudad. El juego entre extrañeza y
familiaridad puede traducirse igualmente como el juego entre lejanía y cercanía, por cierto
[135]
muy de la mano con el concepto de aura benjaminiano237, en la medida en que tanto las
propiedades formales como los elementos iconográficos de estas fotos remiten a un pasado
que no volverá en su totalidad, a una ciudad que murió para dar lugar a otra muy distinta y
que sólo pervive en el recuerdo de las generaciones pasadas. La experiencia de la lejanía se
hace más patente cuando somos nosotros, jóvenes, a quienes nos cuesta creer que el aspecto
físico de la Bogotá de la primera mitad del siglo XX, así como las formas culturales que la
acompañaban, eran muy diferentes a la ciudad que habitamos actualmente. De modo que
las antiguas fotografías conservan una suerte de “aura”, por cuanto en ellas tenemos la
manifestación exclusiva de una lejanía que, no obstante, mantenemos cerca de nosotros
gracias al archivo familiar.
En otras palabras, ¿qué puede decirnos el hecho de que exista un tipo de imágenes
fotográficas que muestran a nuestros familiares caminando por unas calles que, aunque las
hemos recorrido o las logramos reconocer, ya no son las mismas que ellos alguna vez
recorrieron? ¿Es posible que las antiguas fotografías callejeras puedan hablarnos sobre los
cambios físicos, culturales y simbólicos que han experimentado la ciudad y sus habitantes
desde el punto de vista de las prácticas de la vida cotidiana callejera? Con la intención de
abordar estos interrogantes, parto de la idea según la cual es posible obtener un
conocimiento de los procesos de la cotidianidad urbana a partir del análisis de tales
imágenes fotográficas, cuyo significado inicial emerge de la actividad simbólico-afectiva
del núcleo familiar; dicho de otro modo, supongo que en todo álbum familiar existe la
posibilidad de encontrar un conjunto de imágenes de ciudad que pueden arrojar luces sobre
las prácticas, vivencias e imaginarios cotidianos que discurren en las calles, y sobre los
modos de habitar el entorno urbano, que contribuyen a la configuración del ethos cultural
de la antigua Bogotá del siglo pasado.
En este sentido, no se abre el álbum fotográfico para recordar los momentos más
importantes de la historia familiar. Dentro de la presente investigación, abrir el álbum
familiar implica sacarlo del campo de significación privada en el que se halla inscrito
normalmente para involucrarlo con el ámbito público de la reflexión sobre la ciudad, la
237 Benjamin, W. (1936), La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. México: Itaca, 2003, p. 47: el aura es definida como “un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar”.
[136]
vida colectiva y el habitar urbano en términos de la cotidianidad. Abrirlo significa excavar
la profundidad de sus sedimentos para extraer lo que no necesariamente es familiar a la
memoria doméstica en virtud de que eso incógnito es, precisamente, común a todos. Pero
también se trata de abrirlo para insistir en el extrañamiento que se produce al observar las
fotos instantáneas callejeras cuando nos remiten a un tiempo que se percibe lejano, debido a
la discontinuidad histórica y cultural que atestiguan los elementos iconográficos de las
imágenes en relación con los actuales estilos de vida urbanos en Bogotá.
Así pues, el movimiento a través del cual se amplía la significación de las antiguas
fotografías callejeras, desde una mirada doméstica-privada hacia una perspectiva
sociocultural del habitar urbano, se puede representar gráficamente de la siguiente manera:
Ahora, el movimiento representado por el esquema anterior cobra cuerpo mediante
ejemplos concretos, así:
ÁLBUM
FOTOGRÁFICO
FAMILIAR Fotografía
antigua callejera
(o “instantánea”)
Imágenes complejas de
ciudad (montaje o collage)
PRIVADO PÚBLICO
[137]
De esta manera, la tensión fundamental entre lo público y lo privado se traduce en el
movimiento por el cual se transforma el significado de las antiguas fotografías callejeras.
Dejando de ser exclusivamente objetos de recuerdo familiar para ser consideradas como
documentos históricos de interés público, estas imágenes pueden dar cuenta de un conjunto
de condiciones sociales y culturales, atravesadas, a su vez, por una imbricada red de fuerzas
de tipo estético, ético, tecnológico, económico y político, cuyos cambios en el tiempo habrá
que interpretar a la luz de las diversas relaciones y tensiones iconográficas que sedimentan
las capas por las cuales ha transcurrido la experiencia colectiva en la cotidianidad bogotana
del siglo pasado. Cabe insistir, no obstante, que el cambio de significación de los objetos
fotográficos, una vez colocados sobre la esfera colectiva de la memoria urbana, no
desconoce el potencial intrínseco de estas fotos para despertar sentimientos y afecciones;
por el contrario, no tardará mucho tiempo en demostrarse que dichas fotografías son
capaces de estimular una sensibilidad que apunta claramente al problema de nuestra
identidad cultural en cuanto habitantes de la capital colombiana, problema que será tratado
más adelante.
***
Por lo pronto, lo anterior lleva a plantear la pregunta por las nuevas características
ontológicas de las fotografías “instantáneas” en tanto documentos de interés público,
1. Página de álbum familiar 1
(propiedad del autor).
2. Fotografía instantánea de mi abuela
hallada en los álbumes familiares de mi casa. Carrera Séptima con Calle 12, 1963.
3. Imágenes fotográficas de ciudad
(Bogotá). Visualización de los espacios y los tiempos, las prácticas y acontecimientos que sirvieron como telón de fondo al “callejeo”.
[138]
teniendo en cuenta que son producto a su vez de una práctica cultural concreta a la que
denominaré fotografía callejera y que en otros lugares ha sido conocida como “fotocine” o
“fotocinería”238. Deberá llevarse a cabo una reelaboración conceptual de la imagen
fotográfica callejera para dar cuenta de la naturaleza y del potencial de estos objetos, de
cara a la generación de un conocimiento de la historia cultural de Bogotá en términos de las
formas concretas del habitar cotidiano. Antes de continuar con dicha temática, vale la pena
ofrecer un par de razones más para ilustrar con mayor profundidad en qué líneas podría
desarrollarse el interés público de las antiguas fotografías callejeras para dicha empresa de
análisis cultural.
Como si se tratase de un “relámpago”, las fotografías callejeras nos interpelan tan pronto
advertimos su extrañeza. La plasticidad y el dinamismo de las formas espaciales y
corporales contenidas en la imagen fotográfica entra en juego con la expresividad de las
fuerzas del tiempo y del espíritu de la época de la cual son testimonio; eventualmente, las
fuerzas acaban desbordando a las formas y es ahí donde se produce la experiencia de
extrañamiento en el ámbito de lo familiar239. La interpelación generada por este tipo de
fotografías consiste en el hecho de que nosotros, viéndolas, somos vistos. ¿Qué es entonces
lo que vemos de nosotros mismos cuando observamos las antiguas fotografías callejeras, a
pesar de la distancia espaciotemporal que nos separa de ellas?
238 Sobre el término, véase Vélez, G.M. (2009), “Las historias mínimas del anónimo transeúnte. Breve reseña de un episodio urbano”. Revista Co-herencia, Vol. 6, N° 11, julio-diciembre, 2009, Medellín: Escuela de Humanidades, Universidad Eafit, pp. 149-164: “(…) A este tipo de toma se le llamó fotocine o fotocinería. Pero, ¿por qué se dio a conocer con esos nombres a esta particular práctica comercial de la fotografía? Son varias las hipótesis de acuerdo con los distintos fotógrafos consultados. Algunos aducen que se debe al tipo de película usada, ya que para las tomas se utilizaba –película– de 35 mm en grandes metrajes, la que es habitual en la industria cinematográfica. Otros afirmas que se debe a la manera como se hacían las imágenes, porque, a diferencia de las que se realizan mientras el sujeto posa, las del fotocine se tomaban mientras el sujeto caminaba, transmitiendo de esta manera una cierta sensación de movimiento: “como en el cine”. Lo cierto es que ambas ideas resultan plausibles, incluso complementarias, pero hasta la fecha no ha sido posible encontrar el origen preciso de la denominación ni del momento en el cual empezó a usarse (…)” (p. 150). 239 La referencia a los términos de forma y fuerza es tomada de las reflexiones de G. Deleuze (1995) acerca del incisivo trabajo de M. Foucault, en donde se establecen los vínculos saber/ver y poder. Las formas remiten tanto al ámbito de un saber más o menos formalizado e institucionalizado, como a las formas de visibilidad que distribuyen los roles y/o jerarquías al interior de un espacio social; mientras que las fuerzas –que atraviesan las configuraciones formales del saber y la visibilidad– hacen caso a las relaciones de poder que acompañan las diversas formaciones discursivas y no discursivas en campo de lo social y cultural. Este tópico conceptual será desarrollado posteriormente.
[139]
Ver y ser visto en la calle
Ver y ser visto constituye la condición fundamental de la inscripción de los individuos en el
ámbito de lo público. El espacio público es el escenario en el cual dichos individuos se
presentan ante los demás según determinadas normas de conducta, reconocimiento y
valoración social que orientan las acciones, las relaciones, los modos de presentación y los
lazos comunicativos entre ellos. Así pues, las antiguas fotografías callejeras atestiguan, por
un lado, la puesta en relación de las personas fotografiadas con el espacio público urbano
por excelencia, es decir, la calle, entendida como lugar de encuentro y lugar de paso por
medio del cual los individuos son conscientes de ser reconocidos como cohabitantes de la
ciudad (o, en otras palabras, como miembros de una misma comunidad de sentido). Estas
fotografías nos muestran una práctica urbana cotidiana tan básica que a menudo pasa
inadvertida ante el sentido común: el andar-en-la-calle. Semejante al estar-en-el-mundo
heideggeriano240, el andar-en-la-calle corresponde a una de las características ontológicas
fundamentales de la condición urbana de la existencia. Más aún, dicha práctica refiere a la
ineludible dimensión pública del individuo que habita la ciudad, a la susceptibilidad de ser
reconocido como parte de la comunidad citadina (o bien, excluido de la misma); prueba de
ello son las propias fotografías callejeras que evidencian el momento en que las personas
son abordadas imprevistamente por los fotógrafos ambulantes para generar una imagen de
sí mismos. En estas circunstancias específicas, los transeúntes deciden en cuestión de
segundos si continúan su trayectoria y concentran (o desvían) la mirada en el objetivo
fotográfico o si, por el contrario, prefieren detenerse para posar ante la cámara y construir
su propia imagen según los criterios culturales de la honorabilidad, el respeto y la dignidad
culturalmente establecidas: una imagen ideal de sí mismos.
Dos cosas que resaltar sobre este primer punto. Primero, la exposición del cuerpo y la
personalidad individuales en el espacio público al andar-en-la-calle; la calle se torna una
suerte de pasarela en la que transita una multiplicidad de individuos y objetos dentro de un
marco cultural de sentido común que configura la vida cotidiana en la ciudad. Es aquí
donde se hace patente el carácter público de la individualidad: todos y cada uno de nosotros
240 Heidegger, M. (1927), Ser y tiempo. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009.
[140]
somos susceptibles de convertirnos en objeto de la mirada del otro. Segundo, la peculiar
disposición de la pose, que no es otra cosa que el síntoma de que el individuo anticipa la
construcción de su propia imagen en la proyección de un otro colectivo, invisible, el cual
determina en gran medida y constantemente su presentación personal241. En consecuencia,
la primera razón por la cual las antiguas fotografías callejeras llegan a despertar un interés
colectivo en relación con la ciudad tiene que ver con la dimensión pública del o de los
individuos que caminan las calles del centro histórico de Bogotá, en la medida en que están
expuestos a la mirada social242 de los otros.
Verse a uno mismo en la imagen callejera
Por otro lado, aquello que las fotografías callejeras pueden decir sobre nosotros mismos
cuando las vemos, se encuentra estrechamente relacionado con lo que alguna vez fueron
nuestros padres, abuelos y demás viejos conocidos. Un interesante reconocimiento del
tiempo pretérito puede llegar a provocar una serie de curiosas confusiones, especialmente
por parte de quienes vivieron plenamente la época de la fotografía callejera. Tomo como
ejemplo el caso particular de mi abuela en el momento en que le mostré una serie de
fotografías que extraje de los álbumes familiares de una amiga (Laura Morales), a quien
visité para desarrollar un trabajo de campo preparatorio (Imagen 4). En dichas fotografías,
que datan aproximadamente del año 1947-1948, aparecen varios familiares y conocidos de
la familia de mi amiga, donde figura en repetidas ocasiones su abuelo materno (Germán
González); caminando serenamente por distintas calles del centro de Bogotá –a excepción
de un par de fotografías (las más antiguas) en las que aparecen dos señores posando
elegantemente ante la cámara, uno con sombrero de cinta y ambos cargando
cuidadosamente su sobretodo en el brazo izquierdo–, las fotos evidencian tanto el
241 Cf. Barthes, R. (1980), La cámara lúcida. Barcelona: Paidós, 1989, p. 37: “(…) cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de “posar”, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen. Dicha transformación es activa: siento que la Fotografía crea mi cuerpo o lo mortifica, según su capricho”. 242 Cf. Simmel, G. (1908), “Digresión sobre la sociología de los sentidos”. En: Sociología. Estudios sobre las formas de socialización. Tomo II. Buenos Aires: Espasa Calpe, 1939. Allí el autor expone la importancia y el predominio otorgado al sentido de la vista en la experiencia urbana, caracterizada por la existencia de las multitudes.
[141]
movimiento y gestualidad individuales del andar callejero como el trasfondo del paisaje
urbano y los demás transeúntes que alcanzaron a quedar registrados en el plano de visión
fotográfico. Vestidos todos de traje de paño –igualmente a excepción de las únicas dos
mujeres que figuran en la serie, quienes portan elegantes vestidos de falda larga por debajo
de los tobillos, acompañados de pequeños sombreritos–, los hombres demuestran en sus
rostros el gusto por ser fotografiados espontáneamente en la calle.
Así pues, procedo a mostrarle a mi abuela la foto del montaje fotográfico que construí con
las instantáneas de los archivos familiares de Laura, a fin de atender su opinión al respecto.
Sorprendentemente, mi abuela señala una de las instantáneas para afirmar, con total
convencimiento, que ahí se encuentra mi abuelo (“¡Ay, mire a su abuelo Víctor!). Perplejo
ante su comentario, corrijo inmediatamente a mi abuela y digo que se trata de los abuelos
de una amiga a la que acababa de visitar. Parecía que mi abuela no me había creído por
cuanto seguía observando detalladamente las fotografías del montaje, como si se estuviera
esforzando para establecer alguna relación de identifiación con tales imágenes; se percató
admirablemente de los rieles del tranvía que aparecían en una de las fotos, así como de las
inconfundibles paredes de piedra antigua pertenecientes a la Iglesia de San Francisco. En
todo caso, tras reflexionar sobre lo sucedido, advertí que la reacción inmediata que
generaron estas imágenes sobre mi abuela obedecía a una especie de fuerza de atracción
que provocó repentinamente el vínculo de identificación con los personajes allí retratados;
una identificación producto de la confusión de tales personajes con los miembros del propio
círculo familiar.
[142]
Lo que este caso particular sugiere es que, más allá de las características formales de la
composición de la fotografía callejera (relación individuo(s)-espacio urbano), los vínculos
de identificación que generan estos documentos conducen a pensar que se trata de la misma
imagen a pesar de su considerable magnitud cuantitativa en los diferentes archivos
fotográficos. De ahí que se hable de un tipo particular de fotografías que dan cuenta de la
universalidad de la experiencia callejera que se tenía en aquellos tiempos. La unicidad de
estas imágenes fotográficas refleja la singularidad de las mismas en la medida en que
advierten la relación dialéctica de lo particular de la experiencia callejera con lo universal
del habitar urbano. Se entiende, por tanto, que las fotografías callejeras colocan a sus
observadores en una posición tal que les permite adoptar una conciencia de su ser
genérico243 referido a las dinámicas concretas que se desarrollan en la vida cotidiana de la
ciudad, siendo preciso hablar en este sentido de las antiguas fotografías callejeras como
fotografías de la vida cotidiana.
243 Cf. Heller, A. (1970), Sociología de la vida cotidiana. Barcelona: Península, 2002.
4. Montaje realizado con fotografías callejeras
extraídas de los archivos familiares de mi amiga, Laura Morales.
5. Página de álbum familiar de mi casa. Mi abuela se refirió a algunas de estas fotografías cuando confundió la imagen de los familiares de Laura Morales con mi abuelo.
[143]
***
Así las cosas, queda por recalcar que las antiguas fotografías callejeras entrañan consigo un
especial poder de vinculación entre quienes las observan y la experiencia de un pasado
vivido que rememora la existencia de una ciudad antigua, y que se vio enfrentada a una
multiplicidad de cambios tanto a nivel físico y material como simbólico, estético y cultural.
De suerte que nosotros, jóvenes, tenemos mucho que aprender de la sensibilidad
memorística de nuestros abuelos antes de que ellos se despidan finalmente de nosotros;
pues en ellos pervive la conciencia de un cambio histórico radical en las formas concretas
de habitar la ciudad que hoy por hoy nos parecen tan normales e incuestionadas. A estas
altura hemos abierto el álbum fotográfico familiar para hender, al mismo tiempo, las
antiguas fotografías callejeras con el propósito de que digan algo sobre el espacio que
habitamos y que permanentemente estamos construyendo en la vida diaria, aunque no
seamos plenamente conscientes de ello. Siendo así, se establece un puente que conduce al
enriquecimiento del archivo fotográfico empleado para llevar a cabo el análisis cultural de
las transformaciones del habitar cotidiano de la ciudad, mediante la integración de las
imágenes de ciudad junto con las fotografías de la vida cotidiana. Considero, en últimas,
que es posible efectuar un movimiento estratégico tal que me permita excavar las
profundidades semióticas de las antiguas fotografías callejeras del álbum familiar para
construir, finalmente, un atlas urbano en cuyo interior descanse la memoria de las historias
cotidianas no contempladas en la Historia oficial de la ciudad (Atlas Mnemosyne).
La fotografía callejera en el proceso de estetización de la vida cotidiana
Desde el punto de vista de las condiciones técnicas y socioculturales de su producción, la
existencia de las antiguas fotografías callejeras refiere fundamentalmente a una práctica
urbana de suma importancia, que llega a ser parte de las poéticas cotidianas del habitar
bogotano durante buena parte el siglo XX; en la medida en que la fotografía representa la
constatación del paso del tiempo, el vasto conjunto de fotografías callejeras que se halla
tanto en los álbumes familiares, como en otros dispositivos memoriales de la ciudad, son la
muestra de que en su momento, antes de poder verlas como archivos históricos, este tipo
de fotografía era vivida como parte de la experiencia cotidiana en determinados sectores de
[144]
la ciudad. Es decir, que si bien el acceso a las máquinas fotográficas a comienzos del siglo
XX era muy restringido, llegó un momento en el que, gracias a un grupo específico de
personas (fotógrafos ambulantes, callejeros o ‘fotocineros’), llevaron la magia de la
fotografía al ámbito de la cotidianidad de las calles, generando una serie de curiosos efectos
sobre aquellas gentes que las caminaban y que de repente eran sorprendidos por uno de
estos personajes para capturar su imagen, en un momento único e irrepetible, y ofrecérselas
como objeto de intercambio (principalmente) comercial. Es en este momento que la
práctica fotográfica callejera, junto con todos los rasgos y condicionamientos económicos,
técnicos, sociales y culturales que la acompañan, ponen en marcha lo que en adelante se
entenderá como el proceso de estetización de la vida cotidiana244, en el marco de la
experiencia callejera y el habitar urbano.
Es de resaltar que a la vez que dicho tipo de práctica fotográfica sólo tiene lugar en las
calles del centro de la ciudad –valga la trivialidad–, la fotografía callejera constituye una
forma poética de producir imágenes de la ciudad, más allá de la identidad de los individuos
que son escogidos por la mirada perspicaz del fotógrafo para ser retratados. Digamos, en
244 Echeverría, B. (1998), La modernidad de lo barroco. México: Ediciones Era, 2000.
Fotógrafos fotografiados: fotógrafos callejeros ubicados en la Calle 10. Generalmente utilizaban las cámaras Olympus Pen. Autor desconocido, años 70's.
[145]
últimas, que la fotografía callejera –al igual que los fotógrafos callejeros– no tuvieron plena
conciencia de que su labor hacía parte importante de los procesos de construcción de ciudad
(con excepción de los reporteros gráficos más destacados: Leo Matiz, Sady González,
Carlos Caicedo, Gumercindo Cuéllar, Saúl Orduz, Manuel H., entre otros), sino que, al
dirigirse a los particulares que transitaban las calles del centro para promocionar la imagen
de sí mismos producida por ellos, el producto de su trabajo se inscribía principalmente en
las dinámicas económicas que regían las actividades comerciales callejeras y que tenían
lugar al lado de las ventas de periódicos y revistas, de los lustrabotas y de los grupos de
artesanos que decidían trabajar en el espacio público. Así pues, el surgimiento de una
cultura fotográfica al interior de la vida urbana se debe a la peculiar actividad que
desarrollaban estos personajes con la ayuda de sus cámaras. Por último, la concepción de la
foto callejera como índice revela que lo sido en ella obedece a una práctica cultural que se
tomaba las calles en aquella época; práctica que ha venido debilitándose considerablemente
para dar paso a otras formas de apropiarse la ciudad mediante otro tipo de producción de
imágenes (la tecnología del 145martphone, la práctica del selfie y la correspondiente
frivolidad de la imagen callejera en la actualidad).
Ahora bien, la práctica de
la fotografía callejera
representa un modo
singular en el que arte e
imagen se introducen en la
vida cotidiana gracias a la
consolidación de ciertas
tecnologías que permiten
construir una vasta
iconografía acerca de las
maneras de estar-en-la-
calle y de hacer ciudad. La
producción espontánea –y a la vez intencionada– de fotografías callejeras no necesitaba de
la comprensión de esta práctica como un proceso “artístico” en el estricto sentido de la
Cámara Olympus Pen. Foto extraída de: http://www.elclubdigital.com/foro/showthread.php?t=24214.
[146]
palabra, tanto por el lado de los transeúntes potencialmente retratados como por el de los
fotógrafos. Al contrario, cada una de estas fotografías es el testimonio más contundente de
que los procesos de la imagen no se distancian del movimiento de la vida en las calles,
formando una esfera aparte, sino que son capaces de otorgarle un elemento encantador que
redimen a la experiencia cotidiana de su carácter prosaico, rutinario y funcional. Se trata
entonces de la irrupción, del acontecimiento de lo extraordinario sobre la rutina de la vida
cotidiana; y es justamente esto a lo que apunta Echeverría cuando construye su definición
de la vida cotidiana en el marco de su preocupación por definir el “ethos barroco” de la
modernidad latinoamericana:
La vida cotidiana de los seres humanos sólo se constituye como tal en la medida en que en ella
coexisten estas dos modalidades de la existencia humana [el tiempo de la rutina y el momento
extraordinario], es decir, en que el cumplimiento de las disposiciones que están en el código tiene
lugar, por un lado, como una aplicación ciega y, por otro, como una ejecución cuestionante de las
mismas; en la medida en que la práctica rutinaria coexiste con otra que la quiebra e interrumpe
sistemáticamente trabajando sobre el sentido de lo que ella hace y dice245.
Pues bien, es el juego entre el discurrir rutinario de la gente que camina por las calles de la
ciudad y el momento en el que es sorpresivamente abordada por el fotógrafo callejero a
partir del cual se constituye la vida cotidiana urbana, gracias al papel mediador-poético de
la imagen callejera, del acontecimiento fotográfico de ese instante único e irrepetible. La
fotografía callejera instantánea se alza entonces como la producción de la vida cotidiana en
el plano de lo imaginario. Sin duda, la fotografía callejera, en tanto práctica cultural, es
aquel elemento mediador en el que confluyen los procesos sociales de la ciudad, de la
economía, de la técnica y del arte para construir una imagen de la vida cotidiana que da
cuenta de las formas poéticas del habitar la ciudad bogotana en el siglo XX, cuando ésta se
encuentra en el momento en que está dejando de ser una aldea –un “villorrio”, un pueblo
rural– para irse convirtiendo, no sin dificultades, en una ciudad moderna y cosmopolita.
245 Echeverría, B. (1998), op. cit., pp. 187-188.
[147]
La estetización de la vida cotidiana agenciada
por la fotografía callejera hace referencia al
proceso mediante el cual los usos creativos de
los espacios, de las técnicas y de las condiciones
económicas producen un conjunto variado de
imágenes de ciudad, conformado por los
distintos aspectos que componen su experiencia
cotidiana: aspectos corporales de los sujetos,
aspectos espaciales del entorno y aspectos
temporales de los contextos y las
circunstancias246. La irrupción de la experiencia
estética en la vida rutinaria de los habitantes de
la ciudad que caminan por las calles tiene su
expresión en el instante fotográfico, donde las
personas retratadas se ven interpeladas por el
lente de la cámara y en cuestión de milisegundos
toman la decisión de posar o de retirar tímida o
incómodamente su mirada del plano de visión;
en ambos casos se puede evidenciar cómo el código social de la rutina queda suspendida,
bien sea para crear la imagen ideal de sí mismo mediante la pose, o bien para escapar de la
interpelación provocativa de dicho instante. En todo caso, lo que ocurre en el
acontecimiento fotográfico de la calle es la sublimación de los elementos inconscientes de
la vida urbana en una imagen que hace de lo efímero, transitorio, irrepetible y contingente,
algo duradero, renovable y necesario. El instante toma cuerpo en la memoria fotográfica.
Queda entonces por afirmar que la estetización de la vida cotidiana en la ciudad no es otra
cosa que la creación poética de la realidad prosaica, no como imitación de la misma, sino
como escenificación de la vida urbana en el reino de lo imaginario que se resiste al dominio
246 Echeverría, B., op. cit., p. 192-193: “De esta manera, estetizada, la experiencia del cuerpo de la persona implica la percepción de su movimiento como un hecho “protodancístico”, así como la del tiempo del mismo como un hecho “protomusical”, la del espacio de su desplazamiento como un hecho “protoarquitectural” y la de los objetos que delimitan y ocupan ese espacio como hechos plásticos de distinta especie, “protopictóricos”, “protoescultóricos”, etcétera”.
Sombra de fotógrafo y mujeres "vitrineando". Foto extraída de Bogotá Antigua (Facebook). Autor y año desconocidos.
[148]
absoluto de las condiciones estructurales de la sociedad que se habita, esto es, de las
exigencias normativas y funcionales que impone la modernidad capitalista bajo las formas
de la división social del trabajo, la fragmentación de los tiempos y los marcos de la
productividad. La fotografía callejera, como parte del proceso de estetización de la vida
cotidiana, resuelve la tensión entre el tiempo productivo y el tiempo de ocio, el valor
[ritual] de uso y el valor de cambio, tomando partido por ambos –o mejor, no tomando
partido por ninguno de los dos:
La modernización capitalista de la sociedad europea trajo consigo un enfrentamiento en el
que la ecclesia, como defensora de la figura arcaica del “valor de uso”, fue vencida y
sustituida por la “sociedad civil o burgués”, como defensora del valor puramente
económico. Ante este hecho, el ethos barroco no inspiró una toma de partido por ninguno de
los dos contrincantes, sino la postulación de una socialidad de otro orden en la que lo
eclesial y lo civil no tenían razón de enfrentarse (…) Por esta razón, la única existencia “en
ruptura” que el ethos barroco puede reivindicar… como esencial para la humanización de la
existencia rutinaria es la que se desenvuelve en torno a la experiencia estética. La
“exagerada” estetización barroca de la vida cotidiana, “que vuelve fluidos los límites entre
el mundo real y el mundo de la ilusión”, no debe ser vista como algo que es así porque no
alcanza a ser de otro modo, como el subproducto del fracaso en una construcción realista
del mundo, sino como algo que es así porque pretende ser así: como una estrategia propia y
diferente de construcción de mundo”247.
Lo que hace la fotografía callejera es producir una imagen compleja de la ciudad –una
ciudad imaginada– sirviéndose de las técnicas y los lugares que surgen de aquella realidad
de la cual se pretende distanciar. En virtud de este proceso, de este poético distanciarse de
sí misma, la ciudad se crea como personaje, se subjetiva, se construye como escenario en
permanente proceso de subjetivación: theatrum urbe: la ciudad como teatro.
“Theatrum mundi”, el mundo como teatro, el lugar donde toda acción, para ser
efectivamente real, tiene que ser una escenificación, es decir, ponerse a sí misma como
247 Ibíd., p. 194-195.
[149]
simulacro –¿recuerdo?, ¿prefiguración?– de lo que podría ser. Construir el mundo moderno
como teatro es la propuesta alternativa del ethos barroco frente al ethos realista248.
Theatrum urbe: el enfoque dramatúrgico de la dimensión poética del habitar urbano.
Procesos de subjetivación y performance en las calles bogotanas
Desde la perspectiva teórica del interaccionismo simbólico, el trabajo de E. Goffman249
sugiere que los individuos de una sociedad se presentan cotidianamente ante los demás
como si fueran personajes de una obra de teatro que cumplen un rol determinado y que
procuran tener el control de la situación social específica en la que han de desenvolverse, de
acuerdo con un patrón establecido por convención y comúnmente aceptado por los
individuos. Goffman comprende la dinámica de las relaciones sociales poniendo en
evidencia el sentido originario de la noción de “persona”, que refiere a la máscara que
porta el personaje teatral (prosopon) para desempeñar su papel de acuerdo en
correspondencia con el libreto que ha de interpretar dependiendo de la situación y el
escenario; de esta manera, los sujetos sociales se crean sy propia máscara (presentación,
apariencia, fachada) de acuerdo con el contexto en que se hallen, las personas (actores
obervadores) con las que interactúan y la impresión que éstos quieran generar en los demás,
siguiendo un conjunto de valores dictaminados por la jerarquía del espacio social al que
pertenecen.
Sin embargo, a la hora de volcar la mirada sobre los lazos sociales que se crean, que se
destruyen y se transforman en el contexto y la vida cotidiana de la ciudad, surge la pregunta
acerca en torno a la manera como aplica esta interpretación sociológica de las relaciones
personales en la relación que ciudad tiene consigo misma, teniendo en cuenta el punto de
vista de las formas poéticas del habitar. Aparentemente, la pregunta apuntaría hacia una
posible concepción de la ciudad como “persona”, más específicamente como “personaje” o,
dicho de otro modo, hacia los procesos mediante los cuales la ciudad se “personifica” de
acuerdo con las necesidades espirituales surgidas en un contexto histórico específico;
empero, dicha pretensión puede no gozar de mucha acogida, y es a este respecto que se
248 Ibíd. 249 Goffman, E. (1956), La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu, 2000.
[150]
quiere sostener la idea según la cual la ciudad constituye un escenario en permanente
subjetivación, con el fin de reforzar la concepción de la misma como obra de arte en
constante construcción.
Pero tampoco habría que despachar rápidamente el enfoque dramatúrgico con el cual
Goffman analiza las formas de interacción personal de los individuos en el campo de lo
social. Si se quiere defender la idea de la ciudad como escenario de subjetivación, es
preciso rescatar las sugerencias que el autor norteamericano ofrece a propósito de las
nociones de puesta en escena y de personaje entendido éste como “sí-mismo”. Iluminados
por la temática central de las antiguas fotografías instantáneas callejeras –a saber,
individuos, personas–, el impresionismo250 que caracteriza la perspectiva teatral de los
planteamientos de Goffman permite advertir que la construcción del sí-mismo de los
individuos concebidos como personajes no es tanto la causa como sí el producto del
conjunto de fuerzas e impresiones que componen la situación concreta en la que se halla la
persona en un momento determinado, y ello se evidencia en cada una de esta fotografías
instantáneas. La fotografía representa el instante de una situación de la que el individuo
participa mientras anda por la calle. No obstante, al ser fotografiado, el individuo es objeto
es objeto de la construcción de una imagen de sí mismo, en donde parcialmente se
comprende que dicho “«sí-mismo»-como-personaje es considerado en general como algo
que está alojado dentro del cuerpo de su poseedor, especialmente en las partes superiores de
este, constituyendo de alguna manera un nódulo en la psico-biología de la personalidad”251.
Sobre este punto, Goffman es enfático al afirmar que, contrario a lo que se creería, el
individuo no es poseedor del sí-mismo que considera estar alojado en su cuerpo, puesto que
se halla sujeto a la atribución de dicho sí-mismo por parte del auditorio con el que
interactúa, siendo tal atribución “un producto de la escena representada, y no una causa de
ella”. De manera que
250 Goffman, E. (1956), op. cit., p. 11: “En este studio empleamos la perspectiva de la actuación o representación teatral; los principios resultantes son de índole dramática. En las páginas que siguen consideraré de qué manera el individuo se presenta y presenta su actividad ante otros, en las situaciones de trabajo corriente, en qué forma guía y controla la impresión que los otros se forman de él, y qué tipo de cosas puede y no puede hacer mientras actúa ante ellos”. Y más adelante, p. 12: “La expresividad del individuo (y por lo tanto, su capacidad para producir impresiones) parece involucrar dos tipos radicalmente distintos de actividad significante: la expresión que da y la expresión que emana de él”. 251 Ibíd., p. 268.
[151]
el «sí-mismo», como personaje representado, no es algo orgánico que tenga una ubicación
específica y cuyo destino fundamental sea nacer, madurar y morir; es un efecto dramático
que surge difusamente en la escena representada, y el problema característico, la
preocupación decisiva, es saber si se le dará o no crédito252.
De lo anterior se deduce que, en el juego de las apariencias253 en que se encuentran
inscritos los individuos pertenecientes a un mismo marco de referencia sociocultural –léase
también como el juego de las imágenes de sí y de los otros–, la fotografía instantánea
callejera desempeña un papel sumamente importante a la hora de mostrar la dinámica de la
producción social del sí-mismo de los individuos a partir de la movilización de una
maquinaria específica. Señala Goffman:
Habrá un equipo de personas cuya actividad escénica, junto con la utilería
disponible, constituirá la escena de la cual emergerá el «sí-mismo» del personaje
representado, y otro equipo, el auditorio, cuya actividad interpretativa será necesaria para
esta emergencia. El «sí-mismo» es un producto de todas estas providencias, en todos sus
componentes lleva las marcas de su génesis254.
Pues bien, podemos llegar a pensar que este equipo de personas que cuenta con la
maquinaria y la utilería disponible para construir eficazmente el sí-mismo de los individuos
representados son justamente los fotógrafos callejeros a partir de cuyo oficio develan la
esencia de la estructura de la presentación de la persona en la vida cotidiana. Y si esto es
así, el auditorio ya no sólo es la potencial mirada colectiva a la que se encuentra expuesta la
252 Ibíd., p. 269. 253 Ibíd., p. 257: “Los valores culturales prevalecientes en un establecimiento social determinarán en forma detallada la actitud de los participantes acerca de muchas cuestiones, y al mismo tiempo establecerán un marco de apariencias que será necesario mantener, sean cuales fueren los sentimientos ocultos detrás de las apariencias”. Más adelante, p. 265-266: “Para poner plenamente al descubierto la naturaleza fáctica de la situación sería necesario que el individuo conociera todos los datos sociales pertinentes acerca de los otros (…) Raras veces se tiene acceso a una información completa de este orden; a falta de ella, el individuo tiende a emplear sustitutos –señales, tanteos, insinuaciones, gestos expresivos, símbolos de status, etc.– como medios de predicción. En suma, puesto que la realidad que interesa al individuo no es perceptible en ese momento, este debe confiar, en cambio, en las apariencias. Y, paradójicamente, cuanto más se interesa el individuo por la realidad que no es accesible a la percepción, tanto más deberá concentrar su atención en las apariencias”. 254 Ibíd., p. 269.
[152]
persona que recorre las calles de la ciudad (incluyendo al fotógrafo), sino nosotros quienes
tenemos la posibilidad de observar detenidamente este tipo de imágenes de sí.
Por otra parte, Goffman nos brinda las herramientas conceptuales suficientes para atravesar
los límites de la perspectiva teatral puesta principalmente sobre las formas de interacción e
los individuos en particular, gracias a que la noción de sí-mismo elaborada por él rebasa su
referencia exclusiva a la fachada corporal del sujeto, al insinuar que la “identidad” del
personaje individual no está dada de antemano sino que es un efecto de múltiples variables
socioculturales. Inclusive, los planteamientos de Goffman al respecto nos llevarían a pensar
que es posible ir más allá de la concepción del individuo como sujeto para dar lugar a la
concepción del individuo como inscrito en un permanente proceso de subjetivación; esto es
en últimas, la formulación de la cuestión de la identidad como proceso y no como esencia
dada de antemano. De modo que el desplazamiento a la hora de pensar la ciudad como
escenario de subjetivación constituiría un movimiento epistemológico en el que el espacio
habitado (escenario urbano) se transforma en sujeto (personaje) de su propia construcción.
Para que ello sea así, se acude a la
propuesta foucaultiana concerniente a
los denominados “procesos de
subjetivación”255 como aquellas
estrategias que comportan una forma
de resistencia a la comprensión de la
realidad social como espacio
ineludible de relaciones de fuerza o
de poder. A fin de no caer en un
determinismo insalvable de la acción
individual y colectiva por el Poder,
255 Este problema relativo a los procesos de subjetivación propuestos por Foucault son extraídos a partir de la entrevista sostenida entre Gilles Deleuze y Claire Parnet en 1986, en: Deleuze, G. (1995), “Sobre Foucault”, en: Conversaciones. Valencia: Pre-textos, 2006, pp. 165-189.
Remodelación de la fachada de la Catedral Primada de Colombia. Paul Beer, 1947.
[153]
Foucault presenta los procesos de subjetivación como puntos de fuga en los que las
relaciones de fuerza se pliegan sobre sí mismas, suspendiendo la finalidad dominante de
afectar a y ser afectada por otra para afectarse a sí misma. El resultado de este pliegue de la
fuerza sobre sí es la subjetivación. Pues bien, cuando trasladamos el problema de la
subjetivación a la cuestión urbana estamos indagando por la posibilidad de pensar a la
ciudad –nuestra ciudad– como un espacio capaz de emprender procesos de subjetivación a
partir del pliegue de las distintas fuerzas (económicas, sociales, políticas, tecnológicas,
estéticas y culturales) que la conforman; es decir, que se pretende instalar un puente entre la
concepción de la ciudad como espacio poéticamente habitado y la comprensión de los
modos poéticos de su construcción entendidos en términos de procesos de subjetivación. La
idea de la ciudad como escenario subjetivado responde a la tesis según la cual ciudad se
resiste a tener que tomar partido por las fuerzas discursivas que impone la civilización
europea occidental y la modernidad capitalista (ethos realista), para encontrar en su interior
aquellas fuerzas necesarias para activar los procesos de civilización y modernización a
partir de lenguajes propios. Esto es, que la ciudad hace de sí misma un objeto de constante
producción: la ciudad se produce a sí misma mediante las formas poéticas del habitar,
gracias a o a pesar de las estructuras reales que condicionan los modos de su producción.
La idea de la ciudad como obra de arte en permanente construcción supone que la ciudad –
y todos los elementos que la componen, incluyendo a quienes la habitan– trabajan para
garantizar las mejores condiciones de su habitabilidad en busca de la construcción de
identidad, la cual, por supuesto, no debe entenderse como fin sino como proyecto. La
“estética de la existencia” que Foucault descubrió en el modo griego de habitar el mundo –
o sea, el problema de la vida de cada quién como obra de arte– se desplaza al ámbito de la
ciudad como proyecto inacabado; y la noción de estética no se refiere única y
exclusivamente a la construcción física de la ciudad sino a la producción de los modos de
habitarla que acaban revelando un estilo de vida particular, un ethos256:
Un proceso de subjetivación, es decir, la producción de un modo de existencia no puede confundirse
con un sujeto, a menos que se le despoje de toda identidad y de toda interioridad. La subjetivación no
256 Deleuze, G. (1995), op. cit, p. 183: “La subjetivación es ética y estética, al contrario de las morales, que participan del poder y del saber”. Ibíd., p. 184: “La subjetivación es la producción de modos de existencia o de estilos de vida”.
[154]
tiene ni siquiera que ver con la “persona”: se trata de una individuación, particular o colectiva, que
caracteriza un acontecimiento (una hora del día, una corriente, un viento, una vida…). Se trata de un
modo intensivo y no de un sujeto personal257.
La cita anterior sugiere que la “individuación” a la que se hace alude cuando nos referimos
a los modos de habitar que configuran la ‘identidad’ de una ciudad, no designa una
identidad resuelta en virtud de la adopción de los procesos de la civilización europea y de la
modernidad capitalista por parte de las ciudades latinoamericanas; sino que, al igual que
“una hora del día, una corriente, un viento, una vida”, una ciudad como Bogotá se subjetiva
a la manera de un acontecer susceptible de experimentar cambios y transformaciones en su
permanente búsqueda de identidad con respecto a los proyectos civilizadores y
modernizadores. En la medida en que Bogotá persigue –quiere, desea– el propósito de
convertirse en una ciudad capital en el marco de la modernidad capitalista para tomar
distancia de su aspecto y herencia coloniales, la ciudad recurre a sus propias fuerzas para
crear su propia versión de la modernidad, y el resultado de este pliegue de sí de la ciudad es
lo que Echeverría llama ethos barroco.
A fin de construir una concepción poética, creativa, del habitar urbano en la Bogotá del
siglo XX basada en la perspectiva de los procesos de subjetivación como ejes tanto de
resistencia como de reproducción de las relaciones de poder encarnadas en los aspectos
“coreográficos”258 de las formas y gestos visuales de las fotografías “instantáneas”, la
investigación optará por definir un enfoque dramatúrgico que permita comprender las
dinámicas del habitar en términos del papel que desempeñan entre sí los distintos actores
que aparecen en la ciudad (lazos e interacciones sociales) y la relación que guardan con el
escenario en el que se desenvuelven (escenario entendido no sólo desde el punto de vista
físico sino histórico y contextual). Y para dar cuerpo a dicho enfoque dramatúrgico –
inicialmente inspirado en los planteamientos de Goffman a propósito de la presentación de
la persona en la vida cotidiana259–, se traerá a colación el poderoso concepto de theatrum
257 Ibíd., p. 160. 258 Olave, G. (2013), “Anuncios de paz en Colombia: una interpretación visual desde el método documental de Karl Mannheim”, en: Revista Colombiana de Sociología, V. 36, N° 2, julio-diciembre, 2013, pp. 115-139. 259 Goffman, E. (1956), La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu, 2001.
[155]
mundi elaborado por Bolívar Echeverría260 en el marco de la reflexión sobre los conflictos
generados en torno a los modos de existencia fabricados por las culturas hispanoamericanas
que experimentaron de forma singular el proceso modernizador-civilizatorio como
consecuencia de la colonización de los pueblos por parte de las fuerzas culturales de
Occidente.
La indagación sobre la identidad cultural de la Bogotá antigua a partir de las
fotografías callejeras como formas poéticas del habitar urbano
Extrañamiento en el espacio y en el tiempo, las “instantáneas” ponen de relieve la
diferencia a partir de la cual forjamos nuestra identidad cultural. En tanto documentos
históricos, las fotografías callejeras soportan la memoria de una ciudad, de unos sujetos, de
unos objetos y de unas materialidades que acaban por visibilizar la distancia temporal que
mantenemos nosotros –modernos o contemporáneos– con el entorno vivenciado en la época
de la cual son testigos estas imágenes, y, en consecuencia, plantean el interrogante sobre
nuestra identidad a partir de la relación con eso otro que alguna vez fuimos y que ya no
somos. En este sentido, las antiguas fotografías desempeñan el interesante rol de cinceles
con los cuales se labran las capas que conforman la identidad urbana desde el punto de vista
de las prácticas, los hábitos y las costumbres de la vida cotidiana en la calle, así como las
transformaciones, rupturas, continuidades y supervivencias que han repercutido en la
configuración de los modos de vida presentes en la escena callejera actual.
Refiriéndose a la labor arqueológica realizada por M. Foucault, G. Deleuze precisa el
significado de la historia en relación con la preocupación por el presente:
La historia, según Foucault, nos cerca y nos delimita, no dice lo que somos sino aquello de lo que
diferimos, no establece nuestra identidad sino que la disipa en provecho de eso otro que somos. Por
ello, Foucault considera series históricas breves y recientes (entre los siglos XVII y XIX). E incluso
260 Echeverría, B. (1998), La modernidad de lo barroco. México: Ediciones Era, 2000, p. 195: “”Theatrum mundi”, el mundo como teatro, el lugar en donde toda acción, para ser efectivamente tal, tiene que ser una escenificación, es decir, ponerse a sí misma como simulacro -¿recuerdo?, ¿prefiguración?- de lo que podría ser. Construir el mundo moderno como teatro es la propuesta alternativa del ethos barroco frente al ethos realista; una propuesta que tiene en cuenta la necesidad de construir también una resistencia ante su dominio avasallador”.
[156]
cuando se ocupa, como en sus últimos libros, de una serie de larga duración, desde los griegos y el
cristianismo, es para hablar de aquello en lo que nosotros no somos griegos, no somos cristianos, el
punto en el que nos convertimos en algo distinto. En suma, la historia es lo que nos separa de
nosotros mismos, y lo que debemos franquear y atravesar para pensarnos a nosotros mismos261.
En este sentido, la presente investigación cuenta con un fuerte componente arqueológico-
genealógico en la medida en que a partir del estudio sobre las formas culturales de la
Bogotá antigua, retratadas particularmente en las “instantáneas” callejeras, es posible
rescatar los elementos clave para el planteamiento del problema acerca de nuestra identidad
urbana desde el punto de vista de los estilos de vida y los modos poéticos de habitar la
Bogotá contemporánea. Es decir, que la pregunta por nosotros mismos se traduce en la
cuestión sobre “eso otro que somos” o que, al parecer, fuimos; asimismo, trabajar con y
sobre las fotografías de la vida cotidiana del pasado no obedece simplemente a un impulso
de erudición historiográfica, sino a un deseo explícito por movilizar las formas de la
memoria colectiva –curiosamente contenidas en los archivos privados del ámbito
doméstico– en beneficio del conocimiento de lo que somos en la actualidad como
habitantes de la ciudad.
Así pues, tomar como punto de partida la observación de las “instantáneas” callejeras
significa reconocer a este tipo de imágenes como el lugar donde ocurre el entrecruzamiento
de las dinámicas culturales de la ciudad con los procesos de producción de la imagen
fotográfica y su relación con la construcción de memoria e identidad colectivas. Por lo
tanto, ciudad, imagen y memoria constituye la tríada conceptual fundamental sobre la cual
se erige el desarrollo de la presente investigación. Dichos entrecruzamientos son
protagonizados por la interacción de formas y fuerzas –siguiendo el pensamiento de
Foucault en torno a las relaciones de poder y los estratos del saber– que caracterizan los
modos de habitar la ciudad vistos desde las poéticas de la imagen. La iconografía urbana
que evidencian las “instantáneas” callejeras ocultan fuerzas de diversa índole (ideológicas,
discursivas, políticas, económicas, éticas, estéticas, etc.), las cuales salen a flote en el
momento que se analizan críticamente las formas visibles de los elementos que la
componen. A partir del tratamiento de las distintas imágenes de ciudad ofrecidas por las
261 Entrevista de G. Deleuze con Didier Eribon (23 de agosto de 1986). En: Deleuze, G. (1995), “Michel Foucault”, Conversaciones. Valencia: Pre-textos, 2006, pp. 154-155; cursiva mía.
[157]
“instantáneas”, se espera dar cuenta de las relaciones de poder que entran en juego en las
prácticas, costumbres y hábitos de la vida urbana en su devenir cotidiano. Sin embargo, la
finalidad de todo ello no se limita a convertir el análisis visual en un análisis crítico de las
relaciones de poder en la ciudad, sino de mostrar que las mismas relaciones de fuerzas son
susceptibles de afectarse a sí mismas hasta tal punto de que son capaces de producir nuevas
formas (poéticas) de habitar el espacio urbano, es decir, de crear nuevas formas de
subjetivación262, nuevos estilos de vida (ethos) y nuevas sensibilidades alrededor de la
ciudad (estéticas)263 que escapan al determinismo de tales relaciones de poder. Siendo así,
la concepción del habitar urbano deja de enmarcarse simplemente en los procesos de
apropiación y adecuación de un espacio previamente significado, para dar lugar a una
concepción del habitar que posea una dimensión creativa, en constante elaboración,
inacabada e inacabable; esto es, una concepción de la ciudad en general –y de Bogotá en
particular– como un escenario en permanente proceso de subjetivación, o sea, la ciudad
pensada como obra de arte264: acontecimiento.
262 Deleuze, G. (1995), op. cit., p. 160: “Un proceso de subjetivación, es decir, la producción de un modo de existencia no puede confundirse con un sujeto, a menos que se le despoje de toda identidad y de toda interioridad. La subjetivación no tiene ni siquiera que ver con la “persona”: se trata de una individuación, particular o colectiva, que caracteriza un acontecimiento (una hora del día, una corriente, un viento, una vida…). Se trata de un modo intensivo y no de un sujeto personal”. Ibíd., p. 184: “La subjetivación es la producción e modos de existencia o estilos de vida”. 263 Ibíd., p. 183: “La subjetivación es ética y estética, al contrario de las morales, que participan del poder y del saber”. 264 García Moreno, B. (1996), “En búsqueda de la poética de la ciudad: la ciudad como obra de arte en permanente construcción”, en: Giraldo, F. y Viviescas, F. (1996) (comps.), Pensar la ciudad. Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1996.
[158]
METODOLOGÍA
La obra inconclusa –y más ambiciosa– de Aby Warburg, su Atlas Mnemosyne, constituye
una gran fuente de inspiración para esta investigación, si no la principal. La empresa de
llevar a cuestas la memoria de un proceso histórico de larga duración, como lo es la
reapropiación de los principales valores expresivos de la Antigüedad en la producción
simbólica renacentista, mediante la construcción de una serie de paneles que contienen un
conjunto de imágenes aparentemente incompatibles tanto en el momento de su producción
como en su contenido y significación, hacen que dicha obra sea admirada por su alto grado
de complejidad. Detrás del enorme esfuerzo de Warburg por explorar las pervivencias y
transmutaciones de tales valores expresivos se encuentra una filosofía de la historia
cimentada, a su vez, en una interesante perspectiva ontológica de las imágenes; la principal
consecuencia de ello deriva en la necesidad de repensar los nuevos vínculos
epistemológicos entre la historia y la imagen en relación con los procesos de la memoria de
una época en particular.
Para desentrañar el poder epistemológico de las imágenes, Warburg se sitúa desde una
perspectiva psico-patológica265 de la producción cultural en general, entendida como la
aventura humana por crear sentido y modos de comprender la realidad. La interpretación de
las diversas dinámicas de apropiación, transformación y ruptura de lo que se ha venido
llamando “valores expresivos” se realiza a partir de la definición del concepto de
Pathosformeln (o “fórmulas de lo patético”), que alude a la energía afectiva y pulsional que
poseen intrínsecamente determinadas formas de lo simbólico –ya sean formas artísticas,
estilísticas, mitológicas, gestuales o productivas–, las cuales llegan a perdurar a través de
los años e introduciéndose en contextos histórico-culturales sumamente diversos. Esta
característica superviviente, a su vez, se comprende mediante la noción de Nachleben, que
265 En adelante, las ideas y conceptos acerca de la obra warburgiana tendrán como referente lo tratado en las páginas 66-80 del presente texto. No obstante, recuérdese la influencia que ejercieron J. Burckhardt y F. Nietzsche en la obra de Warburg.
[159]
designa un seguir viviendo de cierta manera a pesar de los cambios en el tiempo. Así pues,
vemos cómo gracias a la articulación de estos dos conceptos –que no refieren a otra cosa
más que a la fuerza patética de la producción simbólica– se configura no sólo una nueva
forma de trabajar la historia del arte, sino sobre todo a una peculiar manera de plantear una
filosofía de la historia que renuncia a la linealidad progresiva y unilateral del desarrollo
humano. Por su parte, el Nachleben warburgiano sugiere insistentemente la idea de que la
historia se construye a partir de un conjunto de capas o sedimentos que permiten explicar la
coexistencia de estilos, valores, creencias y contenidos surgidos en distintos tiempos, los
cuales pueden vivir en armonía o, por el contrario, mantenerse en constante tensión. De
modo que la cultura es justamente eso: un complejo sedimentado por capas u hojaldres
cuya superposición, abigarramiento e interacción configuran el entramado sobre y en el
cual los seres humanos, en sociedad, habitan poéticamente el mundo, su mundo. La cultura,
por tanto, no es más que la permanente construcción/re-construcción de aquel “espacio de
pensamiento” (Denksraum) en el que los sujetos establecen una relación singular con el
mundo exterior, otorgándole forma y significado.
En este sentido, la imagen se constituye como un espacio concreto de pensamiento en el
que se deposita la fuerza pulsional de uno o varios sujetos. El Gran Depósito que resulta de
la experiencia y creatividad humanas desemboca en lo que entendemos por Cultura en
general, dentro del marco de la civilización occidental. La riqueza material de las
producciones simbólicas y culturales es el sustrato en el que se incorpora la memoria
historia de los pueblos que participan, en mayor o menor medida, del proceso civilizatorio.
Y es precisamente el contenido siempre dinámico del espacio de pensamiento el lugar
donde es posible rastrear las distintas concepciones de mundo (Weltanschauungen)
producidas por dichos pueblos y su trabajo colectivo de la cultura. En consecuencia, existe
una vinculación mucho más profunda entre los procesos de la imagen y la historia que nos
permiten conectarla con la esfera de lo ético; desde la perspectiva psicosocial de la
investigación warburgiana, el sentido de todo valor expresivo conservado en la memoria
tiene un correlato ético: el pathos da cuenta de un ethos. Los valores expresivos y gestuales
propios de una época son producto de un modo de ser, de una forma de vida que responde a
cierta visión d mundo, a determinada forma de interpretarlos hechos de mundo exterior y
las acciones humanas; esto es, traducido en los términos sostenidos por este proyecto, una
[160]
modo de habitar el mundo. Es justamente en la poética del habitar que el ser humano,
viviendo en sociedad, crea cultura, y ello implica la formación de creencias,
comportamientos, hábitos, sensibilidades, maneras de ser y de estar.
Dicho lo anterior, la metodología de este proyecto pretende seguir la línea de investigación
de la empresa warburgiana y asume la misma epistemología de la imagen con la cual se
llegan a desentrañar las capas que componen la historia de un pueblo en específico. Así
pues, en el marco del contexto bogotano del siglo XX, la imagen fotográfica callejera
representa el instrumento de conocimiento por excelencia para escarbar las profundidades
del habitar poético de la ciudad, junto con sus pliegues, rupturas y supervivencias que la
caracterizan en el desarrollo de su turbulenta historia cultural. Gracias al enfoque
metodológico inspirado por la obra warburgiana, la presente estrategia investigativa tiene
como propósito establecer las conexiones entre la estética de la fotografía callejera y la
ética que la atraviesa en cuanto da razón de una visión de ciudad encarnada en el estar-en-
la-calle; o viceversa, las configuraciones éticas de la foto callejera en tanto producto
cultural al lado de la dimensión estética de la experiencia cotidiana en las calles de la
ciudad. Para llevar a cabo dicha tarea, se ha escogido el método de interpretación
documental elaborado por el sociólogo húngaro Karl Mannheim (1893-1947), quien fue
discípulo de Warburg y logró reconocer la importancia de las imágenes en la investigación
sociológica de la cultural. Sus aportes, junto con las contribuciones de E. Panofsky (1892-
1968) en el campo de la iconología moderna, serán tomados como propuestas ejemplares de
cara al análisis visual de las fotografías callejeras dentro del período propuesto en este
estudio.
No obstante, antes de explicar la lógica del método de interpretación documental propuesto
por Mannheim, es preciso dar cuenta de los momentos previos al análisis visual
propiamente dicho de las imágenes, los cuales tienen que ver con la recolección del
material y su posterior clasificación. Cabe señalar, a modo de aclaración, que dichos
momentos obedece a una distinción lógica de rigor que hay que realizar de cara a la
selección del material, ya que en la práctica ambos procesos pueden llegar a invertir su
orden o incluso a sobreponerse; la búsqueda del material no comienza a ciegas y está
operando ya la búsqueda de cierto tipo de fotos callejeras, al tiempo que, una vez lograda la
[161]
recolección de cierta cantidad de material, se inicia la observación comparativa para extraer
subtipos dentro de la fotografía callejera. En todo caso, la selección del material responde
en su mayoría a una suerte de atracción afectiva que padece la mirada del investigador a la
hora de acercarse al material, una atracción que bien puede asociarse con el acontecimiento
del punctum barthesiano o con la identificación (vinculación) afectiva –de carácter virtual–
que se llega a tener en términos de una experiencia topofílica con el contenido (escenario)
de algunas de las fotografías callejeras.
Primer momento: recolección del material visual.
Para este momento, la recolección del material visual pertinente se llevará a
cabo progresivamente desde las esferas de acceso más cercanas a las más
lejanas. Se comienza desde el propio ámbito familiar a partir de la
exploración de los diferentes álbumes fotográficos, para luego explorar los
de familias de personas allegadas, conocidos, amigos y vecinos. Nótese que
el punto de partida lo constituyen los álbumes familiares como aquel
elemento o tecnología en el que se pudo advertir originalmente la existencia
de las fotografías callejeras o ‘instantáneas’. Así mismo, no es arbitrario que
el punto de partida lo constituyan los álbumes familiares, si bien las
fotografías callejeras poseen gran valor inicialmente para aquellas personas
que decidieron conservar la imagen de sí mismos o de sus seres queridos en
este tipo de archivos íntimos o privados.
Posteriormente, la recolección de las fotografías se extiende a espacios
institucionales de la memoria colectiva, tales como archivos, bibliotecas o
museos que guardan gran cantidad de material visual referido a la
experiencia urbana en su cotidianidad y al paisaje urbano en general. Se
excluyen aquellas imágenes de la ciudad que hayan sido producidas desde
el punto de vista de la planeación urbana, tales como mapas o vistas
panorámicas; esto con el fin de seleccionar aquellas fotografías que
responden a la condición de los sujetos estando en la calle.
Finalmente, allende a lugares o entidades con una locación específica en la
ciudad, el proceso de recolección del material visual se ve atravesado
permanentemente por el descubrimiento de imágenes fotográficas callejeras
[162]
en la red, para las cuales el presente estudio se sirve principalmente de la
red social Facebook, donde se encuentran diversas páginas o grupos creados
en torno a la publicación de contenido referido a la “Bogotá Antigua”266.
Dichas páginas267, donde abundan imágenes digitales de fotografías
callejeras, difieren en gran medida de su tipología; unas constituyen la
digitalización de fotos almacenadas en los archivos personales de los
miembros del grupo, otras son extraídas directamente de otras páginas web
y no cuenta con su debida fuente de referencia, y otras son extraídas
simplemente de una búsqueda superficial desde el buscador de imágenes de
Google. Es preciso señalar, a este respecto, que uno de los requisitos para
publicar contenido en estas páginas sociales es elaborar una breve reseña de
la fotografía, así no se cite la fuente de la que fueron extraídas. Por ello es
pertinente reconocer que pueden existir inconvenientes en cuanto a la
confiabilidad, no tanto de las imágenes compartidas, como sí de la
información que las acompañan (fechas, autores, lugares, contextos, etc.).
Segundo momento: clasificación del material visual por identificación de distintas
tipologías.
Para este segundo momento, es posible que la cantidad de material
recolectado sobrepase las capacidades del investigador para establecer una
observación comparativa adecuada a los propósitos del análisis; el nivel de
saturación puede alcanzarse fácilmente en la medida en que el contenido de
las imágenes o su tipología llega a ser innecesariamente reiterativo. Pese a
ello, es posible identificar por lo pronto los siguientes tipos de fotografías
callejeras:
266 Así se llama, por ejemplo, uno de los principales grupos de los cuales se nuestra la presente investigación en la recolección del material. Dirección web de la página BOGOTÁ ANTIGUA: https://www.facebook.com /groups/1287875097929717/. 267 Fotos antiguas de Bogotá y Colombia: https://www.facebook.com/groups/FotosAntiguas/; Historia fotográfica de Bogotá y Colombia: https://www.facebook.com/groups/319771755072931/; Verdaderas fotos antiguas de Bogotá y Colombia: https://www.facebook.com/groups/VerdaderasFotos AntiguasBogotaColombia/; Verdadera fotos antiguas de Bogotá – Colombia y Latinoamérica: https://www.facebook.com/groups/1675305226032552/; y Comparaciones del Pasado y Presente en Bogotá: https://www.facebook.com/groups/1583556541905700/.
[163]
o Fotografías callejeras ‘instantáneas’: Aquellas producidas por los
fotógrafos callejeros (también llamados fotocineros, especialmente
en Medellín268), en las cuales aparecen retratadas personas
caminando por la calle tanto en su individualidad como en compañía
de otras269. Son el tipo más común de fotos callejeras.
o Fotografías callejeras grupales: retrato de multitudes o grupos de
personas caminando por la calle. En ellas predomina el anonimato y
se logra divisar parte de las edificaciones de la ciudad270.
268 Véase: Vélez, G. M. (2011), “Las historias mínimas del anónimo transeúnte. Breve reseña de un episodio urbano”, en: Co-herencia, v. 6, n. 11, pp. 149-164, mar. 2011. Disponible en: http://publicaciones.eafit. edu.co/index.php/co-herencia/article/view/96. 269 A la izquierda: Abuelo de Paola Quiñones (amiga), 1971-72 aprox. Carrera Séptima con Av. Jiménez, a la altura del Banco de la República. En el centro: Abuela de Paola Quiñones (amiga) y su tío Junior, 1974. Carrera Séptima con calle 22, a la altura de la Iglesia de las Nieves. A la derecha: Álvaro Mutis, Fernando Botero y Gabriel García Márquez caminando por la Carrera Séptima, 1959 (fuente: Bogotá Antigua). 270 A la izquierda: Avenida Jiménez frente al Edificio Henry Faux, años 50’s, autor desconocido (fuente: Bogotá Antigua). A la derecha: Av. Jiménez con Carrera Séptima, desde el Edificio El Tiempo, años 70’s, autor desconocido (fuente: Bogotá Antigua).
[164]
o Procesos o acontecimientos: el espacio público en construcción o
siendo modificado271. Ceremonias, movilizaciones, etc.
271 Arriba a la izquierda: Construcción del Museo del Oro y del Edificio del Banco Central Hipotecario, 1964 (foto subida a Bogotá Antigua por “Hassen Nicolás”). Arriba a la derecha: Ruinas del Hotel Reina tras el 9 de abril, 1948; al fondo el Hotel Granada (Bogotá Antigua). Abajo a la izquierda: Caída de G. Rojas Pinilla, 1957 (Bogotá Antigua). Abajo a la derecha: Al fondo, construcción del Edificio Avianca, 1968 (BA).
[165]
o Paisajes urbanos: una perspectiva de las calles de la ciudad y sus
edificaciones, desde el punto de vista de quien callejea; destaca la
arquitectura y en ocasiones anuncios publicitarios.
Almacén Sears, Carrera Séptima con Av. Jiménez, 1963; al fondo Edificio Avianca en construcción (BA).
Ceremonia religiosa en la Carrera Séptima con calle 11, 1947 (BA).
[166]
Saúl Orduz (40’s), Carrera Séptima con calle 12 hacia el sur; a la izquierda el desaparecido Teatro Real (BA).
Autor desconocido, Carrera Séptima con Av. Jiménez (1965); Hotel Granada e Iglesia de San Francisco (BA).
[167]
Edificio Monserrate, Av. Jiménez entre calles 6 y 5, fecha desconocida (BA).
Esquina del Edificio Avianca desde Museo del Oro, 1963 (BA).
[168]
o Situaciones espontáneas: fotos donde aparecen personas retratadas
espontáneamente en situaciones cotidianas.
Carlos Caicedo, 1967 (BA).
Nereo López, 1957 (BA).
Fecha y autor desconocidos, aprox. 70's (BA).
[169]
Cabe aclarar igualmente que las tipologías de fotos callejeras anteriormente identificadas
no representan ningún tipo ideal puro; por el contrario, elementos pertenecientes a cada
tipología pueden coexistir con los de otra. Sin embargo, la identificación sumaria de tales
características permitirán orientar la perspectiva de la observación de cara a la
interpretación documental del material visual.
***
El método de interpretación documental de K. Mannheim
El nombre con el que se titula el método de investigación propuesto por Mannheim puede
inducir malentendidos, teniendo en cuenta la manera como previamente se ha definido el
concepto de imagen –particularmente la imagen fotográfica– de acuerdo a los intereses que
rigen este trabajo. En lugar de pensar la imagen como documento, se ha optado por
concebir a la imagen fotográfica como índice o, más precisamente, como huella del pasado,
lo cual puede dar cabida a la idea de que se está incurriendo en una contradicción cuando
nos servimos del método de interpretación documental para llevar a cabo el análisis
iconológico de las fotografías callejeras de Bogotá. Sin embargo, hay que advertir que no se
está tratando con cualquier tipo de imagen y mucho menos con cualquier clase de imagen
fotográfica; en ese sentido, el carácter documental de la foto callejera –que claramente no
se discute– se ve complementado, o incluso complejizado, por la dimensión afectiva que las
atraviesa en cuanto son observadas como soportes visuales de la memoria encarnada en la
experiencia cotidiana urbana. Es así como la intención objetivista de la imagen como
documento se halla en equilibrio gracias al componente subjetivo y punzante (punctum) de
la interpretación, dado que no nos sentimos ajeno a aquello que observamos sino que
nuestra propia mirada se ve interpelada por la foto en tanto se sabe parte, en cierta medida,
del escenario que se le antepone. Dicho equilibrio representa, además, la garantía de una
mayor confiabilidad en la interpretación en la medida en que el método iconológico
(Panofsky) resulta ser objeto de fuertes críticas respecto a la facilidad con que se puede caer
en la sobreinterpretación de las imágenes, es decir, el problema de la veracidad cobre
aquello que se dice de las imágenes a analizar; pues la base de la interpretación de las
[170]
fotografías –por más que su desarrollo se oriente en mayor o menor medida por elementos
afectivos– es el contexto histórico, técnico y sociocultural de su producción, el cual
delimita el marco de validez de las interpretaciones, descartando en la medida de lo posible
juicios de valor infundados o cualquier otro tipo de arbitrariedades.
Por lo anterior, no se cae en una contradicción al emplear el método de interpretación
documental bajo el concepto de la imagen fotográfica como índice o huella, sino que, por el
contrario, dicho método logra incorporar la dimensión afectiva que emana inevitablemente
del tipo de fotografías que aquí se tratan en particular. A continuación, se expondrá la
lógica de funcionamiento de la metodología empleada por Mannheim con la ayuda de
Giohanny Olave, quien decidió aplicarla al caso específico de los anuncios de los diálogos
de paz por parte de los principales actores del conflicto armado en Colombia (Gobierno y
FARC-EP)272. Es de resaltar que la coyunturalidad que caracteriza la aplicación del método
de Mannheim por parte de Olave marca una diferencia considerable con respecto al
proceder de este trabajo, en la medida en que aquí se trata de explorar procesos históricos
de mayor alcance y duración; no obstante, ambos proyectos comparten la idea de que el
objetivo del análisis de las imágenes consiste en excavar a través de los sedimentos
iconográficos contenidos en ellas una suerte de “configuración cultural” que da cuenta de la
postura de ciertos grupos sociales respecto a su realidad, postura que en última instancia
refiere a lo que se ha venido denominando “visión de mundo”.
Entrando en materia, Olave señala que desde un punto de vista sociocognitivo, la “visión de
mundo” o “cosmovisión” alude a “un conjunto de creencias compartidas que modelan tanto
subjetividades (individuales) como identidades sociales (colectivas), es decir, crean grupos
dentro de comunidades”273. De ello se desprende el que la “visión de mundo” expresada
visualmente en las imágenes posea un carácter tácito, vivencial, que se incorpora silenciosa
y latentemente en la discursividad que conforma el horizonte de sentido en el que se sitúa la
relación de los grupos y los individuos con el mundo que los rodea. Por consiguiente, el
desafío de la interpretación documental de las imágenes deberá apuntar al desvelamiento de
272 Olave, G. (2013), “Anuncios de paz en Colombia: una interpretación visual desde el método documental de Karl Mannheim”, en: Revista Colombiana de Sociología, v. 36, n. 2, jul-dic 2013, pp. 115-139. 273 Olave, G. (2013), op. cit., p. 120.
[171]
las estructuras –del habitar– que componen las “visiones de mundo” ocultas en su
visualidad iconográfica.
De este modo, tanto el método documental de Mannheim como el método icónico-
iconológico de Panofksy constituyen dos perspectivas de un mismo camino que desplaza la
mirada interpretativa de lo explícito hacia tácito. A continuación, se ofrece un cuadro
paralelo que resume los elementos que conforman los tres momentos de la metodología
visual de ambos autores274:
Momentos del análisis Mannheim Panofsky
1 Sentido objetivo:
representacional – familiaridad
experiencial con las
características estilísticas de la
imagen.
Descripción pre-iconográfica:
reconocimiento de los
elementos figurativos.
2 Sentido expresivo: intencional
– propósitos del productor.
Análisis iconográfico:
conocimiento literario, mítico,
narrativo (erudito).
3 Sentido documental:
ideológico – principios
fundamentales de una postura
hacia la realidad.
Interpretación iconológica.
Ahora bien, Olave destaca que la aplicación propiamente dicha del método documental de
Mannheim comprende a su vez dos etapas fundamentales, a saber: (i) la interpretación
formulada y (ii) la interpretación reflectiva. El primer momento corresponde a los dos
primeros pasos del análisis visual (preiconográfico e iconográfico: sentido objetivo y
sentido expresivo), mientras que el segundo momento se concentra minuciosamente en el
análisis de la composición formal de las imágenes con miras al desentrañamiento de las
estructuras simbólicas que codeterminan la “visión de mundo” de cierto grupo de
individuos en un momento concreto. De la interpretación formulada a la interpretación
reflectiva se da el paso de la pregunta por el qué (qué o quién está representado allí) a la
pregunta por el cómo (cómo se presentan los elementos figurativos).
La reflectividad del segundo momento de la interpretación del método documental obedece
estrictamente a la propia naturaleza ontológica de las imágenes siempre y cuando éstas sean
274 Ibíd., p. 119.
[172]
comprendidas como un producto o artificio cultural. De ahí que las condiciones (sociales)
de su producción ocupen un lugar preponderante en la interpretación reflectiva. La
reflectividad es una propiedad de las imágenes que designa su capacidad de acoger y
visibilizar las características de su entorno275. Sin embargo, en la medida en que acoge los
elementos contextuales de su producción, la imagen los retiene no para establecer una
relación mimética con la realidad, sino reflejar desde el lenguaje visual las estructuras
simbólicas que justamente escapan al régimen de visibilidad en el que se inscribe la
imagen. En últimas, se trata de preguntarse por las estructuras y procesos no visuales
(socioculturales) que han configurado el régimen de visibilidad que condiciona tanto la
producción como la percepción y apropiación de las imágenes.
De acuerdo a lo anterior, la reflectividad inherente de las imágenes, en relación con el
contexto de su producción, es el factor que le garantiza al método documental/icónico-
iconológico la posibilidad de moverse desde lo explícito-figurativo hacia lo tácito-
ideológico, y por tanto, de encontrar una interpretación capaz de iluminar, si no
completamente, sí parcial y abarcadoramente las “visiones de mundo” simbolizadas en las
imágenes fotográficas. La posibilidad de hablar de “visiones de mundo” encarnadas en las
fotografías callejeras está garantizada por la reflectividad propia de las imágenes que nos
“dicen” más acerca de nosotros mismos –y de nuestro lugar en el mundo– que lo que
nosotros podríamos decir sobre ellas.
Las etapas constitutivas de la interpretación reflectiva
La aplicación del método documental de Mannheim, en el momento de la interpretación
reflectiva, se compone de tres etapas: (i) la planimetría: estructuración del cuadro
compositivo de la imagen a partir de líneas verticales y horizontales; (ii) la construcción de
la perspectiva mediante la identificación del o de los puntos de fuga; y (iii) el
reconocimiento de la coreografía escénica que refiere a la disposición corporal de los
actores representado en la imagen, sus gestos y cualquier otro elemento diciente de
comunicación no verbal.
275 Ibíd., p. 121.
[173]
El material visual del que se nutre el proyecto de construcción de una iconología del habitar
callejero en el centro histórico de Bogotá presenta una particularidad frente a las imágenes
que Olave toma como ejemplo para el análisis de su coyuntura; la razón más determinante
reside en el hecho de que las imágenes empleadas por Olave expresan una retórica visual y
discursiva claramente preparada y controlada con miras a la difusión a través de los medios
masivos de comunicación, por tratarse de un problema de interés general para el país. Por
su parte, las fotografías callejeras no tardan en mostrar su singularidad respecto a la
programación logística de su producción, pues aunque ellas dependen de la intención, la
proyección y la decisión del fotógrafo callejero en relación con su “objeto”, no obstante
predomina el carácter indeterminado de la reacción del sujeto frente a la imposición del
lente fotográfico; la contingencia de las circunstancias exteriores y la disposición anímica
tanto del fotógrafo como del fotografiado se alza como rectora de la producción de la foto
callejera. Pero para efectos de demostrar con claridad en qué consiste el ejercicio
correspondiente a las tres etapas constitutivas del momento reflectivo del método
documental, basta recalcar que la producción de la foto callejera no obedece a un principio
retórico-formal previamente establecido sino que, por el contrario, depende de una suerte
de “cálculo” intuitivo que lleva a cabo tanto fotógrafo como transeúnte, dependiendo de las
condiciones subjetivas y objetivas en el momento de la producción. Así pues, el encuadre
no será perfecto desde el punto de vista formal, el fotógrafo podrá cortar los pies de alguna
de las personas retratadas, realizar una captura defectuosa en términos de nitidez, etc.; todas
éstas características que dan cuenta de la condición siempre dinámica y contingente del
momento de producción de la foto. A menos que el fotógrafo posea un ojo biónico
exclusivamente entrenado para componer cuadros perfectos y encontrar certeramente el
punto de fuga, él estará sujeto al movimiento impredecible de las circunstancias callejeras.
Dicho lo anterior, podrá adelantarse que la aplicación del método de interpretación visual
de Mannheim se concentra, para efectos de la presente investigación, en los elementos que
componen la coreografía escénica de las fotos callejeras; pues desde este punto de vista se
abre la posibilidad de que la interpretación acceda hacia el ámbito de lo tácito que requiere
ser explicitado a fin de esbozar el conjunto de representaciones sociales, de prácticas y
discursos culturales, de cosmovisiones urbanas y, en últimas, de modos ético-poéticos de
habitar la principales calles de la ciudad en un período histórico específicas.
[174]
Pero lo más importante del momento escénico-coreográfico de la interpretación reflectiva
de las imágenes fotográficas radica en coherencia que mantiene con lo anteriormente
expuesto acerca de la ciudad como escenario en constante proceso de subjetivación, así
como la idea de que cada uno de los sujetos que la habita desempeña un papel como si se
tratase de un personaje teatral, reforzando por consiguiente la imagen de la ciudad como
teatro (theatrum urbe); sólo que en ese momento se agrega el elemento coreográfico, cuya
noción designa la continua creación de espacio que caracteriza al arte dancístico, la cual se
produce en el encuentro callejero donde la calle misma se torna pasarela, lugar de desfile,
punto de interacción y comunicación. La experiencia corporal, la gestualidad, los ritmos,
los comportamientos, acciones y reacciones predeterminadas hacer parte del catálogo
estético-ético que el momento coreográfico de la interpretación reflectiva del método
documental tiene como objeto llevar a la superficie.
[175]
ANÁLISIS DE IMÁGENES
TRADICIÓN Y MODERNIDAD EN LA BEBIDA
Bogotá, el ring; chicha y cerveza, los contendientes
Fig. 3.
Fig. 1. Fig. 2.
Fig. 4.
[176]
Bogotá fue el escenario de un importante litigio que movilizó una gran cantidad de
esfuerzos para ganar la lucha por el poder político, social, económico y cultural que se
materializaría, principalmente, en el uso, distribución y configuración del espacio urbano,
así como en las transformaciones de las prácticas cotidianas relacionadas con uno de los
elementos imprescindibles de toda formación cultural: la bebida. Resulta sumamente
interesante advertir cómo las prácticas de consumo de determinadas bebidas entrañan una
profunda significación histórica y cultural por parte de quienes lo ejercen y, más aun,
cuando dicha significación es interpretada desde el poder institucional como una posible
amenaza a la estructura de dominación, o bien como parte de la reproducción de dicha
estructura. En todo caso, los esfuerzos que se vieron involucrados en este episodio de la
vida social de Bogotá en las primeras décadas del siglo XX constatan de manera inequívoca
que las bebidas, junto con las prácticas y discursos que las acompañan, poseen un trasfondo
significativo –por no decir “metafísico”– que trasciende sus propiedades físico-químicas a
partir de las cuales son elaboradas. Dichos esfuerzos comprometieron los desarrollos de
distintas áreas del conocimiento humano, entre las cuales se cuentan principalmente los
campos jurídico, científico, médico, antropológico y sociológico alrededor del consumo de
las bebidas más populares de la cultura bogotana. Así pues, de esta esquina (Figs. 2 y 3)276
tenemos a la ancestral bebida hecha a base maíz, heredada de las costumbres de nuestros
indígenas que antaño ocuparon el territorio de Bacatá: la chicha; y de esta otra (Figs. 1 y
4)277, la imponente bebida elaborada a base de lúpulo y cebada, proveniente de las rubias y
modernas tierras bávaras: la cerveza. Que comience, entonces, el combate.
Pero antes, habrá que aclarar las reglas de juego. En este capítulo se llevará a cabo una
interpretación iconológica (Panofsky) de diversas imágenes relacionadas con la lucha
276 Fig. 2: Cartel propagandístico creado por el Departamento de Educación Sanitaria del Ministerio de Higiene para desestimular, criminalizándolo, el consumo de la chicha. El cartel es resultado de la aprobación de la Ley 34 de 1948, “por la cual se fijan las condiciones para la fabricación de bebidas fermentadas y se dictan otras disposiciones”. Acceso al documento oficial en: http://www.suin-juriscol.gov.co/clp/contenidos.dll/Leyes/1590419?fn=document-frame.htm$f=templates$3.0. Fig. 3: Hombres departiendo mientras consumen chicha, 1940. Autor desconocido. Fotografía tomada del grupo Bogotá Antigua (Facebook). 277 Fig. 1: Cartel publicitario realizado por Bavaria para incentivar el consumo de cerveza. (S.f.), aproximadamente primera década del siglo XX. Imagen tomada de: http://esferapublica.org/nfblog/bavaria-artista/. Fig. 4: Repartidor de cervezas a domicilio en el barrio La Perseverancia, Bogotá, 1939. Gumersindo Cuéllar, archivo fotográfico.
[177]
sostenida entre las bebidas presentadas anteriormente, con el fin de ilustrar la tensión
fundamental entre tradición y modernidad experimentada en el contexto sociocultural de
principios del siglo XX bogotano, desde una mirada en clave del habitar entendido como la
condición sociológica-existencial primordial de la vida urbana y la sociabilidad cotidiana.
En términos de Mannheim278, y muy de la mano con el pensamiento warburgiano, se trata
de indagar por la “visión de mundo” (Weltanschauung) que está implicada en el conflicto
desatado entre ambas bebidas, en relación con las antiguas prácticas de la tradición y los
nuevos discursos del progreso y la modernidad. Dicho de otro modo, la hipótesis sostenida
en este ejercicio de interpretación iconológica consiste en la idea según la cual el litigio que
se desarrolla en torno a lo que aparentemente es el consumo masivo de ciertas bebidas,
constituye un síntoma destacado de la lucha por erradicar los principales rasgos éticos y
culturales del pasado indígena y colonial por parte de la élites gobernantes y la clase
política colombiana, de cara a la construcción de una ciudad-capital que asumiera el reto de
la modernización, primordialmente, desde el punto de vista económico, productivo e
infraestructural.
Con este ejercicio interpretativo se pretende advertir algunos de los aspectos más relevantes
del correlato ético-cultural de los procesos macroestructurales de la sociedad colombiana,
aspectos que refieren sobre todo a las subjetividades emergen y se sumergen en el
imaginario colectivo y que hacen mella en el espacio urbano como escenario de luchas por
el reconocimiento y la legitimación de distintas visiones acerca de la ciudad. Veremos si
este análisis hermenéutico logra desentrañar las relaciones entre saber y poder que
constituyen el trasfondo de la batalla entre ambas bebidas.
La historia de un “vicio”
Inicia el combate. La elaboración y el consumo de chicha data desde los tiempos en que los
muiscas habitaban el territorio de Bacatá. La importancia de esta bebida estaba relacionada
con su carácter ritual, especialmente vinculado a las ceremonias fúnebres que dan cuenta de
la noción particular que ellos tenían sobre la muerte:
278 Cf. Olave, G. (2013), op. cit.
[178]
Los muiscas consideraban que la vida no terminaba con la muerte; todo lo contrario: sostenían que
era el paso a otro mundo, aunque no está claro si creían en la reencarnación. De todas maneras, caían
en un profundo abatimiento cuando fallecía algún pariente cercano, en cuyos casos consumían
ingentes cantidades de chicha para “olvidar tanta tristeza”. Esta bebida embriagante no se vendía ni
de compraba; era un objeto ritual y de obsequio, un elemento que los transformaba y por el cual
lograban diferentes estados: el de la bienaventuranza por la alegría que da el licor, y el de la muerte
por la melancolía. Según los cronistas coloniales, la chicha era un elemento de identidad y cohesión
cultural. Fray Pedro Simón describe a las mujeres tomando chicha en el matrimonio: “Y llegando
junto a él –su futuro esposo– la probaba ella primero y dándosela a él, bebía cuanto podía con que
quedaba hecho el casamiento y le entregaban la desposada”279.
Posteriormente, en tiempos de la colonia, la chicha seguía siendo una de las bebidas más
importantes de la cultura santafereña sin recurrentes excepciones de clase:
El cronista Casiano, en sus “Colaciones”, dice que en los tiempos coloniales, después de las comidas,
los santafereños hacían tertulia en algún almacén de la Calle Real (hoy Carrera 7ª) o de la Plaza
Mayor (ahora de Bolívar). Por la tarde se paseaban lentamente por el altozano de la Catedral y de vez
en cuando iban con sus familias a distraer sus ocios al paseo de Agua Nueva o a las vecindades del
río Tunjuelo. “La primera comida se hacía a eso se las ocho; a las once se tomaba alguna cosa; a
las dos se servía la comida principal, a las cinco la merienda, y a eso de las diez, comenzaba la
cena, que era abundante. La mazorca y la yuca, la arracacha, las papas, el maíz y el arroz, con
algunas legumbres coloniales hacían el gasto principal; carnes las había de res, de cordero, de
gallina y sobre todo de cerdo; por dulce se empleaba el melao de panela con cuajada de leche, y
para suplir la falta de vino, se usaba la chicha, aún entre las familias principales, con raras y
contadas excepciones”280.
La chicha es una bebida fermentada elaborada a base de maíz y era considerada por los
ancestros indígenas como “la bebida de los dioses”. Sin embargo, los niveles de
fermentación de la chicha fabricada por los nativos variaban según las circunstancias en las
que ésta iba a ser consumida; por ejemplo, dichos niveles eran bajos en cuanto su consumo
ordinario obedecía a la función alimentaria más que a una finalidad extática, caso contrario
cuando se producía chicha para ceremonias especiales y rituales de gran envergadura, pues
en tales ocasiones los niveles de fermentación hacían que la bebida obtuviese un carácter
embriagante con el fin de generar estados de conciencia místicos o religiosos. Asimismo,
279 Vasco Bustos, B. y Rodríguez B., L. E. (2009), Bogotá, una memoria viva. Bogotá: Alcaldía Mayor de Bogotá, 2009, p. 92. 280 Vasco Bustos, B. y Rodríguez B., L. E. (2009), op. cit, p. 26.
[179]
dimensión ritual que entrañaba la chicha al interior de la población indígena, que
cohabitaba el territorio con criollos y españoles, era considera contraria a los principios
institucionales impuestos por la religión católica, además de ser vista como símbolo de
atraso y barbarie. Fue hasta mediados del siglo XIX que el consumo de chicha se
popularizó y entró a ser parte importante de la dieta de las clases populares –entre las cuales
se contaban campesinos y trabajadores–, también llamados “desposeídos” y “marginados”,
caracterizados por las clases acomodadas como “los de a pie”, “los de alpargatas” o “los de
ruana”. La chicha –su consumo y las distintas prácticas que se originaban alrededor de ella
poseían, por tanto, una significación ambivalente que ha experimentado varias
transformaciones desde la época precolombina, pasando por la colonia, hasta finales del
siglo XIX y comienzos del XX, y que al mismo tiempo ha sido objeto de no pocas disputas
en varios ámbitos de la vida social de la ciudad.
Fig. 5: Tienda de vender chicha, Bogotá. Ramón Torres Méndez, 1860 ca. Colección de Arte del Banco de la República.
Ya para mediados del siglo XIX se evidencia la recurrente aparición de establecimientos
dedicados a la preparación y comercialización de chicha en las principales calles de la
[180]
ciudad, a tal punto que no tardó en llamárseles chicherías a este tipo de lugares (Fig. 5).
Como consecuencia de la creciente visibilización del consumo y producción de chicha en el
espacio urbano, la ambivalencia que gira en torno a la bebida ancestral logra un grado de
intensificación sin precedentes gracias a la llegada de los discursos higienistas que buscan
controlar los aspectos negativos relacionados con la salud pública y la adecuación de la
infraestructura urbana para el cumplimiento de los requerimientos sanitarios de la ciudad. A
este respecto, cabe señalar que la popularización del consumo de chicha se mezcla con las
prácticas, por cierto mal vistas, de orinar y botar los diferentes desperdicios a las orillas de
los principales ríos que demarcaban los límites norte-sur de la incipiente ciudad bogotana
(ríos San Agustín y San Francisco)281. De ahí la necesidad de construir un sistema de
acueducto y alcantarillado que acabaría posteriormente con la canalización de tales ríos.
Estos flagelos sanitarios fueron usados como argumentos, por parte del gobierno local, para
desprestigiar a quienes consumían chicha, al insistir en que se trataba de las mismas
personas que deterioraban la calidad de los espacios públicos y promovían los actos
delincuenciales.
A comienzos del siglo XX, la ambivalencia ética-cultural asociada a las prácticas de
consumo de la chicha se encuentra a medio camino entre una ciudad que poco a poco va
dejando atrás su aspecto campestre y aldeano, al igual que el ritmo aletargado de la vida
rural como efecto de la herencia colonia, y una ciudad que se proyecta según los ideales de
la construcción de Nación (República) y de la búsqueda por actualizar la formación
simbólica y material de una nueva ciudad orientada según los ideales del progreso y la
modernidad. Así pues, dando un gran paso al centro del ring, la tradicional bebida se
convierte en el principal blanco de las políticas higienistas propuestas a partir del período
de la hegemonía conservadora, cuyo programa no se preocupa por ocultar sus intenciones
de imponer fuertes medidas de control social con tal de relegar a las clases populares,
marginados y desposeídos de la apropiación del espacio público y del acceso a los distintos
bienes que son ofrecidos en él. Se prepara entonces una estrategia político-jurídica desde el
marco institucional del gobierno que requiere del apoyo del conocimiento científico-médico
281 Ibíd., p. 45: “(…) A este panorama se suma el hecho de que las basuras eran arrojadas a los cauces de los ríos San Francisco y San Agustín, lo que originó el olor característico a podredumbre de la ciudad hasta casi entrado el siglo XX, cuando se ordenó la canalización de estos ríos para poner fin a las constantes epidemias causadas por el desaseo. Hoy, sus cauces terraplenados conforman la Avenida Jiménez y la calle Séptima”.
[181]
para lograr el cometido del higienismo. La institucionalidad del saber médico y la fuerza
del poder político y económico encarnada en el Estado y el capital extranjero,
respectivamente, entablan una suerte de complicidad que no tiene otro fin que el de
dominar a las clases populares a partir de la erradicación de una de las prácticas más
importantes para la construcción de su identidad. La otra esquina del ring alista sus armas
de combate. La edificación de una nueva ciudad implicaba la eliminación de las actividades
consideradas como residuos de un pasado colonial caduco e indeseado desde la perspectiva
de las victoriosas ideas republicanas. Saber-poder: ¿qué efectos ético-culturales tuvo esta
colaboración estratégica entre Estado y Medicina de cara a la erradicación del consumo de
la chicha? ¿Cuáles fueron las nuevas subjetividades que surgieron como consecuencia de
semejante declaración de guerra?
Estrategias publicitarias e imágenes propagandísticas de la modernidad industrial
La cerveza está lista para luchar. El empresario alemán Leo Sigfried Kopp (1858-1927)
llega a Colombia en 1886, se radica en Bogotá y rápidamente conforma su familia para
acabar fundando, en 1889, la fábrica de cerveza más grande e importante del país, Bavaria,
la cual se instala inicialmente en el barrio San Diego. Por los mismos años, ya se han
empezado a construir las primeras –y rudimentarias– líneas de ferrocarril a nivel nacional,
mientras que en lo concerniente a la ciudad de Bogotá la aparición en escena del tranvía
con tracción animal se empieza a perfilar como el naciente sistema de transporte público
masivo, síntoma a su vez del progreso con respecto a una ciudad de rasgos rurales. El
crecimiento de la actividad comercial es también uno de los procesos que acompaña la
llegada de una cantidad considerable de extranjeros (provenientes en su mayoría de
Europa), dispuestos a invertir su capital en la construcción de distintas empresas. Sin duda,
este es el caso de la industria cervecera que agenció Kopp tras su llegada a Colombia,
siento tal vez el ejemplo más representativo del fenómeno de inversión de capital extranjero
en las ciudades, con base en la iniciativa individual.
A principios del siglo XX, la empresa de Leo Kopp prepara una estrategia publicitaria que
tiene como objetivo popularizar el consumo de cerveza, que entonces tiene un costo
[182]
relativamente alto para la economía de
las clases populares y su disfrute es
limitado a las clases medias (teniendo
en cuenta que las élites podían optar
por consumir el vino y la champaña).
Esta estrategia publicitaria
aprovechará al máximo el nuevo
ideario político generado por la
declaración de independencia de la
República para estimular en el pueblo un sentido de pertenencia e identidad hacia una
bebida extraña a las costumbres y los gustos de la población en general; de este modo,
Kopp y su fábrica lanzan la famosa cerveza llamada “La Pola”, haciendo referencia –más
que un auténtico homenaje– a la figura de la que quizás fue la mujer más importante en las
guerras de independencia contra la corona española (Fig. 6). Ligado a este recurso
publicitario, se encuentran los nacientes proyectos de renovación simbólica e institucional
de la ciudad con la
construcción y erección en las
plazas públicas de monumentos
dedicados a los héroes de la
patria; también se observan los
cambios relacionados con la
toponimia de las principales
calles del espacio urbano (p. e.,
la Plaza de San Francisco, antes
llamada Plaza de las Yerbas,
será nombrada ahora “Plaza
Santander”)282. En últimas, la imagen publicitaria de “La Pola” intentaba fortalecer los
vínculos afectivos de la mayoría de la población bogotana con los ideales de la República e
incentivar el consumo masivo de la nueva bebida producida industrialmente, para lo cual la
282 Véase: Perilla, M. (2008), El habitar en la Jiménez con Séptima de Bogotá: historia, memoria, cuerpo y lugar. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Artes, 2008, p. 56.
Fig. 6: Cartel publicitario de la cerveza "La Pola", creada por
Kopps Bavaria, ca. 1911.
Fig. 7: Tranvía de Bogotá por la Av. Jiménez, 1945. Autor desconocido.
Fotografía extraída de Bogotá Antigua (Facebook).
[183]
disminución su precio fue un factor decisivo. De igual manera, se observa que las
estrategias publicitarias de la compañía cervecera alemana llegaron prontamente a
instalarse en el entorno visual de la vida cotidiana urbana (Fig. 7).
No obstante, existieron puntos de resistencia frente a la arrolladora campaña publicitaria
promovida por la gran industria cervecera alemana. En efecto, tanto las chicherías como los
consumidores de la tradicional bebida se negaban a desaparecer y en su lugar las prácticas
relacionadas con el consumo de chicha se hicieron más evidentes en la escena pública de la
ciudad. La declaración de guerra se acaba de consumar y entonces la maquinaria política y
económica emprende furiosamente una serie de ataques para estigmatizar y criminalizar la
elaboración y el consumo de la bebida tradicional (Fig. 8).
La violencia simbólica ejercida por los anuncios publicitarios de la cervecera alemana viene
a complementar las políticas institucionales que se materializan en la configuración del
espacio urbano bajo el discurso del higienismo. Las campañas publicitarias se dirigen a un
público común del que podría pensarse que queda cautivado rápidamente debido a la
inmediatez de la comprensión del mensaje visual. Basta con construir la imagen de una
mujer cuyos rasgos muestran la mezcla entre el aspecto de la típica alemana blanca que
porta Dindrl y la figura de la campesina de la sabana de Bogotá, de trenzas y sombrero de
fique, para llamar la atención de los consumidores potenciales de cerveza. La imagen de
una mujer a medio camino entre las características raciales europeas y la estética de la
indumentaria rural bogotana, cuando es acompañada de un poderoso mensaje que grita “No
más chicha”, resulta sumamente efectivo a la hora de redirigir las expectativas y
disposiciones de consumo de las clases populares respecto a la cerveza (y, por consiguiente,
respecto a la chicha), teniendo en cuenta que Europa se convierte, en el período
republicano, en el principal modelo cultural a seguir de cara a la renovación simbólica y
material de la ciudad283. A pesar de la tímida resistencia de las prácticas populares que
revisten el consumo de chicha, la cerveza inicia el combate propinando el primer golpe.
283 Véase: Perilla, M. (2008), op. cit., p. 54-55: “La europeidad se asume desde la connotación formal hacia el exterior de la ciudad y evidencia un espíritu que a través de la arquitectura busca el sentido de la actualización y el cosmopolitismo (…) Es así como la arquitectura e imagen de ciudad colonial empiezan a perder su validez y son vistas como carentes de comodidad e higiene, además de mostrarse tristes en su
[184]
Fig. 8: Publicidad en contra de la chicha elaborada por Kopps Bavaria, 1915. Imagen extraída de www.museovintage.com
Sumado a lo anterior, resulta interesante advertir el trasfondo ideológico de los mensajes
textuales de las imágenes publicitarias creadas por Bavaria. En la Fig. 8 puede leerse en la
parte inferior la siguiente leyenda: “Garantizamos que nuestra cerveza es compuesta sólo de
la mejor malta, fabricada de la mejor cebada colombiana y del mejor lúpulo bohémico”.
Con ello, además de confirmar lo expuesto acerca de la “simbiosis” cultural entre la
naciente ciudad bogotana y los rasgos característicos del territorio europeo (cebada
colombiana y lúpulo alemán), el énfasis en la garantía sobre la mejor fabricación de la
bebida expresa sutilmente la correspondencia con las políticas higienistas que atacan
insistentemente la producción y el consumo de la chicha, justamente por no contar con los
criterios adecuados de salubridad. Pero, ¿quién establece cuáles son esos criterios de
salubridad en la producción y consumo de la chicha? ¿En qué consisten los procesos de
legitimación de tales condiciones? El primer round ha finalizado.
***
aspecto (…) Hay una tendencia a olvidar el pasado colonial y mirar hacia las capitales europeas como modelos del buen vivir plasmados también en la fisonomía urbana y arquitectónica”.
[185]
El primer capítulo de la historia de esta batalla le permitió a las partes enfrentadas evaluar
parcialmente las fortalezas y debilidades de su contrincante. Naturalmente, las condiciones
simbólicas, materiales y operativas de esta contienda son asimétricas. Por el lado de la
cerveza –representante de la llegada de la gran industria y síntoma de la modernización del
país–, pudo reconocerse el inmenso apoyo popular que gira en torno al consumo de la
chicha, así como el profundo arraigo a la tradición ancestral heredada del pasado indígena y
colonial; sin embargo, la fuerza política y social de las clases populares no puede
compararse con el aparato institucional del gobierno, de las clases dominantes y de los
intereses del capital extranjero, cuyas iniciativas llegarían a materializarse con relativa
eficacia a pesar de las resistencias que se pudieran generar por parte de los consumidores de
chicha. Mientras tanto, la chicha y sus defensores –representantes de la mencionada
tradición popular, ritual y rural del país y la ciudad– son conscientes de la poderosa
amenaza que se avecina con la llegada de una bebida extraña a sus costumbres y su paladar,
una advertencia que no sólo pone en riesgo la supervivencia de la bebida en términos de su
preparación, distribución, comercialización y consumo, sino sobre todo uno de los soportes
culturales más importantes para la construcción de la identidad de las clases populares de la
ciudad. Las clases populares reconocen que todo tipo de estrategias serán utilizadas en su
contra, desde las medidas sanitarias impuestas por el Ministerio de Higiene de entonces,
hasta los intentos desesperados por criminalizar, estigmatizar y patologizar las prácticas de
consumo de chicha, tanto en establecimientos privados como en el espacio público. No
obstante, el coraje que caracteriza a dichos sectores de la sociedad no les permitirá darse
por vencidos tan fácilmente y darán la lucha hasta el último instante que sea necesario.
Termina el tiempo de descanso.
Saber y poder en los modos de representación visual de lo social
Comienza el segundo round. En el ring ya está expuesta una serie de saberes expertos que
se dirige a la eliminación de las prácticas populares relacionadas con el consumo y
producción de la chicha. Un estudioso de este tipo de combates, el ingeniero y Doctor en
Historia de la Ciencia, Stefan Pohl-Valero, se encuentra desarrollando una investigación
sobre la configuración del campo de lo social en Colombia a partir de los saberes expertos
[186]
producidos en torno a la chicha y las prácticas culturales derivadas de su consumo,
entendidas como problema social284. Los aportes históricos de su investigación en curso
permiten nutrir la interpretación de las tensiones entre tradición y modernidad con base en
las imágenes que aquí se destacan285.
El anterior señalamiento de la complicidad establecida entre Estado y Medicina que tiene
como propósito eliminar las prácticas y expresiones culturales ligadas a la chicha, acabó
por estigmatizar, criminalizar y patologizar el consumo de esta bebida. Estas acciones
institucionales se evidencian en la serie de propagandas políticas creadas para atacar
directamente, y sin ambigüedades, el consumo urbano de la chicha (Figs. 2, 9, 13 y 16). A
diferencia de la imagen publicitaria considerada anteriormente (Fig. 8), estos carteles
propagandísticos cuentan con una fuerza expresiva más potente, en la medida en que
provienen de una estrategia institucional del gobierno nacional, encabezada por el
Departamento de Educación Sanitaria del entonces Ministerio de Hacienda, en
colaboración con el Servicio Cooperativo Interamericano (¿estará involucrado el gobierno
de Estados Unidos en la organización del bombardeo mediático en contra del consumo de
la chicha y a favor del control y dominación sociales fundado en el discurso higienista?). El
profesor Jorge Bejarano es el encargado de la cartera ministerial y por su iniciativa se
promueve un conjunto de esfuerzos destinados a la investigación científica de las
propiedades de la chicha, siendo éste el primer estudio riguroso que se lleva a cabo en el
país sobre la composición química de una bebida. En este momento se da inicio a lo que
Pohl-Valero llama “los significados científicos” de la chicha, o, en otros términos, la
historia de sus “vidas científicas”.
284 A propósito de esta investigación, aún o existe un documento escrito que socialice los resultados parciales de la misma. Sin embargo, los aportes de su investigación pudieron ser recogidos gracias a la realización de un conversatorio organizado por el Museo de Arte Miguel Urrutia (MAMU) del Banco de la República, Bogotá, el cual se tituló: “Chicha, saberes expertos y el campo de lo social en Colombia, 1890-1940”, y tuvo lugar a mediados de marzo del presente año (2018). El video de la conferencia está disponible en la web en: https://www.youtube.com/watch?v=ORLqGgN4c00. 285 Cabe aclarar que de la investigación de Pohl-Valero se rescatan especialmente los aportes históricos referidos al tema en cuestión, incluyendo algunos conceptos de carácter sociológico que sintetizan la realidad de los procesos ocurridos en el marco de la batalla protagonizada por las dos bebidas abordadas. No obstante, la interpretación que se hace sobre este asunto en términos de saber-poder, inspirada en el marco conceptual abierto por M. Foucault, hace parte de mi propuesta teórica para el desarrollo del presenta estudio.
[187]
El investigador encargado de los análisis científicos de la investigación química de la
bebida ancestral es el doctor Libairo Zerda y Josué –de inclinación conservadora al igual
que Bejarano–, quien descubre una especie de “toxina” propia de la chicha, de la cual se
cree que es la causa principal de su efecto embriagador. Zerda llama a esta toxina
“tomaína” y sostiene que se halla predominantemente en la chicha que se prepara
masivamente para ser distribuida y comercializada en la ciudad. Los resultados de la
investigación de Zerda llevan a la conclusión de que los consumidores de chicha están
expuestos a contraer una enfermedad que el cuerpo científico decide llamar “chichismo”;
enfermedad que afectaría gravemente las capacidades físicas, psicológicas y morales de los
consumidores. Así es como aparece en la escena de combate una nueva enfermedad, el
chichismo, que de ahora en adelante se introduce en el imaginario colectivo de los
habitantes bogotanos que presencian y/o ejercen el consumo de esta bebida popular. Sucede
entonces un acontecimiento inédito tanto para el campo del conocimiento científico del país
como para el campo social de la ciudad: la patologización de un problema social como
estrategia de control sobre las prácticas culturales populares ligadas al consumo masivo de
la chicha286. Un acontecimiento que evoca los análisis realizados por Foucault en su curso
dedicado a “los anormales”287, donde plantea que el conjunto de saberes y discursos
médicos-psicológicos juegan un papel determinante en la toma de decisiones judiciales y
penales que se ven reflejadas, en últimas, en la definición del sujeto como enfermo –y no
como criminal– y, por tanto, en el tratamiento adecuado que se le debe otorgar –el cual ya
no es castigo represivo–.
Detengámonos por un momento en los efectos generados por los mecanismos mediáticos de
propaganda en la vida social y cultural de la ciudad, a partir de un análisis detallado de los
elementos iconográficos empleados para la composición de tales imágenes.
Varias de las imágenes propagandísticas que enfocan su atención en el consumo de la
chicha y las prácticas culturales asociadas a él muestran recurrentemente armas
cortopunzantes, tales como cuchillos o machetes, y en algunas ocasiones aparecen palos,
puños y garrotes (Figs. 2 y 9). Adicionalmente, la representación gráfica de la sangre –más
286 Cf. Calvo, O. y Saade, M. (2002), La ciudad en cuarentena. Chicha, patología social y profilaxis. Bogotá: Ministerio de Cultura, 2002. 287 Cf. Foucault, M. (1975), Los anormales. México: Fondo de Cultura Económica, 2000.
[188]
Fig. 9: Cartel de propaganda elaborado por el Departamento de
Educación Sanitaria del Ministerio de Higiene (s.f).
Det. 9.1.
Det. 9.2.
Det. 9.3.
[189]
explícita en unas imágenes que otras– potencia el efecto comunicativo que expresa la
gravedad del asunto y refuerza sensiblemente el vínculo existente entre la bebida y las
repercusiones sociales de su consumo. La relación causal sugerida en el mensaje textual de
la Fig. 2, según la cual “la chicha engendra el crimen”, supone en últimas un movimiento
lógico de tipo inductivo en el que el origen de un problema social general –el crimen– se
puede rastrear a partir de una práctica popular concreta, como lo es el consumo de chicha;
en otras palabras, dicho movimiento consiste en tomar un aspecto particular de las fuentes
del conflicto social por la fuente misma del conflicto. Y es que detrás de esta lógica opera
sutilmente un tipo de argumento por indicio en la que la “ley de pasaje”288 oculta el hecho
de que el consumo de chicha genera comportamientos delictivos debido a los efectos
embriagantes de la bebida. De este modo, lo que se presupone en el mensaje textual del
cartel propagandístico es que la chicha es, por sí misma, una bebida embriagante cuyo
consumo necesariamente provoca acciones que alterarían el orden público. En este punto, el
establecimiento de la concepción de la chicha como bebida embriagante funciona como
catalizador invisible que juega a favor de la estrategia institucional de estigmatización y
criminalización de su consumo.
Vayamos un poco más a fondo para comprender la dinámica del golpe propinado a las
prácticas populares que rodean a la chicha, por parte de la institucionalidad del gobierno
que busca erradicarlas. La Fig. 9 recoge los elementos iconográficos anteriormente
destacados en la Fig.2 y los articula de tal forma que compone una construcción visual de
lo social particular, cuya expresividad y elocuencia están determinados por una fuerte carga
emocional (pathos) que se manifiesta especialmente en la gestualidad de los personajes
representados; asimismo, la configuración de dicha gestualidad constituye una muestra de
la dimensión social de lo visual en virtud de la cual es posible que la mirada reconozca
afectos o emociones específicos, y no simplemente un conjunto de líneas y sombras. Ahora
bien, en primer plano logran identificarse a dos hombres –uno de espaldas y otro de frente–
sosteniendo cada uno un elemento para procurarle daño al otro –un cuchillo y un palo,
respectivamente–. Ambos usan alpargatas y son representados de tal modo que su aspecto
288La ley de pasaje implicada en los argumentos por indicio reza: “A exhibe la característica o conducta B, siendo que B está asociado a un estado C”. En este caso, el consumo de chicha (A) exhibe la característica de la embriaguez y la conducta anormal que la acompaña (B), siendo que la embriaguez y las conductas anormales están asociadas a los actos delictivos y el crimen en general.
[190]
denota cierto grado de descuido y dejadez; el terreno en el que se desenvuelve el combate
armado entre estos hombres está acompañado de botellas rotas, manchas de sangres y,
curiosamente, un par de pies que indican la presencia de otros dos hombres, presuntamente
víctimas de la riña o de alguna otra circunstancia. Está claro entonces que la descripción
pre-iconográfica de los elementos representados la imagen corresponde, a nivel
iconográfico del primer plano, a la puesta en escena de una pelea entre dos hombres.
En segundo plano aparece la barra principal del establecimiento, nombrado “chichería”,
que separa a la mujer ubicada detrás de ella de la pelea entre los dos tipos. Al igual que las
paredes de la “chichería”, la barra se encuentra completamente agrietada, averiada y en
unas condiciones desfavorables que refuerzan la sensación de caos y desorden que se vive
al interior del lugar. De un lado, sobre la barra reposa una totuma rebosante de chicha, cuya
posición sugiere el movimiento sísmico de la escena, y al lado izquierdo de la imagen
figura un enorme barril de madera; de otro, sobresale la enorme carcajada proferida por la
mujer que presencia la bochornosa escena protagonizada por los dos hombres enfrente
suyo, una expresión por cierto curiosa cuando el sentido común sugiere que en este tipo de
circunstancias se huya o se intente dirimir el conflicto. Finalmente, fuera del marco de
representación gráfica, encontramos el título de la imagen: “La Chicha y el Carácter
Impulsivo”, acompañado del nombre del proyecto institucional que soporta su elaboración:
Educación Higiénica. En este sentido, no sólo se explicita mediante el título la idea
principal del mensaje contenido en la ilustración, sino encontramos que el concepto mismo
de higiene sobrepasa los límites de una consideración estrictamente científica del consumo
de chicha, en la medida en que se sugiere eficazmente un poderoso vínculo entre la bebida
y la valoración psicológico-moral de los consumidores.
¿Cuáles son las formas estéticas de que se sirve la construcción de la imagen para producir
el movimiento mediante el cual la mirada interpreta la situación representada como efecto
negativo del consumo de chicha? Puesto en otros términos, el interrogante apunta hacia
aquello que activa de manera eficaz el vínculo entre la superficie visual y el trasfondo
discursivo de la imagen. Detallemos con mayor amplitud la manera en que la imagen se
esfuerza por representar gráficamente el “carácter impulsivo” que genera la chicha en sus
consumidores: ¿no será también que cierto tipo de emociones tienen un modo singular de
[191]
manifestarse estéticamente en
las formas? ¿Es posible
advertir el recurso a las
“fórmulas de lo patético”
(Pathosformeln)
warburgianas? El rostro
desencajado del hombre que
alza su brazo izquierdo
empuñando fuertemente un
garrote, acompañado de unas
muy pobladas cejas que
custodian su perdidos ojos y
una boca cuya disposición
hacia abajo acentúa el estado anímico de furia y desespero –más cuando pequeñas líneas,
no por casualidad llamadas “líneas de expresión”, sugieren la tensión plasmada en dientes y
alrededores–, expresan articuladamente el pathos dionisíaco que supuestamente
corresponde al efecto embriagador de la chicha (Det. 9.1). Cabe decir que el efecto
tensionante que produce la imagen en general se ve reforzado por los elementos
secundarios que acompañan la escena principal (botellas rotas, sujetos caídos, grietas por
doquier y la chicha que desborda
de la totuma ubicada sobre la barra
de la chichería). Por otro lado (Det.
9.2), la desdentada carcajada de la
mujer en segundo plano (síntoma,
por cierto, de descuido y mala
higiene) genera una sensación de
relajamiento respecto a la tensión
percibida en el primer plano de la
imagen; la mujer parece reírse de los “borrachos” que pelean, lo que supone la construcción
de un punto de vista de segundo grado –observador– sobre los efectos perjudiciales del
consumo de chicha. ¿Por qué ríe la mujer que observa pasivamente la pelea? ¿Su risa estará
Fig. 10: Reyerta popular, Bogotá. Ramón Torres Méndez, 1860 ca. Colección
de Arte Banco de la República.
Det. 10.1
[192]
emitiendo implícitamente una suerte de valoración irónica de la discusión entre los dos
hombres289? La expresión gozosa de la mujer insinúa un ambiente de familiaridad en
relación con la escena presenciada, tal como aquella persona que se ríe de los problemas
porque ya está acostumbrada a ellos; sin embargo, lo que no es tan evidente en la imagen es
que la emoción de la cual es presa esta mujer es otro de los posibles efectos que tiene el
consumo de chicha, pues muy bien podría pensarse que ella ríe justamente porque existe un
lazo de em-patía, no entre estados anímicos (pues son opuestos), como sí más bien entre
estados de embriaguez.
Así pues, del centro de la imagen propagandística (Det. 9.3) brota la ambivalencia que
desde los orígenes de esta contienda ha rodeado al consumo masivo de la chicha en la
antigua ciudad de Bogotá. Dionisos requiere de Apolo para cobrar forma y Apolo necesita
de Dionisos para ser eficazmente dinámico y expresivo; la embriaguez cobra cuerpo en la
gestualidad tanto del hombre como de la mujer, al tiempo que los gestos de ambos
constituyen la manifestación sensible de un estado anímico interno –e intenso–. En últimas,
la imagen es movimiento, y dicho movimiento consiste en la relación dialéctica existente
entre la expresividad de las formas (Formeln) y la plasticidad de las fuerzas (Pathos). Al
momento de articular la gestualidad del hombre y la mujer, advertimos que en medio de
ambos irrumpe la totuma repleta de chicha, que también se halla en movimiento: arriba, la
embriaguez irónico-contemplativa; abajo, la embriaguez caótico-destructiva. Ambos son
efectos potenciales de la chicha, pero sólo uno de ellos es representado de tal manera como
único y real. En consecuencia, el litigio por la concepción dominante (hegemónica) de la
chicha –bebida embriagante o alimento– es puesto en escena en la imagen y sin duda toma
partido por una de tales concepciones. El enfoque interpretativo de los Pathosformeln ha
permitido descubrir que cuando se trata de configurar plásticamente una emoción humana
ésta se sirve de un conjunto de elementos estéticos que, cultural y socialmente, han sido
asociados a un valor expresivo determinado (Fig. 10); por ejemplo, la tensión generada por
los rasgos faciales de los individuos que son absorbidos por la ira y la desesperación (Det.
10.1). Fin del segundo round.
***
289 Véase: Bergson, H. (1899), La risa. Ensayo sobre la significación de lo cómico. Madrid: Alianza, 2008.
[193]
Pero no todo transcurre con absoluta tranquilidad para la moderna industria cervecera en su
batalla contra la chicha. El poderoso discurso de la higiene –acompañado de estrategias
puntuales dirigidas tanto a reconfigurar la producción y distribución del espacio público
como a controlar las prácticas relacionadas con el consumo de la bebida ancestral–
constituye, ciertamente, la principal arma con la cual esta nueva industria (representante de
toda una dinámica económico-política frente a la cual el gobierno nacional centralizado en
la ciudad pretende adscribirse), procura el golpe frontal más certero a uno de los productos
culturales que siguen
remitiendo a un pasado
indígena y colonial
considerados desgastados.
En efecto, surgen puntos de
resistencia frente a la
campaña de desprestigio y
estigmatización contra la
chicha, manifestación de
inconformismo frente a los
mecanismos institucionales
de dominación de las élites
bajo el pretexto de la
modernización de la ciudad
y el país. De las expresiones
de resistencia más importantes cabe destacar el rotundo fracaso del intento por “higienizar”
la producción de la chicha en las ciudades, el cual contaba con el respaldo de las más
recientes investigaciones científicas alrededor de la composición química de la bebida.
Resulta evidente que la higienización de los métodos de producción de la chicha no era más
que un propuesta encaminada a desplazar el carácter artesanal de su elaboración para dar
paso a la forma moderna –industrializada– de fabricación de bebidas y alimentos.
Resulta entonces que las clases populares –trabajadores, campesinos, indígenas,
marginados y desamparados– no se limitan a recibir pasivamente los duros ataques de la
Fig. 11: Chicheros del barrio La Perseverancia, localidad Santa Fé, Bogotá, 1947.
Autor desconocido. Fotografía extraída de Bogotá Antigua (Facebook).
[194]
institucionalidad del saber y del poder encarnado en el gobierno de la ciudad, sino que
asumen formas concretas de insubordinación, aunque en alto grado dispersas y
fragmentarias. La reacción de los consumidores habituales de chicha frente a los intentos de
industrializar su producción no fue la esperada por los agentes gubernamentales, pues el
sabor, la textura y la experiencia de la bebida producida bajo esta forma contrariaban el
gusto que había sido cultivado por la antigua chicha en su preparación tradicional; las
formas de socialización que se desprendían de su consumo masivo y habitual –donde la
botella de vidrio vendría a sustituir a la totuma (Fig. 11)–, crearon múltiples resistencias y
los consumidores, fieles a la tradición, continuaron desarrollando las prácticas estéticas y
culturales que desde siempre habían girado en torno a la ancestral bebida indígena: la
chicha como elemento nutritivo que estimula la fuerza de trabajo del obrero290, la
representatividad cultural de la chicha como factor importante en la construcción de
identidad popular (de la misma manera en que el vino lo es para franceses y la cerveza para
alemanes), y el valor simbólico que entraña esta bebida en el fortalecimiento de los lazos y
la cohesión social, especialmente, de las clases populares (Fig 3.).
Por ejemplo, en la última década del siglo XIX –antes de que se produjeran
sistemáticamente los ataques institucionales contra la chicha– el gobierno de la ciudad se
enfrentaba a la dicotomía de prohibir o tolerar su consumo. El gobierno optó por la segunda
vía antes de volcarse decididamente por la segunda, y fue así como en 1893 se alzó un
motín popular en respuesta a la imposición de un gravamen sobre la chicha cuyo propósito
no era otro que el de contribuir al patrimonio económico, tanto de la ciudad como de la
Nación. Dicho motín es comparado como un “Bogotazo” (Fig. 12) a pequeña escala y, sin
embargo, son escasas las fuentes que logran documentar este acontecimiento social. No
obstante, semejante revuelta demuestra la elevada importancia que ha tenido el fenómeno
cultural de la chicha, sus prácticas y significados sociales, para la supervivencia de la
tradición identitaria de las clases populares en la ciudad de Bogotá; así pues, fue tanta la
presión de los sectores afectados por dicha medida que el gobierno decidió, finalmente,
abolir el impuesto sobre la chicha. Las resistencias populares frente a las medidas
institucionales del gobierno y del campo científico para controlar (subyugar y erradicar) el
290 Cf. Socarrás, J. F. (1939), La alimentación de la clase obrera en Bogotá. Bogotá: Imprenta Nacional, 1939; citado por Pohl-Valero, S. (2018).
[195]
consumo masivo de chicha en la ciudad, aunque no ganaron propiamente un round, sí
efectuaron un duro golpe al discurso higienista dominante que acabó repercutiendo en la
intensificación de los esfuerzos de la moderna industria cervecera para hacerse con el
mercado de las bebidas alcohólicas.
Fig. 12: Machetes, palos, cuchillos y sacacorchos fueron empuñados. Sady González, 1948. Fototeca digital del Archivo
de Bogotá.
Entre moral y alimentación
Tercer y último round. Las tradiciones populares representadas en la chicha ya han sufrido
fuertes golpes. No obstante, la memoria y el arraigo al pasado ancestral son aquellas fuerzas
de resiliencia que impiden que la chicha desaparezca de la escena pública y el imaginario
colectivo de la ciudad bogotana. El último capítulo de esta contienda recoge dos tácticas
sumamente interesantes con los que la institucionalidad del poder pretende dar fin, a como
dé lugar, a uno de los “vicios” más peligrosos para la salud física, mental y moral de una
ciudad que tiene como objetivo principal la modernización, el progreso y el desarrollo de la
vida social de los individuos y la Nación.
[196]
La primera de estas tácticas concierne a la introducción de un conjunto de valoraciones
ético-morales acerca de lo que es una “buena familia” dentro de las representaciones
gráficas y visuales encargadas de desincentivar, criminalizar o ridiculizar el consumo
masivo de chicha en la ciudad. Por supuesto, semejante concepción de la familia obedece a
la perspectiva hegemónica-institucional sostenida por el gobierno, según la cual “la familia
constituye el núcleo y la base de la sociedad”; de manera que para garantizar la salud
integral de la vida social en la ciudad debe empezarse por cultivar desde el inicio los
“verdaderos” valores de la moralidad y el buen vivir. Recordemos que el marco ideológico
a partir del cual se desarrolla esta contienda es el de la Regeneración Conservadora (1886-
1930), razón por la cual la Iglesia recobró el dominio que había perdido sobre la dirección y
administración de los asuntos más apremiantes de la vida pública del país, especialmente en
el ámbito educativo a través de la formación de la ciudadanía en valores cristiano-católicos.
En consecuencia, asegurar la permanencia y reproducción de la moralidad institucional de
la iglesia católica en la esfera doméstica era una de las mayores preocupaciones del poder
político entonces.
¿De qué manera aparece representada este modelo ideal, “correcto”, de familia en las
distintas imágenes (propagandísticas o no) que estigmatizan el consumo de chicha?
Atendamos al cartel propagandístico en el que aparecen dos sujetos, entre los cuales se
encuentra un hombre de raza negra tras las rejas de una cárcel, vestido con un saco a rayas
blanco y negro horizontales; frente a él, figura de perfil una mujer cabizbaja que cubre la
mitad de su rostro con la mano izquierda por la tristeza y el desconcierto que la inunda al
ver al hombre encerrado –la lágrima que brota de su ojos, junto con el ceño y la boca
inclinados hacia abajo demuestran el gesto emotivo del que es presa la mujer– (Fig.13). La
imagen parece establecer con relativa inmediatez una relación de parentesco entre el
hombre y la mujer, siendo ésta la madre que sufre por ver a su hijo encarcelado luego de
haber bebido chicha (¿sólo haber bebido chicha?). Observamos que el hombre negro tras
las rejas no sólo es representado como sujeto-criminal ni como sujeto-hijo, sino además
como ejemplo típico de las “gentes que toman chicha”, siendo éste un calificativo –
ciertamente peyorativo– que pretende recoger a la masa indistinta de individuos
pertenecientes a las clases medias y populares, objeto de dominación por parte de las élites
gobernantes.
[197]
Fig. 13: Cartel de propaganda elaborado por el
Departamento de Educación Sanitaria del
Ministerio de Higiene, 1948.
Det. 14.1: Giotto (1305-1306).
Fig. 14: Giotto, Lamentación sobre Cristo
muerto (1305-1306). Capilla de los Scrovegni,
Padua, Italia
Fig. 15: Portada original del libro del ministro
de higiene, Jorge Bejarano (1946-1947), La
derrota de un vicio. Bogotá: Iqueima, 1950.
[198]
El fondo azul dentro del cual se inscribe la segunda parte del mensaje del cartel (“Las
cárceles están llenas / de gentes que toman chicha”), se extiende hacia el plano de
representación gráfica en la que aparecen los dos sujetos (hombre y mujer, madre e hijo)
para conformar una especie de manto que cubre la cabeza la sufriente y desconsolada
madre. Así pues, junto al profundo contenido emotivo de la imagen –que remite a la
sentimentalidad de una madre totalmente desconcertada por las conductas de su hijo
arrepentido–, aparecen sutiles referencias iconográficas a la moralidad católica
institucional, de nuevo, mediante el recurso a determinadas fórmulas de lo patético; esta
vez, dichas fórmulas hacen mella en el ámbito de la religiosidad y la moral como bases para
la construcción de una sociedad “con principios” sólidos y, además, apelan al inconsciente
de una mirada que de manera eficaz juega el juego intertextual (política-moral-religión)
propuesto en el cartel.
Los pathos del arrepentimiento del hijo, por un lado, y del desconsuelo de la madre, por
otro, remiten, juntos de manera complementaria, a la sentimentalidad cristiana del pecado
por el cual se sufre y se debe arrepentimiento. La madre sufriente agrega un elemento
emotivo capaz de suscitar la reflexión de quien consume chicha para conducirlo al siguiente
razonamiento: si a usted no le importa lo que pase con su vida (al consumir chicha), piense
al menos en lo que puede sentir su mamá si se llegase a enterar de que usted es un
criminal”. El manto que recubre la cabeza de la desconsolada madre constituye el elemento
iconográfico más contundente a la hora de establecer el vínculo entre lo político-social y lo
moral-religioso, pues remite instantáneamente a la figura de María cuando lamenta
irreparablemente la muerte de su hijo, Jesús (Fig. 14). Nótese que la inclinación de la
cabeza, así como el gesto de tristeza y desesperación en los rostros de los personajes
recreados en la pintura de Giotto, resultan ser elementos imprescindibles para la expresión
formal del pathos religioso del lamento (Det. 14.1); por otra parte, la recurrente presencia
del manto sobre las mujeres que lamentan la muerte del hijo –que no por casualidad se
puede entender igualmente como muerte física (Jesús) y muerte moral (sujeto-criminal)–
inspira piedad, inocencia y transparente devoción.
Aunque la figura de la familia no es explícita respecto a la cuestión moral implicada en las
distintas prácticas culturales ligadas al consumo de la chicha, lo cierto es que las
[199]
interpretaciones costumbristas (Fig. 5) relacionadas con la tradición encarnada en esta
bebida parece no poder prescindir de la creación de una determinada imagen de familia;
una familia, por supuesto, que posee todas las características de la vida campesina y la
herencia indígena-colonial donde la chicha hunde sus raíces; un tipo de familia que debido
a sus condiciones originarias, estrechamente vinculadas al campo y lamentablemente
condenadas al rezago económico y social debido al analfabetismo, se encuentra en
oposición directa a los discursos del progreso y la modernidad; una familia cuyas prácticas
y tradiciones parecen poner en riesgo la legitimidad de las instituciones más poderosas de la
nueva Nación republicana en manos de la hegemonía conservadora –aun cuando sea la
población campesina una de las más fieles a la religiosidad católica. Dicho tipo de familia
se halla representada enteramente en la portada de la primera edición del libro publicado en
1950 por el mencionado ministro de higiene, Jorge Bejarano, titulado La derrota de un
vicio (Fig. 15). En este libro el profesor Bejarano relata la historia de la vida y la muerte de
la bebida más controversial para el mantenimiento del orden social de esfera pública de la
ciudad. Hilo de Ariadna entre el campo y la ciudad, la chicha siempre representó una visión
del mundo que contrariaba los intereses ideológicos, políticos y económicos de las clases
dominantes que gobernaban desde la ciudad capital, así como de sus referentes y
aspiraciones culturales provenientes de Europa occidental y, más tarde, de Norteamérica.
La construcción de la imagen de familia que está la portada del libro no es discursivamente
neutral, pues no tiene como fin reivindicar la estructura de este tipo de familia sino, por el
contrario, destacar aquellos aspectos que supuestamente representan el retraso económico y
cultural del centro histórico y administrativo del país. No es fortuito que en las expresiones
anteriormente citadas para referirse a la población campesina e indígena, a los marginados
y desposeídos, es decir, a las clases populares en general –a saber, “los de alpargatas”, “los
descalzos”, “los de ruana”– colocan el acento sobre diferentes particularidades de la
iconografía etno-racial, indumentaria y cultural-artesanal de esta población. ¿Qué podría
significar la representación de una familia campesina cuando se trata de contar la historia
de la cruzada contra un vicio llamado “chicha”? ¿De qué manera –a partir de qué tipo de
recursos formales, estéticos y estilísticos– se muestra esta familia? Se trata de una familia
que corresponde a la estructura típica y tradicional, compuesta por padre, madre e hijo/a. El
hombre aparece en primer plano por encima de la mujer y el bebé que carga en su canto
[200]
(atención a la disposición levemente inclinada del hombre y la sobreposición de su pierna
izquierda respecto a la mujer); es decir, que el hombre predomina en la representación
visual, a la vez que domina en la situación social de la estructura familiar. Nuevamente,
surge el correlato entre el momento
estético de la representación (forma) y
el momento expresivo de lo ético
(pathos). Sentados y con sombreros,
el hombre y la mujer se encuentran en
espacio abierto, montañoso y de
características rurales. Parece haber un
pequeño contacto visual entre la mujer
y el bebé, mientras éste extiende
ligeramente su brazo izquierdo como
si estuviera pidiendo el alimento de
los pechos desnudos de su madre. Por
su parte, el hombre viste una ruana,
pantalones remangados y alpargatas;
junto a sus pies yace un jarro de barro
y una totuma vacía, cargando otra en
ambas manos. El padre posee el
“vicio” y la mujer la vida y el
alimento –la virtud reproductiva–. La
derrota de un vicio supone la derrota
de un modo de habitar el territorio en vías de urbanización. La derrota de la chicha significa
la muerte simbólica del habitar rural para darle pie a la construcción de del habitar urbano.
Ahora bien, dentro de los elementos iconográficos del habitar rural y colonial que son
destacados en las imágenes propagandísticas dirigidas al consumo de la chicha se encuentra
la figura del burro (Fig. 16). El burro no sólo ha sido considerado como el medio de
transporte más representativo de la vida campesina y rural en general (Fig. 4), sino que
adquiere una connotación cultural sumamente potente en el imaginario popular de los
habitantes bogotanos, especialmente para los sectores medios-bajos. En todo caso, el burro
Fig. 16: Cartel de propaganda elaborado por el
Departamento de Educación Sanitaria del Ministerio de
Higiene, 1948.
[201]
aparece con frecuencia en ilustraciones, fotografías y otro tipo de imágenes en contextos
rurales; y cuando aparece en espacios urbanos genera una sensación de villorrio e
informalidad. Puede ser que al igual que palabras como “guache”, “guaricha” e “indio”, la
expresión “burro” haya sufrido el mismo deterioro semántico y cultural respecto a su
significado originario con el fin de comunicar una valoración claramente negativa,
peyorativa e incluso insultante sobre quien recae dichas palabras. Estas etiquetas verbales
se convierten en objetos para designar cierto tipo de subjetividades consideradas
socialmente inferiores. Sin embargo, “burro” entraña un importante matiz psicológico y
cognitivo dentro del imaginario colectivo. El burro suele considerarse un animal de carga y
sumiso; simbólica y conceptualmente se puede asociar con la figura nietzscheana del
camello descrita en el Zaratustra, en tanto representa el carácter dependiente e impropio de
una persona: literalmente, una persona con demasiadas cargas encima sin que todas sean
necesariamente suyas. Debido a esta falta de carácter, de esta ausencia de autonomía, la
figura del burro llegó a ser protagonista para expresar con la mayor elocuencia posible a
una persona de bajos niveles de inteligencia, popularmente llamada “bruto”. El burro como
símbolo de brutalidad y ausencia de habilidades cognitivas; a su vez, el “bruto”
representado bajo la forma del burro.
Al igual que la chicha, la imagen del burro tiene una significación ambivalente, siendo por
un lado representativa del habitar rural y campesino y, por otro, símbolo despreciativo de
las facultades mentales y cognitivas de cierto tipo de sujetos. Algunas características de la
animalidad del burro son trasladadas en la representación visual de los sujetos considerados
social, ética y moralmente problemáticos; por ejemplo, cuando los rasgos fisonómicos y
raciales son exagerados hasta tal punto que el sujeto adquiere un aspecto rudo y salvaje
(Fig. 13); esto debido a que la brutalidad es generalmente asociada a un estado natural
(animal) de la existencia humana. Así pues, se observa visualmente la transposición
efectuada por el movimiento discursivo en torno a la figura del burro y la definición del
“bruto” cuando reparamos en el área amarilla de otro cartel propagandístico, sobre la cual
se asoma la cabeza de un burro, formando una cabeza dispuesta de perfil, “boquiabierta” y
ciertamente aletargada (Fig. 16). “La chicha embrutece / No tome bebidas fermentadas” –
reza el mensaje del cartel: la chicha te vuelve bruto; las bebidas fermentadas te embrutecen
–es la enseñanza del Departamento de Educación Sanitaria del Ministerio de Ambiente en
[202]
1948, el mismo año de la reyerta popular más importante en la historia de Bogotá del siglo
XX. Pero, si las bebidas fermentadas embrutecen y la cerveza es una bebida fermentada,
¿por qué esta última no es objeto de ataques por parte del gobierno institucional?
***
La segunda de las tácticas empleadas por el Estado y la industria extranjera de la cerveza
para derrotar finalmente el vicio indígena consistió en agudizar la ambivalencia
sociocultural que giraba alrededor de la última etapa de las “vidas científicas” de la chicha
planteadas por Pohl-Valero, a saber, el litigio al interior del campo científico colombiano
acerca de si la chicha debe ser tratada como bebida embriagante debido a sus niveles de
fermentación o si, por su parte, merece ser considerada como alimento de importante valor
nutricional, sobre todo en la dieta de las clases populares y trabajadoras de la ciudad. Con
dicha tensión regresamos al inicio de esta disputa protagonizada por la chicha y la cerveza.
Según Pohl-Valero, a comienzos del siglo XX el doctor José Ignacio Barberi –considerado
el padre de la pediatría colombiana– declaró, fundado en su “larga experiencia” para
referirse a la manera más adecuada en que las madres deberían alimentar a sus hijos, “que
como bebida nada hay mejor que la cerveza Doppel, que fabrica en esta ciudad el filántropo
caballero Sr. D. Leo S. Kopp; ésta aumenta, sin duda, la cantidad de leche”291 (Fig. 1). Pues
bien, se pone de manifiesto una vez más la complicidad entre la institucionalidad del saber
médico-científico y el discurso higienista, y los intereses económico-políticos del poder
estatal, esta vez para posicionar definitivamente a la cerveza dentro de las necesidades
básicas de consumo de los habitantes de la ciudad. Los gestos benevolentes
estratégicamente diseñados en las campañas publicitarias para reforzar el carácter
alimenticio de la cerveza en la dieta de los bogotanos son notables, como también se
evidencia nuevamente el recurso al elemento racial con el fin de otorgar mayor fiabilidad al
mensaje. No obstante, la cerveza constituía –al igual que su contrincante la chicha– un
importante elemento de cohesión social tanto en espacios privados de encuentro (cafés,
291 Barberi, J. I. (1905), Manual de higiene y medicina infantil al uso de las madres de familia. Bogotá: Imprenta Eléctrica, 1905, p. 12; citado en: Cardona, L. (2010), Alimentando el progreso: de los regímenes alimenticios a finales del siglo XIX y principios del siglo XX en Bogotá. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2010, p. 44. Disponible en: https://repository.javeriana.edu.co/bitstream/handle/10554/6612/tesis139.pdf?sequence=1.
[203]
tabernas, etc.) como el propio espacio público de la ciudad, debido a su calidad de bebida
embriagante, la cual acompañaba momentos de esparcimiento y ocio (Fig. 17).
Bebida embriagante o alimento, la
chicha no fue la única que participó
de la ambivalencia constitutiva de su
significado cultural en el imaginario
colectivo de los habitantes de la
ciudad. Mucho antes de que la
chicha fuese tomada en cuenta
dentro de las estadísticas oficiales
sobre el costo de vida de la clase
obrera, en 1944292, la cerveza ya
había contaba con una significación
científica de su valor nutricional
para la alimentación infantil. La teta
de la madre campesina había
intentado ser sustituida –o por lo
menos complementada– por la
cerveza tipo Doppel de la industria
de Kopp. Tercer y último round: ¿(qué) ha quedado algo de las prácticas de consumo de
chicha en la actualidad como muestras de supervivencia de una tradición que se resiste a
desaparecer por completo?
La derrota de un vicio, ¿la conquista de una virtud?
En efecto, los saberes expertos y la institucionalidad del poder político y económico de la
ciudad lograron finalmente derrotar el vicio de la sociedad bogotana por excelencia. Dicho
propósito logró ser envidiablemente eficaz en el momento en que la gubernamentalidad del
292 Dato proporcionado por Pohl-Valero (2018) en op. cit.
Fig. 17: Borrachos en un café. Sady González, 29 de marzo de 1947.
Revista Número Ediciones, Alcaldía Mayor de Bogotá, 1999.
Fotografía extraída de Bogotá Antigua (Facebook).
[204]
poder supo sacar provecho de la coyuntura vivida en torno a los acontecimientos del 9 de
abril de 1948, tras el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. El Estado no dudó
en señalar a la chicha como la principal causa de que las “gentes” involucradas en los
múltiples saqueos y destrozos de la ciudad hubiesen adoptado una actitud violenta, delictiva
y totalmente fuera de quicio (Fig. 18). La enfurecida y desadorada turba multitudinaria de
individuos provenientes de los sectores más vulnerables y deteriorados de la ciudad acudió
a la escena del crimen tan rápido como pudo, y con palos y machetes en mano se dieron a la
tarea de saquear los almacenes y destruir todo cuanto hubiera en su paso, opacando así el
verdadero trasfondo político y social que había representado el asesinato del caudillo
liberal. Como consecuencia de ello, el gobierno expide finalmente la Ley 34 de 1948 (28 de
octubre), “por la cual se fijan las condiciones para la fabricación de bebidas fermentadas y
se dictan otras disposiciones”293. A partir de esta fecha no sólo murió un auténtico proyecto
moderno (europeo) de ciudad, no sólo se vinieron abajo las ilusiones de inaugurar una
nueva etapa en la vida política y social del país con la previsible llegada de Gaitán al poder,
no sólo se disolvieron las antiguas formas de socialización y socialidad (habitar) las calles
del centro de la ciudad y no sólo se dio origen al conflicto armado interno más duradero en
la historia política de los países latinoamericanos, sino que también se le dio muerte
simbólica a la tradición indígena y campesina –supervivientes de la época colonial– a
través de la prohibición definitiva de la bebida más representativa de las prácticas,
imaginarios, cosmovisiones y símbolos de dichas tradiciones. Pero, ¿realmente se le dio
una muerte definitiva a la tradición encarnada en las diversas prácticas generadas alrededor
del consumo de chicha? ¿O acaso no resulta más pertinente pensar/imaginar que con la
pérdida de esta contienda (muerte) se haya producido en la actualidad una serie de
transformaciones y metamorfosis en torno al significado cultural, ético, estético, científico
y moral de la bebida y de las prácticas de consumo que la acompañan?
Cabe preguntar, por tanto, si una vez derrotado el vicio de la tradición ancestral se ha
logrado la conquista de una virtud genuinamente “moderna”; si esto es así, ¿de qué virtud
se trata? ¿En qué consiste verdaderamente el triunfo que significo la derrota de la chicha? Y
si no, ¿a qué se debe el fracaso? No hay duda, pues, de que los grandes industriales de la
293 Ley 34 de 1948, disponible en la red en: http://www.suin-juriscol.gov.co/clp/contenidos.dll/Leyes/1590419?fn=document-frame.htm$f=templates$3.0.
[205]
cerveza, además de representar un enorme porcentaje de ganancias para la economía
colombiana, han sustituido el lugar que alguna vez ocupó la chicha para las clases
populares, convirtiéndose hoy en día en la bebida de mayor consumo en todo el país, sin
importar las diferencias de clase, si se viste ruana o sombre, si se calza zapatos o alpargatas,
si se es ilustrado o analfabeta, si se es liberal o conservador, o, incluso, si se es hombre o
mujer.
La campana del ring ha
sonado, y sin un juez
verdaderamente neutral que
dictamine el vencedor de la
contienda, la cerveza de
Bavaria –sólido
representante de la llegada
al país de los grandes
procesos de industriales
respaldados por el discurso
de la modernidad– alza su
brazo por iniciativa propia
para sentenciar su
arrolladora victoria sobre la chicha en cuanto representante de la tradición indígena y rural
de la población. Y es que no podía haber un juez de naturaleza neutral. El poder
hegemónico de las instituciones políticas económicas y sociales del centro administrativo
de la Nación republicana logró imponerse contundentemente a pesar de las resistencias y
puntos de fuga generados en relación las medidas de estigmatización de la chicha y sus
consumidores. Empero, lejos de desaparecer terminantemente de la escena pública y el
imaginario colectivo de la vida cotidiana de la ciudad, la chicha, junto con sus diversos
significados culturales, se ha tornado desde la mitad del siglo XX hasta nuestros días en una
suerte de símbolo contracultural respecto de las formas higiénicas de consumo de bebidas
fermentadas (o embriagantes), de los usos del espacio urbano destinados a su
comercialización y de los modos de socialización y la creación de nuevas subjetividades
Fig. 18: Tranvía en llamas durante El Bogotazo. Manuel H. Rodríguez, 1948.
Archivo digital del Archivo de Bogotá.
[206]
alrededor de ella. Una poderosa fuerza superviviente se halla en las entrañas de la ancestral
bebida; tanto así que la propia administración distrital ha reconocido el profundo valor
simbólico, identitario y de cohesión social que posee la chicha para las clases populares de
la ciudad, que ha invertido esfuerzos es mantener –si bien no incentivar y promover– el
consumo de la chicha en determinados espacios del centro histórico de Bogotá (Fig. 19).
Inclusive, no hace falta semejante apoyo institucional para que la comunidad de base que
ha estado estrechamente vinculada a tradición de la chicha se organice de cara a la
celebración anual de un Festival dedicado a ella: el famoso y popular Festival de la Chicha
la Vida y la Dicha, realizado en la localidad de La Perseverancia en Bogotá. Al igual que la
leyenda del Fénix, la chicha, una vez creída muerta, logra resurgir de las cenizas para
volver a ocupar el tiempo y los espacios de la vida festiva y cotidiana de los habitantes de la
capital colombiana…
Fig. 19: Placa institucional de la Alcaldía Mayor de Bogotá en apoyo a establecimientos comerciales de destino turístico
donde venden chicha. Callejón del Embudo, Plaza del Chorro de Quevedo, 2018. Foto del autor.
[207]
La sociología de la bebida (y la comida) como subcampo de investigación de la sociología
del habitar (urbano).
El anterior análisis iconológico-cultural de las imágenes propagandísticas y publicitarias
creadas en el contexto de la batalla protagonizada entre la tradición de la chicha y moderna
industria de la cerveza, nos permite llevar a cabo un conjunto de acotaciones de carácter
general a propósito de la importancia que tienen las prácticas culturales originadas
alrededor de la bebida –y, por extensión, de la comida– como soportes simbólicos y
materiales del habitar colectivo de una comunidad sobre un territorio en particular. Las
observaciones realizadas nos permiten explorar hasta cierto punto la cosmovisión que
sostienen los habitantes-constructores de una cultura a partir de actividades concretas
relacionadas con la bebida. En este caso, se ha tratado de tomar el caso singular de la guerra
entre la chicha y la cerveza como unidad de análisis para desentrañar el correlato micro de
los procesos macroestructurales vinculados con las prácticas y los discursos que activan la
típica tensión, de gran relevancia para el conocimiento sociológico, entre tradición y
modernidad.
En este sentido, análisis como éstos permiten sostener la idea de la bebida –al igual que la
comida y el alimento– es una de las construcciones culturales más elementales de la
cotidianidad humana en general. La ritualidad que existe alrededor de la bebida y el
alimento constituye uno de los rasgos característicos de la permanencia (existencia) de
cualquier agrupación o lazo social, especialmente en el marco de los procesos civilizatorios
originados en Occidente. De este modo, tanto la bebida como el alimento representan la
forma de estar juntos de una cultura, cada una a su manera. Las diferencias entre las formas
occidentales/civilizadas/modernas de la bebida y el alimento y las formas no-
occidentales/primitivas/tradicionales, obedecen a diferencias concernientes a la
comprensión de la naturaleza del lazo social y a los diversos grados de percepción social
del tiempo. Allí donde los individuos habitan un mundo dominado por el modo de
producción capitalista industrializado, los tiempos y los espacios para compartir el alimento
y la bebida se fragmentan, se estresan, se aceleran y se individualizan cada vez más, siendo
por ejemplo el fast food (puestos de comidas rápidas) el paradigma contemporáneo de las
prácticas alimenticias y de esparcimiento populares que tienen lugar en los grandes
[208]
entornos urbanos. Por su parte, un modo de vida que se encuentra más estrechamente
relacionado con los tiempos de la naturaleza, de la tierra y del movimiento de los astros
(ethos campesino e indígena), procurará mantener viva la dimensión sagrada (cultual,
aurática) que entrañan la comida y la bebida, pues se tiene la conciencia de que tales cosas
han sido trabajadas con las propias manos y el propio sudor de la frente –no son
mercancías–, y de que la familia se establece y mantiene unida alrededor del alimento que
se comparte y la bebida que disfruta en compañía; aquí los miembros del grupo se reúnen
en torno a la mesa o al fuego, se miran a los ojos, conversan íntimamente sobre los distintos
asuntos de sus vida –e incluso de la vida pública– y se respeta el tiempo de la alimentación
para regresar posteriormente al desempeño de las tareas domésticas y/o laborales.
En consecuencia, la bebida y la comida no se reducen a su significación meramente
práctica de cara a la satisfacción de las necesidades primarias (biológicas y naturales) de
cada uno de los miembros del grupo. Al contrario, tales elementos culturales adquieren un
destacado sentido cultural en la medida en que configuran espacios-tiempos de sociabilidad
–es decir, sensibilidades ético-estéticas–, entendiendo por ello el hecho de que suponen
múltiples formas de interacción recíproca con los otros294, a la vez que dan cuenta de la
naturaleza de los lazos comunicativos que caracterizan los modos de habitar los diferentes
espacios en los que discurre la vida cotidiana; modos éstos que, como hemos visto, no están
exentos de conflictos, luchas y tensiones, sino que deben justamente su permanencia y
transformación al constante choque entre su pluralidad.
294 Simmel, G. “La sociabilidad (ejemplo de sociología pura o formal)”, en Cuestiones fundamentales de Sociología. Barcelona: Gedisa, 2002, p. 78; citado en: Monje Pulido, C. A. (2011), Los cafés de Bogotá (1848-1968). Historia de una sociabilidad. Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2011, p. 3: “Ni el hambre o el amor, ni el trabajo o la religiosidad, ni la técnica o los resultados de la inteligencia significan ya por su sentido inmediato una socialización; más bien sólo la van formando al articular la yuxtaposición de individuos aislados en determinadas formas del ser con los otros y para los otros, que pertenecen el concepto general del efecto recíproco de la interacción”.
[209]
VIVIR BAJO UN MISMO TECHO Y COMER DE LA MISMA OLLA
Lo rural y lo urbano visto desde el hacer mercado
[210]
MUJER Y PATRIARCADO
[211]
[212]
POÉTICAS DEL HABITAR: MONTAJE
EXPERIMENTAL
[213]
CONCLUSIONES
[214]
La metáfora del “mundo como teatro”, theatrum mundi, propuesta por Echeverría con el fin
de caracterizar la naturaleza de los procesos socioculturales de los pueblos
hispanoamericanos como ethos “barroco”, es decir, como respuesta y modo de apropiación
de la dinámicas impuestas tras la conquista y colonización por parte de los grandes
imperios europeos (ethos “realista”-“capitalista”), se ha visto reformulada y traducida de
cara a la comprensión de los estilos de vida producidos en el contexto del desarrollo
cultural de las ciudades latinoamericanas, de herencia colonial, en relación con el proyecto
modernizador que, en el caso particular de Bogotá, inicia a finales del siglo XIX y presenta
hasta nuestros días una gran cantidad de vicisitudes. De este modo, se ha ofrecido el
concepto de theatrum urbe como propuesta teórica para analizar las diversas
transformaciones culturales de la vida cotidiana y el habitar urbanos desde un enfoque
dramatúrgico, que se concreta en el reconocimiento y exploración de los distintos procesos
de subjetivación o poéticas urbanas como elementos que configuran el problema ético-
estético referido a la pregunta por la ciudad y las condiciones de su habitabilidad (la ciudad
misma como proceso de subjetivación y asimismo los procesos de subjetivación que crean
ciudad).
La apuesta que consiste en pensar las dinámicas de subjetivación de la ciudad bajo el
concepto de theatrum urbe buscó ligar los procesos éticos de las poéticas urbanas con las
cuestiones estéticas implicadas en la construcción de los estilos de vida que caracterizan las
vicisitudes de la identidad cultural bogotana a lo largo del vertiginoso y golpeado siglo XX.
¿Por qué la teatralidad para designar el carácter de los procesos de auto-producción de la
ciudad? Tal como indica la noción de obra en el concepto de “obra de arte”, la ciudad no
puede escapar a su condición performativa; la coexistencia de distintas formas de habitar
construidas a partir de una heterogeneidad de lenguajes compone un escenario sumamente
complejo que requiere ser comprendido a la manera de una pieza teatral que narra, no la
historia desarrollada a través de la interacción de distintos personajes individuales que
participan de la trama, sino la historia sobre cómo se ha configurado el escenario mismo (la
ciudad), su tramoya (el pasado) y su público (el futuro). Theatrum urbe: la ciudad como
obra de arte autorreflexiva y autopoiética en permanente construcción…
[215]
El papel que han jugado las fotografías instantáneas callejeras en el intento por reconstruir
la historia cultural de la ciudad bogotana en términos del habitar cotidiano ha sido
absolutamente determinante. Primero, desde el punto de vista afectivo, este tipo de
imágenes genera una poderosa interpelación en quien las observar y casi que
inevitablemente lo conduce a involucrarse con mayor profundidad con el pasado histórico
mediante un ejercicio de memoria, tanto creativa como reconstructiva; el pathos nostálgico
que suscita el contacto con las antiguas imágenes de la ciudad motiva la reflexión sobre
nuestra identidad cultural, no como esencia definida, sino como proceso que marca la
diferencia de aquello que estamos siendo con aquellos que hemos dejado de ser, una
diferencia establecida por la distancia temporal que guardamos entre la ciudad vivida en la
fotografía y la ciudad vista a través de ella.
En segundo lugar, tanto las instantáneas callejeras como las imágenes fotográficas de la
ciudad en general, han demostrado su importante potencial epistemológico y metodológico
a la hora de construir una historia cultural del habitar y la vida cotidiana urbanas de la
capital colombiana en el siglo XX, sirviéndose de la estrategia del atlas con el fin de
replantear las formas tradicionales de hacer historia y de poner en tela de juicio la
linealidad como paradigma incuestionado de la temporalidad humana. La mirada atenta
nunca “lee” las imágenes de la misma manera como se lee un texto propiamente dicho;
pues esta mirada atenta posee una sensibilidad envidiable hacia los detalles a tal punto que,
cuando repara en alguno de ellos, se ve inevitablemente en la necesidad de efectuar un salto
que lo conduce a otra imagen aparentemente inconexa desde el punto de vista de la lógica
racional. Creo que se han dispuesto las bases conceptuales y metodológicas necesarias –tal
vez no suficientes– para llevar a cabo una propuesta innovadora de cara a la producción de
conocimiento sociológico sobre la ciudad que sea capaz de integrar las dimensiones
estéticas de la reproductibilidad de la imagen fotográfica con las cuestiones fundamentales
de las relaciones de poder en términos de las tensiones protagonizadas por las clases
sociales en las que se estructura la vida social de la ciudad. La sociología urbana requiere
de la imagen fotográfica como instrumento de conocimiento, a la vez que la sociología
visual y la sociología del arte encuentran en la cuestión urbana un campo suficientemente
[216]
vasto, complejo y hasta cierto punto inexplorado como para obviar la posibilidad de pensar
dicha cuestión a través de la imagen.
El proyecto de construcción activa y participativa de memoria urbana a partir de un gran
montaje fotográfico (tanto de imágenes antiguas como modernas) debe continuar, sobre
todo con el fin de excavar, identificar comprender críticamente y proyectar las diferentes
capas subjetivas y estructurales en las que se encuentran sedimentadas las condiciones de
habitabilidad de la ciudad de Bogotá en términos de sus poéticas cotidianas, teniendo en
cuenta los impresionantes acontecimientos producidos el 9 de abril de 1948 con el asesinato
de Jorge Eliécer Gaitán, conocido popularmente como El Bogotazo, ya que tales
circunstancias representaron la destrucción de una ciudad imaginada (un proyecto de
ciudad) para darle paso –obligado– a su reconstrucción, o más bien, a la construcción de
una nueva ciudad proyectada según un conjunto de criterios de habitabilidad que responden
a las nuevas dinámicas, exigencias e imaginarios sobre lo que es y debe ser la capital
colombiana en el marco de la globalización, el flujo de capitales y de información, la
mediatización cada vez más creciente de la experiencia y la liquidez de los lazos sociales y
las formas de construcción de identidad.
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