Todos somos vascos - Gabriel Albiac

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Todos somos vascos Gabriel Albiac* He escrito alguna vez que el terror es un hallazgo específico de esa obra maestra de la modernidad que es el Estado la más perfecta máquina de exterminio que ha conocido la historia. Tal vez sea el momento, precisamente ahora, de descender del confortable mundo de las abstracciones generales -al cual una tal formulación pertenece de pleno derecho- hasta el más arriesgado, también por ello más rico en concepto, de la concreción política. Un ahora marcado por la emergencia, por primera vez ante todo el electorado administrativamente español, de una fuerza electoral a la que el propio Estado, al tildar de objetivamente terrorista, convierte en el sujeto vicario sobre el que volcar su propia infamia, buscando hacerse así, a su costa, una virginidad inatacable. Que el Estado reposa sobre el terror, el metus, es algo que los más venerables entre los teóricos que han asistido a su nacimiento y configuración han considerado la evidencia misma de su ser. Así, el Espinosa que analiza cómo aquellos «que no aceptan el miedo ni la esperanza y no dependen más que de sí mismos», pasan automáticamente a convertirse en «enemigos del Estado» frente a los cuales éste no puede sino «ejercer su represión». (Tractatus Politicus, IV, 8). Pero también, bastante más temprano, el Maquiavelo que sabe cuánto más esencial para la estabilidad del Príncipe es «ser temido que amado» (Príncipe, XVII). Decir que Estado es idéntico a forma paradigmática de metus es, para los pensadores políticos de los siglos XV-XVII que no se limitan a chapotear en la apologética religiosa, casi casi un simple pleonasmo. Como configurador de norma, sólo puede el Estado ser secretor de legitimidad. Seamos serios: no hay Estado ilegítimo; todo Estado se constituye a sí mismo como modelo de legitimidad, en el acto mismo de arrojar a los abismos exteriores a cuanto pueda transgredir sus normas, su modelo. Sólo hay crujir de dientes, anomalía, mundo -de derecho, aniquilable- de la marginalidad. La constitución de la norma, la constitución (toda constitución) a secas, al fijar los márgenes intransgredibles de la legitimidad, sitúa las lindes fuera de las cuales sólo hay violencia sin garantías: la constitución no puede ser, así, definida en términos materialistas, sino como código de terror. Para memoria sólo, diré que a todo esto es a lo que llamaba Marx dictadura de clases. Pero había prometido no ser, por una vez, excesivamente academicista. Hablemos, pues, del terror (del metus) hoy. Hablemos, pues, de ese conjunto de prohibiciones absolutas (los famosos principios incuestionables) que, en nuestro marco político -todo marco las tiene, desde luego, pero hablamos ahora del nuestro-, sitúa la frontera de la exclusión, del confín del garantismo. Constitucionalmente, son muy claras: la forma (monárquica) del Estado, la estructura irrenunciable del aparato militar, la unidad intangible de la patria. ¿Qué sucede, entonces, cuando un ciudadano tiene la desdicha de ser contumazmente republicano, de sentirse intransigentemente antimilitarista, o de considerar a los patriotas la más nauseabunda subespecie de los canallas? La alternativa constitucional es clara: o la sumisión y la renuncia o el juzgado de guardia -en otras latitudes se ha explorado una tercera opción: el hospital psiquiátrico, no creo que tarde mucho en universalizarse la experiencia-. Y, ¿qué sucede cuando, tras de un aparentemente fracasado golpe de Estado, un partido, convertido prácticamente en único por la voluntad popular aplastantemente mayoritaria, toma el poder en solitario, copa el conjunto de las instancias administrativas, suprime, de facto, -y teoriza incluso, por boca de su vicepresidente- la anticuada división y autonomía de poderes, para pasar a gobernar por decreto ley y leyes especiales, con el sordomundo Parlamento y la amputada Constitución como telones de fondo? México y Alemania pueden resultar precedentes no tan lejanos. En terminología

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Artículo de opinión firmado por el profesor y filósofo Gabriel Albiac solicitando el voto para la candidatura de Herri Batasuna en las elecciones europeas de 1987. El artículo fue publicado en el diario Egin el 3 de junio de 1987.

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Todos somos vascos

Gabriel Albiac*

He escrito alguna vez que el terror es un hallazgo específico de esa obra maestra de la modernidad que es el Estado la más perfecta máquina de exterminio que ha conocido la historia. Tal vez sea el momento, precisamente ahora, de descender del confortable mundo de las abstracciones generales -al cual una tal formulación pertenece de pleno derecho- hasta el más arriesgado, también por ello más rico en concepto, de la concreción política. Un ahora marcado por la emergencia, por primera vez ante todo el electorado administrativamente español, de una fuerza electoral a la que el propio Estado, al tildar de objetivamente terrorista, convierte en el sujeto vicario sobre el que volcar su propia infamia, buscando hacerse así, a su costa, una virginidad inatacable.

Que el Estado reposa sobre el terror, el metus, es algo que los más venerables entre los teóricos que han asistido a su nacimiento y configuración han considerado la evidencia misma de su ser. Así, el Espinosa que analiza cómo aquellos «que no aceptan el miedo ni la esperanza y no dependen más que de sí mismos», pasan automáticamente a convertirse en «enemigos del Estado» frente a los cuales éste no puede sino «ejercer su represión». (Tractatus Politicus, IV, 8). Pero también, bastante más temprano, el Maquiavelo que sabe cuánto más esencial para la estabilidad del Príncipe es «ser temido que amado» (Príncipe, XVII). Decir que Estado es idéntico a forma paradigmática de metus es, para los pensadores políticos de los siglos XV-XVII que no se limitan a chapotear en la apologética religiosa, casi casi un simple pleonasmo.

Como configurador de norma, sólo puede el Estado ser secretor de legitimidad. Seamos serios: no hay Estado ilegítimo; todo Estado se constituye a sí mismo como modelo de legitimidad, en el acto mismo de arrojar a los abismos exteriores a cuanto pueda transgredir sus normas, su modelo. Sólo hay crujir de dientes, anomalía, mundo -de derecho, aniquilable- de la marginalidad. La constitución de la norma, la constitución (toda constitución) a secas, al fijar los márgenes intransgredibles de la legitimidad, sitúa las lindes fuera de las cuales sólo hay violencia sin garantías: la constitución no puede ser, así, definida en términos materialistas, sino como código de terror. Para memoria sólo, diré que a todo esto es a lo que llamaba Marx dictadura de clases.

Pero había prometido no ser, por una vez, excesivamente academicista. Hablemos, pues, del terror (del metus) hoy. Hablemos, pues, de ese conjunto de prohibiciones absolutas (los famosos principios incuestionables) que, en nuestro marco político -todo marco las tiene, desde luego, pero hablamos ahora del nuestro-, sitúa la frontera de la exclusión, del confín del garantismo. Constitucionalmente, son muy claras: la forma (monárquica) del Estado, la estructura irrenunciable del aparato militar, la unidad intangible de la patria. ¿Qué sucede, entonces, cuando un ciudadano tiene la desdicha de ser contumazmente republicano, de sentirse intransigentemente antimilitarista, o de considerar a los patriotas la más nauseabunda subespecie de los canallas? La alternativa constitucional es clara: o la sumisión y la renuncia o el juzgado de guardia -en otras latitudes se ha explorado una tercera opción: el hospital psiquiátrico, no creo que tarde mucho en universalizarse la experiencia-.

Y, ¿qué sucede cuando, tras de un aparentemente fracasado golpe de Estado, un partido, convertido prácticamente en único por la voluntad popular aplastantemente mayoritaria, toma el poder en solitario, copa el conjunto de las instancias administrativas, suprime, de facto, -y teoriza incluso, por boca de su vicepresidente- la anticuada división y autonomía de poderes, para pasar a gobernar por decreto ley y leyes especiales, con el sordomundo Parlamento y la amputada Constitución como telones de fondo? México y Alemania pueden resultar precedentes no tan lejanos. En terminología

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clásica se llama a eso golpe de estado institucional -algo, por lo demás, realizable sin necesidad de violación legal alguna: Sus efectos son siempre muy similares: tornar la legitimidad en hostigamiento permanente de la autonomía de la sociedad civil, aplicar legalidades de guerra en tiempos de paz. Y todo ello, desde la identificación, cada vez más pura, de un restringido club de apoyos mutuos con el conjunto de los aparatos productores del metus. En Italia se produjo -imperfectamente, en función del peso del PCI en la guerra antifascista-, cuando el brazo político de la Mafia -la Democracia Cristiana- tomó un poder que permitiría la consolidación, hasta el día de hoy, de aspectos esenciales de la legislación y de los aparatos de poder -muy en especial del judicial- mussolinianos. Mucho más acabado, el modelo español suple con ventaja la presencia de la Onorata Societá, por la armónica simbiosis del señoritismo heredado de la más negra España decimonónica y los aparatos esenciales -en especial el administrativo, militar y policial- del Estado franquista. La continuidad constitucional en el metus queda así convenientemente garantizada.

¿Cómo luchar contra el metus, me pregunto, sino negándose a aceptar la dócil constitución de la subjetividad sumisa que nos es ofrecida como única opción de sobrevivencia? ¿Cómo? No veo otra manera que no sea el plantarse en medio del territorio bombardeado y negarse tozudamente a aceptar el chantaje del terror que su casi ilimitada capacidad de destrucción nos produce. Tragándonos cada uno nuestro insuprimible miedo a la exclusión y al castigo, reivindicar, una vez más, nuestro propio territorio desolado. Contra el Estado en general, cierto, pero también contra este Estado; contra el Ejército, contra todos los ejércitos, también contra éste; contra la patri, contra todas, por supuesto, incluida ésta.

Sospecho que ese conjunto de negaciones tiene para el Estado actual -o, lo que es lo mismo, para la suma PSOE más aparatos esenciales del Estado franquista- un nombre clave: Euskadi; y que el punto de mira de su maquinaria de exclusión y aniquilamiento está fijo sobre la fuerza que más explícitamente ha rechazado resignarse al miedo: Herri Batasuna. Parece ser que cierta encuesta de opinión, recientemente publicada, atribuye a unos misteriosos «intelectuales radicales madrileños» la intención de votar a HB para las elecciones europeas. Yo, que sólo llego a la clasificación de escritor y comunista, únicamente alcanzo a tratar de hacer (y hacerme) comprender que, frente al Estado que con su prepotencia nos atemoriza y nos humilla, apenas si nos queda una opción mínimamente digna: la apuesta por «lo otro», el apoyo moral a aquellos que resisten. En estre caso, un voto a favor de Herri Batasuna que es, antes que nada, un voto contra el chantaje del Estado. Votaré HB, entre otras cosas, porque el Estado me exige, desvergonzadamente, que no lo haga.

Porque, frente al socialfranquismo que despóticamente configura nuestra triste vida cotidiana, en estos finales de mayo del 87 -y mucho más allá de acuerdos o desacuerdos políticos concretos-, todos, absolutamente todos cuantos nos negamos a ser cómplices, somos vascos.

* Profesor titular de Historia de la Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Escritor.

Artículo publicado en el Diario “Egin” [1987-6-3]