TORRENTES ESPIRITUALES - Una iglesia sin … · Dios. El propósito de Guyon con este libro es...
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Torrentes Espirituales
por
Jeanne Guyon
Esta traducción está dedicada al precioso nombre de Jesús, pues
sólo esa Verdad nos hace verdaderamente libres
Copyright Gene Edwards
MCMLXXXX
Impreso en España
Publicado por
Círculo Santo
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PREFACIO
Nos encontramos algún que otro problema con este libro en particular
al escribirlo en inglés moderno. Hay una palabra que no existe en la lengua
inglesa que debería existir, una palabra que podría significar tanto “él”
como “ella.” Al tratar con Torrentes Espirituales, echamos mucho de me-
nos a esta palabra. El inglés debería tener una palabra como “él-la” o “e-
lla” o algo por el estilo.
A lo largo de esta revisión estuvimos trabajando con una texto en In-
glés Antiguo que constantemente aludía a “el alma...” El pronombre “ello”
solía aparecer veinte o más veces en una sola página. Sencillamente la
mente no es capaz de seguir un pensamiento tan largo con tantos pronom-
bres en un espacio tan corto.
Sustituimos “alma” por palabras como “devoto”, “creyente”, o “cris-
tiano” – allí donde no se dañaba el significado original. Pero llega el mo-
mento cuando tienes que decidirte entre usar “él” o “ella” – el cristiano
“él” o “ella”. Pobre Inglés, nuestra lengua no puede decir “él-la” o “e-lla”;
por tanto, nos arriesgamos a meternos en líos con uno de los dos géneros,
una vez hecha la elección. Hicimos lo que escritores y editores y traducto-
res han estado haciendo durante mil años ante la inconveniencia de esta
lengua – escogimos decir el cristiano “él”, una elección que es algo mejor
que lo cristiano “ello”. Pedimos disculpas a todas nuestras lectoras femeni-
nas por este detalle, sabiendo demasiado bien que es el lenguaje inglés el
que debe disculparse.
Una última cosa. De vez en cuando se nos pregunta de dónde sacamos
las copias de los libros originales que modernizamos, a lo que sigue una
pregunta insalvable, “¿Dónde consigo yo una copia?” Grande es el miste-
rio. Haz lo que hacemos nosotros. ¡Vete a la biblioteca pública que te co-
rresponda y empieza a mirarte las listas de libros catalogados en el listado
nacional de bibliotecas! El bibliotecario te dará los detalles.
Y ahora, querido lector, vamos a Torrentes Espirituales, y vamos de
la mano de una mujer que no se estremeció describiendo el sufrimiento
como es en realidad.
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INTRODUCCION
La clave para entender este libro es ver entre sus expresio-
nes la biografía espiritual de la propia Jeanne Guyon. Ella es el
“torrente” de este libro, y esta es su historia de su viaje hacia
Cristo. Este no es un libro que te marca los pasos que necesitas
seguir para madurar en Cristo. El tratar de encajar este libro en
tu propia vida es enfrentar el desastre. Guyon escribió en otra
época, en la cual era necesario describir todo por pasos o por
niveles. Lo que es más, era muy subjetiva, e incluso a veces caía
en la melancolía. Lo que ella dice en Torrentes Espirituales no
se puede encontrar en el Nuevo Testamento... no lo encontra-
mos como “la forma” de conocer a Cristo. Esta es, sencillamen-
te, la historia de una mujer, desde su propio punto de vista, en
cuanto a cómo Dios trató con ella. La gran fuerza de este libro
es sencillamente esta: existen muy, muy pocos libros escritos
sobre el tema de la cruz en relación con el caminar cristiano.
Este es uno de esos pocos libros. Y es una afirmación radical,
quizás en extremo radical, acerca de la cruz en la vida de un
creyente.
Madame Guyon en persona se metió en problemas a causa
de este libro. Aquí está la historia lo que mejor que he podido
recomponerla.
Jeanne Guyon empezó a escribir su autobiografía cuando
rondaba los treinta años. Pero el primer libro suyo publicado fue
la titánica obra, Método de Oración, ahora titulada Experimen-
tando las Profundidades de Jesucristo. Esta es una obra maestra
y un clásico.
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Su primer encarcelamiento (más bien fue un confinamiento
en una abadía atendida por monjas en un lugar de París llamado
San Antonio) se debió a cuatro causas: el complot de su medio
hermano de sangre para quitarle sus inmuebles y su riqueza... y
los tres libros que hasta entonces había escrito.
Fue liberada gracias a los esfuerzos de amigos suyos dentro
de la corte de Luis XIV. Tras su liberación entró en un periodo
de máxima popularidad e influencia – en Versalles, nada menos,
la corte de la monarquía más poderosa de toda la historia Euro-
pea.
De forma gradual, Guyon cayó en desgracia en la corte de
Luis. El Rey en persona solicitó al Obispo Bossuet, el más
grande y famoso clérigo de toda Francia, que la examinara. Este
“examen” vino a ser una inquisición mental. Bossuet, la mente
más poderosa de Francia, pensaba que se las estaba viendo con
una mujer un tanto estúpida. Se propuso aplastarla como se
aplasta a una mosca. Pero en vez de ello, se encontró con su
igual, por no decir su superior. Estaba enfurecido. (La historia,
más tarde, no ha sido magnánima con Bossuet, sobre todo a
causa del trato tan absurdo que ejerció sobre esta mujer.) Las
conclusiones de Bossuet acerca de esta “peligrosa” mujer hicie-
ron que Luis XIV encarcelara a Jeanne Guyon sin juicio y sin
cargos.
En su “vista oral” ante Bossuet y otros dos Obispos, Jeanne
Guyon presentó su biografía a Bossuet. (Ya había leído Método
de Oración y estaba bastante en contra de él.) En aquella época
ella le presentó tres obras más. No podría haber actuado peor.
De entre sus comentarios sobre la Biblia eligió entregarle su
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obra Cantar de los Cantares. También le entregó un manuscrito
recientemente acabado de un libro sin publicar titulado Torren-
tes Espirituales.
Imagináos a un super pedante y super piadoso solterón ya
entrado en años leyendo la íntima y apasionada interpretación
de Cantar de los Cantares. ¡A Bossuet se le pusieron los pelos
de punta! El sexo, después de todo, era un mundo desconocido
para él - demósle ese margen de duda -, y con toda seguridad
tampoco debía tener lugar en libro religioso alguno, aunque tra-
tara del Cantar de los Cantares.
Su reacción ante Torrentes Espirituales fue peor. En este
libro Jeanne Guyon ataca de soslayo a la intelectualidad y a los
intelectuales... ¡y eso era todo lo que era Bousset! Lo que es
más, la subjetividad de Torrentes Espirituales no le hacía mu-
cha gracia que digamos a una de las mentes más objetivas que
Francia llegó a engendrar.
Otro suceso, en otra nación, también influyó profundamente
en lo que le habría de acontecer a Jeanne Guyon. Había en Italia
un hombre llamado Miguel de Molinos, que por aquel tiempo
sufría prisión por similares escritos.
Molinos hacía poco que había puesto a toda Italia patas
arriba, originando una de las mayores revueltas que jamás haya
sufrido el Vaticano, el Papa y Roma.
Las enseñanzas de estas dos personas no eran una novedad,
sino que ya habían sido enseñadas en siglos pasados por santos
canonizados de la Iglesia Católica. Ni a Molinos ni a Guyon se
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les hubiera pasado nunca por la mente que lo que escribían y
enseñaban podría meterles en problemas. Y lo hizo.
A Molinos lo sellaron literalmente tras los portones de una
mazmorra. Guyon se vería en breve fugitiva de la justicia.
Cuando por fin dieron con ella, fue encarcelada en Vincennes, y
después en la infame Bastilla.
Guyon dice que es muy raro conseguir un avanzado estado
de espiritualidad. Algo que atañe a muy pocos, e incluso enton-
ces, un estado que únicamente se alcanza – por lo general – a
una edad bastante madura, casi siempre poco antes de la muerte.
Bien, ella era casi una cincuentona cuando escribió este libro.
Asumo, pues, que ella misma teorizaba con ciertas partes de lo
escrito aquí.
Hasta donde mi lógica alcanza, Torrentes Espirituales no
fue publicado hasta después de su muerte. Una cosa es segura:
siempre que este libro se vuelve a llevar a una imprenta molesta,
enoja y confunde a mucha gente.
¿A qué se debe, pues, esta nueva edición?
Como ya dije anteriormente, es tan simple como el hecho
de que no existen muchas obras en la literatura cristiana que ha-
blen del trato interno de la cruz en la vida diaria del creyente. Y
hoy en día la iglesia parece alejarse más y más del tema del su-
frimiento... casi cada hora que pasa.
La mayoría de los cristianos, tras leer este libro, lo único
que hacen es agitar sus manos con aire de desespero e intentar
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olvidar que alguna vez lo hayan leído. Puede que eso mismo sea
lo más saludable que puedas hacer con él, si crees que todos los
cristianos deben pasar por los niveles que ella describe. Pero, de
hecho, no es eso lo que ella dice. Para comprender este libro en
particular tienes que entender la tradición Católica. Puede que
Guyon fuera la Católica Romana más evangélica que hubiera
escrito un libro en su época, pero era Católica.
Ahora bien, un católico que escribiera de un tema como el
que ella escribió aquí, para ser considerada una buena Católica,
debía seguir una larga y bien establecida tradición. Esta tradi-
ción fue establecida allá en los tiempos de Agustín y Dionysius
Exiguus. Estos dos hombres pusieron la vida cristiana por “eta-
pas”. Todos los escritores posteriores estaban encadenados por
la tradición a establecer una serie de etapas por las que, creían
ellos, el alma debía atravesar con vistas a llegar a la “perfec-
ción”. La perfección, para la mente Católica, no quiere decir au-
sencia de pecado o perfección... sino un estado de “estar en
Dios”.
El propósito de Guyon con este libro es contarle al lector su
propia experiencia. Probablemente ella sentía que al menos ha-
bía acariciado todas estas etapas que tan vívidamente describe.
Si no eres un católico romano, inevitablemente se te queda-
rá la impresión de que estas son las etapas por las que todos los
creyentes deben pasar. Esto sencillamente no es cierto. El Nue-
vo Testamento no establece tales normas. No hay fórmulas en la
transformación. El Señor, al igual que podemos ver en el Aslan
de C.S.Lewis, no es un tullido – Él no es un Dios de fórmulas.
Él es un Dios viviente y una experiencia vital y viviente; a dia-
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rio se le experimenta de distintas maneras. No un “algo” por ahí
que es revelado al pasar a través de una serie de pasos preesta-
blecidos. Torrentes Espirituales es la experiencia personal de
una mujer en su camino hacia Dios.
A mi juicio, su detalle del sufrimiento cristiano es la gran
fuerza de Guyon y al mismo tiempo la mayor de sus debilida-
des. Un amigo mío, comentando un capítulo titulado “Noche
Oscura del Espíritu” en mi libro, El Viaje Hacia Adentro, pro-
bablemente resumió esta paradoja. Dijo, “Gene, la gente que
nunca ha pasado por lo que aquí has descrito no tienen ni idea
de lo que estás hablando; y aquellos de nosotros que tiene idea,
no quiere leerlo ni por asomo.”
Ahí está.
El leer las vívidas, algunas veces taciturnas, descripciones
de sus experiencias – si no estás familiarizado con su vida y es-
critos – te dejarán sin saber cómo reaccionar.
Hay tres tipos de personas a los que desearía que nunca se
encontrasen ante un libro como este. (Aquí hablo particularmen-
te de gente profundamente dañada. Te recuerdo que este libro
no les dañará. Los libros no hacen rara a la gente; la gente rara
se expresa mejor demostrando lo rara que es, justo después de
leer un libro como este.)
Primero, está el hermano soltero religioso. No debería leer
este libro. ¡Todos los hermanos solteros super religiosos
deberían casarse! ¡Tras diez años de matrimonio este libro no
sería capaz de hacerles ningún daño! Hermano joven y soltero,
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si tienes tendencia a ser “religioso”, entonces este libro te hará
totalmente insoportable. Por favor, recuerda que, cuando te has
hecho un lío con las comas porque has fracasado de cabo a rabo
en vivir ajustado a tu propio estándar, obviamente no estás
haciendo progreso espiritual. Y si, cuando disciernas que estás
haciendo progresos, te estiras la corbata y sacas el “tratado para
ser muy espiritual”, y empiezas a poner a todo el mundo en
vereda, ¡aún sigues sin hacer progreso espiritual! Hay un
elemento con una alta carga redentora en este libro: los estados
espirituales, que algunos cristianos planean visitar en un fin de
semana – ¡Guyon asegura que llevarán de veinte a treinta años!
El segundo tipo de persona que no debería leer esta clase de
libro es el chiflado de verdadero manicomio. Las personas reli-
giosas que también son chaladas a menudo parece que están en-
tre los treinta y cuarenta años. ¿Qué más puedo decir? Este tipo
de persona hace que todo aquel que haya escrito alguna vez un
libro cristiano, da igual cuán blando sea el libro o suave sea el
tema tratado, se plantee seriamente si el autor debiera volver a
escribir alguna vez otro libro. Hay gente un tanto trastornada
que se dañan con cualquier literatura cristiana que puedan leer.
En último lugar viene el pedante, ciego, e iluso cristiano
que vive inmerso en vanos sueños de grandeza, que se ve a sí
mismo (o a sí misma) como una segunda Madame Guyon: “He
leído este libro; he pasado todas estas etapas, y hoy yo soy...”
Bien, no todas estas gentes captan el mensaje que encierra este
libro con un oído tan atento y entendido, pero irradian un men-
saje similar por cada poro de su cuerpo: “He llegado”.
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Quizá no debiera limitarme a desintoxicar un poco este li-
bro, sino también a desintoxicar un tanto a unos cuantos cristia-
nos.
Propondré, primero de todo, que cualquier acechanza espi-
ritual debiera hacerse dentro de una experiencia de vida de igle-
sia, nunca por tu cuenta y en privado. La iglesia es el lugar al
que las acechanzas espirituales pertenecen.
En segundo lugar me gustaría compartir contigo que vivo
entre personas que buscan un caminar más profundo con el Se-
ñor. (Yo mismo me pongo entre las filas de estos buscadores de
la verdad.) De un extremo al otro de este ancho mundo, siempre
que he viajado, si se disponía del tiempo suficiente, he ido en
pos de hombres y mujeres piadosos. Pero sólo he conocido a
dos personas en toda mi vida que yo llamaría espiritualmente
maduras. Dos, repito, ¡dos! Ambos se estremecerían ante la idea
de que alguien les clasificara como tales. Uno era una mujer, se
llamaba Beta Shyrick. Ella tuvo una gran influencia en mi vida.
(Por cierto, ella nunca llegó al punto que Jeanne Guyon describe
como “indiferencia”.) Beta murió a los 76 años de un corazón
enfermizo...y quebrantado.
¿Adónde quiero llegar? No pongo la interpretación espiri-
tual que te des a ti mismo por las nubes. Con casi toda seguridad
que no eres tan espiritual. De cierto que no te recomendaría que
trates de imaginarte el “estado” en el que te encuentras. Con
bastante franqueza, en cuanto a mí mismo, sólo estoy seguro de
una cosa: he sido redimido por Cristo. Más allá de ese punto lo
veo todo un poco borroso. A cambio de esos dos cristianos con
los que me encontré, y que me mostraron algún elemento de
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madurez cristiana, ¡me he topado con toda una cancha de balon-
cesto llena de cristianos que pensaban que eran espirituales!
Tengo que admitir que, si soy realista, este libro es ideal para
ellos. O bien va exponer a tal grado su burda ineptitud espiritual
que les dejará sin habla, o les hará aún más ilusos.
Es a ese respecto que Torrentes Espirituales es un libro
muy bueno. Debería dejarnos a todos un poquito más humildes
acerca de lo que en realidad puede suponer el proceso de trans-
formación.
Eso me lleva a otra de las razones por las que volver a edi-
tar Torrentes Espirituales. He estado ministrando sobre los as-
pectos más profundos de la fe cristiana durante... bueno, mucho
tiempo. Lo suficiente para haber descubierto patrones de com-
portamiento en aquellos que se han embarcado, en su juventud,
en esta gran aventura.
He observado a cristianos siendo atraídos muy de cerca por
Cristo en una relación viva con Él, más cerca de lo que nunca
hubieran soñado. Les he ido observando mientras se deleitaban
al descubrir las profundas, las indescriptibles riquezas que están
en Cristo. Durante todo aquel tiempo aquellos cristianos, con
estas riquezas, eran a diario informados acerca de la cruz, del
sufrimiento, y de la duplicidad del corazón humano – pero sobre
todo, de la cruz. Cada uno fue advertido de que esos días de
opulencia e intimidad no durarían – no podían durar – para
siempre. También habría de conocerse rachas de sequía. No
obstante, he visto a pocos cristianos, una vez que esas maravi-
llosas aguas retrocedieron, dejar de seguir al Señor. La mayoría
de cristianos claro que continúa a través de los periodos de se-
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quía, pero hay muchos, una vez que al fin se las vieron con la
cruz con todo su destructivo poder, que dejaron de seguirle. Ca-
si todos, eso parece, jurarán y declararán que ¡nunca oyeron a
nadie advertirles de pruebas tales, o de una cruz tan grande!
Bien, queridos lectores, conozcan a Jeanne Guyon en To-
rrentes Espirituales. He aquí un maestro (¡no!, un maestro con-
sumado) describiendo a la cruz. Este libro te ahogará en los
detalles del sufrimiento.
La primera parte de este libro puede que te deje deprimido;
puede dejarte con una idea distorsionada de Dios... y de toda la
vida cristiana. Pero nunca te dejará desprevenido.
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En el momento que Dios toca a una persona que busca la
verdad, Él otorga un instinto a este nuevo creyente de volver a
Él con mayor perfección y ser unido con Él. Hay algo dentro del
creyente que sabe que no ha sido creado para las diversiones o
las trivialidades del mundo, sino que tiene una finalidad que es-
tá centrada en su Señor. Algo dentro del creyente trata por todos
los medios de hacer que éste vuelva a un profundo lugar que es-
tá adentro, a un lugar de descanso. Es algo instintivo, este em-
pujón para volver a Dios. Algunos lo reciben en una gran
porción, por designio de Dios. Otros en un grado menor, por de-
signio de Dios. Pero cada creyente posee esa preciosa impacien-
cia de regresar a su fuente original.
Por tanto un cristiano pudiera compararse a un río. El río
parte de su fuente y fluye hacia el mar. Un río fluye de forma
majestuosa, despacio. Otro fluye más rápido. También hay ríos
que fluyen como un torrente, deslizándose con impetuosidad, tal
que pareciera que no existe nada que los pudiese detener. Se
pueden levantar diques, se pueden hallar impedimentos en el
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curso de aquel, pero esto sólo aumenta por dos la determinación
del río de abocarse al mar.
Nosotros los creyentes somos como ríos. Hay ríos que flu-
yen despacio, llegando tarde a su destino. Otros se mueven más
rápido. El tercer tipo se mueve tan rápido que nadie se atreve a
navegar por él. Es un torrente alocado, desenfrenado.
Es el propósito de este pequeño escrito que podamos obser-
var a estas tres figuras y aprender de cada una de ellas.
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Aquí está el cristiano que, después de ser convertido, ofrece
algún tiempo para estar en la presencia del Señor. Mide sus
propias palabras y busca purificarse, apartarse de pecados ex-
ternos y preeminentes. Ha dispuesto su curso con el fin de avan-
zar poco a poco.
Una sequía puede estancar en gran medida a este creyente.
De hecho, hay veces que el lecho del río está totalmente seco. A
veces da la impresión de que este río ya no fluye de la fuente de
la que brotó. No se puede poner un medio de transporte en este
río porque el río es lento y porque algunas veces se encuentra
casi vacío.
Mas existe una ayuda grande para tal río. Un río así puede
siempre unirse al curso de otra pequeña surgencia y juntos, ayu-
dándose mutuamente, prosiguen hacia su destino.
¿A qué se debe la lentitud? ¿Se debe a que este creyente no
está ocupado en un caminar interno? Su labor se encuentra en el
exterior y en raras ocasiones va más allá de la oración más obje-
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tiva. De seguro que tal creyente es santificado tanto como otros.
Dios les da luz para adaptarse al estado que han escogido. Un
creyente así puede ser en ocasiones algo muy precioso y, a me-
nudo, se gana la admiración de otros.
Algunas veces tal creyente recibirá una luz que de repente
le mete prisas; no obstante, la gran mayoría nunca salen de sí
mismos. Este cristiano a menudo tiene cientos de santas inten-
ciones para buscar al Señor. La mayoría, sin embargo, realiza su
búsqueda de Dios según su propio esfuerzo.
Si alguna persona busca ayudar a este cristiano para intro-
ducirle a una relación más profunda con el Señor, probablemen-
te no obtendrá éxito. Hay varias razones para esto. Primero, que
el cristiano que trata de provocar el avance de este creyente no
tiene nada sobrenatural que ofrecer; y, estad seguros, a menudo
es una absorción mediante cosas sobrenaturales lo que conduce
a este débil creyente adelante.
En segundo lugar, si observas, este creyente tiene una gran
capacidad para razonar. Por lo general es fuerte en esta área.
Puede tratarse, y a menudo lo es, de un carácter con una
voluntad muy recia... aun en su determinación de perseguir al
Señor. Pero es una persecución objetiva. El cristiano más
maduro puede que se encuentre con que, en su intento de ayudar
a este creyente, está tratando con uno que se balancea de un
extremo al otro en su experiencia espiritual. Acoge muchos
lugares altos y muchos lugares bajos. A veces es todo un
portento en su progreso y otras veces es muy débil. Cuando esté
en un lugar bajo, sucumbirá bajo un gran desaliento. No posee
paz o calma profunda alguna en la presencia de distracciones.
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También te encontrarás con que está dispuesto a combatir todo
lo que se le ponga por medio, y también se queja de cuanto le
acontece.
Es más seguro que este creyente no aprenda de una forma
rápida el caminar interno. ¿Por qué? Porque le quitas los medios
que él ha elegido para dirigirse hacia su Señor. Si te llevas esas
cosas en las que se apoya, puede que no dejes a ese creyente na-
da a lo que aferrarse en su camino hacia Dios. Quizá encontre-
mos en este hecho la explicación a las disputas entre cristianos
en cuanto al camino correcto para andar con el Señor. Aquellos
que han hallado un elemento más profundo en su relación con
Dios reconocen el bien que han extraído de ello y, por lo tanto,
quisieran que todo el mundo caminase de esta manera. Por otro
lado, el creyente que es más objetivo ha visto que su forma de
caminar con el Señor es holgadamente suficiente y tratará de
hacer que todo el mundo acate su senda. ¿Cuál es la solución?
La solución es discernir con qué clase de cristiano estás tratan-
do. Sea la clase que sea, ayúdale de forma afín al camino que él
ha escogido. Después de todo, esta es la forma que mejor se
acopla a la disposición con la que ha sido engendrado.
Sólo tienes que observar. Hay muchos creyentes que senci-
llamente no pueden venir a la presencia del Señor, acallarse ante
Él, y mantenerse así durante un largo periodo de tiempo.
Hay otros que tienen un gran don para ocultar sus faltas, no
sólo de la vista de otros, sino también de sí mismos. Verás que
esos creyentes, por lo general, están completamente envueltos
bajo emociones y sentimientos humanos. Tanto la persona ra-
cional como la emocional está muy apegada a su razonamiento.
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¿Han de seguir siempre así? ¿Se les puede ayudar a pasar a
otro nivel? Sí, pero conlleva a una persona sabia el rendir tal
ayuda. Para mostrar al creyente cómo caminar conforme a todo
lo que abarca la voluntad divina, no debes correr delante de la
gracia ni rehusar ir tras ella. A nosotros nos ocupa el corres-
ponder con la gracia de Dios. Por desgracia, muchos cristianos,
al tratar de ayudar a otro cristiano a conocer mejor a su Señor,
se encuentran con que han alcanzado el tope de sus habilidades,
y en vez de ayudarle a alcanzar un nivel más alto o, quizás por
misericordia, dejarle sólo, deciden traerle a su propio círculo y
hacerle su seguidor – no el seguidor del Señor.
Cada uno de nosotros como creyentes necesitamos que nos
muestren cómo poder razonar menos y amar más. Algunas ve-
ces esto ha de hacerse muy, muy despacio, pues nuestra tenden-
cia a razonar alcanza cotas muy altas. Si un creyente ha de
responder positivamente al hecho de aprender a cómo amar a su
Señor, entonces es muy seguro que pueda avanzar hacia su Se-
ñor. Allí se encuentra su socorro.
Por otro lado, el creyente puede empezar literalmente a se-
carse cuando deja a un lado su razonamiento. Si esto sucede, no
puede asirse a un amor más apasionado, más profundo por su
Señor. En tal caso es sabio animar a este creyente hacia un ca-
minar más activo y objetivo con su Señor. Si no puede alcanzar
a su Señor en un profundo entendimiento espiritual, al menos
puede servirle con su voluntad.
Como ves, existen dos formas en que respondemos a la se-
quía. Una es perder todo ánimo y esperanza. La otra es saber de
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una manera instintiva que la sequía proviene del Señor y, por
tanto, seguir tras Él, incluso a los lugares secos. El creyente que
no puede responder de esta forma a un intervalo de sequía debe-
ría ser animado a correr la carrera con toda su fuerza hasta que a
Dios le agrade aliviarle de sus labores – esto es, hasta que este
pequeño arroyuelo encuentra el río principal y es acogido en su
seno y llevado hasta el mar.
A menudo me he preguntado por qué se levanta una protes-
ta general contra los libros espirituales y una oposición tal con-
tra cristianos que escriben y hablan sobre un caminar interno en
el Señor. A mi juicio creo que un escritor o interlocutor así no
puede hacer daño alguno. La única persona que será dañada es
alguien que se busca a sí mismo en primer lugar. Pero el alma
humilde que desea conocer mejor a su Señor y se da cuenta que
no va a recibir este don por su cuenta y debe recibir ayuda de
alguna otra fuente... ¿se le ha de prohibir oír o escuchar?
¿Y qué del cristiano que lee un libro y se engaña a sí mismo
hablando y actuando como si hubiera obtenido algún nivel espi-
ritual, haciendo uso de un vocabulario “espiritual”, aparentando
haber entrado en cierto lugar espiritual?
Bien, aun un cristiano con un discernimiento normal puede
decir cuando un estado así no es una realidad.
Tengo otra razón para creer que los libros que tratan del
caminar interno no son dañinos. Los libros animan al lector a
separarse del mundo, a entender el significado de la muerte. Por
medio de tal lectura, un creyente gana una visión de las cosas
que necesitan ser conquistadas, cosas que necesitan ser destrui-
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das. Al leer estos libros el cristiano se empieza a dar cuenta de
que él no tiene la fuerza suficiente para tales empresas, y, por
tanto, empezará a volverse al Cristo que anida en el interior y a
extraer de Él la fuerza para tal aventura.
Ningún cristiano debería nunca de asumir el papel de ser su
propio líder espiritual, sobre todo cuando tiene una naturaleza
muy religiosa. Necesita darse cuenta que requiere la ayuda de
alguien más para guiarle en su camino hacia el espíritu de Dios.
Hay, por supuesto, peligros al dirigirse a otro en busca de una
guía espiritual. Un creyente podría acercarse a alguien que bus-
ca agenciarse seguidores para sí. Una persona así, por supuesto,
pondrá límites a la gracia de Dios y fijará barreras que impidan
avanzar al creyente. A menudo este líder cristiano cree que sólo
hay un camino... ¡su camino! De buen grado haría que todo el
planeta caminara sólo de esa manera. Esto encierra un gran mal.
El líder que fija todas las cosas en la vida más alta y, sin embar-
go, establece una dirección en específico, evita que Dios se co-
munique con aquel que busca la verdad.
A lo mejor tendríamos que hacer con la vida espiritual lo
que hacemos en las escuelas. El estudiante no permanece
siempre en la misma clase, sino que cada año le traspasan a una
clase superior. El profesor de sexto grado no enseña lo que ha
sido expuesto en el quinto. La educación humana es de poco
valor, y sin embargo se le presta una gran atención. La ciencia
divina es mucho más importante y necesaria, pero es
descuidada. ¿Habrá alguna vez una escuela de oración?* Pero,
¡ay! Aquellos que buscan el estudio de la oración lo que hacen
es estropearla. Enseñan oración y después establecen normas y
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toman medidas al Espíritu de Dios. Mas el Espíritu no tiene
medidas, ni está confinado a normas.
Os empujaría a observar que no existe tal cosa como un
creyente que sea incapaz de conocer a su Señor, hasta cierta
medida, de una manera más profunda. Ninguno de nosotros tie-
ne razón alguna, sea cual sea nuestra disposición o nuestro pa-
sado, para no aplicarse en conocer al Señor de una forma más
personal e íntima. La persona más torpe es capaz de algo así. Lo
sé porque lo he visto. Ha habido personas que han pedido mi
consejo y que parecían casi incapaces de tener luz espiritual y
que también parecían poco propensas a seguir
_____________
* Está claro que Guyón no estaba hablando de seminarios, es-
cuelas bíblicas (la mayoría), ni cosas por el estilo, sino de apóstoles
de Cristo con un llamado celestial que enseñan de una forma divina
lo que ellos ya han experimentado en su Señor tras muchos años de
caminar.
aventura espiritual alguna, y también ha habido aquellos que,
una vez embarcados en una empresa espiritual, tras un tiempo
decidieron abandonar el barco totalmente. A pesar de esto, y de
su natural repugnancia a los tratos del Señor, los primeros con-
tinuaron y lograron cierto avance. He visto a estas personas, en
el transcurso de varios años, alcanzar un nivel alto en la senda
espiritual. A menudo estos con los que he tratado me han dicho
que se habrían rendido si no hubiesen obtenido mi ayuda. En-
tonces, ¿qué hubiera ocurrido si alguien, habiéndoles observado
durante cuatro o cinco años sin hacer progresos, les hubiese di-
cho que simplemente no podían ser abrazados por el calor del
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Amor de Dios? O puede que les hubieran dicho, “Sencillamente
no has sido llamado a esta clase de relación con Cristo.”
Me dirijo a ti, creyente: tú, tanto como el que más, eres
adecuado para conocer el designio de Dios para tu vida. Si eres
fiel puedes llegar a conocerle mejor que aquellos con gran inte-
lecto y razonamiento... esos que antes estudiarían la oración y
los asuntos espirituales en vez de experimentarlos. No importa
lo pobre que sientas que puedas ser. Estás bien adaptado para
conocer al Señor si haces sólo una cosa: no te hartes; espera con
humildad en Su presencia hasta que la puerta se abra.
Por otro lado, aquellos con gran razonamiento y entendi-
miento parecen incapaces de mantener siquiera un instante de
silencio ante Dios. Tal cristiano posee una facilidad admirable
de sacar una retahíla de palabras, sabe orar, se sabe todas las
partes de la oración, es capaz de hablar con claridad y exactitud
de todos los temas espirituales y parece estar muy a gusto con-
sigo mismo por hacer estas cosas. Y, sin embargo, diez o veinte
años después esa persona se encuentra en el mismo sitio que
hoy en su vida espiritual.
¿Cuál de los dos está más cualificado para seguir el camino
al interior?
¿No es verdad, aun en el nivel humano, que la criatura más
miserable que se dispone a amar lo hace sin un plan o un méto-
do? El más ignorante en el tema del amor a menudo es el más
diestro. Lo mismo es cierto, excepto a un nivel considerable-
mente superior, cuando tratamos con el tema del amor divino.
26
¡Me dirijo a vosotros que guiáis a otros cristianos en su ca-
minar con Cristo! Si se allega a vosotros una persona que sabe
poco de las cosas más profundas de Cristo, sólo tienes que hacer
una cosa: enséñale a amar a Dios. Enséñale cómo zambullirse
en ese amor. Pronto aquel será un conquistador. Y si da la im-
presión de ser alguien bien predispuesto a amar, ¡permítele que
lo haga todo lo mejor que pueda, y que espere pacientemente
hasta que el Amor mismo le transforme en amor! Y deja que
ame a su Señor a su manera y no a tu manera.
Oh, mi Dios, cuándo entenderán los hombres a ense-
ñar a otros a testificar en amor.
28
3
Ahora nos fijamos en el segundo río. He aquí un gran río
que se mueve a un ritmo constante, que fluye con pompa y
magnificencia. Uno puede ver claramente el curso del río. Allí
hay orden. El río acoge gran número de barcos y comerciantes
que transportan su mercancía sobre aquel. Algunos de estos ríos
logran alcanzar el mar, abocándose, casi desde el principio, a un
río más grande, o acabando en un afluente que va a parar al mar.
Trágicamente, muchos de estos ríos sólo sirven para transportar
mercancía y bienes.
Se puede frenar el curso de este río; se le puede apaciguar
mediante una presa o un dique; se le puede desviar a ciertos si-
tios.
La fuente de origen de este río es muy abundante; hay mu-
cho don aquí, mucha gracia y muchos talentos celestiales. Hay
muchos santos en la iglesia de Dios que brillan con el fulgor de
29
una estrella y que, no obstante, nunca superan el nivel de este
río.
De hecho, hay dos tipos de ríos que son así, dos tipos de
cristianos que caen en esta categoría. Están aquellos de los que
el Señor se apiada a causa de su labor por Él, a pesar del hecho
de que están secos y áridos. Poco a poco Él atrae a tal cristiano
a través de Su bondad y por medio de la riqueza de Su vida.
El segundo grupo de cristianos es arrebatado por los impul-
sos de su corazón casi desde el punto de partida. Sienten que le
aman, mas nunca conocen de manera íntima el objeto de su
amor. El amor humano supone tener un conocimiento del objeto
de su amor. Esto es, en el amor humano conocemos a aquel que
amamos. Privados de ese íntimo conocimiento, el amor humano
sencillamente no tiene lugar, porque lo que el ojo ve, el corazón
puede conocer. Esta no es la senda del amor divino. El Señor
tiene un control sobre nuestros corazones; por tanto, el Señor no
está obligado a dejarnos conocerle bien. De hecho, ¡hay tiempos
en los que Él hace que el corazón le ame cuando el corazón a
duras penas sabe algo de Él!
Si estás ayudando a otros cristianos a encontrar su camino
hacia el Señor, un día te encontrarás con un creyente que parece
estar enamorado con pasión de su Señor y que, no obstante, po-
co sabe de Él. Este tipo de cristiano consigue un tremendo pro-
greso en su caminar hacia el Señor. Parece tener una
maravillosa relación con Él y estar en perfecta armonía con Su
voluntad. Y, sin embargo, parece que hay algo por dentro que
nunca es tratado, nunca es aniquilado.
30
Parece que Dios por lo general no saca a éste de la fortaleza
de su yo con el fin de que pudiese estar totalmente perdido en
Dios. Sencillamente hay un amor ferviente, y como resultado,
un creyente así despierta la admiración y la sorpresa de otros.
Dios le otorga gracias sobre gracias y dones sobre dones, luz
sobre luz. Hay visiones y revelaciones. Este es uno que a menu-
do escucha la voz del Señor. Tiene tanto, que incluso da la im-
presión de que el Señor no tiene más preocupación que
enriquecer y embellecer a esta persona y comunicar a ésta Sus
secretos. Toda la luz parece confluir en este creyente.
Este creyente sufre tentaciones, mas la tentación es repelida
con rigor. La cruz es llevada con fuerza. ¡Un cristiano así aun
desea que hubiera más cruces! Aquel es todo fuego, todo llama
y todo amor. He aquí un creyente con un gran corazón, prepara-
do para sobrellevar cualquier cosa. Es, de hecho, un prodigio de
la época en que vive. El Señor usa personas así para hacer mila-
gros. Parece que lo único que necesitan hacer es desear algo y
Dios lo concede – que Él no se deleita en otra cosa que en con-
cederles y acatar su voluntad. Lo que es más, se encuentran en
un nivel elevado de sacrificio. No parece que pertenezcan a este
mundo, y practican la austeridad.
Si un cristiano así, en su juventud, se allega a ti buscando al
Señor, puedes prestarle gran ayuda o puedes dañarle en gran
medida. Una cosa que puedes hacer para dañarle es mostrarle
cuánto le admiras. Al hacer tal cosa desvías su mente hacia sí
mismo. Tal cristiano vendrá a reposar en los dones de Dios en
vez de hacerle que vaya en pos del Mismo Señor.
31
Como ves, la tremenda gracia que el Señor ha otorgado a
estos santos ha sido entregada con el fin de atraerlos a Él. Este
cristiano corre un riesgo muy palpable de descansar en los do-
nes, reflexionando sobre sus dones, observándolos y después,
trágicamente, apropiándoselos para sí mismo. De aquí surge va-
nidad y autocomplacencia, preferencia a uno mismo antes que a
otro y, a menudo, la ruina de nuestra propia vida espiritual.
Cuando un cristiano de este temperamento ha alcanzado un
plano superior con el Señor, a veces puede ser de gran ayuda
para el cristiano menos maduro (pero ya no tanto para el cris-
tiano que observamos en el próximo capítulo). La causa reside
en que ese primer cristiano es muy fuerte en Dios. Y a veces no
es capaz de entender la debilidad de otros. Por ejemplo, una
Madre Superiora puede ser un cristiano de esta clase y, por tan-
to, serle difícil tener compasión materna para con el débil. Un
cristiano así puede quedarse bastante perplejo ante la confesión
oída por boca de creyentes más débiles.
Una persona con esta disposición a menudo espera de otros
un alto nivel de perfección y no puede guiar a un creyente en la
senda de lo “poco a poco.” Tal persona es sencillamente encon-
trada falta al trabajar con aquellos que son terriblemente imper-
fectos. A menudo alguien así trabaja mejor en solitario, y
obtiene gran avance en su tarea por esta caridad que tiene hacia
Dios.
Si un cristiano así te hablara, puede que llegues a creer que
es alguien muy por delante en la conquista del sendero espiri-
tual, incluso alguien que ha obtenido la conquista total. El vo-
cabulario está ahí – la cruz, la muerte, la pérdida, el amor –, y lo
32
que habla es cierto y, a su propia manera, ha experimentado ca-
da uno de éstos. Se ha perdido en Dios. Sus deseos son nobles y
elevados. Mas puede que haya aquí algo que falte y que sólo el
ojo divino de Dios puede descubrir. Un buen número de cristia-
nos que han sido admirados a lo largo de los tiempos son aque-
llos que han caminado en el Señor de esta forma. Empero, este
creyente ha sido cargado con tanta mercancía que su desplaza-
miento sobre el río es extremadamente lento. ¿Qué se puede ha-
cer con tal cristiano? ¿Habrán de seguir por siempre así?
Así seguirán a menos que se produzca algún milagro de la
providencia, a menos que sean guiados por alguien con una pro-
funda luz en el camino interno del Señor, alguien que les mues-
tre que no han de resistirse ni fijarse en sus dones, sino que
tienen que ir más allá de ellos.
El cristiano cargado de mercancía se parece mucho a algo
así como una presa que impide al agua seguir su camino, por la
sencilla razón de que hay excesivas miradas, conscientes o in-
conscientes, dirigidas a sí mismo.
Si estás ayudando a un nuevo cristiano hacia un caminar
más profundo con su Dios, no afiles su habilidad para razonar,
ni tampoco apeles a ella; sino busca guiarle de allí hacia otros
asuntos que sean percibidos espiritualmente. Llévale a la fe, a la
muy profunda e incierta oscuridad de depender por completo de
su fe en el Señor. No le pidas que escriba todo lo que sabe, pues
no debería construir cosa alguna en el conocimiento, sino en la
providencia.
33
De seguro que es bueno conocer los caminos de Dios, pero
sólo el Señor debería empedrar las sendas. Parece que hubiera
muchos caminos que llevan al Señor, especialmente para aque-
llos que parecen que no han recibido mucha instrucción en
cuanto al camino interno. Tienen las manos llenas de caminos
que llevan a Dios y de manuales que se ajustan a cualquier pro-
pósito que desean alcanzar.
Están aquellos que no se vuelven al Señor en una seria re-
flexión hasta después de que haya tomado lugar en ellos una
profunda experiencia interna en la cual la muerte toca sus ele-
mentos interiores. Con frecuencia una persona así tiene casi un
entendimiento instintivo del Señor, pero es una luz del Señor
que necesita de mucho aprendizaje. Perciben mucho, pero la
profundidad está más limitada de lo que ellos perciben. Yo le
diría esto a la persona que está ayudando a tal creyente; si tiene
abundancia de dones, no lo lamentes cuando hayas visto que sus
dones y gracias se desmoronan, porque tales cosas están ocultas
en la providencia de Dios mismo.
34
4
El tercer cristiano es uno que fluye montañas abajo como
un torrente. Este cristiano tiene su fuente de origen en el Señor.
Nada le detiene. Se desplaza con una valentía que infunde temor
al cristiano más temerario. La persona que estoy describiendo
en este nivel parece tener una relación fuera de lo común con la
providencia. Los hechos que toman lugar en su vida son extre-
mos y violentos. Es inestable en su senda. A veces se pierde en
los profundos cauces subterráneos, y no se le ve a lo largo de
distancias considerables. Entonces puede que emerga a la super-
ficie por un breve instante, para ser deglutido una vez más por
otra caverna subterránea. Pero al fin llega al mar, y allí se en-
cuentra en su estado más feliz porque es tragado por el mar, pa-
ra nunca más hallarse a sí mismo. Pasa a formar parte del
mismísimo mar y, en tanto que el otro río podía llevar gran nú-
mero de mercancías en su cauce, aquí, como parte del mar que
es, este torrente ayuda ahora a mantener a flote los navíos más
grandes que surcan el océano. Su capacidad no tiene límites,
pues forma parte del propio mar.
35
Anteriormente los comerciantes no podían utilizar el río
mientras era un torrente. Y ahora, en el mar, es invisible al ojo.
Ahora me gustaría trazar el recorrido y la experiencia de es-
te río desde el momento de su conversión hasta el momento en
el que el río se pierde en el mar. ¿Qué proceso sigue tal cris-
tiano y a través de qué estadíos se mueve hacia su Señor? ¿Cuá-
les son los aspectos que encierran su aventura hacia el mar?
Si tú eres este cristiano, tu manantial de origen es Dios.
También Él es tu fin. Al principio eres refrenado por el pecado.
Tu corazón se encuentra en un incesante movimiento y no pue-
de hallar descanso, pues su descanso sólo está en Dios. Si estás
buscando descanso en esta vida, nunca lo encontrarás excepto
en el interior de tu Señor. Por tanto, tu búsqueda ha de terminar
en Dios. Te darás cuenta de que una llama es muy activa en los
límites exteriores, pero su fuente de origen es luz.
En el momento que el pecado deja de restringirte puedes
correr a buscar a tu Señor. Si pudieras estar exento de pecado,
aunque no puedes estarlo, ¡con qué ligereza alcanzarías tu des-
tino! Cuanto más cerca te aproximaras al centro de Dios, tanto
más se incrementaría tu velocidad, y tanto más pacífica sería tu
carrera.
Tienes un fuego pequeño y le vas echando continuamente
madera encima para evitar que se extinga. Pero hay obstáculos
que han de ser removidos. Por naturaleza, estás inclinado a tu
Señor. Si no fuera por los impedimentos, correrías sin cesar en
pos de Él. Si estás pecando sin necesidad, restringes el progreso
36
hacia tu meta. Avanzarías poco o mucho según los obstáculos
que tú mismo te pongas en tu camino.
Mas aquellos creyentes que se consideran buenos porque no
han conocido muchas debilidades, también tienen muchos pro-
blemas. Tomo, por ejemplo, al que es virgen, o alguien que ha
tomado voto de castidad. Ten cuidado de no hacer de tu pureza
un ídolo. Recuerda, tu Señor abunda en Sus misericordias donde
el pecado abunda. Ten cuidado con amar tu propia rectitud. Es
un obstáculo mucho más difícil de sortear que el mayor de los
pecados.
Nunca conocerás el centro de Dios mediante una ele-
vada visión de ti mismo.
La barrera es sencillamente demasiado ancha como para
poder rodearla. No has de tener un fuerte apego al pecado ni a
tu propia rectitud. El Señor nunca te permitirá que tomes un
placer real en una visión tal de ti mismo.
Una de las primeras cosas que el Señor te hará es hacerte
sentir que estás distanciado del Señor. Esto te hace rebuscar en
las partes más recónditas de tu ser el pecado en tu vida y llorar
estas debilidades con una gran porción de angustia y dolor.
Puedes vislumbrar ese alejado lugar de descanso, mas lo único
que hace es aumentar tu inquietud; no obstante, también aumen-
ta tu deseo de perseguir ese reposo.
Puede que te encuentres con que, en este punto, estás em-
pezando a buscar una manera de tocar al Señor internamente.
Esto te puede hacer volver a un tipo de oración muy objetiva, a
37
la meditación, o a muchas otras adaptaciones humanas de lo di-
vino y ejercicios cristianos. Probablemente verás que todos és-
tos escasean, y esta empresa sólo servirá para aumentar aún más
tu deseo de conocerle mejor. Y si resulta que tienes éxito en lo
que sea que has intentado, has de darte cuenta de que lo único
que has hecho es calmar la enfermedad, no sanarla. Si tratas de
luchar en contra de la situación, sólo multiplicarás tu impacien-
cia.
Si un cristiano en este estado no encuentra a alguien que
pueda ayudarle a seguir adelante, perderá bastante tiempo. Mas
ten por seguro que el Señor en Su providencia dejará que este
tiempo sea transitorio. Pasará. De una forma u otra Él llena esta
necesidad del cristiano. Y normalmente lo hace, no de una for-
ma sobrenatural, sino de una manera bastante natural.
Algunas veces, la persona que trata de guiar a este cristiano
a conocer mejor a su Señor es alguien bastante falto en la habi-
lidad de llevar a cabo esta tarea. Con frecuencia este cristiano
que busca la verdad, descubrirá por sí mismo, maravillado, en
grata sorpresa y deleite, que tiene dentro de su propio yo aquel
codiciado tesoro que estaba buscando. El cristiano descubre
ahora que la oración no tiene porqué ser algo costoso y aburri-
do, y se regocija en su recién descubierta libertad. Se sumerge a
lo profundo y allí encuentra al Señor. Encuentra un indescripti-
ble deleite que le extasia. Desea permanecer en este estado (el
estado de amor y de descanso en una morada interior) por siem-
pre.
Haría un inciso aquí de que, por muy delicioso que parezca
este estado, no obstante, el cristiano está tratando con algo con
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lo que no está muy familiarizado. Rebosa de ardor y amor. Sien-
te que está en el paraíso. Ha hallado dentro de él algo más dulce
que todos los placeres de la tierra, y abandonará al mundo para
disfrutar sus más íntimas experiencias. Su oración se hace casi
ininterrumpida. Su amor aumenta día a día. Todo aquello que le
cargaba se desprende. Si por él fuera, aceptaría el amor del Se-
ñor perpetuamente y no permitiría interrupciones. Esto, por sí
mismo, evidencia su propia debilidad. Tiene mucho miedo de la
conversación. Teme cualquier tipo de intercambio con otra gen-
te. Posee una frágil relación con el Señor que teme pudiera disi-
parse con relativa facilidad. Si es que cae en pecado, siempre lo
ha de considerar como un pecado muy serio. Se echa sobre sí la
mayor de las reprimendas y se recriminará por una sola palabra
o pensamiento desordenado. Lo único que diremos es esto: que
sólo depende del Señor continuar su obra en esta alma y purifi-
carla.
Si el Señor parece dejar a este pobre creyente, entonces ese
creyente es consumido por la confusión. Una vez que su comu-
nión es restaurada, querrá exhortar a todo el mundo a que ame a
Dios.
Algunos cerrarían sus ojos y estarían ciegos y sordos en es-
te estado, para que no hubiesen de obstaculizar el gozo que es-
tán experimentando. Son como personas poseídas por el vino.
Leer una sólo línea ya es suficiente revelación; tomará todo un
día leer una página. Una sola palabra del Señor despierta un ins-
tinto hacia Él que inflama el corazón.
En este punto, la oración vocal y objetiva es algo que senci-
llamente el creyente verá imposible de articular. Algunos se
confunden ante el hecho de por qué ya no pueden orar más.
39
Sencillamente este sabe que no puede orar con su boca. Algo
dulce y cariñoso le mantiene en silencio. El tratar de ser objeti-
vo en la oración, ahora originaría la pérdida de esta paz celestial
espiritual, e introduciría un sentimiento de sequedad espiritual.
Si estás trabajando con alguien que está atravesando este
estado (esta zambullida torrencial en Dios) no le obstaculices
aconsejando oración vocal y objetiva. El cristiano se vuelve ex-
tremadamente sensible al pecado; y cuando el sufrimiento llega
a su vida, no surge una oración dentro de él que solicite un ade-
lanto del fin de ese sufrimiento.
Si le preguntaras a este creyente acerca de su actual expe-
riencia, seguro que te dirá que ha alcanzado el mismísimo cen-
tro de Dios y que está tan tranquilo y encantado con su Señor
que de seguro ha alcanzado una cúspide final. No ve que haya
de hacerse nada más que disfrutar el estado en que se encuentra.
Muchos, muchos cristianos creen en verdad que esta es la
meta última que Dios tiene para nosotros, y proclaman el evan-
gelio de esta manera.
¿Y cuánto dura un estado (o nivel) así en la vida de un
cristiano? Quizá por un largo período. Hay cristianos que nunca
van más allá de esta experiencia en su vida... a veces son objeto
de admiración de toda la humanidad, ¡e incluso algunos son
beatificados!
Cierto es que el cristiano en esta etapa conocerá breves in-
tervalos de aridez, pero un evento tal no le hace dar marcha
atrás, sino que sólo le hace moverse de arriba abajo.
40
No obstante, el cristiano está contento, y disfruta a su Se-
ñor, y se deleita en esas cosas que cree son el Señor. Pero date
cuenta de esto: si hubieras de arrebatarle a ese creyente este es-
tado, aquel sentiría que ha caído en una desgracia irreparable.
Miremos un poco más allá en la imperfección inherente a
esta condición.
42
5
Mientras este río – este cristiano – estaba aún en la monta-
ña, estaba tranquilo, disfrutaba de descanso, y nunca tenía pen-
samiento alguno de caer. No obstante, a través de la misma
intensidad de su experiencia, este río tiene un instinto de volver-
se más y más al Señor en el interior de su propio centro. Este es
un don de fe. Pero a medida que busca expresar su fe puede que
inconscientemente empiece a provocar el filtrado de parte de su
descanso y confianza. El agua todavía se desplaza, mas no se
desplaza hacia el mar. Hay algo entre medias. Se dirige hacia su
inevitable destrucción.
Es posible que desee regresar a la montaña en la que había
estado, pero esto ya no es posible.
Habrá bajíos más adelante; el río encontrará descanso allí.
Mas, ten por seguro, hay un embravecimiento de las aguas río
abajo. Una y otra vez el cristiano confundirá estas áreas de
descanso como épocas en las que ha sido capaz de reclamar
43
aquello que en una ocasión tuvo. Tendrá la seguridad de que las
traicioneras cascadas por las que hace poco ha pasado le han
purificado. Mas las imperfecciones aún están ahí. Lo que es
más, hay mucho más que ha de hacerse en la vida de este
creyente. Debe advertirte que el cristiano puede llegar a creer de
verdad que su sufrimiento ha terminado en estas prórrogas.
Pobre torrente, crees que has hallado descanso. Empie-
zas a deleitarte en tus propias aguas. Te contemplas en
el espejo que forman estas aguas y te consideras muy
hermoso. Cuál es tu sorpresa, cuando fluyendo suave-
mente sobre la arena, te encuentras de repente ante una
cascada aún más abrupta y alta y más peligrosa que las
que acabas de experimentar.
El río no puede ahora siquiera encontrar su lecho; cae de
una roca a otra. No hay orden ni razón. Otros escuchan el ruido
e incluso tienen miedo de acercarse.
Oh, torrente, ¿qué vas a hacer? Ves la gran catarata
por la que estás cayendo y te crees perdido. No temas,
no estás perdido. Este y otros saltos que quedan por de-
lante están ahí para que tu redención prospere.
Finalmente, el cristiano – el río – empieza a sentir que ha
alcanzado la parte más baja de la montaña y que está en una re-
gión llana. De nuevo hay calma. El cristiano ha entrado en otra
etapa en su experiencia espiritual. Quizá encuentra descanso
una vez más y puede que dure muchos años. Poco a poco, sin
embargo, el creyente se percata de que está experimentando otra
vez inclinaciones por cosas que pensaba había dejado atrás hace
44
tiempo. ¡Se queda perplejo! La paz parece escurrírsele entre los
dedos, en tanto que las distracciones llegan como hordas. Vie-
nen estaciones de sequía y aridez. En vez de pan sólo hay pie-
dras. En el mejor de los casos la oración se hace algo
desagradable. La pasión, que pensaba él estaba muerta, revive.
El cristiano está maravillado. Habrá de volver a ese lugar
del que ha caído o al menos quedarse donde está y no seguir
cuesta abajo. Mas se ha alcanzado el final de la montaña. ¡No
habrá ya más experiencias de alta montaña! El alma ahora debe
prepararse para una buena zambullida. El cristiano retrocede,
aferrándose a alguna de las hermosas devociones pasadas.
Triplica su arrepentimiento, se engancha a todo aquello que le
hayan enseñado alguna vez para poder mantener la fe y volver
al Señor. Todo lo que trata de hacer se vuelve trabajoso. En
todo esto siente que falla en alguna parte. “Algo se echa en falta
en mi vida que está siendo la causa de todo esto. Si sólo pudiera
enderezarlo.”
El creyente ahora encara lo que para él parece ser un hecho
obvio: que no va a recibir ayuda por parte del Señor. La infide-
lidad de Dios le aterroriza. Lamenta la pérdida de la presencia
(sentida) de su Señor. Pero para sorpresa del cristiano, el Se-
ñor regresa.
En este punto el cristiano incurre en el error de creer que
los negros días son historia, que el Señor ha traído nuevas ben-
diciones, y que una nueva pureza ha sido, y será, establecida.
Cree que ha llegado en verdad a desconfiar de la vida de su pro-
pio yo.
45
Esta nueva relación que el cristiano tiene con su Señor es
algo muy valorado y se considera cosa frágil. Ya no se desplaza
tempestuosamente como antaño. No quiere perder el tesoro que
una vez pensó había perdido. Es más sensible ante la posibilidad
de desagradar a su Señor, no sea que el Señor se apartare de él.
Trata de ser más fiel que nunca.
Aparte de este caminar más cauto, el estar en tal relación
con el Señor una vez más provoca que el cristiano crea que este
estado actual ha sido concedido. Los deleites que disfruta son
aún mayores, a juicio suyo, que los precedentes, porque han lle-
gado de la mano de mucho sufrimiento. Se ve a sí mismo en un
nuevo caminar con el Señor; un nuevo descanso ha llegado.
Ay, el cristiano está a punto de contemplar un descenso to-
davía mayor. Uno aún más largo y escarpado que el anterior.
La paz se ha ido. Lo que antaño daba vida ahora trae muer-
te. Un desasosiego acucia con mayor brío; descubre que a duras
penas es capaz de establecer alguna relación con la cruz. El cris-
tiano multiplica su entrega a la paciencia. Se lamenta y gime. Es
echado abajo. Se queja a su Señor de que ha sido abandonado.
Sus quejas se ignoran. Cuantos más problemas hay, mayor es la
queja. Todo esfuerzo dirigido a “ser bueno” es ahora difícil. Se
presenta una tendencia hacia otro tipo de cosas.
El temor de volver a lo mundano hace que el cristiano tri-
plique sus esfuerzos para tratar de caminar como cristiano que
es. La paloma ha salido del arca, mas no halla tierra firme para
sus pies. Parece que cuando la paloma regresa, Noé ha cerrado
las puertas y ventanas. Sólo le queda revolotear en cículos; bus-
46
ca descanso, pero es incapaz de encontrarlo. De forma gradual
el Señor, en su misericordia, abre esa puerta y acepta al creyente
con brazos abiertos una vez más.
¿No ves que todo esto es amorosa y divina bondad? Senci-
llamente es la forma en la que el Señor trata con el alma. Lo ha-
ce para que el río pueda moverse con mayor rapidez hacia Él.
Huye, se esconde, para hacer que el creyente vaya en pos de Él.
Deja que se caiga (aparentemente) para que Él y sólo Él pueda
tener el privilegio de levantarle. Está tratando de mostrar que
sólo Él es la fuerza indiscutible del cristiano.
Si eres uno de esos que son fuertes y vigorosos, y nunca has
conocido estas experiencias (estos mecanismos de amor, estos
procedimientos que a otros parecen tan tiernos al observarlos
pero parecen tan terribles al que los experimenta), a ti te diría,
“Nunca has experimentado tu propia debilidad al límite, ni sa-
bes la gran necesidad que tienes de Su socorro.”
La pobre alma que atraviesa estas experiencias empieza a
ya no apoyarse en sí misma, sino en su Amado. La severidad
con que el Señor trata a veces con Su niño sólo hace que el pro-
pio Señor sea más deseado.
Pero el cristiano, cuando se da cuenta de que su Señor se ha
retirado, cree que ha sido por su falta. Trata de enmendar su
caminar con toda criatura y con todo lo que le rodea. Pero cuan-
to más corre el cristiano, tanto más se queda como está.
Oh, querido Señor, que las potencias de estas almas
puedan reducirse, un estado que es mucho mejor que miles
47
de estados de arrepentimiento dirigidos a reparar el daño
que creen te han hecho.
Si el Señor reaparece y lleva a término este agitado estado,
es sólo para que el creyente pueda tener un poco de descanso.
Ignorante de ello, el cristiano está avanzando, y esos breves
momentos de descanso y respiro cada vez duran menos y son
más frágiles.
Por fin, algo empieza a perfilarse. El cristiano se da cuenta
que hay algo dentro de él que necesita morir. Oración, devo-
ción, conversación, todo tiene la marca de la muerte impresa
sobre sí. Si el cristiano tiene de verás un corazón para el Señor,
puede entonces que se vea a sí mismo en un lugar donde todo
parece haber perdido su significado.
Tras haber luchado por tanto tiempo y con tanta dureza lle-
ga ahora una sucesión de tristeza y descanso, de morir y después
vivir. El cristiano empieza a ver algo de lo que realmente está
pasando en su vida. Se da cuenta de que esos periodos de muer-
te obran para él; pues en esos breves instantes cuando el Señor
está con él, hay una pureza mayor en la relación. Y el descanso
es un descanso más hondo. Puede que más cortito, cierto, pero
también más puro y profundo. El cristiano empieza a entender
que algo que viene del Señor está trayendo muerte a su ser... y
que esto está por completo en las manos de Dios, y que es algo
bueno.
El cristiano está empezando a aprender a dejar al Señor ir y
venir como a Él le plazca, y a aprender que no es necesario estar
poseído de la presencia del Señor.
48
¡Y ahora comentemos el porqué de todos estos descubri-
mientos! El creyente está siendo preparado lentamente para un
poquito más de progreso en su vida. El cristiano a lo mejor no
se da cuenta de ello, pero se dirige precisamente hacia aquel
gran mar. Sus descansos son más cortos y más sencillos. El goce
no es tan grande, pero es puro. El sendero parece rebosar de
agonías, pero hasta cierto punto hay una especie de gozo al sa-
ber que el Señor ha apartado del camino ciertas distracciones, y
que quizás las etapas de antaño nunca volverán.
50
6
Te sorprenderás de lo que sigue a continuación.
En el momento en que, en su trayecto como un torrente, el
creyente parece estar muriéndose y está a punto de dar su último
aliento, de repente se restablece y se aferra a nuevas fuerzas. Es
como una lámpara que haya agotado su aceite. Justo antes de
que la luz se vaya del todo, una llama se despereza. Habrá un
restablecimiento, pero puede que no dure mucho.
En este momento el río se ha helado. Es todo hielo. Parece
no haber movimiento alguno. Aun una pizca de calor hará pen-
sar a este río que sus aguas están en llamas.
Lo que vemos aquí es un amor que es afable aunque parece
frío.
¿Nos has amado sólo para tener que dejarnos? Hieres
al alma y luego le haces ir en pos del Autor de la herida.
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Nos haces ir tras tus pisadas. Te nos muestras tal y cómo
Tú Eres. Y cuando te hemos poseído, sales corriendo. Y,
cuando nos ves en las últimas, perdido todo aliento para
poder correr, te muestras, por un breve instante, para que
podamos venir a vida. Te marchas otra vez, y el morir se
hace algo aún más riguroso. Oh inhumano Amor, oh
inocente Destructor, ¿por qué no nos has de inmolar de
una sola vez? ¡Ofreces vino al alma moribunda! El vino
imparte una vida nueva, y luego nos la arrancas de un ti-
rón. ¿A esto te dedicas? Pareces sanar la herida y luego
provocas otra. En la muerte normal, el hombre muere de
una vez y el dolor es historia. Cuando muere el criminal,
todos están satisfechos de que lo han destruido de una vez
por todas. Tú, oh Señor, con menos lástima, te nos llevas
la vida mil veces, y después la devuelves en novedad.
Oh vida, vida que no podemos perder a menos que ha-
yan de haber muchas muertes – Oh muerte, muerte precio-
sa y única, que no podemos obtener a menos que perdamos
tantas vidas.
Señor, acabarás con esta vida; mas, ¿cuál es el bien
que encierra esto? Cuando el cuerpo muere pierde toda
sensación. No es así con el alma. Sigue sufriendo aun tras
la muerte. Existe un vacío que es infinitamente más dolo-
roso de lo que la muerte nunca habrá de ser.
He aquí una situación que ha maravillado a muchos cristia-
nos: ver a un amigo que ha vivido una vida santa, incluso como
los mismos ángeles, y verle entonces pasar por una angustia in-
terminable. El hombre no tiene herramientas en su mano para
52
comprenderlo, pues algo así no tiene lugar en su teología ni en
su entendimiento de Dios.
Este periodo en la vida de aquel que busca la verdad puede
durar mucho tiempo. En consecuencia, cuando me veo ante al-
guien que habla de conseguir un presto avance, no estoy dicien-
do nada fuera de lo común si digo que esa persona es ingenua.
Cierto, personas así pueden parecer perfectas. Su relación inter-
na con el Señor es impoluta. Pero para ellos es una equivoca-
ción pensar que aquel primero ha pasado, o está pasando, por
este periodo. Puede que un día se despierten y se maravillen al
descubrir caminos en Dios que nunca habían soñado que exis-
tieran.
Me gustaría detenerme aquí para decir que, cuando eres un
joven cristiano empezando en tu aventura con Cristo y estás
consiguiendo avanzar mucho, ¡podrías estar sintiendo que has
conseguido llegar más allá de donde estás en realidad! Cuídate
de no ponerte en una etapa del crecimiento cristiano que en
realidad no te corresponda, ni tampoco achacarle a tu
experiencia más de lo que en verdad hay allí. Este es un hoyo en
el que caen demasiados cristianos.
Por ejemplo, no trates de arrancarle a tu alma todo lo que
no sea del Señor. Eso sólo ha de dejarse a Dios que lo haga. Es
peligroso intentar hacerlo por tu cuenta. Pero esta es una lección
bastante difícil de aprender. El Señor te arrebatará precisamente
aquello que Él quiera llevarse. Y lo hará de una forma perfecta.
El buscar hacer esto por tu cuenta mancilla el trabajo divino.
53
Hay tantos cristianos que están empezando a entender algo
en cuanto al caminar interior con el Señor, que cuando llega a
sus oídos algo así como que “el alma es desnudada de todo”, en-
tonces se ponen a hacer esto mismo por su cuenta. Incluso en-
tonces dicen que le están dejando al Señor que lo haga. No hay
progreso alguno aquí. Él no nos permite que nos desnudemos ni
que nos vistamos. Él es el que nos empobrece, y lo hace de esta
manera para enriquecernos. La persona que trata de buscar esto
por su cuenta no obtiene ninguna ganancia.
El mismo hecho de tratar de vaciarnos, de empobrecernos,
y de matarnos a nosotros mismos, preserva la vida. Sí, lo que es-
tás haciendo precisamente es resguardar una porción de tu vida
que habría de ser entregada. Eres tú quien lo está haciendo. ¡Es
este un error monstruoso que habla de la presencia de mucha
vida propia y mucha ceguera!
Te darás cuenta de que si deseas apagar una lámpara, hay
dos cosas que puedes hacer: apagarla o simplemente dejar de
echarle aceite. De esta forma se apaga sola. Mas si, en tu deci-
sión de dejar que la lámpara se extinga, le sigues metiendo acei-
te de cuando en cuando, la lámpara nunca se apagará.
Deja al Señor que se encargue de estas cosas. Si, cuando
llegue a ti el tiempo del Señor para despojarte, tratas de introdu-
cir un poquito de aceite para que el sufrimiento sea más llevade-
ro, estás perdiendo el tiempo, y pierdes la obra de Dios en tu
vida. Lo único que haces es posponer una muerte anunciada.
Cancelas un funeral inevitable. Si no combates la muerte que el
Señor ha escogido para ciertas partes de tu naturaleza, entonces
esa muerte acabará en vida.
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Algunos, al hundirse, tratan de alcanzar la superficie. Una
persona así intentará agarrarse a todo lo que pille. Cuando esté
exhausto, se hundirá. ¿Eres de esos que luchan hasta las últimas
para no perecer? ¡Morirás porque te fallarán las fuerzas! A ve-
ces el Señor entumece manos y brazos, e incluso los llega a
arrancar, obligándote así a que te vayas al fondo. Gritas con to-
das tus fuerzas, pero en vano. Te las estás viendo con un Dios
sin corazón, pero es Su gran misericordia la que evita socorrer a
la agónica naturaleza del yo al hundirse.
Y aquí, de nuevo me dirigiría a aquellos que tratan de guiar
a otros cristianos. No aconsejaría que se prestase ayuda a los
que llegan a este estado. No puedes contribuir a la obra de la
muerte en sus corazones. Ni tampoco puedes rescatarlos con
éxito de las poderosas manos del Señor.
Si esta persona es alguien que busca de verdad al Señor y
está de verdad comprometido con Él, ni siquiera el amor dará
entierro al moribundo.
Si el cristiano sigue su camino, se topará una y otra vez con
la cruz. Parece que la cruz incluso se multiplica. Si sigues a este
cristiano de cerca lo suficiente mientras se va hundiendo, te da-
rás cuenta de que se vuelve casi insensible a ese delicado sentir
de las cosas espirituales. De hecho, el cristiano se acomoda y se
acostumbra a su dolor, su impotencia y su inutilidad. Es la de-
sesperación personificada. Consiente la pérdida del favor de
Dios. Puede que incluso piense que Dios se ha llevado justa-
mente el favor divino a causa de su propia maldad. No hay pen-
samiento o esperanza de volver a ver alguna vez el resplandor
55
del gozo. Toparse ahora con algún que otro cristiano victorioso
o lleno de gracia supone un dolor añadido. El creyente cae como
una piedra hacia las mayores profundidades de la nada.
El temor que me espantaba ha venido, y me ha aconte-
cido lo que yo temía – Job.
“¿Qué es – se lamenta – perder a Dios para siempre, sin es-
peranza de volverle a encontrar; estar privado de todo amor por
todo tiempo y eternidad; no ser ya capaz de amar a Aquel que es
tan precioso?”
Ah, este es el gemir del alma, el salmo del cristiano (apa-
rentemente) abandonado.
En verdad el cristiano cree que esto es lo que le ha acaeci-
do. No se da cuenta que nunca había amado con esta fuerza; ni
que alguna vez había amado con tanta pureza. Puede que haya
perdido el sentir de amar, y el poder de amar; mas no ha perdido
al propio amor.
De cierto que nunca ha amado así.
Naturalmente, la desdichada alma no puede llegar a creerse
todo esto. No obstante, es un hecho. ¿No lo ves?; este creyente
no puede existir sin amor. Si no amara a Dios, iría y amaría al-
guna otra cosa. ¡Pero he aquí a uno que no tiene placer en nin-
guna otra cosa, sea lo que sea! Date cuenta de esto, no ha
abandonado la carrera... como muchos otros han hecho. Cree
que se está muriendo sin Dios; pero Dios es su gemir... su sólo y
único pensamiento. Sin embargo, no puede ver este hecho.
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Cierto, aún hay problemas con el pecado y con el mundo,
pero esto le causa gran tristeza. Se revuelve ante su lujuria y sus
faltas involuntarias y las ve como cosas espantosas. No acaba de
lavarse cuando vuelve a caer en aquello que siente es una espe-
cie de cloaca.
El cristiano sencillamente ya no sabe qué hacer. Antes con-
fiaba en sí mismo. Se había apropiado de los dones de Dios.
(Mas sólo había caído en el amor propio). Si hubiera tratado de
correr más adelante y con mayor constancia, al estar tan carga-
do, la carga le hubiera estorbado. De hecho, si no lo hubiera
perdido todo (todas las riquezas adquiridas en su relación con su
Señor), el temor mismo a perder esas riquezas le hubiese impe-
dido recorrer su trayecto. ¡Pero esto se ha acabado, pues ahora
todo está perdido!
Este cristiano es como una preciosa novia antaño bella en la
que se deleitaba su prometido. Ahora está medio desnuda, hara-
pienta y andrajosa. ¿Qué ha sido de ella?
Aquí está la explicación. El Señor vio la belleza de ésta,
pero también vio que se entretenía con sus atavíos, deleitándose
en ellos. Pensaba que le miraba a Él, pero no lo hacía. Él se
llevó su belleza. Las riquezas se evaporaron ante los
mismísimos ojos de la novia.
Ten esto por seguro: En la abundancia del bien y los dones
que Dios nos da, nos complacemos en mirarnos a nosotros
mismos.
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Pero ha de llegar el tiempo cuando la novia se da cuenta de
que sólo es bella cuando es la belleza de su Novio. Debe apren-
der que una vez que la belleza la cual es Cristo se ha ido, cual-
quier belleza que le quede es en verdad horrible.
En su temprana relación la muchacha no hubiera seguido a
su amante al desierto o adónde fuera que él marchara. Habría
tenido miedo de estropear su hermosura y extraviar sus joyas.
Oh, Él no quiere su belleza, sus dones, sus talentos para poder
echarla a perder. Se lleva esa belleza. ¿Por qué? Por una belleza
más gloriosa – la belleza del Novio. Él no se preocupa de la
apariencia con que ella se queda cuando su propio encanto se ha
ido.
En esta estación el Señor se está llevando los adornos, los
dones y los favores, esto es, amor que podía sentirse y que podía
perseguirse. Sí, estos fueron los primeros en partir. Lo que Él
otorgó de repente o por niveles, ahora se lo lleva – de repente o
por niveles.
Quizás en este punto el creyente no esté tan preocupado por
las pérdidas o las riquezas, sino por el favor de su Señor. Tan
consternado por un sentimiento de bajeza, el creyente no pro-
nunciará la oración, “Señor, devuélveme lo que antes me diste.”
Este creyente sabe que no merece una respuesta positiva a esta
oración. Todo cuanto puede hacer el cristiano es mirar a su Se-
ñor y sufrir. El silencio es sólo interrumpido por lágrimas, y el
cristiano siente que aun sus lágrimas pueden ofender al Señor.
Puede que algunos de estos cristianos adopten miles de posturas
para aplacar a su Dios, sólo para que un día se levante y se dé
cuenta de que esto, también desagrada.
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Cuando al final el Señor regresa de verdad, después de que
el cristiano esté tan sensibilizado por su debilidad, su pecado y
su bajo estado, a duras penas puede creerse que el Señor ha
vuelto.
Empero ten por seguro que, cuando el Señor regrese, Él no
va a devolver todas las riquezas pasadas. ¡Ahora, no obstante, el
cristiano no se preocupa ni lo más mínimo por esto!
Sencillamente está contento de acariciar este lapso de tiempo
junto a su buen amado.
Sin embargo, hay aquí una extraña paradoja. Si la presencia
del Señor permanece por una larga temporada con el querido
creyente, volverá a deslizarse al terreno del olvido; esto es, se
olvidará de los tiempos difíciles. Su sentido de su propia estre-
chez desaparecerá; se alimentará una vez más de los cuidados y
del amor de su Señor. Las probabilidades están, por tanto, a fa-
vor de que si el Señor ha regresado cargado de riquezas, y se
queda durante un buen lapso de tiempo... ¡con toda seguridad
volverá a marcharse!
Si te preguntas si deberías ser un cristiano débil o un cris-
tiano fuerte, la respuesta es, que ninguna de las dos opciones te
hará bien. Si eres un cristiano débil, lo último de lo que te has
de desprender te resulta tarea difícil, y el proceso de desnudez
lleva un largo tiempo. Si eres un cristiano fuerte, te verás a ti
mismo luchando sin parar, aunque pudiera ser que murieras an-
tes porque vas a tardar menos en acabar exhausto.
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Un día echarás un vistazo atrás para ver el proceso de
desnudez en tu vida de todas las cosas, y te quedarás perplejo
ante Su gran amor y lo ingenioso de la obra. El alma está tan
llena de sí misma, el cristiano está tan arrebatado de sí mismo,
que si el Señor no tratara así con nosotros, nunca habría un
progreso real y verdadero.
A lo mejor preguntas, “Si los dones de Dios nos distraen
tanto, ¿por qué son otorgados?”
En su excelente bondad Él nos hace entrega de dones, pues
con ellos aparta al alma del pecado, aparta al creyente del apego
hacia otras cosas creadas, y los usa para que el creyente vuelva a
Él. Si no nos diera Sus dones, Sus riquezas, y Sus bendiciones,
el alma sería – y así se quedaría – como el mayor de los crimi-
nales.
Pero, habiendo sido ganados por Sus dones, que con tanta
gracia Él otorga, no nos damos cuenta que somos cosas misera-
bles, ni vemos que estamos enfundados en nuestra propia admi-
ración. Apartamos nuestra atención de nuestro Señor para
fijarnos en los dones. Se cierra el trayecto dador-don, y es aquí
donde nos bajamos. El amor propio es algo que tiene raíces muy
profundas en cada uno de nosotros. Los dones del Señor sólo
sirven para incrementar este amor propio. Quizá se lleven de
nosotros el amor al mundo y el amor hacia otras cosas, e incluso
nos traigan a un amor a Dios; pero no afectan, en lo más míni-
mo, el amor y el apego hacia nosotros mismos.
El creyente se apropia de los dones de Dios y se los entrega
al amor propio. Quizá esté llegando a familiarizarse demasiado
60
con el Señor, olvidándose de la esclavitud de la que fue rescata-
do, y miles de cosas más.
Entonces, ¿por qué no nos libera el Señor de una vez por
todas? Esa respuesta reside solamente en las entrañas del mismo
Señor, y si haces esa pregunta y te ofendes de no recibir una
respuesta, igualmente podrías abandonar aquí tu viaje. Nunca lo
terminarás, pues este es un viaje de incógnitas – de preguntas
sin respuesta, enigmas, incomprensiones, y sobre todo, de cosas
injustas.
Ahora el cristiano se encuentra en un lugar donde los dones
de Dios han sido arrancados. Vemos que reconoce su amor pro-
pio, y que se empieza a percatar de que no es tan rico como an-
tes pensaba que era. Se da cuenta de que se ha preocupado de sí
mismo más de lo que nunca se había preocupado, y que esa ri-
queza sólo pertenece al Novio, no a la novia. Se percata de que
ha hecho un uso incorrecto de esas cosas que el Señor le ha da-
do y le dice al Señor que ¡estaría encantado si nunca se los de-
volviera! Lo único que pide es que si ha de ser rico, que sea con
las riquezas de Cristo.
Para algunos cristianos puede que haya gozo ante la pérdida
de los dones de Dios.
¿Por qué? Porque el cristiano siente que ha sido aliviado de
gran parte de aquello que le agobiaba y cargaba. Ahora tiene el
peso idóneo para el progreso espiritual.
Poco a poco vemos que van desnudando a este cristiano. Es
algo gradual. No se preocupa de sus pérdidas porque servir al
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Señor ya no es una de sus mayores prioridades. Tratará de agra-
dar al Señor sin adornos, sin dones, y sin estar a su servicio.
El cristiano lo único que ahora espera es que las cosas se
calmen. Es mi deber decirte que esta calma puede no durar mu-
cho. El Señor puede que venga otra vez a llevarse más prendas.
Aun la túnica. Y si es que hay una mayor desnudez, la pobre
alma no sabe muy bien qué hacer.
“Ay – gime el creyente –, he perdido todas las riquezas que
me diste, tus dones, e incluso tu dulce amor. Pero al menos era
capaz de hacer algún que otro acto externo de virtud, algún que
otro acto de caridad. ¿Me vas a dejar desnudo? Si pierdo mi ro-
pa y me ven desnudo, incluso a ti esto te será motivo de repro-
che, oh Señor. ¿Vas a consentir una pérdida tal?”
¡Y vaya que si lo consiente!
Aún no conoces a tu propio yo. Te crees que las ropas que
llevas son tuyas y que puedes usarlas como te plazca. Pero el
Señor te diría, “Lo que en verdad estás diciendo es: ‘Señor, me
gané estas ropas con muchos sudores por las cosas que por ti he
hecho, por las labores por las que me has recompensado.’ ”
Piérdelas, querida alma.
El alma lo hará todo para conservar las ropas, pero más
prendas serán quitadas; y este proceso de desnudez, así mismo,
vendrá poco a poco.
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Puede que ahora el cristiano se vea desinteresado hacia to-
do. Ya no hay un interés hacia las obras de caridad, y en verdad
no hay poder para realizarlas. Antes puede que haya habido dis-
gusto. Y puede que haya habido dolor. Mas ahora sólo hay im-
potencia.
El cristiano empieza a perder sus recuerdos de días mejores
y más justos. De nuevo el cristiano, contemplando una vez más
que su pérdida no hace amagos de detenerse, llega a creer que
ésta es el resultado de una seria falta dentro de él. En verdad
que no sabe qué decir en presencia de su Dios. Poco a poco se
da cuenta que nada tiene por sí mismo – nada en absoluto – y
que todo le pertenece al Novio. Poco a poco empieza a llegar
esa desconfianza total de sí mismo, y poco a poco, de escalón en
escalón, el amor hacia el yo se va muriendo.
Ah, pero una cosa es dejar de amarse a sí mismo, y otra co-
sa es odiarte a ti mismo. El cristiano se acuerda de cuando pen-
saba que esto de ser desprendido de todas las cosas era cosa
pequeña. Pero hoy se ve a sí mismo como uno que nunca fue
digno (ni antes, ni ahora, ni nunca). Ve que nunca ha sido, ni lo
será en el futuro, digno de llevar puesto el glorioso y blanque-
cino traje de novia. Al fin el cristiano es expuesto como lo que
es – algo desnudo. Avergonzado ante este hecho, está asolado.
A duras penas se atreve a entrar en la presencia del Señor.
“Al menos – piensa –, mi desnudez podría ser privada, y no
algo público.” La admiración que despertaba ha desaparecido.
El mundo no sólo deja de prestarle atención a este creyente (o se
queda perplejo ante su impotencia) sino que el mundo está olvi-
dándose de él.
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¡Qué caída tan espectacular ha experimentado éste! El cris-
tiano está doblemente confuso porque sabe que merece todo lo
que le ha acontecido. Tiene alguna esperanza de que vuelvan a
vestirle, pero no sabe qué hacer para que esto suceda.
Aquí, pues, está el cristiano que una vez se creía estar bien
avanzado en las cosas espirituales, incluso a punto de llegar a la
perfección en el tema de servir al Señor. Ahora apenas se puede
poner a recordar el día en que tales pensamientos ocupaban su
mente. Pero en aquellos días era cuando sus vestimentas
ocultaban a la verdadera persona. Ahora no hay nada.
Por lo tanto, ¿qué vemos aquí? Un Señor que se ha llevado
todo lo habido y por haber, y que aun cambiará la belleza en
fealdad... para luego destruir la fealdad. ¡Seguro que este es el
fin! Pero no, no lo es.
En este punto, el cristiano se ha sometido a la quema de
dones, gracias, favores, las ganas de servir, la capacidad de
hacer el bien, ayunar, ayudar a su prójimo. Lo ha perdido todo
excepto lo divino. ¿Será reclamado esto también?
Es algo de temer verse en un estado en el que uno está des-
nudo sin los dones y las gracias de Dios. Nadie que no lo haya
experimentado llegaría a creérselo.
¿Qué es lo que quiero decir? El cristiano pierde virtud, pero
la pierde como virtud. Sólo la volverá a encontrar en Jesucristo,
y la recuperará como Jesucristo. Parece que ahora el alma lo ha
perdido todo – todo excepto la belleza del Señor.
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Es difícil de explicar; el creyente que hasta ahora ha sufrido
todas estas cosas y ha dejado que se pierdan, ha estado, no obs-
tante, muy consciente de que ha sido él quien ha permitido que
sucedan estas cosas. Se ha enfrentado a la rebelión cuando sur-
gió la ocasión, mas no se ha rebelado. Ha perdido todo el sentir
del Señor, mas no se ha rebelado contra el Señor. Puede hacer
suyas las palabras del Cantar de los Cantares,
Me hallaron los guardias que rondan la ciudad; me gol-
pearon, me hirieron.
Este cristiano ha visto la corrupción en sí mismo de la mis-
ma forma en que Job la vio. Ha sentido algo parecido al gemir
de Job, “Oh, que pueda esconderme en el infierno hasta que se
apacigüe la ira de Dios.” El alma se ha sobrecogido ante la pu-
reza de Dios. Ha visto la más minúscula mota de imperfección
como un enorme pecado. Y, sin embargo, es un sentir general
de sus imperfecciones. No son faltas en particular las que le es-
tán oprimiendo; es un sentir de su absoluta falta de dignidad.
Simplemente puede que haya una posibilidad de que a pesar de
todas las faltas que sea capaz de enumerar, sus motivos y su co-
razón nunca fueron tan puros.
Entonces, ¿qué falta hay aquí? Sólo esta: la relación del
cristiano con su Señor se enfoca hacia su propio bienestar.
¿Ha llegado a una especie de etapa de perfección? Para na-
da. ¿Cuál es su relación con el pecado? A menudo, lo que hace,
sólo lo reconoce como pecado después de haberlo hecho; y en el
momento clama al Señor por ayuda y perdón.
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Mas ahora llega a la experiencia del creyente un sentir de
odiar a su propia alma. Empieza a odiarla porque empieza a co-
nocerla. Todo el conocimiento del mundo que un hombre pu-
diera tener y todo lo que pudiera leer y toda la información que
pudiera adquirir nunca le harán odiar a su propia alma. Odiarse
a sí mismo es la única experiencia que le otorga al alma un co-
nocimiento de la infinita profundidad de la miseria. Y en ese
conocimiento, ese conocimiento espiritual, se halla la única
senda de la verdadera pureza. Las impurezas que se presionan
por cualquier otro medio no se van, sólo se esconden.
El Señor empieza ahora a buscar el rastro de esas impurezas
radicales. Va tras la pista de cosas que están allí por causa de un
profundo e invisible amor propio.
Ilustrémoslo de esta forma. He aquí una esponja llena de
toda clase de impurezas, y tú la lavas. No hay manera de lim-
piarla por dentro a menos que la exprimas. El lavado no se lo
lleva todo. Sólo al estrujarla es cuando sale la carga interior de
corrupción e impureza. Y ahora es esto lo que el Señor le está
haciendo al creyente. Dios va detrás de las cosas más íntima-
mente ocultas.
El cristiano piensa que ha encontrado nuevos pecados en su
vida, pero más bien es todo lo contrario. Lo que se va descu-
briendo es algo invisible que siempre ha estado ahí. Se descubre
y ahora se ve, ¡sólo por el hecho de que se lo están llevando!
No obstante, el cristiano creerá a ciencia cierta que ha caído
en nuevos niveles de carnalidad y pecaminosidad. Cuando aque-
llo que ha sido tan impuro, ha permanecido por tanto tiempo tan
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oculto, y ha estado tan profundamente enterrado por fin alcanza
la superficie, el cristiano piensa sin lugar a dudas que acaba de
agarrar estos pecados e impurezas.
Al Señor no le preocupa las inconveniencias que soportas al
observar cómo estas cosas salen a flote. Él sabe, por muy re-
pugnantes que sean, que no hay otra manera de tratar con el
amor propio. Hasta ahora, el oculto y profundo amor propio se
había tapado bajo preciosas ropas. Cuanto más hondo se haya
ido ese amor propio al interior de tu ser – está más oculto – tan-
ta mayor destrucción origina. ¿Por qué? Porque se desconocen
sus chanzas, y porque tu exterior aparenta ser muy noble.
¡El propio descubrimiento de estas cosas ocultas es en sí
misma una experiencia purificadora! El alma necesita descubrir
lo que está por dentro. La naturaleza del yo necesita ver lo que
hay en realidad – y qué aspecto tiene, tal y como es.
Deberíamos saber también que muchos te mirarán con sor-
presa porque lo que tú consideras ahora ser graves faltas, ¡siem-
pre se habían visto como la gran fuerza y virtud de la vida
cristiana! Estarán también muy seguros de que al perderlas estás
perdiendo la propia virtud.
Los demás puede que sepan de tus faltas externas y superfi-
ciales. Pero esas faltas a las que Dios sigue la pista por las par-
tes más recónditas del alma son cosas que pasan por
perfecciones a los ojos de los hombres. Prudencia, sabiduría, y
miles de otras cosas, que ellos te dirían fomentases con fervor.
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Muchas buenas almas tienen muchas buenas virtudes. Pero
el cristiano del que ahora estoy hablando no tiene ninguna de
ellas. Todo de lo que dispone es de debilidad tras debilidad, im-
potencia tras impotencia. Otro creyente puede seguir adelante
gracias a que puede ver, y se sustenta en cosas que son buenas.
Pero este cristiano se mueve, no por lo que tiene, internamente...
sino por lo que le ha sido arrebatado, internamente.
Lo ha perdido todo.
Lo que otros cristianos hacen es admirado; lo que este cre-
yente hace es... un fracaso. Todo cuanto hace este creyente se
frustra. Todo cuanto toca lo estropea. En nada tiene éxito y en
nada se le da la razón. ¿Adónde le lleva el Señor? A ver toda la
felicidad en el Novio y nada en sí mismo.
Nunca te podrías creer, a menos que lo experimentaras, de
lo que es capaz la naturaleza humana cuando se la deja a su aire.
A veces siento que nuestra propia naturaleza, por su cuenta, es
peor que todos los males y malignos.
Pero no quiero dejar aquí la idea de que este cristiano, en
este estado miserable, es olvidado por Dios. Ni mucho menos.
Nunca antes había sido tan bien sostenido por su Señor.
No obstante, el cristiano se encuentra en una situación un
tanto miserable, ¡y lo mejor que le pudiera ocurrir es que Dios
no tuviera piedad! Cuando el Señor quiere ayudar al progreso de
un creyente, deja que el creyente se dirija aun hacia la muerte. Y
cuando hay un respiro, y de nuevo el cristiano se regocija en es-
ta vida, ese respiro – y la vida que ha sido suministrada – se
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otorga a causa de la debilidad del creyente, para que no pierda
todo ánimo.
Igual que un atleta que persigue su meta, el creyente nunca
dejará de correr, a menos que haya tiempos en los que deba des-
cansar y recibir alimento. Pero ambas necesidades se deben a su
debilidad innata. Llega la hora en que algo dentro del creyente
se muere. Esto sucede al final o al aproximarse al final del reco-
rrido. Hay una especie de muerte misteriosa que toma lugar por
dentro. Es como si el sol hubiera desaparecido de nuestro he-
misferio. Ya no es visible, sino que está oculto en el mar (vere-
mos en breve este estado). Es este un tiempo en el que el
cristiano padece aun otra clase de muerte... un tiempo en el que
se empieza a dar cuenta del bullicio que lleva por dentro.
Es interesante hacer notar el estado de este cristiano en re-
lación con otros creyentes – esto es, con cristianos que son (o
aparentan ser) muy avanzados en su caminar interno con el Se-
ñor.
El desdichado ve a otros creyentes engalanados con tantos
trofeos de victoria... Es obvio que el Señor, el Novio, ha exten-
dido muchos adornos sobre estos creyentes. El cristiano desola-
do admira muchos estas cosas, y se ve a sí mismo en un abismo
vacío. Sin embargo, no tiene ganas de obtener todas las maravi-
llas que sus ojos contemplan. Por una razón, y es que se siente
demasiado indigno de ellas. Se regocija, no obstante, al ver que
otros hallan favor con el Señor.
Cuando el creyente se embarcó en este largo viaje, tenía un
celo de la presencia de Dios y deseaba mantener al Señor siem-
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pre con él. Ahora está agradecido cuando siente que el Señor no
le está mirando, porque no le gustaría que el Señor contemplara
un espectáculo así. El cristiano ha alcanzado el punto donde no
halla bien alguno en su desnudez, su muerte, o en esta putrefac-
ción... que recientemente ha descubierto acerca de sí mismo.
El Señor ha dejado a éste desnudo, con el fin de que el Se-
ñor Mismo pueda ser su ropa.
“Revestíos del Señor Jesucristo.”
Mata para que Él Mismo pueda ser la vida del creyente.
“Si hemos muerto con Cristo, resucitaremos juntamente
con él.”
El Señor aniquila al cristiano sólo para transformarle en Él.
La pérdida de la virtud personal sólo toma lugar por nive-
les, al igual que el resto de las pérdidas. El final es algo así co-
mo una total desesperación; este creyente no sólo ha perdido la
esperanza depositada en sus virtudes externas, sino que aun el
amor propio ha perdido su poder.
En esta estación en particular, la oración es muy dolorosa.
De hecho, no es sorprendente que un cristiano llegue a ser inca-
paz de aferrarse a la oración. Había un tiempo en el que se per-
cibía una profunda calma en la oración, y esa calma sostenía la
oración. Pero Dios ha apartado esto. La oración parece que se
ha perdido. El cristiano se ve igual que otros creyentes que nun-
70
ca antes han practicado la oración. Empero, hay una diferencia:
siente el dolor de la pérdida.
El cristiano, en esta etapa del viaje, puede que de cuando en
cuando se extravíe, pero normalmente es algo momentáneo, una
especie de ímpetu. No hay satisfacción en ello, sino que lo único
que hay es amargura, y se retira tan pronto como le sea posible.
Pero, ¡todavía queda algo!
Hay algo que el mismo niño de Dios tiene por dentro. Se
trata de cierto secreto, algo como tranquilo dentro de él, que le
consuela aun en su muerte e impotencia. Sea lo que sea este
elemento, es algo muy metido en lo profundo de las cuevas más
recónditas del creyente, sutil pero poderoso. He aquí algo tan
puro, tan cristiano, que parecería ser el fin último del propósito
de toda la religión cristiana y la recompensa a todas las labores
del creyente. Qué otra cosa no desea el discípulo del Señor que
tener este testimonio en el rincón más recóndito de su ser: el tes-
timonio de que es un hijo de Dios. Toda espiritualidad se centra
en esta sencilla experiencia. Ah, pero aun esto debe ser rendido.
Al igual que se han solicitado todas las demás cosas, esto, ¡tam-
bién!
¡Al fin llegamos a aquello que en verdad produce muerte en
el creyente! Ya lo ves, no importa la estrechez que el alma expe-
rimente, si ese algo en particular todavía está ahí. De hecho,
aquello que tenga la necesidad más acuciante de morir, no mori-
rá mientras que ese profundo, casi imperceptible sentir, esté
presente.
71
Este es un tiempo de temer. Puede haber agonía en el cora-
zón. De hecho, parece que la única vida que le queda al corazón
se emplea para hablar de la muerte en la que se encuentra.
Este apoyo imperceptible y la experiencia de la estrechez
que sigue a estas dos cosas, será lo que causará la muerte.
Por encima de todo hay algo que es necesario en este tiem-
po, y esto es que el creyente sea fiel. Este es un tiempo duro y
un tiempo de desnudez. El cristiano se irá a cualquier sitio para
obtener alivio y refrigerio. Es incapaz de realizar casi ninguna
acción cristiana, y está en gran necesidad de recibir consuelo.
Y si eres tú un cristiano que se topa con alguien así y está
buscando consuelo o guía, ¿qué puedes hacer? Cuídate de no
hacer nada que aplaque o se lleve el nuevo descubrimiento del
cristiano de su gran imperfección. Cálmale con amor, con cari-
dad, y con cosas inocentes. Ten presente en tu mente que esta
persona con la que estás tratando siente que tiene poco control
sobre sus circunstancias exteriores. Intentar hacerle volver a una
situación más normal pudiera muy bien arruinarle su salud, su
mente, y su vida interior. No seas severo, sino trátale como si
trataras a un niño.*
No obstante, por favor date cuenta de que lo que estoy di-
ciendo aquí sólo es aplicable a aquellos que se encuentran en es-
ta etapa en particular, y sólo en esta etapa.
Ahora, ¿por qué se ha llevado el Señor aun el elemento del
sentido interior? Ha sido con el propósito de extirpar este sentir,
esta intuición espiritual, de unas manos imperfectas e introdu-
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cirla en un interior aún más profundo. ¿Y cómo está haciendo el
Señor a esta persona más perfecta en este interior más profun-
do? Destetándo de confianza, e incluso de percepción, a sus
sentidos exteriores. Ahora atrae al creyente al interior de una
forma tan tierna que apenas se nota el esfuerzo ejercido para
moverse en esa dirección, aun cuando implique que ha de per-
der todas las cosas.
En esta época, a veces el Señor hace algo bastante paradóji-
co. Algunas veces reanimará los sentidos externos. Pero todas
las cosas obran en conjunto para los que aman a Dios y son lla-
mados a Su propósito. Una vez más el cristiano aprende a des-
confiar en gran manera de sí mismo, sea cual sea su estado. Y si
los amigos no entienden lo que está pasando, el alma sencilla-
mente responde,
“No reparéis en que soy morena, porque el sol me mi-
ró.”
Y, por tanto, llegamos a la siguiente etapa en el camino que
sigue este río hasta su desembocadura en el mar, la cual es su
entierro.
_____________
*(Viene de página anterior) Nota del editor: el consejo de Guyón
aquí es muy sabio. En todos mis años de ministerio sólo me he en-
contrado con dos cristianos en esta disyuntiva. El único consejo que
he sido capaz de darles, además de tratar de ayudarles a entender la
situación en la que estaban, fue sugerirles: (1) que lloren mucho y (2)
¡que escuchen mucha música cristiana placentera!
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7
El torrente ha atravesado todo inimaginable estruendo y
violentos rápidos. Ha sido estampado contra las rocas. Se ha re-
volcado de una roca a otra, de un nivel a otro. Pero siempre ha
estado a la luz; nunca se había escabullido de la vista. En este
punto empieza a zambullirse hacia profundas cavernas subterrá-
neas. Permanece invisible por largo tiempo. Quizá veamos a es-
te río durante un breve lapso, para luego verle desaparecer otra
vez tras una profundo abismo. En su oscuro e invisible trayecto,
vuelve a caer de un abismo a otro.
(Con el tiempo caerá en el abismo del mar, y allí, perdién-
dose a sí mismo, para nunca volverse a encontrar, se habrá vuel-
to parte del propio mar.)
Tras muchas muertes y tras cada vez peores aflicciones, al
final el creyente expira en los brazos del Amor, mas sin llegar
nunca a percibir que descansa entre estos brazos.
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¿Y de qué estamos hablando aquí? Esta persona, personifi-
cada en la experiencia del río, sencilla y muy sutilmente ahora
pierde todo deseo, tendencia y preferencias. Cuanto más se
aproxima este torrente a la muerte, más débil se hace. Aunque la
muerte era inevitable, mientras allí hubiera vida, había alguna
esperanza; pero ahora se acabó la esperanza. El torrente se pre-
cipita bajo tierra y no se le vuelve a ver.
El creyente ha conocido grandes precipicios por los que se
ha despeñado; mas ahora se desploma, no desde un precipicio,
sino en algún misterioso y oculta sima. He aquí que ha llegado a
una miseria para la que no hay día de salvación. Al entrar en un
principio por la boca del abismo éste no parece ser muy grande.
Pero, cuanto más se zambulle el creyente en él, tanto más terro-
rífico comprueba que es.
Ves que, después de que un hombre expira, aún está entre
los vivos. Está muerto, pero no se lo han llevado. Así que nos
encontramos aquí con una alma que todavía conserva un hito de
vida en su semblante. Es una leve chispa de calor corporal que
aún conserva el cadáver.
¿Qué estoy tratando de decir?
El alma aún trata de alabar y rezar. Pero según profundiza
en el abismo, aquellos pronto se dejan atrás. Debe perder a
Dios, o al menos así le parece a él. Para él casi hay una certeza
de que ha perdido al Señor, no por un periodo de unos meses o
unos años, sino que ha perdido a su Señor, a quien ha estado
conociendo a lo largo de toda su vida... ¡para siempre!
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Una vez le tenía miedo al mundo; ¡ahora el mundo le tiene
miedo a él! En cuanto a sus compañeros creyentes, hay cierto
respeto que los vivos mantienen hacia los que están a punto de
ser enterrados. Después de todo, están a punto de meter a este
desdichado bajo tierra, para una vez allí no volver a ser recor-
dado jamás.
Si el creyente humano pudiera ver el momento en el que le
entierran, sentiría un agobio tremendo. Bien, el alma puede ver
todo esto, y a veces se aterroriza. Pero no hay nada que pueda
hacer.
El creyente se resigna a ser enterrado y cubierto de tierra.
En este punto este devoto empieza a horrorizarse de sí mismo, y
la razón reside en que, obviamente, Dios le ha echado tan lejos
que parece como si el Señor en verdad le hubiera abandonado
para siempre. ¿Qué puede entonces hacer éste? Debe tener pa-
ciencia y simplemente ha de yacer en el sepulcro.
Ahora el alma se encuentra allí y ve que hay pocos atisbos
de que vaya a salir alguna vez; debe permanecer para siempre
en este estado. Y lo que es más, este devoto cree de verdad que
este lugar es el apropiado para él. El mundo ya no habla más
acerca de éste y sólo lo considera un cadáver que ha perdido la
vida de la gracia y que no es adecuado para nada. El alma so-
porta este estado con paciencia. Pero ay, este estado es dulce
cuando se compara con lo que ha de venir.
Ahora el alma debe pudrirse.
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Anteriormente, el creyente estaba siendo probado mediante
debilidad y extremo cansancio. Mas ahora el creyente ha visto
lo profundo de su corrupción. Este creyente ha alcanzado un es-
tado en el que puede ver en forma de abanico todo lo que le ha
acontecido. Los problemas, vituperios, contradicciones, todo
deja de afectarle. Aun pensar en la pasión de los sufrimientos
del Hijo de Dios deja de conmoverle.
No hay un remedio para este estado. Sencillamente se ha de
pasar por él.
Quizá diga ahora el creyente, “podría sobrellevar esta gra-
dual vuelta al polvo si Dios no me mirara. ¡Qué tristeza debe
causarle mi estado!” Su deleite estriba en que quizás ha hallado
tan poco favor a los ojos del Señor que puede que al menos sea
perdonado mientras Aquel observa su caída.
¿Y durará poco este estado de desplome? Ay, más bien es
todo lo contrario. Durará varios años y seguirá adelante, siem-
pre aumentando, hasta que (hacia el final) el proceso de des-
composición termina y empieza el proceso de hacerse tierra. Y
la tierra en cenizas, y las cenizas en polvo.
El desdichado río, ahora zambullido en un abismo, cae co-
mo una piedra a cada vez mayor profundidad, hasta que haya un
fin a todas las buenas intenciones y austeridades.
Compara ahora la diferencia entre el estado de este río to-
rrencial cuando fluía de su fuente de origen, fluyendo armonio-
samente por las llanuras y riachuelos que eran dejados atrás. Y
ahora mira su horrible inmersión.
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Y aun así, éste era su destino.
Ocurre algo muy interesante en esta época. El alma empieza
a acostumbrarse a esta situación. Permanece sin esperanza de
ninguna clase y sin ningún pensamiento de escapar. Es total-
mente incapaz de aliviar la situación. Los motivos ocultos del
corazón están siendo aniquilados y se vuelven polvo. Al menos,
la aniquilación de las cosas oscuras del yo ha empezado.
Ahora el cadáver no es más que polvo; el alma ya no sufre
por lo que le rodea. Se ha hecho a este extraño y casi indescrip-
tible paisaje.
El creyente deja de mirar a todo, y es como una persona que
ya no es, y que nunca más será. Previamente este cristiano se
horrorizaba de su naturaleza. Ahora no hay reacción. Anterior-
mente, venía temblando a tener comunión con Él, con temor a
deshonrar a Dios. Ahora parece aproximarse a esa comunión
como algo innato a su curso. Ya no hay más sentir, ni de lo que
acarrea dolor, ni de lo que acarrea placer. Las cenizas descansan
en una especie de paz, pero una paz sin esperanza; las cenizas
no tienen esperanza. Incluso cuando el alma percibía que se es-
taba descomponiendo, aún había eso: un darse cuenta. Ahora ha
caminado por todo ese estado, y nada, ni por dentro ni por fuera,
le afecta ya.
Con el tiempo, en este cristiano que está siendo reducido a
la nada, se halla entre sus cenizas un germen de inmortalidad.
Protegido bajo todo ese montículo existe, como si fuera una se-
milla, algo que, a su debido tiempo, vivirá. Pero, ten por seguro,
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el devoto no se da cuenta de esto. Ni siquiera se le pasa por la
cabeza que alguna vez sea reavivado o resucitado.
¿Hay fidelidad en esta alma? Lo único que se deja enterrar,
aplastar, es la fidelidad; ¡la única fidelidad que ha quedado es
una persona muerta!
Si te perfumas para que tu cuerpo corrupto no apeste, no lo
hagas, alma desdichada. Quédate tal y como estás. Sométete. El
haber llegado tan lejos y el tratar ahora de salir de este estado
aplicándote un suave bálsamo es lastimarte a ti mismo. El Señor
te está sobrellevando; ¿por qué no habrías tú de sobrellevarte a
ti mismo?
Y si otro cristiano está tratando de ayudar al creyente que se
encuentra en esta situación, ¿qué camino debe tomar? Mi opi-
nión es que poco deberías hacer para aliviar a una persona así.
Apóyale sólo en guardar la salud de su mente, pues de otra ma-
nera pudiera ser destruido a causa de su propia aflicción. Aquí
hay un dolor que llega al tuétano de los huesos. Otros dolores
eran más externos; éste ha penetrado bien adentro. No le mues-
tres compasión a esta persona. Déjale en el estado en el que
siente que aparentemente se encuentra, porque – aunque lo crea
así – para Dios es un estado de lo más grato. De esas cenizas
surgirá una nueva vida.
El que ha sido reducido a la nada no debería intentar salir
de este estado o vivir como previamente lo había hecho. Habría
de seguir mirando a este estado como algo que ya ha dejado de
ser.
80
Y ahora, al fin, la presta corriente se zambulle en el mar y
allí se pierde, para no volverse a encontrar nunca más. Se ha he-
cho una sola cosa con el mar.
Ahora sucederá algo. Poco a poco esta cosa muerta empieza
a sentir, aunque lo que experimenta no se siente. Por niveles las
cenizas están reviviendo y revistiéndose de una vida nueva. No
obstante, este proceso es muy gradual. Para aquel en cuya vida
está sucediendo, es más algo como un sueño o una deliciosa vi-
sión. También lo podrías poner así: hay cenizas y las cenizas es-
tán formando una lombriz; y esa lombriz empieza a adquirir
vida paulatinamente.
Nos allegamos ahora a la última etapa, pero es sólo el co-
mienzo de esa última etapa. El principio, y sólo el principio, de
la verdadera vida interior. Los estratos dentro de esta última
etapa son innumerables. Y el punto hasta el que puede avanzar
el alma no tiene límite. El arremolinado río puede adentrarse
más y más en el mar y tomar más y más las cualidades del mar,
sencillamente por el hecho de que está cada vez más tiempo en
el seno de ese mar.
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8
Deja que un grano de trigo ilustre algunos elementos de tu
vida espiritual.
Primero, la paja se separa del grano. Es un ejemplo de tu
conversión y separación del pecado. Después de que el grano ha
sido separado, debe ser molido por medio de las pruebas y por
medio de la cruz. El grano se muele hasta que queda reducido a
harina. El proceso, no obstante, dista mucho de su conclusión.
La harina es gruesa y se ha de quitar de ella toda partícula ex-
traña.
La harina es amasada y es transformada en una pasta. La
harina parece negra mientras es amasada, pero el amasamiento
es esencial para que la harina se vuelva pasta. Esta pasta resul-
tante, a su vez, ha de ponerse al fuego. Después de que la masa
se hornea, se destina al deleite del rey. El rey no sólo mira a la
masa con deleite, participa de ella.
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Esta comparación te muestra algunos de los diferentes as-
pectos de tu viaje espiritual. Te muestra la diferencia entre la
unión con Dios y la transformación.
Para ser transformado, debes perder todas tus propiedades,
con el fin de que puedas participar en mayor profundidad de la
naturaleza de Dios. No hay mucha gente que llegue a este lugar.
Por esta razón, la gente no habla mucho acerca de la cruz y de la
transformación. No podemos hablar mucho de temas de los que
sabemos poco.
Cuando uno se pierde en Dios, parecerá ser algo muy ordi-
nario. No hay nada que distinga externamente a éste de otros...
excepto, claro está, su libertad.
Esta libertad a menudo escandaliza a personas que no ven
otra cosa más que lo que ellos mismos han experimentado. Su-
ponen que cualquier otra cosa que ellos mismos no hayan expe-
rimentado debe ser malo. ¡Pero la libertad que ellos condenan
(una libertad sencilla e inocente) es una mayor santidad de lo
que normalmente se considera santo! Una pequeña acción, lle-
vada a cabo a través de la naturaleza de Dios obrando en un
creyente, es más aceptable para Dios que gran cantidad de he-
roicas acciones hechas con la propia fuerza del hombre.
La actividad que proviene de Dios en vez de la fuerza del
hombre es algo inusual y precioso. Los creyentes que llegan a
este lugar en su vida espiritual están satisfechos con lo que ha-
cen en cada momento y no necesitan ir en pos de lo que el mun-
do considera ser grandes cosas.
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Dios escoge esconder a las personas que le conocen bien.
Los esconde bajo la cortina de una vida normal. Estos son Sus
muy estimados y sólo Él les conoce. Dios fluye a través de estos
individuos porque han llegado a conocer a su Señor por dentro.
El tesoro no es revelado hasta que el tesoro se necesita. Sin
embargo, al obrar Dios a través de una persona tal, a menudo
hay otros que lo captan.
No todos son desconocidos, y no todas las personas que ha-
cen cosas de las que todo el mundo se da cuenta están siempre
haciendo tales obras en sus propias fuerzas.
Tu Señor atrae personas a estos creyentes, y a menudo son
capaces de comunicarle vida a otros. Ganan a otros para Cristo
de una forma natural.
Algunos, no obstante, aunque puedan ser angelicales en
apariencia, están muy lejos de este estado. Este es un caminar en
el que por lo general lleva mucho tiempo entrar por completo
(Dios en su soberanía puede acelerar el proceso, pero tales casos
son muy raros). Su obra en nosotros se diseña para que dure to-
da una vida.
Parte de lo que conlleva estar totalmente abandonado a Él,
significa que uno no evalúa en qué manera está siendo utilizado
por Dios. A medida que Cristo arraiga con mayor profundidad
en un creyente, éste es menos consciente de su relación con
Dios.
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Sigue creciendo. Deja que tu espíritu se agrande a un nivel
cada vez mayor. Dios puede expander a diario tu espíritu. Serás
expandido en Él al igual que el torrente. Déjate ser transportado
más y más a alta mar. Tu entendimiento de cómo moras en Dios
y cómo Dios mora en ti nunca se agotará.
El proceso de perderse a uno mismo en Dios toma lugar en
niveles diferentes en personas diferentes. Cualquier persona
puede ser totalmente llena. Pero algunas tienen mayor capacidad
que otras. Una taza y una jarra pueden estar llenas de agua, pero
cada cual acoge cantidades diferentes. Cada persona tiene su
propia capacidad para recibir la plenitud de Dios. Lo
maravilloso es que Dios es capaz de aumentar esta capacidad
día a día.
Cuanto más vivas en base a la gracia interior, tanto más
crecerá tu espíritu, sin esfuerzo por parte tuya. Permite que Su
naturaleza more en mayor medida en tu interior. En el mismo
nivel que Él te ensancha, te llena. Es igual que lo que ocurre con
el aire. Una pequeña habitación está llena de aire, pero una ha-
bitación más grande aún tiene más. Agranda la habitación y hay
más aire todavía. De la misma forma (sin percatarse de cambio
alguno) tu espíritu se expande y aumenta. ¿Cómo ocurre esto?
Aprendiendo a morir diariamente. Lo duro es que el bagaje y la
experiencia de cada uno se resiste de forma natural a la muerte.
¿Cómo crece y muere uno al mismo tiempo? Esto no es una
contradicción. Tu personalidad característica, tu alma, es pe-
queña y está limitada. Dios necesita purificarte y alterarte para
que puedas recibir Sus dones.
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Tu espíritu, no obstante, es eterno y puede expandirse de
continuo. Puedes experimentar a Dios de una forma cada vez
mayor. Los deseos de tu propia alma, tan buenos como puedan
ser, se ponen en medio de la consecución de esta experiencia.
La parte que se pone en medio del camino es la parte que debe
morir – no tu personalidad individual. Debes desprenderte de tu
vieja naturaleza para que te puedas perder en Dios más profun-
damente. Tu habilidad de crecer en Él no tiene límite.
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9
A medida que un torrente se vacía en el mar, sus aguas se
pueden distinguir del propio mar durante un buen trecho, pero
de forma gradual las aguas de este río se entremezclan por com-
pleto con el mar. De igual forma, tu transformación no tomará
lugar de la noche a la mañana; sino poco a poco, de escalón en
escalón es que pierdes tu propia vida.
Lo único que queda de un cuerpo que ha sido totalmente
descompuesto es polvo y cenizas. No obstante, a medida que al-
guien muere a sus viejos caminos, no pierde todas las caracterís-
ticas singulares que hacen de él lo que es. Precisamente, es todo
lo contrario. Sólo a través de este proceso de muerte serás en
verdad liberado para ser quien eres en realidad.
Todo lo que ha tomado lugar en la vida de uno hasta ahora
ha sido el despojamiento y limpieza de la naturaleza del alma.
Todos nosotros necesitamos este despojar con el fin de recibir la
obra de Dios en nuestro interior.
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A medida que el torrente desemboca en el mar, su propia
forma se pierde. De manera similar, has de desprenderte de al-
gún elemento de tu disposición natural para que la naturaleza de
Dios pueda vivir con mayor plenitud en tu interior. Cuando vi-
ves por Su naturaleza, Su vida, Su vida es la que te sostiene.
El torrente, una vez que es vaciado en el mar, ahora obtiene
todo tesoro del mar. Cuanto más se vacía el torrente en el mar,
tanto más pleno y glorioso se vuelve.
En esta experiencia de muerte, el creyente empieza a volver
a la vida. Explora esta nueva vida, pues no se parece a nada que
anteriormente hayas conocido alguna vez.
Si hubieras de descubrir esta vida, en verdad que dirás:
“El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que
moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció
sobre ellos.”
(Isaías 9:2)
Ezequiel anuncia esta resurrección cuando ve a los huesos
secos mientras poco a poco se van volviendo en carne.
Sorpréndete de encontrarte una fuerza secreta que empieza
a poseerte. Tus cenizas empezarán a avivarse. Un nuevo país te
da la bienvenida con ademanes de que te adentres en él. Cuando
estabas en la tumba lo único que podías hacer era quedarte allá
tranquilo. Mas ahora puedes experimentar una sorpresa de lo
más placentera. No tengas miedo de creer lo que está ocurrien-
do.
90
En este punto, puede que digas, “Quizá el sol se ha abierto
paso a través de un pequeño agujero en la tumba para hacer bri-
llar uno de sus rayos, pero sin duda que la noche caerá de nue-
vo.”
Querido creyente, deléitate en sentir un fuerte y misterioso
poder que toma posesión de ti. Habrás recibido una vida nueva.
Créelo.
¿Puedes perder este estado? Naturalmente. Pero tendrás que
levantar una rebelión de órdago para conseguirlo.
Esta vida nueva no es como la vieja. Aquí hay “vida en
Dios” (Colosenses 3:3). Aquí está Su vida. Ya no vives tú, sino
que Cristo vive y actúa y obra dentro de ti (Gálatas 2:20).
La vida de resurrección se expande paso tras paso de tal
forma que crecerás en el crecimiento de Dios. Las riquezas flu-
yen de Sus riquezas en tu interior. Él es el amor por medio del
cual ahora tú amarás.
En este punto empezarás a ver que todo lo que hiciste antes,
no importa lo grande que fuera, era tu propio hacer. Ya no esta-
rás haciendo nada que parte de ti mismo. Serás poseído de una
vida nueva. Toma esta vida nueva y piérdela en Dios. Vive con
la vida de Dios. Y ya que Él Mismo es Vida, no puedes buscar
nada más.
¡Qué ganancia se ha hecho en comparación a lo poco que se
ha perdido! Habrás perdido a la “criatura” con vistas a ganar al
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“Creador”. Habrás perdido tu nada con vistas a ganar todas las
cosas. ¡No tendrás fronteras, pues habrás heredado a Dios! Tu
capacidad para experimentar Su vida se acrecentará sólo un po-
co más. Todo aquello que una vez tuviste, y perdiste, volverá a
ti en Dios.
Por favor, date cuenta de que a medida que alguien es des-
pojado, de un nivel a otro, así es ahora enriquecido y alzado de
nuevo a vida, de un nivel a otro. Cuanto más perdió, tanto más
ganará. Sé como el torrente que se deshace en el mar. El torren-
te se expande para explorar las fronteras sin límites de su nuevo
hogar.
No intentes alcanzar esta experiencia. Deja que esta unici-
dad brote de Su naturaleza, la cual obra dentro de ti. A medida
que Él obra en ti, te harás flexible y asentirás a cualesquiera cir-
cunstancias que Dios permita en tu vida. Ten por bueno cual-
quier cosa que Dios te traiga. Los tiempos de fiesta y los
tiempos de hambruna te serán por igual. Todas las circunstan-
cias son por igual; el creyente ve a Dios detrás de todas las co-
sas.
La vida divina dentro de ti te será algo natural a medida que
te vayas acostumbrando a ella. Aprende a rendirte a los caminos
de esta nueva vida. Que no haya lucha.
Una infidelidad momentánea te hará actuar alejado de Dios.
Esto no significa que te has “caído” de tu posición en Dios.
Sencillamente, has errado el tierno mover de Dios en tu espíritu
que te hace que estés en completa unidad con el Señor.
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No tienes que pensar cómo encontrar a Dios o preocuparte
de que tus pensamientos divaguen y se alejen de Él; moras den-
tro de Dios. No hay necesidad de malgastar tiempo tratando de
localizar a tu Dios, pues Él es tu morada y tus circunstancias.
Anteriormente, era necesario practicar virtud con vistas a hacer
buenas obras. Ahora tus acciones tienen su origen en Dios.
Si una persona estuviera totalmente rodeada por mar, un lu-
gar del mar no sería más adecuado o beneficioso que otra parte
del mar... con el propósito de experimentar al mar. Así será con-
tigo y tu Señor. Deja que la vida dentro de ti te lleve. Con eso
basta.
¿Hay algo que tengas que hacer? Simplemente haz lo que te
anime a hacer un Señor que mora dentro. Abraza las circunstan-
cias que se te ponen por delante con el único fin de que las ex-
perimentes. Una paz constante e inmutable puede ser tuya, a
pesar de las circunstancias.
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¿En qué difiere tu vida, una vez que has entrado en este
caminar, de la vida que llevabas cuando era vivida totalmente
en la carne? Antes, era tu naturaleza humana la que te impulsa-
ba. Ahora deberías vivir tu vida de una forma pacífica y satisfe-
cha y hacer las cosas que se requieren de ti.
Sólo Dios debería ser tu guía. Cuando parezca que hay “al-
go” que has de entregar, entrega entonces tu voluntad a Dios; tu
voluntad, pues, ya no te gobernará más, ya que la habrás rendi-
do a Él. Los deseos que no broten de Su voluntad no tienen por
qué ejercer poder sobre ti. Deja que se desvanezcan. A medida
que vas viviendo por tu espíritu, deberías empezar a perder las
inclinaciones y tendencias y sentimientos opuestos que te hacen
descarriar. El torrente ya no va por su propio cauce.
¿Qué maravilloso contentamiento es este que llena al cora-
zón? Dios Mismo. Nada más te satisface con tal plenitud. Echa
a un lado todo lo que provenga de ti – da igual lo profundo y
perspicaz que sea.
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Nada debería nublar la obra de Dios en tu interior, sea co-
nocimiento, sea inteligencia, sea siquiera amor humano. Hay al-
go que ha muerto dentro de ti. Parte de tus caminos pasados ha
desaparecido. Ahora experimentas “una falta de sentir”, pero se-
rá muy diferente a lo que conociste en la tumba. Allí fuiste pri-
vado de vida, separado del mundo con toda la indiferencia de
una persona que está muerta. Mas tu Señor te traerá por encima
de esa condición. No te sentirás privado. ¿Cómo puede uno sen-
tirse privado de lo que no echa en falta? La muerte es algo que
rehuyes con temor y disgusto. La vida, en cambio, es gloriosa.
El creyente es resucitado y vida le es otorgada. Esta vida no se
mantiene a través de los sentidos, sino que fluye del manantial
de vida eterna. Esta vida eterna es Cristo dentro de ti.
Compara la vida con la muerte. Cuando mueres, sientes la
separación de tu propio cuerpo. Después de que el alma se sepa-
ra del cuerpo ya no sientes ninguna sensación física; estás muer-
to y separado de tu medio ambiente.
Cuando eres levantado, tienes vida nueva en tu interior.
Cuando Dios te resucita de entre los muertos, experimentarás a
Dios como el Espíritu de tu espíritu y la Vida de tu vida. Él se
vuelve el centro mismo y la fuente de tu vida. Por tanto, debe-
rías vivir, actuar y caminar en base a la vida de Dios dentro de
ti.
Cuando experimentas algún deleite aparte de Dios, o cuan-
do trates de retirarte con el fin de encontrar a Dios, o cuando te
enfoques en las pruebas y el dolor, no estarás caminando en Su
vida. Tu espíritu debería estar tan emparejado con el Espíritu de
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Dios, que no le experimentarás como alguien separado y ajeno,
sino sólo como alguien que está profundamente entrelazado
contigo. Él puede hacerse más activo en tu interior de lo que tú
mismo eres.
Si una persona pudiera vivir sin comer, probablemente co-
mería. El comer así como el no comer sería lo mismo porque,
comiera o no, todavía se sentiría lleno. Esta experiencia es como
la muerte. Pero hay alguna diferencia. Cuando estás enfermo o
cercano la muerte, tu falta de apetito proviene de la enfermedad.
En este caso, no obstante, provendrá de tener el estómago de-
masiado lleno. Si una persona se alimentara de aire, se llenaría
sin siquiera saber cómo se llenó. El simple respirar le dejaría sa-
tisfecho. No estaría vacío o sería incapaz de comer – sencilla-
mente no le sería necesario comer. El aire que respirara le
alimentaría de forma natural.
Date cuenta de que cuando estás tan envuelto y sostenido
por Dios, estás en el que en verdad es tu ambiente natural. Res-
piras en la atmósfera para la que fuiste creado. Una nueva clase
de paz vendrá a ti. En la tumba tu paz era sosegada, tranquila –
apropiada al estado de enterramiento y descanso en el que esta-
bas. Es la clase de paz que un hombre muerto sentiría en medio
de una gran tormenta en el mar.
Hay un lugar muy por encima de las olas del embravecido
mar desde el cual eres capaz de contemplar la furia de la tor-
menta. Tu privilegiada posición se encuentra allá arriba en la
montaña. En la montaña nada podrá tocarte.
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Esta experiencia puede compararse a vivir en el fondo del
mar donde, durante las turbulentas tormentas, sólo la superficie
del mar experimenta el embravecido temporal. Allá abajo en lo
profundo hay calma. Los sentidos externos puede que sufran do-
lor, pero las más recónditas partes del espíritu moran en un des-
canso ininterrumpido.
Date cuenta de que no siempre serás fiel. Habrá veces que
regresarás a tus viejos caminos de hacer las cosas. No obstante,
existe la posibilidad de que hagas grandes avances en Dios. Una
persona que va cayendo al fondo de un mar sin fondo podría
estar bajando sin fin para sólo descubrir más profundos y bellos
tesoros. Así es con la zambullida de uno en Dios.
98
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¿Qué debes hacer para ser fiel a Dios? Nada. Menos que
nada: ¡deja que sólo Dios sea tu vida! Permítele sólo a Dios que
te mueva. No te resistas. Continúa viviendo por medio del flujo
natural de Su vida en tu interior. Vive en el momento presente y
deja que cada suceso se desenvuelva sin añadir o sustraer de él.
Aprende a ser guiado por las impresiones instintivas de la vida
de Dios dentro de ti. Tu Señor caminará por ti. Déjale también a
Él llevar a cabo todo aquello que pide de ti. Tu tarea sólo con-
siste sencillamente en morar en este estado.
Cuando empieces a actuar en base a tu propia fuerza, serás
infiel a la vida divina en tu interior. No permitas que la depen-
dencia en tu fuerza se vuelva un hábito. Déjate morir sin buscar
rescate.
Una persona que se muere, desea que terminen con él de
una vez por todas como sea, con tal de no prolongar su agonía.
Nada que pudiera aliviarle le sirve; está resignado a su muerte.
Después de morir, nada tiene ningún efecto sobre él.
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Cuando el tiempo adecuado de ser despojado de tu vida lle-
gue a ti, sométete a él.
Serás capaz de poseer todas las cosas sin poseerlas. Todo lo
que queda por hacer es fácil: haz lo que a Dios le plazca, a la
manera de Dios, mediante la fuerza de Dios.
La fidelidad no es simplemente “hacer nada”. La fidelidad
es actuar sólo a partir de Su vida. En este estado uno no tiene
una tendencia a que las cosas vayan a su manera, sino que sólo
desea la manera de Dios. Las acciones brotarán de un manantial
diferente.
No pienses que a estas alturas del camino no cometerás fal-
tas. Las cometerás. Y las verás más claro que nunca. Las faltas
que cometas probablemente no sean pecados grandes, sino suti-
les cosas en las que te dejes llevar. Serás capaz de ver con ma-
yor claridad tus más pequeñas flaquezas. No permitas que estas
imperfecciones te lleven a un sentir de culpa. Y no hagas nada
para desprenderte de estas faltas.
Sentirás una nube de polvo, como una película, que te rodea
cuando cometas una falta. No hagas nada para tratar de quitar
esta nube de en medio. Tales esfuerzos son inútiles. Tales es-
fuerzos sólo harán que tardes más en ser restablecido a la nor-
malidad. El estar en exceso preocupado por tus faltas es peor
para tu condición espiritual que la propia falta.
En estos tiempos no deberías sentir que necesitas “volver a
Dios.” Porque si dices que debes volver, sugiere que te has he-
cho un extraño para el Señor. No es así. Tú moras en Dios. Sen-
100
cillamente permanece en Él. Algunas veces habrá nubarrones en
esta experiencia: pero no deberías intentar mover las nubes por
tu cuenta. Deja que el sol lo haga.
El mirarte demasiado a ti mismo retrasa tu viaje. Cuanto
más tiempo te pases contemplándote a ti mismo, tanto más per-
derás. No te puedes ver a ti mismo igual que Dios te ve. Cuando
vengan pensamientos centrados en ti, déjalos que pasen sin afe-
rrarte a ellos. Poco a poco se irán yendo.
A medida que el cristiano va dejando atrás la tumba de la
muerte, experimentará deseos que provienen en mayor número
de Jesucristo que de sí mismo. Ya no vivirá más por un conjun-
to prescrito de acciones que le han dicho se supone que ha de
seguir.
¡Déjale a Él ser las normas por las que vives! Verás que la
naturaleza de Cristo surge de lo profundo de ti sin esfuerzo. La
naturaleza del cristiano crece de forma natural a partir del Espí-
ritu del Señor en su espíritu.
Tu tesoro es sólo Dios. Extrae tu vida de Su vida porque Él
es eterno. Revístete de Jesucristo. Déjale actuar y hablar dentro
de ti. Déjale a Él iniciar todas tus acciones. ¡Ríndete a Él y no
tomes acción ninguna! Descansa según Él te indique.
¿Ves el inmensurable progreso que puedes hacer? Cuanto
más experiencia tienes, tanto más eres capaz de discernir Su vi-
da dentro de ti.
102
12
El rendirse por completo a Cristo lleva más tiempo de lo
que uno pudiera pensar. Y no es fácil. El creyente no debería
engañarse pensando que ha llegado o que se puede llegar rápi-
damente. Incluso el más maduro espiritualmente ha caído en es-
te error.
La razón por la que muchos de aquellos que siguen al Señor
no avanzan mucho es porque al principio no dejaron que les
desnudaran. O, igual de equivocados, han intentado llevar a ca-
bo este proceso de desnudez por sí mismos. No puedes desnu-
darte a ti mismo. Cuanto más quieras seguir al Señor, y cuanto
más quieras ser despojado, tus propios esfuerzos para hacerlo
sólo te harán religioso, te endurecerán, y te confundirán en ex-
tremo. Dios vendrá y te desnudará.
¿Qué lugar le corresponde a la oración en este punto en la
vida del peregrino? Si se disfruta cualquier clase de oración, si-
gue con ella. Pero si no se disfruta nada, estate dispuesto a en-
tregar la oración. No entregues nada que espiritualmente te haya
103
sido de ayuda. Hazlo sólo cuando se vuelve algo totalmente in-
sípido, trabajoso, e improductivo.
Debes entender que el camino de la cruz – este camino de
dejarte ser vaciado por completo – es un camino repleto de ári-
dos desiertos dirigidos especialmente para ti. Hay dificultad,
hay dolor y hay fatiga. El principio de tu viaje espiritual es glo-
rioso, bello y opulento. No confundas el principio con el final o
el medio. A menudo tienen poco en común y no se parecen en
nada el uno al otro. Hay partes del viaje que son espirituales, pe-
ro también pueden ser tan estériles y tan difíciles que la palabra
“espiritual” parece que ni siquiera pertenece al vocabulario.
Qué afortunado, qué bendecido es el creyente que puede
encontrar a alguien por el camino que le ayuda a entender estas
cosas y le muestra que lo “espiritual” incluye lo árido, lo de-
solado, e incluso el sentir de ser abandonado.
104
13
¿Cuáles serán las huellas que el Señor dejará impresas so-
bre este torrente en su precipitado abocamiento al vasto océano?
El proceso que conlleva la transformación de la vida del
creyente empieza en el mismo momento que se rinde al Señor. A
medida que este proceso sigue adelante, cometerá muchos erro-
res e incurrirá en muchas faltas. Según va madurando el creyen-
te, dejará de mirar a sus faltas para sencillamente empezar a
tener un profundo conocimiento dentro de él de que su deseo es
ser conformado a la imagen de su Señor. El creyente deseará la
obra de la cruz dentro de él.
No obstante, más adelante, aun este deseo de conocer la
cruz aparentemente puede desaparecer. En realidad, no es que
este deseo de conocer la cruz desaparezca, sino que más bien se
adentra en las partes profundas y subterráneas de su ser. Hay un
anhelo secreto y oculto. Este anhelo es casi imperceptible, y
profundiza más y más en el ser del creyente. Deja que la cruz
obre en ti, y especialmente permítele obrar en los lugares más
105
secretos y recónditos de tu ser. Deja a la cruz obrar su sencillez
de propósito en los motivos más ocultos de tu alma.
***
Cuando se habla de “impresiones” del espíritu o “tenden-
cias” de un Señor que mora en el interior, por favor entiende:
estos no vienen del exterior. Vienen de adentro. En el interior es
donde se originan. Tales impulsos del espíritu se abren camino
desde el interior... hacia el exterior; desde lo profundo de tu in-
terior, por último vienen a tu mente. Este es el Señor que se co-
munica en ti; esto se vuelve la senda natural del curso espiritual
del creyente. Aquí está el verdadero manantial de tu ser espiri-
tual. Jesucristo siempre se revela a Sí Mismo desde tu interior.
Vivirás de Él. Búscale en el exterior, y nunca lo encontrarás.
El cuerpo humano hace todas las acciones vitales más im-
portantes de una forma natural y automática. No tienes que pen-
sar cómo respiras. Igual habrá de ser en cuanto al desarrollo del
creyente, de tal forma que los empujoncitos del espíritu dentro
de ti se hacen algo natural y algo (casi) imperceptible.
A medida que Cristo crece dentro de ti, serás transformado
a su semejanza. Quizá reconocerás que esta es exactamente la
forma en que el propio Señor se entendía con Su Padre.
106
14
En este punto, ¿qué papel desempeña la cruz en la vida del
creyente que busca la verdad? A medida que se fortalece con la
fuerza de su Señor, el creyente descubre que éste le otorga una
cruz cada vez más pesada. Va aprendiendo a llevar esta cruz
con la fuerza del Señor, no con la suya.
Hasta ahora ha habido algo así como un deleite en la cruz,
pero ya no más. El alma que busca la verdad dejará que la cruz
venga por una razón: porque le agrada a Dios. Como con todo
lo demás, la cruz se vuelve un medio para encontrarse con el
propio Señor.
La cruz se hará para ti una forma profunda de experimentar
a tu Señor. Con el tiempo llegará el punto en el que la cruz no
será siquiera vista como la “cruz”. Sencillamente se transforma
en otro medio de conocer a Cristo.
107
La naturaleza de Dios se hace más manifiesta en el creyente
a través de la cruz, y el cristiano viene a tener un conocimiento
más íntimo de Su Señor al toparse con esa cruz. Quizá en este
punto seas capaz de mirar atrás y rememorar tu temprano cami-
nar con el Señor. ¿Recuerdas? Al principio ser un cristiano era
algo gozoso. Después aprendiste acerca de la cruz. Y entonces
la cruz se hizo muy importante para ti.
La cruz obrará la obra de Dios en ti. Pero ahora la obra de
Dios te traerá la cruz, y la cruz te traerá al Mismo Señor.
El creyente siempre ha de ser capaz de ver a Dios en todas
sus circunstancias. Debe ver esto: que la cruz es algo que en
realidad llega de la mano del Señor. Ni del hombre, ni de las
circunstancias, sino de Él. Cada momento en la vida, no importa
lo que conlleve ese momento, será un momento en el que más
de tu Señor se te está otorgando.
Hay esos que hablan de visiones, éxtasis, embelesos y reve-
laciones. Hablan de que están sucediendo muchas cosas en su
interior. Pero el creyente que ha conocido la cruz hasta el punto
de que la cruz se ha vuelto el Mismo Cristo, no habla de visio-
nes o éxtasis o revelaciones. Caminan mediante una fe simple y
pura. Contempla a Dios y sólo a Dios. Y cuando este viajero
echa una mirada con sus propios ojos, ve cosas como si estuvie-
se mirando a través de los ojos de Dios. Ve su propia vida, ve
las circunstancias que le rodean, ve otros creyentes, ve amigos y
enemigos, ve principados y potestades, ve todo el curso de la
fastuosa historia a través de los ojos de Dios... y está contento.
108
Cuanto más haya obrado el Señor Su cruz en la vida de un
creyente, por muy raro que llegue a ser, tanto más ordinario y
normal parece que se vuelve. Las expresiones espirituales exte-
riores no son sus puntos fuertes. Es sólo cuando empiezas a co-
nocerle mejor, o según Dios te vaya dando ojos para ver, que te
das cuenta que esta persona es en verdad extraordinaria.
109
15
Estos tratos de Dios en tu vida te guían a una verdadera li-
bertad. Esta libertad, no obstante, no te guía a irresponsabilidad.
Aún habrás de cumplir con tus obligaciones. Esta libertad te ha-
rá hacer cosas que Dios desea de ti. Después de todo, has des-
cubierto que estás en Dios.
Aquel que ha sido levantado de los muertos es alguien cu-
yas acciones y energías dan vida. Si alguno ha sido resucitado
pero sigue sin vida, entonces, ¿dónde está su resurrección? Un
creyente que en verdad ha probado muerte y ha sido restaurado,
debería tener, como uno de los elementos que forman parte de
su nueva vida, la habilidad de hacer lo que era capaz de hacer
antes de morir. Naturalmente, hay un elemento diferenciador.
Ahora hará esas cosas en Dios y a través de Dios, no por medio
de su propia fuerza. Esto no es algo que pueda explicarse; no es
algo que un libro pueda explicar. Esto es algo que tiene que ser
experimentado bajo el crisol de la cruz; es algo que sólo provie-
ne de la experiencia de la muerte.
110
Lázaro regresó a su vida cotidiana después de haber sido
levantado de entre los muertos. E incluso el Señor Jesucristo
tras su resurrección se complació en comer, beber y hablar con
los hombres. Si uno aún está atado y no puede orar, y si aún
existen profundos temores, profundas luchas de culpabilidad, y
tantas otras cosas que acompañan a nuestra naturaleza, entonces
esa persona todavía no ha sido levantada de la muerte. Cuando
eres restaurado, no sólo eres restaurado, sino que – espiritual-
mente hablando – eres restaurado al ciento por uno.
Un precioso ejemplo de esto se encuentra en el libro de Job.
Job es un espejo de todo el viaje espiritual del creyente. Dios le
despojó de todos sus bienes terrenales, y después Dios le despo-
jó de sus hijos. Sus bienes terrenales representan los dones de
Job; sus hijos representan las buenas obras de Job. Después
Dios tomó la salud de Job, la cual es un símbolo de las virtudes
externas de Job.
Job fue acusado de pecar. Fue acusado de no resignarse a la
voluntad de Dios. Sus amigos le dijeron que estaba siendo cas-
tigado justamente. Ante sus ojos era obvio que seguramente ha-
bía algo terrible que Job había hecho, algún pecado que causó
toda esta desgracia. Pero después de que Job había sufrido casi
hasta la muerte, Dios le restauró. No obstante, Job no era el
mismo que antaño.
Así será también la resurrección del creyente. Todo le es en
mayor o menor medida devuelto, y, sin embargo, hay muchas
cosas que han cambiado. El creyente ya no está apegado a las
cosas como antes lo estaba. No hace uso de las cosas como una
111
vez lo hizo. Todo se hace en Dios. Las cosas se usan según se
van necesitando. No las poseerá como antaño las poseyó, y ese
es un gran lugar para vivir porque allí hay libertad.
“Porque así como hemos sido identificados con él en
la semejanza de su muerte, también lo seremos en la seme-
janza de su resurrección.” (Romanos 6:5)
¿Te confinará y te pondrá bajo esclavitud tal libertad? Claro
que no, pues “si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente li-
bres.” (Juan 8:36)
¿Y de dónde vino tal libertad? Esta maravillosa libertad,
¿cuál es su origen? ¡Eres libre porque tienes Su propia libertad!
Es en este punto que el verdadero vivir da comienzo. Nada
de lo que Dios traiga al creyente en este punto le dañará grave-
mente. Lo que Él le pide al creyente será mucho más fácil de
realizar que en épocas pasadas. Esto es, hay mucha menos lucha
interior, o ninguna en absoluto.
Por ejemplo, en el pasado el creyente puede haber pasado
largas horas preparándose para decir algo o para enseñar algo.
Con el tiempo llegará al punto donde no habrá otra preparación
que aquella que se hace ante el Señor. Su corazón y su espíritu
estarán tan llenos que no es necesaria tanta preparación. Y la
revelación es mucho mayor. El creyente habrá entrado en aque-
llo que el Señor dijo a Sus discípulos: “os será otorgada sabidu-
ría en el momento que tengáis que hablar.”
112
Sólo puedes llegar a un lugar así tras soportar una gran car-
ga de debilidad y experimentar una gran falta de habilidad.
Cuanto mayor es la pérdida, mayor es la libertad.
Recuerda que un Hijo de Dios sencillamente no puede po-
nerse a sí mismo en este lugar por sus propios esfuerzos. Si
Dios no prepara las circunstancias y le dota con riquezas de Su
propia vida, el creyente de ninguna manera podría llevar a cabo
estos propósitos. Si no fuera a través de Él, ¡ni siquiera los
desearía!
A medida que vienes a vivir en esta experiencia de libertad
y en esta muerte y resurrección, encontrarás muy difícil hacer
muchas obras que antes hacías; y aquellas que haces tendrán
que hacerse de una forma diferente. Esto no es algo que ha de
intentar razonarse. Te basta con que sencillamente sepas que tu
Señor ha comenzado a hacer su obra en ti. Su obra será la ex-
presión natural de lo que sale de ti. No sólo será diferente el
manantial, sino que también cambiará la visión de lo que es “la
obra de Dios”. Lo que el hombre ve como la obra de Dios, a
través de sus propios ojos, y lo que uno ve como la obra de Dios
al mirar a través de los ojos de Dios, son cosas muy diferentes.
En cuanto a las buenas obras, estas se vuelven una especie
de “segunda naturaleza” – la naturaleza de Dios – en ti. Cuando
oyes a alguien hablar muchas palabras de humildad, te das cuen-
ta de que tú no eres humilde. Tú no puedes hacerte a ti mismo
humilde. Si lo intentaras, en tus propias fuerzas, serías repren-
dido por tu falta de fe. Date cuenta de que estar muerto es un
lugar más bajo que ser humilde. Con el fin de ser humilde, antes
113
has tenido que ser algo. No hay nada más bajo que la muerte; lo
que ya está muerto es nada, y no hay nada más bajo que la nada.
El peregrino que ha llegado a este lugar en su vida, por lo
general, es alguien desconocido, pues muy pocos de ellos han
obtenido notoriedad en su comunidad o en su nación o en el
mundo. A esta persona le ayuda el permanecer en el anonimato
pues esto le permite preservar su descanso en Cristo.
Permanecer en el anonimato le ayuda a uno a vivir en paz. Esto
no quiere decir que todos los que conocen al Señor de esta
forma permanecen en el anonimato – no es así – pero la gran
mayoría sí.
En esta vida hay un anonimato, y hay un gozo. El gozo está
ahí casi de manera imperceptible. El gozo está ahí, sobre todo,
porque no hay temor, los deseos que nos encaminan no están
ahí, y el ansia por cosas hace tiempo que marchó.
El Señor ensanchará la capacidad espiritual de una persona
así, más allá de cualquier límite impuesto.
A lo largo de tu vida, oirás o te encontrarás con personas
que son estimadas por su estado espiritual a causa de grandes
éxtasis, desvanecimientos, arrebatamientos, o a causa de sus
poderes y sus dones.
Pero miremos a éste que desfallece porque está siendo espi-
ritualmente invadido y abrumado. ¿Es eso fuerza, o debilidad?
¿Dios atrae a esa persona para que se pierda en Él, y, sin em-
bargo, esa persona flaquea?* No es lo suficientemente fuerte
para encarar y soportar este acercamiento a Dios.
114
Así que, cuando hablamos de gran gozo, hablamos de cosas
que van más allá de arrebatamientos y visiones. Este es un gozo
que es constante como un estado en vez de como una experien-
cia.
¡Qué glorioso fin!
¿Podría haberse dado cuenta el creyente alguna vez, cuando
yacía en el polvo de la tierra y en los horrores de la experiencia
de morir, que una vida así le esperaba allá afuera? Si, mientras
estabas en el estado de morir o ser olvidado o aparentemente ol-
vidado, alguien te hubiera dicho que un día tan glorioso llegaría,
no hubieses creído sus palabras. Aprende pues esta lección: Es
bueno confiar en Dios.
“Ciertamente ninguno de los que confían en ti será aver-
gonzado.”
¿Ves, pequeñuelo, cuán importante es abandonarte a Dios?
Piensa cuánto sufrimiento evitarías si sencillamente de continuo
te rindieras a Él.
_____________ * (Viene de página anterior) Hay una llamada “bendición de Toronto” de “caerse” al
suelo bajo una poderosa unción del Espíritu. Obviamente, todos estos cristianos deben ser muy debiluchos...
115
16
La mayoría de las personas que conocen al Señor Jesucristo
no pondrán sus vidas por completo en Sus manos y no confiarán
sólo en Él. Y muchos de los que dicen que se están entregando,
sólo se entregan de boca. Quizá la mayor parte de los creyentes
en verdad desean ponerse en las manos de Dios, pero sólo en un
área. Se reservan el derecho de tener otras áreas para ellos soli-
tos. Aún hay otros que quieren hacer un trato con Dios, marcar
unos límites hasta donde se dejarán en Sus manos. Por último,
están aquellos que están dispuestos a entregarse por completo a
Dios... pero sólo bajo sus propias reglas.
Por tanto, debes formular esta pregunta: ¿es esto abandono?
El verdadero abandono no retiene nada. Ni la vida, ni la muerte,
ni la salvación, ni el cielo, ni el infierno. Nada. Después, lánzate
a las manos de Dios. Sólo lo bueno puede venir de ellas. Cami-
na confiado por este mar tormentoso con las palabras de Cristo
para sostenerte. Tu Señor ha prometido cuidar de todos aquellos
que se olvidan de sí mismos y se abandonan sólo a Él.
116
Y si por el camino te hundes, como Pedro se hundió, date
cuenta de que es debido a tu poca fe. Zambúllete con coraje ha-
cia adelante; enfrenta todos los peligros que se alzan ante ti, no
por esfuerzo, sino por fe. ¿De qué tienes miedo, temeroso cora-
zón? ¿Tienes miedo de perderte a ti mismo? Considera lo poco
que eres en comparación con tu presente condición de desnudez
(no hay mucha diferencia, ¿verdad?). Considera esto: la pérdida
que sufres ¿es realmente tan grave? Te perderás a ti mismo; es-
to es, te perderás a ti mismo si eres lo suficientemente valiente
para abandonarte a Dios. Pero recuerda que tu vida estará perdi-
da en Él. ¡Qué maravillosa pérdida es esa!
¿Cómo es que no oímos que esto se predique? ¿Cómo es
que se predica de cualquier otra cosa menos de esto? Muchos de
los que se llaman a sí mismos cristianos consideran locura las
cosas que aquí hemos discutido. O dirán que no está equilibra-
do. Para las grandes mentes de le fe cristiana, estos asuntos
simplemente están a un nivel demasiado bajo. Personas así de-
ben sentirse siempre estables; deben sentir que están en control
y que son seres humanos muy equilibrados. Sí, hay algo extra-
vagante en el abandono. Es algo que no experimentarán porque
se ven a sí mismos demasiado sabios y maduros.
Cuando te sometes a ser aniquilado, al final una gran re-
compensa te será revelada; pero debes estar dispuesto a ser es-
parcido por tu Señor como hojas al viento. En momentos así no
ofrezcas resistencia. No temas a lo que dice el mundo. Para en-
trar en este lugar, tienes que perder tu reputación de ser una per-
sona que está en control y tu reputación de ser un individuo
equilibrado. Estate dispuesto a que se mofen de ti. Estate dis-
117
puesto a ser rechazado por aquellos que establecen el patrón de
lo que debería ser un miembro de iglesia y un cristiano.
Hay muchos que dicen que desean tener un buen testimonio
a los ojos de los hombres de este mundo. Dicen, “De esta forma
Dios será glorificado.” Pero por lo general no es esto lo que
quieren decir. Lo que están diciendo es que desean que la gloria
venga a ellos.
Estar dispuesto de verdad a ser nada a los ojos de Dios (y
también nada a los ojos de los hombres) y continuar teniendo
ese deseo en ti cuando haces equilibrios al borde del abismo de
la desesperación... esto es algo poco corriente.
¿Nos atrevemos a seguir más adelante? ¿Podemos hablar de
alguien que haya madurado en su caminar de entrega a Dios?
Será alguien a quien las pruebas no le conmuevan con facilidad.
Habrá aquellos que le harán flaquear, aun aquellos a los que
Dios Mismo escoge para ponerlos en su camino con el fin de
zarandearle. Y cuando se ponga a pensar en aquellos tiempos en
los que no se estaba rindiendo a su Dios, aquellos momentos le
traerán remordimientos, y un sentir de un profundo dolor inte-
rior. Pero ahora, resistir al Señor será algo mucho más difícil. Y
aunque resista al Señor, probablemente no será capaz de seguir
así mucho tiempo. ¿Por qué? Porque hay una fuerza que obra en
él. Lo que es esa fuerza, no puede decirlo ni entenderlo; senci-
llamente está ahí.
La naturaleza de los tratos de Dios con cualquier creyente
no es algo que pueda entenderse fácilmente. Sus tratos son per-
fectos, y tu Señor no dejará una sola piedra sin volver cuando
118
empieza a llevar a cabo Su propósito en tu vida. Prepara y utili-
za cada situación que llega a tu vida de manera que seas Suyo y
de manera que, con el tiempo, Su obra en ti será completada.
Su meta final en el proceso de madurez de un creyente es
llevarle al punto donde lo ha perdido todo – hasta que no haya
nada ni en los cielos ni en la tierra (excepto Dios solamente)
que pueda destruirle. No existe algo así como una cadena para
retener a ese creyente; está perdido en Dios.
Todavía ve su desnudez espiritual, y no obstante está vesti-
do de pureza. Cuando un creyente ha saboreado una muerte tan
profunda, ya no tiene el deseo de ir por su cuenta. La muerte
que ha experimentado era de cierto la muerte.
Cuando uno está muerto, ya no se pertenece a sí mismo. Pe-
ro ten esto claro: un creyente que es maduro en la experiencia
del abandono no está más allá de su capacidad de poder hacer lo
que es incorrecto. Está más al tanto que otros en cuanto a las
debilidades exteriores. No obstante, tiene un conocimiento de la
fuerza de Dios dentro de él aún mayor que el conocimiento que
tiene de sus debilidades. Y este profundo entendimiento pone
ante él una firmeza inquebrantable. Esa firmeza no puede ser
zarandeada por el mundo o el infierno o cualquier otra cosa.
Imagina que dos personas están viviendo bajo el mismo te-
cho y, sin embargo, son extraños entre sí. Están cerca uno del
otro, pero no se conocen. Hay algo de esta verdad en la vida de
aquel que ha madurado a lo largo de un considerable periodo de
tiempo. Está en el mundo, pero para éste es un extraño. Es como
si viviera en algún otro lugar.
119
No obstante, no pienses que está más allá del sufrimiento.
Para nada. Probablemente experimentará un mayor sufrimiento
que otros. Su relación con ese sufrimiento será bastante diferen-
te. Habrá dolor, habrá sufrimiento en la carne, y la cruz aún es-
tará ahí. Empero, habrá gran gozo en el espíritu. Ese gozo no
evitará el sufrimiento. Sencillamente allí hay un gozo sereno en
medio del sufrimiento.
La pregunta ya no es, “¿Proviene esto de Dios?” Para tal
alma todas las cosas (excepto el pecado) son de Dios.
Los elementos de la habitación no son nada por sí mismos.
Pero si se saca todo el mobiliario de la habitación, lo que enton-
ces vería el observador no sería más que la propia habitación.
Ahora mira a tu Dios de igual manera. Todas las criaturas en el
cielo y en la tierra parecen desaparecer y esfumarse. Sí, ahí es-
tán, es verdad. Pero están separadas del creyente. Y no son
Dios. Ni tampoco son parte alguna de Dios Mismo. Pero cuando
el creyente le busca, aunque las personas están presentes y las
circunstancias están presentes, no ve el mobiliario, sino la habi-
tación. A todo lugar al que mire el creyente sencillamente ve a
su Señor. Su mano y las circustancias que vienen de Su mano
parecen fundirse en uno. Él ha quitado el mobiliario de la vida
de éste, o al menos ha hecho que deje de tener importancia para
él.
Según va andando este creyente en un continuo estado de
vaciarse a sí mismo, entonces su propia experiencia se vuelve la
experiencia de su Señor. Los problemas, las pruebas, la con-
ciencia de su propia identidad y el sufrimiento parecen desapa-
recer en Dios. Separar las cosas buenas de las cosas malas que
le están ocurriendo es sencillamente irrelevante. Esto es algo
120
que no hará. Ha llegado al punto de descansar en las circunstan-
cias de la vida porque ha visto a Dios en todas esas circunstan-
cias.
Si todo el mundo se levanta contra tal y le dice que está
equivocado, habrá una paz serena dentro de él que testifica lo
contrario. Ahora eso podría ocasionar que otros le vieran como
alguien cabezota y obstinado, pero no está siendo obstinado. La
verdad radica aquí: ya no se preocupa más de sí mismo y de su
reputación.
Pero, ¿qué es exactamente este estado de abandono? Un lu-
gar donde uno solamente ve a Dios. Está perdido en Dios junto
a Jesucristo. Así es como lo expresó Pablo. Se había hecho uno
con el Señor, al igual que el río se ha hecho uno con el mar. El
río fluye y refluye con el mar, pues el río ya no puede escoger.
El río no tiene fuerza para luchar contra el mar. Su voluntad y la
voluntad del mar se han unido.
El inabarcable mar ha absorbido al río y a sus abarcables
aguas. Ahora el río comparte de todo lo que tiene el mar. El mar
desplaza al río; el río no puede desplazarse a sí mismo. El río se
ha hecho uno con el mar. No, el río no tiene todas las cualidades
del mar, pero está en el mar.
Esto no quiere decir que este creyente ha perdido su perso-
nalidad individual. No, ¡nunca! Simplemente quiere decir que
está unido con su Señor. Sí, aún puede estar separado de su Se-
ñor, pero eso sería algo difícil de hacer a menos que fuera Dios
quien así lo escogiera.
121
Antes hablamos de libertad. La libertad hecha por el hom-
bre se marcha, pero la libertad hallada en Dios solamente perse-
vera. Dios es libre. Su libertad no está limitada, ni está confina-
confinada en modo alguno. Este creyente se ha vuelto tan libre
que apenas está atado a esta tierra. ¡Es libre aun de no hacer na-
da! Y prácticamente no hay condición a la que este creyente no
se pueda adaptar.
¡Qué puede uno tener cuando se encuentra aquí! Ya ha ex-
perimentado la pérdida de todo y ya ha experimentado la muer-
te. Pablo lo resumió:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? Estamos confia-
dos en que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni
potestades nos podrán separar del Amor de Dios.” (Romanos
35:39 ; versión que Guyón usaba)
¿Has experimentado alguna vez un sentir de confianza ha-
cia algo? Podrás hacer memoria de que toda duda estaba exclui-
da. Entonces, pequeñuelo, ¿dónde está ahora tu confianza? ¿No
puedes plantar tu confianza en la infalibilidad de Dios Mismo?
Las cartas de Pablo describían todo el proceso del viaje es-
piritual interno de uno mismo. El comienzo del viaje, el progre-
so del viaje, y el fin del viaje. El mundo no entiende estas cosas.
Pero el creyente, aquel que ha empezado ha experimentar estas
cosas, empieza a entenderlas. Si eres alguien a quien le cuesta
mucho entregarlo todo a Dios... ¡ojalá experimentases un instan-
te de esta profunda vida interior en Dios! Descubrirás que la
senda que conduce allí es en extremo difícil. Pero un día en este
lugar de descanso vale por años de sufrimientos.
122
¿Y cómo puede guiarte tu Dios a este lugar? Cualesquiera
que sean Sus caminos, serán casi todo lo contrario a lo que te
imaginabas. Como ves, tu Señor edifica echando abajo, y da vi-
da llevándosela1*.
Ni el espacio ni el tiempo importa cuando vislumbras la es-
fera eterna. Todo lo que te rodea es como debería ser; todos los
lugares son buenos. Si Dios hubiese de guiar a éste a las más
remotas partes de la tierra, sería como si estuviese en el patio de
su propia casa. Cuando el creyente ha experimentado la plenitud
para la cual fue creado, en realidad ya no hay nada más que
buscar. Todo es Dios y todo lo demás es echado a un lado.
Tu vida de oración es Dios Mismo. Él es esta “oración”
dentro de ti, incesante e ininterrumpida. Y en cuanto a sentir la
presencia de Dios, es un sentir tan profundo que es como si no
hubiera ningún sentir en absoluto. En lo profundo de ti, no obs-
tante, habrá una constancia de espíritu. El sentir de Su presencia
o la falta del sentir de Su presencia ahora es irrelevante para tu
vida.
1 “Él destruye para poder edificar; pues cuando está a punto de
poner los cimientos de Su sagrado templo en nosotros, primero arra-
sa por completo ese vano y pomposo edificio que las artes y esfuer-
zos humanos han erigido, y de sus horribles ruinas una nueva
estructura es formada, sólo por su poder.” (Biografía de Madame
Guyón, Editorial Círculo Santo).
123
Sea que vivas o que mueras, para el Señor es. Nunca estés
preocupado de si vives en la tierra o te vas a estar con tu Señor.
Déjate a ti mismo ser transformado en la imagen de Aquel que
tú más amas.
_____________
* (Viene de página anterior)“Él destruye para poder edificar;
pues cuando está a punto de poner los cimientos de Su sagrado tem-
plo en nosotros, primero arrasa por completo ese vano y pomposo
edificio que las artes y esfuerzos humanos han erigido, y de sus ho-
rribles ruinas una nueva estructura es formada, sólo por su poder.”
(Biografía de Madame Guyón, Editorial Círculo Santo).
124
17
No hagas nada. Quédate en calma. Sigue, sin resistencia, la
señal que Dios imprime sobre ti. Procura acordarte de que, co-
mo no eres perfecto, seguro que cometerás errores. Incluso
cuando comienzas a regresar de nuevo a tu espíritu, y allí
aprendes a ser guiado por Dios, no eres infalible. Así que ten
cuidado (y humíllate ante Dios) para que no hayas de desviarte.
Aparta de ti toda reflexión, pues verás que te resulta difícil
razonar cómo Dios te guía. Si te has empeñado en perseguir a la
razón, puedes llegar a ser todo un experto en ello, y puedes lle-
gar a convencerte a ti mismo de seguir tu propio camino. O
peor, razonarás que estás siguiendo a Dios.
Si te vuelves hacia ti mismo y pones toda tu confianza en ti
mismo, experimentarás el infierno que le acaeció a Lucifer. Se
amó a sí mismo y se convirtió en un demonio. Si una vez viste
la gloria de Dios, entonces apartarse de Él es algo tanto más te-
rrible. No te enamores de ti mismo, sino ama a Dios.
125
Dios te transforma un poco cada vez. Hace que tu espíritu
se ensanche de continuo. No es de extrañar que David dijera:
“¡Dios, cuán grande es tu bondad, que tú has guardado para
los que te temen y te aman!” (Salmos 31:19)
Aunque David había llegado a conocer su propia pecamino-
sidad, había llegado también a conocer aún más la increíble gra-
cia de Dios. Vosotros, los que llegáis a un lugar así, también
sois aquellos que con sumo gozo dan sus vidas para glorificar a
Dios. Nuestro único deseo es ver a Dios glorificado. Esto es
porque Dios ha transformado vuestra naturaleza, y habéis llega-
do a compartir con Él Sus inquietudes.
128
Nota:
Los capítulos de este libro corresponden a los capítu-
los del Libro de Éxodo del que Madame Guyón nos ofrece
el comentario de todos sus capítulos, excepto en siete de
ellos, en concreto: 21,22,30,37,38 y 39.
Esta edición está dedicada a todos los buscadores del oro celestial
La versión bíblica usada en esta traducción corresponde a la versión RVA 1960, utilizada sin el permi-
so de Sociadades Bíblicas Unidas, y a mucha honra y gloria de Dios
Primera impresión, junio 1999
Círculo Santo
Madrid
130
RECONOCIMIENTOS
Este libro —Éxodo— ha estado durante 100 años fue-
ra de imprenta, apareciendo en inglés en sólo una ocasión,
justo antes del comienzo del siglo veinte. En vez de volver
a imprimir aquella vieja edición, nos hemos decidido a
modernizar el comentario de Madame Guyon sobre el libro
del Éxodo y sacar a la luz una nueva edición en un español
claro y moderno. La dolorosa tarea fue llevada a cabo por
Ann Witkower, en California. Todos los que disfrutamos
de este “nuevo” libro le debemos mucho.
132
1
A lo largo de la historia de la iglesia, Dios te ha ofrecido
muchos ejemplos de individuos que han vivido sus vidas abando-
nadas a Él. Pero también te ha dado un ejemplo de todo un pueblo,
una nación, de tal manera que todas las generaciones por venir
puedan tener un ejemplo visible de cómo andar por esa misma
senda de abandono. En cuanto a ti, caso de que seas llamado a este
caminar del interior, debes saber que has de caminar a través de
esta misma cautividad y pasar por todos los reveses que este pue-
blo experimentó.
¿Había nación más próspera que este pueblo mientras José
vivía? Todo lo mejor del reino estaba en sus manos. Pero vemos
que esta nación fue llevada al cautiverio. ¿Es diferente un creyente
a Judá? No. Todo creyente que se atreve a caminar el camino espi-
ritual tendrá un gozó inefable; no obstante habrá otro favor que
Dios también te otorgará. Se ha comprometido a ello con todos
aquellos niños suyos que le son fieles:
Les hace pasar por cautiverio.
Jesucristo fue el primero en entrar en esta experiencia. Fue el
Jefe de todos los abandonados, pero no estuvo exento de esta cau-
tividad. Por lo tanto es imposible que tú estés exento. Acuérdate
siempre de que le plació salirse de todos los deleites que estaban
ocultos en el seno de su Padre, para hacerse el más cautivo de to-
dos los hombres.
Recuerda también, que hace ya tiempo los Patriarcas He-
breos siguieron la misma senda. Gozo, deleites... ¡y cautiverio!
133
Los primeros creyentes del nuevo pacto llegaron y siguieron el or-
den de los Patriarcas y de su modelo divino, Jesucristo.
Pero preguntarás, “¿por qué todos tenemos que pasar por es-
te camino? ¿Es para que todos lleguemos al punto de la infelici-
dad?” Claro que no. El gozo es una promesa en la tierra de
Abraham... una tierra que yace allí, más allá del cautiverio. ¿Qué
tierra es esa? Esa tierra es... ¡poseer a Dios ! Pero, ah, cuánto que-
da por hacer para poseer esa tierra. ¡Hay sufrimiento que conocer!
Mira a Faraón. Dios usó a este hombre para hacer que los
fieles Hebreos entraran en cautividad. Tampoco Faraón es el único
al que tu Señor emplea. ¡Faraón también tiene capataces! Juntos,
estos Egipcios sobrecogieron al pueblo de Dios con trabajo, pen-
sando que oprimirían a este pueblo y le impedirían hacerse grande
en número. (Ojo con demasaiada obra “cristiana”.)
Lo mismo es verdad hoy. A través de la historia se ha levan-
tado algún poder o autoridad que decide extinguir al camino inte-
rior. Se valen de persecución, de grande griterío, de denuncias y
de todo lo que está en su mano. Ah, pero es entonces cuando la vi-
da interior más se multiplica. ¿Y cuál es el resultado? Cuanto más
enseñan estos poderes en contra de un caminar así, y lo persiguen,
tantas más personas se unen a las filas de aquellos que persiguen
esta senda. Es la persecución la que establece e incrementa el nú-
mero de personas del camino interior.
Los poderes de las tinieblas se unen para sobrecogerte y para
aumentar tu carga más allá de lo sostenible. Pero cuanto más car-
gada está el alma, y mayor debilidad experimenta, tanto más se le-
vanta allí adentro, como una palmera, algo de Dios. Y esta vida se
multiplica por sí misma.
134
La más dura persecución que ha de sostener el pueblo de
Dios es ver sus vidas malgastadas trabajando para las cosas del
mundo, sabiendo todo el tiempo que están llamados para la mesa
de Dios. Ese tipo de creyentes sabe que el trabajo sobre esta tierra
no produce nada en absoluto. ¡Pero aquí están! Se han hecho to-
talmente terrenales, ellos mismos.
En este momento los enemigos de los discípulos del caminar
interno se mofan. Los Egipcios contemplaban a un pueblo de Dios
forzado a apartarse de las cosas que amaban, para ir a parar a cons-
truir ciudades para los Egipcios.
La persecución fue más allá del odio y de la esclavitud. Se-
guidamente los Egipcios trataron de destruir el nacimiento de estas
personas. Desafortunadamente, incluso en el mundo de lo que se
supone que es verdadera religión, los hombres —considerados
como iluminados— trabajan con ahínco para conseguir que el cris-
tiano principiante se aparte del camino interior. Se parecen a los
reyes. Son asignados por Dios para ser pastores de nuestras almas,
y se ponen en contra suya. Se oponen al creyente que hace cosas
que le llevarían a la mayor de las comuniones con Dios. Y esos lí-
deres religiosos que no condenan este caminar, tampoco lo autori-
zan. Al actuar así mantienen alejadas de la verdad y de la luz a
tantas personas —o más— como cuantioso es su número de feli-
greses. A los principiantes, muy necesitados de recibir esta luz, se
les impide acercarse a Jesucristo.
Hombres tan obstruccionistas no entran en el reino, ni dejan
que otros entren.
Por favor, date cuenta que es el “niño varón” al que Egipto
persigue. Esto alude al creyente valiente (sea ese creyente varón o
hembra), uno que está dispuesto a abandonarse. A medida que vi-
vas tu vida, observarás a hombres a tu alrededor que están bastante
135
dispuestos a permitir que aquellos que les rodean vivan en paz...
¡siempre y cuando esas personas vivan en un amor comprometido
con el Señor! De hecho líderes así disfrutan de la compañía de
personas así, y les gusta tenerles viviendo a su alrededor. Pero en
cuanto a aquellos que están totalmente entregados a Él, y a un ca-
minar interior, ¡esos Egipcios no quieren ver a estos prosperar! Es-
tarían más tranquilos si esas personas no existieran.
Los hombres no puden soportar un amor y un caminar así.
Pero a medida que se avecina la destrucción del pueblo de Dios,
algo esperanzador sucede. Se ha difundido la orden de erradicar un
amor hacia Dios, pero unos algunos de los que pertenecen al mun-
do Egipcio son llevados a este caminar celestial. Y entonces éstos
vuelcan sus energías en proteger el camino celestial. Él, o ella, ha
sido ganado por la acción de un corazón sencillo. En raras ocasio-
nes se puede llegar a ver esto en los más complejos, dotados y sa-
bios, en especial si también son religiosos.
Son las parteras sencillas quienes evitan la destrucción del
pueblo más especial de Dios.
Y esas sencillas parteras que protegieron a Sus niños “fueron
establecidas en sus casas.” Recompensa y premio son otorgados
por el Espíritu de Dios a aquellos que han protegido a los que Él
ha llamado.
La persecución no bastaba, la esclavitud no era suficiente; la
muerte fue el deseo último del enemigo de Dios. Faraón ha orde-
nado que todos los niños varones sean arrojados al río. Para aque-
llos que se atreven a ser Suyos por completo, estáte seguro que
estas personas son lanzadas al río, o bien expuestas a peligros ex-
tremos. ¿De dónde provienen estos peligros?
136
¡De las tentaciones! ¡De ser forzado a seguir el camino del
mundo! De la desconfianza y del miedo, introducidos entre el pue-
blo de Dios —y como resultado Sus más preciados seguidores son
esparcidos, o perecen.
A veces no queda más que la destrucción de la reputación de
uno mismo. Estos son peligros todos extremos. Tales “ríos” te
aguardan.
Según vaya transcurriendo tu vida en esta tierra, te darás
cuenta de que sólo el “niño varón” es tocado. Ningún otro es
desechado, ni perseguido, ni es amenazado con el río. Estas gentes
están seguras. ¡Su superficial caminar es garantía de que estarán
seguros! La persecución y la calumnia pocas veces son su porción.
Al contrario, algunas veces te encontrarás con que estos úl-
timos son elevados, con vistas a que otros sean aplastados.
138
2
¿Qué nos muestra el nacimiento y el rescate de Moisés?
¡Aquel que habría de guiar al pueblo de la Providencia nace
como niño de la Providencia! Puedes estar seguro de que un niño
que estuvo expuesto a la impetuosidad de duros caminos, un día se
levantará para ser un pastor del pueblo de Dios. El hecho de que su
madre le salvaguardara de la muerte es, naturalmente, una llamati-
va figura de Jesucristo. Debemos recordar que la natividad del Se-
ñor, como Salvador del mundo, sigue el ejemplo de Moisés.
Echemos una mirada a la madre de Moisés.
Confronta fuerzas de orden superior. Su intelecto dice “date
por vencida”, pero prefiere confiar solamente en Dios. Renuncia a
su niño y le expone a las aguas, sin saber si esas aguas serán mise-
ricordiosas o no. Es sólo en peligro extremo que puedes entender
el verdadero abandono; y es en esos momentos que Dios escoje,
casi siempre, mostrarte Su bondad y Su providencia. ¡Y es a veces
en el peligro extremo cuando manifiesta milagros hasta entonces
desconocidos!
Observa cómo arrojan a Moisés al río.¿Será arrastrado por
las corrientes? ¿Qué esperanza hay para este crío? ¿Muerte? ¿Un
entierro en las aguas? De cierto que la muerte parece inevitable. El
pequeño esquife en que se encuentra no es más que un ataúd en
vida. Sin embargo, es de este ataúd de muerte del que Dios le saca.
Aquí está un hombre que ha estado bajo la providencia de
Dios desde su cuna; una cuna que supuestamente iba a ser su tum-
ba. ¿Diremos que la cuna era su ataúd? ¿O diremos que el ataúd
139
era su cuna? Quizás lo segundo sea más cierto, pues —desde que
su vida vio la luz— tuvo que pasar a través de los extremos corre-
dores de la providencia de Dios, y vivir su vida en medio de los
peligros de la muerte.
Es interesante reseñar que en el instante mismo en el que
Moisés es puesto en las aguas, la hija del Faraón se acercó al río.
En los caminos de Dios, aquellos que nos condenan a muerte a ve-
ces son los que salvan nuestras vidas.
Sería poco usual en los caminos de Dios si un niño naciera
bajo los designios de la providencia divina y luego fuera abando-
nado. Pero esa providencia sobre su vida le seguiría todos los días
de su vida.
Puedes ver esta misma verdad en el hecho de que Faraón es-
coja a la propia madre de Moisés cómo niñera, ¡sin que Faraón se-
pa nada de su parentesco!
¡Qué Señor tenemos! ¿Entonces, por qué no confiar en Él?
Por favor, ahora date cuenta que Moisés crece en las cortes
de este mundo. Conoce el esplendor de la corte, conoce sus peli-
gros. Como hombre maduro debe elegir entre vivir en esta vida de
“Egipto”, o apartarse de ella. Externamente se parece a un Egip-
cio, y se le considera hijo de la Princesa. Pero en su corazón es
Hebreo. Hay más riqueza en este hombre de lo que aparenta, pues
los tesoros están escondidos por dentro.
Pablo dijo, “El verdadero judío no lo es externamente, sino
internamente. La verdadera circuncisión no es exterior, es la del
corazón, en espíritu, no en letra.”
140
Otra vez puedes ver aquí a Moisés como una figura de Cris-
to. Externamente sólo aparentaba ser un hombre, pero internamen-
te había algo del verdadero Dios. Jesucristo se parecía a los
pecadores, pero era el Santo de los Santos.
Aquí hay una lección: No somos juzgaos por la apariencia
exterior. Lo que sucede en lo profundo del hombre es lo que deci-
de su curso y su destino.
¿Pero, puede hallar un hombre que es príncipe en la corte del
Faraón una salida?
¡Vemos que Moisés pierde su lugar en la casa del Faraón!
¿Pero, por qué? ¿Cómo? En esencia es a causa de su corazón de
pastor. Está cuidando de uno que pertenece al propio pueblo del
Señor. Hay fidelidad en este hombre; hay un cuidar por el rebaño
de Dios. Ten cuidado. Una preocupación verdadera por el destino
del pueblo espiritual de Dios puede meterte en problemas. ¡Aun la
pérdida del derecho a voto!
Moisés es arrojado al desierto. Está fuera de Egipto, ¡pero
inmediatamente se encuentra en el desierto!
Una vez más la defensa de la verdad se ha visto secundada
por persecución a manos de los enemigos declarados. Esta no es
una excepción. Asimismo, ninguno que siga en pos de Él será una
excepción.
Ahora vemos que Moisés huye. Está participando de la vida
del creyente interior. Está siendo perseguido a causa de la rectitud
de su corazón. ¿Pero hay alguna otra razón aparte de esa? Ahora
Moisés se hace pastor de un pequeño rebaño en un desierto. Se nos
dice que este es el designio divino de Dios para Moisés. ¿Qué hace
Moisés allá en el desierto?
141
Abreva el rebaño.
Moisés no es pastor de un grupo en particular, es el pastor de
todo el rebaño. Ha defendido a las ovejas y ahora las apacenta.
Todos los pastores verdaderos que siguen el ejemplo de Jesucristo
son así. Dan de beber, defienden a aquellos que son del Señor... de
Sus enemigos. Se aseguran de que el agua está ahí, libre de beber-
se aunque su enemigo obstaculice el beber.
Hubieron pastores injustos allá en el desierto que trataban de
evitar que esas ovejas abrevasen. Pero el agua les es dada a beber
por Moisés, el pastor. Puedes esperar, si eres uno abandonado a Él,
que el Señor envíe un Moisés a tu vida para darte agua en el de-
sierto y para librarte de opresión y de pastores ignorantes que obs-
taculizarán a la oveja para que alcanze el agua.
Si los abandonados son fieles, no importa lo que hayan sufri-
do, poco a poco encontrarán agua.
Los abandonados descubrirán la fidelidad de Dios. Él envia-
rá a alguien que les intruirá en los caminos del Señor.
Te darás cuenta que las mujeres que fueron auxiliadas por
Moisés allá en el desierto volvieron a su padre para contarle lo que
les había acontecido. Ahí ves lo que cada uno de nosotros debe
hacer: esto es, regresar a nuestra fuente, nuestro Padre. El buen
Pastor nos ha dado agua pura y nos ha hecho avanzar hacia nuestro
Padre.
Es ahora cuando la voluntad de Dios se ve tan clara. El padre
de aquellos a quienes Moisés ayudó ha invitado a Moisés a su pro-
pia casa. Moisés encuentra allí la compañía de Séfora, alguien que
compartirá con Moisés su llamado y su fidelidad. Junto a él hará
una aportación a esa generación espiritual.
142
Aquí fue, en este lugar, donde Moisés halló cobijo hasta la
hora en que guiaría al pueblo de Dios. Ese es el propósito de todo
desierto verdadero.
Y ahora obtenemos una instropección en la persona de Séfo-
ra, en el nacimiento de su niño. Cuando dio a luz a un niño, Elie-
zer2, se volvió de inmediato al Señor y le alabó diciendo, “el Dios
de mi padre es mi protector y Él me ha librado de la mano del Fa-
raón.”
Cuando ves a uno de los niños de Dios atribuyéndolo todo a
la providencia de Dios ves algo del corazón de esa persona. La re-
producción, nuestros niños —nuestro todo— viene de Su mano.
Cuando andamos en ese conocimiento, dejamos entreveer una ver-
dadera visión en cuanto a Dios... mediante una fe viva, estamos re-
conociendo que Sus caminos son justos y que de Él recibimos
nuestro socorro.
Llegamos al cierre del capítulo dos con una poderosa escena
que nos enseña mucho.
Moisés en el desierto siendo levantado por Dios. Pero el
pueblo del Señor, allá en Egipto, ¡no lo sabe!
Faraón muere; puede que en este momento esperen una libe-
ración, pero no llega liberación alguna. Sus gemidos aumentan.
Están sobrecogidos y alzan sus llantos al cielo. Pero parece que el
Señor no escucha. ¿Es eso cierto? ¡Sí que oyó! Incluso en ese ins-
tante —invisible— Él está respondiendo. ¡Claro que se acordó de
Su pacto con Abraham! A su debido tiempo mostrará compasión
de ellos. Debes recordar que Dios tiene un pacto contigo y no im-
porta lo que te ocurra en esta tierra, Él no ha olvidado ese pacto.
2 La versión católica de las escrituras que Guyon utilizaba difería de la nuestra.
143
El pueblo de Dios en Egipto nos dice tres cosas: son perso-
nas de fe, de total sacrificio, y de perfecto abandono.
Abraham es el padre de la fe. Isaac fue el marcado por el sa-
crificio puro. Y Jacob, en su vejez, fue el perfecto abandono. Tú,
si has de caminar por el camino interior, caminarás en base a tres
cosas: primero, por medio de una fe que es ciega en cuanto a los
caminos de tu Dios, esto es, por una fe enclavada por completo en
Dios... a pesar de. ¿Qué queremos decir con una fe total? ¿Fe des-
nuda? Es una fe que no pide señal, y es una fe que no busca el
apoyo de la razón, de la lógica o de cualquier otra fuente que la
mente del hombre pueda permitirse.
¿Qué es un sacrificio total? ¿Un sacrificio puro? No sólo es
la entrega de todas las cosas que nos pertenecen y que están en no-
sotros, sino todo lo que somos. Lo entregas todo, en la medida en
que la gracia te ha permitido entregarlo todo.
¿Y qué es un abandono perfecto y completo? Es un estado de
una total expoliación a manos de Dios. Le decimos, “Señor, pue-
des hacer lo que sea dentro de mí, tu perfecta voluntad. Tu volun-
tad puede obrarse en mí.” Pero ten cuidado. Aquí estamos
hablando en su mayor parte de cosas internas: Dios obrando den-
tro de ti para traerte a la estatura plena... haciendo esta obra a tra-
vés del tiempo, y obrando incluso a través de la eternidad.
Acuérdate de eso. Puede que no haya rastro alguno, pero Él
es fiel. No ha olvidado. Está dispuesto a librar a esas personas que
están en cautividad, aquellos que están oprimidos. Y aquellos en el
desierto... que están en fe... en sacrificio... en abandono. ¡Por com-
pleto!
Aquí está la salida.
146
3
Llegamos ahora al capítulo tres de Éxodo. Moisés está cui-
dando las ovejas de su suegro. No lo sabe pero, en su experiencia
en el desierto, está a punto de ser llamado a la Montaña de Dios.
Moisés piensa que sólo está guardando un rebaño que el Se-
ñor le ha confiado. ¡No sabe que está siendo preparado para ser
pastor de todo el rebaño de Dios!
Moisés ve una llama de fuego emitiendo su fulgor desde una
zarza ardiente y la zarza ardiente no se consume. Lo que es más, el
Señor le habla desde este matojo de llamas. Sabemos que esta lla-
ma es el mismo amor de Dios. A pesar de la debilidad del creyen-
te, el amor tiene como destino final el interior del creyente.
Le plació a tu Señor darte a ti una gran porción de lo que Él
tiene ardiendo dentro de Él. Esto es lo que pasó con Moisés. Moi-
sés tenía un gran torrente de amor. La primera cualidad del pastor
es amor, pues debe arriesgar continuamente su propia vida por la
vida de la oveja.
La zarza arde ahora con fuego consumidor y sin embargo no
se consume. Hay un Dios que está lleno de un Amor que nunca se
apaga. Esta dirigiendose a un pastor. Está demostrando a ese pas-
tor el amor que el pastor ha de tener: un amor inigualable; un amor
que nunca se cansa y nunca se debilita.
Descubrirás que Moisés estaba consumido por un fuego in-
terno, inmitigable fuego de amor hacia el pueblo de Dios. Más tar-
de, cuando estaban a punto de ser escarmentados, fue su oración la
que tanto tocó al Dios viviente. Moisés clamó con puro, violento,
147
amor, “Señor perdónales. Si es necesario borrrar a alguien del li-
bro de la vida, entonces deja que sea yo.” (Éxodo 32)
Ahora ve Moisés esta zarza ardiente y se atreve a acercarse.
En ese momento el Señor le dice a Moisés que se quite el calzado
porque está sobre tierra santa. El Señor le está diciendo, “No te
acerques a un amor de esta pureza, de esta grandiosidad, y de este
parangón, hasta que tú mismo seas desposeído de cualquier otro
afecto.” Los pies de Moisés simbolizan otros afectos. Moisés ha de
venir desnudo a su Dios sin que ninguna otra cosa perteneciente al
mundo sea de su propiedad. Ya es esta suficiente preparación para
la tarea que está ante él; para cuidar de este pueblo con justicia y
equidad sólo hace falta amor. El terreno del amor es algo santo. Y
es a partir de este punto central que el pastor saldrá a juzgar con
justicia y santidad.
Ahora, por fin, el Señor le habla a Moisés acerca de librar al
pueblo de la mano de Egipto. ¡Aquí nos encontramos al Señor
mostrando a Moisés la salida de Egipto!
Primero dice el Señor, “Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac
y de Jacob. He visto a mi pueblo en Egipto. He visto su sufrimien-
to. He oído sus súplicas. Sé cuán severos son sus capataces. Y al
conocer sus tristezas, he descendido para libertarlos de Egipto, de
la opresión, ¡y de su hiperactividad! Tras muchas liberaciones, les
llevaré a buena tierra.”
Una vez más vemos a Dios decirle a Moisés, “Has brotado
de orígenes que estaban bajo mi control. Estás bajo mi soberanía.”
El Señor le anuncia a Moisés que Moisés va a ir al Faraón y va a
guiar al pueblo fuera de Egipto. Será Moisés quien les mostrará la
salida de Dios, y les guiará a una región de paz y descanso en
Dios.
148
Dios deja saber a Moisés que Él, el Dios viviente, ha cuidado
de este pueblo y ha conocido sus aflicciones. Moisés ahora sabe
que sus oraciones han sido escuchadas por Él.
El Señor le dice a Moisés que vaya a Faraón y libere al pue-
blo de Dios. Moisés, al oír esto, protesta de que sencillamente él
no puede hacer algo tan grande. El Señor responde, “Yo estaré
contigo.”
Moisés protesta, “No puedo hacer esto que me has pedido
que haga. Soy incapaz de hacerlo. El pueblo es muy grande, los
problemas son muy grandes y la senda muy larga. Después de to-
do, ¿has de esperar que un pueblo de ese número, una muchedum-
bre tal de personas, se abandone en ciego abandono a un Dios que
ni siquiera puede ver?” Lo que le parece en especial imposible a
Moisés es el pensamiento de sacar a este pueblo de su presente
dominación. Es difícil atraer almas y apartarlas de prácticas y mé-
todos a los que por tanto tiempo han estado acostumbrados... atre-
verse a invitarles a dejar estos hábitos, y esta seguridad, aunque
sea una esclavitud, ¡y salir andando al desierto! ¡Un desierto igno-
to! ¡El desierto de la fe!
Pero el Señor responde, “¡Estaré contigo, Moisés! ¡Seré yo el
que lleve a cabo esta gran obra!”
Moisés sigue con sus protestas. “¿Qué ocurrirá cuando vaya
ante el pueblo de Israel y les diga, ‘el Dios de vuestros padres me
ha enviado’? Me preguntarán, ‘¿Cómo se llama este Dios?’ ¿Qué
les diré entonces?”
Moisés está diciendo, “Si voy a esa gente y digo que he ve-
nido en nombre del Dios del pueblo de Israel, o del Dios de la fe, o
del Dios del sacrificio, ¡no sé muy bien cuál será su reacción! El
149
Señor no está ofendido con Moisés. Observa lo que le dice a Moi-
sés.
“¡YO SOY EL QUE SOY te ha enviado!” Esto es lo que
Moisés tiene que decir al pueblo de Dios. ¿Y qué significa esta pa-
labra? Quiere decir que Él es un Dios de libertad. Es libre de to-
do... pero nadie es libre de Él. Si sabes que tú mismo eres algo y
no has visto que Él es el “YO SOY”, entonces no eres apropiado
para ser uno del pueblo de Dios. Les está diciendo, “Yo soy la
verdad; Yo soy la verdad a tal grado que todo lo demás es nada.
Busco a un pueblo que es nada. Yo lo soy todo.”
El Señor espera que vean lo necesidad de poner a un lado sus
ideas, sus conductas, y después abandonarse a sí mismos a este
Aquel que se extiende de una eternidad a la otra; darse por com-
pleto a sí mismos al que abarca todas las cosas; salir de la tierra de
la industria del hombre; seguir el camino del abandono.
Si lo hacen, de seguro que se verán guiados derechos hacia
Él. Él será su salida.
Ahora el Señor le habla de nuevo a Moisés, “Dile a mi pue-
blo que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob te ha enviado a ellos.”
¡He aquí un consuelo! ¡Tu Dios era, y es, Señor de
Abraham! ¡Él es Dios de aquellos que han hallado la salida! El
Dios que te guía es el mismo Dios de los antiguos. Camina de
igual forma, y tiene las mismas espectativas.
Aquellos que hoy le siguen en abandono reciben la misma
garantía que Él dio a Abraham y que Él dio a Moisés. El lo llevará
todo a cabo por ti, igual que lo hizo por ellos.
150
Su ser es Su nombre. Su nombre es Su ser. Sin Él, nada exis-
te. Al igual que Su ser lo encierra y comprende todo, Su nombre
“YO SOY” lo expresa todo. Las criaturas son como si nada fuesen.
Necesitamos un nombre para distinguirnos unos de los otros,
pero Aquel que en verdad es todo lo que de real existe no tiene ne-
cesidad de tal distinción. El nombre YO SOY atiende a Dios. Él
no necesita nombre. Él es. ¡Él lo es todo!
Aquellos que se ven a sí mismos como si fueran algo le des-
pojan de Su nombre. Por lo tanto, Moisés está convencido de que
aquellos que siguen al Señor son aquellos que siguen su nombre.
Su pueblo obedecerá Su voz sólo ante ese nombre. Tú y yo tene-
mos al Dios eterno dentro de nosotros. Dentro de ti está la misma
voz de aquel que es YO SOY.
Ahora el Señor le da a Moisés instrucciones muy prácticas.
Ha de reunir a los ancianos de Israel e ir ante el Rey de Egipto y
decirle a Faraón que su Dios —el Dios de los Hebreos— les ha di-
cho que salgan al desierto por tres días y alzar allí un sacrificio al
Dios viviente.
¿Un pueblo diciéndole al rey que se marchan? ¿Y adónde
van? ¡A un desierto! El desierto de la fe desnuda. ¿Y qué harán
una vez que salgan al desierto? Ofrecerán un sacrificio puro.
El capítulo concluye con una afirmación muy poco corriente
y maravillosa. “No abandonaréis Egipto con las manos vacías.
Despojaréis a lo misma tierra que os ha retenido en cautividad.”
El Señor no se contenta con darte libertad, te enriquecerá con
el botín, incluso con el vigor y la fortaleza de aquellos que evita-
ban que entrases en esta senda pura. Según vayas saliendo, bajo la
poderosa mano de Dios, verás que te has asido a fuerzas que no
151
son tuyas. ¡Tu salida se convertirá en una fuerza jamás conocida!
Proporcionalmente, aquellos que te ven marchar perderán fuerza.
“Al que tiene le será dado, y al que no tiene aun lo que tiene
le será quitado."
152
4
A Moisés le está costando mucho llegar al punto de tener la
fe suficiente como para obedecer a Dios. Pide una señal. Es una
gran ofensa depender más de una señal que de lo que Dios dice —
especialmente para alguien tan avanzado. Abraham, con una sola
palabra de Dios, estuvo dispuesto a llegar al punto del filicidio.
¿Ves lo que pide Dios? “¿Qué tienes en la mano?” Moisés no
tenía nada en la mano. Únicamente una vara. ¡Nada! Deja Egipto
sólo con lo que tengas, aunque no sea más que un palo. Él provee-
rá el resto.
Pero siquiera un milagro no asegura a Moisés. ¿Qué es lo
que pasa aquí? Entraña una dificultad acostumbrarse a cosas que
pertenecen a otras esferas cuando uno aún está en esta.
Hasta ahora la duda de Moisés ha sido algo más o menos pu-
ro. En este momento se mueve hacia el terreno de las excusas: “No
puedo hablar.” Es característico del hablar de Dios absorber el
nuestro.
El Señor recuerda a Moisés quién creó su boca, ¡y quién la
creó igual a la Suya! Está introducciendo a Moisés en un entendi-
miento más alto de su soberanía. ¿Podía un Dios que creó su boca
pedirle que hablara si no podía? ¡Abandonar Egipto y el desierto
no es suficiente si el Señor que te creó dice lo contrario!
El Señor hace saber a Moisés que la habilidad para hablar de
cosas espirituales no reside en lo natural, sino en lo divino. El Se-
ñor hablará por Moisés. ¿Y qué pide Él de ti? Sea lo que sea, resi-
de en lo espiritual, y no en tu habilidad.
153
“Estaré en tu boca.” Alguien que es enviado (una persona
apostólica) tiene esta ventaja: Dios habla por su boca. Estando
abandonado a Él en todas las cosas, no se ve falto de esta peculiar
necesidad.
Moisés quiere liberación. Pero su propio deseo en este punto
es un obstáculo. Está aconsejando a Dios cómo llevar la carga de
Moisés. Todo deseo, aun santo y justo, debería ser borrado de
cualquier alma aniquilada. Ese alma no debería desear nada más
que la voluntad de Dios. A su tiempo, Él mismo hace que la carga
quedé atrás. La marca de la aniquilación es una impotencia para
querer o desear cosa alguna. El Señor se enojó contra él por salir
del estado de muerte total y empezar así a desear cosas.
Hasta ahora las palabras de Moisés se habían pronunciado en
ese estado de muerte. Que espantoso es desviarse de ese estado de
abandono. Moisés ganó una boca humana. Aarón.
No obstante, el Señor prometió a Moisés, que todavía está
madurando, que estará con él.
Él alude ahora a Israel como a “mi primogénito”. Esto mues-
tra el favor de Dios hacia aquellos que le prefieren a Él. Incluso
Séfora, la esposa de Moisés, entra en escena. Ella le llama “esposo
de sangre” mientras realiza la circuncisión.
Séfora no entiende la cruz... ni desea unirse a la cruz y hacer-
se uno con ella, para así participar de Su sufrimiento. Deja a Moi-
sés ante el primer indicio claro de la cruz en Su3 vida... sin saber
que la cruz es principio de descanso.
3 “Su”, con mayúsculas. La cruz de Él es la cruz de Moisés. La cruz de Moisés es la
cruz de Él.
154
El capítulo finaliza cuando Israel recibe la palabra de libera-
ción de su Dios. ¡Y creen! Moisés no tiene problemas en hacer sa-
ber la palabra de Dios. Israel entró en Su palabra.
Aquellos que estudian la Escritura para conocer a su Dios se
olvidan de que Él está en su más profundo interior; los intelectua-
les, esos que viajan los infinitos corredores de la razón, no le ha-
llan... pues Él no está ahí. Y esos que buscan señales, ellos no se
entregan inmediatamente, sino que sólo se rinden con el uso de la
fuerza. Pero aquellos que creen, siguen en pos, y aman...hallan.
155
5
Moisés se presenta ante el Faraón y le dice lo que Dios ha
dicho, que Israel desea irse y hacer un sacrificio al Señor. Faraón
nos ofrece una amplia y profunda visión de sí mismo. No conoce
al Señor, dice él —lo cual es muy cierto, pues sólo los simples de
corazón le conocen—, y no sabe como obedecerle.
Faraón dice que el pueblo desea marchar y hacer sacrificio a
su Señor porque no tienen otra cosa que hacer. Están demasiado
ociosos, dice él. Sin nada que hacer, por tanto, desean hacer sacri-
ficio a su Dios.
Aquí está la típica actitud de aquellos que acusan al creyente
interior de holgazanear. Algunas veces esta acusación proviene del
mundo —de los Faraones— y a veces proviene de guías espiritua-
les, no entendiendo que éste ha dejado su vida a un lado por la
oración y pora contemplar al Señor, y que ha llegado un punto en
su vida de sacrificar por completo su vida al Señor. El guía con
falta de conocimiento dice que esta persona está ociosa. No obs-
tante, el Señor sabe cómo cuidar de lo Suyo, y traer a aquellos que
desean vivir dicha vida a un lugar secreto, donde no pueden ser
molestados por los hombres.
La solución del Faraón, naturalmente, es darles más trabajo
que hacer, para hacerles más externos. Faraón no es el único que
lo hace. A menudo los ministros del Evangelio sobrecargan al
pueblo de Dios con toda clase de cosas externas, nunca guiándoles
a lo interno.
Este capítulo aun nos dice con mayor claridad que cuando el
pueblo de Dios fracasa al hacer cosas externas, son reprendidos, e
156
incluso golpeados. Y aunque puede que los hombres no sean gol-
peados con palos en nuestros días, no obstante se les dice que han
de sentirse culpables por no realizar servicios externos para el Se-
ñor. Este es un Evangelio y una forma de entender el Evangelio to-
talmente superficial, y que no nos muestra cuánta importancia le
da el Señor a aquellos que son amigos de Dios a través del camino
de lo interior.
Se espera de ellos que trabajen al mismo nivel, e incluso con
menos material. Ni siquiera disponen de paja con la que volver a
construir. Cuanto más tratan de hacer cosas externas, tanto menos
son capaces de hacerlas. No hay descanso, y no hay fruto. Muy tí-
pico del que trata de vivir en las cosas exteriores.
En este punto del relato nos encontramos con que el pueblo
está frustrado, y se acuerdan de que antes de que Moisés y Aarón
llegaran a escena, aunque la crueldad era grande, no era tan grande
como ahora; ahora son obligados a desriñonarse sólo porque ha-
bían pedido permiso para salir y sacrificar a su Dios.
Moisés acude al Señor con una pesquisa: “¿Por qué, Señor,
me has enviado a hacer esto, cuando lo único que ha conseguido es
traer aflicción sobre tu pueblo?” Desde que se presentó ante el Fa-
raón, la angustia del pueblo se ha incrementado, y la liberación pa-
rece estar más lejos que nunca.
Aunque Moisés está frustrado en esta oración, vemos que es
un hombre de corazón compasivo, de corazón compasivo y un
verdadero pastor, que se preocupa del pueblo de Dios. Implora y
exhorta al Señor que libere al pueblo de la tiranía.
Cuando llega el momento en nuestras vidas de buscar al Se-
ñor, cuando buscamos salir del terreno del Faraón, es entonces, y
sólo entonces, cuando empezamos a hacer retroceder los horizon-
157
tes de lo que es Dios en realidad. Nunca es lo que imaginábamos
que era. El Señor ha prometido librar a Su pueblo y sacarlos fuera.
Todo el mundo pensó, naturalmente, que Dios hablaba de algo que
ocurriría de forma inmediata. Moisés no sabe lo que espera por de-
lante, ni tampoco el pueblo de Dios. Oh, cuánto más pobres sería-
mos hoy si todos los obstáculos interpuestos en el camino de Israel
hubieran sido milagrosamente removidos. Cuánto aprendemos de
Dios cuando Él espera. Cuánto aprendió Israel de su Señor los días
que siguieron. Cuánto aprendemos todos nosotros en cuanto a lo
que significa salir.
Permanecemos en mayor temor y temblor cuando nos damos
cuenta de que cientos de miles fueron librados por medio de la
inusual providencia de Dios, y sin embargo de todos aquellos cien-
tos de miles que fueron librados de Egipto, sólo dos entraron en la
Tierra Prometida. ¿Quién puede entender los caminos de Dios?
(Esto sabemos, es mejor estar en el desierto, aunque uno no llegue
más allá, que vivir en Egipto.) Es bueno y precioso que Sus cami-
nos estén ocultos a la criatura, incluso hasta el instante mismo de
manifestarse en hechos y realidades. Y Sus caminos siempre se
manifiestan en el mejor momento posible —pero siempre en el
momento que sólo Él escoge.
159
6
Cuán alentador nos es escuchar la réplica de Dios a Moisés.
Vemos la debilidad de la criatura y la grandeza del Creador. En
primer lugar el Señor le dice sencillamente a Moisés que esté en
paz, que habrá de contemplar lo que Dios hará. ¡Qué simpleza!
Entonces el Señor declara simplemente quién es Él: el Dios
de Abraham, Isaac, y Jacob, el Dios que ha prometido una tierra a
Su pueblo. Le hace recordar a Moisés acerca de la fe, del sacrifi-
cio, del abandono. Le recuerda a Moisés que Su nombre es Ado-
nai. Arenga a Moisés para que confíe en Su mano soberana y los
caminos que Él Mismo escoge. Aprenderán más de esto —del ser
mismo de Dios— a medida que reconozcan más su debilidad y su
propia nada.
El Señor está a punto de revelarse a Sí Mismo y de ampliar
en gran medida la visión que Moisés tiene acerca Dios, y el propio
pueblo conocerá muchísimo más de su Señor. No sólo eso, sino
que el Señor está proveyendo unos cimientos para nosotros, pues
nos está dando a Moisés y al pueblo de Israel como una imagen
perfecta en la que mostrarnos cómo es Jesucristo. A medida que el
pueblo de Israel en Egipto acepta más su vacío, entrarán en una
perfecta adoración de la soberanía de este santo Ser.
Estos sencillos esclavos y un pastor del desierto llamado
Moisés verán más del poder Dios del que vieron Abraham, Isaac y
Jacob, simplemente porque “Yo lo he prometido.”
Las instrucciones de Dios para Moisés son bastante treme-
bundas. Le dice a Moisés que vuelva y le diga al pueblo lo que ya
160
antes les había dicho, que “Yo el Señor libraré a mi pueblo de las
cadenas de los Egipcios con mano fuerte.”
El Señor ha oído sus gemidos; ha visto su predisposición pa-
ra entregar sus vidas a Sus pies. Él sabe que extenderá Su mano y
les librará, y lo hará por medios extraordinarios.
Más aún, les promete que sabrán... no por conocimientos,
sino por experiencia... que ellos le pertenecen. El Señor siempre
les dice a las almas abandonadas que hará de ellas un pueblo muy
particular, y que será su Dios de una manera muy particular, y que
sabrán por experiencia que Él es su Dios. Aquí hay una promesa
apartada sólo para aquellos que conocen el abandono y que se en-
tregan a Él sin reservas. Él nunca se deja conquistar por los dota-
dos. Mas se entrega a Sí Mismo en exceso a quien quiera que se
rinde perfectamente a Él.
Entonces Moisés se vuelve y le dice al pueblo lo que el Se-
ñor ha dicho. En esta ocasión se encuentran en tal angustia de es-
píritu y tanto trabajo externo que no escuchan las palabras de
Moisés. Y así es con el mensaje de la vida interior. Hay muchos
que responden al escucharlo por primera vez; pero después, cuan-
do el sufrimiento ha llegado y la dulzura y los milagros adjuntos
quedan atrás, encuentran muy duro seguir la senda donde sólo se
atisba una cruz. Esta es una infidelidad que cometen a menudo las
personas que empiezan por primera vez a seguir a su Señor hacia
el desierto.
Ahora Moisés se vuelve al Señor y le dice al Señor que el
pueblo de Dios no está escuchando. Si Israel no obedece y no res-
ponde, dice, seguro que entonces no tendrá ninguna posibilidad
cuando se presente ante Faraón. Si el justo no oye, en verdad el
impío no lo hará.
162
7
Al inicio del Capítulo 7, el Señor confirma a Moisés dicién-
dole, “Cuando estés delante de Faraón y te mire, te verá a seme-
janza de un dios, y verá a Aarón como un profeta de ese dios.”
Pueden ser maldecidos, pueden ser la escoria del mundo, no
obstante aquellos que andan por el camino interior son observados
por el mundo con admiración y respeto. De alguna manera el
mundo sabe que estos aniquilados están hablando las mismísimas
palabras de Dios y articulando, a favor de otros, las palabras pro-
nunciadas por Dios Mismo a través de vasijas vacías.
Hay otra afimación muy interesante en este capítulo, que en-
contramos en el versículo 12. Los hechiceros observan cómo la
vara de Moisés se convierte en una serpiente. Ellos también son
capaces de convertir sus varas en serpientes. Los hombres malig-
nos pueden falsificar las cosas espirituales: la doctrina —y cual-
quier otra cosa, parece ser—, al menos a primera vista. Pero al
igual que la vara de Moisés, convertida en serpiente, fue capaz de
comerse el fraude realizado por los hechiceros, aquellas cosas que
son del Espíritu de Dios absorben todo lo restante y distinguen lo
falso de la verdad. En breve la verdad deglute espiritualmente la
falsificación.
163
8
Según leemos el versículo 17 de este capítulo vemos que Aa-
rón golpea el polvo de la tierra y lo convierte en piojos. Los hechi-
ceros no pueden hacerlo; por tanto declaran, “¡En verdad dedo de
Dios es éste!” y aunque los hechiceros creen, no obstante el cora-
zón de Faraón sigue endurecido. Asimismo es cierto que todas las
maravillas que Dios trae a beneficio del creyente interior única-
mente sirven para endurecer los corazones de sus enemigos. Esto
parece imposible, pero a diario se ve que es verdad. A veces el
más malvado se ve obligado a confesar que es el dedo de Dios, y
puedes estar seguro de que hay otros en ese mismo sitio, presen-
ciando y oyendo los mismos milagros, cuyos corazones sólo se
ven afectados por el hecho de volverse más duros que nunca.
En el versículo 23, el Señor declara que pondrá “redención
entre mi pueblo y el tuyo.”
¡Cuán cierto! Dios separa a Su pueblo de aquellos que no es-
tán dispuestos a ser Suyos. Y mientras los perseguidores experi-
mentan la agonía de despiojarse de su vanidad y malicia, y ven que
no hay descanso en esta interminable tarea, el alma afortunada que
de forma secreta pertenece a Dios mora contenta en un lugar de
paz.
164
10
En el Capítulo 10 nos hallamos ante la prodigiosa narración
del oscurecimiento de los reinos celestes, y todo Egipto siendo
lleno de tinieblas. Y no obstante parece que hay luz en el lugar
donde el pueblo de Dios mora.
Todos los que pretenden estar en la luz, como los Egipcios,
pero caminan en tinieblas, se encuentran que cuanto más preten-
den estar en la luz, más ignorantes son.
Cuando uno está unido al Señor sólo mediante la fe, habita
en luz. Nada puede mitigar esta luz. Siempre es un día perfecto.
Incluso cuando uno parece haber perdido toda luz, es iluminado
por lo divino. Este no es un tema que se entienda facilmente, pero
puede juzgarse por aquellos que están experimentados en ello. Lo
que absorbes de Dios para tu sustento siempre es verdadero, por-
que Dios Mismo es verdad. Aquello que se obtiene del manantial
del hombre, que siempre está basado en nuestros sentidos externos
o nuestro razonamiento y nuestra lógica, yerra a menudo. El hom-
bre, después de todo, no es otra cosa que vanidad y mentiras. Por
tanto, el camino infalible para entrar en la verdad pasa por morir y
vivir. Y esa verdad consiste en encomendarse solamente a Dios en
todas las cosas, y creer en todas las cosas como se ven desde los
ojos de Dios.
165
11
En el Capítulo 11, versículo 5, los Egipcios que mueren son
los primogénitos. Un primogénito Egipcio es un símbolo del peca-
do y de los pecadores, pues lo que es pecado sólo puede dar lugar
al pecador. Los primogénitos de Dios siempre son las almas inte-
riores, sin importar cuál es su orden de nacimiento o su sexo.
El Egipcio siempre quiere destruir a los que son interiores
porque el Egipcio es exterior. Pero Dios, como permanece al lado
de aquellos de lo interior, humilla al pecador; y mata el pecado. Es
el ángel ministrador de Dios quien, utilizando el poder de Dios,
hace morir a los primogénitos del mundo.
Piensa en ello cuando te des cuenta de lo estimados que son
los primogénitos del mundo; ellos confían en cosas vanas, mien-
tras que los primogénitos de Dios sólo están seguros bajo Su pro-
tección. Los primogénitos de Egipto en verdad que están seguros
ante la vara de medir de los hombres; sin embargo los primogéni-
tos de Dios son maltratados por hombres crueles, sólo para que
puedan recibir una corona.
Los primogénitos de Dios nunca son golpeados a causa de
Su ira, sino que sólo son golpeados en Su misericordia. Es el
Egipcio el que es golpeado con ira.
166
12
En este capítulo vemos que cada familia lleva un cordero a
su casa, un cordero sin mancha.
Los creyentes interiores sólo pueden distinguirse por la señal
de Dios, y esta señal es la sangre del Cordero. Están marcados con
esta señal. ¿Y qué queremos decir con esto? No teniendo mérito
alguno por su cuenta, todo lo poseen en Cristo Jesús. Es en Su
sangre, y por Su sangre, que son guardados. Es esta sangre la que
hace que cada uno de ellos crea en contra de la esperanza. Deses-
peran de sí mismos, y esto les empuja felizmente a poner plena
confianza en Dios.
Este cordero es sin mancha, porque nunca hubo pecado al-
guno en Jesucristo, y es Su justicia la que arrasa por completo
nuestra injusticia.
Después de que Su pueblo ha comido del cordero, toman su
sangre y la ponen en el dintel. Asan al fuego este cordero y lo co-
men la noche antes de marchar, junto al pan sin levadura y las
hierbas amargas. Estos son los preparativos para dejar Egipto.
Aquí está una parte de la salida.
La salida exige que no sólo estés lavado y marcado con la
sangre del Cordero; también es necesario que seas partícipe de Su
carne. Es al consumir a Cristo dentro de ti que creces y das fruto.
Aquí está la fuerza necesaria para ti con la que poder dejar Egipto
atrás y adentrarte en el temible desierto de la fe desnuda.
Y aunque hallarás libertad allá afuera en ese desierto, y mu-
chas dulzuras celestiales que te sostendrán a lo largo de un duro
167
peregrinaje, no obstante ese desierto es un lugar mucho más difícil
de soportar que tu primera cautividad.
Ya ves, el amor hacia el yo antes prefiere estar sobrecargado
de trabajo, actividad y aun haciendo ladrillos, que estar libre y
empleado en la posesión de reinos celestiales (la Tierra Prometida,
y el propio Señor). El hecho de ser cautivado por las cosas que
comportan la conquista del reino celestial, asesta un duro golpe a
la mismísima naturaleza de la vida del yo porque —aunque sea la
única razón— en este tipo de trabajo no hay resultados visibles.
Un amor hacia el yo gusta de ver lo que ha conseguido llevar a ca-
bo, y de una forma exterior evaluable.
Las hierbas amargas nos traen a la memoria cosas pasadas
que fueron amargas, y también nos hacen recordar las cosas que
deben hacerse morir dentro de nosotros a medida que nos muda-
mos al desierto de la fe. Cuando entras en el desierto de la fe, pa-
sarás por muchas mortificaciones.
El pan sin levadura se hace con pocos preparativos. Aceite y
harina horneados; no se añade nada más. Esta es la vida sencilla, el
estado sencillo del creyente. A partir de ahora dispondrá de ali-
mento sencillo. No existe una elaborada preparación para este ali-
mento. No hay nada en él que esté corrupto, y tampoco tiene nada
que sea dulce y exquisito. Por delante espera un sustento sencillo,
el sencillo sustento del Señor Jesús —no elaborado, como la ma-
yoría de los hombres participan de Él en sus rituales religiosos.
En cuanto a la carne del cordero, fíjate en que está hecha al
fuego y está asada. No se hierve, ni se fríe, sino que se asa —el ti-
po de elaboración más alta para esta clase de comida. Cuando con-
sumes a Cristo de esta forma, el fuego del Señor viene a ti. Hay un
fuego de amor; somos incendiados al ser partícipes, y al comer, de
este Cordero, el cual es sin mancha.
168
Ahora se le dice al pueblo del Señor que han de comerse el
cordero al completo, y si queda algo cuando llegue la mañana debe
ser quemado con fuego. Es obvio que en esta fiesta judía estamos
viendo una imagen de la venida del Señor Jesucristo, ofreciéndose
a Sí Mismo como alimento nuestro.
Pero hay algo más aquí, y es un recordatorio de que nuestro
sacrificio, asimismo, ha de ser puro, como lo fue el Suyo. El alma
debe ser consumida en Dios allí afuera... en el desierto de la fe.
El sacrificio debe ser completo; no puede haber reserva al-
guna, no se retiene nada. Es una ofrenda en el fuego, un holocaus-
to que es totalmente quemado; no queda nada. Todo debe ser
consumido y devorado: la cabeza, los pies, las partes internas, las
profundidades más interiores del alma —todo debe ser destruido
para que no pueda quedar nada, da igual el qué, en Él interior así
como en el exterior.
Se le dice al pueblo de Dios que incluso las partes más ínti-
mas, aun las entrañas, deben ser quemadas. Aquí hay un sacrificio
completo. Pero no te engañes. ¡Cuán difícil es este sacrificio!
¡Cuánto más le cuesta al alma de lo que nunca podría ser descrito!
¡Cuánto sacrificio hay antes de que la propia rendición llegue!
¿Y dónde están aquellos, donde está ése que nada retiene?
Sin embargo, por muy difícil y por muy anómalo que parez-
ca, todo sacrificio a medias nunca puede llegar a la altura de este
holocausto. He aquí un sacrificio que Dios se reserva de una forma
muy peculiar para Sí —una consagración que Él hizo únicamente
para gloria Suya, y Él llama a otros a este sacrificio puro, que es
específicamente Suyo.
169
Es algo deplorable que muchos ilustres cristianos de renom-
bre se hayan dejado sacrificar de tantas formas, pero retengan sus
“entrañas” —sus partes más íntimas— sin ser sacrificadas. ¡Oh, si
conocieran la gloria que Dios extrae del sacrificio puro y total, y
el beneficio que vendría sobre ellos por hacer dicho sacrificio!
Cúan generosos se harían entonces en relación al abandono de sí
mismos sin reserva alguna.
En este mundo, se dice a menudo, “Oh, mira qué gran pérdi-
da”, cuando lo que precisamente están presenciando es ganancia.
Y con tanta frecuencia se dice, “Oh, menuda ganancia”, cuando
precisamente están asistiendo a una gran pérdida. El perderlo todo
por Dios es ganarlo todo. Perder todo lo que respecta a nosotros
mismos, dejarle a Él introducirnos en Su gloria soberana sin mez-
cla o interés personal alguno —ese es el camino supremo y el más
sublime testimonio del puro amor.
Pero el sacrificio puro es el sacrificio de Dios que está reser-
vado sólo para Él. Es el sacrificio divino de Jesucristo. Los demás
siguen su patrón. En este sacrificio Él desea que todas las cosas
sean destruidas.
¡Oh, santa y pura víctima! Es de tu total inmolación, oh Se-
ñor, de lo que están compuestos todos los sacrificios puros. Tú eres
su origen, y el espíritu, poder y perfección de todos los sacrificios
se encuentran en tu sacrificio. Todos lo demás sacrificios no son
más que imágenes del sacrificio puro y total. En todos los demás
hay algo que la criatura desea y espera recibir. Hay algo que la
criatura quiere que se le reconozca.
Ahora vemos que el Señor le dice al pueblo que se marche
comiendo. ¡Salimos al sustentarnos simple y llanamente de Jesu-
cristo!
170
Entonces Él les da más instrucciones sobre “la salida”. Les
dice: “Ceñidos vuestros lomos, vuestro calzado en vuestros pies, y
vuestro bordón en vuestra mano; y lo comeréis apresuradamente.”
Esta es la pascua, este es el pasadizo de Dios.
¿Qué significa ceñirse los lomos? Expresa la pureza de obe-
diencia a la voluntad de Dios. Es un feliz lazo. La pureza exterior
de la carne no es más que un símbolo de la pureza interior, que es
del espíritu. Hoy en día los hombres están muy dispuestos a ser
puros exteriormente en las cosas que hacen o dejan de hacer, sin
darse cuenta de que esto no es más que un símbolo, una inferencia,
de lo que debería estar por dentro. Ha de haber una pureza del es-
píritu. Toda pureza exterior emana de una pureza interior. Y si só-
lo lavamos el exterior, lo interior queda corrupto. Todas las cosas
deben empezar desde adentro y obrar hacia afuera.
La pureza interior consiste en una conformidad para con la
voluntad de Dios. Cuanto más inminente sea esta conformidad,
más puro es el espíritu.
A esto se le puede seguir el rastro con facilidad. En primer
lugar, la voluntad del creyente es hecha conforme a la voluntad del
Señor en todas las cosas. En segundo lugar, la voluntad del cre-
yente se iguala y uniforma con la del Señor. Y, a continuación, es
transformada en la voluntad de Dios. En este punto es donde toda
voluntad del yo está muerta, y debe ser aniquilada, y se adentra en
forma de ceniza en la voluntad divina. De este punto en adelante
no hablamos de otra cosa que de la voluntad de Dios Mismo: Su
voluntad... en Él y en la criatura.
¿Y qué diremos de los pies? Vimos que Moisés tuvo que
descalzarse ante la zarza ardiente. Pero aquí observamos que el
calzado está en los pies, y esto representa un peregrinar. El creyen-
te del Antiguo Testamento está comiéndose el cordero con prisas.
171
Está a punto de iniciarse una travesía. El sacrificio puro se está
consumiendo dentro de ellos, y está llevando a cabo su devastado-
ra voluntad. Y los pies están calzados; esto quiere decir que se está
adentrando en Dios. Aquí hay un vacío, y el Señor se está convir-
tiendo en la plenitud de esta inmensa oquedad.
En el verdadero consumir de un sacrificio, un hueco sólo
puede llenarse por Dios Mismo; si cualquier otra cosa lo llena, no
es un sacrificio puro y verdadero. El Señor vacía el alma de peca-
do, y en la medida que lo hace llena el alma de dones y gracias.
Después vacía esa misma alma de Sus dones y gracias con el pro-
pósito de llenarla únicamente con Sí Mismo. Y este vaciar sirve
para arrebatarle al alma su capacidad natural de ensancharse. El
hombre natural es ablandado y abierto para el penetrar de la Vida
divina.
Después de esto debe venir un extirpar del residuo de la in-
fección del pecado. Él prepara un fuego para esto. El fuego es muy
sutil, pero también así muy destructivo. El fuego parece dañar el
alma en vez de purificarla. La belleza de esta obra sólo puede ver-
se después de ser llevada a cabo, no durante ese período. Es nece-
sario que el fuego se lleve el residuo radical del alma, de forma
que no queden impurezas. Si no puedes ver ahora las impurezas de
tu propia vida, y cuán profundas y cuán sutiles son, está más claro
que nunca que tal operación ha de ocurrir en tu vida.
Cuando este alma fiel ha llegado a una pérdida total de su
propiedad y sus parapetos, es entonces que ese alma se está prepa-
rando para la unión... esto es, para una unión íntima.
Como he dicho, Él no deja nada vacío, y rellena con Sus do-
nes el hueco resultante en las facultades de ese creyente; después
se lleva los dones y rellena el hueco con Sí Mismo.
172
Un vacío total sólo puede llenarse por el Todo increado. Él
ensancha la capacidad de recibir que tiene el alma en proporción al
llenado, y llena en proporción al ensanche. Jamás existe un vacío
en el alma.
¿Puede el alma dilatarse y contraerse? Esta es la pregunta.
Cuando hay dureza en el alma, parece hacerse literalmente peda-
zos cuando se la dilata para recibir más del Señor. Pero el creyente
debe darse cuenta que es exactamente eso lo que está pasando —
ensanchamiento, para más de Cristo. Cuanto más permita el cre-
yente que el alma sea rasgada, tanto más rápida será la operación.
He de obervar aquí que es muy difícil para el creyente some-
terse a estas dilataciones y contracciones. Trata de protegerse lo
más posible del daño aparente de todo esto. Y aunque el creyente
está convencido de la verdad aquí expuesta, fracasa tristemente al
ponerla en práctica...¡fracasa más allá del punto de lo inimagina-
ble! Cuanto más resiste el alma, tanto más prolonga su dolor. Por
tanto, a causa de su infidelidad, muchos nunca llegan a esta vida
de completo vacío y completa posesión.
Hay aquellos cuyas vidas transcurren entre el edificar y el
destruir, sin ser capaces de soportar un vacío en su propio interior.
En el momento que llega el vacío, se produce una inmediata repo-
sición con elementos de su propia hechura —ciertamente un deseo
de acapararlo todo y de no perder nada. Las profundidades de la
Vida divina y el caminar de esa vida nunca se otorgan plenamente
a un alma hasta que haya un sitio vacío al que pueda mudarse esa
Vida.
Casi nadie se rinde a esto, y aquellos que han experimentado
lo que estoy diciendo entienden perfectamente lo que digo.
173
Ahora, en el versículo 15, el Señor le dice al pueblo que co-
ma pan sin levadura durante siete días, y a lo largo de ese tiempo
no ha de haber pan leudado en sus hogares.
Yo veo esto como un período de tiempo significativo. Quizás
estemos viendo aquí una referencia a un período de siete años, en
los que el alma del creyente debe pasar por un período de pérdida
—la paulatina pérdida de sus propias fantasías— antes de que sea
posible entrar en el desierto de la fe desnuda. El Señor deja bien
claro que aquellos que guarden el pan leudado y coman el pan leu-
dado serán cortados de Israel —esto es, nunca podrán obtener un
interior purificado.
En el versículo 23 el Señor hace una promesa de que Él heri-
rá a los Egipcios, y cuando vea la sangre en el dintel, pasará de
aquella puerta y no destruirá a los de dentro. No hay nada que te-
mer para los marcados con el sello y con la sangre del Señor Jesu-
cristo. Él es fiel para con los que están experimentando su salida
de Egipto, quienes han depositado su confianza sólo en Su sangre,
y en nada más; quienes por la pérdida de toda justicia propia se
ven felizmente obligados a desesperar por completo de lo que está
en su interior. Están más a salvo que si poseyeran todas las cosas,
pues están marcados con Su sangre; y todo su mérito reside en esta
sangre. No hay otro mérito.
Cuando el Señor les dice, “En los años venideros vuestros
hijos preguntarán, ‘¿Qué Pascua fue esta? ¿Qué es este rito vues-
tro? ¿Qué hicisteis allí?’ Y vosotros responderéis: ‘Esta fue la Pas-
cua, cuando el Señor pasó por encima de nosotros e hirió a los
Egipcios’”.
¿Qué forma de glorificar a Dios es ésta?
174
Cuando pregunten “¿Qué significa todo esto?”, diles que
aquí está el sacrificio puro del Señor, que está reservado solamente
para Él. Es la marca que indica el comienzo de la salida, cuando el
alma se ha adentrado en Él con la pérdida de toda norma estable-
cida. Y en esa hora la persona verdaderamente interior hará como
hicieron los Hebreos; inclinará su cabeza, se someterá, y adorará
ante este hecho: el desprendimiento de todo lo de la criatura para
restaurarlo todo en Dios.
El Señor le dice a Moisés que esta es la forma de llevar a ca-
bo la Pascua y que ningún extraño comerá de ella. Yo veo esto
como el estado del alma en un misterioso pasadizo —
trasladándose desde Egipto hasta desierto de la fe desnuda. Si un
creyente no le pertenece completamente al Señor, esta experiencia
será algo que no pueda entender y de la que no pueda participar.
Sólo el abandono permite una correcta nutrición. Aquí hay un ali-
mento que es sencillo, amargo y difícil —un estado de despojo. No
puede saborearse por extraños, ni tampoco puede alimentarles. Así
que no te sorprendas de que tales ni siquiera puedan comprender-
lo. Pero en cuanto a aquellos que son llamados y escogidos, aquí
hay una comida verdaderamente deliciosa.
Ahora llegamos a un punto crucial, y muy interesante. Los
extraños no comerán de esta comida ni participarán en esta trave-
sía a menos que se circunciden. Hay aquellos que han sido lleva-
dos al punto de ver el camino interior de la mano de personas en
particular elegidas por el Señor para compartir tales cuestiones.
Aquellos comen de este camino. Pero también existe un mercena-
rio. Este mercenario busca sus propios intereses. No puede comer
de esto, porque pidió de comer sólo porque especula sobre espe-
ranzas de ganancia personal. Ha sido vetado.
175
Y si un extraño se allega y desea unirse a ellos y entrar en es-
te estado, que primero corte todo lo que aún tiene de sus antiguas
prácticas. Que se le permita venir y asociarse con ellos sólo des-
pués de una disociación de Egipto. Que se le permita entrar junto a
ellos en el mismo estado y allí compartir la comida de la travesía.
Ahora el Señor nos dice en el versículo 49 que sólo hay una
ley, tanto para el extranjero como para el nacido natural (aquellos
que entran con facilidad en los caminos de Su Reino, y aquellos
que lo encuentran difícil). Hay para ambos una misteriosa aniqui-
lación de las cosas interiores, una travesía indispensable para am-
bos. El Señor no cambiará la ley de las cosas que son espirituales.
177
13
Hay una cosa interesante que el Señor hace en el versículo
diecisiete. Declara que no permitirá que Su pueblo, recién salido
de Egipto, escape por tierra de Filisteos; entonces explica Sus ra-
zones: Si el pueblo de Dios ve guerra en este momento, se desani-
mará tanto que volverá a egipto.
Aquellos que empiezan su viaje fuera de las tierras de Egipto
y que acaban de entrar en el desierto de la fe muy raramente atra-
viesan grandes tribulaciones durante este período. Ya tienen a sus
espaldas muchas cosas que soportar. Enfrentarse a los Filisteos,
enfrentarse ahora a los poderes de las tinieblas sería una gran pér-
dida. Si la tentación empieza atacándoles en el comienzo mismo,
hay una gran posibilidad de que vuelvan a sus antiguas prácticas.
Necesitan algo de tiempo para reafirmarse en esta nueva senda por
la que caminan.
En vez de ir a la tierra de los Filisteos, deben tomar una ruta
más larga. A medida que el pueblo se adentra en el desierto, no
confronta guerra, pues, de aquí en adelante, será el Señor quien pe-
lee por ellos. Puede que otros peleen batallas y la gracia les sos-
tenga, pero en esta nueva vida de fe no es así. El alma se encuentra
bastante debilitada, muy susceptible para el amor, pero no tan
fuerte para la batalla. Es mejor atravesar el desierto de la fe que
pasar por algún amago de guerra. Puede que el desierto te parezca
un lugar más protegido. En realidad, la ruta a través del desierto es
más larga y también más dolorosa.
Ahora, fíjate en ellos mientras caminan adentrándose en el
desierto, donde el paisaje es siempre el mismo. Miran al cielo y
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ven una nube. Habrá luz de día y habrá luz de noche. Este es el
Señor Mismo, que cuida de estos abandonados. Él es lo único que
ahora les queda. Él Cuidará de ellos y Él les guiará. No les deja so-
los ni un momento. A medida que sus pisadas avanzan por la are-
na, miran hacia arriba y se dan cuenta de que Él les va guiando.
Por primera vez, están aprendiendo a seguir en pos de un Señor de
luz y de guía.
¿Y qué quiere decir esto para ti según te vas adentrando en el
desierto de la fe? Significa que hay una luz dentro de ti, una nube
y una columna de fuego. El Cristo interno, el que habita en el inte-
rior, está ahí para guiarte. Ya no mirarás más a cosas objetivas que
te sirvan de guía. Las cosas externas y superficiales cada vez en-
contrarán menos sitio bajo la dirección del Señor. Seguirás a una
nube y a una columna de fuego.
Esta no es una luz del todo perceptible; es bastante vaga.
Con esto se evita que el alma se distraiga facilmente: distraída al
saber demasiado acerca de lo que el Señor está haciendo.
El Dios que atenúa el calor del día también disipa algo las ti-
nieblas de la noche del desierto. Esta gracia otorgada por Dios es
una de las cosas que permite preservar al alma en este temible de-
sierto. La nube y el fuego no le fallan a aquel que se atreve a salir
de Egipto y sigue el camino de salida a través del desierto de la fe
en Él.
180
14
Ahora el pueblo del Señor ha dejado Egipto y viene sobre
ellos la primera prueba del desierto de la fe. Deben pasar del mie-
do a la cruda realidad. Los Egipcios les están dando alcance, y es-
tán muy asustados. Le dicen a Moisés, “¿No había ya suficientes
sepulcros en Egipto? ¿Por qué nos traíste a este lugar para morir?”
El camino de la fe es algo nuevo para ellos. Son novatos. No
conocen los caminos del Señor. Hay muy pocos lo suficiente
abandonados a Él para no arrepentirse de su decisión en su primer
encuentro con el desierto. Por un lado están a punto de caer en las
manos del enemigo, por el otro están a punto de ahogarse en el
mar. La muerte parece inevitable. Y si la muerte es inevitable, ¿en-
tonces por qué no haber muerto en Egipto? ¡Egipto es mucho me-
jor!
Moisés les dice, “No temáis.”
Y yo diría, querido amigo, “No temas.” La muerte es inevi-
table; no puedes ser librado de ella. Tu fuerza te ha sido arrebata-
da, y tampoco vas a encontrar ayuda en cualquier otra criatura
viviente. Tu Señor sabe de una salida, justo por en medio del te-
mible mar. Sólo tienes una cosa de qué preocuparte, y esta es que
no dejes el estado de abandono.
En este punto el alma no puede recordar los milagros. Todo
está oscuro. La angustia va más allá de lo que puede expresarse, y
todo se tiñe con la imagen y la sombre de la muerte.
Ánimo, alma querida. Has llegado al borde del Mar Rojo,
donde pronto verás al enemigo recibir su recompensa. Continúa
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por tu senda presente. Manténte inamovible, como una roca. No
busques una excusa para moverte de donde estás.
Ahora el Señor luchará por ti. Muchas personas se vienen
abajo en este lugar. No encuentran la salida. Se paran aquí y nunca
siguen avanzando.
Es importante, si estás ayudando a otro cristiano en esta dis-
yuntiva, tener amor y paciencia, sobrellevar todas las quejas que
emergen de su temor a la pérdida.
Moisés no sabe qué hacer, y acude al Señor. El Señor dice,
“¿Por qué clamas a mí? Dile a mi pueblo que marche.” Su bondad
y Su poder relucen en el momento de extrema necesidad. ¿Qué es
lo que necesitas en este punto? Coraje y abandono es todo lo nece-
sario. Y este mar profundo, que se engulle a todos los demás, se
hallará en seco para los que verdaderamente se abandonan. Halla-
rán la vida donde otros hallan la muerte. Sólo tienes que marchar
hacia adelante.
Moisés tuvo que tomar una decisión. La decisión albergaba
la posibilidad de caminar sobre tierra firme. Es necessario que tu
espíritu esté separado de tus sentidos exteriores. Cuando esa divi-
sión está hecha, el alma puede caminar en un ciego abandono y
cruzar felizmente el mar. Aquello que es roca de destrucción para
unos es la salvaguardia del puerto para tales.
Y ahora se aparece el ángel del Señor, y los Egipcios están a
un lado del ángel y el pueblo de Dios está al otro, de forma que los
dos campamentos no puedan acercarse durante la noche.
Aquí hay una bella imagen de sustento que sólo proviene de
Dios. Israel no posee ningún otro. Incluso aquí son conscientes de
poco o ningún sostén divino. Esta es la disposición adecuada con
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la que entrar en el mar —sin una garantía de apoyo, y enfrentando
pérdida. Parece que ahora no tienen nada que provenga de Dios.
No hay nada de Él que les sea familiar. Pero el ángel de Dios está
detrás de ellos, invisible, protegiéndoles. Nunca han estado más
protegidos que ahora. Tal es Su proceder con aquellos que salen.
El Señor anula los poderes de Satanás sobre almas así.
Ahora Moisés levanta la vara y un fuerte viento empieza a
soplar. El mar se seca y el mar se divide. Su pueblo camina sobre
tierra seca.
Por favor, hay que darse cuenta de que es el Espíritu Santo
quien hace posible la separación entre las dos partes —la parte de
nosotros que es animal y la parte de nosotros que es espiritual.
Aquí el agua sirve como pared para proteger al pueblo escogido de
Dios. El agua, que de manera natural es algo mortífero, escuda y
garantiza la seguridad ante un ataque. Pero observa una cosa: que
fue Moisés quien extendió su mano para dar la señal de división de
las dos partes. El Espírtu Santo hizo el trabajo.
La división del yo no es realizada por medios humanos; esto
está reservado únicamente para el Espíritu Santo. En el desierto de
la fe, los tórridos vientos en medio de una oscura noche secan las
peligrosas aguas. Él divide lo exterior, los sentidos externos, del
profundo y rico espíritu. Divide el alma del espíritu. Esto puede
llevarse a cabo con mucha facilidad cuando el alma se reduce a su
estado último de agotamiento. Cuando el alma se encuentra en el
estado de extrema sequía debido a la pérdida de sus habilidades in-
teriores y de todos los poderes de sus posesiones, en esos tiempos
cuando una sequía tan generalizada hace que todo fluya hacia el
centro, entonces el Espíritu puede discernirse mejor.
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Ahora los Egipicios persiguen alocadamente al pueblo de
Dios con carros y caballos. Entonces llega la intervención del Se-
ñor. Todo Egipto es envuelto en medio de grandes olas.
Cuando el alma Egipcia encara este momento, puede llegar a
creerse que ella también puede pasar sobre tierra seca. Pero será
atrapada y engullida por las olas.
Sólo el Señor es quien puede emitir la llamada divina para ir
hacia adelante. Es sólo el Señor quien modela el alma y la reduce a
la nada. Es Él, cuando Él es la autoridad y el director espiritual,
quien hace que estas cosas sucedan. El único elemento que falta a
la salida, en este punto, es que el alma ofrezca un consentimiento
pleno a todo lo que le plazca a Dios que haya de sobrevenirle a ese
alma, tanto si es algo que el alma sabe como si no.
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15
La salvación ha llegado y de repente el pueblo de Dios pro-
rrumpe en una alabanza triunfal. Entonces, al ver echados en la
mar a caballos y jinetes por mano del Señor, se levanta un salmo
de agradecimiento.
El alma, cuyos ojos están abiertos, canta al Señor un nuevo
canto tras una primera liberación tan grandiosa. Aquí está la pri-
mera verdadera felicidad de la liberación. Dicha experiencia debe
llegar tarde o temprano a todos los fieles y abandonados. Hasta
ahora ha habido milagros y extraordinarias providencias, pero los
ojos del pueblo de Dios no estaban lo suficientemente abiertos pa-
ra las maravillas de Dios. Ahora lo están, y ellos cantan y alaban y
dan gracias con inspiración. Han llegado a entender alguno de los
atributos de Dios, y atribuyen a este Dios todo lo que les ha acon-
tecido. Fielmente, le rinden toda la gloria por lo que ha hecho en
beneficio suyo.
Los abandonados alaban.
Ahora en el versículo 22 vemos que, habiendo cruzado por
en medio del mar, se adentran en el desierto de Shur. Caminan du-
rante tres días por el desierto y no encuentran agua. Este pueblo
que sigue a Moisés y sigue a Dios dispondrá en un futuro de una
base muy firme para poder cruzar el desierto abrasador que se ex-
tiende ante ellos. Pero ese sólido cimiento aún no ha llegado. Les
esperan por delante cosas mucho más espantosas que tres días sin
agua.
Siempre pensamos, cuando hemos salido de Egipto y cruza-
do un mar de muerte, ¡que este es el fin de nuestras miserias! Sí,
185
parece ser que siempre pensamos esto. De hecho, ¡las calamidades
no han hecho más que empezar! Hemos disfrutado de una nueva
vida, hemos disfrutado del bienestar —todo parece haberse cum-
plido. Ahora nuestros problemas se han quedado atrás. Pero haber
hallado a Dios no es haber poseído totalmente a Dios. Y lo que es
más, en verdad este estado no es un estado donde nosotros mismos
seamos poseídos por Él. Un estado tal exige un amor que tenga
una enorme pureza en sí —mucho más del que este pueblo, con
tres días de desierto a sus espaldas, posee.
Es fascinante que tanta gente tenga el coraje de cruzar el Mar
Rojo, ¡y que haya tan pocos que se aventuren a caminar lo que si-
gue tras el Mar Rojo! Lo vamos a ver claramente.
Te es necesario estar libre de toda actividad externa y de to-
do interés externo, y que nunca empieces otra vez nada de lo que
has dejado atrás.
Debes saber que en los muchos estados involucrados en la
vida interior, cada nueva etapa, cada nuevo nivel, está precedido
por un sacrificio. Después viene un abandono, y seguidamente
siempre hay un estado de absoluta miseria. Y esto no sólo ocurre
una vez en tu vida, sino una y otra vez, a medida que eres atraído
más y más al Señor.
En el ruta de la purificación de tu amor por el Señor, tu alma
pasa primero por el sacrificio —esto es, una ascensión de sí misma
hacia Dios. A continuación, el alma se abandona a Él. Después
ella misma se deja desposeída ante Él —o bien simplemente se la
deja desposeída ante Él— y, puede que quizás, por mano Suya.
Las profundidad de cada estadío varía según la capacidad y
la luz otorgados al creyente en cada etapa.
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Paulatinamente el alma del creyente entra en el estado que
yo denomino “fe desnuda.” Aquí el creyente ve que su alma es tan
diferente de otras y de su estado pasado que incluso hace un nuevo
sacrificio: permanecer en un constante estado de sacrificio, aban-
dono e indigencia.
Puedes pensar que en este punto un creyente así habrá avan-
zado a un estado de madurez interior; sin embargo, es todo lo con-
trario. Regresa de la edad adulta a la infancia —casi al estado de
ser nacido de nuevo.
Bien, pero ahora ocurre que algunos se dejan a sí mismos
desposeídos de todo, ¡pero solamente en un área y no en otra! Y
algunos que se las arreglan tan bien en un área fracasan en otra. La
mayor parte de los que se entregan al caminar interior se repliegan
tras haberse entregado a él, o retienen algo de sí mismos en algún
área.
Dicho esto, es con una plena seguridad que digo que tras el
Mar Rojo siempre hay un desierto. Es un lugar extraño, de extraña
apariencia, que debe ser atravesado de parte a parte. La grave len-
titud de la expoliación venidera será a tal punto tediosa que la ma-
yoría se cansará de ello.
Entretanto el alma del creyente ya no tiene ninguna posesión
que aquí le sirva para sí misma. Por lo tanto nada satisface el alma,
y se ve a sí misma en un desierto sin agua. Al creyente no le cabe
la menor duda de que morirá de sed.
Ahora el pueblo de Dios llega a Mara. El agua de allí es
amarga, y se preguntan qué van a beber.
En este punto, cualquier agua que es dada desde las altas es-
feras es tan amarga que no puede beberse. Cierto es que muchos
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no pecan en este arrebato de murmuraciones. Suyo es el instinto de
supervivencia; éste no es un murmurar del espíritu. Sin embargo,
también es verdad que los instintos naturales de supervivencia
pueden atacar al espíritu, y este murmurar puede dejar de ser una
cuestión instintiva de supervivencia y convertirse en amargura y
rebelión. A lo mejor esto es difícil de entender, pero el murmurar
¡puede ocurrir en un estado de abandono! (No sucede en un estado
de expoliación.)
Ahora el Señor le muestra a Moisés un árbol; el árbol es
echado en las aguas y las aguas se endulzan.
Estamos viendo aquí el árbol de la cruz que es echado en las
aguas de la amargura y que tiene el poder de endulzar lo amargo.
Esas cosas que llegan a nuestras vidas se hacen más llevaderas por
medio de la cruz. El Señor da un respiro al alma en este horrible
desierto, y el alivio llega a través de la dulzura de la cruz.
Esto es difícil de entender por aquellos que no lo hayan ex-
perimentado.
¡Cómo habrá de entenderse que en un estado de vacío, en el
desierto de la fe, donde el alma no experimenta ni dolor ni placer,
se inserte el sufrimiento con el fin de aliviar al alma de este pro-
blema! ¡Menuda paradoja! Pero el amor propio es extraño. Es tan
celoso de poseer algo... lo que sea... ¡que antes prefiere sufrir a no
tener nada! Soportaría mejor una gravosa enfermedad que no sen-
tir ni bien ni mal. ¡Ha de sentir algo!
Aquellos que han experimentado este estado, este preliminar
a un vacío absoluto, tendrán que confesar que lo que digo aquí es
cierto. No hay nada más espantoso que un vacío absoluto. Y si
subsistimos en base a algo, da igual cuán terrible sea el dolor, es-
tamos más contentos que cuando tenemos un sentir de vacío.
188
Entonces es cuando vemos algo de lo más inusual: Dios está
otorgando, aquí en el alma del creyente, un consuelo. ¡Es un con-
suelo que es sufrimiento! Sufrimiento que riega el alma del cre-
yente y, por tanto, trae consuelo.
Enseguida el pueblo de Dios llega a Elim, donde hay doce
fuentes de aguas, y setenta palmeras. Después del Mar Rojo, des-
pués de mucha fatiga y aflicción, el Señor proporciona un tiempo
de sanidad. Siempre hay un lugar de refrigerio, donde hay sombra
y agua. Es la manera que usa el Señor para dar un respiro tras el
padecimiento de la cruz.
El alma que no está muy experimentada en los caminos del
Señor se imagina que ya ha obtenido la victoria en este punto. Sí,
es verdad que las cosas del mundo y las cosas del reino de las ti-
nieblas estén en el Mar Rojo. Pero aún queda el Señor con quien
lidiar. A Él le corresponde una gran parte de los padecimientos del
creyente.
Observa que aquí hay doce fuentes, una por cada tribu. Doce
fuentes para doce tribus forman, no obstante, un sólo grupo de
personas interiores. Estas doce fuentes son el Señor Jesucristo flu-
yendo desde las partes profundas de Sí Mismo hacia las partes pro-
fundas que hay dentro de los que son fieles.
189
16
Tras partir de Elim, los Hebreos, hambrientos y sin comida,
murmuraron contra el Señor y contra Moisés. Hubieran preferido
morir en Egipto, donde tenían suficiente para saciarse, antes que
morirse de hambre en el desierto. El Señor envió maná para su
alimento.
Un hombre que trata de vivir por medio de su propia fuerza,
aparte del espíritu, es verdaderamente débil y necio. Sin embargo,
un cristiano maduro tiene la responsabilidad de estos débiles, y os
exhorto a que seáis pacientes con ellos. Están empezando a descu-
brir cuán poco tienen para ofrecerle al Señor (igual que cualquier
otro en un asunto como este) y ven que ese hecho es difícil de so-
brellevar. Su infidelidad natural les impide mantenerse en el esta-
do pasivo que Dios desea para ellos. Culpan a sus maestros y
consejeros de su malestar. La luz y la dulzura que solían experi-
mentar en el Señor se les escurre entre los dedos. Lo que no termi-
nan de ver es que el fervor que sentían por el Señor en aquel
delicioso estado tenía más de sensual que de espiritual.
¡Es difícil para nosotros, seres carnales, volvernos espiritua-
les y sólo contentarnos con una fe en Dios! A menudo dejamos a
un lado nuestro caminar interno por períodos tiempo —no porque
queramos, sino sencillamente porque nuestra naturaleza carnal, su-
friendo al verse despojada, toma la sartén por el mango y hace lo
que le viene en gana.
Muchos de los que progresan en el camino interno están al
margen de lo que les está ocurriendo (con el beneplácito del Se-
ñor). Piensan que agradaban más al Señor en su estado temprano,
190
más complaciente. Piensan, “Si hubiese muerto en aquel entonces,
mi condición ante Dios habría sido muchísimo mejor que la pre-
sente.”
Vemos la bondad de Dios, que respondió al murmurar de es-
te pueblo —con maná celestial. Esta misma recompensa, este sus-
tento, que Dios les concedió, muestra que su descontento no era un
acto de su voluntad.
Aquellos de vosotros, quizás más viejos y maduros en el Se-
ñor, que tengáis personas como estas bajo vuestra tutela —tened
compasión de ellas. Son dignas de ello. Comportáos con ellos co-
mo Dios se comporta; y sobre todo, dadles ánimos para que conti-
núen buscando al Señor en el interior. Cuanto más débiles sean en
apariencia, tanto más necesitan de una comunión con su Señor pa-
ra nutrirles y fortalecerles. Como el maná, el Señor anhela que,
mientras estén necesitados, le reciban a Él cada día como alimen-
to, con el fin de que, como Él dice, “pueda yo probarles, a ver si
andan o no en mi estatuto.”
Esta es la única prueba que Dios anhela en este momento pa-
ra estas almas fieles. La prueba impuesta consiste en saber si acep-
tarán o no aceptarán las bendiciones que Dios les ofrece. A
menudo se ven tentados, a causa de su infidelidad, a apartarse de
su cercano caminar con el Señor; pero Dios anhela probarles, para
ver si cada día le aceptarán fielmente. Esta es Su manera de con-
frontar su obediencia. Él quiere saber si obedecerán a pesar de su
propia reticencia, y al mismo tiempo estarán dispuestos a admitir
su repulsa.
El Señor ofrece días de descanso cuando Dios Mismo impide
que recojamos el maná que Él ya ha apartado para nosotros. Pero
este estado es sólo transitorio. El Señor da un breve descanso, y
luego hace que el creyente vuelva a la diaria labor de procurarse su
191
comida. No obstante, el creyente sigue sustentándose del maná
oculto que recibió y continúa extrayendo de él una doble ración de
gracia. Estos momentos de descanso en Dios proporcionan al cre-
yente más de lo que son capaces sus propias labores.
La paciencia de Dios hacia estos débiles creyentes debería
servir de ejemplo a todo aquel que tenga bajo su cuidado a jóvenes
santos. Es un claro indicio del avance de una persona no sorpren-
derse ni enojarse al ver las debilidades de otros, y juzgarlas según
la verdad. En cambio, aquellos que tienen poca luz cargan a los
débiles de reproches y penitencias. Al hacer de la perfección una
meta inalcanzable, estos poco comprensivos maestros les disuaden
de seguir adelante.
En el maná del cielo, ¡qué imagen contemplamos de la co-
munión4 interna con Cristo! Vaya un glorioso misterio, que aquel
que sólo recibe una pequeña porción no tiene menos realidad inte-
rior de Cristo que aquel que más recibe. Y aquel que toma un trozo
mayor no tiene más que aquel que es partícipe de menos. Cada
cual no recibe más, ni menos, de lo que puede comer —en otras
palabras, todo lo que es Jesucristo, todo ello inserto en la porción
más pequeña, así como en la mayor.
En esta maravillosa realidad del maná, oh Señor, Tú Mismo
te ofreces plenamente a todo aquel que te busca.
Esto también es una imagen del estado Divino; cada creyen-
te tiene la plenitud de la vida de Cristo —cada uno según su capa-
cidad. El principiante está lleno, al igual que el más avanzado.
Aunque el cristiano más maduro posea una capacidad mayor, no
obstante es el mismo Dios el todo en todos, y ese todo, en cada
4 Del original “partaking”; la comunión tiene el sentido de “participar del almuerzo
que Cristo, el anfitrión, ofrece: su propia carne”.
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Los israelitas refunfuñaron, acusando a Moisés de sacarles
de Egipto para ir a morir de sed en el desierto. El Señor prometió
darle a Moisés una roca singular; Moisés golpeó la roca, y brotó
agua de ella.
La angustiosa sed que debe soportarse en este sendero es un
símbolo del amor propio. Este pueblo, apreciado y escogido,
murmuraba contra Dios. Pero Dios, en Su infinita misericordia, no
se cansó de proveer para ellos. Brotó agua de la peña (las aguas de
la gracia) para aliviarles; y Dios vigilaba esta peña, porque Él es la
fuente de esta gracia. Es muy difícil permanecer totalmente rendi-
do al Señor, y siempre habrá aquellos que —ahora y antes— se re-
traigan. No obstante, Dios hace brotar agua de la peña, como
prueba de la inmutabilidad de Sus bendiciones hacia aquellas
mismas personas que en ocasiones le son infieles.
Moisés le dio un nombre verdadero a la falta de este pueblo
al llamarla tentación, porque ellos dijeron, “Vamos a ver si el Se-
ñor está o no con nosotros.” Estaban tentando a su Señor.
Es imposible no llegar a desear señales, en especial cuando
somos guiados, como este pueblo lo estuvo, a través del desierto.
La duda nos hace vacilar. No somos capaces de dejar que nos des-
nuden por completo. Esto hace que nuestro tiempo de residencia
en el desierto se alargue en la misma medida. Por esta razón casi
todos mueren en el sendero antes de llegar a la Tierra Prometida.
Los israelitas confrontaron un enemigo formidable, los Ama-
lequitas, y Moisés envió a Josué a luchar contra ellos; mientras
tanto Moisés se situaba en una colina. En el momento que alzaba
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sus manos, Israel prevalecía, pero cuando bajaba sus manos, Ama-
lec prevalecía. Aarón y Hur se situaron a ambos lados de Moisés
para sostener sus manos, y así Josué venció a Amalec.
Para aquellos llamados a seguir al Señor es seguro que habrá
persecuciones. En su afán de destruirlo, el hombre natural pelea
contra este pueblo. El alzar de las manos de Moisés representa
nuestra fidelidad de seguir con el corazón alzado hacia Dios me-
diante el abandono y la fe, y nuestra determinación de sólo mirar a
Dios, cualesquiera enemigos podamos tener. Y mientras estamos
en este estado alcanzamos fácilmente la victoria.
Mas cuando Moisés baja sus manos —esto es, cuando vol-
vemos a caer en una absorción propia del yo, y hacia el yo— en-
seguida somos derrotados. Nuestra propia naturaleza, viéndose
inmersa en su debilidad, pierde el rumbo en vanos ires y diretes
desde el momento mismo en que empieza considerarse a sí misma
en vez de considerar a Dios. Desde ese instante entramos en el
campo de la duda e incertidumbre, del dolor e inquietud —lo cual
conlleva nuestra derrota. En este estado, Amalec (que denota el
amor propio y el amor natural, que son los únicos enemigos que le
restan al creyente que ha llegado a este punto) toma rápidamente la
ventaja.
Para evitar dicha derrota, simplemente debemos permanecer
en la roca —sujetarnos con firmeza en un estado de rendición y
habitar en el reposo del abandono— al tiempo que la fe y la con-
fianza, como manos alzadas hacia Dios, nos sostienen en nuestra
angustia.
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El suegro de Moisés, Jetro, llegó al campamento de los Israe-
litas en el desierto, y vio que Moisés llevaba toda la carga, tanto de
los asuntos seculares como de los espirituales. Aconsejó a Moisés
que designara varones de virtud para manejar problemas y disputas
menores, con el fin de que Moisés pudiera ahorrar sus fuerzas para
la guía espiritual. Moisés aceptó el consejo de Jetro y lo puso en
práctica.
El consejo de Jetro fue un excelente consejo para los guías
espirituales, y hay dos reglas importantes que aprender aquí.
Primero, Jetro instruyó a Moisés en que su tarea (y la de los
líderes espirituales en general) consistía en permanecer alejado de
los asuntos mundanos de su pueblo, y dedicarse a cuidar que la
gloria de Dios permaneciese en ellos y por su perfección, dejando
las tareas diarias a otros. De esta forma, los líderes espirituales no
se verían agobiados con esta carga, que les robaría el tiempo que
necesitan para darse a cosas de consecuencias eternas. Además,
como Dios no les ha impuesto que manejen asuntos temporales, no
deben interferir en ellos.
En segundo lugar, aquí hay un ejemplo maravilloso de la
humilde aprobación por parte de Moisés del consejo de su suegro.
Aunque Moisés estaba tan lleno del espíritu de Dios, y Jetro ni si-
quiera pertenecía a su pueblo, es necesario acoger la verdad y el
buen consejo sea cual sea el lugar del que provengan. Dios a me-
nudo envía vasijas muy inferiores en dignidad y gracia para mos-
trar a los líderes que sólo Él es el autor de toda buena luz.
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Los Israelitas acamparon delante del monte Sinaí. Moisés
subió a la montaña, donde Dios le habló diciendo que si los Israe-
litas obedecían Su voz y guardaban Su pacto, serían Su pueblo, un
reino de sacerdotes, y una nación santa. Moisés expuso estas pala-
bras en presencia de los ancianos del pueblo. Entonces el Señor
vino a Moisés en una nube espesa y dio instrucciones al pueblo de
que no se acercaran a la montaña o morirían.
Dios, bajo Sus tiernos cuidados, proveé un maestro (o conse-
jero) a aquellos a quienes Él dirige en la fe; lo hace para ayudarles
a entender la voluntad del Señor. Aunque todos los pueblos le per-
tenecen a Dios, el pueblo interior son pueblo Suyo de una forma
especial. Esto quiere decir que, si se rinden a Dios por completo,
serán tan llenos de Dios que ninguna otra cosa podrá encontrar si-
tio dentro de ellos. Dios dice que serán escogidos de entre todos
los pueblos.
Con el fin de que el pueblo de Dios, tan estimado para Él,
llegue a un estado tan bendito, todo lo que les pide es que le obe-
dezcan y sigan rendidos a Él. La expresión, “guardad Mi pacto”,
podría expresarse, “permaneced en Mi unión”.
El “reino” representa el poder absoluto que Dios tiene sobre
las almas que no le ofrecen ninguna resistencia en nada. Él es su
único maestro. No pasa lo mismo con otros —con aquellos que se
poseen a sí mismos— porque, siendo llenos de su propia voluntad,
desean miles de buenas cosas que Dios no desea para ellos. Él sólo
les concede estas cosas a causa de su debilidad; pero Él reina a
199
modo de rey sobre aquellos que ya no tienen voluntad que les per-
tenezca.
Así pues, cuando Él enseñó a Sus discípulos a orar y a pedir
que Su reino viniera (esto es, que Él pudiera reinar por completo
sobre ellos) también añadió que Su voluntad fuera hecha, como en
el cielo, así también en la tierra. Esta oración pedía que la voluntad
del Señor pudiera hacerse en la tierra al igual que los benditos la
hacen en los reinos celestes, sin resistir, sin vacilar, sin excepcio-
nes, y sin tardanza.
El Señor le añadió a Moisés que Su pueblo sería un “reino de
sacerdotes”, pues este reino está formado por sacerdotes. Le serían
una nación santa; después de que toda la maldad en ellos relativa
al hombre hubiese sido destruida, no quedaría en ellos nada más
que la santidad de Dios. Serían santos para Dios, y no para ellos
mismos. Dios no dijo sencillamente, “Seréis una nación santa”,
sino “Me seréis una nación santa”.
Cuando el pueblo de Dios oyó por vez primera acerca del
camino por el que Él les quería guíar, dieron su aprobación uná-
nimemente, ofreciéndose a sí mismos como un don y un sacrificio.
Dios es tan bueno que trata de conseguir nuestro consentimiento
antes de introducirnos en Sus caminos, los cuales, Él nos advierte,
implicarán soledad y sufrimiento. Aunque Él es un rey soberano,
realiza sus funciones mandatarias con gran cautela respecto a
nuestra libre voluntad. Pero una vez que sentimos un poquito de
dolor, ¡tendemos a olvidarnos de nuestro consentimiento y de
nuestro sacrificio!
¡Cuán prestos y dispuestos estamos a ofrecernos en sacrifi-
cio! En nuestro fervor olvidamos nuestra debilidad, nuestra repul-
sa al sufrimiento. Enseguida contestamos, igual que este pueblo,
“Haremos lo que Tú quieras”. Si sólo nos detuviésemos en ese
200
momento a considerar nuestra flojedad, nos daríamos cuenta que
no podemos nada por nosotros mismos. Y si recordásemos nuestro
abandono a Dios, sabríamos que no nos queda ninguna voluntad
—¡ni siquiera la voluntad de dejarnos por completo en las manos
de Dios! En este punto, lo mejor que podríamos decir sería, “Que
el Señor nos haga hacerlo todo, y lo haremos, pues nuestra con-
fianza está en Él. Por nuestra cuenta y riesgo somos débiles y pe-
caminosos.” Pero si uno confía y se apoya en sí mismo (lo cual es
un orgullo secreto) después siempre viene una caída.
La “espesa nube” muestra que Dios anhela que Su pueblo in-
terior crea (con sólo la fe como base) que es Él el que habla para
dirigirnos; ¡no deberíamos depender de las señales!
Con el propósito de entrar a un nuevo estado, gobernado por
una nueva ley, esta santificación que Dios anhela es una nueva pu-
reza —aquella del amor puro.
Al haber pasado ya por el estado de muerte, a Moisés le fue
permitido permanecer en la montaña donde estaba Dios —Dios, el
origen de este estado de amor puro. Como estaba ya purificado, él
fue guiado a la fuente misma del amor.
Si algún otro trataba de tocar esta montaña, o siquiera acer-
carse, le costaría su vida. El propio Señor dice: “Ningún hombre
me verá y vivirá.”
¿Pero, cómo moriría? No sería por mano de hombre; Dios
Mismo enviaría saetas para perforar su corazón, porque nadie pue-
de amar al Señor con pureza sin perder su propia vida. Dios le hará
añicos con piedras, pues su corazón, que no se ha dejado ablandar
por las bendiciones que Dios derrama sobre él, no es más que un
corazón de piedra. Dios debe arrebatarle este corazón de piedra
con el propósito de darle un corazón de carne, capaz de amar pu-
201
ramente —un corazón blando y fácilmente manejable, un corazón
puro y nuevo.
A muchos les gustaría creer que la Palabra de Dios es todo
dulzura. Ciertamente, eso es verdad si se considera Su Palabra en
sí misma, o cuando es acompañada por un tierno derramar de gra-
cia, ¡como el que se encuentra en los albores de la vida espiritual!
En ese momento es dulce y agradable. Pero más tarde, para las al-
mas que están siendo tratadas por el Señor, la Palabra de Dios
puede ser terrorífica.... pudiendo parecer que sólo conlleve amar-
gura.
Cuando Dios se le apareció a Moisés por vez primera, en una
zarza ardiente, a Moisés no se le permitió aproximarse al fuego sin
quitarse su calzado. En el Sinaí Él invita a Moisés a introducirse
en el fuego mismo. Esto es posible a causa de la pureza del amor
de Moisés, que se ha visto infinitamente desarrollado. Cuando an-
taño Dios se le apareció a este fiel ministro para impartirle Su ver-
dadero amor, lo hizo desde el fuego. Ahora que Él anhela ofrecer
la ley del amor puro, también se presenta ante los hijos de Israel en
el fuego del amor, ya que Él es el amor mismo. Es necesario como
mínimo un fuego así para encender tantos corazones.
¿Pero cómo puede ser, Amor mío, que parezcas Tú aquí tan
terrible? Te presentas así ante aquellos que sólo te ven externa-
mente y bajo las consecuencias de tu amor, el cual, en la superfi-
cie, parece cruel con las almas que te son devotas; pero
internamente y en sí mismo, no cabe duda de que tu amor es agra-
dable a un corazón rendido.
¡Qué maravilloso que Dios le hable al creyente, y el creyente
le escuche! ¡El creyente le habla a Dios, y Dios también le escu-
cha! Pero hay muchas más cosas que están ocurriendo entre Dios y
el creyente individual que nadie más sabe. Para conseguir esto,
202
Dios hace que este escogido suba a la cima de la montaña del
amor. Es acogido en Dios Mismo, pero de una forma tan sublime e
inefable que no hay modo de describirlo.
En un tiempo así, todo lo que queda en el exterior (o parte
más inferior del hombre) es cambiado y renovado por la pureza de
tal amor. Este hombre es saturado por lo divino, no sólo por den-
tro, sino incluso por fuera. Estos santos, o más bien este santo en-
tre muchos millones de santos, no sólo asciende a la montaña, sino
que sube hasta la propia cima de la montaña; porque era necesario
que le fuera administrado este amor puro, tanto para sí mismo co-
mo para otros. Debe extraerlo de este manantial de fuego, convir-
tiéndose en un horno capaz de anunciar el fuego santo a muchas
personas.
Vemos a Moisés en un estado diferente, cambiado. En una
ocasión, en su humildad, se tuvo por indigno de hablar al Faraón y
al pueblo de Israel. Ahora, en su profunda aniquilación, asciende
sin dolor o renuencia al más alto nivel en Dios para hablar con Él
con familiaridad, y para ser Su vasija escogida llena a rebosar de la
vida de Dios. Es la aniquilación lo que hace que el hombre no se
mire más a sí mismo o mire su maldad. Al estar por debajo de toda
bajeza, está por encima de toda alteza.
¡Cuán bueno es estar unido a almas santas como estas! Con-
siguen aquello que ellas mismas poseen para la persona que esté
unida a ellas. Aunque todo el pueblo estaba unido a Moisés como
los niños a su padre, Aarón estaba entrelazado con Él de una for-
ma especial —eran hermanos tanto físicos como espirituales. Hay
personas a quienes Dios une de esta forma bipartita; y todos los
demás, aunque puede que estén unidos a Él como hijos suyos, no
son iguales a ellos en el ministerio. Había muchos sacerdotes en la
línea de Aarón, mas solamente Aarón subió a la montaña. Sin em-
203
bargo, Aarón no era en todo igual a Moisés; no fue levantado hasta
el mismo nivel. La comunicación desde Dios Mismo hasta Dios
Mismo de una forma tan sublime estaba reservada para Moisés.
204
20
El Señor entregó a Moisés Sus mandamientos en el monte
Sinaí. El pueblo, al oír los truenos y el sonido de la bocina, al ver
los relámpagos y la montaña cubierta de humo, tuvo miedo. Le di-
jeron a Moisés, “Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero
no hable Dios con nosotros, para que no muramos.” Moisés les di-
jo que no temieran, pues Dios había venido para probarlos, para
que no olvidasen su temor y para que se abstuviesen de pecar.
Dios, anhelando someter al hombre a Su ley, le recuerda
primero las gracia que le ha otorgado, de forma que ese hombre no
encuentre esta ley difícil de cumplir. Dios anhela que el hombre
tenga la confianza de que este Dios, quien le ha sacado del cauti-
verio, no le volverá a poner bajo el yugo sino que, al contrario,
proporcionará a tal la gracia y la fuerza necesarios para guardar
Sus preceptos divinos.
“Pondré Mi Espíritu en vuestro medio,” dice Él, “y os haré
andar en Mis preceptos, y guardar Mis estatutos, y hacer Mis bue-
nas obras.”
En otras palabras, Él Mismo llevará a cabo Su ley en aque-
llos que, abandonándose por completo a Él, le permitan actuar en
ellos sin oposición.
Por esta razón Su primer mandato es no tener a ningún otro
Dios delante de Él —no depender en ninguna otra fuerza para ob-
servar Su ley, sino la Suya solamente. Él es un Dios poderoso,
quien todo lo puede hacer por Su soberano poder. También es un
Dios celoso. No permite al hombre reivindicar que puede obedecer
los mandamientos de Dios por su propia fidelidad, por su propio
205
esfuerzo, su propia diligencia —en otras palabras, por nada excep-
to por la fuerza misma de Dios. Siempre que nos mantengamos en
esta relación con Dios, sin robarle nada que sea Suyo, la ley se
vuelve fácil.
No estamos mirando a la ley propiamente dicha (cuando ha-
cemos eso, nos es muy difícil obedecerla); en vez de ello, la con-
templamos en Dios, y es aquí donde se la ve acompañada de poder
Divino, y de vida Divina, que supera toda dificultad y vive... ha-
ciendo las veces de nosotros.
Este poderoso y celoso Dios promete vengar la iniquidad de
aquellos que le odian. No está hablando de aquellos que simple-
mente violan la ley, puesto que tales violaciones no son todas in-
tencionadas. Él está hablando de aquellos que a sabiendas se
desvían. Los que se desvían de Él para seguir sus propios caminos
se hacen a sí mismos esclavos de la ley.
Estos pecan en contra de la ley misma. Han caído en una su-
til idolatría, atribuyéndose a sí mismos la fuerza de Dios. “Este
fuerza mía me ha permitido hacerlo.” No lo ha hecho. La vida de
Dios es lo único que puede dar la talla. Esta idolatría Dios no la
perdona; Él juzga todas sus obras por esta ley. Estas personas se
han hecho esclavos de sí mismos, pues Dios visita la maldad de los
padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación. Cuando
un hombre se vuelve hacia sí mismo en busca de fuerzas, todas sus
obras son puestas bajo esclavitud.
Pero en aquellos que aman, el amor se basta para cumplir la
ley. A estos Dios confiere abundante gracia. La palabra “gracia”
aquí significa el perdón de cualquier falta cometida en relación
con la ley. Dios ni siquiera mira tales faltas. Cuando contempla la
rectitud de sus corazones y el deseo que tienen de agradarle, Él se
contenta con su amor por la ley. No se fija en su fracaso al obser-
206
var la ley. Les libra de su atadura. Por tanto, se dice que en el amor
no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; pues
este creyente está tan absorto en el amor de su Dios que sólo puede
considerar este mismo amor, y no pensar en otra cosa. A través del
fluir de este amor Divino, se olvidan de la ley y no obstante la
cumplen a la perfección.
Recordar el descanso de Dios —el Sabbath— significa per-
manecer en él; y no hay nada más seguro que produzca santidad
que sencillamente descansar en el descanso de Dios, pues es el re-
poso de Dios en Sí Mismo —el reposo de Dios dentro del alma
rendida, y del alma en Dios.
Aquí se mencionan tres tipos de descansos.
El primero es Dios reposando en el alma que ha llegado a
una unión con la voluntad de Dios; Dios habita en el alma y reposa
allí. Esto es lo que Jesús describe cuando dice, “El que me ama,
Mi palabra guardará; y Mi Padre le amará, y vendremos a él, y ha-
remos morada con él.”
El reposo del creyente en Dios solamente puede acontecer
tras la resurrección, pues fue por medio de la resurrección que Él
fue recibido en Dios. Entonces encuentra su perfecto descanso en
Él; sus dolores e inquietudes han quedado por siempre atrás. Pre-
viamente Dios reposaba por completo en el creyente, pues carecía
de pecado y su voluntad estaba conformada a la propia voluntad de
Dios; pero el creyente aún no hallaba su reposo en Dios, puesto
que caminaba por un sendero lleno de incertidumbres, dolores, y
dificultades. Sólo halla su verdadero descanso cuando ha entrado
en Dios, donde mora en un estado tranquilo y duradero, ya no más
a merced de las inciertas vicisitudes de la vida.
207
Sin embargo, el reposo de Dios en Sí Mismo es el descanso
que Él disfruta en un alma que está completamente rendida a Él.
Aquí todo lo que pertenece a la criatura ha desaparecido; solamen-
te queda Dios. Aquí Dios descansa —pero en Sí Mismo. No lo ha-
ce a causa del creyente, el cual ha entrado totalmente en Dios, y no
tiene un reposo diferente al Suyo. Él ha reivindicado todo lo que le
pertenecía mediante la perfecta aniquilación de la criatura. Él es
todo en todos, como Pablo lo expresó, y este es el reposo de Dios
en Dios.
Al igual que los Israelitas cuando vieron y oyeron los atemo-
rizantes indicios de la presencia de Dios, el creyente que ve a Dios
aproximándose teme morirse. Sabe que para poder verle es necesa-
rio morir. Desde el momento en que da comienzo el estado de
muerte (que abarca un largo período) el creyente empieza a expe-
rimentar extraños temores, y piensa, “Mejor haría deteniéndome
aquí antes que pasar por más desagradables pruebas.” Guarda las
distancias y quiere guarecerse de la muerte. Piensa erróneamente
que se está acercando a Dios, cuando en realidad se está mante-
niendo a distancia. Engañado por el amor propio, preservará con
celo su propia vida antes que dejarse llevar por una muerte santa,
que felizmente le volvería de nuevo a la vida —en Dios.
Esto le empuja a decir (más por sus acciones rebeldes que
por palabra) al cristiano más sabio y más maduro que le está acon-
sejando, “Háblame tú mismo; pues mientras que sólo me hables tú,
y acate las palabras del andar de hombre y del andar humano (al
menos lo que mi mente alcance a entender), no moriré. Pero de-
pender solamente en la palabra de Dios, ser guiado por Él en la os-
208
curidad de la fe plena —tengo miedo5 de que únicamente me lleve
a una muerte y a pérdida.”
Moisés le dice al pueblo “no temáis”. Esto simboliza al sabio
consejero que asegura a los que están bajo su consejo que esta vez
no hay nada de qué temer. La hora de la muerte aún no ha llegado;
esto es sólo una prueba que Dios pone en nuestras vidas, para ver
si tenemos el coraje de entrar en la senda de la muerte.
Este pueblo ya estaba bien avanzado en el camino interior,
sin embargo se mantenían a distancia; temían la muerte. Pero Moi-
sés, quien ya había pasado por la muerte y había sido revivido en
Dios, no podía morir de nuevo. Por lo tanto no tenía miedo: para él
Dios ya no era un extraño. Dios y Moisés habían entrado en la
unidad conjunta de una vida, la vida Divina. Dios era tanto el pro-
pio Moisés como Él era Dios Mismo. En este estado, lo causa
muerte a otros da vida a Moisés.
Vemos aquí a Moisés entrar en la densa oscuridad donde
Dios estaba, para enseñarnos que sea cual sea la manifestación que
Dios escoge en esta vida, siempre se esconde de nuestro entendi-
miento. Como máxime solamente podemos tener un conocimiento
limitado de ello, atado y cubierto por el velo de la fe.
5 Nuestro amor propio no quiere reconocerlo, y ni siquiera nos damos cuenta de
que nuestro corazón tiene estos temores, pero todo esto es verdad. Tenemos miedo
de que nos guíe por tierras de sombra y de muerte. ¡Señor, necesitamos una revela-
ción de tu amor para rendirnos a ti sin temor!
209
23
El Señor hizo preciosas promesas a los Israelitas. Dijo que
enviaría un ángel delante suyo para guardarles en el camino e in-
troducirles en la tierra prometida. Pidió que el pueblo obedeciera a
este ángel y refrenara sus tendencias de rebelión. Además, les
prometió que el ángel iría delante de ellos contra las tribus extran-
jeras del territorio y las destruiría.
Dios nunca falla en darnos este ángel en la medida que lo
necesitemos. Este ángel es una imagen de aquellos que en su gra-
cia Él nos da como guías en los caminos de Dios. Estos sólo pue-
den guiarnos hasta el lugar preparado para nosotros. Después de
esto, solamente Dios es nuestro guía.
El Señor nos pide respecto a estos hombres de sabiduría que
les obedezcamos y no les rechacemos, porque Su nombre está en
ellos. En otras palabras, tales hombres representan Su persona, lle-
van Su palabra, y actúan en Su autoridad.
211
24
El pueblo se comprometió a obedecer a Dios, y fue hecho un
pacto entre ellos, sellado con sangre. Moisés y setenta ancianos de
Israel subieron al monte Sinaí, vieron a Dios, y comieron y bebie-
ron en Su presencia.
Dios dijo a Moisés que subiera solo a la nube de Su gloria, y
Moisés permaneció allí cuarenta días y cuarenta noches.
Nadie más había alcanzado un estado tan sublime y un amor
tan puro. Moisés era un manantial desde el cual la Fuente se repar-
tía al resto.
Moisés escribió las palabras del Señor, con el fin de dejarlas
para la posteridad. Dios hace que Sus siervos escriban lo que les
ha comunicado acerca de Sus verdades Divinas y ocultas, con el
fin de que estas verdades permanezcan. De esta forma muchos se
beneficiarán de ellas.
Moisés envió a los jóvenes de los hijos de Israel para ofren-
dar sacrificio de paz al Señor. Este es un sacrificio que está reser-
vado para los nuevos creyentes; su sacrificio es paz y dulzura. No
pasa igual con los creyentes avanzados; ellos han de ofrecer holo-
caustos6. Sabemos que existen niveles diferentes entre los hijos de
la gracia. Están aquellos que acaban de llegar al terreno del espíri-
tu y al camino, y están aquellos que se han vuelto niños otra vez
6 Aunque en su Biblia (RVA 1960) usted lea el término “holocausto” en Éxodo
24:5, no obstante este holocausto es una ofrenda de paz; de ahí que al referirnos a
los creyentes más maduros, sí que empleemos el vocablo “holocausto” con todo el
sentido que esta palabra encierra (una destrucción total por el fuego), el cual está
reservado para los postreros.
212
porque han llegado lejos. De igual manera Moisés distingue entre
dos sacrificios —uno de paz, apropiado para los hijos jóvenes, y el
otro de holocaustos, apropiado para el más maduro.
Cuando Moisés leyó la ley, el pueblo enseguida dijo con ple-
na seguridad que la guardarían. Pero él los conocía demasiado
bien como para no apreciar un orgullo secreto en medio de su cer-
teza. Se apoyaban en sus propias fuerzas y no desconfiaban lo su-
ficiente de su naturaleza caída. No buscaban la fidelidad en su
propio manantial —la bondad de Dios.
Moisés roció sobre ellos la sangre que estaba en los tazones.
Esto fue un símbolo de la sangre de Jesucristo, para recordarles
que la ley no podía cumplirse sin la fuerza proporcionada a través
de Su sangre. Deben lavarse y ataviarse con esta preciosa sangre.
El rociamiento de la sangre por parte de Moisés también les con-
firmaba que todo pacto entre Dios y el hombre se establece con es-
ta sangre como telón de fondo. No existe otra base para un pacto
entre Dios y el hombre.
Moisés se encontraba en Dios. Sin embargo, toda la montaña
aparecía cubierta de oscuridad para los demás. Para el observador
que esté fuera, este estado se muestra terriblemente oscuro. Se
puede decir tan poco por parte de aquellos que lo experimentan,
que a los otros les cuesta creer lo que están oyendo —no importa
cuantas señales obtengan— hasta que lo experimentan por sí mis-
mos.
Aunque Moisés ya había intimado con Dios, conversando
familiarmente con Él, aún tuvo que esperar seis días, como si fuera
un período purificador, antes de estar tan cerca de Dios. ¡Cuán pu-
ro es Dios! Al séptimo día Dios llamó a Moisés de en medio de la
nube; y Moisés, al entrar, fue rodeado por completo, y estuvo allí
213
cuarenta días y cuarenta noches. Cuando por fin regresó, estaba
renovado y transformado, portando la gloria de Dios.
Dios procede por niveles, tanto al revelarse a Sí Mismo co-
mo al conferir Su gracia. Él amplía la capacidad de la criatura po-
co a poco, y no de una vez. Obra sólo hasta la medida que su hijo
puede soportar.
Miremos a Moisés. No da un solo paso por sí mismo; no
avanza por su propio movimiento. No se mueve ni un milímetro
hasta que Dios se lo dice, sin embargo se apresura en hacer lo que
ha sido ordenado. Esta es la fidelidad necesaria en el estado de to-
tal pasividad, y más aún en la aniquilación. En este estado el cre-
yente que ha muerto a sí mismo se aplica a todo lo que Dios
anhela de él. No se anticipa a su Señor, ni tampoco se le resiste.
214
25
El Señor empezó aquí a instruir a Moisés en la construcción
del tabernáculo. Vemos los patrones del arca, del propiciatorio (o
trono de la misericordia, o expiatorio) y sus querubines, y del can-
delero.
Este santuario, llamado el Tabernáculo, representa el centro
del alma, y también el espíritu, la morada del Señor. Aquí toma
lugar la unión de Dios y el hombre; aquí la Trinidad habita y se
revela a sí misma. Este diminuto lugar ha de estar reservado sólo
para el Señor. Debe estar vacío de todo lo demás, de tal forma que
el Señor pueda allí morar y manifestarse a Sí Mismo. Este santo
lugar es sólo para Él.
El arca estaba en este santuario; desde ella misma se declara-
ría el oráculo de la palabra de Dios. Hasta ahora Dios había habla-
do con Su pueblo a distancia, sin permanecer en un sitio en
particular. De aquí en adelante Él desea hablar y habitar en medio
de ellos y hacerse conocer y oír a Sí Mismo en el santuario del
centro de sus almas.
El oro fino y puro del propiciatorio denota la pureza que este
centro del alma debe poseer con el fin de que Dios pueda aparecer
y pronunciar aquí Su parecer (Su oráculo). Antes de servir en el
propiciatorio, todo lo que sea terrenal e impuro debe ser purificado
con el fuego. Después debe ser probado bajo el martillo.
Los dos querubines que cubren la mesa propiciatoria son la
fe desnuda y el abandono absoluto. En esto vemos una imagen de
cómo la fe envuelve al creyente, evitando que se examine a sí
mismo. El abandono protege al creyente en el otro lado, evitando
215
que considere su propia pérdida o ganancia —obligándole a aban-
donarse ciegamente. Sin embargo la fe y el abandono también se
miran entre sí, al igual que los dos querubines que cubren el arca.
El uno no puede existir sin el otro en un alma bien administrada; y
la fe corresponde perfectamente al abandono, al tiempo que el
abandono está sometido a la fe.
Cuando el Señor describe los encuentros que tendrá con Su
pueblo, y cómo les hablará desde encima del propiciatorio, quiere
dar a entender que desde ese momento en adelante se hará oír a Sí
Mismo desde el centro del alma, no desde los sentidos externos.
El patrón al que Dios se refiere, que había sido mostrado a
Moisés en la montaña, es Dios Mismo (en quien existen las ideas
eternas de todas las cosas) y Jesucristo, Su Palabra, el cual expresa
estas ideas. Todo lo que se hace para santificación de las almas
debe ser acorde a este modelo.
217
26
En el monte Sinaí, Dios intruyó a Moisés en cómo levantar
el tabernáculo actual, con un velo que dividiera el santuario de lo
santísimo.
Dios deseaba que el santuario estuviese dividido del lugar
santísimo. El santuario es el centro del alma, y el lugar santísimo
es Dios Mismo. Están unidos, pero separados. Están unidos, ya
que el centro está en Dios, y Dios está en el centro. Sin embargo
están separados por una diferencia de estado; porque poseer a Dios
en el centro es algo tremendo; pero que Dios habite en Sí Mismo
para Sí Mismo —este es un nivel aún más sublime.
Este velo de división entre el santuario y lo santísimo tam-
bién representa la división substancial que existe eternamente en-
tre Dios y Su criatura, junto a la inexplicable unicidad que se
establece entre el amor y la transformación que es operada a través
de la aniquilación del alma en sí misma y en su reflujo hacia Dios.
Dios sigue siendo Dios, en verdad algo distinto del alma transfor-
mada, aunque el alma —transformada por la vida Divina y por es-
ta inefable unión— se hace una con Dios7.
7 Juan 17:21; 1ª Cor 6:17
218
27
Este capítulo sigue con los detalles que Dios dio a Moisés en
lo concerniente a la construcción de Su tabernáculo. Dios le dijo a
Moisés que Aarón y sus hijos debían preparar lámparas y mante-
nerlas ardiendo delante del Señor desde la tarde hasta la mañana.
Esta adoración debía ser perpetua para los hijos de Israel. Esta
lámpara puede compararse a la lámpara de nuestro amor por nues-
tro Señor, que siempre ha de mantenerse viva, brillando ininte-
rrumpidamente en su presencia.
220
28
El Señor le describió a Moisés la ropa que Aarón y sus hijos
debían llevar cuando le ministraran. En el pectoral del juicio que
habrían de llevar puesto, se le dijo a Moisés que pusiera Urim y
Tumim. Yo veo el Urim y el Tumim como la Doctrina y la Ver-
dad.
Hay tres cosas que pueden distinguirse en esta cosa misterio-
sa llamada el pectoral del juicio: juicio, doctrina, y verdad. El jui-
cio es menos seguro que la doctrina, o enseñanza, ya que depende
de la persona que juzga. (Aplica a una situación en particular lo
que ha aprendido.) La doctrina es más fiable que el juicio; consiste
en el uso del conocimiento y de la experiencia, por medio de los
cuales juzgamos. Pero la verdad está por encima de todos. Es ne-
cesario atravesar juicio y doctrina para entrar en la verdad —la
realidad de Dios— la cual es la fuente de ambos.
¿Por qué fueron grabadas estas palabras sobre el pectoral?
Para mostrar que nuestra razón es ejercitada mediante el uso de
nuestro juicio; que el juicio se somete y es instruido por la doctri-
na; pero sobre todo, que la doctrina recibe toda su luz de la verdad.
El juicio está en nosotros; la doctrina se comunica a otros para
atraer su obediencia y sumisión; pero la verdad mora en Dios. De-
bemos estar en Dios para estar en la verdad. Por esta razón el Espí-
ritu Santo se llama el Espíritu de verdad.
Dios instruyó a Moisés para que hiciera una lámina de oro
puro y que grabara en ella las palabras, “Santidad a Jehová.” Era
necesario que el nombre de Dios se grabara en la frente, pues este
nombre es el todo de Dios.
221
TODA LA SANTIDAD RECAE SOBRE AQUEL QUE ES.
La frente representa aquí la parte suprema del alma, donde el
creyente lleva este alto y santo nombre de Dios. Si no se obtiene
un estado supremo, en su estado natural el creyente no puede co-
nocer el todo de Dios ni la nada del hombre. Muchos piensan que
tienen este conocimiento, pero sólo lo tienen de una forma superfi-
cial. Únicamente la aniquilación puede traer una convicción expe-
rimental de ello.
¿Por qué añade la Escritura, “para que obtengan gracia de-
lante de Jehová”? Porque Dios no puede oponerse a un hombre
que reposa en la verdad del todo de Dios y en su propia nada. Al
entregar a Dios la justicia a Él debida, se abre a sí mismo al cuida-
do y bendiciones de Dios. Y esta es la verdad que de hecho lleva
en la frente, y de forma simbólica en el pectoral.
La razón humana sólo puede conocer la verdad de Dios de
manera superficial y metafórica.
Dios ha grabado Su verdad en el lugar más santo del alma.
La puso ahí en el momento de la creación. Ante la trágica caída
del hombre, el pecado la eliminó. Pero Jesucristo ha reestablecido
—e incrementado— Su verdad en almas vaciadas de interés pro-
pio.
223
29
El Señor le dijo a Moisés qué sacrificios había que ofrecer, y
cómo. También habla acerca de la unción y preparación de Aarón
y de sus hijos como sacerdotes.
Tanto la sangre como el aceite se usaron aquí para consagrar
las vestiduras sacerdotales. El sacerdote, para ser consagrado a
Dios, tenía que ser ungido. El aceite de la consagración anuncia la
unción del Espíritu Santo. La sangre rociada sobre aquellos que
son escogidos como sacerdotes nos enseña que no pueden tener
otra autoridad más que la dada por Jesucristo. La sangre también
simboliza que, de ahí en adelante, cualquier cosa que se llevara a
cabo se llevaría a cabo en Su sangre. Toda santidad y sacerdocio
debe ser consagrado mediante el derramamiento de este sangre.
Hay algo de especial en el holocausto. Cualquier otro sacri-
ficio tiene algún interés propio mezclado en él; se ofrecen para ob-
tener perdón por los pecados, o bien para ser librado de angustia, o
para aplacar la ira de Dios, o para suplicar alguna gracia a Su bon-
dad. Todos estos sacrificios y sus ofrendantes se guardan algo para
ellos mismos. Es sólo en el holocausto donde todo se consume. Es
este perfecto sacrificio el que representa la aniquilación y el que
sólo le pertenece a Dios. Crea un aroma balsámico, un dulce sabor,
para Dios.
224
31
Cuando el Señor había terminado de hablar con Moisés en el
monte Sinaí, le dio a Moisés una copia escrita en dos tablas de
piedra de todo lo que había dicho, escrito por el propio dedo de
Dios.
Con Su dedo Dios graba Su ley en piedra; lo hace cuando el
creyente ha llegado al estado de profundo descanso en Dios. En
este punto el creyente no tiene otra ley aparte de la escrita en su
corazón. La ley de Dios se ha hecho algo familiar para él. El alma,
al igual que la piedra, recibe la ley escrita por el dedo de Dios.
Ahora depende de Dios Mismo hacer cumplir Su ley en este
santo, a Su buen placer. He aquí un santo inmerso en el puro amor;
y el amor es la perfección de la ley (Mateo 22:40). Por tanto, en
esta etapa, el santo vive en la perfección de la ley, y en su verdade-
ro cumplimiento. El creyente, ya perfectamente sometido a Dios,
no tiene que cavilar sobre la ley. La sigue fielmente en cada punto,
así de sencillo. Está unido a la voluntad de Dios, y está transfor-
mado en esa misma voluntad, superando toda ley gracias al infini-
to e inabarcable amor de Dios.
225
32
Cuando Moisés se retrasó estando en la montaña, los Israeli-
tas pidieron a Aarón que les hiciera ídolos que les guiaran.
Los Israelitas representan al hombre que está abandonado a
Dios y ya muy avanzado en Sus caminos. Sin embargo, vemos que
este hombre aún puede pecar en un área fundamental: la idolatría.
Pudiera ser criticada por hombres doctos al hacer tal afirmación;
por tanto lo explicaré en mayor medida.
La idolatría puede perpetrarse de más de una manera. Sólo
existe un ser que merece adoración, y éste es el Dios único y ver-
dadero. De este modo los hombres cometen idolatría cuando ala-
ban a alguna persona o cosa creada puesta en el lugar de Dios, o
cuando creen en más de un solo dios. (¡Que es lo mismo que no
creer en ningún dios en absoluto!)
Hay otra forma de idolatría más sutil y escurridiza. Alaba-
mos a Dios, pero al mismo tiempo ofrecemos parte de la alabanza,
honor y confianza debidos a Dios a alguna cosa o cosas creadas.
Cuando somos tan injustos con el único y verdadero Dios, de cier-
to estamos adorando a los ídolos al igual que los Israelitas hicie-
ron.
Por ejemplo, Pablo dice que están aquellos que hacen de su
barriga un dios; eso es idolatría. Hay muchas formas similares de
interés propio, mediante el cual amamos algo de esta creación más
de lo que amamos a Dios. Incluso puede que no nos demos cuenta
de ello, pero en realidad estamos alabando a las posesiones, al éxi-
to, o al placer, y de este modo robamos a Dios parte de la adora-
ción que merece.
226
Vemos a los Israelitas, en este punto, rendirse a este tipo de
idolatría. Aman a Dios, pero su amor está mezclado con el propio
interés. Han hecho grandes progresos en la senda del espíritu, en-
tregándose por completo al Señor. Pero ahora han vuelto a sumirse
en sí mismos; al actuar así se exponen a una gran caída.
Hasta ahora, Dios no juzgó con demasiada severidad las mu-
chas debilidades de este pueblo. Por Su gracia, todas sus quejas y
murmuraciones fueron pasadas por alto. Dios continuó bendicién-
doles.
Pero ahora el pueblo comete idolatría; han abandonado su
caminar interno con el Señor. Esta vez no serán capaces de volver
atrás sin un milagro de misericordia. Esta idolatría se comete
cuando extraemos nuestra voluntad de su unión con Dios; toma-
mos la decisión de depender una vez más en nuestra propia fuerza.
Nos cansamos de depender de Dios; dejamos atrás nuestra destitu-
ción y nuestra pérdida en Dios. Tratamos de encontrar, mediante
nuestra propia fuerza y actividad, lo que sólo puede ser hallado en
Dios.
Vemos en el vergonzoso relato del becerro de oro una ima-
gen del creyente infiel que se aparta de Dios y que pasa a depender
de sus propios esfuerzos para obtener la gracia que había recibido
de Dios. ¡El hombre de este relato afirma ahora que ha escapado
de la cautividad por sus propios medios! ¡De ahí que añada la blas-
femia al pecado de la idolatría!
Alabamos a Dios con nuestra mente así como con nuestro
corazón. Alabamos a Dios con nuestra mente al reconocer que sólo
Dios es supremo. El primer paso hacia la idolatría llega cuando el
creyente aparta su mente de la alabanza debida sólo a Dios, y re-
conoce cualquier otro poder soberano fuera de Dios. La alabanza
del corazón es el amor que tenemos hacia Dios. De este modo,
227
cuando un hombre ama alguna cosa aparte de Dios, comete idola-
tría en el corazón.
Tu estado correcto es uno de constante y secreta adoración
de tu Dios, reconociendo Su supremo poder, Su soberanía sobre
todo lo que acontece en tu vida, dejándote llevar por Él sin preo-
cuparte de las consecuencias. Confiamos que Dios cuidará de todo,
siendo conscientes de que estamos sujetos a caer si dependemos en
nuestra propia fuerza. Apartarse de este estado equivale a cometer
idolatría en el espíritu.
Como he dicho, los Israelitas en la base del monte Sinaí re-
presentan un avanzado estado en el caminar del creyente. El cre-
yente que se ha desarrollado hasta este punto no puede pecar más
que en este asunto de la idolatría.
Ya ves, siempre que el espíritu no se substraiga de este des-
canso, ni la voluntad se separe de su unión con la perfecta volun-
tad de Dios, el creyente no puede pecar a pesar de su propia
debilidad. Ambos estados —(1) reposo en la voluntad de Dios y
(2) pecado— son incompatibles. Si peco, inmediatamente dejo de
estar unida a la voluntad de Dios. Si estoy unida a la voluntad de
Dios, no me encuentro en un estado activo de pecado.
Juan expresó esta verdad cuando escribió (1ª Juan 5:18),
“Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pe-
cado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el ma-
ligno no le toca.” Ser nacido de Dios consiste en permanecer unido
a Él en mente y corazón mediante un perfecto abandono. Mientras
el hombre esté en este centro de Salvaguardia, ni el pecado ni el
malvado pueden tocarle. Pero tan pronto como salga de este estado
por medio del interés propio, es traspasado por las saetas del peca-
do y del malvado.
228
Todas las personas experimentadas me entenderán.
Date cuenta de que cuando Dios hace bajar a Moisés para
tratar con los pecaminosos Israelitas, llama al pueblo el pueblo de
Moisés, y no el Suyo, como antes. Esto es a causa de su pecado. En
el momento en que este pueblo había empezado a cometer idola-
tría, se hicieron como animales; cambiaron totalmente, y, per-
diendo toda razón, provocaron la ira de Dios.
Moisés, siendo inocente, se interpone entre Dios y el pueblo
a modo de barrera, para evitar que sople sobre ellos el torrente de
Su cólera. Aquí vemos algo sorprendente. El hombre que está va-
cío de sí mismo tiene un poder hacia Dios —aun un poder para in-
fluenciar a Dios. Y Dios actúa en su provecho, incluso en asuntos
de vital importancia.
Dios casi parece suplicarle a Moisés, “Anda, desciende; dé-
jame solo.” El hombre que es amigo de Dios evita que Su ira se
encienda, como si Dios no fuera omnipotente; porque un hombre
que ha entregado su propia vida, y sólo posee a Dios, en cierto
modo tiene algún poder sobre Él. En aquel entonces el Señor era
en verdad... el Dios de Moisés. Moisés alterca con Él, “Oh Jehová,
¿por qué se encenderá tu furor contra tu pueblo?” Le recuerda a
Dios que ellos son su pueblo, y no el pueblo de Moisés; y le re-
cuerda las grandes bendiciones que ha derramado sobre ellos. Ora
para que todo lo que Dios ha hecho por ellos hasta ahora no haya
de ser en vano.
Moisés ruega al Señor que no destruya a los Israelitas, por-
que entonces los Egipcios podrían decir, “Para mal los sacó, para
matarlos en los montes, y para raerlos de sobre la faz de la tierra.”
229
Al igual que Moisés, los hombres maduros de Dios, al ver la
caída de los santos más jóvenes, oran a Dios con fervor para que
no rechace a Su pueblo a causa de sus pecados.
Una de sus preocupaciones es que este caminar interno con
el Señor sea desprestigiado por sus detractores si aquellos que co-
mienzan ese caminar acaban sucumbiendo. Estos detractores dirán,
“No está bien encomendarse por completo a manos de Dios; puede
llevarse a extremos. Es mucho mejor confiar en los propios esfuer-
zos de uno.”
¡A lo mejor las personas que hacen una afirmación como esa
harían bien en mirar a su alrededor y ver el estado del pueblo que
confía en sus propios esfuezos!
Moisés también le recuerda a Dios acerca de la fidelidad de
Sus promesas. Dios había jurado que si alguno seguía la senda de
la fe pura, llegaría a la Tierra Prometida, que consiste en la unión
con Dios y en Su hacienda real y verdadera. ¡Cuán bueno es Dios,
en contener Su justa venganza ante una simple palabra de uno de
Sus siervos que no tiene interés propio y sólo se preocupa por la
gloria de Dios! Moisés no se queja de las molestias que este pue-
blo le causa a Moisés. No menciona la pena que él soportaría si
tuviera que verles perecer. A Moisés no le preocupa lo que se diga
de él, ni todo de lo que puedan acusarle. Su único temor es que
Dios pueda ser culpado y puesto en tela de juicio. ¡Oh, cuán admi-
rable es un hombre sin propios intereses!
La expresión “desenfrenado” en el versículo 25 bien describe
el estado de este pueblo caído. Ya habían renunciado a su propia
fuerza cuando consintieron en ser conducidos hacia Dios con el fin
de poder vestirse con la propia fuerza de Dios. Así que ahora,
cuando pecan, son doblemente desnudados. Pierden la fuerza de
230
Dios por causa de su pecado, y ahora ya no hallan las suyas pro-
pias para frenar el retroceso.
Para estas personas es difícil volver otra vez al camino inte-
rior. Suegún el autor de Hebreos (Hebreos 6:4-6), “Es imposible
que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celes-
tial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y recayeron,
sean otra vez renovados para arrepentimiento.” Aún pueden ser
salvos, pero para ellos es muy difícil volver a recuperar el nivel
desde el cual han caído. La forma de arrepentirse es muy distinta
de la necesaria para otros pecadores que no están avanzados en los
caminos del Espíritu.
Ahora, sin la fuerza de Dios o la suya propia, están en manos
de sus enemigos. Estos enemigos no podían herir al creyente inte-
rior mientras éste permanecía en Dios como en una fortaleza. Pero
ahora que hallan al creyente sin defensas, estos mismos enemigos
se deleitan en tomar venganza. Desde la puerta del campamento
dijo Moisés, “¿Quién está por Jehová? Júntese conmigo.” Y fueron
los Levitas quienes respondieron a su llamada. Moisés quiere en-
contrar aquellos que, en medio de un pecado colectivo, no se han
dejado corromper por la idolatría generalizada. Les llama a que se
unan a él; toda la tribu de Levi, que más tarde constituiría el sacer-
docio, obedece. Estos sacerdotes del Altísimo, que representan los
creyentes del puro sacrificio, se mantienen en su sacrificio, y no lo
abandonan, aun cuando todos a su alrededor han caído. A través
de la singular fidelidad de los Levitas, se ganan el derecho a unirse
a Moisés en el oficio del sacerdocio.
¡Pero mira el precio de la fidelidad de los Levitas! Se les or-
dena matar a cualquiera que pudiera guiarles a cometer idolatría en
el futuro —incluso a hermanos, amigos, y seres queridos. Median-
231
te este acto los fieles Levitas les muestran a los supervivientes en
qué consiste el verdadero arrepentimiento.
Ese conocimiento, haciendo que los presentes desesperen, les
vuelve a llevar a desconfiar por completo de ellos mismos, y a
perderse a sí mismos en Dios. Sin mirar atrás a su caída, por muy
manifiesta y desmesurada que sea, deben entregarse a Dios para
servirle eternamente. Ahora ven claramente su impotencia.
En este punto, haciendo morir toda sus fuerzas, los creyentes
arrepentidos se deshacen sin misericordia del amor e interés pro-
pios que causaron su idolatría. En esencia se convierten en el ins-
trumento de la destrucción del amor e interés propios. Mediante un
nuevo y puro sacrificio depositan en las manos de Dios el perdón
de su falta, encomendándosela a Su Voluntad —para lo que más
exalte Su gloria, sea lo que sea. No pretenden —ni siquiera
desean— ser afianzados en Su misericordia.
En el versículo 28 y 29 vemos a los Levitas cumpliendo la
palabra de Moisés. Aquel día cayeron ante sus espadas tres mil
hombres.
Los creyentes que toman parte activa en un caída... luego de-
ben entregarse en cuerpo y alma a la misericorida de Dios. La con-
fianza que tengan en Su misericordia les permite arrepentirse y
obtener un perdón de sus pecados. Pero aquellos que hayan llega-
do hasta este punto deben actuar sin interés propio, con el fin de
levantarse de nuevo en arrepentimiento y reponerse de su caída sa-
liendo mejor parados que antaño —fortalecidos en el amor. Deben
ofrecerse a la justicia Divina, dispuestos a aceptar el castigo que se
merecen. Mira cómo se echan encima de la misericordia del gran
amor de Dios, sin pedir un perdón para sus pecados, sino única-
mente solicitando Su voluntad y gloria excelsa. Y Su amor cubre
en un instante multitud de terribles pecados. De este modo sacrifi-
232
can sin misericordia todo interés propio (simbolizado aquí en el
hijo, el hermano, y el amigo).
Este tipo de arrepentimiento, el arrepentimiento del creyente
interior, tiene el poder de hacer volver al alma al estado del que ha
caído. Cualquier otro tipo de arrepentimiento ciertamente podría
asegurar su salvación, pero nunca le reestablecería al estado del
que ha caído. Al contrario, otras formas de arrepentimiento pudie-
ran incluso alejarle más de ese estado, haciendo que el creyente
entrara a mucha mayor profundidad en su propio interés.
Este modo de arrepentimiento, tras la caída de tales creyen-
tes, es difícil. Es extremadamente doloroso para el amor propio,
que aún mora en ellos. De hecho, estos creyentes preferirían antes
ser desollados vivos, bebiendo la condena de su falta y dejándose
devorar por las abrasadoras llamas de la confusión, que sencilla-
mente descansar. No obstante, cuanto más aniquilador sea para el
hombre dicho arrepentimiento, tanto más glorioso es para Dios. Y
ese arrepentimiento es tan puro que, en el momento que el creyen-
te regresa a él, aquel es reestablecido en el estado del que cayó. Lo
que es más, es reestablecido con ventajas de las que antes no dis-
ponía.
Este arrepentimiento es el mencionado en Ec.10:4,
Si el espíritu del príncipe se exaltare contra ti, no dejes tu lugar; por-
que la mansedumbre hará cesar grandes ofensas.
El lugar que le corresponde a cada creyente es ese lugar
donde Dios había situado a ese creyente antes de su caída. (Por
muy miserablemente que hayamos caído, no debemos abandonar
este lugar.) Un devoto de Cristo debe regresar sencillamente a este
lugar y seguir por su camino, confiando en que, si se mantiene en
paz en esta abyecta condición —rendido al plan que Dios disponga
233
para él— Dios aplicará sobre él sublimes medicinas. Por medio de
estos remedios divinos el creyente será sanado de sus pecados, e
incluso verá un aumento de las bendiciones.
Ya que lo que estoy diciendo aquí es de suma importancia,
vosotros guías espirituales, os es necesario entender este consejo,
de tal modo que, en vez de sorprenderos ante las caídas de creyen-
tes avanzados, podáis sostenerlos en su desolación: procurad que
obtengan un nuevo valor, haced que tengan la esperanza de un fe-
liz regreso junto a Dios. Dadles aliento para que sean fieles... no
para que regresen deliberadamente a sus antiguas prácticas, sino
para amar aun su estado actual de confusión para que puedan exal-
tar todavía más la gloria de Dios. De esta manera el creyente hace
un arrepentimiento pacífico y pasivo en el lugar mismo del camino
interior donde cayó.
Así fue el arrepentimiento de David. Como vemos, su arre-
pentimiento fue aceptado de buen grado por el Señor; después de
la caída y del arrepentimiento de David, el Espíritu Santo continuó
hablando por boca de David, y dictándole salmos, igual que antes
de su pecado.
Date cuenta también del arrepentimiento de Pedro. Pedro
negó a su Señor, pero no por eso rechazó la comisión que había
recibido de Jesucristo. (Jesucristo le había escogido para ser el
primero entre los apóstoles.) En vez de eso, unos cuantos días des-
pués se podía ver a Pedro ejercitando su don con coraje divino.
Ninguno de estos grandes hombres abandonó la posición que
Dios les había dado en Su iglesia, a pesar de su pecado. Esto nos
enseña que no es necesario, no importa cual haya sido nuestra
ofensa, abandonar el nivel de vida interior que hayamos alcanzado,
pues el Doctor Divino tiene remedios para todos nuestros males y
estados. Lejos de querer que nos volvamos atrás, tu Señor anhela
234
doblar el ritmo de tu marcha, y que le entregues tu mano con per-
fecta confianza y total abandono. Haciendo esto llegarás aún más
lejos.
Aunque el pecado es el mayor de todos los males, Dios es
capaz de usar aun el pecado para perfeccionarnos.
Por medio de la confusión que el pecado nos produce, y por
la experiencia que nos otorga de nuestra debilidad, el pecado nos
libra (al aplastar nuestra propia existencia y amor propio) de estos
grandes obstáculos interpuestos en nuestra aniquilación, y de nues-
tro fluir hacia Dios. Dios ha permitido que dichas caídas sucedan
en muchos de Sus santos para que luego pudiese guiarlos, incluso
con mayor presteza y firmeza, únicamente hacia Sí Mismo.
Por lo general, el arrepentimiento de personas espirituales
que han caído es muy doloroso porque su caída se lleva la seguri-
dad en vez de ofrecer garantías de aquella. En consecuencia, hay
pocos que sean lo suficientemente fieles como para mantenerse en
un estado tal de incertidumbre. Como resultado, hay pocos que,
tras dichas caídas, sean reestablecidos a su estado. Pero si tú mis-
mo te hallas en esta peligrosa situación, sé firme y constante en
llevar el peso de este yugo. No quieras ser aliviado por tus propios
esfuerzos. ¡Encuentra el Suyo! ¡Menuda ventaja ganarás entonces!
¡Y menuda gloria para Dios!
En el versículo 30 oímos a Moisés decir al pueblo, “Vosotros
habéis cometido un gran pecado, pero yo subiré ahora a Jehová;
quizá le aplacaré acerca de vuestro pecado.”
El carácter de un verdadero pastor es un amor desinteresado.
Moisés —y cualquier buen pastor— empieza recriminando al pue-
blo por su pecado y haciéndoles saber ese pecado. Después habla
235
con Dios para que los perdone, ofreciéndose a llevar, él mismo, la
pena que merecen por crimen tan grande.
¡Oh, cuán admirables son sus palabras! “Señor,” dijo, “te
ruego que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu li-
bro que has escrito.” El libro al que refiere es el Libro de la Vida,
en el cual sabía Moisés que su nombre estaba escrito. Este tipo de
oración fuerza a Dios a perdonar; un amor tan puro y desinteresa-
do obtiene todas las cosas. Pablo, el gran guía de las almas, hizo el
mismo tipo de oración cuando anhelaba ser anatema por la salva-
ción de sus hermanos. Tanto Moisés como Pablo sabían por expe-
riencia cuánto podía conseguir el sacrificio de un amor perfecto.
236
33
Jehová dijo a Moisés, “Anda, sube de aquí, tú y el pueblo
que sacaste de la tierra de Egipto, a la tierra de la cual juré a
Abraham, Isaac y Jacob, diciendo: A tu descendencia la dará.”
Estás dispuesto, Señor, a pesar del pecado, a recompensar a este
pueblo ingrato e infiel. Lo haces a causa de la fidelidad de tu palabra, y lo
haces en favor de la fe, del sacrificio, y del abandono que anteriormente
practicaban. Pero permíteme que te diga, que estas mismas recompensas
son terribles castigos, pues todo lo que sea agradable a los sentidos daña el
espíritu.
Dios siguió diciendo, “Y yo enviaré delante de ti el ángel...
(a la tierra que fluye leche y miel); pero yo no subiré en medio de
ti, porque eres pueblo duro de cerviz, no sea que te consuma en el
camino.”
Vemos que el Señor está deseando dar bendiciones, consue-
los y milagros a Su pueblo, como, por ejemplo, ángeles visibles
que les acompañen en su camino de luz. Un hombre ignorante
puede estimar en gran medida estas maravillas; pero no ve el ho-
rrible castigo que contienen. El castigo es ejemplar. Dios les dis-
pensa todos Sus bienes y de ese modo les priva de Sí Mismo. ¡Qué
terrible amenaza! Qué terrible condición. Sin embargo, ¡un estado
que conocen demasiadas personas!
Llévate todo lo demás, Señor, y danos de Ti Mismo. Con eso
basta.
Este, pues, es el castigo con el que Dios atormenta a un pue-
blo ingrato, carnal, e interesado.
237
Date cuenta que estas palabras, “porque yo no subiré en me-
dio de ti,” expresa el modo en que Dios otorga Sus dones en lugar
de Sí Mismo. Muy a menudo las personas ven tal “bendición” co-
mo una recompensa, cuando en realidad es un castigo.
El Señor sigue diciendo que es a causa de su testarudez que
Él no irá con ellos; si siguiera a su lado, se vería obligado a con-
sumirles y aniquilarles... porque si va con ellos está resuelto a
guiarles por el camino puro y desnudo. Este es el camino por me-
dio del cual podemos seguir avanzando hacia Dios, y Él había vis-
to que eran incapaces de superar esta prueba. La destrucción sería
la inevitable consecuencia.
Y cuando el pueblo de Israel oyó esto, se lamentó, y ninguno
se puso sus atavíos.
El crimen del pueblo no les había arrancado del todo el re-
cuerdo de la verdad, y actuaron con gran sabiduría. Se vistieron de
luto a causa de la decisión del Señor. No dieron ningún valor a los
dones del Señor, y se despojaron de sus adornos, mostrando a Dios
que deseaban ser despojados de todos sus bienes para poder tener
la felicidad de poseerle en medio suyo. Esta es una forma correcta
de actuar con el fin de ganar a Dios.
Dios quería probar a este pueblo, para ver si realmente le an-
siaban a Él, o únicamente ansiaban a Sus dones. Les amenazó con-
sigo Mismo de una manera terrible: “Si subiera en medio de
vosotros siquiera un instante,” dijo, “os consumiría. Ahora pues,
quitáos vuestros adornos (todo lo que quede de Mis favores), para
que sepa qué hacer con vosotros.”
Hay muchos de nosotros que, en un momento así, diría, “Que
el ángel de Dios nos guíe, ¡y conservemos Sus dones! No pasa na-
da si Dios no viene con nosotros.”
238
Esta es, en gran medida, la condición actual de la iglesia.
Pero, en esta ocasión, este pueblo bien instruido hace todo lo
contrario. Por medio de su silencio demuestran que, aunque les
cueste algo, prefieren a Dios antes que cualquier otra cosa; de in-
mediato se despojan de todos sus atavíos.
¿Pero por qué nos dice primero la Escritura que no se habían
puesto sus atavíos ceremoniales, y ahora dice que se despojaron de
sus atavíos? Yo lo entiendo de esta manera. No se ponen las mise-
ricordias que Dios les daba en lugar de Sí Mismo; al contrario, las
desprecian. Y para mostrarle aún más que es a Él a quien desean y
no Sus dones, se despojan incluso de los dones que les quedaba,
que habían recibido con anterioridad. Con tal de que Dios les guíe,
prefieren antes la aniquilación que todo lo demás.
No acababan de efectuar esta exfoliación cuando Moisés le-
vantó ante ellos el tabernáculo del pacto, como para asegurarles de
que Dios Mismo les acompañaría. Tan pronto como Moisés hubo
entrado en el tabernáculo, el Señor Mismo se le apareció allí y, al
igual que antes, hablaba desde la nube.
Estos pobres criminales encontraron su refugio en el taber-
náculo; allí pedían a Dios todo lo que necesitaban. Por la columna
de humo sabían que Dios estaba con ellos, e inmediatamente ado-
raban desde sus tiendas —esto es, desde el lugar de reposo. Aquel
que está rendido en lo profundo sabe cómo adorar en todo lo que
hace sin abandonar su reposo. Esta forma de adoración es más per-
fecta que ninguna.
El pueblo adoraba desde lejos, puestos en pie; porque la per-
fecta adoración, hecha en espíritu y en verdad por medio de la fe y
el amor, salva toda distancia y no depende de ninguna condición o
posición del cuerpo en concreto. La adoración y los adoradores
239
suben hacia Dios. Sin embargo, aunque esta adoración del pueblo
arrepentido estaba muy adelantada, no se acercaba a la de Moisés.
Este escogido y excepcional amigo de Dios habla con Dios
cara a cara, en la más íntima de todas las uniones, elevada por en-
cima de las facultades humanas. Por el bien esta amistad, Dios
elevó la capacidad de este hombre y se rebajó a Sí Mismo. Ahora
Dios y un hombre hablan cara a cara. Dios trata a Su amigo de un
modo tan familiar que podría compararse a la forma en que nos
comportamos con nuestros más íntimos amigos. Dios no esconde
nada de él.
Cuando Moisés volvió al campamento, Josué no se apartaba
del tabernáculo. Es costumbre en los santos que son jóvenes, aque-
llos que acaban de entrar en el camino interior, mantenerse de con-
tinuo en la oración; están tan extasiados con la presencia de Dios
que no pueden zafarse de ello. Un amor dulce y penetrante, afe-
rrándose a estos creyentes ardientes, les mantiene enterrados en sí
mismos. La fuerte y viva presencia de Dios que les llena, les re-
cluye con tanta fuerza en sí mismos (como en un tabernáculo) que
no quieren marchar.
El director que es sabio, siguiendo el ejemplo de Moisés, les
deja en sus oraciones, pues aún no ha llegado el tiempo de sacarles
de ahí.
Ahora Moisés oró para ver el rostro del Señor, para conocer-
le, y para hallar gracia ante Sus ojos; y oró para que el Señor pu-
diera mirar favorablemente a Su pueblo.
Esta oración de Moisés puede parecer atrevida, insultante pa-
ra Dios... y lo que es más, ¡totalmente inútil! Cierto, la oración de
Moisés podría llamarse atrevida; pues, ¿qué hombre mortal podría
aspirar a tener una visión clara de Dios? Dicha oración podría con-
240
siderarse insultante para Dios, puesto que el que está orando asu-
me que Dios revela Su semblante (aunque algunos digan que Dios
no hace una tal cosa en esta vida). Y, por último, esta oración po-
dría tacharse de inútil, ya que la Escritura dice que Dios ya había
hablado cara a cara con Moisés. Pero la oración de Moisés no es
ninguna de aquellas.
La petición de Moisés en esta ocasión era justa, puesto que
no estaba actuando por cuenta propia, sino por una gran nación de
personas interiores. Moisés quiere de verdad saber (al igual que su
pueblo) si Dios Mismo, y no Su ángel, les habrá de guiar. Tratan
de tranquilizarse sabiendo que sólo Dios será su guía en el viaje
hacia Él Mismo a través de la senda amenazadora que aún tienen
que recorrer. (Esta senda se está volviendo más peligrosa cuanto
más cerca está el fin.)
Moisés deseaba ver si Dios guiaría a este pueblo. Quería sa-
ber si Israel había sido reestablecido en la gracia; y deseaba juzgar
el peligro que entrañaba este camino que iban a tomar. Moisés de-
be ver también el rostro de Dios —tener una vista y entendimiento
claros acerca de las palabras que ha oído— de modo que pueda
enseñar esas palabras sin error.
Es curioso que un creyente pueda disfrutar y entender algo
por sí mismo, y no obstante estar falto de luz y facilidad de expre-
sión para hacer que otros lo entiendan. Pablo estableció una distin-
ción entre dos dones diferentes: el don de hablar en distintas
lenguas, y el don de interpretar esas lenguas. Y entre los dones del
Espíritu Santo, existe una gran diferencia entre la sabiduría, el en-
tendimiento, y el consejo.
La sabiduría es el discernimiento de las verdades Divinas al
degustarlas por medio de la experiencia. El entendimiento permite
que puedan ser bien comprendidas. Pero el consejo es la habilidad
241
de expresar a otros claramente las verdades Divinas. Por esta
misma razón dijo Pablo que el semblante mismo de Dios le había
sido revelado; “por tanto, nosotros todos,” dijo, “mirando a cara
descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos trans-
formados de gloria en gloria en la misma imagen.”
Vemos otra vez que Moisés no estaba pensando en sí mismo
mientras oraba, cuando añade, “Mira que esta gente es pueblo Tu-
yo; pues es por su causa que hago esta petición.”
Dios sigue diciéndole a Moisés que tiene la especial protec-
ción de Dios. Promete a Moisés un lugar de descanso. En otras pa-
labras, el propio Moisés siempre encontrará a Dios, siempre tendrá
descanso en Él; no tiene que angustiarse por otras cosas.
Pero el gran corazón de Moisés, olvidando todo interés pro-
pio y sólo pensando en su rebaño, rehusa tener esta ventaja. Sigue
rogándole a su Dios. Moisés protesta que si no ve a Dios marchan-
do ante su pueblo, no puede permitirles que salgan de este lugar.
Moisés pidió al Señor, “¿Y en qué se conocerá aquí que he
hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en que tú andes con
nosotros, y que yo y tu pueblo seamos apartados de todos los pue-
blos que están sobre la faz de la tierra?”
¿Qué esperanza de perdón tendremos? ¿Cómo tendremos victoria
sobre nuestros enemigos? ¿Cómo podemos andar confiadamente si Tú
Mismo no vienes con nosotros?
¡Un discípulo del Señor prefiere antes perderlo todo que per-
der a su Dios! ¡Cuán a salvo estamos cuando andamos bajo el li-
derzgo de Dios! Mas si andamos en cualquier otro camino,
estamos expuestos a multitud de peligros.
242
Dios le concede a Moisés lo que pide, pues le conoce por su
nombre: un pastor fiel y legítimo, lleno de amor desinteresado. A
causa del amor puro y apasionado de Moisés, Dios no puede rehu-
sarle nada. Esto es lo que Dios llama “hallar gracia en Sus ojos.”
Sin embargo, en esta ocasión sólo le concede a Moisés victoria so-
bre sus enemigos. Esto no quiere decir que no concederá lo restan-
te; pero a Él le agrada hacerle esperar y anhelar un premio tan
prodigioso, que merece la pena sufrir para ganar, y merece buscar-
se con un deseo ardiente.
Un hombre así no se contenta con una recompensa limitada o
una recompensa terrenal. Moisés suplica de nuevo el mismo favor,
aunque se expresa de forma diferente. “Te ruego que me muestres
tu gloria” dice, como queriendo decir, “No me contentaré hasta
que vea tu gloria, y lo que eres en ti Mismo.” Dios promete a Moi-
sés que le mostrará toda Su bondad. En realidad Él Mismo es el
bien más alto, y el centro de todo lo bueno.
La respuesta de Dios, no obstante, parece conllevar una
afrenta con Moisés por formular rogativas tan ardientes. Le dice:
“Tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente
para con el que seré clemente.” Pero, Moisés, no dejes que esta
aparente rudeza te aleje. La verdad es que este será para ti un bien
mayor que todos los cuidados precedentes. Es, ciertamente, una
señal de que el Señor, en Su gran amor hacia ti, te concederá todo
lo que desees.
Cuando Dios promete sus bendiciones a Sus siervos, Él otor-
ga esas bendiciones junto a miles de muestras de afecto; pero...
concede el mayor de los bienes cuando aparentemente rechaza.
Cuando Dios rechaza exteriormente, es para poder introducirse in-
teriormente. Por ejemplo, cuando Jesucristo rechaza a la mujer ca-
nanea, únicamente lo hace para escucharla con mayor compasión.
243
El hombre natural debe ser destruido en sí mismo antes de
que pueda ser recibido en Dios. Debe saber que sólo puede mirar a
la bondad pura de Dios en busca de esta gracia inefable. En térmi-
nos de Pablo (al explicar este mismo versículo), “Así que no de-
pende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene
misericordia.”
Dios le dice a Moisés que no puede contemplar su rostro,
porque no le verá hombre, y vivirá.
Dios rechaza la petición de Moisés. Al hacerlo, le instruye en
la actitud necesaria para el disfrute total de Dios. Nadie que no es-
té verdaderamente muerto a toda vida propia puede ver a Dios —
de hecho, nadie que no esté muerto a todo lo que no sea Dios. Por
eso no dice, “nadie me verá si no muere”, sino “nadie me verá, y
vivirá.” Quiere que entendamos que para llegar a este supremo go-
zo, no basta una muerte —ni muchas. No debe quedar ni la más
mínima partícula de vida propia.
Hay varias muertes espirituales, todas necesarias para la pu-
rificación del alma —la muerte de los sentidos, de las facultades, y
del centro. Cada una de estas muertes sólo se produce por la pér-
dida de muchas vidas; ya que hay muchos apegos y apoyos natura-
les que sostienen la vida propia del hombre. Con el fin de ver a
Dios, de estar unido a Él mediante la más íntima de las uniones...
el creyente debe estar completamente privado de todas estas vidas.
Si la llama santa del amor no aniquila nuestros apegos y apoyos
naturales en esta esfera terrenal, el fuego purificador debe devorar-
los en la esfera espiritual.
Entonces el Señor le ofrece un lugar a Moisés en una roca
desde donde pueda ver a Dios de espaldas, después de que haya
pasado.
244
Este lugar donde disfrutar a Dios se encuentra cerca de Él;
más aún, este santo lugar está en Él Mismo... y es Él Mismo. Con
el fin de poseer este inestimable tesoro, debemos estar establecidos
sobre la roca de la inamovible naturaleza de Dios. “Cuando pase
mi gloria,” dice el Señor, “te cubriré con la mano de Mi protec-
ción, para que así puedas soportar un favor tan grande como este,
que de otra forma te consumiría. No obstante, sólo me verás como
a través de una pequeña abertura, o una hendidura de la peña”...
(lo cual representa el punto más sutil del espíritu).
“Cuando este majestuoso estado de Mi gloria, la cual sólo
puede ser vista en esta vida como un destello de luz, haya pasado,
retiraré Mi mano, que te protegía de ver Mi gloria (a no ser que tu
alma se separase de tu cuerpo; porque tu armazón natural es dema-
siado débil para sobrellevar el peso de dicha gloria). ¡Entonces me
verás! Entonces de alguna manera comprenderás, al vislumbrar
fugazmente Mi Divinidad que te daré, que YO SOY EL QUE
SOY, y que en Mi está... todo.”
A Moisés le fue permitido ver a Dios de espaldas. Moisés só-
lo verá lo que puede ser comprendido por un hombre —incluso un
hombre levantado a su estado más sublime. Siquiera en un estado
elevado, solamente puedes percibir la superficie de lo que Dios es.
245
34
Dios ahora le dice a Moisés que alise dos tablas de piedra
como las que fueron quebradas, de forma que pueda escribir de
nuevo sobre ellas.
Dios mira a Moisés con una dulzura y atención singulares al
permitir ser visto por él; pero Su ley será escrita en tablas de pie-
dra con la condición de que no serán quebradas de nuevo. Dios
muestra aquí que anhela grabar Su ley en corazones que, debido a
su perseverancia, están en un lugar fuera del alcance de la infideli-
dad.
Moisés, cuando saborea la felicidad de contemplar a Dios en
la montaña, expresa el gozo de un hombre que recibe un don como
ese. Sus palabras nos indican que aquellos que son visitados por
Dios en su centro del interior, al sentir estas deliciosas caricias, só-
lo pueden dejar que el fuego de su8 propio amor (con el cual son
encendidos) se evapore en miles de alabanzas que ofrecen a su
Dios. Aquí hay una imagen de la novia recibiendo su más nítido
conocimiento del Señor. Él se revela a ella. Ella le llama Señor,
Dios, verdadero, misericordioso, sufrido. No puede alabar lo sufi-
ciente Sus cualidades divinas; las ama a todas por igual, Su justicia
así como Su misericordia, Su poder así como Su virtud. Como ella
le mira intensamente sin interés propio, se embelesa en el hecho de
8 El Señor nos permite contemplarle. Esto no quiere decir que lo que veamos sean
sus dones. Por eso lo que en realidad enciende el corazón de aquel que ve a Dios,
no sea el Amor propio de Dios, sino el amor que brota de su interior (Viene de la
página anterior) ... hacia el Dios que ha permitido contemplar Sus atributos (no sus
dones).
246
que estas son las perfecciones de Su Dios resplandeciendo sobre Sí
Mismo, o también a causa de Sus hijos.
Moisés hace uso de este momento de bendición para obtener
lo que anhela. Primero adora a Dios; luego le suplica que guíe a Su
pueblo, de forma que, como dice Moisés, “Puedas perdonarnos y
tomarnos por heredad.” El más claro indicio del perdón de los pe-
cados es ser poseído por Dios y poseerle a Él dentro de uno mis-
mo, pues Dios no puede morar donde exista pecado. Cuando Dios
perdona los pecados, debe volver a tomar posesión del corazón y
reestablecerlo en Él como estaba antes de su muerte en el pecado.
Dios promete a Moisés lo que desea. También asegura a
Moisés que Dios tiene bendiciones para él aún mayores que todo
lo que ha haya recibido hasta ahora. Cuando Dios anhela habitar
dentro de nuestros espíritus, debemos ser desnudados, mediante el
obrar de Dios en nosotros, de todo cuanto poseamos. Pero cuando
Dios, que es la fuente de toda bendición, ocupa su morada junto a
nosotros, trae con Él bendiciones que no se parecen en nada a lo
hayamos experimentado jamás. Dichos dones, al igual que los ata-
víos de Su atrio interior, sin Él no pueden existir.
Dios amonesta a Moisés que no haga pacto de amistad con
los habitantes de la tierra en la que están a punto de entrar. De esta
manera, Dios aconseja a los que le buscan que no tengan nada más
que ver con aquellos que viven en sí y para sí mismos. Para los
creyentes existe aquí el peligro de que puedan ser apartados de su
estado de pérdida en Dios, de que puedan seguir el ejemplo de es-
tos compañeros indignos y volverse a sí mismos. Esto conllevaría
su ruina.
Dios vuelve a ordenar a los Israelitas que no adoren a ningún
otro Dios, como últimamente han hecho; pues Su nombre es Celo-
so, Dios celoso es.
247
Oh mi Dios, ¡santo celo tienes por el corazón y el espíritu de tus
criaturas! Tú quieres que sólo sean tuyos y que nunca más se dejen seducir
por ninguna idolatría.
En el versículo 16 vemos que Dios advierte a los Israelitas
que no se casen entre sí con los pueblos que encontrarán en la tie-
rra prometida —y da buenas buenas razones. Dios usa el símbolo
de casarse entre sí para representar la idolatría; incluso llama a la
idolatría fornicación. Al igual que el pueblo de Dios sólo debe per-
tenecer a Dios, nosotros, como pueblo Suyo, únicamente debemos
ofrecerle a Él nuestro corazón. En el momento en que alejamos
nuestros corazónes de Él y los entregamos a cualquier otra cosa,
cometemos adulterio. Santiago está hablando de lo mismo cuando
clama, “¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo
es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo
del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Santiago 4:4).
Cuando Moisés bajó de la montaña, el fulgor de su rostro era
una señal visible de su fluir hacia, y sublime transformación en
Dios Mismo. La plenitud de este experiencia se desbordó, hacién-
dose incluso palpable en su apariencia física.
Sabiamente, Moisés, que había destapado su rostro delante
del Señor, tapó de nuevo su cara cuando hablaba al pueblo. Su
conducta aquí es un ejemplo para nosotros, para mostrarnos que
personas de este nivel no deben hablar acerca de los secretos que
les son revelados, ni acerca de lo que experimentan, con otros que
no hayan tenido experiencias similares. Un conocimiento así sólo
asustaría y daría pie al rechazo a creyentes que no están en dispo-
sición de entender. Estos secretos sólo han de conocerse por Dios
y por aquellos a quienes han sido revelados. Para otros, todo está
oculto tras un velo, imperceptible por su espíritu (por muy percep-
tivos que ellos mismos crean ser). Si este velo se levantara, no po-
248
drían resistir el esplendor que irradiaría una persona que ha sido
inmersa en la gloria de Dios.
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35
El Señor ordenó a los Israelitas que no encendieran fuego en
sus moradas el Día de Reposo. Este mandato habla acerca del re-
poso que debe disfrutarse por parte de aquellos que hayan entrado
en el día de reposo de Dios. No deben hacer nada por sí mismos,
sino simplemente mantenerse como están, guardados por Dios.
Encender el fuego significa fomentar un pequeño afecto, pa-
ra guardar en calor ese sentir del amor de Dios. Esto se permite en
aquellos que no han alcanzado este descanso total en Dios. Para
ellos aún es necesario mantenerse activo y sustentarse por medio
de algún tipo de señal; pero esto ya no debe hacerse en el Día de
Reposo (en el estado de reposo en Dios). A estas alturas, hacerlo
implicaría violar la santidad del sabbath, interrumpiendo el des-
canso de Dios.
Los que estéis llamados a este descanso santo, entrad, y que-
dáos ahí sin miedo. Ten respeto por la majestad de Dios, que desea
ser adorado en perfección dentro de ti por medio del silencio y del
reposo. Recuerda que éste es el sabbath que nos queda por la ley
de la gracia, como dice Pablo en Hebreos 4:9. Una vez que voso-
tros, pueblo de Dios escogido de entre todos, hayáis sido introdu-
cidos en este sabbath, seguid celebrándolo. Ni siquiera la muerte
os separará de este estado, porque el sabbath de Dios es eterno.
Ahora el Señor pide que el pueblo le haga una ofrenda; y les
pide que den con un corazón dispuesto. Estas primeras ofrendas
que Dios demanda son las primeras buenas obras. Este es el co-
mienzo de la vida espiritual la cual, recién nacida para el amor de
Dios, podemos consagrar a Él, pues es un acto que puede salir de
251
nosotros. Todas nuestras acciones deben estar remitidas a Dios, sin
retener cosa alguna para nosotros mismos. Por medio de esta
ofrenda voluntaria de todo lo que está en nuestro poder, Dios san-
tifica y consagra para Sí Mismo todo lo que resta, puesto que le
hemos hecho una donación libre de nuestra voluntad. De tal forma
posee Él absolutamente toda nuestra persona que, de ahora en ade-
lante, trata con nosotros como trata un Rey con Sus súbditos lea-
les.
Este es el camino más corto y seguro (quizás debería decir el
único camino) para adquirir la perfección: abandonar tu corazón al
poder de Dios, para que Él pueda hacer con tu corazón lo que a Él
le agrade. Una persona lo suficientemente generosa como para ha-
cer esto, se libra de sí misma. Y al deshacerse de sí misma, ¡se qui-
ta de encima el mayor enemigo de su perfección! Ahora que está
felizmente puesta en las manos de Dios, ha perdido todo poder so-
bre sí misma.
Pero sólo ha perdido su poder al entregárselo voluntariamen-
te a Dios. No podía un hacer uso mejor de su voluntad que devol-
viéndola y consagrándola a su Dios (que fue quien primeramente
le dio libertad.) Esto no quiere decir que no pueda reclamar su li-
bertad por medio de la infidelidad. Hay muy pocos que hagan de
ello un verdadero regalo. La mayoría se reservan algo para sí.
Pero si este perfecto sacrificio se hiciera de una sólo vez, se-
ríamos perfectos en ese instante mismo; en realidad no puede sub-
sistir imperfección alguna en el lugar donde la voluntad de Dios
reina y actúa sin resistencia.
Estas ofrendas naturales son una imagen de los sacrificios
espirituales que Dios desea de nosotros; y muy felices son aquellos
que ofrecen dichos sacrificios con contentamiento y entendimien-
to.
252
Sólo es necesario ofrecer al Señor estas primicias de nuestra
voluntad y el libre derecho que tenemos sobre nosotros mismos,
para que Él haga en nosotros la obra del tabernáculo. Dios, por
mano de Moisés, en este desierto (y durante el tiempo de descanso
que Su pueblo disfruta allí), instruye a todas las personas espiritua-
les en el camino que han de tomar para tener éxito en la obra de su
madurez cristiana; y quien tenga suficiente entendimiento para po-
der penetrar estas sombras, contemplará con deleite esta senda.
El tabernáculo es el habitáculo de Dios. A partir del momen-
to mismo en que hayamos rendido a Él nuestros derechos, es Él
Mismo quien construye esta morada dentro de nosotros. Sólo ne-
cesitamos apartarnos de lo creado, mediante un apacible, pero fir-
me, control de nuestros pensamientos y corazones. Nos apartamos
de lo creado para así vivir solamente con Dios en el medio de
nuestro espíritu. Sólo tenemos que levantarnos por encima de
nuestra propia flaqueza y zambullirnos en Dios, para encontrar allí
todo lo que necesitamos. Entonces Dios empieza a llevar a cabo
Su obra en nosotros.
¡Él es pródigo en recursos! Hace uso de todo lo que esté a su
alcance con el propósito de construir Su palacio interior. Él hace
que todo ayude a bien a los que le aman y a los que conforme a Su
propósito son llamados (Romanos 8:28). Incluso utiliza las malas
intenciones de todos aquellos que se oponen a nosotros. Estas ma-
las intenciones hacen las veces de martillo, para alisar el exterior
del edificio de Dios por medio del sufrimiento que nos causan.
Mientras tanto Dios Mismo trabaja por dentro y contruye allí Su
tabernáculo.
Para que esto suceda, repito: Debe ofrecerse todo libremente
y con un corazón abierto. La Escritura dice que todos los Israelitas
ofrendaron voluntariamente. Esto muestra que Dios nunca viola
253
nuestra libertad. Cuando trata con nosotros Él usa el amor, de mo-
do que le entreguemos libremente lo que tengamos para ofrecer.
255
36
Todo lo bueno tiene su tiempo y período para llevarse a buen
término9. ¿Puede haber algo mejor que ofrecer a Dios que aquello
que uno posee? ¿Por qué dice la Escritura, en el versículo 5, que
los Israelitas ofrecen aquí más de lo necesario? La explicación re-
side en que una vez que hemos ofrecido libremente a Dios nuestra
voluntad, no es necesario volverla a entregar; ¡ya no es nuestra!
Nos veríamos obligados a aceptar la devolución del talento para
volverlo a dar.
No obstante, podrías decir que siempre podemos ofrecer
nuevas virtudes. Es cierto que siempre podemos ofrecer nuevos
frutos —siempre y cuando poseamos el árbol. Mas cuando hemos
renunciado a la raíz, sería ridículo desear aún ofrecer los frutos del
árbol. Obviamente los frutos ahora pertenecen al dueño de la raíz,
y no podemos ofrecerlos de nuevo sin aceptar la devolución de
nuestra concesión de propiedad.
Sin embargo es normal ver a jóvenes creyentes seguir ofre-
ciéndose al Señor. Hay muchas razones para que un joven creyente
haga esto: Quizá el talento no se ofreció en toda su perfección
desde un principio. Quizá el creyente desee renovar su compromi-
so tras haberse retractado de ese compromiso a causa de infideli-
dad. A veces la repetida entrega del talento simplemente es un
rebose de amor que surge de un corazón lleno, que se complace en
confirmar todo lo que el creyente ha hecho por su Dios. Por últi-
mo, Dios Mismo, a quien le apasiona ver este sacrificio de amor
9 Lo bueno al final siempre llega. El tabernáculo será construido.
256
muchas veces renovado, puede haber pedido al creyente esta con-
firmación en la entrega de su talento.
Moisés mandó pregonar por el campamento que no habría
más ofrendas, pues se había reunido lo suficiente para el proyecto
que tenían entre manos. De hecho, aun sobraba.
Moisés, un líder sabio y bien instruido en los caminos de
Dios, prohibe a hombres (símbolo de Cristo) y mujeres (símbolo
de la Iglesia) ofrecer más talentos. La ofrenda del yo que ha sido
hecha es suficiente para dejar a Dios actuar, y para construir Él
Mismo Su santuario, según Su propósito eterno.
Ya se habían excedido en el mandato que Dios había dado.
El amor hacia la propia actividad a menudo nos lleva a entregar-
nos cuando —para ser precisos— no deberíamos hacerlo más. Este
“darse de nuevo” sería eterno si los que están al frente no nos ad-
virtieran en su contra, con paciencia y firmeza; o si Dios (haciendo
uso del derecho adquirido sobre nosotros a través de nuestra
ofrenda voluntaria) no nos incapacitara para hacerlo, debilitando
nuestras habilidades y minando nuestras fuerzas.
258
40
Tan pronto como termina la obra del tabernáculo, conforme
al propósito de Dios, Él viene de inmediato a llenarlo con Su pre-
sencia, con signos manifiestos de que Su Majestad reside allí. De
igual forma, tan pronto como nuestro interior ha sido preparado
como Dios quiere, Él llega para morar allí. Viene envuelto en un
manto, de manera que sólo por la fe podamos reconocerle. Aunque
esta nube no es Dios, Él está dentro de la nube.
Cuando este tabernáculo interior, o centro del alma, es lleno
de Dios Mismo, ninguna otra cosa puede entrar —ni siquiera cosas
que parezcan muy, muy santas. Todo lo que es de Dios se desinte-
gra en Dios a medida que Él se acerca, y no puede distinguirse; y
todo lo que no es de Dios se queda fuera.
El santuario interior debe estar completamente vacío para
que la majestad de Dios pueda llegar a morar dentro de ti. Que
Dios así te halle en ese Día.
FIN