Tres Ratones Ciegos y Otras Historias - Agatha Christie

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Annotation

La primera de estas pequeñashistorias, que da nombre al libro, esaquella que fue transformada en lafamosa pieza teatral TheMousetrap, en cartelera hace másde 50 años en Londres. En esteprimer cuento, un grupo de personastermina presa e incomunicada, enuna pensión, a causa de una grannevada. El problema es que entreellos hay un asesino a que, en suprimer crimen, deja caer del bolso

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un papel con la dirección deaquella pensión. Es una historiabastante interesante, ya que lacaracterización de cada personajehace dudar al espectador de suinocencia.

Los demás cuentos tampocodejan nada que desear. En ellospodemos encontrar a Miss Marple,Hércules Poirot y otrosinvestigadores creados por la“Reina del Crimen”.

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Agatha Christie

Tres ratones ciegos yotras historias

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1. TRES RATONESCIEGOS

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GUÍA DEL LECTOR

En un orden alfabético

convencional relacionamos acontinuación los principalespersonajes que intervienen en estaobra:

BOYLE: Señora de medianaedad, hospedada en la pensión delos Davis.

CASEY: Portera de la casanúmero 74 de la calle Culver.

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DAVIS (Giles): Comandantede marina retirado y dueño de unacasa de huéspedes.

DAVIS (Molly): Joven esposadel anterior.

HOGBEN: Inspector de lapolicía de Berkshire.

KANE: Sargento detective.LYON: Mujer asesinada en su

domicilio de la calle Culver.METCALF: Mayor del

ejército, huésped de los Davis.PARAVICINI: Otro de los

hospedados en la pensión de los

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Davis.PARMINTER: Inspector de

Scotland Yard.TROTTER: Sargento de

policía.WREN (Cristóbal): Joven,

también huésped de los Davis.

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CANCIÓN INFANTILINGLESA

Three Blind MiceThree Blind MiceSee how they run

See how they runThey all run after thefarmer's wifeShe cut of their tails witha carving knife

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Did you ever see such asight in your lifeAs Three Blind Mice?

Traducción:

Tres ratones ciegos.Tres ratones ciegos.Ved cómo corren.Ved cómo corren.Van tras la mujer delgranjero;

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les cortó el rabo con untrinchante.¿Visteis nunca algosemejantea Tres ratones ciegos?

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PRÓLOGO

Hacía mucho frío, y el cielo,

encapotado y gris, amenazabanieve. Un hombre enfundado en unabrigo oscuro, con una bufandasubida hasta las orejas y elsombrero calado hasta los ojos,avanzó por la calle Culver y sedetuvo ante el número 74. Apretó eltimbre y lo oyó resonar en los bajosde la casa.

La señora Casey, que se

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hallaba fregando los platos muyatareada, dijo amargamente:

—¡Maldito timbre! Nunca ledeja a una en paz.

Jadeando, subió los escalonesdel sótano para abrir la puerta.

El hombre, cuya silueta serecortaba contra el oscuro cielo, lepreguntó con voz ronca:

—¿La señora Lyon?—Segundo piso —informó la

señora Casey—. Puede usted subir.¿Le espera?

El hombre afirmó lentamente

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con la cabeza.—¡Oh! Bueno, suba y llame.Le observó mientras subía la

escalera, cubierta por una alfombraraída. Más tarde dijo que le habíaproducido una «extraña impresión».Pero en aquellos momentos sólopensó que debía sufrir un fuerteresfriado que le hacía temblar deaquella forma... cosa nada extrañacon aquel tiempecito.

Cuando el hombre llegó alprimer rellano de la escaleracomenzó a silbar suavemente la

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tonadilla de Tres ratones ciegos.

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CAPÍTULO PRIMERO

1

Molly Davis dio unos pasos

hacia atrás en la carretera paraadmirar el letrero recién pintado dela empalizada:

MONKSWELL MANORCasa de Huéspedes

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Hizo un gesto de aprobación.

Realmente tenía un aspecto muyprofesional. O tal vez pudieradecirse casi profesional, ya que laúltima a de Casa bailaba un poco yel final de «Manor» estaba algoapretujado; pero, en conjunto, Gileslo hizo muy bien. Era muyinteligente. ¡Sabía hacer tantascosas! Molly no cesaba dedescubrir nuevas virtudes en suesposo. Hablaba tan poco de símismo que sólo muy lentamente iba

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conociendo sus talentos. Un exmarino siempre es un hombre«mañoso», se decía.

Pues bien, Giles tendría quehacer uso de todos sus talentos ensu nueva aventura, ya que ningunode los dos tenía la menor idea decómo dirigir una casa de huéspedes.Pero era divertido y les resolvía elproblema de alojamiento.

Había sido idea de Molly.Cuando murió tía Catalina y losabogados le escribieroncomunicándole que le había dejado

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Monkswell Manor, la naturalreacción de ambos jóvenes fuevender aquella propiedad. Giles lepreguntó:

—¿Qué aspecto tiene?Y Molly había contestado:—Oh, es una casona antigua,

llena de muebles victorianos,pasados de moda. Tiene un jardínbastante bonito, pero desde laguerra está muy descuidado; sóloquedó un viejo jardinero.

De modo que decidieronvenderla, reservándose únicamente

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el mobiliario preciso para amueblaruna casita o un pisito para ellos.

Pero en el acto surgieron dosdificultades. En primer lugar no seencontraban pisos ni casaspequeñas, y en segundo lugar todoslos muebles eran enormes.

—Bueno —decidió Molly—,tendremos que venderlo todo.Supongo que la comprarán.

El agente les aseguró que enaquellos días se vendía cualquiercosa.

—Es muy probable que la

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adquieran para instalar un hotel ocasa de huéspedes, en cuyo casopudiera ser que se quedaran con elmobiliario completo. Por fortuna lacasa está en muy buen estado. Lafinada señorita Emory hizo grandesreparaciones y la modernizóprecisamente antes de la guerra yapenas se ha deteriorado. Oh, sí, seconserva muy bien.

Y entonces fue cuando a Mollyse le ocurrió la idea.

—Giles —le dijo—, ¿por quéno la convertimos nosotros en casa

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de huéspedes?Al principio su esposo se

burló de ella, pero Molly siguióinsistiendo.

—No es necesario quetengamos a mucha gente... por lomenos al principio. Es una casafácil de llevar; tiene agua fría ycaliente en los dormitorios,calefacción central y cocina de gas.Y podríamos tener gallinas y patosque nos proporcionarían huevos, yplantar verduras en el huerto.

—Y quién haría todo el

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trabajo... Es muy difícil encontrarservicio.

—Oh, lo haremos nosotros. Encualquier sitio en que vivamostendremos que hacerlo, y unascuantas personas más norepresentan mucho más trabajo.Cuando hayamos empezadopodemos hacer que venga una mujera ayudarnos en la limpieza. Consólo cinco personas que nospagasen siete guineas por semana...

Molly se abismó en optimistascálculos mentales.

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—Y además, Giles —concluyó—, sería nuestra propiacasa. Con nuestras cosas. Y meparece que si no nos decidimos poresto, vamos a tardar años enencontrar otro sitio donde vivir.

Giles tuvo que admitir queaquello era cierto. Habían pasadotan poco tiempo juntos después desu agitado matrimonio, que ambosestaban deseosos de instalar suhogar ya perdurable.

Así es que el gran experimentopasó a ser puesto en práctica.

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Publicaron anuncios en losperiódicos de la localidad y elTimes de Londres, obteniendovarias respuestas.

Y aquel día precisamente iba allegar el primero de sus huéspedes.Giles había salido temprano en elcoche para tratar de adquirir variosmetros de alambrada que habíapertenecido al Ejército y que seanunciaba en venta al otro lado delcondado. Molly tuvo que ir andandohasta el pueblo para hacer lasúltimas compras.

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Lo único malo era el tiempo.Durante los dos últimos días habíasido extremadamente frío, y ahoracomenzaba a nevar. Mollyapresuróse por el camino mientrasespesos copos se fundían sobre elimpermeable y su rizoso y brillantecabello. El parte meteorológicohabía sido en extremodescorazonador: eran de esperarintensas nevadas.

Pero que no se helaran lascañerías. Era una lástima que fuerana salirles mal las cosas cuando

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acababan de empezar. Miró sureloj. ¡Ya más de las cinco! Gilesya habría vuelto... y se estaríapreguntando por dónde andaba ella.

—Tuve que volver al pueblo acomprar algunas cosas que habíaolvidado —le diría.

Y él preguntaría:—¿Más latas de conserva?Siempre bromeando por eso;

en la actualidad su despensa estababien provista para casos de apuro.

Y ahora, pensó Molly mirandoal cielo preocupada, parecía que

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los apuros iban a presentarse bienpronto.

La casa estaba vacía. Gilesaún no había regresado, Molly fueprimero a la cocina, y luego subió arevisar los dormitorios reciénpreparados. La señora Boyle, en lahabitación sur, la de los muebles decaoba. El mayor Metcalf, en elcuarto azul, de roble. El señorWren, en el ala este, en el delmirador. Todos eran bonitos... y¡qué suerte que tía Catalina tuvieraun surtido tan espléndido de ropas

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de cama! Molly ahuecó un edredóny volvió a bajar. Era casi de noche,y la casa le pareció de pronto muysilenciosa y vacía. Era una casasolitaria, situada a dos millas delpueblo. A dos millas..., pensóMolly, de cualquier parte.

A menudo se había quedadosola en la casa..., pero nunca hastaaquel momento tuvo aquellasensación de soledad...

La nieve batía blandamentecontra los paneles de la ventana,produciendo un susurro

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inquietante... ¿Y si Giles no pudieraregresar?... ¿Y si la capa de nievefuese tan espesa que no dejaraavanzar el automóvil? ¿Y si tuvieraque quedarse allí sola... tal vezdurante varios días?

Contempló la cocina, grande yconfortable, que parecía reclamaruna cocinera rolliza que lapresidiera moviendo lasmandíbulas rítmicamente al comerpasteles y beber té muy cargado,teniendo a un lado de la mesa a unama de llaves entrada en años, al

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otro una doncella sonrosada yenfrente una fregona que las miraríacon ojos asustados. Y en vez deeso, allí estaba ella sola. MollyDavis, representando un papel queaún no encontraba muy natural.Toda su vida, hasta aquel momento,parecía irreal... lo mismo queGiles. Estaba representando unpapel, sólo representando...

Una sombra pasó ante laventana y Molly se sobresaltó... Undesconocido se acercabaquedamente. Molly oyó abrir la

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puerta lateral. El desconocido sedetuvo en el umbral, sacudiéndosela nieve antes de penetrar enaquella casa vacía.

Y de pronto se tranquilizó.—¡Oh, Giles! —exclamó—.

¡Cuánto me alegro de que hayasvuelto!

2

—¡Hola, cariño! ¡Buen

tiempecito! ¡Cielos, estoy

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congelado!Golpeó el suelo con los pies y

se frotó las manos.Automáticamente, Molly cogió

el abrigo que él había arrojado,como de costumbre, sobre el arcónde roble, y lo colgó en la perchaluego de sacar de sus bolsillos labufanda, un periódico, un ovillo decordel y el correo de la mañana.Dirigiéndose a la cocina, dejó todoaquello encima de la mesa y puso laolla sobre el fogón de gas.

—¿Conseguiste la alambrada?

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—le preguntó—. Has tardadomucho.

—No era de la que yo quiero.No nos hubiera servido para nada.¿Y tú qué has estado haciendo? Merefiero a que no habrá llegado nadietodavía.

—La señora Boyle no vendráhasta mañana.

—Pero el mayor Metcalf y elseñor Wren tendrían que haberllegado hoy.

—El mayor Metcalf haenviado una postal diciendo que no

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podrá llegar hasta mañana.—Entonces a cenar sólo

tendremos al señor Wren. ¿Cómo telo imaginas? Yo como funcionariopúblico retirado.

—No, creo que es un artista.—En ese caso —repuso Giles

—, será mejor que le cobremos unasemana por adelantado.

—Oh, no, Giles; trae equipaje.Si no paga nos quedaremos con él.

—¿Y si luego resulta queconsiste sólo en piedras envueltasen papel de periódico? La verdad

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es, Molly, que no tenemos la menoridea de cómo llevar este negocio.Espero que no se den cuenta denuestra inexperiencia.

—Seguro que la señora Boylelo descubre —dijo Molly—. Es deesa clase de mujeres.

—¿Cómo lo sabes? ¡Si aún nola has visto!

Molly le volvió la espalda, yextendiendo un periódico sobre lamesa fue a buscar un pedazo dequeso y comenzó a rallarlo.

—¿Qué es esto? —quiso saber

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su esposo.—Pues será un exquisito

pastel de queso galés —le informó—. Miga de pan y patata chafada, ysólo un poquitín de queso parajustificar su nombre.

—Eres una cocinera estupenda—dijo Giles con admiración.

—¿Tú crees? Sólo puedohacer una cosa a un tiempo. Es elha c e r varias a la vez, lo quedemuestra tener mucha práctica. Eldesayuno es lo peor.

—¿Por qué?

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—Porque se junta todo...huevos con jamón... café conleche... las tostadas. La leche sesale, o se queman las tostadas... Eljamón se carboniza o los huevos secuecen demasiado. Hay quevigilarlo todo con la velocidad deun gato escaldado.

—Tendré que espiarte mañanapor la mañana, sin que tú te descuenta, para contemplar esaencarnación del gato escaldado.

—Ya hierve el agua —dijoMolly—. ¿Quieres que llevemos la

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bandeja a la biblioteca yescuchemos la radio? No tardaránen dar noticias de Prensa.

—Y como parece ser quevamos a pasar la mayor parte deltiempo en la cocina, veo quetendremos que instalar un aparatoaquí también.

—Sí. ¡Qué bonitas son lascocinas! Ésta me encanta. Creo quees lo más bonito de la casa... con sumesa... la vajilla... y la sensaciónde grandeza que da esta enormecocina económica... aunque,

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naturalmente, me alegro de no tenerque cocinar con ella.

—Supongo que debe consumiren un día nuestra ración decombustible de todo un año...

—Casi seguro. Pero piensa enlas cosas que se asaban aquí...solomillos de ternera y piernas decordero. Grandes calderos en losque se preparaba mermelada caserade fresas con libras y libras deazúcar. ¡Qué época tan agradable lavictoriana... y qué cómoda! Fíjateen los muebles de arriba, grandes,

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sólidos y bastante adornados...,pero, ¡oh!, comodísimos; ampliosarmarios para la mucha ropa que sesolía tener. Y en todos los cajones,que se abren y cierran con unafacilidad extraordinaria. ¿Teacuerdas de aquel pisito modernoque nos alquilaron? Todo seatascaba... las puertas no cerraban,y si se cerraban, luego no podíanabrirse.

—Sí, eso es lo malo de lascasas modernas. Si se estropeanestás perdido.

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—Bueno, vamos a escucharlas noticias.

Las noticias consistieronprincipalmente en tristespronósticos sobre el tiempo, elacostumbrado punto muerto de losasuntos de política internacional,discusiones en el Parlamento y unasesinato en la calle Culver, enPaddington.

—¡Bah! —dijo Molly,desconectando la radio—. Sólomiseria. No voy a escuchar otra vezlas recomendaciones para que

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economicemos combustible. ¿Quées lo que esperan? ¿Que nosquedemos helados? No creo quehaya sido un acierto inaugurarnuestra casa de huéspedes eninvierno. Debimos haber esperadohasta la primavera. —Y agregó enotro tono de voz—: Quisiera saberqué aspecto tenía esa mujer que hanasesinado.

—¿La señora Lyon?—¿Se llamaba así? Me

pregunto quién la asesinó y porqué...

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—Tal vez tuviera una fortunaescondida debajo de un ladrillo.

—Cuando se dice que lapolicía está deseando interrogar aun hombre que «se vio por lavecindad», ¿significa ello que él esel presunto asesino?

—Por lo general creo que sí.Es simplemente un modo dedecirlo.

La aguda vibración del timbreles hizo sobresaltarse.

—Es la puerta principal —dijo Giles—. ¿Será el asesino? —

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agregó a modo de chiste.—En una comedia, desde

luego, lo sería. Date prisa.—Debe de ser el señor Wren.

Ahora veremos quién tiene razón, sitú o yo.

3

El señor Wren entró

acompañado de un ramalazo denieve y, todo lo que Molly pudodistinguir de su persona, desde la

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puerta de la biblioteca, fue susilueta recortándose contra elblanco mundo exterior.

«Qué parecidos son todos loshombres civilizados», pensó Molly.Abrigo oscuro, sombrero gris y unabufanda alrededor del cuello.

Giles cerró la puerta, mientrasel señor Wren se quitaba la bufanday el sombrero y dejaba la maleta enel suelo... todo ello sin parar dehablar. Tenía una voz aguda, casimolesta, y la voz del recibidor, lereveló como un hombre joven, de

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cabellos rubios, tostado por el sol,y los ojos claros e inquietos.

—Muy malo, demasiado malo—decía—. El invierno inglés hallegado a su punto culminante... yhay que ser muy valiente parahacerle cara. ¿No le parece? Hetenido un viaje terrible desdeGales. ¿Es usted la señora Davis?¡Encantado! —Molly sintió su manoaprisionada en una mano huesuda—. Es completamente distinta decomo la había imaginado. Yo me lasuponía como la viuda de un

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general del Ejército indio... muytriste... una verdadera rinconeravictoriana... y es celestial...sencillamente celestial... ¿Tienenflores de cera? ¿O aves delparaíso? Oh, este lugar me va aencantar. Temía que fuerademasiado anticuado... muy, muy...Manor. Y es maravilloso,auténticamente victoriano. Dígame,¿tienen alguno de esos aparadoresde caoba... de caoba rojiza congrandes frutas talladas?

—Pues a decir verdad —dijo

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Molly, casi sin aliento ante aqueltorrente de palabras—, sí lotenemos.

—¡No! ¿Puedo verlo enseguida? ¿Está aquí?

Su velocidad eradesconcertante. Ya había hechogirar el pomo de la puerta delcomedor y encendido la luz. Mollyle siguió consciente de la miradadesaprobadora de su marido.

El señor Wren pasó sus dedoslargos y angulosos por el ricotrabajo de talla del macizo

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aparador, lanzando exclamacionesapreciativas.

—¿No tienen una gran mesa decaoba? ¿Cómo es que han puestotodas esas mesitas pequeñas?

—Pensamos que los huéspedeslo preferirían así —repuso Molly.

—Querida, claro que tienetoda la razón. Me había dejadollevar de mi amor a la época. Claroque de tener la gran mesa habríaque sentar a su alrededor a lafamilia adecuada. Un padre severo,con una gran barba... una madre

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prolífica, once niños; una torvainstitutriz y alguien llamado «pobreEnriqueta...» la pariente pobre quees la ayuda de todos y se siente muyagradecida porque le han dadocobijo. Miren esa chimenea...imagínese las llamas que lamen elhogar quemando la espalda de lapobre Enriqueta.

—Le subiré la maleta a lahabitación —dijo Giles—. ¿Lahabitación del ala este?

—Sí —repuso Molly.El señor Wren salió al

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vestíbulo mientras Giles subía laescalera.

—¿Es una cama con dosel? —preguntó.

—No —repuso Giles antes dedesaparecer en un recodo de laescalera.

—Me parece que no voy a serdel agrado de su esposo —dijo elseñor Wren—. ¿Dónde ha estado?¿En la Marina?

—Sí.—Me lo figuraba. Son mucho

menos tolerantes que en el Ejército

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y las fuerzas aéreas. ¿Cuánto tiempollevan casados? ¿Está usted muyenamorada de él?

—Tal vez deseará usted subira ver si le agrada su habitación.

—Sí. Perdón. He estado algoimpertinente. Pero la verdad es quequiero saberlo. Quiero decir, que esinteresante conocer la vida de losdemás, ¿no le parece? Me refiero alo que sienten y piensan, no a lo queson y a lo que hacen.

—Supongo que usted es elseñor Wren —dijo Molly.

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El joven se quedó cortado.—Pero ¡qué tonto...! Nunca se

me ocurre aclarar las cosasprimero. Sí, yo soy CristóbalWren... no se ría. Mis padres eranuna pareja muy romántica yesperaban que yo llegara a serarquitecto y por eso les pareció unabuena idea llamarme Cristóbal... Deese modo ya tenía mucho ganado.

—¿Y es usted arquitecto? —preguntó Molly, incapaz de ocultarsu regocijo.

—Sí, lo soy —repuso el señor

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Wren, triunfante—. Por lo menosestoy muy cerca de serlo. Todavíano he terminado la carrera. Pero laverdad es que soy un buen ejemplode un deseo que por una vez secumplió. Y si quiere que le diga laverdad, me temo que ese nombreme servirá de estorbo. Nuncallegaré a ser un Cristóbal Wren. Noobstante, los Nidos Prefabricadosde Cris Wren puede que lleguen atener fama.

Giles bajaba la escalera yMolly dijo:

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—Ahora le enseñaré suhabitación, señor Wren.

Cuando bajó al cabo de unosminutos, Giles le preguntó:

—Bueno, ¿le han gustado losmuebles de roble?

—Tenía tantas ganas dedormir en una cama con dosel quele di el cuarto rosa.

Giles gruñó algo queterminaba en «ese joven cargante».

—Escúchame, Giles —Mollyadoptó una expresión severa—.Esto no es una reunión de invitados,

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sino un negocio. Y te guste o no,Cristóbal Wren...

—No me gusta —lainterrumpió Giles.

—...tienes que aguantarte. Nospaga siete guineas a la semana y esoes todo lo que importa.

—Si las paga, sí.—Se ha comprometido a

pagarlas. Tenemos su carta.—¿Y le has llevado tú la

maleta hasta la habitación rosa?—La ha llevado él,

naturalmente.

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—Muy galante. Pero no tehubieras cansado cargando con ella.Desde luego no es probable queesté llena de piedras envueltas enpapeles. Es tan ligera que meparece que debe estar vacía.

—¡Chist! Ahí viene —dijoMolly avisándole.

Cristóbal Wren fueacompañado a la biblioteca quepresentaba un bonito aspecto consus butacones y el hogar de lachimenea encendido. Molly le dijoque la cena se servía al cabo de

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media hora, y contestando a suspreguntas le explicó que demomento él era el único huésped.

—En este caso —dijoCristóbal—, ¿le molestaría quefuera a la cocina a ayudarla? Puedohacer una tortilla, si me lo permite—ofreció para que Mollyaccediera.

Así fue cómo Cristóbal semetió en la cocina y luego les ayudóa secar los platos y los vasos.

Molly se daba cuenta de quetodo aquello no acreditaba a una

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casa de huéspedes formal... y aGiles no le había gustado nada. Oh,bueno, pensó Molly antes dequedarse dormida: mañana, cuandoestén los demás, será distinto.

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CAPÍTULO II

1

La mañana llegó acompañada

de un cielo oscuro y nieve. Giles semostraba preocupado, y Mollydesanimada. Con aquel tiempo todoiba a resultar extremadamentedifícil.

La señora Boyle llegó en el

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taxi de la localidad pertrechado concadenas en las ruedas, y elconductor le dio malas noticiassobre el estado de la carretera.

—¡Vaya nevada que va a caerantes de la noche! —profetizó.

Y la propia señora Boyle nocontribuyó a desvanecer elpesimismo reinante. Era una mujeralta, de aspecto desagradable, vozcampanuda y ademanes autoritarios.Su natural agresividad se habíaacrecentado con el cargo de granutilidad militar que desempeñó

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durante la guerra.—De haber imaginado que

esto no estaba en marcha, nunca seme hubiera ocurrido venir —dijo—. Pensé que era una Casa deHuéspedes debidamenteestablecida.

—No tiene por qué quedarsesi no es de su agrado, señora Boyle—dijo Giles.

—No, desde luego, y nopienso hacerlo.

—Tal vez prefiera que llame aun taxi, señora Boyle —continuó

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Giles—. Las carreteras todavía noestán bloqueadas. Si es que hahabido algún malentendido, lomejor será que vaya a otro sitio. —Y agregó—: Tenemos tantospedidos de habitaciones quepodremos alquilar la suya sindificultad... Por cierto que vamos aelevar el precio de la pensión.

La señora Boyle le lanzó unamirada aplastante.

—Desde luego que no voy amarcharse sin haber probado antescómo es este sitio. ¿Puede darme

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una toalla de baño más grande,señora Davis? No estoyacostumbrada a secarme con unpañuelo de bolsillo.

Giles hizo una mueca a Mollya espaldas de la señora Boyle.

—Querido, has estadomagnífico —dijo Molly—. ¡Cómole has parado los pies!

—Las personas agresivas enseguida se amansan cuando se lastrata con su propia medicina —dijoGiles.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó

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Molly—. Me pregunto qué tal sellevará con Cristóbal Wren.

—Pues mal —dijo Giles.Y desde luego, aquella misma

tarde la señora Boyle le decía aMolly con evidente desagrado:

—Es un joven muy particular.El panadero con aspecto de un

explorador del Ártico, les trajo elpan, advirtiéndoles que tal vez nopudiera efectuar el próximo reparto.

—Todos los caminos se estáncerrando con la nieve —les anunció—. Espero que tengan provisiones

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suficientes para aguantar unos días.—¡Oh, sí! —contestó Molly—

Tenemos gran cantidad de latas deconserva. Aunque será mejor queme quede con más harina.

Recordaba vagamente que losirlandeses hacían un pan llamado desoda. En caso de llegar a lo peor,tal vez ella pudiera hacerlo.

El panadero también les trajolos periódicos, y Molly losextendió sobre la mesa de lacocina.

Las noticias del extranjero

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habían perdido importancia. Eltiempo y el asesinato de la señoraLyon ocupaban la primera página.

Se hallaba contemplando laborrosa reproducción del rostro dela difunta cuando la voz deCristóbal Wren dijo a sus espaldas:

—Un crimen bastante bajo,¿no le parece? Una mujer deaspecto tan vulgar y en semejantecalle. ¿No es verdad que tras estopuede esconderse cualquierhistoria?

—No tengo la menor duda —

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dijo la señora Boyle con un bufido— de que esa mujer ha tenido el finque merecía.

—¡Oh! —El señor Wrenvolvióse hacia ella con fingidointerés—. De modo que usted loconsidera un crimen pasional,¿verdad?

—No he dicho nada de eso,señor Wren.

—Pero fue estrangulada, ¿noes así? Quisiera saber... —dijoextendiendo sus manos largas yblancas— lo que debe sentirse al

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estrangular a alguien.—¡Por favor, señor Wren!Cristóbal acercóse a ella

bajando la voz.—¿Ha pensado usted, señora

Boyle, lo que debe experimentarseal ser estrangulado?

La señora Boyle volvió aexclamar:

—¡Por favor, señor Wren!Molly leyó en voz alta y

apresurada:

«El hombre que la

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policía está deseandointerrogar lleva un abrigooscuro y un sombreroclaro, es de medianaestatura y se cubre elrostro con una bufandade lana.»

—En resumen —concluyó

Cristóbal Wren—, tiene igualaspecto que otro cualquiera —Rió.

—Sí —dijo Molly—; que otrocualquiera.

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En su despacho de Scotland

Yard, el inspector Parminter decíaal sargento detective Kane:

—Ahora recibiré a esos dosobreros.

—Sí, señor.—¿Qué aspecto tienen?—De clase humilde, pero

decentes, y reacciones bastantelentas. Parecen formales.

—Bien —dijo el inspector

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Parminter.Y dos hombres vestidos con

sus mejores trajes y muy nerviososfueron introducidos en el despacho.Parminter les clasificó de una solaojeada. Era un experto en conseguirtranquilizar a la gente.

—De modo que ustedes creentener algunas informaciones quepudieran ser útiles en el caso Lyon—les dijo—. Han sido muyamables al venir. Siéntense.¿Quieren fumar?

Aguardó a que encendieran los

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cigarrillos.—Hace un tiempo terrible.—Cierto, señor.—Bien, ahora... veamos de

qué se trata.Los dos hombres se miraron

azorados al ver llegado el momentodifícil de hacer el relato.

—Veamos, Joe —dijo el másgrandote.

Y Joe comenzó a hablar.—Ocurrió así, sabe. No

teníamos ni una cerilla.—¿Dónde fue eso?

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—En la calle Jarman...Estamos trabajando en la calzada...en las conducciones de gas.

El inspector Parminter asintiócon la cabeza. Más tarde pasaría adetallar exactamente el tiempo y ellugar. La calle Jarman se hallabacerca de la calle Culver, donde seregistró la tragedia.

—No tenían ustedes ni unacerilla —repitió para animarle acontinuar.

—No. Había terminado micaja y el encendedor de Bill no

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quiso funcionar, así que le dije a unsujeto que pasaba: «¿Podría darnosuna cerilla, señor?» No crea queentonces hiciera nada de particular.Sólo pasaba por allí... comomuchos otros... y se me ocurriópedírsela a él.

Parminter asintió de nuevo.—Bueno; nos dio una caja, sin

decir nada, Bill le dijo: «¡Quéfrío!», y él se limitó a contestar casien un susurro: «Sí, desde luego».Yo pensé que debía estar muyresfriado. Llevaba la bufanda hasta

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las orejas. «Gracias, señor», dijedevolviéndole sus cerillas, y semarchó tan de prisa que cuando medi cuenta de que le había caído algoera ya demasiado tarde parallamarle. Era una libretita quedebió caérsele del bolsillo al sacarlas cerillas. «¡Eh, míster», le grité.«Se le ha caído algo.» Pero, alparecer, no me oía, y a toda prisadobló la esquina, ¿no es cierto,Bill?

—Sí —repuso el aludido—,como un conejo escurridizo.

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—Fue en dirección a HarrowRoad, y ya no pudimos alcanzarle ala velocidad que iba; de todasformas era un poquitín tarde... ytotal por un librito de notas..., no eslo mismo que una cartera o algoasí..., tal vez no fuese importante.«Extraño sujeto», dije a Bill. «Elsombrero calado hasta los ojos,abrigo abrochado hasta arriba...como los ladrones de laspelículas.» ¿No es cierto, Bill?

—Eso es lo que me dijiste.—Es curioso que lo dijera,

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aunque entonces no pensé nadamalo. Sólo que tendría prisa porllegar a su casa, y no se loreproché. ¡Con el frío que hacía!

—Desde luego —convinoBill.

—Así que le dije a éste:«Echemos un vistazo a esta libretitay veamos si tiene importancia.»Bueno, señor, y lo hice. «Sólo hayun par de direcciones», dije a Bill«Calle Culver, 74, y otra de unManor de las afueras».

Joe prosiguió su historia con

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cierto gusto, ahora que había cogidoel hilo.

—«Calle Culver, 74 —dije aBill—. Esto está al volver laesquina. Cuando terminemos eltrabajo, pasamos por ahí...», yentonces vi unas palabras escritasal principio de la página. «¿Qué esesto?», pregunté a Bill. Y él cogióel librito de notas y leyó: «Tresratones ciegos», me dijo, y en esepreciso momento... sí, en aquelmismo momento, oímos una voz demujer que gritaba: «¡Asesino!», un

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par de calles más abajo.Joe hizo una pausa para que su

relato impresionara más.—Y le dije a Bill: «Oye, ves a

ver qué pasa.» Y al cabo de un ratovolvió diciendo que había unmontón de gente y la policía y queuna mujer se había cortado layugular o había sido estrangulada, yque fue la patrona quien la encontróy gritó llamando a la policía.«¿Dónde ha sido?», le pregunté.«En la calle Culver.» «¿Quénúmero?», le pregunté, y me dijo

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que no se había fijado.Bill carraspeó, escondiendo

los pies, avergonzado.—Y yo dije: «Iremos a

asegurarnos», y descubrimos queera el número 74. «Tal vez», dijoBill, «esa dirección de la libretitano tenga nada que ver con esto».Pero yo le contesté que tal vez sí, yde todas maneras después deconsiderarlo bien y de haber oídoque la policía deseaba interrogar aun hombre que había salido deaquella casa a aquella hora,

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vinimos para preguntar si podíamosver al caballero encargado de esteasunto, y estoy seguro y espero nohaberle hecho perder el tiempo.

—Han obrado muy bien —dijoParminter—. ¿Y han traído esalibretita? Gracias. Ahora...

Sus preguntas fueron precisasy profesionales. Obtuvo el lugarexacto, la hora, datos... Lo únicoque no consiguió fue la descripcióndel hombre que había perdido lalibretita. Pero en cambio le hicieronotra de una patrona presa de un

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ataque de histerismo, y de un abrigoabrochado hasta arriba, unsombrero calado hasta las orejas yun bufanda ocultando la parte bajadel rostro, una voz que era sólo unsusurro, unas manos enguantadas.

Cuando los dos hombres sehubieron marchado, permaneciócontemplando aquel librito, quedejó abierto sobre la mesa... y queiría al departamentocorrespondiente para quecomprobasen si había en él huellasdigitales. Mas ahora su atención se

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hallaba concentrada en aquellas dosdirecciones y en la línea de letrasmenudas escritas al principio de lapágina.

Volvió la cabeza al entrar elsargento Kane.

—Venga, Kane, y mire esto.Kane lanzó un silbido al leer

por encima de su hombro:—¡Tres ratones ciegos!

Bueno, que me aspen...—Sí —Parminter abrió un

cajón y sacó media hoja de papelque puso encima de la mesa junto al

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librito de notas, y que había sidohallado prendido con un alfiler enlas ropas de la mujer asesinada.

En el papel se leía:

Éste es el primero.

Y debajo un dibujo infantil de

tres ratones y un fragmento depentagrama con unas notas.

Kane silbó la tonadilla pordebajo.

—Tres ratones ciegos. Ved

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cómo corren...—Muy bien. Ésa es la

tonadilla de la firma.—Es tonto, ¿verdad?—Sí —Parminter frunció el

ceño—. ¿No hay la menor dudaacerca de la identificación de esamujer?

—No, señor. Aquí tiene ustedel informe de las huellas dactilares.La señora Lyon, como se hacíallamar, era en realidad MaureenGreeg. Hace dos meses que salió deHollaway después de cumplir su

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condena.Parminter dijo pensativo:—Fue a la calle Culver 74,

haciéndose pasar por MaureenLyon. De vez en cuando bebía unpoco y se sabe que llevó a unhombre a su casa un par o tres deveces. No demostró temer a nada nia nadie, y no hay razón para que secreyera en peligro. Este hombrellama a la puerta, pregunta por ellay la patrona le dice que suba alsegundo piso. No es capaz dedescribirle; dice únicamente que

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era de estatura mediana y al parecerun fuerte resfriado le había hechoperder la voz. Ella volvió a losbajos y no oyó nada que le hicieraentrar en sospecha. Ni siquiera leoyó salir. Diez minutos más tardefue a subirle una taza de té a laseñora Lyon y la encontróestrangulada. Éste no fue unasesinato fortuito, Kane. Había sidotodo cuidadosamente planeado.

Hizo una pausa y agregó deimproviso:

—Quisiera saber cuántas

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casas de huéspedes hay enInglaterra que se llamen MonkswellManor.

—Puede que sólo haya una,señor.

—Eso sería tener demasiadasuerte. Pero averígüelo. No haytiempo que perder.

Los ojos del sargento seposaron en las direcciones de lalibretita. Calle Culver, 74, yMonkswell Manor.

Y dijo:—¿De modo que usted cree...?

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—Sí. ¿Y usted no? —le atajóParminter.

—Podría ser. MonkswellManor... ahora que..., ¿sabe quejuraría que he visto ese nombreescrito en alguna parteúltimamente?

—¿Dónde?—Eso es lo que trato de

recordar... Aguarde un momento...En un periódico... Última página.Aguarde... Hoteles y Casas deHuéspedes... Un momento, señor...era uno atrasado. Estaba

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resolviendo el crucigrama...Salió corriendo de la

habitación, regresando triunfante alpoco rato.

—Aquí lo tiene, señor. Mire.El inspector siguió la

dirección del dedo índice delsargento.

—Monkswell Manor.Harplender, Berks.

Descolgó el teléfono.—Póngame con la policía del

condado de Berkshire.

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CAPÍTULO III

1

Con la llegada del mayor

Metcalf, Monkswell Manorcomenzó a funcionar tannormalmente como cualquiernegocio en marcha. El mayorMetcalf no resultaba tan solemnecomo la señora Boyle, ni excéntrico

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como Cristóbal Wren. Era unhombre de mediana edad,impasible, de aspecto marcial yapuesto, que había realizado lamayor parte de su servicio militaren la India. Pareció satisfecho consu habitación y el mobiliario, yaunque él y la señora Boyle no sehabían conocido hasta entonces, elmayor había tenido amistad convarios primos de aquélla, de larama de los Yorkshire, en Poonah.Su equipaje, consistente en dospesadas maletas de piel de cerdo,

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aplacó todos los recelos de Giles.A decir verdad, Molly y Giles

no tuvieron mucho tiempo parahacer comentarios sobre sushuéspedes. Prepararon entre los dosla cena, la sirvieron, cenarondespués ellos y fregaron los platos.El mayor Metcalf elogió el café yGiles y Molly se acostaronrendidos, pero satisfechos... paralevantarse cerca de las dos de lamadrugada para atender lasinsistentes llamadas del timbre.

—¡Maldita sea! —bufó Giles

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—. Llaman a la puerta. ¿Quédiablos...?

—Date prisa —repuso Molly—. Ve a ver.

Dirigiéndole una mirada dereproche, Giles envolvióse en subatín y bajó la escalera. Molly leoyó descorrer el cerrojo y luego unmurmullo de voces en el vestíbulo,e impulsada por la curiosidad salióde la cama y fue a mirar desde loalto de la escalera. Abajo, en elrecibidor, Giles ayudaba a unbarbudo desconocido a sacudirse la

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nieve del abrigo. Varios fragmentosde su conversación llegaron hastaella.

—¡Brrr! —Tiritaba el extraño—. Mis dedos están tan helados queno los siento. Y mis pies... —Golpeó el suelo con ellos.

—Entre aquí —Giles le abrióla puerta de la biblioteca—. Estámás caliente; será mejor que esperemientras le preparo su habitación.

—He tenido mucha suerte —dijo el desconocido.

Molly siguió mirando por

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entre los barrotes de la barandillade la escalera y pudo ver a unanciano de barba negra y cejasmefistofélicas. Un hombre que semovía con la ligereza de un joven apesar de las canas de sus sienes.

Giles cerró la puerta de labiblioteca tras él y subió a todaprisa. Molly abandonó su puesto deobservación.

—¿Quién es? —quiso saber.Giles sonrió.—Otro huésped para nuestra

Casa de Huéspedes. Su coche ha

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volcado en la nieve. Consiguió salirde él y se ha abierto camino comoha podido por la carretera (estásoplando una fuerte ventisca,escucha) y vio nuestro letrero. Diceque fue como la respuesta a unaplegaria.

—Y, ¿crees que es como esdebido?

—Querida, no es una noche apropósito para que anden por ahílos rateros.

—Es extranjero, ¿verdad?—Sí. Se llama Paravicini. Vi

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su cartera... Casi creo que la enseñóadrede..., atiborrada de billetes.¿Qué habitación le damos?

—El cuarto verde. Está yadispuesto. Sólo tenemos que hacerla cama.

—Me imagino que tendré quedejarle un pijama. Lo haabandonado todo en el automóvil.Dijo que tuvo que salir por laventanilla.

Molly fue en busca de sábanas,almohadas y toallas. Mientrashacían la cama a toda prisa, Giles

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le dijo:—La nevada es muy densa.

Vamos a quedar bloqueados por lanieve y completamente aislados. Encierto modo resulta emocionante,¿no crees?

—No lo sé —repuso Mollypreocupada—. ¿Tú crees que sabréhacer pan de soda?

—Pues claro que sí. Túentiendes mucho de cocina —ledijo su fiel marido.

—Nunca he intentado hacerpan. Puede ser duro o tierno, pero

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es algo que nos lo trae el panaderocada día. Pero si quedamosbloqueados no podrá venir.

—Ni él ni el carnicero, ni elcartero. No recibiremos periódicosy es probable que se corte elteléfono.

—¿Sólo nos quedará la radiopara advertirnos lo que debemoshacer?

—De todas maneras, tenemosluz propia.

—Debo poner en marcha elmotor mañana mismo. Y hay que

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conservar la calefacción a todapotencia.

—Me figuro que el próximoenvío de carbón no llegará en unoscuantos días y nos queda muy poco.

—¡Oh, qué contratiempo,Giles! Presiento que lo vamos apasar muy mal. Date prisa y trae aPara... como se llame. Yo mevuelvo a la cama.

A la mañana siguiente seconfirmaron los pronósticos deGiles. La nieve alcanzó una alturade cinco pies, y el viento la

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arremolinaba contra la puerta yventanas. Todavía seguía nevando.El mundo exterior se había vueltoblanco, silencioso, y en ciertomodo... amenazador.

2

La señora Boyle se sentó a

desayunar. No había nadie más enel comedor. Acababan de retirar dela mesa contigua el servicio delmayor Metcalf, y la del señor Wren

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estaba dispuesta todavía para elalmuerzo. Por lo visto, uno se habíalevantado antes y el otro lo haríadespués. La señora Boyle era laúnica que sabía que las nueve enpunto es la hora adecuada paradesayunar.

La señora Boyle habíaterminado la excelente tortilla e ibadando cuenta de las tostadas conayuda de sus dientes blancos yfuertes. Estaba descontenta ydefraudada. Monkswell Manor noera ni remotamente como ella lo

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había imaginado. Esperaba haberpodido organizar partidas de bridgecon solteronas que se dejaranimpresionar por su posición socialy por sus relaciones, y a las quepodría insinuar la importancia ysecretos de sus servicios prestadosdurante la guerra.

El término de la guerra habíadejado a la señora Boyle anclada,como lo estaba, en una playadesierta. Siempre fue una mujeractiva, que hablaba sin cesar deeficiencia y organización, lo cual

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había evitado que la gente lepreguntara si era una buena yeficiente... organizadora. Lasactividades de guerra le habíanvenido como anillo al dedo. Habíadirigido, animado y preocupado, adecir verdad, a mucha gente sinconcederse ni un minuto dedescanso. Y ahora, toda aquellavida excitada y activa habíaterminado. Volvía a su vida privaday su antigua vida agitada ya noexistía. Su casa, que había sidorequisada por el Ejército,

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necesitaba ser reparada y pintadade arriba abajo antes de quepudiera volver a habitarla, y ladificultad de encontrar servicio lahacían insuperable. Sus amigos sehabían desperdigado, y aunquealgún día encontraría su puesto demomento era cosa de dejartranscurrir el tiempo. Un Hotel ouna Casa de Huéspedes le parecióla mejor solución, y por esoresolvió ir a Monkswell.

Miró a su alrededor condisgusto.

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—Debieron haberme dichoque estaban empezando —dijo parasus adentros.

Apartó el plato. En ciertomodo, el hecho de que el desayunoestuviera perfectamente preparadoy servido, con buen café ymermelada casera, le contrariabatodavía más, ya que la privaba deun legítimo motivo de queja.Asimismo, su cama era muycómoda, con sábanas bordadas yalmohada blanda y suave. A laseñora Boyle le agradaba el

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confort, pero también el poderencontrar defectos. Y esto últimotal vez fuera su pasión másarraigada.

La señora Boyle, levantándosemajestuosamente, salió del comedorcruzándose en la puerta con aquelextraordinario joven de cabellosrojos, que aquella mañana lucía unacorbata de cuadros, verde rabioso...una corbata de lana.

«Absurda —díjose la señoraBoyle—. Completamente absurda.»

Y el modo de mirarla aquel

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joven con el rabillo de aquellosojos claros... también le disgustaba.Había algo molesto..., extraño... enaquella mirada ligeramente burlona.

«No me extrañaría que fueseun desequilibrado mental», continuódiciéndose mistress Boyle.

Y saludándole con una ligerainclinación de cabeza, paracorresponder a su extravagantereverencia, entró en el espaciososalón. ¡Qué butacones máscómodos... sobre todo el de colorde rosa! Sería mejor que les hiciera

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comprender desde ahora queaquélla iba a ser su butaca. Puso sulabor sobre ella, a modo de señal yfue a apoyar la mano sobre losradiadores. Sus ojos brillaron conarrogancia. Ya tenía algo de quéquejarse.

Miró por la ventana.Vaya un tiempo malo...

malísimo. Bueno, no se quedaríamucho tiempo allí... a menos quellegara más gente y empezara adivertirse.

Un montón de nieve cayó

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desde el tejado produciendo unruido ahogado. La señora Boyle seestremeció.

—No —dijo en voz alta—. Nome quedaré mucho tiempo aquí.

Alguien rió..., risita de falsete,haciéndole volver la cabeza. Eljoven Wren la contemplaba desdela puerta con aquella extrañaexpresión tan característica en él.

—No —le dijo—. No creoque dure mucho aquí.

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3

El mayor Metcalf ayudaba a

Giles a quitar la nieve amontonadaante la puerta posterior. Era muydiestro en el manejo de la pala yGiles no cesaba de prodigar frasesde elogio y gratitud.

—Es un buen ejercicio —dijoel mayor Metcalf—. Debierahacerse a diario. Ya sabe usted queello ayuda a conservar la línea.

De modo que el mayor era un

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amante del ejercicio físico. Giles lohabía temido desde que le oyópedir que le sirviese el desayuno alas siete y media.

Como si leyera supensamiento, Metcalf le dijo:

—Su esposa ha sido muyamable al prepararme el desayunotan temprano, ha sido un placerpoder tomar un huevo recién puesto.

Giles se había levantado antesde las siete a causa de lasexigencias de la marcha del hotel.En compañía de Molly estuvo

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cociendo los huevos, preparando elté, y arreglando el comedor y labiblioteca. Todo estaba limpio ydispuesto. Giles no pudo dejar depensar que de haber sido unhuésped de su propioestablecimiento, nadie le hubierasacado de la cama en una mañanasemejante hasta el último momentoposible.

No obstante, el mayor se habíalevantado, almorzando ydeambulando por la casa pletóricode energía y buscando en qué

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entretenerse.«Bueno —pensó Giles—, hay

mucha nieve que quitar.»Dirigióle una mirada de

soslayo. La verdad era que noresultaba un hombre fácil declasificar. Reservado, de medianaedad, y mirada extraña yobservadora. Un hombre que nodejaba traslucir nada. Giles sepreguntó por qué habría ido aMonkswell Manor. Probablementele acababan de licenciar y estaríasin ocupación.

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4

El señor Paravicini apareció

más tarde. Había tomado café y unatostada, un frugal desayuno europeocontinental.

Cuando Molly se lo sirvió,tuvo una sorpresa al verlelevantarse y hacerle una exageradareverencia mientras le preguntaba:

—¿Es usted mi encantadorapatrona? ¿Me equivoco?

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Molly le dijo lacónicamenteque estaba en lo cierto. A aquellashoras no tenía humor paragalanteos.

«¿Y por qué todo el mundotiene que desayunar a distinta hora?—se lamentaba al ir amontonandolos platos en la fregadera—.Resulta muy molesto.»

Una vez lavados y colocadosen el escurreplatos corrió a hacerlas camas. Aquella mañana nopodía esperar la ayuda de Giles.Tenía que abrir camino hasta la

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casita de la caldera y el gallinero.Molly hizo las camas a toda

marcha y lo mejor que pudo,estirando las sábanas yremetiéndolas por los lados lo másde prisa posible.

Estaba barriendo el suelo deuno de los cuartos de baño cuandosonó el teléfono.

Molly experimentó primerouna sensación de contrariedadporque interrumpían su trabajo,pero luego sintió alivio al pensarque por lo menos seguía

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funcionando el teléfono, y bajócorriendo para atender la llamada.

Llegó a la biblioteca casi sinaliento y descolgó el auricular.

—¿Sí?Una voz llena, con un ligero

acento del país, preguntó:—¿Monkswell Manor?—Sí. Aquí la Casa de

Huéspedes Monkswell Manor.—¿Podría hablar con el

comandante Davis, por favor?—Ahora no puede ponerse al

aparato —dijo Molly—. Yo soy la

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señora Davis. ¿Quién le llama, porfavor?

—El inspector Hogben, de lapolicía de Berkshire.

Molly se quedó sinrespiración.

—Oh, sí... es..., ¿sí?—Señora Davis, se ha

presentado un asunto bastanteurgente. No quiero decir mucho porteléfono, pero he enviado alsargento detective Trotter a su casaa la que llegará de un momento aotro.

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—Pero no lo conseguirá.Estamos bloqueados por la nieve...completamente aislados. Loscaminos están intransitables.

La voz no perdió su seguridad.—Trotter llegará ahí de todas

maneras —le dijo—. Haga el favorde advertir a su esposo para queescuche con toda atención lo queTrotter tiene que decirle y que sigasus instrucciones sin la menorreserva. Eso es todo, señora Davis.

—Pero, inspector Hogben,qué...

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Mas ya había cortado lacomunicación. Era evidente queHogben, una vez dicho todo lo quetenía que decir, daba por terminadaal conferencia. Molly colgó elauricular y volvióse al mismotiempo que se abría la puerta.

—¡Oh, Giles, ya estás aquí,querido!

Giles traía nieve en loscabellos y la cara bastante tiznadade carbón. Parecía sudoroso.

—¿Qué te ocurre, cariño? Hellenado de carbón el depósito y he

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entrado leña. Ahora iré al gallineroy luego a echar un vistazo a lacaldera. ¿Te parece bien? ¿Qué eslo que pasa, Molly? Parecesasustada.

—Giles, era la policía.—¿La policía?El tono de Giles expresaba

asombro.—Sí, nos envían un inspector,

sargento, o algo parecido.—Pero ¿por qué? ¿Qué hemos

hecho?—No lo sé. ¿Tú crees que será

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por aquellas dos libras demantequilla que nos hicimos traerde Irlanda?

Giles tenia el ceño fruncido.—No me habré olvidado de

sacar la licencia de la radio,¿verdad?

—No. Está en el escritorio.Giles, la señora Bidlock me diocinco de sus cupones por mi viejoabrigo de tweed. Supongo que estoestá prohibido..., pero yo loencuentro perfectamente justo. Yotengo un abrigo menos, así que,

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¿por qué no voy a tener loscupones? Oh, querido, ¿qué otracosa habremos hecho?

—El otro día tuve un pequeñoencontronazo con el coche... Perofue culpa del otro. Sin la menorduda...

—Debemos haber hecho algo—gimió Molly.

—Lo malo es queprácticamente todo lo que uno hacehoy en día es ilegal —dijo Gilesapesadumbrado—. Por eso siemprese tiene cierta sensación de

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culpabilidad. Me imagino que seráalgo relacionado con el asunto de laCasa de Huéspedes. Probablementepara ejercer de fondistas debehaber una serie de requisitos queobservar, de los que ni siquieratenemos idea.

—Yo creí que lo único queimportaba era lo referente a labebida. Y no hemos servido nada anadie. Por otra parte, ¿por qué nohabríamos de admitir huéspedes ennuestra propia casa de la maneraque más nos agrade?

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—Lo sé. Parece lo másnatural, pero como te digo, hoy endía todo está más o menosprohibido.

—¡Oh, Dios mío! —suspiróMolly—. ¡Ojalá no hubiéramosemprendido este negocio! Vamos aestar varios días bloqueados por lanieve, todos se pondrán de malhumor y se comerán nuestrasreservas de provisiones y no sé loque será de nosotros.

—Anímate, cariño —repusoGiles—. Estamos pasando un mal

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momento, pero todo se arreglará.La besó en la frente distraído y

soltándola agregó en otro tono devoz:

—¿Sabes, Molly, que,pensándolo bien, debe ser algo debastante importancia para queenvíen a un sargento a pesar de lanieve?

Hizo un gesto señalando haciael exterior y dijo:

—Debe tratarse de algo muyurgente.

Se miraron perplejos y en

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aquel momento abrióse la puertadando paso a la señora Boyle.

—¡Ah, está usted aquí, señorDavis! —dijo la recién llegada—.¿Sabe que el radiador del salón estáfrío como el mármol?

—Lo siento, señora Boyle.Andamos algo escasos de carbóny...

La señora Boyle le atajó conrudeza.

—Pago siete guineas a lasemana..., siete guineas. Y no estoydispuesta a helarme.

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Giles se puso como la grana yrepuso escuetamente:

—Procuraré remediarlo.Cuando salió de la estancia, la

señora Boyle volvióse a Molly.—Si no le molesta que se lo

diga, señora Davis, creo que tienehospedado en su casa a un jovenmuy particular... Sus modales..., suscorbatas..., ¿y nunca se peina?

—Es un joven arquitecto, queha hecho una gran carrera —dijoMolly.

—Le ruego me perdone,

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pero...—Cristóbal Wren es

arquitecto y...—Déjeme hablar, mi querida

joven. Naturalmente que sé quién essir Cristóbal Wren. Era arquitecto.Fue quien construyó San Pablo.

—Yo me refiero a este otroWren. Sus padres le llamaronCristóbal porque esperaban quefuera arquitecto. Y lo es... bueno, ocasi lo es.

—¡Hum! —gruñó la señoraBoyle—. A mí me parece esto una

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historia bastante extraña. Yo deusted haría algunas averiguacionesacerca de su persona. ¿Qué es loque sabe de él?

—Tanto como de usted, señoraBoyle... es decir, que también mepaga siete guineas a la semana. Yen realidad eso es todo lo quenecesitamos saber, ¿no le parece?Y por lo que a mí respecta, no meimporta que mis huéspedes megusten o... —Molly miró fijamente ala señora Boyle—, no me gusten.

La señora Boyle enrojeció de

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coraje.—Es usted joven y sin

experiencia y debiera agradecer losconsejos de alguien que sabe másque usted. ¿Y qué me dice de eseextranjero? ¿Cuándo ha llegado?

—A medianoche.—Vaya. Es muy curioso. No

es una hora muy corriente.—Negarse a admitir a los

viajeros sería ir contra la ley,señora Boyle. —Y agregó en tonomenos agresivo—: Tal vez no sepaeso.

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—Todo lo que puedo decir esque ese Paravicini, o como sellame, me parece...

—¡Cuidado, cuidado, queridaseñora...! Cuando se habla del ruinde Roma...

La señora Boyle pegó un saltocomo si acabara de ver almismísimo diablo. El señorParavicini que acababa de entrarsilenciosamente en la habitación sinque ellas se dieran cuenta, rió,frotándose las manos con ademánsarcástico.

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—Me ha asustado usted —ledijo la señora Boyle—. No le heoído entrar.

—Para eso he entrado depuntillas —repuso el señorParavicini—. Nadie me oye nuncaentrar o salir. Lo encuentro muydivertido. Algunas veces oigo cosasy eso también me divierte. —Yagregó en tono más bajo—: Y nuncaolvido lo que oigo.

La señora Boyle dijo en vozdébil:

—¿De veras? Voy a buscar mi

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labor... la dejé en el salón.Y salió a toda prisa. Molly se

quedó contemplando al señorParavicini con expresión ausente.Él se le acercó andando a saltitos.

—Mi encantadora patronaparece preocupada —y antes de queMolly pudiera evitarlo le besó en lamano—. ¿Qué es ello, queridaseñora?

Molly retrocedió. No estabasegura de que le agradara aquelindividuo que la miraba como unviejo sátiro:

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—Esta mañana se hace todobastante difícil a causa de la nieve—le dijo con ligereza.

—Sí —El señor Paravicinivolvió la cabeza para mirar por laventana—. La nieve lo complicatodo, ¿no es cierto? O al contrario,lo hace todo muy fácil.

—No se a qué se refiere.—No —repuso él pensativo

—. Hay muchas cosas que ustedignora. Por ejemplo, me parece queno sabe gran cosa de cómoadministrar y regir una casa de

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huéspedes.Molly alzó la barbilla.—Confieso que es cierto...,

pero tenemos intención de saliradelante.

—¡Bravo bravo!—Después de todo —la voz

de Molly demostraba una ligeraansiedad—, no soy tan malacocinera...

—Sin duda alguna es usted unacocinera encantadora —repuso elseñor Paravicini.

«¡Qué molestos resultan los

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extranjeros!», pensó Molly.Tal vez míster Paravicini

leyera sus pensamientos pues elcaso fue que sus modalescambiaron y habló sosegado y muyserio.

—¿Puedo darle un pequeñoconsejo, señora Davis? Usted y suesposo no debieron ser tanconfiados. ¿Tienen algunareferencia de sus huéspedes?

—¿Es costumbre obtenerlas?—Molly pareció algo azorada—.Yo creí que la gente acudía... y eso

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bastaba.—Siempre es aconsejable

saber algo de las personas queduermen bajo nuestro techo —Seinclinó par darle unos golpecitos enel hombro con aire ligeramenteamenazador—. Tómeme a mí comoejemplo. Aparecí a medianochediciendo que mi coche habíavolcado a causa de la ventisca.¿Qué sabe de mí? Nada en absoluto.Y tal vez tampoco sepa nada deninguno de los otros huéspedes.

—La señora Boyle... —

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comenzó a decir Molly, más sedetuvo al ver a la aludida entrar enla estancia con su labor de punto enla mano.

—El salón está demasiadofrío. Me sentaré aquí —Y se dirigióhacia la chimenea.

El señor Paravicini se leadelantó con su andar peculiar.

—Permítame que avive elfuego.

Y Molly se sorprendió, lomismo que la noche anterior, ante lajovial elasticidad de su paso. Había

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observado que siempre procurabaconservarse de espaldas a la luz yahora, al arrodillarse ante el fuego,comprendió la razón. El rostro delseñor Paravicini mostrábaseinteligentemente «maquillado».

De modo que el viejo estúpidoquería parecer más joven de lo queera, ¿verdad? Pues no lo conseguía.Representaba su edad, e inclusomás. Sólo su paso firme resultabauna contradicción. Y tal veztambién eso estuvieracuidadosamente calculado.

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Le sacó de suensimismamiento la bruscaaparición del mayor Metcalf.

—Señora Davis. Me temo quelas cañerías... de... er... —bajó lavoz— del sótano estén heladas.

—¡Oh, Dios mío! —gimióMolly—. ¡Qué día! Primero lapolicía y ahora las cañerías!

El señor Paravicini dejó caerel atizador con estrépito. La señoraBoyle suspendió su labor. Molly,que miraba al mayor Metcalf, quedóextrañada de su repentina

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inmovilidad y la indescriptibleexpresión de su rostro... como sihubiera dejado de experimentaremociones y no fuera más que unatalla de madera.

—¿Ha dicho la policía?Molly tuvo conciencia de que

tras su impasibilidad aparente sedesarrollaba una violenta emoción.Pudiera ser temor, precaución osorpresa..., pero escondía algo.Aquel hombre podía resultarpeligroso.

Volvió a hablar, esta vez en

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tono de simple curiosidad:—¿Qué es eso de la policía?—Han telefoneado —dijo

Molly— hace muy poco rato, paradecir que van a enviar aquí a unsargento —Miró por la ventana—.Pero yo no creo que consiga llegar—dijo esperanzada.

—¿Por qué nos envían a unpolicía? —Dio un paso hacia ella,pero antes de que Molly pudieracontestar palabra, se abrió la puertay entró Giles.

—Este carbón parece de

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piedra. —dijo contrariado. Luegoagregó—: ¿Ocurre algo?

El mayor Metcalf volvióse derepente hacia él:

—He sabido que va llegar lapolicía. ¿Por qué?

—¡Oh, no tenga cuidado; —repuso Giles—. Nadie puede llegarhasta aquí. Hay cinco pies de nieve.Los caminos están bloqueados. Noes posible que se acerque nadie.

Y en aquel momento dierontres golpecitos en la ventana.

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CAPÍTULO IV

1

Todos se sobresaltaron, y

durante unos segundos noconsiguieron localizar laprocedencia de la llamada, quellegaba hasta ellos como un avisofantasmal. Hasta que, con un grito,Molly señaló la ventana, donde un

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hombre golpeaba con los nudillosen el marco, y todos se explicaronel misterio de su llegada al ver quellevaba puestos los esquíes.

Lanzando una exclamación,Giles cruzó la estancia para abrir laventana.

—Gracias, señor —dijo elrecién llegado, que tenía una vozalegre y un rostro muy moreno—.Soy el sargento detective Trotter —presentóse él mismo.

La señora Boyle le miró condisgusto por encima de su labor de

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punto.—No es posible que sea ya

sargento —dijo mirándoledesaprobadoramente—. Es usteddemasiado joven.

El joven, que por cierto lo eramucho, pareció ofenderse y dijo entono ligeramente molesto:

—No soy tan joven comoparezco, señora.

Sus ojos recorrieron el grupohasta detenerse en Giles.

—¿Es usted el señor Davis?¿Puedo quitarme los esquíes y

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dejarlos en alguna parte?—Desde luego, venga

conmigo.Cuando la puerta del vestíbulo

se hubo cerrado tras ellos, laseñora Boyle dijo con acritud:

—¿Para eso pagamos hoy endía a nuestros policías? ¿Para quese diviertan practicando deportesde invierno?

Paravicini se había acercado aMolly y le preguntó:

—¿Por qué ha enviado abuscar a la policía, señora Davis?

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Ella retrocedió un tanto bajo lafirmeza y malignidad de aquellamirada. Aquél era un nuevoParavicini, y por unos instantesMolly sintió miedo.

—¡Pero si yo no he avisado!—dijo con desmayo.

Y entonces Cristóbal Wrenentró por la puerta, muy excitado,diciendo con voz penetrante:

—¿Quién es ese hombre quehay en el vestíbulo? ¿De dónde hasalido? Es preciso ser muy valientepara venir con este tiempo.

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La voz de la señora Boyle sedejó oír por encima del entrechocarde sus agujas de crochet.

—Puede que lo crea o no, peroese hombre es un policía. ¡Unpolicía... esquiando!

Su tono parecía expresar quehabía llegado el quebrantamiento dela gradación entre las clasessociales.

—Perdóneme, señora Davis,¿podría utilizar un momento elteléfono?

—Desde luego, mayor

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Metcalf.El mayor se dirigió al aparato

mientras Cristóbal Wren decía consu voz chillona:

—Es muy guapo, ¿no lesparece? Siempre he creído que lospolicías tienen un gran atractivo.

—Oiga... oiga... —El mayorMetcalf gritaba irritado por elauricular. Volvióse a Molly—.Señora Davis, este teléfono, estámuerto, completamente muerto.

—Funcionaba muy bien hacesólo un momento Yo...

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La interrumpió la risaestridente, casi frenética, deCristóbal Wren.

—De modo que ahora estamoscompletamente aislados. Esdivertido, ¿verdad?

—Yo no le veo la gracia —repuso el mayor Metcalf.

—Ni yo, desde luego —dijo laseñora Boyle.

Cristóbal continuaba riendo acarcajadas.

—Se trata de un chiste de mipropiedad —dijo—. ¡Chitón —se

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llevó el índice a los labios—, queviene el «poli»!

Giles entraba en aquelmomento con el agente Trotter. Esteúltimo se había librado de losesquíes y sacudido la nieve, yllevaba en la mano una gran libretay un lápiz.

—Molly —dijo Giles—, elsargento Trotter quiere hablar unosmomentos con nosotros dosreservadamente.

Molly les siguió fuera de laestancia.

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—Pasemos al gabinete —invitó Giles.

Fueron a la reducidahabitación situada al fondo delvestíbulo que bautizaron con estenombre. El sargento Trotter cerró lapuerta con sumo cuidado.

—¿Qué es lo que hemoshecho? —preguntó Molly, inquieta.

—¿Hecho? —El sargentoTrotter la miró sonriente—. ¡Oh! —agregó—. No se trata de eso,señora. Lamento haber dado lugar aun malentendido. No, señora Davis,

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es algo distinto por completo. Esmás bien un caso de protección dela Policía, no sé si me comprendenustedes.

Como no le entendieron lo másmínimo, los dos le miraroninterrogantes.

El sargento Trotter siguióhablando:

—Es con relación a la muertede la señora Lyon. La señoraMaureen Lyon, que fue asesinada enLondres hace dos días. Tal vez lohayan leído ustedes en los

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periódicos.—Sí —dijo Molly.—Lo primero que quiero saber

es si ustedes conocían a la señoraLyon.

—Jamás la había oídonombrar —dijo Giles, y Mollymurmuró unas palabras paraacompañarle en su negativa.

—Bien, ya me lo figuro. Peroa decir verdad, Lyon no era elverdadero nombre de la interfecta.La Policía tenía su ficha con lashuellas dactilares, de modo que

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pudieron identificarla sin dificultad.Su verdadero nombre era Greeg;Maureen Greeg. Su fallecidoesposo, John Greeg, fue un granjeroresidente en Longridge Farm, nomuy lejos de aquí. Es posible queustedes hayan oído hablar del casoLongridge Farm.

En la estancia reinaba elsilencio más absoluto. Sólo se oíael golpe amortiguado de la nieveque resbalaba del tejado.

Trotter agregó:—Tres niños evacuados se

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alojaron en casa de los Greeg enLongridge Farm en 1940. Uno deesos niños falleció a consecuenciade abandono y malos tratos. El casoarmó mucho alboroto, y los Greegfueron condenados a presidio.Greeg escapó cuando le llevaban ala cárcel, robó un automóvil ysufrió un accidente durante elintento de burlar a la policía. Murióen el acto. La señora Greeg cumpliósu condena y fue puesta en libertadhará unos dos meses.

—Y ahora ha sido asesinada

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—dijo Giles—. ¿Quién suponenque la mató?

Pero el sargento Trotter no erapartidario de las prisas.

—¿Recuerda el caso, señor?—quiso saber.

Giles negó con la cabeza.—En 1940 yo era

guardiamarina y servía en elMediterráneo.

Trotter dirigió su mirada aMolly.

—Yo... yo recuerdo haberoído algo —dijo Molly bastante

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inquieta—. Pero, ¿por qué se dirigeusted a nosotros? ¿Qué tenemos quever con esto?

—Pues porque es posible quecorran peligro, señora Davis.

—¿Peligro? —Giles estabaasombrado.

—Ocurre lo siguiente, señor.Cerca del lugar del crimen serecogió un librito de notas en el quehabía apuntadas dos direcciones. Laprimera: calle Culver, 74.

—¿Allí donde fue asesinadaesa mujer? —dijo Molly.

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—Sí, señora Davis. La otradirección era: Monkswell Manor.

—¿Qué? —Molly exteriorizósu asombro—. Pero eso esextraordinario.

—Sí. Por eso el inspectorHogben consideró necesarioaveriguar si ustedes conocían larelación que pudiera existir entreustedes, o esta casa, y el casoLongridge Farm.

—Ninguna..., absolutamenteninguna —repuso Giles—. Debetratarse de una coincidencia.

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—El inspector Hogben no loconsidera así —dijo el sargentoTrotter con amabilidad—; y hubieravenido él en persona de haberlesido posible. Debido al estadoatmosférico, y por ser yo unesquiador experto, me ha enviado amí para que averigüe todo loreferente a las personas que habitanesta casa, y que debo transmitir porteléfono, y para que tome lasmedidas que considere necesariaspara la seguridad de todos.

Giles exclamó con acritud:

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—¿Seguridad? Pero hombre,¿es que cree que van a asesinar aalguien aquí?

—No quisiera asustar a suesposa —dijo Trotter—, pero esoes precisamente lo que teme elinspector Hogben.

—¿Y qué razones puedentener...?

Giles se interrumpió y Trotterprecisó:

—Eso es lo que he venido aaveriguar.

—Pero todo esto es una

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locura.—Sí, señor. Y precisamente

porque es una locura, resultapeligroso.

—Hay algo más que todavíano nos ha dicho, ¿verdad, sargento?—preguntó Molly.

—Sí, señora. En la partesuperior de la hoja del librito denotas habían escrito: «Tres RatonesCiegos», y prendido en las ropasdel cadáver de la mujer asesinadase encontró un papel con laspalabras: «Éste es el primero», un

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dibujo de los tres ratones y unpentagrama con la tonadilla infantil«Tres Ratones Ciegos».

Molly cantó por lo bajo:

Tres Ratones Ciegos,¡Van tras la mujer delgranjero!Ved cómo corren.les...

Se interrumpió.

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—¡Oh, es horrible... horrible!Eran tres niños, ¿verdad?

—Sí, señora Davis. Unmuchacho de quince años, una niñade catorce y el niño de doce, quemurió...

—¿Qué fue de los otros dos?—Creo que la niña fue

adoptada, pero no hemosconseguido dar con su paradero. Elmuchacho tendrá ahora unosveintitrés años. Hemos perdido surastro. Se dice que siempre fue unpoco... raro. A los dieciocho años

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se alistó en el Ejército, paradesertar más tarde. Desde entoncesno se ha sabido de él. El psiquiatradel Ejército dice que, desde luego,no es normal.

—¿Y usted cree que haya sidoél quien asesinó a la señora Lyon?—preguntó Giles—. ¿Y que es unmaniático homicida que puede veniraquí por alguna razón desconocida?

—Supongo que debe haberalguna relación entre alguno de losque viven aquí y el caso deLongridge Farm. Una vez hayamos

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establecido esta relación, podremosprevenirnos. Usted declara que notiene nada que ver con ese caso,¿verdad? Y usted lo mismo, ¿eh,señora Davis?

—Yo... oh, sí..., sí...—¿Quieren decirme

exactamente quiénes habitan en estacasa?

Le dieron los nombres. Laseñora Boyle, el mayor Metcalf.Cristóbal Wren... Y el señorParavicini. El sargento los fueanotando en su libreta.

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—¿Criados?—No tenemos criados —

repuso Molly—. Y eso me recuerdaque debo subir a pelar patatas.

Y salió de la habitación a todaprisa,

Trotter miró a Giles.—¿Qué sabe usted de esas

personas?—Yo... nosotros... —Giles

hizo una pausa antes de agregar concalma—: La verdad es que nosabemos nada de ellos, sargento. Laseñora Boyle escribió desde su

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hotel de Bournemouth. El mayorMetcalf desde Leamington. MísterWren desde un hotel particular deSouth Kessington. El señorParavicini surgió de la nada... omejor dicho, de entre la nieve... Suautomóvil había volcado a causa dela ventisca, cerca de aquí. Noobstante, supongo que tendrátarjetas de identidad, cartilla deracionamiento o alguno de esospapeles.

—Ya lo averiguaremos, desdeluego.

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—En cierto modo es unasuerte que haga tan mal tiempo —dijo Giles—. Así el asesino nopodrá llegar hasta aquí, ¿no leparece?

—Tal vez no le sea necesariovenir, señor Davis.

—¿Qué quiere decir? —repitió.

El sargento Trotter vaciló unosinstantes y luego dijo:

—Tenemos que considerar quees posible que ya esté aquí.

Giles le miró sorprendido.

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—¿Qué quiere decir? —repitió.

—La señora Greeg fueasesinada hace dos días. Y todossus huéspedes han llegado aquídespués, ¿verdad, señor Davis?

—Sí, pero habían reservadohabitación... algún tiempo antes...todos, excepto Paravicini.

El sargento Trotter suspiró. Suvoz denotaba cansancio.

—Estos crímenes fueronplaneados de antemano.

—¿Crímenes? ¡Pero si sólo se

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ha cometido uno! ¿Por qué está tanseguro de que haya de haber otro?

—Lo habrá... No; esperoevitarlo. Pero se intentará, estoyseguro de ello.

—Pero entonces..., si está enlo cierto —Giles habló muyexcitado—, sólo hay una personaque puede ser el asesino. La únicaque tiene la edad precisa: CristóbalWren.

2

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El sargento Trotter entró en la

cocina.—Señora Davis —dijo a

Molly—, me agradaría que pudierausted acompañarme a la biblioteca.Quisiera interrogarles a todos; elseñor Davis ha sido tan amable deir a prevenirles...

—Muy bien..., pero déjemeque termine de pelar las patatas...Algunas veces desearía que sirWalter Raleigh no las hubieradescubierto nunca...

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El sargento Trotter guardósilencio y Molly agregó paradisculparse.

—La verdad es que todo meparece fantástico...

—No es fantástico, señoraDavis. Se trata de hechos.

—¿Tiene usted la descripcióndel hombre? —preguntó Molly concuriosidad.

—De estatura mediana, másbien delgado, llevaba un abrigooscuro y sombrero gris; hablabacon voz apenas perceptible y se

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cubría el rostro con una bufanda.Ya ve... podría ser cualquiera. —Hizo una pausa y agregó—: Haytres abrigos oscuros y tressombreros grises colgados en elvestíbulo, señora Davis.

—No creo que ninguno de mishuéspedes viniera de Londresprecisamente.

—¿No, señora Davis? —Ycon un movimiento rápido elsargento Trotter dirigióse alaparador y cogió un periódico.

—El Evening Standard del 19

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de febrero. De hace dos días.Alguien lo ha traído aquí, señoraDavis.

—¡Qué extraño! —sorprendióse Molly al tiempo queuna ligera lucecita brillaba en sumemoria—. ¿Cómo puede haberllegado ese periódico?

—No debe juzgar siempre alas personas por su apariencia,señora Davis. La verdad es queusted no sabe nada de la gente quetiene en su casa. Eso me da aentender que ustedes dos son

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nuevos en este negocio.—Sí, es cierto —admitió

Molly sintiéndose de pronto muyjoven, tonta e inexperta.

—Y tal vez tampoco llevenmucho tiempo de casados.

—Sólo un año —Se sonrojóligeramente—. ¡Fue todo tanrápido...!

—Amor a primera vista —dijoel sargento Trotter con simpatía.

Molly no fue capaz deenfadarse.

—Sí. —dijo, añadiendo a

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modo de confidencia—: Hacíaquince días que nos conocíamos...

Sus pensamientos volaron aaquellos catorce días de noviazgovertiginoso. No habían existidodudas... En aquel mundopreocupado, de confusión ynerviosismo, se había realizado elmilagro de su mutuo encuentro...Una ligera sonrisa curvó sus labios.

Volvió a la realidad, bajo lamirada indulgente del sargentoTrotter.

—Su esposo ha nacido por

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esta región, ¿verdad?—No —repuso Molly,

distraída—. Es de Lincolnshire.Sabía muy pocas cosas de la

infancia y juventud de Giles. Suspadres habían muerto y él evitabahablar de su niñez. Molly suponíaque debía ser muy desgraciado deniño.

—Permítame que le diga queson ustedes muy jóvenes paradirigir un negocio como éste —dijoel sargento.

—¡Oh, no lo sé! Yo tengo

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veintidós años y además...Se interrumpió al abrirse la

puerta y entrar Giles.—Todo está dispuesto. Ya les

he puesto en antecedentes —anunció—. Espero que le pareceráa usted bien, ¿verdad?

—Eso ahorra tiempo —repusoTrotter—. ¿Está preparada, señoraDavis?

3

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Cuando el sargento Trotter

entró en la biblioteca oyósimultáneamente cuatro voces.

La más aguda y chillona era lade Cristóbal Wren, que declarabaque no iba a poder dormir aquellanoche, que todo era emocionante ypor favor, por favor, pedía que ledieran más detalles.

A modo de acompañamiento,la señora Boyle afirmaba con vozgrave.

—Esto es una afrenta...

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¡Valiente protección tenemos...! LaPolicía no tiene derecho a dejar quelos asesinos anden sueltos por elpaís.

El señor Paravicini accionabaelocuentemente con ambas manos ysus palabras quedaban ahogadaspor la voz de la señora Boyle. Devez en cuando podían oírse lasfrases tajantes del mayor Metcalfpidiendo «pruebas».

Trotter alzó la mano y todos, aun mismo tiempo, enmudecieron.

—¡Gracias! —les dijo—. El

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señor Davis acaba de hacerles unresumen del motivo de mipresencia. Ahora deseo saber unacosa, una sola cosa y pronto.¿Quién de ustedes tiene algo quever con el caso de LongridgeFarm?

El silencio continuóinalterable y cuatro rostrosimpasibles fijaron sus miradas en elsargento Trotter. Los rasgos de lasemociones de momentos antes:indignación, histeria, curiosidad...,se habían desvanecido de aquellos

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semblantes.El sargento Trotter volvió a

hacer uso de la palabra, esta vezcon más apremio.

—Por favor, entiéndame.Tenemos razones para creer queuno de ustedes corre peligro...peligro de muerte... ¡Tengo queaveriguar quién es!

Nadie habló ni se movió.Algo semejante a la ira

alteraba ahora la voz de Trotter.—Muy bien... Les interrogaré

uno por uno. ¿Señor Paravicini?

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Una sonrisa apenasperceptible apareció en los labiosde míster Paravicini, quien alzó lasmanos en un gesto de protesta.

—¡Pero si yo soy un extrañoen esta región, señor inspector! Nosé nada, nada en absoluto, de lossucesos locales a que se refiereusted.

Trotter, sin perder tiempo,prosiguió:

—¿Señora Boyle?—La verdad, no veo por

qué..., quiero decir..., ¿por qué

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tendría yo que ver en tandesagradable asunto?

—¿Señor Wren?—Por aquel entonces era yo un

niño —repuso Cristóbal con vozestridente—. Ni siquiera recuerdohaber oído nunca hablar de ello.

—¿Y usted, mayor Metcalf?—Lo leí en los periódicos —

repuso con brusquedad—. Entoncesyo estaba en Edimburgo.

—¿Eso es todo lo que tienenque decir?

De nuevo reinó el silencio.

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Trotter exhaló un suspiro dedesesperación.

—Si uno de ustedes esasesinado —les dijo—, no culpen anadie, sino a ustedes mismos.

Y dando media vueltaabandonó la biblioteca.

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CAPÍTULO V

1

—Amigos míos —exclamó

Cristóbal—. ¡Qué melodramático!—agregó—: Es muy apuesto, ¿noles parece? Yo admiro a lospolicías. Tan enérgicos ydecididos. Este asunto es muyemocionante. Tres Ratones Ciegos .

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¿Cómo dice la canción?Silbó la tonadilla por lo bajo y

Molly exclamó involuntariamente:—¡Oh, no!Él girando en redondo, se echó

a reír.—Pero, querida —le dijo—,

es la tonadilla de mi firma. Nuncame habían tomado por un asesino yme voy a divertir mucho.

—¡Tonterías! —le dijo laseñora Boyle—. No creo unapalabra de todo esto.

En los ojos de Cristóbal

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brillaba una lucecita traviesa.—Pero aguarde, señora Boyle

—bajó la voz—, hasta que yo medeslice por detrás de usted y aprietemis manos alrededor de sugarganta...

Molly retrocedióinvoluntariamente y Giles dijoenojado:

—Está usted enojando a miesposa, Wren, y de todas formas esuna broma muy pesada.

—No es cosa de broma —dijoMetcalf.

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—¡Oh, pues claro que sí! —repuso Cristóbal—. Esto esprecisamente... la broma de un loco.Por eso resulta tan fúnebre.

Miró a su alrededor y volvió aecharse a reír.

—¡Si pudieran ver las carasque ponen!

Y, dando media vuelta,abandonó la habitación.

2

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La señora Boyle fue la primera

en recobrarse.—Es un joven neurótico y muy

mal educado —dijo.—Me contó que estuvo

enterrado cuarenta y ocho horasdurante un ataque aéreo —explicóel mayor Metcalf—. Me atrevo aasegurar que eso explica muchascosas.

—La gente siempre encuentraexcusas para dejarse llevar de losnervios —dijo la señora Boyle con

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acritud—. Estoy segura que durantela guerra yo pasé tanto comocualquier otro y mis nervios estánperfectamente.

—Tal vez esto tenga que vercon usted, señora Boyle —exclamóMetcalf.

—¿Cómo dice?El mayor Metcalf se expresó

tranquilamente:—Creo que en 1940 estaba

usted en la Oficina de Alojamientode este distrito, señora Boyle —Miró a Molly, que inclinó la cabeza

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en señal de asentimiento—. Es así,¿no es verdad?

El rostro de la señora Boyle sepuso rojo de ira.

—¿Y qué? —desafió con lavoz y la mirada.

—Usted fue la que envió a lostres niños a Longridge Farm.

—La verdad, mayor Metcalf,no veo por qué he de serresponsable de lo ocurrido. Losgranjeros parecían buena gente y semostraban deseosos de alojar a losniños. No creo que puedan

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culparme en este sentido... o que yosea responsable.

Su acento se quebró.Giles intervino, preocupado.—¿Por qué no se lo dijo al

sargento Trotter?—Esto no le importa a la

policía —replicó la señora Boyle—. Puedo cuidar de mí misma.

—Será mejor que vigile contodo cuidado —dijo el mayorMetcalf sin alterarse, y él tambiénsalió apresuradamente de laestancia.

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—Claro —murmuró Molly—,usted estaba en la oficina dehospedaje... Recuerdo...

—Molly, ¿tú lo sabías? —Giles la miraba fijamente.

—Usted vivía en la gran casaque luego incautaron, ¿no esverdad?

—La requisaron —precisó laseñora Boyle—; y la arruinaron porcompleto —agregó con amargura—. Está devastada. Fue unainiquidad.

Y entonces el señor Paravicini

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comenzó a reír. Echó la cabezahacia atrás, riendo sin el menordisimulo.

—Perdónenme —consiguiódecir—; pero es que todo estoresulta muy divertido. Me estoydivirtiendo... sí, me estoydivirtiendo en grande.

En aquel momento entraba enla habitación el sargento Trotter ydirigió una mirada de censura alseñor Paravicini.

—Celebro que todos seencuentren tan divertidos —dijo,

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molesto.—Le ruego que disculpe,

querido inspector, y le pido perdón.Estoy estropeando el efecto de susgraves advertencias.

El sargento Trotter se encogióde hombros.

—Hice cuanto pude poraclarar la situación —dijo—. Nosoy inspector, sino sólo sargento.Por favor, señora Davis, quisierahablar por teléfono.

—Perdóneme —repitióParavicini—. Ya me voy.

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Y abandonó la biblioteca consu andar firme y airoso, que yallamara la atención de Molly.

—Es un tipo extraño —dijoGiles.

—Podría ser un criminal —repuso Trotter—. No me fiaría ni unpelo de él.

—¡Oh! —exclamó Molly—.¿Usted cree que él...? Pero si esdemasiado viejo... ¿O no lo es? Semaquilla... bastante, y su andar esseguro. Tal vez pretenda parecerviejo. Sargento Trotter, ¿usted

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cree...?El sargento Trotter dirigióle

una severa mirada.—No iremos a ninguna parte

con teorías inútiles, señora Davis—se acercó al teléfono—. Ahoradebo informar al inspector Hogben.

—No podrá comunicar —leadvirtió Molly—. No funciona.

—¿Qué? —Trotter giró enredondo.

Y la alarma de su acento lesimpresionó.

—¿No funciona? ¿Desde

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cuándo?—El mayor Metcalf intentó

hablar antes de que usted llegara.—Pero antes funcionaba

perfectamente. ¿No recibió elmensaje del inspector Hogben?

—Sí. Supongo... que desde lasdiez... la línea se habrá cortado...por la nieve.

El rostro de Trotter seensombreció.

—Me pregunto —dijo— sipueden haberla cortado.

Molly sobresaltóse.

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—¿Usted lo cree así?—Voy a asegurarme.Y abandonó a toda prisa la

estancia. Giles vaciló unos instantesy al fin salió tras él.

Molly exclamó:—¡Cielo santo! Casi es la hora

de comer. Debo darme prisa... o notendremos nada que llevarnos a laboca.

Y cuando salía de labiblioteca la señora Boylemurmuró:

—¡Qué chiquilla más

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incompetente! Y qué casa ésta. Nopagaré siete guineas por esta clasede cosas.

3

El sargento Trotter, inclinado,

repasaba los cables telefónicos ypreguntó a Giles:

—¿Hay algún aparatosupletorio?

—Sí, arriba, en nuestrodormitorio. ¿Quiere que vaya a

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mirar allí?—Sí, haga el favor.Trotter abrió la ventana e

inclinóse hacia el exterior,barriendo la nieve del alféizar.Giles corrió escalera arriba.

4

El señor Paravicini se hallaba

en el salón. Dirigióse al piano decola y lo abrió. Una vez hubotomado asiento en el taburete,

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comenzó a tocar suavemente con undedo.

Tres Ratones CiegosVed cómo corren...

5

Cristóbal Wren estaba en su

habitación, y yendo de un lado a

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otro silbaba suavemente...De pronto su silbido cesó.

Sentóse en el borde de la cama yescondiendo el rostro entre lasmanos comenzó a sollozar...murmurando infantilmente:

—No puedo continuar...Luego su expresión cambió, y

poniéndose en pie enderezó loshombros.

—Tengo que continuar —dijo—. Tengo que acabar con ello.

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6

Giles permanecía junto al

teléfono de su dormitorio, que era ala vez el de Molly. Inclinóse pararecoger algo semioculto entre lasfaldas del tocador: era un guante desu esposa, y al levantarlo de suinterior cayó un billete de autobús,color rosa... Giles contempló sutrayectoria hasta el suelo, mientrascambiaba la expresión de su rostro.

Podían haberle tomado por

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otro hombre cuando se dirigió a lapuerta como un sonámbulo, y unavez la hubo abierto permanecióunos instantes contemplando elpasillo en dirección al rellano de laescalera.

7

Molly terminó de pelar las

patatas y las echó en una olla quecolocó sobre el fogón. Miró dentrodel horno. Todo estaba dispuesto,

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según su plan.Encima de la mesa de la

cocina yacía el ejemplar de dosdías atrás, el Evening Standard.Frunció el ceño al verlo. Siconsiguiera recordar...

De pronto se llevó las manos alos ojos.

—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Oh,no...!

Bajó lentamente sus manoscontemplando la cocina como sifuera un lugar extraño... tan cálida,cómoda y espaciosa, con el sabroso

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aroma de los guisos.—¡Oh, no! —repitió casi sin

aliento.Y también con el andar lento

de una sonámbula dirigióse a lapuerta que daba al vestíbulo. Laabrió. La casa estaba en silencio...sólo se oía un ligero silbido...

Aquella canción...Molly se estremeció volviendo

a la cocina para echar otro vistazo.Sí, todo estaba en orden y enmarcha.

Una vez más fue hacia la

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puerta...

8

El mayor Metcalf bajó

lentamente la escalera. Aguardó unoinstantes en el vestíbulo, luegoabrió el gran armario situadodebajo de la escalera y se metiódentro.

Todo estaba tranquilo. No seveía a nadie. Era una buena ocasiónpara llevar a cabo lo que se había

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propuesto hacer...

9

En la biblioteca la señora

Boyle conectó la radio. Estabatodavía enfadada.

La primera emisora quesintonizó estaba lanzando al éteruna charla sobre el significado yorigen de las melodías infantiles.Lo último que esperaba oír. Giró elcuadrante con impaciencia y una

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pastosa voz le informó:—La psicología del miedo

debe ser comprendida. Supongamosque usted se halla solo en unahabitación y se abre una puerta ensilencio a su espalda...

Y la puerta se abrió. La señoraBoyle experimentó un violentosobresalto.

—¡Oh, es usted! —dijo,aliviada—. ¡Qué programas másestúpidos! ¡No consigo en modoalguno encontrar nada digno deoírse!

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—Yo no me preocuparía poreso, señora Boyle.

—¿Y qué otra cosa puedohacer si no es escuchar la radio? —preguntó—. Encerrada en esta casacon un posible asesino... Aunque noes que me crea esa melodramáticahistoria ni por un momento...

—¿No, señora Boyle?—Pues... ¿qué quiere decir...?El cinturón de un impermeable

se arrolló tan rápidamente en tornoa su cuello que apenas pudocomprender lo que le ocurría.

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El tono de la radio fue elevadohasta el máximo. El conferenciantesobre la psicología del miedosiguió lanzando sus opiniones porlas habitaciones, ahogando lossonidos entrecortados producidospor la señora Boyle en su agonía.

Que no hizo mucho ruido.El asesino era muy experto.

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CAPÍTULO VI

1

Estaban todos reunidos en la

cocina. Sobre el fogón de gas laolla de patatas hervía alegremente.El sabroso aroma del asado quesalía del horno era más fuerte quenunca.

Cuatro seres asustados se

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miraron unos a otros: el quinto,Molly, pálida y temblorosa, sorbíaun vaso de whisky, que el sexto, elsargento Trotter, le había obligadoa beber.

El propio sargento Trotter, consu rostro grave y contrariado,contemplaba a los reunidos. Habíantranscurrido sólo quince minutosdesde que los terribles gritos deMolly les atrajeran a todos a labiblioteca.

—Acababa de ser asesinadacuando usted llegó junto a ella,

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señora Davis —le dijo—. ¿Estásegura de no haber visto u oídonada cuando cruzó el vestíbulo?

—Oí silbar —dijo Molly convoz débil—, pero eso fue antes.Creo... no estoy segura... creo haberoído cerrar una puerta...precisamente cuando yo... cuandoyo... entraba en la biblioteca.

—¿Qué puerta?—No lo sé.—Piense, señora Davis... trate

d e recordar..., ¿arriba, abajo, a laderecha o a la izquierda...?

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—No lo sé, ya se lo he dicho—exclamó Molly—. Ni siquieraestoy segura de haber oído algo.

—¿Es que no puede dejar deacosarla? —dijo Giles, furioso—.¿No ve que está nerviosa?

—Estoy investigando uncrimen, señor Davis... Le ruego meperdone, comandante Davis.

—No utilizo mi título deguerra en ninguna ocasión, sargento.

—Perfectamente, señor —Trotter hizo una pausa, como sihubiera tocado un punto delicado

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—. Como iba diciendo, estoyinvestigando un crimen. Hasta ahoranadie ha tomado este asunto enserio. La señora Boyle tampoco. Noquiso darme cierta información.Todos ustedes han hecho lo mismo.Bien, la señora Boyle ha muerto y,a menos que lleguemos al fondo detodo esto... y pronto, puede quehaya otra muerte.

—¿Otra? ¡Tonterías! ¿Porqué?

—Porque... —repuso elsargento Trotter con voz grave—

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eran tres ratoncitos ciegos...—¿Una muerte por cada uno?

—preguntó Giles, extrañado—.Pero tendría que existir algunarelación... quiero decir, otrarelación con aquel caso.

—Sí, tiene que haberla.—Pero, ¿por qué ha de haber

otro crimen aquí?—Porque sólo había dos

direcciones en el librito de notas.Había sólo una posible víctima enla calle Culver, 74. Ya ha muerto.Pero en Monkswell Manor hay un

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campo más amplio.—Tonterías, Trotter. Sería una

coincidencia casi improbable quese hubieran reunido aquí por azardos personas relacionadas con elcaso de Longridge Farm.

—Dadas ciertascircunstancias, no sería muchacasualidad. Piénselo, señor Davis.

Se volvió hacia los otros.—Ya tengo sus declaraciones

de dónde estaba cada uno deustedes cuando la señora Boyle fueasesinada. Voy a repasarlas.

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¿Usted, señor Wren, estaba en suhabitación cuando oyó gritar a laseñora Davis?

—Sí, sargento.—Señor David, ¿usted se

encontraba en su dormitorioexaminando el teléfono supletorioque hay allí?

—Sí —repuso Giles.—El señor Paravicini se

hallaba en el salón tocando elpiano. A propósito, ¿no le oyónadie, señor Paravicini?

—Tocaba muy piano, muy

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piano, sargento, y sólo con un dedo.—¿Qué es lo que tocaba?—Tres Ratones Ciegos ,

sargento —Sonrió—. Lo mismo queel señor Wren silbaba en el piso dearriba. La tonadilla que todosllevamos metida en la cabeza.

—Es una canción horrible —dijo Molly.

—¿Y qué me dice del cabletelefónico? —quiso saber Metcalf—. ¿Lo habían cortadointencionadamente?

—Sí, mayor Metcalf.

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Precisamente junto a la ventana delcomedor... acababa de localizar laavería cuando gritó la señoraDavis.

—¡Pero eso es una locura!¿Cómo espera el criminal podersalir con bien de todo esto? —preguntó Cristóbal con vozestridente.

El sargento le contemplófijamente unos instantes.

—Tal vez eso no le preocupemucho —dijo—. O es posible quese crea demasiado listo para

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nosotros. Los asesinos son así.Nosotros tenemos un curso depsicología en nuestro aprendizaje.La mentalidad de un esquizofrénicoes muy interesante.

—¿No podríamos suprimir laspalabras innecesarias? —preguntóGiles.

—Desde luego, señor Davis.Sólo hay dos de ellas que nosinteresan de momento. Una esasesinato y la otra peligro. Noshemos de concentrar sobre esaspalabras. Ahora, mayor Metcalf,

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permítame que aclare susmovimientos. Dice que estaba usteden el sótano..., ¿por qué?

—Echando un vistazo —repuso el mayor—. Miré en elinterior de ese armario que haydebajo de la escalera y entonces viuna puerta, la abrí, había un tramode escalones y los bajé. Tiene ustedun sótano muy bonito —dijodirigiéndose a Giles—. Parece labien conservada cripta de un viejomonasterio.

—No se trata de buscar

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antigüedades, mayor Metcalf.Estamos investigando un crimen.¿Quiere escuchar un momento,señora Davis? Dejaré abierta lapuerta de la cocina —Y salió.Oyóse cerrar una puerta concuidado—. ¿Es eso lo que oyóusted, señora Davis? —preguntó alreaparecer.

—Yo... creo que fue algo así.—Era la puerta del armario de

debajo de la escalera. Podría serque el asesino, tras matar a laseñora Boyle, se retirara por el

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recibidor, y al oírla salir de lacocina se refugiara en este armarioy cerrara la puerta.

—En ese caso estarán sushuellas en el interior del armario —exclamó Cristóbal.

—Y también las mías —dijoel mayor Metcalf.

—Cierto —repuso el sargentoTrotter—. Pero nos ha dado unaexplicación satisfactoria, ¿verdad?—agregó en tono más bajo.

—Escuche, sargento —intervino Giles—, admito que usted

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es el encargado de aclarar esteasunto, pero ésta es mi casa, y encierto modo me siento responsablede las personas que se hospedanaquí. ¿No podríamos tomar ciertasmedidas de precaución?

—¿Tales como...? Diga, digausted, señor Davis.

—Bien, para ser franco, habríaque arrestar a la persona queaparece como principalsospechoso.

Y Giles miró fijamente aWren.

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2

Wren adelantóse, exclamando

con voz aguda:—¡No es verdad! ¡No es

verdad! Todos están contra mí...Todo el mundo está siempre contramí. Ahora ustedes quieren echarmela culpa. Es una persecución... unapersecución...

—Cálmese, muchacho —ledijo el mayor Metcalf.

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—Tranquilícese, Cris —Mollyacercóse a él—. Nadie está encontra suya. Dígale que no hay nadade eso, sargento.

—Nosotros no echamos laculpa a nadie —repuso el sargentoTrotter.

—Dígale que no va aarrestarle.

—No voy a arrestar a nadie.Para hacerlo necesito pruebas. Y nolas hay... por ahora.

—Creo que te has vuelto loca,Molly —exclamó Giles—, y usted

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también, sargento. Hay una solapersona que reúna lascaracterísticas del asesino y...

—Aguarda, Giles, espera —interrumpió su esposa—. ¡Oh,cálmate! Sargento Trotter...,¿puedo... puedo hablar un momentocon usted?

—Yo me quedo —dijo Giles.—No, vete, por favor.El rostro de Giles estaba

sombrío y presagiaba tormentacuando habló.

—No sé lo que te ha pasado,

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Molly.Y siguió a los otros fuera de la

habitación.—Diga usted, señora Davis,

¿qué es ello?—Sargento Trotter, cuando

usted nos habló del caso deLongridge Farm, nos dio a entenderque debía ser el hermano mayorel... responsable de todo esto. Perono lo sabe con certeza, ¿verdad?

—Así es, señora Davis. Perola mayoría de posibilidades, seinclinaban hacia ese lado...,

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desequilibrio mental, deserción delEjército... ése fue el informe delpsiquiatra.

—Oh, ya, y por consiguientetodo parecía indicar a Cristóbal.Yo no creo que haya sido él. Debede haber otras... posibilidades. ¿Esque aquellos niños no teníanfamilia... padres, por ejemplo?

—Sí. La madre había muerto,pero el padre estaba sirviendo en elextranjero.

—Bueno. ¿Y qué hay de él?¿Dónde se encuentra ahora?

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—No tenemos informes.Obtuvo los documentos dedesmovilización el año pasado.

—Y si el hijo era undesequilibrado mental, el padretambién pudo serlo.

—Es posible.—De modo que el asesino

pudiera ser de mediana edad, o másbien viejo. Recuerde que el mayorMetcalf se asustó mucho cuando ledije que había telefoneado lapolicía. Y realmente estabaatemorizado.

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—Créame, por favor, señoraDavis —dijo el sargento Trottercon calma—. No he dejado deconsiderar todas las posibilidadesdesde el principio. El joven Jim...el padre, e incluso la hermana.Podría haber sido una mujer, ¿sabe?No he pasado nada por alto. Puedoestar seguro en mi interior..., perono lo sé... todavía. Es muy difícilconocer todo lo referente a losdemás... sobre todo en estostiempos. Le sorprendería lo que seve en el Departamento de Policía.

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Principalmente en matrimonios.Bodas rápidas... casamientos deguerra... Sin explicar el pasado...Sin hablar de familia, ni amistades.La gente acepta la palabra de undesconocido como artículo de fe. Siun individuo dice que es piloto deaviación, o mayor del ejército... lachica le cree a pies juntillas... yalgunas veces tarda uno o dos añosen descubrir que es un empleado deun Banco que se ha fugado y quetiene esposa e hijos... o que es undesertor del ejército... o peor.

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Hizo una pausa y continuó:—Sé perfectamente lo que está

pensando, señora Davis. Sóloquiero decirle una cosa. El asesinose está divirtiendo. Eso es de loúnico que estoy seguro.

Y se dirigió hacia la puerta.

3

Molly quedóse inmóvil

mientras sentía arder sus mejillas.Al cabo de unos instantes avanzó

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lentamente hacia el fogón y searrodilló para ir a abrir la puertadel horno. El aroma sabroso yfamiliar alegró su ánimo. Era comosi de pronto volviera a encontrarseen el mundo amable de la rutinacotidiana. Guisar... cuidar de lacasa... la vida ordinaria yprosaica...

Desde tiempo inmemorial lasmujeres han preparado losalimentos para los hombres. Elmundo de peligros... y locuras sedesvaneció. La mujer, en su cocina,

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se encuentra a salvo...completamente a salvo.

Abrióse la puerta. Mollyvolvió la cabeza, viendo entrar aCristóbal Wren casi sin aliento.

—¡Cielos! —exclamóCristóbal—. ¡Qué desorden!¡Alguien ha robado los esquíes delsargento!

—¿Los esquíes del sargento?Pero ¿quién ha podido ser?

—La verdad es que no puedoimaginarlo... quiero decir, que si elsargento decidía marcharse y

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dejarnos, supongo que el asesinodebiera sentirse satisfecho. En fin,que no tiene sentido, ¿no le parece?

—Giles los puso en el armariode debajo de la escalera.

—Bueno, pues ya no están allí.Es algo extraño, ¿verdad?

Rió alegremente.—El sargento está furioso... Y

culpa al pobre mayor Metcalf...,que sostiene que no se fijó siestaban o no cuando miró dentro delarmario justamente antes de quemataran a la señora Boyle. Trotter

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dice que debió haberlo notadoforzosamente —Cristóbal bajó lavoz—. Si quiere saber mi opinión,creo que este asunto estáempezando a desmoralizar aTrotter.

—Nos está desmoralizando atodos nosotros —replicó Molly.

—A mí no. Lo encuentroestimulante. ¡Es tan deliciosamenteirreal!...

—No diría eso... si hubierasido usted quien la hubieseencontrado. Me refiero a la señora

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Boyle. Sigo recordándola... Noconsigo olvidarlo... Su rostro...hinchado y cárdeno...

Se estremeció. Cristóbalacercóse a ella y le puso una manosobre el hombro.

—Lo sé. Soy un estúpido. Losiento. No quise entristecerla.

Un sollozo ahogóse en lagarganta de Molly.

—Hace unos momentos todoparecía como antes... esta cocina...,el preparar la comida... —Habló deun modo confuso e incoherente—.

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Y, de pronto, todo... volvió denuevo... como una pesadilla.

Había una curiosa expresiónen el rostro de Cristóbal Wrenmientras contemplaba con marcadaatención a la joven.

—Ya comprendo —le dijo—.Bueno, será mejor que me vaya... yno la entretenga.

Cuando Cristóbal tenía ya lamano en el pomo de la puerta, lajoven exclamó:

—¡No se marche!Él se volvió, mirándola

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interrogadoramente, y regresó a sulado despacio.

—¿Lo ha dicho de veras?—¿El qué?—Que no quiere que me

marche.—Sí, ya se lo he dicho. No

quiero estar sola. Tengo miedo dequedarme sola.

Cristóbal sentóse junto a lamesa. Molly abrió el horno ycambió de estante el pastel decarne.

—Eso es muy interesante —

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dijo Cristóbal en voz baja.—¿El qué?—El que no tema quedarse a

solas... conmigo. No tiene miedo,¿verdad?

Molly movió la cabeza.—No, no tengo miedo.—¿Por qué no tiene miedo,

Molly?—No lo sé... yo no...—Y, no obstante, soy la única

persona que reúne lascaracterísticas del asesino.

—No —repuso Molly—.

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Existen otras... posibilidades. Heestado hablando de ello unosmomentos con el sargento Trotter.

—¿Y está de acuerdo contigo?—Por lo menos no está en

desacuerdo —dijo la jovendespacio.

Ciertas palabras volvían amartillear su cerebro.Especialmente la última frase: «Séperfectamente lo que estápensando, señora Davis.» Pero, ¿losabía? Es posible que lo supiera.También dijo que el asesino estaba

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disfrutando... ¿Era cierto?Y preguntó a Cristóbal:—Tú no te estás divirtiendo

precisamente, ¿verdad? A pesar delo que acabas de decirme.

—¡Cielos, no! —repusoCristóbal mirándola, sorprendido—. ¡Qué cosas tan chocantes se teocurren!

—Oh, no es cosa mía, sino delsargento Trotter. ¡Le odio! Me hametido cosas en la cabeza... cosasque no son verdad... que no puedenser verdad.

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Se cubrió el rostro con lasmanos, pero Cristóbal se las apartósuavemente.

—Escucha, Molly, ¿qué estodo esto?

Ella dejó que la sentara en unasilla junto a la mesa de la cocina.Los modales de Cristóbal ya noeran ni morbosos ni infantiles.

—¿Qué te pasa, Molly? —ledijo.

La joven le miró largamente.—¿Cuánto tiempo hace que te

conozco, Cristóbal? ¿Dos días?

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—Poco más o menos. Estáspensando que para hacer tan pocotiempo nos conocemos bastantebien.

—Sí... es extraño, ¿verdad?—Oh, no lo sé... Existe una

corriente de simpatía entrenosotros. Posiblemente porqueambos... hemos luchado contra ella.

No era pregunta, sinoafirmación, y Molly la pasó poralto. Preguntó en voz muy baja:

—Tu nombre verdadero no esCristóbal Wren, ¿verdad?

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—No.—¿Por qué...?—¿Por qué he escogido ése?

Oh, me pareció bastante ingenioso.En el colegio solían burlarse de míllamándome Cristóbal Robin.Robin... Wren... me figuro que fuepor asociación de ideas.

—¿Cuál es, pues, tu verdaderonombre?

Cristóbal repuso con voztranquila:

—No creo que te interese...No significaría nada para ti... No

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soy arquitecto. En la actualidad soyun desertor del ejército.

Por un momento en los ojos deMolly brilló un relámpago dealarma.

Cristóbal lo comprendió así.—Sí —continuó—. Igual que

nuestro asesino desconocido. Ya tedije que yo era el único quecoincidía con su descripción.

—No seas tonto —replicóMolly—. No he creído nunca quefueses el asesino. Continúa...háblame de ti... ¿Qué impulsos

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fueron los que te hicieron desertar?¿Los nervios?

—¿Te refieres a que sentímiedo? No. Por extraño queparezca, no estaba asustado... esdecir, no más asustado que losotros. Gozaba fama de tener muchotemple ante el enemigo. No; fuealgo bien diferente. Fue por... pormi madre.

—¿Tu madre?—Sí... verás; murió durante un

ataque aéreo. Quedó sepultada.Tenían que desenterrarla. No sé lo

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que se apoderó de mí cuando meenteré... supongo que estaba unpoco loco. Pensé... que me habíaocurrido a mí... Sentí que debíaregresar a casa en seguida... ysacarla yo mismo... No puedoexplicarlo... fue todo tan confuso...—Ocultó el rostro entre las manos ysiguió con voz ahogada—: Anduvede un lado a otro durante muchotiempo, buscándola a ella... o a mímismo... no sé. Y luego, cuando mimente se aclaró, tuve miedo deregresar... sabía que nunca

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conseguiría explicarlo... y desdeentonces... no soy absolutamentenadie.

Quedó mirándola con el rostrocontraído por la desesperación.

—No debes pensar así —ledijo Molly—. Puedes volver aempezar.

—¿Es que acaso es posible?—Pues claro... eres muy

joven.—Sí, pero ya ves... he llegado

al fin.—No —insistió la joven—.

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No has llegado al fin, sólo lopiensas. Yo creo que todo el mundosiente esa sensación una vez en lavida por lo menos... que ha llegadosu fin y que no pueden continuar.

—Tú la has tenido, ¿verdad,Molly? Debe ser así, pues de otromodo es de suponer que nohablarías como lo haces.

—Sí.—¿Qué te pasó a ti?—Pues lo que a mucha gente.

Estaba prometida a un piloto deaviación... y lo mataron.

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—¿No hubo nada más queeso?

—Supongo que hay algo más.Sufrí un rudo golpe cuando eraniña... y me predispuso a pensarque todo en la vida era... horrible.Cuando murió Jack se confirmó micreencia, profundamente arraigada,de que todo era cruel ytraicionero...

—Comprendo... Y luego,supongo —dijo Cristóbal sin dejarde mirar con gran fijeza yobservarla— que apareció Giles.

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—Sí —Cristóbal vio lasonrisa tierna, casi tímida, quetemblaba en sus labios—. LlegóGiles... y volví a sentirme feliz ysegura—. ¡Giles!

La sonrisa desapareció de suslabios. Se estremeció como situviera frío.

—¿Qué te ocurre, Molly?¿Qué es lo que temes? Porque estásasustada, ¿no es así?

La joven asintió con la cabeza.—¿Y es algo referente a

Giles? ¿Algo que ha dicho o hecho?

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—No es Giles, en realidad,sino ese hombre horrible.

—¿Qué hombre horrible? —Cristóbal estaba sorprendido—.¿Paravicini?

—No, no; el sargento Trotter.—¿El sargento Trotter?—Sugiriendo cosas... cosas

ocultas... provocándome terriblesludas acerca de Giles...pensamientos que nunca cruzaronpor mi mente. ¡Oh, le odio... leodio!

Cristóbal alzó las cejas

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sorprendido.—¿Giles? ¡Giles! Sí, claro, él

y yo somos de la misma edad. A míme parece mucho mayor, pero mefiguro que no debe serlo. Sí, Gilestambién coincide con lascaracterísticas del asesino. Peroescucha, Molly, todo esto es unatontería. Giles estaba aquí contigoel día que esa mujer fue asesinadaen Londres.

Molly no contestó. Cristóbal lamiraba extrañado.

—¿No estaba aquí?

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Molly habló casi sin aliento.Sus palabras fueron un susurroincoherente.

—Estuvo fuera todo el día...con el coche... fue al otro extremode la comarca para comprar unaalambrada que vendían allí... por lomenos eso fue lo que dijo... y es loque pensaba... hasta... hasta...

—¿Hasta qué?Lentamente Molly alargó la

mano para señalar la fecha delejemplar del Evening Standard quecubría parte del tablero de la mesa

Page 268: Tres Ratones Ciegos y Otras Historias - Agatha Christie

de la cocina.Cristóbal miró y dijo:—Es la edición de Londres de

hace dos días.—Estaba en el bolsillo del

gabán de Giles cuando regresó.Debió... debió haber estado enLondres.

Cristóbal se extrañó. Miró denuevo el periódico y luego a Molly,y frunciendo los labios comenzó asilbar aunque se interrumpió depronto. No quería silbar aquellatonadilla precisamente en aquellos

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momentos, y escogiendo suspalabras con sumo cuidado yevitando mirar a Molly a los ojos,dijo:

—¿Qué es lo que sabes de...Giles?

—¡No! —exclamó la joven—.¡No! Eso es lo que ese Trotterdijo... o insinuó. Que las mujeressolemos ignorarlo todo del hombrecon quien nos casamos...especialmente en tiempo de guerra.Que aceptamos siempre... todo loque nos cuentan...

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—Supongo que eso es cierto.—¡No digas eso tú también!

No puedo soportarlo. Es porqueestamos todos trastornados.Creemos... creemos que cualquiersuposición fantástica... ¡No escierto! Yo...

Se detuvo sin terminar la frase.La puerta de la cocina acababa deabrirse.

Entró Giles con expresiónsombría.

—¿Les he interrumpido? —preguntó.

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Cristóbal se apartó de la mesa.—Estoy tomando unas cuantas

lecciones de cocina —dijo.—¿De veras? Escuche, Wren;

los téte-a-téte no son prudentes enlos momentos presentes. No seacerque más a la cocina, ¿me haoído?

—¡Oh!, pero seguramente...—No se acerque a mi esposa,

Wren. Ella no va a ser la próximavíctima.

—Eso —atajó Cristóbal— esprecisamente lo que me preocupa.

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Si hubo intención en suspalabras, Giles pareció no darsecuenta.

—Soy yo quien debo vigilaraquí. Sé cuidar de mi propiaesposa. ¡Fuera!

Molly dijo con voz clara:—Por favor, vete, Cristóbal.

Sí..., márchate.El muchacho dirigióse hacia la

puerta sin prisa.—No me iré muy lejos —Sus

palabras iban dirigidas a Molly ytenían un significado definitivo.

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—¿Quiere marcharse de unavez?

Cristóbal soltó una risitainfantil.

—Ya me voy, comandante.La puerta cerróse tras él y

Giles se volvió para enfrentarsecon su mujer.

—¡Por amor de Dios, Molly!¿Es que te has vuelto loca? ¡Estaraquí encerrada y tan tranquila conun peligroso maniático homicida!

—No es... —Cambió la frasecomenzada—. No es peligroso. De

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todas maneras estoy prevenida... ypuedo cuidar de mí misma.

Giles rió de mala gana.—También podía la señora

Boyle.—¡Oh, Giles! ¡No!—Lo siento, querida, pero ya

estoy harto. ¡Ese condenadomuchacho! No comprendo qué es loque ves en él.

Molly repuso despacio:—Me da lástima.—¿Te compadeces de un

lunático homicida?

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Molly le dirigió una miradaindescifrable.

—Puedo sentir compasión deun lunático homicida —repuso.

—Y también llamarleCristóbal. ¿Desde cuándo ostuteáis?

—¡Oh, Giles! No seasridículo. Hoy en día todo el mundose tutea. Tú lo sabes.

—¿A los dos días deconocerse? Pero tal vez haya másque eso. Puede que conocieras aCristóbal Wren, el extraño

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arquitecto, mucho antes de queviniera aquí. Es posible que fuerastú quien le sugiriera la idea devenir. ¿O es que lo planeasteis losdos?

—Giles, ¿te has vuelto loco?¿Qué es lo que insinúas?

—Pues que Cristóbal Wrenera un antiguo amigo tuyo y queestáis en bastante buenasrelaciones... cosa que hasprocurado ocultarme.

—Giles, ¡debes estar loco!—Supongo que insistirás en

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decir que no le habías visto nuncahasta el momento en que puso lospies en esta casa. Pero es bastanteextraño que se le ocurriera venir aun lugar tan apartado como éste, ¿note parece?

—No lo es más que se leocurriera igual también al mayorMetcalf... y a la señora Boyle.

—Sí... yo creo que sí... Heleído que esos maniáticos quehablan solos sienten una atracciónespecial hacia las mujeres. Yparece cierto. ¿Cómo le conociste?

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¿Cuánto hace que dura esto?—¡Eres absurdo, Giles! No

había visto nunca a Cristóbal Wrenhasta que vino aquí.

—¿No fuiste a Londres haceun par de días para poneros deacuerdo y encontraros aquí como sifueseis dos desconocidos?

—Giles, sabes perfectamenteque no he estado en Londres desdehace algunas semanas.

—¿No? Esto es muyinteresante —Sacó el guante de subolsillo y se lo tendió—. Éste es

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uno de los guantes que llevabasanteayer, ¿no es cierto? El día queyo fui a Sailham a comprar laalambrada.

—El día que tú fuiste aSailham a comprar la alambrada —repitió Molly con firmeza—. Sí,llevaba esos guantes cuando salí.

—Dijiste que habías ido alpueblo. Si sólo fuiste hasta allí,¿qué es lo que hace esto dentro delguante?

Y con un ademán acusador leenseñó el billete rosado del

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ómnibus.Se produjo un silencioso

angustioso.—Fuiste a Londres —insinuó

Giles.—Está bien —repuso Molly

alzando la barbilla—. Fui aLondres.

—Para encontrarte con esetipo.

—No, no fui a eso.—Entonces, ¿a qué fuiste?—De momento no voy a

decírtelo, Giles.

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—Eso quiere decir que vas atomarte tiempo para inventar unabuena historia.

—Creo que... ¡te aborrezco!—Yo no te odio... —repuso

Giles despacio—. Pero casiquisiera odiarte... Me doy cuenta deque..., no sé nada de ti... que no teconozco...

—Yo siento lo mismo —replicó Molly—. Eres... eres sóloun extraño. Un hombre que miente...

—¿Cuándo te he mentido?Molly echóse a reír.

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—¿Crees que me tragué lahistoria de que ibas a comprar esaalambrada?... Tú también estuvisteen Londres aquel día.

—Supongo que debiste verme.Y no tuviste la suficiente confianzaen mí...

—¿Confianza en ti? Nuncavolveré a fiarme de nadie...

Ninguno de los dos habíanotado que se abría la puerta consigilo. El señor Paravicinicarraspeó desde el umbral.

—Es violento para mí —

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murmuró—; pero, ¿no creen queestán diciendo peores cosas de loque es su intención? Uno se acaloratanto en estas disputas deenamorados...

—Disputas de enamorados...—repitió Giles con sorna—. ¡Tienegracia!

—Desde luego, desde luego—replicó Paravicini—. Sé lo quesiente. Yo también pasé por ellocuando era joven. Pero lo que vinea decirles es que el inspectorinsiste en que vayamos todos al

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salón. Al parecer tiene una idea.El señor Paravicini rió

divertido.—Se oye decir con

frecuencia... que la policía tiene unapista... eso sí, pero, ¿una idea? Lodudo mucho. Nuestro sargentoTrotter es un sargento entusiasta yconcienzudo, mas no le creosuperdotado intelectualmente.

—Ve tú, Giles —dijo Molly—. Yo tengo que vigilar la comida.El sargento Trotter puede pasarsesin mí.

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—Hablando de comida —intervino el señor Paravicini,acercándose a Molly—, ¿haprobado alguna vez higadillos depollo servidos sobre pan tostadobien cubierto de foie-gras y unalonja de tocino muy delgada yuntada de mostaza francesa?

—Oh, ahora apenas seencuentra foie-gras —repuso Giles—. Vamos, señor Paravicini.

—¿Quiere que me quede conusted y la ayude?

—Usted se viene conmigo al

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salón, Paravicini —le atajó Giles.Paravicini rió por lo bajo.—Su esposo teme por usted.

Es muy natural. No se aviene a laidea de dejarla a solas conmigo...por temor a mis tendenciassádicas..., no las deshonrosas.Tendré que obedecer a la fuerza.

E inclinándose graciosamentele besó las puntas de los dedos.

Molly dijo violentamente:—¡Oh, señor Paravicini! Estoy

segura...—Es usted muy inteligente,

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joven —contestó a Giles sin hacercaso de Molly—. No quiere correrningún riesgo. ¿Acaso puedoprobarle... a usted, o al inspector...que no soy un maniático homicida?No, no puedo. Esas cosas sondifíciles de probar.

Comenzó a tararearalegremente. Molly se exasperó.

—Por favor, señorParavicini... no cante esa horriblecanción.

—¿Tres ratones ciegos?¿Conque era eso? Se me ha venido

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a la cabeza sin darme cuenta. Ahoraque me fijo, es una tonadillahorrenda. No tiene nada de bonita,pero a los niños les gustan esascosas. ¿Lo ha notado? Ese ritmo esmuy inglés..., el lado cruel ybucólico del pueblo inglés. Lescortó el rabo con un trinchante.Claro que a un niño no le gustaríaeso... Podría contarles muchascosas acerca de los pequeñuelos...

—No, por favor —dijo Mollycon desmayo—. Creo que ustedtambién es cruel —Su voz adquirió

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un tono de histerismo—. Usted ríe...y sonríe... es como un gato jugandocon un ratón... jugando...

Se echó a reír.—¡Cálmate, Molly! —rogó

Giles—. Ven, vamos todos al salón.—Trotter debe estar

impaciente. No importa la comida.Un crimen es algo mucho másimportante.

—No estoy muy de acuerdocon usted —dijo Paravicinimientras les seguía con su andarsaltarín—. Al condenado a muerte

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siempre se le sirve una opíparacomida cuando está en capilla... Eslo que se hace siempre.

4

Cristóbal Wren se unió a ellos

en el recibidor y Giles frunció elceño. El joven dirigió una miradaansiosa a Molly, pero ésta, con lacabeza muy alta, siguió andando sinmirarle.

Entraron casi en procesión por

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la puerta de la sala. El señorParavicini cerraba la marcha con suandar saltarín.

El sargento Trotter y el mayorMetcalf les aguardaban en pie. Elmayor presentaba un aspectoabatido y Trotter estaba sonrojado ynervioso.

—Muy bien —les dijo elsargento cuando entraron—. Queríaverles a todos. Quiero poner enpráctica cierto experimento... paralo cual necesito su cooperación.

—¿Tardará mucho rato? —

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quiso saber Molly—. Tengobastante que hacer en la cocina.Después de todo, tenemos quecomer a alguna hora.

—Sí —replicó Trotter—. Locomprendo, señora Davis, pero haycosas más urgentes que la comida.La señora Boyle, por ejemplo, yano necesita comer.

—La verdad, sargento —intervino el mayor Metcalf—, meparece un modo muy crudo decomentar las cosas.

—Lo siento, mayor Metcalf,

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pero quiero que todos colaboren.—¿Ha encontrado ya sus

esquíes, sargento Trotter? —preguntó Molly.

El joven enrojeció.—No, señora Davis; pero

puedo decir que tengo missospechas de quién los ha cogido, ysus motivos. No pudo decir más porel momento.

—No lo diga, por favor —suplicó Paravicini—. Siempre hepensado que las explicacionesdeben dejarse para el final... ya

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sabe para ese excitante últimocapítulo.

—Esto no es un juego, señor.—¿No? Ahora creo que se

equivoca. Considero que esto es unjuego... para alguien.

—El asesino se estádivirtiendo —murmuró Molly envoz baja.

Tocios la miraronsorprendidos.

—Sólo repito lo que me dijoel sargento Trotter.

El aludido no pareció muy

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satisfecho.—No me parece bien que el

señor Paravicini hable del últimocapítulo como si se tratara de unmisterio emocionante —dijo—.Esto es real... Algo que estásucediendo.

—Mientras no me suceda amí... —dijo Cristóbal.

—Concretemos, señores —intervino el mayor Metcalf—. Elsargento va a decirnos claramenteel papel que debemos representar...

Trotter aclaró su garganta. Su

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tono se volvió oficial.—Hace poco me hicieron

ustedes ciertas declaracionesrelacionadas con sus respectivasposiciones en el momento en quetuvo lugar la muerte de la señoraBoyle. El señor Wren y el señorDavis se hallaban en susdormitorios. La señora Davis sehallaba en la cocina. El mayorMetcalf en el sótano, y místerParavicini aquí, en esta habitación.Éstas son las declaraciones quehicieron ustedes. No tengo medio

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alguno de comprobarlas. Pueden serverdad... o no serlo. Para hablarcon claridad... cuatro de estasdeclaraciones son ciertas..., perouna es falsa. ¿Cuál?

Giles dijo con acritud:—Nadie es infalible. Alguien

puede haber mentido... por algunaotra razón.

—Lo dudo, señor Davis.—¿Pero cuál es su idea?

Acaba de confesar que no tienemedio de comprobar nuestrasdeclaraciones.

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—No, pero supongamos quetodos tengan que realizar susmovimientos por segunda vez.

—¡Bah! —replicó el mayorMetcalf despectivamente—.Reconstruir el crimen. Valienteidea.

—No se trata de lareconstrucción del crimen, mayorMetcalf, sino de los movimientosde las personas en aparienciainocentes.

—¿Y qué espera conseguir coneso?

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—Me perdonará si no se lodigo por el momento.

—¿Así que usted quiererepetir lo ocurrido? —preguntóMolly.

—Más o menos, señora Davis.Hubo un silencio... en cierto

modo violento.«Es una trampa —pensó Molly

—. Es una trampa, pero nocomprendo cómo...»

Podía haberse pensado quehabía cinco culpables en aquellahabitación, en vez de uno y cuatro

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inocentes. Todos dirigían furtivasmiradas al joven sonriente y segurode sí que exponía su plan.

Cristóbal exclamó con vozaguda:

—Pero no comprendo... nopuedo comprender... qué es lo queespera descubrir... con sólo hacerque repitamos lo que hicimos antes.¡Me parece una tontería!

—¿Lo es, señor Wren?—Naturalmente, haremos lo

que usted diga, sargento —repusoGiles despacio—. Cooperaremos.

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¿Debemos repetir exactamente loque hicimos antes?

—Sí, deben repetir todos susactos.

La ligera ambigüedad de sufrase hizo que el mayor Metcalf lemirara inquisitivamente mientras elsargento Trotter proseguía:

—El señor Paravicini nos dijoque estaba sentado al piano tocandocierta tonadilla. Señor Paravicini,¿sería tan amable de demostrarnoslo que hizo, con toda exactitud?

—Desde luego, mi querido

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sargento.Paravicini dirigióse con su

andar característico hasta el pianode cola y tomó asiento en eltaburete.

—El maestro tocará la rúbricamusical de un asesino —anunció.

Sonriente y con ademanesexagerados fue tocando con un solodedo la tonadilla de Tres RatonesCiegos.

«Está disfrutando —pensóMolly—. Se está divirtiendo...»

En la amplia habitación las

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apagadas notas produjeron unefecto casi impresionante...

—Gracias, señor Paravicini—dijo el sargento Trotter—. ¿Debocreer que tocó esa canción de estamisma manera... en la ocasiónanterior?

—Sí, sargento, exactamenteasí. La repetí tres veces.

El sargento Trotter volviósehacia Molly.

—¿Toca usted el piano, señoraDavis?

—Sí, sargento Trotter.

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—¿Podría interpretar esamelodía, tocándola exactamentecomo lo ha hecho el señorParavicini?

—Desde luego.—Entonces póngase al piano y

esté preparada para hacerlo cuandole dé la señal.

Molly pareció asustarse untanto. Luego dirigióse lentamentehacia el piano.

—Volveremos a representarcada papel..., pero no es necesarioque lo hagan las mismas personas.

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—No... no le veo la punta —dijo Giles.

—Pues la tiene, señor Davis.Es un medio de comprobar lasdeclaraciones originales... y meatrevo a decir que sobre todo unaen particular. Ahora, por favor, voya asignarles sus papeles. La señoraDavis se quedará aquí... al piano.Señor Wren, ¿quiere hacer el favorde ir a la cocina? Eche un vistazo ala comida. Señor Paravicini,¿querrá subir a la habitación delseñor Wren? Allí puede ejercitar

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sus talentos musicales. TresRatones Ciegos, como lo hizo él.Mayor Metcalf, vaya usted a lahabitación del señor Davis yexamine el teléfono. Y usted, señorDavis, ¿quiere mirar el interior delarmario del recibidor y luego bajaral sótano?

Se produjo un embarazososilencio. Luego los cuatro sedirigieron a la puertaperezosamente.

Trotter les siguió yvolviéndose dijo por encima de su

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hombro:—Cuente hasta cincuenta y

luego empiece a tocar, señoraDavis.

Antes de que la puerta secerrara tras él, la joven pudo oír lavoz del señor Paravicini diciendo:

—Nunca hubiera creído que lapolicía fuera tan aficionada a losjuegos de salón.

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Cuarenta y ocho, cuarenta y

nueve, cincuenta. Molly, obedientese dispuso a tocar... Y de nuevo lacruel tonadilla encontró eco en elamplio salón...

Tres Ratones Ciegos...Ved cómo corren...

Molly sintió que su corazón

iba latiendo cada vez más de prisa.

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Como había dicho Paravicini erauna melodía horrenda yobsesionante. Poseía toda la infantilincomprensión hacia la piedad, queresultaba tan terrorífica para losadultos.

Desde arriba y muy apagadasllegaban las notas de la mismatonadilla, que silbaba Paravicinirepresentando el papel de CristóbalWren.

De pronto, en la habitacióncontigua comenzó a sonar la radio.El sargento Trotter debía haberla

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conectado... Entonces, era él quienrepresentaba el papel de la señoraBoyle...

Pero ¿por qué? ¿Qué iba aconseguir con todo aquello?¿Dónde estaba la trampa? Porque lahabía... seguro, no cabía la menorduda.

Una corriente de aire frío ledio en la nuca. Molly volvióseextrañada. ¿Es que se había abiertola puerta? ¿Habría entrado alguienen la habitación? No, el salónestaba vacío, mas de pronto sintióse

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nerviosa... asustada. ¿Y si entrabaalguien? Supongamos que el señorParavicini se acercarasigilosamente al piano y sus largosdedos apretaran y apretaran...

—¿De modo que está tocandosu propia marcha fúnebre, queridaseñora? ¡Feliz idea...!

—Tonterías... no seasestúpida... no imagines cosas...Además, le estás oyendo silbar. Lomismo que él debe oírte a ti.

¡Casi apartó los dedos de lasteclas al ocurrírsele que nadie

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había oído tocar a Paravicini! ¿Eraaquélla la trampa? ¿Sería posibleque no hubiera estado tocando?Entonces habría podido estar no enel salón, sino en la biblioteca...estrangulando a la señora Boyle.

Se había mostrado molesto,muy molesto, cuando Trotter le dijoa ella que tocara, y se había hechofuerte en asegurar lo calladamenteque fue desgranando la melodía,dando a entender que tal vez no seoyera desde el exterior de laestancia. Y si esta vez oía alguien...

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entonces, Trotter tendría lo quedeseaba... la persona que habíamentido tan deliberadamente.

Se abrió la puerta del salón, yMolly, que esperaba ver aparecer aParavicini, casi lanzó un grito. Peroera sólo el sargento Trotter quienentró precisamente cuando tocabala tonadilla por tercera vez.

—Gracias, señora Davis —ledijo.

Parecía muy satisfecho de símismo, y sus gestos eran rápidos yseguros.

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Molly apartó las manos delteclado.

—¿Ya tiene lo que buscaba?—le preguntó.

—¡Sí, desde luego! —Su vozsonaba triunfal—. Tengoexactamente lo que deseaba.

—¿Qué? ¿Quién ha sido?—¿No se lo imagina, señora

Davis? Vamos... ahora ya no es tandifícil. A propósito, si me permitedecirlo, ha sido usted muy tonta. Meha dejado que ignorara quién iba aser la tercera víctima y como

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resultado ha corrido usted un seriopeligro.

—¿Yo? No sé lo que mequiere decir.

—Quiero decir que no ha sidosincera conmigo, señora Davis.Usted me ha ocultado algo... lomismo que hiciera la señora Boyle.

—Sigo sin comprender.—Oh, claro que sí. Cuando yo

mencioné el caso de LongridgeFarm usted lo conocía yaperfectamente. Oh, sí, lo sabía yestaba preocupada. Y fue usted

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quien confirmó que la señora Boyleestuvo en la Oficina de Alojamientoen esta parte del país. Usted y ellavivieron en esta región. De modoque cuando yo empecé apreguntarme quién sería la terceravíctima probable, en seguida penséen usted, que no quiso confesar debuenas a primeras que conocía elcaso de Longridge Farm. Lospolicías no somos tan ciegos comoparecemos.

Molly dijo en voz baja:—Usted no me comprende. Yo

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no quería recordar.—La comprendo muy bien —

Su voz adquirió otro tono—. Sunombre de soltera era Wainwright,¿no es cierto?

—Sí.—Y es usted algo mayor de lo

que dice. En 1940 cuando ocurriólo de Longridge Farm, usted era lamaestra del colegio de Abbeyvale.

—¡No!—¡Oh, sí, señora Davis!—Le digo que no era yo.—El niño que murió se las

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compuso para enviarle una carta.Robó el sello. En la carta suplicabaayuda... a su cariñosa maestra. Esobligación de la profesoraaveriguar por qué los alumnos noacuden a la escuela. Usted no lohizo. Ni prestó atención a la cartade aquel pobre diablo.

—¡Basta! —A Molly le ardíanlas mejillas—. Está usted hablandode mi hermana. Ella era maestra, yno es que hiciera caso omiso de lacarta. Estaba enferma... conpulmonía. No vio la carta hasta

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después de la muerte del niño. Esola trastornó mucho..., muchísimo...era muy sensible. Pero no tuvo laculpa. Y es por eso, porque lo tométan a pecho, que nunca he podidosoportar que me lo recordasen.Siempre ha sido como una pesadillapara mí.

Molly se cubrió el rostro conlas manos. Cuando las apartó,Trotter la miraba fijamente:

—De modo que era suhermana... Bueno, después detodo... —Sus labios se curvaron en

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una extraña sonrisa—. Eso noimporta mucho, ¿verdad? Suhermana... mi hermano...

Sacó algo de su bolsillo.Ahora sonreía satisfecho.

Molly miraba el objeto que elsargento tenía en la mano.

—¡Creí que la policía nousaba revólver! —exclamó.

—La policía, no... —repusoTrotter—. Pero, ¿sabe?, yo no soypolicía. Soy Jim. El hermano deJorge. Usted pensó que era de lapolicía porque telefoneé desde el

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pueblo y le dije que iba a venir elsargento Trotter. Corté los cablestelefónicos del exterior de la casacuando llegué para que no pudieravolver a llamar al puesto depolicía...

Molly vio que no dejaba deapuntarle con el revólver.

—No se mueva, señoraDavis... y no grite... o apretaré elgatillo en el acto.

Seguía sonriendo. Y Molly,horrorizada, comprendió que erauna sonrisa infantil. Y su voz se iba

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volviendo la de un niño.—Sí. Soy el hermano de Jorge.

Jorge murió en Longridge Farm.Aquella mujer nos envió allí y laesposa del granjero fue cruel connosotros y usted no quisoayudarnos... a tres ratoncitosciegos. Dije que la mataría cuandofuera mayor. No he pensado en otracosa desde entonces.

Frunció el ceño.—Se preocuparon mucho por

mí en el ejército... aquel médico nocesaba de hacerme preguntas...

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Tuve que marcharme... Temía queme impidiera realizar misproyectos. Pero ahora ya soymayor. Y las personas mayorespueden hacer lo que les agrada.

Molly intentó recobrarse.«Háblale —se dijo—. Distrae

su mente.»—Pero, Jim, escuche. Nunca

conseguirá escapar.Su rostro volvió a

ensombrecerse.—Alguien ha escondido mis

esquíes. No consigo encontrarlos

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—rió—. Pero me atrevo a asegurarque todo irá bien. Es el revólver desu esposo. Lo cogí de su cajón. Asípensarán que fue él quien disparócontra usted. De todas formas... nome importa mucho. Ha sido todo tandivertido. ¡Imagínese! ¡La cara quepuso aquella mujer de Londrescuando me reconoció! ¿Y estaestúpida de esta mañana?

Hasta ellos, con impresionanteefecto, llegó un silbido. Alguiensilbaba la tonadilla de TresRatones Ciegos.

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Trotter se sobresaltó...mientras una voz gritaba:

—¡Al suelo, señora Davis!Molly dejóse caer en tanto que

el mayor Metcalf, saliendo dedetrás del sofá que había junto a lapuerta, se abalanzaba sobre Trotter.El revólver se disparó... y la balafue a incrustarse en una de laspinturas al óleo que tanto apreciabala finada señora Emory.

Momentos después se armó unbarullo de mil demonios. EntróGiles seguido de Cristóbal y

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Paravicini.El mayor Metcalf, que seguía

sujetando a Trotter, habló confrases entrecortadas:

—Entré mientras usted estabatocando... y me escondí detrás delsofá... He estado persiguiéndoledesde el principio... es decir, sabíaque no era agente de la policía. Yosoy policía... el inspector Tanner.Me puse de acuerdo con Metcalfpara venir en su lugar. ScotlandYard consideró conveniente quevigiláramos este lugar. Ahora...

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muchacho —se dirigióamablemente al ahora dócil Trotter—, vas a venir conmigo..., Nadie tehará daño. Estarás muy bien. Tecuidaremos...

—¿Jorge no estará enfadadoconmigo?

—No, Jorge no estaráenfadado —repuso Metcalf.

—Está loco de remate, ¡pobrediablo!

Salieron juntos. El señorParavicini tocó a Cristóbal Wren enel brazo.

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—Usted también va a venirconmigo —le dijo.

Giles y Molly, al quedarsesolos, se miraron a los ojos...fundiéndose en un abrazo cariñoso.

—Querida, ¿estás segura deque no te ha hecho daño?

—No, no. Estoyperfectamente, Giles. Me he sentidotan confundida. Casi llegué a pensarque tú..., ¿por qué fuiste a Londresaquel día?

—Querida, quise comprarte unregalo para nuestro aniversario, que

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es mañana, y no quería que losupieras.

—¡Qué casualidad! Yotambién fui a Londres a comprarteun regalo sin que te enteraras.

—He estado terriblementeceloso de ese neurótico estúpido.Debo haber estado loco...perdóname, cariño.

Se abrió la puerta y entróParavicini con su andarcaracterístico.

Llegaba resplandeciente.—¿Interrumpo la

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reconciliación...? ¡Qué escena másencantadora...! Pero debo decirleadieu. Va a venir un jeep de lapolicía y he pedido que me llevencon ellos. —Inclinóse para susurraral oído de Molly con misterio—:Es posible que encuentre algunasdificultades en un futuro próximo...,pero confío en poder arreglarlas, ysi recibiera usted una caja... con unpavo... digamos, un pavo, algunaslatas de foie-gras, un jamón...algunas medias de nylon..., ¿eh...?Bueno, sepa que se lo envío con

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mis mayores respetos a una damitatan encantadora. Señora Davis, micheque está encima de la mesa delrecibidor.

Y tras depositar un beso en lamano de Molly, salió por la puerta.

—¿Medias de nylon? —murmuró la joven—. ¿Foie-gras?¿Quién es ese señor Paravicini?¿Papá Noel?

—Me figuro que es un tipo quese dedica al mercado negro —repuso Giles.

Cristóbal Wren asomó la

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cabeza por la puerta.—Amigos míos, espero no

haberles molestado, pero en lacocina se huele terriblemente aquemado. ¿Puedo hacer algo?

Con un grito de angustia yexclamando: «¡Mi pastel!», Mollysalió corriendo de la estancia.

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2. UNA BROMAEXTRAÑA

—Y ésta —dijo Juana Heliercompletando la presentación— esla señorita Marple.

Como era actriz, supo darle laentonación a la frase, una mezcla derespeto y triunfo.

Resultaba extraño que elobjeto tan orgullosamenteproclamado fuese una solterona deaspecto amable y remilgado. En los

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ojos de los dos jóvenes queacababan de trabar conocimientocon ella gracias a Juana, se leíaincredulidad y una ligeradecepción. Era una pareja muyatractiva; ella, Charmian Straud,esbelta y morena... él, era EduardoRossiter, un gigante rubio y afable.

Charmian dijo algo cortada:—¡Oh!, estamos encantados de

conocerla.Mas sus ojos no corroboraban

tales palabras y los dirigióinterrogadores a Juana Helier.

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—Querida —dijo éstarespondiendo a la mirada—, esmaravillosa. Dejádselo todo a ella.Te dije que la traería aquí y eso hehecho —Dirigióse a la señoritaMarple—. Usted lo arreglará. Leserá fácil.

La señorita Marple volvió susojos de un color azul de porcelanahacia el señor Rossiter.

—¿No quiere decirme de quése trata? —le dijo.

—Juana es amiga nuestra —intervino Charmian, impaciente—.

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Eduardo y yo estamos en un apuro.Y Juana nos dijo que si veníamos asu fiesta nos presentaría a alguienque era... que haría... que podría...

Eduardo acudió en su ayuda.—Juana nos dijo que era usted

la última palabra en sabuesos,señorita Marple.

Los ojos de la solteronaparpadearon de placer, masprotestó con modestia:

—¡Oh, no, no! Nada de eso.Lo que pasa es que viviendo en unpueblecito como vivo yo, una

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aprende a conocer a sus semejantes.¡Pero la verdad es que hadespertado usted mi curiosidad!Cuénteme su problema.

—Me temo que sea algovulgar... Se trata de un tesoroenterrado —explicó EduardoRossiter.

—¿De veras? ¡Pues me parecemuy interesante!

—¿Sí? ¡Como la Isla delTesoro! Nuestro problema carecede detalles románticos. No hay unmapa señalado con una calavera y

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dos tibias cruzadas, ni indicacionescomo por ejemplo..., «cuatro pasosa la izquierda; dirección noroeste».Es terriblemente prosaico... Ni tansolo sabemos dónde hemos deescarbar.

—¿Lo ha intentado ya?—Yo diría que hemos

removido dos acres cuadrados.Todo el terreno lo hemosconvertido casi en un huerto, y sólonos falta decidir si sembramoscoles o patatas.

—¿Podemos contárselo todo?

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—dijo Charmian con ciertabrusquedad.

—Pues claro, querida.—Entonces busquemos un sitio

tranquilo. Vamos, Eduardo.Y abrió la marcha en dirección

a una salita del segundo piso, luegode abandonar aquella estancia tanconcurrida y llena de humo.

Cuando estuvieron sentados,Charmian comenzó su relato.

—¡Bueno, ahí va! La historiacomienza con tío Mathew, nuestrotío... o mejor dicho, tío abuelo de

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los dos. Era muy viejo. Eduardo yyo éramos sus únicos parientes.Nos quería y siempre dijo que a sumuerte repartiría su dinero entrenosotros. Bien, murió (el mes demarzo pasado) y dejó dispuesto quetodo debía repartirse entre Eduardoy yo. Tal vez por lo que he dicho leparezca a usted algo dura... noquiero decir que hizo bien enmorirse... los dos le queríamos...,pero llevaba mucho tiempoenfermo. El caso es que ese «todo»que nos había dejado resultó ser

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prácticamente nada. Y eso, confranqueza, fue un golpe para losdos, ¿no es cierto, Eduardo?

El bueno de Eduardo asintió:—Habíamos contado con ello

—explicó—. Quiero decir quecuando uno sabe que va a heredarun buen puñado de dinero..., bueno,no se preocupa demasiado enganarlo. Yo estoy en el ejército... yno cuento con nada más, aparte demi paga... y Charmian no tiene unreal. Trabaja como directora deescena de un teatro... cosa muy

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interesante...,, pero que no dadinero. Teníamos el propósito decasarnos, pero no nos preocupabala parte monetaria, porque ambossabíamos que llegaría un día en queheredaríamos.

—¡Y ahora resulta que noheredamos nada! —exclamóCharmian—. Lo que es más,Ansteys... que es la casa solariega,y que tanto queremos Eduardo y yo,tendrá que venderse. ¡Y nopodemos soportarlo! Pero si noencontramos el dinero de tío

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Mathew, tendremos que venderla.—Charmian, tú sabes que

todavía no hemos llegado al puntovital —dijo el joven.

—Bien, habla tú entonces.Eduardo volvióse hacia la

señora Marple.—Verá usted —dijo—. A

medida que tío Mathew ibaenvejeciendo se volvía cada vezmás suspicaz, y no confiaba ennadie.

—Muy inteligente por su parte—replicó la señorita Marple—. La

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corrupción de la naturaleza humanaes inconcebible.

—Bueno, tal vez tenga ustedrazón. De todas formas, tío Mathewlo pensó así. Tenía un amigo queperdió todo su dinero en un Banco,y otro que se arruinó por confiar ensu abogado y él mismo perdió algoen una compañía fraudulenta. Deeste modo se fue convenciendo deque lo único seguro era convertir eldinero en barras de oro y plata yenterrarlo en algún lugar adecuado.

—¡Ah! —dijo la señorita

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Marple—. Empiezo a comprenderalgo.

—Sí. Sus amigos discutían conél, haciéndole ver que de este modono obtendría interés alguno de aquelcapital, pero él sostenía que eso nole importaba. «El dinero —decía—hay que guardarlo en una cajadebajo de la cama o enterrarlo en eljardín». Y cuando murió era muyrico. Por eso suponemos que debióenterrar su fortuna. Descubrimosque había vendido valores y sacadograndes sumas de dinero de vez en

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cuando, sin que nadie sepa lo quehizo con ellas. Pero pareceprobable que fiel a sus principioscomprara oro para enterrarlo yquedar tranquilo —explicóCharmian.

—¿No dijo nada antes demorir? ¿No dejó ningún papel? ¿Ouna carta?

—Esto es lo más enloquecedorde todo. No lo hizo. Había estadoinconsciente durante varios días,pero recobró el conocimiento antesde morir. Nos miró a los dos, se

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rió..., con una risita débil y burlona,y dijo: «Estaréis muy bien, parejade tortolitos.» Y señalándose unojo... el derecho... nos lo guiñó. Yentonces murió...

—Se señaló un ojo —repitióla señorita Marple, pensativa.

—¿Saca alguna consecuenciade esto? —preguntóle Eduardo conansiedad—. A mí me hace pensaren el cuento de Arsenio Lupin. Algoescondido en un ojo de cristal. Peronuestro tío Mathew no tenía ningúnojo de cristal.

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—No —dijo la señoritaMarple meneando la cabeza—. Nose me ocurre nada, de momento.

—¡Juana nos dijo que ustednos diría en seguida dónde teníamosque buscar! —se lamentó Charmian,contrariada.

—No soy precisamente unaadivina. —La señorita Marplesonreía—. No conocí a su tío, ni séla clase de hombre que era, ni hevisto la casa que les legó ni susalrededores.

—¿Y si visitase aquello lo

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sabría? —preguntó Charmian.—Bueno, la verdad es que

entonces resultaría bastante sencillo—replicó la señorita Marple.

—¡Sencillo! —repitióCharmian—. ¡Venga usted aAnsteys y vea si descubre algo!

Tal vez no esperaba que laseñorita Marple tomara en serio suspalabras, pero la solterona repusocon presteza:

—Bien, querida, es usted muyamable. Siempre he deseado tenerocasión de buscar un tesoro

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enterrado. ¡Y además en beneficiode una pareja de enamorados! —concluyó con una sonrisaresplandeciente.

—¡Ya ha visto usted! —exclamó Charmian con gestodramático.

Acababan de realizar elrecorrido completo de Ansteys.Estuvieron en la huerta, convertidaen un campo atrincherado. En losbosquecillos, donde se habíacavado al pie de cada árbol

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importante, y contemplarontristemente lo que antes fuera unacuidada pradera de césped.Subieron al ático, contemplando losviejos baúles y cofres con sucontenido esparcido por el suelo.Bajaron al sótano, donde cadabaldosa había sido levantada.Midieron y golpearon las paredes yla señorita Marple inspeccionótodos los muebles que tenían opudieran tener algún cajón secreto.

Sobre una mesa había unmontón de papeles..., todos los que

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había dejado el fallecido MathewStraud. No se destruyó ninguno yCharmian y Eduardo repasaban unay otra vez... las facturas,invitaciones y correspondenciacomercial, con la esperanza dedescubrir alguna pista.

—Cree usted que nos hemosolvidado de mirar en algún sitio?—le preguntó Charmian a laseñorita Marple.

—Me parece que ya lo hanmirado todo, querida —dijo lasolterona moviendo la cabeza—.

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Tal vez si me permitís decirlo,habéis mirado demasiado. Siemprehe pensado que hay que tener unplan. Es como mi amiga la señoritaEldritch que tenía una doncellaestupenda que enceraba el linóleuma las mil maravillas, pero era tanconcienzuda que incluso enceró elsuelo del cuarto de baño, y cuandola señora Eldritch salía de la ducha,la alfombrita se escurrió bajo suspies, y tuvo tan mala caída que serompió una pierna. Fue muydesagradable, pues naturalmente, la

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puerta del cuarto de baño estabacerrada y el jardinero tuvo quecoger una escalera y entrar por laventana... con gran disgusto de laseñora Eldritch, que era una mujermuy pudorosa.

Eduardo removióse inquieto.—Por favor, perdóneme —

apresuró a decir la señorita Marple—. Siempre tengo tendencia asalirme por la tangente. Pero es queuna cosa me recuerda otra, yalgunas veces me resultaprovechoso. Lo que quise decir es

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que tal vez si intentáramos aguzarnuestro ingenio y pensar en un lugarapropiado...

—Piénselo usted, señoritaMarple —dijo Eduardo,contrariado—. Charmian y yotenemos el cerebro en blanco.

—Vamos, vamos. Claro... esuna dura prueba para ustedes. Si noles importa voy a repasar bien estospapales. Es decir, si no hay nadapersonal... no me gustaría quepensaran ustedes que me meto en loque no me importa.

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—Oh, puede hacerlo. Pero metemo que no va a encontrar nada.

Sentóse a la mesa ymetódicamente fue mirando el fajode documentos... y clasificándolosen varios montoncitos. Cuando huboconcluido se quedó mirando alvacío durante varios minutos.

Eduardo le preguntó, no sincierta malicia:

—¿Y bien, señorita Marple?Miss Marple se rehizo con un

ligero sobresalto.—Le ruego me perdone. Estos

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documentos me han servido de granayuda.

—¿Ha descubierto algoimportante?

—¡Oh!, no, nada de eso. Perocreo que ya sé qué clase de hombreera su tío Mathew... bastanteparecido a mi tío Enrique, que eramuy aficionado a las bromas. Unsolterón sin duda... me pregunto porqué... ¿tal vez a causa de undesengaño prematuro? Metódicohasta cierto punto, pero poco amigode sentirse atado..., como casi todos

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los solterones.A espaldas de la señorita

Marple, Charmian hizo un gesto aEduardo que significaba: «Está locadel todo.»

Miss Marple seguía hablandode su difunto tío Enrique.

—Era muy aficionado a lascharadas —explicaba—. Paraalgunas personas las charadasresultan muy difíciles y lesmolestan. Un mero juego depalabras puede irritarles. Tambiénera un hombre receloso. Siempre

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pensaba que los criados le robaban.Y algunas veces era verdad, aunqueno siempre. Se convirtió en suobsesión. Hacia el fin de su vidapensó que envenenaban su comida,y se negó a comer otra cosa quehuevos pasados por agua. Decíaque nadie podía alterar el contenidode un huevo. Pobre tío Enrique, ¡eratan alegre en otros tiempos! Legustaba mucho tomar café despuésde cenar. Solía decir: «Este café esmuy negro», y con ello queríasignificar que deseaba otra taza.

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Eduardo pensó que si oía algomás sobre tío Enrique se volveríaloco.

—Le gustaban mucho laspersonas jóvenes —proseguía laseñorita Marple—, pero se sentíainclinado a atormentarlos un poco...no sé si me entenderán... Solíaponer bolsas de caramelos dondelos niños no pudieran alcanzarlas.

Dejando los cumplidos aunlado, Charmian exclamó:

—¡Me parece horrible!—¡Oh, no, querida!, sólo era

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un viejo solterón, y no estabaacostumbrado a los pequeños. Y laverdad es que no era nada tonto.Acostumbraba a guardar muchodinero en la casa, y tenía unescondite seguro. Armaba muchoalboroto por ello... diciendo lo bienescondido que estaba. Y por hablardemasiado, una noche entraron losladrones y abrieron un boquete enel escondrijo.

—Le estuvo muy bienempleado —exclamó Eduardo.

—Pero no encontraron nada —

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replicó la señorita Marple—. Laverdad es que guardaba su dineroen otra parte... detrás de unos librosde sermones, en la biblioteca.¡Decía que nadie los sacaba nuncade aquel estante!

—Oiga, es una idea —leinterrumpió Eduardo, excitado—.¿Qué le parece si miráramos en labiblioteca?

Charmian meneó la cabeza.—¿Crees que no he pensado

en eso? El martes pasado mirétodos los libros cuando tú fuiste a

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Portsmouth. Los saqué uno por unoy los sacudí. Tampoco en labiblioteca hay nada.

Eduardo exhaló un suspiro ylevantándose de su asiento sedispuso a deshacerse con tacto desu insoportable visitante.

—Ha sido usted muy amableal intentar ayudarnos. Siento que nohaya servido de nada. Comprendoque hemos abusado de su tiempo.No obstante... sacaré el coche ypodrá alcanzar el tren de las trestreinta...

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—¡Oh! —repuso la señoritaMarple—, pero antes tenemos queencontrar el dinero, ¿verdad? Nodebe darse por vencido, señorRossiter. Si la primera vez no tieneéxito, hay que intentarlo otra y otra,y otra vez.

—¿Quiere decir que va acontinuar intentándolo?

—Pues para hablar conexactitud —replicó la solterona—todavía no he empezado. Primero secoge la liebre... como dice laseñora Beeton en su libro de

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cocina... un libro estupendo, peroterriblemente imposible... lamayoría de sus recetas empiezandiciendo: «Se toma una docena dehuevos y una libra de mantequilla.»Déjeme pensar..., ¿por dónde iba?Oh, sí. Bien, ya tenemos, por asídecirlo, nuestra liebre, que es,naturalmente, el tío Mathew, yahora sólo nos falta decidir dóndepodría haber escondido el dinero.Puede que sea bien sencillo.

—¿Sencillo? —se extrañóCharmian.

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—Oh, sí, querida. Estoysegura de que habrá utilizado elmedio más fácil. Un cajón secreto...ésa es mi solución.

Eduardo dijo con sequedad:—No pueden guardarse

muchos lingotes de oro en uncajoncito secreto.

—No, no, claro que no. Perono hay razón para creer que eldinero fuese convertido en oro.

—Él siempre decía...—¡Y mi tío Enrique siempre

hablaba de su escondrijo! Por eso

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creo firmemente que lo dijo paradespistar. Los diamantes puedenesconderse con facilidad en uncajón secreto.

—Pero ya lo hemos miradotodo. Hicimos venir a un técnicopara que examinase los muebles.

—¿De veras, querida? Hizousted muy bien. Yo diría que elescritorio de su tío es el lugar másapropiado. ¿Es aquél que estáapoyado contra la pared?

—Sí. Voy a enseñárselo.Charmian se acercó al mueble

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y lo abrió. En su interioraparecieron varios casilleros ycajoncitos. Luego, accionando unapuertecita que había en el centro,tocó un resorte situado en el interiordel cajón de la izquierda, El fondode la caja del centro se adelantó yla joven la sacó dejando un huecodescubierto. Estaba vacío.

—¿No es casualidad? —exclamó la señorita Marple—. Mitío Enrique tenía un escritorio igualque éste sólo que era de madera denogal y éste es de caoba.

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—De todas maneras —dijoCharmian—, como puede usted ver,aquí no hay nada.

—Me imagino —replicó laseñorita Marple— que ese expertoque trajeron ustedes sería joven..., yno lo sabía todo. La gente era muymañosa para construir susescondrijos en aquellos tiempos. Aveces hay un secreto dentro de otrosecreto.

Y quitándose una horquilla deentre sus cuidados cabellos grises,la enderezó y apretó con ella un

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punto de la caja secreta en el queparecía haber un diminuto agujerotal vez producido por la carcoma, ysin grandes dificultades sacó uncajón pequeñito. En él apareció unfajo de cartas descoloridas y unpapel doblado.

Eduardo y Charmian seapoderaron del hallazgo. Eduardodesplegó el papel con dedostemblorosos, mas lo dejó caer conuna exclamación de disgusto.

—¡Una receta de cocina!¡Jamón al horno! ¡Bah!

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Charmian estaba desatando lacinta que sujetaba el fajo de cartas.Y sacando una exclamó:

—¡Cartas de amor!—¡Qué interesante! —exclamó

la señorita Marple—. Tal vez nosexplique la razón de que no secasara su tío.

Charmian leyó:

«Mi queridoMathew, debo confesarteque el tiempo se me hahecho muy largo desde

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que recibí tu últimacarta. Trato de ocuparmeen las distintas tareas queme fueronencomendadas, y me digoa menudo lo afortunadaque soy al poder vertantas partes del globo,aunque bien pocopensaba, cuando me fui aAmérica, que iba a viajarhasta estas lejanas islas.»

Charmian hizo una pausa.

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—¿Dónde está fechado esto?¡Oh, en Hawai!

«Cielos, estosnativos están todavíamuy lejos de ver la luz.Viven semidesnudos y enun estado completamentesalvaje; pasan la mayorparte del tiempo nadandoo bailando, yadornándose conguirnaldas de flores. Elseñor Gray ha

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conseguido convertir aalgunos, pero es unatarea difícil y él y suesposa se sienten muydescorazonados. Yoprocuro hacer lo quepuedo por animarle, masyo también me sientotriste a menudo por larazón que puedesadivinar, queridoMathew. La ausencia esuna dura prueba para uncorazón enamorado. Tus

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renovadas promesas deamor me causaron granalegría. Ahora y siemprete pertenecerá micorazón, querido Mathewy seré siempre tuya,

Betty Martin.

P. D.: Dirijo micarta a nuestra mutuaamiga Matilde Graves,como de costumbre.Espero que el Cieloperdone este

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subterfugio.»

Eduardo lanzó un silbido.—¡Una misionera! Conque ése

fue el amor de tío Mathew. Mepregunto por qué no se casaron.

—Al parecer recorrió casitodo el mundo —dijo Charmianexaminando las misivas—.Mauricio... toda clase de sitios.Probablemente moriría víctima dela fiebre amarilla o algo así.

Una risa divertida lessobresaltó. La señorita Marple lo

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estaba pasando en grande.—Vaya, vaya —dijo—.

¡Fíjense en esto ahora!Estaba leyendo para sí la

receta de jamón al horno, y al versus miradas interrogadoras,prosiguió en voz alta:

«Jamón al hornocon espinacas. Se tomaun pedazo bonito dejamón, rellénese dedientes de ajo y cúbrasecon azúcar moreno.

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Cuézase a fuego lento.Servirlo con un borde depuré de espinacas.»

—¿Qué opinan de esto?—Yo creo que debe resultar

un asco —dijo Eduardo.—No, no, tiene que resultar

muy bueno..., pero, ¿qué opinan detodo esto?

—¿Usted cree que se trata deuna clave... o algo parecido? —exclamó Eduardo con el rostroiluminado y cogiendo el papel—.

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Escucha, Charmian, ¡podría ser!Por otra parte, no hay razón paraguardar una receta de cocina en unlugar secreto.

—Exacto —repuso la señoritaMarple.

—Ya sé lo que puede ser...una tinta simpática —dijo Charmian—. Vamos a calentarlo. Enciendeuna bombilla.

Pero hecha la prueba, noapareció ningún signo de escriturainvisible.

—La verdad —dijo miss

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Marple, carraspeando—, creo quelo están complicando demasiado.Esta receta es sólo una indicaciónpor así decir. Según mi parecer, sonlas cartas lo significativo.

—¿Las cartas?—Especialmente la firma.Mas Eduardo apenas la

escuchaba, y gritó excitado:—¡Charmian! ¡Ven aquí! Tiene

razón... Mira... los sobres sonbastante antiguos, pero las cartasfueron escritas muchos añosdespués.

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—Exacto —repuso la señoritaMarple.

—Sólo se ha tratado de queparezcan antiguas. Apuesto a que elpropio tío Mathew lo hizo...

—Precisamente —le confirmóla solterona.

—Todo esto es un engaño.Nunca existió esa misionera. Debetratarse de una clave.

—Mis queridos amigos... nohay necesidad de complicar tantolas cosas. Su tío en realidad era unhombre muy sencillo. Quería

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gastarles una pequeña broma. Esoes todo.

Por primera vez le dedicarontoda su atención.

—¿Qué es exactamente lo quequiere usted decir, señoritaMarple? —preguntó Charmian.

—Quiero decir que en estepreciso momento tiene usted eldinero en la mano.

Charmian miró el papel.—La firma, querida. Ahí es

donde está la solución. La receta essólo una indicación. Ajos, azúcar

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moreno y lo demás, ¿qué es enrealidad? Jamón y espinacas. ¿Quésignifica? Una tontería. Así que estábien claro que lo importante son lascartas. Y entonces si consideran loque su tío hizo antes de morir...guiñarles un ojo, según dijeronustedes. Bien... eso, como ven, lesda la pista.

—¿Está usted loca, o loestamos todos? —exclamóCharmian.

—Sin duda, querida, debehaber oído alguna vez la expresión

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que se emplea para significar quealgo no es cierto, ¿o es que ya no seutiliza hoy en día? Tengo más vistaque Betty Martin.

Eduardo susurró mirando lacarta que tenía en la mano:

—Betty Martin...—Claro, señor Rossiter.

Como usted acaba de decir, noexiste... no ha existido jamássemejante persona. Las cartasfueron escritas por su tío, y meatrevo a asegurar que se debiódivertir de lo lindo. Como usted

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dice, la escritura de los sobres esmucho más antigua... en resumen,los sobres no corresponden a lascartas, porque el matasello de unade ellas data de 1851.

Hizo una pausa y repitió conénfasis.

—Mil ochocientos cincuenta yuno. Y eso lo explica todo,¿verdad?

—A mí no me dice nadaabsolutamente —repuso Eduardo.

—Pues está bien claro —replicó la señorita Marple—.

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Confieso que no se me hubieraocurrido, a no ser por mi sobrino-nieto Lionel. Es un muchachoencantador y un apasionadocoleccionista de sellos. Sabe todolo referente a la filatelia. Fue élquien me habló de ciertos sellosraros y rarísimos, y de un nuevohallazgo que había sido vendido ensubasta. Y ahora recuerdo quemencionó uno..., de 1851 de 2céntimos y color azul. Creo quevale unos veinticinco mil dólares.¡Imagínese! Me figuro que los

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demás también serán ejemplaresraros y de precio. No dudo de quesu tío los compraría por medio deintermediarios y tendría buencuidado en «despistar», como sedice en los relatos de detectives.

Eduardo lanzó un gemido y,sentándose, escondió el rostro entrelas manos.

—¿Qué te ocurre? —quisosaber Charmian.

—Nada. Es sólo de pensar quea no ser por la señorita Marple,pudimos haber quemado esas cartas

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para no profanar los recuerdossentimentales de nuestro tío.

—¡Ah! —replicó la señoritaMarple—. Eso es lo que no piensannunca esos viejos aficionados a lasbromas. Recuerdo que mi tíoEnrique envió a su sobrina favoritaun billete de cinco libras comoregalo de Navidad. Los metiódentro de una felicitación que pegóde modo que el billete quedaradentro y lo escribió encima: «Concariño y mis mejores augurios. Estoes todo lo que puedo mandarte este

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año.» La pobre chica se disgustómucho porque le creyó un tacaño yarrojó al fuego la felicitación. Yclaro, entonces él tuvo que darleotro billete.

Los sentimientos de Eduardohacia tío Enrique habían sufrido uncambio radical.

—Miss Marple —dijo—, voya buscar una botella de champaña;brindemos a la salud de su tíoEnrique.

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3. EL CRIMEN DE LACINTA MÉTRICA

Asiendo el llamador, laseñorita Politt lo dejó caer sobre lapuerta de la casita. Luego de unbreve intervalo llamó de nuevo. Elpaquete que llevaba bajo el brazole resbaló un tanto al hacerlo, ytuvo que volver a colocarlo en susitio. En aquel paquete llevaba elnuevo vestido de invierno de laseñora Spenlow, de color verde,

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dispuesto para la prueba. De lamano izquierda de la señorita Polittpendía una bolsa de seda negra, quecontenía la cinta métrica, un acericode alfileres y un par de tijerasgrandes y prácticas.

La señorita Politt era alta ydelgada, de nariz puntiaguda, labiosfinos y cabellos grises. Vaciló unosmomentos antes de llamar portercera vez. Mirando al final de lacalle, vio una figura que seaproximaba rápidamente y laseñorita Hartnell, jovial y curtida,

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con sus cincuenta y cinco años, legritó con su voz potente y grave:

—¡Buenas tardes, señoritaPolitt!

La modista respondió:—Buenas tardes, señorita

Hartnell —Su voz eraextremadamente suave y moderada.Había comenzado a trabajar comodoncella en casa de una gran señora—. Perdóneme —prosiguió—, pero¿sabe por casualidad si está en casala señora Spenlow?

—No tengo la menor idea.

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—Es bastante extraño que noconteste a mis llamadas. Esta tardetenía que probarle el vestido. Medijo que viniese a las tres y media.

La señorita Hartnell consultósu reloj de pulsera.

—Ahora es un poco más de lamedia —contestó.

—Sí. He llamado ya tresveces, pero no contesta nadie; poreso me preguntaba si no habríasalido y habrá olvidado que teníaque venir yo. Por lo general no seolvida, y además quería estrenar el

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vestido pasado mañana.La señorita Hartnell atravesó

la puerta de la verja y llegóse aljardín para reunirse con la señoritaPolitt.

—¿Y por qué no le ha abiertoGladys? —quiso saber—. Oh, no,claro, es jueves... es su día libre.Me figuro que la señora Spenlow sehabrá quedado dormida. Me pareceque no consigue usted hacer granruido con ese chisme.

Y alzando el llamador lodescargó con todas sus fuerzas. Rat-

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tat-tat-tat y, además golpeó lapuerta con las manos. También gritócon voz estentórea:

—¡Eh! ¿No hay nadie ahídentro?

No obtuvo respuesta.—Oh, yo creo que la señora

Spenlow debe de haberse olvidadoy se habrá ido —murmuró laseñorita Politt—. Volveré cualquierotro rato.

—Tonterías —replicó laseñorita Hartnell con firmeza—. Nopuede haber salido. Yo la hubiera

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encontrado. Voy a echar un vistazopor las ventanas para ver si daseñales de vida.

Y riendo con su habitual buenhumor, para indicar que se tratabade una broma, mirósuperficialmente por la ventana máspróxima, pues sabía que los señoresSpenlow no utilizaban aquellahabitación, ya que preferían lasalita de la parte posterior.

A pesar de ser una miradasuperficial consiguió su objetivo.Es cierto que la señorita Hartnell

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no vio signos de vida. Al contrario,a través de la ventana distinguió ala señora Spenlow tendida sobrelas alfombra... y muerta.

—Claro que —decía laseñorita Hartnell contándolodespués— procuré no perder lacabeza. Esa criatura, la señoritaPolitt, no hubiera sabido qué hacer.Tenemos que conservar laserenidad —le dije—. Ustedquédese aquí y yo iré a buscar alalguacil Palk. Ella protestódiciendo que no quería quedarse

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sola, pero no le hice el menor caso.Hay que mantenerse firme con esaclase de personas. Les encantaarmar alboroto. De modo quecuando iba a marcharme, en aquelpreciso momento, el señor Spenlowdoblaba la esquina de la casa.

La señorita Hartnell hizo unapausa significativa, permitiendo asu interlocutora que le preguntaraimpaciente:

—Dígame: ¿qué aspecto tenía?La señorita Hartnell prosiguió:—¡Con franqueza,

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¡inmediatamente sospeché algo!Estaba demasiado tranquilo. No sesorprendió lo más mínimo. Y puedeusted decir lo que quiera, pero noes natural que un hombre que oyedecir que su mujer está muerta noexteriorice la menor emoción.

Todo el mundo tuvo que darlela razón.

La policía también. Y notardaron en averiguar cuál era susituación después de la muerte desu esposa, descubriendo que ellaera rica y que todo su dinero iría a

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parar a manos del viudo gracias aun testamento hecho a toda prisapoco después del matrimonio, cosaque despertó generales sospechas.

La señorita Marple, lasolterona de rostro afable (y segúnalgunos de lengua afilada), quevivía en la casa contigua a larectoría, fue interrogada muypronto... a la media hora deldescubrimiento del crimen. Elalguacil Palk, con una libreta denotas para datos, le dijo:

—Si no le molesta, señora,

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tengo que hacerle unas preguntas.La señorita Marple repuso:—¿Acerca del asesinato de la

señora Spenlow?Palk se sorprendió.—¿Puedo preguntarle cómo se

enteró de ello?—Por el pescado.La respuesta fue perfectamente

inteligible para el alguacil, quiensupuso con gran acierto que elrepartidor del pescado le habríallevado la noticia al mismo tiempoque la merluza o las sardinas.

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—Fue encontrada en el suelode la sala estrangulada —continuóla señorita Marple—, posiblementecon un cinturón muy estrecho; perofuera lo que fuese, no ha aparecido.

—¿Cómo es posible que Fredse entere de todo...? —comenzó adecir Palk.

La señorita Marple leinterrumpió.

—Lleva un alfiler en lasolapa.

Palk se miró el lugar indicado.—Dicen: «Ver un alfiler y

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cogerlo, y todo el día tendrás buenasuerte.»

—Espero que sea verdad. Yahora dígame, ¿qué es lo que queríadecirme?

El alguacil se aclaró lagarganta y con aire de importanciaconsultó su libreta.

—El señor Arturo Spenlow,esposo de la interfecta, ha prestadodeclaración. El señor Spenlow diceque a las dos y media, según suscálculos, le telefoneó la señoritaMarple para pedirle que fuera a

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verla a las tres y cuarto, pues teníaprecisión de consultarle algo.Dígame, señorita, ¿es cierto?

—Desde luego que no —repuso la señorita Marple.

—¿No telefoneó al señorSpenlow a las dos y media?

—Ni a esa hora ni a ningunaotra.

—¡Ah! —exclamó Palk,retorciéndose el bigote consatisfacción.

—¿Qué más dijo el señorSpenlow?

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—Según su declaración, élvino aquí atendiendo a su llamada,y salió de su casa a las tres y diez, yque al llegar, la doncella lecomunicó que la señorita Marple«no estaba en casa».

—Eso es cierto —replicó lasolterona—. Él vino aquí, pero yome encontraba en una reunión delInstituto Femenino.

—¡Ah! —volvió a exclamarPalk.

—Dígame, alguacil, ¿sospechausted acaso que el señor Spenlow

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haya dado muerte a su esposa?—No puedo asegurar nada en

este momento, pero me da laimpresión de que alguien, sinmencionar a nadie, se las quiere darde muy listo.

—¿El señor Spenlow? —preguntó la señorita Marple,pensativa.

Le agradaba el señor Spenlow.Era un hombre delgado, de pequeñaestatura, de hablar mesurado yconvencional y el colmo de larespetabilidad. Parecía extraño que

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hubiera ido a vivir al campo, puesera evidente que había pasado todasu vida en la ciudad, y confió susrazones a la señorita Marple.

—Desde joven tuve deseos devivir en el campo —le dijo— ytener un jardín de mi propiedad.Siempre me gustaron mucho lasflores. Ya sabe, mi esposa tenía unafloristería. Es donde la vi porprimera vez.

Un simple comentario, peroque dejaba adivinar el idilio: Unaseñora Spenlow mucho más joven y

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hermosa, con un fondo de flores.No obstante el señor Spenlow,

en realidad, no sabía nada acercade las flores... ni de semillas, poda,época de plantación, etc. Sólo teníauna imagen en su mente... la imagende una casita con un jardín repletode flores de brillantes colores ydulce aroma. Le pidió que leinstruyera, y fue anotando en sulibretita todas las respuestas de laseñorita Marple.

Era un hombre de ademanesreposados. Y tal vez por eso la

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policía interesóse por él cuando suesposa fue encontrada asesinada. Afuerza de paciencia y perseveranciaaveriguaron muchas cosas respectoa la difunta señora Spenlow... ypronto lo supo también todo SaintMary Mead.

La finada señora Spenlowhabía comenzado su vida comocamarera de una gran casa, que dejópara casarse con el segundojardinero, y con él puso una tiendade flores en Londres. El negociohabía prosperado, pero no así el

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jardinero, que al poco tiempoenfermó y murió. Su viuda llevóadelante la tienda y tuvo queampliarla, pues no cesaba deprosperar. Luego la habíatraspasado a muy buen precio yvolvió a embarcarse en un segundomatrimonio... con el señorSpenlow, un joyero de medianaedad, que había heredado unnegocio reducido y decadente. Pocodespués lo vendieron, yendo a vivira Saint Mary Mead.

La señora Spenlow era una

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mujer bien educada. Los beneficiosdel establecimiento de flores loshabía invertido... «con ayuda de losespíritus», según explicaba a todoel mundo. Y éstos le habíanaconsejado con inesperado acierto.

Todas sus inversionesresultaron magníficas. Sin embargo,en vez de afianzarse en suscreencias «espiritistas», la señoraSpenlow abandonó las sesiones ylos médiums, y se entregórápidamente, pero de corazón, a unaoscura religión con afinidades

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indias que se basaba en variasformas de inspiraciones profundas.No obstante, cuando llegó a SaintMary Mead, se adscribiótemporalmente a la iglesiaanglicana. Pasaba muchos ratos conel vicario, y asistía a los oficiosreligiosos con asiduidad. Eraparroquiana de los comercios de lalocalidad y jugaba al bridge en lasreuniones.

Una vida monótona..., sencilla.Y de repente... el crimen.

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El coronel Melchett, jefe depolicía, había mandado llamar alinspector Slack.

Slack era un tipo positivista.Cuando tomaba una resolución, nose volvía atrás, y ahora estabaseguro de sus hipótesis.

—Fue el esposo quien la mató,señor —declaró.

—¿Usted cree?—Estoy completamente

seguro. Sólo tiene que mirarle. Esculpable como el mismo diablo. Nodemuestra la menor pena o

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emoción. Volvió a la casa sabiendoque su mujer estaba muerta.

—¿Y no hubiera intentado porlo menos representar el papel demarido desconsolado?

—Él no, señor. Estádemasiado seguro de sí mismo.Algunos caballeros no saben fingir.

—¿Alguna otra mujer en suvida? —preguntó el coronelMelchett.

—No he podido dar con elrastro de ninguna. Claro que estehombre es muy listo. Sabe

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«despistar». Yo creo que estabaharto de su esposa. Ella tenía eldinero y me parece que era decarácter difícil de soportar. Así quea sangre fría decidió deshacerse deella y vivir cómodamente solo y asus anchas.

—Sí, supongo que puede habersido ése el caso.

—Puede usted estar seguro deque fue así. Trazó sus planes contodo cuidado. Fingió una llamadatelefónica...

Melchett le interrumpió:

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—¿No han podido comprobarla llamada?

—No, señor. Eso significaque, o bien han mentido, o que fuehecha desde un teléfono público.Los únicos teléfonos públicos delpueblo son el de la estación y el deCorreos. Desde Correos no llamó.La señorita Blade ve a todo el queentra. En el de la estación, tal vez.Hay un tren que llega a las dos yveintisiete y a esa hora se vebastante concurrida. Pero loprincipal es que él dice que fue la

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señorita Marple quien le llamó, yeso, desde luego, no es cierto. Lallamada no fue hecha desde su casa,y ella estaba en el InstitutoFemenino.

—¿Y no habrá pasado por altola posibilidad de que alguienquitara de en medio al marido...para poder asesinar a la señoraSpenlow?

—Se refiere a Ted Gerard,¿verdad? He estado investigando...,pero tropezamos con la falta demotivos. Él no iba a ganar nada. Sin

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embargo, es un indeseable. Y tieneun buen número de desfalcos en suhaber.

—Es miembro del GrupoOxford.

—No digo que no sea unequivocado. No obstante, él mismofue a confesárselo a su patrón. Dijoque estaba arrepentido y comenzó adevolver el dinero. Y no digo queno fuera una artimaña... pudo pensarque sospechaban y decidirrepresentar la comedia.

—Tiene usted una mentalidad

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muy escéptica, Slack —dijo elcoronel Melchett—. A propósito,¿ha hablado usted con la señoritaMarple?

—¿Qué tiene ella que ver conesto, señor?

—Oh, nada. Pero ya sabe...oye cosas... ¿Por qué no va acharlar un rato con ella? Es unaanciana muy inteligente.

Slack cambió de tema.—Quería preguntarle una cosa,

señor: en casa de sir RobertAbercrombie, donde la difunta

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trabajaba, hubo un robo deesmeraldas... que valían unafortuna. No aparecieron. He estadocalculando... y debió ser cuandoestaba allí la señora Spenlow,aunque entonces sería casi una niña.No creerá que estuviera complicadaen el robo, ¿verdad, señor?Spenlow, como ya sabe, era uno deesos joyeros de vía estrecha...

—No creo que tuviera nadaque ver —repuso Melchettmeneando la cabeza—. Entonces nisiquiera conocía a Spenlow.

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Recuerdo el caso. La opiniónpolicíaca fue que el hijo de lacasa..., Jim Abercrombie... estabamezclado en el asunto... Era unjoven muy gastador. Tenía unmontón de deudas, que pagóprecisamente después de ocurridoel robo... El viejo Abercrombiedificultó un poco las cosas... yquiso distraer la atención de lapolicía.

—Era sólo una idea, señor —dijo Slack.

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La señorita Marple recibió alinspector Slack con satisfacción,sobre todo al saber que le enviabael coronel Melchett.

—Vaya, la verdad, el coronelMelchett es muy amable. No sabíaque me recordaba.

—Me indicó el coronel queviniera a verla, pues, sin duda,sabía todo lo que ocurre en SaintMary Mead..., que valga la pena.

—Es muy amable, pero laverdad es que no sé nada enabsoluto. Quiero decir, con

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respecto a este crimen.—Pero sabe lo que se

murmura.—Oh, claro..., pero no va una

a repetir simples habladurías.—Ésta no es una conversación

oficial —dijo Slack queriendoanimarla—, sino una charla enconfianza, por así decir.

—¿Y quiere usted saber lo quedice la gente... sea o no verdad?

—Eso es.—Bien, pues, desde luego, se

habla y se imagina mucho. Las

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opiniones se dividen en dos camposopuestos, no sé si me comprende.Para empezar, hay personas quecreen que ha sido el marido. Encierto modo, un marido o unaesposa, es el sospechoso másnatural, ¿no cree?

—Es posible —repuso elinspector con precaución.

—La vida en común... yasabe... y muy a menudo la partemonetaria. He oído decir que quientenía el dinero era la señoraSpenlow y que su esposo se

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beneficia con su muerte. En esteperverso mundo, suposicionesmenos caritativas a menudo estánjustificadas.

—Sí, entra en posesión de unabonita suma.

—Por eso... parece muyverosímil que la estrangulara,saliera por la puerta posterior yviniera a mi casa a través de loscampos, para preguntar por mí conla excusa de haber recibido unallamada telefónica: luego regresar ydescubrir que su mujer había sido

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asesinada durante su ausencia...Naturalmente, con la esperanza deque achacaran el crimen a cualquierladrón o vagabundo.

—Y añadiendo a eso la partemonetaria... y si últimamente no sellevaban muy bien... —continuó elinspector.

—¡Oh, pero si se llevaban muybien! —le interrumpió la señoritaMarple.

—¿Lo sabe a ciencia cierta?—¡Si se hubieran peleado lo

sabría todo el mundo! La doncella,

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Gladys Brent, hubiera hechocircular la noticia por todo elpueblo.

—Tal vez no lo supiera —dijoel inspector sin granconvencimiento... y recibiendo acambio una sonrisa compasiva.

—Y luego tenemos la opinióndel otro campo —prosiguió alseñorita Marple—: Ted Gerad. Unjoven muy simpático. Creo que elaspecto personal tiene muchaimportancia sobre los demás.¡Nuestro último vicario produjo un

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efecto mágico! Todas lasmuchachas iban a la iglesia... por latarde y por la mañana. Y muchasmujeres ya mayores desplegaronuna desacostumbrada actividad...;¡la de zapatillas que le hicieron! Alpobre hombre le resultaba muyviolento. Pero... ¿dónde estaba? Oh,sí, hablaba de ese joven, TedGerad. Claro que se ha hablado deél. Venía a verla muy a menudo. Apesar de que la propia señoraSpenlow me dijo que era miembrode un movimiento religioso que

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llaman el Grupo Oxford. Creo queson muy sinceros y esforzados, y laseñora Spenlow sintióse muyimpresionada,

La señorita Marple tomó unpoco aliento antes de proseguir.

—Y estoy convencida de queno hay razón para creer que hubieraalgo más que eso, pero ya sabeusted cómo es la gente. Muchaspersonas opinan que la señoraSpenlow se dejó embaucar por esejoven, y que le prestó muchodinero. Y es positivamente cierto

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que le vieron en la estación aqueldía... En el tren de las dosveintisiete. Pero hubiera sido muysencillo para él apearse por el ladocontrario y saltar la cerca y nopasar por la entrada de la estación.De ese modo no le hubieran visto ira la casa. Y claro, la genteconsidera que el atuendo de laseñora Spenlow era, digamos,bastante particular.

—¿Particular?—Sí. Iba en quimono —La

señorita Marple se sonrojó—. Eso

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resulta bastante sugestivo paraciertas personas.

—¿Y para usted resultapositivo?

—¡Oh, no, yo no lo creo! A míme parece perfectamente natural.

—¿Lo considera natural?—En aquellas circunstancias,

sí —La mirada de la señoritaMarple era fría y reflexiva.

—Eso pudiera darnos otromotivo para el esposo. Celos —dijo el inspector Slack.

—¡Oh, no! El señor Spenlow

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no hubiera sentido nunca celos. Esde esos hombres que se dan cuentade las cosas. Si su esposa lehubiera abandonado dejándole unanota en la almohada, él sería elprimero en explicarlo.

El inspector Slack sintióseinteresado por el modosignificativo con que le miraba.Tenía la impresión de que toda sucharla pretendía ocultarle algo queél no alcanzaba a comprender.

—¿Ha encontrado algunapista, inspector? —le preguntó la

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señorita Marple con cierto énfasis.—Hoy en día los criminales

no dejan sus huellas dactilares nipuntas de cigarros, señorita.

—Pues yo creo... que estecrimen es anticuado...

—¿Qué quiere decir con eso?—preguntó Slack con extrañeza.

—Creo que el alguacil Palkpuede ayudarle —repuso la señoraMarple despacio—. Fue la primerapersona en acudir al «escenario delcrimen», como dicen.

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El señor Spenlow se hallabasentado en una silla y parecíaasustado. Dijo con su voz fina yprecisa:

—Claro que puedoimaginarme lo ocurrido. Mi oído noes tan fino como antes, pero oíclaramente cómo un chiquillogritaba tras de mí: «¡Eh, mirad aese asesino...!» Y..., eso me dio laimpresión de que pensaba que yo...había matado a mi querida esposa.

La señorita Marple, cortandouna rosa marchita, repuso:

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—Ésa es, sin duda, laimpresión que quiso dar.

—Pero ¿cómo es posible quemetieran esa idea en la cabeza deun niño?

—Pues lo más probable es quela asimiló escuchando las opinionesde sus mayores —repuso missMarple.

—Usted... ¿usted cree deverdad que lo piensan también otraspersonas?

—La mitad de los habitantesde Saint Mary Mead.

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—Pero... mi querida señora...¿cómo es posible que se les hayaocurrido una idea semejante? Yoquería sinceramente a mi esposa. Aella no le agradaba vivir en elcampo tanto como yo esperaba,pero el estar de completo acuerdoen todo es un ideal inasequible. Leaseguro que he sentido intensamentesu pérdida.

—Es probable. Pero si meperdona le diré que no lo parece.

El señor Spenlow irguiócuanto pudo su menguada figura.

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—Mi querida señora, hacemuchos años leí que un filósofochino, cuando tuvo que separarse desu adorada esposa, continuótranquilamente tocando su batintínen la calle, como tenía porcostumbre...; me figuro que debe serun pasatiempo chino..., Loshabitantes de aquella ciudadsintiéronse muy impresionados porsu entereza.

—Mas la gente de Saint Meadha reaccionado de un modo bastantedistinto —dijo la señorita Marple

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—. La filosofía china no va conellos.

—¿Pero usted lo comprende?Miss Marple asintió.—Mi buen tío Enrique —

explicó— era un hombre con unextraordinario dominio de símismo. Su lema fue: «Nuncaexteriorices tu emoción.» Éltambién era muy aficionado a lasflores.

—Estaba pensando que tal vezpudiera colocar una pérgola en ellado oeste de la casa —dijo

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Spenlow con cierta vehemencia—.Con rosas de té, y tal vez glicinias...Y hay una florecita blanca, en formade estrella, que ahora no recuerdocómo se llama...

—Tengo un catálogo muybonito, con fotografías —le dijo laseñorita Marple en un tonosemejante al que empleaba paradirigirse a su sobrinito de tres años—. Tal vez le agradara hojearlo...,Yo tengo que ir ahora mismo alpueblo.

Y dejando al señor Spenlow

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sentado en el jardín con el catálogo,la señorita Marple subió a suhabitación, envolvióapresuradamente un vestido en untrozo de papel castaño, y saliendode la casa, encaminóse a toda prisaa la oficina de Correos. La señoritaPolitt, la modista, vivía en una delas habitaciones de la parte alta deledificio.

Mas la señorita Marple nosubió directamente la escalera.Eran las dos y media, y un minutodespués, el autobús de Much

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Benham se detendría ante la puertade la oficina de Correos...constituyendo uno de los mayoresacontecimientos de la vidacotidiana de Saint Mary Mead. Laencargada saldría a toda prisa arecoger los paquetes relacionadoscon la parte de venta de su negocio,pues también vendía dulces, librosbaratos y juguetes.

Durante algunos minutos laseñorita Marple estuvo sola en laoficina de Correos.

Y hasta que la encargada hubo

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regresado a su puesto, no subió aver a la señorita Politt paraexplicarle que quería que retocarasu viejo vestido de crepé gris y lopusiera a la moda, a ser posible. Lamodista le prometió hacer cuantopudiera.

El jefe de policía quedóbastante asombrado al saber que laseñorita Marple deseaba verle. Lasolterona entró disculpándose:

—No sabe cuánto sientomolestarle. Sé que está muy

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ocupado, pero usted ha sidosiempre tan amable conmigo,coronel Melchett, que creí quedebía verle a usted en vez de acudiral inspector Slack. En primer lugarno me gustaría complicar alalguacil Palk... Hablando con todaclaridad, supongo que él no habríatocado nada en absoluto.

El coronel Melchett estabaligeramente extrañado.

—¿Palk? Es el alguacil deSaint Mary Mead, ¿verdad? ¿Qué eslo que ha hecho?

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—Cogió un alfiler. Lo llevabaprendido en su traje y a mí se meocurrió que tal vez lo hubiesecogido en casa de la señoraSpenlow.

—Desde luego. Pero, despuésde todo, ¿qué es un alfiler? A decirverdad, lo cogió junto al cadáver dela señora Spenlow. Ayer vino Slacky me lo dijo...; me figuro que ustedle obligó a ello. Claro que no debíahaber tocado nada, pero como ledije ya, ¿qué es un alfiler? Era sóloun simple alfiler. De esos que

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emplean todas las mujeres.—Oh, no, coronel Melchett,

ahí es donde se equivoca. Tal vez alos ojos de un hombre parezca unalfiler vulgar, pero no lo es. Setrata de uno especial... muy fino...de los que se compran por cajas yque usan especialmente lasmodistas.

Melchett la miraba mientras seiba haciendo una pequeña luz en sumente. La señorita Marple inclinóvarias veces la cabeza en señal deasentimiento.

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—Sí, naturalmente. A mí meparece todo claro. Llevaba elquimono porque iba a probarse sunuevo vestido, y nada más abrir lapuerta, la señorita Politt debiódecir algo de las medidas y le pusola cinta métrica alrededor delcuello... y luego su tarea se limitó acruzarla y apretar...; muy sencillo,según he oído decir. Luego saldríacerrando la puerta, y, haciendo verque acababa de llegar, comenzó agolpearla con el llamador. Mas elalfiler demuestra que ya había

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estado en la casa.—¿Y fue la señorita Politt la

que telefoneó a Spenlow?—Sí. Desde la oficina de

Correos, a las dos y media...precisamente cuando llega elautobús y la oficina se queda vacía.

—Pero, mi querida señoritaMarple, ¿por qué? No es posiblecometer un crimen sin motivo.

—Bueno, a mi me parece,coronel Melchett, por todo lo quehe oído, que este crimen data demucho tiempo atrás. Y esto me

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recuerda a mis dos primos Antonioy Gordon. Todo lo que hacíaAntonio le salía bien; en cambio,Gordon era el lado opuesto: perdíaen las carreras de caballos, susvalores bajaron, y sus accionesfueron depreciadas... Tal como loveo, las dos mujeres actuaronjuntas.

—¿En qué?—En el robo. Hace mucho

tiempo. Según he oído eran unasesmeraldas de gran valor. Fueronrobadas por la doncella de la

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señora y la ayudante de camarera.Porque hay una cosa que todavía nose ha explicado... Cuando se casócon el jardinero, ¿de dónde sacaronel capital para montar una tienda deflores? La respuesta es: de su parteen la... rapiña... creo que es laexpresión adecuada. Todo lo queemprendió le salió bien. El dinerotrae dinero. Pero la otra, ladoncella de la señora, debió serpoco afortunada... y tuvo queconformarse con ser una modista depueblo. Luego volvieron a

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encontrarse. Todo fue bien alprincipio, supongo, hasta queapareció en escena Ted Gerard. Laseñora Spenlow seguía sintiendoremordimiento e inclinación portodas las religiones emocionales.Este joven le apremiaría para que«hiciese frente a los hechos» y«limpiara su conciencia», y meatrevo a asegurar que estabadispuesta a hacerlo. Mas la señoritaPolitt no lo apreciaba así... sino quepodía verse en la cárcel por undelito cometido muchos años atrás.

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Así que decidió poner fin a todoaquello. Me temo que haya sidosiempre una mujer perversa. Nocreo que hubiera movido ni un dedopara impedir que ahorcaran alafable y estúpido señor Spenlow.

—Podemos... er... comprobarsu teoría... si logramos identificar ala señorita Politt como la doncellade los Abercrombie —dijo elcoronel Melchett—, pero...

—Será muy sencillo —letranquilizó miss Marple—. Es deesas mujeres que confesará en

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seguida al verse descubierta. Y,¿sabe usted?, además tengo su cintamétrica. Se... se la quitédistraídamente cuando me estuvoprobando ayer. Cuando la eche demenos y sepa que está en manos dela policía... bien, es una mujerignorante y creerá que eso la acusadefinitivamente. No le dará trabajo,se lo aseguro —terminó lasolterona animándole, con el mismotono con que una tía suya le aseguróque no le suspenderían en losexámenes de ingreso en Sandhurst.

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Y había aprobado.

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4. EL CASO DE LADONCELLAPERFECTA

—Ah, por favor, señora,¿podría hablar un momento conusted?

Podría pensarse que estapetición era un absurdo, puesto queEdna, la doncellita de la señoritaMarple, estaba hablando con suama en aquellos momentos.

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Sin embargo, reconociendo laexpresión, la solterona repuso conpresteza:

—Desde luego, Edna, entra ycierra la puerta. ¿Qué te ocurre?

Tras cerrar la puertaobedientemente, Edna avanzó unospasos retorciendo la punta de sudelantal entre sus dedos y tragósaliva un par de veces.

—¿Y bien, Edna? —la animóla señorita Marple.

—Oh, señora, se trata de miprima Gladdie.

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—¡Cielos! —repuso laseñorita Marple, pensando lo peor,que siempre suele resultar loacertado—. No... ¿no estará en unapuro?

Edna apresuróse atranquilizarla.

—Oh, no, señora, nada de eso.Gladdie no es de esa clase dechicas. Es por otra cosa por lo queestá preocupada. Ha perdido suempleo.

—Lo siento. Estaba en OldHall, ¿verdad?, con la señorita... o

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señoritas... Skinner.—Sí, señora. Y Gladdie está

muy disgustada... vaya si lo está.—Gladdie ha cambiado muy a

menudo de empleo desde hacealgún tiempo, ¿no es así?

—¡Oh, sí, señora! Siempreestá cambiando. Gladdie es así.Nunca parece estar instaladadefinitivamente, no sé si mecomprende usted. Pero siemprehabía sido ella la que quisomarcharse.

—¿Y esta vez ha sido al

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contrario? —preguntó la señoritaMarple con sequedad.

—Sí, señora. Y eso hadisgustado terriblemente a Gladdie.

La señorita Marple parecióalgo sorprendida. La impresión quetenía de Gladdie, que alguna vezviera tomando el té en la cocina ensus «días libres», era la de unajoven robusta y alegre, detemperamento despreocupado.

Edna proseguía:—¿Sabe usted, señora?

Ocurrió por lo que insinuó la

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señorita Skinner.—¿Qué es lo que insinuó la

señorita Skinner? —preguntó laseñorita Marple con paciencia.

Esta vez Edna la puso alcorriente de todas las noticias.

—¡Oh, señora! Fue un golpeterrible para Gladdie. Desaparecióuno de los broches de la señoritaEmilia y, claro, a nadie le gusta queocurra una cosa semejante; es muydesagradable, señora. Y Gladdieles ayudó a buscar por todas partesy la señorita Lavinia dijo que iba a

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llamar a la policía y entoncesapareció caído en la parte de atrásde un cajón del tocador, y Gladdiese alegró mucho.

»Y al día siguiente, cuandoGladdie rompió un plato, laseñorita Lavinia le dijo que estabadespedida y que le pagaría elsueldo de un mes. Y lo que Gladdiesiente es que no pudo ser por haberroto el plato, sino que la señoritaLavinia lo tomó como pretexto paradespedirla, cuando el verdaderomotivo fue la desaparición del

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broche, ya que debió pensar que lohabía devuelto al oír que iban allamar a la policía, y eso no esposible, pues Gladdie nunca haríauna cosa así. Y ahora circulará lanoticia y eso es algo muy serio parauna chica, como ya sabe la señora.

La señorita Marple asintió. Apesar de no sentir ninguna simpatíaespecial por la robusta Gladdie,estaba completamente segura de lahonradez de la muchacha y de lomucho que debía haberlatrastornado aquel suceso.

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—Señora —siguió Edna—,¿no podría hacer algo por ella?Gladdie está en un momento difícil.

—Dígale que no sea tonta —repuso la señorita Marple—. Siella no cogió el broche... de lo cualestoy segura..., no tiene motivospara inquietarse.

—Pero se sabrá por ahí —repuso Edna con desmayo.

—Yo... er..., arreglaré eso estatarde —dijo la señorita Marple—.Iré a hablar con las señoritasSkinner.

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—¡Oh, gracias, señora!

Old Hall era una antiguamansión victoriana rodeada debosques y parques. Puesto quehabía resultado inalquilable einvendible, un especulador la habíadividido en cuatro pisos instalandoun sistema central de agua caliente,y el derecho a utilizar «losterrenos» debía repartirse entre losinquilinos. El experimento resultóun éxito. Una anciana rica yexcéntrica ocupó uno de los pisos

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con su doncella. Aquella viejaseñora tenía verdadera pasión porlos pájaros y cada día alimentaba averdaderas bandadas. Un juez indioretirado y su esposa alquilaron elsegundo piso. Una pareja de reciéncasados, el tercero, y el cuarto fuetomado dos meses atrás por dosseñoritas solteras, ya de edad,apellidadas Skinner. Los cuatrogrupos de inquilinos vivíandistantes unos de otros, puesto queninguno de ellos tenía nada encomún. El propietario parecía

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hallarse muy satisfecho con aquelestado de cosas. Lo que él temía erala amistad, que luego trae quejas yreclamaciones.

La señorita Marple conocía atodos los inquilinos, aunque aninguno a fondo. La mayor de lasdos hermanas Skinner, la señoritaLavinia, era lo que podría llamarseel miembro trabajador de laempresa. La más joven, missEmilia, se pasaba la mayor partedel tiempo en la casa quejándose devarias dolencias que, según la

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opinión general de todo Saint MaryMead, eran imaginarias. Sólo laseñorita Lavinia creía sinceramenteen el martirio de su hermana, y debuen grado iba una y otra vez alpueblo en busca de las cosas «quesu hermana había deseado depronto».

Según el punto de vista deSaint Mary Mead, si la señoritaEmilia hubiera sufrido la mitad delo que decía, ya hubiese enviado abuscar al doctor Haydock muchotiempo atrás. Pero cuando se lo

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sugerían cerraba los ojos con airede superioridad y murmuraba quesu caso no era sencillo... que losmejores especialistas de Londreshabían fracasado... y que un médiconuevo y maravilloso la teníasometida a un tratamientorevolucionario con el cual esperabaque su salud mejorara. No eraposible que un vulgar matasanos depueblo entendiera su caso.

—Y yo opino —decía lafranca señorita Hartnell— que hacemuy bien en no llamarle. El querido

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doctor Haydock, con sucampechanería, iba a decirle que nole pasa nada y que no tiene por quéarmar tanto alboroto. ¡Y le haríamucho bien!

Sin embargo, la señoritaEmilia, haciendo caso omiso de untratamiento tan despótico,continuaba tendida en los divanes,rodeada de cajitas de píldorasextrañas, y rechazando casi todoslos alimentos que le preparaban, ypidiendo siempre algo... por logeneral difícil de encontrar.

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Gladdie abrió la puerta a laseñorita Marple con un aspectomucho más deprimido de lo queésta pudo imaginar. En la salita, unacuarta parte del antiguo salón, quehabía sido dividido para formar elcomedor, la sala, un cuarto de bañoy un cuartito de la doncella, laseñorita Lavinia se levantó parasaludar a la señorita Marple.

Lavinia Skinner era una mujerhuesuda de unos cincuenta años,alta y enjuta, de voz áspera yademanes bruscos.

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—Celebro verla —le dijo a lasolterona—. La pobre Emilia estáechada... no se siente muy bien hoy.Espero que la reciba a usted, eso laanimará, pero algunas veces no sesiente con ánimos de ver a nadie.La pobrecilla es una enfermamaravillosa.

La señorita Marple contestócon frases amables. El servicio erael tema principal de conversaciónen Saint Mary Mead, así que notuvo dificultad en dirigirla en aquelsentido. ¿Era cierto lo que había

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oído decir, que Gladdie Holmes,aquella chica tan agradable y tanatractiva, se les marchaba? MissLavinia asintió.

—El viernes. La he despedidoporque lo rompe todo. No hay quienla soporte.

La señorita Marple suspiró ydijo que hoy en día hay queaguantar tanto... que era difícilencontrar muchachas de servicio enel campo. ¿Estaba bien decidida adespedir a Gladdie?

—Sé que es difícil encontrar

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servicio —admitió la señoritaLavinia—. Los Devereux no hanencontrado a nadie..., pero no meextraña... siempre están peleando,no paran de bailar jazz durante todala noche... comen a cualquierhora..., y esa joven no sabe nada delgobierno de una casa. ¡Compadezcoa su esposo! Luego los Larkinacaban de perder a su doncella.Claro que con el temperamento deese juez indio que quiere el ChotaHarzi como él dice, a las seis de lamañana, y el alboroto que arma la

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señora Larkin, tampoco me extraña.Juanita, la doncella de la señoraCarmichael, es la única fija...aunque yo la encuentro muy pocoagradable y creo que tienedominada a la vieja señora.

—Entonces, ¿no piensarectificar su decisión con respecto aGladdie? Es una chica muysimpática. Conozco a toda lafamilia; son muy honrados.

—Tengo mis razones —dijo laseñorita Lavinia dándoseimportancia.

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—Tengo entendido que perdióusted un broche... —murmuró laseñorita Marple.

—¿Por quién lo ha sabido?Supongo que habrá sido ella quiense lo ha dicho. Con franqueza, estoycasi segura que fue ella quien locogió. Y luego, asustada, lodevolvió; pero, claro, no puededecirse nada a menos de que se estébien seguro —Cambió de tema—.Venga usted a ver a Emilia, señoritaMarple. Estoy segura de que le harámucho bien un ratito de charla.

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La señorita Marple la siguióobedientemente hasta una puerta ala cual llamó la señorita Lavinia, yuna vez recibieron autorizaciónpara pasar, entraron en la mejorhabitación del piso, cuyas persianassemiechadas apenas dejabanpenetrar la luz. La señorita Emiliahallábase en la cama, al parecerdisfrutando de la penumbra y susinfinitos sufrimientos.

La escasa luz dejaba ver unacriatura delgada, de aspectoimpreciso, con una maraña de pelo

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gris amarillento rodeando sucabeza, dándole el aspecto de unnido de pájaros, del cual ningún avese hubiera sentido orgullosa. Seolía a agua de colonia, a bizcochosy alcanfor.

Con los ojos entornados y vozdébil, Emilia Skinner explicó queaquél era uno de sus «días malos».

—Lo peor de estar enfermo —dijo Emilia en tono melancólico—es que uno se da cuenta de la cargaque resulta para los demás.

La señorita Marple murmuró

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unas palabras de simpatía, y laenferma continuó:

—¡Lavinia es tan buenaconmigo! Lavinia, querida, noquisiera darte este trabajo, pero sipudieras llenar mi botella de aguacaliente como a mí me gusta...Demasiado llena me pesa... y si loestá a medias se enfríainmediatamente.

—Lo siento, querida. Dámela.Te la vaciaré un poco.

—Bueno, ya que vas a hacerlo,tal vez pudieras volver a calentar el

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agua. Supongo que no habrá galletasen casa... no, no, no importa. Puedopasarme sin ellas. Con un poco deté y una rodajita de limón... ¿no haylimones? La verdad, no puedotomar té sin limón. Me parece quela leche de esta mañana estaba unpoco agria, y por eso no quieroponerla en el té. No importa. Puedopasarme sin té. Sólo que me sientotan débil... Dicen que las ostras sonmuy nutritivas. Tal vez pudieratomar unas pocas... No... no... Esdemasiado difícil conseguirlas

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siendo tan tarde. Puedo ayunar hastamañana.

Lavinia abandonó la estanciamurmurando incoherentemente queiría al pueblo en bicicleta.

La señorita Emilia sonriódébilmente a su visitante y volvió arecalcar que odiaba dar quehacer alos que la rodeaban.

Aquella noche la señoritaMarple contó a Edna que suembajada no había tenido éxito.

Se disgustó bastante al

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descubrir que los rumores sobre lapoca honradez de Gladdie se ibanextendiendo por el pueblo. En laoficina de Correos, la señoritaKetherby le informó:

—Mi querida Juana, le handado una recomendación escritadiciendo que es bien dispuesta,sensata y respetable, pero no hablanpara nada de su honradez. ¡Eso meparece muy significativo! He oídodecir que se perdió un broche. Yocreo que debe haber algo más,porque hoy día no se despide a una

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sirvienta a menos que sea por unacausa grave. ¡Es tan difícilencontrar otra...! Las chicas noquieren ir a Old Hall. Tienenverdadera prisa por volver a suscasas en los días libres. Ya veráusted, las Skinner no encontrarán anadie más, y tal vez entonces esahipocondríaca tendrá que levantarsey hacer algo.

Grande fue el disgusto de todoel pueblo cuando se supo que lasseñoritas Skinner habían encontradonueva doncella por medio de una

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agencia, y que por todos conceptosera un modelo de perfección.

—Tenemos bonísimasreferencias de una casa en la que haestado «tres años», prefiere elcampo y pide menos que Gladdie.La verdad es que hemos sido muyafortunadas.

—Bueno, la verdad-repuso laseñorita Marple, a quien missLavinia acababa de informar en lapescadería—. Parece demasiadobueno para ser verdad.

Y en Saint Mary Mead se fue

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formando la opinión de que elmodelo se arrepentiría en el últimomomento y no llegaría.

Sin embargo, ninguno de esospronósticos se cumplió, y todo elpueblo pudo contemplar a aqueltesoro doméstico llamado MaryHiggins, cuando pasó en el taxi deRed en dirección a Old Hall.Tuvieron que admitir que suaspecto era inmejorable... el de unamujer respetable, pulcramentevestida.

Cuando la señorita Marple

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volvió de visita a Old Hall conmotivo de recolectar objetos parala tómbola del vicariato, le abrió lapuerta Mary Higgins. Era, sin dudaalguna, una doncella de muy buenaspecto. Representaba unoscuarenta años, tenía el cabellonegro y cuidado, mejillassonrosadas y una figura rechonchadiscretamente vestida de negro, condelantal blanco y cofia... «elverdadero tipo de doncellaantigua», como luego explicó laseñorita Marple, y con una voz

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mesurada y respetuosa, tan distintaa la altisonante y exagerada deGladdie.

La señorita Lavinia parecíamenos cansada que de costumbre,aunque a pesar de ello se lamentóde no poder concurrir a la tómboladebido a la constante atención querequería su hermana; no obstante leofreció su ayuda monetaria yprometió contribuir con varioslimpiaplumas y zapatitos de niño.

La señorita Marple la felicitópor su magnífico aspecto.

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—La verdad es que se lo deboprincipalmente a Mary. Estoycontenta de haber tomado laresolución de despedir a la otrachica. Mary es maravillosa. Guisamuy bien, sabe servir la mesa, ytiene el piso siempre limpio..., da lavuelta al colchón todos los días... yse porta estupendamente conEmilia.

La señorita Marple apresurósea preguntar por la salud de Emilia.

—Oh, pobrecilla, últimamenteha sentido mucho el cambio de

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tiempo. Claro, no puede evitarlo,pero algunas veces nos hace lascosas algo difíciles. Quiere que sele preparen ciertas cosas, y cuandose las llevamos, dice que no puedecomerlas... y luego las vuelve apedir al cabo de media hora,cuando ya se han estropeado y hayque hacerlas de nuevo. Esorepresenta, naturalmente, muchotrabajo..., pero por suerte a Maryparece que no le molesta. Estáacostumbrada a servir a inválidos ysabe comprenderlos. Es una gran

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ayuda.—¡Cielos! —exclamó la

señorita Marple—. ¡Vaya suerte!—Sí, desde luego. Me parece

que Mary nos ha sido enviada comola respuesta a una plegaria.

—Casi me parece demasiadobuena para ser verdad —dijo laseñorita Marple—. Yo de usted...bueno... yo en su lugar iría concuidado.

Lavinia Skinner pareció nocaptar la intención de la frase.

—¡Oh! —exclamó—. Le

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aseguro que haré todo lo posiblepara que se encuentre a gusto. No sélo que haría si se marchara.

—No creo que se marche hastaque se haya preparado bien —comentó la señorita Marplemirando fijamente a Lavinia.

—Cuando no se tienenpreocupaciones domésticas, uno sequita un gran peso de encima,¿verdad? ¿Qué tal se porta lapequeña Edna?

—Pues muy bien. Claro que notiene nada de extraordinario. No es

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como esa Mary. Sin embargo, laconozco a fondo, puesto que es unamuchacha del pueblo.

Al salir al recibidor se oyó lavoz de la inválida que gritaba:

—Esas compresas se hansecado del todo... y el doctorAllerton dijo que debíanconservarse siempre húmedas.Vaya déjelas. Quiero tomar una tazade té y un huevo pasado por agua...que sólo haya cocido tres minutos ymedio, recuérdelo. Y vaya a decir ala señorita Lavinia que venga.

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La eficiente Mary, saliendodel dormitorio, dirigióse haciaLavinia.

—La señorita Emilia la llama,señora.

Y dicho esto abrió la puerta ala señorita Marple, ayudándola aponerse el abrigo y tendiéndole elparaguas del modo másirreprochable.

La señorita Marple dejó caerel paraguas y al intentar recogerlose le cayó el bolsodesparramándose todo su

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contenido. Mary, toda amabilidad,la ayudó a recoger varios objetos...un pañuelo, un librito de notas, unabolsita de cuero anticuada, doschelines, tres peniques y un pedazode caramelo de menta.

La señorita Marple recibióeste último con muestras deconfusión.

—¡Oh, Dios mío!, debe habersido el niño de la señora Clement.Recuerdo que lo estaba chupando yme cogió el bolso y estuvo jugandocon él. Debió de meterlo dentro.

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¡Qué pegajoso está!—¿Quiere que lo tire, señora?—¡Oh, si no le molesta...!

¡Muchas gracias...!Mary se agachó para recoger

por último un espejito, que hizoexclamar a la señorita Marple alrecuperarlo:

—¡Qué suerte que no se hayaroto!

Y abandonó la casa dejando aMary de pie junto a la puerta con unpedazo de caramelo de menta en lamano y un rostro completamente

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inexpresivo.

Durante diez largos días todoSaint Mary Mead tuvo que soportarel oír pregonar las excelencias deltesoro de las señoritas Skinner.

Al undécimo, el puebloestremecióse ante la gran noticia.

¡Mary, el modelo de sirvienta,había desaparecido! No habíadormido en su cama y encontraronla puerta de la casa abierta de paren par. Se marchó tranquilamente,durante la noche.

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¡Y no era sólo Mary lo quehabía desaparecido! Sino además,los broches y cinco anillos de laseñora Lavinia; y tres sortijas, unpendentif, una pulsera y cuatroprendedores de miss Emilia.

Era el primer capítulo de lacatástrofe. La joven señoraDevereux había perdido susdiamantes, que guardaba en uncajón sin llave, y también algunaspieles valiosas, regalo de bodas. Eljuez y su esposa notaron ladesaparición de varias joyas y

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cierta cantidad de dinero. La señoraCarmichael fue la más perjudicada.No sólo le faltaron algunas joyas degran valor, sino que unaconsiderable suma de dinero queguardaba en su piso había volado.Aquella noche, Juana había salido ysu ama tenía la costumbre de pasearpor los jardines al anochecerllamando a los pájaros yarrojándoles migas de pan. Eraevidente que Mary, la doncellaperfecta, había encontrado lasllaves que abrían todos los pisos.

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Hay que confesar que en SaintMary Mead reinaba cierta malsanasatisfacción. ¡La señorita Laviniahabía alardeado tanto de sumaravillosa Mary...!

—Y, total, ha resultado unavulgar ladrona.

A esto siguieron interesantesdescubrimientos. Mary, no sólohabía desaparecido, sino que laagencia que la colocó pudocomprobar que la Mary Higgins querecurrió a ellos y cuyas referenciasdieron por buenas, era una

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impostora. La verdadera MaryHiggins era una fiel sirvienta quevivía con la hermana de un virtuososacerdote en cierto lugar deCornwall.

—Ha sido endiabladamentelista —tuvo que admitir el inspectorSlack—. Y si quieren saber miopinión, creo que esa mujer trabajacon una banda de ladrones. Hace unaño hubo un caso parecido enNorthumberland. No la cogieron nipudo recuperarse lo robado. Sinembargo, nosotros lo haremos algo

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mejor.El inspector Slack era un

hombre de carácter muy optimista.No obstante, iban

transcurriendo las semanas y MaryHiggins continuaba triunfalmente enlibertad. En vano el inspector Slackredoblaba la energía que le eracaracterística.

La señora Lavinia permanecíallorosa, y la señorita Emilia estabatan contraída e inquieta por suestado que envió a buscar al doctorHaydock.

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El pueblo entero estabaansioso por conocer lo que opinabade la enfermedad de miss Emilia,pero, claro, no podíanpreguntárselo. Sin embargo,pudieron informarse gracias alseñor Meek, el ayudante delfarmacéutico, que salía con Clara,la doncella de la señora Price-Ridley. Entonces se supo que eldoctor Haydock le había recetadouna mezcla de asafétida y valeriana,que según el señor Meek, era lo quedaban a los maulas del Ejército que

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se fingían enfermos.Poco después supieron que la

señorita Emilia, carente de laatención médica que precisaba,había declarado que en su estado desalud consideraba necesariopermanecer cerca del especialistade Londres que comprendía sucaso. Dijo que lo hacía sobre todopor Lavinia.

El piso quedó por alquilar.

Varios días después, laseñorita Marple, bastante sofocada,

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llegó al puesto de la policía deMuch Benham preguntando por elinspector Slack.

Al inspector Slack no le erasimpática la señorita Marple, perose daba cuenta de que el jefe dePolicía, coronel Melchett, nocompartía su opinión. Por lo tanto,aunque de mala gana, la recibió.

—Buenas tardes, señoritaMarple. ¿En qué puedo servirla?

—¡Oh, Dios mío! —repuso lasolterona—. Veo que tiene ustedmucha prisa.

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—Hay mucho trabajo —replicó el inspector Slack—; peropuedo dedicarle unos minutos.

—¡Oh, Dios mío! Esperosaber exponer con claridad lo quevengo a decirle. Resulta tan difícilexplicarse, ¿no lo cree usted así?No, tal vez usted no. Pero,compréndalo, no habiendo sidoeducada por el sistema moderno...,sólo tuve una institutriz que meenseñaba las fechas del reinado delos reyes de Inglaterra y culturageneral... Doctor Brewer..., tres

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clases de enfermedades del trigo...pulgón... añublo... y, ¿cuál es latercera?, ¿tizón?

—¿Ha venido a hablarme deltizón? —preguntóle el inspector,enrojeciendo acto seguido.

—¡Oh, no, no! —apresuróse aresponder miss Marple—. Ha sidoun ejemplo. Y qué superfluo es todoeso, ¿verdad..., pero no le enseñana uno a no apartarse de la cuestión,que es lo que yo quiero. Se trata deGladdie, ya sabe, la doncella de lasseñoritas Skinner.

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—Mary Higgins —dijo elinspector Slack.

—¡Oh, sí! Ésa fue la segundadoncella; pero yo me refiero aGladdie Holmes..., una muchachabastante impertinente y demasiadosatisfecha de sí misma, pero muyhonrada, y por eso es muyimportante que se la rehabilite.

—Que yo sepa no hay ningúncargo contra ella —repuso elinspector.

—No; ya sé que no se la acusade nada..., pero eso aún resulta

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peor, porque ya sabe usted, la gentese imagina cosas. ¡Oh, Dios mío...,sé que me explico muy mal! Lo quequiero decir es que lo importante esencontrar a Mary Higgins.

—Desde luego —replicó elinspector—. ¿Tiene usted algunaidea?

—Pues a decir verdad, sí —respondió la señorita Marple—.¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Nole sirven de nada las huellasdactilares

—¡Ah! —repuso el inspector

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Slack—. Ahí es donde fue más listaque nosotros. Hizo la mayor partedel trabajo con guantes de goma,según parece. Y ha sido muyprecavida..., limpió todas las quepodía haber en su habitación y en lafregadera. ¡No conseguimos dar conuna sola huella en toda la casa!

—Y si las tuviera, ¿leservirían de algo?

—Es posible, señora. Pudieraser que las conocieran en el Yard.¡No sería éste su primer hallazgo!

La señorita Marple asintió

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muy contenta y abriendo su bolsosacó una caja de tarjetas; en suinterior, envuelto en algodones,había un espejito.

—Es el de mi monedero —explicó—. En él están las huellasdigitales de la doncella. Creo queestán bien claras... puesto que antestocó una sustancia muy pegajosa.

El inspector estabasorprendido.

—¿Las consiguió a propósito?—¡Naturalmente!—¿Entonces, sospechaba ya

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de ella?—Bueno, ¿sabe usted?, me

pareció demasiado perfecta. Y asíse lo dije a la señorita Lavinia,pero no supo comprender laindirecta. Inspector, yo no creo enlas perfecciones. Todos nosotrostenemos nuestros defectos... y elservicio doméstico los saca arelucir bien pronto.

—Bien —repuso el inspectorSlack, recobrando su aplomo—.Estoy seguro de que debo estarlemuy agradecido. Enviaré el espejo

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al Yard y a ver qué dicen.Se calló de pronto. La señorita

Marple había ladeado ligeramentela cabeza y le contempló con fijeza.

—¿Y por qué no mira algomás cerca, inspector?

—¿Qué quiere decir, señoritaMarple?

—Es muy difícil de explicar,pero cuando uno se encuentra antealgo fuera de lo corriente, no dejade notarlo... A pesar de que amenudo pueden resultar simplesnaderías. Hace tiempo que me di

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cuenta, ¿sabe? Me refiero a Gladdiey al broche. Ella es una chicahonrada; no lo cogió. Entonces,¿por qué lo imaginó así la señoritaSkinner? Miss Lavinia no estonta..., muy al contrario. ¿Por quétenía tantos deseos de despedir auna chica que era una buenasirvienta, cuando es tan difícilencontrar servicio? Eso me parecióalgo fuera de lo corriente..., yempecé a pensar. Pensé mucho. ¡Yme di cuenta de otra cosa rara! Laseñorita Emilia es una

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hipocondríaca, pero es la primerahipocondríaca que no ha enviado abuscar en seguida a uno u otromédico. Los hipocondríacos adorana los médicos. ¡Pero la señoritaEmilia, no!

—¿Qué es lo que insinúa,señorita Marple?

—Pues que las señoritasSkinner son unas personas muyparticulares. La señorita Emiliapasa la mayor parte del tiempo enuna habitación a oscuras, y si esoque lleva no es una peluca... ¡me

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como mi moño postizo! Y lo quedigo es esto: que es perfectamenteposible que una mujer delgada,pálida y de cabellos grises sea lamisma que la robusta, morena ysonrosada... puesto que nadie puededecir que haya visto alguna vezjuntas a la señorita Emilia y a MaryHiggins. Necesitaron tiempo parasacar copias de todas las llaves, ypara descubrir todo lo referente a lavida de los demás inquilinos, yluego... hubo que deshacerse de lamuchacha del pueblo. La señorita

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Emilia sale una noche a dar unpaseo por el campo y a la mañanasiguiente llega a la estaciónconvertida en Mary Higgins. Yluego, en el momento preciso, MaryHiggins desaparece y con ella lapista. Voy a decirle dónde puedeencontrarla, inspector... ¡En el sofáde Emilia Skinner...! Mire si hayhuellas dactilares, si no me cree,pero verá que tengo razón. Son unpar de ladronas listas... esasSkinner... sin duda en combinacióncon un vendedor de objetos

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robados... o como se llame. ¡Peroesta vez no se escaparán! No voy aconsentir que una de las muchachasde la localidad sea acusada deladrona. Gladdie Holmes es tanhonrada como la luz del día y va asaberlo todo el mundo. ¡Buenastardes!

La señorita Marple salió deldespacho antes de que el inspectorSlack pudiera recobrarse.

—¡Cáspita! —murmuró—.¿Tendrá razón, acaso?

No tardó en descubrir que la

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señorita Marple había acertado unavez más.

El coronel Melchett felicitó alinspector Slack por su eficacia y laseñorita Marple invitó a Gladdie atomar el té con Edna, para hablarseriamente de que procurara nodejar un buen empleo cuando loencontrara.

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5. EL CASO DE LAVIEJA GUARDIANA

—Bueno —dijo el doctorHaydock a su paciente—. ¿Qué talse encuentra hoy?

La señorita Marple le sonrióbeatíficamente desde lasalmohadas.

—Supongo que estoy mejor —admitió—; pero me sientoterriblemente decaída. No puedodejar de pensar que hubiera sido

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mucho mejor que hubiese muerto.Después de todo, soy una anciana.Nadie me quiere ni se acuerda demí.

El doctor Haydock lainterrumpió con su habitualbrusquedad.

—Sí, sí; la reacción típicadespués de este tipo de gripe. Loque usted necesita es algo que ladistraiga. Un tónico mental.

La señorita Marple sonriómoviendo la cabeza.

—Y lo que es más —continuó

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el doctor Haydock—. ¡He traídoconmigo la medicina!

Y puso un gran sobre encimade la cama.

—Es lo que necesita. La clasede rompecabezas que la pondrábuena.

—¿Un rompecabezas? —Laseñorita Marple parecía interesada.

—Es un pequeño trabajoliterario... —dijo el doctorenrojeciendo un tanto—. Intentéconvertirlo en una historia. Él dijo,ella dijo, la chica Pensó..., etcétera.

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Los hechos del relato son ciertos.—Pero, ¿por qué dice que es

un rompecabezas? —preguntó laseñorita Marple.

—Porque usted tiene queencontrar la solución. —Él sonrió—. Quiero ver si es usted taninteligente como siempre hademostrado serlo. Y dicho esto sedespidió.

La señorita Marple cogió elmanuscrito y comenzó a leer.

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* * *

—¿Y dónde está la novia? —

preguntó la señorita Harmon entono jovial.

Todo el pueblo estaba deseosode ver a la rica y joven esposa queHarry Laxton se había traído delextranjero. La impresión generalera que Harry..., un joven malvadoe incorregible..., había tenidomucha suerte. Todo el mundoexperimentó siempre un sentimiento

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de indulgencia hacia Harry. Inclusolos propietarios de las ventanasvíctimas del uso de un tiradorsintieron disiparse su indignaciónante la expresión arrepentida delmuchacho. Había roto cristales,robado en los huertos, cazadoconejos en los vedados y más tardecontrajo deudas, y se enredó con lahija del estanquero..., pero luego ladejó y fue enviado a África... y elpueblo, representado por variassolteronas maduras, murmuró,indulgente: «¡Ah, bueno! ¡Excesos

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de juventud! ¡Ya sentará lacabeza!»

Y ahora, el hijo pródigo habíavuelto..., no en la desgracia, sino enpleno éxito. Harry Laxton se «hizobueno». Desarraigó sus vicios,trabajó de firme, y por fin contrajomatrimonio con una jovencitaanglo-francesa poseedora de unaconsiderable fortuna.

Harry pudo haber decididovivir en Londres o comprar unafinca en algún condado de caza queestuviera de moda, mas prefirió

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regresar a aquella parte del paísque era un hogar para él. Y delmodo más romántico, adquirió laspropiedades abandonadas deDower House donde transcurrierasu niñez.

Kingsdean House habíapermanecido sin alquilar durantecerca de sesenta años, cayendogradualmente en la decadencia yabandono. Un viejo guardián y suesposa habitaban en un ala de lacasa. Era una mansión grandiosa eimpresionante, cuyos jardines

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estaban invadidos por espesavegetación entre la que emergíanlos árboles como seres encantados.

Dower House era una casaagradable y sin pretensiones quedurante años tuvo alquilada elmayor Laxton, padre de Harry.Cuando niño, el muchacho habíavagado por las propiedades deKingsdean y conocía palmo a palmolos intrincados bosques, y la propiacasa, que siempre le fascinó.

Hacia varios años que murierael mayor Laxton, y por eso se pensó

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que Harry ya no tenía lazos que loatrajeran... y, sin embargo, volvióal hogar de su niñez y llevó a él asu esposa. La vieja y arruinadaKingsdean House fue demolida, yun ejército de contratistas y obrerosla reconstruyeron en brevísimotiempo. La riqueza consigueverdaderas maravillas. Y la nuevacasa, blanca y rosa, surgióresplandeciente entre los árboles.

Luego acudió un pelotón dejardineros, a los que siguió unaprocesión de camiones cargados de

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muebles.La casa estaba lista. Llegaron

los criados, y por último unlujosísimo automóvil depositó aHarry y a su esposa ante la puertaprincipal.

Todo el pueblo apresuróse avisitarle, y la señorita Price, dueñade la mayor casa de la localidad, yque se consideraba la número unoen sociedad, envió tarjetas deinvitación para una fiesta «en honorde la novia».

Fue un gran acontecimiento.

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Varias señoras estrenaron vestidos,y todo el mundo se sentía excitado ycurioso, ansiando conocer a aquellacriatura ¡Decían que semejabasalida de un cuento de hadas!

La señorita Harmon, lasolterona franca y bonachona, lanzóinmediatamente su pregunta,mientras se abría paso a través delconcurrido salón, y miss Brent, otrasolterona delgada y agriada, le fueinformando.

—¡Oh, querida, esencantadora! Y tan educada y joven.

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La verdad, una siente envidia al vera alguien como ella que lo tienetodo: buena presencia, dinero yeducación..., es distinguidísima,nada de vulgar... ¡y tiene a Harrytan enamorado...!

—¡Ah! —exclamó la señoritaHarmon—. Llevan muy pocotiempo de casados.

—¡Oh, querida! ¿De verascrees...?

—Los hombres son siemprelos mismos. El que ha sido unalegre vividor, lo sigue siendo

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siempre. Los conozco bien.—¡Dios mío!, pobrecilla. —

La señorita Brent parecía muchomás satisfecha.

—Sí, supongo que va a tenertrabajo con él. Alguien debieraavisaría. ¿Sabrá algo de su vidapasada?

—Me parece muy poco digno—dijo la señorita Brent— que no lehaya contado nada. Sobre todohabiendo sólo una farmacia en todoel pueblo.

Puesto que la en otro tiempo

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hija del estanquero estaba ahoracasada con el señor Edge, elfarmacéutico.

—Seria mucho más agradable—dijo la señorita Brent— que laseñora Laxton tratase con Boots enMuch Benham.

—Me atrevo a asegurar que elmismo Harry se lo propondrá —repuso miss Harmon, convencida.

Y de nuevo cruzaron unamirada significativa.

—Pero, desde luego, yo creoque ella debiera saberlo —

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concluyó la señorita Harmon.

* * *

—¡Salvajes! —dijo Clarice

Vane indignada, a su tío, el doctorHaydock—. Algunas personas soncompletamente salvajes.

Él la miraba con curiosidad.Era una muchacha alta,

morena, bonita, ardiente eimpulsiva. Sus grandes ojos

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castaños brillaban de indignación aldecir:

—Todas esas arpías...diciendo... insinuando cosas...

—¿Sobre Harry Laxton?—Sí, acerca de su aventura

con la hija del estanquero.—¡Oh, eso...! —El doctor

encogióse de hombros—. Lamayoría de los hombres han tenidoaventuras de esta índole.

—Naturalmente. Y todo haterminado. Así, ¿por qué volver aello y sacarlo a relucir al cabo de

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tantos años? Es como los cuervos,que se ceban en los cadáveres.

—Querida, yo creo que ésa esuna simple opinión tuya. Tienentodos tan poco de qué hablar, quetienden a sacar a la luz pasadosescándalos. Pero siento curiosidadpor saber por qué te preocupa tanto.

Clarice Vane mordióse ellabio y enrojeció, antes deresponder con voz velada.

—¡Parecen... tan felices! Merefiero a los Laxton. Son jóvenes yestán enamorados, y la vida les

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sonríe. Aborrezco pensar quepuedan destrozar su felicidad concuchicheos, indirectas y todas esasbestialidades de que son capaces.

—¡Hum! Comprendo.—Acabo de hablar con él —

continuó Clarice—. ¡Es tan feliz yestá tan excitado, ansioso y...emocionado... por haber podidorealizar su deseo de reconstruirKingsdean! Parece un niño. Y ella...bien, supongo que no ha hecho nadamalo en toda su vida. Siempre hatenido de todo. Tú la has visto.

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¿Qué opinas de ella?El doctor nada respondió de

momento. Para otras personas,Luisa Laxton podía ser un motivode envidia. Una niña mimada por lafortuna. A él sólo le trajo lamemoria una canción popular queoyera muchos años atrás «Pobreniña rica...»

* * *

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—¡Uf! —Era un suspiro dealivio.

Harry volvióse divertido paramirar a su esposa, mientras sealejaban de la fiesta en suautomóvil.

—Querido, ¡qué reunión tanespantosa!

Harry echóse a reír.Sí, bastante. No te importe

cariño. Ya sabes, tenía que suceder.Todas esas viejas solteronas meconocen desde que era niño, y sehubieran sentido terriblemente

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decepcionadas de no haber podidocontemplarte bien de cerca.

Luisa hizo una mueca.—¿Tendremos que tratar a

muchas?¿Qué? ¡Oh, no!, vendrán a

verte, tú les devuelves la visita y yano necesitas preocuparte más.Puedes tener las amistades quegustes, aquí o donde sea.

Luisa preguntó al cabo de unpar de minutos:

—¿No hay ningún lugar dediversión por aquí cerca?

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—¡Oh, sí! El condado. Aunquees posible que también te parezcaalgo aburrido. Sólo se interesan porbulbos, perros y caballos. Claroque puedes montar. Eso te distraerá.En Ellington hay un caballo quequiero que veas. Es un animal muyhermoso, perfectamente adiestrado,no tiene el menor vicio y es muyfogoso.

El coche aminoró la marchapara tomar la curva y cruzar laverja de Kingsdean. Harry apretócon fuerza el volante y lanzó un

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juramento al ver una figura grotescaplantada en medio de la avenida, yque por suerte consiguió esquivar atiempo. La aparición siguió en elmismo sitio, mostrándole un puñocrispado y lanzando maldiciones.

Luisa se asió del brazo deHarry.

—¿Quién es esa... esa horriblevieja?

—Es la vieja Murgatroyd. Ellay su marido eran los guardianes dela antigua casa. Vivieron en elladurante cerca de treinta años.

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—¿Por qué te ha amenazadocon el puño?

Harry enrojeció.—Ella..., bueno, está dolida

porque he echado abajo la casa.Claro que recibió unaindemnización. Su marido murióhace dos años y desde entonces lapobre mujer está algo trastornada.

—¿Está..., está en la miseria?Las ideas de Luisa eran vagas

y en cierto modo melodramáticas.Los ricos siempre evitanenfrentarse con la realidad.

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—¡Cielo santo, Luisa, quéocurrencia! Yo le otorgué unapensión, naturalmente, y buena. Lebusque nuevo alojamiento y demás.

—¿Entonces por qué obra así?—preguntó Luisa, extrañada,

Harry habla fruncido elentrecejo.

—¡Oh!, ¿cómo voy a saberlo?¡Locuras! Adoraba aquella casa.

—Pero era una ruina, ¿verdad?—Claro que si..., se estaba

cayendo..., el tejado se hundía...,era peligroso. De todas maneras

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supongo que significaba algo paraella. ¡Había vivido tanto tiempoaquí...! ¡Oh, no lo sé! Creo quedebe estar loca.

—Creo... que nos hamaldecido —dijo Luisa inquieta—.Oh, Harry, ojalá no lo hubierahecho.

A Luisa le parecía que sunueva casa estaba envenenada porla figura malévola de aquella viejaloca. Cuando salía en su automóvil,montaba a caballo, paseaba con los

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perros, siempre encontraba aaquella mujer esperándola.Encorvada, con un astrososombrero sobre sus greñas grises, ymurmurando su letanía deimprecaciones.

Luisa habla llegado a creerque Harry tenía razón..., que lavieja estaba loca. Sin embargo,aquel estado de cosas lacontrariaba. La señora Murgatroydnunca iba a la casa, ni amenazabaconcretamente. El recurrir a lapolicía hubiera sido inútil, y Harry

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Laxton era contrario a emplear esemedio, ya que, según él, aquellohabría de despertar las simpatíasdel pueblo hacia la vieja. Tomóaquel asunto con mucha mástranquilidad que Luisa.

—No te preocupes, cariño. Yase cansará de estas tonterías.Probablemente sólo quiere poner aprueba nuestra paciencia.

—No, Harry. Nos... ¡nos odia!Me doy cuenta. Y nos maldice.

—No es una bruja, querida,aunque lo parezca. No te tortures

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por una cosa así.Luisa guardaba silencio.

Ahora que se había disipado elajetreo de la instalación, sentíasemuy sola, y como en un lugarperdido... Ella estaba acostumbradaa vivir en Londres y la Riviera, yno conocía ni gustaba de la vida enel campo. Ignoraba todo loreferente a jardinería, excepto elcapítulo final: «El arreglo de lasflores.» No le gustaban los perros,y la molestaban sus vecinos.Cuando más disfrutaba era

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montando a caballo, algunas vecescon Harry, y otras, sola, si él estabaocupado por la finca. Galopaba porlos bosques y prados, disfrutandode aquel bello paisaje y delhermoso caballo que Harry le habíacomprado. Incluso Príncipe Hall,que era un corcel castaño muysensible, acostumbraba aencabritarse y relinchar cuandopasaba con su ama ante la figurasiniestra de la vieja encorvada.

Un día Luisa se armó de valor.Había salido de paseo, y al pasar

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ante la señora Murgatroyd, hizocomo que no la veía, pero de prontodando media vuelta fue derechahacia ella y le preguntó casi sinaliento:

—¿Qué le ocurre? ¿Qué es loque pasa? ¿Qué es lo que quiere?

La anciana parpadeó. Tenía unrostro agitanado y moreno, conmechones de cabellos grises, comoalambres, y ojos legañosos y demirar inquieto. Luisa se preguntó sibebería.

Habló con voz plañidera y no

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obstante amenazadora.—¿Pregunta qué es lo que

quiero? ¡Vaya! Pues lo que me hanarrebatado. ¿Quién me arrojó deKingsdean House? Yo viví en elladurante cerca de cuarenta años. Fueuna mala jugada sacarme de allí yeso les traerá mala suerte a usted ya él.

—Pero tiene usted una casitamuy bonita y...

La vieja le interrumpióalzando los brazos, y gritó:

—¿Y eso a mí qué me

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importa? Es mi casa lo que quiero,y mi chimenea junto a la que me hesentado durante tantos años. Y encuanto a usted y él, le digo que noencontrarán felicidad en la nuevacasa. ¡La tristeza negra pesarásobre ustedes! Tristeza, muerte y mimaldición. ¡Ojalá se coman losgusanos su hermoso rostro!

Luisa puso su caballo algalope mientras pensaba:

«¡Tengo que mancharme deaquí! ¡Debemos vender la casa, ysalir de aquí!»

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Y en aquel momento lasolución le pareció muy fácil, masla incomprensión de Harry ladesconcertó por completo al oírledecir:

—¿Marcharnos? ¿Vender lacasa... por las amenazas de unavieja loca? Debes haber perdido eljuicio.

—No, no lo he perdido..., peroella..., ella me asusta. Sé que va aocurrir algo.

Harry Laxton repuso, ceñudo:—Deja a la señora

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Murgatroyd en mis manos. ¡Yo laarreglaré!

Una buena amistad se habíaido desarrollando entre ClariceVane y la joven señora Laxton. Lasdos muchachas eranaproximadamente de la mismaedad, aunque muy distintas en susgustos y maneras de ser. Encompañía de Clarice, Luisaconseguía tranquilizarse. Clariceera tan competente, parecía tansegura de si misma, que Luisa le

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contó lo de la señora Murgatroyd ysus amenazas, pero su amigapareció considerar aquel asuntocomo más molesto que otras cosas.

—Es una tontería —le dijo—.Aunque, la verdad, debe resultarmuy enojoso para ti.

—¿Sabes, Clarice? Algunasveces me siento verdaderamenteasustada, y mi corazón late a unavelocidad terrible.

—¡Ah, tonta!, no debesconsentir que te deprima una cosaasí. Pronto se cansará esa vieja y os

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dejará en paz.Luisa guardó silencio durante

unos minutos y Clarice le preguntó:—¿Qué te ocurre?Luisa tardó en contestar, y su

respuesta fue como un desahogo.—¡Aborrezco este lugar!

¡Odio el vivir aquí! Los bosques yla casa, el horrible silencio quereina por las noches y el extrañogrito de las lechuzas. Oh, y la gentey todo.

—La gente. ¿Qué gente?—La gente del pueblo. Esas

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solteronas chismosas que todo lofiscalizan.

—¿Qué es lo que han estadodiciendo? —quiso saber Clarice.

—No lo sé. Nada departicular. Pero tienen unamentalidad mezquina. Cuando sehabla con ellas se comprende queno hay que confiar en nadie..., ennadie en absoluto.

—Olvídalas —dijo Clariceapresuradamente—. No tienen otracosa que hacer sino chismorrear. Ytodo o casi todo lo que dicen lo

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inventan.—Ojalá no hubiera venido

nunca a este sitio. Pero a Harry legusta tanto... —su voz se dulcificóhaciendo que Clarice pensara:«¡Cómo le adora!»

—Debo marcharme ya —dijode repente.

—Haré que te acompañen enel coche. Vuelve pronto.

Luisa sintióse consolada conla visita de su amiga. Harry semostró satisfecho al encontrarlamás contenta y desde entonces la

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animó para que invitara a Claricemás a menudo.

Un día le dijo:—Tengo buenas noticias para

ti, querida.—Oh, ¿de qué se trata?—Me he librado de la

Murgatroyd. Tiene un hijo enAmérica y lo he arreglado todopara que vaya a reunirse con él. Lepagaré el pasaje.

—¡Oh, Harry, cuánto mealegro! Creo que, después de todo,es muy posible que llegue a

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gustarme Kingsdean.—¿Que llegue a gustarte?

¡Pero si es el lugar más maravillosodel mundo!

Luisa se estremecióligeramente. No podía librarse tanfácilmente de su temorsupersticioso.

Si las damas de Saint MaryMead habían esperado disfrutar elplacer de informar a la novia sobreel pasado de su marido, vieronfrustradas sus esperanzas a causa de

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la rápida intervención de HarryLaxton.

La señorita Harmon y ClariceVane se hallaban en la tienda delseñor Edge, la una comprandobolas de naftalina y la otra unpaquete de bicarbonato, cuandoentraron Harry Laxton y su esposa.

Tras saludar a las dos mujeres,Harry dirigióse al mostrador parapedir un cepillo de dientes. Depronto se interrumpió a media fraseexclamando calurosamente:

—¡Vaya, vaya, miren quién

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está aquí! Yo diría que es Bella.La señora Edge, que acababa

de salir de la trastienda paraatender a la clientela, le sonrióalegremente mostrando su blancadentadura. Había sido una jovenmorena muy hermosa, y aúnresultaba una mujer atractiva, apesar de haber engordado. Susgrandes ojos castaños estabanllenos de expresión al responder:

—Sí; soy Bella, señor Harry, yestoy muy contenta de volver averle, después de tantos años.

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Harry volvióse a su mujer.—Bella es una antigua pasión

mía, Luisa —le dijo—. Estuvelocamente enamorado de ellamucho tiempo, ¿no es cierto, Bella?

—Eso es lo que usted decía —repuso la señora Edge.

Luisa, riendo, exclamó:—Mi esposo se siente muy

feliz al volver a ver a todas susviejas amistades.

—¡Ah! —continuó la señoraEdge—, no nos hemos olvidado delseñor Harry. Parece un cuento de

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hadas el que se haya casado yconstruido una nueva casa sobre lasruinas de Kingsdean House.

—Tiene usted muy buenaspecto y está muy guapa —dijoHarry, haciendo reír a la señoraEdge quien preguntó cómo deseabael cepillo de dientes.

Clarice, viendo la miradacontrariada de la señorita Harmon,díjose para sus adentros:

«¡Bien hecho, Harry! Hasdescargado sus escopetas.»

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El doctor Haydock decía a susobrina con rudeza:

—¿Qué son esas tonterías quecirculan acerca de la viejaMurgatroyd... que si amenaza con elpuño... que si maldice al nuevorégimen...?

—No son tonterías. Es biencierto. Y esto molesta bastante aLuisa.

—Dile que no necesitatomarlo así. Cuando los Murgatroyderan los guardianes de KingsdeanHouse no cesaban de quejarse ni un

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minuto. Y sólo se quedaron allíporque Murgatroyd bebía y no eracapaz de encontrar otro empleo.

—Se lo diré —replicó Clarice—, pero me parece que no va acreerte. Esa vieja está loca derabia.

—No lo comprendo. Queríamucho a Harry cuando éste erapequeño.

—¡Oh, bueno! —repusoClarice—. Pronto nos libraremosde ella. Harry le paga el pasajepara América.

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Tres días más tarde, Luisa

cayó del caballo que montaba ymurió.

Dos hombres que repartían elpan con un carretón fueron lostestigos del accidente. Vieron aLuisa cruzar la verja, y a la viejaque aguardaba fuera amenazarla conel puño y gritando. El caballo seencabritó, y luego lanzóse al galopedesenfrenado por el camino,arrojando a la amazona por encimade las orejas.

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Uno de los panaderos quedójunto a la figura inanimada sin saberqué hacer, mientras su compañerose dirigía a la casa en busca deauxilio.

Harry Laxton salió a todocorrer, con el rostro descompuesto.La colocaron en el carretón parallevarla hasta la casa, donde muriósin recobrar el conocimiento y antesde que llegara el médico.

(Fin del manuscrito deldoctor Haydock.)

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Cuando al día siguiente llegóel doctor Haydock, notó consatisfacción que las mejillas de laseñorita Marple tenían un tinterosado, hallándola decididamentemucho más animada.

—Bueno —le dijo—, ¿cuál essu veredicto?

—¿Y cuál es el problema? —replicó la señorita Marple.

—Oh, mi querida señora, ¿esque tengo que decírselo?

—Supongo que se trata de laextraña conducta de la vieja

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guardiana. ¿Por qué se conduciríade aquella extraña manera? A lagente le duele verse arrojada de susantiguos hogares, pero aquella noera su casa propia... y solíalamentarse y refunfuñar cuandovivía en ella. Sí, desde luego,resulta muy curioso. A propósito,¿qué fue de la vieja?

—Se largó a Liverpool. Elaccidente la asustó. Se cree que allíesperaría su barco.

—Todo muy conveniente...para alguien —repuso la señorita

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Marple—. Sí; creo que el misteriode la Conducta de la Guardianapuede ser resuelto fácilmente.Soborno, ¿no fue así?

—¿Cuál es su solución?—Pues si no era natural en

ella el comportamiento de aquelmodo, debía estar «representandouna comedia», como puede decirse,y eso significa que alguien le pagópara que lo hiciera.

—¿Y sabe usted quién fue esealguien?

—Oh, me parece que sí. Me

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temo que también esta vez el móvilha sido el dinero. He observadoque los hombres siempre, salvoexcepciones, tienden a admirar elmismo tipo de mujer.

—No la comprendo.—Todo coincide. Harry

Laxton admiraba a Bella Edge,morena y vivaracha. La sobrina deusted, Clarice, pertenece al mismotipo. Mas la pobrecita esposa deLaxton era completamente distintarubia y dulce..., opuesta a su ideal.De modo que debió casarse con

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ella por su dinero, y la asesinó...por lo mismo.

—¿Ha dicho usted la asesinó?—Me parece un tipo capaz de

una cosa así. Atractivo para lasmujeres y sin escrúpulos. Meimagino que quiso conservar eldinero de su esposa y luego casarsecon su sobrina de usted. Es posibleque le vieran hablando con laseñora Edge, pero yo no creo que leinteresara ya..., aunque me atrevo adecir que pudo darle a entender quesí para sus fines. Supongo que no le

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costaría dominarla.—¿Y cómo la mató, según

usted?La señorita Marple estuvo

mirando al vacío durante algunossegundos con sus soñadores ojosazules.

—Estuvo muy bien tramado...con el testimonio además de losrepartidores del pan. Ellos vieron ala vieja, y claro, el susto delcaballo, pero yo me imagino quecon cualquier cosa..., tal vez untirador..., solía tener mucha puntería

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con el tirador. Sí, pudo dispararleen el preciso momento que cruzabala verja. Naturalmente, el caballose encabritó arrojando de la silla ala señora Laxton.

Se interrumpió con el ceñofruncido.

—La caída pudo matarla, peroLaxton no podía tener la seguridadabsoluta de ello y al parecer es deesos hombres que trazan sus planescon todo cuidado sin dejar ningúncabo suelto. Al fin y al cabo, laseñora Edge podría proporcionarle

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algo a propósito sin que se enterarasu marido. Sí; creo que Harry debiótener a mano alguna drogapoderosa, para administrárselaantes de que usted llegara. Despuésde todo, si una mujer se cae delcaballo sufriendo graves heridas yluego fallece sin recobrar elconocimiento, bueno... cualquiermédico no vería en ella nadaanormal, ¿no es cierto? Loatribuiría al golpe.

El doctor Haydock asintió conla cabeza.

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—¿Por qué sospechó usted?—quiso saber la señorita Marple.

—No fue debido a miclarividencia —contestó el doctorHaydock—, sino al hecho tansabido de que el asesino se hallatan satisfecho de su inteligencia queno toma las precauciones debidas.Cuando yo dirigía unas frases deconsuelo al atribulado esposo, éstese arrojó sobre el sofá pararepresentar mejor su comedia y sele cayó del bolsillo una jeringuillahipodérmica. Apresuróse a

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recogerla con tal expresión de sustoque comencé a hacer cábalas. HarryLaxton no tomaba drogas, gozaba deperfecta salud. ¿Qué es lo queestaba haciendo con una jeringa deinyecciones? Practiqué laautopsia... y encontré estrofanto. Lodemás fue sencillo. Encontramosestrofanto en la casa de Laxton, yBella Edge, interrogada por lapolicía, confesó habérseloproporcionado. Y por fin la viejaseñora Murgatroyd admitió queHarry Laxton la había instigado a

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representar la comedia de lasamenazas.

—¿Qué tal lo ha soportado susobrina de usted?

—Pues bastante bien. Se sentíaatraída por ese sujeto, pero nohabía llegado más lejos.

El médico recogió sumanuscrito.

—Muchísimas gracias,señorita Marple..., y démelas a mípor mi receta. Ahora ya vuelveusted a ser la misma de antes.

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6. EL TERCER PISO

—¡Pues no la encuentro! —dijo Pat.

Y con el ceño fruncidorevolvió impaciente en el chisme deseda que ella llamaba su bolso denoche. Los dos jóvenes y la otramuchacha la observaron conansiedad. Se encontraban ante lapuerta cerrada del piso de PatriciaGarnett.

—Es inútil —exclamó Pat—.

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Aquí no está. ¿Y ahora qué vamos ahacer?

—¿Qué es la vida sin unallave? —murmuró JimmyFaulkener.

Era un joven de pequeñaestatura y ancho de espaldas, deojos azules de alegre expresión.

—No bromees, Jimmy. Esto esserio.

—Vuelve a mirar, Pat —dijoDonovan Bayley—. Debe de estarahí.

Tenía una voz pastosa y

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agradable que hacía juego con sutipo moreno y delgado.

—Si es que la trajiste —intervino la otra muchacha, MildredHope.

—Pues claro que la traje —replicó Pat—. Creo que os la di auno de vosotros —se volvió a losjóvenes con ademán acusador—. Ledije a Donovan que me la guardara.

Pero no iba a encontrar unaescapatoria tan fácilmente.Donovan lo negó rotundamente yJimmy le respaldó.

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—Yo mismo vi cómo la metíasen tu bolso —dijo Jimmy.

—Bueno, entonces uno devosotros la perdería al recoger mibolso. Se me ha caído un par deveces.

—¡Un par de veces! —exclamó Donovan—. Lo has dejadocaer lo menos una docena, y ademáslo olvidaste en todas las ocasionesposibles.

—Lo que no comprendo escómo diablos no se ha perdido todolo que llevas dentro —dijo Jimmy.

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—El caso es..., ¿cómo vamosa entrar? —quiso saber Mildred.

Era una muchacha muysensible, aunque no tan atractivacomo la impulsiva e impertinentePat.

Los cuatro permanecieron antela puerta cerrada sin saber quépartido tomar.

—¿Y no podría ayudarnos elportero? —sugirió Jimmy—. ¿Notiene una llave maestra o algoparecido?

Pat meneó la cabeza. Sólo

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había dos llaves. Una estaba en elinterior del piso colgada en lacocina y la otra estaba..., o debierade haber estado..., en el condenadobolso.

—Si por, lo menos viviera enla planta baja, podríamos romper elcristal de una ventana o algo así —lamentóse Pat—. Donovan, ¿no tegustaría ser un ladrón escalador?

El aludido rechazóenérgicamente, aunque coneducación, semejante idea.

—Un cuarto piso... sería casi

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un entierro asegurado —dijoJimmy.

—¿Y la escalera deincendios? —sugirió Donovan.

—No la hay.—Pues debiera haberla —

replicó Jimmy—. Un edificio decinco pisos debe tener escalera deincendios.

—Eso digo yo —repuso Pat—. Pero con eso no ganamos nada.¿Cómo voy a entrar en mi piso?

—¿Y no hay una especie deascensor suplementario? —dijo

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Donovan—. Esos chismes en losque el tendero hace subir las colesde Bruselas y la carne picada.

—El ascensor del servicio —repuso Pat—. ¡Oh, sí!, pero sólo esun montacargas en forma de cesta.¡Oh, esperad..., ya sé! ¿Y elascensor del carbón?

—Vaya —dijo Donovan—, esuna idea.

Mildred hizo una observacióndescorazonadora.

—Estará cerrado —dijo—.Me refiero a que estará corrido el

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pestillo por la parte interior de lacocina de Pat.

—No lo creas —replicóDonovan,

—Eso no ocurre en la cocinade Pat —exclamó Jimmy—. Patnunca cierra con llave ni correcerrojos.

—No creo que esté cerrado —dijo Pat—. Esta mañana saqué elcubo de la basura, y estoy segura deno haber cerrado después, puestoque no volví a acercarme por allí.

—Bueno —intervino Donovan

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—, pues eso nos va a resultar muyprovechoso esta noche, pero detodas maneras, Pat, permíteme quete aconseje abandones estacostumbre que te deja a merced delos ladrones no escaladores.

Pat hizo caso omiso de lareprimenda.

—Vamos —exclamócomenzando a bajar a toda prisa loscuatro tramos de escalera. Losdemás la siguieron, y Pat lescondujo a un sótano oscuro,aparentemente lleno de cochecitos

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de niño, y luego, atravesando lapuerta de la escalera de los pisos,los guió hasta el ascensor derecho...que en aquel momento estabaocupado por un cubo de basura.Donovan lo quitó de allí ysubiéndose a la plataforma ocupósu lugar, arrugando la nariz.

—Es algo molesto —observó—. Pero, ¿qué importa? ¿Voy aemprender solo esta aventura o hayalguien que quiera acompañarme?

—Yo iré contigo —dijoJimmy.

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Y se colocó al lado deDonovan.

—Espero que el montacargaspueda con mi peso —añadió singran convencimiento.

—No puedes pesar mucho másque una tonelada de carbón —replicó Pat, que nunca estuvo muyfuerte en pesos y medidas.

—De todas maneras pronto loaveriguaremos —contestó Donovanalegremente tirando de la cuerda.

Y en medio de un ruidochirriante los dos muchachos

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desaparecieron de la vista.—Este trasto mete un ruido

infernal —observó Jimmy mientrassubían en plena oscuridad—. ¿Quépensará la gente de los otros pisos?

—Supongo que creerán que setrata de fantasmas o ladrones —repuso Donovan—. Tirar de estacuerda es un trabajo pesado. Elportero trabaja mucho más de loque yo creía. Oye, Jimmy, viejoamigo, ¿vas contando los pisos?

—¡Oh, no! Me he olvidado.—Bueno, pues yo sí los he

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contado. Ahora pasamos el tercero.El siguiente es el nuestro.

—Y ahora supongo quedescubriremos que Pat cerró lapuerta al fin y al cabo —gruñóJimmy.

Mas sus temores eraninfundados. La puerta de maderaretrocedió ante una ligera presión yDonovan y Jimmy penetraron en ladensa oscuridad de la arregladacocina de Pat.

—Debimos traer una linternapara realizar este trabajo nocturno

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—dijo Donovan—. O yo noconozco a Pat, o todo estará por elsuelo, y vamos a tropezar con lamar de cacharros antes de conseguirllegar hasta el interruptor de la luz.No te muevas, Jimmy, hasta que yoencienda.

Prosiguió avanzandocautelosamente y lanzó unamaldición cuando una esquina de lamesa de la cocina se le incrustó enlos riñones. Dio vuelta alinterruptor y volvió a maldecir enplena oscuridad.

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—¿Qué ocurre? —le preguntóJimmy.

—Que la luz no se enciende.Me figuro que se habrá fundido labombilla. Aguarda un minuto. Iré adar la luz de la salita.

La sala de estar se hallaba alotro extremo del pasillo. Jimmy oyócómo Donovan abría la puerta yfueron llegando hasta él diversasexclamaciones de contrariedad.Decidióse a avanzar también por lacocina.

—¿Qué pasa?

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—No lo sé. Por la nocheparece que las habitaciones estánembrujadas. Todo está revuelto.Las sillas y mesas se encuentrandonde menos lo piensas. ¡Oh,diablos! ¡Aquí hay otra!

Pero en aquel precisomomento Jimmy encontró elinterruptor y encendió la luz. Unsegundo después los dos hombresse miraron locos de horror.

Aquella habitación no era lasalita de Pat. Se habían equivocadode piso.

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Para empezar, aquella estanciaestaba casi como unas diez vecesmás llena de muebles que la de Pat,lo cual explicaba el patéticoasombro de Donovan al tropezarrepetidamente con sillas y mesas.En el centro había una gran mesaredonda cubierta con un tapete ysobre ella un montón de cartas.

—Señora Ernestina Grant —susurró Donovan, leyendo uno delos numerosos sobres—. ¡Oh, Diosnos ayude! ¿Tú crees que nos habráoído?

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—Será un milagro que no tehaya oído —repuso Jimmy—. Contus vociferaciones y el modo detropezar con lodo... Vamos, poramor de Dios, salgamos de aquícuanto antes.

Apagaron la luz y regresaronde puntillas hasta el ascensor.Jimmy exhaló un suspiro de alivioal verse otra vez en la oscuridaddel montacargas sin más accidentes.

—Me gustan las mujeres quetienen el sueño profundo. Grant haganado muchos puntos en mi

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consideración con su modo devivir.

—Ahora comprendo —dijoDonovan— por qué nos hemosequivocado de piso. Y es que nocontamos que habíamos arrancadodesde el sótano —tiró de la cuerday el montacargas fue subiendo—.Esta vez acertaremos.

—Lo deseo de todo corazón—exclamó Jimmy al penetrar enotra cocina en tinieblas—. Misnervios no soportan muchos golpescomo éste.

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Mas ya no experimentaronningún otro sobresalto. A laprimera tentativa se encendió la luzde la cocina de Pat, y un minutodespués abrían la puerta principaldel piso para dejar entrar a lasjóvenes que aguardaban fuera.

—Habéis tardado mucho —refunfuñó Pat.

—Hemos tenido una aventura—dijo Donovan—. Podíamoshabernos visto en la comisaría depolicía como dos malhechorespeligrosos.

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Pat había entrado en la salita,donde tras encender la luz dejó caerel chal en el sofá, y escuchó convivo interés el relato que hizoDonovan de sus aventuras.

—Celebro que no osdescubriera —comentó—. Estoysegura de que es una vieja gruñona.Esta mañana recibí una nota suya...,quería verme... para hablarme dealgo..., supongo que de mi piano. Lagente que no puede soportar elpiano, no debiera vivir en un piso.Oye, Donovan, te has herido en la

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mano. La tienes cubierta de sangre.Ve a lavarte.

Donovan se miró la manosorprendido y salió de lahabitación. Al cabo de unosinstantes se le oyó llamar a Jimmy.

—Hola —dijo el otro—, ¿quéte ocurre? No te habrás herido decuidado, ¿verdad?

—No me he hecho el menordaño.

Había algo extraño en el tonode Donovan que hizo que Jimmy lemirara sorprendido. Donovan le

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tendió la mano y pudo comprobarque en ella no había el menorrasguño.

—Es extraño —dijo Jimmycon el entrecejo fruncido—. Teníasmucha sangre. ¿De dónde ha salido?

Y pronto comprendió lo que suamigo había pensado ya.

—¡Por Júpiter! Debe de serdel piso de abajo.

Se calló al pensar lo queaquello podía significar.

—¿Estás seguro de que erasangre? —preguntó—. ¿No sería

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pintura?Donovan denegó con la

cabeza.—Era sangre —repuso con un

estremecimiento.Se miraron mientras se les

ocurría la misma idea. Fue la vozde Jimmy la que se oyó primero.

—Oye —dijo sin granconvencimiento—. ¿Tú crees quedebíamos bajar... otra vez... yechar... una... ojeada? Para ver sitodo está en orden, claro.

—¿Y las chicas?

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—No les diremos nada. Pat haido a ponerse un delantal paraprepararnos una tortilla. Estaremosde vuelta antes de que se percatende nuestra salida.

—Oh, bueno, vamos —repusoDonovan—. Supongo que debemoshacerlo. Me atrevo a asegurar queno ha ocurrido nada de particular.

Mas sus palabras carecían deconvicción. Penetraron en elmontacargas y bajaron al tercerpiso. Esta vez se abrieron caminopor la cocina con mucha menos

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dificultad, y una vez másencendieron la luz de la salita.

—Debe de haber sido aquí —dijo Donovan— cuando... cuandome manché. No toqué nada de lacocina.

Miró a su alrededor. Jimmyhizo lo propio y ambos fruncieronel ceño. Todo aparecía limpio yordenado.

De pronto Jimmysobresaltándose violentamente, asiódel brazo a su compañero.

—¡Mira!

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Donovan siguió la direcciónque le indicaba Jimmy y a su vezlanzó una exclamación. Por debajodel borde de las pesadas cortinasde pana, sobresalía el pie de unamujer calzada con un zapato decharol.

Jimmy se acercó a las cortinasy las apartó violentamente. Bajo elrepecho de la ventana yacía elcuerpo de una mujer, junto a uncharco oscuro y viscoso. Estabamuerta, sobre ello no cabía lamenor duda. Jimmy estaba a punto

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de intentar incorporarla, cuandoDonovan le detuvo.

—Será mejor que no lo hagas.No debes tocar nada hasta quellegue la policía.

—La policía. ¡Oh, tienesrazón! |Qué asunto tandesagradable, Donovan! ¿Quiéncrees que es? ¿La señora ErnestinaGrant?

—Probablemente. De todasmaneras, si hay alguien más en elpiso se está muy quietecito.

—¿Y qué vamos a hacer

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ahora? —quiso saber Jimmy—.¿Salir y llamar a la policía otelefonear desde el piso de Pat?

—Creo que es mejor llamarprimero. Veamos, podemos salirpor la puerta principal. Nopodemos pasarnos la nochesubiendo y bajando en esemontacargas maloliente.

Jimmy se avino a ello, pero alsalir del piso vaciló.

—Escucha, ¿no crees quedebiéramos quedarnos uno denosotros... sólo para vigilar... hasta

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que llegue la policía?—Sí; me parece conveniente.

Si tú te quedas, yo iré a telefonear.Y subió corriendo al piso de

Pat. Ésta salió a abrirle con elrostro arrebolado y un delantalcoquetón. Estaba muy bonita y susojos se agrandaron por la sorpresa.

—¿Tú? Pero, cómo...Donovan, ¿qué es esto? ¿Ocurrealgo?

Él le cogió ambas manos.—Todo va bien, Pat... sólo

que hemos hecho un descubrimiento

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muy poco agradable en el piso deabajo. Una mujer... muerta.

—¡Oh! —Contuvo el aliento—. ¡Qué horrible! ¿Le ha dado unataque o algo así?

—No, parece..., bueno...,parece que ha sido asesinada...

—¡Oh, Donovan!—Perdona que te lo haya

dicho tan brutalmente —continuabareteniendo entre sus manos las de lamuchacha. ¡Querida Pat..., cómo laadoraba! ¿Le querría ella? Algunasveces creía que sí. Otras temía que

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Jimmy Faulkener..., el recuerdo deJimmy esperando pacientementeabajo, le hizo sobresaltarse con unsentimiento de culpabilidad—. Pat,querida, debemos telefonear a lapolicía.

—Monsieur tiene razón —susurró una voz a sus espaldas—. Yentretanto, mientras aguardamos sullegada, tal vez yo pueda prestarlesuna ligera ayuda.

Los dos jóvenes, que habíanpermanecido hasta entonces en lapuerta del piso, salieron al rellano.

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Una figura bajaba la escalera yentró en su campo visual.

Inmóviles contemplaron alhombrecillo de fieros bigotes ycabeza en forma de huevo, que lucíaun espléndido batín y zapatillasbordadas y que se inclinabagalantemente ante Patricia.

—Mademoiselle —le dijo—.Yo soy, tal vez usted ya lo sepa, elinquilino del piso de arriba. Meencanta vivir en lo alto..., por elaire..., y poder ver todo Londres.Tomé este piso bajo el nombre de

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señor O'Connor, pero no soyirlandés. Mi nombre es otro y porello me atrevo a ponerme a suservicio. Permítame.

Y con una nueva inclinaciónversallesca sacó una tarjetatendiéndosela a Pat.

—Hércules Poirot. ¡Oh! —Contuvo el aliento—. ¿El señorPoirot? ¿El gran detective? ¿Y deveras quiere ayudarnos?

—Ésa es mi intención,mademoiselle. He estado a punto deofrecerle mi ayuda hace ya un buen

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rato.Pat miróle extrañada.—Los oí discutir sobre cómo

poder entrar en el piso, y yo, quesoy un experto en cerraduras, sin lamenor duda hubiera podido abrirlesla puerta. Pero no quise hacerlo,temeroso de que luego sospecharausted de mí y me tomase por unvulgar espadista.

Pat se echó a reír.—Ahora, monsieur —dijo

Poirot a Donovan—, le ruego quevaya a telefonear a la policía.

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Mientras tanto, yo iré al piso deabajo.

Pat le acompañó y encontrarona Jimmy montando guardia. Lamuchacha le explicó quién eraPoirot, y Jimmy puso al corriente desus aventuras al detective, quién leescuchaba con toda atención.

—¿Dice usted que la puertadel montacargas estaba abierta?Entraron en la cocina, pero la luz nose encendió.

Y mientras hablaba dirigióse ala cocina y accionó el interruptor.

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—Tien! Voilá ce qui estcurieux! —dijo al encenderse la luzde la pieza—. Ahora funcionaperfectamente. Me pregunto...

Se llevó un dedo a los labios yescuchó. Un ligero rumor rompía elsilencio..., el ruido inconfundiblede un sonoro ronquido.

—¡Ah! —exclamó Poirot—.La chambre de domestique.

Y cruzando la cocina depuntillas y la reducida despensa,abrió la puerta de un cuartito yencendió la luz. Aquella habitación

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era una especie de perreradestinada por el constructor delpiso, para acomodar a un serhumano. Estaba casi totalmenteocupada por una cama en la quedormía, con la boca abierta yroncando apaciblemente, una jovende mejillas sonrosadas.

Poirot apagó la luz antes deretirarse.

—No se ha despertado —dijo—. Dejémosla dormir hasta quellegue la policía.

Volvieron a la salita, donde

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Donovan rápidamente unióse aellos.

—La policía llegará enseguida —les notificó—. Nodebemos tocar nada.

Poirot asintió.—No tocaremos nada, sólo

miraremos.Dirigióse a la otra habitación.

Mildred había bajado con Donovany los cuatro jóvenes se quedaron enla puerta mirando a Poirot con graninterés.

—Lo que no entiendo es esto

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—dijo Donovan—. Yo no meacerqué a la ventana... de modoque, ¿cómo es posible que memanchara la mano de sangre?

—Mi joven amigo, larespuesta salta a la vista. ¿De quécolor es el tapete de la mesa? Rojo,¿verdad?, y no hay duda de queusted apoyaría la mano encima.

—Sí, es cierto. ¿Es eso...? —se interrumpió.

Poirot asintió inclinándosesobre la mesa e indicando con sumano una mancha oscura.

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—Aquí fue donde se cometióel crimen —dijo—. Luegotrasladaron el cadáver.

Después irguiéndose mirólentamente a su alrededor. No semovía ni tocaba nada, pero, sinembargo, los cuatro que loobservaban sintieron como si cadaobjeto de aquel lugar comunicara sucerebro a su mirada perspicaz.

Hércules Poirot asintió con lacabeza como si se sintierasatisfecho, y dejó escapar un ligerosuspiro.

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—Ya comprendo —dijo.—¿Qué es lo que comprende

usted? —preguntó sorprendidoDonovan.

—Comprendo lo que sin dudaya advirtieron... que esta habitaciónestá abarrotada de muebles.

Donovan sonrió tristemente.—Tropecé lo mío —confesó

—. Claro, todo estaba en distintositio que en casa de Pat y no supeabrirme camino.

—No todo —dijo Poirot.Donovan dirigióle una mirada

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interrogadora.—Quiero decir —dijo Poirot,

disculpándose— que ciertas cosasestán siempre en el mismo sitio. Enun mismo edificio de pisos, lapuerta, las ventanas y la chimenea...están igualmente situadas en un pisoque en otro.

—¿No cree usted que analizademasiado? —intervino Mildredmirando a Poirot con ligera ironía.

—Hay que hablar siempre contoda exactitud. Es..., ¿cómo diríayo...?, una manía en mí.

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Se oyeron pasos en la escaleray entraron tres hombres. Eran uninspector de policía, un sargento yel médico forense. El inspector,reconociendo a Poirot le saludó congran deferencia. Luego volvióse alos demás.

—Quiero que todos ustedespresten declaración —comenzó—,pero en primer lugar...

Poirot le interrumpió.—Una pequeña proposición.

Trasladémonos al piso de arriba ymademoiselle nos hará lo que tenía

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planeado hacer..., una tortilla. Yosiento verdadera pasión por lastortillas. Luego, monsieurl'inspecteur, cuando hayaterminado aquí, sube usted areunirse con nosotros y nosinterroga a todos a placer.

Así quedó acordado y Poirotsubió con los jóvenes.

—Señor Poirot —le dijo Pat—; es usted un hombre encantador,y yo voy a hacerle una tortillaestupenda. La verdad es que mesalen muy bien.

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—Eso es bueno. Una vezanduve enamorado de una inglesaque se parecía mucho a usted...,pero que no sabía guisar. De modoque tal vez estuve de suerte.

Había un ligero matiz detristeza en su voz y JimmyFaulkener le miró con curiosidad.

No obstante y ya en el piso dePat, mostróse satisfecho y divertidoy la triste tragedia ocurrida en eldepartamento inferior, fue casiolvidada.

La tortilla había sido

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consumada y muy elogiada, cuandose oyeron los pasos del inspectorRice, que entraba acompañado deldoctor. El sargento se quedó en elpiso de abajo.

—Bien, monsieur Poirot —ledijo—. Todo parece claro yevidente, pero a pesar de ello esposible que nos cueste dar con elculpable. Quisiera saber cómo fuedescubierto el crimen.

Entre Donovan y Jimmy lepusieron al corriente de losacontecimientos de aquella noche.

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El inspector volvióse hacia Patpara reprenderla.

—No debiera dejar abierta lapuerta del montacargas, señorita.

—No volveré a hacerlo —repuso Pat con un estremecimiento—. Alguien podría entrar yasesinarme como a esa pobre mujerde abajo.

—¡Ah!, pero no entraron porahí —dijo el inspector.

—¿Quiere explicarnos lo queha descubierto? —pidió HérculesPoirot.

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—No sé si debiera hacerlo...,pero tratándose de usted, señorPoirot...

—Précisément —dijo Poirot—. Y estos jóvenes..., serándiscretos.

—De todas maneras losperiódicos lo divulgarán en seguida—continuó el inspector—. Y enrealidad, no es un secreto. Bien, lamujer que ha sido encontradamuerta es la señora Grant. Elportero la ha identificado. Unamujer de unos treinta y cinco años.

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Estaba sentada a la mesa y ledispararon con una pistolaautomática de poco calibre,probablemente alguien que estabasentado ante ella. Cayó haciadelante y por eso manchó el tapetede sangre.

—¿Y nadie oyó el disparo? —preguntó Mildred.

—Dispararon con silenciador.No, nadie pudo oírlo. A propósito,¿oyeron ustedes el chillido quelanzó la doncella al saber que suama estaba muerta? No, eso

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demuestra la imposibilidad de quese oyera el tiro.

—¿Y la doncella no tiene nadaque decir? —preguntó Poirot.

—Era su noche libre, y teníauna llave. Regresó a eso de lasdiez, todo estaba en silencio ypensó que su ama se habíaacostado.

—¿No miró en la salita?—Sí, entró las cartas que

habían llegado en el correo de lamañana, mas no viendo nadaanormal..., ni más, ni menos, lo

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mismo que los señores Faulkener yBayley. El asesino había escondidoel cadáver detrás de las cortinas.

—Todo ello resulta bastantecurioso, ¿no le parece?

A pesar de que Poirot habló entono amable, su observación hizoque el inspector le mirarafrunciendo el ceño.

—No querría que sedescubriera el crimen hasta quetuviera tiempo de emprender lahuida.

—Tal vez..., es posible... pero

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continúe lo que estaba diciendo.—La doncella salió a las

cinco. El doctor ha determinado quela señora Grant llevaba muerta...unas cuatro o cinco horas, ¿no esasí?

El forense, que era un hombrede pocas palabras, se contentó conmover la cabeza afirmativamente.

—Y ahora son las doce menoscuarto. Yo creo que puedecalcularse la hora con bastanteexactitud.

Sacó una arrugada hoja de

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papel.—Encontramos esto en el

bolsillo del vestido de la interfecta.No teman tocarlo. No hay huellasdigitales.

Poirot alisó el papel y pudoleer estas palabras escritas amáquina y con letras mayúsculas:

«IRÉ A VERLAESTA TARDE A LASSIETE Y MEDIA. — J.F.»

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—Un documento muy

comprometedor para dejarloolvidado —dijo el inspector—. Talvez pensara que ella lo habríadestruido, porque tenemos pruebasde que el asesino es muy cuidadoso.Encontramos debajo del cadáver lapistola con que cometió el crimen...y tampoco tenía huellas digitales: lahabían limpiado cuidadosamentecon un pañuelo de seda.

—¿Cómo sabe que fue con unpañuelo de seda? —preguntó

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Poirot.—Porque lo encontramos —

repuso el inspector triunfante—. Aúltima hora, cuando el asesinocorrió las cortinas, debió caérseleinadvertidamente.

Y le tendió un gran pañueloblanco de seda de muy buenacalidad. No fue preciso que leindicase el nombre bordado en elcentro con seis letras claras y muylegibles.

—John Fraser.—Eso es —repuso el

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inspector—. John Fraser... J. F. lasiniciales de la nota. Conocemos elnombre de la persona que hemos debuscar, y me atrevo a asegurar quesi averiguamos algunas cosas sobrela difunta, y salen a relucir algunasde sus amistades, no tardaremos enestar sobre la pista.

—Me pregunto... —dijo Poirot—. No, mon cher, creo que no va aser tan fácil encontrar a su JohnFraser. Es un hombre extraño...,cuidadoso, puesto que marca suspañuelos y limpia la pistola con que

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ha cometido el crimen... y al mismotiempo descuidado, ya que pierdesu pañuelo y no recoge unacomprometedora carta que puedeacusarle.

—Se pondría nervioso con lasprisas —dijo el inspector.

—Es posible —repuso Poirot—. Sí; es posible. Y, ¿no le vieronentrar en el edificio?

—A esa hora entra y sale todaclase de gente. Estas casas son muygrandes. Supongo que ninguno deustedes —se dirigió a los cuatro

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jóvenes— le verían salir del piso.Pat negó con la cabeza.—Salimos antes..., a eso de

las siete.—Ya. —El inspector se puso

en pie y Poirot le acompañó hastala puerta.

—Como un pequeño favor...¿podría examinar el piso de abajo?

—Desde luego, señor Poirot.Conozco la opinión que tienen deusted en jefatura. Le daré una llave.Tengo dos. No hay nadie. Ladoncella se ha ido a casa de unos

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parientes, pues estaba demasiadoasustada para quedarse sola.

—Gracias.Poirot regresó pensativo a la

sala de Pat.—¿No está usted satisfecho,

señor Poirot? —preguntó Jimmy.—No, lo estoy.—¿Qué es lo que..., bueno, le

preocupa? —dijo Donovanmirándole con curiosidad.

Poirot no respondió, y guardósilencio durante un par de minutos,como si meditara. Luego se encogió

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de hombros.—Voy a despedirme de usted,

mademoiselle. Debe de estarfatigada. Ha tenido que guisarmucho..., ¿eh?

Pat rió.—Sólo la tortilla. No hice la

cena. Donovan y Jimmy vinieron abuscarnos y fuimos a un pequeñorestaurante del Soho.

—Y luego, sin duda, irían alteatro.

—Sí. A ver «Los ojoscastaños de Carolina».

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—¡Ah! —exclamó Poirot—.Debieran haber sido los ojosazules..., los ojos de mademoiselle.

Hizo una galante inclinación, ydiole una vez más las buenasnoches, lo mismo que a Mildred,que se quedaba allí a pasar lanoche, ya que Pat había confesadocon toda franqueza que no era capazde quedarse sola de momento.

Los dos hombres acompañarona Poirot. Cuando se disponían adespedirse de él, una vez en elrellano, el detective les dijo:

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—Mis jóvenes amigos, meoyeron decir que no estabasatisfecho..., Eh bien, es cierto...,no lo estoy. Ahora voy a bajar ahacer unas pequeñas averiguacionespor mi cuenta. ¿Les gustaríaacompañarme?

Su propuesta fue aceptada enel acto y Poirot abrió la marchahacia el piso tercero. Al entrar, nose dirigió a la salita, como los otrosesperaban, sino que fue derecho ala cocina. En un hueco, debajo de lafregadera, había un gran bidón

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metálico. Poirot lo destapó einclinándose sobre él comenzó aescarbar en su contenido con laenergía de un feroz terrier.

Jimmy y Donovan lecontemplaban un tantosorprendidos.

De pronto con unaexclamación de triunfo se levantó,alzando en su manó una botellitatapada con un corcho.

—Voilá! Encontré lo quebuscaba.

La olfateó detenidamente.

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—Estoy enrhumé... tengo unconstipado de cabeza...

Donovan cogió la botellita yolió a su vez, sin percibir nada. Demodo que le quitó el tapón y laacercó a su nariz antes de que elgrito de alarma de Poirot pudieracontenerle.

Inmediatamente cayó al suelocomo un tronco. Poirot,abalanzándose hacia él, consiguióaminorar el golpe.

—¡Imbécil! —exclamó—.Vaya ocurrencia, quitar el tapón.

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¿Es que no se ha fijado con quécuidado la he cogido yo?Monsieur... Faulkener..., ¿verdad?¿Sería tan amable de traerme unpoco de coñac? He visto unabotella en la salita.

Jimmy salió corriendo, perocuando regresó, Donovan estabasentado y diciendo que se sentíabien, y tuvo que escuchar unpequeño discurso del señor Poirotacerca de la necesidad de andar concuidado al olor de posiblessustancias venenosas.

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—Creo que voy a irme a casa—dijo Donovan poniéndose en pie—. Es decir, si no me necesita ya.Todavía me encuentro algo extraño.

—Desde luego —replicóPoirot—. Es lo mejor que puedeusted hacer. El señor Faulkener sequedará conmigo un rato.

Acompañó a Donovan hasta lapuerta y saliendo al rellano estuvohablando en él durante unosminutos. Cuando al fin volvió aentrar en el departamentoencontróse a Jimmy de pie en el

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saloncito y mirando a su alrededorcon extrañeza.

—Bueno, señor Poirot —ledijo—, ¿qué hacemos ahora?

—Nada. Este caso estáterminado.

—¿Qué?—Ahora... lo sé todo.—¿Por esta botellita que ha

encontrado?—Exacto. Por esa botellita.—No consigo sacar nada en

claro. Por alguna razón veo que noestá satisfecho con las pruebas

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contra John Fraser, quienquiera quesea ese hombre.

—Quienquiera que sea —repitió Poirot despacio—, si es quees alguien, cosa que mesorprendería.

—No le comprendo.—Es sólo un nombre... eso es

todo..., un nombre cuidadosamentebordado en un pañuelo.

—¿Y la carta?—¿Se fijó usted en que estaba

escrita a máquina? ¿Por qué? Se lodiré. De haber sido manuscrita

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hubieran podido reconocer laescritura, y una carta escrita amáquina es más fácil de identificarde lo que usted imagina..., pero si lahubiera escrito un auténtico JohnFraser estas dos cosas no lehubieran importado. No; fue escritaa propósito y puesta en el bolsillode la difunta para que nosotros laencontrásemos. No existe nadiellamado John Fraser.

Jimmy le miraba interrogador.—De modo —prosiguió Poirot

— que volví al primer punto que

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me chocó. Me oyó usted decir queciertas cosas están situadas en elmismo lugar en todos los pisos deun mismo edificio. Y di tresejemplos. Pude haber nombradootro más... el interruptor de la luz,estimado amigo mío.

Jimmy seguía mirándole sincomprender. Poirot fueexplicándose.

—Su amigo Donovan no seacercó a la ventana..., fue al apoyarla mano en esta mesa cuando se lamanchó de sangre. Y yo me

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pregunté en seguida, ¿por qué laapoyó ahí? ¿Qué es lo que estabahaciendo rondando por estahabitación a oscuras? Porquerecuerde, amigo mío, que elinterruptor de la luz eléctrica estáen todas partes en el mismo sitio...,junto a la puerta. Entonces, cuandoentró en la habitación, ¿por qué nobuscó en seguida el interruptor paradar la luz? Eso era lo más normal ylógico. Según él, quiso encender laluz de la cocina y estabaestropeada. No obstante, yo he

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comprobado que funcionaperfectamente. Por tanto, ¿es queentonces no le interesaba que sehubiera encendido? En ese caso sehubieran dado cuenta en seguida deque se habían equivocado de piso, yno hubiera habido motivo paraentrar en la habitación.

—¿Adonde quiere ir a parar,señor Poirot? No comprendo. ¿Quéquiere decir?

Poirot le mostró un llavín«Yale».

—Esto.

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—¿La llave de este piso?—No, mon ami, la llave del

piso de arriba. La llave de laseñorita Patricia, que el señorDonovan Bayley le quitó del bolsodurante la noche.

—Pero..., ¿por qué..., por qué?—Parbleu! Para poder hacer

lo que deseaba..., entrar en estepiso a primera hora de la tarde sindespertar sospechas paraasegurarse de que la puerta delmontacargas no estaba cerrada.

—¿De dónde ha sacado usted

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esa llave?—Acabo de encontrarla... —

Poirot sonrió abiertamente— endonde la he buscado... en el bolsillodel señor Donovan. Esa botellitaque simulé encontrar fue unaartimaña, y el señor Donovan cayóen la trampa. Hizo lo que yoesperaba que hiciera... destaparla yoler su contenido... cloruro deestilo, un anestésico instantáneo.Eso le dejó inconsciente duranteunos segundos, que era lo que yonecesitaba para sacar de su bolsillo

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un par de cosas que yo sabíaestaban allí precisamente. Estallave es una de ellas... y en cuanto ala otra...

Se detuvo un instante antes decontinuar.

—A su debido tiempointerrogué al inspector para conocerel motivo de que el cadáverestuviera escondido tras lascortinas. ¿Para ganar tiempo? No,había algo más. Y por eso meacordé de una cosa..., del correo,amigo mío. El correo de la tarde

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que llega a las nueve y mediaaproximadamente. Digamos que elasesino no encontró lo queesperaba, pero ese algo pudo llegarmás tarde por correo. Entoncesdebía volver..., pero el crimen nodebía ser descubierto por ladoncella, pues en ese caso lapolicía tomaría posesión del piso, ypor eso esconde el cuerpo detrás dela cortina. Y la doncella, sinsospechar nada, deja las cartassobre la mesa, como de costumbre.

—¿Las cartas?

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—Sí, las cartas. —Poirot sacóalgo de su bolsillo—. Esto es laotra cosa que saqué del bolsillo delseñor Donovan mientras se hallainconsciente. —Y mostró un sobreescrito a máquina y dirigido a laseñorita Ernestina Grant—. Peroquiero preguntarle una cosa, señorFaulkener, antes de leer esta carta.¿Está usted enamorado demademoiselle Patricia?

—La quiero con locura... peronunca confié en que mecorrespondiera.

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—¿Pensó que estabaenamorada del señor Donovan? Esposible que hubiera empezado ainteresarse por él..., pero sólo fueun principio, amigo mío. Usted es elencargado de hacerla olvidar... yestar a su lado en los momentosdifíciles.

—¿Difíciles?—Sí, difíciles. Haremos todo

lo posible por no mezclar sunombre en esto, pero seráimposible conseguirlo porcompleto. Ya sabe que ella fue el

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motivo.Y le alargó el sobre. De su

interior cayó un papel. La carta erabreve y estaba escrita y firmada porun conocido abogado. Decía así:

Querida señora:El documento que

me incluye está en regla,y el hecho de que elmatrimonio tuviera lugaren un país extranjero nolo invalida en ningúnsentido.

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Suyo afectísimo,etcétera...

Poirot desplegó el documento.

Era un certificado de matrimonio deDonovan Bayley y Ernestina Grant,fechado ocho años atrás.

—¡Oh, Dios mío! —exclamóJimmy—. Pat dijo que habíarecibido una carta de esa señorapidiéndole que fuera a verla, perono imaginó siquiera que fuera nadaimportante.

Poirot asintió.

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—El señor Donovan losabía..., vino a ver a su esposaaquella tarde antes de subir al pisode arriba. (Extraña ironía dejar queesa infortunada mujer viniera avivir al mismo edificio de surival...) Y la asesinó a sangre fría...y luego fue a divertirse con ustedes.Su mujer debió decirle que habíaenviado en certificado dematrimonio a su abogado y queaguardaba su respuesta. Sin duda élquiso hacerle creer que sumatrimonio no era del todo válido.

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—Donovan estuvo de muybuen humor durante toda la noche.Señor Poirot, ¿no le habrá dejadoescapar?

—No tiene escape —repuso eldetective—. No tema.

—Es en Pat en quien piensoprincipalmente —replicó Jimmy—.¿Cree usted... que no le afectarámucho?

—Mon ami, eso es cosa suya.Tiene que hacerla volver a usted yolvidar. ¡No creo que le resulte muydifícil!

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7. LAS AVENTURASDE JOHNNIEWAVERLY

—Tiene que comprender lossentimientos de una madre —repitióla señora Waverly, quizá por sextavez y mirando suplicante a Poirot.Nuestro pequeño amigo, siemprecomprensivo ante una madreapurada, trató de tranquilizarla conun gesto.

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—Pues claro, claro; lacomprendo perfectamente. Confíeen Papá Poirot.

—La policía... —comenzó adecir el señor Waverly.

Su esposa despreció lainterrupción.

—Yo no quiero saber nadamás de la policía. ¡Confiamos enellos, y mira lo que ha ocurrido!Pero he oído hablar tanto del señorPoirot y de las cosas tanmaravillosas que ha realizado, quepresiento que él tal vez pueda

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ayudarnos. Los sentimientos de unamadre...

Poirot, con un gesto elocuente,apresuróse a evitar otra repetición.La emoción de la señora Waverlyera auténtica, y contrastaba con sucarácter duro y áspero. Cuandosupo que era la hija de unimportante fabricante de aceros deBirmingham que se había abiertocamino hasta la actual posición,comprendió que había heredadomuchas de las cualidades paternas.

El señor Waverly era un

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hombre grandote y jovial. De pie ycon las piernas muy separadas teníatodo el aspecto de un campesinohacendado.

—Supongo que está enteradode todo, ¿verdad, señor Poirot?

La pregunta era casi superflua.Durante varios días los periódicospublicaron amplias informacionesacerca del sensacional rapto delpequeño Johnnie Waverly, de tresaños de edad y heredero de MarcusWaverly, Waverly Court, Surrey,una de las familias más antiguas de

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Inglaterra.—Desde luego, conozco los

detalles más importantes, pero leruego que vuelva a contarme toda lahistoria, monsieur, y sin olvidarsede nada, por favor.

—Bien. Creo que el principiode todo esto fue la carta anónimaque recibí hace diez días... (¡quédesagradables son los anónimos!) yque no tenía ni pies ni cabeza. Elque escribía me exigía la entrega deveinticinco mil libras...,¡veinticinco mil libras, señor

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Poirot!..., y me amenazaba conraptar a Johnnie en caso contrario.Naturalmente, arrojé el anónimo alcesto de los papeles. Cinco díasdespués recibí otra carta por elestilo: «Si no paga, su hijo serásecuestrado el veintinueve.» Esofue el veintisiete. Ada estaba muyalarmada, pero yo no quise tomaren serio el asunto. ¡Maldita sea!,estamos en Inglaterra. Nadie va porahí raptando niños para conseguirun rescate.

—Desde luego, no es muy

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corriente —repuso Poirot—.Continúe, monsieur.

—Bien. Ada no me dejaba enpaz... de modo que, aunqueconsiderándolo una tontería, puse elcaso en manos de Scotland Yard.No parecieron tomarlo muy enserio, inclinándose a pensar comoyo, que debía tratarse de una broma.El día veintiocho recibí la terceracarta. "No ha pagado. Su hijo seráraptado mañana a las doce delmediodía. Y su rescate le costarácincuenta mil libras." Volví a

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Scotland Yard. Esta vez parecieronalgo más impresionados. Seinclinaban a pensar que aquellascartas fueron escritas por unlunático, y que era probable que ala hora señalada hubiera algúnintento de secuestro. Me aseguraronque tomarían todas las precaucionespara evitarlo. El inspector McNeilcon las fuerzas convenientes irían aWaverly a la mañana siguiente paracuidar de ello.

»Volví a casa mucho mástranquilo. No obstante, di orden de

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que no dejaran entrar a ningúnextraño, y de que nadie saliera sinmi consentimiento. Transcurrió latarde sin novedad, mas a la mañanasiguiente mi esposa se encontrabaseriamente enferma. Asustado,envié a buscar al doctor Darkens.Al parecer, los síntomas queapreció le sumieron en un mar deconfusiones y pude comprender loque pasaba por su mente. Measeguro que la enferma no corríapeligro, pero que tardaría uno o dosdías en restablecerse. Al volver a

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mi habitación tuve la sorpresa deencontrar una nota prendida en mialmohada escrita con la misma letraque las otras y conteniendo sólotres palabras: “A las doce”.

»Confieso, señor Poirot, queen aquellos momentos lo vi todorojo. Alguien que vivía en mipropia casa tenía que ver en ello.Reuní a todos los criados y les pusede vuelta y media. Nunca se acusanunos a otros; fue la señora Collins,dama de compañía de mi esposa,quien me informó de que había

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visto a la niñera de Johnnie salir decasa a primeras horas de la mañana.La atosigué a preguntas y confesó.Había dejado al niño con otra delas doncellas para ir a ver a... unhombre. ¡Así van las cosas! Negóhaber prendido la nota en mialmohada... Es posible que dijera laverdad; no lo sé. Me di cuenta deque no podía correr el riesgo deque la propia niñera formara partedel complot. Uno de los criadosestaba complicado en él. Al fin,perdido el dominio de mis nervios,

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los despedí a todos, incluyendo a lanurse. Les di una hora para recogersus cosas y salir de la casa.

El rostro ya de por síencarnado del señor Waverly sepuso dos veces más rojo alrecordar su pasado arrebato.

—¿No fue algo imprudente,monsieur? —sugirió Poirot—.Porque de ese modo pudo ustedayudar a sus enemigos con todaefectividad.

—No se me ocurrió —dijo elseñor Waverly mirando con fijeza

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al detective—. Mi intención era quese fueran todos. Telegrafié aLondres para que me enviarannuevo servicio aquella misma tarde.Entretanto, sólo había dos personasen la casa en quienes poder confiar:la secretaria de mi esposa, missCollins, y Tredwell, el mayordomo,que ha estado conmigo desde queyo era niño.

—Y esa señorita Collins,¿cuánto tiempo lleva con ustedes?

—Sólo un año —repuso laseñora Waverly—. Es una

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secretaria incomparable y tambiénha resultado un ama de llaves muyeficiente.

—¿Y la niñera?—La tenemos desde hace seis

meses. Presentó inmejorablesreferencias. De todas formas, nuncame agradó a pesar de que Johnnie laadoraba.

—Sin embargo, me figuro quecuando ocurrió la catástrofe ya sehabía marchado. Señor Waverly,¿quiere tener la bondad decontinuar?

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El señor Waverly apresuróse aobedecer.

—El inspector McNeil llegó aeso de las diez y media. Entonceslos criados ya se habían marchado,y se declaró muy satisfecho con losarreglos hechos. Había dejadovarios hombres apostados en elparque, guardando todas lasentradas que pudieran llevar hastala casa y me aseguró que si todoaquello era una burla cogería almisterioso corresponsal.

»Fui a buscar a Johnnie y con

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el inspector nos refugiamos en unahabitación que llamamos la Cámaradel Consejo. El inspector cerró lapuerta con llave. Hay un gran relojy las manecillas señalaban casi lasdoce. No puedo negar que estabamás nervioso que un gato. Depronto el reloj comenzó a sonar yyo estreché a Johnnie contra mipecho. Tenía la sensación de que elsecuestrador iba a caer del techo.Al dar la última campanada oyóseuna gran conmoción fuera..., gritos ycarreras. El inspector abrió la

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ventana y el sargento se acercócorriendo.

»—Ya lo tenemos, señor —jadeó—. Estaba oculto entre losarbustos.

»Salimos corriendo a laterraza, donde dos agentessujetaban a un individuo malvestido que se debatía en un vanoafán de escapar. Uno de lospolicías estaba abriendo un paqueteque acababa de quitar al prisionero.Contenía un poco de algodónhidrófilo y una botella de

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cloroformo. Aquello me hizo arderla sangre. Había además una notadirigida a mí. La abrí: decía losiguiente: "Debió haber pagado.Ahora el rescatar a su hijo lecostará cincuenta mil libras. Apesar de todas sus precauciones, hasido secuestrado a las doce delveintinueve, como yo le dije."

»Solté una risotada de alivio,pero al mismo tiempo oí el ruido deun motor de automóvil y un grito.Volví la cabeza. Por la avenida y endirección a South Lodge corría un

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coche gris chato y largo a todavelocidad. El conductor fue quiengritó, pero no era eso lo que mehizo estremecer de horror, sino lavista de los rizos rubios de Johnnie,que estaba sentado a su lado.

»El inspector lanzó unamaldición.

«-El niño estaba aquí hacesólo un minuto —exclamórepasándonos con la vista—. Todosnosotros estábamos allí, yo,Tredwell, la señorita Collins.

»—¿Cuándo le vio usted por

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última vez, señor Waverly? —mepreguntó.

»Traté de recordar. Cuando elsargento nos llamó, salí corriendocon el inspector, olvidando aJohnnie. Y entonces oímos unsonido que nos sobresaltó, el de lascampanas del reloj del pueblo. Elinspector extrajo de su bolsillo elsuyo con una exclamación. Eranexactamente las doce. Comoimpulsados por un resorte, corrimosa la Cámara del Consejo; el relojmarcaba la hora y diez minutos.

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Alguien lo había adelantadodeliberadamente, porque nunca seadelanta o atrasa. Es un relojperfecto.

El señor Waverly hizo unapausa. Poirot, sonriente, enderezócon el pie una alfombrita que aquelpadre nervioso había ladeado.

—Un problema muy grave,oscuro y encantador —murmuró eldetective—. Lo investigaré consumo placer. La verdad es que fueplaneado á merveille.

La señora Waverly miróle con

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reproche.—Pero, ¿y mi hijo...? —

gimoteó.Poirot apresuróse a modificar

la expresión de su rostro y darle denuevo expresión de simpatía.

—Está a salvo, señora, y no hasufrido el menor daño. Le aseguroque esos malandrines le cuidaránmuy bien. ¿No ve que para ellos esel plato..., no, la gallina de loshuevos de oro?

—Señor Poirot, le aseguro quesólo cabe hacer una cosa... pagar.

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Al principio opinaba lo contrario...,¡pero ahora...! Los sentimientos deuna madre...

—Pero hemos interrumpido lahistoria de monsieur —apresuróse aexplicar el detective.

—Supongo que el resto debeconocerlo perfectamente ya graciasa los periódicos —repuso el señorWaverly—. Claro que el inspectorMcNeil avisó inmediatamente porteléfono dando la descripción delautomóvil y del hombre, y alprincipio pareció que todo iba a

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terminar bien, ya que un coche delas mismas características, con unhombre y un niño, fue visto envarios pueblos, marchando, alparecer, con rumbo a Londres. Sedetuvieron en cierto lugar ypudieron observar que el niñolloraba y estaba muy asustado ytemeroso de su acompañante.Cuando el inspector McNeil meanunció que habían detenido aquelautomóvil y a sus ocupantes, casime pongo enfermo de la alegría. Yasabe lo que ocurrió luego. El niño

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no era Johnnie y el hombre era unautomovilista empedernido, muyaficionado a los niños, que habíarecogido a un pequeñuelo en lascalles de Edenswell, un pueblosituado a quince millas de nosotros,y le estaba dando un paseo. Graciasa la estúpida seguridad de lapolicía, todos los demás rastroshabían desaparecido. De no haberperseguido con tanta insistencia aaquel coche equivocadamente,hubiera podido encontrar al niño.

—Cálmese, monsieur. La

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policía es un Cuerpo de hombresinteligentes y arriesgados. Su errorfue muy natural, ya que el ardidestaba muy bien tramado. Y encuanto al hombre que capturaron enel parque, tengo entendido que sudeclaración ha consistido en unanegativa constante. Insiste en que lanota y el paquete le fueronentregados para ser llevados aWaverly Court. El hombre que se lodio, le pagó con un billete de diezchelines, prometiéndole otros diezsi lo entregaba exactamente a las

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doce menos diez. Tenía queacercarse a la casa por el parque yllamar a la puerta lateral.

—No creo ni una sola palabra—declaró la señora Waverly convalor— Es una sarta de mentiras.

— E n verité es una historiabastante floja —dijo Poirot,pensativo—. Pero por ahora no hanconseguido sacarle nada más.Tengo entendido que también hizocierta acusación.

Miró interrogadoramente alseñor Waverly, que volvió a

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enrojecer.—Ese individuo tiene la

pretensión de que Tredwell es elhombre que le dio el paquete. «Sóloque ahora se ha afeitado el bigote.»¡Tredwell, que ha nacido en mihacienda...!

Poirot sonrió Ligeramente antela indignación del hidalgocampesino.

—No obstante, usted mismosospecha que alguien íntimamenteligado a su casa tiene que sercómplice del rapto.

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—Sí, pero no Tredwell.—¿Y usted, señora? —

preguntó Poirot volviéndose deimproviso hacia la dama.

—No pudo ser Tredwell quienle diera el paquete..., si es quealguien lo hizo, cosa que no creo...Ese hombre dice que se lo dieron alas diez, y a las diez Tredwell sehallaba con mi esposo en el salónde fumar.

—¿Pudo distinguir el rostrodel hombre que conducía elautomóvil, monsieur?

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—Estaba demasiado lejospara poder verle la cara.

—¿Sabe si Tredwell tienealgún hermano?

—Tuvo varios, pero hanmuerto todos. Al último lo mataronen la guerra.

—Todavía no estoy muyfamiliarizado con los parques deWaverly Court. Dice usted que elautomóvil iba en dirección a SouthLodge. ¿Hay alguna otra entrada?

—Sí; la que llamamos EastLodge.

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—Es extraño que nadie vieraentrar el coche en el parque.

—Existe un derecho de pasopor un camino que da acceso a lacapilla. Muchos vehículos pasanpor ahí. Ese hombre debió detenerel coche en un lugar conveniente ycorrer hasta la casa precisamentecuando se acababa de dar la alarmay toda la atención estabaconcentrada en otra parte.

—A menos que ya estuvieradentro de la casa —susurró Poirot—. ¿Hay algún sitio donde pudo

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esconderse con seguridad?—Bueno, cierto es que no

registramos de antemano la casa.No lo consideré necesario. Supongoque pudo haberse escondido encualquier parte, pero, ¿quién pudodejarle entrar en la casa?

—Ya llegaremos a eso mástarde. Cada cosa a su tiempo... yseamos metódicos. ¿Existe algúnescondite especial en la casa?Waverly Court es una mansiónantigua, y algunas veces estoslugares tienen «Agujeros Secretos»,

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como se les llama.—¡Cielos, existe un Agujero

Secreto! Se entra por uno de lospaneles del vestíbulo.

—¿Cerca de la Cámara delConsejo?

—Precisamente al lado de lapuerta.

—Voilá!—Pero nadie lo conoce,

excepto mi esposa y yo.—¿Y Tredwell?—Bueno..., es posible que

haya oído hablar de él.

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—¿La señorita Collins?—Nunca lo he mencionado en

su presencia.—Bien, monsieur, ahora lo

que debo hacer es ir a WaverlyCourt. ¿Le parece bien que vayaesta tarde?

—¡Oh! Tan pronto como le seaposible, por favor, monsieur Poirot—exclamó la señora Waverly—.Lea esto una vez más.

Y puso en sus manos la últimamisiva del enemigo, que habíallegado a Waverly aquella mañana

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y que se apresuraron a remitir aPoirot. En ella se daba indicacionesexplícitas para efectuar la entregadel dinero y finalizaba con laamenaza de que el niño pagaría consu vida cualquier traición. Eraevidente: la señora Waverlyluchaba entre el amor al dinero ysus instintos maternales y,naturalmente, estaban ganando estosúltimos.

Poirot detuvo unos momentos ala señora Waverly a espaldas de suesposo.

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—Madame, dígame la verdad,por favor. ¿Comparte la confianzaque su esposo tiene en elmayordomo Tredwell?

—No tengo nada contra él,señor Poirot. No comprendo de quémodo puede estar mezclado en esteasunto, pero..., bueno, nunca me hagustado..., nunca.

—Otra cosa, madame, ¿puededarme la dirección de la niñera delpequeño?

—Netherall Road 14,Hammersmith. No supondrá usted...

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—Yo nunca supongo. Sólo...empleo mis células grises. Yalgunas veces..., sólo muy de vez encuando..., se me ocurre alguna idea.

Poirot acercóse a mí una vezhubo cerrado la puerta.

—De modo que a madamenunca le ha gustado el mayordomo.Eso es interesante, ¿verdad,Hastings?

Decidí no preguntarle nada.Poirot me ha engañado tantas vecesque ahora me ando con cuidado.Siempre me tiende alguna trampa.

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Después de una toilettebastante complicada salimos endirección a Netherall Road.Tuvimos la suerte de encontrar encasa a la señorita Jessie Whiters;una agradable joven de unos treintay cinco años, muy eficiente. Nopude imaginármela mezclada enaquel asunto. Estaba resentida porel modo en que había sidodespedida, aunque admitiendo quehabía obrado mal. Estaba prometidaa un pintor decorador quecasualmente se hallaba en la

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vecindad de Waverly y corrió averle en cuanto se le ofreció laocasión, lo cual resultaba bastantenatural. Yo no acababa decomprender a Poirot. Todas suspreguntas me parecieron pocoacertadas. Se referíanprincipalmente a la vida cotidianaen Waverly Court. Yo me sentíamolesto y me alegré cuando al finse decidió a marchar.

—Mon ami, secuestrar es untrabajo fácil —observó mientrasparaba un taxi en Hammersmith

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Road para que nos llevara aWaterloo—. Ese niño pudo serraptado con la mayor tranquilidadcualquier día transcurrido en losúltimos tres años.

—No veo que eso nos ayudemucho —observé con frialdad.

—Au contraire, con esoadelantamos muchísimo... Hastings,ya que se empeña en usar alfiler decorbata, por lo menos póngaselo enel centro exacto. En estos momentoslo lleva una dieciseisava parte deuna pulgada torcido hacia la

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derecha.Waverly Court era una bonita

mansión antigua recientementerestaurada con gusto y cuidado. Elseñor Waverly nos mostró laCámara del Consejo, la terraza ytodos los lugares relacionados conel caso. Al fin, a requerimiento dePoirot, presionó un resorte en lapared, cosa que hizo correr unpanel, y por un estrecho pasilloentramos en el Agujero Secreto.

—Ya ve usted —dijo Waverly—. Aquí no hay nada.

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La reducida habitación estabacompletamente vacía, y el sueloaparecía escrupulosamente barrido.Me reuní con Poirot, quecontemplaba atentamente unashuellas en un rincón.

—¿Qué le parece esto, amigomío?

Veíanse cuatro marcas muyjuntas.

—Las pisadas de un perro —exclamé.

—De un perro muy pequeño,Hastings.

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—Un pomeranian.—Más pequeño.—¿Un grifón? —insinué.—Más pequeño todavía que un

grifón. Una especie desconocida enel Kennel Club.

Le miré. Su rostroresplandecía de entusiasmo ysatisfacción.

—Tenía razón —murmuró—.Sabía que estaba en lo cierto.Vamos, Hastings.

Al regresar al vestíbulo elpanel cerróse a nuestra espalda y

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una joven salió de una puerta delpasillo. El señor Waverly nospresentó.

—La señorita Collins.La señorita Collins tendría

unos treinta años de edad, y susademanes eran rápidos ydespiertos. Tenía los cabellosrubios y usaba gafas sin montura.

A una indicación de Poirotentramos en una alegre habitaciónen donde la interrogó acerca de loscriados y especialmente deTredwell. Admitió que no le

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agradaba el mayordomo.—¡Se da tanta importancia...!

—explicó.Luego pasaron a tratar de la

comida que tomara la señoraWaverly la noche del díaveinticinco. La señorita Collinsdeclaró que ella había comido lomismo en su salita de arriba y queno se sintió mal.

Cuando ya marchaba le dije aPoirot:

—El perro.—¡Ah!, sí el perro. —Sonrió

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abiertamente—. ¿Tiene algún perro,por casualidad, señorita?

—Hay dos perdigueros en lasperreras.

—No; me refiero a un perropequeño, de juguete.

—No, no hay ninguno.Poirot la dejó marchar. Luego,

presionando el timbre, me hizoobservar:

—Esa mademoiselle Collinsmiente. Es probable que en su casoyo hiciera lo mismo. Ahora veamosal mayordomo.

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Tredwell era un individuo muydigno. Contó su historia conperfecto aplomo, que eraexactamente la misma que la delseñor Waverly. Confesó conocer elAgujero Secreto.

Cuando se hubo retiradotropecé con la mirada inquisitiva dePoirot.

—¿Qué le parece todo esto,Hastings?

—¿Y a usted? —pregunté a mivez.

—¡Qué precavido se ha

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vuelto! Nunca le funcionarán lascélulas grises, a menos que lasestimule. ¡Ah!, pero no le voy ameter prisa. Saquemos juntosnuestras deducciones. ¿Qué puntonos parece más difícil?

—Hay una cosa que me choca—dije—, ¿Por qué el hombre queraptó al niño tuvo que huir porSouth Lodge en vez de ir por EastLodge, donde nadie le hubieravisto? No lo veo muy claro.

—Es un buen punto, Hastings,excelente. Y hace juego con otro.

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¿Por qué avisar a los Waverly deantemano? ¿Por qué no raptar alniño sencillamente y luego exigir elrescate?

—Porque esperaba obtener eldinero sin verse obligado a entraren acción.

—¿Y no resultaba bastantedifícil que entregasen el dinero poruna simple amenaza?

—Y también quiso concentrarla atención en las doce delmediodía, de modo que cuando elhombre gancho fuese cogido, él

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pudiera salir de su escondite ylargarse con el niño sin que nadiese diera cuenta.

—Lo cual no altera el hechode que tratara de complicar algoque era bien sencillo. De no haberespecificado el día ni la hora, nadahubiera sido más fácil que aguardarsu oportunidad y llevarse el niño enun automóvil cualquier día de losque éste salía con su niñera.

—Sí..., sí —admití pococonvencido.

—En resumen. ¡Se ha

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representado esta farsadeliberadamente! Ahoraenfoquemos la cuestión desde otroángulo. Todo tiende a señalar laexistencia de un cómplice en lamisma casa. Punto número uno: elmisterioso envenenamiento en laseñora Waverly. Punto número dos:la nota prendida en la almohada.Punto número tres: el adelantar elreloj diez minutos..., todo dentro dela casa. Hay un detalle adicional enel que tal vez no haya ustedreparado. No había polvo en el

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Agujero Secreto. Había sidobarrido con una escoba.

»Tenemos cuatro personas enla casa. (Podemos excluir a laniñera, puesto que no pudo haberbarrido el Agujero Secreto, aunquesí realizar los otros tres puntos.)Cuatro personas: el señor y laseñora Waverly, Tredwell, elmayordomo, y la señorita Collins.Empezaremos por esta última. Notenemos gran cosa en contra,excepto que sabemos muy poco deella, que es una mujer muy

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inteligente y que lleva sólo un añoen la casa.

—Usted dijo que mintió en lodel perro —le recordé.

—¡Ah, sí, el perro! —Poirotsonrió de un modo peculiar—.Ahora pasemos a Tredwell. Hayvarios factores sospechosos contraél. En primer lugar, el detenido diceque fue Tredwell quien le entregóel paquete en el pueblo y lo diceseguro.

—Pero Tredwell puede probarsu coartada para este punto.

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—Incluso así, pudo haberenvenenado a la señora Waverly yprendido la nota en la almohada,adelantar el reloj y barrer elAgujero Secreto. Por otra parte,nació y ha sido educado al serviciode los Waverly. Parece imposibleque a última hora tuviera parte en elrapto del hijo de la casa. ¡Esto noes una película!

—Bien..., ¿entonces?—Debemos proceder

lógicamente, por absurdo queparezca. Primero considerar

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brevemente a la señora Waverly.Pero ella es rica, el dinero es suyo.Fue su dinero el que volvió alevantar la hacienda. No habríarazón para que hiciese raptar a suhijo y cobrar su propio dinero. Encambio su esposo está en unaposición muy distinta. Su mujer esrica. No es lo mismo que si lo fueraél... En resumen, tengo la ligeraimpresión de que la dama no es muyaficionada a repartir su dinero, a noser por una causa justificada. Peropuede verse en el acto que el señor

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Waverly es un bon viveur.—¡Imposible! —exclamé.—No tanto. ¿Quién despidió a

los criados? El señor Waverly. Élpudo escribir los anónimos,envenenar a su esposa, adelantar lasmanecillas del reloj y estableceruna magnífica coartada para su fielayudante Tredwell. El mayordomonunca tuvo simpatía por la señoraWaverly. Es fiel a su amo y estádeseoso de obedecer ciegamentetodas sus órdenes. Fueron trespersonas: Waverly, Tredwell y

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algún amigo de Waverly. Ése es elerror que cometió la policía; noinvestigar más a fondo acerca delhombre que conducía el automóvilgris con un niño que no era el quebuscaba. Ése era el tercer hombre.Recoge a un chiquillo al pasar porel pueblo, un niño de rizos rubios.Entra en Waverly por East Lodge ysale por South Lodge en el momentopreciso, saludando con la mano ygritando. No pueden distinguir surostro ni el número de la matrículadel coche ni por lo tanto tampoco

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ver al niño. Entonces deja un rastrofalso hasta Londres. Entretanto,Tredwell ha realizado su partepreparando el paquete y haciendoque lo llevara un sujeto de aspectosospechoso. Su amo puedepresentar una buena coartada en elcaso de que el hombre loreconociera, a pesar del bigotepostizo que utilizó. Y en cuanto alseñor Waverly, tan pronto comooyó el alboroto que se arma en elexterior y el inspector salecorriendo, rápidamente esconde al

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niño en algún Agujero Secreto ysigue al policía al jardín. Mástarde, cuando el inspector se hamarchado, y la señorita Collins nopuede verle, le es fácil sacar alniño y llevarlo en su automóvil a unlugar seguro.

—Pero, ¿y el perro? —pregunté—. ¿Y la mentira de laseñorita Collins?

—Eso ha sido una pequeñabroma mía. Le pregunté si habíaalgún perro de juguete en la casa ydijo que no..., pero sin duda hay

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algunos... en el cuarto del niño. Elseñor Waverly puso algunosjuguetes en el Agujero Secreto parahacer que Johnnie se entretuviera yno gritara.

—Señor Poirot —El señorWaverly penetró en la estancia—.¿Ha descubierto algo? ¿Tienealguna idea de dónde han llevado alniño?

Poirot le alargó un pedazo depapel.

—Aquí está la dirección.—¡Pero si está en blanco!

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—Porque espero que usted laescriba.

—¿Qué diab...? —El rostro deWaverly tornóse escarlata.

—Lo sé todo, monsieur. Ledoy veinticuatro horas paradevolver al niño. Su ingenuidadcorrerá parejas con la tarea deexplicar su reaparición. De otromodo la señora Waverly seráinformada del exacto desarrollo delos acontecimientos.

El señor Waverly, dejándosecaer sobre una silla, escondió el

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rostro entre las manos.—Está con mi vieja nodriza, a

unas diez millas de aquí. Se hallacontento y bien cuidado.

—No tengo la menor duda. Deno considerarle a usted un padre decorazón, no le ofrecería estaoportunidad.

—El escándalo.—Exacto. Su nombre es

antiguo y honorable. No vuelva amancharlo. Buenas noches, señorWaverly. ¡Ah! A propósito, unconsejo. ¡No se olvide nunca de

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barrer en los rincones!

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8. LA TARTA DEZARZAMORAS

Hercules Poirot se encontrabacenando con su amigo EnriqueBennington en Galante, unrestaurante situado en King’s Road,Chelsea. Al señor Bennington leagradaba la atmósfera tranquila delGalante y su comida sencilla ynetamente «inglesa» y no «unconjunto de complicadosrevoltijos».

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Molly, la simpática camarera,le saludó como a un viejo conocido.Se preciaba de recordar los gustosy preferencias de sus clientes encuestiones gastronómicas.

—Buenas noches, señor —ledijo mientras los dos hombres seacomodan en una mesa. Tienenustedes suerte, hay pavo relleno decastañas... es su plato favorito,¿verdad? ¡E incluso un estupendoqueso Silton! ¿Tomarán primerosopa o pescado?

Una vez resuelta la cuestión de

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la minuta y las bebidas, el señorBennington reclinóse hacia atráscon un suspiro de alivio y desdoblola servilleta mientras Molly sealejaba.

—¡Es una buena chica! —dijoen tono de aprobación. Había sidouna belleza..., solía posar para lospintores. También entiende decocina... y eso es mucho masimportante. Por lo general lasmujeres saben poco de eso. Haymuchas que cuando salen con unsujeto de su agrado no se enteran ni

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de lo que comen. Piden lo primeroque ven en la lista.

Hercules Poirot asintió con lacabeza.

—C'est terrible.—Los hombres no somos así,

gracias a Dios —exclamó el señorBennington complacido.

—¿Nunca?—Bueno, tal vez cuando

somos muy jóvenes —concedióBennington—. ¡Cachorritos! Losjóvenes de hoy en día son todosiguales..., carecen de inteligencia y

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de vigor. Yo no les sirvo de nada...y ellos a mi... tampoco. ¡Tal veztengan razón! ¡Pero al oírles hablaruno creería que nadie tiene derechoa vivir después de los sesenta! Porsu modo de comportarse, no meextrañaría que ayudaran a susparientes ancianos a salir de estemundo.

—Es posible que lo hagan —dijo Poirot.

—Debo confesar que es ustedmuy mal pensado. Todo ese trabajopolicíaco ha minado sus ideales.

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El detective sonrió.—No obstante —dijo—,

resultaría interesante hacer unaestadística de las muertesaccidentales de personas que hancumplido los sesenta. Le aseguroque se levantarían algunassospechas curiosas en suimaginación... Pero hablemos,amigo mío, de sus propios asuntos.¿Cómo se porta el mundo conusted?

—¡Anda todo revuelto! —exclamó Bennington—. Eso es lo

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que le ocurre al mundo actual:demasiada confusión y demasiadapalabrería. La palabrería sirve paradisimular la confusión. Como unasala fuerte y aromática disimula queel pescado no esté demasiadofresco. A mí déme un filete delenguado como es debido y nonecesito ponerle salsa.

Y en aquel momento Molly,sonriente, se lo sirvió tal comodeseaba.

—Usted conoce exactamentemis gustos, Molly.

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—Usted viene muy a menudopor aquí, ¿verdad? Así no esextraño que yo los conozca.

—¿Es que las personassiempre piden las mismas cosas?—preguntó Poirot—. ¿No les gustavariar algunas veces?

—Los caballeros no. A lasdamas les gusta la variedad..., perolos caballeros piden siempre lomismo.

—¿Qué le dije? —gruñóBennington—. ¡Las mujeres son unasco en lo que a comida se refiere!

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Miró a su alrededor.—El mundo es muy curioso.

Fíjese en ese extraño Sujeto de labarba sentado en ese rincón. Mollypuede decirle que viene todos losmartes y jueves por la noche...desde hace cerca de diez años. Esuna especie de símbolo en estelocal. No obstante, nadie conoce sunombre, ni dónde vive, ni a qué sededica. Es bastante extraño si sepiensa bien.

Cuando la camarera trajo lasraciones de pavo le dijo:

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—Veo que todavía sigueviniendo Nuestro Viejo PadreTiempo.

—Todos los martes y jueves,señor.;Pero no sabe usted que lasemana pasada vino en lunes! ¡Casime asusté! Creí que me habíaequivocado de fecha y que debíaser martes sin que yo lo supiera.Pero volvió al día siguiente..., demodo que el lunes debió hacer unextra, por así decirlo.

—Una interesante desviaciónde sus costumbres —murmuró

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Poirot—. Quisiera conocer losmotivos que la motivaron.

—Pues si quiere saber miopinión, creo que estaba algopreocupado.

—¿Por qué lo cree así? ¿Porsus modales?

—No, señor..., no fueronprecisamente sus modales. Estabatranquilo como siempre. Nunca dicemás que «Buenas noches» al entrary al Salir.

—No, fue por lo que pidió.—¿Lo que pidió?

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—Supongo que se van a reírde mí. —Molly enrojeció—. Perocuando se lleva diez años sirviendoa un caballero se conocen susgustos al dedillo. No podía soportarlas grasas y las zarzamoras, y nuncale vi tomar la sopa espesa..., peroaquel lunes por la noche pidió sopade tomate bien espesa, una chuletacon riñones y tarta de moras.¡Parecía como si no supiera lo queestaba pidiendo!

—¿Sabe que lo encuentroaltamente interesante? —dijo

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Hércules Poirot.Molly le dirigió una mirada

agradecida antes de alejarse.—Bueno, Poirot —dijo

Enrique Bennington con una risita—. Vamos a ver qué deduccionessaca. Hágalo lo mejor que sepa.

—Prefiero oír primero lassuyas.

—¿Quiere que haga de doctorWatson, eh? Pues que el viejo fue aver al médico y éste le aconsejóque cambiara de régimen.

—¿Y le recomendó que tomara

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sopa de tomates espesa, una chuletacon riñones y tarta de zarzamora?No puedo imaginar a ningún médicoque haga eso.

—¿No lo cree? A los médicosse les puede ocurrir cualquier cosa.

—¿Es ésa la única soluciónque se le ocurre?

—Bien, ahora en serio.Supongo que sólo existe unaposible explicación. Que nuestrodesconocido amigo estaba bajo losefectos de una fuerte emoción, Sehallaba tan preocupado que ni se

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dio cuenta de lo que pedía o estabacomiendo.

Rió ante su propia insinuación.—No irá a decirme ahora que

ya sabe exactamente lo que pasabapor su imaginación. Tal vez pienseque estaba tramando cometer uncrimen.

Volvió a reír.Poirot permaneció serio.Tenía que admitir, dijo, que en

aquellos momentos hallábaseseriamente preocupado y que teníael presentimiento de que algo iba a

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ocurrir.Su amigo le aseguró que tal

idea era fantástica.

Tres Semanas más tardeHércules Poirot y Benningtonvolvieron a encontrarse. Esta vez suencuentro tuvo lugar en el «metro».

Se saludaron con unainclinación de cabeza y seagarraron a dos asideros contiguospara mantener el equilibrio. EnPiccadilly Circus quedaron unosasientos libres en un extremo del

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coche..., un lugar tranquilo dondenadie podía molestarlos.

—A propósito —dijo el señorBennington cuando se acomodaron—. ¿Recuerda aquel viejo que ibaal Galante? No me extrañaría quehubiera pasado a un mundo mejor.Hace una semana que no aparecepor allí; Molly está muypreocupada.

Los ojos de Poirotrelampaguearon.

—¿De veras? —dijo—. ¿Deveras?

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—¿Recuerda que yo dije quetal vez había ido a ver un médico yque éste le puso a dieta? Lo de ladieta es una tontería, desde luego...,pero ¿ y si de veras fue a consultarun médico y lo que le dijera lepreocupó? Eso explicaría el quepidiera lo primero que viera en laminuta, sin darse cuenta de lo quehacía. Es muy probable que elsobresalto sufrido se le llevara deeste mundo antes de lo previsto.Los doctores debían andar conmucho cuidado al decir ciertas

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cosas a sus pacientes.—Por lo general lo tienen —

repuso Hércules Poirot.—Ésta es mi estación —dijo

el señor Bennington levantándose.Hasta la vista. Y pensar que nuncasabremos ni siquiera quién era eseindividuo... ni cómo se llamaba.¡Extraño mundo!

Y se apeó a toda prisa.Hércules Poirot, con el ceño

fruncido, no parecía opinar quefuera tan extraño.

Volvió a su casa y dio ciertas

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instrucciones a su fiel criado Jorge.

Hércules Poirot deslizó sudedo por una lista de nombres. Erael informe de las muertes ocurridasen cierta área.

Al fin su índice se detuvo.—Enrique Gascoigne, 69.

Probare primero éste.A última hora del día,

Hércules Poirot se personó en laclínica del doctor MacAndrew enKing’s Road. MacAndrew era unescocés alto y pelirrojo de rostro

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inteligente.—¿Gascoigne? —dijo—. Sí,

es cierto. Era un pájaro muyexcéntrico. Vivía en una de esascasas viejas y abandonadas que vansiendo derruidas para construirbloques de viviendas modernas. Nole había atendido anteriormente,pero le había visto de vez encuando y sabía quién era. Fue ellechero el que dio la voz de alarma.Las botellas de leche comenzaron aamontonarse ante su puerta. Al finallos vecinos de la casa contigua

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llamaron a la policía, que derribóla puerta y lo encontraron. Se habíacaído por la escalera, rompiéndoseel cuello. Llevaba puesta, una batavieja con un cordón raído... con elque bien pudo enredarse.

—Ya comprendo —repusoHércules Poirot—. Fue muysencillo..., un accidente.

—Eso es.—¿Tenía algún pariente?—Un sobrino. Solía venir a

verle una vez al mes. Se llamaRamsey, Jorge Ramsey. También es

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médico. Vive en Wimbledon.—¿Cuánto tiempo llevaba

muerto el señor Gascoigne cuandousted le vio?

—¡Ah! —dijo el doctorMacAndrew—. Pasamos a lostrámites oficiales. Por lo menoscuarenta y ocho horas y no menosde Setenta y dos. Le encontramos lamañana del día 6. Actualmentepodemos aproximarnos aún más.Llevaba una carta en el bolsillo...escrita el día tres... y conmatasellos de Wimbledon de

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aquella misma tarde..., debiórecibirla cerca de las nueve yveinte de la noche. Ello establece lahora de su fallecimiento después delas nueve y veinte de la noche deldía tres, y concuerda con elcontenido del estómago y losprocesos de la digestión. Habíacomido unas dos horas antes de sumuerte. Yo lo examiné la mañanadel día 6 y su estado era el que lecorrespondía de haber muertosesenta horas antes... cerca de lasdiez de la noche del día 3.

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—Todo parece encajarbastante bien. Dígame, ¿cuándo fuevisto por última vez:

—En King’s Road, a eso delas siete de la tarde del mismo día3, jueves, y cenó en el restauranteGalante a las siete y media. Pareceser que siempre cenaba allí losjueves.

—¿No tenía otros parientes?¿Sólo un sobrino?

—Tenía un hermano gemelo,Su historia es bastante curiosa. Nose habían visto durante años.

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Cuando Enrique era joven llevabacamino de llegar a ser un artista...malísimo. Parece ser que el otrohermano, Antonio Gascoigne, secasó con una mujer muy rica y dejóel arte... por lo que los doshermanos se enfadaron. Creo que novolvieron a verse. Pero por extrañoque parezca, murieron el mismodía. El otro mellizo murió a la unade la tarde del día 3. Conozco elcaso de otros hermanos mellizosque murieron el mismo día... ¡y endistintas partes del mundo!

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Probablemente es sólo unacoincidencia...

—¿Y la esposa del hermano,vive?

—No, murió hace varios años.—¿Dónde habitaba Antonio

Gascoigne?—Tenía una casa en

Kessington Hill. Por lo que me hadicho el doctor Ramsey, vivía casien completa reclusión.

Hércules Poirot asintiópensativo.

El escocés le contempló

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extrañado.—¿Qué es lo que esta

pensando, señor Poirot? —preguntóde improviso—. He contestado asus preguntas... como era mi deberdespués de ver sus credenciales.Pero estoy en la más completaoscuridad por lo que respecta a estevulgar asunto.

—Un caso sencillo de muertepor accidente, eso es lo que usteddijo. Lo que yo pienso es biensencillo... que le empujaron.

El doctor MacAndrew pareció

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sobresaltarse.—En otras palabras,

¡asesinato! ¿Tiene algo en quebasarse para afirmar eso?

—Oh, no —replicó Poirot—.Es una simple suposición.

—Debe de haber algo... —insistió el otro.

Poirot no respondió.—Si es de Ramsey, el sobrino,

de quien sospecha, no me importadecirle que se equivoca. Ramseyestuvo jugando al bridge enWimbledon desde las ocho y media

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hasta medianoche. Eso dijeron en lainvestigación practicada.

—Y es de suponer que locomprobaron —murmuró Poirot—.La policía es muy cuidadosa.

—¿Tiene usted algo contra él?—preguntó el doctor.

—No sabía ni que existierahasta que usted me lo ha dicho.

—Entonces, ¿sospecha dealgún otro?

—No, no. No es eso. Se tratade que el hombre es un animal decostumbre.

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Eso es muy importante. Y lamuerte del señor Gascoigne noconcuerda con esto. Ya ve, todoesta equivocado.

—La verdad, no lo entiendo.Hércules Poirot se puso en

pie, sonriendo, y el doctor le imitó.—Sinceramente —dijo este

último—, no veo nada sospechosoen la muerte de Enrique Gascoigne.

—Soy un hombre obstinado —repuso Poirot extendiendo lasmanos—. Un hombre con una idea...y sin nada en que basarla. A

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propósito. ¿Enrique Gascoignellevaba dientes postizos?

—No, su dentadura seconservaba en perfecto estado.Cosa muy apreciable a su edad.

—¿Y los cuidaba bien... lostenía blancos y brillantes?

—Sí. Me fijé precisamente eneso.

—¿No se le habíandescolorido?

—No. No Creo que fumara, sieso es a lo que se refiere.

—No quise decir eso

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precisamente., era sólo un disparo alarga distancia... que es probableque no dé en el blanco. Adiós,doctor MacAndrew, y gracias porsu amabilidad.

Poirot Se despidió del médico.—Ahora —se dijo al hallarse

en la calle— a por el disparo alarga distancia.

Penetró en el Galante y sesentó en la misma mesa que en laotra ocasión compartiera conBennington. La muchacha que

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servía no era Molly. Según le dijola nueva camarera, Molly estaba devacaciones.

Eran precisamente las siete yHércules Poirot no tuvo dificultaden entablar con la joven un diálogoacerca del viejo Gascoigne.

—Sí —le explicó la camarera—. Estuvo viniendo años y años,pero ninguna de nosotras sabíamoscómo se llamaba. Leímos en elperiódico la vista de la causa ytraía una fotografía suya. «Oye —ledije a Molly—, ¿no es nuestro

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Viejo Padre Tiempo...?», comosolíamos llamarle.

—Cenó aquí la noche de sumuerte, ¿verdad?

—Sí. El día 3, jueves.Siempre venía los jueves. Martes yjueves... puntual como un reloj.

—Supongo que no recordarálo que tomó para cenar.

—Déjeme pensar. Eso es,sopa de arroz sazonada con curry yternera... o ¿tomó cordero...?, no,ternera, eso es, tarta de zarzamorasy queso. ¡Y pensar que al volver a

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su casa se cayó por la escalera!Dicen que la causa debió de ser elcordón deshilachado de su batín.Claro que sus trajes eran siempreun desastre... anticuados y raídos,pero no obstante tenía cierto aire...como si fuera alguien. Oh, aquítenemos Clientes de todas clases, ymuy interesantes.

Se marchó hacia la cocina, yPoirot comióse su lenguado.

Armado con la recomendaciónde cierto personaje importante,

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Hércules Poirot no encontródificultad en hablar con el jefe depolicía del distrito.

—Un personaje curioso eseGascoigne —comentó—. Unindividuo excéntrico y solitario;mas su fallecimiento parece haberdespertado gran interés.

El policía miraba concuriosidad a su visitante.

Hércules Poirot escogió suspalabras con sumo cuidado.

—Hay ciertas circunstanciasrelacionadas con su muerte,

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monsieur, que hacen necesaria unainvestigación del caso.

—Bien, ¿en qué puedoayudarle?

—Creo que usted tiene lafacultad de ordenar que losdocumentos que entran en estacomisaría sean conservados odestruidos., Según usted juzgueconveniente. En el bolsillo del batínde Enrique Gascoigne fueencontrada una carta, ¿no es así?

—Así era.—¿Era de su sobrino, el

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doctor Jorge Ramsey?—Exacto. La carta fue

presentada en el juicio para ayudara fijar la hora de la defunción.

—¿Todavía la conserva?Hércules Poirot aguardo

ansiosamente la respuesta.Al saber que podría

examinarla exhaló un suspiro dealivio.

Cuando al fin la tuvo en supoder, la estudió con cuidado.Había sido escrita con plumaestilográfica y con letra apretada.

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Decía lo siguiente:

Querido tíoEnrique:

Lamento decirte queno tuve éxito con lotocante a tío Antonio. Nodemostró el menorentusiasmo por que vayasa verle, y no quisocontestar a tuofrecimiento de olvidarlo pasado. Naturalmenteque se encuentra muy

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enfermo, y su inteligenciacomienza a extraviarse.Yo diría que su fin estápróximo. Apenas parecíarecordar quién eres.

Siento haberfracasado, pero puedoasegurarte que lo hice lomejor que supe.

Tu sobrino que tequiere,

JORGE RAMSEY.

La carta estaba fechada el tres

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de noviembre. Poirot examinó elmatasellos del sobre... las cuatro ymedia de la tarde.

—Está en orden..., ¿verdad?—murmuró.

Su próximo objeto fueKingston Hill. Tras algunasdificultades que venció gracias a suinsistencia y optimismo, pudoobtener una entrevista con AmeliaHill, cocinera y ama de llaves delfinado Antonio Gascoigne.

Al principio mostróse recelosa

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y poco comunicativa, pero laencantadora genialidad de aquelextranjero de raro aspecto no tardóen surtir su efecto, y la SeñoraAmelia Hill Comenzó a ablandarse.

Y sin darse cuenta se encontró,como muchas otras mujeres,contando sus cuitas a un oyentesimpático de verdad.

Durante catorce años habíaestado al cuidado de la casa delseñor Gascoigne. Y no era untrabajo fácil. ¡Vaya que no! Muchasmujeres hubieran sucumbido bajo

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las cargas que ella tuvo quesoportar. Aquel pobre caballero eraun excéntrico y no lo disimulaba.Tan apegado a su dinero... en él eraya una especie de manía..., y era tanrico como el que más. Pero laseñora Hill le había servidofielmente, y soportaba sus rarezas, yera natural que esperase por lomenos un recuerda. Pero nada...¡nada en absoluto! Sólo apareció unviejo testamento en el que dejabatodo a su esposa, y en caso de queesta falleciese antes que él, a su

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hermano Enrique. Un testamentohecho años atrás.;No era justo! ¡Yno lo merecía!

Poco a poco Poirot fueapartándola del tema másimportante para ella: su codiciainsatisfecha. Desde luego era unainjusticia cruel! No podía culparlapor sentirse herida y extrañada. Erabien tacaño. Incluso se decía querehusó a ayudar a su único hermano.Era probable que la señora Hill losupiera.

—¿Era eso por lo que fue a

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verle el doctor Ramsey? —preguntóla señora Hill—. Sabía que era porcosas de su hermano, pero creí quesólo querían reconciliarse. Estabanreñidos hacía años.

—Tengo entendido que elseñor Gascoigne Se negó a ellorotundamente —dijo Poirot.

—Eso es cierto —repuso laseñora Hill asintiendo con lacabeza—. «¿Enrique? —dijo convoz débil—. ¿Qué le pasa aEnrique? No le he visto desde haceaños, ni lo deseo. Ese Enrique

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siempre quiere pelea.» Sólo dijoeso.

La conversación volvió a giraren torno al descontento de la señoraHill y la inconmovible actitud delabogado del señor Gascoigne.

Con cierta dificultad, HérculesPoirot logró al fin despedirseinterrumpiéndola bruscamente.

Y de este modo, poco despuésde la hora de cenar, llegó aElmcrest Dorset Road, Wimbledon,donde se alzaba la residencia deldoctor Jorge Ramsey.

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El doctor estaba en casa.Hércules Poirot fue introducido enel consultorio, y el doctor Ramsey,que evidentemente acababa delevantarse de la mesa, no tardó enrecibirle.

—No vengo a que me visite,doctor —le dijo el detective—. Ytal vez mi venida a esta casa tengaalgo de importante..., pero prefierohablar claro y sin rodeos. No megusta el método que emplean losabogados, con tantos preámbulos y

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circunloquios.Sin duda había despertado el

interés de Ramsey. Era un hombrede mediana estatura, muy bienrasurado, de cabellos castaños,aunque con las pestañas casiblancas, lo cual daba a sus ojos unaexpresión triste. Sus ademanes eranrápidos y poseía cierto sentido delhumor.

—¿Abogados? —preguntóalzando las cejas—. ¡Odio a esosindividuos! Ha despertado usted micuriosidad. Siéntese por favor,

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señor.Poirot inclinóse hacia delante

en gesto confidencial.—Muchos de mis clientes son

mujeres —dijo.Las blancas Cejas de Ramsey

se alzaron.—Es natural —repuso el

doctor jorge Ramsey con un ligeroparpadeo.

—Es natural, como usted dice—convino Poirot—. A las mujeresles desagrada la policía oficial.Prefieren las investigaciones

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privadas. No les gusta hacerpúblicos sus asuntos. Hace pocosdías vino a Consultarme unaanciana. Estaba preocupada por suesposo, con el que llevaba enfadadamuchos años. Su esposo era tío deusted, el finado señor Gascoigne.

—¿Mi tío? ¡Qué tontería! Suesposa murió hace muchísimosaños.

—No me refiero a su tío donAntonio Gascoigne, sino a su otrotío, don Enrique Gascoigne.

—¿Tío Enrique? ¡Pero si no

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estaba casado!—¡Oh, sí que lo estaba! —

exclamó Poirot, mintiendo sin elmenor empacho—. No tengo lamenor duda. Esa señora inclusotrajo el certificado de matrimonio.

—¡Es mentira! —exclamóJorge Ramsey con el rostro rojocomo las cerezas maduras—. No locreo. Es usted un farsante.

—Qué lástima, ¿verdad? —dijo Poirot—. Ha cometido uncrimen por nada.

—¿Un Crimen?-La voz de

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Ramsey se quebró, y sus ojos clarosexpresaron terror.

—A propósito —continuóPoirot—. Veo que ha vuelto acomer tarta de zarzamoras. Es unacostumbre imprudente. Laszarzamoras pueden estar llenas devitaminas, pero resultan mortales enotro sentido. En esta ocasión creoque han ayudado a poner la sogaalrededor del cuello de unhombre... de usted, doctor Ramsey.

—¿Sabe, mom ami? Donde seequivocó usted fue en su deducción

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fundamental —decía HérculesPoirot inclinado plácidamentesobre la mesita y dirigiéndose a suamigo—. Un hombre bajo una gravedepresión moral no escoge esaocasión para hacer algo que nohubiera hecho antes. Sus reflejoshubiesen seguido la rutina a queestaban acostumbrados. Un hombrepreocupado por algo pudiera bajara cenar en pijama..., pero sería supijama... no el de otra persona. Unhombre que aborrece la sopaespesa, la carne con mucha grasa y

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las zarzamoras, de pronto pide lastres cosas la misma noche. Usteddice que porque esta pensando enotra cosa. Pero yo le digo que unhombre absorto en suspreocupaciones ordenaríaautomáticamente que le sirvieran loque solía tomar a menudo. Eh, bien,entonces, ¿qué otra explicacióncabe?

»Luego me dijo usted queaquel hombre había desaparecido.Había dejado de acudir un martes yun jueves por primera vez durante

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años. Eso todavía me gustó menos.Una extraña hipótesis fueformándose en mi mente. De Sercierta, aquel hombre habrá muerto.Hice mis averiguaciones y habíamuerto... con una muertecuidadosamente preparada. En otraspalabras, el pescado malo habíasido disimulado a fuerza de salsa.

»Fue visto en King’s Road aeso de las siete y vino a cenar aquía las siete y media... dos horasantes e su muerte. Todoconcuerda... las pruebas el

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contenido del estómago y la carta.¡Demasiada salsa!

»Su adorado sobrino escribióla carta, su adorado sobrino tieneuna coartada perfecta para la horade la defunción del tío. Una muertesencilla... una caída por la escalera.¿Simple accidente? ¿O asesinato?Todo el mundo, al enjuiciar el casodesde diferentes puntos de vista, seinclina por lo primero.

»Su adorado sobrino es elúnico pariente. Su adorado sobrinoheredará..., ¿pero es que hay algo

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que heredar? El tío era pobre.»Pero hay un hermano. Un

hermano que se casó con una mujerrica y que vive en una hermosamansión en Kingston Hill, de modoque, al parecer, su mujer al morir,le dejó todo su dinero. Vea lasconsecuencias... la esposa rica dejatodo su dinero a Antonio, Antoniose lo deja a Enrique, y el dinero deEnrique va a parar a manos deJorge... Una cadena completa.

—Todo muy bien en teoría —dijo el señor Bennington—. Pero,

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¿cómo comprobarlo?—Una vez se sabe..., por lo

general se consigue lo que unodesea. Enrique murió dos horasdespués de una comida. Alrededorde eso gira todo este caso. Perosupongamos que esa comida nofuera la cena, sino el almuerzo.

Póngase en el lugar de Jorge.Jorge quiere tener dinero... a todacosta. Antonio Gascoigne estáagonizando..., pero su muerte nobeneficia a Jorge. Su dinero pasaráa Enrique, que tal vez puede vivir

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muchos años todavía. De modo queEnrique debe morir también... ycuanto antes mejor..., pero sumuerte debe tener lugar después dela de Antonio, y al mismo tiempoJorge debe procurarse una coartada.La costumbre de Enrique de cenarregularmente en cierto restaurantedos noches por semana le sugierecuál va a ser su coartada. Como esun individuo cauteloso, primeroensaya su plan. Y se hace pasar porsu tío la noche de un lunes, cenandocomo era su costumbre, en el

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restaurante en cuestión.»Todo va como una seda, y le

aceptan como a su tío. Se sientesatisfecho. Sólo tiene que esperar aque tío Antonio dé muestrasdefinitivas de querer abandonareste mundo. Y llega la ocasión.Escribe una carta a su tío la tardedel dos de noviembre, pero la fechael tres. Viene a la ciudad la tardedel dí tres, va a ver a su tío y ponesu plan rn acción. Un fuerteempujón y allá va tío Enrique...escaleras abajo.

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Jorge busca la carta que haescrito y la mete en el bolsillo delbatín de su tío. A las siete y mediaestá en el Galante, con barba ycejas postizas, todo completo. Sinduda todos vieron con vida aEnrique Gascoigne a las siete ymedia. Luego, una metamorfosisrápida en cualquier lavabo públicoy el regreso en su automóvil y atoda marcha hacia Wimbledon,donde juega al bridge. La coartadaperfecta muy bien estudiada.

El señor Bennington le

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contempla fijamente.—Pero, ¿y el matasellos de la

carta?—¡Oh, eso es bien sencillo!

Estaba falsificado. Cambiaron eldos por un tres. No se notaba, amenos que se supiera. Y por último,están las zarzamoras.

—¿Zarzamoras?—El pastel de zarzamoras o

de moras, como prefiera. Jorge,como puede usted comprender, noera lo bastante buen actor. Secaracterizó como su tío, andaba

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como su tío y hablaba como su tío,pero se olvidó comer como su tío, ypidió los platos que más legustaban.

»Las zarzamoras manchan losdientes... y los del cadáver no loestaban, a pesar de que EnriqueGascoigne comió pastel dezarzamoras en el Galante aquellanoche. Y no se encontraron tampocoen su estómago. Lo pregunté estamañana. Y Jorge ha sido lo bastantetonto como para conservar la barbay el resto del maquillaje. ¡Oh! Hay

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muchas pruebas si se buscan bien.Fui a visitarle y le aturdí. ¡Ese fuesu fin! A propósito, había vuelto acomer zarzamoras. Es muy goloso...y se preocupa mucho de la comida.Eh bien, su glotonería le colgará, amenos que yo este muy equivocado.

Una camarera les trajo dosraciones de tarta de zarzamoras.

—Lléveselas —dijo el señorBennington—. ¡Hay que andar conmucho cuidado! Tráigame un pocode tarta de manzana.

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9. DETECTIVESAFICIONADOS

El diminuto señor Satterhwaitemiraba pensativo a su anfitrión. Laansiedad entre aquellos doshombres era bien curiosa. Elcoronel era un sencillo campesinocuya única pasión la constituía eldeporte. Las pocas semanas que seveía obligado a vivir en Londres,las pasaba muy a disgusto. El señorSatterhwaite, en cambio, era un

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pájaro de ciudad... una autoridad encocina francesa, vestidos femeninosy conocía todos los escándalos másrecientes. Su afición predilecta erael estudio de la naturaleza humana,y era un experto en suespecialidad... de espectador de lavida.

Por lo tanto, y al parecer, elCoronel Melrose y su amigodiferían bastante, ya que el coronelno se interesaba por los asuntos desus semejantes, y sentía verdaderohorror por toda clase de emociones.

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Eran amigos principalmente porqueya sus padres lo habían sido.Además conocían a las mismaspersonas, y sus opiniones acerca del o s nouveaux riches eranretrógradas.

Eran casi las siete y media.Los dos hombres se hallabansentados en el cómodo despachodel coronel, quien refería, con elentusiasmo de todo cazador, unabatida a caballo que se corrió elinvierno anterior. El señorSatterhwaite, cuyos únicos

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conocimientos sobre equinosconsistían en las visitas a lascuadras, los domingos por lamañana, como es costumbre en lasantiguas casas de Campo, leescuchaba con su cortesía habitual.

El timbre del teléfonointerrumpió a Melrose, quedirigiéndose a la mesa se dispuso acontestar a la llamada.

—Diga, sí... Habla el coronelMelrose. ¿Qué dice usted?

Su aspecto cambió...haciéndose más seco y oficioso.

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Ahora hablaba al magistrado, no eldeportista.

Escuchó unos momentos y alcabo dijo, lacónico:

—Está bien, Curtis. Iré enseguida.

Dejó el teléfono en lahorquilla y volvióse hacia suinvitado.

—El señor James Dwighton hasido encontrado asesinado en subiblioteca.

—¿Qué?Satterhwaite estaba

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sorprendido... emocionado.—Debo ir a Alderway en

seguida. ¿Quiere usted venirconmigo?

El señor Satterhwaite recordóentonces que el Coronel era jefe depolicía del condado.

—Si no he de estorbarle...—En absoluto. Era el

inspector Curtis quien hatelefoneado. Es un individuohonrado y bonísimo, pero nodemasiado listo. Celebraré que meacompañe, Satterhwaite. Tengo la

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impresión de que va a resultar unasunto poco agradable.

—¿Han cogido ya al culpable?—No —repuso Melrose

bruscamente.El Señor Satterhwaite percibió

una ligera reserva en lo tajante desu negativa, y trató de volver a sumemoria todo lo que sabía de losDwighton.

El finado Sir James fue unanciano orgulloso de ademanesbruscos. Un hombre que debiócrearse enemigos muy fácilmente,

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frisaba en los sesenta..., tenía loscabellos grises, el rostrosonrosado... y fama de ser muytacaño. Luego pasó a ladyDwighton. Su imagen apareció ensu mente, joven, esbelta y aureoladapor sus cabellos cobrizos. Recordóasimismo varios rumores,insinuaciones, ciertos comentarios.De modo que era por eso..., por loque Melrose parecía tanmalhumorado. Se rehizo... se estabadejando llevar un tanto de suimaginación.

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Cinco minutos después elseñor Satterhwaite tomaba asientojunto a su anfitrión en el dos plazasde este último.

El coronel era un hombretaciturno. Habían recorrido unamilla y media antes de que hablara.

—Supongo que usted lesconoce —dijo de repente.

—¿A los Dwighton? Claro quelos conozco. A él creo que le vi unavez, a ella muy a menudo.

—¿Es que existía acasoalguien que él no conociera?

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—Una mujer muy bonita —dijo Melrose.

—¡Hermosísima...! —rectificóel señor Satterhwaite.

—¿Usted cree?—Un tipo netamente

renacentista —declaró Satterhwaiteacalorándose por el tema—. Laprimavera pasada actuó en una desus funciones benéficas... matínées,ya sabe, y me sorprendiómuchísimo. No tiene nada demoderna"., es una pura reliquia. Sela puede imaginar en el palacio

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Doge, o como Lucrecia Borgia.El coronel hizo un viraje

brusco y el señor Satterhwaite tuvoque interrumpirse bruscamente. Sepreguntaba qué fatalidad habíapuesto el nombre de LucreciaBorgia en su boca. En aquellascircunstancias...

—Dwigthon no habrá sidoenvenenado, ¿verdad? —preguntóde improviso.

Melrose le miró de soslayocon cierta curiosidad.

—Quisiera saber por qué lo

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pregunta —le dijo.—¡Oh, no... no lo sé! Se me

acaba de ocurrir.—Pues no, replicó Melrose—.

Si es que quiere saberlo, le diré quele golpearon en el cráneo.

—Con un objeto contundente—murmuró Satterhwaite moviendola cabeza.

—No hable como losdetectives de las novelas,Satterhwaite. Le dieron en lacabeza con una figura de bronce.

—¡Oh! —exclamó

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Satterhwaite, y volvió a guardarsilencio.

—¿Sabe algo de un sujetollamado Paul Delangua? —preguntóMelrose al Cabo de unos minutos.

—Si. Es un joven bienparecido.

—Eso creo que deben pensarlas mujeres —gruñó el Coronel.

—¿No es de su agrado?—No.—Pues yo hubiera supuesto lo

contrario. Monta muy bien.—Como el forastero en los

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rodeos. Está lleno de trucos ymonerías.

El Señor Satterhwaite contuvouna sonrisa. El pobre Melrose eratan británico en sus puntos devista... en cambio él, consciente delos suyos tan cosmopolitas,deploraba su actitud ante la vida.

—¿Ha estado por aquí? —preguntó.

—Estuvo en Alderway con losDwighton. Corren rumores de queSir James le despidió hace unasemana.

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—¿Por qué?—Le encontró haciéndole el

amor a su mujer me figuro. ¿Quédía...?

Frenó violentamente, mas noconsiguió evitar el choque.

—Hay cruces muy peligrososen Inglaterra —dijo Melrose—. Detodas maneras, ese tipo debió habertocado el claxon. Nosotros vamospor la carretera principal. Meimagino que le habremos hecho másdaño nosotros a él que él anosotros.

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Saltó al suelo. Un hombre seapeaba también del otro vehículo.Varios fragmentos de conversaciónllegaron hasta Satterhwaite.

—Creo que ha sido culpa mía—decía el desconocido—. Pero noconozco muy bien esta parte delpaís, y no hay ninguna señal queadvierta que por aquí se sale a lacarretera principal.

El coronel, ablandado, lecontestó en el mismo tono amistoso.Los dos se inclinaron sobre elautomóvil del desconocido para

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examinarlo en compañía del chofer.La conversación giró sobre temastécnicos.

—Será cosa de media hora —dijo el desconocido—. Pero noquiero entretenerle. Celebro que sucoche no haya sufrido ningúndesperfecto.

—A decir verdad... —comenzó el Coronel, mas tuvo queinterrumpirse.

El Señor Satterhwaite, congran excitación, se apeó con laagilidad de un pájaro y tendió

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calurosamente su mano aldesconocido.

—¡Es usted! Creí reconocer suvoz —declaró excitado—. ¡Quécasualidad! ¡Qué extraordinariacasualidad!

—¿Eh? —exclamó el coronelMelrose.

—El señor Harley Quin.Melrose, estoy seguro de que me haoído hablar muchas veces del señorQuin.

EI coronel Melrose no pareciórecordarle, pero contempló la

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escena mientras su amigo seguíacharlando.

—No le he visto... desde...déjeme pensar...

—Desde la noche aquella, enlas Campanillas de Arlequín —repuso el otro tranquilamente.

—¿Las Campanillas deArlequín? —Se extraño el coronel.

—Es una taberna —explicó elseñor Satterhwaite.

—¿Qué nombre tan curiosopara una taberna!

—Es una muy antigua —

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replicó el señor Quin—. Recuerdoque hubo un tiempo en que lasCampanillas de Arlequín eran máscorrientes que ahora en Inglaterra.

—Supongo que sí; Sin dudaque tiene usted razón —le contestóMelrose.

Parpadeó. Por un curiosoefecto de luz... debido a los farosde uno de los coches y las lucesrojas posteriores del otro... el señorQuin parecía estar vestido comoArlequín. Pero era sólo una cosa dela luz.

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—No podemos dejarleabandonado en medio de lacarretera —continuó el señorSatterhwaite—. Véngase connosotros. Hay sitio de sobra paratres, ¿no es cierto, Melrose?

—¡Oh, desde luego!Pero la voz del coronel no

demostraba el menor entusiasmo.—El único inconveniente es

nuestro destino, ¿verdad,Satterhwaite?

El aludido se quedó de unapieza. Las ideas acudían

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rápidamente a su cerebro.—¡No, no! —exclamó—.;Debí

de haberlo adivinado! No ha sidouna casualidad el encontrarnos estanoche en este cruce, señor Quin.

El coronel Melrose mirababoquiabierto a su amigo, que locogió del brazo.

—¿Recuerda lo que le conté...de nuestro amigo Derek Capel,sobre el motivo de su suicidio, quenadie podía poner en claro? Fue elseñor Quin quien resolvió esteproblema... igual que muchos otros.

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Sabe ver cosas que están ahí, peroque no se ven. Es maravilloso.

—Mi querido Satterhwaite, meestá usted azorando —dijo el señorQuin, sonriendo—. Recuerdo queesos descubrimientos los realizóusted, y no yo.

—Se realizaron porque ustedestaba allí —repuso Satterhwaitecon gran convencimiento.

—Bueno —dijo el coronelMelrose, aclarando su garganta—.No debemos perder más tiempo.Vamos.

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Se situó ante el volante. No leagradaba demasiado el entusiasmoque demostraba Satterhwaite poraquel desconocido, pero como nopodía objetar nada, su deseo erallegar cuanto antes a Alderway.

El señor Satterhwaite hizosentarse a su amigo en el centro y élse situó junto a la ventanilla. Elautomóvil era bastante ancho, y lostres cabían sin grandes apreturas.

—¿De modo que le interesanlos crímenes, Señor Quin? —preguntó el coronel, tratando de

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hacerse simpático.—No; precisamente los

crímenes, no.—¿Qué, entonces?—Preguntemos al señor

Satterhwaite. ¡Es tan buenobservador! —repuso el señor Quincon una sonrisa.

—Puedo estar equivocado —replicó Satterhwaite—; pero creoque el señor Quin se interesa porlos... amantes.

Enrojeció al decir la últimapalabra, que ningún inglés

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pronuncia sin tener plenaconciencia de ella. Satterhwaite ladejó brotar de sus labiosdisculpándose y como entrecomillas.

—¡Cielos! —exclamó elcoronel.

Aquel amigo de Satterhwaiteparecía bastante extraño. Le miróde reojo. Su aspecto era normal...un joven algo moreno, pero sinparecer extranjero.

—Y ahora —dijo Satterhwaitecon importancia—, debo contarle

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todo el caso.Estuvo hablando durante diez

minutos. Allí, sentado en lapenumbra y corriendo a través de lanoche, sintió una enervantesensación de poder. ¿Quéimportaba que sólo fuera un simpleespectador de la vida? Teníapalabras, era dueño de ellas, eracapaz de formar con ellas unrelato... un relato extraño yrenacentista, en el que elprotagonista era la bella LauraDwighton, con sus blancos brazos y

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cabellos de fuego... y la sombríafigura de Paul Delangua, a quieneslas mujeres encontraban atractivo.

Todo ello en el escenario deAlderway... Alderway, que sealzaba desde los tiempos deEnrique VII; Según algunos, desdeantes. Alderway, que era inglés decorazón, con sus setos recortados,Su granero, y el vivero donde losmonjes criaban carpas para laabstinencia de los viernes.

Con pocas frases bien dichasdefinió a sir James, un Dwighton

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auténtico descendiente del viejo deVittons, que tiempo atrás habíasacado mucho dinero de la tierraencerrándolo en cofres de madera,por ello cuando llegaron las malasépocas y todos se arruinaron, losdueños de Alderway nuncasufrieron pobreza.

Por fin el Señor Satterhwaitedejó de hablar. Sentíase seguro dela atención de sus oyentes, yaguardo las palabras de elogio, queno se hicieron esperar demasiado.

—Es usted un artista, señor

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Satterhwaite.—Lo he hecho lo mejor que

sé. —El hombrecillo mostrábasehumilde de repente.

Hacía varios minutos quehabían dejado atrás la verja de lafinca. Ahora el coche se detuvo antela entrada y un agente de policíabajó a toda prisa los escalones pararecibirles.

—Buenas noches, señor. Elinspector Curtis está en labiblioteca.

—Muy bien.

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Melrose subió la escalinataseguido de los otros dos. Cuandolos tres hombres cruzaban el ampliovestíbulo, un anciano mayordomoasomo la cabeza por una de laspuertas, con ademán receloso.Melrose le saludó.

—Buenas noches, Miles. Es unasunto muy desagradable.

—¡Y tanto, señor! —repuso elaludido—. Apenas puedo creerlo,se lo aseguro. ¡Pensar que alguienhaya podido golpear así a miamo...!

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—Sí, sí —repuso Melrose,atajándole—. Luego hablaré conusted.

Penetró en la biblioteca, dondeun inspector robusto y de aspectomarcial le saludó con respeto.

—Es muy desagradable, señor.No he tocado nada. No hemosencontrado huellas en el arma.Quienquiera que haya sido, sabíabien su oficio.

El Señor Satterhwaite miró elcuerpo yaciente sobre la mesaescritorio, y apresuróse a desviar la

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vista. Le habían golpeado desdeatrás con tal fuerza que le habíanpartido el cráneo. La visión no eraagradable...

El arma estaba en el suelo...una figura de bronce de unos piesde altura, con la base manchada yhúmeda. El Señor Satterhwaiteinclinóse sobre ella con verdaderacuriosidad.

—¡Una Venus! —dijo en tonobajo— ¡De modo que ha sidoderribado por Venus!

Y encontró muy poética su

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reflexión.—Las ventanas estaban todas

cerradas y con los pestilloscorridos por el interior —dijo elinspector.

Hizo una pausa significativa.—Eso reduce los sospechosos

a los habitantes de la casa —repusoel jefe de la policía, de mala gana—. Bueno..., bueno; ya veremos.

El cadáver aparecía vestidocon pantalones bombachos, y juntoal sofá veíase apoyado un sacolleno de palos de golf.

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—Acababa de llegar delCampo de golf —explicó elinspector, siguiendo la mirada deljefe de policía—. Eso fue a lascinco y cuarto. El mayordomo letrajo el té. Mas tarde llamó a suayuda de cámara para que le trajeralas zapatillas. Por lo que sabemos,el valet fue la última persona que levio con vida.

Melrose asintió, volviendo adedicar su atención a la mesaescritorio.

Muchos de los accesorios que

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había sobre ella habían sidovolcados o rotos, y entre todosresaltaba un gran reloj de esmalteoscuro caído sobre uno de sus ladosen el mismo centro de la mesa.

El inspector carraspeó.—Eso sí que puede llamarse

suerte, señor —dijo. Como ustedve, está parado a las seis y medía.Eso nos da la hora del crimen. Muyconveniente.

El coronel no dejaba de mirarel reloj.

—¡Muy conveniente, como

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usted dice! —observó—.¡Demasiado! No me gusta esto,inspector.

Volvióse a mirar a los otrosdos, Sus ojos buscaron los delseñor Quin.

—¡Maldita Sea! —exclamó—.Está demasiado claro. Ya sabeusted a qué me refiero. Las cosas nosuceden así.

—¿Se refiere a que los relojesno caen de este modo? —murmuróel señor Quin.

Melrose le miró unos

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instantes, y luego al reloj, que teníael aspecto patético e inocente de losobjetos conscientes de pronto de suimportancia. Con sumo cuidado elcoronel Melrose volvió a colocarlosobre sus patas, y dio a la mesa unviolento empujón. El reloj setambaleó sin llegar a caer. Melroserepitió la embestida, y con Ciertadesgana y muy lentamente el relojcayó al fin hacia atrás.

—¿A qué hora descubrieron elcrimen? —quiso saber Melrose.

—A eso de las siete, señor.

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—¿Quién lo descubrió?—El mayordomo.—Vaya a buscarle —ordenó el

jefe de policía—. Le veré ahora. Apropósito, ¿dónde está ladyDwighton?.

—Se ha acostado, señor. Sudoncella dice que está muy postraday que no puede ver a nadie.

Melrose asintió con unainclinación de cabeza y Curtis fueen busca del mayordomo. El señorQuin contemplaba pensativo lachimenea, y el señor Satterhwaite

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siguió su ejemplo. Estuvo mirandolos humeantes troncos durante unpar de minutos hasta que sus ojospercibieron algo que brillaba en elhogar. Inclinándose recogió untrocito de cristal curvado.

—¿Deseaba verme, señor?Era la voz del mayordomo,

todavía temblorosa y vacilante. Elseñor Satterhwaite deslizó elpedazo de cristal en un bolsillo desu chaleco y se volvió.

El anciano se hallaba de piejunto a la puerta.

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—Siéntese —le indicó el jefede policía con toda amabilidad—.Está usted temblando. Supongo quedebe de haber sido un golpe parausted.

—Desde luego, señor.—Bien, no le entretendré

mucho. ¿Creo que su amo entró aquídespués de las cinco?

—Sí, señor. Me ordenó que letrajera el té a la biblioteca.Después, cuando vine a retirar elServicio, me pidió que enviara aJennings... es su ayuda de cámara,

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señor, desde hace tiempo.—¿Qué hora era?—Pues... las seis y diez,

señor.—Sí..., ¿y luego?—Le pasé el recado a

Jennings, señor. Y no fue hasta lassiete que vine a cerrar las ventanasy a correr las cortinas cuando vique...

Melrose le interrumpió.—Sí, sí, no necesita repetirlo.

¿No tocaría usted el cuerpo ocualquier otra cosa?

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—¡Oh! No, desde luego queno, señor. Fui lo más de prisa quepude hasta el teléfono para llamar ala policía.

—¿Y luego?—Le dije a Juanita... es la

doncella de Su Señoría, señora, quefuera a comunicárselo a Su Señoría.

—¿No ha visto a la señora entoda la noche?

El coronel Melrose hizo lapregunta como al azar, pero elseñor Satterhwaite adivinó laansiedad que escondían sus

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palabras.—No, señor. Su Señoría ha

permanecido en sus habitacionesdesde que ocurrió la tragedia.

—¿La vio usted antes?Todos pudieron observar la

vacilación del mayordomo antes decontestar.

—Pues... pues yo... la vi unmomento bajando la escalera.

—¿Entró en su habitación?El señor Satterhwaite contuvo

la respiración.—Creo... creo que sí, señor.

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—¿A qué hora fue eso?Podría haberse oído caer un

alfiler. ¿Conocía aquel anciano laimportancia de su respuesta?, sepreguntaba el señor Satterhwaite.

—Serían cerca de las seis ymedia.

El Coronel Melrose aspiró elaire con firmeza.

—Eso es todo, gracias.Envíenos a Jennings, el ayuda deCámara. ¿Quiere?

Jennings acudió prontamente.Era un hombre de rostro alargado,

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andar felino y cierto aire astutomisterioso.

Un hombre, pensó el SeñorSatterhwaite, capaz de asesinar a suamo, de tener la completaSeguridad de no ser descubierto.

Escuchó ávidamente lasrespuestas que daba a las preguntasdel coronel Melrose; más alparecer su historia era bien clara.Había bajado a su amo unaszapatillas cómodas, llevándose suszapatos.

—¿Qué hizo usted después,

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Jennings?—Volví a la habitación de los

criados, señor...—¿A qué hora dejó a su amo?—Debían ser poco más de las

seis y cuarto, señora.—¿Dónde estaba usted a las

seis y media, Jennings?—En la habitación de los

criados, señor.El coronel Melrose le

despidió con un ademán y miró aCurtis con gesto interrogador.

—Es cierto, señor. Lo he

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comprobado. Estuvo en lahabitación de servicio desde lasseis y veinte hasta las siete.

—Eso le deja al margen —dijo el jefe de policía con ciertacontrariedad—. Además, no tienemotivos.

Se miraron.Llamaban a la puerta.—¡Adelante! —invitó el

coronel.Apareció una doncella muy

asustada.—Si me lo permite. Su

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Señoría ha oído que el CoronelMelrose estaba aquí y quisieraverle.

—Desde luego —replicóMelrose—. Iré en seguida. ¿Quieremostrarme el camino?

Mas una mano apartó a un ladoa la muchacha, Una figuracompletamente distinta apareció enel umbral de la puerta. LauraDwighton parecía un ser de otromundo.

Iba vestida con un traje detarde de brocado color azul. Sus

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cabellos cobrizos partidos sobre lafrente le cubrían las orejas.Consciente de su estilo propio, ladyDwighton nunca consintiócortárselo y lo llevaba recogidosencillamente en la nuca, y losbrazos al descubierto.

Con uno de ellos se apoyabaen el marco de la puerta y el otropendía junto a su cuerpo, sujetandoun libro. Parecía, pensóSatterhwaite, una madonna de teladel primitivo italiano.

El coronel Melrose acercóse a

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ella.—He venido a decirle... a

decirle...Su voz era rica y bien

modulada. El Señor Satterhwaiteestaba tan absorto en el dramatismode la escena que había olvidado surealidad.

—Por favor, lady Dwigthon...Melrose extendió su brazo

para Sostenerla y la acompañóhasta una pequeña antesalacontigua, cuyas paredes estabanforradas de seda descolorida. Quin

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y Satterhwaite les Siguieron. EllaSe dejó caer en una otomana,recostándose sobre un almohadón,con los párpados cerrados. Los tresla observaron. De pronto abriómucho los ojos y se incorporóhablando muy de prisa.

—¡Yo lo maté! Eso es lo quevine a decirle. ¡Yo lo he matado!

Hubo un silencio angustioso.El corazón del señor Satterhwaitese olvidó de latir.

—Lady Dwighton —atajóMelrose—, ha sufrido usted un rudo

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golpe... está alterada. No creo quese de cuenta de lo que dice, ¿Sevolvería atrás ahora... mientrasestaba a tiempo?

—Sé perfectamente lo quedigo. Fui yo quien disparó.

Dos de los presentes lanzaronuna exclamación ahogada. Eltercero no hizo el menor ruido.Laura Dwighton inclinóse todavíamás hacia delante.

—¿No lo comprenden? Bajé ydispare.

El libro que llevaba en la

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mano cayó al suelo, y de su interiorsaltó un cortapapeles en forma depuñal con la empuñadura cincelada.Satterhwaite lo recogiómecánicamente, depositándolosobre la mesa, mientras pensaba:«Es un juguete peligroso. Con estopodría matarse a un hombre.»

—Bueno... —la voz de LauraDwighton denotaba impaciencia—,¿qué es lo que van a hacer?¿Arrestarme? ¿Llevarme de aquí?

El coronel Melrose encontróal fin su voz, con cierta dificultad.

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—Lo que acaba de decirme esmuy serio, lady Dwighton. Deborogarle que permanezca en sushabitaciones hasta que... haga losarreglos pertinentes.

Ella se puso en pie tras asentircon una inclinación de cabeza.Parecía, a la sazón, muy dueña desí, grave y fría.

Cuando se dirigía a la puerta,el Señor Quin le preguntó:

—¿Qué hizo usted con elrevólver, lady Dwighton?

Una sombra de desconcierto

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pasó por sus ojos.—Yo... lo dejé caer al suelo.

No, creo que lo tiré por laventana... ¡Oh! Ahora no meacuerdo. Pero, ¿qué importa?Apenas Sabía lo que estabahaciendo. Pero eso no, importa,¿verdad?

—No —repuso el Señor Quin.No creo que importe mucho.

Le dirigió una mirada deperplejidad mezclada con algo quebien pudo ser alarma. Luego, volvióla cabeza y salió de la estancia con

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decisión. Satterhwaite salió a todaprisa tras ella, comprendiendo quepodía desmayarse en cualquiermomento, pero ya había subido lamitad de la escalera sin darmuestras de su anterior debilidad.La asustada doncella se hallaba alpie de la escalera y Satterhwaiteordenó en tono autoritario:

—Vigile a su señora.—Sí, señor —la muchacha se

dispuso a subir tras la figura azul—. Oh, por favor, señor, ¿no irán asospechar de él?

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—¿Sospechar de quién?—De Jennings, señor. ¡Oh,

señor, desde luego, es incapaz dehacer daño a una mosca!

—¿Jennings? No, claro que no.Vaya y cuide de su señora.

—Sí, señor.La muchacha subió la escalera

a toda prisa y Satterhwaite volvió ala estancia que acababa deabandonar.

El coronel Melrose decíaacaloradamente:

—Bueno, estoy hecho un mar

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de confusiones. Aquí hay algo másde lo que se ve a simple vista. Es...es como esas tonterías que lasheroínas hacen en muchas novelas.

—Es irreal —convinoSatterhwaite— como una escena deteatro.

—Sí, usted admira el drama,¿no es cierto? Es usted un hombreque sabe apreciar una buenarepresentación.

Satterhwaite le mirabafijamente.

En el silencio oyóse una lejana

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detonación.—Parece un disparo —dijo el

coronel Melrose. Habrá sido algunode los guardianes. Eso esprobablemente lo que ella oyó, y talvez no bajase a ver.

Ni se habrá acercado aexaminar el cuerpo y por eso hallegado resuelta a la conclusión...

—El señor Delangua, señor.Era el mayordomo quien había

hablado respetuosamente desde lapuerta.

—¿Eh? —exclamó Melrose—.

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¿Cómo?—El señor Delangua está aquí,

señor, y a ser posible quisierahablar con usted.

—Hágale pasar.Momentos después, Paul

Delangua apareció en la entrada.Como el coronel Melrose habíainsinuado, había en el un aireextranjeros. la facilidad demovimientos, su rostro hermoso ymoreno, y sus ojos tal vez un pocodemasiado juntos... le daban unaspecto renacentista. Él y Laura

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Dwighton recordaban la mismaépoca.

—Buenas noches, caballeros—dijo Delangua con una ligerareverencia algo teatral y afectada.

—Ignoro qué asuntos le traenpor aquí, señor Delangua —dijoMelrose tajante—, pero si no tienennada que ver con el que tenemosentre manos...

Delangua le interrumpió conuna carcajada.

—Al contrario —apuntó—,tienen mucho que ver con esto.

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—¿Qué quiere decir?—Quiero decir —continuó

Delangua con toda tranquilidad —que he venido a entregarme comocausante de la muerte de sir JamesDwighton.

—¿Sabe usted lo que estadiciendo? —inquirió Melrose muyserio.

—Me doy perfecta cuenta.Los ojos del joven estaban

fijos en la mesa.—No comprendo...—¿Por qué me entrego?

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Llámelo remordimiento... o comomás le agrade.

Le di de firme... de eso puedeestar seguro. —Señaló la mesa—.Veo que tiene ahí el arma, unaherramienta muy manejable. LadyDwighton tuvo el descuido dedejarla dentro de un libro y yo lacogí por casualidad.

—Un momento —cortó elcoronel Melrose—. ¿Tengo queentender que usted admite haberdado muerte a Sir James con esto?

Y levantó el cortapapeles.

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—Exacto. Entré por laventana. Él me daba la espalda. Fuetodo muy sencillo. Me marché porel mismo sitio.

—¿Por la ventana?—Por la ventana, claro.—¿A qué hora?Delangua vacilaba.—Déjeme pensar... estuve

hablando con el guardiana. esosería a las seis y cuarto. Oí dar elcuarto en el campanario de laiglesia. Debía ser... bueno,pongamos a las seis y media.

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Una torva sonrisa apareció enlos labios del coronel.

—Exacto, jovencito —asintió—. Las seis y media es la hora. Talvez ya lo había oído. ¡Pero esteasesinato es muy particular!

—¿Por qué?—¡Hay tantas personas que se

declaran culpables! —dijo elcoronel Melrose.

Todos percibieron surespiración anhelante.

—¿Quién más lo haconfesado? —preguntó con voz que

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en vano quiso hacerse firme.—Lady Dwighton.Delangua echó la cabeza hacia

atrás, riendo.—No es de extrañar que lady

Dwighton esté nerviosa —dijo conligereza—. Yo de usted no prestaríaatención a sus palabras.

—No pienso hacerlo —repusoMelrose—; pero hay otra cosaextraña en este crimen.

—¿Qué cosa?—Pues... lady Dwighton

confiesa haber disparado contra sir

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James, y usted dice que le apuñaló,pero ya ve que, por fortuna para losdos, no fue ni muerto de un disparoni de una puñalada. Le abrieron elcráneo de un golpe.

—¡Cielos! —exclamóDelangua—. Pero no es posible queuna mujer haya podido...

Se detuvo mordiéndose ellabio. Melrose asentía.

—Se lee a menudo —explicó—; pero nunca vi que ocurriera.

—¿El qué?—El que un par de jóvenes

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estúpidos se acusen de un crimenque no han cometido, tratando cadauno de ellos de salvar al Otro —dijo Melrose—. Ahora tenemos queempezar desde el principio.

—El ayuda de cámara —exclamó Satterhwaite—. Esamuchacha... entonces no le preste lamenor atención.

Hizo una pausa buscandopalabras con qué explicarse.

—Tenía miedo de quesospecháramos de él. Debe dehaber un motivo que nosotros

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ignoramos y que ella conoce.El coronel Melrose, con el

ceño fruncido, hizo sonar el timbre.Cuando atendieron a su llamada,ordenó:

—Haga el favor de preguntar alady Dwighton si tiene la bondad devolver a bajar.

Esperaron en silencio a quellegara. A la vista de Delangua sesobresaltó, alargando una manopara no caerse. El coronel Melroseacudió rápidamente en su ayuda.

—No ocurre nada, lady

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Dwighton. No se alarme.—No comprendo. ¿Qué esta

haciendo aquí el señor Delangua?Delangua acercóse a ella.—Laura... Laura, ¿por qué lo

hiciste?—¿Hacer qué?—Lo sé. Fue por mí..., porque

pensabas que había sido yo...Después de todo, supongo que eranatural que lo pensaras. ¡Eres unángel!

El coronel Melrose carraspeó.Era un hombre que aborrecía las

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emociones y sentía horror a tenerque presenciar una «escena».

—Si me lo permite, ladyDwighton, le diré que usted y elSeñor Delangua han tenido suerte.El Señor Delangua acaba de llegarpara confesar ser autor del crimen...Oh, no se preocupe, ¡él no ha sido!Pero lo que nosotros queremossaber es la verdad. Basta devacilaciones. El mayordomo diceque usted entró en la biblioteca alas seis y media..., ¿es cierto?

Laura miró a Delangua, que

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hizo un gesto afirmativo.—La verdad, Laura —le dijo

—. Eso es lo que queremos saber.—Hablaré.Desplomóse sobre una silla

que Satterhwaite se habíaapresurado a acercarle.

—Vine aquí. Abrí la puerta dela biblioteca y...

Se detuvo y tragó saliva.Satterhwaite, inclinándose, le diounas palmaditas en la mano paraanimarla.

—Sí —le dijo—, Sí. ¿Qué vio

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usted?—Mi esposo estaba tendido

sobre la mesa escritorio. Vi sucabeza..., la sangre... ¡Oh!

Se cubrió el rostro con lasmanos. El jefe de policía inclinósehacia delante.

—Perdóneme, lady Dwighton.¿Pensó que el señor Delangua lehabía matado de un tiro?

Asintió con un gesto.—Perdóname, Paul —suplicó

—. Pero tú dijiste..., dijiste...—Que le mataría como a un

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perro —repuso el aludido—. Lorecuerdo. Eso fue el día quedescubrí que te maltrataba.

El jefe de policía procuró queno Se apartaran de la cuestión.

—Entonces debo entender,lady Dwighton, que usted volvió asubir; y no dijo nada. Nonecesitamos preguntar sus razones.

¿No tocó el cuerpo ni seacercó a la mesa escritorio?

Laura se estremeció.—No, no. Salí de allí

corriendo.

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—Ya, ya. ¿Y qué hora eraexactamente? ¿Lo recuerda?

—Eran las seis y media enpunto cuando volví a mi habitación.

—Entonces a las... digamos, alas seis veinticinco, Sir james yaestaba muerto. —El jefe de policíamiró a los otros—. Ese reloj... eraun truco, ¿vedad? Ya losospechábamos. Nada más fácil quecorrer las manecillas para obtenerla hora deseada; pero cometieron elerror de hacerle caer de costado.Bueno, eso reduce los sospechosos

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al mayordomo y al ayuda de cámaray no puedo creer que fuera elmayordomo. Dígame, ladyDwighton, ¿tenía Jennings algúnresentimiento contra su esposo?

Laura se apartó las manos delrostro.

—Pues... James me dijo estamañana que le había despedido. Lehabía sorprendido robando.

—¡Ah! Ahora nos vamosacercando, Jennings hubiera sidodespedido sin conseguir buenosinformes. Cosa muy desagradable

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para él.—Usted dijo algo acerca de un

reloj —inquirió Laura Dwighton—.Si quiere usted saber la horaexacta... queda unaposibilidad...James llevaría en elbolsillo su reloj de jugar al golf.¿No es posible que también dejasede funcionar al recibir el golpe?

—Es una idea —repuso elcoronel, despacio—. Pero me temoque... ¡Curtis!

El inspector asintió,comprendiendo la orden

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rápidamente, antes de abandonar laestancia. Volvió al cabo de unminuto. En la palma de la manotraía un relojito de plata trabajadocomo las pelotas de golf, de esosque los jugadores llevan sueltos enel bolsillo, en unión de algunaspelotas.

—Aquí lo tiene, señor —anunció—; pero dudo que le sirvade mucho. Estos relojes son muyfuertes.

El coronel lo tomó y se loacercó al oído.

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—De todas formas, parece quese ha parado —advirtió.

Apretó el cierre de la tapa consu pulgar y al abrirlo vio que elcristal estaba roto.

—¡Ah! —exclamó satisfecho.La aguja minutera señalaba

exactamente las seis y cuarto.

—Es un Oporto excelente,coronel Melrose —decía el SeñorQuin.

Eran las nueve y media y lostres hombres acababan de

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despachar una opípara Cena en casadel coronel Melrose. El señorSatterhwaite estaba muy animado.

—Tenía yo razón —dijo—.No puede negarlo, señor Quin.Usted apareció ayer noche parasalvar a una pareja de jóvenesabsurdos que estaban a punto demeter la cabeza en un lazo.

—¿Quién yo? —repuso elseñor Quin—. Desde luego que no.Yo no hice nada.

—Tal como fueron las cosas,no fue preciso —convino

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Satterhwaite—; pero pudo haberlosido. Nunca olvidaré el momento enque lady Dwighton dijo: «Yo lematé.» Nunca vi en el teatro nada nila mitad de dramático.

—Me siento inclinado aparticipar de su opinión —dijomister Quin.

—Nunca hubiera dicho queesas Cosas ocurrieran fuera de lasnovelas —repitió el coronel porenésima vez aquella noche.

—¿Y suceden? —preguntó elseñor Quin.

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—¡Maldición! Ha ocurridoesta misma noche...

—Perdonen —intervino elSeñor Satterhwaite— LadyDwighton estuvo magnífica,realmente magnífica, pero cometióuna equivocación. No debió haberllegado a la conclusión de que suesposo había muerto de un disparo.Del mismo modo, Delangua fue untonto al suponer que debían dehaberle apuñalado, Sólo porque diola casualidad de que el puñal estabaen la casa ante nosotros. Fue una

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casualidad que lady Dwighton lobajara junto con el libro.

—¿Lo fue? —preguntó elseñor Quin.

—Ahora bien, si ambos sehubieran limitado a decir quehabían matado a sir James, sinespecificar cómo... —prosiguióSatterhwaite—, ¿Cuál hubiese sidoel resultado?

—Que pudieran haberle creído—replicó el señor Quin con unaextraña sonrisa.

—Todo esto es como una

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novela —dijo el Coronel.—Yo diría que de ahí sacaron

la idea —contestó el señor Quin.—Es posible —convino

Satterhwaite—. Las cosas que unoha leído vuelven a la memoria delmodo más extraño.

Miró al señor Quin.—El reloj resultaba

sospechoso desde el primermomento —continuó—. Uno nodebiera olvidar nunca lo fácil quees adelantar o retrasar lasmanecillas.

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El señor Quin asintió con lacabeza mientras repetía:

—Adelantar —dijo, y tras unapausa agregó—: O retrasar.

En su voz había cierto tonoinsinuante, y sus ojos miraronfijamente al señor Satterhwaite.

—Las adelantaron —dijoSatterhwaite—. Eso lo sabemos.

—¿Sí? —insistió el señorQuin.

—¿Quiere usted decir queretrasaron el reloj? —le preguntóSatterhwaite mirándole fijamente

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—. Pero eso no tiene sentido. Esimposible.

—No es, a mi parecer,imposible —murmuró el señorQuin.

—Bueno... absurdo. ¿Quéventaja tendría?

—Sólo para alguien quetuviera una coartada para esa hora,supongo.

—¡Cielos! —exclamó elcoronel—. Ésa es la hora en que eljoven Delangua dijo estar hablandocon el guardián.

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—Lo recalcó con interésespecial —dijo Satterhwaite.

Se miraron mutuamente. Teníala extraña sensación de que la tierrase hundía bajo sus pies. Los hechostomaban un nuevo giro, presentandofacetas inesperadas. Y en el centrode aquel calidoscopio aparecía elrostro sonriente del señor Quin.

—Pero en tal caso... —comenzó Melrose.

El señor Satterhwaite terminóla frase.

—Resulta todo al revés...,

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aunque igual. El mismo plan... sóloque contra el ayuda de cámara. ¡Oh,pero no puede ser! Esto esimposible. ¿Por qué acusarse delcrimen?

—Sí —dijo el señor Quin—.Hasta entonces usted habíasospechado de ellos, ¿no es así?

Su voz continuó diciendo,plácida y soñadora:

—Usted dijo que era comoalgo sacado de una novela,Coronel. De ahí procede su idea. Eslo que hacen siempre el héroe

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inocente y la heroína. Naturalmente,eso le hizo a usted pensar que eraninocentes... por la fuerza de latradición. El señor Satterhwaite noha cesado de decir que parecía cosade teatro. Los dos tenían razón. Noera real. Han estado diciendo esotantas veces, sin saber lo quedecían. Hubieran contado unahistoria mucho más verosímil sihubieran querido que les creyesen.

Los dos hombres le miraronestupefactos.

—Han sido muy inteligentes

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—prosiguió Satterhwaite con vozlenta—. Diabólicamenteinteligentes. Y yo he pensado enotra cosa. El mayordomo dijo queentró a las siete a cerrar lasventanas... de modo que esperabaque estuvieran abiertas.

—De este modo entróDelangua —dijo el señor Quin—.Mató a Sir James de un solo golpe,y de acuerdo con lady Dwightonpuso en práctica lo que amboshabían planeado...

Miró a Satterhwaite como

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animándole para que reconstruyerala escena. Y eso hizo.

—Dieron un golpe al reloi y lodejaron caer de costado. Sí. Luegoatrasaron el otro y lo estrellaroncontra el suelo, para estropearlo.Delangua salió por la ventana y ellala cerró por dentro, pero hay unacosa que no entiendo. ¿Por quépreocuparse por el reloj debolsillo? ¿Por qué no atrasarsencillamente el de mesa?

—Era algo demasiadoevidente —dijo el Señor Quin—.

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Cualquiera hubiera podidocomprender que de trataba de unengaño.

—Pero el pensar en el otro eracosa bastante problemática. Pues...,¿no fue pura casualidad el queresolviésemos buscarlo?

—¡Oh, no! —replicó el señorQuin—. Recuerde que fue ladyDwighton quien lo sugirió. Y sinembargo —prosiguió—, la únicapersona que pudo pensar en el relojera el ayuda de cámara. EllosSuelen saber mejor que nadie lo

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que sus amos llevan en losbolsillos. De haber atrasado elreloj de la mesa, es probable que elvalet hubiera atrasado a su vez elde bolsillo. Esa pareja nocomprende la naturaleza humana.No son como el señor Satterhwaite.

El aludido movió la cabeza.—Estaba equivocado —

murmuró humildemente—. Creí quehabía aparecido usted parasalvarles.

—Y eso hice —dijo el señorQuin—. ¡Oh! No a ese par... sino a

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los otros. ¿No se fijó en ladoncella? No iba vestida debrocado azul, ni representaba unpapel dramático, pero en realidades una muchacha muy bonita, y creoque está muy enamorada de eseJennings. Espero que entre ustedesdos podrán salvarle de la horca.

—No tenemos ninguna prueba—dijo el coronel Melrose conpesadumbre.

El señor Quin sonrió.—El Señor Satterhwaite la

tiene.

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—¿Yo?El aludido estaba perplejo.—Usted tiene la prueba de que

el reloj no se rompió. No es posibleromper el cristal de un reloj comoeste sin abrir la tapa. Inténtelo yverá, alguien cogió el reloj, loabrió y, después de atrasarlo yromper el cristal, volvió a cerrarloy a colocarlo en donde estaba.Ellos no se fijaron, pero falta unpedacito de cristal.

—¡Oh!-exclamó Satterhwaite,introduciendo la mano en un

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bolsillo de su chaleco para sacar unfragmento de cristal curvado.

Aquel era su momento.—Con esto —dijo el señor

Satterhwaite, dándose importancia— Salvaré a un hombre de morirahorcado.

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Índice1. TRES RATONESCIEGOS 5

GUÍA DEL LECTOR 6CANCIÓN INFANTILINGLESA 9

PRÓLOGO 12CAPÍTULO PRIMERO 16

1 162 323 45

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CAPÍTULO II 611 612 72

CAPÍTULO III 931 932 1043 1144 118

CAPÍTULO IV 1491 1492 1773 185

CAPÍTULO V 193

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1 1932 1963 2084 2095 2106 2127 2138 2169 217

CAPÍTULO VI 2211 2212 2363 244

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4 290

5 3072. UNA BROMAEXTRAÑA 333

3. EL CRIMEN DE LACINTA MÉTRICA 390

4. EL CASO DE LADONCELLAPERFECTA

454

5. EL CASO DE LAVIEJA GUARDIANA 517

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6. EL TERCER PISO 5787. LAS AVENTURASDE JOHNNIEWAVERLY

663

8. LA TARTA DEZARZAMORAS 726

9. DETECTIVESAFICIONADOS 791