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Todos querríamos tener unaarmadura que nos proteja del dolor.Pero uno levanta una pared paraprotegerse de lo que viene deafuera y al final descubre que se haquedado encerrado.Kamchatka es la última palabra queHarry escucha de labios de supadre. Aquel territorio fantástico einaccesible, poblado de osossalvajes y con picos nevadosenvueltos en nubes de azufre, seráel refugio donde ese chico de diezaños se ocultará para curar susheridas, para resistir. Para Harry,

Kamchatka será su Avalón.De la mano de un niño obligado acontemplar el lado oscuro de larealidad, Marcelo Figueras nos llevaa recorrer el capítulo más aciago denuestro pasado reciente. Esterelato, poblado de personajestiernos, cercanos y llenos de humor,es también una aventura: la deasomarse sobre el horizonte ydescubrir que ninguna historiadesaparece, simplemente cambiade género.

Marcelo Figueras

KamchatkaePub r1.0lenny 23.04.16

Título original: KamchatkaMarcelo Figueras, 2003Retoque de cubierta: lenny

Editor digital: lennyePub base r1.2

It is not down in any map;true places never are.

HERMAN MELVILLE, MobyDick

Now is greater than the wholeof the past.

REM, Reveal

Primera hora:Biología

f. Ciencia que estudia los seresvivos.

1. La palabra deladiós

Lo último que papá me dijo, la últimapalabra que oí de sus labios, fueKamchatka.

Me dio un beso raspándome con subarba de días y se subió al Citroën. Elauto se alejó sobre la cinta ondulante dela ruta, una burbuja verde que aparecía ydesaparecía en cada lomada, máschiquita cada vez, hasta que ya no la vimás. Me quedé un rato ahí, la caja delTEG bajo del brazo, hasta que el abuelome puso la mano en el hombro y me dijo

vamos a casa.Y eso fue todo.Si es necesario puedo contar algo

más. El abuelo decía que Dios está enlos detalles. También decía otras cosas:que lo de Piazzolla no es tango, porejemplo, y que lavarse las manos antesde mear es tan importante comolavárselas después, porque vaya a saberqué tocó uno, pero creo que ninguna deestas viene al caso.

La despedida ocurrió en undespacho de naftas de la ruta 3, a pocoskilómetros de Dorrego, en el sur de laprovincia de Buenos Aires.Desayunamos los tres en el bar contiguo,papá, el abuelo y yo, café con leche y

medialunas de grasa, en tazas de lozagrandes como ollas que tenían el logo deYPF. Mamá también estaba pero se lapasó en el baño. Algo le había revueltoel estómago y no retenía ni los líquidos.Y el Enano, mi hermano menor, dormíadespatarrado en el asiento trasero delCitroën. Siempre se movía sin parardurante el sueño, brazos y piernas, comosi reclamase sus derechos sobre elabsoluto, el rey del espacio infinito.

En ese momento tengo diez años.Soy un chico de apariencia normal, conla excepción, quizá, del pelo rebeldeque tiende a alzarse sobre mi cabezacomo un signo de exclamación.

Es primavera. Octubre brilla con una

luz de oro en el hemisferio sur y ese díahonra el precepto; la mañana es unpalacio. El aire está lleno de esassemillas voladoras que en la Argentinallamamos panaderos, estrellas diurnasque atesoro dentro del hueco de mismanos y después libero con un soplo,alentando su busca de un suelo propicio.

(La frase el aire estaba lleno depanaderos hubiese hecho las deliciasdel Enano. Se habría tirado al suelo,agarrándose la panza y riendo comoloco mientras imaginaba a loshombrecitos flotando como pompas dejabón, delantal blanco y morroenharinado.)

Me acuerdo hasta de la gente que

rondaba la estación de servicio. Eldespachante de nafta, un gordo debigotes y sobacos oscuros. El conductorde la Ika, contando un vuelto de billetesgrandes como sábanas en su caminohacia el baño. (Lavarse las manos antesde mear, me corrijo, también viene alcaso.) Y el mochilero que cruzaba elplayón rumbo a la aventura de la ruta,barbas de profeta y cacharros de lata,campanadas que llaman a la contrición.

La nena deja de saltar la soga paramojarse el pelo debajo de la canilla.Ahora se lo estruja en su camino deregreso, agua cayendo sobre el polvo,drip drip. Las gotas que hace un instanteestaban allí, escribiendo en morse sobre

el suelo, se desvanecen más y más acada segundo. Se están escurriendo entrelas partículas minerales y orgánicas dela tierra, fieles al mandamientogravitatorio, aprovechando el espacioque existe donde parece no haberlo,gotas que dejan jirones de su alma y danvida a esas partículas mientras pierdenla propia, en su marcha hacia el corazónardiente del planeta, ese fuego donde laTierra todavía se parece a lo que eracuando se formó. (En el fondo, unosiempre es igual a lo que fue.)

La nena se inclina con gracia delantede mí. Durante un momento pienso queestá haciendo una reverencia. Enrealidad, recoge su soga. Vuelve a

saltar, un ritmo perfecto, cortando elaire, wuppety wupp, y así traza el límitede la burbuja en que se encierra.

Papá abre la puerta del bar y medeja pasar. El abuelo está adentro,esperándonos. Su cuchara crea unremolino dentro del café con leche.

A veces hay variaciones dentro delrecuerdo. A veces mamá no baja delCitroën hasta que salimos del bar,porque se queda garabateando algo en lamarquilla de sus Jockey Club. A veceslos números del surtidor de nafta vanhacia atrás, en vez de hacia adelante. Aveces el mochilero se nos adelanta ycuando llegamos ya está haciendo dedo,como si estuviese apurado por descubrir

el mundo que aún no ha visto yanunciarle la salvación con campanadasde aluminio. Los cambios no mepreocupan. Estoy acostumbrado a ellos.Significan que estoy viendo algo queantes no vi; significan que no soyexactamente quien era la última vez querecordé.

El tiempo es raro. Esto es obvio. Amenudo creo que ocurre todo junto, locual no tiene nada de obvio y es todavíamás raro. La persona que se vanagloriade vivir sólo el presente me da un pocode pena, como la que entra al cine con lapelícula empezada o la que toma cocalight; se pierde lo mejor. Yo creo que eltiempo funciona como la sintonía de una

radio. Al común de la gente le gustaelegir una estación, a la que pretendenítida y sin interferencias. Pero eso noimplica que uno no pueda mezclar dos omás estaciones; no implica que lasincronía sea imposible. Hasta no hacemucho se consideraba imposible quecupiese un universo entre dos átomos, ycabe. ¿Por qué desechar la idea de queen la radio del tiempo pueda oírse ensimultáneo la historia de la humanidad?

La vida cotidiana nos provee deintuiciones sobre el tema. Sentimos quecoexisten dentro nuestro todos aquellosnosotros que hemos sido (¿queseremos?): conservamos lo esencial deaquel niño inocente y egoísta, y somos a

la vez el joven sensual y generoso hastala inconsciencia, y somos también aqueladulto con los pies sobre la tierra que noolvida su sueño y somos, por fin, elviejo que no ve en el oro más que unmetal; ha perdido vista para ganarvisión. Cuando recuerdo, mi voz suenade a ratos como si tuviese diez añosnuevamente, y a veces suena como sihablase desde los setenta que noalcancé; también suena como sueno hoy,a la edad que tengo… o que creo tener.Aquellos que he sido, soy y serédialogan constantemente, modificándoselos unos a los otros. Que mi pasado y mipresente se alíen para definir mi futurosuena a verdad elemental, pero sospecho

que mi futuro y mi presente son capacesde hacer lo mismo con mi pasado. Cadavez que recuerdo, aquel que fui dice suslíneas y ejecuta sus acciones conelegancia creciente, como si entendiesemás y mejor al personaje con cadanuevo intento.

Los números de mi surtidorempezaron a ir para atrás. No puedodetenerlos.

El abuelo está otra vez en sucamioneta, el pie sobre el estribo,canturreando su tango favorito: decí porDios qué me has dau, que estoy tancambiáu, no sé más quién soy.

Papá se inclina y me dice al oído lapalabra del adiós. Siento como entonces

el calor de su mejilla. Me besa y meraspa al mismo tiempo.

Kamchatka.Yo no me llamo Kamchatka, pero sé

que al decir eso piensa en mí.

2. All things remote

La palabra Kamchatka suena rara. Misamigos españoles la encuentranimpronunciable. Cada vez que la digo seponen condescendientes, como quienlidia con un buen salvaje. Me miran yven a Queequeg, el hombre tatuado dellibro de Melville, adorando su estatuillade un dios contrahecho. Cuán interesantesería Moby Dick contada por Queequeg.Pero las historias las escriben lossobrevivientes.

Yo no recuerdo tiempo alguno en queno supiese de Kamchatka. En elprincipio era un país de los tantos a

conquistar durante mi juego de mesafavorito, el TEG, Tácticas y Estrategiasde Guerra. Las características épicas deljuego se trasladaban al nombre dellugar, pero mis oídos juraban ademásque la palabra sonaba a gloria. ¿Seequivocaban, o Kamchatka resuenacomo un entrecruzarse de espadas?

Soy de los que sienten una comezóneterna por las cosas remotas, al igualque el Ismael de Moby Dick. Ladistancia representa la dimensión de laaventura que se está dispuesto aemprender: cuanto más lejana la cima,mayor el coraje necesario. En el tablerodel TEG, mi país natal, Argentina, estábien abajo y bien a la izquierda.

Kamchatka, en cambio, está bien arribay bien a la derecha, apenas por debajode la rosa de los vientos. En las planasdimensiones de este universo,Kamchatka era el sitio más distante alque podía aspirar.

A la hora de jugar nadie se disputabaKamchatka. Los nacionalistascodiciaban América del Sur, losexitistas América del Norte, los cultossoñaban con Europa y los prácticossentaban sus reales sobre África uOceanía, que se conquistaban fácil yeran aún más fáciles de defender.Kamchatka estaba en Asia, que erademasiado grande y por ende, difícil decontrolar. Y para colmo ni siquiera era

un país de verdad: sólo existía comonación independiente en el insólitoplanisferio del TEG, y ¿quién podíadesear un país que ni siquiera era real?

Kamchatka quedaba para mí, quesiempre tuve corazón para losdespreciados. Kamchatka retumbabacomo los tambores de un reinoescondido y bárbaro, que me llamabapara hacerme su rey.

Por entonces no sabía nada de laKamchatka de verdad, esa lengua heladaque Rusia enseña al Océano Pacíficopara burlarse de sus vecinos de allendelos mares. No sabía de sus nieveseternas ni de sus cien volcanes. Nosabía del glaciar Mutnovsky ni de sus

lagos con aguas corrosivas. No sabía desus osos salvajes ni de sus fumarolas nide las burbujas de gas que se hinchancomo buche de sapo en la superficie desus aguas termales. Me bastaba quetuviese forma de cimitarra y que fueseinaccesible.

Papá se sorprendería si supiesecuánto se asemeja la Kamchatkaverdadera al paisaje de mis sueños. Unapenínsula helada que es, también, laregión de más actividad volcánica sobrela Tierra. Un horizonte de picoscelestiales y casi intocables, envueltosen vapores de azufre. Kamchatka comoreino extremo, paradojal; un ejercicio enla contradicción.

3. Me quedo sin tíos

En el tablero del TEG, la distancia entreKamchatka y la Argentina es engañosa.Si trasladase sus dimensiones planas alvolumen de un globo, aquel trayecto queparecía irremontable se volveráproximidad. Ya no hay que atravesartodo el mundo conocido para llegar deun sitio a otro. Kamchatka y Américaestán tan lejos que casi se tocan.

De la misma forma, la despedida enel despacho de naftas y el comienzo demi historia son extremos que sesuperponen; se ve el uno en el otro. Elsol de octubre se confunde con el sol de

abril, esta mañana se monta sobreaquella. Es fácil olvidar que un sol es lapromesa del verano y el otro sudespedida de escena.

En el hemisferio sur, abril es un mesde extremos. El otoño comienza y con éllos fríos. Pero las ráfagas duran poco yel sol vuelve a imponerse. Los díastodavía son largos. Muchos parecenrobados al verano. Los ventiladoresprestan sus últimos servicios y la genteescapa a la playa durante el fin desemana, tratando de correr más rápidoque el invierno.

En sus vestiduras, aquel abril de1976 se parecía a todos. Yo estrenabami sexto grado. Estaba hundido en

horarios que no dominaba y listas delibros por conseguir. Todavía cargabamás útiles de los necesarios y protestabapor mi ubicación en el aula, demasiadopróxima al escritorio de la señoritaBarbeito.

Pero algunas cosas eran distintas. Elgolpe militar, por ejemplo. Aunque papáy mamá no decían mucho al respecto(más que furia o abatimiento, parecíansentir incertidumbre), era obvio que setrataba de algo serio. Por lo pronto, mistíos se habían desvanecido como porarte de magia.

Hasta 1975, mi casa del barrio deFlores estuvo llena de gente que entrabay salía a toda hora y que hablaba fuerte y

se reía y golpeaba sobre la mesa pararemarcar una frase y que tomaba mate ycerveza y cantaba y guitarreaba y poníalos pies sobre el sillón como si viviesecon nosotros desde siempre. En lamayoría de los casos, no los había vistonunca antes ni los volvería a ver.Cuando llegaban, papá nos presentaba acada uno. Tío Eduardo. Tío Alfredo. TíaTeresa. Tío Mario. Tío Daniel. Nuncanos acordábamos de los nombres, perono era necesario. Al rato el Enano iba alcomedor y con su mejor voz de inocentedecía Tío, ¿me das coca?, y selevantaban como cinco a servirle yvolvía con vasos desbordantes a lapieza, a tiempo para El santo.

A fines del 75 los tíos comenzaron aralear. Cada vez venían menos. Ya nohablaban fuerte ni cantaban ni reían.Papá ni siquiera se molestaba enpresentarlos.

Un día me dijo que el tío Rodolfohabía muerto y que quería que loacompañase al velorio. Yo no sabíaquién era el tío Rodolfo. Acepté porquedijo que iría conmigo y no con el Enano;un reconocimiento de mi superioridadde hijo mayor.

Fue mi primer velorio. El tíoRodolfo estaba al fondo en un cajón yhabía como tres o cuatro salones llenosde gente enojada y enfática que tomabacafé con mucha azúcar y fumaba como

escuerzo. Eso me sacó un peso deencima, porque detesto a la gentequejosa y había imaginado que unvelorio debía ser una convención dellorones. Me acuerdo que se acercó eltío Raymundo (no lo conocía; papá melo presentó ahí) y que me preguntó porel colegio y dónde vivía y yo le mentísin siquiera pensarlo. Que vivía cercade la Boca, le dije. No sé por qué.

De puro aburrido me arrimé al cajóny descubrí que conocía al tío Rodolfo.Tenía las mejillas hundidas y los bigotesun poco más grandes, o quizá parecíanmás grandes porque estaba más flaco ymás formal en la muerte, o quizá laformalidad era una consecuencia del

traje y la camisa de cuello grande, peroera el tío Rodolfo, sin dudas. Uno de lospocos que había vuelto a casa dos o tresveces, y que había hecho un esfuerzopara mostrarse simpático con nosotros.En su última visita me regaló unacamiseta de River Plate. Cuandovolvimos del velorio revisé mi placardy allí estaba, segundo cajón al fondo.

No la toqué, siquiera. Cerré el cajóny la borré de mi mente, por lo menoshasta la noche en que soñé que lacamiseta salía sola del placard y reptabahasta mi cama como una serpiente y seenroscaba en torno de mi cuello y meahogaba. Lo soñé varias veces. Cadavez que despertaba me sentía estúpido.

¿Cómo iba a estrangularme una camisetade River si yo era de River?

Hubo otros signos, pero ninguno másominoso. El miedo se había instalado enmi propia casa, en mi cajón,prolijamente doblado y oliendo alimpio, entre los soquetes y las medias.

Nunca le pregunté a papá cómohabía muerto el tío Rodolfo. No eranecesario. Nadie muere de viejo a lostreinta años.

4. Un patriarcaincómodo

Mi escuela se llamaba Leandro N.Alem, como el señor que nosinterpelaba desde un cuadro tenebrosocada vez que entrábamos en laDirección a recibir condena. Era unedificio centenario en la esquina deYerbal y Fray Cayetano, frente a la PlazaFlores, en el corazón de uno de losbarrios más tradicionales de BuenosAires. Tenía dos plantas, organizadasalrededor de un patio central contragaluz por techo, y una gastada

escalera de mármol que daba testimoniode las generaciones que iniciaron allí suascenso hacia el Saber.

La escuela era municipal, lo cualsignificaba que abría sus puertas a todoel mundo sin distinciones. Por el pagode una suma mensual insignificante,cualquiera tenía acceso a las aulas enturno doble, recibía un bocadillo amedia mañana y podía integrarse a lasactividades deportivas. El gesto casisimbólico de ese pago nos abría laspuertas de la sala de máquinas denuestro lenguaje, y también del lenguajedel Universo, las matemáticas; nosrevelaba en qué punto del orbeestábamos parados, qué había al norte,

al sur, al este y al oeste; qué latía bajonuestros pies, en el centro ígneo de laTierra, y por encima de nuestrascabezas; y desplegaba ante una miradavirgen la historia del género humano, delcual éramos entonces, para bien o paramal, momentánea culminación.

En esas aulas de techos altos y pisoscrujientes oí por primera vez un cuentode Cortázar y abrí el PlanRevolucionario de Operaciones deMariano Moreno. En esas aulas descubríque el cuerpo humano era la fábrica másperfecta y me emocioné al resolver conelegancia un problema aritmético.

Mi división hubiese servido comomodelo de cualquier campaña en pos de

la concordia entre los hombres.Broitman era judío. Valderreyconservaba su acento español. Talaveraestaba a dos generaciones de susantepasados negros. Chinen era chino. Yaun entre aquellos que éramos productode la más convencional mezcla deespañoles, italianos y criollos, losmatices eran marcados. Algunos éramoshijos de profesionales; y otros, hijos desimples trabajadores sin calificación.Algunos vivíamos en casas propias yotros alquilaban, o vivían junto con suspadres en habitaciones cedidas por losabuelos. Algunos estudiábamos idiomasy asistíamos a clubes deportivos; otrosayudaban a sus padres en su taller de

reparación de radios y televisores ypateaban pelotas de goma en cualquierbaldío.

Dentro del aula estas distincionesperdían todo significado. Algunos demis mejores amigos (Guidi, porejemplo, a esa altura un as de laelectrónica; o Mansilla, que era másnegro que Talavera y vivía en RamosMejía, un barrio de las afueras quesonaba más remoto que Kamchatka)tenían poco o nada en común conmigo ycon mi circunstancia. Y sin embargo,nuestra asociación fue siempre perfecta.

Vestíamos guardapolvo blanco porlas mañanas y gris por las tardes,bebíamos mate cocido en el recreo y nos

atropellábamos para conseguir nuestrafactura favorita, que el portero traía enuna palangana de plástico celeste. Nosigualaba el uniforme, la curiosidad y laenergía de esos años, cuyo calorrelativizaba toda diferencia.

Y también nos igualaba la ignoranciasobre Leandro N. Alem, el patriarca dela escuela. El hombre se parecía aMelville, en sus barbas y en su ceñoadusto. Cansado, quizá, por el encierrodentro de las dos dimensiones delretrato de la Dirección, se empeñaba enseñalar algo que quedaba más allá delos límites del marco. Una interpretaciónelemental dirá que Alem señalaba elfuturo, o la senda que debíamos

transitar. Pero el gesto nervioso que elpintor puso en su cara permitía, másbien, suponer que Alem nos decía queestábamos mirando al sitio equivocado,que no debíamos verlo a él sino aaquello que se venía, ese misterio que elcuadro no nos mostraba y que,intangible, no podía ser sinoamenazador.

En el tiempo que asistí a esas aulas,nunca nadie nos habló de Leandro Alem.Muchos años después (yo ya vivía enKamchatka) supe que se había levantadocontra el orden conservador, en defensadel sufragio universal; que había tomadolas armas y caído en prisión; y quefinalmente había asistido al triunfo de

sus ideas. Puede que aquellos que nonos hablaron de Alem quisiesenprotegernos del incómodo dato de susuicidio. El suicidio de un hombretriunfante echa sombras sobre su causa,como las habría echado el apóstol Pedrode cortarse las venas en la Roma deNerón o Einstein si hubiese bebidoveneno durante su exilio en los EstadosUnidos.

Sería un ingenuo, pues, si atribuyesea la casualidad el nombre de la escuelaque me acogió durante seis años, hastala mañana en que me fui para ya novolver.

5. Una digresióncientífica

Esa mañana de abril la señoritaBarbeito cerró las cortinas del aula ynos enseñó una película didáctica.Desde su color desvaído y su narradormexicano, la película insistía en aquellodel misterio de la vida y explicaba quelas células se asociaban para formartejidos y los tejidos se asociaban paraformar órganos y los órganos seasociaban para componer organismosque, a la vez, eran más que la suma desus partes.

Yo me sentaba (a mi pesar, lo dije)en la primera fila, la nariz a palmo de lapantalla. Sólo presté atención losminutos iniciales de la proyección.Registré que la Tierra se había formadocuatro mil quinientos millones de añosatrás, una bola de fuego. Registré que sehabía tomado quinientos millones máspara crear las primeras rocas. Registréque llovió durante doscientos millonesde años, vaya diluvio, al cabo de loscuales tuvimos océanos. Después elmexicano de la voz cavernosa empezó ahablar de la evolución de las especies yyo pensé que se había saltado una parte,la que va entre la Tierra inanimada y laaparición de la vida, y me dije que a lo

mejor se habían robado un pedazo depelícula y por eso el mexicano hablabade misterio, y cuando quise volver alasunto ya había perdido el hilo y noentendí nada más.

La cuestión del misterio se me pegópara siempre. Algunas cosas se laspregunté a mamá, que me habló deDarwin y de Virchow. Ya en 1855Virchow decía omnis cellula e cellula,toda célula proviene de otra célula, conlo cual la vida se transformaba en unacadena cuyo primer eslabón, confirmé,no podía ser un tema menor. Fue mamá,también, la que rellenó el hueco en elcalendario mental que inauguró elmexicano, al aclararme que las primeras

células bacterianas aparecieron sobre laTierra hace tres mil quinientos millonesde años, en esos océanos pocoprofundos que resultaron de la tormentamás larga de la historia.

Otras cosas las averigüé cuando yavivía en Kamchatka, entre erupcionesvolcánicas y vapores de azufre.Descubrí, por ejemplo, que estamoshechos de los mismos átomos ypequeñas moléculas que las piedras.(Deberíamos durar más.) Descubrí queLouis Pasteur, el de la vacuna, realizóexperimentos que probaban que la vidano podía surgir de manera espontánea enuna atmósfera rica en oxígeno como lade este planeta. (El misterio se

agigantaba.) Y después, para mi alivio,descubrí que unos científicos sosteníanque en los orígenes la Tierra carecía deoxígeno, o que sólo había oxígeno encantidades vestigiales.

A veces pienso que todo lo que hayque saber en esta vida se encuentra enlos libros de biología. Consideren laforma en que las bacterias reaccionaronante la introducción masiva de oxígenoen la atmósfera de la Tierra. Hasta eseentonces (hace dos mil millones deaños, de acuerdo a mi calendario), eloxígeno era un veneno para la vida. Lasbacterias resistían porque el oxígeno eraabsorbido por los metales del planeta.Cuando los metales se saturaron y ya no

absorbieron más, la atmósfera se llenóde gas tóxico y numerosas especiesfueron eliminadas de cuajo. La crisis deloxígeno estuvo a punto de acabar con lavida. Sin embargo, las bacterias sereorganizaron, desarrollaron defensas yse adaptaron de una forma tan efectivacomo brillante: inventando un sistemametabólico que requería la mismasustancia que hasta entonces era unveneno mortal. En lugar de sucumbir aloxígeno, lo usaron para vivir. ¡Lo quelas mataba se convirtió en lo querespiraban!

Puede que esta capacidad de la vidapara revertir una partida difícil no lesdiga nada. Pero en lo que hace a mi

existencia, les aseguro que habla.

6. Viaje fantástico

A los cinco minutos de iniciada lapelícula yo no pensaba ya en células,misterios ni moléculas: simplementejugaba. Descubrí que si miraba fijo lapantalla y desenfocaba la vista, lasimágenes se volvían tridimensionales;psicodelia para principiantes. Al rato decontemplar los círculos y bananitasmovedizos de los tejidos celulares seme borraron los contornos de la pantallay fue como si cayese dentro del magma.

Al principio me divertí. Era comoestar dentro de Viaje fantástico, esapelícula en que una nave es reducida a

tamaño microscópico para recorrer eltorrente sanguíneo de un conejillo deIndias. Pero al poco tiempo me mareé.Si no salía de ese caldo iba a terminarvomitando el desayuno.

Me di vuelta en el asiento, buscandootros paisajes para mis ojos tensos. Enla penumbra del aula Mazzocone secomía el sándwich que debía comerse almediodía y Guidi se había dormido yBroitman jugaba al Hombre Nuclear conun soldadito (lo hacía correr en cámaralenta y saltar como una langosta).Bertuccio me daba la espalda. Fiel a suestampa, se había puesto de pie y ledecía a la señorita Barbeito que no setragaba eso de que alguna vez habíamos

sido una sola célula en el mar y quepasó el tiempo y paf, la célula seconvirtió en nosotros.

7. Entra Bertuccio

Bertuccio era mi mejor amigo. Suena adisparate, pero juro que a los diezBertuccio leía el Becket de Anouilh ydecía que quería escribir teatro. Yo leíHamlet para no ser menos y porque ellibro estaba en casa y Becket no yaunque no entendí nada escribí unaadaptación que pensaba actuar con miscompañeros en ese hueco entre la cocinay el patio que podía pasar por unescenario si mamá corría el lavarropas.

Pero yo lo hacía porque queríaparecer más grande. Bertuccio lo hacíaporque quería ser artista. Bertuccio

había leído que un artista cuestiona a lasociedad y desde entonces cuestionabatodo, hasta el precio del boleto escolar yla lógica del usar guardapolvo blanco ala mañana y gris a la tarde y laveracidad de la historia de French,Beruti y las escarapelas. (¿Cómo habíanadivinado que Belgrano iba a crear labandera celeste y blanca? ¿Qué eran,videntes?)

Bertuccio me hacía pasar vergüenzacada dos por tres. Una vez fuimos alcine a ver Operación oro, que eraprohibida para catorce, y nos pidierondocumentos en la boletería. Bertucciodijo que era menor pero que había leídola novela y no había descubierto nada

inconveniente o procaz, y dijo tambiénque nadie tenía derecho a prejuzgarloinmaduro para atender a un espectáculo,y cuando el hombre de la boletería quisometer baza le espetó que él, mi estimadoseñor, ya había leído Becket y Elexorcista y El amante de ladyChatterley (ciertas partes, al menos) yque eso era más de lo que muchosadultos podían decir, ¿o miento?

En esas circunstancias yo proveíalas soluciones. Cuando Bertuccio secansó de discutir y el boletero deaguantarlo, subimos al primer piso porla escalera de mármol del RiveraIndarte y nos escondimos en el baño.Esperamos que el acomodador picara

todos los boletos del pullman y cuandoentró con la linterna a ubicar a uno quellegó tarde nos metimos detrás suyo ynos escondimos entre los cortinados.Habremos perdido los primeros quinceminutos, pero finalmente vimos lapelícula.

Operación oro era una porquería. Nisiquiera había mujeres desnudas.

8. El Principio deNecesidad

Esa mañana Bertuccio se dirigió a laseñorita Barbeito para cuestionar eledificio de la ciencia desde suscimientos, mientras yo buscaba papel ylápiz para jugar al Ahorcado.

La señorita suspiró y dijo aBertuccio que por supuesto había unprincipio que lo explicaba todo, queexplicaba la célula dividiéndose en dosy organizándose con otras paradesarrollar funciones complejas yabandonando su medio acuático y

desarrollando colores y pelajes yobteniendo energía de nuevas fuentes yechando patas y trasladándose yponiéndose de pie. Mazzocone empezó aangustiarse porque se había quedado sinalmuerzo y a Guidi le salió un hilo debaba hasta la barbilla y Broitman medijo que su soldadito costaba seismillones de dólares y yo pensé quégenial sería vomitar de verdad ysalpicar la pantalla mientras la señoritadecía que ese principio, Bertuccio, esoque explica por qué todo organismo seadapta a nuevas circunstancias, es lanecesidad.

Bertuccio no quería dar el brazo atorcer. Se lo torcí yo, literalmente. Me

preguntó qué quería y le propuse jugar alAhorcado. Pareció considerarlo; lasdiscusiones filosóficas podían serretomadas más tarde. Aproveché subreve silencio para decir que valía jugarcon nombres propios. (Tenía en menteuna palabra ganadora, con varias letraska.) Bertuccio aceptó, siempre y cuandopudiese cantar primero. Me cantó unapalabra de once letras mientras dibujabael cadalso. Le dije a y empezó a llenarlos espacios vacíos. La palabra deBertuccio tenía cinco letras a. Tevolviste loco, le dije. Esperad y veréis,replicó, siempre teatral.

Le dije e y me dibujó la cabeza.Le dije i y me dibujó el cuello.

Le dije o y me dibujó un brazo.Le dije u y me dibujó otro.Se me complicó, pensé. Una ese

desafortunada me valió un torso y una tesuicida me puso al filo del abismo.

Entonces sonó la puerta y apareciómamá.

Algo entendí de la cuestión de lascélulas, y es esto: uno cambia porque notiene más remedio.

9. La Roca

A mamá le decíamos La Roca. En lahistorieta de Stan Lee que se llama LosCuatro Fantásticos, uno de los Cuatro esun tipo hecho de piedras a quien sellama The Thing, La Cosa. Esa fue lainspiración. A mamá no le gustabademasiado que la comparásemos con untipo calvo y patizambo, perocomprendía el reconocimiento a suautoridad que el mote escondía. Eso ladejaba contenta, siempre y cuandofuésemos el Enano y yo quieneshiciésemos uso del alias. Cuando erapapá quien la llamaba así —y papá era

el peor—, el tema adquiríacaracterísticas sensurround, como laspelículas de catástrofes que hacíanvibrar la butaca del cine.

Mamá siempre fue rubia paranosotros, aunque las fotos más viejasrevelen que se volvió rubia con eltiempo. Era menuda y vivaz, en esto erala antítesis de The Thing. Cuando yo eramás chico le gustaban los crucigramas ylas películas. En su mesa de luz teníauna foto de Montgomery Clift, de laépoca en que todavía era lindo, antes delaccidente de auto que le arruinó la cara.Además era fanática de Liza Minnelli.Por las mañanas nos despertaba con lamúsica de Cabaret. Mamá cantaba bien

y se sabía las letras de memoria, desdeel wilkommen, bienvenue, welcome delinicio hasta el aufwiedersehen, àbientôt que precedía al platillazo final.En el contexto de sus adoraciones estáclaro que yo debería ser gay, pero esa estan sólo una de las cosas que se torciópor el camino.

Yo la veía lindísima. Todos losvarones piensan eso de sus madres, perodebo decir, en mi favor, que la mía teníala Sonrisa Desintegradora, unsuperpoder por el que Stan Lee pagaríabuen dinero: cada vez que se sabía enfalta, por ejemplo cuando le reclamabala plata que recaudé en mi cumpleaños yque me pidió prestada, recurría a la

Sonrisa Desintegradora y a mí se mederretía algo adentro y me quedaba sinfuerzas para seguir la marca a presión.(Esa plata no me la devolvió nunca, sivamos al caso.) Papá decía que no nosquejásemos, que en el dormitorio mamásolía utilizar la Sonrisa para fines mássiniestros, y se quedaba en silencio,mientras la imaginación hacía su trabajoen nuestras febriles cabezas.

Pero los poderes que le valieron sualias eran otros, que la misma Cosahabría envidiado. Mamá podía recurrir ala Mirada de Hielo, al Grito Paralizadory, en el caso más extremo, al PellizcoFatal. Para peor, no le conocíamos talónde Aquiles alguno. Con mamá no había

kriptonita que valiera. Lo cual noimpedía que la pusiésemos a pruebadiariamente, que nos expusiésemos deforma intrépida a la Mirada, el Grito yel Pellizco y que, vulnerables,sucumbiésemos al fin. En nuestrosenfrentamientos siempre hubo algoatávico, como entre lobos y hombres,como entre Superman y Lex Luthor, unacontienda que era más grande que lavida misma y que repetíamos asabiendas de que se trataba de un dramaescrito para deleite de alguna deidad desensibilidad isabelina. Combatíamosporque el combate nos definía, a unos ya otros. En la batalla éramos.

Mamá se doctoró en Física y

trabajaba como profesora en laUniversidad. Siempre decía que enrealidad quiso estudiar biología, y quesu desvío hacia las leyes del universohabía que atribuírselo a su tambiéninflexible madre, la abuela Matilde. Hayque conocer a la abuela Matilde paradarse cuenta de lo absurdo de laalegación. No creo que a la abuela leinteresase otra cosa del futuro de mamáque su capacidad de seducir a unmuchacho de buen pasar. (Otra de lasfrases que hacía las delicias del Enano:¿significaba ese buen pasar lo opuesto a,por ejemplo, pasar tropezándose?)Descartada esa posibilidad tras laaparición de mi padre —que tenía un

pasar, simplemente—, a la abuelaMatilde le debe haber dado igual lafísica, la biología o la acupuntura. Yademás me resulta difícil imaginar amamá sometiéndose a sus designios.Ignoro a qué se debe este mitofundacional de la familia. Pero lo ciertoes que mi afición por las ciencias queestudian lo que el mexicano llamó elmisterio de la vida se la debo a mamá.

Eso y el fanatismo por Liza. ¿Algúnproblema?

10. Un breveparéntesis familiar

Cuando mamá conoció a papá, ellaestaba comprometida con otro tipo. Laruptura fue un escándalo familiar. Peromamá, que todavía no sería La Rocapero ya era la piedra en la honda deDavid, no se dio por vencida.

Al poco tiempo organizó una cenapara presentar a papá delante del clan.La leyenda dice que la familia adorabaal viejo novio de mamá. Pero papá dioel batacazo. Llegó serio, dispuesto arepresentar el papel de abogado de

futuro promisorio. (Que es lo que era,dicho sea de paso.) Papá se las ingeniópara mechar en la conversaciónreferencias a sus «casos» y al estudioque acababa de abrir en la zona deTribunales. Para la hora de los postresel aire se había aflojado lo suficientecomo para que mamá y su prima Anasaliesen a bailar una cueca o una zambarevoleando pañuelos y que papá gritaseguarda con los mocos. Ese grito lologró. La familia de mamá respirótranquila. Papá era de los suyos.

Se casaron al año. Al otro añollegué yo. Si he de creer las historias,nací a los casi diez meses de gestación.Mamá tenía fecha para los primeros días

de enero. Vino el 10 (su cumpleaños) ynada. Pasó el 20, y tampoco. Losconstantes chequeos daban fe de mibuena salud: seguía respirando ycreciendo con naturalidad. A pesar deello, en las últimas horas del mesdecidieron inducir el parto.

Papá adujo siempre que el obstetrahizo mal sus cálculos. Una explicaciónlógica. Sin embargo, cada vez queargüía al respecto papá se poníanervioso, como si intuyese que todo loque lo separaba de lo insondable era unaficha de cartón garabateada conininteligible letra de médico.

En cuanto a mí, desarrollé unpaladar para las historias sobre

nacimientos extraordinarios. Latradición les otorga significados. JulioCésar, por ejemplo, llegó a este mundogracias al cuchillo (cortaron el vientrede su madre; de allí la cesárea) y por elcuchillo se despidió de él durante losidus de marzo. Palas Atenea fue el frutodel peor dolor de cabeza de Zeus,literalmente hablando. Supongo quepodría buscar sentidos a mi renuencia anacer, pero algo me inhibió siempre dehacerlo. Las comadronas dicen quenadie sabe algo antes de que le llegue lahora, y esa es la tradición que respetopor sobre cualquier otra.

Cinco años después vino el Enano.Según papá, el Enano era fruto de una

noche loca en que celebraron un par deboletos ganadores del Hipódromo dePalermo. De acuerdo a la leyenda, esafue la primera vez que papá fue a vercarreras de caballos, arrastrado poralgunos compadres de Tribunales. Ahí lepicó el bichito. Como empezó ganando,de allí en más se pretendió un experto.No recuerdo que haya vuelto a ganar.Por lo pronto, no tuve más hermanos queel Enano.

Durante algún tiempo creí queexistía una vinculación entre la buenasuerte y los hijos (me imaginabaproducto de un póker ganador, y enconsecuencia de la estirpe de los reyes)y, más específicamente, entre mi

hermano y los caballos. Soporté conestoicismo que rompiese mis autitosMatchbox y mis revistas y mis modelosa escala por creerlo una cuestión deldestino. Estaba escrito en las estrellas ysubrayado por la fecha del parto, 29 deabril, Día del Animal.

Mi hermano nació bajo el signo delas bestias.

Mamá empezó entonces a trabajarcomo profesora y armó un grupo dentrode la Facultad, algo gremial, con el queterminó ganando en las elecciones. Fuepor ella que papá se dedicó a defenderpresos políticos: mamá le conseguíacasos todas las semanas. Muchos de mistíos eran compañeros de militancia de

mamá y gente del gremio; algunos habíanestado presos. El tío Rodolfo, porejemplo.

Al principio papá protestaba contratanta política y la chinchaba a mamádiciéndole que le gustaba más cuandoella leía novelas de Guy des Cars en vezde Hernández Arregui y El Descamisadoy mamotretos con títulos comoInestabilidades y caos en sistemasdinámicos no lineares, pero mentía. Yolo vi apasionarse tanto como ella endiscusiones políticas. Papá era de esaclase de tipos que se sientan a ver elnoticiero e increpan la pantalla como sipudiese oírlos. Después dicen que lossoliloquios de Shakespeare son

artificiosos. ¿Qué diferencia hay entreHamlet hablándole a una calavera ypapá hablándole a la tele?

Durante algún tiempo, coincidentecon la época de los tíos, nos arrastrabanal Enano y a mí a cuanta manifestaciónhabía. A nosotros nos gustaba, porquesiempre venía alguien que nos alzaba onos hacía caballito y nos regalaba algode tomar o caramelos y cantábamoscanciones que después nos dabanprestigio en el colegio como policíafederal la vergüenza nacional y ademástodos parecían conocerse entre sí y seveían contentos y la alegría, se sabe, escontagiosa.

Papá fue remiso, al principio, a la

política de puertas abiertas que mamápracticaba en casa. Pero al final cedió.En parte porque mamá lo chinchabatambién, acusándolo de leguleyoreaccionario y manyapapeles y diciendoque seguía siendo fiel a sus orígenes deniño bien, pretencioso y engrupido,como decía el tango. Pero cedió porquecreía en lo que hacía y mis tíos le caíanbien y él les servía cerveza y leshablaba de fijas y martingalas y secabreaba feo cuando alguno tenía unproblema con la policía o con la TripleA (Alianza Anticomunista Argentinasegún los libros, Alianza Argentina deAsesinos según papá) y los metíanpresos o les pegaban.

Un día me dijo que el tío Rodolfohabía muerto. Quería que lo acompañaseal velorio. Cuando el tío Raymundo mepreguntó dónde vivía le mentí. Que vivíacerca de La Boca, le dije.

11. Nos vamos

Mamá asomó la cabeza en el aula ypreguntó si podía pasar. Vestía un trajesastre azul oscuro que a mí me gustabaporque le hacía cintura de avispa. Tenía,como siempre, un cigarrillo encendidoentre los dedos. Puede que ese fuese elúnico rasgo de científico loco queasociaba a mamá, más allá de sutendencia a querer explicarlo todo entérminos físicos y no poder ver en unpartido de fútbol sino un complejosistema de masas, resistencias, vectoresy energías. Mamá utilizaba el rojoenvoltorio de sus Jockey Club para

anotar cualquier cosa, desde teléfonoshasta fórmulas, y después se olvidaba deque había escrito algo importante ytiraba el papel a la basura. Este rasgoera una ley, tan inamovible como la dela gravedad.

La señorita Barbeito detuvo elproyector y fue a cuchichear con mamá.Yo aproveché su prodigiosaintervención para no cantarle más letrasa Bertuccio hasta que estuviese seguro(un error más y me ahorcaba), con laexcusa de la intriga. ¿Qué hacía mamáahí? ¿No tenía que estar en ellaboratorio, a esas horas? ¿Habría ido apagar la cooperadora y saludaba depaso?

Prepará tus cosas que te vas, me dijola señorita.

Hice un gesto de moderado triunfo yempecé a guardar todo dentro de lavalija. Bertuccio parecía mosqueado.Mamá lo había despojado de su victoria.

Completó los huecos con las letrasque faltaban mientras me preguntaba quéharíamos esa tarde. Lo de siempre,repliqué: voy a tu casa después deinglés. Mi mamá va a hacer milanesas,dijo, para terminar de seducirme. Y vayasi lo logró. Si pudiese perfeccionar lafrase del abuelo, diría que Dios está enlos detalles y en las milanesas de lamamá de Bertuccio.

Entonces me dio el papelito del

Ahorcado.Ya no decía más A _ _ A _ A _ A _ _

A.La solución era simple y elegante. O

mejor: mágica.La palabra de Bertuccio era

abracadabra.

12. El Citroën

Aquí es preciso detenerse en lascaracterísticas del auto familiar en queemprenderíamos la fuga. Para el hombrecomún, la mención de un Citroën conjurauna máquina elegante que circula porParís con el Arco de Triunfo siempredetrás. Si bien es cierto que la marca esla misma y la prosapia, francesa, losCitroën de la Argentina del 76 son tandiferentes de la imagen tradicional deesa fábrica como Rocinante deBucéfalo.

Primero, su forma. Vista de perfil,podría decirse que está definida por las

líneas curvas del clásico escarabajo deVolkswagen, un semicírculo que englobabaúl y cabina del que sale unhemicírculo más pequeño que guarda elmotor delantero, pero estaríamosinduciendo a engaño. Allí donde elVolkswagen da la sensación de solidezgermana, nuestro Citroën se veía ligerocomo un auto de calesita.

La responsabilidad le cabe al metalde la carrocería. En la eventualidad detoparse con un muro común y silvestre,el escarabajo lo perforaría mientras queel Citroën se plegaría sobre sí mismocomo un acordeón con el que tocar LaVie en Rose. El techo también aportaba aesta endeblez. Estaba fabricado con

lona, pero es imperioso no asociarloaquí a los techos plegables de losdescapotables europeos. Decir que erade lona significa que se desenganchaba yplegaba en forma de rollito.

La levedad de su masa metálica semanifestaba al andar. En las curvasbruscas, la cabina se escorabalocamente a babor o estribor, unasensación sólo comparable a la deviajar sentado en un flan Ravana. Porfortuna, el motor no desarrollabagrandes velocidades; tan sólo grandesruidos.

Del interior, basten dos detalles. Lapalanca de cambios respondía a unmodelo único, distante de las por

entonces populares palanca al piso(modelos deportivos) o palanca alvolante (Dodge, Chevrolet). Era unavarilla de hierro incrustada en el tablerodel auto, que parecía más apropiada alcomando de las naves de Plan 9 delEspacio Exterior que al de automóvilalguno. Y los asientos estaban diseñadossobre una estructura de metal que sehacía notar sobre los cuerpos. Uno teníaque sentarse de esa forma y no de otra,la varilla coincidiendo con la raya deltraste, si no quería abrirse otra raya enel medio de un cachete o sufrir unsevero caso de escoliosis. Dormirtendido sobre el asiento trasero era unaexperiencia similar a la de los fakires y

sus camas de clavos; puede que laopción del Enano por el ascetismo hayanacido durante aquellas siestas a bordodel Citroën.

Por último, el detalle de la elecciónfamiliar. Nuestro Citroën estaba pintadode un color verde lima que, en ausenciade nubes y bajo el rayo preciso, podríahaber cegado al más curtido de losconductores.

Pero no piensen que esta descripciónimplica algún tipo de menosprecio anuestro corcel de acero. (O aluminio.Vaya uno a saber.) Aquel Citroën era unabestia noble. Jamás nos falló, ni en laprimera hora ni en la última. Hasta sussingularidades eran vividas con alegría,

como el techo plegable que nos permitíaasomar la cabeza al viento y dispararproyectiles hacia otros automóviles conla precisión de un Panzer.

Cada palabra que se le refiera estaráescrita con amor; no con embeleso, quesignificaría creer virtudes a susdefectos, sino con amor verdadero, unaclara noción del valor que tuvo yconserva en mi vida.

Quisiera creer que si algo aprendídurante esta aventura, es a ser fiel aquien me ha sido fiel.

13. Entra el Enano

El Enano nos esperaba en el Citroën.Estaba sentadito en su sitio, el flequillohasta las cejas, vestido con el delantal acuadrillé del preescolar. No hizo gestoalguno mientras entrábamos al auto,como si todavía no hubiésemos llegadoo si viviese en un tiempo distinto delnuestro, próximo pero no idéntico.

No quise molestarlo. Seguíaensimismado. Dos segundos después mereventó la cabeza con su bolsa de lavianda.

Según los científicos, un agujeronegro es una región oscura que absorbe

la materia y la radiación que encuentra asu paso. Una suerte de aspiradoraestelar. Hasta ahora no han podidoprobar su existencia, pero hay elementospara darla por cierta; uno de ellos es laexistencia del Enano, un prodigio deenergía negativa.

El Enano destruía todo lo que caíadentro de su radio de acción. Sulenguaje corporal no era violento, perolas cosas parecían desintegrarse con susolo toque. Aunque la volteara condelicadeza, la página del libro queacababa de prestarle se desprendía yquedaba entre sus dedos. Aunque nohiciera más que girar en círculos, miSpitfire a escala empezaba a perder

piezas en sus manos como si sufrieseuna súbita fatiga de material o elpegamento se transmutase en agua.Aunque no se moviese de mi lado, losaccesorios de mis soldaditosmedievales —cascos, picas, espadas,escudos— se perdían inexorablemente yya no aparecían por más que labúsqueda se volviese exhaustiva eimplicase a mamá, papá, un cedazo y uncontador Geiger.

El fenómeno era flagrante. Hastamamá, que solía minimizarlo paraaligerar mis pérdidas, debe haberledado vueltas en su cabeza en busca deuna explicación científica.

Y sin embargo, para tratarse de un

adalid del caos el Enano era muyapegado a una serie de objetos y ritualesque pretendía invariables. Le gustabanesas sábanas y ese pijama, que debíanser lavados y secados durante el díapara estar disponibles a la hora dedormir. Le gustaba preparar suchocolatada con leche Las Tres Niñas yun polvo marrón llamado Nesquik, deacuerdo a una técnica que implicabaverter la leche desde determinada alturay revolver tan sólo cuatro veces —porsupuesto, en ese vaso con piquito.

A pesar de tanto elementocombustible, la química de nuestrarelación conservó siempre un equilibrioestable. Cuando todavía no teníamos

combinado, por ejemplo, yo llamaba ala casa de Ana, la prima de mamá, y lepedía que nos pusiese un disco de LosBeatles. Ella encendía su Ranser, poníaun simple que tenía dos temas de cadalado (La vi parada ahí, Cadenas, Annay Miseria) y el Enano y yo nosquedábamos así, en silencio,compartiendo el tubo mientras la músicanos llegaba por el auricular desde laavenida Santa Fe.

Cuando el disco llegaba a su fin, elEnano era el primero en gritar «otravez».

14. Ciego ante elpeligro

Mamá encendió un nuevo cigarrillo yretorció la palanca del Citroën. Nosfuimos entre sacudones, bailando comola cabeza de los tigrecitos de adorno quehacían furor entre los taxistas.

Todo transcurrió plácidamente hastaque mencioné las milanesas de la mamáde Bertuccio.

Las deficiencias de mi madre comoama de casa eran parte sustancial denuestros enfrentamientos, y yo solía usaresas milanesas como ariete. En la

cocina, mamá nunca se apartaba del bifea la plancha, las salchichas y lashamburguesas. Las pocas veces queintentó freír carne produjo unasmilanesas que eran como masticar perropompeyano cocido a la lava.

Yo tenía la intención de robarme unamilanesa de lo de Bertuccio esa mismanoche, esconderla en mi valija ycontrabandearla a casa, para allísometerla a un análisis que permitiese lareconstrucción en laboratorio delfenómeno: grados de cocción, aceites,composición química del rebozado.Bocón, como de costumbre, le adelantéa mamá mis intenciones.

Hoy no vas a lo de Bertuccio, me

dijo.Pero hoy es jueves, aclaré.Ir a lo de Bertuccio era una práctica

semanal incuestionada. Los jueves yoaprendía inglés en el instituto. Bertucciovivía a una cuadra. A la salida le tocabael timbre, tomábamos la leche, veíamosLos invasores y despuésinterpretábamos escenas de alguna obrade teatro. (Bertuccio hacía un Polonioque hablaba como un locutor engoladode la época, Cacho Fontana;divertidísimo.) Cenaba allí y mellevaban a casa. Cuando había milanesasllegaba en estado de éxtasis, como PepeLe Phew detrás de los efluvios de suzorrilla.

Hoy es jueves pero no hayBertuccio, dijo mamá.

Alertado por la extrañeza delpaisaje, el Enano preguntó adóndeíbamos.

A la casa de unos amigos, dijomamá, pitando furiosamente.

Pregunté por qué no podía irentonces a lo de Bertuccio.

Porque vamos a lo de estos amigos ydesde ahí salimos de viaje, dijo mamá.

¿Un viaje? ¿En plena temporadaescolar? ¿Por cuánto tiempo?

El que sabe bien es papá, dijomamá, pateando al córner.

¿Y salimos apenas llegamos a lo deestos amigos o más tarde?

Cuando llegue papá.¿Y por qué no me dejás en lo de

Bertuccio y me pasan a buscar por ahí?Porque no.¡No es justo!Dije no es justo a pesar de que sabía

con qué bueyes araba. Nada irritaba mása mamá que yo recurriese a esamuletilla, en especial cuando sabía osospechaba que yo estaba en lo correcto.Mi obsesión por la justicia la sacaba dequicio, y mucho más cuando yo subía laapuesta y juraba que iba a pedirle apapá que me buscase un buen abogado.

A esa altura del pingpong madre-hijo, ambos sabíamos que si yo decía noes justo mamá se iba a alterar, y que

cuando ella replicase con su propiamuletilla (la vida es linda pero esinjusta) clausuraría el tema con unavictoria a lo Pirro, elevando unproblema puntual al cielo de lasgeneralidades y así diluyéndolo.

El Enano terció para preguntardónde estaban sus cosas. Mamá, aunqueya sabía a qué se refería, eligiópreguntarle de qué cosas hablaba.

Mi pijama, dijo el Enano. Mi vaso.¡Mi Goofy!

Mamá me miró por encima de suhombro, en un mudo pedido de auxilio.Contaba conmigo para contener elestallido inexorable del Enano, que sinsu Goofy de peluche no conciliaba el

sueño.Yo ignoré la mirada e insistí con lo

mío. ¿Quiénes eran esos amigos? ¿Quépasaba con el colegio? ¿Cómo iba ahacer después para ponerme al día?¿Por qué teníamos que viajar ahora? Yla pregunta clave, la que revelaba queestaba traicionándola porque pondría enascuas al Enano: ¿por qué no podíamospasar por casa ni siquiera para recogeral Goofy?

Recién en el silencio que sucedió amis reclamos comprendí que el Citroënse había detenido. Estábamos varadosen medio de un embotellamiento, autospor delante, por los costados, pordetrás. Pero no se trataba de un

semáforo roto o de alguien malestacionado que entorpecía el tránsito.Diez metros más allá había un par depatrulleros cruzados en plena avenida,formando un embudo por cuya aperturasólo pasaba un vehículo por vez.

Mamá encendió otro cigarrillo y selo llevó a los labios con manotemblorosa. En cualquier otracircunstancia, ese borde al que parecíaasomada me hubiese sugerido prudencia,pero yo no tenía —o creía no tener, másbien— nada que perder. ¿Qué más podíaquitarme, si ya me había quitado aBertuccio e impedido el momentáneoacceso a mis preciadas posesiones, queseguían en casa?

Seguí machacando, con el Enanohaciendo contrapunto. Mamá soportó laandanada en un sospechoso silencio,mientras el Citroën avanzaba a paso dehombre hacia el control policial como elgrano de arena fluye hacia el centro delreloj.

¿Por qué no podemos ir a buscar alGoofy?

No es justo.¡Quiero mi Goofy!¿Nos vamos a ir de vacaciones así,

con lo puesto?¡Quiero mi pijama!¡Y yo quiero el TEG!Mamá miraba hacia adelante, los

nudillos blancos sobre el volante del

Citroën. Por el rabillo del ojo yoregistraba a los policías en el pico delembudo, y aunque por vía infusa ya medisgustaban (policía federal lavergüenza nacional) todavía no medaban miedo, y para disgusto yo estabaante todo disgustado con mamá.

Esa inconsciencia nos salvó.Imagino que el policía que nos tocó

en suerte miró hacia adentro del Citroën,vio a la mujer de tez cetrina y gestodesencajado soportando los gritos desus hijos, pensó pobre mina y nos hizoseñas de que pasáramos de largo.

Cuando el puesto de controldesapareció de su espejo retrovisor,mamá estiró un brazo y empezó a

tocarnos. Yo rechacé el contacto y elEnano fue mi eco. Pensé que trataba decongraciarse de una manera absurda,debida tal vez a que mientras manejabano podía apelar a la SonrisaDesintegradora, y no quise darle el gustode la capitulación. Todo lo que había enmi mente era Bertuccio y las milanesas yel TEG y el colegio y el capítuloperdido de Los invasores y laperspectiva de unas vacacionesindeseadas calzado con los zapatos delcolegio.

Debe haberse sentido muy sola.

15. Lo que yo sabía

Cuando uno es niño, el mundo cabe en elinterior de una nuez. En términosgeográficos nuestro universo comprendeun área reducida que engloba casa,colegio y en el mejor de los casos elbarrio en que viven abuelos y primos.En mi caso particular, el mundo cabíaholgadamente en una porción del barriode Flores, comprendida entre laintersección de Boyacá y Avellaneda(mi casa) y la mismísima Plaza Flores,frente a la cual se alzaba mi colegio. Lasúnicas excursiones fuera de eseterritorio tenían que ver con los viajes

de las vacaciones (a Córdoba, Barilocheo alguna playa) y con las ocasionales, ycada vez más esporádicas, visitas alcampo de los abuelos en Dorrego,provincia de Buenos Aires.

Las primeras percepciones delmundo ancho derivan de las figuras aquienes amamos incondicionalmente. Siuno registra que sus mayores sufren porfalta de trabajo o por destratos y sueldosde miseria, traduce por empatía yconcluye que el mundo exterior es cruely violento. (Eso es política.) Si unoregistra que sus mayores maldicen aciertos funcionarios y dan la razón aciertos opositores, traduce por empatía yconcluye que los unos son malos y los

otros, buenos. (Eso es política.) Si unoregistra la incomodidad y el miedofísico que produce en sus mayores lasimple visión de soldados y policías,traduce por empatía y concluye que, asícomo cada niño tiene sus monstruos, losnuestros visten uniforme. (Eso espolítica.)

Dada mi circunstancia, yo tenía uncontacto con la política formal muysuperior al de mis coetáneos de otrasépocas y otros lugares. Mis padreshabían crecido durante otras dictaduras,y el nombre del general Onganía eraparte indisoluble de sus relatosjuveniles. ¿Estaba yo en condiciones deidentificar a ese monstruo? Le decían La

Morsa, por lo que yo lo asociaba a unacanción loquísima de Los Beatles, y enla visión fugaz de su foto habíaregistrado los datos imprescindibles:era un hombre de gorra, bigotazos y carade malo.

Recuerdo que al principio yo queríaa Perón porque mis padres lo querían, ycada vez que decían El Viejo se lesnotaba la música en la voz. Hasta laabuela Matilde, que siempre fue pituca yreaccionaria, le dio el beneficio de laduda porque, razonaba, ¿para qué iba adejar El Viejo su exilio español a lossetenta y pico de años si no era por undeseo de hacer las cosas bien? Perodespués debe haber pasado algo porque

la música cambió y se volvió primeroincierta y después tenebrosa. EntoncesPerón se murió. Y sobrevino el silencio.

(Por esa época el abuelo y la abuelafueron a Europa por primera vez ytrajeron muchas chucherías y, entreellas, un catálogo del Museo del Prado.Yo lo hojeé muchas veces porque lapintura me encantaba, pero después delprimer vistazo tomé recaudos parasaltearme la página con el Saturnodevorando a sus hijos de Goya, porqueme daba miedo. Saturno era un viejogigante, decididamente horrendo, quetenía en la mano el cuerpo de un hijochiquito cuya cabeza ya habíamasticado. Recuerdo pensar que Saturno

y Perón eran las dos personas másviejas que yo recordaba haber visto.Durante algún tiempo, Saturno se alternóen mis pesadillas con la camiseta deRiver del tío Rodolfo.) A partir de allílas cosas se me confundieron un poco.Había secuestros, tiroteos, bombas,paros, y los partidarios de El Viejoestaban a la vez en el bando de lasvíctimas y de los victimarios. Sobrealgunas figuras no había dudas.Isabelita, la viuda de Perón, hablaba conla voz chillona que emplean losventrílocuos cuando se fingen muñecos.López Rega, su mano derecha, separecía sospechosamente a Ming, elvillano de Flash Gordon, claro que sin

la barba y con las uñas cortas. Pero todoel resto se me antojaba gris. Cuandosupe que habían matado a un gremialistallamado Rucci, sentí desconcierto.¿Debía alegrarme o debíaentristecerme? Nunca llegué a unaconclusión. Todo lo que importaba eraque lo habían matado a pocas cuadras decasa, en pleno corazón de Flores, y queesa esquina quedaba muy cerca, y que siyo no hubiese tomado ese día mi caminohabitual rumbo al colegio bien podríahaber pasado por allí y escuchado losdisparos y visto la sangre.

El asesinato de Rucci no habíaocurrido en el mundo que quedaba másallá del mío, y al que sólo accedía de

forma excepcional en viaje a un cine delcentro o mediante la televisión. Lohabían ametrallado dentro de «mi»mundo, en el área comprendida entre micasa y el colegio. De alguna forma, debohaber registrado que la peste noreconocería fronteras ni haríaexcepciones personales.

Eso es política.Cuando vino el golpe del 76, a

pocos días de iniciadas las clases, supede inmediato que las cosas se iban aponer feas.

El nuevo presidente era un señor degorra, bigotazos y cara de malo.

16. Entra DavidVincent

Llegamos a la casa de los amigos demamá a tiempo para ver Los invasores.La amiga nos dejó frente al televisor,mientras mamá bajaba a comprar leche yNesquik para aplacar la desazón delEnano.

Los invasores era la serie que másnos gustaba. Su protagonista, elarquitecto David Vincent, es el únicoque sabe que los extraterrestres haninvadido el planeta de forma secreta,adoptando exteriormente la forma

humana. Por supuesto, nadie le cree.¿Cómo va alguien a creer que este señorgordito y aquella chica rubia sonextraterrestres, si parecen tan comunes ytan simpáticos y hablan tan bien elespañol? (Las series llegaban condoblaje, como el documental de laseñorita Barbeito.) Pero David Vincenttiene un as en su manga: él sabe que porun defecto de fabricación o algo así, losextraterrestres con forma humana nopueden doblar el meñique. Lo tienenrígido. Y cuando uno los mata, caen y sedesintegran, dejando en el piso unaaureola oscura, como si alguien hubieseescondido debajo de ellos la basura quebarrió del suelo.

En los años cincuenta, las fantasíasparanoicas al estilo La invasión de losusurpadores de cuerpos tenían razón deser en el contexto de la guerra fría.Detrás de la fachada de cada happyamerican podía esconderse uncomunista, conspirando para asfixiar eltejido de la democracia y reemplazarlopor una colmena de autómatas. Pero enlos setenta Los invasores era apenas unejercicio de género, una producciónmodesta, protagonizada por un actorhierático a quien Hollywood solíacontratar para hacer de nazi. Sinembargo, el simple argumento de Losinvasores resonaba en la porción másmenuda de su público. Cualquier niño

que asomaba por primera vez al mundose reconocía en la historia de DavidVincent, el hombre que observa cadacara desconocida y se pregunta si seráamigo o enemigo, su aliado o sunémesis; la clase de nota musical quehubiésemos producido de haber sidodiapasones.

Como las mejores series, Losinvasores otorgaba la posibilidad de sertrasladada lejos de la pantalla, a losdominios del juego. El Enano y yovigilábamos meñiques ajenos, en buscade extraterrestres camuflados. Losrestaurantes eran sitios de buenacosecha, en un tiempo en que todavíabeber de copa o taza con el meñique

extendido era signo de pretendidadistinción.

Nunca imaginamos que en algúnmomento el juego iba a volverse serio, yque miraríamos cada rostro, cada manotendida, en busca de una señal que nosconfirmase si estábamos en presenciadel enemigo.

17. Se hace de noche

A la amiga de mamá no le gustaban loschicos, o al menos me lo pareció. Desdeque nos abrió la puerta, espiando pordetrás de la cadena, su cara mostró ungesto que interpreté como disgusto pornuestra presencia. Que fuese amiga demamá no significaba que debieseextendernos la misma cortesía; unopuede amar a alguien y detestar a unarelación íntima de ese alguien, como yodetestaba al primo de mi amigo Román,que para colmo se llamaba igual que yo.(Mi doppelgänger.) Esta mujer debíaver chicos y pensar en gritos, manchas

de dedos en la pared blanca, rayones enel piso y superficies pegoteadas. O almenos eso creí hasta que se hizo denoche y pidieron una pizza, y como papáseguía sin llegar la amiga dijo quédensea dormir y nos mostró la pieza de sushijos, que por algún motivo no estabanallí entonces.

La mujer no tenía problemas con loschicos. Simplemente estaba asustada. Yaun así nos abrió las puertas. Norecuerdo su nombre ni sería capaz deubicar el lugar; ni siquiera sé si estabadentro de la Capital o en el Gran BuenosAires. Sólo sé que se trataba de undepartamento al que llegamos porascensor, y que en la habitación de los

chicos había un globo terráqueo con unaluz dentro, encima de una repisa. Aveces pienso que me gustaríaencontrarla, o conocer a sus hijos ycontarles de aquella noche quealbergaron fugitivos en su cuarto. Perodespués me digo que está bien así,porque los pocos héroes de aquellaépoca fueron anónimos y así deberecordárselos.

Para fortuna de mamá, el Enano sedurmió mirando la tele. Nos ubicaronjuntos en la misma camita, dejando ladel segundo hijo para papá y mamá. Noimaginaba cómo iban a arreglarse, dadoque el Enano y yo entrábamos apenas enlas exiguas dimensiones del colchón.

Para peor, el Enano no paraba demoverse y de patearme y de dar vueltas.

Traté de concentrarme en el globoterráqueo. El paisaje que veía desde miángulo era curioso. Comprendía parte deChina, Japón y por supuesto Kamchatka;Filipinas, Indonesia, Micronesia yOceanía entera; y más allá del Pacífico,la totalidad de América del Norte y unafranja del Sur que me enseñaba Chile yel oeste de la Argentina. La costumbrede ver planisferios que arrancan conAmérica a la izquierda y culminan conOceanía en el extremo derecho hizo quedesconociese, por un momento, la carade la Tierra que me tocaba en suerte.Pensé que se trataba de un mundo nuevo,

una Tierra paralela.Papá llegó entonces. Parecía estar en

perfectas condiciones, las mangas de lacamisa arremangadas y la corbata flojaen torno del cuello abierto. Se asomóapenas, suponiéndonos dormidos. Alverme despierto sonrió, y como vio queyo abría la boca cruzó un dedo sobre suslabios, suplicante; el sueño del Enanoera sagrado.

«Me está reventando a trompadas»,le dije en voz baja.

«Si querés te armo una cama en elpiso», respondió, también en un susurro.

«El que va a dormir en el piso sosvos, seguro. Apenas se acuesten conmamá esa cama se viene abajo.»

Papá entró al cuarto y cerró la puertacon delicadeza. Dándome la razón,nuestra cama crujió cuando papá sesentó en el borde para besarme.

«¿Pudiste ver?», preguntó, ansioso.«Llegamos justo. Pero era repetida.

Ese episodio en que la nena ve que losinvasores desintegran un camión yDavid Vincent llega para encontrar alchofer.»

«Uh, sí. La vi como tres veces. ¿Tumadre, qué tal se portó?»

Alcé un puño cerrado y lo puse a unlado de mi cara, un signo que papáentendió de inmediato.

«La Roca.»«Ni siquiera me dejó llamar a lo de

Bertuccio para avisarle que no iba. ¡Yhoy es jueves!»

Papá frunció el ceño, registrandopor vez primera lo inconveniente de lafecha.

«Qué mala leche… Pero pensalo deesta forma: al estar acá no sólo nosprotegemos nosotros, sino que tambiénlo protegemos a Bertuccio.»

«¿Qué pasó?»«¿Mamá no te contó nada?»«Se la pasó chusmeando con la

amiga. Cada vez que yo entraba a lacocina cambiaban de tema. Pero igual oíque hablaban de Roberto y del estudio.»

Roberto era el socio de papá en elestudio de la calle Talcahuano. Tenía un

hijo de mi edad, pero que estaba ungrado más abajo que yo, que se llamabaRamiro. De tanto en tanto nosjuntábamos en la quinta que tenían enDon Torcuato para comer un asado. Novoy a decir que Ramiro era genial, peronos llevábamos razonablemente bien.

«Esta mañana cayeron unos tipos alestudio.»

«¿Militares? ¡… Policías!»«Qué sé yo. Pesados. Se llevaron a

Roberto y revolvieron un poco.»«¿Roberto está preso? ¿Pero por

qué? ¿Qué hizo?»«¡No hizo nada!»«¿Y entonces?»Papá se alzó de hombros, impotente.

«¡Pero lo tienen que soltar!»«Eso espero. La familia lo está

buscando.»«¿Y Ramiro?»«¿Qué pasa con Ramiro?»«¿Cómo está? ¿Dónde está?»«Está bien. Está con Laura. Hablé

más temprano. Está bien.»«¿Qué le va a pasar, ahora?»«¡No le va a pasar nada!»«¿Y a nosotros?»«Nosotros nos vamos a ir unos días,

hasta que las cosas se calmen. A unaquinta.»

«¿Cerca de Dorrego?»«No, acá nomás.»«¿Qué clase de quinta?»

«Quinta con pileta. Quinta conparque. Quinta con casa misteriosa.»

«¿Pasaste por casa?»Papá negó con la cabeza. Así de mal

estaban las cosas.«¡Pero no nos vamos a ir con lo

puesto!», protesté.«Lo que haga falta se comprará.»«Hace falta un TEG nuevo,

entonces.»«¿Querés perder otra vez?»«¡No, pibe!»«¿Por qué esa afición a la derrota?»Busqué una respuesta brillante para

taparle la boca pero el Enano me la tapóa mí al darse vuelta, con un cross dederecha.

18. Sirenas

Esa noche desperté sobre el edredón queme separaba apenas del suelo duro ydescubrí que papá ya no estaba a milado, donde dormía cuando mis ojos secerraron. El cuarto seguía en penumbras.Olía a zapatillas transpiradas.

Papá y mamá estaban sentados sobreel piso frío, en un rincón de lahabitación. Mamá había levantado lapersiana unos centímetros y miraba lacalle a través de las hendijas, iluminadaapenas por el resplandor de los faroles.Vestía un camisón que no le conocía yestaba descalza. Uno de sus pies hacía

un pat pat pat constante contra el suelo.Papá estaba a su lado, en camiseta ycalzoncillos, mirando la nada. Asívestido, o en todo caso desvestido, separecía más que nunca al Enano. El peloaplastado, el ensimismamiento. Lefaltaba el Goofy, nomás.

Papá y mamá estaban tan próximoscomo podían estarlo sus cuerpos, y a lavez se veían increíblemente distantes.

Entonces se oyó el ulular de unasirena, remoto pero claro en el mutis dela madrugada. No sé si era unaambulancia o un patrullero. Papá ymamá reaccionaron al unísono, otra vezconectados, espiando a través de lapersiana, como si de veras pudiesen ver

algo más que sombras y las luces de lacalle.

«¿Ves algo?», susurró papá.Mamá lo obligó a callar.En cuestión de segundos la sirena se

perdió tal como había aparecido, undolor que no pertenecía a nuestromundo, que nos había rozado sinelegirnos. El silencio se hizotransparente y volví a escuchar el pat patpat del pie de mamá y la respiración yun corazón que supongo era el mío.

En un hilo de voz, papá le dijo amamá que durmiese aunque más no fueseun rato, un par de horas por lo menos,que mañana por la mañana la necesitabalúcida porque el día iba a ser largo y

había tanto por hacer y estábamosnosotros, va a haber que hamacarse conlos chicos, te imaginás.

Mamá le dio la razón y encendióotro cigarrillo. Cuanto más fuerte pitaba,más roja era la brasa. Pensé que sehabía vuelto loca, porque se inclinócontra la persiana y la besó. En realidadexhalaba a través de las rendijas. Noquería llenar de humo la habitación.

Tuve el impulso de levantarme e irdonde ellos. Abrazarlos, decir algunapavada, incorporarme a la vigilia yespiar a través de las rendijas y cuandolas campanas de la iglesia sonaran decirlas tres han dado y sereno, como seestilaba cuando Buenos Aires era una

colonia.Creo que quería protegerlos. Fue la

primera vez.Pero pensé que papá me diría lo

mismo que a mamá, que me soltaría unaperorata sobre el valor del buendescanso y me mandaría de regreso a miflaco edredón y mi dolor de huesos.

Cerré los ojos para disimular yterminé durmiéndome otra vez.

Recreo

Can I view thee panting,lying

On thy stomach, withoutsighing;

Can I unmoved see theedying

On a log,Expiring frog!

CHARLES DICKENS,«Oda a una rana moribunda»,

The Pickwick Papers

Segunda hora:Geografía

f. Ciencia que se ocupa de ladescripción de la cortezaterrestre en su aspecto físico ycomo lugar habitado por elhombre.2. Territorio: «La borrasca seextiende por toda la geografíaargentina».

19. Ours was themarsh country

Durante siglos, nadie quiso vivir en laregión en que hoy se alza Buenos Aires.

Los indígenas le daban la espalda.Preferían el verde de las pampas al aireinsalubre de los bañados, esa zona queno es agua ni es tierra ni es nada.Cuando los conquistadores arribaronpor mar, los acosaron más porcuriosidad que por deseo y finalmentelos dejaron solos, previendo eldesenlace. Encerrados en sus fortalezas,los europeos sucumbieron a la peste y al

hambre y se devoraron los unos a losotros. El suelo sobre el que vivimosguarda en su química la memoria deaquellos caníbales. No sé si esto es unahistoria a secas o si sugiere un destino.

Cuando los nativos del continenteaspiraron a la gloria, eligieron laproximidad del otro océano, el Pacífico.Lima era dorada en manos de los incasmientras Buenos Aires seguía siendo unpantano. Y cuando Europa sentó susreales en América del Sur, prefiriótambién la línea que unía México con elAlto Perú. Buenos Aires era apenas unúltimo recurso, el pueblo en el límite, elbastión que marcaba la frontera queseparaba de la barbarie. ¿O quedaba

más bien del otro lado de la frontera,como capital del reino salvaje?

Lo único cierto es que nadie queríavenir a Buenos Aires. Hasta su nombresonaba a broma de mal gusto. El aireaquí era malsano, pesado y húmedo. Serespiraba agua. Bueyes y carretas sehundían en el barro. Ese clima opresivoseguía reinando en 1947, cuandoLawrence Durrell describía en suscartas a Buenos Aires como un sitio«plano y melancólico… de airemaloliente,» donde los poderosos sedisputan como fieras las pocas riquezasy «los débiles son descartados…Cualquiera que tenga un mínimo desensibilidad está tratando de salir de

aquí, incluido yo». Para que no cupieseduda alguna sobre el efecto que BuenosAires producía sobre su alma, Durrellescribió también que «nunca hereflexionado sobre el suicidio tan enextenso, con tanta consistencia y contanta fijeza de objetivo, como aquí».

En los papeles, Buenos Aires sepresentaba como una maravillosaoportunidad para los poderes imperialesdel siglo XVIII. Era el último puertosobre el Atlántico antes del Cabo deHornos y la vía de acceso a una red deríos que podía llevarlos al corazón delcontinente. Los ríos significabancomercio y el comercio sólo produciríariquezas, civilización, cultura. Pero en

la práctica Buenos Aires era unapesadilla. El Río de la Plata teníaescasa profundidad, dificultando lallegada de grandes naves. Las aguasinteriores existían, pero presentabantodavía mayores problemas a lanavegación. El conflicto entre la ideaBuenos Aires y la Buenos Aires realquedó de manifiesto ya en aquelentonces, y todavía no ha sido resuelto;la tensión entre lo que podríamos ser ylo que somos nos inmoviliza, la naveencallada sobre un lecho barroso.

A veces pienso que todo lo que hayque saber en esta vida se encuentra enlos libros de geografía. Nos cuentancómo se formó la Tierra y el proceso

que transcurrió entre aquella masa deenergía incandescente de los comienzosy el equilibrio al que por fin llegó; unabúsqueda de siglos y más siglos. Noscuentan cómo se sucedieron las capasgeológicas sobre el planeta, una encimade la otra, creando un modelo dedesarrollo que se extendería a todas lasinstancias de la vida.

(En algún sentido nosotros tambiénnos desarrollamos por capas. Nuestraencarnación más nueva envuelve a laanterior, pero a menudo hay fracturas oerupciones que traen a la superficieelementos que creíamos enterrados ennosotros, con la fuerza de un surtidor.)

Los libros de geografía nos enseñan

dónde vivimos, de una forma que nospermite ver más allá de las narices.Nuestra ciudad forma parte de unEstado, nuestro Estado forma parte de uncontinente, nuestro continente estáubicado en un hemisferio, nuestrohemisferio está bañado por ciertosmares y nuestros mares forman partevital del planeta todo: no se puedeconcebir lo uno sin los otros. Los mapasfísicos revelan lo que los mapaspolíticos encubren: que toda la tierra esigualmente tierra y que todas las aguasson igualmente aguas. Hay tierras másaltas y más bajas, más húmedas y mássecas, pero siempre tierras. Hay aguasmás frías y más cálidas, más

superficiales y más profundas, perosiempre aguas. Por encima de ellas todadivisión artificial, como la de los mapaspolíticos, huele a violencia.

Toda la gente que vive sobre esastierras es igualmente gente. Más negra omás blanca, más alta o más baja, perogente. Idéntica en esencia y distinta en loparticular, porque (los libros degeografía nos lo enseñan) el punto de laTierra que nos cupo en suerte es elmolde sobre el que se verterá nuestramateria, tan incandescente como lo fueen su momento el planeta original. Lasformas que adoptaremos seránvariaciones de la forma del lugar.Tenderemos a ser plácidos si crecemos

en los trópicos, parcos si crecemoscerca de los polos, sanguíneos si nuestraestirpe es mediterránea. Algo de esointuía Durrell en sus cartas, cuandoseñalaba los rasgos de la planicie y lamelancolía: que el lugar Buenos Aireslo ponía en la disyuntiva de adaptarse aél o morir, como las bacterias frente aloxígeno nuevo; debía convertir eseveneno en su aire. Durrell se fue, peronosotros, que nos quedamos, hemosdesarrollado la sensibilidad adecuada.Algunas de las formas de nuestraadaptación resultaron tan admirablescomo las de las bacterias. El tango, porejemplo. Una música de tristeza báltica,que expresa la llanura y el vapor y la

nostalgia que tanto nos diferencian delresto de Hispanoamérica. En estodiscrepo con el abuelo: yo pienso que lode Piazzolla es tango. Pero para llegar aesta conclusión necesité de los libros degeografía.

Entre aquellos bañados de losorígenes y la Buenos Aires de hoy hantranscurrido siglos, pero el tiempo es lamás relativa de todas las medidas. (Eltiempo ocurre todo junto, creo yo.)Seguimos siendo criaturas imprecisas,como lábil era la línea de lodo de lacosta. Seguimos siendo criaturas debarro, el soplo divino todavía fresco enlas mejillas. Seguimos siendo anfibios,deseando el agua cuando estamos en

tierra y deseando la tierra mientrasnadamos en el agua oscura.

20. La piscina

La quinta que le prestaron a papáquedaba en las afueras de Buenos Aires.Tenía una pileta con borde de lajas yforma de riñón. El agua no estaba muylimpia que digamos. Se le notaba untinte verdoso a la Citroën, y además lasuperficie y el fondo estaban llenos delas hojas caídas de los árboles. Quitarlas hojas de la superficie era fácil.Había una red con un mango muy largoque estaba para eso. Las hojas del fondoeran otra cosa, una pasta sobre la que tepatinabas al caminar.

Apenas llegamos le pregunté a papá

si me podía meter. Papá miró a mamá,como era obvio, y mamá puso un gestode ligero asco. Más que agua, la piletacontenía una sopa de bacterias,microorganismos y verdes en plenadescomposición. Pero era mediodía, elsol de abril pegaba fuerte aún y mamáme debía una desde lo de Bertuccio.

No tenía malla pero me zambullíigual. En calzoncillos.

El agua estaba fresquísima y un pocopesada. Apenas quise pararme sobre elfondo empecé a resbalar como siestuviese lleno de crema. Era preferibleseguir nadando, aunque fuera estiloperro.

Los estilos de superficie nunca

fueron lo mío. A los chicos les gustajugar carreras haciendo crawl, o losestilos más ostentosos, mariposa porejemplo, que les permiten salpicar a lagente de la orilla. Pero a mí me gustabael fondo. Siempre me agarraba de lasrejillas e iba expulsando el contenido demis pulmones, burbuja tras burbuja,hasta que no me quedaba nada y podíayacer con la panza pegada a los azulejosdurante unos segundos antes de salirdisparado hacia la superficie en buscade aire.

Todo lo que a mamá le dio asco dela pileta era lo que yo encontrabafascinante. El tono verdoso, que mepermitía creer que estaba sumergido en

el océano y que, de paso, filtraba la luzde maneras caprichosas. Las hojas yramitas, muchas de las cuales flotaban amedia agua y le daban profundidad a mivisión submarina. Los insectospatilargos que buceaban como yo, perocon más donaire. Las extrañasformaciones pegadas sobre los bordes,en el nivel del agua, racimos y racimosde pequeños huevos traslúcidos. Y lapasta oscura del fondo, mezcla de musgoy hojas en descomposición, que tantocontribuía a la sensación de estar en elfondo del mar.

Suele decirse que una inmersión nostrae recuerdos del paisaje donde fuimosconcebidos y pasamos nuestros primeros

meses. Estar rodeados de agua reviviríaen nosotros las sensacionesexperimentadas por vez primera en elseno materno. La ingravidez. Lossonidos lentos y opacos. Yo no soyquién para discutir tales argumentos,pero prefiero creer que el placer decada inmersión tiene que ver ademáscon otro motivo, menos freudiano y másapegado a la historia de la especie.

Cuando nuestros antepasadosdejaron el medio acuático, en losalbores de la vida, se llevaron el aguaconsigo. La matriz animal simula lahumedad, flotabilidad y salinidad delantiguo medio marino. La concentraciónde sal en nuestra sangre y fluidos

también se parece a la de los océanos.Habremos abandonado el mar hacecuatrocientos millones de años (micalendario), pero el mar no nosabandonó. Sigue estando dentro denosotros, en nuestra sangre, en nuestrosudor, en nuestras lágrimas.

21. La casamisteriosa

Al decir que la casa era misteriosa,papá puso mi imaginación enmovimiento. La había soñado oscura yhúmeda, un chalet inglés de dos plantas,los muros cubiertos por hiedras queescondían miles de arañas de patas muylargas. Apenas llegásemos, mi miradainquisidora descubriría una ventanaclausurada en las alturas, casi a la alturade la chimenea. Ninguna de lasescaleras me llevaría hasta el cuartooculto. Un vecino convendría conmigo

que, en efecto, la ventana clausurada eraun enigma, y me preguntaría si no sabíaqué había sido de los anterioresmoradores, una familia tan extraña…

La casa real era muy distinta. Chata,sencilla, con forma de caja y techoalquitranado. Parecía más uncompromiso con la realidad que con laarquitectura. Sus paredes estabanpintadas con cal; daba la sensación deque no la habían terminado.

Entré en la casa casi desnudo,envuelto en un toallón blanco y enormeque todavía tenía la etiqueta con elprecio. Estaba mojado y me picaba lapiel de todo el cuerpo, una reacción alas agujas de los pinos. Papá y mamá

circulaban constantemente, entrandobolsas de supermercado y saliendo abuscar más. Para que el Enano nomolestase —era más temible cuandoquería ayudar que cuando se apartaba delos quehaceres familiares—, lo habíansentado frente al televisor, un viejoPhilco que tenía una antena encima ycuyas perillas se salían apenas lastocabas.

La casa estaba armada con rezagos ymuebles de segunda mano, sin importarestilos ni colores. Tan sólo el livingtenía un sofá imitación francesa y dossillones individuales, uno de pino y elotro de algarrobo. La mesa baja estabahecha con cañas y la estantería de la TV

estaba revestida en fórmica naranja.Papá se quedó prendado de un reloj

de pie que no funcionaba. Metió la manoadentro y lo hizo sonar, dang dang dangsus campanadas, un poquito solemnes yun poquito mágicas.

Todas las casas se quedan con algode sus moradores. La gente deja jironespor donde pasa, del mismo modo en querenueva su piel constantemente y sinsiquiera advertirlo. No importa cuánrigurosa haya sido la mudanza y cuánexhaustiva la limpieza de la casa vacía.Aunque los pisos huelan a cera y lasparedes hayan sido blanqueadas, el ojoatento leerá las señales de la historia. Elsuelo gastado allí donde más se lo

transitaba, e intacto delante de lahabitación de aquel que se fue. Unamuesca oscura sobre el alféizar de laventana, donde alguien solía apoyar elcigarrillo mientras contemplaba elparque. Las marcas sobre el piso querevelan el emplazamiento original delsofá.

Nada sabíamos de los dueños dellugar. Todo lo que papá dijo fue que sela prestó alguien a quien se la habíanprestado primero. Quizás el misteriotenía que ver con ese costado del asunto.¿De dónde salía tan extrañagenerosidad? ¿A quién pertenecían lasmarcas de cigarrillo: al dueño o algunode sus huéspedes fugaces? ¿Por qué

había tantas señales de una habitaciónreciente: mayonesa en la heladera confecha no vencida, una revista de marzopasado? ¿Quiénes fueron los últimos eninstalarse allí, cuánto tiempo estuvierony en qué circunstancias debieron partir?

Todavía mojado, comencé a buscarseñales ocultas. Mamá dijo que parecíaun fantasma de tela de toalla y pidió queme secase de una vez, que estabaempapando toda la casa.

Primero revisé el living y elcomedor. Abrí la puerta de todos losmuebles y todos los cajones. Noencontré nada personal. Uno de loscajones estaba forrado por dentro con unpapel que me sedujo: galeras, conejos,

varitas, elementos de la magia de salón.Pensé en la palabra con que Bertucciome había puesto al borde de la derrota yme pregunté dónde había dejado elpapelito con sus garabatos. Creírecordar que estaba en el bolsillo de mipantalón; eso me tranquilizó.

Había un combinado viejo, con unabandeja giradiscos que parecía todavíamás barata que el mueble que lasostenía. El estante inferior estaba llenode simples. No había nada que megustara, básicamente estupidecesinstrumentales de Ray Conniff y AlainDebray y algunos cantantes de los queno había oído hablar nunca, como MattMonro y ese otro con nombre de

trabalenguas, Engelbert Humperdinck.Fue el disquito de Engelbert el que sesalió de su sobre, cayendo al suelo. Meagaché para recuperarlo y descubrí algoextraño allá al fondo, debajo delcombinado. Un papel que parecía haberresbalado detrás del mueble paraquedarse encajado entre el zócalo demadera y la pared misma.

Era una postal de Mar del Plata, latípica imagen de la rambla. La fechacorrespondía a ese mismo verano, enerodel 76. Las líneas eran escuetas y laredacción pobre. Querido Pedrito,esperamos que estés pasando unaslindas vacaciones. A veces viene biendivertirse un poco. Te podrías venir a

pasar unos días acá. Decile a mami.Cualquier cosa llamen. Podrían venirlos dos. Sabés cuánto te queremos. Unbeso. Y firmaban Beba y China.

¿Quién era Pedrito? ¿Sería un niño,tal como el texto parecía indicarlo? Y loque era más perturbador aún, ¿quéquería decir ese a veces viene biendivertirse un poco? ¿Era Pedrito unniño muy serio, simplemente? ¿EraPedrito un niño especial?(Deformidades, poderesextrasensoriales, pústulas sobre la piel;la clase de cosas que hace que unafamilia encierre a su niño en un áticopara el que no hay acceso visible.) ¿Ohabía algún drama en su pasado, bajo

cuya sombra vivía para pesar de Beba yChina?

Me llevé la postal conmigo, unfantasma húmedo buscando la intimidadde su habitación.

22. Descubro untesoro

Nuestra habitación daba al fondo de laquinta. Desde la ventana se veía eltendedero y una casilla que servía dedepósito de herramientas. Papá andabapor ahí afuera, juntando ramas parahacer un asado. A través del mosquiterole pregunté si la persona que le habíaprestado la quinta tenía un hijo llamadoPedrito. Dijo que no, que no conocía aningún chico llamado así.

La habitación tenía dos camas deestilos diferentes y una mesa de luz. Por

lo demás, estaba pelada. Ni siquierahabían forrado los cajones del placard.Guardé la postal en la mesa de luz y mesenté sobre el cubrecamas. Debajoestaba el colchón desnudo.

Fue de pura frustración que regreséal placard y me paré sobre la cajonerapara revisar un estante superior que, atodas luces, estaba vacío. Tuve la ideade soplar para apartar el polvoacumulado y casi me quedo ciego. Merefregué los ojos hasta que me saltaronlágrimas. Pero cuando volví a abrirloscreí ver unos colores sobre el estanteque antes no estaban.

Pedrito se había olvidado un libro.Utilicé el cubrecamas para quitarle la

tierra y lo abrí. La evidencia estaba enla primera página. Decía Pedro ’75, conla grafía inequívoca de un niño.

Era un libro de no muchas páginaspero de grandes dimensiones y vivoscolores en la portada. Se llamabaHoudini, el artista del escape. Adentrotenía una serie de láminas en un papelmás brillante que el del texto, y al pie decada una había una leyenda. La primeradecía Harry practica sus primerosescapes ayudado por su hermano Theo.(El nombre de pila de Houdini eraHarry.) Otra decía En el manicomio, ymostraba a Houdini en el interior de unacelda acolchada, los brazos trabadospor una camisa de fuerza. Otra decía La

tortura de agua china, que era una cajade cristal llena de agua dentro de la cualHoudini estaba sumergido, envuelto porcadenas y anclado por pesas.

Todo lo que yo sabía de Houdini lohabía visto en una película portelevisión. Houdini era Tony Curtis. Eltipo era una especie de mago que seescapaba de todas partes. Me acuerdoque lo tiraban a un lago helado dentro deuna caja, creo, y Houdini salía de la cajapero casi se moría porque la superficiedel lago estaba congelada y noencontraba ningún agujero por el queemerger. Antes de eso se habíaentrenado en la bañera de su casa,llenándola de hielos. (Houdini on the

rocks.)Empecé a leer el libro hasta que

sentí frío y me vestí y volví a leer y alrato tuve que encender la luz porque seestaba haciendo de noche.

23. ¿De qué escapaHoudini?

Esto es lo que aprendí entonces sobreHoudini:

Que nació en Budapest, el 24 demarzo de 1874. ¡Hacía poco más de unsiglo!

Que no se llamaba Houdini, sinoErik Weisz. Era hijo de Mayer SamuelWeisz, que era rabino (esos señores quedan vida a Gólems), y su madre sellamaba Cecilia.

Que su familia viajó a los EstadosUnidos cuando él tenía cuatro años, y

que viviendo en la pobreza no tuvo másremedio que comenzar a trabajar desdemuy chico: lustraba zapatos, vendíadiarios. En Nueva York trabajó comomensajero y también cortó telas paraunos fabricantes de ropas, Richter & Sons. Pero en ninguna laborse destacó tanto como en la demensajero. El pequeño Erik no sólo eramuy veloz, sino que además tenía unaresistencia increíble para sus años:¡podía correr casi todo el día! Y en laprimavera, cuando todavía no se habíadisipado el recuerdo de la superficiehelada del Hudson, siempre estaba entrelos primeros en echarse al agua; nadarera una pasión.

Que al comienzo de su carreraartística se hacía llamar Erik el Grande,pero que después, inspirándose en lafigura de un célebre antecesor francés,Robert-Houdin, decidió bautizarseHarry Houdini.

Que al comienzo lo asistía en escenasu hermano menor, Theo.

Que en 1894 Harry Houdini conocióa Wilhelmina Beatrice Ranner y secasaron dos semanas después. De allí enmás ella fue su asistente. (Ese era elpapel que en la película hacía JanetLeigh, esposa de Tony Curtis en la vidareal.)

Que ofreció recompensas a quientriunfase a la hora de esposarlo,

colocarle chalecos de fuerza o grilletesen los pies, encerrarlo en jaulas oprisiones, dentro de ataúdes o arrojarloal agua lleno de cadenas, y que no hubotraba de la que no pudiese escapar —esto es, no le pagó a nadie recompensaalguna—. A menudo se escapaba deprisiones hechas y derechas, ante lamirada azorada de docenas deperiodistas y el beneplácito de lospresos que confirmaban que sí, la fugaera posible.

Que el más espectacular de susescapes fue el de la Tortura de AguaChina, donde permanecía sumergidocuatro minutos debajo del agua y sedeshacía de sus ligaduras delante de la

vista de un público extático.Que en 1913 Cecilia Weisz, su

madre, murió, sumiéndolo en un terribledolor.

Y que no obstante siguió adelantehasta convertirse en el escapista máscélebre de la historia, un verdaderoartista, el hombre a quien nadie pudomantener encerrado y que hizo de lalibertad su vocación.

Una distinción para nada menor (dehecho, me abrió los ojos) fue la que ellibro establecía entre lo que llamamosmago —un artista de salón, en esenciaun ilusionista: no tiene poderes, sino quefinge tenerlos— y un escapista. Houdinipertenecía a esta última categoría. Los

ilusionistas lo ponían nervioso, porqueensuciaban la pureza de su arte:pretendían hacer lo que de verdad nopodían, mientras que el escapista sóloproclamaba ser capaz de hacer lo que enefecto hacía, sin más trucos que sucapacidad de controlar el cuerpo y unaperfecta condición física. El tema no eramenor para Houdini, que dedicóingentes esfuerzos a desenmascarartramposos y fraudulentos. Los magos sededicaban a la mentira. Los escapistas,en cambio, hacían un culto de la verdad.

Aunque en ese momento no notéausencias, cabe consignar aquí que ellibro no daba información sobre tópicosque con el correr del tiempo se me

volverían obsesión. Por ejemplo, sabera qué se debió la decisión de la familiaWeisz de dejar Budapest y cruzar elAtlántico. O cuál fue la inspiración paraque el pequeño Erik comenzara a probarsuerte como escapista. Y finalmente, elcentro de la cuestión, aquello que yoquería saber por encima de cualquierotra cosa, el conocimiento al queaspiraba y cuya negación me desvelaba:¿cómo demonios lo hacía?

24. Clandestinos

Al hacer el asado, papá cometió undoble error. Como se había olvidado decomprar carbón, decidió proceder igualcon ramas y maderitas. El fuego quepreparó se consumió demasiado rápido,y por eso no sólo tuvimos que cenarcarne semicruda, sino además toleraruna disertación de mamá sobre lasdiferencias de la combustión entre lasmaderas y el carbón vegetal.

El Enano y yo nos abalanzamossobre la fruta con desesperación. Engeneral nos gustaban bananas ymandarinas porque se las podía pelar

con los dedos, o bien uvas, de las quepodíamos dar cuenta por nuestrospropios medios; a diferencia de otrasmadres —la de Bertuccio, por ejemplo—, mamá era incapaz de pelarnos unamaldita naranja. Pero esa noche elhambre era demasiada, y hubiésemosestado dispuestos a pelar un coco conlos dientes de haber sido necesario.

Optamos por manzanas. El Enanocomenzó a masacrar la suya. Mamáprendió un cigarrillo y carraspeó.

Fue entonces cuando nos habló delas nuevas reglas. Dijo que no sabíacuánto tiempo íbamos a quedarnos en laquinta. Podían ser tres días, una semanao más. Que de momento no íbamos a

volver al colegio. Que por lo pronto ellunes ella tenía que ir al laboratorio,pero que papá podía tomarse unos díasmás y quedarse con nosotros.

En estas circunstancias había unaprimera serie de reglas que atender. Porejemplo, nunca meterse en la pileta sinavisar a los mayores. Nunca abrir laheladera o encender la tele cuandotodavía estamos mojados o descalzos. Ycomo la quinta no tenía agua corrientesino agua de tanque, estaba prohibidobeber de la canilla, tardar más de diezminutos debajo de la ducha y dejarcorrer el agua porque sí cuando no eraimprescindible. (Este último datosignificaba una responsabilidad

adicional para mí, que era el mayor:mamá prometió enseñarme cómo llenarel tanque cuando se vaciaba.)

Pero además había otro tipo dereglas, vinculadas a la peculiaridad denuestra condición de clandestinos.Mamá nos prohibió que utilizásemos elteléfono, por ejemplo. No debíamosatenderlo, siquiera, y mucho menosllamar a nadie por las nuestras. Nopodíamos llamar a Ana, a la abuelaMatilde ni a Dorrego. Y tampoco podíallamar a Bertuccio, bajo ningunacircunstancia. (Esto fue debidamenteremarcado con tonos graves y miradasfijas.) Nos convenía pensar queestábamos de vacaciones en una isla tan

distante como desierta, donde no habíamás turistas que nosotros ni correo nilíneas telefónicas y de la que saldríamosen el momento preciso, ni un minutoantes ni un minuto después, cuandoviniese por nosotros el mismo barco quenos había traído.

El Enano quiso saber si en la islahabía televisión. Mamá dijo que sí y elEnano alzó los brazos, triunfal, agitandoel cuchillo en el que todavía habíarestos de la manzana inmolada.

Yo alegué que nadie se va devacaciones sin un bolsito, siquiera. Queen todo caso lo nuestro era un naufragio.(La palabra naufragio los pusonerviosos, y más aún cuando vieron que

el Enano también se alteraba.) Les dijeque nadie puede disfrutar de unasvacaciones que tiene que pasar siemprecon la misma ropa y los mismos zapatosy sin nada para leer y sin el TEG y sinlos soldaditos y sin el Goofy —fue ungolpe bajo, lo admito— y sin amigosy…

Papá terció entonces para aclararque apenas el aire se limpiase un poco,pasaría por casa a recoger algunas cosaso enviaría a alguien con las llaves y unalista. Pero en la incertidumbre de la islanueva, me negué a considerar el anunciocomo algo tranquilizador. ¿Quién sabíacuánto tardaría en disiparse la brumaque nos aislaba de la civilización?

Hubo un intercambio de miradasentre nuestros mayores, al término delcual papá se levantó de la mesa. Duranteun instante pensé que se trataba de unaadmisión de derrota (y en este caso,papá derrotado significaba que todos loestábamos), pero enseguida volvió de suhabitación con una bolsa y le dio alEnano un paquete y a mí otro, envueltosen brillante papel de regalo.

Mi regalo era un TEG nuevo.¡Estaba salvado! Lindo y limpio yflamante y perfecto, lo tenía todo,tablero y dados, fichas e instrucciones,todo.

«Cuando quieras perder otra vez,avisame», dijo papá.

El regalo del Enano era un Goofy.Arrancó el papel a lo bestia y apenas sedio cuenta de su contenido gritó deemoción. Papá y mamá suspiraron,aliviados. Pero yo me di cuenta deinmediato de que ese Goofy iba a traermás problemas que soluciones.

El Enano empezó a sacudir almuñeco y puso cara de preocupado.Miró a papá y a mamá, que nocomprendían, y les preguntó qué lepasaba a Goofy; este Goofy estáenfermo, dijo.

El Goofy original del Enano era depeluche. El Goofy nuevo era de plásticoduro.

No sólo se trataba de una cuestión

afectiva (a diferencia del TEG,infinitamente reemplazable, el Goofy eraun muñeco antropomórfico y por tantogeneraba una relación personal eintransferible), sino también depracticidad. El Enano dormía con elGoofy en brazos. Y una cosa era dormircon un peluchito tierno y gastado y otramuy distinta apoyar la cara contra unasuperficie rígida e irregular. A todos losniños les gustan los camiones de juguete,pero ninguno los usa como almohada.

25. Asumimosidentidades nuevas

Papá guardaba un as en la manga.Después de hacer las concesiones delcaso (prometerme una partida del TEGapenas despejase la mesa; asegurar alEnano que este Goofy era primo lejanodel otro, y que se ablandaría con eltiempo como se ablanda la gente cuandose va haciendo amiga), logró aplacarnoslo suficiente como para queatendiésemos a una explicación vital, decuya comprensión tanto dependería en eltranscurso de las siguientes semanas.

Que nos hubiésemos alejado decasa, estudio y colegio no era, segúnpapá, precaución suficiente. El habernosescondido en esa quinta de las afuerasde Buenos Aires (la «isla» en que mamános pretendía varados) era un pasonecesario pero no el único. Por más quequisiéramos, no éramos invisibles.Debía haber otras gentes viviendo encasas próximas; vendedores ambulantesque podían golpear a nuestra puerta;vecinos que tuviesen a nuestra calle porcamino habitual y que sin duda notarían,en las bolsas de desperdicios, losaromas y los ruidos, la presencia denuevos moradores.

En ese caso, debíamos estar

preparados para el contacto con losotros. Había que ser discretos e intentarno ser vistos, pero, de ser vistos, nadiedebía saber quiénes éramos en realidad.Y para ello, ¿qué mejor recaudo quepretender ser distintos de quieneséramos?

Teníamos que adoptar identidadesnuevas. Como los espías, que fingen serquienes no son para evitar caer en lasgarras del enemigo. Como Batman, queocultaba su verdadera misión detrás deuna fachada mundana y frívola. ComoUlises en la tierra de los Cíclopes,engañando a Polifemo al decirle que sunombre no era Ulises, sino Nadie. Untipo listo, Ulises. Escapista nato. Para

zafar de Polifemo, que prometiócomérselos uno tras otro, Ulises y lossuyos lo emborracharon primero y locegaron después clavándole una estacaen su único ojo. Cuando los vecinos dePolifemo oyeron sus gritos y acudieronen su ayuda, le preguntaron quién lohabía agredido. Nadie, respondióPolifemo. Los vecinos concluyeron quedebía tratarse de una plaga enviada porel poderoso Zeus, y le sugirieron que seresignase.

Papá sabía que yo me iba aentusiasmar. Transformarse en otro es elmecanismo esencial de todos nuestrosjuegos. Cowboy o monstruo, superhéroeo dinosaurio, hasta cuando practicamos

deportes pretendemos ser quienes nosomos.

Pero papá no contaba con que micabeza funcionase, como funcionó, másrápido que cualquier código masculino yhasta más rápido que el sentido común.En cuestión de segundos atravesé eluniverso de posibilidades que estaoportunidad de convertirme en Otrodesplegaba ante mí, y me detuve delantede una puerta brillante y tentadora quepapá no había visto y que,evidentemente, lo tomó por sorpresa.

Ilusionado, le dije que si yo meconvertía en otro iba a poder aunquemás no fuese llamar a Bertuccio porteléfono. Estaba convencido de que si

me atendía se iba a dar cuenta de queera yo aunque le dijese que mi nombreera Otto von Bismarck, y queobviamente comprendería que se tratabade una emergencia y que, enconsecuencia, respetaría el código. ¡Sihasta podíamos inventar un lenguaje enclave!

Ahí mamá entró de inmediato enmodo La Roca y arrolló misexpectativas. Dijo que la prohibiciónseguía vigente y que yo no podía llamara Bertuccio aunque le dijese quehablaba Mandrake y punto, basta, no sehabla más, sanseacabó. (Con el tiempo,sanseacabó se convertiría en uno de lossantos favoritos del Enano, que esperaba

verlo asomar cuando llegase elApocalipsis.)

Estaba derrotado. Aparté el platocon la manzana a medio comer y mecrucé de brazos, enojadísimo. El únicomotivo por el que no me levanté y salíde allí fue, simplemente, porque no teníaadónde ir.

«A partir de ahora somos la familiaVicente», dijo papá, todavíaesperanzado.

No moví un pelo. No me importaba.No quería saber nada.

«Yo soy el arquitecto DavidVicente», dijo papá.

Vicente ya era horrible comonombre; y como apellido, mucho peor.

«¡David Vicente!», insistió papá,sacudiéndome por el hombro.

Entonces caí. El arquitecto DavidVicente. ¡Papá era David Vincent!

Me empecé a reír. El Enano memiraba a mí, creyéndome loco, y mamámiraba a papá, reclamándole unaexplicación.

«¿Entendés?», le dije al Enano,todavía riéndome. «¡David Vicente escomo David Vincent pero en castellano!¡Papá es el tipo de Los invasores!»

El Enano dijo aaaaahhh y empezó aaplaudir.

Mamá no sabía si matar a papá oabrazarlo.

«Para cualquiera que pregunte,

somos los Vicente», dijo papá,satisfecho de sí mismo. «Si alguienllama por teléfono y quiere hablar conlos que éramos antes tienen que decirleque no, que acá no vive nadie de esenombre, que nosotros somos…»

«No tienen nada que decir porteléfono porque no tienen que atender elteléfono. ¿Cuántas veces lo tengo queexplicar?», interrumpió mamá, poniendolas cosas en su lugar.

«Perdón. Si atiendo yo, digo no,equivocado. ¿Está claro?»

El Enano y yo asentimos.Le pregunté a papá si íbamos a tener

documentos falsos, como corresponde.Imaginé que me iba a sacar

carpiendo, pero sorprendentemente papábuscó aprobación en la mirada de mamáy dijo que era posible, que de sernecesario tendríamos documentosnuevos y todo.

Le pregunté entonces si yo podíaelegir mi nombre.

El Enano preguntó si él podía elegirsu nombre.

«Depende», respondió mamá.«Tiene que ser un nombre más o menoscomún, no te podés llamar Fofó o Milikio Goofy o McPato.»

«¡Simón!», gritó el Enano, a quien(ya lo dije) le gustaba la serie El santo.«¡Como Simón Templar!»

Mamá y papá asintieron,

complacidos. Simón Vicente no estabanada mal.

«Yo me puedo llamar Flavia», dijomamá.

«Flavia Vicente. Okey. Pero metenés que decir de dónde sacaste esenombre», reclamó papá.

«Ni muerta.»«Entonces te pongo Dora, o Matilde,

como tu vieja.»«Intentalo, siquiera, y yo declaro

dique seco», dijo mamá.«Flavia Vicente», se apuró papá,

«vendido a esta señora a la una, a lasdos…».

«¿Qué es dique seco?», preguntó elEnano.

«Acá hay uno al que le falta nombre,todavía», dijo mamá, yéndose por latangente.

Pero yo ya sabía. Lo tenía clarísimo.Todos los signos apuntaban en esadirección y yo, está claro, me preciabade saber leerlos.

Mi nombre iba a ser Harry.Harry, sí. Mucho gusto.

26. Tácticas yestrategias

Heródoto cuenta que en tiempos delmonarca Atis, hijo de Manes, el reino deLidia sufrió una gran hambruna. Loslidios soportaron las privacionesdurante algún tiempo y finalmentecomprendieron que debían encontraralguna distracción que les permitieraapartar la mente de tanto sufrimiento.Fue así como inventaron los juegos, losque se practican con dados, con tabas ycon pelotas. Siguiendo a Heródoto seatribuye a los lidios la invención de

todos los juegos a excepción delbackgammon, que es el nombre con quelos piratas ingleses se apoderaron deltawla de origen árabe que todavía hoyjuegan los viejos en todo Oriente Medio,en mesitas bajas sobre la calle, mientrasbeben un té dulcísimo aromatizado conmenta.

Siempre me gustó esa historia.Heródoto no la refiere como si se tratasede un hecho fehaciente sino como algoque los lidios contaban de sí mismos,pero aun así la narra con seriedad yelocuencia. El párrafo es uno de los máslogrados de las Historias. Heródotosabía que las cosas que los puebloscuentan de sí mismos son importantes,

porque expresan la idea que esas gentestienen de sí como no pueden hacerlo losdocumentos ni el (siempre) trágico saldode las batallas.

La historia de los lidios tieneademás otro atractivo. Me gusta queatribuya la creación de los juegos no alaburrimiento ni al ocio filosófico, sinoal sufrimiento. Los lidios no jugabanporque no tenían nada mejor que hacer.Jugaban para no sucumbir.

En algún sentido, el TEG esdescendiente del tawla. En ambos hayun tablero, hay dados, hay un objetivo,hay reglas (la táctica) y hay un planteodel juego (la estrategia) que cuanto másinteligente sea, más acercará al jugador

a la victoria. El azar de los dados esdecisivo, pero la estrategia debe contarcon el azar como un aliado en su batalla.

La contribución occidental, esto esla parte que aportamos al TE paraconvertirlo en TEG, es precisamentela G, que introduce la lógica de laguerra. El tablero ya no está dividido enfiguras geométricas, pura abstracción,sino que se ha convertido en unplanisferio. La traza de ese planisferioimita las versiones de los antiguoscartógrafos, más figurativa que realista.Y la división política contribuye a lasensación de anacronismo. EstadosUnidos no existe como nación, porejemplo, y su lugar está ocupado por una

serie de países independientes, NuevaYork, Oregón, California. Rusia es unpaís europeo de considerable tamaño, ysu contraparte asiática está divididaentre países como Siberia, Aral, Tartaria—y por supuesto Kamchatka.

Cada jugador está representado porfichas de un único color —a mí megustaba jugar con fichas azules— yrecibe dominio sobre una cantidad equisde países, que depende de la cantidadtotal de jugadores. Pueden participarhasta seis personas, cada una de lascuales recibe un objetivo secreto. Porejemplo, Ocupar América del Norte,dos países de Oceanía y cuatro de Asia,o bien Destruir al ejército rojo o, de ser

imposible, al jugador de la derecha, locual entrañaba una contradicciónpolítica que yo estaba lejos de percibiren esa época.

Cada enfrentamiento entre ejércitosse dirime con los dados. Si soy atacante,debo obtener una puntuación superior ala del ejército defensor. Si en efecto meimpongo, el defensor debe retirar susejércitos y yo ocupo el país que hadejado vacante.

Mi configuración favorita era la mássimple. Papá contra mí, yo contra papá.El mundo repartido entre los dos, él conejércitos negros, yo con ejércitos azules,persiguiendo un objetivo que no erasecreto sino transparente y común a los

dos: destruir al otro. Aniquilación total.Al enemigo no debe quedarle ni siquieraun solo ejército. Debe ser borrado de lafaz de la Tierra. (Esto es, de la Tierradel TEG.)

Ya no recuerdo cómo empezó todo,si yo traje el juego a casa o lo trajo papáo qué. (No recuerdo tiempo alguno enque no supiese de Kamchatka.) Lo que sírecuerdo es que papá me ganabasiempre. Cada partida. Invariablemente.Me hacía puré, o suspendíamos lapartida cuando ya era obvio que nopodría recuperarme.

Esa primera noche en la quinta nofue excepción. Después de un arranquepromisorio, papá empezó a socavar la

moral de mis ejércitos y se lanzó altrabajo habitual de desbaratarlos unotras otro. De tanto en tanto mamá pasabay observaba el panorama y en unmomento pegó un sopapo en la nuca depapá y le dijo dejalo ganar al chicoalguna vez, grandulón, a lo que papácontestó lo que contestaba cada vez —laescena era un paso de comedia que lafamilia repetía en cada juego, conunción—, es decir ni loco, que me ganecuando pueda y todo siguió su marchainexorable.

Ganarle a papá pasó con el tiempode ser un deseo a convertirse en unanecesidad y, por último, en unimperativo categórico. La ley de las

probabilidades estaba en mi favor, medecía. Tarde o temprano impondría susinescapables matemáticas y comenzaríaa alzarme con la victoria, partida traspartida, y se haría justicia. Ahora queera Harry la suerte debía volcarse en mifavor. ¡Harry era un nombre que noconocía la derrota!

La historia de los lidios prosigue enHeródoto. Según cuenta, la hambrunacontinuó y el rey Atis comprendiófinalmente que los juegos no eran unasolución en sí misma, sino lapostergación infinita del momento de laverdad. Entonces tomó una decisión.Dividió en dos a su pueblo y realizó unsorteo. (El azar se le había vuelto

adicción.) Una de las mitades deberíaabandonar el reino y la otrapermanecería en él. Atis se quedó comorey de la mitad que resultó elegida parapermanecer en Lidia, y puso al frente dela mitad que se iría a su propio hijo,Tirreno.

Tirreno y su gente viajaron aEsmirna, donde construyeron barcos y sehicieron a la mar. Con el tiempoencontraron nuevos hogares yprosperaron. Los que se quedaron enLidia, en cambio, fueron conquistadospor los persas y esclavizados.

27. Encontramos uncadáver

Al día siguiente, cuando el Enano y yoobtuvimos permiso para tirarnos a lapileta, descubrimos que alguien se noshabía adelantado. Flotando entre lashojas, tieso como una estatua de yeso,había un enorme sapo.

«Yo no me meto más», dijo elEnano.

Utilicé la red para rescatar al sapodel agua. En efecto, estaba muerto, laspatas bien abiertas, listo para la parrilla.

Los sapos son criaturas horrendas y

desagradables. Contemplen esos ojitosnegros, ese tinte cruel, basáltico.Observen esa piel fría y húmeda y a lavez llena de pústulas y rugosidades, esasmembranas entre los dedos, laflexibilidad casi humana de sus patastraseras…

«Alguna vez nosotros nos parecimosa este sapo», dije.

«No empecemos», dijo el Enano.«Hace miles de años, en serio.

Vivíamos en el agua y salimos a probarsuerte en la tierra. Primero asomamos lacabeza, después nos quedamos un ratoen la playa…»

«Le voy a decir a mamá.»«Algunos de esos bichos se

quedaron en el agua y siguieron siendoacuáticos. Otros se acostumbraron atener un pie en cada lado y se volvieronanfibios, como los sapos, que andan unrato en el agua y un rato en la tierra. Sise quedan demasiado tiempo en un sololado se mueren, como este.»

«¿Un sapo se puede morirahogado?»

«Se ve que este vio el agua de lapileta y se tiró, creyendo que era uncharco o una laguna, y después se diocuenta de que estaba atrapado. Loscharcos y las lagunas tienen playita. Unopuede meterse de a poco y salir de apoco. Las piletas son así, paf, abruptas:o estás adentro o estás afuera. Y los

sapos no saben cómo usar una escalera.»«Hay que enterrarlo.»«Tenés razón.»«Hay que hacerle un velorio, antes.

La abuela Matilde dice que el velorio esla parte más importante.»

«Ella dice eso porque le gustan lasfiestas.»

«Dice la abuela que te velan paraestar seguros de que estás muerto y nodormido.»

«Cosas de vieja. ¿Quién puededormir mientras los parientes le lloranen el oído?»

«¿Qué diferencia hay entre unvelorio y un velatorio?»

«Que yo sepa, ninguna.»

«Debe ser que en el velorio te velany en el velatorio te velotan, tevelatorian, te… ¿Estás seguro de queestá muerto? ¿Y si está dormido,nomás?»

Agarré al sapo por una pata y lolevanté hasta ponerlo a la altura de lacara del Enano, que salió corriendomientras daba aullidos y se detuvo a unadistancia prudencial.

«La verdad que tiene un aire a vos»,dije.

«¡Mentira!», gritó el Enano a ladistancia.

Elegimos un lugar a la sombra, alpie de un árbol. Yo encontré una pala enel depósito del fondo y empecé a cavar

un pozo. Mientras lo hacía seguíexplicándole al Enano las cosas que laseñorita Barbeito nos había enseñadocon sus láminas y sus documentales,cómo a partir de los anfibios sedesarrollaron especies que toman el airedirectamente de la atmósfera y vivensobre tierra, la especialización enhábitats y esas cosas. El Enano memiraba con desconfianza, porque leresultaba difícil creer que todos losvertebrados compartiésemoscaracterísticas. Las ranas tienen gustoparecido al de los pollos, Enano, te juro.Si pelás un chimpancé va a parecer unsapo gigante, si hasta se sientan igual.Qué suerte que tenés un hermano más

grande que te puede explicar todas estascosas.

Por regla general, la realidad y susadornos son más inverosímiles quecualquier ficción. ¿Qué escritor podríainventar un dragón de Kómodo, lasamígdalas o las peculiares formas porlas cuales nos reproducimos? ¿Quéimaginación concebiría los arrecifes decoral a partir de pequeños animales queexcretan calcio de sus cuerpos? ¿Quiéntendría el coraje de crear un mundocomo el nuestro, dominado pordescendientes de sapos, ranas,salamandras y tritones?

Durante la excavación y el entierroel Enano se mantuvo en silencio,

registrando mis palabras, con los ojosencendidos por una luz de sospecha.Pero finalmente algo de lo que dije debehaberle prendido, porque una vez quetapé el pozo puso piedras sobre elmontículo y me preguntó si los sapostambién iban al cielo.

28. Un dulceinterregno

El fin de semana transcurrió conplacidez. Cualquier extraño que noshubiese prestado ojos no habría vistomás que a la familia Vicente en plenodolce far niente, entregada a lasdelicias del sol, el parque y la pileta ydedicada a gozar de la SantísimaTrinidad Gastronómica del argentinomedio, a saber, los asados, las pastas(de fábrica, por supuesto; mamá ni pisóla cocina) y las facturas.

Una mirada más atenta habría

reparado, sin duda, en la extrañafrecuencia con que papá y mamá salíande la quinta durante lapsos que noexcedían los quince minutos, a veces enel Citroën, a veces a pie y nunca juntos.(Cuando necesitaban hablar porteléfono, convenía que no empleasen lalínea de la quinta sino un teléfonopúblico.) Y si a la mirada atenta sehubiese sumado un oído fino, latendencia de los Vicente a formularseunos a otros preguntas de respuestasobvias (¿cuál es tu nombre?, ¿cuándonaciste?, ¿cómo se llaman tus padres ytus hermanos?) habría sugerido laexistencia de un juego familiar cuyasreglas escapaban al conocimiento del

común de la población.De entre los hechos de esos días,

algunos merecen ser consignados. Porejemplo, que papá se dejase crecer elbigote. Al cabo de tres días de huelga denavajas, una sombra decidida se habíainstalado sobre su labio superior. AlEnano y a mí ya nos parecía un bigoterespetable, pero mamá insistía en quepapá había bebido del Nesquik delEnano y se había olvidado de limpiarsela boca. El domingo por la mañana nosdescubrió a los tres varones de lafamilia frente al espejo del baño. PapáDavid se manifestó satisfecho y tuvo elhonor de comenzar a darle forma a subrocha, tijera mediante. Harry, el

primogénito, lamentó su presentelampiño y formuló su deseo de obtenercon premura un bigote fino a laMandrake. Y el benjamín, Simón, dijoestar satisfecho con su piel inmaculadaal estilo de su ídolo televisivo, SimónTemplar, y preguntó por qué Templar erael único santo conocido que no tenía nibarba ni bigotes.

Hubo tres partidas de TEG, cuyosresultados huelga comentar.

Tuve tiempo para releer el libro deHoudini, y para forjarme una serie deideas respecto de mi futuro quecomentaré más adelante.

La visita de los Vicente a la iglesiadel pueblo, el domingo al mediodía, fue

todo un acontecimiento. Hasta donderecuerdo, no había ido a la iglesia en mivida a excepción del ocasional bautizo ocasamiento. En consecuencia, lassingularidades de la misa convencionalse me escapaban por completo. Parapeor, lo que podría haber sido unaaventura se volvió tortura desde lospreparativos. A mamá se le habíaocurrido que los Vicente eran muydevotos. En consecuencia, se la pasóobligándonos a repetir la letra delPadrenuestro, el Credo y el Ave María,tanto en la quinta como en el auto,porque una vez en la iglesia debíamosfingir que seguíamos el rito con lasoltura del creyente profesional.

Mis padres habían recibidoeducación religiosa, que cada uno en sutiempo terminó rechazando. Papá, paracreer en las leyes de los hombres.Mamá, para creer en la ciencia ydistanciarse así de la superioridadsanturrona de la abuela Matilde. Locierto es que coincidieron en criarnos enla más perfecta ignorancia de todoconocimiento religioso. Supongo quecreyeron hacernos un favor, aunque esadiferencia en la que crecimos nos pusoen bretes muy concretos respecto deconceptos populares como los de cielo einfierno. La falta de informaciónfidedigna sobre accesos y membresía auno u otro club nos generó ocasionales

angustias. Y la escasa familiaridad conlos aspectos más centrales del Credocatólico hizo lo suyo, también, paraaumentar mi sensación de pez fuera delagua.

Una Semana Santa, recuerdo, elAnteojito trajo en sus páginas centralesuna lámina con las estaciones del VíaCrucis. Le prendí fuego y me deshice dela evidencia mediante el inodoro. Lasugerencia de que colgara de lasparedes de mi cuarto la detalladaexplicación sobre un proceso de torturay muerte me pareció obscena, tal comome habría parecido toda decoraciónbasada en los procesos industrialesaplicados en Auschwitz.

Pero la experiencia más traumáticame la produjo una vieja película,Marcelino Pan y Vino, que pesqué unanoche por Canal 9. Marcelino era unhuérfano adoptado por los curas de unconvento. Un día bajaba a un sótano abuscar vaya a saber qué, y de repenteescuchaba una voz que le pedía debeber. Marcelino miraba aquí y allá y noveía a nadie. En efecto, no había otrapersona en el sótano más allá del niño.La voz salía de un enorme crucifijo,cuyo Cristo de madera reclamaba agua.

Para peor, al final Marcelino semoría y el cura gordo lloraba de alegríay las campanas sonaban a gloria porqueel niño había sido «elegido» por el

muñeco de madera. (Que, dicho sea depaso, ignoraba el dato elemental de quela madera con agua se hincha. Con unCristo gordo no hay cruz que aguante.)Todo en la película indicaba quedebíamos regocijarnos, porqueMarcelino era santo y había sidoelevado al cielo, pero yo no podía dejarde pensar que Marcelino había sidoasesinado por ese muñeco maldito y quenadie hacía nada al respecto.

De allí en más, cada conversacióncon mis pares que girase sobre relatosde terror incluía las obvias referencias aFrankensteins y momias y Dráculas ycuando yo hablaba del Cristo de madera(uh, casi olvido el detalle: ¡que

desprendía una de sus manos clavadaspara tomar la copa ofrecida porMarcelino!) se hacía un silencio y memiraban como el bicho raro que, ay, eraen efecto. Con el tiempo aprendí acallar, pero mis pesadillas prosiguieron.Amigos y compañeros despertaban enplena noche huyendo de hombres lobo yjinetes sin cabeza. Yo despertaba con ungrito porque quería escapar de remerasasesinas, Saturnos devoradores yCristos de madera que bajaban de lacruz y me seguían por largos pasillosmientras trataban de convencerme deque el único niño bueno es el niñomuerto.

El Enano también tenía sus

problemas con la cuestión religiosa,pero eran menores. Le dijo a mamá sipodía saltearse la línea del Padrenuestroque dice y perdónanos nuestras deudasasí como nosotros perdonamos anuestros deudores porque él erademasiado chico para tener deudas. Loúnico que lo inquietaba verdaderamenteera el concepto de la resurrección de lacarne; no estoy muy seguro de qué cosasveía con su imaginación, pero puedohacerme una buena idea.

En esas condiciones arribamos a laiglesia del pueblo, con el corazóntrémulo y la determinación de interpretara los devotos Vicente con todo nuestroarte. Papá vestía formalmente, mamá

insistió con el trajecito sastre y el Enanoy yo repetimos las camisas y corbatas deganchito que usábamos debajo delguardapolvo, atuendo que yo odiaba concada célula de mi cuerpo.

La iglesia era sencilla como elpueblo y se alzaba, como corresponde,frente a la plaza central. Se ve que losdomingos al mediodía iba todo elmundo, porque tuvimos que dejar elCitroën a dos cuadras.

Pasada la tensión de los primerosminutos, me aburrí como un hongo. Cadavez que se aproximaba un pasaje en elque había que actuar, mamá me apretabala pierna a la altura de la rodilla y yosalía recitando el Credo o lo que hiciese

falta. Lo demás se limitaba a pararsecuando todos se paraban y arrodillarsecuando se hincaban.

Sé que, en cambio, esa misa inicialremovió algo en el interior del Enano. Sibien había sido instruido en el simplearte de la señal de la cruz (que repetía,más allá de la lógica dificultad de suedad para diferenciar izquierda dederecha), su ejecución al comienzo y alfinal de la ceremonia le produjo unaimpresión duradera. El Enano estabapreparado para hacerla cuando se loindicasen, como el perro de Pavlov,pero no estaba preparado para elespectáculo de la sincronía. Lacombinación entre los aires mágicos,

cabalísticos del gesto y la simultaneidadcon que todos los presentes loejecutaron sorprendió al Enano, queabrió los ojos como si hubiese visto alagua transmutarse en vino. Intuyo quepor vez primera se sintió parte de algoque era más grande que la sagradacélula familiar; algo que nos trascendíay a la vez nos englobaba.

Cuando volvimos a la quinta habíaotro sapo muerto en la pileta. Yoprotesté ante mi propia imprevisión yme prometí hacer algo al respecto,porque yo no creía que el mejor sapofuese el sapo muerto, sino todo locontrario.

El Enano quiso hacerse cargo de los

últimos ritos.

29. Nos quedamossolos

Cuando nos despertamos, cerca delmediodía de ese lunes, mamá ya noestaba. En el comedor, papá habíadesarmado el viejo reloj de pie,desparramando infinidad de piezassobre una frazada vieja y sobre la mesadel comedor y hasta encima delaparador. Parecía como si el tiempomismo hubiese estallado en la sala,dejando jirones en cada rincón.

El Enano se preparó el Nesquik. Yoagarré una banana y me fui al parque,

con el libro de Houdini debajo delbrazo. (El Citroën no estaba en su lugar.Se ve que mamá lo usó.) A las docepapá puso el noticiero y subió elvolumen, para poder escuchar sin tenerque apartarse del reloj. Yo estaba bienlejos, pero aun así no podía dejar de oír.Nada nuevo. El Presidente esto, laArmada aquello, que las nuevas medidaseconómicas, que la lucha incansablecontra la subversión apátrida,guerrilleros abatidos, Tucumán, dólar; lode siempre.

El día se fue desperezando conindolencia. Ni siquiera hubo unalmuerzo formal. Cuando alguno sintióhambre, fue a la heladera, agarró lo que

pudo y se instaló en cualquier sitio queno hubiese sido copado aún por losresabios del tiempo. El pollo frío quedójunto al Nesquik; y al lado de loshuesos, el paquete vacío de vainillas.

Por su emplazamiento estratégicofrente al televisor, la mesa baja secubrió de basura y vajilla sucia. (Elcriterio que primó, de común acuerdo,fue el de vaso usado, vaso descartado:cada vez que uno quería beber, iba abuscar un vaso nuevo a la cocina, y ya.)Con el correr de las horas, losdesperdicios se apilaron unos sobreotros con precisión geológica. Yo memetí a la pileta cuando quise, y nadie mereconvino sobre la necesidad de hacer

primero la digestión. Las telenovelassucedieron a los noticieros y losdibujitos a las telenovelas y las series alos dibujitos y los noticieros regresaroncon más medidas económicas, másmuertos y más señor de bigotes con carade malo.

A esa altura papá parecía haberserendido con el reloj, cuyas víscerasseguían allí donde habían caído.Decidido a concentrarse en las noticias,hizo lugar sobre la mesa baja parainstalar su Gancia y su remedio para laúlcera y comenzó con sus soliloquios. Ya vos quién te cree, fantochereaccionario, dijo de arranqueincrepando al conductor del noticiero;

una frase que hubiese sonado interesanteen boca de Hamlet, Acto Primero,Escena IV, en ocasión de su encuentrocon el fantasma. Me entero más de loque pasa en el país viendo Losinvasores que mirándote a vos,prosiguió, protestando pero a la vezperseverando en la visión del noticiero.Lo que tienen que hacer es blanquear alos presos de una vez, dijo, esta vezaconsejando al Ministro del Interior, nopueden seguir jugando a que no estándetenidos: ¡hay que blanquearlos!

Como el sol ya había caído y estabafresco, el Enano y yo gravitamostambién hacia la cálida pantalla deltelevisor. El Enano estaba haciendo un

experimento que involucraba frascosvacíos, vasos ya usados, agua, harina,tornillos y pinceles que tomó deldepósito. Cuando parecía estancarse,habiendo llegado a una encrucijadacientífica, los objetos de la mesa lesugerían un camino nuevo. La mesaestaba llena de ideas en potencia. Lacoca y el Nesquik, por ejemplo,potencian sus respectivas espumas.

Yo releía el Houdini en busca depistas sobre sus escapes. El libroinsistía en la historia de la preparaciónfísica y la concentración mental, peromantenía un silencio perfecto sobre lospormenores de cada fuga; seguramenteel escritor era escapista, también, y

respetaba con escrúpulo sumo lacuestión del secreto profesional. Fue asíque me encontré contemplando porenésima vez la lámina de apertura,Harry practica sus primeros escapesayudado por su hermano Theo, como siesperase que el dibujo me dijese lo queel texto me negaba, y miré a papá y suGancia y al reloj eviscerado y al Enanoque había batido su engrudo a punto decaramelo y me dije que quizá la láminame había hablado, ya, y que todo eracuestión de empezar.

Me quité el cinturón (usaba uncinturón que más allá de la hebilla y dela parte de los agujeros estaba fabricadocon una tela elástica; no pregunten) y le

pedí al Enano que me atase a mi silla.Con la cara y las manos manchadas deharina, el Enano me miró para evaluar siestaba tendiéndole una trampa. Leenseñé el dibujo del libro. Comprendióde inmediato.

El fantoche del noticiero debe haberdicho algo tremendo, porque papá selevantó como tromba y salió al parque,donde podía decir malas palabras sinnecesidad de controlarse.

El Enano me ató las manos a laespalda. Hizo un nudo corredizo ydespués me dio mil vueltas alrededor delas muñecas tensando el elástico lo másque pudo. Me preguntó si lo había hechobien. Yo forcejeé un poco, lo suficiente

como para constatar que el cinturón nocediese al primer intento.

«Esperá que falta algo», me dijo.Agarró el frasco donde había

preparado el engrudo y con un pincelviejo me embadurnó la cara.

Atado, no podía resistirme. Lepregunté si estaba loco. El engrudo teníagusto a masa de pizza con Nesquik.

«Estoy blanqueando al preso. ¿No looíste a papá? ¡Hay que blanquearlos atodos!»

Cenamos en silencio, los tres solos.Restos de asado frío. Mucha mayonesa.Se había hecho tarde. Mirábamos lazona de desastre en que habíamosconvertido el living y el comedor,

sillones manchados, piezas de relojería,residuos orgánicos, en muda evaluacióndel empeño puesto en la empresa. Nuncahubo demostración más acabada delconcepto de entropía ni respeto mayorpor la segunda ley de la termodinámica(ley de disipación de la energía), queestablece la tendencia en los fenómenosfísicos desde el orden hacia el desorden.Y aun así, la tarea había resultadoinsuficiente. Todo el desorden delmundo no había logrado conjurar amamá.

Cuando, derrotados, quisimos almenos lavar los platos, descubrimos queno había agua. Nos habíamos olvidadode cargar el tanque.

30. Una decisión en lamadrugada

Toda esa zona estaba dividida en casasquintas, muchas de las cuales sólo sellenaban durante el verano, o en el mejorde los casos los fines de semana. Nohabía nada de ostentoso en los lotes. Lasparcelas eran pequeñas y las casas seveían sencillas como la nuestra, chaletselementales, a menudo inconclusos, enespera de unos pesos sobrantes o delalbur de unos nuevos dueños. El trazadode calles era de tierra; había cincominutos de automóvil entre nuestra

tranquera y la ruta más cercana. Y loslotes estaban divididos por alambradasy por álamos jóvenes, cuya elasticidadpretendía disimular la rigidez de loslímites.

En plena madrugada de un día desemana, el silencio que envolvía laquinta era tan ostensible como unasirena. A veces había grillos o llegabauna ráfaga de radio, dependiendo delviento, pero por lo general el silencio seimponía y lo devoraba todo y tezumbaba dentro de los oídos; eraimposible no oírlo.

Cuando la transmisión televisivallegaba a su fin, el Enano perdía energíay se dormía enseguida. La televisión era

su sol: amanecía con ella y con ella seponía. Esa capitulación señalaba elinicio de la calma dentro de la casa. Losruidos restantes se emitían con sordina,el lavado de platos y de dientes, elcorrerse de todos los cerrojos, lasconversaciones antes de dormir, paracuidar el sueño del Enano pero tambiénpor la reverencia que el mismo silencioengendra.

Yo no dormía todavía pero ya estabaen la cama, libro en mano. Fue entoncescuando empecé a oír al Citroën,llamándome desde el otro lado de lacalma. Si todo está tranquilo, el motorde un Citroën se oye a varias cuadras dedistancia. Suena como un auto normal

cuando se entierra en la arena y lasruedas giran en falso.

Oí el portón y las voces apagadas depapá y mamá.

Cinco minutos después ella vino avernos. El Enano estaba frito, la caradeformada contra el Goofy de plástico.

Se sentó a mi lado, sobre la cama, yme dijo que me había traído la revistanueva de Superman pero que estabademorada en la aduana. (Eso significabaque papá la iba a leer primero.) La besé,agradecido de verdad. En esa época yoera un chico Superman. Los chicosSuperman amábamos los poderessobrehumanos, los colores brillantes deltraje y la turbadora presencia de Luisa

Lane, esperábamos con unción religiosala salida quincenal de las revistasmexicanas y menospreciábamos a loschicos Batman, que siempre tenían airede superados.

Mamá miró al Enano y preguntó sime había dado mucho trabajo. La verdadera que se estaba portando bien, dadaslas circunstancias. Había tolerado lasprivaciones con un estoicismo que ledesconocíamos. Mamá estuvo deacuerdo y me preguntó cómo la llevabayo. Suspiré. No quería ser más enanoque el Enano. Para ser sincero, loextrañaba todo. A Bertuccio y a la chicaque me gustaba en la clase de inglés. (Sellamaba Mara y era más coqueta que una

Barbie.) Extrañaba mi cama y mialmohada, extrañaba los libros y la bici,extrañaba los avioncitos y el fuerte conpuente levadizo y el Stuka que meregalaron los abuelos, extrañaba losblocks con mis dibujos y el barco a velay la lancha a pilas, extrañaba elMercedes a control remoto y losMatchbox que sobrevivieron a mihermano y el Estanciero y mi arco defibra de vidrio y extrañaba mi colecciónde Nippur de Lagash y las revistas deEditorial Novaro y el disco de LosBeatles que Ana me regaló cuando sehartó de que la llamásemos por teléfonopara pedirle que nos hiciese escuchar elsuyo por el tubo.

Le dije a mamá que estaba bien.Quiso saber qué era ese libro que

estaba leyendo. Le conté dónde lo habíaencontrado y le mostré la firma de puñoy letra de Pedro y la postal enviada porBeba y China, cimiento de mis teoríassobre la historia de nuestro predecesor.La verdad es que Pedro me dabalástima. Imaginaba que había sufridomucho al perder el libro de Houdini; yoestaba particularmente sensible a laspérdidas. Pero mamá desbarató miinterpretación cuando sugirió que a lomejor Pedro lo había hecho a propósito,dejarme la postal y el libro como regalode bienvenida, conjeturando una cadenaque debía venir desde el niño que pasó

por la quinta antes que Pedro (¿cuálhabría sido su regalo a Pedro, subienvenida?) y que me involucraba,porque alguna vez nos iríamos de allí yyo debería pensar en el que viene. Yorespondí que para dejar algo debía teneralgo antes, aludiendo a nuestra espartanacircunstancia. Mamá me miró entoncescon esa cara que pone cuando piensaeste chico me va a salir abogado y mearrancó el libro de las manos para ver siencontraba una forma elegante decambiar de tema.

La forma fue Houdini.«¿Houdini el mago?», preguntó,

tentándome con la zanahoria de larespuesta obvia. Pero le devolví la

pelota con efecto.«Houdini no era mago. Era

escapista, que no es lo mismo. Eso voy aser cuando sea grande; ¡escapista!»

Durante esos días había pensadomucho en el futuro. Acosado por lasincertidumbres del presente, la idea devolverme escapista se me impuso con laclaridad de una visión; una vez que lanoción cuajó en mi cerebro, todas lasangustias se desvanecieron. Ahora teníaun proyecto, algo que me permitiría, enel futuro más próximo, atar los cabossueltos de mi circunstancia. Imaginabaque el proceso del mismo Houdini nohabía sido muy distinto. Su elección lehabía permitido armar el rompecabezas

de su historia, encontrándole un sentidoa cada pieza aislada (la fuga del paísnatal, el ansia de trascendencia de supadre el rabino, la pobreza, su destrezafísica) y creando algo nuevo alcombinarlas durante el juego.

Mamá miró la lámina de la Torturade Agua China y después me clavó losojos, tratando de medir cuán en serio erael anuncio. Yo ya había pasado por fasesde bombero y astronauta, que mi madredejó correr sabiéndolas perecederas, ydespués por otras de médico, arquitectoy biólogo marino, que ahora sí aplaudióporque se trataba de carrerasuniversitarias. Mamá tendía a pensarque toda carrera era buena siempre y

cuando uno pudiese doctorarse en ella.En la medida en que todavía no existíaun doctorado en escapismo, eso meauguraba problemas.

«Parece peligroso», dijo, volviendoa la lámina.

«Ese es el chiste.»«No hay nada de malo con el

peligro, siempre y cuando uno tome losrecaudos del caso.»

«Peligroso es viajar en colectivo»,dije yo.

«O ser antenista», dijo ella.«O vivir en la Argentina», dije yo.«Lo de Harry era por Houdini,

entonces», dijo ella, esquivando elbulto.

«¿De dónde sacaste el nombreFlavia?»

«No te pienso decir.»«Eso no es justo.»«La vida no es justa. Es linda, pero

injusta. ¿Y este sarcófago?»«Houdini se metía adentro todo

encadenado y entonces lo tiraban alagua. Pasaba un montón de tiempo ahíabajo y no se ahogaba.»

«Porque calculaba bien el aire.»«El aire no se calcula, se respira.»«Quiero decir que sabía cuánto aire

le quedaba adentro de la caja, y por lotanto cuánto podía durar bajo el agua. Side veras querés ser escapista, vas atener que calcularlo también.»

«Me retracto. ¿Los colectiveroscalculan algo?»

«Vueltos.»«¿Los arqueólogos?»«Años.»«¿Los enfermeros?»«Dosis.»«Puedo ser escapista y tenerte de

asistente.»«Por un módico precio. Hagamos

números.»Me besó y me arropó y me dijo que

me quería. Debo haberme dormido ensus brazos. Yo tenía un sol distinto al delEnano.

La señora Vicente era muy buenamadre.

31. Un plan infalible

Esa noche se ahogó otro sapo en lapileta. Sin siquiera detenernos adesayunar, el Enano y yo decidimosponer coto a la situación.

La tentación era construir un cotoliteral e impedir que los sapos seaproximasen al ojo de agua, unasolución tan drástica como efectiva.Pero yo no quería alterar el curso de susvidas, usurpando el sitial del Destino.La pileta podía ser esencial para ellos yyo no saberlo. ¡Podía estar llena de sushuevos!

Optamos entonces por un camino

intermedio, que tenía además elbeneficio de la practicidad. Con unatabla de madera que descubrimos en eldepósito y un poco de alambre,diseñamos un trampolín que funcionabaen sentido inverso. Así como lostrampolines sirven a los hombres paralanzarse al agua, nuestro Antitrampolínserviría a los sapos para lanzarse alaire.

El alambre me sirvió para asegurarla tabla entre los hierros de la escalera.Parte de la tabla, pues, quedaba en elaire. Su otro extremo se hundía en elagua.

Hasta ese entonces, cuando lossapos caían dentro de la pileta morían

inexorablemente. Buscaban un punto deapoyo para salir que jamás encontraban,nadando hasta agotarse, chocando contralas paredes para hundirse en el final. ElAntitrampolín les otorgaría la salida quehasta entonces no tenían. Si nadabanhasta él, podrían subirse a la madera yrespirar y seguir subiendo y llegar alextremo superior del tablón yzambullirse entre los pastos cuandoquisieran —y cuantas veces quisieran.

Algunos morirían todavía. No veríanla tabla, o no comprenderían supotencialidad. Pero los sapos másafortunados usarían el Antitrampolín yse salvarían, y los más listos de entreellos grabarían la voz de eureka en sus

diminutos cerebros (en esa época yotodavía era lamarckiano) y se salvaríanuna segunda y una tercera vez y sudescendencia ya nacería con ese eurekaregistrado y sabría qué hacer, qué buscarcada vez que cayese dentro de la piletaque alguna vez fue mortal para susantepasados.

«Cuando no tenés más remedio quecambiar, cambiás. Me lo explicó laseñorita Barbeito. Eso se llamaprincipio de necesidad. Los saposnecesitan cambiar para no morirse. Todolo que piden es una oportunidad», dije alEnano.

«¿Vos creés que a Dios le parecemostan asquerosos como los sapos me

parecen a mí?», preguntó el Enano.«Listo», dije, dando el toque final al

alambre.Todo lo que hacía falta, ahora, era

tiempo.

32. Ciro y el río

Cuando uno de sus caballos favoritos seahogó al intentar vadearlo, Ciro, rey delos persas, se enfureció tanto quedecidió castigar al río Gindes. Detuvo lamarcha de su ejército rumbo a Babiloniay obligó a los soldados a excavartrescientos sesenta canales, para derivarlas aguas del Gindes y así vaciarlo. Ciroquiso que las aguas del río se perdiesenen la llanura, estancándose en pantanos ybañados, y que su lecho principalquedase casi vacío, sin mayorprofundidad que la de un arroyo. Lamedida de la humillación que pensaba

infligirle era precisa: en su parte másprofunda, el Gindes no debía llegar a larodilla de una mujer.

Esta historia suele ser narrada paradescribir el poder omnímodo de Ciro, elrey que mutiló a un río y obligó a sussoldados a trabajar como esclavos paravengar a un caballo. Líder del ejércitomás poderoso del mundo, que ocultabaal sol cuando arrojaba sus flechas, Cirohubiese castigado al sol de haberlodeseado, y también a la luna y a losmares.

Yo siempre entendí la historia deCiro de otra forma. De niño creía queCiro era un ignorante y un insensato.Ignorante, porque atribuía al río Gindes

personalidad e intenciones. Un río nuncapuede ser asesino, y menos aún avieso;un río es sólo un río. E insensato porquepuso en riesgo su campaña militar porun capricho, haciendo que sus hombresse llagaran las manos con las palas y nopudiesen tomar luego sus arcos yespadas. La historia no lo dice, peromuchos soldados deben haber muertodurante la excavación, elevando todavíamás el precio de la venganza. Nunca uncaballo recibió tributo más extravagante.

Con el correr de los años, mi visiónde Ciro dejó de ser monocromática. Alprincipio Ciro era un monarca exótico,de trenzas en la barba e idioma brutal,cuyas decisiones sólo podían ser

comprendidas como parte de la lógicaolímpica de los más grandes reyes yguerreros. Después pasó el tiempo (hayríos que ni siquiera Ciro podría detener)y cuando volví a leer la historia de Ciroya no lo sentí distante ni incomprensible.Se parecía a muchos que yo conocía,con quienes compartía un rasgo de lohumano: la tendencia a acumular podersin preguntarse nunca para qué y cómoemplearlo. La gente que tiene el poderde Ciro (militar, político, económico)suele olvidar que el poder engendraresponsabilidad y prefiere creer que elmal está siempre en los otros. Desviarun río es más fácil que asumir la verdad;Ciro no quiso ver que el caballo no se

habría ahogado si él no lo hubieseforzado a cruzar.

He sabido de muchos Ciros a lolargo de mi vida. Algunos sólo figuranya en libros que nadie abre. Otroscomparten nuestro aire y nuestras calles.Y aunque vivan hoy en palacios y se lesrinda pleitesía, el tiempo hará con elloslo que hizo con Ciro. Los hombres queacumulan poder y lo malgastan son comomonedas de una sola cara: no tienenvalor en ningún mercado.

Fue en Ciro en quien pensé cuandoreviví la historia del trampolín queinstalamos sobre las aguas de la pileta.Que la ligazón entre ambos hechos nosea evidente no significa que no exista;

no vemos la trama que anuda las raícesde cada árbol debajo del suelo, y sinembargo está.

Pero es verdad que no tengo unarespuesta concluyente. Imagino que laviolencia con que otros desviaban poresos días el curso de mi historia mesugirió una delicadeza superior a misaños. Imagino que corregí a Ciro,asumiendo mi responsabilidad en elahogamiento de los sapos y respetandola existencia del río. Imagino que quiseactuar con la inteligencia de lanaturaleza, y no hacer más de lo que ellahabría hecho al derribar un árbol yhundir sus ramas en el agua de la pileta.Ninguno de estos razonamientos cruzó

entonces por mi cabeza llena deinvasores y Houdinis, pero eso nosignifica que no me hayan asistido enmis acciones. Si algo aprendí en eltranscurso de mi vida, es que pensamoscon mucho más que el cerebro.Pensamos con el cuerpo, también, ypensamos con el afecto que sentimos, ypensamos con nuestra noción del tiempo.

Que unas páginas más adelante Ciromuera y su cuerpo sea hundido en unatina llena de sangre humana es, enapariencia, un hecho que no tieneconexión con la historia del río Gindes.Algo, sin embargo, me dice que no esasí.

Vemos con más que los ojos.

Pensamos con más que el cerebro.

33. Lo que ellossabían

Yo no ignoraba que corríamos riesgo.Estaba claro que los militaresperseguían a los opositores, en especiala los que se decían peronistas y/o deizquierda, una definición amplia queenglobaba a papá, mamá y los tíos.Estaba claro que de encontrarlos losarrestarían, como habían arrestado alsocio de papá. Y estaba claro que laviolencia podía ser extrema. Las balasque mataron al tío Rodolfo no habíansalido de su propia arma, si es que tenía

alguna entre las manos a la hora demorir.

Pero el peligro era unaconsideración lateral. Ya alguna otra vezpapá había desaparecido de casa poralgunos días, entre el 74 y el 75, duranteel auge de la Triple A, para regresar alpoco tiempo sano y salvo, y ademásconvencido de que las aguas se habíantranquilizado. La vida seguía su curso.Nunca pasaba nada grave. Cosas de lapolítica. Uno participa, va a marchas,canta, da discursos, vota. A veces recibeaplausos y a veces, palos.

Esta vez parecía algo más serio —de hecho involucraba por primera vez alEnano y a mí—, pero tampoco de

gravedad. Ahora nos tocaba desaparecera todos durante algunos días, al términode los cuales volveríamos a casa y anuestras actividades y todo seguiríacomo antes, militar más, militar menos.

Lo que más me molestaba, lapreocupación central de mis días, era lainterrupción de lo cotidiano. Vermeapartado a la fuerza de mis rutinas conBertuccio. Verme apartado a la fuerza demis cosas, que dejaban de estar a manoy a las que ya no podía utilizar cuando ycomo quisiera. Verme apartado a lafuerza de mi mundo chico, mis calles,mis vecinos, mi almacenero, mikioskero, mi club. Verme apartado a lafuerza del universo de sensaciones a que

estaba habituado: el perfume de missábanas, el suelo que sentía debajo demis pies al levantarme, el sabor del aguade la canilla, los ruidos de la carpinteríaque se cuelan por el patio, la visión delcantero con las plantas de mamá, lasuperficie rugosa de la perilla de mitelevisor.

La quinta podía funcionar como unaimprovisada vacación —ese primer finde semana compartimos más tiempo conpapá y mamá que en los mesesprecedentes—, pero era difícil olvidarque habíamos sido obligados a tomarlas.Una cosa es una vacación planeada,soñada, prevista. Otra muy distinta esverse obligado a correr y a permanecer

en otro sitio, no importa cuán dorado,hasta que se descorra el velo y nosdevuelvan nuestra vida.

Durante muchos años, mientras vivíaen Kamchatka y me cuidaba de los osossalvajes, pensé que había atravesado eltúnel de aquel invierno del 76 con losojos vendados. Finalmente comprendíque papá y mamá iniciaron el trayectocasi tan ciegos como yo. Su opciónpolítica era clara y transparente y jamásrenegaron de ella. Pero hasta el 24 demarzo de 1976, fecha del golpe militar,supieron a qué atenerse. Después ya no.

(La dictadura empezó un 24 demarzo. Houdini nació un 24 de marzo. Eltiempo es raro y ocurre todo junto.)

El advenimiento de la dictaduracambió las reglas del juego. Todo lo quemis padres veían a su alrededor eransombras. Se sabían buscados —suscompañeros de militancia lo estaban—,pero no sabían qué ocurría con los quecaían en manos de la represión.Simplemente se desvanecían en el aire.Sus familiares reclamaban por ellos,pero en las comisarías, los cuarteles ylos juzgados decían no saber nada alrespecto. No existía una orden legal decaptura, ni cargos formales en su contra.Y sus nombres no aparecían en ningunalista de prisioneros. Una semanadespués de la detención del socio depapá, nadie sabía aún nada de su

paradero.Esos meses iniciales fueron los

meses de la devastación. Mucha gentecreyó que bastaba con retirarse de laactividad política para ser respetada.Fueron a buscarlos a sus casas.Cualquier lugar público era peligroso,bares y cines, restaurantes y teatros,porque las redadas no conocían límites yocurrían a toda hora. Salir sindocumentos era peligroso, porque laimposibilidad de identificarse resultabacausa suficiente para terminar en lacomisaría. Pero salir con documentos loera aún más, porque en ese caso nisiquiera se llegaba a la comisaría; elhombre era identificado, detenido y puf,

se desvanecía en el aire.Aquellos que pensaron que la

represión iba a seguir pautas claras yreconocer límites se equivocarontambién. En los primeros días de abrilpapá se encontró con un abogado amigo,Sinigaglia, que durante un café le dijoque —eso pensaba— a partir deentonces las cosas iban a tener queencarrilarse. Sinigaglia explicó que elrespeto natural que los militares sientenpor las formas y los estatutos losimpulsaría a legalizar la represión,disolviendo los grupos parapoliciales ydifundiendo públicamente las listas dedetenidos. Papá pensó que lo queSinigaglia decía tenía su lógica, pero

aun así le aconsejó que no se hiciese verpor los Tribunales. Sinigaglia rechazó laidea de plano. Dijo que ya lo habíanamenazado miles de veces, y que norenunciaría a la idea de defender presospolíticos y presentar habeas corpus.

Me acuerdo bien de Sinigaglia. Unhombre alto, de pelo engominado y bientirante, cuyo estilo anticuado en materiade trajes lo hacía parecer más viejo delo que era. Me trataba siempre de pibe,qué hacés pibe, cómo andás pibe, y merevolvía el pelo, supongo que intrigadopor la cabellera agresiva que tantocontrastaba con la suya.

Sinigaglia fue el primero en caer. Selo llevaron en un auto sin placas

identificatorias. Lo imagino sufriendopor el efecto de los empujones sobre sutraje bien planchado y diciéndome québarbaridad, pibe, por qué así, si no haynecesidad.

Después cayó Roberto, una mañanaen que papá no había ido al estudio. Dehaber estado, se lo habrían llevadotambién. Ligia, su secretaria, le dijo apapá que los hombres que se llevaron aRoberto lo habían subido a un auto sinplacas. Obligada a describir a esoshombres, Ligia dijo que eranmaleducados. Al pobre doctor losacaron a empujones, como un vulgardelincuente, dijo Ligia, que también erade la vieja escuela.

Papá no quiso correr más riesgos.Esa misma mañana me fui del colegio,dejando el misterio de la vida a mediaproyección.

Mamá se sentía más segura. Laasociación gremial que lideraba en launiversidad se definía comoindependiente. No sólo no era unaagrupación peronista, sino que se habíaenfrentado con el peronismo en laselecciones. Protegida por la neutralidadde su tarea profesional, y dada como loera a interpretarlo todo en términos deproposiciones razonables y hechoscientíficos, mamá creyó que atravesaríael chubasco sin mayores inconvenientes.

Pero todos los días le llegaba la

misma clase de historias. Profesores yalumnos que se caían del mapa. Dealgunos se decía que los habían ido abuscar, siempre con el mismo modusoperandi: gente vestida de civil, armadahasta los dientes, circulando enautomóviles sin patente. Otros seesfumaban, simplemente, y nadie volvíaa saber de ellos. Las listas de los quecursaban las materias se llenaban deausentes.

En aquellos días de abril, lassombras comenzaban para papá y mamáen el límite preciso de la quinta. Laimagen de la isla que mamá habíapropuesto como ayuda visual tomó vidapropia y comenzó a perseguirla, como el

Cristo de madera al aterrado Marcelino.Más allá de la quinta sólo habíaincertidumbre, aguas peligrosas y unabruma impenetrable. Querían hablar concierta gente y descubrían que se la habíatragado la tierra. Muchos teléfonos norespondían nunca a sus llamados. Enotros respondían voces que lo negabantodo. La información se les volviófragmentaria, imprecisa. Recibíanevaluaciones de la situación que nopodían compatibilizar con la realidadque creían ver. En medio de estaneblina, cada vez les costaba más saberqué hacer y a qué atenerse.

Por eso mamá volvió al trabajo.Quería tener al menos una línea abierta

de conexión con lo que estaba pasando.Desde el laboratorio mamá podíahablar, preguntar, organizar reuniones,plantearse una modesta actividadpolítica.

A los pocos días la ansiedad seimpuso sobre papá, que decidió regresartambién a sus tareas.

La pregunta era qué hacer connosotros.

34. La varianteMatilde

Un sábado fuimos con mamá a buscar ala abuela Matilde. La idea era quepasase con nosotros el fin de semana, yque el domingo por la noche ladevolviésemos a su casa. Nosotros no losabíamos y la abuela tampoco, pero todoeste movimiento era en sí mismo unamisión secreta. Papá y mamá estabanponiéndonos a prueba. Querían saber sila abuela sobreviviría al prospecto deconvivir con nosotros. Si hubiésemossido informados de tales intenciones,

habríamos hecho notar que nosotroscorríamos tanto o más peligro al quedaren manos de la abuela.

La abuela Matilde es de esaspersonas que creen que su deber comopadres caduca el día en que sus hijos sevan de casa. Todas las fotos delcasamiento de mamá la muestranexultante debajo de su sombrero, perolos fotografiados miran siempre acámara y la abuela no, como sicelebrase una fiesta aparte. A partir deentonces, la abuela se dedicó a viajarpor el mundo y a jugar a la canasta consus amigas y a participar de cuantoevento de caridad le pasase por delante.

Una vez leí una tira de Mafalda en la

que Susanita, la nena que sólo piensa encasarse con un buen partido y formar unafamilia tradicional, cuenta una de susvisiones de futuro. Se imaginareuniéndose con otras señoras bien paratomar un rico té y masas finas y otrasdelicadezas, en una reunión de caridadcuyo objetivo es recolectar polenta,arroz «y esas porquerías que comen lospobres». Recuerdo que le mostré la tiraa mamá y le dije mirá, la abuela Matildede chiquita. Mamá hizo un jijijí con elcual manifestaba su acuerdo y se eximíade comentarios comprometedores ydespués siguió leyendo el diario. Peromás tarde, creyéndose sola, la oí repetirel jijijí mientras picaba cebolla, y hubo

otro jijijí cuando ya se había encerradoen su habitación, e imagino que debehaber hecho jijijí hasta dormida.

La abuela no llamaba casi nunca.Sólo se aparecía por casa para nuestroscumpleaños. Su presencia nos ponía atodos levemente incómodos (estoincluye a papá, por supuesto), y enespecial a los homenajeados, que nuncasabíamos cómo agradecer los pares demedias o calzoncillos o pañuelos queconstituían la totalidad de su gama deregalos. Cada vez que nos tocaba anosotros ir a su casa —por reglageneral, para su propio cumpleaños—,se la pasaba vigilándonos para que noabriéramos el piano ni alborotásemos

las carpetitas ni pusiésemos los piesencima de los sillones Luis Nosecuánto.

La sola perspectiva de llevar a laabuela en el Citroën hacía que el largoviaje de ida y vuelta a la quinta valiesela pena. La abuela prefería tomarse unremís, pero mamá le había dicho que esoera imposible, que no podía darle ladirección de la quinta por razones deseguridad. La abuela se mosqueó, comoera inevitable. No confiás en tu propiamadre, protestó. Mamá le dijo que no setrataba de una cuestión de confianza,sino de cuidado: al negarle esainformación estaba protegiéndola. Anteesa manifestación de amor filialcualquier persona hubiese capitulado,

pero tratándose de la abuela Matilde, labatalla recién comenzaba. ¿Cómo no vasa confiar en mi remisero, porfiaba, si esel mismo que me lleva a todas partes?

La abuela olía a cremas asquerosasy a spray para fijar el pelo. Los potes decrema y el enorme tubo negro de sprayeran infaltables en su cartera. (Estainformación se la debo al Enano.)Cuando mamá le propuso que secolocase una vincha sobre los ojos yunos anteojos negros encima de lavincha para disimular, la abuela puso elgrito en el cielo. ¿Cómo iba a arruinarun perfecto peinado de peluquería paracuya realización, además, se habíalevantado a las ocho de la mañana de un

sábado? (La abuela es de las que sepeinan de peluquería hasta para ir a unaquinta.) Mamá le dijo que entoncesdebería viajar agachada, el pecho contralas piernas y la cabeza entre las rodillas.La abuela aceptó de inmediato porquecreyó que así preservaría su peinado.Pero el Enano y yo sabíamos más ymejor.

Seguro que en Houston, cuandoentrenan a los astronautas para que sehabitúen a los cambios gravitacionales,la NASA utiliza un viejo Citroën. Lacombinación entre la peculiarsuspensión del auto y los muelles de losasientos somete al cuerpo a una serie defuerzas contradictorias, muy similar,

imagino, a la que se siente al atravesarzonas grávidas e ingrávidas y otra vezgrávidas en cuestión de minutos. Y si almando del Citroën hay un conductorbrusco —como mamá, por ejemplo—, elefecto se multiplica por mil.

La abuela tenía que viajar duranteuna hora contemplando sus zapatosdesde un primer plano, balanceándoseen todas direcciones y rebotando sobresí misma cada vez que mamá frenaba.Más de lo que cualquier marinero puedesoportar. El Enano y yo nos reíamos antecada maniobra bestial de mamá, enespecial si la abuela estaba hablando enese instante, porque entonces la voz sele estrangulaba como si alguien le

estuviese saltando sobre el estómago yparecía el Gallo Claudio.

Pero nuestras risas eran contenidas;esperábamos el instante que no podíademorar. Y llegó en plena ruta, con unsemáforo que no se había puesto rojo yun camión que salió al cruceadelantándose a su verde. Mamá clavólos frenos y la abuela se aplastó elpeinado contra la guantera.

La vida es injusta, pero tiene susmomentos.

35. El experimentofracasa

La abuela Matilde no había nacido parael contacto con la naturaleza. Una vez enla quinta, sólo salió al parque cuandollegó el momento de volver a su casa. Lemolestaban las moscas y las hormigas.Le molestaba caminar con tacos sobre elpasto. Le molestaba el sol, que learruinaba el cutis. Le molestaban lossapos, cuyo solo croar le producíaescalofríos. Y la pileta le parecía elGanges, oscura de cenizas y de muertos.

Adentro no estaba mucho mejor. La

abuela decía que el living parecía unaferia americana, muebles de descarte enventa al mejor postor. Esta es una casade gitanos, mascullaba cuando queríaexpresar el grado superlativo de sudisgusto.

Pero papá y mamá estaban decididosa hacer que el experimento funcionase.Por lo pronto, papá cedió a la abuela sulugar en la cama grande y se vino adormir con nosotros, lo cual nosencantaba pero fue toda una experienciapara mamá. Compartir la cama con laabuela encremada debe ser igual adormir abrazado a una horma de quesoprovolone.

Para peor la abuela no pisó la

cocina en ningún momento, porque seconsideraba invitada y la cocina esterritorio de los anfitriones. Eso no leimpedía hacer comentarios sobre losplatos que mamá ponía en la mesa. Enesos momentos, la dinámica habitual delas cenas se alteraba por completo. Porlo habitual, mamá servía y papá dabacuenta de los primeros bocadosabnegadamente, como corresponde a unbuen marido; yo hacía resistencia pasivay el Enano tragaba como el hipopótamode Pumper Nic. Pero la presencia de laabuela lo trastocaba todo, y generabasituaciones como esta:

«¿Qué es esto?», preguntaba laabuela, hurgando con el tenedor en su

plato de guiso marrón.«Esto es gulasch», decía mamá, un

ligero temblor en la voz.«Gulasch es una comida húngara»,

me explicaba papá, y ahí de sobrepiquela abuela me acorralaba:

«¿Sabés que significa gulasch enhúngaro?»

«No, abuela.»«¡Sobras recalentadas!»Porque la abuela usaba cremas

hediondas y abusaba del spray y erapituca y desaprensiva, pero también erainteligente y culta y utilizaba su lenguacomo un látigo de cinco colas; nuncalastimaba en un solo lugar.

Papá y mamá hicieron lo imposible

para evitar el desastre. Cuando elconflicto se aproximaba al estallido, porejemplo al adueñarse la abuela deltelevisor y privarnos así de las series,los dibujitos y los Sábados deSuperacción, papá y mamá trataron decompensarnos para preservar elprecario equilibrio. Hubo rápidas,inmeditadas ofertas de partidas de TEG,revistas nuevas, salidas al cine y juegossubmarinos. Todo aquello que podíacobrarse de inmediato fue cobrado, y elresto les quedó en la columna del debe.Pero al caer el sol del sábado, papá ymamá ya habían agotado todo su crédito.No podían ofrecernos más nada de loque había en la quinta, y ya

comenzábamos a sospechar que buenaparte de lo concedido sería incobrable.

Entonces vino la cena, y con ella elgulasch.

Poco después sonó el silbato queindicaba el comienzo del entretiempo.El equipo local se retiró a vestuarioscon dos goles en su contra y la sensaciónde un desastre inminente.

Le dijimos buenas noches a mamácasi con culpa. La estábamos entregandoa los leones. Y a los provolones.

Siempre supimos que mamá y laabuela Matilde no se llevaban bien.Pero nunca las habíamos visto juntasdurante muchas horas. En loscumpleaños siempre había

distracciones, al menos para nosotros.Ese fin de semana fue revelador alrespecto. La sobredosis de Matilde nodejó lugar a dudas.

Contra todo lo que habíamos creído,mamá también tenía su kriptonita.

36. Monstruos

Tardamos mucho en dormirnos. Conpapá en nuestra habitación y el Enano yyo constreñidos en la misma cama ymamá en garras de la abuela Matilde, lacosa no estaba para relajarse. A oscurasy todo, los ánimos volaban.

«La abuela es insoportable», dije yo.«¿Te parece?», preguntó papá, que

todavía soñaba.«La abuela tiene la cartera llena de

cremas», dijo el Enano. «La abuela seecha Flit en el pelo.»

«¿Y si esperamos que se duerma y latraemos a mamá para acá?», pregunté.

«¿Vos te meterías en la guarida delmonstruo?», dijo papá.

«¡Los monstruos no existen!», gritóel Enano, y se arrugó como una pasa amis espaldas.

«Hay monstruos que me gustan», dijeyo. «Frankenstein me da ternura. ElDrácula de las películas viejas escómico. Pero la Momia me da miedo.»

«¿La de Boris Karloff?»«La de Titanes en el ring. Ana me

llevó a ver la película y a la nochedormí con la luz prendida.»

«¡Prendan la luz!», reclamó elEnano.

«Una vez, cuando estábamos enSanta Rosa de Calamuchita, pensé que

me había mordido un vampiro», dije yo.«¿No te acordás que te fui a despertar?»

«La verdad que no.»«Descubrí que tenía algo raro en el

cuello, como dos picaduras, una al ladode la otra. La casa estaba a oscuras,todos dormían, se oía el viento…»

«¡Prendan la luz!»«Y yo te fui a sacudir, papá, papá,

me parece que me mordió unvampiro…»

Papá se mataba de risa.«¡Y no me diste ni bola! ¡Mirá si era

cierto!»«¡Los monstruos no existen!»«Los monstruos sí existen», dijo

papá. «Pero en general no tienen

colmillos ni tornillos en el cuello.Monstruo no es el que parece monstruo,sino el que actúa como un monstruo.»

«López Rega», dije yo.«Por ejemplo.»«La morsa Onganía.»«Ese es otro.»«Y la abuela Matilde.»«Epa. Hay que matizar un poco.»«¡La abuela es buena!», protestó el

Enano.«Hay monstruos de primera división

y monstruos de las inferiores», dijopapá.

«¡Pero trata mal a mamá!»,argumenté.

«Lo cual no significa que no la

quiera.»«Uno no puede querer a una persona

y tratarla mal.»«Estás equivocado. Hay mucha gente

que trata mal a las personas que másquiere.»

«Esa gente está loca.»«¡La abuela no está loca!», dijo el

Enano.«Yo sé que suena ilógico, pero es

así», dijo papá. «Hay gente que intentacontrolar a los que ama, o hacerlossentir inseguros de su amor, o inferiores,o indignos. Hacen mucho daño, pero sonpobre gente. Tienen miedo de que losabandonen, de que no los quieran.»

«¿La abuela tiene miedo de que

mamá la abandone?»«En algún sentido.»«Entonces la abuela no la conoce a

mamá.»«En eso estamos de acuerdo.»«¡La abuela conoce a mamá,

estúpido!», gritó el Enano. «¡Si la tuvoadentro!»

Le pregunté a papá por la vida de laabuela Matilde (por lo general uno creeque los abuelos siempre fueron así deviejos) y algo me contó. Lo que entoncesme dijo, sumado a lo que averigüécuando ya vivía en Kamchatka, es lo querefiero a continuación.

37. La Dama de Hielo

Todas las historias coinciden en suesencia: que la abuela Matilde no fuemadre de mamá.

No estoy negando aquí su condiciónde madre biológica. Como el Enano losubrayara, mamá había estado adentrode la abuela, y ese era todo el currículorequerido para hacerla merecedora deldiploma acreditante. Pero las historiasapuntan a una distinción más fina. Unamujer puede concebir, gestar, parir,alimentar a un niño; puede proveerlo devestimentas, asegurarle una educación yasistir a sus fiestas escolares; puede

solventar su universidad, garantizarle untecho y acompañarlo hasta el altar quemarca el inicio de su vida de adulto. Lamayoría de las mujeres que así sedesplieguen serán en efecto madres contodas las letras. Existe, sin embargo, laposibilidad de que alguien cumpla contodos los requisitos sin demostrarconvicción. Alguien que respete lasformas por amor a las formas, pero sinla pasión que consideramos inseparablede la tarea.

Mi abuelo fue un hombre tímido ydiligente, opacado por el histrionismode mi abuela y consumido por lanecesidad de satisfacer sus demandas.Todo indica que vivió para hacer dinero.

Cuando hizo mucho, quiso retirarse ydisfrutarlo, pero mi abuela no lo dejó; leparecía un gesto irresponsable.

Si sentía afecto por su esposa, debehaberlo reprimido, porque mi abuela nocreía que el afecto formase parte de laecuación matrimonial. Y el amor por suhija lo vertió con cuentagotas, siempre aespaldas de la abuela, que criticaba todaefusión por considerarla de mal gusto ycontraproducente para la buenaeducación. Mi abuelo murió a los 48años, cuando mamá tenía 17. Era joven,todavía, pero la combinación de muchotrabajo y poco amor suele ser tóxica.Cuando su cuerpo dijo basta tenía un parde negocios prósperos —una

concesionaria de Chrysler, un garaje— yabultadas cuentas en varios bancos. Miabuela consideró que el abuelo habíacumplido con su parte del trato y siguióadelante con su vida.

De allí en más fue la principalausente en su propia casa. Viajabamucho, por lo general a Europa. Cuandoestaba en Buenos Aires salía todos losdías, a tomar el té, al teatro, a jugarcanasta o a ser cortejada por una largalista de pretendientes, varios de loscuales tenían edad para ser novios demamá. La abuela no hizo esfuerzo algunopor ocultarlos. La pasaban a buscar porla casa, o tocaban el timbre pararegalarle flores, bombones, collares.

Mamá les abrió la puerta varias veces yfinalmente renunció a hacerlo; de allí enmás, la puerta pasó a serresponsabilidad exclusiva de Mary, laseñora de la limpieza.

La abuela era demasiado lista parano advertir que muchos veían en ella tansólo una presa valiosa —propiedades,negocios, cuentas bancarias—, por loque nunca aceptó una nueva propuestamatrimonial. Pero no era losuficientemente sensible paracomprender cuánto perturbaba a mamála juventud de sus novios. Ya habíandiscutido sobre la tendencia de la abuelaa hacer entradas teatrales, vestida conmodelos copiados de Brigitte Bardot o

Claudia Cardinale, cada vez que mamállevaba amigos a casa. Aquelenfrentamiento fue sonoro e inútil. Laabuela defendió su derecho a vestirsecomo quisiera, andar por donde quisieray salir con quien quisiera. Creyó quemamá le planteaba una competencia queno estaba dispuesta a perder. Lo únicoque mamá reclamaba era una madre.

A partir de entonces, mamá creyóque el matrimonio era su únicaescapatoria. El novio legendario conquien se comprometió era parco ydesabrido, casi cortado para no suscitaren la abuela ansia alguna de seducción.Pero entonces apareció papá, que la hizoreír, la escuchó atentamente y la amó en

vez de juzgarla, y mamá supo que habíadado con mucho más que un escape.

Según papá, mamá fue un manojo denervios durante los días previos a esavelada de presentación en familia. A lolargo de la cena, papá se negó a llamarMati a la abuela, tal como ellapretendía, e insistió en llamarla señora.La abuela pareció picada por elapelativo que le recordaba su condicióny su edad, pero no pudo oponerse a labendición calurosa que el resto de lafamilia derramó sobre la frente de papá.A excepción de la abuela, todos habíanpercibido cuán feliz era mamá en sucompañía.

Sé que este retrato de la abuela

Matilde no le hace favores. Pero ella esmás que el monstruo que yo sospechaba;es el personaje más triste de estahistoria. Quizá sea este el momento paradecir que aunque no la hayan reconocidoen el listado de sus miserias, de todasformas la conocen. Han sabido de ella,leído de ella, la han visto en latelevisión y aplaudido su lucha. Yomismo no la reconocería, si no fueseporque asistí a su transformación y la vienvejecer y llenarse de luz. Fue ella, enKamchatka, quien me contó buena partede la historia que acabo de referirles.Mi abuela, la que decía que como nopudo ser madre de mi madre, fueentonces su hija y como tal parida por

ella. Mi abuela, la que decía que mamále había salvado la vida.

Y conste que no se refería aldomingo en que el Enano estuvo a puntode matarla.

38. La sorpresamortal

Hacia el mediodía del domingo papá ymamá ya se habían dado por vencidos.Estaba claro que la abuela no aceptaríani loca quedarse en esa quinta que leparecía tan inhóspita como la selvaamazónica. Y no imaginaban tampocoque nos aceptase en su casa llena dejarrones, animalitos de cristal yalfombras impolutas. En lo que hacía alEnano y a mí, aun en la ignorancia desus designios, nuestra opinión sobre laabuela Matilde fue inequívoca. Sólo nos

reunimos con los adultos para comer. Elresto del día nos mantuvimos a la mayorde las distancias posibles.

Hubo una cena ligera, después de lacual papá llevaría a la abuela a su casa.Recuerdo una conversación sobre elestado general de las cosas, que mesorprendió porque la abuela parecía serla dueña de las opiniones más extremas.Si fuese por ella, dijo, habría quedisolver los ejércitos, linchar a losusureros y redistribuir equitativamentelas riquezas del país (esa era la abuelade entonces, decidida a dar la nota en elcontexto que fuere: tenía que ser la másanarquista, la más encantadora, la másjoven, la más frívola), sólo que en ese

caso habría que prescindir del champány, en fin, el champán es tan rico…

El Enano, que se había levantadoantes de la mesa, me dijo al oído que elAntitrampolín seguía sin dar resultados;había visto otro sapo flotando en lapileta. Contrariado, pedí permiso pararetirarme y me fue denegado. Mamáquiso que la ayudase a retirar los platos—cosa que la abuela bien podría haberhecho, si hubiese sido entonces otraabuela—, al cabo de lo cual me habíaolvidado de los sapos y comenzaron lasdespedidas y la abuela repartió besoscon olor a crema y preguntó por sucartera y el Enano, un prodigio deurbanidad, le dijo te la traigo yo.

Ya había dejado de oír el motor delCitroën cuando fui a la pileta y no vinada. Me fijé bien, recorriéndola con lared y todo. No había ningún sapo. Llaméal Enano para decirle que se habíaequivocado y me dijo que no, que elsapo estaba muerto y que él mismo habíarescatado el cadáver de entre las aguas.

«¿Dónde lo pusiste? Vamos aenterrarlo.»

«No se puede.»«¿Por qué?»«Porque ya se fue.»«¿Ya lo enterraste?»«Lo guardé.»«¿Cómo que lo guardaste?»Y entonces me explicó.

Mamá lavaba los platos con extremalentitud, las manos hundidas en el aguatibia, como si la convivencia con laabuela le hubiese robado toda suenergía. Cuando me descubrió en lacocina pidió que la ayudase a secar, asíhacíamos un poco más rápido. Yo le dijeque sí, que cómo no, pero antes teníaque contarle algo. Algo urgente.

«El Enano le hizo una broma a laabuela», le dije.

«Hay que tener coraje.»«¿Viste que cada tanto se muere un

sapo adentro de la pileta?»Todavía dándome la espalda, mamá

dejó de refregar.El Enano espiaba desde la puerta,

más afuera que adentro, conservando lasdistancias.

«¿Qué hizo con el sapo?», preguntómamá, en un tono de voz que anticipabala Mirada de Hielo.

«Lo metió en la cartera de la abuela.Recién. ¡Se lo acaba de llevar!»

Mamá dio media vuelta paraenfrentarnos. Sentí a mis espaldas elrespingo del Enano, que se llevó flor desusto.

Nos miró durante un instante, a él, amí, otra vez a él, otra vez a mí, y se echóa reír a carcajadas.

«¡Se va a morir de un infarto!»,decía mamá, mientras las lágrimas lecorrían por las mejillas arreboladas por

el vapor.Yo suspiré, aliviado. El Enano

también sintió que se le levantaba lacondena y se dejó ver entero en elumbral, haciendo esa danza ridícula quele salía cuando se creía el tipo máscanchero del universo.

«Se va a morir de un infarto»,repetía mamá mientras se secaba la caracon el repasador.

Y en ese momento comprendió laverdadera dimensión de sus palabras.Pensó en la hipertensión de la abuela, enel gulasch aceitoso, en su fobia portodos los bichos. Pensó que la abuelasiempre llevaba las llaves de su casa enel abrigo y no en la cartera, por lo cual

era más que probable que no la abriesehasta que, ya estando sola, necesitase desus cremas. Pensó que la expresión seva a morir de un infarto podíaconvertirse en algo más que en uncolorido sinónimo de la sorpresa; podíaser una profecía.

Cuando salió disparada hacia elliving el Enano interpretó que iba por sucabeza y emprendió la fuga.

Mamá empezó a llamar por teléfonoconstantemente, discaba y cortaba,discaba y cortaba. Tenía la esperanza deque la abuela oyese sonar el teléfonoapenas entrase a la casa, y que levantaseel tubo antes de meter mano en lacartera.

El Enano no estaba por ningunaparte.

Mucho después lo descubrí en losconfines de la quinta, entre un árbol y laalambrada, respirando agitado. Y noquiso moverse de allí hasta que mamáfue por él con bandera blanca y laexpresa promesa de concederle vida porsegunda vez en su corta historia.

39. Emergencias

El hospital estaba a pocas cuadras de lacasa de la abuela, un edificio viejo perobien cuidado que se alzaba en unaesquina, pero en realidad no era unhospital. Según papá, se trataba de unsanatorio.

«En un hospital atienden a todo elmundo de manera gratuita», dijo papá, elaliento entrecortado, mientrasatravesábamos la puerta principal ysubíamos los escalones de dos en dos yde tres en tres. «Esto es un sanatorio.Los sanatorios no son públicos, sinoprivados. Acá, por ponerte una curita te

arrancan la cabeza.»Una expresión que habría hecho las

delicias del Enano, si no se hubiesedormido en brazos de papá.

La sala de emergencias estaba amano izquierda. Más que sala parecía unpasillo abarrotado. Había genteesperando su turno —recuerdo unhombre de camisa gris que tenía la manoenvuelta en un repasador lleno de sangre—, soportes metálicos para el suero quedificultaban el paso, cajas desuministros, artefactos de usodesconocido y enfermeras gordas queiban y venían con cara de pocos amigos.

La abuela estaba al fondo, echadasobre una camilla. Tenía la blusa abierta

al pecho, descubriendo el corpiño; unavisión obscena. Estaba conectada a unalínea de suero y a una serie de aparatosque emitían sonidos regulares y señalesde colores. Además le habían colocadouna sonda nasal. Supongo que laintención era que respirase por allí, perola abuela respiraba por la boca abierta,casi jadeando.

Algo le había ocurrido a su peinado.Conservaba las formas, su volumen, subrillo artificial, y sin embargo se veíafuera de lugar, como si la parte superiorde su cráneo hubiese girado unos pocosgrados, ocultando por completo unaoreja y desnudando la otra.

«¿Qué hacen acá?», dijo la abuela

cuando nos vio llegar.Yo di media vuelta y apunté a la

salida, pero papá me agarró por elcuello y me acercó a su cuerpo.

Mamá pasó por alto la preguntaintimidatoria y tomó la mano de laabuela.

«¿Qué te dijo el médico?»«Pavadas, como todos los médicos.

Quédese tranquila, señora. Su estado esestable, señora. No sabremos nada hastaque sepamos algo, señora. No sé porqué no me ponen un marcapasos. ¡Y medejan salir de una vez!»

La reconstrucción de los hechospodría ser la siguiente: papá llevó a laabuela hasta la puerta de su casa, se

quedó en la calle hasta que la vio entrary enderezó la proa del Citroën paravolver a la quinta. La abuela entró por lapuerta del garaje, llegó a la cocina conla idea de prepararse un té con miel yoyó sonar el teléfono en el otro extremode la casa. Se preguntó quién podía ser aesas horas. Como todavía tenía sucartera colgada del hombro, decidióquitarse las pestañas postizas mientrascaminaba hacia su habitación. Suintención era despegárselas y guardarlasen su estuche.

El estuche estaba dentro de lacartera.

Cuando mamá discó por enésima vezy empezó a darle ocupado, supo que

algo había pasado. Probó suerte unasveces más y después nos obligó a ir a latranquera, para que le avisásemosapenas se oyese en la distancia elrezongar del Citroën. Al llegar papá, loobligó a cederle el volante, nos cargócomo bolsas de papas y salió disparadarumbo a lo de la abuela.

Por fortuna era domingo a lamedianoche y la ruta no estaba atestada.Sobre las características del viaje, bastedecir que en un momento creí que lacarrocería iba a desprenderse y queseguiríamos viaje montados sobre elchasis desnudo.

Mamá tenía una copia de las llavesde la abuela. Entró en la casa como una

estampida, vio las luces encendidas, lacartera en el piso, el teléfonodescolgado y el arma criminal, tiesa yverde sobre la alfombra. Como de laabuela no había ni rastros supuso quehabía salido de allí por sus propiosmedios, y decidió jugarse una cartayendo al sanatorio privado del que laabuela era socia desde los tiempos delabuelo.

Según Néstor, el «remisero deconfianza» sobre cuyas virtudes tanto sehabía hablado, la abuela lo llamó porteléfono y le explicó la situación en dossegundos. (Cuando terminó de hablar laabuela no pudo o no se molestó porcolgar; de allí el permanente tono de

ocupado.) Néstor actuó con la mayorceleridad. Al llegar a la casa, la abuelaya lo esperaba en la puerta. La ayudó acaminar hasta la recepción delsanatorio, sobre cuyo mostrador laabuela empezó a golpear mientras, consu talante de siempre, decía a ver sialguien se mueve, che, que tengo uninfarto.

No fue tan grave, pero el sustoexistió. Y la abuela quedó enobservación, tumbada sobre la camilla,en espera del resultado de sus análisis.

Mamá le dio a papá las llaves de lacasa y le pidió que fuese a apagar lasluces y poner algo de orden. La ordenfue tácita, pero papá comprendió: mamá

quería que se hiciese cargo del armacriminal, para que la abuela no se latopase otra vez a su regreso. Así quehacia allí partió con el Enano todavía enbrazos, que seguía dormido o fingiendoel sueño para escapar de las iras de susmayores.

«¿Por qué no se van todos?»,preguntó la abuela. «Ya le mandé aavisar a Luisa. Tiene que llegar encualquier momento. La verdad queprefiero. La quinta esa queda lejos, yentre que llegan…»

«Yo de acá no me voy. ¿Con vos enestas condiciones? Ni loca», dijo mamá,tajante. «¿Cuál es el médico que teatendió?»

«Ese con cara de lavativa», dijo laabuela.

Mamá se fue a hablar con él y yo mequedé con la abuela.

Si no me equivoco, esa fue laprimera vez que la abuela y yoestuvimos solos, cara a cara, el uno conel otro. No era la más propicia de lasocasiones. El ambiente me resultabaagresivo. Había mucho olor adesinfectante y a sudor reseco sobre laropa. Todos los ruidos eran metálicos,de instrumental cayendo sobre cubetas;sentado sobre otra camilla, el hombredel repasador recibía puntos en su mano.Y la batalla que la abuela perdía a todasluces me perturbaba también. Allí

tumbada, a medio vestir y con la sondaalterándole los rasgos, la dignidad queera su corona se desprendía de ella atoda velocidad, como si se desangrara.

«Sos tan serio», me dijo entrejadeos. «Tu madre también era. Así,seria. Te miraba como. Si te juzgara. Laconciencia del mundo. Qué chica. Serserio no sirve. De nada. Te arrugás. Sosde pensar mucho. ¿No? Ahora estáspensando. Que me volví loca. Puede ser.Andá a saber qué me están. Metiendopor la nariz. Oxígeno puro. Tengoburbujas. En la cabeza. ¡Champán!»

La abuela trató de reír, pero casi seahoga.

«Vos conocés mi casa», dijo,

boqueando.Por supuesto que la conocía.«¿Pero sabés llegar? ¿La dirección?

¿Sabés?»Sabía la dirección y sabía llegar.«Bien. Cualquier cosa. Ya sabés. Yo

voy a estar. Cuando me saquen. Todosestos cables. Voy a estar. Cualquiercosa. Te espero.»

Yo asentí como un muñeco, enfático.Quería que la abuela dejase de hablar.Tenía miedo de que se ahogara. Mamá yel médico no estaban allí. Habíansalido. La responsabilidad era toda mía.

«¿Te puedo decir algo? ¿Que nuncate dije?», preguntó la abuela.

Levantó una mano para acomodarme

el pelo. Una mano que tenía conectada auna cánula.

«Te quiero mucho», dijo.Ese fue mi primer encuentro con la

abuela, provocado por el humor delEnano, el monstruo de la cartera y lasobredosis de oxígeno en la sangre.

Cuando nos volvimos a ver, yo yaestaba en Kamchatka.

Recreo

Estoy muy solo y tristeacá en este mundoabandonado.

Tengo una idea, es la deirme al lugar que yo másquiera.

TANGUITO, La balsa

Words support like bone.

PETER GABRIEL, MercyStreet

Tercera hora:Lenguaje

m. Facultad de emplear sonidosarticulados para expresarse,propia del hombre: «Lainvención del lenguaje». / Habla.2. Idioma.

40. Entra Lucas

Lucas llegó una tarde, en el Citroën quemanejaba mamá. Lo esperábamos. Omejor dicho: estábamos preparados paraél. En los días previos a su arribo, elEnano y yo habíamos convertido laquinta en una fortaleza destinada aresistir su invasión.

Mamá había anunciado su llegada unpar de días atrás. Va a venir un chico,me dijo, así, de sopetón. A quedarse connosotros.

«¿Lo van a adoptar?»«No, ganso. Es por unos días, nada

más. Necesita un lugar donde quedarse.»

Pero yo no le creí. La informaciónprovenía de la misma persona quepretendió que la visita de la abuelaMatilde era puramente social, cuando setrataba de un plan avieso abortado, entreotras causas, por la providencialaparición de un sapo kamikaze. ¿Quiénme aseguraba que no fuese una nuevatreta, que mamá y papá no tratarían deque nos habituásemos a la presencia delintruso para después confesarnos sucarácter de nuevo hijo permanente? Laaparición de este «chico» insinuaba queno estaban satisfechos con nosotros. Noles bastábamos. No dábamos la talla.Necesitaban más. ¿Entendés, Enano?Seguro que es rubio, vas a ver. Debe ser

un chico modosito, que todo lo pide porfavor y todo lo agradece. ¿Cuánto a queno se mea en la cama?

El Enano me juró lealtad eterna y seprestó para la ofensiva.

Lo primero que hicimos fue barricarnuestra habitación. El objetivo eraimpedir la ocupación por parte delintruso: si mamá y papá querían un hijonuevo, que se lo llevasen a su cuarto.Nosotros fabricamos cartelones paraque no cupiesen dudas sobre latitularidad de las cosas. Guarida deHarry y El Santo, decía el cartelón de lapuerta. Los cabezales de nuestras camastambién llevaban anuncio. Y el placard,en la puerta de afuera. Por las dudas,

adentro también habíamos dividido elespacio en dos, mitad para mí y mitadpara el Enano. (No es que tuviésemosnada que guardar, pero nunca se sabe.)El cajón de la mesita de luz fueclausurado con pedacitos de cintascotch, lo cual también nos impedíaabrirlo a nosotros pero valía la penacomo mensaje. El Enano ató su Goofy ala cama con un piolín, y todavíainseguro me pidió un cartel para pegarleencima. El último cartel lo colocamossobre el mosquitero de la ventana,mirando hacia afuera. Beware of thedog, decía, como en los dibujitos de laWarner. Debajo de las letras pegamos laimagen del único perro que teníamos a

mano: Kripto, la mascota de Superman,que no se veía muy salvaje pero teníapoderes. En caso de emergencia, elEnano y yo acordamos meternos debajode la cama y ladrar, para insinuar laverdadera existencia de un perroguardián. Lo ensayamos un par de vecesy todo. El Enano sonaba como elcachorrito que era.

Las preparaciones se extendieron alexterior de la casa. Quitamos las crucesarmadas con palitos de helado Laponiaque marcaban el sitio donde estabanenterrados los sapos; quién sabe si elintruso no era, además, un profanador detumbas. Y en lo que hacía alAntitrampolín, pensábamos decir que ya

estaba ahí a nuestra llegada y que nosabíamos para qué servía. Teníamos quedesviar su atención de la piscina.Nuestro proyecto de salvataje, destinadoal desarrollo de nuevas generaciones desapos inteligentes, era demasiadoimportante para ser puesto en riesgo. Encaso de interrogatorio, no debíamosentregar más información que laindispensable: nombre, rango y númerode serie. Vicente, Simón. Espíainternacional. Número 007. (Era elúnico que al Enano se le facilitabarecordar.)

Toda esta actividad iba en contra demis promesas a mamá. Cuando anuncióla llegada del chico, me pidió que la

ayudase a manejar el tema con el Enano.Vos sabés cómo es, cuánto lo alteran lascosas raras y nuevas. La verdad es quela está llevando bastante bien, pobregordo. ¿No te parece? Yo asentí,mientras pensaba que el Enano habíavuelto a mearse en la cama y pedido queno lo delatase. Y para rematarla, mamáme disparó a quemarropa con la SonrisaDesintegradora. ¿Cómo podía negarme?Por eso no sentí remordimiento alromper la promesa: había sidoarrancada bajo coacción.

Cuando Lucas llegó, todos nuestrosplanes se revelaron inútiles.

Yo esperaba dentro del depósito deherramientas, desde el que se podía

vigilar el sitio en que estacionaban elCitroën (entre los limoneros,ocultándolo de la vista) sin descubrir mipresencia. Apostado en la entrada, elEnano debía alertarme de la llegada ydespués encerrarse en la habitaciónhasta que yo golpease la puerta, tresgolpes rápidos, dos golpes lentos:nuestra contraseña. Habíamos acopiadovituallas para resistir allí dentro lo quefuese necesario: fiambre, galletitas,queso y por supuesto leche y Nesquik.

Todo salió mal desde el principio.El Enano se cansó de esperar en supuesto y entró en la casa a ver la tele.Mamá escondió el auto entre loslimoneros y yo, en vez de espiar al

enemigo y escabullirme rumbo a la casa,me quedé dentro del depósito,boquiabierto, hasta que oí que mellamaban a los gritos.

Lucas era el chico más grande delmundo.

41. Casa tomada

Vestía como cualquiera de mis amigos:jeans, zapatillas Flecha y una remeranaranja buenísima, con una moto sobreel pecho y la leyenda Jawa CZ, peroextra large. Lucas era un gigante. Medíaun metro ochenta y pico, lo cual lo hacíabastante más alto que papá y mamá.Llevaba consigo un bolso celeste quedecía Japan Air Lines y una bolsa dedormir. Flaco flaquísimo, tenía piernas ybrazos tan largos como los de las arañasque yo había soñado para la casamisteriosa. Parecía que lo habíanestirado en un potro de tortura antes de

venir y que todavía no se habíaacostumbrado a sus nuevas dimensiones,porque caminaba como si le hubiesencolocado resortes en la planta de lospies. Y tenía tres o cuatro pelos muynegros y solos y ridículos en la barbilla.Era como Shaggy, el de Scooby-Doo,pero siniestro. Shaggy poseído por unespíritu maligno, víctima del vudú;Shaggy dispuesto a comerse tus ojos y asorberte el cerebro a través de la cuencavacía.

No tuve más remedio que acudir alllamado de mamá. Cuando llegué, lamayor parte de las presentaciones yahabían sido hechas. Todos sonreíansalvo el Enano, que a gatas llegaba al

muslo de Lucas y me miraba con cara dey ahora qué hacemos.

«Este es Harry», dijo papá.Lucas me tendió la mano y dijo que

mi nombre le parecía buenísimo. Todoslos poseídos tratan de hacerse lossimpáticos. Respondí el saludo, paraque creyese que había caído en sutrampa.

«Te presento a Lucas», dijo mamá.«¿Lucas qué?», preguntó el Enano.Hubo un intercambio de miradas

entre papá, mamá y Lucas, al cabo delcual este último dijo:

«Lucas, nomás.»Después de lo cual papá invitó a

Lucas a acompañarlo, así le mostraba la

quinta toda.El Enano quería formar parte de la

expedición, pero lo contuve con ungesto. Dejamos irse a los mayores y nosmetimos en la casa, corriendo contra eltiempo.

En cuestión de segundos arrancamostodos los carteles. El Enano no entendíamuy bien la razón, pero fiel a sujuramento de obediencia acató misordenes sin chistar, mientras yo tratabade explicarle lo inexplicable.

Habíamos sido engañados. Lucas noera un chico. Era un grande disfrazadode chico, un simulador, un guardián quehabían contratado para vigilarnoscuando papá y mamá se fuesen de allí.

Si no hubiese habido atentado contra lavida de la abuela Matilde, por lo menosnos habríamos quedado con ella ysabido a qué atenernos. Pero ahoraestábamos a merced de un desconocido.Un desconocido de piernas de resorte ybrazos de alambre. ¿Habíamos vistoalguna vez a alguien que se moviese deesa forma? Esa forma de andar no erahumana. Peor: imitaba lo humano. Locual nos dejaba ad portas del misterioque debíamos resolver. ¿Era Lucas loque pretendía ser, lo que papá y mamádecían que era? ¿O era en verdad unemisario de lo oscuro decidido aesclavizarnos, nuestro Invasor personal?

Reducido al silencio por el peso de

la duda, el Enano me entregó loscarteles que había arrancado y se puso ajugar con el Goofy. Lo arrojaba hacia elotro extremo de la habitación. Legustaba el ruido que hacía el piolín quetodavía lo ataba a la cama, cuandollegaba a su tensión máxima y detenía enseco a Goofy en pleno vuelo. Pero a míno me engañaba. El juego no lograbadisimular su nerviosismo.

Cuando quise darme cuenta, mamá yLucas estaban en el umbral del cuarto.

«Lucas va a dormir acá, conustedes», anunció.

Estrujé en mis manos los bollos depapel de los carteles.

«Puedo dormir en el comedor, si

querés», le dijo Lucas a mamá,percibiendo nuestra incomodidad.

«De ninguna manera. En el comedorentra un chiflete que ni te cuento», dijomamá, y salió de la habitación como sinada.

Fue un instante que duró siglos. (Eltiempo ocurre todo junto, creo yo.) ElEnano abrazaba al Goofy, Lucasabrazaba su bolsa de dormir y yoestrujaba los papeles. Estábamosjugando a las estatuas, sin siquierahabérnoslo propuesto.

Fue el Enano quien rompió el hielo.Su cabecita determinó cuál era la únicaforma de sacarse la duda y la puso enpráctica de inmediato. Dejó el Goofy

sobre la cama, levantó las manos a laaltura de su cara y flexionó los meñiquesuna y otra vez.

Lucas creyó que se trataba de unsaludo. Dejó caer la bolsa al suelo eimitó el gesto del Enano, doblandotambién sus meñiques.

«Hola, Simón Vicente.»«Hola, Lucas Nomás. ¿Sabés hacer

Nesquik? Vení que te enseño.»Y salió rumbo a la cocina, con Lucas

a la zaga.En apenas segundos, el Enano

comprobó que Lucas no era uno de losInvasores y lo sumó al bando de lahumanidad.

Yo no era tan crédulo. Sabía que

existían muchas clases de invasores.Arrojé al aire los papeles en un

arranque de furia y me escondí adentrodel placard.

42. Elogio de lapalabra

Al principio, las palabras sirvieron paranombrar lo que ya existía. Madre. Padre.Agua. Frío. En casi todos los idiomas,las palabras que definen estasrealidades elementales se parecen osuenan con una misma música. Madre es’ummm en árabe, Mutter en alemán, maten ruso. (Toda la tierra es igualmentetierra.) En cambio palabras que nombranexperiencias igualmente humanas, comoel miedo, no suenan igual en ningúnlugar: miedo no es igual al inglés fear ni

al francés peur. Me gusta pensar que nosparecemos más en las experienciasbuenas que en las malas, y que enconsecuencia es más fuerte lo que nosune que lo que nos separa.

Cada lenguaje supone una forma deconcebir el mundo. El inglés, porejemplo, es preciso y agudo. El españoltiende a ser barroco. Es obvio queproporcionaron respuestas a lasnecesidades de su gente, porque tantouno como otro han soportado la pruebadel tiempo. De tanto en tanto susacadémicos incorporan nuevas palabrasque ya han sido probadas en el hablacotidiana, o aceptan como buenasestructuras que hasta entonces se

consideraban defectuosas, pero laspalabras nuevas son hojas en un árbol yafrondoso y las reestructuraciones sonpodas que alientan el crecimiento; elárbol sigue siendo el mismo árbol.

A pesar de la edad ya provecta delos lenguajes humanos, conozco cosasque existen y todavía no tienen nombre.Hay, por ejemplo, una palabra quedefine el miedo al encierro:claustrofobia. Pero no hay palabraalguna que defina el amor al encierro.¿Claustrofilia? ¿Fueron claustrofílicoslos monjes de Kildare, cuya copisteríasalvó de la destrucción a buena parte dela cultura occidental? ¿Es claustrofílicoun minero o un submarinista?

Mi familia sostiene que yo fuiclaustrofílico desde que gateaba.Buscaba sitios pequeños y oscuros y meencajaba en ellos. Cuchas de perro.Aparadores. Baúles de auto. Comonunca lloraba, me quedaba ahí hasta queles pesaba mi ausencia y se ponían abuscarme. Si me había dormido, cosaque ocurría la mayor parte de las veces,la búsqueda podía durar horas. Sitodavía estaba despierto, meencontraban enseguida, porque me oíanreír. Se ve que me gustaba que muchagente gritase mi nombre.

La explicación más difundidavinculaba mi claustrofilia a los diezmeses que pasé en el vientre de mi

madre. En teoría, esos cubículos oscurosme retrotraían a la seguridad del úteromaterno, del que nunca había queridosalir. Pero había otras explicaciones,algunas de las cuales eran simplementehumorísticas. Durante algún tiempocirculó la versión de que teníatendencias suicidas, después de que mesacaron a los tirones del interior de unviejo cañón, en un museo de Los Cocos,Córdoba.

Fui creciendo y los cañones mequedaron chicos. Pero de tanto en tanto,cuando estaba muy aburrido odecididamente cabreado, todavía optabapor la paz de algún placard. Meacomodaba entre las pilas de ropa y me

dedicaba a oír. Dentro de los placaresse oye todo. Son como una caja deresonancia de toda la casa. Uno vadescubriendo capa tras capa de sonido.El depósito del baño, el sisear delcalefón, la tele distante, el motor de laheladera, los movimientos de cadahabitante, los diálogos que se supone nodebemos escuchar. En los días húmedos,se puede oír hasta el crujir de la maderadel mismísimo placard.

La tarde en que llegó Lucas (o LucasNomás, como lo bautizó el Enano) nooía más que mi propio corazón. Era untren lanzado a la carrera, con lascalderas a punto de estallar. Me dolía elpecho como si un puño me golpease las

costillas desde el lado de adentro.¡Estaba furioso! Me sentía engañado pormis padres y traicionado por el Enano.Decidí que, aun solo, iba a resistirme ala presencia del extraño. Quise pensarcómo hacerlo, pero el corazón no medejaba concentrarme. Hacía muchoruido.

La señorita Barbeito dice que elcorazón es un músculo. Se expande y secontrae. Al trabajar hace este ruido: l-l-lup dup. No, no es lup dup sino l-l-lupdup, con la ele del principio sonandomás larga; como en toda máquina, elmovimiento inicial es el más dificultosoy por eso dura más. Según la señoritaBarbeito, el hecho de que sea un

músculo sugiere que puede sercontrolado. Aunque el corazón es unmúsculo complicado y tiene susbemoles. La mayoría de los músculosresponde a nuestras órdenes directas yconscientes, pero el corazón es unmúsculo con caja automática, como losautos norteamericanos. Uno debedescubrir cómo anular la cajaautomática y poner en funcionamiento lacaja manual, aunque más no sea por unrato. El proceso es engorroso, porqueuno no viene de fábrica con manual deinstrucciones (lo cual nos ahorraríatantos problemas) ni tiene switch, llaveo perilla que le permita pasar de unsistema a otro. Es como Aeropuerto, el

libro, no la película (yo la película no lavi, pero el libro me lo prestó mamá): lanave está en problemas, el piloto oficialestá knock-out y uno debe sentarse a loscontroles sin tener la menor idea decómo se hace, guiado por la voz delseñor que habla desde la torre decontrol o, como en este caso, por la voz(imaginaria) de la señorita Barbeito. Enesa época estaban de moda los librossobre aviones en problemas. Porejemplo El avión presidencial hadesaparecido, cuyo protagonista decíaen un momento que uno debe mirar conatención a la madre de su novia antes decasarse, para tener claro cómo va a serla futura esposa dentro de muchos años y

saber si le conviene dar el salto o no.Me pareció una observación inteligente,que atesoré en mi libro de notasmentales con la intención de probarlacuando llegase el momento.

Cuando quise darme cuenta, el ritmode mi corazón había aminorado. Mepregunté si el truco pasaba por nopensar, o como en este caso, por pensaren otra cosa. Uno piensa en otra cosa, sedeja ir por las ramas y se distrae, y aldistraerse se olvida de la angustia, y alolvidarse se aplaca. Era el mismo trucoque me había funcionado con elproblema de los bronquios, cuando seme cerraba el pecho y me parecía que noentraba más aire en los pulmones.

Pensaba me ahogo, me ahogo y meahogaba más. Entonces prendía la tele ome hacía un café con leche y me ponía aleer y me iba a Oz, Neverland oCamelot, y al rato descubría querespiraba naturalmente otra vez. Habíaque fingir que uno ignoraba el problema,para que pasase de largo o se diese porvencido. Había funcionado con mispulmones; funcionaba ahora con micorazón. Bien hecho, decía la señoritaBarbeito dentro de mi cabeza. Elaterrizaje fue casi perfecto. Ahora podéssalir de la cabina y recibir lasfelicitaciones de todos. Sos un héroe,Harry. (A mí me llamaban Harry hastaen mi imaginación. Papá había sido

claro al respecto. Nuestro nombreoriginal debía quedar guardado bajosiete candados. Cualquier desliz erapeligroso. Ni siquiera entre nosotrosmismos podíamos utilizar nuestrosnombres. Papá me llamaba Harry. Mamáme llamaba Harry.)

Houdini debe haber sidoclaustrofílico, también. O a lo mejorhabía muchas cosas de este mundo quelo ponían furioso y lo obligaban ameterse dentro de cofres, cajas fuertes ysarcófagos de vidrio, donde pensaba encualquier otra cosa, cualquier estupidez,hasta que se tranquilizaba y decidía salirotra vez a la vida.

43. Lucas tiene novia

Esa noche me levanté para mear (depaso registré al Enano, pero era tarde:ya había mojado sus sábanas) y casi memato. Lucas estaba tendido en mitad delcamino, adentro de su bolsa de dormir.Como la bolsa le quedaba corta, o él erademasiado largo, la única forma quetenía de meterse del todo era hacerse unbollito. Parecía un canguro bebé(gigante), dentro del marsupio de su(gigante) madre.

Al rodearlo para pasar descubrí quehabía dejado su ropa sobre una silla.Bajo la luz lunar que se filtraba a través

de las persianas, la remera naranja teníaun brillo que no era de este mundo. Meatreví a tocarla. La parte con el dibujode la moto y la leyenda Jawa CZ sesentía rara, distinta de la tela; suconsistencia era gomosa. Yo nunca habíavisto una remera igual. Hice un esfuerzopara leer lo que decía la etiqueta a laaltura del cuello. Made in Poland. ¿Quéhabía ido a hacer Lucas a Polonia? Eraun destino extraño, hasta para aquellosturistas que van a Europa. Uno va aMadrid y a París y a Londres y a Roma,pero ¿Polonia? Hubiese preferido quedijese Made in Transilvania, en todocaso, que por lo menos habría tenidosentido. Lucas sería un Renfield, un

discípulo de Drácula que todavía nohabía sido transformado en vampiro.Pero Polonia era simplementemisteriosa. Sugería espionaje, doblesagentes y música de cítara como la deAnton Karas en El tercer hombre. (Midominio de la geografía centroeuropeaera por entonces vago, tanto como paraconfundir Polonia con Austria.) ¿Y quépensar del bolso celeste con el logo deJapan Air Lines? ¿Cómo podía Lucasser tan joven y haber viajado tanto? ¿Ypor qué elegía siempre esos destinos tanextravagantes? Japón era toda unaocurrencia. No se me ocurría ningúnmotivo por el cual uno querría ir aJapón, a no ser que fuese James Bond y

M lo enviase en una misión y la novelase llamase Sólo se vive dos veces. (Elabuelo tenía todos los libros de IanFleming en la casa de Dorrego, enediciones con fotos de las películas enla tapa.) ¿Era Lucas un agente secreto?Y en todo caso, ¿lo sabían papá y mamá,o habían sido engañados de la mismaforma que se pretendía engañarme?

Necesitaba saber más.Y ahí estaba la billetera de Lucas,

sobresaliendo del bolsillo trasero de sujean.

Esperé unos segundos (tampocotantos, porque me estaba meando) paraconfirmar que Lucas dormíaprofundamente. Y con delicadeza extraje

la billetera del bolsillo.Poca plata. Ningún documento. Eso

era esperable: Lucas protegía suverdadera identidad, y no quería quenadie supiese que su nombre no eraLucas Nomás, o Lucas Loquefuere.Había un par de boletos de colectivo yel programa de un cine de la calleLavalle. La fecha del programa era de1973. ¿Por qué guardaba Lucas unprograma tan viejo? La respuesta estabaen la película misma: Vivir y dejarmorir, con Roger Moore, Yaphet Kotto yJane Seymour. ¡La primera película enque Roger Moore hizo de James Bond!Lucas conservaba el documento quetestimoniaba el inicio de su vocación de

espía; era un sentimental.En ese momento se movió, agitado

por un sueño, y yo escondí la billetera amis espaldas. Cuando uno está a puntode ser descubierto y necesita inventaruna explicación, nunca se le ocurre algosensato. Sólo se me ocurrierondisparates, como decirle que habíaquerido lavarle los pantalones comosigno de bienvenida o que buscabacambio para un billete grande que yotenía (¡a las tres de la mañana!), peropor fortuna no fueron necesarios. Lucasseguía durmiendo.

Entonces encontré la foto. La chicatenía una minifalda blanca, una camisanegra que se estaba abriendo con ambas

manos y enseñaba las tetas mientras memiraba con cariño. Si hacía falta algúnindicio para corroborar mis sospechassobre el espía sentimental que eraLucas, allí estaba. Esa chica podríahaber sido chica Bond en cualquiera delas películas. Lucas quería recordarladurante sus misiones y para ello habíarecurrido a un artilugio que le permitíadisimular su romance: la foto estaba enel reverso de un almanaque de 1976 quedecía Kiosko Pepe, Santa Fe y Ecuador.Simple y brillante. Los adultos hacen lascosas más extrañas para ocultar su vidaamorosa. Tito, el primo de mamá,escondía ejemplares de Adán y Playboydentro de la pila de Hot Rod y otras

revistas importadas de autos. Y papá,que no leía más que libros de Derecho,diarios y la Palermo Rosa dondebuscaba datos para las carreras, tenía enel estudio un ejemplar de El amante delady Chatterley. Si yo no hubiese sidoalertado por Bertuccio y su obsesión conlos libros para grandes, la presencia deese libro picante entre los códigospenales me habría pasadodesapercibida.

Puse la billetera en su lugar y fui alos saltos hacia el baño. Me corrijo:luché durante una eternidad contra latentación de quedarme con la foto,decidí que era preferible que Lucas nonotase nada raro (en todo caso, podía

quitársela cualquier otra noche) ydevolví la billetera a su bolsillo. Eramejor así. Lucas no sabría que yo sabía;la ventaja volvía a estar de mi lado.

Alguien debería inventar inodoroscon altura graduable. Las mujeres sequejan porque uno salpica, peroembocar allá abajo es más difícil de loque parece.

44. Me descubro

Papá y mamá se fueron temprano por lamañana. Para compensarnos por suausencia, prometieron pasar por casa ytraer de regreso algunas de nuestrascosas. Los aturdimos con pedidos.Queríamos todo y un poquito más. Mamáintentó ponernos límites, pero papáintercedió y le hizo el gesto de La Roca,para que aflojase; lo hizo disimuladopero yo lo vi. Ante su capitulación,zarandeamos el auto de puro contentos.(Si todavía albergaban dudas respectode mi veracidad en la descripción delCitroën, aquí está la prueba definitiva:

es la clase de automóvil que puede sersacudido como una coctelera por unniño de diez y otro de cinco.) Pero nisiquiera esa alegría borró de mi ánimola sensación de que estábamos siendoabandonados, y en manos del enemigo.

El plan era mantenerse lejos deLucas. Al principio fue fácil, porqueteníamos cosas que hacer. Mientrasmamá se duchaba yo había sacado elcolchón del Enano, con una maniobradiscreta, para que se secase al sol.Mamá se dio cuenta igual y preguntó,pero le dijimos que lo habíamos llevadoafuera para hacer vueltas carnero. Pusocara de sospecha pero lo dejó pasar. Lehice saber al Enano que mamá ya se olía

algo y que había que extremar todaprecaución. Por lo pronto, debíaabstenerse de beber por las noches. Niuna gota. No coca, dijo el Enano. Nococa, corroboré. ¿No agua? Ni agua nisoda, dije yo. ¿No leche? Ni blanca nicon Nesquik, rematé, creyendo haberagotado la variedad de bebidas que elEnano consumía. Le expliqué que no erachiste, que mamá estaba sobre la pista yque si no se cuidaba era número puestopara la Mirada de Hielo, el GritoParalizador y el Pellizco Fatal. Por esono dijo ni pío cuando le ordené quelavase las sábanas: ansiaba borrar todahuella de su crimen.

Por mi parte, me había propuesto

iniciar un entrenamiento físico intensivo.Quería ponerme en condiciones, paraencarar lo antes posible mi carrera deescapista. Esto se dice fácil, pero paramí entrañaba la realización de unahazaña. Nunca fui muy deportista quedigamos. Cuando en el colegio meobligaban a correr, muchas veces se mecerraban los bronquios y me ahogaba,produciendo un silbido cada vez querespiraba; parecía que me había tragadoel silbato de un tren. Ni siquiera megustaba el fútbol, esa obsesión nacional.Mi relación con la pelota se truncótemprano. Una vez pateaba una de gomaen la calle y me corté el tobillo con elvidrio de una botella; seis puntadas

indelebles. A los pocos meses, en SantaRosa de Calamuchita, pateé una decuero para arriba y le pegué a una ramaen la que había un panal de abejas. Allísucumbió definitivamente mi interés enel deporte, y al mismo tiempo se inicióuna relación de inquebrantable empatíacon los personajes de los dibujitos quecaían en barrancos, atajaban pianos conla cabeza y eran perseguidos porenjambres de furiosas abejas: de allí enmás preferí al Coyote sobre elCorrecaminos, a Silvestre sobre Tweetyy a Lucas sobre Bugs. Cuando recibíaperoratas sobre el valor del deporte,recordaba mi sangre y mis picaduras yme decía para adentro que el deporte

será todo lo sano que quieran, pero miclaustrofilia es lo más sano de todo.

El plan de acción incluía variasvueltas de carrera alrededor del parque,flexiones de brazos y abdominales. Paraañadir un poco de autocoerción, habíadiseñado unas planillas de columnadoble: la vertical señalaba losejercicios y la horizontal la fecha,empezando por ese mismo día. Todo loque había que hacer era anotar en loscasilleros la cantidad que habíarealizado; eso, y los ejercicios.

La primera vuelta la toleré bastantebien. Cuando pasé a la altura delpiletón, vi que el Enano estabaenjabonando la sábana sucia, justo en el

sitio de la mancha, serio y concentradocomo se debe.

La segunda vuelta fue agónica. ElEnano seguía enjabonando el mismolugar.

La tercera vuelta nunca la completé.Ver que el Enano había abandonado latarea fue un triste consuelo, peroconsuelo al fin. Enjuagué la sábana casicon alegría.

Lucas preparó bifes a la plancha ynos dejó comer con la tele prendida.Para ser honesto, hacía los bifes mejorque mamá. No quedó ni la grasita de loscostados.

Por la tarde intenté retomar losejercicios, pero ya había perdido la fe.

Me daba vergüenza anotar en lascasillas las cantidades que había hechoen realidad. ¿Dos vueltas y picoalrededor del parque? ¿Ochoabdominales? Un gusano estaba enmejores condiciones que yo, y hastatenía mejores perspectivas con lasflexiones de brazos. Me sentíaacalorado, agitado, me dolía y mepicaba todo; regresé a la casa con elpeor de los humores.

Y encontré a Lucas leyendo mi librode Houdini.

Debo haberle puesto mala cara,porque lo cerró con delicadeza y lo dejódespacito sobre la mesa, como si setratase de un frasco de nitroglicerina o

uno de esos animalitos de cristal quetanto cuidaba la abuela Matilde.

«¿Te gusta la magia?», preguntó,escudándose detrás de su interés.

«Houdini no era mago. Eraescapista. Los magos son mentirosos.Hacen que tienen poderes, pero notienen», retruqué, mientras recuperabami libro con un gesto airado. Pero se veque el retruque no me dejó satisfecho,porque aunque ya estaba a mitad decamino rumbo a mi habitación me dimedia vuelta y le dije:

«Vos no te llamás Lucas, ¿no escierto?»

En el silencio que sucedió a mipregunta, Lucas dejó caer el aire de

inocencia con que me había hablado,como quien se quita un disfraz. Un brillonuevo, de astucia, relumbró en sus ojos.Hasta ese momento me había dado laimpresión de que se trataba de un chicoatrapado dentro de un cuerpo que lequedaba grande. Ahora parecía un viejoatrapado en un cuerpo flamante y faltode uso.

«No, no me llamo Lucas», dijo.Pensé que iba a revelarme su identidad.El momento de la verdad había llegado,como en los melodramas. Meequivoqué. «Y vos tampoco te llamásHarry, ¿no es cierto?»

Me encerré en mi habitación sinsiquiera responderle. En realidad estaba

indignado conmigo mismo. Habíaregalado la ventaja otorgada por miinvestigación en la billetera y lo habíadejado sorprenderme. ¿Cómo sabía queyo también tenía una personalidadsecreta? Debí poner cara de póker ynegarlo todo. Pero no supe cómo. Cerrécon un portazo y me zambullí en micama.

Me despertó un ruido fuerte, comode lluvia, y enseguida escuché los gritosdel Enano. Lo de la lluvia eraimprobable; todavía entraba el sol através de la ventana. Y los gritos delEnano eran de júbilo y sonaban con eleco de los pasillos de la casa.

Cuando abrí la puerta, lo vi

chapalear como Gene Kelly enCantando bajo la lluvia. La casa seinundaba. El pasillo estaba lleno deagua que salía por la rejilla del piso delbaño. El desnivel de la casa ayudaba aque el agua fluyese rumbo al comedor.

El tanque se había llenado y Lucasno sabía cómo apagarlo. Papá y mamáse habían tomado el trabajo deexplicarme cómo hacerlo, porque erachico y era lógico que no supiese, perohabían pasado por alto el hecho de queLucas, más allá de su cuerpodesproporcionado, no tenía por quésaber estas cosas que habitualmente sólosaben los grandes. El tanque empezóentonces a desbordar (he ahí el ruido de

«lluvia») y Lucas salió de la casa yempezó a girar todas las llaves queencontró sobre los caños de afuera yentonces oyó que el Enano gritaba seinunda, se inunda y regresó al baño yquiso tapar la rejilla con un trapo y elagua empezó a salir por el lavatorio.Desesperado, Lucas regresó a probarsuerte con las llaves y el Enano empezóa disfrutar de las ventajas del asunto,what a glorious feeling / I’m happyagain y entonces aparecí yo.

Cerré las llaves que había que cerrary el agua dejó de salir. Después me fui arevisar la pileta con el Enano, para vercómo había funcionado el Antitrampolín(no había sapos muertos; auspicioso)

mientras Lucas secaba solo toda la casa.La vida es injusta pero tiene sus

momentos.Esa noche no estuvo mal. Papá y

mamá me trajeron el TEG, mi bloc dedibujo y la revista de Dennis Martin queno había podido leer en lo que habíasido la última noche en casa. DennisMartin pertenecía al gremio de JamesBond, pero yo lo encontraba mássimpático: era irlandés, tenía el pelolargo, le gustaba regalar rosas amarillasa las chicas y tiraba cuchillos con unapuntería endiablada. Por su parte elEnano se reencontró con el Goofyblando, recuperó el vaso de plásticorojo con piquito (que tenía prohibido

usar, al menos por la noche: lo habíaprometido) y el pijama con que decíasoñar sueños lindos. No hubocomentarios sobre el estado de la casa,lo cual sugería que todo estaba en orden,aunque pesqué a papá diciéndole aLucas que había controles en todas lasrutas y que era indispensable cambiar derecorrido cada vez.

Durante la cena nos reímos muchocon la historia del tanque de agua. ElEnano exageraba, diciendo que el nivelhabía llegado hasta acá y que habíanadado y todo. Lucas se puso coloradocomo un tomate y, entre avergonzado ydivertido, confesó que yo le habíasalvado la vida. Entonces quiso agarrar

la ensaladera, pero yo le gané de mano.

45. Donde soyentregado a una tribu

caníbal

Quizá por el temor de que volviese aocurrir un diluvio, o quizá porquetemían que la próxima vezincendiásemos la casa, papá y mamádecidieron que debíamos volver alcolegio. Lo cual me habría puesto muycontento, si no fuese porque pensabanmeternos en un colegio nuevo.

El argumento, contra el que de nadavalieron mis protestas, era que noquerían que perdiésemos el ritmo

escolar. Macanudo, dije yo (esaexpresión le encantaba al Enano, paraquien ser macanudo significaba teneruna macana muy grande), entoncesquiero volver a mi colegio, a mi grado ya mi aula. Todavía no se puede, medijeron; todavía es peligroso. Para mí noes peligroso, dije, si yo no hice nada.Roberto tampoco hizo nada y mirá loque le pasó, me contestó papá, el muypsicópata.

Fue una batalla larga, que porsupuesto perdí. Prometí estudiar solo enla quinta, y nada. Grité y lloré, y nada.Los castigué con mi silencio, y nada.Cuando se ponían de acuerdo en algoeran inquebrantables, un muro sin

fisuras. Estaban determinados a que nonos convirtiésemos en salvajes.

El San Roque era un colegioreligioso, para colmo. El fin de semanaque precedió al lunes fatídico lodedicamos a un curso intensivo decristianismo. Una cosa era fingir duranteuna misa, que aun siendo eterna ocurríatan sólo los domingos, y otra muydistinta fingir durante varias horas y delunes a viernes. A primera hora delsábado repasamos las oraciones que yanos habíamos aprendido y despuésmamá empezó a explicarnos de qué ibatodo.

«Dios creó el universo en seis días yal séptimo descansó.»

«¿Cómo se va a cansar si es Dios?»,quiso saber el Enano.

«Entonces creó a Adán, el primerhombre. Lo hizo con barro.»

«¿No era mejor con plastilina?»«Sopló sobre él un soplo mágico y

Adán vivió. Pero como Dios no queríaque Adán estuviese solo, decidióbuscarle una compañera.»

«Lo llevó a Yo me quiero casar, ¿yusted?»

«No te hagas el estúpido. Digo queentonces creó a Eva.»

«¡Evita Perón!»Hacia el atardecer del sábado

habíamos asimilado vagamente unaretahíla de historias que parecían

extraídas de un festival de cine clase B:Sansón y Dalila, David y Goliat, LosDiez Mandamientos. Al Enano leencantó la parte en que Moisés hacíallover sapos, y presionó a mamá con lahistoria del Arca hasta que ella aceptóque, si era verdad que Dios habíaquerido salvar dos animales de cadaespecie, Noé debió haber aceptado abordo un Goofy duro y un Goofy blando.

El domingo fuimos a misa yentendimos que todo lo que habíamosoído formaba parte de un primer libro,llamado Antiguo Testamento. Despuésestaba el Nuevo Testamento, que eramucho menos entretenido que el Antiguo(¡hermanos asesinos!, ¡catch con los

ángeles!, ¡arbustos que hablan!, ¡sueñosproféticos!, ¡diluvios, mares que seabren y otros efectos especiales!), peromás conmovedor. Jesús era hijo de uncarpintero y predicaba el amor, la paz yla comprensión entre los hombres.Estaba en contra de la violencia ydespreciaba el dinero, ya que el mundoofrecía todo lo necesario paraalimentarse, abrigarse y vivir bien; sóloera cuestión de organizarse y compartir.Sus ideas pusieron nerviosos a loshombres del poder político, económicoy religioso, porque sentían que Jesús noreconocía su autoridad y, por ende,hacía que la gente los despreciara ydejara de obedecerles. Entonces lo

mataron. De una forma horrible. Comoen la lámina del Anteojito a la queprendí fuego. E inútilmente, lo que espeor, porque lo que Jesús decía siguióteniendo sentido después de muerto.

El resto del bagaje atribuido aCristo era un poco rebuscado y hastaarbitrario. Que los curas fuesen másimportantes que las monjas, porejemplo. (Al Enano le intrigaba por quéhabía sólo padres y hermanos entre losreligiosos, y no primos o tíos.) Que lesprohibiesen casarse. Que ya no lesmolestase la riqueza. Y la cuestión de lahostia: cada vez que la comés te estáscomiendo el cuerpo de Cristo, lo cualestá al filo de lo caníbal. Ya sé que es un

gesto o un símbolo, mamá lo explicó milveces, pero me sigue sonando parecidoa lo de aquellos guerreros primitivosque se comían el corazón de susvíctimas en la esperanza de obtener asísu sabiduría; demasiado simplista parami gusto. El abuelo decía que no haynada que uno logre con mayor lentitudque la sabiduría. La sabiduría y la líneatelefónica, decía.

Mamá planchó los guardapolvosnuevos (el mío era azul, como las fichasdel TEG), papá y Lucas salieron acomprar pizza y el Enano y yo nosquedamos al borde de la pileta, viendo aun sapo que pataleaba y pataleaba deaquí para allá sin registrar, el muy

estúpido, la presencia salvadora delAntitrampolín. No tendríamos quehabernos metido, porque la idea era queel sapo aprendiese solo, pero tantoesfuerzo nos conmovió. Al final loempujamos con la red hasta la madera.

A veces hace falta que te den unamano.

46. Entre las fieras

Llegamos muy temprano. Papá y mamános presentaron al padre Ruiz, que era eldirector del colegio. Parecía simpático yera bastante miope, a juzgar por elgrosor de sus lentes. Tenía una camperagruesa aunque no hacía frío y, a pesar dela hora, ya olía a chivo. Nos llevó hastael patio y nos pidió que esperásemosallí hasta que sonase la campana deentrada. El Enano se fue a ver el muralde San Roque, yo me senté sobre unbanco de cemento y papá y mamá sealejaron unos metros para conversar conel cura. Algo oí de lo que decían,

gracias a mis oídos entrenados durantetantas horas-placard; el padre Ruiz lesexplicaba que íbamos a tener boletín ytodo y figurar en las listas diarias, peroque no constaríamos en ningúndocumento de los que se envían alMinisterio de Educación, así que notenían por qué preocuparse.

Cuando sonó la campana el padreRuiz se llevó al Enano y mamá se sentóa mi lado. Encendió un Jockey, el últimodel paquete, y me preguntó con su mejortono La Roca:

«¿Quién sos vos?»«Vicente», respondí, apagado.«¿Y por qué entraste ahora al

colegio?»

«Porque acabamos de mudarnos albarrio.»

«¿Y tu papá qué hace?»«Es arquitecto. Trabaja en una

constructora importante, Campbell yAsociados.»

«¿Y yo?»«Ama de casa.»Mamá exhaló un largo globo de

humo. Se veía cansada. Nunca le gustómadrugar. Cuando me habló otra vez yano sonaba como La Roca.

«Pensá que no es tan grave. Podéshacer amigos nuevos.»

«Yo no quiero amigos nuevos.¡Quiero los que ya tengo y vos mequitaste!»

En ese momento reapareció el padreRuiz y yo me puse de pie. Mientrascaminaba hacia él, oí a mamá estrujandoel papel de los Jockey hasta hacerlo unbollito.

Cuando el padre Ruiz abrió la puertade mi aula nueva, no había uno solo demis compañeros sentado en su silla.Estaban todos delante del pizarrón,amuchados como en un scrawn de rugbyy matándose de risa. El padre Ruiz semetió entre ellos como una topadora,repitiendo «a sentarse» incansablementey pinchándolos con sus dedos a la alturade las costillas; se ve que estabahabituado a disolver muchedumbres deese modo. Lo hizo con éxito hasta que

quedó uno solo ahí en el frente, un chicofriolento, con campera, bufanda de rayasverdes y gorro que no parecía dispuestoa moverse y a quien el padre Ruizinterpeló con más firmeza, a sentarse,¿no me oyó?, sin obtener otra cosa queuna carcajada de parte del grupo.

El chico era el esqueleto delcolegio, ataviado con las ropas de miscompañeros. O por lo menos era unesqueleto, eso estaba claro; me preguntéhasta dónde llegaría el canibalismo deestos católicos.

El padre Ruiz se puso colorado yfinalmente se rió. (Su miopía era másseria de lo que había imaginado.)Desvistió al esqueleto y agradeció a mis

compañeros por la generosa donaciónde ropas, que se echó debajo del brazo.La mayoría lo abucheó. Otros, losobvios dueños de las prendas,simplemente palidecieron.

Me colocó al frente de la clase yexplicó que yo era un compañero nuevo.Hizo un discurso de bienvenida,subrayando lo incómodo que uno sesiente cuando llega a un sitio nuevodonde todos se conocen, y les pidió queme abriesen sus corazones. Sus palabrasfueron recibidas en un respetuososilencio. El padre Ruiz era un buenhombre, director o no, y todos los que lotrataban lo sabían. Pero el clima quehabía sabido crear estalló en mil

pedazos cuando concluyó su discurso:«Les presento a Haroldo Vicente.»

¡Haroldo!, sonó el grito al instante desdealgún punto del fondo.

Cerré los ojos y quise morir.No había previsto que, con un

respeto de mi voluntad que hubiesedeseado igualmente escrupuloso en otrasáreas, mis padres tratarían de conservarel Harry dentro de mi nuevo mundoescolar. Harry es diminutivo de Harold,y Harold en español es Haroldo, yHaroldo es una de esas raras palabrasde nuestro idioma que, sin ser ningunade las terminadas en ulo, orto y eta,invitan naturalmente a la rima. Haroldosuena a boldo, a toldo, a Arnoldo, a culo

gordo como acotó uno desde otro lugardel aula, treinta bestezuelas azules, losBlue Meanies del Submarino amarilloriéndose de mí, que había querido serHarry pero nunca Haroldo, que siendoHaroldo lo infectaba todo con la mismaenfermedad de la rima y ahora hastaVicente era objeto de escarnio, Vicente,¡excelente! y también Vicente detergente,y entonces Padre Ruiz, ¿puedo hacerpis?, para que todo confluyera en unasuerte de musical sin música donde sehablaba en verso o no se hablaba y sólofaltaba que el esqueleto bailase portecho y paredes como Fred Astaire hastaque alguien lo llamase a corduratironeando de su bufanda de rayas

verdes.

47. Aprendo arespirar

Me sentía como esos personajes dehistorieta que llevan sobre la cabeza unanube negra, que va a donde ellos van yde tanto en tanto les dispara un rayo.Durante el día no hice más que jugar alAhorcado conmigo mismo, sin tomarnota de una sola cosa que se dijese enclase. Siempre había sido un buenalumno, pero ahora estaba dispuesto alboicot más absoluto: quería conseguir unInsuficiente perfecto en todas lasmaterias, para que papá y mamá no

tuviesen más remedio que sacarme deahí. Lo del Ahorcado terminó llamandola atención del compañero de banco queme tocó en suerte, un chico llamadoDenucci, que obviamente no entendía lasreglas (¿cómo hacía para equivocarmeal elegir las letras de una palabra que yaconocía?) y mucho menos micompulsión a ahorcarme a mí mismojuego tras juego.

A la salida nos esperaban papá ymamá. Regresamos a pie a la quinta,porque querían enseñarnos el camino. ElEnano arruinó mi perfecto malhumor conel relato de su experiencia; estabaencantado con el colegio nuevo.

«Mi señorita dice que tengo lindo

pelo. Dijo que soy simpático, también. Yque el nombre Simón es muy lindo.Sandra es lindo. Mi señorita nueva sellama Sandra. ¿Por qué no te pusisteSandra, mamá? San Roque tiene unperro, ¿viste? ¿Puedo tener un perro?»

Papá, que estaba de buen ánimo, dijoque San Roque tenía lastimaduras en lapierna y le preguntó si también queríatener lastimaduras.

«No, porque el perro me las va achupetear como a San Roque y me van atener que dar la vacuna tirrábica.Cuando sea grande quiero ser santo,pero un santo sano.»

«Como San Atorio», dijo papá.«¡Claro!», dijo el Enano.

Lucas volvió tarde a la quinta,cuando ya estábamos terminando decenar. No tuvo mejor idea que la depreguntarme cómo me había ido en eldebut escolar. Fue la excusa ideal paralevantarme de la mesa y salir al parquedando un portazo. El pasto todavíaestaba húmedo de la lluvia de esa tarde,breve y furiosa. Cuando el vientoagitaba las ramas, caían gotas que mepinchaban la cara.

El colegio trastocó mis horarios,pero no quería abandonar mi programade entrenamiento físico. A pesar delsueño, la bronca y la panza llena, meembarqué en una carrera alrededor delparque. Esta vez concluí apenas una

vuelta y me derrumbé sobre el pasto, ala altura de la ventana de la cocina.Jadeaba. Desde adentro llegaba unamúsica puesta a todo trapo, un tipogangoso que cantaba qué pgofundaemoción / gecogdag el ayeg / cuandotodo en Venecia me hablaba de ti. Mepareció ver a mamá en la cocina. Paradisimular mi penoso estado, probésuerte con las flexiones de brazos. Hicedos, nomás. Dos. El pecho me silbabacuando escuché el portazo. Era Lucas.Que corría. Por el parque. Solo.

Lo extraño no era que hubiese salidoa correr tan pronto, cuando acababa deaceptar el ofrecimiento de mamá paracenar algo. Lo raro era la forma

armoniosa con que se movía al correr.El zanquilargo de Lucas, que caminabaigualito a Groucho Marx y en su torpezalo derribaba todo con los codos, corríacon movimientos regulares y llenos degracia, como si hubiese sido diseñadopara la velocidad. Y para agregar mással a mi herida, lo vi dar tres vueltas sinsiquiera romper a transpirar.

«El secreto está en el ritmo», medijo, trotando en el lugar al término dela cuarta vuelta. «Tiene que ser regular,siempre. Corrés al mismo ritmo.Respirás al mismo ritmo. Inspirás por lanariz. Llenás la panza de aire y espirás.El pecho no, la panza. Si hacés eso, note cansás nunca.»

«¿Nunca?»«¿Querés ver cómo corro cuatro

más?»«¿Te puedo acompañar?»Lucas acomodó su ritmo a mi ritmo.

Fuimos trotando despacio, conmigoimitando el movimiento de sus brazos,regular, cada inspiración cuatro tiempos,cada exhalación cuatro tiempos, hasta unextremo del parque, bordeando lasligustrinas, llegando a la casa,arrancando otra vez, regular, cuatro paraadentro, cuatro para afuera. Cuandoquise darme cuenta, el pecho ya no mesilbaba. Correr así reconectaba la cajaautomática de mis pulmones:funcionaban como debían otra vez, en

sintonía con el resto de mi organismo ysin mi torpe interferencia.

Le pregunté si siempre había corridoasí, desde chico.

Me dijo que no, que habíaaprendido. Que todo lo bueno seaprende.

Le dije que algunas cosas sabíamoshacerlas desde que nacíamos.

Pero tenemos que aprender ahacerlas bien, respondió. Todo el mundorespira, por ejemplo, pero haymuchísima gente que respira mal. Losbebés conservan el instinto natatorio,pero hay que desarrollárselo. Tambiénse mueven, pero torpemente: necesitancalibrar una sintonía fina. Y así con

muchas cosas. Venimos bien equipados,pero nadie nace sabiendo cómo usar elequipo.

Nunca lo había pensado, dije. ¿Quéotras cosas tenemos que aprender?

Emitimos sonidos, pero aprendemosa hablar.

Y a cantar.Claro. Y a pensar.Y a sentir.Sentir es importante, dijo Lucas.Cuando me quise dar cuenta,

habíamos completado tres vueltas.Nos aproximamos a la casa. La

música aturdía. Matt Monro cantaba Nopuedo quitar los ojos de ti en suridículo castellano.

Entramos al comedor, transpirados,satisfechos, para descubrir que papá ymamá bailaban, con el Enanomolestando entre sus piernas. Apenasme vio me quiso arrastrar para quebailara con él y mamá invitó a Lucas,que dijo no, no, no con la boca llena depan y, empujado, regresó a su torpezahabitual (también era necesario aprendera bailar) mientras papá se rascaba lacabeza y contemplaba el vaso vacío quehabía dejado sobre el combinado ypreguntaba, che, ¿quién se tomó mivino?

48. Una cancióntrunca

También oímos desde niños, peronecesitamos aprender a escuchar.

Mi experiencia como tripulante deplacares me preparó tempranamentepara valorar los sonidos. Percibí prontocon cuánta facilidad me engañaba alregistrar un ruido determinado ydeterminar su procedencia; consorpresa, descubría que lo que me habíaparecido el rasgueo de las patas de uninsecto contra la madera era en verdadel ruido de mi madre al barrer, y que por

supuesto no provenía del interior delplacard, como había creído conconvicción, sino de la distante cocina.

Lo que oímos depende de la agudezade la audición, y es mensurable por unaserie de tests que resultan en númeroscomunes a todos. Lo que comprendemos,en cambio, depende de nuestra forma deescuchar, que es siempre personal eintransferible. Escuchamos desde laexperiencia, desde el temor y el deseo,desde lo más profundo del inconsciente.Y escuchamos desde el lenguaje, que escomún a todos los que participan de élpero es, también, un lenguaje privado: sison cinco millones los que hablan enespañol, significa que hay cinco

millones de versiones personales deespañol, con su propio vocabulario,estructuras, errores y silencios;cualquier monólogo identifica a su autorcon la precisión de las huellas digitales.

En pocos lugares quedan tan claraslas triquiñuelas de la percepción comoen la letra de las canciones. Envueltaspor la música, las palabras bailan. Aveces se rinden en nuestros brazos y aveces se alejan para dar un giro,dejándonos con la mano extendida. Yentonces entendemos no ya lo que dicen,sino lo que imaginamos. Uno de miscompañeros del San Roque, el petisoRigou, se reía solo en cada misa, alllegar el mismo punto de la misma

canción, porque no oía el verso pornosotros Él se dio, que subrayaba lavoluntad de sacrificio de Jesús, sino pornosotros Él cedió, lo cual le pintaba aJesús viniéndose en banda con cruz ytodo. Otra, que decía el hoy nos llama,nos parecía escrita para subrayar lafunción de Eloy, nuestro preceptor. Y lascanciones patrióticas funcionaban comoun Rorschach de cada cantante. Ottone,que era grandote y ya fumaba en losbaños, cantaba a los gritos con valor,Subín culos rompió, sin que la identidaddel misterioso Subín le produjesecuriosidad alguna y por ende sinenterarse de que el verso original decíacon valor sus vínculos rompió.

El Enano era virgen en materia dehistoria argentina. Tenía apenas una vagaidea de quiénes eran Sarmiento (elpelado), San Martín (el narigón) yBelgrano (el que usa calzas), y no estabaen condiciones de recordar versos decanciones patrias como aquel que diceel áureo rostro imita. Pero percibía laenergía de las marchas y los himnos, quele encantaban aunque no entendiese nadade lo que decían. Le ocurre a gente másgrande: en Gilda, la película de RitaHayworth que transcurre en un casinoargentino, la turba que celebra el fin dela Segunda Guerra rompe a cantar LaMarcha de San Lorenzo, honrando almismo tiempo al ejército aliado y al

sargento Cabral. Lo importante no eranlas palabras, sino el espíritu: sonabaalegre y victoriosa, y eso era todo lo quehacía falta. El Enano procedía de lamisma forma, sin saberlo. Cuandoestaba contento, le daba por cantar elHimno Nacional.

Y esa noche estaba muy contento, enparte por el baile y en parte por el vasode vino que bebió, muerto de sed por laveda líquida que le había impuesto paraevitar que se mojase al dormir.Terminamos de bailar, levantamos lamesa, nos lavamos los dientes, dijimosbuenas noches, nos fuimos a dormir y elEnano seguía cantando: Oíd mortales elgrito sagrado, libertad, libertad,

libertad. No me molestaba, porque yoestaba muy ocupado tratando desonsacarle información a Lucas.Mientras me dejase proseguir con elinterrogatorio, el Enano podía seguircantando y brincando sobre la cama todolo que quisiera. En la penumbra delcuarto, el despliegue de sábanas,pijamas y bolsas de dormir invitaba a laconfidencia.

«¿Cuántos años tenés?»«Dieciocho.»«¿De dónde sos?»«¿No lo oíste a tu viejo? Cuanto

menos sepas de mí, mejor.»Sean eternos los laureles.«¿Capital o Gran Buenos Aires?»

«Ni una cosa ni la otra.»«¡Sos polaco!»«¿Y eso, de dónde lo sacaste?»«Tu remera es polaca.»«Me la trajeron mis abuelos.»«¿Y el bolso de Japón también?»«También.»Que supimos conseguir.«Tenés abuelos. ¿Tenés papás?»«Tengo.»«¿Viven acá o en Polonia?»«Acá.»«¿Dónde?»«Pregunta incorrecta.»«Dónde, dale.»«En La Plata. Pero basta.»«¿Vivís con ellos?»

«Pregunta incorrecta.»Que supimos conseguir.«Te echaron.»«Te volviste loco.»«¿Y entonces qué hacés acá?»«Estoy en una misión secreta.»«¡Mentiroso!»«¿Ves? Cuando te digo la verdad no

me creés.»«Te fuiste a vivir con tu novia.»«¿Qué novia?»«No te hagás el pavo. Yo la vi.»«¿La viste?»«En la foto. ¡Tenés novia y yo le vi

las tetas!»Coronados de gloria viva…Bonk.

Cuando giramos la cabeza, el Enanoya no estaba más. Todo lo que se veíaera el lecho de su cama revuelto por losbrincos, pero ni señales de mi hermano.Era como si hubiese sido víctima decombustión espontánea, al igual que lacondesa Cornelia de Bandi Cesenate enVerona, a comienzos del siglo XVIII: seprendió fuego sola, puf, por sus propioscalores, consumiéndose de inmediato.Me pregunté si ese sería el motivo porel cual se les prohíbe tomar vino a loschicos.

Pero el Enano no se habíadesintegrado. Su cabeza asomó del otrolado, en el hueco que había quedadoentre la pared y la cama desplazada por

tanto salto. Se rascaba la cabeza en elpunto que le picaba por el golpe, yparecía a punto de llorar. Lucas y yo loestaríamos mirando con expresionesmuy graciosas, mezcla de ansiedad y deasombro, porque de inmediato sonrió ydijo me maté. Después de lo cual trepó ala cama y volvió a saltar mientrasconcluía a los gritos su versión delHimno, personalísima: O curriemos conGloria Muñiz, o curriemos con GloriaMuñiz…

En ese instante irrumpieron papá ymamá, alarmados por el golpe. Elespectáculo los dejó sin habla. Yo lesdije que el Enano estaba borracho, papápreguntó qué significaba el verbo

curriar, mamá quiso saber quién eraGloria Muñiz (en la guía de teléfonoshay una Gladys, pero Gloria, ninguna) yterminamos todos cantando el Himno,matándonos de risa, con mamácomiéndose a besos al Enano yexplicándole que el Himno dice ojuremos con gloria morir y papá que lainterrumpe, dejá, si esa versión esgenial, y con razón, pienso yo paraadentro, a los cinco es mejor ocurriemos con Gloria Muñiz que ojuremos con gloria morir porque a loscinco uno es muy chico para entenderciertas cosas.

49. Donde descubroque alguien muy

querido no esperfecto

Lucas se convirtió en mi entrenador.Nuestras rutinas eran discontinuas,porque él salía de la quinta cada vezmás seguido y a veces volvía muy tarde,pero en esos casos me dejaba un planarmado para que lo completara solo.Cuando regresaba, lo primero que hacíaera solicitarme lo que llamaba «uninforme verbal»: si había realizado o no

el plan, si lo había hecho total oparcialmente, qué ejercicios habíadejado pendientes. Yo le contaba todocon lujo de detalles. Lucas, en cambio,nunca decía adónde iba. Cada vez quepregunté me frenó con un «preguntaincorrecta» que sonaba inapelable. Enocasiones volvía agotado y se metía enla bolsa de dormir sin siquiera cenar; elEnano y yo entrábamos de puntillas a lahabitación, velando por su sueño. Detanto en tanto solicitaba una conferenciacon mamá, con papá o con ambos, quetranscurría a distancia prudencial denuestros oídos. Pero el lenguaje de suscuerpos dejaba en claro queconspiraban. A esa altura entendía que

papá y mamá sabían de la misión secretade Lucas, y que de alguna forma loasesoraban o le daban apoyo.

La idea de Lucas era que trabajaseun poco el físico antes de meterme delleno en el escapismo. Houdini mellevaba ventaja, porque corría y nadabadesde muy chico, y yo tenía que achicaresa brecha entre nuestras capacidades.Mientras entrenaba, sugirió Lucas,podíamos ir elaborando juntos unaspruebas de escape de dificultadcreciente.

Para que fuese pensando, le permitítotal acceso a mi libro de Houdini. Laprimera vez lo recibió con un gestohasta solemne, que subrayaba su

comprensión del valor que el libro teníapara mí. Lo leyó muy rápido y me lodevolvió, diciéndome que tomase notasde las cuestiones más importantes y delas preguntas cuya respuesta excedía lainformación del libro. Importante, porejemplo, era aumentar mediante lapráctica la capacidad de los pulmones.Houdini soportaba cuatro minutos sinrespirar, debajo del agua. ¡Cuatrominutos! Entonces yo anotaba en unpapelito suelto: Houdini aguanta cuatrominutos, y lo metía dentro de laspáginas del libro.

Las preguntas tenían que ver con loque necesitaba averiguar. Un tema aestudiar, por ejemplo, era el mecanismo

de las cerraduras, desde las más simpleshasta las más complejas, pasando porsupuesto por los candados. Otro eraaquel que mamá me había explicado,calcular con precisión cuánto tardaría endeshacerme de las ligaduras para sabercuánto aire necesitaría dentro de la caja.El papelito que guardé esta vez decía:¿Cuánto tiempo?

A veces me descubría haciendodelante de Lucas esas cosasvergonzantes que, por lo general, sólohacía cuando estaba con Bertuccio:meterme los dedos en la nariz y pegarlos mocos en el primer sitio a mano oquedarme viendo la foto de una chica enbikini como si pudiese desnudarla con la

mirada. Perdía la capacidad deautocensurarme, quizá porque Lucastenía un carácter afable o de tanto llegara casa y descubrirlo viendo Scooby-Doocon el Enano, respirando ambos dentrode sus vasos de Nesquik. A menudo medescolocaba, por ejemplo al afeitarsediariamente (una tarea inútil, ya que eralampiño a excepción de los cuatro pelosde la barbilla que, por lo demás,brotaban igual de negros a las pocashoras) o con la atención que dedicaba alos diarios. Eran rasgos de adulto, perohacía esas cosas con la misma falta deafectación con que corría o leía mirevista de Dennis Martin: Lucas nuncaponía distancia entre él y nosotros, salvo

cuando insistíamos con las preguntasincómodas.

De todas formas algo fueconfesando, de a poco, con cuentagotas.Lo de los abuelos era cierto. Habíanviajado a Europa y a Japón y le habíanregalado el bolso y la remera y muchascosas más. Al hablar de ellos la voz sele ponía más aguda, como si hubieseaspirado helio. Su papá y su mamáseguían viviendo en La Plata, pero nopodía visitarlos. Cuando vio que lapregunta que mis labios callaban mebrillaba en los ojos, dio la mismaexplicación que papá cuando vetó lapresencia de Bertuccio en la quinta: novisitaba a sus padres para no ponerlos

en peligro.Era de Estudiantes, pero no muy

fanático. Y cuando todo esto terminasetenía planes para estudiar medicina.Quería ser pediatra. Había recibidoofertas de parte de varios clubes paracompetir en atletismo, pero su habilidadno lo comprometía: la tomaba a laligera, como si no quisiese ser esclavode un don que no había pedido.

Cumplí con las rutinas de ejercicios,sorprendiendo además a mi familia conmi rechazo voluntario a las gaseosas ymi nueva afición a las frutas. (Comersano era parte del plan.) Pero Lucaspercibió que sentía demasiada ansiedadpara tolerar el carácter gradual del

proceso y decidió adelantarme unostrucos. Me enseñó algunos nudos y meexplicó una técnica para deshacerme delas ataduras. Lo de los nudos lo habíaaprendido durante sus muchoscampamentos. Lo de la técnica lo habíaoído por la televisión, y puesto enpráctica con eficacia. Se trataba decontrolar el estado del cuerpo almomento de ser atado. Si la soga va entorno de las muñecas, es necesariomantenerlas rígidas y no ceder a lapresión del nudo. Una vez terminadaslas ligaduras, uno puede relajar lasmuñecas y escurrir la mano a través dellazo. Lo mismo funciona con los tobillosy hasta con el torso: es preferible

expandir el tórax, conteniendo el aire,mientras te atan, y después exhalar paraque al disminuir el volumen corporal lasoga se afloje.

Lucas se ofreció para lademostración. En el depósito deherramientas había una soga vieja. Leaté las manos a la espalda, con todasmis fuerzas, y tironeé hasta que tuvemiedo de hacerle daño. No profirió unaqueja. Cuando terminé se dio mediavuelta y reculó dos pasos, ocultando lasmanos de mi vista.

«¿Cómo puede ser que te gusteSuperman?», preguntó.

Me quedé helado. La idea de queexistiese alguien a quien no le gustase

Superman jamás había pasado por mimente.

«¿Por qué preguntás? ¿A vos no tegusta?»

«La verdad… no.»«¿Qué tiene de malo?», dije, un

movimiento puramente defensivo. Lapregunta era retórica, pero Lucas se latomó en serio.

«El traje es un colorinche ridículo»,dijo, con el ímpetu de quien empieza adesgranar una larga lista. «¿Unabombachita roja? ¡Por favor!… Lo de ladoble identidad no se sostiene, no esnecesaria: ¿por qué no es Superman todoel día, así hace el doble del bien quedice hacer? A los villanos les falta

gracia: ¡no vas a comparar a Lex Luthorcon el Guasón, Gatúbela, el Pingüino,Dos Caras…!»

«Ya sabía», dije, apuntándolo con untembloroso dedo acusador. «¡A vos tegusta Batman!»

«¡Es mil veces mejor!»«¡Pero no tiene poderes!»«Esa es la gracia, precisamente. A

Superman los poderes le cayeron delcielo. Es siempre igual a sí mismo,plano, no aprende nada. Batman es comovos y yo. Sufrió una desgracia de chicoy se preparó para ser quien es; eso tienemérito. Y además es mucho másinteligente. Y más creativo. Y tiene unauto buenísimo. Y la Baticueva es

genial.»«Superman tiene la Fortaleza de la

Soledad.»«Al cuete, porque no la usa nunca.»«¡Sí que la usa!»«¿Cuándo?»«…»«¿Cuándo, decime?»No se me ocurrió una respuesta.

Quizá porque no tuve tiempo.Antes de que abriese la boca me

arrojó la soga que acababa de quitarse.

50. Un escándalo

Ya sea por resignación, o bien porqueme adaptaba al nuevo ritmo que mehabían impuesto, mi asistencia al SanRoque dejó de ser la tortura que era enlos comienzos. La escuela no estaba tanmal. Me entretenían sus diferencias conel colegio del barrio de Flores, «mi»colegio: el rezo que abría cada mañana,las clases de catequesis, la recurrencia aun maestro para cada materia en lugar dela maestra única que lo enseña todo y elhecho de que entre esos maestros nohubiese una sola mujer. Algunos eranreligiosos, además de maestros; y de

entre esos algunos eran curas y otroseran hermanos, una distinción que, conel Enano, nunca terminé de entender. Unhermano es como un médico que serecibe pero no quiere hacer laresidencia: tiene el título pero no puedeejercer.

De a poco dejé de observar elboicot que yo mismo había declarado alconocimiento. Al principio registraba lomínimo indispensable, para evitarmeproblemas; los Vicente debíamos serdiscretos y no había mejor escondite quela mediocridad académica. Pero elentusiasmo de los maestros eracontagioso y la atmósfera, siempreamena, invitaba a participar. Un día

descubrí que levantaba la mano paraformular una pregunta. El maestro elogiómi curiosidad y me instó a preguntarcada vez que quisiese. Desde entoncesel Ahorcado quedó reservado para losrecreos, cuando Haroldo Vicentebuscaba las sombras y volvía aencerrarse en sus votos de silencio.

El personal del colegio constituía lamás colorida de las faunas. El secretarioGonzález circulaba en medio de unanube de polvo de tiza, que parecíarespirar como el dragón respira fuego.Era el primero en llegar y el último enirse, si es que en realidad se iba; su vidaempezaba y terminaba en el San Roque.(Una vez un chico de séptimo le

preguntó por la marca del grabador queestaba en la Secretaría y González lerespondió «autostop».) El maestro deNaturales, que pedía que lo llamásemosdon Francisco, tenía una visiónantropológica sintetizada en la frase elhombre es un tubo que come y descome.El de Matemáticas, Llamas, vestíasiempre igual: un guardapolvo blanco ynada debajo que no fuese la camisetamusculosa, incluso en las mañanas deescarcha; ya no sé si Llamas era suverdadero nombre o un comentariosobre la media de su temperaturapersonal. El señor Andrés, maestro deLenguaje, tenía una forma particular detomar lección. Nos hacía levantar a

todos y ubicarnos con la espalda contrala pared, ocupando el perímetrocompleto del aula. Formulaba unapregunta y si dudabas siquiera uninstante decía siguiente y le pasaba lapelota al de al lado, mientras unoregresaba cabizbajo a su asiento; unavariante intelectual del juego delquemado, aterradora y divertida a lavez.

Era el más joven de aquellosmaestros y el más inteligente. La mayorparte de la gente emplea su capacidadcomo un arma; el señor Andrés, encambio, tenía la inteligencia de aquelque, pudiendo apuntar alto, prefirió unavida simple. En consecuencia, estaba

siempre de buen humor y le complacíasorprendernos con datos curiosos,adivinanzas e historias con enigmas quedejaba fermentar en nuestros cerebros.Decía que el lenguaje es el tamiz de laexperiencia humana, y que sóloentendemos algo cuando lo hemosverbalizado. Ahora que cuento estahistoria, estoy tentado de creerle.

Lo que más me intrigaba del señorAndrés era la forma en que me miraba.Como si supiese de mí más de lo que yomismo sabía. Entrecerraba los ojos ysonreía, con un gesto de complicidad.En aquel entonces creía que el señorAndrés estaba al tanto de mi secreto, yque esa mirada era su forma de

comunicármelo; una forma extrañamenteno verbal, para venir de él. El modo enque toleró mi aparente desinterésparecía confirmar mi sospecha: el señorAndrés sabía que mi circunstancia eraexcepcional y por eso no me exigíacomo a los demás. Ahora que mi historiase vuelve verbo, que la convierto enpalabras y me la oigo decir, me preguntosi el señor Andrés no sabría también queel tiempo ocurre todo junto y me mirabaentendiendo, ya, no sólo quién eraentonces sino además quién sería; si noveía a Haroldo pero tambiénKamchatka.

En otras épocas los maestros eranvenerados. La gente peregrinaba desde

sitios remotos para oírlos hablar, enbusca de conocimientos sobre el mundofísico y las leyes de la lógica, sobre loshumores del cuerpo y la esfera celeste,sobre los ciclos de la naturaleza y lahistoria antigua, atesorando cada una desus palabras con el celo de quienentiende que, a diferencia de lospoderes seculares, la sabiduría no secorroe con el tiempo. Otros maestros,como los monjes de Kildare, sededicaban a la conservación del saber,con la certeza de que nadie puedelevantar un edificio si pierde suspilares, y copiaban cada idea y cadaintuición de sus antepasados, sacra opagana, en libros a los que llenaban de

exquisitos marginalia. (La circulacióndel saber en tiempos oscuros, de losmaestros griegos a los árabes y de losárabes a los copistas medievales, dicealgo de la tolerancia entre hombres,tiempos y culturas que no debería serignorado.) Otros, con celo misionero,llevaban sus enseñanzas allí donde lasimaginasen requeridas, en mula, nave ocarruaje, como quien lleva el don delfuego a una tierra que sólo conoce elfrío. Muchos acompañaron empresascolonizadoras, pero no puede hacérselosresponsables de la destrucción; no seríajusto acusar a Aristóteles, que fue sumaestro, de las conquistas de AlejandroMagno.

Mi país natal, Argentina, vive suEdad Media. La tierra está manejada porseñores feudales, que se quedan con laparte del león y envían su diezmo a unrey distante. Las calles son el dominiode bandidos en busca del sustento queno pueden obtener de otra forma y de lossoldados que dicen protegernos. Lasciudades están sucias y malolientes, y ensus rincones más oscuros anidan losgérmenes de futuras epidemias. Unejército de menesterosos hurga lasbasuras, detrás de un bocado y de algúnobjeto que valga en el trueque. Y cientosde miles de niños comen poco y mal,creciendo frágiles, sus cerebrosprematuramente cansados, mientras ven

que del otro lado de las cercas secosechan los granos que irán a dar abocas lejanas.

En estos días pienso mucho enaquellos maestros del San Roque. Eranmás bien grises, pero levantaronefectivas barricadas contra la violenciadel mundo exterior, que jamás traspasólos umbrales del colegio; sé portestimonios que en la misma época otrasescuelas se volvieron salvajes,articulando el único lenguaje con que elpoder sabía expresarse. Estoy seguro deque ninguno de aquellos maestros (acasoel señor Andrés, pero no lo juraría)imagina el efecto que tuvo en mí. Peroyo sí los recuerdo y los veo en los

maestros de hoy, cuyas barricadasexhiben las marcas de una arremetidamás grande e insidiosa. El hecho de quesigan trabajando día tras día es unaafrenta para los poderes de este mundo,que alientan la ignorancia de lasmayorías porque saben que es condiciónde su supervivencia: nos necesitantorpes, aletargados, dóciles. Creo, detodos modos, que la principal causa porla que hoy se combate a los maestroscon sueldos magros y tareas quiméricases otra, más miserable y por esoinconfesa. Un maestro es alguien quedecidió pasar su vida encendiendo enotros la chispa que encendieron en élcuando niño; devolver el bien recibido,

multiplicándolo. Para los poderosos deeste mundo, que de niños lo recibierontodo y ahora lo arrebatan todo, la lógicade esa decisión es obscena, un espejo enque no quieren mirarse y por eso lorompen, huyendo del escándalo.

51. Donde meconvierto en un

hombre de misterio

Al principio mis nuevos compañeros meignoraron. El discurso del padre Ruiz nohabía tenido en cuenta un principioincuestionable en este tipo desociedades infantiles: el recién llegado,el «nuevo» (como si acabase de nacer),es siempre un ciudadano de segunda, almenos hasta que demuestre lo contrario.Obrando no con maldad, sino en respetohacia esa norma no escrita, miscompañeros cuchicheaban a mis

espaldas y se reían; durante los recreosse reunían en grupos y anunciaban a losgritos el juego en que pensabanembarcarse sin extenderme invitación,una representación concebida para esteúnico espectador; y al comienzo de cadadía, cuando se pasaba lista, uno de ellos(siempre distinto, ya que estabanorganizados hasta ese punto) esperaba aque el maestro dijese Vicente, Haroldopara de inmediato preguntarme en unsusurro: ¿Haroldo Vicente qué?,pregunta que sugería que yo tenía dosnombres pero ningún apellido.

Lo que acabó desarmando la charadafue mi reticencia. La gracia de estosjuegos está en que el «nuevo» desespere

por ser aceptado, como suele ocurrir.Pero yo tenía muchos motivos para nointeresarme en esa sociedad. Por unaparte, pesaban sobre mí lasprohibiciones de papá y mamá: no debíadar ninguna pista que permitiesedescubrir quiénes éramos en verdad, locual vedaba casi todos los tópicos deconversación que me eran naturales.Hasta Superman podía ser una pista quelos llevase hasta mí si interrogaban aFernández, el kioskero de mi esquina,que podía dar fe de mi religiosa compraquincenal. Por otra parte, estaba miresentimiento. Yo me sentía tan separadode mis nuevos compañeros como losmísticos y los superhéroes del resto de

la humanidad. Extrañaba a mis amigosde siempre, que me parecían mucho máspiolas. Pensaba que ninguno de loschicos del San Roque llegaba a lostalones de Bertuccio y pasaba el tiempocomparándolos para mis adentros.Bertuccio jamás haría esa pavada.Bertuccio juega mejor a las figuritas.Bertuccio nunca hubiese permitido quelo echasen del aula, por lo menos no sinprotestar hasta que el portero se lollevase a la rastra.

La razón más poderosa de midesinterés se me fue aclarando de apoco. ¿Quién puede querer la amistad deun chico de diez cuando cuenta con la deun hombre de dieciocho? En presencia

de Lucas, todos mis compañerosparecían nenes de pecho, timoratos ybobalicones. Lucas era mi linternaverde, mi sol, mi araña radiactiva: laverdadera fuente de todos mis poderes.Mientras ellos pateaban la pelota en lavereda, yo practicaba nudos marineros.Mientras ellos se llenaban la panza depapas fritas, yo daba cuatro vueltas alparque. Mientras ellos miraban la tele,yo practicaba apnea en la bañera llena.(Mamá estaba agradecida a Houdini,que había logrado lo que ella nunca: queme bañase diariamente.)

Pronto dejaron de cuchichear, dereírse, de fingir. Era obvio que no mehacían mella. Yo no había tenido un solo

gesto de acercamiento, ni siquiera unasonrisa. De hecho, hasta me había dadoel lujo de declinar una invitación deDenucci a sumarme a su juego defiguritas. A partir de allí comenzaron lasconjeturas sobre mi verdaderaidentidad. ¿Por qué de tanto en tanto meolvidaba de contestar presente, cuandopasaban lista y decían mi nombre? ¿Porqué el señor Andrés me habíaperdonado esa vez que no superesponder y en cambio dije ¡siguiente!,sacándole la palabra de la boca? ¿Porqué me aislaba en los recreos y escondíael papelito en que escribía apenasalguien se me acercaba? ¿No encubríanun misterio, todos esos signos?

Me ofrecieron chicles y caramelos.Me ofrecieron cambiar figuritas.

Siempre dije que no. Al principiopor precaución y después por placer. Nohay nada más divertido que ser unhombre misterioso.

52. El señorGlobulito

Y sin embargo hubo una compañía queacepté sin chistar en aquellos días. DonFrancisco me puso a cargo de Globulito,el esqueleto del colegio. Mi tareaconsistía en asegurarme que estuviese enel aula para el inicio de la clase deNaturales, y después regresarlo a susitio, en un rincón polvoriento de laSecretaría. Como la Secretaría estaba enun extremo del patio y mi aula en el otro,había que empujarlo de aquí para allá,mientras las ruedas resecas de su base

de madera chirriaban sobre losmosaicos y sus huesos se golpeabanentre sí, música de vibráfono.

Mi responsabilidad no se suspendíapor lluvia. En ese caso debía recurrir aun viejo paraguas que también seguardaba en la Secretaría. Como eramuy difícil sostener el paraguas con unamano y empujar con la otra, siempreterminaba encajándoselo a Globulito —enganchaba el mango en su brazo yusaba el cráneo como tope— y así nosmovíamos, en plena tormenta, para queno llegase tarde a su llamada a escena.

Lo bueno es que la hora de Naturalesno terminaba con un recreo sino quedaba paso a la clase del señor Andrés.

Como yo debía acompañar a Globulitoen su regreso al hogar, tenía permisopara ausentarme del aula y, por ende,perder preciosos minutos de la hora deLenguaje; de esa forma me salvé envarias oportunidades de ser convocadoal frente con el resto del grado, pararesponder al interrogatorio sobretiempos pluscuamperfectos y futurosindefinidos.

Nuestro regreso a la Secretaría eramás lento cada vez. A menudo,pretextando agotamiento, me sentaba amitad de camino sobre el banco decemento que recorría el perímetro delpatio. Globulito nunca se quejó. Parecíaagradecer tanto como yo el respiro, un

momento dedicado a la contemplación,antes de ser arrumbado nuevamenteentre los mapas, los compasesgigantescos y las cajas de las tizas.Éramos una extraña pareja, yo sentado yél de pie, mirando en la mismadirección. Con el tiempo ganamos enconfianza y me descubrí hablándole,nada raro, comentarios sobre la claseque acabábamos de compartir (no teníagran respeto por don Francisco, aunquele guardaba cariño), anécdotas sobreBertuccio, esas cosas. En su compañíanunca me sentí solo: era dueño de lossilencios más elocuentes.

Buena parte de mi exilio enKamchatka la viví en soledad, aislado

por nieves eternas. Cierto día uno sedescubre diciendo en voz alta lasexpresiones que antes sólo resonabandentro de la cabeza, qué heladera demierda, hay que comprar desodorante,¿quién llamará a esta hora?, parafinalmente aceptar que la partitura delsilencio admite el solo de la propia voz.Durante esos años, muchas veces sentíque no hablaba para mí sino conGlobulito, a quien intuía en las sombrasde mi cabaña, oyéndome con lapaciencia de siempre y poniendo pañostibios a mis desconsuelos, con esamirada de cuencas vacías que lo hanvisto todo.

53. La Fortaleza de laSoledad

Lucas pensaba que yo cometía un error.Que me estaba perdiendo algo. Si lavida había puesto ese colegio en elcamino, ¿por qué no aprovechar su partebuena? Yo le decía que no había partebuena, puesto que mis compañeros erantodos estúpidos. Y él porfiaba que eraimposible, que al menos tenía que haberun chico piola, aunque más no fuese porley de probabilidad: uno en treinta noera mucho pedir. Yo pensaba que aun enese caso me convenía seguir en la mía,

porque ¿qué sentido tiene hacerse amigode alguien a quien en cualquier momentovas a dejar de ver, para ya noencontrártelo nunca más? Ya bastantebronca me daba lo de Bertuccio, a pesarde que contaba con la esperanza devolver a verlo pronto. Lucas entendía,pero decía que mi razonamiento eraequivocado. ¿Acaso no hace amigos unodurante las vacaciones, amigos queviven en Salta o en Bariloche y que unosabe que ya no podrá ver al regresar acasa? ¿Y no la pasa bien uno a pesar deello, a sabiendas de que existe un final?Como cierre de la argumentación, mepresentaba su prueba más concluyente.Si yo tenía razón, y en los tiempos de

tránsito e incertidumbre no conveníaforjar nuevos lazos ni fundar amistades,¿qué era lo que estábamos haciendo él yyo, al pie de un álamo, mientraspracticábamos nudos bajo el flojo soldel invierno?

Pelear con Lucas era imposible.Lucas escapaba de la confrontación, queera más bien mi estilo. Pero no setrataba de cobardía o de falta deconvicción, sino tan sólo de otra manerade plantarse delante de las cosas. Lucassabía escuchar, y cuando creía llegadosu turno explicaba su postura conclaridad y delicadeza; nunca se poníaácido o agresivo, ni cuando estaba enposición de debilidad ni cuando hablaba

desde una obvia ventaja, como en estecaso. Y aun entonces, después de apilarun argumento inapelable encima de otroy de otro más, siempre dejaba a suinterlocutor una puerta abierta para unasalida digna. Yo, por ejemplo, usé esapuerta para decir que no era lo mismo,que él era mi entrenador y yo su pupilo,maestro y discípulo, Lucas mi sensei yyo su Pequeño Saltamontes; esta clasede relaciones sí estaba permitida entiempos de tránsito e incertidumbre.Entonces sonrió, sus dedos moviéndoseincansables sobre la soga, y dijo que entodo caso esa relación estaba llegando asu fin, porque con ese nudo, que llamónudo pañuelo, me estaba enseñando lo

último que tenía para enseñarme.A partir de entonces seríamos

iguales. Y todo lo que viviésemos,durase lo que durase, lo viviríamosjuntos.

Mis primeras pruebas comoescapista fueron un fracaso. Alprincipio, envalentonado, le pedía aLucas que siguiese ajustando la soga entorno de mis muñecas. En consecuencia,a los pocos minutos se me cortaba lacirculación y se me dormían los brazos;era como estar manco, o peor, puestoque sentía un par de bolsas de arenacolgándome a los costados. Después leempecé a encontrar la vuelta a eso deofrecer resistencia a la soga. Apenas me

aflojaba, la tensión cedía un poco, peroentonces me ponía a pelear con el tientoy a tironear y me quemaba y lo únicoque hacía era fijar más los nudos. Eltruco volvía a pasar por la relajación.Cuando dejaba de obsesionarme con elescape, mi corazón dejaba de galopar ymi sangre de agolparse en las manos yme ponía flexible en vez de rígido y de apoco iba zafando. Lucas me sugirió queeligiese una canción, o un poema, o algoque decirme a mí mismo durante elproceso, que permitiese focalizar miatención lejos de los nudos. Le prometípensarlo, pero mientras tanto, comotodavía no estaba solo dentro de unacaja en el fondo del mar, prefería

conversar con él, que tenía el mismoefecto.

Recuerdo una de esasconversaciones con vividez. Estábamosen el parque, a eso de las cinco de latarde, que en pleno invierno es la horaen la que cae el sol. Papá y mamátodavía no habían vuelto de su diariaexcursión por la jungla de Buenos Aires.El Enano estaba en la casa, y aunque nose lo oía, sí se oía la tele, lo cual eratranquilizador. Lucas ligaba mis manos,mientras yo intentaba trabar losmúsculos de los brazos para ofrecer lamayor resistencia.

«Si te soltás en un minuto, sosHoudini», dijo al ajustar el nudo final.

«Si te soltás en dos, sos Mediocrini. Ysi tardás más, sos Desastrini.»

Le pedí que se quedase del otro ladodel árbol. No quería que me viese enpleno esfuerzo, mientras luchaba contralos nudos.

Ese era el momento en que debíarelajarme, exhalar, dejar que la sogaaflojase su presión sobre mis músculoslaxos; el momento en que laconversación debía ayudarme a apartarde mí el cáliz de los nervios, convocadopor mi despótica conciencia.Sintiéndome forzado a elegir un temapara hablar, recurrí a una obsesión delos últimos días. Me había desvelado enbusca de argumentos para probar la

preeminencia de Superman. El ataque deLucas me tomó por sorpresa, y desdeentonces me preparaba para elcontraataque.

«Superman puede salvar más genteen menos tiempo.»

«Claro», dijo Lucas desde atrás deltronco; era como si el árbol mismo mehablase. «Pero la mayor parte de lasveces está ocupado salvando a LuisaLane y a Jaime Olsen.»

«Superman tiene alcance mundial.¡En cuestión de segundos puede estar encualquier punto del planeta!»

«Es cierto. Pero nunca lo visteocuparse de algún problema ajeno a losEstados Unidos, ¿o sí? ¿Alguna vez viste

un pobre en la historieta? ¿O un negro?¿Alguna vez lo viste combatir a undictador latinoamericano? ¡Y eso quetrabaja en un diario!»

Me había equivocado al escoger eltópico de conversación: Lucas meestaba vapuleando, y el saberme endesventaja me daba bronca, y la broncame tensaba y mi tensión hacía que lasoga me mordiese las muñecas como unperro rabioso. Para colmo me cantó unminuto. Ya no sería Houdini. Con unpoco de suerte, podía aspirar aMediocrini.

«Además hay un error deconstrucción en la historia», dijo Lucas,inclemente.

«¿Eh?»«Superman tiene supervelocidad, ¿o

no? Y cuando gira a mil por horaalrededor de la Tierra es capaz de irhacia atrás en el tiempo.»

Con pesar, le concedí la razón:«Una vez Luisa Lane se murió y

Superman fue al pasado e impidió que lamatasen.»

«Y si puede hacer eso, ¿por qué noretrocede más años e impide queKriptón se destruya y sus padresmueran?»

Me dejó de una pieza. Nunca lohabía pensado de ese modo. ¿EraSuperman, como Lucas insinuaba, unhijo desaprensivo y un mal kriptoniano?

Si Lucas tenía razón, ¿significaba queSuperman era un idiota que nunca habíaconsiderado esa posibilidad… o unególatra insensible, que había elegidocortar con su pasado para seguir siendoun superhombre entre corderos?

«Veinte segundos y sos Desastrini.»La idea vino del cielo y se clavó en

mi cerebro; una pica que reclamaba elterreno para la victoria. No preguntencómo, pero lo cierto es que de repentesabía la respuesta al enigma, elargumento que probaría que yo teníarazón y no Lucas, que demostraría queSuperman era buena persona y el mejorde los superhéroes. Abrí la boca paragritarlo al mundo. Me costó reconocer la

voz que salió de mi garganta: sonógangosa, a flema, como si la sogahubiese trepado por mis brazos y seenroscase ahora en mi cuello.

«Superman puede ir hacia atrás en eltiempo acá, en este sistema solar, porquees nuestro sol el que le da poderes. Sivolase hacia el sistema solar de Kriptónlos perdería, y entonces no podría hacernada. No es que no quiera salvar a suspadres. ¡Es que no puede! No puedesalvarlos, ¿entendés? ¡No puede!»

Dejé de graznar y caí de rodillas.Estaba exhausto.

Se ve que mi voz también sorprendióa Lucas, que salió de su escondite y sehincó a mi lado para quitarme las

ligaduras.«No siento nada», dije con un hilo

de voz.Lucas empezó a frotarme los

antebrazos con tanta velocidad que mequemó. Era casi tan rápido comoSuperman.

«¿Y si no vuelven?», pregunté en unsoplo. «Papá y mamá. ¿Y si novuelven?»

Me envolvió con sus brazos yempezó a frotarme la espalda, como sitambién se me hubiese dormido.

Estuvimos así un rato largo. Cuandonos quisimos dar cuenta era casi denoche y el frío nos pellizcaba la nariz.

No fue una tarde perdida. Por lo

menos entendimos por qué, de tanto entanto, Superman volaba hacia el Ártico yse encerraba en la Fortaleza de laSoledad.

54. This year’s model

Las palabras también existen en eltiempo. Algunas caen en desuso yquedan confinadas dentro de libros quenadie visita, como a los viejos de losgeriátricos. Otras cambian a lo largo desu vida, perdiendo rasgos y adquiriendootros. La palabra padre, por ejemplo. Ladefinición del diccionario sigue siendoescueta y fundada en lo biológico(hombre o cualquier animal macho,respecto de sus hijos), pero lascaracterísticas que le asociamos semodificaron. Ninguno de nosotrospiensa que padre es apenas un animal

macho; la palabra convoca la figura deun hombre amable, que está presente enla vida de sus hijos como dador deprotección, amor y guía. Pero estadefinición, común como el agua, es másnueva de lo que imaginamos. Puede quesea más vieja que el automóvil pero aunasí es más joven que la imprenta, ydefinitivamente más joven que la nocióndel amor romántico. ¿O acaso dudaronRomeo y Julieta en desconocer laautoridad paterna, fieles a unsentimiento que consideraban mássagrado que la ciega obediencia?

Lo que entendemos por padre es muydiferente de aquello que la palabraexpresó durante siglos. El Libro del

Génesis no dice cómo fueron Adán yEva con sus hijos. Ni siquiera seregistra su reacción ante el asesinato deAbel a manos de Caín; el silencio deltexto sugiere perplejidad, antes quedolor. Con similar fatalismo Abraham,que había clamado al cielo durantedécadas para tener un hijo de Sara,acepta sacrificar a Isaac, el niño tansoñado, a pedido del mismo Dios que leconcedió el deseo. Este Yahvé, padre dela humanidad toda, estaba cargado deambivalencia hacia sus criaturas: dosveces estuvo a punto de borrarlas de lafaz de la Tierra (cuando el diluvio, ycuando el pueblo que seguía a Moisés sevolvió idólatra), y dos veces se

arrepintió a último momento. Sóloabraza incondicionalmente a la especiecuando se ve embargado de amor porDavid, su preferido; será la primera vezque se refiera a sí mismo como padredel hombre.

En otras tradiciones, la figura delpadre amante también es objeto de unadestilación lenta. Los dioses griegosconciben divinidades y héroes a diestray siniestra, pero no parecen sentir por suprogenie mucho más que una vagasensación de responsabilidad; muchosmuestran más simpatía por ciertosmortales que por sus propias criaturas.Saturno, como Goya me había revelado,llega al extremo de comerse a sus

descendientes. Layo también quierematar a Edipo, aunque terminederrotado. El primer gran retrato de unarelación paternal vendrá con la Odisea,pero el mérito no será de Ulises sino deTelémaco, que sublimó la imagen de suprogenitor durante la larga ausenciainiciada con la Guerra de Troya.Homero nos presenta a Telémaco en elpalacio de Ítaca, soñando despierto,obsesionado por su dolor: «Casi podíaver a su magnífico padre, aquí, con elojo de su mente.»

El rey Arturo no conocerá nunca aUther, quien lo concibió. Al enterarsemediante profecía de que su propio hijolo destronará, Arturo hace lo de

Herodes y manda matar a todos losrecién nacidos del reino; Mordred sesalvará esa vez, pero ya adultoterminará ensartado en la lanza de supadre. En Shakespeare son siempre loshijos los devotos (lo es Cordelia y lo esHamlet, que tanto debe a Telémaco) deuna devoción que sus padres no parecenmerecer del todo. Los mejorespersonajes de Dickens son huérfanos:Copperfield, Pip, Twist y también EstherSummerson, que crece junto a una tíasevera que maldice en voz alta el día enque la niña nació. Nada sabemos delpadre de Ahab, ni del de Alicia, ni delde Jekyll; parecen haber venido a estemundo tal como los conocemos, como

Venus al salir de la concha.Esto no significa que el modelo de

lo que hoy consideramos padre noexistiese en otros tiempos. La semilla yaestaba en la parábola que el NuevoTestamento consagra al hijo pródigo:padre es aquel que tiene la generosidadde dar lo mejor de sí a sus hijos, y lasabiduría de dejarlos libres para quehagan su propia experiencia, y lapaciencia para esperar que arriben a lamadurez y la bondad para abrirles losbrazos a su regreso e invitarlos otra veza la mesa. Esta noción de padre corrigeal padre autoritario y olímpico delAntiguo Testamento, a cuya imagen semodelaron todos los patriarcas, desde

Lear hasta el Adam Trask de Steinbecken Al este del Paraíso. En el transcursode un único libro, el balance de fuerzascambia dramáticamente. Al comienzo dela Biblia, la paternidad pasa por elpoder, pero al final está centrada en elamor.

Hasta no hace tantos años, los niñosnacían a un mundo que aparecía dado einquebrantable. Sus padres eran lo queeran, pastores o soldados, cazadores omineros, y lo eran hasta el mismo día desu muerte; encajados a presión en susgremios y sus castas, daban testimoniode un sistema social inmóvil y pasabansin cuestionarse, siquiera, si habría otrolugar para ellos. Debían, por fuerza, ser

padres rígidos y distantes. Cuidaban desus hijos como los cuida un lobo,proveyéndolos de alimentos y calor yprotegiéndoles de los otrosdepredadores. Cuando los pequeñoslograban ponerse de pie, les enseñabana comunicarse mediante el lenguaje y aemplear sus manos con habilidad, sobreel arado, la lanza o los tipos de laimprenta que, pensaban, sus hijospodrían seguir manipulando hasta quellegase el momento de adiestrar a suspropios hijos. Y eso era todo, y eramucho.

Ese mundo ya no existe. Mi abueloperteneció a la última generación depadres a la usanza clásica: optó por una

forma de vida a edad temprana y seabrazó a ella hasta el final. Enfrentótormentas, incendios y sequías (elijoestas imágenes porque me resulta difícilseparar a mi abuelo de la tierra quetrabajó), pero jamás sufrió una crisis deidentidad. Mi padre, en cambio, abriólos ojos por primera vez en un mundoque había dilapidado todas sus certezas.En consecuencia, no necesitó ser rígido(porque todas las fronteras se habíanvuelto lábiles) ni distante (porque estemundo nuevo había eliminado lasdistancias) con nosotros, lo cual erabueno. Pero al mismo tiempoprotagonizó delante de nuestros ojos laaventura de su vida, que estaba lejos de

haber resuelto; quiero creer que estotambién terminará siendo bueno, pero esdemasiado temprano para saberlo.

Mi abuelo era una figura única,inequívoca. Mi papá era muchos: eltilingo y el militante, el burrero y el fande Los invasores, el padre divertido y elhijo rebelde, el redentor y el amante, elabogado profesional y el defensor decausas perdidas. No digo que estoselementos fuesen inconciliables; digoque vivían en tensión dentro de mipadre, una tensión que luchó porresolver a cada momento y nunca másque a partir de marzo de 1976, cuando elpaís que había llegado a creer queinterpretaba se desvaneció debajo de

sus pies. Es fácil creer que mi madre nosufría tensiones semejantes, porquehabía construido una máscara quecalzaba perfecta sobre sus rasgos. Peroera evidente que se turbaba ante lasombra terrible de mi abuela Matilde,otra representante de una generación quenunca confesó haber sufrido duda —porlo menos hasta que fue demasiado tarde.

55. Me descubro enmedio de una película

3-D

Después del descalabro de los primerosdías, nuestra estancia en la quintaadquirió visos de una cierta normalidad.A simple vista, el único cambio real erael de decorados. Todo el mundorepresentaba el papel de siempre, sóloque en el contexto de una nuevaescenografía. El Enano y yo íbamos alcolegio. Papá y mamá trabajaban. Hastala presencia de Lucas, un cuerpo extrañoen el seno familiar, había sido

asimilada. Era un hijo más, incorporadoa la dinámica establecida por años deconvivencia. Durante el transcurso deuna cena, podía comentar las noticiascon papá y mamá mientras jugaba conuna pelota hecha con miga de pan,disparando al arco que yo armaba conmis manos; Lucas se había convertido enun centro equidistante, el punto deequilibrio perfecto. Incluso colocaba sucepillo de dientes en el vaso dondeestaban los demás.

A primera vista, este fluir de nuestranueva existencia significaba una victoriasobre las fobias del Enano. Lo habíansubido a un cohete especial, apenasvestido con su pijama favorito, el Goofy

de peluche bajo un brazo y el vaso conpiquito en la otra mano, y lo habíandisparado rumbo a otro planeta al cabode una (inusualmente breve) cuentaregresiva. Semejante corte hubiese sidotraumático para cualquier niño de suedad, y dado el apego del Enano a losritos y objetos que vertebraban sumundo, el salto debió haber sido todavíamás violento. En la cápsula no habíalugar para su cama, su colegio y susbaldosas; no había lugar para misjuguetes, que constituían su dieta dedepredador; no había lugar para el sillónde casa sobre el que bailaba cada vezque el locutor anunciaba nuestropróximo programa: El santo; no había

lugar para el triciclo azul y rojo en elque cada vez le costaba más pedalear.Sin embargo, en la gravedad cero a quenos sometía nuestra travesía espacial, elEnano flotaba como el astronauta másexperimentado. Existía el detalle de suincontinencia, pero era un secreto entrelos dos, y estábamos trabajando en ello.Papá y mamá no sabían nada; a sus ojos,la reacción del Enano a tantas fuerzasextrañas era simplemente perfecta.

En algún sentido, todos tratábamosde hacer lo mismo. Ver la parte buena delas cosas, como argumentaba elManolito de Mafalda al romper el auto acuerda de Guille y consolarlo con unapieza del mecanismo, a la que hacía

girar como trompo; era cuestión deencontrar las pequeñas ganancias dentrode las grandes pérdidas.

Al mismo tiempo, yo sabía que habíaalgo de artificio en esa nuevanormalidad, pero por entonces mi sabersólo tenía forma de intuición. Ignoraba,por ejemplo, que la decisión de mispadres de enviarnos al colegio era lapiedra basal de esa construcción: creíanque, más allá de las diferencias en laejecución, la partitura de losguardapolvos, el estudio y el recreosonaría familiar en nuestros oídos, unamúsica que oponer al silencio delespacio exterior, donde flotábamos a laderiva. Quién sabe qué zozobras habrán

pasado para recuperar los fetiches delEnano, mi revista y mi TEG; nunca losabremos, aunque el riesgo de laexcursión deje en claro cuánto estabandispuestos a hacer para poner coto anuestra enajenación. Aun en medio de lafuga, querían que conservásemos algoparecido a una vida.

Delante de nosotros se esmerabanpor ser los de siempre. Pero trabajabancon denuedo para alimentar la ilusión.Ocasionalmente se les escapaba algoque revelaba el agotamiento que sentían,de tanto fingir en pos de la ficciónperfecta: pasajes que sobreactuaban sudespreocupación, risas demasiadoestridentes, comentarios que querían

sonar casuales pero subrayaban laintención soterrada, como ocurre con losactores sin experiencia. Yo losregistraba y seguía adelante, segúncorrespondía a mi personaje en la obra.Pero a veces pasaban cosas que meobligaban al extrañamiento.

En momentos de particular calma, unelemento cualquiera se desprendía de sufondo y se desplazaba hacia mí, que veíacomo a través de esos anteojos que tedaban en el cine cuando reestrenabanMuseo de cera. El bigote de papá, porejemplo, que lo fingía más viejo y másserio, se quedaba flotando en mitad delliving aun después del portazo queanunciaba su salida; igual que la sonrisa

del gato de Cheshire. O la ropaaseñorada que mamá elegía ahora parasalir, despreciando los jeans y loscolores vivos que reservaba para lacasa. De repente veía una falda y unablusa en el umbral, calzadas sobre uncuerpo invisible, cuando el ruido delCitroën juraba que mamá ya habíapartido.

Mi mente me hacía bromas. Y suhumor sacaba a luz lo que tancuidadosamente pretendíamos disimular:que estábamos tratando de ser otros,viviendo una vida prestada, mientrasflotábamos en un cielo cada vez mástenebroso e indescifrable. Yo sabía yaque alguien o algo ahí afuera había

impulsado a mi madre a pedir licenciaen la Universidad, aunque todavíaconservase el trabajo en el laboratorio.Yo sabía ya que alguien o algo ahíafuera se había quedado con el estudiode papá, que en esos días trabajaba enbares y cafés siempre distintos paradespistar a sus perseguidores. Una vezse encontró con Ligia, su secretaria,debajo de un puente mugroso. Habíagente revolviendo basuras y ademáspasó un patrullero, obligándolos aesconderse, pero todo lo que perturbabaa Ligia era que papá le entregaba sushabeas corpus con manchas anilladas detaza de café.

Me llegaban estos y otros pedazos

de información, siempre fragmentarios,piezas de un rompecabezas que nolograba ensamblar; mi negación era tangrande que ni siquiera sufría pesadillas.Durante mucho tiempo creí que me habíaenterado de esas cosas porque mispadres imaginaban que no comprenderíasu sentido global, aquello queinsinuaban o callaban. Ahora creo queobraron de esa forma con deliberación,sabiendo que cuando lograse ensamblarlas piezas y contemplar la figurarepresentada por el rompecabezas yo yaestaría a salvo, a una prudente distanciadel peligro que por entonces nosenvolvía a todos.

56. Las malas noticiasse suceden

Apenas entré en la casa entendí que noestaba solo. Seguí moviéndome a cuentade la inercia del regreso (tirar la valijadel colegio arriba de un sillón, dejar quelos dedos se posen, inquietos, sobre elbotón más alto del guardapolvo), pero laevidencia terminó venciéndome, con laviolencia de los bofetones con que lasmadres nos arrancan de nuestroscaprichos. La casa olía siempre a polvo,medias sucias y la cocción de la nocheanterior; ahora olía a otra cosa, un olor

más dulce y más natural. Sobre la mesadescubrí una revista con laprogramación de la tele. Nosotros nuncacomprábamos esas revistas. Esteejemplar estaba abierto y enseñaba laslíneas azules con que una mano habíasubrayado sus preferencias. Del restodel living, me perturbaba más lo que noestaba que lo que estaba: alguien habíaarrasado con las señales de nuestrapresencia, las zapatillas que siemprequedaban por ahí, los paquetes degalletitas a medio comer, nuestrasrevistas y los dibujos del Enano, quedesde hacía muy poco incluían halospara todos sus personajes. Las vacastenían halos. La Superardilla y Morocco

Topo tenían halos.Lo primero que pensé fue que debía

ponerlo sobre aviso. El Enano se habíaquedado afuera, registrando la pileta enbusca de sapos muertos. Puede que fuesedemasiado tarde para mí, pero todavíahabía tiempo para prevenirlo: todo loque tenía que hacer era gritar sálvate tú,porque en la imaginación los momentosdramáticos se viven doblados al españolmexicano, como las series. El Enanocorrería entonces hacia la ligustrina y laatravesaría, saliendo a la calle en elpunto que papá nos había enseñadocuando nos preparó para el zafarranchode combate. Si se decretaba elzafarrancho, las instrucciones decían

que debíamos correr rumbo al pueblo ypedirle cobijo al padre Ruiz, que nosocultaría, quizá en la capilla misma, deacuerdo con la tradición por la que unfugitivo podía asilarse en una iglesia ydeclararla santuario.

«Hola, amor. ¿Llegaste?»Mamá apareció desde la cocina,

trayendo un cuenquito con floressilvestres entre las manos.

«¿Qué hacés acá?», dije con fuerza,para imponerme a los estruendosos l-l-lup-dups de mi corazón.

«Hoy vine más temprano. ¿Y elgordo?»

El Enano entró en ese momento,como si respondiese a la pregunta.

Mamá alcanzó apenas a dejar las floressobre la mesa antes de que el Enano lasacudiese con su abrazo.

«¡Hola, bichito! ¿Cómo te fue?»«¡Ncstnjbn!», respondió el Enano,

que todavía tenía la cara hundida en lapanza de mamá.

«¿Cómo?»«Necesito un jabón. ¡Vamos a hacer

estatuas con jabón!»«Qué bien. ¡Compré leche!»Esas fueron palabras mágicas. El

Enano hizo la versión abreviada de subailecito celebratorio y salió corriendorumbo a la cocina.

«¡Esperá que la abro yo! ¿Y a voscómo te fue?», dijo mamá, volviendo su

atención hacia mí.Yo me encogí de hombros y fui tras

ella, que marchaba detrás del Enano.«¿Y mi revista de Superman?»«Está en tu cuarto, como

corresponde.»«¿Y mis zapatillas?»«¿Te fijaste en el placard?»«Nunca están en el placard.»«Ahora sí.»Mamá arrebató el sachet de leche de

manos del Enano y le arrancó una puntacon los dientes, escupiendo elplastiquito dentro de la pileta. Eso metranquilizó. Durante un momento habíatemido que la hubiesen reemplazado porun Invasor, una copia idéntica en su

exterior pero adicta a actividadesmaternales típicas como limpiar la casa,guardar las cosas en su lugar y decorarcon flores.

«Dan una película que quiero queveas. El lunes. Por la tele», dijo,mientras encajaba el sachet en susoporte de plástico y lo entregaba, ahorasí, al Enano.

«¿Qué película? ¿La noviciarebelde?»

Pregunta incorrecta. Mamá todavíano se había recuperado de la decepciónque le produje cuando me llevó al cine averla. Me dormí. Y bueno, che.

«El Nesquik se hace así», dijo elEnano, que amaba explicar el proceso

mientras lo preparaba como si fuésemosnovatos en la materia.

«¿Una de terror?», insistí. La últimavez que mamá me había mostrado unapelícula por la tele fue Marcelino Pan yVino.

«No, estúpido.»«Ponés tres cucharaditas», dijo el

Enano, cargando el vaso de piquito conel polvo marrón.

«Se llama Picnic.»Una película sobre un picnic. ¿Podía

concebirse algo más aburrido?«No es aburrida», dijo mamá, que

me leía la mente, o al menos la cara.«Tiene una música preciosa. Y tambiénhay peleas, como te gusta a vos.»

«Después tirás la leche desde acáarriba.»

«¿Trabaja alguien conocido?»«William Holden. El de El puente

sobre el río Kwai.»El puente sobre el río Kwai era

aburrida. (Lo era entonces. Despuésmejoró.) Además terminaba mal (en estono cambió), y a mí no me gustan lashistorias que terminan mal. (En esto yotampoco cambié.)

«El de Stalag 17», dijo mamá, queno era de resignarse fácilmente.

Stalag 17 estaba buena. Era de unostipos que se escapan de un campo deconcentración. Me gustan las historiascon escapes.

«Y después revolvés, pero nomucho, porque se le van los grumitos.Los grumitos son la parte más rica», dijoel Enano y dio su primer sorbo.

«¿Lucas?»«Vuelve a eso de las siete, dijo. Hoy

me echaron del laboratorio. ¿Te alcanzoun vaso?»

Asentí mecánicamente.Mamá bajó un vaso de vidrio de la

alacena y me lo puso adelante.«Estaría bueno ir al campo para el

cumpleaños de tu abuelo. ¿A vos qué teparece?», dijo, mientras buscaba otracucharita en un cajón. El Enano nuncaprestaba la suya. Le gustaba tomar elNesquik con la cucharita adentro del

vaso.«¿Papá quiere?», pregunté yo,

desconfiando.«Lo puedo convencer. Después de

todo, es su padre. No se puede hacer elboludo.»

«Dijiste boludo», hizo notar elEnano.

«Yo lo puedo decir porque yo soyyo», dijo mamá, en un alardepedagógico.

«Vos podés decir boludo porque sosgrande.»

«Y vos no podés decir boludo nisiquiera repitiendo lo que yo dije. No tehagas el vivo.»

«¿Cómo que te echaron?»

Mamá me miró de reojo, con unamezcla de rencor y de admiración,parapetándose detrás de una cortina dehumo. No le gustaba que la hiciesehablar de un tema que prefería obviar,pero reconocía mi habilidad. Como ellaacababa de decirle al Enano que no sehiciese el vivo, yo, con mi pregunta, lapuse entre la espada y la pared; estabaobligada a no hacerse la viva ellatampoco.

«Me echaron y punto.»«¿Por qué? ¿Eras un desastre en el

laboratorio?»«Soy magnífica en el laboratorio.

Soy magnífica profesora, también, asícomo soy magnífica madre.»

Ruidito de azúcar entre los dientesdel Enano; una forma de aprobación.

«En la cocina sos un desastre.»«Nadie puede hacerlo todo bien.»«¿Y entonces por qué?»«Política.»En ese instante pasó un ángel. Según

la abuela Matilde, cuando se hace unmomento de silencio es que pasa unángel. Y el Enano gritó:

«¡Mirá, mamá, mirá!»Le enseñaba su vaso. El piquito se

había roto, quedando unido al vasoapenas por una hebra de plástico.

«Eso es de tanto morderlo, boludo»,dije.

«Vos tampoco te avives.»

«¡Me dijo boludo!»«¡No repitas!», lo retó mamá, pero

sin convicción. El Enano estaba dolidode verdad y no quería cargarle más lastintas.

Nos quedamos así, los tres,contemplando el vaso, el Enanoabrazando a mamá y yo apoyado sobrelos dos, la columna del templo que se haderrumbado contra un muro. No habíamucho que decir. Arreglarlo eraimposible. Y comprar otro, aunque fueseotro igual, era impensable. Mi hermanojamás había aceptado el concepto de laproducción en cadena. Para él no habíados objetos iguales. Por lo generalevitábamos dejar la decisión de una

compra en sus manos, porque podíapasarse media hora comparando tiki-takas que nosotros veíamos idénticos. Ledecíamos de todas las formas posiblesque no diera tantas vueltas, que los tiki-takas eran iguales, y él porfiaba que no.Lo más gracioso era que en privadomamá admitía que el Enano tenía razón.La ciencia estaba de acuerdo con él.Aunque a simple vista lo parezcan, nohay dos vasos iguales. No hay dos autosiguales. No hay dos lámparas iguales, nidos rejas iguales, ni dos momentosiguales.

57. Una de las malasnoticias se vuelve

buena

En los días siguientes, asistimos en ladoble condición de testigosprivilegiados y conejillos de Indias alfenómeno de mamá ama de casa.

Mamá nunca fue ama de casa. Mamáera un desastre en la casa. Si lo primeroera consecuencia de lo segundo o losegundo de lo primero es una cuestiónde sustancia filosófica tan inapresablecomo la del huevo y la gallina.

Pero mi juicio al respecto es

objetivo. Tengo un centenar de pruebasque lo sustentan.

Una vez metió un pollo en el hornosin sacarle de adentro la bolsita con losmenudos.

Una vez planchó una remera denylon con la plancha a todo calor y se lequedó pegada.

Una vez quiso pintar mi cuarto ypintó encima del empapelado.

Una vez llenó la licuadora hasta eltope y entonces la encendió.

Una vez prendió el horno sinvaciarlo y quemó la tabla de picarcarne.

Una vez, medio dormida, le puso elguardapolvo al Enano sin quitarle antes

la percha y lo mandó así al colegio.Papá sobrellevaba esta situación con

hidalguía, en parte porque estabaenamorado, en parte porque mamá erairreprochable en todo lo demás y enparte porque él también era un desastrecomo hombre-de-la-casa (una vezestuvimos seis días con el inodorotapado y terminé destapándolo yo,sopapa en mano, porque a papá le dabanarcadas) y eso le impedía levantar lamano para tirar la piedra.

Pero todos aquellos percanceshabían sido producidos por la mamá desiempre, cuyo paso por la casa era másbien fugaz o dedicado a los menesteresque sí le daban placer, como ver

películas, hacer crucigramas o leereternamente en el baño.

Ahora todo era distinto. Sin facultadni laboratorio, mamá no tenía másremedio que quedarse en la quinta.¿Cuántas películas podía ver por día?¿Cuántos crucigramas haría? ¿Cuántashoras pasaría sentada en el Pescadas,leyendo Teoría termodinámica de laestructura, estabilidad y fluctuación?

Durante un par de semanas me fueposible descubrir cada una de lasactividades que había desarrolladomientras yo estaba en el colegio. ElSherlock Holmes que vivía en mí latenía bien fácil: sólo había que seguirlos rastros de ceniza. Las cenizas al pie

del combinado indicaban que habíapuesto música mientras trabajaba. Lascenizas sobre el mármol de la cocinaindicaban que había un cigarrillo entresus labios mientras lavaba los platos.Las cenizas sobre el piletón indicabanque había lavado ropa a mano, a pesardel frío. Las cenizas sobre la rejilla delsuelo del baño indicaban que habíaestado sentada en el trono, lo suficientecomo para necesitar disponer de losrestos del cigarrillo; levanté la rejilla yahí estaba, la colilla flotando en unfondo de agua.

Otros indicios eran más sutiles. Enun momento, por ejemplo, empecé asospechar que la marca de cigarrillo

sobre el alféizar de la ventana se estabaponiendo más profunda. ¿Dejaba mamásu cigarrillo encendido allí dondealguien —un viejo habitante, otra mamá— lo había dejado antes? ¿Había, enefecto, momentos en que mamá dejabade ser un torbellino limpiador comoesos que aparecían en tantaspropagandas para quedarsecontemplando el parque, ensimismada,mientras el cigarrillo se consumía a sulado? ¿Qué miraba desde allí? (Elpanorama era agradable, hasta plácido,pero sin ningún relieve.) O en todo caso,¿qué habían mirado todos los fumadoresque vivieron fugazmente en la casa?

Pensé que a lo mejor la casa se

estaba apoderando de mamá. Son cosasque pasan, en especial en las películas yen las novelas de Stephen King. Elhombre del cigarrillo original (para míera un hombre; pura intuición) habíatenido una historia trágica. Seguramenteera algo de Pedro, porque está claro quePedro no era: Pedro era un chico comoyo, y los chicos no fumamos. Me loimaginaba tío de Pedro, un tío muyquerido —hubiese sido más lógico quefuese su padre, pero pasé por alto esaalternativa— cuya muerte lo habíasumido en una tristeza de la que China yBeba pretendían sacarlo a pura ingestiónde alfajores Havanna. Lo cierto es quela tragedia de esa vida truncada había

resultado en un espíritu insatisfecho. Sesabe: cuando una persona es traicionadao asesinada, su espíritu no descansa,sino que vaga por ahí esperando justicia.(Hay espíritus que piden venganza, peroesos van a parar al infierno de cabeza,como el padre de Hamlet, que noentendió que no se pueden purgar lospecados pidiendo la comisión de otros;justicia y venganza son cosas muydistintas.) Y el fantasma del tío de Pedrovagaba por la casa, y se insinuaba a lapersona que más tiempo pasaba dentrode esos muros —mamá, claramente—,que sin darse cuenta adoptaba cada vezmás actitudes propias del muerto, comofumar en la misma ventana, víctima de la

misma ensoñación. Se me ocurrióademás que el tío de Pedro podía estarenterrado allí, en la quinta, sin que cruzo lápida alguna señalaran el puntopreciso. Una día iba a ir con el Enano aenterrar otro sapo y me iba a encontrarcon su esqueleto, envuelto en ropasraídas, y en su bolsillo hallaría unpaquete de Jockey a medio fumar.

(Esa es la única contra del pensar enotra cosa como forma de distracción.Funciona durante el primer rato, perosiempre termina regresando a aquello delo que queríamos distraernos, en formacorregida y aumentada.)

Una tarde, al volver del colegio, elEnano y yo descubrimos que el

torbellino limpiador había devuelto todolo que se había llevado. Los platos deanoche seguían sobre la mesa y laszapatillas y la ropa sucia estaban dondelas habíamos dejado y los cenicerosdesbordaban y las colillas flotaban enrestos de café. Mamá estaba tirada en elsillón, cigarrillo en mano, con los piessobre la mesita y la lata de Nesquikentre los tobillos, mientras miraba latele.

«Lo que yo no entiendo», dijo, sinque mediara un hola o un buenas tardes,«es este asunto de los meñiques rígidos.¿Una civilización tan avanzada comopara tener naves interestelares y nopuede lograr meñiques flexibles?»

«Es un defecto de fabricación», dijeyo, mientras me sentaba a su lado. «Lepasa a los mejores. Aquiles tenía eltalón vulnerable porque la mamá loagarró del pie cuando lo metió en lalaguna Estigia.»

«¿Dónde hay un vaso limpio?»,preguntó el Enano, que venía de lacocina con el sachet de leche.

«No hay. Echá la leche dentro de lalata, total queda poco Nesquik», dijomamá, sin apartar los ojos de Losinvasores.

Y así recuperamos a mamá. Al cabode muchos días de intentarlo, sucumbióa la evidencia: tenía la mismaimposibilidad física de realizar bien una

tarea de ama de casa como el Enano detratar un objeto sin desintegrarlo. Conlaboratorio o sin él, con fantasma o sinfantasma, mamá seguía siendo mamá.

Lo cual, por si no se entendió, era labuena noticia.

58. Un picnic conlluvia

Dónde vas, me preguntó mamá esanoche. Me quedé ahí, boquiabierto, conmi libro debajo del brazo. ¿Qué clase depregunta era esa? Eran casi las diez y yahabíamos cenado. Yo cargaba con unlibro (uno del Rey Arturo, que habíapedido en la biblioteca del colegio) y micuerpo apuntaba inequívocamente haciael pasillo que conducía a lashabitaciones. ¿Adónde podía ir, sino a lacama? Entonces recordé. Lunes. Mamáhabía levantado la mesa con sospechosa

diligencia. Tenía en la mano un plato congalletitas y su cuerpo apuntabainequívocamente hacia el living, desdedonde sonaba, en el televisor, lamusiquita que anunciaba El Mundo delEspectáculo. Esa noche daban Picnic.Nuestra cita. Estaba atrapado.

No es que no viese los beneficios dela situación. Era una rara oportunidad detener a mamá para mí solo. Ante unapelícula romántica, papá huía de la salacomo las cucarachas cuando encendés laluz. En ausencia de mamá, el Enanosabía que papá le permitiría saltar en lacama grande hasta que sucumbiese alagotamiento o se partiese la cabeza. Asíque éramos mamá y yo. Y las galletitas.

(Unas que se llaman boca de dama:deliciosas.)

Pero también había desventajas. Losgustos de mamá en materia de cine, porejemplo. Si la experiencia me habíaenseñado algo, estaba condenado a doshoras de sufrimiento. O más de doshoras, en el caso de La novicia rebelde.

Por lo general, las películas quemamá amaba me dejaban frío, o peor. Loque marcaba la gravedad del asunto era,sin embargo, la forma en que mamá serelacionaba con el cine. A todo elmundo le gustan las películas, pero no alpunto de guardar una foto deMontgomery Clift en su mesa de luz. Enun cine, mamá se comportaba igual que

el Enano en la iglesia. Sus emociones seamplificaban. Lo absorbía todo con ojosgrandes y golosos. A veces no se dabacuenta, pero tenía la boca abierta; en laoscuridad de la sala no le importaríaparecer boba. En consecuencia, secomportaba conmigo como unevangelista: quería convertirme a su fe,contagiarme su entusiasmo por esareligión que hacía de cada acólito unproyector de cine, explicarme que elhecho de estar con otros en un lugaroscuro y mirando la luz estaba cargadode sentido. Como los evangelistas, mehacía sentir incómodo. No terminaba dedigerir la dimensión de su fe. Para míestaba todo bien con el cine, pero los

maníes con chocolate que se comprabanen la entrada eran tan importantes comola película misma.

Cada ida al cine con mamá seconvertía, pues, en una prueba. Por unaparte, era imperativo evitar el sueño. Lanovicia rebelde concluyó en una de lasmejores siestas de mi vida, pero a unalto precio. Mamá me hizo sentir quehabía cometido una traición. Era comosi hubiese insultado a su propia familia.(¿Tendríamos algún parentesco lejanocon los Trapp del que nadie me habíainformado?) Por otra parte, debía serdiplomático con mis apreciaciones. Ellame había dicho que Marcelino Pan yVino era preciosa y no asimiló bien que

le dijese que me había parecido lapelícula más horrible que había visto enmi vida. Después traté de explicar quehabía dicho horrible porque mostrabaalgo que me parecía un horror, y noporque fuese tan mala, pero el daño yaestaba hecho. Me saludó con frialdad.Dormí con la luz encendida, pero igualsoñé que un Cristo de madera meperseguía por interminables pasillos,tratando de atarme a su cruz para poder,así, quedar libre.

Más allá de mis prevenciones,Picnic no estaba tan mal. Había unpueblo chiquito y una chica linda ypulposa, Kim Novak, que parecía lamujer más triste del universo a pesar de

que estaba de novia con un chico rico.Entonces aparecía otro tipo, WilliamHolden, mucho más simpático que elchico rico pero sin un peso ni para café.Como era de esperar, Kim Novak yWilliam Holden se enamoraban. Élhacía que ella se sintiese feliz, y ellahacía que él se sintiese el hombre másrico del universo. Lo que no me cerrabadel todo era la insistencia en lo jóvenesque —se supone— eran. Para mí notenían nada de jóvenes. Se veían tanviejos como mis papás, o incluso más.

Durante el primer corte, mamárepuso la provisión de galletitas. En elsegundo corte se quedó ahí, a mi lado, ehizo un vago comentario sobre la

diferencia entre la película y lo querecordaba de ella. No entendí muy bienel punto, ya que mamá se expresó deforma poco articulada para susestándares; supuse que se trataba de unaqueja respecto de lo mal que le hace auna película ser exhibida en una pantallaen blanco y negro, llena de granos ycortada cada dos por tres porpropagandas de vino Gargantini.

Finalmente llegó el picnic de Picnic.No faltaba nadie en la celebración: KimNovak, su familia, su novio, el padrerico de su novio, la maestra solterona,su eterno pretendiente y por supuestoWilliam Holden. Recuerdo una escenaen que William Holden bailaba al lado

del río, que me causó gracia porque eraobvio que se suponía que bailaba bien yque bailando seducía a Kim Novak peroa mí el bailecito me parecía unbochorno, ridículo, ¡hombre grande!, yme divirtió tanto que hasta consideré latemeridad de hacer un comentario alrespecto y entonces miré a mamá y vique estaba llorando, pero llorando deverdad, la cara empapada como sisaliese de la ducha y en perfectosilencio, mientras sus hombros sesacudían espasmódicamente como lacarrocería del Citroën.

Le pregunté qué le pasaba, mamáqué te pasa, ¿estás bien?, dijo que sí conla cabeza pero seguía llorando sin

apartar la mirada de la tele, mamá tejuro que me gusta la película, en serio,me gusta de verdad, y entonces lasolterona Rosalind Russell rompió lacamisa de William Holden y le hizopasar el ridículo y yo me pregunté simamá lloraba por anticipado, porque aveces uno sufre desde antes cuando enuna película o un libro sabe ya que va apasar algo malo, como me pasaba a mícon Houdini, y eso me tranquilizódurante el rato en que mamá me abrazósin decir palabra, por lo menos hastaque la película terminó y terminaba bien(¿por qué el llanto, entonces, por quéesa lluvia?) y me dio un beso húmedo yme dijo buenas noches, buenas noches

mi amor, y me dejó solo en el sillóndelante de un noticiero que hablaba delPresidente esto, de la Armada aquello,de las nuevas medidas económicas, dela lucha incansable contra la subversiónapátrida, guerrilleros abatidos,Tucumán, dólar; lo de siempre.

59. La estación mástraicionera

El invierno lo complica todo.Hay que sacar de circulación la ropa

ligera y desempolvar camisetas demanga larga, pijamas, bufandas ypañuelos, medias de lana, gorros ycamperas. Estas prendas huelen aencierro, pican (aunque sean nuevas,como las que papá y mamá noscompraron en un negocio llamado,¡vergüenza!, Mimito) y hacen de uno unmuñeco gordo y torpe, como el deMichelin. Hay que hundirse en los

placares y rescatar edredones y mantascon que dotar de peso a las camas, paraque cuando uno se cubra sienta que seestá echando encima una lápida. Hayque encender estufas, eléctricas o a gas,que las primeras veces huelen siempre atierra quemada. Hay que cerrarventanas, asegurar las puertas para queel viento no sea impertinente, investigarfiltraciones y poner burletes. Hay quebajar el nivel de frío de las heladeras,para que la leche no te corte los dientes.Bañarse se vuelve una tortura, por elfrío mismo, por las toallas que nuncaestán secas del todo y por la humedadque se genera si te diste esos baños apuro vapor; en ese caso, además de

picar, la ropa se pegotea al cuerpo.El aire se envicia, es aire de ayer, de

la semana pasada, que circula por lacasa como caballo de calesita,transportando olor a medias húmedas denuestra habitación al pasillo, y olor asopa de la cocina al living, y olor atierra del comedor a la pieza de mamá,mientras los resfríos saltan de uno a otromiembro de la familia hasta que,tumbado el último, reinician el ciclo conel brío original.

El afuera lastima. Los días sondemasiado cortos. (Nada másdeprimente que salir de noche rumbo alcolegio.) Las lluvias producen barrialesque anegan los caminos. Ni siquiera

podemos divertirnos con los charcos,porque las botas de goma quedaron en lacasa de verdad y papá y mamá demoranel cumplimiento de su promesa denuevas. El Enano y yo fingimos que elinvierno no existe, pero las hojas caídasse están desintegrando y forman unapasta maloliente debajo de los pies, ylos sapos no se asoman, y la mitad deltiempo no entiendo siquiera lo que elEnano dice, la cara tapada por vueltas yvueltas de bufanda —el hijo de laMomia Negra.

Lo mismo de siempre. O casi.Porque ese invierno algo es diferente.

La gente cerró puertas y ventanasantes de tiempo, llaves con doble vuelta,

trabas y postigos, pasadores, cadenas.Dicen que hay mucho bicho suelto esteinvierno, mucha peste. La gente prefiereel aire sucio a los ruidos indeseados ylos olores familiares a los nuevos,porque un olor nuevo significa otrosorganismos y los otros organismos sondesconocidos y uno no tiene tiempo nienergía para conocerlos, es invierno,hay mucho bicho suelto, mucha peste.Cuando alguien golpea o toca el timbre,la gente finge no estar o responde desdelejos. Los carteros se preguntan porcuánto tiempo no volverán a ver unacara amiga. Hasta las comunicacionestelefónicas son más breves, como sihubiese piedad para con las palabras

que deben viajar por cables expuestos ala escarcha, al granizo, al agua, porqueese invierno hablar no es saludable,mucho bicho suelto, mucha peste,cuando uno habla le sale vapor de laboca y eso no es bueno porque haceevidente que uno habla, conviene hablaradentro de las casas porque el aire estácaldeado y uno no exhala vapor yentonces puede decir tengo hambre,estoy perdido o ma, ¿qué es eso quemuestran en la tele?, sin temor a que elinvierno lo traicione.

60. Apnea con ayudacelestial

En esas tardes muertas, el Enano y yonos dábamos larguísimos baños deinmersión. Yo aprovechaba parapracticar apnea. El objetivo era llegar alos cuatro minutos debajo del agua que,entre otras hazañas, habían hecho deHoudini una leyenda. Mientras mesumergía, el Enano tomaba el tiempocon el reloj de mamá. No es que supiesemedirlo todavía, pero podía dar cuentade la cantidad de veces que la aguja másfinita pasaba por el doce. El Enano no

contaba minutos, contaba vueltitas.«Cuando sea grande quiero ser

santo», dijo el Enano esa vez, sentadosobre la tapa del inodoro mientrasjugueteaba con el reloj. Mamá le habíapuesto condiciones claras: manos secasy prudente distancia de la bañera llena.

«¿Cuántas veces te lo voy a decir?¡Simón Templar no es un santo deverdad!», protesté yo, entre una y otrainspiración profunda.

«Pero San Roque sí.»Asentí mientras exhalaba.«Hay muchos santos. El otro día, en

la misa larga, nombraron como mil, ¿teacordás? San Roque, ruega por nosotros.San José, ruega por nosotros…»

«¡Estoy listo!»«Esperá que la agujita llegue al

doce. San Martín, ruega por nosotros.San Pedro, ruega por nosotros…»

«Nene…»«¡Ya!»Me sumergí. Desde abajo podía oír

todavía la voz del Enano, que seguíahablando como si yo pudiese entender loque decía.

Con la práctica había incorporadoalgunos truquitos. Cuando uno estáansioso o nervioso aguanta menos. Encambio si se distrae —y deja de pensarobsesivamente en lo que está haciendo—, aguanta más. Como el fondo de labañera no ofrece grandes distracciones

por sí mismo, me había asegurado mipropio show. Tenía dos soldaditos. Unoera enorme, medía como veintecentímetros: un guerrero medieval,armadura de pies a cabeza, que esgrimíauna maza que el Enano perdió. El otroera chiquitito, no sé, ¿seis centímetros?,azul de pies a cabeza: un buzo que papáme compró en esos supermercadosgeniales que habían empezado aaparecer por todos lados, Gigante oJumbo, creo, ¡donde te vendían hastajuguetes! Este tenía los brazosextendidos hacia delante, porque veníacon un propulsor submarino parecido alos que se usaban en Operación Truenoque el Enano, huelga decirlo, desintegró,

y las piernas extendidas culminando enpatas de rana que se me rompieron a mí,de tanto movérselas. Lo bueno de estossoldaditos era que podían representarhistorias distintas. Como su yelmo teníauna cresta en mitad del cráneo, elguerrero medieval me servía tambiéncomo Ultramán. Y como tenía los brazosextendidos hacia delante, el buzoparecía estar volando, o sea que podíaser Superman, por ejemplo, o…

Tiempo de emerger.«… ruega por nosotros. San

Jorge…»«¿Cuánto hice?», pregunté entre

jadeos.«La aguja no llegó al doce. Llegó

hasta acá.»«¿Cuarenta segundos?»Era un bochorno. Necesitaba

prepararme mejor. Inspirar hondo,hondísimo. Exhalar…

«San Mateo, ruega por nosotros. ¡…Y se me acabaron! ¡Decime mássantos!»

Dije que no con la cabeza, mientrasseguía practicando.

«¡Decime o no te cuento más!»«San Felipe.»«Eso es un vino, estúpido.»«Antes de ser un vino fue un santo.»«Ruega por nosotros. ¡… Otro más!»«San Carlos.»«¡… de Bariloche, ruega por

nosotros!»«San José.»«¡Ya lo dije!»«Entonces, inventá.»«¿Qué decís, nene?»«Usá palabras que empiecen con

san. San Griento, por ejemplo. ¡Contáotra vez!»

«Esperá que llegue al doce… SanGriento, ruega por nosotros. San…Guchito. ¿San Guchito está bien?»

«Sí, dale.»«¡Ya!»Nueva inmersión. El Enano seguía

con sus letanías, como si nada.Superman nadaba hasta lo más

profundo del océano. Un mensaje de

Jaime Olsen lo había alertado:capturada por Lex Luthor, Luisa Laneestaba atrapada en una cueva submarina,cuya boca estaba cubierta por una piedrachata extrañamente parecida a un tapóngigante. Debía sacarla de allí, antes queLuisa consumiese todo su oxígeno ymuriese asfixiada. Finalmente Supermanllega a la cueva, y haciendo uso de sufuerza descomunal retira la piedra.(Todo esto ocurre con música de fondo,por supuesto: mi Orquesta Mental,siempre lista para los grandesacontecimientos.) Entonces comprendela dimensión del engaño. No hay rastrosde Luisa, que nunca estuvo allí. Lapiedra no tapaba el acceso a una cueva,

sino a un abismo que todo lo devora, unasuerte de agujero negro submarino por elque todo el océano puede desapareceren cuestión de minutos. ¡Debe cerrarnuevamente el acceso a la cueva, antesde que la vida del océano todoperezca… y con ella los habitantes de laciudad de Atlantis, que está a pocasmillas de allí! (En las fantasías se mideen millas.)

Superman lucha contra el pesodescomunal de la piedra-tapón. Tiene ensu contra al agujero negro submarino,llamado Abismo Simoníaco, cuyo podercrece segundo tras segundo. Yadesespera, cuando descubre que alguienha llegado hasta él. ¡Es Ultramán! Con

esperanzas renovadas, le pide que loayude a mover la piedra-tapón. Esentonces cuando descubre que Ultramánha sido hipnotizado por Luthor, y que enrealidad está allí para impedirle salvara Atlantis. Súper y Ultra (parecen dosnaftas) se trenzan en combate. ¿PodráSuperman derrotarlo a tiempo paradevolver la piedra-tapón a su lugar ypreservar la vida oceánica? ¿Será capazde…?

Tiempo de emerger.«¡San Bayón! ¡San Drini! ¡San

Toro!»«¿Cuánto hice?»«Una vuelta. ¡Decime otro santo!»«San Dokán. San Día. San Forizado.

¡Una vuelta entera, nene!»Salté fuera de la bañera,

salpicándolo todo. (Para losinquisidores, conste que cuando mebañaba en compañía del Enano lo hacíacon el calzoncillo puesto; a esa edad, elconcepto del pudor está sólidamentedesarrollado.) Quería avisarle a mamáde mi hazaña. ¡Había aguantado unminuto completo! Ahora —el eternooptimista, siempre— se trataba apenasde seguir practicando. Si había tardadotantos días en llegar al minuto, tardaríael doble en llegar a los dos, y otra vez eldoble para arribar a la marca deseada.Lógica pura, como le gustaba decir amamá.

Abrí la puerta del baño. Desde elumbral vi a mamá en el living, teléfonoen mano. Hablaba con la cabeza gacha,como si dialogase con el piso.

«… a las diez, entonces. Sí, laconozco. Yo soy rubia y voy a estarleyendo un libro de… física. Sí: Teoríatermodinámica de la estructura».

«¡San Itario!», gritó el Enano a misespaldas, inspirado por su trono.

Mamá me vio, entonces. Se ve que elgrito la asustó, porque me miró con losojos hundidos.

Yo cerré la puerta y regresé a labañera.

Una nueva inmersión me permitiórepetir la historia, otra vez hasta el

punto del combate Súper-Ultra.Tampoco llegué a saber el desenlace. Simal no recuerdo, no llegué nunca asaberlo.

61. Del arte de lasmilanesas

Como suele ocurrir con las cosassimples, las milanesas son difíciles dehacer bien. Si no me creen, vean amamá.

Mamá hacía todo mal. Para empezar,no le sacaba la grasita y los tendones ala carne, lo cual garantizaba que, unavez al fuego, las milanesas se iban acontraer sobre sí mismas —lasmilanesas Quasimodo eran suespecialidad—, por consiguiente,cociéndose desparejas. Tampoco pasaba

el pan rallado por el colador paraseparar las migas más gruesas del polvomás fino, lo cual redundaba enmilanesas que parecían hechas con cantorodado. En cualquier momento tedescubrías masticando un pedazo decáscara de huevo, que se le habíaescapado al romperlo.

«Es mejor cuando ablandás lacarne», dije yo, abalanzándome sobre elcajón de los cubiertos. Había visto porallí uno de esos martillitos de maderaque se emplean ad hoc.

Me miró con sospecha, pero me dejóhacer. Estaba ocupada con la sartén, elaceite y el fuego de la hornalla. En lacocina, para mamá no existían las

graduaciones. Nada de mínimo omediano. Siempre ponía el fuego almáximo.

Agarré una tabla de picar y meaboqué a la tarea. La idea es golpear lacarne para volverla más tierna, paraevitar que al cortar uno desgarre solo elpan, descubriendo por debajo una suela.

Bam bam bam.«Queda mejor cuando le ponés un

caldito al huevo», dije yo sin dejar demartillar, «porque le da un sabor rico».

«¿Para qué le pegás, nene?», gritó elEnano, sentado en la mesada y envueltoen un toallón blanco; parecía Humpty-Dumpty. «¡No ves que la milanesa yaestá muerta!»

«¿Desde cuándo sabés tanto, vos?»,preguntó mamá, intrigada. «¿Estuvisteviendo a Doña Petrona?»

El Enano se rió. Doña Petrona erauna señora gorda y de dedos retorcidosque cocinaba por televisión en losprogramas de mujeres. Tenía unaayudante que se llamaba Juanita y unaforma de hablar muy divertida: no decíaJuanita sino Jua-Ni-Ta, acentuando lastres vocales.

«Me lo enseñó la mamá deBertuccio.»

«Oj.»«Qué tiene. ¡Es una genia, la mamá!»«Lindo concepto del genio, tenés

vos. ¡Aristóteles, Galileo, Einstein y la

mamá de Bertuccio!»«Se te quema el aceite.»Mamá corrió a echar la primera

milanesa, que generó un chisporroteoinfernal.

«Esa mujer es una gorda que no haceun corno a la vela», insistió mamá,herida en su orgullo.

«Primero, no es gorda. Es flaca. Ysegundo, sí que hace cosas. Lo ayuda aBertuccio con los deberes, porejemplo.»

«¿Y para qué te voy a ayudar yo avos si nunca necesitás ayuda? Yo tengoun hijo muy listo.»

«Y está en la casa cuando Bertucciollega del colegio.»

«Vos cuando llegás te prendés a latele y no me das bola. Te pregunto cómote fue, y siempre decís lo mismo: bien.¿Para qué me querés acá?»

«Se te quema.»«¡Ay!»Demasiado tarde. La milanesa había

dejado de ser Quasimodo paraconvertirse en Londres después del GranIncendio.

Mientras mamá contemplaba su obralastimera, aproveché para poner el fuegoal mínimo.

«¿Te animás a seguir vos?», mepreguntó. «Yo me tengo que ir.»

Yo estaba preparado para estacontingencia. La conversación telefónica

de mamá me había puesto sobre aviso, ypensaba dar pelea.

«¿Cómo que te vas?»«Me tengo que ir.»«¿Adónde?»«A una reunión de trabajo.»«¿Qué trabajo? ¡Si te echaron!»«Me echaron del laboratorio. Pero

eso no significa que no tenga otras cosasque hacer.»

«¿Qué cosas?»«Cosas. Vos sabés.»«¿Más importantes que nosotros?»(Estaba dispuesto a todo.)«No hay nada más importante que

ustedes.»«Entonces quedate.»

«No puedo.»«Esta vez quedate, dale. ¡Vas otro

día!»Mamá sacó la sartén del fuego y

después puso las manos encima de mishombros. Me miró a los ojos, bien decerca (casi tanto como para un besoesquimal, nariz frotando nariz), y mefulminó con la Sonrisa Desintegradora.

«No me podés pedir que haga algoque está mal. Vos no.»

Mamá, uno. Harry, cero.Las milanesas me salieron

riquísimas. Estaban muy, muy tiernas.Papá y Lucas me elogiaronexageradamente, por una vez aliviadosde la cocina insípida y casi mineral que

era la especialidad de mi madre. Debohaber comido muchas, porque al ratoempezó a dolerme la panza y terminévomitando.

Cuando me fui a acostar mamátodavía no había vuelto.

Llegó al rato largo. Papá y Lucastodavía estaban despiertos. La oícomentar algo de los controles de lasrutas. Entonces papá le dijo de mi panzay un instante después ella estaba ahí,abriendo la puerta.

Me hice el dormido pero no leimportó. Me habló como si supiese quese trataba de una actuación, y eso queestuve genial, ojos cerrados, cuerpoinmóvil, respiración profunda, sin que

un solo gesto me traicionase. Se ve queno quería despertar al Enano porque mehabló al oído, un soplo tibio en elcaracol de mi oreja, la oreja izquierda,me acuerdo bien, diciendo que no mepreocupase, que todo iba a estar bien,que ella iba a estar siempre ahí (¿al ladomío o en mi oreja?), que me queríamucho y que de todos los experimentosque había hecho en su vida científica, yoera el que mejor le había salido. Y queno le importaba que la oyese diciendoestupideces como esa, ni llenarme debaba la oreja, y ni siquiera —mirá vos— parecerse a la mamá de Bertuccio.

A lo mejor se dio cuenta por misonrisa.

62. Recibimos unanuncio

Nadie que no poseyese la elocuencia demamá, fundada en la astucia de susrazonamientos, sí, pero asimismo en elpoder que emanaba naturalmente de supersona (algunos, con perspicacia, lollamaban seducción), habría convencidoa papá de ir al cumpleaños del abuelo.Desde que el mundo era mundo, lo cualequivale en este caso a la extensión demi memoria, papá y el abuelo sellevaban fatal.

Ese estado de perpetua beligerancia

era su forma de relacionarse. Como losduelistas de Conrad, que representabanlo permanente en un mundo consagradoal cambio, papá y el abuelo seenfrentaban donde y cuando seencontraran, fiesta o reunión, navidad obautismo, con la insistencia del rito. Laabuela insistía en que no siempre habíasido así, pero cada vez que lo decíamamá y yo intercambiábamos miradasde escepticismo. Imaginar concordiaentre esos dos nos remitía al Paraísoprevio a la Caída; su último abrazosincero no podía haber ocurrido muchoantes de que Adán pidiese postre y Evale dijese ¿no querés fruta, mejor?

Sus discusiones tenían múltiples

detonantes. El auto, por ejemplo. Elabuelo creía que el Citroën era pocomás que un karting con carrocería, locual ofendía mortalmente a papá,imagino que por esa cuestión atávica dedefender a la china y al caballo. A vecesdiscutían por el campo. Cada vez que elabuelo empezaba a hablar de lascosechas, del ganado nuevo, delfertilizante que estaba poniendo aprueba, papá lo cortaba en seco ycambiaba de tema, pero ni siquiera asíconseguía que el abuelo no formulase lapregunta que había estado en su mentedesde el principio, la pregunta queformulaba cada vez: ¿no pensaste envenirte al campo? Papá respondía

siempre de mala gana. Tenía unarespuesta de salón y otra que incluía lapalabra mierda.

El tópico más urticante era el país,siempre. Más allá de su nombre y de loscolores de la bandera, no estaban deacuerdo en nada que le estuviesereferido. Discutían por cualquier cosa,los militares, la censura, la economía,los secuestros, las bombas, los diarios,la represión, el petróleo, mientras laabuela suspiraba y mamá terciaba afavor de papá pero con mesura, no fuesecosa de apabullar al abuelo y pudrirlotodo. A mí esas discusiones me aburríansoberanamente. En términos generales,podría decir que todo se resumía en que

al abuelo los peronistas le caían gruesoy a papá le caían bien, por lo menosalgunos, salvo López Rega, claro, eIsabelita, y Lastiri, que tenía tantascorbatas, y buena parte de lossindicalistas, como Casildo Herrera, eseque se escapó de la Argentina diciendome borré. Papá decía que el abuelo eragorila, como llamaban a losantiperonistas, pero el Enano le porfiabaque no, que el abuelo era un señor, ypapá, para chincharlo, le decía que elabuelo era más gorila que Maguila, elmono con tiradores de los dibujitosanimados. Muchas veces, en ausencia depapá, el Enano imitaba a un monodelante del abuelo, que le festejaba la

gracia sin entender la intención ni menosaún la celeridad con que el Enanodejaba la monería apenas papá seaproximaba.

Yo no creía que la política fuese unacosa seria. Me parecía de esos temasque generan fervores artificiales en lagente, una pasión tan estentórea comovana, al igual que el fútbol. Ya sé que eldeporte me tenía sin cuidado, pero enlos papeles yo era de River y Bertuccioera de Boca y aun así entre nosotrosestaba todo bien, a excepción de losdías posteriores a cada clásico, eso sí,en que uno desollaba al otro conprecisión de piel roja hasta que sonabala campanada del primer recreo y

llegaba el momento de las cosasimportantes, las figuritas, las historietas,jugar a Titanes, lo obvio. Por eso intuíaque en el fondo del duelo entre el abueloy papá había otra cosa, algo queminimizaba al Citroën y al campo yhasta al peronismo, algo que incluso a supesar los enfrentaba al alba, sinpadrinos, en extremos opuestos de unsable. Quizá se tratase de esas cosas delas que siempre se habla, típicas depadre e hijo, como las que papá y yoestábamos destinados a vivir cuandollegase el momento, pulseadas entre eldesignio de uno y la necesidad del otrode definir su propia identidad, la clasede asperezas que, según dicen, el tiempo

se encarga de ir limando, siempre ycuando nada interrumpa esa dinámica,siempre y cuando ningún país seinterponga, ninguna mano, ningún sable.

Papá sentiría lo que quisiera, peropara mí el abuelo era el mejor abuelodel mundo. Te dabas cuenta a simplevista: gordo, simpático, dado aexplosiones tanguísticas (decí por Diosqué me han dáu, que estoy tancambiáu…) y siempre pendiente de laoportunidad para jugar con nosotros.Usaba bigote, tan canoso como el pelo,que peinaba con fijador apenas bañadopara dominar los rulos que florecíannaturalmente en su cabeza. No fumabacigarrillos pero le gustaban los habanos,

unos Romeo & Julieta cuyas cajas meregalaba una vez vacías para que yoguardase allí mis figuritas. (Creo que megustó Orson Welles antes de ver ningunapelícula de Orson Welles porque teníaese aire de oso fumador que tantoasociaba a mi abuelo.) Siempre que meveía con una revista de Superman decíaa ver cuándo empezás a leer otras cosas,ya estás grande, y yo le decía que iba adejar de leer Superman el día que éldejase esas novelitas de cowboys deSilver Kane y Marcial LafuenteEstefanía que también se compraban enlos kioskos y entonces nos reíamos losdos y al llegar al primer kioskofirmábamos la paz y nos comprábamos

dos, tres, cinco.A veces lo descubría haciendo una

cosa rara. Cuando algo lo emocionaba,se reía y lloraba al mismo tiempo.Comprendo que es insólito; trataré deexplicarme. Veía Sábados circulares,por ejemplo, y Mancera presentaba a uncoro de niños ciegos o pobres y elabuelo los escuchaba cantar comoángeles y entonces empezaba a reír yllorar al mismo tiempo. Hacer eso no esfácil. Requiere más entrenamiento quelos cuatro minutos acuáticos de Houdini.La diferencia está en que para los cuatrominutos tenés que decidir entrenarte,seriamente, como profesional, y parareír y llorar al mismo tiempo te entrena

la vida sin que te des cuenta. Si la vidafuese una película y alguien preguntasepor su género, sería apropiado decir: esuna de reír y de llorar a la vez, como elabuelo bien sabía.

Nunca sabremos qué hizo mamá paraconvencer a papá, porque la noticia delviaje a Dorrego tornó innecesariacualquier otra consideración. El Enano yyo desgranamos de inmediato lasfantasías que se agolpaban en nuestrascabezas. Dorrego significaba losabuelos, a quienes no veíamos desde lasfiestas de fin de año, pero tambiénsignificaba el campo, los caballos, eltractor, los animales, la biblioteca, losjuguetes viejos de papá, el lago, los

botes y, last but not least, los chicosSalvatierra, que eran hijos del capataz ycon quienes siempre nos metíamos enlíos. Una vez encontramos unos tachoscon pintura y se nos ocurrió que a papále encantaría levantarse de la siesta yencontrar el Citroën, uno que tuvimosantes que el de ahora, pintadito deblanco, luminoso y prolijo. Permítasemeinterrumpir aquí el desarrollo de estaanécdota, y dejar su cierre a laimaginación del lector.

En mi cabeza había además unasensación que no compartí con el Enano.Dorrego significaba también alejarse dela quinta y por ende de Buenos Aires.Significaba que mamá no se iría a

ninguna parte sola. Y era, a fin decuentas, una forma de reconectarnos connuestra historia, que permanecía ensuspensión inanimada desde el día enque mamá pasó de sopetón a buscarnospor el colegio. Dorrego no sería nuestracasa, pero era lo más parecido que nosquedaba. Un sitio habitado por personasconocidas y amadas, con ruidosfamiliares, rutinas familiares, aromas ysabores familiares.

Lástima que Lucas no pudo venir.

63. Preguntascorrectas

Lucas y yo no tardamos mucho en llegaral límite de lo que podíamos decirnos.En el tiempo que compartimos hablamoshasta la ronquera de todo aquello quenos estaba permitido, dadas las reglasdel juego. Hablamos mucho de LosBeatles, nuestros cuatro evangelistas;fue Lucas quien me hizo notar que habíauna canción de Los Beatles para cadaestado del alma. (Hasta los másdesesperados, como Yer Blues.)

Hablamos de la inutilidad de buena

parte de las materias escolares y de laforma en que las valiosas de verdaddebían ser impartidas. ¿No seríaapropiado que se le diese a cada alumnola oportunidad de encontrar un libro quele cambiase la vida? ¿No habría queescuchar la mejor música y cantarla ybailar? Para aprender Geografía, ¿nodeberían empezar por enseñarnos aviajar solos? (Se usa poco la brújula enestos días, como si no pudiésemosperdernos.) Y en lo que hace a laHistoria, ¿no sería sensato arrancar conla historia del presente? Si nocomprendemos lo que está pasándonos,¿cómo aprovecharemos la experienciade nuestros antecesores?

(De tanto en tanto, al traer susrecuerdos al presente, a Lucas se leescapaban verbos en plural, estábamos,corríamos, una vez vinimos, que mehacían pensar que él también habíadejado atrás a un Bertuccio, o un Enano,pero por supuesto no podía preguntarleal respecto.)

Hablamos de nuestras experienciascon el sexo femenino, que en su casoeran cuantiosas y variadas —a pesar deque seguía negándome que la chica de subilletera era o había sido su novia— yen la mía se limitaban a Mara, la deInglés, y la hija de unos amigos de mispadres que despertaba en mí lacompulsión a hacer el ridículo. Imagino

que presenté un pobre caso a favor delos hombres inteligentes y sensibles, yque en alguna medida soy responsablede que haya terminado casada con unpolista.

También hablamos de historietas,series y películas. Lucas me preguntóuna vez si había leído una historietallamada El Eternauta. Estaba seguro deque me iba a encantar, dado mifanatismo por Los invasores. Le dije quela buscaría. Recuerdo que una sonrisade Gioconda le encendió el rostro y medijo que en esos días, preguntar en unkiosko por El Eternauta también era unapregunta incorrecta.

Todos los caminos conducían a una

pregunta incorrecta. Durante unos días,creímos estar condenados al silencio.

No sé si empezó él o si fui yo.Supongo que fui yo, el Hijo de la Roca,porque ya entonces padecía la fiebre queme impulsó siempre a ignorar, o almenos burlar los límites que se meimponen, al mejor estilo Houdini; nodiré que era ciego a loscondicionamientos, pero sí daltónico.Dado que nos estaban vedadas laspreguntas incorrectas, debo habermeexprimido la cabeza en busca depreguntas correctas, preguntas quepudiésemos formular en voz alta, a vivavoz, bajo la luz del sol, porque no megustaba que me impidiesen hacer

preguntas, empiezan por prohibirtealgunas y después te las prohíben todas,es lindo hacer preguntas, aquel que dejade hacer preguntas está seco, estámuerto. Entonces dimos con la veta.Había preguntas de esas que parecenelementales de tan obvias, pero cuyarespuesta ignorábamos. Por qué el cieloes azul, por ejemplo. Por qué los librostienen esta forma y no otra. Por qué elagua moja. Por qué la naturaleza inventólo picante. Quién creó el flequillo. Porqué las hojas se vuelven doradas enotoño. Por qué el helio te pone la vozfinita como la de Benito, el chiquitín deDon Gato y su pandilla. Por qué el airees transparente. Cómo es que los discos

atesoran la música. Por qué se lesdibujan halos a los santos. (Contribucióndel Enano.) Por qué murieron laslenguas muertas. Por qué no cantamos envez de hablar. Cuánto calor hace en elSol, una pregunta que en pleno inviernotraducía una nostalgia exquisita. ¡Nopodíamos parar!

Nos tumbábamos en el pasto, laespalda contra un árbol, sin pensar en elfrío, y nos quedábamos un buen rato ensilencio. Parecía que no estábamoshaciendo nada, pero estábamos muyocupados. Sentíamos la rugosa cortezade nuestros respaldos, sin importar elgrosor de las camperas. Descubríamoscuán suave y húmeda era la tierra sobre

la que estábamos sentados.Respirábamos un aire helado, cuyorecorrido podíamos acompañar dentrodel cuerpo hasta que se ponía tibio yentonces lo perdíamos, porque ya eraparte de nosotros. A veces me parecíaque podía ver licuarse los cristales delas ventanas. (Los vidrios son líquidos alos que, en la video de nuestrapercepción, hemos dejado en pausa.) Yentonces uno de nosotros, cualquiera,soltaba la primera pregunta, los pelos dela cabeza, ¿son nuestras antenas?, y elotro largaba la suya, ¿por qué cincodedos en la mano, en lugar de tres osiete o doce?, y después salían decorrido, entre nubes de vapor que nos

hacían parecer dragones de los buenos,porque los dragones buenos, es voxpopuli, exhalan humo blanco.

Por lo general no nos molestábamosen dar respuesta a tantas preguntas. Enbuena medida porque no sabíamos lasrespuestas, a excepción de algunaspocas de las que Lucas podía hacersecargo. Fue él quien me habló de losacuíferos, por ejemplo. Los acuíferosson nichos o capas de agua que haydebajo de la tierra, bien abajo, querecolectan lo que queda de las lluvias yse las arreglan para devolverlas al mar;todo está conectado. A veces salíaalguna respuesta cómica o poética, lossantos tienen halos para que Dios no les

pierda pisada desde arriba, si los librostuviesen forma de pluma no habríapájaros sino bibliotecas voladoras, esascosas, pero libremente, porque el juegoestaba en las preguntas y no en lasrespuestas, en defenderlas para quequedase claro que las preguntasincorrectas no existen; lo que existen sonlas respuestas incorrectas.

En los días previos a la ida aDorrego casi no lo vi. Un día se fue alos cinco minutos de mi regreso delcolegio y volvió cuando yo ya estabapor el quinto sueño. Otro día volviótemprano, pero acusó un cansancioinusual y se fue a dormir sin siquieracenar, yo creo que no quería hablar con

nadie, estaba pálido y parecía ansiosopor encerrarse dentro de su bolsa con elcierre hasta arriba, volver a la matriz, arespirar sus propios olores y corroborarque seguía vivo. Yo me sentía frustrado,por esa tendencia hormiguística de unoal acopio de afecto para cuando no lohaya, tener mucho Lucas en esos díaspara compensar el poco Lucas quetendría en Dorrego, uno puede cargarmucho afecto sobre los hombros,cantidades enormes, tandesproporcionadas como las hojasenormes que cargan las hormigas sobresu cuerpito magro. No pudo ser. Lanoche del viernes me quedé hasta bientarde, pero Lucas no volvió a tiempo.

Lo vi un minuto, eso sí, el sábadopor la manaña. Hicimos tanto ruido conlos preparativos para la partida —yoestuve particularmente ruidoso—, que sedespertó y vino a despedirnos. ElCitroën ya había arrancado, incluso,cuando pareció recordar algo y corrióhacia el auto con sus patas de arañagigante.

«Nueve mil novecientos treinta y dosgrados Fahrenheit», me dijo, empañandoel vidrio de mi ventanilla.

«¿Qué cosa?»«La temperatura del Sol.»«¡Cuidame los sapos, Lucas!», se

metió el Enano.«No te preocupes. ¡Nos vamos a

hacer compañía!»Papá y mamá reiteraron sus adioses

y nos fuimos.Durante Dorrego tuve poco Lucas,

pero al menos tuve algo. Cada vez queme acordaba de él, me lo imaginabavestido con un impermeable que le dabaun aire de misterio, sigiloso, saltando deumbral en umbral y de sombra ensombra, los ojos chiquitos y claros —como las bolitas con las que jugamosuna vez— atentos a la posible presenciadel enemigo. Lucas trataba de llegar a unedificio oscuro sin ser descubierto. Unavez dentro se quitaba el impermeable yprotegido por su remera naranja seolvidaba por un rato de su misión

secreta y del peligro que lo aguardabaafuera y marchaba con pasos de sieteleguas rumbo al mostrador donde decíabuenos días, señorita bibliotecaria,¿cómo puedo averiguar la temperaturadel Sol?

Recreo

Seen a shooting startonight

And I thought of you.You were trying to break

into another worldA world I never knew.I always kind of

wonderedIf you ever made it

through.

BOB DYLAN, Shooting Star

Cuarta hora:Astronomía

f. Ciencia de los astros.

64. Dorrego

La tranquera se abría en medio de lanada. Eso veían mis ojos de niño, elcamino que bordeaba la alambradainterminable hasta dar con una puerta enel centro mismo del infinito, porque unocruzaba la tranquera y del otro lado nohabía nada, puro campo, un horizonte encomba, un verde mar sobre el que Cristohabría caminado en alpargatas. Aun enel Citroën era necesario andar un buenrato para llegar a algún lado. Primeroveías los olivos, que tenían pocos añosy no eran más altos que yo. (Nos gustabajugar ahí con el Enano; nos sentíamos

gigantes.) Después venía una arboleda ymás allá los sembradíos y la hacienda yrecién entonces, a la distancia, veías elmolino a través del parabrisas; la casaestaba cerca.

Era bonita pero sencilla, techo detejas por encima de una planta única, unliving-comedor con enormes ventanalesy chimenea (delante de la cual, según laleyenda, al año de vida me comí mediocascarudo), un pasillo largo queconducía a las habitaciones y al estudiodel abuelo y una cocina tan amplia queel Enano y yo jugábamos al frontónsobre la pared del fondo. Le decíamosel Gallinódromo, desde que papápretendió pasar por un hombre de campo

y quiso matar un pollo quebrándole elcuello de una sola maniobra. El pobrebicho pareció sucumbir, enfriándosesobre los mosaicos del suelo, pero derepente reaccionó y empezó a correr portoda la cocina, con el cuello doblado enperfectos noventa grados y aleteandocomo loco.

Pileta no había, pero sí un tanqueaustraliano en el que nos metíamos conlos tres Salvatierra. Cuando queríamosnadar, lo preferíamos a la laguna, queseguía estando helada aun en lo mástórrido del verano. Pero para laaventura, la laguna era insuperable:pescábamos desde el muelle o en losbotes, practicábamos patito con piedras

chatas, juntábamos cañas para armarbalsas que jamás terminábamos ypatrullábamos las orillas en busca deesas sorpresas que la naturaleza nuncaretacea, lagartijas, peces muertos,huesos pelados a los que atribuíamosorígenes macabros. (Sin los huesos,escribió Margaret Atwood, no habríahistorias.)

Eran igualitos, los Salvatierra,tamaños distintos de la misma muñecarusa. Dos varones y una nena en elmedio, Lila, de lejos la más brava.Callados pero simpáticos, de sonrisafácil, un sol que se les abría en plenacara curtida. Tenían un sexto sentidopara la diablura, olían la oportunidad

como si la precediese el azufre. Allídonde había algo con lo que podían salirlastimados —la cal, el hacha, los toros,la marrana con sus lechones—, losencontrabas rondando, en espera delmomento preciso. Salvatierra padreterminaba llevándoselos a la casa de lasorejas. Como no le daban las manospara agarrar a los tres, hacía que Lilaagarrase la oreja del más chico y ahí seiban los cuatro, encadenados.

Cuando yo era chico, Salvatierrapadre le pidió a Lila que me enseñase aandar a caballo. Recuerdo mi aprensión,aumentada por el hecho de que elcaballo de Lila quería salir al galope acada rato en contra de mi voluntad. Me

la pasaba tironeando de las riendas paraque frenase, hasta que la sombra sobreel suelo me reveló el porqué del apuro.Sentada a mis espaldas, Lila lotaconeaba, incitándolo. Yo lo detenía enseco y ella lo azuzaba otra vez,conteniendo la risa.

Por debajo del juego había unatensión muda entre ellos y yo, que veníade un mundo distinto a hollar su terreno.Con un instinto casi animal instaban aque me probase digno de integrar lamanada y yo aceptaba el desafío con lamisma ceguera, como un toro delante dela muleta, algunas veces con fortuna yotras con resultados desastrosos, quenunca terminaron en sangre aunque sí en

huesos rotos. Ni siquiera entoncesdejaron de trazar líneas imaginariassobre el polvo, que yo atravesaba deforma inexorable, decidido a demostrarque podía ser como ellos al precio quefuere, raspones, retos, yesos, noimportaba. En cambio, cuando yoregresaba a mis trucos de ciudad —loslibros, mis soldaditos—, ellos elegían ladistancia, como si temiesen verseexpuestos a los efectos de una magiacuyos códigos no dominaban. Sóloaceptaban involucrarse cuando me veíanconsagrado a un juego que implicaba serotro, un cowboy, Robin Hood o Tarzán.Ser personajes en una historia de midiseño les parecía natural, y los

desempeñaban con energía y unainspiración que superaba en mucho mistorpes indicaciones; eran actoresnaturales.

Mi piel conserva cicatrices deaquellas «pruebas» a las que losSalvatierra me sometieron.Curiosamente, no tengo recuerdo algunodel dolor pero sí la memoria del gozoque sentí al ganarle una carrera a Lilapor primera vez —andábamos en patas yel estribo me rajó el empeine—, o alobtener la nuez más alta del nogal,despellejándome las manos. En el mapade mi cuerpo, esas marcas señalanmomentos de aprendizaje por los que nosiento más que agradecimiento. A su

manera, los Salvatierra conocían elPrincipio de Necesidad. Si no hubiesencreado las condiciones para que mefuese irremediable cambiar, todavía hoyseguiría siendo un extraño en Dorrego,un intruso, un extranjero.

65. Donde llegamos alcampo y me

convierto en elReporter Esso

El viaje fue plácido, dado que el Enanodurmió casi todo el tiempo. Uncomentario respecto de su sueño nosreveló la verdad. Durante esa noche,mamá lo había levantado tres veces parallevarlo a hacer pis, no fuese cosa deque volviese a mojar la cama. Lacuestión era que yo lo había llevado unavez, cuando me desperté en plena

madrugada, y papá otras dos, sin queninguno supiese del ajetreo a que losotros lo habían sometido. Esa noche elEnano caminó dormido más de lo quehabitualmente caminaba despierto.

Apenas el Citroën anunció la llegadacon su batifondo los abuelos salieron arecibirnos. El abuelo estaba gordo comosiempre; recuerdo el poncho de vicuñaque llevaba echado sobre los hombros.Alta y flaca, la abuela poseía unaelegancia natural. Parecía un número 1al lado del 0 rechoncho que era elabuelo; juntos conformaban el sistemabinario sobre el que se fundaba eseuniverso.

Ya despierto, el Enano le dio al

abuelo su primer regalo, una caja de Romeo & Julieta. Yo le di el segundo,una botella de Johnnie Walker etiquetanegra. Eran regalos que no podían fallar,sabíamos que el abuelo los disfrutaría.Pero aun así se las ingenió para azuzar apapá.

«Vieja, mirá», le dijo a mi abuela,enseñándole la caja de habanos y labotella de whisky. «¡No sé si meagasajan o me quieren matar!»

Papá miró a mamá como diciéndole¿viste?, yo sabía.

Para peor el abuelo se encargó deremarcar cuánto tiempo hacía que no nosveía. Dijo la cantidad de meses, de díasy de horas; los tenía contados

perfectamente, o por lo menos así nos lohizo creer.

«¡Eso es un montón!», concedió elEnano.

Y el abuelo ya no dijo más nada,considerando que su caso había quedadopresentado ante el honorable tribunal.

Tampoco íbamos tan seguido alcampo. Son más de quinientoskilómetros desde Buenos Aires, no esbroma, y menos a bordo de un Citroën.Por lo general, cuando pasábamosdemasiado tiempo sin viajar el abuelo yla abuela venían a visitarnos. Pero se veque la pelea de las últimas fiestas habíasido más ríspida de lo habitual (esa esla ventaja del campo, cuando una

conversación se pone desagradable unotiene muchos sitios a los que escapar) ydesde entonces no nos habíamoscruzado.

Durante el almuerzo, que fueopíparo, la conversación tuvo laligereza requerida para no producirencontronazo alguno. Se dijeron cosasdel campo, pero fue el abuelo mismoquien cambió de tema rápidamente. Secomentó algo respecto del país, peroambas partes coincidieron en que laArgentina se estaba convirtiendo en unode esos temas de los que mejor nohablar. El Enano y yo terminamosacaparando la atención, aquél parándosesobre la silla para repetir su versión del

Himno Nacional —con la participaciónestelar de Gloria Muñiz— y yo dandouna demostración, con la ayuda de dosservilletas, de la variedad de nudos quehabía aprendido a hacer por cortesía deLucas.

Al final papá y mamá se fueron adormir la siesta. El abuelo encendió un Romeo & Julieta en el living (pocascosas incitan a soñar despierto como elaroma de un buen habano) y se sentó ensu sillón, frente a los ventanales, acontemplar la tarde. Un poco más allá,frente a la chimenea, el Enano dialogabacon sus dos Goofys. Le contaba al Goofyduro, el miembro más nuevo de lafamilia, que en ese preciso lugar yo me

había comido un cascarudo. El Enanohabía heredado la manía recordatoria dela abuela, que actuaba siempre como unguía del Museo de Nuestra Felicidad:cada sitio le despertaba algunaremembranza que debía compartir conquien tuviese al lado, por más que esapersona ya hubiese escuchado laanécdota una y mil veces.

Yo me eché en el sillón grande adisfrutar del momento, de la presenciade los abuelos, del perfume del Romeo & Julieta, de la perfectaindolencia de la tarde del sábado, queparece eterna. No duré mucho así. Habíaun fondo de inquietud en mi copa que meimpedía beberla del todo.

Puede que siempre haya sido de esamanera, desde que me extrajeron delvientre de mi madre para lanzarme aeste mundo: sé lo que quiero y enconsecuencia lo que busco, pero auncuando lo he obtenido hay parte de míque se resiste a relajarse, a disfrutar, yque ya está pensando en lo que vendrá,lo que me queda pendiente, lo todavíainforme. Aquella tarde figura en misrecuerdos como la de la primera vez, elmomento que me iluminó y me hizoconsciente de mi limitación. Nunca vivodel todo en este momento. Siempre hayparte de mí que no está aquí, donde seme ve, donde parezco estar, sinoinstalada en el futuro, llamándome a

zafarrancho de combate.«¿Cuándo me vas a enseñar a

manejar el tractor?», dije al abuelo, queestaba abstraído en su propiaensoñación. (De chico, uno no imaginasiquiera cuántas cosas hay en la cabezade un adulto que parece tener cara denada.)

El abuelo echó una nube de humogris y respondió: «Ahora».

Cuando estábamos en el campo, alabuelo le gustaba llevarme a todaspartes. Si manejaba el tractor, yo estabaa su lado, paradito sobre una ceja demetal. Si tenía que cabalgar (porque,gordo y todo, cabalgaba muy bien),pedía siempre que le ensillaran dos

caballos. Si había que recoger tomatessalíamos juntos, cada uno con sucanasta. Yo no decía nada, pero estabaseguro de que había hecho lo mismo conpapá cuando era chico, y que mipresencia lo ayudaba a disimular unvacío a su lado que ya tenía más deveinte años.

«Che, ¿y las cosas cómo andan?»,me preguntó con inocencia aparentemientras yo practicaba los cambios en eltractor. «¿Qué es de la vida del chino, tucompañero?»

«¡Japonés!», lo corregí, tal comohacía siempre. Al abuelo le gustabahacerme chistes bobos. Yo debía estaren primero o segundo cuando me dijo

que era adivino y que podía ver en sumente que yo tenía un compañerojaponés. En ese momento me asombró,pero más tarde, cuando perdí parte demi credulidad, comprendí que se habíatratado de un disparo a ciegas. En casitodos los colegios del Estado habíachinos, japoneses y coreanos. Lasprobabilidades estaban de su lado. Decualquier forma, siempre me cuidé biende cuestionar sus dotes de adivino.

«Chino, japonés…»«No sé. Se fue del colegio el año

pasado.»«No me digas. ¿Y el otro? Cómo era,

Bertolotti, Bergamotti…»«¡Bertuccio!»

«¿Cómo anda, Bertuccio?»El cambio no me entraba. Traté de

meterlo por la fuerza.«Eh, eh, despacio, che. Esto es

cuestión de maña, no de brutalidad.»El abuelo se dio cuenta entonces de

que algo me pasaba. No hacía falta seradivino.

«No me digas que Bertuccio se fue,también.»

Aquí debería decir que meditéprofundamente las posiblesconsecuencias de mis acciones, peroestaría mintiendo. Fue como si duranteel almuerzo me hubiesen dado de beberpentotal sódico; habría respondidocualquier pregunta del abuelo, por más

íntima y vergonzante que fuese larespuesta.

«No. Yo me fui. Y el Enano también.Vamos a un colegio religioso, ahora. Elcura es amigo de papá. Desde quevamos ahí el Enano quiere ser santo. Amamá la echaron del laboratorio. Papáse quedó sin el estudio. Entraron unostipos y le rompieron todo. Por un tiempotrabajó en los bares, pero ahora haymucha policía y trabaja en casa. Que noes nuestra casa, es otra. Vivimos en unaquinta, ahora. Está llena de sapossuicidas.»

El abuelo se quedó mudo. Duranteun instante pensé que no había oído nadade lo que le dije. Me pregunté cómo

habría dado la información el tipo delReporter Esso, el noticiero que hubodurante tanto tiempo a la medianoche,antes del momento de meditación. Teníacara y voz fúnebres, si no recuerdo malse llamaba Repetto, Armando Repetto,pelo oscuro y engominado a la Lugosi.Casi podía oír su tono de barítono,diciendo: Se agrava la situación de lafamilia Vicente. A las dificultades de laclandestinidad se añaden ahoraconsideraciones económicas. Eldespido de Flavia y la precariedad delempleo de David echan sombras sobrela solvencia de este grupo humano.Consultado por la prensa, el padre deDavid dijo no sentirse sorprendido, y

manifestó su intención de tomarmedidas…

«Abuelo. Abuelo, ¿me oís?»«… Sí, mi amor.»«No se peleen. Esta vez no.»

66. Las larvas

En una época había una comadreja quevolvía loco al abuelo. Hacía desastresen el gallinero. Tengo un fugaz recuerdode sangre, de plumas, de huevoscascados. El abuelo puso trampas ytapió cada agujero, pero la comadrejaseguía colándose y diezmando a lospollos. Hasta que el abuelo dijo basta ysalimos a cazarla.

Me sumé a la partida conentusiasmo. Había algo de western en elconflicto. La comadreja era un cuatrero,el abuelo era la ley y yo su alguacil;estuve a su lado cuando preparó su

escopeta, cargando sus bolsillos concartuchos rojos llenos de perdigones, ycorrí en busca de Salvatierra cuando mepidió que lo sumase a la expedición. Losdos varones también se acoplaron. Lila,en cambio, no quiso saber nada. Lasmujeres tienen ese instinto.

Fuimos de aquí para allá durante unlargo rato, de forma tan errática quepensé que la comadreja estabaengañándonos. Hasta que Salvatierra diocon la pista. Se paró a un metro de unárbol, le echó una ojeada al agujero deltronco y dijo que estaba ahí adentro. Alprincipio no le creí, pero entonces metióel caño de la escopeta en el hueco ydisparó.

Las escopetas suenan como cañones.No imagino cómo suenan los cañones.

Después hundió la mano y la sacó.La comadreja es un bicho asqueroso.

Por fuera parece un almohadón peluditopero por dentro está llena de uñas y dedientes. Salvatierra la tiró al suelo y lehurgó en el vientre con el caño de laescopeta. Me pareció gratuito, porqueera obvio que estaba muerta, peroentonces Salvatierra corroboró lo quepensaba.

«Esta anda con cría», dijo.Adentro de la bolsa del vientre tenía

varios bichitos, blancos y pelados, pocomás que larvas, que se retorcían comodesperezándose.

«¿Qué les va a pasar ahora?»,pregunté yo.

Salvatierra miró al abuelo. Elabuelo no dijo nada. Prefirió removerlos cartuchos de su escopeta yagregarlos a la provisión de susbolsillos.

Manolo, el mayor de los Salvatierra,que se había arrodillado como yo allado de la comadreja, dijo:

«Se van a morir».Yo le di un empujón y lo tiré

sentado.«Qué decís. Si les doy de comer y

los abrigo, no se van a morir», aseguré,porfiado.

«Son muy chiquitos», dijo Manolo.

«Están mamando, ¿no ves? Mirá esasboquitas. ¡No existen mamaderas tanchiquitas!»

«Vaya para la casa», tercióSalvatierra, con autoridad regia. Manololo miró con resentimiento. ¿Por qué loechaba a él, si el necio era yo?

Aunque a regañadientes, obedeció,seguido de cerca por su hermano.Salvatierra pidió permiso y se fuetambién. Me quedé solo ahí,debatiéndome entre el asco y laimpotencia, queriendo llevarme laslarvas pero a la vez temiendo dañarlasentre mis dedos, sin saber cómoagarrarlas, dónde ponerlas, qué hacer,mientras el abuelo me miraba con una

expresión que nunca antes le había visto,esa cara de parto que ponen los grandescuando sus hijos y nietos se venenfrentados a un dolor del que nopueden preservarlos.

Yo no quise ni cenar. Me quedé allado de la chimenea, con mi caja decartón llena de retazos de telas quehacían las veces de colchón y mis larvassomnolientas. Después de acostar alEnano mamá vino a verme y se sentó ami lado y al rato me dijo que me sentaseencima de ella y yo obedecí,cargándome la caja sobre la falda. Laslarvas tenían sueño y yo también.

A la mañana siguiente me despertéen mi cama. Durante un momento pensé

que todo había sido una pesadilla. Peromamá, que estaba atenta a mi despertar,me cargó en sus brazos —yo tenía seis osiete años, por entonces, y todavía eramaniobrable— y me llevó hasta la orillade la laguna.

Había enterrado las larvas ahí, alfilo del limo en que crecían los juncos.Me dijo que sus cuerpitos ayudarían alos juncos a crecer más fuertes yflexibles. Mamá me contó que los seresvivos nunca se van del todo, que todo loque muere cerca de uno sigue cerca deuno, en el aire que respira, los vegetalesque come, la tierra que pisa. Yo no supequé pensar entonces, no entendí granparte de lo que me decía y tampoco

estaba convencido de lo que sí creíaentender. Pero me aliviaba saber que laslarvas estaban cerca, en un sitio a manoal que podía visitar cuantas vecesquisiera.

Esa orilla de la laguna siempre fueespecial para mí. Todavía me gustaquedarme allí, cuando logrodesprenderme de la garra del mundo.Cierro los ojos, oigo la brisa silbarentre las cañas y me pregunto si es asícomo suena mi mamá cuando tienerazón.

67. La abuela tieneuna máquina del

tiempo

A media tarde, el calor nos hizo creerque el sol se había equivocado deestación. Estábamos mal equipados paratal contingencia: lo más liviano quemamá me había llevado en materia deropa era la camisa de franela a cuadrosque ya vestía. Pero la abuela dijo tenerropa vieja de papá que me podía servir,alguna camiseta de manga corta, algunabermuda, cualquier cosa que fuese másligera que mi disfraz de leñador. Me

pidió entonces que la acompañase alcuarto de papá, que mantenía cerradopara que no quedase expuesto a lostalentos desintegradores del Enano. Elcuarto de papá era un universo enminiatura; un agujero negro lo habríadañado de forma irreparable.

A pesar del encierro, la habitaciónolía a limpio. Se ve que la abuela laventilaba seguido. El telescopio de papáseguía armado junto a la ventana. Lacama estaba hecha con sábanas y todo.En la pared de la cabecera habíabanderines clavados con chinches,recuerdos de clubes deportivos de lazona y de esos grupos filantrópicos quese usaban entonces, el Rotary, el Club de

Leones. A un costado había una pequeñabiblioteca, que albergaba buena parte dela colección Robin Hood; por esosmilagros editoriales del país de otrasépocas, papá y yo habíamos leídoexactamente los mismos libros. ElCopperfield traducido por una señorapaqueta llamada María Nélida Bourguetde Ruiz, por ejemplo, del que papá teníauna segunda edición que databa de 1945y que compró en 1950, si había queguiarse por el nombre y la fecha queescribió en la portada con su letra deniño.

Sobre el escritorio descubrí unbatallón completo de soldaditos demetal, cargando contra un enemigo

invisible. En la estantería colocada a laaltura de la cabeza había una colecciónde autitos cuyo tamaño y detallehumillaban a mis Matchbox, una serie deaviones armados a mano y un velerorojo cuya vela terminaba a palmo deltecho.

«Está todo igual», dije yo, mientrasla abuela hurgaba dentro del placard.

«Igual igual.»«Podrías haber sacado todo y

hacerte un cuarto para vos», dije yo,inspirado por la abuela Matilde, quemetió en cajas todas las cosas de mamáy usó su viejo cuarto para desplegarsouvenirs de sus viajes, sombreros,mantillas y muñecas. (La más vistosa era

una bailaora, cuyo vestido tenía una colade un metro de largo.)

«¿Y para qué quiero otro cuarto?»,dijo la abuela, siempre práctica. «A ver,probate esto.»

Me dio una camiseta y una bermuda.Apestaban a naftalina, pero estabanlimpias y se veían casi nuevas.Resultaba extraño imaginar a papá deese tamaño.

«¿Lo extrañás mucho?», preguntémientras me quitaba la camisa.

«¿A tu padre? Claro que lo extraño.Pero no me la paso llorando por losrincones, si es lo que querés saber. Nopuedo tener más de lo que tuve. Y nonecesito nada que ya no tenga. Aunque

me gustaría verlos más seguido. ¿Visteque te iba a quedar bien? Probate labermuda.»

«Podés armar un cuarto de juegos»,dije yo, que no veía con malos ojos laposibilidad de que la abuela llenasecajas con las cosas de papá… y me lasdiese.

«Ya lo es. Para mí es una máquinadel tiempo», dijo la abuela, mientrasabría bien la puerta del placard para quepudiese verme en el espejo. «Cada vezque entro a limpiar, me quedoenganchada con algo… cualquier cosa,una de esas fotos, un cuaderno delcolegio, una camisa… y es como siviviese otra vez ese momento. Casi

puedo oír a tu papá, con su voz de antes,claro, a los gritos por el pasillo,reclamándome algo, la leche, ropalimpia, lo que sea.»

«Con mamá hace lo mismo. Peromamá no le da bola.»

«Muy bien hecho. Algunas cosascambiaron para bien.»

La abuela se puso a mis espaldas,para verme también en el espejo. Lo quevio le gustó, a excepción de mi pelo, quetrató en vano de doblegar con sus dedos.

«Otras cosas no. Ahora hacen todode una calidad pésima, para que serompa enseguida y estés obligada acomprarlo otra vez. ¿Vos te creés queuna camiseta de ahora aguantaría tanto

tiempo? Esa es la ventaja de los buenosrecuerdos. ¡Que no se gastan con el uso!Y además no ocupan lugar. Y lo másimportante», dijo la abuela, dándome unbeso en la oreja que me dejó mediosordo, «¡es que nadie te los puederobar!».

68. Un paseo por laAtlántida

Ignoro si la manufactura e industria deantaño merecían la encendida defensa demi abuela, pero la balsa que el abueloconstruyó para papá había durado, enefecto, más de veinte años. Medía unmetro por metro y medio, en los quecabían dos personas con comodidad, ypor ende tres niños. Cada detalle derealización hablaba de una mano hábil, ocuanto menos amorosa: la laca que ledio para evitar que los listonesabsorbiesen el agua, las abrazaderas de

metal, el uso de tornillos en lugar declavos. El abuelo la rescató de uno delos galpones, aunque no tuvo suerte conel mástil que se colocaba en el centro,desde el cual, según papá, solía ondearuna bandera con tibias y calavera que laabuela fabricó bajo sus instrucciones.

Cuando el abuelo se apareció con labalsa en la caja de la camioneta, nohabía forma de distinguir quién estabamás contento: si él por su orgullo deartesano, papá por la invasión de susrecuerdos o yo ante la perspectiva de lanavegación. Tardamos segundos y noempleamos más que un par demonosílabos para acordar que lasituación era propicia: estaba el sol,

estaba la laguna, estaba la balsa. ¿Quiénse habría resistido a semejantetentación?

En la orilla quedaron las zapatillas,las medias y el abuelo, cuyo pesoexcedía las posibilidades de la nave —probablemente hubiese excedido las dela Kon Tiki—. Yo le pedí que al menosse metiese al agua con nosotros pero noquiso saber nada y dijo que se iba aquedar ahí, mirándonos desde afuera.Papá se remangó los pantalones, me dijoque me sentase en la balsa y empezó aempujar.

Y así fue. Navegamos hacia el centrode la laguna, con papá empleando susmanos como remos y timón. Yo iba

tumbado panza abajo, haciéndomepantalla con las manos para que el solno me diese en los ojos mientrasintentaba ver el fondo. Según el abuelo,la laguna no siempre había estado ahí.Años antes de que comprase los terrenosfuncionaba allí una cantera de mármol.Se ve que alguien se excedió en su celoy excavó de más, porque dio con unanapa de agua que empezó a salir comosale el petróleo en las películas y noparó hasta que inundó la zona y obligó ala gente de la cantera a buscar otrohorizonte. Papá juraba que habíamaquinaria en el fondo y casillasconstruidas por los dueños de la canteray hasta árboles enteros (del otro lado de

la laguna, en la parte que daba al campode los Podetti, se veían árboles quehundían bajo el agua buena porción desu tronco), que él decía haber visto,haciendo snorkel con un tubo fabricadocon cañas. Yo escuchaba sus historiascon cierto escepticismo, porque sonabandemasiado buenas para ser reales.¿Cuánta gente tiene una Atlántida propiaa pasos de su casa?

Con el tiempo comprobé queninguno de los dos me había mentido.Abajo había dos máquinas cubiertas deverdín y una casilla sin techo por cuyapuerta salí buceando y troncos deárboles con pececitos rondando susramas. Pero esa vez no vi nada desde la

balsa, más allá de unas plantas de hojaslargas con forma de huso que ondulabande forma hipnótica y tendían a fundirsecon la oscuridad a medida que laprofundidad aumentaba.

Papá remaba con ambas manosalternativamente, para corregir ladirección de la balsa. A esa alturaestaba empapado, pero no parecíaimportarle.

Desde la orilla, el abuelo nossaludaba.

«Se podría haber metido», dije yo.«El abuelo no sabe nadar.»«¿Cómo no va a saber nadar?»«¿Vos te creés que todo el mundo va

a la pileta? El abuelo trabajó desde muy

chico y su mamá no tenía para pagarleun club.»

«¿Y cómo hacía cuando vos temetías? ¿No le daba miedo? Digo, si tepasaba algo con la balsa, ¿cómo te iba arescatar?»

«Tenía un bote a motor, amarrado almuelle. Pero él dice que nunca sintiómiedo. Yo siempre nadé bien. Élconfiaba en mí. El abuelo piensa quecuanto antes empiece uno a arreglárselassolo, mejor. En eso yo estoy de acuerdo.Por algo te enseñé las calles y a viajarsolo desde chiquito.»

«Bien que me perdí, aquella vez.»«Y después no te perdiste nunca

más.»

Papá remaba con un propósito.Buscaba un pilote que según él tenía queestar en el centro de la laguna. Era unviejo poste de luz que había sidocubierto por las aguas, salvo por sumetro más alto. Quería comprobar si lascosas que había escrito ahí con uncortaplumas seguían estando, pero elpilote no se veía por ninguna parte.

«Lo deben haber sacado. O a lomejor se pudrió. Siempre íbamos hastaahí con dos amigos, Podetti chico yAlberto, un sobrino de Salvatierra. Undía Podetti se paró en el pilote y empezóa probar poses de estatua. Imitó alPensador de Rodin, hizo un Davidmedio afeminado y después dijo, ahora

voy a imitar un angelito de fuente. Sebajó la malla y nos empezó a mear. ¡Quéturro! Se reía como una hiena, hasta queAlberto y yo empezamos a remar y lodejamos arriba del poste. ¡Tuvo quenadar media laguna hasta alcanzarnos!»

Papá siguió remando, incansable. Yome cansé de intentar ver lo profundo yme di media vuelta, panza al sol. Cerrélos ojos y me dejé llevar, mientras papáseguía recordando historias como si nopudiese cerrar el grifo de su memoria.En algún momento dejé de oírlo. Flotarse siente sabroso; como volar, imagino.Quizá hasta me haya dormido, al menosunos minutos.

«Me estoy asando», dije al final.

«Mojate un poco.»«¿No me puedo tirar?»«El agua está muy fría. Es difícil

nadar así. Te pesan los brazos y laspiernas y te cansás enseguida.»

«Ufa. Juguemos a algo, entonces.»«Con Podetti hacíamos equilibrio.

Nos parábamos los dos, con muchocuidado, y a la cuenta de tresempezábamos a mover la balsa con lospies, intentando que el otro se fuese alagua.»

«¡Juguemos, dale!»«Te vas a ir al agua.»«Vos te vas a ir al agua.»«Estás soñando.»«Lo que pasa es que me tenés

miedo.»«Uh. Ha pronunciado usted su

sentencia de muerte. ¡Dese porempapado!»

Pararse era todo un tema. La balsabailoteaba como loca. Nos tentamostanto que ninguno de los dos se podíalevantar.

«¿Vos quién sos?», pregunté entrerisas.

«Yo soy el capitán Nemo. ¿Y vos?»«Yo soy Houdini.»«Nemo versus Houdini a la una. No

vale empujar. Nemo versus Houdini alas dos…»

«No vale hacer cosquillas.»«Nemo versus Houdini a las…

¡tres!»Era como patinar sobre hielo por

primera vez, el más precario de losequilibrios. Ya es difícil pararse unosolo, y ni hablar con otra personasometiendo a la balsa a una serieerrática de fuerzas que tienden a anularcada esfuerzo propio.

Mi destino era la laguna, a no serque mediase un milagro. O una trampa.

Papá estaba en medio de una frase(«… Nemo gambetea, confunde,desborda…») cuando le pegué elempujón. Lo tomé tan de sorpresa quecayó para atrás como si fuese de piedra.Si no me hubiese echado sobre la balsame habría caído también, por la súbita

ausencia de mi contrapeso.«¡Increíble, señoras y señores!»,

grité, «¡Houdini humilla y conserva elinvicto! ¡Nemo se fue a pique de manerai-na-pe-la-ble! ¡Ovación para elvencedor!».

Hubiese seguido gritando como unpavo, pero mientras papá no apareciesela burla no tenía gracia. Y papá no habíaaparecido, todavía.

No había burbujas, siquiera. Measomé por el costado por el que habíacaído, pero una nube acababa de ocultaral sol y no veía nada más allá del aguanegra.

Empecé a pensar en lo que papáhabía dicho. Lo fría que estaba el agua.

Cómo te pesa sobre los brazos, sobrelas piernas. Te cansás enseguida. ¿Y siel frío le había producido un shock? ¿Ysi se había ido a pique hasta el fondo,con las máquinas, las casitas y losárboles?

Quise gritar pero no me salió nada.Tenía demasiado frío, los dientes mesonaban como castañuelas, el calor mehabía abandonado de un segundo para elotro, esa nube de porquería, nube negra,agua negra. Sólo atiné a girar de un ladoa otro de la balsa, como una pantera enel interior de una jaula invisible,esperando que papá apareciese de unsegundo a otro, que la nube se fuese y elagua se aclarase y papá volviese de una

vez de su paseo por la Atlántida.De repente sentí un chorrito helado.

Papá había asomado la cabeza; meescupía el agua con que se había llenadola boca, una paráfrasis incolora einodora del angelito de Podetti,creyéndose gracioso, devolviéndome latrastada. Pero apenas me di vuelta se ledesintegró la sonrisa. No sé qué vio enmi cara, que lo hizo ponerse pálido.Supongo que adivinó la que se venía, losgolpes que le tiré, golpes de verdad, confuerza, con rabia, que paraba con unbrazo empapado mientras con el otrotrataba de agarrarme por el cuello, deabrazarme, mientras decía perdoname,perdoname amor, no me di cuenta, te

juro, no me di cuenta, yo le pegaba y élpedía perdón, hasta que me cansé depegarle pero él no se cansaba de hablar,de decirme lo mismo, hasta que ya nopudo más.

La versión oficial fue que se habíacaído solo, de puro torpe.

Nunca le contamos a nadie.

69. Donde hago deespía y oigo lo que no

debo

La cena transcurrió sin tropiezos. Papáhabía cedido su persona habitual a unaversión apagada de sí mismo, peltre enlugar de plata; hasta el abuelo pareciósorprenderse de que no respondiese a unpar de comentarios suyos que invitabanal sarcasmo. Creo que a excepción delEnano, que se escapaba todo el tiempode la mesa para tostar trozos de pan enel fuego de la chimenea, todospercibimos el ánimo de papá, o más

bien su falta de él. A la hora de la frutala tensión se había vuelto tan hipnóticaque yo no podía apartar los ojos de susmanos, ahora pelan una manzana, ahoraechan soda al vino, ahora hacen bolitascon las migas, tratando de descubrir sisus meñiques todavía eran flexibles, siseguía siendo papá o si había sidoreemplazado por un doble que podíaimitar su forma, pero nunca su espíritu.

La abuela empezó a levantar lamesa. Mamá se levantó también, ymientras juntaba todas las cáscaras en unsolo plato me hizo el gesto convenido.La primera parte de mi misióndemandaba reclutar al Enano yarrastrarlo para la cocina. Fue más

complicado de lo previsto, porque a esaaltura el Enano había descubierto quepodía armar muñequitos con las migasde papá y unos escarbadientes y estabaembarcado en un proceso judicialhistórico.

«¡Dejame terminar!», protestó a mistironeos. «¡Estoy fabricando a Juana deArco!»

«Quemala después. ¡Tenemos quetraer la torta!»

La idea era que encabezáramos lamarcha que culminaría con la torta delabuelo, llevando la voz cantante en elFeliz Cumpleaños. Cuando irrumpimosen la cocina, mamá y la abuela estabanprendiendo las velitas a cuatro manos.

«Siempre hacen falta profesores. Note digo para siempre, pero por un tiempopodría ser una solución. El tema está enque se lo digas vos. Si se lo digo yo nome va a registrar, siquiera. Y si se lodice el padre, arde Troya. Vos sabéscómo son. ¡Tal para cual!», decía laabuela, consumiendo fósforos a lo loco.

«¿Puedo prender, yo?»«¿Puedo prender, yo?», repitió el

Enano.«¡No!», dijo mamá, y después siguió

hablando con la abuela como si nada.«Es la única forma en la que sabenrelacionarse. A lo bruto. ¿Sabe lo que esconvivir con tres varones?»

Traté de meter un dedo en el

merengue de la torta, pero mamá meclavó la caja de fósforos en la cabeza.

«Quedate en la puerta del living»,me dijo, «y cuando yo te hago señasdesde acá, apagá la luz».

«¡Hay que apagar el fuego, también,para que no ilumine!», dijo el Enano,dispuesto a cualquier cosa con tal desalvar a Juana de Arco.

«Vos tené cuidado con la chimenea»,dijo la abuela, encendiendo otro fósforo.«¿No sabés que los chicos que juegancon fuego se hacen pis en la cama?»

El Enano se quedó mudo. ¿Eravidente la abuela?

Obedecí la consigna de mamá y mequedé en la puerta del living, como

vigía. Papá y el abuelo conversaban convoz apagada.

«Ya sé que está difícil», decía papá,con un tono de abatimiento que no leconocía. «¿Cómo no lo voy a saber? Caegente todos los días. Pero queremosestar juntos, mientras se pueda. Loscuatro. ¿Es tan difícil de entender?»

Un chistido desde la cocina mellamó al orden. Mamá me hacía su seña;apenas por detrás estaba la abuela, lacara encendida, casi de cera. Más queuna torta, parecía una pira.

Apagué la luz y empezamos a cantar.Mamá quiso sacarnos una foto a los

cuatro varones, pero se negaba adisparar mientras papá no cambiase su

cara de momia. Estaba tan decidida amodificar su ánimo, que hasta le hizo laseña secreta con el puño cerrado queella recibía tan a menudo, para indicarleque era él, esta vez, quien se estabacomportando como La Roca.

«El abuelo me está enseñando amanejar el tractor», dije yo, decidido aayudar.

«Decile al abuelo que está loco»,respondió papá.

«Eso es lo que dijo que vos ibas adecir. Y me dijo, decile que él aprendiócuando tenía un año menos que vos.»

Papá sonrió, atrapado. Y mamáobtuvo su foto.

Flash.

70. De las estrellas

El hombre mira el cielo desde que seconvirtió en hombre. Para los egipciosel cielo era una diosa, Nut, separada desu amante Sibu (la Tierra) por el diosShu; los pies de Nut estaban en el oeste,y las estrellas se movían a lo largo de sucuerpo en el curso de la noche. Loschinos creían que el Emperador era Hijodel Cielo, y por ende le correspondíaejercer como cabeza de la religiónoficial. Los aztecas identificaban al diosQuetzalcóatl, la Estrella de la Mañana,con el planeta Venus. En la Odisea,Homero compara a Atenea con una

estrella fugaz e imagina que el cieloestrellado es de bronce o hierro, y queestá apoyado sobre pilares.

Si los dioses moraban allá arriba,los cielos debían determinar el curso delas vidas que existían aquí abajo. FrayBernardino de Sahagún cuenta que losaztecas sacrificaban prisioneros a Venuscuando hacía su primera aparición en eleste, salpicando sangre hacia lo quesuponían una estrella. Van der Waerdenargumenta que existe conexión entre lasdoctrinas zoroástricas y la aparición delos horóscopos en Grecia: si el almaprovenía de los cielos, dondeparticipaba de la rotación de loscuerpos celestes, era lógico que al

unirse a un cuerpo humano siguiese dealguna forma siendo gobernada por lasestrellas.

La identificación con lo divino no serompió jamás, ni siquiera con eladvenimiento de la ciencia. En el año340 antes de Cristo, Aristótelesargumentó en su libro De los cielos afavor de la esfericidad de la Tierra; enlos eclipses lunares, la sombra de laTierra sobre la Luna era siempreredonda. El capítulo más largo del librose dedica a explicar que el universo esuna esfera celeste en cuyo centro está laTierra. Tiempo después, en suMetafísica, daría detalles sobre losaspectos técnicos de su sistema: se trata

de un universo formado por capasesféricas con diversas funciones,algunas de las cuales transportanplanetas. Los movimientos de estosplanetas ya no se justifican en términosde las inteligencias platónicas sino apartir de una física del movimiento, decausa y de efecto. Pero al remontar estacadena de causalidades hasta la causainicial, Aristóteles dice que quien pusoen funcionamiento la primera esfera detodas, el primer cielo, es lo que llama elPrimer Motor Inmóvil: esto es, Dios.Ciertos glosadores de su obra hablancomo si este Primer Motor bastase paratodo el sistema, aunque Aristótelessugiera que cada esfera planetaria tiene

su motor, lo cual implica que habríacincuenta y cinco motores para igualcantidad de esferas, es decir cincuenta ycinco dioses. Espantados por lasimplicancias de esta pluralidad, sustraductores de la Antigüedad tardía y dela Edad Media sustituyeron el nombrede la divinidad por las palabrasinteligencias y ángeles, sin borrarnunca la potencia del original.

Hubo quienes entendieron que loscielos determinaban nuestras vidas deuna forma más clara que la queinsinuaban los horóscopos y lasespeculaciones teológicas. Una vezinstaladas en el valle del Nilo comoagricultoras, las tribus del norte de

África advirtieron que existía unacorrelación entre la conducta del río y laestrella Sirio, conocida por entoncescomo Sotis: la crecida del Nilocoincidía con las primeras salidas deSirio sobre el horizonte, poco despuésdel amanecer. Los egipcios creían quedurante la noche el dios-sol Rarealizaba un viaje a través del otromundo, que podían seguir por elmovimiento de las estrellas, dividido endoce etapas. Más tarde se dividió al díaen otras doce etapas, por analogía, loque resultó en nuestro actual día deveinticuatro horas, las doce de la nochemás las doce de la luz. Cuandotrabajamos con horas, minutos y

segundos estamos utilizando el legadobabilónico, que se regía por un sistemasexagesimal, elegido porque el númerosesenta tiene muchos factores primos.(Dios cometió un error al no darnosdoce dedos.)

Durante varios siglos, la cienciatomó un sendero que la alejaba cada vezmás de la religión organizada. Lapersecución eclesiástica delpensamiento libre impulsó a Copérnicoa callar por muchos años su teoría de unsistema que gira en torno al Sol, y no entorno de la Tierra; Kepler observó igualdiscreción y Galileo pagó un alto preciopor no respetarla. Pero en las últimasdécadas, no hay ciencia que hable más

de Dios que la astronomía. Einstein sepreguntaba cuántas posibilidades deelección tenía Dios al construir eluniverso. Stephen Hawking justifica lanecesidad de arribar a una teoríaunificada sobre el cosmos diciendo quesería igual a «conocer el pensamiento deDios». Los científicos describen lospulsos de ondas revelados por el satéliteCOBE como «rastros de la mente deDios». En sus labios, el nombre divinoalude no tanto a una religión organizadacomo a la intuición de que hay un ordeno un sentido para la totalidad de laexistencia; una búsqueda que siemprefue patrimonio de filósofos y teólogos,pero ya no. Es obvio que han dejado de

mirar al cielo.A veces pienso que todo lo que hay

que saber en esta vida se encuentra enlos libros de astronomía. Nos enseñancuál es nuestro lugar en el universo:somos un fenómeno fortuito sobre lasuperficie de un planeta ni demasiadolejos ni demasiado cerca de una estrella,el Sol, que es una en millones. Nosenseñan también que las estrellas, comonosotros, tienen un ciclo vital; el Sol,por ejemplo, morirá dentro de cinco milmillones de años, cuando consuma todosu hidrógeno y comience a enfriarse y acontraerse. Es de suponer que la especiehumana no sobrevivirá a esa muerte, porlo que se perderá un espectáculo

inefable del mismo modo en que Moisésno llegó a la Tierra Prometida: laexpansión de nuestro universo terminarádentro de diez mil millones de años,momento en el cual comenzará acontraerse sobre sí mismo y por endeinvertirá la flecha del tiempo —de habervasos rotos se volverían nuevos,llovería hacia arriba, los números delsurtidor de nafta irían hacia atrás.

La astronomía nos enseña que Dios,si es que existe, procede con unadiscreción suprema: los colapsosgravitatorios —como lo sería el deluniverso que empieza a contraerse—sólo se dan en sitios que, al igual quelos agujeros negros, no dejan escapar la

luz y por tanto no pueden ser observadosdesde afuera.

Los libros de astronomía nosenseñan que el tiempo es relativo, y quetranscurre más lentamente cerca de uncuerpo de gran masa como la Tierra: siun par de gemelos fueran separados,aquel que viviese en una nave espacialenvejecería más rápidamente que aquelque permaneciese sobre nuestro planeta.Nos enseñan el principio deincertidumbre, formulado por WernerHeisenberg en 1926: nunca puedenconocerse la posición y velocidad deuna partícula, porque cuanto másprecisamente sepamos uno de esosdatos, menos sabremos del otro, lo cual

da por tierra con cualquier intento depronosticar el futuro. ¡Ni siquierapodemos medir el presente de maneraprecisa! La luz viaja en el tiempo, y enconsecuencia las estrellas que vemos noson las que son, sino las que fueron:cuando contemplamos el universo novemos su presente, sino su pasado. (Eltiempo es relativo, sí, pero ante todo esraro.)

En las páginas finales de su libroUna breve historia del tiempo, StephenHawking se pregunta: ¿por qué atraviesael universo todas las dificultades de laexistencia? Los tiempos en que nosimaginábamos centro de este fenómenoquedaron atrás, pero aunque mínima,

seguimos siendo parte del universo ypor lo tanto sus ecos están presentes entoda nuestra vida. La respuesta a lapregunta de Hawking, pues, no puede noser análoga a la que los humanos nosdemos para explicar el impulso quelleva a sobreponernos a nuestrospropios límites, a las guerras, alfanatismo, a los fracasos, a las pérdidas,el impulso que nos hace seguir adelantey atravesar —parafraseando a Hawking,que enfermo y todo ha hecho su parte—todas las dificultades de la existencia yconstruir una mejor versión de nosotrosmismos antes de que se cumpla nuestrociclo vital y nos enfriemos ycontraigamos y apaguemos como el Sol.

Cinco mil millones de años. Ese esel tiempo que nos queda para hacer lascosas bien.

71. Dondecontemplamos las

estrellas y descubromás cosas de las quecaben en este título

Según la abuela, observar las estrellasera poco menos que una tradiciónfamiliar. Papá recibió el telescopio queconservaba en su cuarto para su décimocumpleaños. Presa de una breve fiebreestelar, bautizó a uno de los perros delcampo con el nombre de Kepler. Unodebe pensarlo muy bien antes de ponerle

nombre a alguien, porque los nombres temarcan el destino. Según losSalvatierra, que llegaron a conocerlo ensu vejez, Kepler tenía prohibida laentrada a la casa porque siempre ibaseguido de una nube de gases.

Ya de novio con mamá (que habíaestudiado el tema con cierta seriedad,dado que la astronomía es pariente de lafísica), cada vez que iban al campo sequedaban viendo las estrellas despuésde cenar. La abuela decía que en esaépoca el cielo estaba lleno de turistas.Según su versión, a los rusos y yanquisya no les bastaba disputarse la Tierra, ypor eso llenaban el espacio de cápsulasy satélites, de perros y de monos, de

cohetes descartables y de astronautasque soñaban con la Casa Blanca. Ellajuraba que una noche habían visto unsatélite, versión que siempre producíarisas en papá.

«… y dale con lo del satélite. ¡Erauna estrella fugaz, mamá!»

«¡Si la lucecita era roja!»«Rojo era el vino que te habías

tomado», terció el abuelo.Nunca vi otro cielo como el cielo de

Dorrego, tan vasto y tan negro y contantas estrellas de infinitos tamaños yluminosidades. Quizá se luzca asíporque la Tierra no interfiere con él: elterreno es plano y no hay grandesciudades que opaquen las estrellas con

sus luces artificiales y su propia nube degases. (Las ciudades tienen unavergonzosa tendencia a imitar los brillosde las estrellas; basta con verlas desdeun avión.) No hay forma de abarcarlo deun solo vistazo. Es necesario retorcer elcuello como si fuese de goma y mirarhacia los cuatro puntos cardinales y otravez hacia arriba y una vez allí barrercon la mirada de izquierda a derecha, deizquierda a derecha, y ni siquiera así seaproxima uno a cubrir la mitad de suextensión. Había estrellas tan pegadasentre sí que creaban zonas blancas en elcielo; la simple contemplación de estefenómeno te convertía en hermano deaquel que miró por primera vez y vio

leche derramada.Antes de Dorrego el cielo era una

pantalla negra en la que brillaban unasestrellas encantadoras, un poco más omenos fulgurantes, apenas más lindo quela cúpula del cine Ópera. Dorrego mereveló el otro cielo, el del domo sinlímites, que te manda de cabeza aldiccionario a buscar sinónimos deinfinito, el de las estrellas que searremolinan ya no en constelacionessino en galaxias, estrellas comoenjambre de abejas, que sugieren noinmovilidad ni permanencia sinomovimiento, la estela de algo o alguienque pasó, que acaba de pasar, reciénnomás, justo cuando no mirábamos. Era

un cielo delante del cual creíasentenderlo todo como si acabases derecibir una revelación, la necesidad delhombre de crear un lenguaje que lodescriba, una geografía que nos ubiqueen relación a ese fenómeno, una biologíaque nos recuerde cuán nuevos somos enla vecindad y finalmente la historia,porque el cielo de Dorrego cuenta cosasy lo cuenta todo al mismo tiempo:historias íntimas y épicas, el amor y lapérdida, la miniatura y el fresco.

Mamá desplegó una frazada en elpasto, sobre la que nos echamos loscuatro. El Enano se durmió deinmediato, un sueño profundo; yo leabría los párpados y lo iluminaba con la

linterna de papá y él ni se mosqueaba.«Cuando tus papás eran novios nos

quedábamos viendo las estrellas,siempre, después de comer», dijo laabuela desde su sillón, fiel a su labor deguía del Museo de Nuestra Felicidad.

«¡Uy, mirá! ¡Una estrella fugaz!»,dijo mamá.

«¿Dónde, dónde?»«Por ahí, mirá. Pero ya no está. Por

algo le dicen fugaz. Si no estás atento tela perdés.»

«¿Qué es una estrella fugaz?»«A veces, cuando te ponés a ver el

cielo, descubrís una estrella que pasavolando a mil por hora, fffftt, ydesaparece», dijo papá.

«En realidad no son estrellas», acotómamá. «Son piedras, fragmentos deasteroides que al entrar en nuestraatmósfera se encienden…»

«No no no», dijo papá. «Cienciano.»

«¿Por qué ciencia no?», protestómamá.

«Porque beso sí.»Empezaron a besuquearse, pero yo

tenía otras cosas en mente.«¡No veo nada!»«Tenés que tener paciencia. Mirar y

mirar.»«Hasta mañana, gente», dijo el

abuelo.«Vos no te vas, abuelo», dije yo, y

empecé a tironear de su brazo hasta quelo derribé sobre nuestra frazada.

«¿Y ahora quién me levanta?», dijoel abuelo entre risas.

«Una grúa del Automóvil Club», letiró la abuela, todavía escaldada por labroma del vino y la lucecita roja.

«Que te levante tu nieto, que es elmás fuerte de la familia», dijo papá.

«Yo te levanto. Pero después. Ahorate quedás acá.»

«Si me llego a enfriar…»«¿Esa es la Cruz del Sur?»«Claro.»«Si ves una estrella fugaz», dijo

papá, «le podés pedir un deseo».«¿Y qué tienen que ver las estrellas

con los deseos?»«No sé. Pero que se te cumplen, se

te cumplen. Yo pedí uno, una vez, acámismo, y se me cumplió.»

Papá miró a mamá con cara de boboy empezaron otra vez a los besos.

De repente el Enano se sentó, sefrotó los ojos y empezó a gritar: «¡Soñécon una luz! ¡Soñé con una luz!».

No sé cuánto tiempo nos quedamosasí, el Enano repitiendo la historia de suvisión en el regazo de la abuela, papá ymamá a los arrumacos y el abuelocontándome la historia de Orión, elCazador, mientras yo seguía echadopanza arriba y miraba al cielo haciendoesfuerzos por no pestañear.

Las estrellas fugaces sondesprendimientos rocosos que seencienden al ingresar en nuestraatmósfera. En esto mamá tenía razón.Por algún motivo están vinculadas a losdeseos, que uno debe pedir al verlassurcar el cielo. En esto papá tenía razón.

Yo miré y miré hasta que meardieron los ojos, pero no vi nada.

Debe ser por eso que mi deseo no secumplió.

Recreo

Quién sabe, Alicia,este país no estuvo hecho

porque sí.

CHARLY GARCÍA, Canción deAlicia en el país

Quinta hora: Historia

f. Conjunto de todos los hechosocurridos en tiempos pasados:«La humanidad ha idoprogresando a través de lahistoria».2. Narración de estos hechos:«La historia nos enseña losacontecimientos más importantesde la humanidad».

72. Sobre los finales(in)felices

No me gustan las historias que terminanmal. Ese era mi problema con Houdini,por ejemplo. Tony Curtis está sumergidoen la Tortura de Agua China, con unchaleco de fuerza y los tobillos sujetospor grilletes, y ya no tiene fuerzas paraluchar. Las últimas burbujas de aireescapan por su boca. Alguien grita; unamujer, creo. Otro rompe el cristal y dejasalir el agua, que se derrama sobre elescenario y salpica a los espectadoresde las primeras filas. Tony Curtis dice

unas palabras postreras a Janet Leigh ydespués muere. Hubiese sido preferibleque lo atropellase un auto, o que seestrellara con su moto como Lawrencede Arabia. (Lo bueno de Lawrence esque empieza por el final; de esa forma eltrago amargo viene al principio y elrelato culmina en el sitio al quepertenece, el desierto.) Eso de queHoudini fracase en pleno escape, quepor única vez no pueda deshacerse desus ataduras, suena a burla del destino.Una bien cruel, como esos castigos quelos dioses propinaban a los mortales quequerían volar o robarles el fuegosagrado, una forma de decir pudisteescapar de todo, Harry, pero existe algo

de lo que nadie escapa.Recuerdo mi impresión cuando

descubrí que las historias de RobinHood que coleccionaba desde queaprendí a leer (cuando una historia megusta, compro todas las versiones queencuentro; a esa altura era dueño deocho Robin Hood) tenían la extrañatendencia a terminar antes de tiempo.Por lo general acababan con el regresodel rey Ricardo Corazón de León, queperdonaba a Robin, le devolvía sustierras y el título nobiliario y bendecíasu casamiento con Lady Marian. Pero enla biblioteca del abuelo encontré otraversión, un libro gordo de la EditorialPéuser. En esa edición la historia

continuaba. Y contaba cómo uno de losvillanos se colaba en una fiesta yacuchillaba a Lady Marian y a supequeño hijo, Richard. Lo cual era unhorror, pero ni siquiera el último. Ellibro terminaba con el relato de unenfermo y deprimido Robin, que delbrazo del Pequeño Juan llegaba a unconvento buscando atención médica.Allí era recibido por una monja que lesugería una sangría. Reducido en susfacultades y en su voluntad de vivir,Robin no reconocía en la monja a unavieja pariente suya, que le guardabaresentimiento. Ante la oportunidad devengarse (en aquel entonces la genteencontraba habitual que los religiosos se

permitiesen las mismas pasiones que loslaicos), la mujer le abría las venas ydesaparecía con un pretexto. Cuando elPequeño Juan decidía ir a buscarla, yaera tarde. Robin se desangraba.

No comenté este descubrimiento connadie. Guardé el libro en su anaquel, enel hueco preciso que había creado suausencia, para que nadie notase cambioalguno.

Y sin embargo, todo habíacambiado.

Por primera vez entendía que estardel lado del bien no garantizaba un finalfeliz. Fue como si algo eliminase decuajo la fuerza de gravedad: dejé deestar atado a la Tierra, el arriba se

convirtió en un abajo infinito; caer erauna frase sin punto final.

Desde entonces, la misma expresiónfinal feliz me parece envenenada. Laparte feliz está adosada para ayudarnosa digerir la noción de lo final, como elremedio cuya amargura enmascarandetrás del sabor a frutilla. A nadie legusta saber que va a terminar. Si pornosotros fuera seguiríamos siempre, almejor estilo de los conejitos deDuracell.

Mi tardía educación religiosa hizo loimposible por darme un consuelo. Lasbuenas obras nos valdrían un finalfeliz… después del final. Por eso el curagordo lloraba de alegría ante la muerte

de Marcelino: porque el niño habíasacado un pasaje de primera al Cielo.Por eso Richard Burton y Jean Simmonsmarchaban felices al martirio en Elmanto sagrado: porque imaginaban queen cuestión de minutos estarían en elParaíso, cuyo esplendor sería tal quehumillaría incluso a las películas ensetenta milímetros.

Las explicaciones del padre Ruiznunca me bastaron. Quizá porque,inadvertidamente, mis padres habíanplantado en mí la semilla delagnosticismo. Papá trabajaba para quehubiese justicia en esta Tierra —y si hayjusticia hay finales felices, aquí y ahora.Mamá creía en el principio de la

causalidad pero dentro de este mundo,ya que no hay forma de comprobar siexiste otro, y mucho menos de saber quécosas de aquí tienen qué efecto allá.Imagino que el amor que le tenían a estavida les impedía relativizarla enbeneficio de otra. Hasta donde podíanver, esto que tenían entre manos era todolo que había. Todos sus actos estabandirigidos a causar un efecto en esta vida;el resto, si es que lo había, se daría porañadidura.

Con el tiempo entendí que lashistorias no terminan, simplemente. Ypara esto tengo una explicación que enparte es histórica (la parte que debo apapá), en parte biológica (la parte que

debo a mamá) y en parte poética; de estaúltima soy el único culpable.

Yo creo que las historias noterminan, porque aun cuando susprotagonistas ya no están, sus actossiguen obrando sobre los que viven. Poreso creo en la Historia como el océanoal que van a dar los ríos de las historiasindividuales. Las vidas previas nosproporcionan un marco. Nosotros somosla prolongación de esas historias, asícomo aquellos que vengan despuésprolongarán las nuestras. Estamosligados en una red que atraviesa elespacio —todos los seres vivos nosconectamos de una forma íntima, queentrelaza nuestras suertes— y también

atraviesa el tiempo; una red en la quecabemos los de hoy, pero también los deayer y los de mañana.

Yo creo que las historias noterminan, porque aun cuando una vida seacaba su energía da vida a otras. Uncuerpo muerto (piensen en las larvas) nohace más que multiplicar la vida quevive bajo tierra, para que fructifiquesobre la tierra y alimente a muchos que,a su vez, darán vida al morir. Mientrashaya vida en este universo, la historia deningún ser acabará en sí misma; setransformará. Cuando morimos, el relatode nuestra vida se limita a cambiar degénero. Ya no somos un policial, o unacomedia, o una historia épica. Somos un

libro de geografía, de biología, dehistoria.

73. Sobre las mejoreshistorias

Las mejores historias son las que nosseducen de niños y crecen con nosotros,ofreciendo nuevos sentidos con cadarelectura. (Se hacen nuevas cada vez;ergo, nunca terminan.) Como lascanciones de Los Beatles, que empiezanseduciendo con los yeah yeah yeah deShe Loves You y nos conducen condelicadeza, respetando nuestraevolución, hasta ofrecernos laposibilidad de contemplar la inmensidaddel tiempo toda a la vez, mientras suena

la orquesta de Un día en la vida. (LosBeatles tampoco terminan. Es cierto queen la tapa de su último disco figura quela canción de cierre se llama The End,esa en la que dicen que, al final, unorecibe un amor equivalente al que hadado, pero es mentira que sea la últimaporque después viene otra que no figuraen la lista, una canción escondida ycortita en la que Paul dice que SuMajestad es una chica bonita y que undía la va a hacer suya.)

Tengo muchas historias favoritas,pero la del rey Arturo ocupa un sitial dehonor. Supongo que su primer encantofue el más obvio: me gustaban lasarmaduras, la noción igualitaria de la

Mesa Redonda, el ideal romántico desus caballeros y la búsqueda del SantoGrial, la copa en que Cristo bebiódurante la Última Cena. Siempre fue unamezcla perfecta de aventura épica y debúsqueda espiritual. A medida quecrecí, las versiones infantiles del cuentoquedaron atrás y fue tiempo de leer lasfuentes originales: Geoffrey deMonmouth y su Historia de los reyes deBretaña, sir Thomas Malory y Le Morted’Arthur, el ciclo del Grial, poemascomo Sir Gawain and the GreenKnight. Crecer es, en buena medida,lidiar con las contradicciones. Aprendíentonces que un hombre como Arturopodía tener la mejor de las intenciones y

a la vez ser mezquino, carnal y egoísta.Arturo cometía incesto, asesinaba aniños inocentes y olvidaba el biencomún, obnubilado por su pena privada.

Pero la parte que más me marcó fuesiempre el final. Sir Bedevere ayuda almoribundo Arturo a subir a una barca enla que viajan mujeres vestidas de negro,entre las cuales hay tres reinas: suhermana Morgan Le Fay, la Reina deGales del Norte y la Reina de lasTierras Baldías. Las acompaña Nimué,la Dama del Lago. Ante el llanto deBedevere, Arturo le dice que irá al vallede Avalón a curarse de sus tremendasheridas. La barca se pierde en el lago.Al día siguiente Bedevere se encuentra

con un ermitaño que reza sobre unatumba nueva. Le pregunta quién yaceallí. El ermitaño responde que unhombre al que unas mujeres le pidieronque enterrase. Bedevere supone que setrata de Arturo y decide quedarse a vivirallí, orando y ayunando.

Malory da cuenta entonces de lasversiones según las cuales Arturo nomurió, y volverá cuando llegue elmomento. Según refiere, le han contadoque en su tumba dice Aquí yace Arturo,aquel que fue y que volverá a ser rey.Pero como nadie lo vio muerto niencontró dicha tumba, nadie puede darfe de su final. Malory se abstiene depronunciarse a favor del eventual

regreso: «No diré que volverá, perodiré, en cambio, que en este mundocambió su vida».

Ahora creo, con Malory, que no haynada más esperanzador que la historiade un hombre que logró cambiar su vida;en este mundo oscuro donde aseguranque nadie puede cambiar, no encuentronada más épico. Ya en 1837, RalphWaldo Emerson protestaba contra losprofetas de la resignación: «Es unanoción malévola aquella según la cualhemos llegado tarde a la naturaleza; queel mundo ha sido terminado hace yamucho tiempo». El mundo todavía no hasido terminado. Faltan cinco milmillones de años, cuanto menos. Por eso

me sublevan los que dicen que todas lashistorias ya han sido contadas,condenando el acto de la creación a serla mera repetición de algo que otro ya hahecho antes y mejor, o a trabajar en lasentrelíneas, con las sobras de subanquete. Es un pensamiento tanreaccionario como decir que todas lasvidas ya han sido vividas, lo cual nosconvierte en hombres de segunda,imitadores de vidas prestadas, nos quitael mérito y la esperanza y vuelveinútiles nuestras pasiones. Nuestrasvidas no son menores que otras vidas.Por el contrario, nuestras vidas seasoman sobre el horizonte de las vidaspasadas, las vidas que ya dejaron de ser

biología para convertirse en historia, lasvidas que nos abrieron camino haciaeste presente, que en este sentido esmayor que todo el pasado; vidas que, aligual que ciertas especies, fueron unpuente entre lo que fue y lo que es,permitiéndonos el tránsito, el paso sobreel abismo, la coronación de una montañaque es más alta que todas las previas —pero nunca la última.

Existe esa frase que, para subrayarla íntima vinculación entre losfenómenos de la naturaleza, dice que elaletear de una mariposa puede iniciaruna cadena de actos que culminen con untemblor en un punto distante del planeta.Si le concedemos a la mariposa

semejante poder, ¿cuánto más podertendrá un hombre que, adueñándose dela vida cuyo control otros pretenden,cambia su existencia para mejor? ¿Quéclase de temblores producirá esecambio, en aquellos que tiene cerca yhasta en el punto más distante delplaneta? Por eso creo, con Malory, quees suficiente con que Arturo haya hechobuen uso de su oportunidad para laredención. Pero de chico quise más laversión fantástica de la historia, la quepintaba a Arturo en Avalón, restañandosus heridas y esperando el momento devolver a su tierra.

Durante muchos años, Kamchatkafue mi Avalón.

74. Donderegresamos, para no

hallar más queoscuridad

A nuestro regreso, medianoche deldomingo, el barrio entero estaba entinieblas, cuadra tras cuadra de purapenumbra. Papá dejó el auto adoscientos metros de la quinta,metiéndolo de trompa en la entrada depiedra de otra casa; en caso dezafarrancho de combate, podía recularfácilmente en cualquier dirección. Mamá

y yo lo vimos alejarse, linterna en mano,por la calle de tierra. El Enano dormía ami lado, abrazado a sus dos Goofysllenos de baba. Mamá tuvo tiempo defumarse dos Jockey, uno tras otro, antesde que papá volviese.

«Parece que es un corte de luz,nomás», dijo papá, sentándose alvolante.

«¿Y Lucas?», pregunté yo. Era todolo que quería saber.

«Lucas no está.»Por algún motivo, su afirmación no

me pareció categórica. Apenas elCitroën entró en la quinta me bajé comoun bólido y empecé a buscar a Lucas portodas partes. Era cierto que no había luz.

Recorrí la casa tanteando las paredes,mientras gritaba su nombre en cadaambiente. Al llegar a mi habitación, eldedo de la noche clara que entraba porla ventana me señaló una ausencia. Labolsa de dormir de Lucas tampocoestaba allí. Que Lucas faltase era unafrustración, porque tenía muchas ganasde verlo; ya llegaría. Pero que sehubiese llevado sus cosas me producíaotra clase de inquietud.

Mamá dijo que a lo mejor, en nuestraausencia, había decidido dormir en otrolado. No podíamos culparlo. Cuandouno está solo, decide lo que quiere. Perono debía preocuparme; si Lucas hubiesepensado ausentarse por mucho tiempo,

no lo habría hecho sin avisar, comocorresponde.

Me pregunté si en algún sitio de lacasa habría algún mensaje que, en lassombras, no encontraríamos deinmediato.

Iba camino a la pileta, para ponermeal tanto de la salud de nuestros sapos,cuando vi una luz que venía del fondo.

Prende y apaga. Prende y apaga.Como una señal.

Le di un abrazo a Lucas que lo dejósin aire. Estaba apoyado contra unálamo. A un costado estaban su bolsa dedormir y el bolso de Japan Air Lines.

«¿Qué hacés acá afuera? ¿No vesque va a llover?»

«Los estaba esperando.»«¿Qué pasó con la luz?»«Hay un corte general, por toda la

zona. Es una boca de lobo.»Se ve que la respuesta de Lucas no

me convenció, porque de inmediatovolví a probar suerte y le pregunté:«¿Qué hacés acá afuera?».

Lucas no me contestó. Parecía másinteresado en papá, que nos había vistoy se acercaba. Eso me molestó. Imaginéque al ignorarme Lucas estabarompiendo un pacto, y que yo tenía porello derecho a sentirme dolido. Pero notuve tiempo de expresar la ofensa quesentía. Las cosas pasan a mayorvelocidad que los sentimientos.

«¿Tenés un minuto?», le preguntóLucas a papá.

En lugar de responderle, papá meechó de ahí.

«Andá a ayudar a mamá, que sequedó sola con los bolsos.»

Obedecí de mala gana. Cuando elEnano, que se desperezaba, me hizo uncomentario ingenuo, lo mandé a paseo.Se fue a lloriquear por la zona de lapileta, donde descubrió un cuerpoflotando sobre las aguas:

«¡Sapo muerto! ¡Sapo muerto!»De alguna forma sentí alivio. Era

bueno tener algo que hacer, algo a queabocarme. Mandé al Enano en busca depapel de diario e hilo sisal. Yo fui a

buscar una pala.Lo enterramos debajo de un árbol,

junto a los demás.«Esto no es un pozo», decía el

Enano al paquetito que hacía de mortaja,«es un ascensor. Te metemos ahí adentroy te vas derecho al cielo de los sapos».

Puso al sapo en la tierra. Yo empecéa taparlo. El Enano hizo una señal de lacruz precisa y elegante y salió corriendopara la casa.

Todavía estaba lidiando con la palacuando Lucas se me acercó. Llevaba labolsa de dormir bajo el brazo y el bolsode Japan Air Lines colgado del hombro.

«Me voy, Harry.»«¿A esta hora? ¡Te vas a empapar!»

«Tu papá me lleva a la estación.»«¿Puedo ir?»«… No.»«¿Por qué no? ¡Si ya termino!»«No puedo esperar más. Tendría que

haberme ido hace mil años, pero quiseesperarlos. Para despedirme.»

Yo empecé a golpear la tierra con lapala, apisonándola.

«Me voy, Harry. Y esta vez novuelvo.»

«¿Te tenés que ir sí o sí?», pregunté,zapateando ahora sobre la tumba con lasuela de mi zapatilla.

«Pregunta incorrecta.»Me eché de rodillas, buscando

piedras con que cubrir la tumba; no

quería que los perros hurgasen en elladurante la noche.

«¿Va a ser así, entonces? ¿Chau, medoy media vuelta y me voy? Pensé queéramos amigos.»

«¡Si no nos vamos a ver nunca más!»Hubo un silencio que pareció

definitivo. Yo tenía las manos llenas depiedras cuanco Lucas dijo:

«Dejé la remera naranja en lahabitación.»

Me pareció el colmo. No le tiré laspiedras porque las quería para otracosa.

«¡Andá a buscártela vos!»En algún momento empezó a llover

sin que me diera cuenta. Yo seguía de

rodillas; había empezado a acomodarlas piedras en forma de espiral,empezando en el centro de la tumba ygirando en círculos cada vez másabiertos, cuando descubrí a mamáparada a mi lado.

«¿Por qué no te despedís de Lucas?»«Porque no quiero.»«Después te vas a arrepentir.»«¿Y vos qué sabés?»«Yo sé. Creeme que sé.»«¿No ves que estoy ocupado?»De repente mamá estaba en el suelo,

también, de rodillas sobre la tierramojada. Me puso las manos sobre loshombros y me obligó a girar hacia ella.

«Mirame. ¡Mirame bien!», dijo,

enderezando la cara que yo queríavoltear. «No podés seguir encerrándote.Yo sé que sufrir es una porquería, ¿aquién le gusta?, todos querríamos teneruna armadura que nos proteja del dolor.Pero uno levanta una pared paraprotegerse de lo que viene de afuera y alfinal descubre que se ha quedadoencerrado. No te encierres, mi amor. Espreferible sufrir a dejar de sentir. ¡Sivivís con armadura, te vas a perder lasmejores cosas!… Prometeme algo.Prometeme que no te las vas a perder.Que no vas a dejarlas pasar. Ni una sola.¿Me lo prometés?»

Yo aparté mi cara bruscamente.Estaba harto de las preguntas

incorrectas, de los sapos suicidas y delas monsergas maternales, que comoestaba demostrado no se suspendían encaso de lluvia. Pero si pensaba que esobastaría para que mi madre se diese porvencida, estaba equivocado. Para esamujer empapada, la maternidad tambiénera una cuestión de resistencia.

«¿Sabés cuál fue la vez que sufrímás en mi vida?» (No esperabarespuesta de mi parte, así queprosiguió.) «Un dolor de muerte, te juro.¡La pasé muy mal! Pero era un dolor queyo había elegido, a conciencia. Teníados caminos: o elegía lo que yo quería,y sufría en el proceso, o elegía no sufrir,pero me quedaba sin nada. Y elegí bien.

Pasé por el dolor más grande, perollegué a la felicidad más grande. Y no lacambio por nada del mundo. ¿Sabéscuándo fue? ¿Sabés de qué te hablo?»

Yo no quería responder, pero meintrigaba esa parte del folklore familiarque estaba seguro de no conocer. ¿Quéhistoria era esa? ¿Qué le había pasado amamá, qué dolor tan grave? ¿Habríapasado por alto alguna de suscicatrices?

«Hablo de vos. De cuando te tuve avos, ganso.»

Al volver a mi habitación entendí loque Lucas había querido decir aldespedirse. Yo pensé que había tenido eldescaro de mandarme a buscar su

remera, pero no era así. Lucas sabíacuánto me gustaba el naranja fulgurante,la parte que parecía de goma, elalucinante dibujo de la moto. Por eso ladejó sobre mi cama, limpia ydesplegada en todo su esplendor. Me laestaba regalando.

Corrí hasta la calle pero ya sehabían ido.

75. Donde debutocomo escapista

Los trenes se prestan a la ensoñación.Debe ser por las sacudidas, la rítmicade su andar y la salmodia de losvendedores ambulantes, siempre igualesa sí mismos; la canción de cuna de unmundo post-industrial. O quizá tenga quever con la idea del dejarse llevar: unopaga el pasaje y se abandona a lamáquina, y cuando quiere darse cuenta,tanto si está sentado como si está de piey en medio de la jauría, se está dejandollevar por sus pensamientos. O quizá no

haga falta especular tanto, y laensoñación sea una consecuencia lógicade la naturaleza del tren, de su mismaidea. A fin de cuentas, se trata detoneladas de metal y chatarra lanzadas atoda velocidad sobre una línea recta,una idea que sólo puede habérseleocurrido a alguien sumido en unaensoñación, alguien hundido en un sueñoalucinado, un sueño del que sólo puedesurgir un tren.

Me gusta cuando el tren viaja sobreuna trocha elevada, porque me deja verlos techos de las casas. La gente trata alos techos como si no existiesen.Arrumba ahí lo que quiere olvidar, lostriciclos oxidados, las piletas de lona,

las jaulas vacías, las latas de pintura,los zócalos que nunca colocaron, losazulejos que sobraron de laremodelación. También los usan paraapartar de la vista aquello de lo que noquieren hacerse cargo, la ropa húmedaentre la que sobresale ese corpiño tangrande, la conexión clandestina de latelevisión, las chimeneas de las que saleese humo de un negro flagrante. Ya séque se supone que no debo mirar ahí,que lo han puesto ahí arribaprecisamente para no verlo, pero a míme gusta mirar lo que la gente no mira,me cuenta cosas, y a fin de cuentas notengo la culpa, no soy yo, es el tren.

En mi primer viaje en tren voy a

Buenos Aires. Parto de la mismaestación de la que se fue Lucas pocashoras antes. La conciencia de estarimitando cada uno de sus pasos —sacarpasaje, esperar el tren, elegir un vagón— me hace sentir que estamos cerca,pero la sensación es efímera. Una vezdentro, no reconozco nada ni a nadie.Los vagones me parecen incompletos,como si los hubiesen sacado del hornodemasiado pronto. Hay demasiada gente,y toda concentrada en ignorarse. Losasientos están sucios y rotos. Para peor,detecto un hombre que me infundemiedo. Sostiene su diario con una manode dedo meñique sospechosamenterígido. Al llegar a la estación cambio de

vagón, pero no logro sentirme mejor.Cada vez hay más gente. Me ahogo en unmar de codos y sobacos. Logro sacar lacabeza de ese nudo, casi echándomesobre una mujer sentada que duerme conla boca abierta. Por la ventana, laciudad parece darse a la fuga a todavelocidad.

La noche de la partida de Lucasdecidí que había llegado el momento deprobarme como escapista. El plan veníamadurando en mi cabeza desde hacíatiempo. Ahora tenía que ejecutarlo conla mayor disciplina y no mirar haciaatrás. Esto último es fundamental paraun escapista: cuando los cerrojos estánen su lugar y la tapa del cofre ha bajado

y hay toneladas de agua apilándosesobre nuestras cabezas, no hay muchomargen para sentir dudas. El atrás noexiste, ya, y el aquí es transitorio. Sóloqueda el adelante. Hay que escapar. Esla única opción.

El Enano aceptó ayudarme, aunquetemía que mamá no comprendiese lasutil diferencia que hay entre ayudante ycómplice. No me quedó otra que apelaral soborno. Le prometí mis revistas deSuperman, que por lo demás ya estabanarruinadas, porque el Enano las habíallenado con los halos que ahoradibujaba sobre cada personaje al queconsideraba bueno. (Lex Luthor no teníahalo.) Salimos juntos rumbo al colegio,

como todos los días. Lo acompañé hastala puerta porque tenía miedo de que seperdiese, pero antes de entrar le di dosrevistas —la parte inicial del pago; elresto vendría después, en la medida enque respetase el trato de no revelar midestino— y me quedé en la calle hastaverlo entrar.

El único imprevisto fue Denucci, micompañero de clase. Estaba adentro delcolegio, del otro lado de la reja,viéndome en silencio. Supongo que lellamó la atención que el Enano y yo noentrásemos juntos. Durante un instanteeterno, ninguno de los dos supo quéhacer. Yo lo vi mirar en dirección alpadre Ruiz, que estaba al pie de la

escalera, saludando a los reciénllegados como todos los días. SiDenucci alertaba al padre Ruiz, miescape fracasaría antes de empezar.

Pero Denucci no hizo nada. Sequedó ahí, mirándome a través de losbarrotes, con la misma cara que ponía enlos recreos cuando me invitaba a jugar alas figuritas y yo lo rechazaba. Di elprimer paso hacia atrás, reculando.Denucci no se movió. Seguí yéndomecomo un cangrejo, y Denucci nada. Mehabía alejado unos cuantos metros, ya,cuando alcé la mano en un saludo mudo.Respondió con discreción. No fueracosa de que el padre Ruiz se diesecuenta.

Bertuccio almorzaba siempre en sucasa. Yo planeaba encararlo cuandosaliera del colegio. Estaba convencidode que me invitaría a comer, y si lafortuna se mostraba de mi lado, habríamilanesas de plato principal.

Entre trenes y colectivos llegaría aFlores a media mañana. No me quedabaotra que hacer tiempo hasta el mediodía.La perspectiva no me disgustaba. Podíaver qué daban en los cines, elPueyrredón, el San Martín. Podía entraren la librería Tonini y comprobar sihabía llegado una nueva versión deRobin Hood. Podía meterme en lagalería Boyacá y quedarme viendo lasvidrieras del negocio de modelismo,

siempre llenas de Zeros y Spitfires. Laúnica precaución que debía tomar eraquitarme el guardapolvo, para que nopareciese que me había hecho la rata ycirculaba sin patente. (En mi ingenuidad,creía que un chico que vaga por elbarrio con una valija en la mano eramenos sospechoso que uno con valija yguardapolvo.)

Me sorprendió descubrir que todoestaba igual. No sé qué esperaba.Imagino que un signo de que algo sehabía extraviado en mi ausencia, qué séyo, colores más desvaídos, los kioskosde revistas cerrados por duelo (habíanperdido un gran cliente, era lo menosque podían hacer), una grieta en la

fachada de la iglesia San José, no sé,¡algo! Pero todo parecía inalterado. Losmismos colores. Los mismos kioskoscon los mismos kioskeros. La mismaiglesia desangelada.

La gente también parecía intocada.Caminaban por Rivadavia, entrando ysaliendo de negocios, de bancos, degalerías, esperando colectivos, cruzandola avenida, con el aire nervioso de quientiene mucho por hacer, con el pasoapretado de quien debe llegar a algúnlugar. Tanta diligencia me hizodesconfiar, al final. Dejé de sentir quenada había cambiado y empecé asospechar, todo estaba demasiado igual,como si se tratase de una puesta en

escena y yo no hubiese vuelto a Floressino a un decorado que reproducíaFlores tal como yo lo había conocido,una reconstrucción en lugar de loverdadero, fiel pero artificial, llena deactores que interpretan a la gente que yoconocí, gente común, kioskeros,jubilados, bancarios, parecidos a losreales (deben haber usado fotos yfilmaciones de la época para realizar elcasting), pero actores al fin, atenazadospor esa tensión de las primeras escenas,cuando todavía están demasiadoocupados en recordar cada parlamento ycada acción como para que la actuaciónfluya, es eso lo que noto, el énfasis y laexageración hasta en los gestos más

elementales, la mano que se alza paradetener al colectivo, la forma en que elviejo saca su billetera, la risa de esasnenas, demasiado forzada; me he coladoen un set sin darme cuenta, o bien actúanpara mí. En cualquiera de los casos, nome gusta.

No veo la hora de que salgaBertuccio.

Cuando sale no lo abordo, sino quecamino en forma paralela, por la veredade enfrente. Bertuccio también pareceigual que siempre. El mismoguardapolvo, la misma valija. Cantaalgo, al caminar, que no puedo oír bien.La idea era esconderme atrás de unárbol y aparecer de repente, una entrada

bien teatral, como le gusta a Bertuccio,pero tenía miedo de no verlo y que seme escapase mientras yo me escondía.Cuando quise darme cuenta Bertuccio yaestaba ahí, caminando, cantando bajito,y todo lo que pude hacer fue marchar abuen paso por enfrente y preguntarmecuándo los autos me dejarían cruzarYerbal y qué iba a decirle, hola era muysoso, desaparezco por no sé cuántotiempo y todo lo que se me ocurre esdecir hola, debe haber algo mejor. Lascuadras pasan y yo sigo observándolosin lograr decidirme, registrando cadapaso suyo, cada mueca, preguntándomesi son naturales o ligeramenteexageradas, si es Bertuccio de verdad o

el actor que eligieron para hacer deBertuccio, y cuando quiero darme cuentallegamos a su casa, son apenas trescuadras, pasan rápido.

Toca el timbre. Suena el porteroeléctrico aunque no lo oigo.

Bertuccio entra.Me quedo enfrente, trasquilado,

respirando con agitación; no hemantenido el ritmo. Ya no camino, peromi corazón sigue en tren y la tres elesdel l-l-lup-dup parecen una sola. Medigo cosas feas, me pregunto qué hacer,recuerdo lo que dije que no iba aolvidar, no hay que mirar hacia atrás,una vez lanzado, la duda es mortal, sóloqueda el adelante, el escape.

Me vuelvo a poner el guardapolvo.Cruzo la calle y me quedo entre dosautos estacionados. La idea de tocar eltimbre ni siquiera cruza por mi cabeza;mi intuición ya está funcionando, minatural dominio del tiempo, pero nocomprenderé su agudeza hasta dentro dealgunos minutos. Espero en cambio quealguien entre o salga del edificio deBertuccio. Ocurre pronto, una señoraque sale con el changuito de la feria,pongo mi mejor cara de alumno y entrocomo si hubiese vivido siempre ahí, laseñora me deja pasar, le digo buenosdías y me saluda, qué chico máseducado.

La que abre la puerta del

departamento es la mamá de Bertuccio.Le ofrezco mi mejor sonrisa y el cómole va, señora me sale un tantoconfianzudo, un poco exagerado, comosi yo no fuese yo sino el actor que meinterpreta, y ya casi estoy metiendo elpie dentro de la casa cuando preguntopor Bertuccio por pura formalidad y lamamá me dice no está, se fue a comer alo de una tía y yo me quedo congeladocomo Houdini on the rocks, hundido enuna bañera con hielos hasta el cuello.Cómo que no está, pienso. Si yo lo vientrar. ¿Se habrá demorado en lasescaleras? Durante un instante se meocurren cosas absurdas como las cosasque se piensan en el tren, que hay un

vecino degenerado que secuestró aBertuccio al entrar y lo metió en supropio departamento, o que Bertuccio sehizo la rata de su propia casa y se fue acomer un sándwich a la terraza, porquelos techos están siempre llenos detrastos interesantes, los techos cuentancosas, y recién ahí caigo.

Qué lástima, digo. Tenía tantasganas. Dígale que vine.

Por suerte la señora que dormía conla boca abierta bajó antes que yo. Mepude sentar, aunque más no fuere pordos estaciones. No quedaba mucho quever por las ventanas. La ciudad ya sehabía escapado y los techos de las casasme miraban desde arriba, como con

desprecio, preservando sus secretos. Yosabía que en cuestión de minutos todoiba a estar bien, que papá y mamá meiban a gritar un poco porque lo que hicefue temerario y hasta peligroso, pero quea esa altura el Enano ya habríaconfesado y ellos habrían optado poresperar mi regreso porque sabían queconocía el camino y que me manejababien en la calle y sabían, cosafundamental, que iba a volver. Y quizá nisiquiera me gritasen mucho al vermellorar, yo sabía que iba a llorar, miintuición ya estaba funcionando, o minatural dominio del tiempo, que es otramanera de decir lo mismo, yo no lloromucho, pero cuando lloro papá y mamá

se ponen blanditos como el mazapán.Cuando entendí que iba a llorar mequedé tranquilo, en cuestión de minutosiba a estar todo bien, y me distraje conel señor que tocaba la armónica yvendía billetes de lotería, era ciego, mepregunté cómo hacen los ciegos para queno los engañen con la plata, los ciegosno necesitan techos para arrumbar cosasporque igual no las ven, en fin, cosasque se piensan en los trenes.

76. Donde jugamos alTEG y doy vuelta la

suerte, o casi

Esa fue la noche del partido histórico.Después de cenar despejamos la

mesa del comedor y nos trenzamos alTEG papá y yo, el capitán Nemo versusHarry Houdini. A muerte, como siempre.Pero esta vez algo se apartó de su cursohabitual. Empecé ganando. Y seguíganando. Por paliza. Mis dados parecíanmágicos. No podía parar de sacarmeseis, seis, seis. El ejército azul seexpandía sobre el planeta, devorando

semillas de sandía. (Los ejércitos negrosde papá, que se embroncaba cuando yolos llamaba así.) Enseguida conquistécontinentes. Los conservé y empecé arecibir ejércitos extra a cada vuelta.Después pegué dos cambios de tarjetasseguidos, la primera vez fueron trestarjetas de globos aerostáticas, lasegunda fueron tres tarjetas distintasentre sí: el globo, el cañón, la fragata.Papá se contuvo a duras penas. No legusta perder ni a la escoba de quince. Simamá no se hubiese instalado a mi ladopara fiscalizar el procedimiento, creoque habría encontrado —o inventado—alguna excusa para anular la partida pormotivos técnicos.

Al cabo de un par de horas, yodominaba cuarenta y nueve países,¡cuarenta y nueve!, y papá sólo uno. Unpaís de Asia, bien arriba y a la derecha,que tenía puentes con Japón y conAlaska. Un lugar remoto, y por endeexótico, con nombre que suena aentrecruzarse de espadas.

Todo lo que papá tenía eraKamchatka.

Fue allí donde mis ejércitosmordieron el polvo. Carga tras carga,los dados de papá rechazaron los míos.Mis tiros más afortunados seencontraron con oportunos bloqueos.Abroquelados en su mínimo bastión, losejércitos de papá resistían de forma

consistente. Sacrifiqué batallones a lopavo. Me quedé sin fichas con queatacar desde Siberia y Taimir, desdeChina y Japón, desde Alaska. Tuve queparar y reagrupar. Mamá le hacía gestosa papá, como si jugase al oficio mudo,para que se entregase de una buena vez.No sé qué le hacía suponer que yo no medaba cuenta. Papá respondía conidéntica falta de recato, encogiendo loshombros, alzando las cejas, abriendo losbrazos, un repertorio mímico con quetrataba de expresar su incapacidad decontrolar los dados —y de cambiar lasuerte en mi favor.

En la ronda siguiente apilé todos misnuevos ejércitos alrededor de

Kamchatka. La desproporción era atrozy prenunciaba una masacre. Pero elesquema volvió a repetirse, sólo queahora corregido y aumentado. Perdícada ejército puesto en juego. Mi malaracha me dejaba sin habla. Parecía cosade una maldición, como si en nuestrabatalla debiera por mandato repetirse elcurso de otras, David contra Goliat, lostrescientos contra los persas en lasTermópilas.

Siguieron las rondas y siguió elmaleficio. El reloj dejó de dar muchascampanadas y empezó a sonar de formaescueta, con gongs que, lúgubres,describían mi condena.

«¿Querés que te explique?», dijo

papá, ahogando un bostezo.Yo le contesté de mala manera y

seguí jugando.Estuvimos horas así. Kamchatka

contra el resto del mundo.En algún momento mamá se fue a

dormir. En otro momento pedí permisopara ir al baño y cambié mi camisa porla remera naranja, creyendo que eseamuleto me otorgaría la victoria.

Fue inútil.Debo haberme quedado dormido

sobre la mesa, como un imbécil,prefiriendo el desmayo a la aceptaciónde mi derrota. Hubo un sueño inquietoen el que todavía viajaba en trenmientras luchaba contra el sueño, un

sueño donde luchaba contra el sueñoporque si me dormía iba a perderme laestación en que debía bajar, si medormía me iba a perder, si me dormíaiba a perder.

A la mañana siguiente papá cantózafarrancho de combate.

77. Una visión

Durante la noche ha llovido, y en elsilencio que ocurre entre tren y tren esfácil oír las gotas que, demoradas en losárboles, esperaron la mañana para bajaral suelo. Es el único sonido que sepercibe en las inmediaciones de la casa;el resto es silencio.

El peso del agua aplasta las hojascaídas, que se pegan unas a otras enbusca de consuelo. Esa unión transitorialo hace todo más fácil para el sapo, quese desliza por encima de ellas como sialguien le hubiese preparado unaalfombra roja, en atención a la dignidad

que representa. El sapo advierte que lacasa está vacía, inusualmente vacía aesa altura de la mañana, dado quesiempre hay alguien y es fácilcomprobarlo por el sonido de la radio yel canturreo de la mujer y los golpes delas puertas. La mujer solía salir a mediamañana, hiciese frío o calor, a sentarseen el banco que da al parque y fumar uncigarrillo; una vez le habló, incluso, enun idioma que el sapo no entendió. Perola media mañana ha quedado atrás y nohay signos de la mujer ni de la radio ylas puertas permanecen mudas yencajadas en sus marcos, negándose adar información alguna.

Envalentonado por la quietud, el

sapo deja atrás su alfombra roja y seatreve a pisar los mosaicos de la entradaa la casa. Están húmedos, cosa queagradece, pero aun así le resultanagresivos, con el frío de aquello que noestá ni ha estado nunca vivo, rígidos,obligándolo a adaptarse a ellos en lugarde adaptarse a su paso como las hojascaídas, el pasto, el barro; hay algodespótico en todo lo que es inerte, en sutenaz negativa a reconocer la existenciade lo otro. Pero el sapo avanza, suinstinto le dice que puede hacerlo, queno corre peligro. Con dos saltos se ponea la altura del bebedero de los pájaros,debajo del cual hay una tela de araña. Elsapo confía en que la araña le

transmitirá algo de lo que quiere saber,ella vive más cerca de la casa, pegada asu muro exterior, y debe haber percibidoalgo fuera de lo común, algún ruido omovimiento que justifique la actualquietud, quizá la mujer le haya habladotambién y la araña comprenda su extrañolenguaje. Pero la araña tampoco está ala vista. La tela está vacía, a excepciónde una gota de agua que brilla comoperla.

El sapo sabe que ha llegado a sulímite. No puede ir más allá, detrás delas puertas, y aun si una de ellasestuviese abierta y su umbral invitase aun salto, no lo haría porque no se tratade un sapo cualquiera, este es un sapo

joven, agraciado por un color verdebriofito (que conste el detalle de las dosmanchas sobre su lomo, que parecenojos) y sus instintos están en ebullición,señándole el límite de la prudencia.

Si pudiese entrar descubriría unacasa oscura y tan inerte como losmosaicos, pero quizá reparase en lossignos de una vida que medró allí dentrohasta no hace mucho. El sapo entiende(es parte de su naturaleza) que la vidafunciona cíclicamente y que siemprequedan rastros del ciclo que haterminado. Las serpientes dejan su piel;los gatos, su pelaje; las mantarrayas, susdientes. Los hombres abandonan losobjetos que han utilizado. Dejan la lata

de Nesquik abierta y los vasos suciossobre la mesada, dejan el dentífrico sinsu tapa, dejan las camas deshechas,dejan manchas de orín, dejan relojes depie, dejan colillas en los ceniceros,dejan revistas garabateadas, dejan librosprestados por la biblioteca escolar,dejan ropa en los placares y comida enla heladera.

Entrar allí sería inútil. Las cosas delos hombres hablan su mismo lenguaje,que el sapo no entiende, y ademáspierden significado cuando sus dueñosse desentienden de ellas, dejan de estaranimadas, se vuelven galimatías,jeroglíficos, como si tuviesen fecha deexpiración al igual que las latas de la

despensa, el Nesquik abierto y losalimentos de la heladera, inserviblescomo el dentífrico que se endurece, olos libros sin lectores, o los relojes sinuna mano que les dé cuerda.

Con sabiduría (ya se ha dicho que nose trata de un ejemplar cualquiera; quizáse deba a las dos manchas sobre ellomo), el sapo se retira, sintiendo alivioal pisar las hojas húmedas. El contactocon lo inerte le ha resecado la boca, sesiente acalorado y sediento. Las hojas lorefrescan pero necesita más, le haríafalta un chapuzón, la necesidad apremia,siente que la piel le cruje a cada salto yhasta le parece que el verde del que estátan orgulloso está perdiendo lustre.

Debe tomar una decisión. El bebederode los pájaros es una opción absurda,sería como regresar al desierto en buscade un oasis, y además está demasiadoalto. El hilo de agua que corre en losbajos de la quinta es ideal, pero suponetoda una travesía, para la que no sesiente entonces preparado. Por suerteexiste otro ojo de agua en las cercanías,uno que está a apenas segundos dedistancia. La humedad que le llegadesde allí, en infinitesimales partículasde agua, es un bálsamo para su piel.

78. Donde losedificios revelan su

debilidad

Nos sacaron de la cama a losempujones. En el apuro no pudimosllevarnos más que lo obvio, que siemprees lo más querido. El Enano se llevó losdos Goofys, el duro y el blando. Yo mellevé el TEG y el libro de Houdini. Alprincipio pensé que mamá y papá nohabían alcanzado a llevarse nada (loscigarrillos y el remedio para la úlcerano eran mi idea de un tesoro), perodespués entendí que su impulso había

sido el mismo. Nosotros agarramosnuestros juguetes; ellos nos agarraron anosotros.

El viaje transcurrió en silencio. ElEnano no tuvo problemas para retomarel sueño interrumpido: a las pocascuadras de la quinta ya estaba frito. Yotambién tenía sueño, pero no pudedormir. Me la pasé mirando las nucas depapá y mamá, saltando de una a la otra,en busca de un signo de que el peligrohabía quedado atrás, tan atrás como laquinta, una señal de que los pawnees yano nos caerían encima para quedarsecon nuestras cabelleras. Pero como lanuca es la zona más inexpresiva delcuerpo humano (creo que la bautizaron

occipucio para darle un poco de gracia),o bien no hubo signo o yo me lo perdí.

Nos pasamos el día dando vueltaspor Buenos Aires. La primera vez queparamos fue en una calle cualquiera deno sé qué barrio, tranquila, eso sí, dondehabía un teléfono público. Papá gastómonedas a lo loco. Al principio elEnano y yo nos reíamos (bajito, porsupuesto, para no irritar a mamá, quefumaba como un murciélago ytamborileaba sobre el volante), porquecuando uno no oye la conversacióntelefónica es gracioso ver a una personaque gesticula delante de un aparato, lefalta algo a la escena, es como un pintorque pinta sin darse cuenta de que le falta

la brocha, como el Coyote cuando siguecorriendo en el aire porque no se enteróde que se le acabó el camino. Pero papágesticulaba cada vez más y ponía carasfeas y metía más monedas y de repentehablaba tan fuerte que oíamos su voz apesar de la distancia, las palabras nopero la voz sí, era obvio que gritaba, y aveces después de gritar cubría la bocinacon la mano y hablaba despacito, delgrito al susurro sin escalas, y cuandocolgó lo hizo con tanta fuerza que podríahaber doblado la cabina dejándola comouna ele invertida.

A esa altura, claro, ya no nosreíamos. El Enano pegó un salto cuandoel clang de papá al cortar y le preguntó a

mamá qué le pasaba. Mamá le sonrió, leacarició la pierna y tomó aire variasveces, amagando, pero no dijo nada.

Papá la salvó al regresar al auto. Sedesplomó sobre el asiento delacompañante; el Citroën se zarandeósobre sus muelles. Y aunque sabía quemamá esperaba algo no dijo nada, dehecho ni la miró, miraba para abajocomo hacíamos cuando mamápresionaba para que confesásemos unode nuestros crímenes y nosotros, aunqueya derrotados, demorábamos laconfesión. Mamá tuvo que sacudirlo. ElEnano me miró, preguntándome con losojos si papá se había dormido. Al finalpapá miró a mamá y le dijo en voz baja,

como si todavía le hablase a la bocina:«Cayó el departamento.»Se ve que mamá no necesitaba saber

más, porque se enderezó sobre elasiento y metió primera y nos fuimos deahí.

Dio como mil vueltas hasta queencontró un restaurant que le parecióaceptable. Seguro que tenía hambre dealgo especial. Pero tantas vueltas debenhaberle arruinado el apetito, porque alfinal no comió casi nada, picoteó lapaella, un par de mariscos y nada más,se fue quedando vencida sobre la mesacomo un juguete al que se le acaba lacuerda, la mirada perdida en la nada.

El Enano, en cambio, devoró todo

con la presteza habitual y empezó aaburrirse. Se ponía de rodillas sobre lasilla y yo tenía que estar controlandoque no se fuese para atrás con silla ytodo. En un momento lo descubríembarcado en un campeonato demorisquetas con la nenita que estaba enla mesa a nuestras espaldas, que sellamaba Milagros, no había más remedioque enterarse dadas las veces que lamadre le decía Milagros no hagas eso,Milagros no hagas lo otro, milagrohubiese sido que se quedase quieta —oque la madre se callase—. En otromomento me habría burlado del Enano,acusándolo de estar de novio, pero enese momento no me dieron ganas, me

sentía pesado y lento, la digestión,seguro. De alguna forma envidiaba alEnano, que podía arrodillarse sobre lasilla y hacer monerías y cantar ocurriemos con Gloria Muñiz sin ningúnempacho. Yo estaba condenado a lapropiedad, a sentarme derecho y comercon la boca cerrada, cosas de la edad, ypara peor eso significaba mirar de frentea papá, que ya llevaba horasmasacrando un bife sanguinolento quedebía estar helado, en el más perfectosilencio a excepción del tac tac tac de sucuchillo contra el plato de loza. Todo loque papá no hablaba lo hablaba la mamáde Milagros, a mis espaldas; la ley delas compensaciones.

Cuando Milagros se fue, sentí queuna mano invisible quitaba los agudos alos sonidos del restaurant: copas,cubiertos, platos, botellas, fuentes, risasy voces estentóreas que de repenteempezaron a sonar opacas, sindefinición, como si las oyese a través deuna pared. Para probar mi voz lepregunté a mamá si podía ir al baño. Nisiquiera me contestó. A lo mejor no meentendió, porque yo sonaba como sihablase desde la parte más profunda deuna pileta.

El Enano se puso rígido a mi lado yapuntó hacia alguna parte con su dedito.Para mi sorpresa, su voz sonaba claracuando gritó:

«¡Mirá, mamá, mirá! ¡Una vagina!»Mamá se asomó por detrás de su

cortina de humo. Papá levantó la cabezaque estaba hundida en su bife. Losmozos se congelaron en el camino. Ytodas las cabezas del restaurant sedieron vuelta, el cajero, los comensales,el vendedor de rosas, buscando lo que elEnano señalaba con tanta ansiedad,mirá, mamá, la vagina, ¿viste?

No era una vagina. Era una virgen.Una imagen de la Virgen de Luján, en unpequeño altar colocado sobre el muro.

Mamá se empezó a reír y papá lasiguió de inmediato. La gente se reía,también. Los agudos habían vuelto contoda la furia, en la melodía de las

carcajadas y el címbalo de las copas,los cubiertos, los platos. El mozo quevino a ofrecer postre se había puestocolorado; quería decir su parte, peroestaba tan tentado que no podíacompletar la frase.

Nos fuimos sin postre. Mamá nisiquiera nos preguntó. Creo que teníatantas ganas de salir de ahí, que hizo unesfuerzo para esperar la cuenta y pagar.

El Enano se quedó callado en elauto. Tenía las manitos entrelazadas,como quien reza, colocadas entre susdos muslos, y miraba por la ventanillaen un ángulo forzado, como quien miraal cielo. Yo sabía qué pasaba por sucabeza, conocía bien su mente literal. El

Enano no podía haber soslayado elanuncio de papá sobre la caída deldepartamento. Mientras dábamos vueltasy más vueltas por la ciudad miraba losedificios, temeroso de que laenfermedad del departamentomencionado por papá fuese contagiosa ylos demás edificios empezasen a caer,uno tras otro, como en una películajaponesa clase B.

79. El Principio deNecesidad II

Mucho después comprendí que regresara la quinta era la más insensata de lasopciones, lo que no había que hacer bajoningún concepto, lo que figuraba conletras rojas en el Libro de la Prudencia.Esa decisión es la medida perfecta de ladesesperación que papá y mamásintieron.

Nos pasamos la tarde en una plaza,mientras papá seguía pidiendo cambioen todas partes y utilizando teléfonospúblicos como si fuesen alcancías. Por

lo menos hacía algo. Mamá parecíaagotada de tan sólo esperar, esperar eslo peor, una condena. Al caer el solsentimos frío y descubrimos que nohabíamos traído abrigo suficiente, perono dijimos nada. Pusimos la mejorvoluntad para seguir jugando, auncuando el Enano se parecía cada vezmás a un Picasso del período azul y a míse me dormían las yemas de los dedos alcontacto con la helada barra quesostenía las hamacas. Al final el Enanoseñaló a los dos o tres chicos quetodavía quedaban en los juegos y mepreguntó si ellos también estarían enzafarrancho, como nosotros.

Dejamos el auto en una calle del

pueblo apartada del centro y a partir deahí anduvimos a pie. A un par decuadras de la quinta, papá le pasó elcuerpo dormido del Enano a mamá y nospidió que esperásemos ahí, sin hacernosnotar. Un pedido fácil de honrar: lanoche era tan cerrada, que apenas papáse alejó unos metros dejamos de verlo.Mamá ni siquiera podía fumar, para quenadie descubriese la brasita delcigarrillo en la oscuridad. Yo, quellevaba conmigo el libro de Houdini,hice el vano intento de leer durante laespera. Las letras eran un borrón. Es feotener ganas de leer un libro y no poder,se siente como un sacrilegio, undesgarro en el tejido del Universo.

Papá tardó bastante en volver. Nosdijo que podíamos entrar, que eraseguro, pero que debíamos prepararnospara lo que íbamos a ver.

Se habían llevado cosas, la mesa ylas sillas del living, el aparato delteléfono, el televisor. El suelo era undesastre, lleno de barro (la nocheanterior había llovido) y de pisadas,suelas de goma, enormes, me hacíanacordar a la huella que Neil Armstrongdejó sobre la Luna. Sobre la pared seveía una mancha más oscura que lassombras: era la marca del reloj de pie,la mugre que el tiempo había acumuladoa sus espaldas y que ahora, en suausencia, quedaba expuesta. También

habían roto los vidrios, estabandesparramados por todas partes, nopodías caminar sin que sonase cric cricdebajo de los pies. Pensé que se tratabade un gesto inútil, pero después entendíque no. Era la forma que habíanencontrado de asesinar al tiempo, desuspenderlo y por ende suspender lavida, al romperlos impedían quesiguiesen fluyendo, líquidos, hacia elsuelo, habían interrumpido su proceso;los habían matado.

De mi habitación se llevaron los doscolchones y la ropa del placard. Habíaquedado tan vacío como la primera vezque lo abrí. Esa desnudez me dio laidea, o quizá recordé lo que iba a hacer.

(Los vidrios rotos desquician mi nocióndel tiempo.) Recogí un lápiz del Enanodel suelo y debajo de la leyenda Pedro’75 escribí Harry ’76. Después me trepéa la cajonera y dejé el libro en el mismositio en que lo había encontrado,confiando que el polvo completaría suocultamiento y lo pondría a salvo, hastaque llegase el próximo escapista.

Mamá acostó al Enano dormidosobre la cama grande (se ve que noencontraron cómo llevarse este colchón)y papá lo tapó con su campera.

«Necesito saber que van a estar asalvo de toda esta mierda», dijo papácon una voz que le salió grave, con untoque de Narciso Ibáñez Menta.

«¿Sabés qué es lo único que me damiedo? No volver a verlos nunca más»,dijo mamá, y después hizo un ruido rarocon la garganta.

Yo sé todo esto porque lo escuché.Estaba afuera de la casa pero loescuché. Los vidrios de su cuartotambién estaban rotos.

Fue en ese instante, apenas despuésdel ruido de mamá, que escuché el plop.Primero pensé que se trataba de otragárgara, pero entonces descubrí quevenía de otra parte, del parque, de lapileta, el agua hace plop. Corrí hasta elborde, imaginando que otro sapo habíacaído y que debía rescatarlo, no queríaesperar más, en cualquier momento nos

íbamos de ahí y yo no podía darme ellujo de confiar en el Antitrampolín, notenía tiempo, había que salvar al sapo enese instante porque estaba cansado delos sapos muertos, harto de enterrarlos,enfermo de esperar, esperar es lo peor,una condena.

Me llevé una sorpresa. El plop lohizo el sapo no al caer, sino al salir delagua, trepando al Antitrampolín: allíestaba, subido al tablón inclinado, no losoñé, lo juro, era un sapo precioso, teníados manchas sobre el lomo que parecíanojos, y es verdad que acababa de treparporque el tablón estaba seco salvo porel rastro húmedo que el sapo dejó alsalir del agua.

Nos quedamos un rato así, yo alborde de la pileta y el sapo en el tablón,como si todo lo demás hubiese sido unpretexto para llegar a ese momento, elmomento que estaba escrito, dosexistencias que se cruzan unos segundosy cambian para siempre, se cambian launa a la otra, uno cambia cuando notiene más remedio, me lo explicó laseñorita Barbeito.

Cuando se cansó de mirarme, elsapo dio un salto y se perdió entre lospastos.

80. Donde se atanalgunos cabos sueltos

Y eso fue todo. Esta vez es verdad, ocasi.

Si es necesario, puedo contar algomás. Bertuccio, por ejemplo, seconvirtió en autor y director teatral. Noes lo que se dice famoso, porquesiempre eligió los circuitos off a lassalas comerciales; me gusta saber quetodavía practica el credo artístico queaprendió en forma tan temprana, porqueme hace sentir que algo —y algo muyvalioso, por cierto— perdura en este

mundo, a pesar de que intentenconvencernos de que nada dura, y porende nada vale.

Roberto nunca apareció. Ramiro y sumamá se quedaron a vivir en Europa. Nosé nada de ellos, aunque un conocido mecomentó que jamás quisieron pisar laArgentina otra vez.

Habían pasado muchos años, ya,cuando al abrir las páginas de un diariodescubrí el rostro de Lucas,sonriéndome desde una foto vieja. Era lamisma cara que yo había conocido, conesos pelos locos en la barbilla y esa luzque transmitía aun a pesar de la malacopia y la peor impresión. Entoncesaprendí su verdadero nombre, que

figuraba en el aviso del que su fotoformaba parte, y entendí que lo habíansecuestrado a los pocos días de que yolo viese por última vez. Me pregunté sise habría cruzado con algún viejo amigodespués de irse de la quinta, deseabafebrilmente que así fuese, que hubiesetenido la oportunidad de recibir unabrazo, una palmada en la espalda o unadiós que cubriese, aunque más no fueseun poco, el agujero que produje alnegarle el mío. Tardé varios años más,todavía, en comprender hasta qué puntomamá había tenido razón al sugerirmeque me despidiese de Lucas, al defenderel valor, y por ende la necesidad, de lasdespedidas. Todos terminamos

descubriendo que nuestros padres sabíanmás de lo que suponíamos, es parte de lavida. Lo que no es habitual es que seantan sabios en el dolor, en el arte de lapérdida, en la forma de lidiar conmuertes tan tempranas y tan violentas.

Al final junté coraje y me puse encontacto con la familia de Lucas.Cuando les conté lo que habíamosvivido en esas semanas, descubrí con lafuerza de una revelación el poder quetienen las historias. Hasta ese entoncescreí que ejercían su fascinación sobremí de un modo privado y casi unilateral.Pero al hablar delante de ellos sentí queles restituía a Lucas; durante el tiempoque duraba el relato —hice lo posible

por estirarlo, por recordar hasta lo quenunca había sabido— el tiempo semostraba entero en todo su esplendor yLucas vivía otra vez, Lucas aparecía(me gusta pensar que esta es una historiade aparecidos), y reíamos con susbromas como si fuesen nuevas, porquenarrarlas las inventaba otra vez.

El aviso de los diarios siguesaliendo puntualmente, año tras año.Ahora mi nombre figura también en eltexto. Cuando la familia de Lucas medijo que querían añadirlo a los suyos,me dejaron sin habla —cosa que, habránadvertido, no es nada fácil—. Acepté deinmediato, con la condición de que mepermitiesen enseñarle algo al hermano

menor de Lucas. (Tal como sospechaba,Lucas tenía un hermano de mi edad.) Mequedé hasta la medianoche mostrándolecómo hacer los nudos que Lucas mehabía enseñado, y que yo recordaba a laperfección. Mientras los practicábamos,sentí que había algo sagrado en elmovimiento de nuestros dedos; atábamosalgo que nunca debió haberse desatado.

Hay muchas cosas que no sé y quizáno sepa nunca. Quién fue Pedro, porejemplo, y si Beba y China eran sus tíaso qué, y cuánto había de cierto en missospechas sobre el fantasma querondaba la quinta. Tampoco sé quiénserá hoy el dueño del libro de Houdini,si es que aún existe. O qué fue de

Denucci, del padre Ruiz y de la amigade mamá que nos ofreció asilo aquellanoche. Me gustaría poder decirles que elrecuerdo de su generosidad me ayudó asobrevivir, durante el largo exilio enKamchatka.

En todos esos años no me separénunca de un libro que encontré dentro delas cajas de la abuela Matilde: laedición de El prisionero de Zenda de lacolección Robin Hood, que perteneció amamá en su infancia. Fue entre suspáginas donde descubrí el personaje dela princesa Flavia, noble de cuna peroante todo de alma, tan rubia como el soldel tablero del TEG. No puedo explicarlo que sentí al entender que aun dentro

de la isla, en aquella zozobra quevivimos mientras se abatía sobre el paísla destrucción más cruel, mamá habíaelegido llamarse Flavia como forma deprotesta y reivindicación, porque ellanunca quiso ser La Roca, en todo caso elmundo hizo de ella una roca, ese mundoque mata de hambre a sus niños porqueexisten tantos que les roban la comidadel plato, un mundo en el que hay queser de roca para no morir de pena, quéotra cabe. Mamá nunca quiso ser depiedra, y por eso apeló instintivamente alas cosas que nos ayudan a sobrevivir enlos tiempos oscuros, esas pocas certezasque uno arrastra desde la infancia,recuerdos del amor y del dolor o

simples fantasías, como esa que ellatuvo desde chiquita, esa que le parecíatan vergonzante que no se animó aconfesarla, por pueril, por políticamenteincorrecta, la fantasía de ser de verdadrubia, de llamarse Flavia, de llegar a seruna princesa.

81. Kamchatka

Lo último que papá me dijo, la últimapalabra que oí de sus labios, fueKamchatka.

Ocurrió en el playón de la estaciónde servicio, después del desayuno.Mamá fue a buscar al Enano, el rey delespacio infinito, que todavía dormíadentro del auto. Más que dormido,estaba desmayado: no se despertócuando lo alzaron, ni cuando mamá lollenó de besos y de abrazos, ni cuandofue a dar a los brazos del abuelo. Meacuerdo que el abuelo se lo llevó a lacamioneta y entonces me llegó el turno

de los besos y los abrazos, mamá meestrujó bastante y después me puso lasmanos sobre los hombros, comotomando distancia, y me dijo portatebien. No dijo ninguna otra cosa, portatebien, eso fue todo, con la voz que poníasiempre antes de dejarnos solos en casay que pretendía poner coto a nuestrotalento para el desastre, sí, pero ademásinsinuarnos lo que nos pasaría si no lehacíamos caso, mamá va a venir adarnos nuestro merecido, mamá va avenir a darnos, mamá va a venir, te logarantizo. Yo pensé: La Roca, mamá noafloja nunca, y si papá hubiese estadocerca le habría hecho el signo con elpuño cerrado, pero papá no estaba, se

había ido al Citroën a buscar algo.A veces hay variaciones dentro del

recuerdo. A veces mamá se da mediavuelta y camina hasta el Citroën y se lecae algo en el camino, un bollito rojo, lamarquilla de los Jockey Club quegarabateó, la levanto y descubro lo queescribió, escribió mi nombre, muchasveces, hasta llenar todo el papel, comosi tuviese miedo de que lo olvidase, deque me creyese Harry para siempre,Harry el escapista, yo no soy Harry, yano al menos, ya no escapo más. Loentiendo al leerlo, de eso estoy seguro,pero ahora, al recordar la escena porenésima vez, lo entiendo mejor quenunca.

El tiempo es raro. A veces piensoque es como un libro. Está todocontenido ahí entre tapa y contratapa, lahistoria entera, de pe a pa, uno podríareunir a varias personas y entregarlescopias de la misma edición y pedirlesque abran en cualquier página y lean loque ven y voilà, la historia estaríaocurriendo toda al mismo tiempo envoces simultáneas, como si oyésemosvarias estaciones de radio a la vez.Claro que sería difícil entender lo quedicen, de la misma forma en que esdifícil abrir un libro cualquiera por elmedio, leer un párrafo y entender afondo lo que significa, uno supone queentendería mejor si hubiese leído todo

lo que venía antes, pero no siempre estan así, a veces uno agarra la Biblia o elI Ching o Shakespeare y los abre encualquier parte y le parece que elpárrafo sobre el que cae dice lo queansiaba saber, lo que necesitaba, loesencial. Puede fallar, lo acepto.Imaginen que cualquiera me oye cuandoestoy hablando del sapo, va a pensar quesoy biólogo o que estoy contando uncuento infantil, es cierto. Pero tambiénpuede darse que me oiga en este precisoinstante, por ejemplo, cuando yo digo:amen con locura, a aquellos que losconocen pero sobre todo a los que losnecesitan, porque el amor es lo únicoreal, el faro, el resto es sombras, y a lo

mejor el tipo entiende todo sinnecesidad de haberme oído desde elprincipio, sin que necesite cuestionar miautoridad moral, sin que le haga faltasaber por qué digo eso, sin que tengaque saber lo que perdí, lo que todosperdimos.

Viví durante mucho tiempo en elsitio al que llamo Kamchatka, un lugarque se parece un poco a la Kamchatkade verdad (por el frío y por losvolcanes, por lo remoto) pero que enrealidad no existe, porque ciertoslugares no se encuentran en ningúnmapa. Ahora que aprendí la importanciade las despedidas, quisiera decirleadiós. Fueron necesarios todos estos

años para que volviese a encontrar lamarquilla de los Jockey, pero ya laencontré, acabo de encontrarla, porenésima vez que se ha vuelto primera alcontarles mi historia, y ya no necesitomás de Kamchatka, de la protección queme otorgaba al estar lejos de todo,inaccesible, entre nieves eternas. Mellegó el momento de estar otra vez en milugar, estar por completo allí, todo yo,para dejar de sobrevivir y empezar avivir.

Vamos a casa, dice el abuelo. Ya eshora.

Papá había ido al auto a buscar elTEG, me lo trae, lo deja en mis manoscon una sonrisa, qué chambón, me lo

estaba olvidando. Después me besa y medice te quiero mucho, le sale otra vezcon un dejo de Narciso, papá siempre sepone medio duro cuando tiene que deciralgo importante. Entonces me raspa conla barba de días y me habla al oído, medice varias cosas pero lo que másrecuerdo es Kamchatka, porque dijoKamchatka al final pero además porqueKamchatka lo resume todo, las últimaspalabras siempre son importantes,Goethe dijo ¡luz!, ¡más luz!, hay queprestarles su atención.

Se sube al auto y se van. Yo corrodetrás de la burbuja verde hasta que nodoy más. Ellos nunca se dan vuelta parasaludar; no quieren convertirse en

estatuas de sal.Desde entonces, cada vez que el

partido vino malo me quedé enKamchatka y sobreviví. Y aunque alprincipio pensé que papá tenía unpartido pendiente conmigo, despuésentendí que ya no. Me había dicho susecreto, y al hacerlo me convirtió en sualiado. Y cada vez que jugué él estabaconmigo, y cuando las cosas se pusieronfeas aguantamos en Kamchatka y al finalestuvo todo bien. Porque Kamchatka eradonde había que estar. PorqueKamchatka era el lugar desde el queresistir.

Agradecimientos

Uno puede abrir las puertas a las ideas,pero ellas nos visitan cuando quieren.En mi experiencia suelen desechar laspuertas para colarse por las ventanas, ypara peor casi siempre disfrazadas deotra cosa. Mi primera novela, Elmuchacho peronista, era originalmenteuna historieta. Mi segunda novela, Elespía del tiempo, fue concebida comonovela, pero me compraron la idea parael cine mucho antes de que una editorialmanifestase interés en el texto original.Kamchatka, pues, no podía ser laexcepción. La idea surgió cuando

buscaba un guión para el director decine Marcelo Piñeyro. Ya habíamostrabajado juntos en la adaptación dePlata Quemada, y estábamos ansiosos—al menos yo lo estaba— por repetir laexperiencia. Durante meses barajamosmiles de argumentos posibles, uno delos cuales rozaba lo que terminaríasiendo Kamchatka. Trataba de un niñode diez años, hijo de desaparecidos, queen la Argentina de la dictadura militar seveía obligado a vivir con su abuelo, unvirtual desconocido. Como entenderácualquiera que ya haya leído este libro,ese relato comenzaba donde Kamchatkatermina. Le dimos vuelta durante meseshasta que lo abandonamos. Imagino que,

sin decirnos nada, ambos temíamos queesa historia fuese demasiado oscura,triste y llena de silencios; que fuese unahistoria de ausencias.

Con el tiempo descubrimos que laveta más rica estaba en lo que precedíaal encuentro con el abuelo, cuando elprotagonista, arrastrado por sus padres,se veía obligado a vivir la experienciade la clandestinidad. De niños jugamossiempre a ser otros, cowboys oastronautas, reyes o futbolistas; nosgusta cambiar de nombre e inventarnosuna nueva historia y explorar territoriosdesconocidos. Contar la historia de laclandestinidad, pues, nos permitíaapartarnos del relato de horror, porque

el niño sufriría la pérdida, sí (perderíasu casa, su colegio, sus amigos, susjuguetes), pero al mismo tiempoaprovecharía la oportunidad para laaventura. Con la bendición de suspadres, cambiaría de nombre y dehistoria y saldría al mundo ancho ydesconocido. En este punto, el relato seapartaba de la oscuridad del comienzo yhasta podía estar lleno de ruidos y deperipecia y de música y de humor.

Quise poner la historia en unascuantas páginas, para trazar el mapasobre el que avanzaría el guión. Empecévarias veces. Arrancaba con un relato entercera persona (ésta es la historia deun niño de diez años, que comienza el

día en que su madre lo va a buscar alcolegio a media mañana y…) y a lospocos renglones, el relato virabaautomáticamente a la primera persona yme descubría escribiendo como si elniño fuese yo: Ya me había subido alCitroën cuando mamá dijo que nosíbamos a tomar unos días devacaciones. ¿Así de repente? ¿Y elcolegio? Van a ser unos días, nomás. ¿Yadónde vamos? A la casa de unosamigos, dijo ella… Le pregunté sipasaríamos por casa a buscar algunascosas, libros, la pelota, la bici. Me dijoque todo lo que íbamos a recoger era alenano que estaba en el jardín. Primeropensé que no teníamos ningún enano en

el jardín y después entendí que hablabade mi hermano.

Había descubierto la voz de Harry.Y con ella descubrí que Kamchatka erapara mí mucho más que un guión. Enestado febril, le dije a Piñeyro que nosabía si Kamchatka terminaría siendo ono una película, pero que de cualquierforma yo quería escribir la novela. Medio su beneplácito. Le entregué el cuentode sesenta páginas en que se habíaconvertido mi sinopsis original, y que yacontenía todos los elementos que de miinfancia se habían trasladado a lainfancia de Harry: el TEG, Houdini, lossapos, el Enano, los cigarrillos JockeyClub de mamá… Su respuesta no pudo

ser más alentadora. No sólo me dijo queen efecto, esa era la película que queríahacer, sino que me alentó para queescribiese el guión yo solo. Para él vaentonces mi agradecimiento inicial,porque creyó en Kamchatka, perotambién porque fue el primero en creeren mí.

En la escritura de Kamchatka contécon invalorable información de unaserie de autores a quienes tambiénquerría expresar mi agradecimiento.

Mis aventuras en el terreno de labiología se las debo a La trama de lavida, de Fritjof Capra (1998) y a Así esla Biología, de Ernst Mayr (1998). Misexcursiones por el cielo se las debo a

John North y su Historia Fontana de laAstronomía (2001). También me servíde la Historia del tiempo (A BriefHistory of Time), de Stephen Hawking(1991).

De la Argentina política e históricaen la que Harry y yo fuimos niños mecontaron Eduardo Anguita y MartínCaparrós en el segundo volumen de LaVoluntad (1998) y Miguel Bonasso enDiario de un clandestino.

El Heródoto al que recurrí fue el dela traducción de Robin Waterfield: TheHistories, Oxford University Press,1998.

La cita de la Odisea fue tomada dela traducción de Robert Fagles, editada

por Penguin en 1996. La frase deMargaret Atwood figura en su novelaThe Blind Assassin (Bloomsbury, 2000).La cita de Emerson la encontré en undiscurso que pronunció en Harvard en1837. La edición de Le Morte d’Arthur,de Sir Thomas Malory, es de PenguinEnglish Library, 1981. Y las cartas deDurrell que uso en el texto fuerontomadas del apasionante libro de JorgeFondebrider, La Buenos Aires ajena(2001).

Quiero agradecer además el apoyode Amaya Elezcano y todo el increíbleequipo de Alfaguara España. A JuanCruz, Pepe Verdes, Ximena Godoy y lagente de la Oficina del Autor. A

Fernando Esteves, Mercedes Sacchi,Claudio Carrizo, Analía Rossi, AmaliaSanz y Juliana Orihuela, que tantohicieron por mí en Alfaguara Argentina.A Jesús Robles, de Ocho y Medio, porsu entusiasmo. Al fotógrafo Juan Hitters,por su retrato.

También a Bernarda Llorente yManuel Gaggero, que compartieronconmigo sus historias de los añososcuros. A Mauricio Runno, José LuisGarcía Guerrero, Sergio Olguín yCristián Kupchik. Y a Julio Talavera y lagente de HIJOS, que me dieron una delas alegrías más grandes de mi vida.

Debo agradecer enormemente aPablo Bossi, Paco Ramos y Oscar

Kramer, que ayudaron a hacer deKamchatka una película. A NicoLidijover y Miguel Cohan, compañeros.A Martha Olivera, que comprendió deinmediato que este era un relato deaparecidos. A Ricardo Darín, HéctorAlterio, Fernanda Mistral, MónicaScaparone, Oski Ferrigno, Tomás Fonzi,Matías del Pozo y Milton de la Canal,que le dieron carnadura. Y muyespecialmente a Cecilia Roth, cuyagenerosidad conmigo fue y sigue siendoimpagable.

Finalmente mi deuda más grande escon mis amigas Ana Tagarro, MiriamSosa, Paula Álvarez Vaccaro, CynthiaLejbowicz, María Fasce y Andrea

Maturana, que nunca fallan.Quiero dedicar este libro a mi

familia: mi padre y mi madre, mis tíos yabuelos, que nos criaron a mis hermanosy a mí en el ambiente de amor que hizoposible que nuestras almassobrevivieran durante los años que losargentinos vivimos en Kamchatka; y amis hijas, Oriana, Agustina y Milena, enla esperanza de que este libro formeparte de ese mismo, maravilloso legado.

MARCELO FIGUERAS. Nació enBuenos Aires en 1962. Trabajó comoperiodista en diversas revistas (Humor,El Periodista, Caín) y en el diarioClarín, donde fue editor de lossuplementos de Espectáculos y Cultura,y director de la revista Viva. Sus cuentoshan sido publicados en antologías y es

autor de las novelas El muchachoperonista (1992) y El espía del tiempo(2001) y del guión del film Plataquemada, de Marcelo Piñeyro, sobretexto homónimo de Ricardo Piglia. Lapelícula basada en su guión deKamchatka fue estrenada con éxito enEspaña, y resultó elegida pararepresentar a la Argentina comocandidata al Oscar a la mejor películaextranjera. En la actualidad adapta parael cine su novela El espía del tiempo.