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André Glucksmann LOS DOS CAMINOS DE LA FILOSOFÍA Traducción de Nuria Viver Barri Colección dirigida por Josep Ramoneda con la colaboración de Judit Carrera 82

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André GlucksmannLOS DOS CAMINOS

DE LA FILOSOFÍA

Traducción de Nuria Viver Barri

Colección dirigida por Josep Ramonedacon la colaboración de Judit Carrera

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Título original: Les deux chemins de la philosophie

1.ª edición: abril de 2010

© Plon, 2009

© de la traducción: Nuria Viver Barri, 2010Diseño de la colección: Estudio ÚbedaReservados todos los derechos de esta edición paraTusquets Editores, S.A. - Cesare Cantù, 8 - 08023 Barcelonawww.tusquetseditores.comISBN: 978-84-8383-233-2Depósito legal: B. 9.267-2010Fotocomposición: Foinsa-Edifilm, S.L.Impresión: Reinbook Imprès, S.L.Encuadernación: ReinbookImpreso en España

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, dis-tribución, comunicación pública o transformación total o parcial deesta obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de ex-plotación.

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Índice

Apostilla sobre el uso de la palabra filosofía . . . .00.007

Primera parte: Elementos para un manifiestosocrático1. Confesiones de un filósofo de las calles . . .00.0112. La falta de arrepentimiento de

Martin Heidegger . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .00.0323. El soliloquio del portaplumas . . . . . . . . . . .00.058

Segunda parte: Los cuatro retos4. Pensar libremente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .0.00755. Aprender a morir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .0.01156. Aprender a amar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .0.01447. Querer sobrevivir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .0.0184

Tercera parte: La divina ironía8. Eros ironista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .0.02239. El Dios de la filosofía . . . . . . . . . . . . . . . . .0.0234

Posfacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .0.0243

ApéndiceNotas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .0.0249

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Apostilla sobre el usode la palabra filosofía

Hace cerca de medio siglo, iniciar estudios de filoso-fía en la Sorbona servía para conseguir grandes cosas, acondición de que se cambiara de camino. Esta discipli-na incierta y blanda no tenía buena prensa, se preferíanlas ciencias «duras», exactas, precisas. Una vez realiza-do el curso universitario tradicional, era conveniente to-carse con un gorro de experto: lingüista, etnólogo, mate-mático, estructuralista, epistemólogo, psicoanalista o, sino había más remedio, sociólogo. Hoy, el giro parececompleto, la etiqueta «filósofo» realza como una distin-ción exquisita la materia bruta de nuestras actividadesprosaicas; ¿acaso no preguntamos con respeto sobre la«filosofía» de una campaña electoral o de una reformadel calendario escolar?

¿Se trata de un simple efecto de moda tan volátilcomo el ciclo alterno de falda corta y vestido largo? Estelibro se inclina más bien a apostar por un cambio deépoca. Ayer, tanto la ciencia rigurosa como las revolucio-nes radicales ofrecían un punto de vista exterior y domi-nante sobre el curso habitual de las cosas y los aconteci-mientos. Hoy, nuestro universo ya no tiene exterior,nuestros cientificismos y sus inalterables determinismossuenan anacrónicos, mientras que el revolucionarismono consigue implantar, como en 1930, un espejismo creí-ble de socialismo (nacional o internacional) frente a la

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nueva crisis mundial del capitalismo. Estamos hartos deCatay, eldorados rojos o exóticas antípodas. La existen-cia planetaria ya no se deja examinar y calibrar desdeotra parte privilegiada; China o Brasil, convertidos enpartes interesadas y activas de nuestro entorno, partici-pan en su suerte. La humanidad está encerrada en símisma, no hay ninguna posibilidad de salir de ella so-brevolándola por completo. ¿Es conveniente ceder alqué dirán que hay en el ambiente? Quien se niega se en-cuentra con la filosofía, oposición interior al reino de laopinión. Parece el momento adecuado para reconciliar-se con el imposible señor Sócrates.

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1Confesiones de un

filósofo de las calles

Aunque me dan por muerto hace dos milenios y me-dio, aceptad que vuelva a tomar la palabra a través de untercero. Mi portaplumas, el pobre, se verá acusado deabuso de confianza al querer aliñar sus ensaladas con unnombre que todavía se considera prestigioso. Que seconsuele, no he dejado ningún escrito, ni una grabación,por supuesto, que cada uno se talle un Sócrates a su medi-da o a su desmedida. Confieso que estos embrollos meproporcionan un vivo placer.

Ya en vida, obligaba a mis interlocutores a volversehacia sí mismos («conócete a ti mismo») y a expresar susconvicciones más ancladas, a menudo las mejor disimu-ladas. Según todas las probabilidades, heredé este talen-to de mi madre comadrona. En ultratumba, mis voltere-tas se extienden hasta el infinito, y cada uno puededisponer de un Sócrates a su imagen. Prueba de que mifamosa «mayéutica», ese arte de hacer dar a luz a lasmentes, funciona post mortem. Vuestros austeros histo-riadores de las ideas han intentado a cualquier preciohacer caso omiso de la contradicción de los testimoniosy la multiplicación de las interpretaciones para fijar al«verdadero» Sócrates, un Sócrates tal que el examen«objetivo» de mis hechos y gestas pueda calificar. ¡Muymal! Forzoso es constatar que vuestros expertos no se hanentendido mejor que mis contemporáneos para plasmar

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mi retrato, porque como «un duque de Guisa que a gui-sa de disfraz usa un farol de gas», me escurro entre losdedos de cualquiera que quiera hacerme una ficha deidentidad.

Sin embargo, no he ocultado nada. Mi estado civil esde dominio público, pero no esclarece en absoluto losmisterios de una influencia de varios milenios. Nací ha-cia el año 469 a.C. y fallecí a los setenta años, hacia 399.Mi padre era escultor o tallador de piedra. Mi madre, co-madrona. Yo, ciudadano de Atenas, humilde pero nodesharrapado, hice el servicio militar como hoplita, asíque tenía la posibilidad material de pagarme el equipo.Tuve dos hijos de mi esposa Jantipa, famosa por su ca-rácter desabrido. A lo largo de mi vida, recorrí la ciudad,platicando, interpelando a jóvenes y viejos, interrogandolibremente tanto a los grandes personajes como a losbrutos, cultivando furiosamente una virtud de las másextendidas entre nosotros, la «parresía», un gusto por lafranqueza, sin prohibiciones ni tabúes, compartido porel conjunto de mis conciudadanos. Adquirí cierta noto-riedad llevando este talento al extremo.1

En 423, cuando ya tenía más de cuarenta años, fuiestigmatizado por el más grande de nuestros autores có-micos; Aristófanes, el tacaño, me representaba comoeducador perverso, sin fe ni ley, vertiendo la hiel de lamordacidad en la cabeza de las jóvenes generaciones. A decir verdad, el inventor de la comedia antigua exage-raba para poner de su lado a los burlones. En realidad,un círculo de amigos apreciaba la discusión y saboreabamis provocaciones; entre ellos, se encontraban muchosadolescentes bien nacidos y afortunados, todos con fruc-tuosas carreras, como Platón. Este último acababa defestejar sus veinte años cuando, en 408, nos encontra-mos por primera vez. Desde entonces, no me abandonó

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y, después de mi muerte, dedicó su obra, sus famosos«diálogos», a poner en escena mi humilde persona parala eternidad. Menos íntimo, pero también muy favora-ble, Jenofonte manchó muchas páginas para la defensay la ilustración de mi memoria, al menos la que se forjóretrospectivamente de un personaje respetable, aureola-do con todas las sabidurías, en el que no estoy obligadoa reconocerme.

El brillante colofón de mi existencia fue mi muerte;un proceso público, una condena a la pena capital por«corrupción» de la juventud y una partida tranquila a losinfiernos, después de la ingestión voluntaria (insisto) dela irremediable cicuta. Sin estos últimos instantes, quetrastornaron a mis amigos y dividieron a la elite de losciudadanos, muy probablemente me habrían olvidadodeprisa, porque no era el único de mis compatriotas queno tenía pelos en la lengua. Después de mi ejecución(para mi mayor gloria), empezaron a florecer los «lógoisokratikoí», pequeños teatros callejeros que relataban lastribulaciones de energúmenos insolentes y patanes chi-flados; estos guiñoles fisgones, todos llamados «Sócra-tes», pillaban a los transeúntes en las vías públicas, incre-pando aquí y allá sin pudor ni contención. Los cínicosantiguos y los monjes mendicantes de la Europa cristia-na prolongaron la perpetuidad de una mala fe occidental.Mi originalidad entre los innumerables malcriados quequitan valor a nuestra historia se debe a esta muerte, dela que estoy más que orgulloso de haber provocado deli-beradamente.

Pensad más bien si, sin semejante puesta de sol filosó-fica, se vaticinaría con estupefacción: ¿era bueno?, ¿eramalo?, ¿valerosamente libre o peligrosamente licencio-so?, ¿destructor o constructor de futuro? Este tipo de pre-guntas sólo adquieren relieve y agudeza si se plantean a

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vida o muerte en el horizonte de mi desaparición. El de-senlace fatal prohíbe que se pase de largo caballerosa-mente sobre las interrogaciones con las que, a lo largo demedio siglo, abrumé y seguramente importuné a la capi-tal de Grecia. No se detuvieron en mi persona (¿soy bue-no?), repercutieron sobre mis contemporáneos y rebotanen vosotros, hombres del futuro. ¿Quiénes sois?, ¿valero-sos o cobardes?, ¿lúcidos o inconscientes? ¿A qué llamáisbueno, malo, justo, injusto, verdadero o falso? ¿Tuvieronrazón o se equivocaron los atenienses al condenarme a lapena capital? O también: la filosofía, tal y como yo la hepracticado, ¿vale tanto como para dar la vida por ella?Era necesario que mi partida fuera trágica para que misvagabundeos anteriores no se tomaran a la ligera y se ti-raran a la basura del raciocinio. Es necesario que voso-tros, interlocutores de ayer y de hoy, os preguntéis si demi muerte no fuisteis y sois parte interesada.

Además, no intenté nada para edulcorar el rigor delveredicto. Durante el proceso, habría podido abogar cir-cunstancias atenuantes, invocar el caos muy real y lostrastornos intelectuales generados por «la mayor de lasguerras» (Tucídides). ¿Quién podía, sin fanfarronería,mostrarse honrado y alardear de no haber tropezadonunca ni errado durante los veintisiete años de un con-flicto apocalíptico? No obstante, lejos de convocar en miayuda explicaciones apaciguadoras, ataqué. Recusé enbloque todos los cargos: ¡no!, no he introducido nuevosdioses; ¡sí!, respeto a los de la ciudad; ¡no!, no he corrom-pido a la juventud; ¡sí!, la he mantenido despierta. ¡Maldi-tos matices y faltas de compromiso! Del principio al finalde las sesiones públicas, provoqué a jueces y acusadores,me negué a negociar cualquier disminución de la penaincurrida. ¡Reclamaban la muerte y consiguieron la muer-te! En espera del veneno letal, rechacé las seductoras

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ofertas de evasión, ante la sospecha de que poner pies enpolvorosa habría suscitado un vil alivio entre los rapso-das de la acusación. Mis allegados me creyeron un locosuicida, pero sólo fui lógico. Si hubiera cedido a susamistosas presiones, habría participado en la conjura-ción del silencio.

Mi acusador n.º 1, el rico Ánito, jefe del partido de-mócrata en el poder desde la derrota de Atenas por Es-parta, quería ajustar a mi costa las cuentas no saldadasa los «oligarcas» que, poco antes, sujetaban con firmezalas riendas de una tiranía injusta y sanguinaria. Ánitopretendía incluirme costara lo que costase en este cam-po deshonroso; ¿acaso Critias y otros arribistas, muchoantes de sobresalir en el arte del despotismo, no se ha-bían contado entre mis numerosos zelotes en tiempos desu juventud alocada? No se necesitaba más para llegar ala conclusión de que, si estos malos individuos se habíandeslizado hacia la corrupción y la tiranía, era a causa dela educación, por haber sufrido durante su adolescencialos maleficios de mi magisterio.

Sin embargo, os aseguro que de ninguna manera estu-ve metido en la dictadura de «los Treinta», muy al contra-rio, recusé sus exageradas directrices. Poco importaba,Ánito tenía entre sus manos a la eminencia gris de aquelperiodo negro y no la iba a soltar. Seguid el hilo de estesombrío asunto en la Apología de Jenofonte, que me des-cribió como víctima expiatoria encargada de saciar unased de venganza mal dirigida. Chivo expiatorio por elec-ción, antigua prefiguración de aquellas desgraciadas ra-padas en las plazas públicas francesas por resistentes deúltima hora, dudosos personajes que presumían de hé-roes al linchar a muchachas indefensas. Como acostum-bra, Jenofonte simplifica abusivamente y su guión políti-co oculta otro.

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¿Por qué Ánito se andaba con rodeos? Mala fe pormala fe, ¿por qué, amparado en su poder, no se atrevióa acusarme categóricamente de colaboración con lasoligarquías vencidas? ¿Por qué esgrimir cargos tan va-gos, tan abstractos, tan teológicos, tan poco firmes? Enla muy tolerante Atenas, los procesos por impiedad eranraros y rarísima la ejecución de las penas con las quesupuestamente concluían. ¿Una inculpación decidida-mente política? No podía permitírsela. En el año 403, sedecretó una ley de amnistía y de concordia que prohibíaevocar retrospectivamente la guerra civil que había di-vidido dolorosamente a los ciudadanos. Durante unosaños, el mutismo era oportuno: paz pública = amnistíageneral = amnesia oficial y obligatoria. Si Ánito se lan-zaba, con la cabeza baja, a un proceso por colusión conla dictadura, transgredía la ley. Por lo tanto, se limitó auna acusación moral y religiosa, a mil leguas de losagravios prosaicos que soñaba con invocar y conserva-ba ante sí. Se nadaba en lo no dicho, ahogándose en lahipocresía.

Por mi parte, yo me abstuve de evocar los ajustes decuentas históricos y políticos subyacentes, el reto de midemostración me parecía mucho más importante. Mien-tras la ciudad se sumergía en su ley del silencio, yo meconsideraba en todo y por todo culpable de haber habla-do demasiado, preguntado demasiado, cuestionado de-masiado y, al final, acusado de blasfemo, de corrupciónmental y de imprecaciones inmorales. Lo cual me senta-ba de maravilla. Antifón, uno de esos maestros en sabi-duría, monos pedantes que pronto serían llamados «so-fistas» (los que lo saben todo), me apostrofó sin andarsecon paños calientes: «¡Considérate como un maestro dedesgracia!». Formulaba claramente la repulsión más omenos consciente que atizaba las acusaciones apresura-

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das de Ánito y asesores. Los argumentos políticos vege-taron así entre bastidores.

La acusación era cada vez más luminosa; yo poníaenfermos a los poderosos, a todos los poderosos, tanto sieran «demócratas» como «oligarcas», de izquierdas o dederechas, como diríais vosotros. Yo los avergonzaba,avergonzaba a las mentes biempensantes, a las almas in-fladas de certezas, a los conformistas de toda índole alos que una reflexión solitaria inquieta lejos de las con-sagraciones mayoritarias. Yo era ese pelo que raspa lasunanimidades malsanas, el grano de arena del que vues-tro Solzhenitsyn afirma que puede pegarse a los consen-sos intelectuales mejor engrasados y detener las máqui-nas dictatoriales consideradas inviolables.

Esperaban hacerme callar de una vez por todas, eli-minarme de la vida pública, borrarme de las mentes y delas memorias. Poco importaba que fuera exiliándome omandándome ad patres, el objetivo era convertirme eninaudible, expulsado para siempre. ¡Jaque mate! Me lasarreglé para que no fuera así. Legué una muerte medita-da y elegida para el buen recuerdo de algunos amigos es-candalizados y otros más anónimos, hastiados al descu-brir de repente la pulsión mortífera que hervía bajo unaciudad de tan buen humor presa de una omerta tan de-mocrática. Último regalo a mi buena ciudad de Atenas:al negarme a huir, al someterme al veredicto, di la lata,incordié, alteré, una inefable última vez, su reposo ani-mal. Ésta es la vocación de Sócrates según Platón, yodespierto «como un tábano estimularía a un caballogrande y de buena raza, pero un poco fofo a causa de sutamaño y al que hay que excitar». ¡Atención, doy picota-zos y mi última picada es la buena!

Mientras Antifón me pone en la picota como «peda-gogo de infortunio», yo estoy en la gloria, saboreo la si-

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tuación. ¡Oh, Agamenón!, almirante perdido de los na-víos enviscados ante Troya, te veo agonizar por las inju-rias del adivino Calcas. «¡Silencio!», gritaste, cual animallleno de rabia, «¡silencio!, ¡profeta del infortunio!». El des-precio del rey de los aqueos tampoco soportaba las malasnoticias y los sombríos presagios. Los antiguos griegos,como vosotros, se inclinan al eufemismo; no convieneevocar el mal y sobre todo no hablar mal del mal. Aquel(o aquella) que se arriesga a prever el soplo de las catás-trofes o predecir su eventualidad no es ni apreciado ni es-cuchado. Casandra predica en el desierto. Quien se atrevea denunciar la podredumbre, la corrosión y la corrupciónno tiene buena prensa. Cuando Tiresias escruta la pesteque se apodera de Tebas, el rey Edipo lo acusa de com-plot. En cambio, la Civilización –con ce mayúscula– sepermite vengar a las Antígonas que defienden lo contra-rio de las euforias ambientales. Ésta es la línea que yoreivindico. Pasa por Rabelais, Montaigne, Shakespeare yPushkin.

En vuestras prósperas democracias, ¿acaso no ha-béis conocido escribientes lo suficientemente groserospara lanzar intempestivos «yo acuso» y otros ciudada-nos de este estilo dispuestos a rebatir anomalías e injus-ticias? Sí, yo creé la sorpresa. Al tomar el relevo de losadivinos y los inspirados de mal augurio, fui en ciertamanera el primer «intelectual» laico, hurgamierdas, o,más exactamente, hurgacerebros, probé con mis interlo-cutores ocasionales nuestra capacidad común de hablarcon verdad o con falsedad, de pensar lo justo o delirar,de generar ilusión, incluso a uno mismo, o iniciar unabúsqueda sin prevención ni precipitación.

No olvidéis que, en lo esencial, mi existencia pública,durante los tres decenios que precedieron a mi condena,se desarrolló en una capital, Atenas, agitada por crisis

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permanentes. Al inicio, reina del mundo, de nuestromundo griego. Al final, sólo una miserable aldea devas-tada probablemente para siempre. Los encuentros queprovoqué y las discusiones que encendí en el ágora nogozaban de la serenidad que impregna vuestros colo-quios eruditos. Tampoco tenían nada que ver con la ru-tilante y olímpica escuela de Atenas pintada por Rafaelen las paredes del Vaticano. La urgencia atormentaba.Cada día se anunciaba decisivo. Conversábamos cercadel precipicio. Cuando Platón antedató los «diálogos» enlos que me instituyó como héroe, eligió deliberadamen-te retroproyectar mi personaje a una época ficticia y pa-cífica, en la que la guerra del Peloponeso (todavía) nohabía tenido lugar. De esta manera, entregaba sus «in-formes» pseudorretrospectivos a lectores expertos quesabían pertinentemente que el desastre que seguiría yase había producido. Implícitamente, le preguntaba a eseSócrates fantaseado si los estragos de la guerra habríanpodido evitarse.

El afable Platón me invitaba, pues, a responder a pre-guntas que no planteaba, por lo evidentes que parecíana sus contemporáneos. La angustia, que nos oprimía atodos, corre un gran riesgo de que se os escape a variosmilenios de distancia. ¿Había que conquistar Sicilia ono? ¿Creíamos posible la coexistencia pacífica con Es-parta y sus aliados? ¿Debíamos castigar a Mitilene y des-truir Melos? ¿La guerra civil era evitable? Los expertoshablaban, discutían, disputaban, se excomulgaban. Laciudad entera vacilaba y se desgarraba, aunque prestabaun oído inquieto y atento a mis pobres investigaciones,ante la sospecha de que las interrogaciones filosóficasno eran menos urgentes que los debates políticos en losque yo no participaba demasiado. En efecto, cultivaba lacuriosa sensación de que las innumerables crisis que nos

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atacaban, estratégicas, diplomáticas, financieras e insti-tucionales, manifestaban más secretamente una crisisde las crisis que redoblaba sus efectos nocivos.

A veces, la conmoción fundamental asciende a la su-perficie, como un maremoto espiritual en el que implo-sionan referencias, tradiciones y respetos para dar librecurso a las miasmas de lo que llamábamos la peste. Mitrabajo consistía en acosar sin desfallecer los pormeno-res de estos excesos. Lejos de considerar que iban y ve-nían al azar de las circunstancias, me preguntaba sobreese «algo podrido», ese algo pestífero que atormenta,desde el origen, a las ciudades antiguas tanto como alreino de Dinamarca según Shakespeare. Como Hamlet,el hombre griego es un ser-en-crisis.

Las preguntas que aguijoneaban al amable Platónpodían resumirse así: ¿cómo resistir a la peste?, ¿cómono perder pie en la inversión de todos los valores? Surespuesta: Sócrates. Me siento muy honrado, con el ma-tiz de que yo no soy una respuesta, sino un método. Eltestimonio del propio Platón muestra lo suficiente quenunca salgo de la pregunta, la prolongo, vivo en ella sinpánico ni ilusión. Éste es mi hallazgo para resistir a lapeste.

Más que el síntoma de un simple desorden, aunquesea mental, comprended en nuestra palabra «crisis» (kri-sis) un juicio (krínein), una decisión, o mejor todavíauna separación. Cualquier juicio distingue. Separar sedice en mi lengua diakrínein, «producir una crisis». Paranosotros, griegos de origen, la primera, la insuperablecrisis fue la que separó a los hombres de los dioses.Cuando defino la filosofía no como sabiduría sino comobúsqueda de la sabiduría, señalo de inmediato que la fi-losofía está prohibida a los dioses, los cuales no podríanbuscar lo que de entrada se supone que poseen.

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Los dioses quizá sean sabios, pero nunca filósofos.Homero, el poeta «que dio sus dioses a Grecia», distin-guía el lenguaje de los celestiales del lenguaje de los terre-nales. Después de él, Hesiodo zanjó la cuestión. Contóque fue en Mecona donde tuvo lugar la ruptura que pusofin a los tiempos benditos en que humanos y divinos pre-sidían los mismos banquetes. En este lugar mítico, conlos consejos de un semidiós, no menos mítico, el famo-so Prometeo, los hombres ofrecieron a los dioses sólo elhumo de un asado y se guardaron para ellos los sabro-sos pedazos del pernil. Zeus, con fingida cólera, les pagócon la misma moneda y les prohibió el uso del fuego.Prometeo no se reconoció vencido y ocultó una valiosabrasa, que confió en el acto a los humanos. ¡Se acabó lacomensalía! La ruptura era irremediable. El ladrón delfuego pronto fue castigado, encadenado para la eternidada la roca caucásica, un águila le roía el hígado, mientrasque el género humano se descubría hasta el final de lostiempos expuesto a la enfermedad y a la muerte por mediode Pandora (primera mujer, pero último regalo envene-nado que descendió del cielo). Así se divorciaron exis-tencia divina y condición humana.

¡Pobres hermanos en humanidad! Era de prever, latentación de «hacer de dios» resultaba demasiado agu-da. Perduró entre nosotros, los antiguos, como entre vosotros, los modernos. La efigie del pastor supremoque cuidaba a los mortales como el ovejero a sus ovejasalimentó los fantasmas de bucólicas Arcadias, la nostal-gia de las edades de oro perdidas y los sueños de redilesecológicos en los cerebros de las Marías Antonietas detodos los tiempos. Eso no impide que el pensamientoempiece cuando estos ensueños provocativos se desho-jan. En el mito de El político, Platón excava a su vez estacisura sin posible remisión. La crisis de las crisis, dice,

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separa dos épocas del mundo, la de Cronos y la de Zeus.Aquella en que lo divino «arrodrigona y regenta» a la hu-manidad. Y aquella en que le da la espalda para abando-narla a sí misma. Exit del «pastor divino». Reyes, políti-cos y simples ciudadanos están en el mismo caso, en unatierra separada del cielo.

Es decir, que la crisis, según yo, Sócrates, no está«en» el tiempo, es el propio tiempo. Los bienintenciona-dos tranquilizan a los parroquianos murmurando «lacrisis está detrás de nosotros». Una crisis, ¡sí!, estoy deacuerdo, y es deseable, puede encontrar una salida (poros).Sólo que la humanidad salta de una crisis a otra. Ésta essu permanencia. El hombre pasa de una situación pro-visionalmente sin salida, de una «aporía» (a, prefijo pri-vativo, designa una ausencia de poros, «salida»), a otra,sin puerta de salida definitiva. Así navega la humanidad.Así trabaja el pensamiento. Cuando plantea preguntasque considera fundamentales, se mantiene «siempre enaporía». Testigo, la primera preocupación de los «busca-dores de sabiduría», según Aristóteles, «esta preguntaque es un objeto pasado, presente y eterno de búsqueday de dificultad [aporía]: ¿qué es el ser?».2 ¡He aquí mi es-tocada secreta! Desequilibrar al interlocutor para llevar-lo al final del duelo a contradecirse, arrinconado en apo-ría, obligado a reconocer que es capaz a su pesar deafirmar blanco y negro al mismo tiempo. Sólo lo consi-go desatando, sin pudor ni contención, los nudos a losque fijaba nuestra búsqueda común. Común a condiciónde sumergirme yo mismo en aporía.

El ingenioso Aristófanes me lanzaba pullas con lapinta chistosa de un acróbata trincando a los discípulosdesde lo alto de una percha ridícula. Yo gesticulo en unacesta de mimbre suspendida entre cielo y tierra. ¡No estámal visto! Los filósofos de mi especie ni tocan tierra

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ni planean por los cielos. Son de un extremo al otro curiosos mamíferos en crisis que se alojan en la aporía.Y vuestro austero Kant también «aristofaniza»: «La filo-sofía está colocada en una situación crítica; es necesarioque encuentre una posición firme sin tener puntos de fi-jación o puntos de apoyo ni en el cielo ni en la tierra...».Confieso que me reconozco en esta exigencia de una «fi-losofía guardiana de sus propias leyes», liberada de losprejuicios arcaicos y poco inclinada a los sueños visio-narios.

Mis compatriotas me han encontrado extraño, sor-prendente, chocante, e incluso excéntrico. En griego, de-cimos «atópico» (a-topos: «sin lugar»). Vosotros decís:«desarraigado». Atópico se opone también a utópico. Sino apelo a un pasado inmemorial, ya no ansío los embar-ques para Citerea. Platón, mi principal testigo post mor-tem, a pesar de sus nostalgias personales por un cosmosbello, bueno y protector, no me atribuye ningún humortrascendente. ¿Acaso no he manifestado sin cesar una ex-trema reserva en cuanto a lo que ocurre más allá de lamuerte, o fuera del mundo habitado? Montaigne me feli-cita por ello: «Fue él», dice refiriéndose a mí, «quien setrajo del cielo, donde perdía el tiempo, la sabiduría hu-mana para entregarla al hombre, que la tiene como sumás justa y su más laboriosa tarea, y la más útil». Soy ex-traño pero familiar, y paradójicamente pensador extrañoporque es familiar. Excepcional a los ojos de la gente cul-ta, puesto que nunca hago gala de la pretensión a la ex-cepción. Soy ese humilde «bípedo sin plumas», del quehabla Diógenes el cínico, presa de la circulación embro-llada de las cosas ordinarias. Al coronarme como «elmaestro de los maestros» justamente porque me niego adarme importancia como un maestro, el inigualable au-tor de los Ensayos concluye:

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Buscamos otras condiciones, por no comprender el em-pleo de las nuestras, y salimos fuera de nosotros, por igno-rar lo que dentro pasa. Inútil es que montemos en zancos,pues aun así tenemos que servirnos de nuestras piernas; yaun puestos en el más elevado trono de este mundo, me-nester es que nos sentemos sobre nuestro trasero.

Soy una leyenda. Quizás incluso el único mito origi-nal y persistente que Occidente ha sacado de sus profun-didades. Los esforzados guerreros –Aquiles, el mejor delos aqueos– pueblan los cuentos del planeta; y de formasimilar los héroes de la astucia, Ulises y su caballo demadera o Loge el escandinavo wagneriano encuentranhermanos en el cruce de todos los caminos, de todos lostiempos y bajo todos los climas. Yo, Sócrates, soy la ex-cepción. Como si se necesitara un último mito para libe-rar a la humanidad de la influencia mitológica, en la quemortales e inmortales comparten las mismas mesas, seemparejan en las mismas camas, se retan, se burlan y se traicionan. Yo, Sócrates, soy un corte. Después de mí,el lenguaje de los dioses y el lenguaje de los hombresrompen el contacto.

Aterrorizado de que pudieran designarme como «elmás sabio de los hombres», me negaba bajo palabra acreer al oráculo de Delfos. Cuando mi amigo Querofon-te se permitía la pregunta «¿qué griego es más sabio queSócrates?», el dios respondía: «Nadie es más sabio que Só-crates». ¡Se dice pronto! Cualquier respuesta oracular esenigmática. Yo me hacía preguntas sin la piedad reque-rida: ¿qué significa? Puse a prueba el mensaje de Apoloy testé a todo el mundo, a mí incluido, sobre las sabidu-rías en curso. Os confieso, pues, que semejante investi-gación sobre la revelación del oráculo eliminó cualquier

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revelación; la decisión ahora corresponde a los discursosde los «hombres puramente hombres», como Descartesreitera dos milenios más tarde. ¡Oh escándalo! Concluyode ello que los mensajes divinos, los mortales, a solas,los convierten en su asunto exclusivo.

Mi lado ovni «atópico», sin lugar, desarraigado, noera evidente ni en mi país ni en mi época. Oficialmente,bajo los auspicios de un chauvinismo parroquial de losmás comunes, mis queridos compatriotas cultivaban elorgullo sobredimensionado de considerarse «autócto-nos». Cada ciudad griega se reivindicaba como incom-parable a las demás. Cada una descendía de un acto ce-lestial con aromas específicos que la elevaban lejos porencima de sus rivales. Todas, a su manera, salían únicasdel muslo de Júpiter (¡perdón, Zeus!). Semejante pre-sunción no puede sorprenderos. Los nacionalismos eu-ropeos del siglo XIX, los integrismos totalitarios, con osin dios, del XX y del XXI os han iniciado en las derivaspatológicas del deseo identitario de formar cuerpo. De-béis saber que nuestras uniones sagradas no fueron menosbelicosas y tóxicas que las vuestras. No tuvimos necesi-dad de un Barrès para cultivar unas «raíces». Ni de unPétain para santificar «la tierra y los muertos». Al deni-grar la sed de una fijación incondicional en el culto a losancestros, pareció que yo insultaba los orígenes y mere-cía castigo. No obstante, si bien la pena capital eternizómis subversiones, no os equivoquéis, no era evidente, mifalta de respeto sistemático había sido aceptada durantemucho tiempo y a menudo bien recibida. Setenta añosde vida están ahí para demostrarlo; Atenas escapó du-rante mi vida a la descerebración integrista.

Es cierto que la gente de mi país se mostraba muyaficionada a oraciones fúnebres, rivalizando en decla-maciones atronadoras para halagar a la ciudad de Ate-

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nea, «a ella su propio origen y su propio principio».3 Es-tas reverencias «autóctonas», tan bien ancladas, tanaclamadas y tan idólatras, eran frágiles y las raíces mila-grosamente desplazables cuando las pletóricas tropaspersas irrumpieron en la ciudad. La población atenienseencontró su salvación en una resolución contra natura.Abandonando campos, casas, altares, templos, tumbas ynecrópolis, dejando la tierra firme de los antepasados,partió a jugarse el todo por el todo en el mar. Buenaidea. Semejante capacidad de desencantar memorablesamarras para lanzarse a lo incierto y afrontar lo desco-nocido fue lo que forjó su gloria, la de la audacia intelec-tual, política y estratégica de consentir por su cuenta yriesgo, cuando fue necesario, levar el ancla.

Esta «extrañeza» que me atribuyen no es en absolu-to extraña a la elección de mi querida ciudad, siempredispuesta a los trastornos y los cambios de rumbo. Por-que, aunque le pese a la «autoctonía» mítica que fanta-seaba, Atenas nació de una unión heteróclita de piratasy bandoleros, originarios de ninguna parte, que encalla-ron allí por casualidad, a capricho de los vientos y los in-fortunios. ¡Esta hermandad sin ley fue lo que terminó, afuerza de perseverancia y de genio, por asentarse en lacapital del mundo civilizado! Ésta es la genealogía des-mitificada que propuso el gran Tucídides, el primer his-toriador ateniense y mi hermano mayor por poco. Comovuestros Estados Unidos de América, la Atenas original,cuyo cuadro traza Tucídides, habría podido convertirseen un remanso de inmigrantes.4 Más tarde, extraviada enla pasión identitaria, cogida en la trampa de unas raícestan prestigiosas como imaginarias, se prohibió, para sudesgracia y su pérdida, abrirse a los metecos y a los mes-tizos, que quedaron excluidos de la ciudadanía. NingúnObama se estableció en la acrópolis. Pero Tucídides había

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opuesto dos modelos teóricos, válidos por los siglos delos siglos: por un lado Esparta, imperio terrestre, cerra-do, incrustado en su territorio, perseverante bajo el solinmutable de costumbres inmóviles; por el otro Atenas,ciudad barrida por los vientos del mar, imperio maríti-mo destinado a la innovación perpetua.

Vuestra modernidad, al encontrarse ante la alternati-va de Tucídides, tuvo que enfrentarse al reto de Espartapara resistir al absolutismo de raíces reivindicadas, estavez, por potencias telúricas de magnitud continental.Frente a la Europa conquistada por la Alemania nazi yal Asia bajo dominio comunista, se afirmó a la manera ate-niense una civilización transatlántica y después transcon-tinental, marítima y aérea, destinada a la libre circulación.Estuvo mucho tiempo bajo gobierno anglosajón. Hace dosmil quinientos años vivimos, durante un periodo infini-tamente más breve, una aventura semejante. Se convir-tió en desastre. La guerra del Peloponeso fue nuestratumba. Cuando fallecí, yo, Sócrates, para renacer comoficción en los Diálogos de Platón, el círculo se cerró.Ocurrió lo peor. El retorno al arraigo terco predominósobre la audacia general del desarraigo. Sólo sobrevivióel espíritu del esplendor de antaño, que justo empezába-mos a llamar «filosofía», esta libertad de pensar queGrecia lega al mundo.

No solamente dudo, sino que arrastro a los demás adudar de sí mismos. Y a dudar de mí. El doctor Zopiroera un fisiognomista famoso, vosotros diríais un psicó-logo diplomado. Un día, quiso examinar mi anatomíadelante de un amplio público. Me presté al juego. Me ob-servó detenida y largamente, y descifró entre la frente yel mentón una sarta de vicios ocultos cuyas señales infa-mantes manifestaba mi triste figura a sus ojos sabios yperspicaces. Por el contrario, persuadida de mi «gran sa-

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biduría», la asistencia reventó de risa, de tan demencialcomo le pareció la diferencia entre lo que creía saber demí y el diagnóstico encendido del pedante. Contra todolo esperado y para desesperación de los que se reían, le-jos de sublevarme y de rebatir sus insultantes conclusio-nes, salvé la cara del experto en malformaciones menta-les confesando públicamente ser portador, en efecto, detodas las abominaciones y funestas pulsiones que enu-meraba al escrutar mi cara. Después confesé al públicoestupefacto que me había escapado por los pelos con laayuda del «conocimiento de uno mismo».5 Seamos pre-cisos, al seguir la ley délfica del «conócete a ti mismo»,no invitaba a ningún narcisismo. Más bien lo aceptabacomo un precepto médico: conoce tus enfermedades, delo contrario no tendrás salud.

Cuando llegó el día de mi ejecución, ¿por qué mequedé allí plantado, tranquilo como el Bautista, en espe-ra del veneno? Sí, «hace mucho tiempo que estos múscu-los y estos huesos podrían estar del lado de Megara, o deBeocia...»,6 expliqué a mis amigos afligidos. Sí, me resultafácil aceptar vuestra ayuda y vuestra protección, sí, podríaescapar. No preguntéis a mi cuerpo, les dije. Preguntadal pensamiento (lógos) que tengo de mí mismo. Interro-gad al punto de vista (sképsis) que me obliga a rechazarla esquivez y la evasión. El conocimiento, que no he de-jado de explorar, apunta a ese «yo» cuyas decisiones sondirigidas por opiniones tan engañosas como verídicas.Mi filosofía hurga en los discursos disimulados o explí-citos, hipócritas o sinceros que habitan en cada uno denosotros, en vosotros y en mí. Me obsesiono, te obsesio-no, nos obsesiono con un ciudadano susceptible de«pensar, ver, comprender, obrar con astucia, amar, inge-niárselas, sospechar el mal, darse cuenta de todo», habríadicho Eurípides (nuestro último poeta trágico), revisado

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y corregido por Aristófanes, que se mofó tanto de élcomo de mí.

En pleno declive, presentando la derrota de la capitalde la ilustración, todavía algunos atenienses fuimos dig-nos de este nombre al negarnos a jugar a los gurús sana-dores o sepultureros catastróficos. ¿Dónde se hallan losresponsables? Están ahí, eres tú, soy yo, somos nosotros.No imputemos a un dios o a un antidiós (vosotros diríaisal «sistema») el peso de nuestras gloriosas o deplorableshistorias. «Conócete a ti mismo»; en dos milenios, ¿ha-béis encontrado algo mejor? ¿Más fuerte que el cuestio-namiento «socrático» de uno mismo? Los inquilinos delplaneta se conocerán por identificar sus huellas en lasdichas y las desdichas que les caen encima como venidasde ninguna parte.

Vuestros modernos expertos en cosas serias, no de-masiado diferentes de los nuestros, objetarán que lasideas en la cabeza son menos importantes que las reali-dades de la economía, las constancias de la geografía o laintocable fijeza de las costumbres y los hábitos. ¡Hay quever! Ante la primera borrasca, estas firmes conviccionesmuestran una molesta tendencia a deshilacharse; los fun-cionarios de la serenidad vacilan, se agarran en vano alcabrestante, les entra el pánico y caen al agua. ¿Qué hafallado? Ha llegado el momento de ponerse en cuestión yde proceder al «socrático» examen de las convicciones úl-timas, que vosotros llamáis pomposamente «valores» yque con más distancia yo presento como nuestras gran-des referencias (ta megála), antes de que Nietzsche las es-tigmatizara como «ficciones reguladoras». Entre los se-dentarios mentales que consideran que viven y muerenen el país de sus persuasiones y los desarraigados espiri-tuales que se atreven a marcharse a la aventura, el enten-dimiento es raramente cordial. Pero nada está nunca to-

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talmente perdido. Sólo fui condenado por una escasamayoría. No hay por qué desesperar, ¡largad amarras!

Las hipótesis sobre el «verdadero» Sócrates son mo-neda corriente, por lo tanto, no me resisto al placer deentregaros mi pequeña y última encarnación: soy unamujer, una muchacha en flor, una parca eternamente jo-ven, «sobre mi tallo oscila el universo trémulo».7 Mi co-gito así formulado desposa a la muerte que me espera yla que amenaza, no sólo a vosotros, Fulano y Mengano–todos los hombres son mortales–, sino al conjunto queformamos: la humanidad es mortal. He aquí una fragili-dad ecuménica que todos nos obstinamos en negar pro-longándonos, unos en una familia, otros en un colectivoinoxidable; ¿acaso no evocáis una «Francia eterna»? Losiento por vosotros, lo perecedero es nuestro lote común,un reto al que nadie escapa, tanto si afronta los riesgoscomo si los esquiva. Esperaba que mi proceso y mimuerte teatralizados os pusieran la mosca detrás de laoreja. Quizá fueron necesarias las funestas catástrofesdel siglo XX para que pasara el mensaje. Quizá nunca pa-sará, no hay más que ver la energía que habéis desplega-do para reconstituir de cualquier modo una identidad in-divisible, garantía de nacimiento. Mi verdad es dura detragar. Vuestro Valéry, demasiado académico, suaviza elrasgo y se esfuerza por disimular que su «joven parca»sigue siendo una Parca, semidiosa encargada de cortar elhilo de la vida. La joven criatura exquisita es atormenta-da por su hermana mayor, la Herodías mallarmeana quebaila delante de una cabeza cortada por o para ella, la deJuan Bautista, su amor. No minimicéis la ejemplaridadde mi salida de escena, pues rememora que todos loshombres mueren, pero también que hieren; nuestrasevasiones enmascaran menos el temor de palmarla quela angustia de matar.

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Probablemente sólo he sido un triángulo de las Ber-mudas, no un individuo clasificable que se pueda prestara funerales oficiales y resurrección mística. No soy másque el ojo de un ciclón occidental que desarraiga hasta alos habitantes de las antípodas. Aceptadme como un lugarde enfrentamiento. No vayáis a pillarme en un alma ni aencerrarme en un cuerpo; yo soy tres. Está el Sócrates deAristófanes, funámbulo que se balancea entre suelo y te-cho o pelele nihilista que profesa que «nada malo existe»8

y mete fuego a su «pensadero», incendia la sociedad paraarder a su vez. Está la estricta antítesis, el Sócrates de Je-nofonte, pedagogo constructivo, respetuoso con las auto-ridades y autoridad respetuosa consigo misma. Está latercera figura, mucho más decisiva, el Sócrates de Platónque huye de la necrópolis donde se afanan embalsamado-res, admiradores y vituperadores en busca del cadáverque todavía no soy.

Bautizadme «primer filósofo» tanto como os plazca,pero no lo olvidéis, el escapado del mausoleo, no diospor una perra chica, sólo filosofa por falta de sabiduría.Si teméis decepcionaros, si soñáis con un filósofo por ex-celencia, más bien que por defecto, id a ver a Heidegger.

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