Transiberiano - Essential Travel (1).pdf · monumentalidad soviética y las manos alzadas de los...

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TRANSIBERIANO De Moscú a Ulan Bator en una versión turística del mítico tren que hace poco cumplió cien años. Más de siete mil kilómetros y quince días cruzando la llanura siberiana, el lago Baikal y la estepa mongola; en el final, un vuelo a Beijing para caminar por la Gran Muralla. POR CAROLINA REYMÚNDEZ . FOTOS DE MARIANA ELIANO . El tren, a su paso por Siberia, bordea la costa del lago Baikal, más allá de Irkutsk.

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Transiberiano

De Moscú a Ulan Bator en una versión turística del mítico tren que hace poco cumplió cien años. Más de siete mil kilómetros y quince días cruzando la llanura siberiana, el lago Baikal y la estepa mongola; en el final, un vuelo a Beijing para caminar por la Gran Muralla.

P o r C A R O L I N A R E Y M Ú N D E Z .

F o t o s D e M A R I A N A E L I A N O .

el tren, a su paso por siberia,

bordea la costa del lago Baikal,

más allá de Irkutsk.

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COCHE 33, CAMAROTE 8Cuando quise acordarme estaba arriba del tren. Coche 33, camarote 8. La estación Yaroslavsky había quedado atrás, con la monumentalidad soviética y las manos alzadas de los que despedían a los suyos. Se agitaban en el aire quieto de Moscú. Hacía 30° en la ciudad con más millonarios del mundo. En el país que a partir del mes que viene celebra cien años de la Revolución rusa. En el coche 33 hay nueve camarotes, cada uno para cuatro personas. En la mayoría van solo dos: es más caro, pero más cómodo para moverse, cambiarse, apoyar las valijas. Es una cabina amplia, con gabinetes donde guardar cosas de tocador, percheros y un espejo de cuerpo entero que aparece al cerrar la puerta. Los asientos se hacen cama de sábanas blancas de algodón y los separa una mesa con florero. La mesa perfecta para apoyar un libro o la computadora y mirar por la ventanilla. Debería ir con mayúsculas: Mirar por la Ventanilla. Es una de las principales ocupaciones de un viaje en tren. Ocurre todo el tiempo, a cualquier hora, con el propósito de hacerlo y también involuntariamente. Más de una vez durante el viaje por la llanura rusa me pesqué mirando por la ventanilla. A veces la llegada a una estación, otras un amanecer y siempre que pude los bosques de abedules. Varias horas, una mañana, diez minutos. El tiempo parece más relativo en un viaje en tren. En Nizhni Novgorod, a las veinte horas del primer día, cruzamos el Volga, el río más largo de Europa, y un rato antes probé el primer borsch y saludé a Alejandro, Alina, Rita, Eugenio y otros pasajeros. Con los días sabría más de ellos que de muchos conocidos. Qué cara tienen cuando se levantan, a qué hora van al baño, si son noctámbulos, qué comen y qué dejan, la música que escuchan. Las historias que cuentan y las que uno imagina que se guardan. Cuando quise acordarme estaba arriba del tren. Del Transiberiano, una bestia de hierro que marchaba hacia Siberia.

FANTASÍA Y VIDA REAL¿Vas a hacer el Transiberiano? ¡Es el viaje de mis sueños! Por lo menos seis personas exclamaron eso cuando les conté que haría el recorrido de Paul Theroux, el del poema de Blaise Cendrars, el de Kapuscinski. Que viajaría en el mítico tren que atraviesa el país más grande del mundo. El Transiberiano no es un tren, sino una red ferroviaria con distintos ramales. La mandó a construir el zar Alejandro III a fines del siglo XIX. Trabajaron campesinos, presos y soldados; rusos, chinos, persas y turcos; más de 90.000 hombres comandados por ingenieros para domar la Naturaleza. Tardaron casi 30 años en llegar al océano Pacífico.El ramal más extenso llega a Vladivostok: 9.288 km sin

salir de Rusia. Ese viaje lo hizo David Bowie en 1993. En cambio, el ramal de esta crónica es el Transmogoliano, que después del lago Baikal entra en Mongolia y termina en Beijing. Y el tercero es el Transmanchuriano, que va a China por Manchuria y también termina en Beijing.Al cuarto día de viaje, la imagen de Siberia se complejizó. La tierra amorfa, inmensa y yerma adonde llevaron a los prisioneros de Stalin, el castigo por antonomasia, el destierro, la tierra más lejana que pueda existir, la región que existe gracias al Transiberiano –el tren conecta 87 ciudades– era todo eso, pero al transitarla crecía. Por lo pronto, el calor era posible: récords de 45° en agosto. En Siberia hay ciudades grandes: Novosibirsk, Krasnoyarsk, Irkutsk; yacimientos de gas, petróleo y oro; cadenas de hoteles cinco estrellas, estatuas de Lenin de muchos tamaños, bares cool, iglesias con íconos tan dorados que encandilan, calles de nombre Karl Marx, fanáticos de Natalia Oreiro, la hoz y el martillo en los edificios públicos. Hay cárceles y taiga, un bosque cerrado de pinos, arces, robles, el bosque más extenso del mundo. A medida que el tren avanzaba, mi imagen de Siberia estallaba y se volvía a armar con otro contenido. Fantasía y vida real en plena tensión constructiva.

Pastos verdes en

el muy caluroso

verano de siberia.

eNFreNte el soldado

y su guitarra en la

estación de tren de

Novosibirsk.

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EL SONIDO DEL HIERROUna mañana me despertó la solidez del hierro, las ruedas pisando fuerte sobre las vías, un sonido metálico rotundo que parecía salir de mí: elásticos, remaches, bulones, resortes. Pasar de vagón a vagón es como entrar en una acería. Se estremecen los oídos y se sacude la somnolencia del tren. Viajar en tren da sueño. Recuerdo el chirrido largo del freno en la estación, pero sobre todo el rumor antes de la frenada. Como el sonido del mar. Ahora que lo pienso, quizás soñaba con el mar.

PRIMER BORSCHEl coche comedor estaba forrado de rojo oscuro. De las paredes colgaban escudos de provincias rusas. En algunos había osos como los de Siberia: osos pardos. El oso es un símbolo de poder. Antes de subir al tren vi una remera de Putin montando un oso. Vladimir Putin,

estatua de Lenin en

la plaza principal

de Novosibirsk.

eNFreNte Los chicos

juegan en la fuente

de ekaterimburgo.

el macho ruso que probablemente gane las elecciones de 2018 y gobierne por cuarta vez. Para llegar al comedor del tren tenía que atravesar tres vagones, abrir y cerrar puertas, apretar botones como en la presentación de Maxwell Smart. Sergei, uno de los camareros, parecía siempre enojado: el ceño fruncido, los modales ásperos. Como muchos rusos, no entendía nada de inglés. Ese mediodía trajo primero los pepinos cortados bien finitos y después el borsch, una sopa de remolachas con cebolla, zanahoria, tomate, repollo. La dulzura de la remolacha choca con el ácido del vinagre, esta sopa le sienta bien al paisaje siberiano que por momentos es tan triste que hiere de solo mirarlo. Al final, terrine de papas con pescado. Pepino, remolacha y papa, el trío de oro ruso. El caviar es un lujo que comerán los millonarios de las revistas. El caviar negro se extrae del esturión y es muy caro (alrededor de 500 euros los cien gramos) porque el pez está en peligro de extinción. Atardecía en los bosques mientras los mozos llevaban y traían los platos y la conversación iba y venía por otros trenes del mundo. Después de Ekaterimburgo, la ciudad donde asesinaron a Nicolás II y a toda su familia, cruzamos la frontera entre Europa y Asia por los Urales. Ya era de noche cuando me levanté para volver a mi camarote al mismo tiempo que Alina, la mujer más grande del grupo: 85 años. Viajaba con su hija Graciela. Conversamos un rato en el pasillo, que es un lugar de encuentro, como un bar. Hablamos mientras el tren marchaba a unos cien kilómetros por hora. Alina Szewczuk nació en Ucrania y llegó a la Argentina en 1938 con seis años, después de viajar en un barco durante un mes (la mayoría del tiempo en cuarentena porque se contagió sarampión). Casi desde que llegó vive en Río Colorado, tiene una chacra y ama el campo, como el papá.Eso me lo contó otro día, en su camarote y con la puerta cerrada. El primer día miramos un rato por la ventanilla. Antes de despedirnos le pregunté por qué hacía el Transiberiano. –Para saber adonde la llevaron a Nina. Esa noche no dijo más. Antes de dormirme pensé en su cara de huesos grandes, en los ojos de almendra azul, en quién sería Nina.

LOS ENGANCHADOS DE SIBERIA Hay muchas formas de hacer el Transiberiano. La que cuento fue en un tren turístico que tiene un dueño, el alemán Helmut Mochel y funciona de la siguiente manera: los vagones turísticos, entre cuatro y siete, según el viaje, se enganchan en trenes de línea. Salimos de Moscú enganchados a un tren hacia Vladivostok. Unas diez o doce horas más tarde nos desenganchamos para quedarnos un día en Ekaterimburgo, el principio

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de Siberia. Esa noche dormimos en un hotel, al día siguiente recorrimos la ciudad y luego, vuelta a engancharse y a desengancharse, y así un viaje de una semana dura quince días. Se conocen ciudades, cuesta más y desafía la esencia del tren, que nunca se queda, siempre pasa. A veces, el alemán, que vive en Berlín y controla todo por WhatsApp y por cámaras, no encuentra tren donde engancharse; en esos casos alquila una locomotora y por un tramo. De Novosibirsk a Krasnoyarsk por ejemplo, fuimos cortos, apenas seis vagones y una locomotora. Hasta podríamos ser una banda de metal: Los enganchados de Siberia.En este viaje, los pasajeros eran argentinos, españoles, serbios, italianos, brasileños, de República Dominicana. Para cada idioma, un guía. Otra forma de hacer el Transiberiano es tomar un tren de línea, compartir el camarote con pasajeros rusos que en el 99% de los casos no habla otro idioma, comprar comida en el bar del tren o en alguna estación, cuidando de no quedarse abajo: algunas paradas duran dos o cinco minutos. Es el tren que toman los nativos y los mochileros, el que recomendaría un club de viajeros ilustres. Aunque tal vez no, si les toca compartir el vagón con los soldados que vuelven de la colimba, con vodka, guitarra y ánimo de fiesta.

ALINA Hablemos ahora, me dijo Alina una tarde y me llevó a su camarote –el número 5–, que compartía con su hija Graciela. Se sentó en el asiento y estiró las piernas hinchadas por el calor. –Entonces, decime, ¿qué querés saber?–¿Quién es Nina?Nina era su prima querida. En 1945, durante el estalinismo, se la llevaron de Ucrania sin explicación y nadie supo de ella hasta que llegó una carta con su firma que decía: “Estoy en la tierra del sol naciente”. En clave, quería decir Siberia. Nina había sido condenada a diez años en un gulag. En su tierra dejó un hijo –el marido había muerto en la guerra– y a sus padres. En la cárcel se casó con un lituano y tuvo tres hijos más. Cada vez que los ojos de Alina se humedecían, apartaba su cabeza y miraba por la ventanilla. Parecía que se iba a algún lado, aunque no se movía de su cama. Mirar por la ventanilla produce un efecto de escisión. Durante los días en el tren vi pasajeros mirando por la ventanilla y tuve la impresión de que no estaban ahí. Se veía el cuerpo extendido en la cama o sentado en el coche comedor, pero la mirada y el pensamiento habían partido. Mientras esperaba a que Alina volviera, también yo miraba por la ventanilla y me preguntaba cómo puede existir el verano en Siberia. Tendría que ser un lugar de nieves eternas, el depósito del dolor del mundo. Al cumplir diez años de condena, Nina pidió permiso

para volver a Ucrania a ver a su hijo y a su padre (la madre había muerto de pena después de llorar dos años seguidos). En Siberia leyeron el pedido y le alargaron la condena. Trece años después de haberse ido, consiguió el permiso. –Quería venir desde que cayó la Unión Soviética, pero no se daba. Una vez, en un cumpleaños, me contaron que había un tren que cruzaba Siberia. Entonces le pedí a Graciela que reservara un pasaje. Necesito ver la tierra donde estuvo Nina.

MIRAR POR LA VENTANILLAHay dos formas de mirar por la ventanilla. Una, con los ojos para adentro, como pasó esa tarde en el camarote de Alina, y la otra, con la mirada hacia afuera. El Transiberiano es tan largo que tuve tiempo de probar las dos. El sexto día hice un inventario de lo que veía afuera: dachas, las casas de verano rusas, con su vivero al lado y los cercos de madera; plantaciones de papas; acumulación de leña para la calefacción; túneles; casi nada de gente; carreteras rotas; estaciones con un reloj que muestra la hora de Moscú. Durante el viaje se cruzan ocho husos horarios y para evitar confusiones todas las estaciones del país manejan un mismo horario. En la estación de tren de Ekaterimburgo y en la de Ulan Udé, casi cuatro mil kilómetros al este, es la misma hora. A la mañana vi cómo un grupo de militares acomodaba un radar enorme en un vagón y a la tarde vi trenes. Trenes cargados de carbón, gas, madera, autos, tierra, containers, pasajeros, historias. Rusia se transporta en tren. En el Museo del Ferrocarril de Novosibirsk entré a un vagón cárcel utilizado por los prisioneros de Stalin, y también a un vagón hospital, donde se operaba durante la Segunda Guerra Mundial. También vi una locomotora con una pala enorme en el frente para apartar la nieve de Siberia. Cuando cruzábamos un tren, la ventanilla se oscurecía o se teñía de verde o de rojo según el color de la formación que pasaba. Los cambios de la luz marcaban el viaje. No vi una marta cibelina –tipo una comadreja– ni un armiño, pero en la espesura de la taiga hay de los dos. Y se usan las pieles: en Siberia se usan pieles naturales. Bosques de abedules lo anoté en hoja nueva porque es uno de mis árboles favoritos. Los abedules son finos y largos como las modelos rusas y se aprovechan enteros. Con las ramas se hace una escoba de hojas para darse golpecitos en el cuerpo durante la banya o baño de vapor. Igual a los que se daba Nikita Mijalkov al principio de la película Sol ardiente, antes de la tragedia y la oscuridad estalinista. Las hojas terminan en punta y la corteza es fina y tiene varias capas de distintos tonos pálidos y es suave, piel de seda. La madera se usa para leña y es la base del souvenir más famoso: las matrioshkas.

terrina de cerdo

junto a los infaltables

pepinos agridulces.

eNFreNte Daria

Arkhipova, bellísima

guía de habla hispana

de ekaterimburgo.

ABAJo tupido bosque

de abedules.

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Siberia está llena de abedules. En ruso se llama berioza, pero es un árbol tan querido que la mayoría le dice berioshka: abedulcito. Esa tarde me quedé en el coche comedor para escuchar a Ludmila Petrakova, la pianista. Tocó canciones populares rusas y al final, La cumparsita. Quizás se le ocurrió después de enterarse de que había tantos argentinos.

ALINA IIMientras hablaba, Alina le pidió a su hija Graciela que le pasara la cartera y buscó una pila de sobres viejos. Tenía cinco sobres, pero sin las cartas. Se las había olvidado, todas salvo una, escrita en ucraniano. –¿En qué año murió Nina?–Eso no lo sé. Hace como 20 años que no nos escribimos. No sé si murió. Graciela hizo la cuenta: si estuviera viva, Nina tendría 96. –Si sabe los nombres de sus hijos podríamos buscarlos… –No los sé. Quizás en esta carta los dice, pero no veo bien para leer. Se pone los anteojos y lo intenta, pero está cansada, tiene que dormir. Cuando cerré la puerta del camarote deseé tener wifi para buscar Formaniuk, el apellido de Nina, en el Facebook ruso. Antes de dormirme me las imaginé a las dos abrazadas en un programa de gente que busca gente. Pura imaginación: en Siberia las historias terminan mal.

EL BAIKALOctavo día de viaje (creo). Había expectativa por llegar al Baikal, el lago más profundo del mundo y también uno de los más grandes de agua dulce. El lago antiguo. El lago sagrado. El lago de los chamanes. Está en el sur de Siberia, cerca de la frontera con Mongolia. Mila Kosareva, la guía, estaba ansiosa. No le importaba el agua fría, ni la tarde que se iba, ella quería bañarse en el Baikal. –Te purificás, pedís deseos, el Baikal es todo para nosotros –dijo. Para llegar al Baikal bajamos del tren en Irkutsk, ciudad fundada por los cosacos a fines del siglo XVII, una de las más pobladas de Siberia. En Irkutsk vi los primeros buriatos, una etnia asiática de ascendencia mongola, numerosa en Siberia. De piel más oscura y rasgos alargados, suaves.De Irkutsk, ómnibus a Listvyanka, un pueblito frente al lago, en el final de la ruta. Había una bruma mística sobre el lago. Probamos omul, el famoso pescado del Baikal; fuimos al museo a ver la nerpa del Baikal, una foca endémica, y luego nos embarcamos. Las nubes habían bajado aún más. De repente, todo era bruma y parecía que el Baikal había desaparecido y navegábamos en el cielo. De a poco se despejó y antes de llegar a la otra costa se veía el agua clara, limpia. Mientras mirábamos el lago, Artem Golovachuk, el director turístico del tren, me

Un rito: bañarse en

las aguas del lago

Baikal. eNFreNte

stalin y Lenin en una

locomotora, en el

Museo del Ferrocarril

de Novosibirsk.

Alina szewzuk,

ucraniana radicada

en río Colorado

desde los seis años.

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contó que en invierno se congela, que se puede cruzar en auto, que se patina y que a él le gusta andar en moto de nieve. Promedio -23°, dijo. Del otro lado esperaba el tren. En ese tramo de 110 km no hay recorrido de línea, solo trenes locales o con autorizaciones especiales, como el nuestro. Según el cronograma, partiríamos a las once de la noche: quedaban cuatro horas de tiempo libre. En un viaje organizado, eso se parece a un milagro. Mila se bañó en su lago y pidió deseos y creyó, solo hacía falta verle la mirada emocionada. Aunque siempre sonreía, esa noche estuvo radiante como nunca. Después del Baikal la gente cambia, me dijo cuando nos cruzamos en el show de danzas tradicionales rusas y música típica con balalaicas y un instrumento de tablitas de madera que se llama treschyotka. Atardecía y me propuso caminar por las vías. De un lado el lago, ancho como un mar; del otro, bosques de abedules y pinos, y en el centro las vías. La columna vertebral del viaje.

PASAR EL TIEMPO Cuando subí al tren me pareció que quince días no pasarían nunca y cuando bajé no pude creer lo rápido que se habían ido. Cada pasajero encontraba cómo pasar el tiempo. Eugenio escuchaba Calle 13 en sus auriculares y Rita leía con las piernas estiradas en el asiento y la puerta abierta del camarote. Hubo clases de historia para repasar períodos y dinastías con foco en los Romanov y la Revolución rusa. Me enteré de cuando los rusos vendieron Alaska a Estados Unidos por 7,2 millones de dólares, cuál es la situación en Ucrania, cómo fue la Perestroika. También hubo clases de ruso. Antes de subir al tren pasé por un monolito con una placa que decía KM 0 y Транссиб 1901-2001. En ese momento no sabía que en ruso la p es nuestra r, la h es n y la n al revés, i. Después de las clases introductorias, entiendo la placa: Транссиб es Transib. Daniel dibujaba en su libreta, Pablo y Sebastián conversaban, Mariana sacaba fotos y Alejandro caminaba. Una mañana –a las seis– me lo crucé en el pasillo. Estaba caminando de una punta a la otra. –Donde esté, yo camino. De punta a punta del vagón son 27 pasos. Voy a hacer 45 minutos, hasta que la gente se empiece a levantar.Esa mañana fui a escribir al coche comedor y me quedé todo el amanecer. Conversé un rato con el guía de un grupo de catalanes. En la siguiente parada dejaban el tren y tomaban un vuelo a Kamchatka. El objetivo era ver los osos siberianos cazando salmones. Kamchatka, una tierra con géiseres y sin carreteras, uno de los sitios más vírgenes del planeta, en el extremo oriental de Rusia, frente a Japón. Los deseos de nuevos destinos pueden aparecer con una lectura, una película o en viaje. Ya tengo uno: Kamchatka. Cuando volví al camarote, Alejandro todavía caminaba.

Ulan Bator x 2: Detalle

del Monumento Zaisan,

que honra a los soldados

soviéticos muertos en

la II Guerra Mundial. La

ciudad desde lo alto del

ese monumento.

eNFreNte La mesa del

vagón comedor y el

paisaje en la ventanilla.

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ALINA IIIEn un momento, hablando con Mila Kosareva, la guía, Alina se dio cuenta de que en un rato el tren pasaría por Taichet, el pueblo siberiano donde se había quedado a vivir su prima Nina. La señora se puso nerviosa. La hija también. La parada duraba solo ocho minutos, ¿qué se podía hacer en ese tiempo? Graciela tomó lápiz y papel, anotó el nombre de su madre, direcciones de correo electrónico y escribió que eran su familia y deseaban contactarse con Nina Formaniuk. Mila lo tradujo.Era un atardecer de fuego cuando el tren se detuvo en la estación de Taichet. Alina bajó y se quedó junto a la escalerilla con las provodnitsas. Mila y Graciela corrieron a buscar a alguien a quien preguntarle. Esta vez estábamos enganchados a un tren larguísimo. Conté nueve vagones y no conté más. Ya habían pasado tres minutos, quedaban cinco para irnos. Les preguntaron a los mecánicos, pero eran jóvenes y no conocían ese apellido. El tiempo se iba. Es sabido: pasa más rápido cuando uno lo necesita lento. Al fin, un mecánico de jardinero azul oscuro como sus ojos leyó el nombre y dijo que le sonaba, que él lo entregaría en una casa. Tendría unos cincuenta largos, la cara manchada porque estaba ajustando fierros. Se guardó el papelito en el bolsillo. Graciela y Mila corrieron de vuelta al tren. Subieron y arrancó. Alina las espera arriba, quería saber qué había pasado. Mientras el tren tomaba velocidad y se alejaba de Taichet su hija le contó, tomándola de las manos. Habían tirado una botella al mar.

LA ESTEPA MONGOLALo primero que vi al abrir los ojos fue una yurta plantada en la estepa. Me había dormido poco después de cruzar la frontera, donde hubo que mostrar pasaportes y esperar un par de horas. Apenas estaba clareando y el paisaje se veía gris. El 30% de los mongoles es nómade y se muda cuatro veces al año adonde están los mejores pastos para sus caballos, ovejas, cabras, camellos. Las yurtas o ger son carpas redondas para unas ocho a diez personas, una familia. Tienen estructura de madera y están recubiertas de fieltro, tres o cuatro o cinco capas de fieltro para soportar la nieve y el viento frío que llega de Siberia. En la época de Gengis Kan, los mongoles fueron el imperio más grande del mundo. Empezaba en China y terminaba en Bulgaria. Después se dedicaron a perder lo que habían ganado. Los invadieron los manchúes por 300 años, que se quedaron con Mongolia Interior, hoy en China. Mongolia fue el segundo país en adoptar el comunismo porque era “amigo” de Rusia. En tiempos de la URSS, los nómades fueron a la escuela y en las ciudades todavía se ven construcciones soviéticas, huellas del cirílico, la hoz y el martillo cerca de las vidrieras de Dior y Bvlgari.Mongolia, la tierra que quedó estigmatizada cuando

Demostración de lucha

mongola en el Parque

Nacional terelj. eNFreNte

Antiguas pinturas de

guerreros mongoles en el

Palacio de Invierno del Bogd

Khan, en Ulan Bator.

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John Langdon Down describió el síndrome que lleva su nombre con el término mongolismo. Después de que el país se quejara, en 1965, la OMS (Organización Mundial de la Salud) desaconsejó el uso. Pero todavía se escucha el insulto: No seas mongólico o mogólico.

ULAN BATOR Anoche dormí en un colchón casi tan grande como una yurta. La dinámica de viaje en el Transiberiano incluyó varias noches de buenos hoteles. En el desayuno conocí a Christopher Giercke, un alemán que se escapó de Berlín antes del muro, se casó con una mongola en los 90 y tiene un club de polo en la estepa, con equipos que jugaron en distintas partes del mundo, Argentina incluida.En Ulan Bator, la capital de Mongolia, el budismo tibetano convive con los vestigios del comunismo, la contaminación, el culto a Gengis Kan, la minería, los turistas y la furia de los shopping. Ulan Bator, héroe rojo, un nombre que le dieron los rusos. La ciudad es la base para conocer la estepa, los luchadores mongoles, los hombres que cazan halcones, las bailarinas, los nómades y los caballos. En Mongolia hay más caballos que gente. El caballo mongol, petiso y fuerte, el poder de Gengis Kan. Si bien es posible seguir en tren hasta China, los organizadores del viaje recomendaron que no. Parece que los trenes chinos no tienen buena higiene ni comida ni atención. Por eso, salvo cuatro pasajeros resueltos, el resto volamos a Beijing. Días más tarde los encontré camino a la Ciudad Prohibida. Confirmaron que los trenes eran de peor calidad, que hizo mucho calor y que pararon durante horas en la frontera. Pero llevaban el desierto del Gobi en la mirada.

EL FACEBOOK DE ARTEM GOLOVACHUKCuando quise acordarme ya me había bajado del tren. De viaje de los sueños pasó a ser un viaje real, con olores, miradas, marcas de vodka y sonido de metal. Con nombres y apellidos y sin invierno. Viajar en el Transiberiano lo desmitificó.Antes de despedirnos intercambié el Facebook con Artem Golovachuk, el director del tren que va y viene de Moscú a Beijing y de Beijing a Moscú. Como suele suceder en Facebook, uno ve fotos sin buscarlas. Así fue como unas semanas atrás apareció el invierno siberiano en mi pantalla. Ya me lo había dicho Artem en el tren, cuando mirábamos por la ventanilla en manga corta: “Las primeras nieves caen en octubre y en diciembre nieva fuerte”. Mientras termino esta crónica espero el próximo viaje de Artem para ver la llanura blanca, para imaginarme el frío. Después de viajar en el Transiberiano ya sé lo que es estar lejos.

La Gran Muralla, en el

tramo de Badaling.

eNFreNte Una

camarera del tren

turístico entregada a

la contemplación

en su rato libre.